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Fragmentos

Hace ya muchos años que, de mi infancia en Combray, solo existía para mí la


tragedia cotidiana de acostarme. Un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo
que yo tenía frío, me propuso tomar, contra mi costumbre, un poco de té. Dije que no,
primero, pero luego, no sé por qué, cambié de opinión. Mandó a comprar uno de esos
bollos pequeños y rollizos que se llaman magdalenas, y que parecen haber sido
moldeados en las valvas con ranuras de una concha de Santiago. Pronto,
maquinalmente, agobiado por el día triste y la perspectiva de otro igual, me llevé a
los labios una cucharada de té en la que había dejado reblandecer un trozo de
magdalena. Pero, en el instante mismo que el trago de té y migajas de bollo llegaban
a mi paladar, me estremecí, dándome cuenta de que pasaba algo extraordinario. Me
había invadido un placer delicioso, aislado, sin saber por qué, que me volvía
indiferente a vicisitudes de la vida, a sus desastres inofensivos, a su brevedad ilusoria,
de la misma manera que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; o, más
bien, esta esencia no estaba en mí sino que era yo mismo. Y no me sentía mediocre,
limitado, mortal. ¿De dónde podía haberme venido esta poderosa alegría? Me daba
cuenta de que estaba unida al gusto del té y del bollo, pero lo sobrepasaba
infinitamente, no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué
significaba? ¿Cómo apresarla? [...]

Y, de repente, el recuerdo aparece. Ese gusto es el del trocito de magdalena que


el domingo por la mañana en Combray (porque ese día yo no salía antes de la hora de
misa), cuando iba a decirle buenos días a su habitación, mi tía Leonie me daba,
después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila. La vista de la pequeña
magdalena no me había recordado nada, antes de probarla; quizá porque,
habiéndolas visto a menudo después, sin comerlas, sobre las mesas de los
pasteleros, su imagen había dejado esos días de Combray para unirse a otros más
recientes [...]

Y desde que reconocí el gusto del trocito de magdalena mojada en la tila que me
daba mi tía (aunque todavía no supiera y debiera dejar para más tarde el descubrir por
qué ese recuerdo me hacía feliz), en seguida la vieja casa gris, donde estaba su
habitación, vino como un decorado teatral a añadirse al pequeño pabellón que estaba
sobre el jardín.

Marcel Proust: Por el camino de Swann (1913)

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Despojar a la novela de todos los elementos que no pertenezcan
específicamente a la novela. Así como la fotografía, en otro tiempo, desembarazó a la
pintura de la preocupación de ciertas exactitudes, el fonógrafo limpiará sin duda
mañana a la novela de sus diálogos transcriptos, de los que se vanagloria con
frecuencia el realista. Los acontecimientos exteriores, los accidentes, los
traumatismos, pertenecen al cine; está bien que la novela se los deje. Hasta la
descripción de los personajes no me parece en absoluto que pertenezca propiamente
al género. Sí, realmente, no me parece que la novela «pura» (y en arte, como en todo,
sólo importa la pureza) deba ocuparse de ello. Como no lo hace el drama. Y que no se
me diga que el dramaturgo no describe sus personajes porque el espectador está
llamando a verlos llevados completamente vivos a la escena; porque cuántas veces no
nos ha molestado, en el teatro, el actor, y nos ha hecho sufrir el que se pareciese tan
mal a quien, sin él, nos imaginábamos tan bien. El novelista, por lo general, no abre
suficiente crédito a la imaginación del lector»

***

No he podido nunca inventar nada. Pero me encuentro ante la realidad como el


pintor con su modelo que le dice: deme usted tal gesto, tome usted la expresión que
me conviene. Los modelos que la sociedad me proporciona puedo hacerlos obrar a mi
capricho, si conozco bien sus resortes; o, al menos, puedo proponer a su indecisión
determinados problemas que ellos resolverían a su manera, de modo que su reacción
me instruirá. Me atormenta como novelista la necesidad de intervenir, de actuar sobre
su destino. Si tuviese yo más imaginación, organizaría intrigas; las provoco, observo a
los actores y luego trabajo al dictado de ellos.

***

No es verdad nada de lo que escribí ayer. Sólo queda esto: que la realidad me
interesa como una materia plástica; y me merece más atención, muchísima más, lo
que puede ser que lo que ha sido. Me inclino vertiginosamente sobre las posibilidades
de cada ser y lloro por todo aquello que la tapadera de las costumbres atrofia.

***

No una manera de lo trágico ha escapado casi, hasta ahora, a mi juicio, a la


literatura. La novela se ha ocupado de los reveses de la suerte, de la fortuna buena o
mala, de las relaciones sociales, del conflicto de las pasiones, de los caracteres, pero
en absoluto de la esencia misma del ser.

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Transportar el drama al plano moral, era, sin embargo, el esfuerzo del
cristianismo. Pero no hay, precisando mejor, novelas cristianas. Hay las que se
proponen fines edificantes; pero esto no tiene nada que ver con lo que quiero decir. Lo
trágico moral que hace, por ejemplo, tan formidable la frase evangélica: “Si la sal
pierde su sabor, ¿con qué se volverá a dar?” Eso es lo trágico que me interesa. (Pág.
127)

***

—¿Será porque, de todos los géneros literarios— discurría Eduardo—, la


novela sigue siendo el más libre, el más «lawless», será quizás por eso, por miedo a
esa misma libertad (porque los artistas que más suspiran por la libertad, son los más
trastornados con frecuencia, en cuanto la consiguen), por lo que la novela se ha
aferrado siempre tan tímidamente a la realidad? Y no hablo sólo de la novela francesa.
De igual modo que la novela inglesa, la novela rusa, por exenta que esté de la
sujeción, se esclaviza a la semejanza. El único progreso que tiene presente es
acercarse todavía más al natural. No ha conocido nunca la novela, «esa formidable
erosión de los contornos», de que habla Nietzsche, y ese voluntario apartamiento de la
vida, que permitieron el estilo, en las obras de los dramaturgos griegos, por ejemplo, o
en las tragedias del siglo XVII francés. ¿Conoce usted nada más perfecto y más
hondamente humano que esas obras? Pero precisamente eso no es humano más que
hondamente; eso no se precia de parecerlo, o cuando menos de parecer real. Eso
sigue siendo una obra de arte.
Eduardo se había levantado, y con el temor de parecer explicar una clase,
mientras hablaba echaba el té, luego iba y venía, y después exprimía un limón en su
taza, prosiguiendo, sin embargo:
—Porque Balzac era un genio, y porque todo genio parece aportar a su arte
una solución definitiva y exclusiva, se ha sentenciado que lo característico de la novela
era hacer la «competencia al estado civil». Balzac había construido su obra; pero no
había pensado nunca codificar la novela; su artículo sobre Stendhal lo muestra
claramente. ¡Competencia al estado civil! ¡Cómo si no hubiese ya bastantes monigotes
y paletos en la tierra! ¿Qué tengo que ver con el estado civil? El estado soy yo, el
artista; civil o no, mi obra aspira a no hacer la competencia a nada.
Eduardo, que se acaloraba, un poco ficticiamente quizá, se volvió a sentar.
Fingía no mirar para nada a Bernardo; pero para él hablaba. A solas con él no hubiera
sabido decir nada; agradecía a aquellas dos mujeres que le incitasen. —A veces,
paréceme que no admiro en literatura nada tanto como, por ejemplo en Racine, la
discusión entre Mitrídates y sus hijos; en la que se sabe perfectamente que jamás han
podido hablar de ese modo un padre y unos hijos, y en la que, sin embargo (y debiera
yo decir tanto más), todos los padres y todos los hijos pueden reconocerse.
Localizando y especificando, se limita. No hay verdad psicológica más que la
particular, es cierto; pero no hay más que arte general. Todo el problema está aquí
precisamente; expresar lo general con lo particular; hacer expresar lo general con lo
particular. ¿Me permiten ustedes encender la pipa?
—Enciéndala, enciéndala— dijo Sophroniska.

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—Pues bien: quisiera yo una novela que fuese a la vez tan cierta y tan alejada
de la realidad, tan particular y tan general al mismo tiempo, tan humana y tan ficticia
como Atalía, Tartufo o Cinna.
—¿Y… el asunto de esa novela?
—No lo tiene —replicó Eduardo bruscamente—; y eso es lo más asombroso
quizá. Mi novela no tiene asunto. Sí, ya lo sé; parece una estupidez lo que estoy
diciendo. Pongamos, si ustedes lo prefieren, que no tendrá «un» asunto… «Un trozo
de vida», decía la escuela naturalista. El gran defecto de esta escuela es el de cortar
su trozo siempre en el mismo sentido; en el sentido del tiempo, a lo largo. ¿Por qué no
a lo ancho?, ¿o a lo hondo? Por lo que a mí se refiere, quisiera no cortar en absoluto.
Entiéndanme bien: quisiera incluirlo todo en esta novela, Nada de tijeretazo para
detener, aquí mejor que allá, su sustancia. Desde hace más de un año que trabajo en
ella, no me acontece nada que no vierta y que no quisiera yo hacer entrar allí: lo que
veo, lo que sé, todo cuanto me enseña la vida de los demás y la mía…
—¿Y todo eso estilizado? —dijo Sophroniska, fingiendo la más viva atención
pero indudablemente con un poco de ironía. Laura no pudo reprimir una sonrisa.
Eduardo se alzó levemente de hombros y repuso:
—Y ni siquiera es eso lo que quiero hacer. Lo que quiero es presentar por una
parte la realidad y por otra ese esfuerzo para estilizarla, del que les hablaba hace
poco.
—Mi buen amigo, hará usted morir de aburrimiento a sus lectores —dijo Laura;
no pudiendo ya disimular su sonrisa se había decidido a reír abiertamente.
—Nada de eso. Para lograr ese efecto, sígame usted, invento un personaje de
novelista, que coloco como figura central; y el asunto del libro, si usted quiere, es
precisamente la lucha entre lo que le ofrece la realidad y lo que él pretende hacer con
ella.
—Sí, sí, ya lo veo —dijo cortésmente Sophroniska, que estaba a punto de
contagiarse de la risa de Laura—. Podría ser bastante curioso. Pero ya sabe usted que
en las novelas es siempre peligroso presentar a intelectuales. Fastidian al público; no
consigue uno hacerles decir más que necedades, y transmiten a todo lo que se
relaciona con ellos, un aspecto abstracto.
—Y además veo perfectamente lo que va a ocurrir —exclamó Laura—: no
podrá usted por menos de describirse en ese novelista.
Había adoptado, desde hacía un rato, al dirigirse a Eduardo, un tono burlón
que la extrañaba a ella misma, y que desconcertaba a Eduardo tanto más cuanto que
sorprendía un reflejo de aquél en las miradas maliciosas de Bernardo. Eduardo
protestó:
—¡No, no! Ya tendré buen cuidado de hacerle muy desagradable.
Laura estaba lanzada.
—Eso es: así le reconocerá a usted todo el mundo —dijo prorrumpiendo en una
risa tan franca que provocó la de los otros tres.
—¿Y está hecho el plan de ese libro? —preguntó Sophroniska, intentando
recobrar su seriedad.

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—Claro que no.
—¿Cómo claro que no?
—Debía usted comprender que un plan, tratándose de un libro de ese género,
es esencialmente inadmisible. Resultaría todo falseado si decidiese yo nada de
antemano. Espero a que la realidad me lo dicte.
—Pero yo creí que quería usted apartarse de la realidad.
—Mi novelista querrá apartarse; pero yo le volveré a llevar a ella sin cesar. En
puridad, ése será el asunto: la lucha entre los hechos propuestos por la realidad y la
realidad ideal.
La falta de lógica de sus palabras era flagrante, saltaba a la vista de una
manera penosa. Veíase claramente que, bajo su cráneo, Eduardo encerraba dos
exigencias inconciliables, y que se consumía queriendo concertarlas.
—¿Y está muy adelantado? —preguntó cortésmente Sophroniska.
—Eso depende de lo que entienda usted por ello. En realidad, del libro mismo,
no he escrito aún una sola línea. Pero he trabajado ya mucho en él. Pienso en él todos
los días sin cesar. Trabajo de una manera muy curiosa, que voy a explicarles: anoto a
diario en un cuaderno el estado de esta novela en mi espíritu; sí, es una especie de
diario que redacto, como llevaría uno el de un niño… Es decir, que, en vez de
contentarme con resolver, a medida que se presenta cada dificultad (y toda obra de
arte no es sino la suma o el producto de las soluciones de una cantidad de pequeñas
dificultades sucesivas); cada una de esas dificultades la expongo y la estudio. Ese
cuaderno contiene, si ustedes quieren, la crítica continua de mi novela, o mejor dicho,
de la novela en general. Figúrense ustedes el interés que tendría para nosotros un
cuaderno así, escrito por Dickens o Balzac; ¡si tuviéramos nosotros el diario de La
Educación sentimental o de Los Hermanos Karamazov!, ¡la historia de la obra, de su
gestación! Sería apasionante… más interesante que la obra misma…
Eduardo esperaba vagamente que le pedirían que leyese aquellas notas. Pero
ninguno de los tres manifestó la menor curiosidad. Y en lugar de eso:
—Mi pobre amigo —dijo Laura con un acento de tristeza—; veo perfectamente
que no escribirá usted nunca esa novela.
—Pues bien, voy a decirles una cosa —exclamó en un impetuoso arrebato,
Eduardo—: me es igual. Sí, si no consigo escribir ese libro es que la historia del libro
me habrá interesado más que el propio libro; que habrá ocupado su puesto; y será
mejor.
—¿No teme usted, al separarse de la realidad, extraviarse en regiones
mortalmente abstractas, y hacer una novela, no de seres vivos, sino de ideas? —
preguntó Sophroniska, tímidamente.
—¡Y aunque así fuera! —gritó Eduardo en un nuevo arrebato de vigor—. A
causa de los torpes que se han descarriado, ¿debemos condenar la novela de ideas?
A guisa de novelas de ideas no nos han ofrecido hasta ahora más que execrables
novelas de tesis. Pero no se trata de eso, como usted comprenderá. Las ideas… las
ideas, se lo confieso, me interesan más que los hombres; me interesan por encima de
todo. Viven, combaten, agonizan como los hombres. Puede decirse, naturalmente, que

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las conocemos tan sólo a través de los hombres, de igual modo que no conocemos el
viento sino por las cañas que doblega; pero de todas maneras el viento importa más
que las cañas.
—El viento existe independientemente de las cañas —insinuó Bernardo.
Esa intervención hizo estremecer a Eduardo, que la esperaba hacía largo rato.
—Sí, ya lo sé: las ideas existen únicamente por los hombres; pero ahí está
precisamente lo patético: viven a expensas de ellos.
Bernardo había escuchado todo aquello con una atención sostenida; sentíase
lleno de escepticismo y le faltaba poco para que Eduardo le pareciese un visionario; en
los últimos momentos, sin embargo, la elocuencia de aquél le había emocionado; bajo
el soplo de aquella elocuencia había sentido inclinarse su pensamiento; pero, decíase
Bernardo, como una caña después de haber pasado el viento, ésta se endereza muy
pronto. Recordaba lo que les enseñaban en clase: las pasiones mueven al hombre, y
no las ideas. Sin embargo, Eduardo proseguía:
—Lo que yo quisiera hacer, compréndanme, es algo que fuese como el Arte de
la fuga. Y no veo por qué lo que fue posible en música, iba a resultar imposible en
literatura…
A lo cual replicaba Sophroniska, que la música es un arte sistemático y que,
además, al no considerar excepcionalmente más que la cifra musical, al proscribir la
emoción y la humanidad, Bach había logrado ejecutar la obra maestra abstracta del
tedio, una especie de templo astronómico, donde no podían penetrar más que escasos
iniciados. Eduardo argüía inmediatamente que él veía en ello el resultado y el pináculo
de toda la carrera de Bach.
—Después de lo cual —añadió Laura—, hemos quedado curados de la fuga
por mucho tiempo. Al no encontrar dónde alojarse allí, la emoción humana ha buscado
otros habitáculos.
La discusión se perdía en argucias. Bernardo, que había guardado silencio
hasta aquel momento, pero que comenzaba a impacientarse en su silla, no pudo
contenerse al fin; con una gran deferencia, exagerada incluso, como cada vez que
dirigía la palabra a Eduardo, pero con aquella especie de jovialidad que parecía
convertir en un juego dicha deferencia:
—Perdóneme usted —dijo— el que conozca el título de su libro, ya que ha sido
por una indiscreción, sobre la cual ha querido usted, sin embargo, creo yo, pasar la
esponja. ¿Ese título parecía anunciar una historia…?

— ¡Oh! Díganos ese título —suplicó Laura.

—Como usted quiera, mi querida amiga… Pero le advierto que es posible que
lo cambie. Temo que sea un poco engañoso… Ande, dígaselo usted, Bernardo.
—¿Lo permite usted?… Los monederos falsos —dijo Bernardo—. Pero ahora,
díganos usted a su vez: esos monederos falsos… ¿quiénes son?

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***

He traído sus ropas a Oliverio. En cuanto he vuelto de casa de Passavant, me


he puesto a trabajar. Exaltación serena y lúcida. Alegría desconocida hasta hoy.
Escritas treinta páginas de Los monederos falsos, sin vacilaciones ni tachaduras.
Como un paisaje nocturno al resplandor repentino de un relámpago, todo el drama
surge de la sombra, muy distinto de lo que me esforzaba en vano por inventar. Los
libros que he escrito hasta ahora me parecen comparables a esas fuentes de los
jardines públicos, de un contorno preciso, perfecto quizá, pero donde el agua cautiva
no tiene vida. Ahora voy a dejarla correr por su pendiente, tan pronto rápida como
lenta, en arabescos que no quiero prever. »X. sostiene que el buen novelista debe,
antes de empezar su libro, saber cómo acabará ese libro. Yo, que dejo que vaya el
mío a la aventura, considero que la vida no nos propone nunca nada que, de igual
modo que una conclusión, no pueda ser considerado como un nuevo punto de partida.
«Podría continuarse…»: con estas palabras quisiera yo terminar mis Monederos
falsos.

André Gide: Los monederos falsos (1925)

En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la


derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de
la cama y todavía no había empezado a vestirse; ¿y por qué lloraba? ¿Por qué él no
se levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿Porque estaba en peligro de perder el
trabajo y porque entonces el jefe persiguiera otra vez a la familia con sus viejas
deudas? Estas eran, de momento, preocupaciones innecesarias.

Franz Kafka: La metamorfosis (1915)

K. palmoteó la mejilla del mesonero para consolarlo y ganar su favor. El otro sonrió
entonces un poco. Parecía realmente un adolescente, con su rostro delicado y su
mentón casi sin barba ¿Cómo se había juntado con aquella voluminosa mujer de
avanzada edad, a la que podía verse balanceándolo todo, con los codos lejos del
cuerpo, a través de la pequeña ventana que daba a la cocina? Pero K. no quería
sondear más al hombre; temió disipar la sonrisa que había acabado por obtener de él.

Franz Kafka: El castillo (1922)

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En el fondo constituye una aventura singular esta "adaptación" a un lugar extraño, este
total cambio de hábitos a veces penoso que, en cierta manera, se produce
automáticamente pero con la clara intención, en cuanto se haya asimilado (o al poco
tiempo), de volver a cambiar y retomar el estado y las costumbres de siempre. Uno
interpreta esta fase como un paréntesis, un breve interludio en el transcurso principal
de la existencia cuyo fin viene a ser "recuperarse", es decir someter a un proceso de
renovación y cambio al organismo que, por un estilo de vida monótono, corre el peligro
o ya está a punto de oxidarse, acostumbrarse mal y volverse insensible. ¿Pero cuál es
realmente la causa de ese debilitamiento y esa oxidación del organismo que resultan
de la monotonía? No se trata de un cansancio y un desgaste físico y químico, fruto de
exigencias de la vida (pues para remediarlo bastaría con el reposo), sino más bien de
algo espiritual: la conciencia del paso del tiempo que, ante la monotonía
ininterrumpida, corre el riesgo de perderse y que está tan estrechamente emparentada
y ligada a la conciencia de la vida que, cuando la una se debilita, es inevitable que la
otra sufra también un considerable debilitamiento.
Se han difundido muchas teorías erróneas sobre la naturaleza del hastío. En
general, se piensa que, cuando algo es nuevo e interesante, "hace pasar" el tiempo,
es decir, lo abrevia, mientras que la monotonía y el vacío entorpecen su marcha y
hacen que se estanque. No obstante, esto no es del todo exacto. Cierto es que la
monotonía y el vacío pueden dar la sensación de estirar el momento, las horas, de
manera que se "hagan largas" y aburridas; pero no es menos cierto que, en el caso de
grandes o grandísimas extensiones de tiempo, lo que hacen es abreviarlas,
neutralizarlas hasta reducirlas a algo nimio. A la inversa, un acontecimiento novedoso
e interesante es sin duda capaz de hacer más corta y fugaz una hora e incluso un día
pero, considerando el conjunto, confiere al paso del tiempo una mayor amplitud, peso
y solidez, de manera que los años ricos en acontecimientos transcurren con mayor
lentitud que los años pobres, vacíos y carentes de peso, que el viento barre y que
pasan volando. Lo que llamamos hastío, pues, es consecuencia de la enfermiza
sensación de brevedad del tiempo provocada por la monotonía. Los grandes períodos
de tiempo, cuando transcurren con una monotonía ininterrumpida, llegan a encogerse
en una medida que espanta mortalmente al espíritu. Cuando un día es igual que los
demás, es como si todos ellos no fueran más que un único día; y una monotonía total
convertiría hasta la vida más larga en un soplo que, sin querer, se llevaría el viento. La
costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede
anulada, y si los años de la niñez son vividos lentamente y luego el resto de la vida se
desarrolla cada vez más deprisa y se acelera, también se debe a la costumbre.
Sabemos perfectamente que introducir cambios y nuevas costumbres es el único
medio del que disponemos para mantenernos vivos, para refrescar nuestra percepción
del tiempo, en definitiva, para rejuvenecer, refortalecer y ralentizar nuestra experiencia
del tiempo y, con ello, renovar nuestra conciencia de la vida en general.

Thomas Mann: La montaña mágica (1924)

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Los ojos de Jim, que vagaban en los intervalos entre una y otra respuesta,
se fijaron en un hombre blanco que se mantenía apartado de los otros, de
rostro gastado y sombrío, pero con mirada tranquila que se clavaba
directamente, interesada y clara. Jim respondió a otra pregunta y tuvo la
tentación de gritar «¡De qué sirve esto! ¡De qué sirve!». Golpeó apenas con el
pie, se mordió el labio y apartó la vista por sobre las cabezas. Se encontró con
los ojos del hombre blanco. La mirada que se le dirigía no era la fascinada de
los otros. Era un acto de volición inteligente. Entre dos preguntas, Jim se
olvidó de sí hasta el punto de encontrar tiempo para un pensamiento.
Este individuo —decía el pensamiento— me mira como si pudiera ver a
alguien o algo por encima de mi hombro. Ya se había cruzado antes con ese
hombre… tal vez en la calle. Estaba seguro de no haberle hablado nunca.
Durante muchos días no habló con nadie, sino que mantuvo una
conversación silenciosa, incoherente e interminable consigo mismo, como un
prisionero a solas en su celda o un viajero perdido en una selva. En ese
momento contestaba a preguntas sin importancia, aunque tenían un objetivo,
pero dudaba de volver a hablar mientras viviese. El sonido de sus veraces
afirmaciones confirmaba su opinión deliberada de que el hablar ya no le
servía. Ese hombre parecía tener conciencia de su desesperada dificultad. Jim
lo miró y luego desvió la vista con decisión, como en una despedida final.
Y más tarde en muchas ocasiones, en distintas partes del mundo, Marlow
se mostraba dispuesto a recordar a Jim, a recordarlo prolongadamente, en
detalle y de manera audible.
Ello ocurría, a veces, después de la cena, en una galería envuelta en follaje
inmóvil y coronada de flores, en el denso anochecer moteado de ígneos fuegos
de cigarros. De vez en cuando un pequeño resplandor rojo se movía de golpe y
esparcía luz sobre los dedos de una mano lánguida, parte de un rostro en
profundo reposo, o encendía un resplandor carmesí en un par de ojos
pensativos, sombreados por un fragmento de una frente serena; y con la
primera palabra pronunciada, el cuerpo de Marlow, extendido en reposo en el
asiento, se inmovilizaba, como si su espíritu hubiera volado hacia atrás, por
sobre el tiempo, y hablase por sus labios desde el pasado.

Capítulo V

—Oh, sí. Asistí a la investigación —solía decir—, y hasta hoy no dejé de


preguntarme por qué fui. Estoy dispuesto a creer que cada uno de nosotros
tiene un ángel guardián, si ustedes me conceden que cada uno también tiene
un demonio familiar. Quiero que lo admitan, porque no me siento excepcional
de ninguna manera y sé que lo tengo; el demonio, quiero decir. Es claro que no
lo he visto, pero me baso en pruebas circunstanciales. Está aquí, y como es
malicioso me deja meterme en ese tipo de cosas, ¿qué tipo de cosas, me
preguntan? Pues lo de la investigación, lo del perro amarillo —nadie creería
que un sarnoso gozque nativo pudiese hacer tropezar a la gente en la galería

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del tribunal de un magistrado, ¿no?—, el tipo de cosas que por caminos
indirectos, inesperados, realmente diabólicos, me hace toparme con hombres
con puntos blandos, puntos duros, puntos de peste oculta, ¡caramba!, y les
afloja la lengua, con sólo verme, para sus infernales confidencias.
Como si, en verdad, no tuviese que hacerme confidencias yo mismo, como
si —¡Dios me ampare!— no tuviera suficiente información confidencial
acerca de mí para torturarme el alma hasta el final del plazo que se me ha
acordado. ¿Y qué Hice para ser favorecido de ese modo? Quiero saberlo.
Declaro que estoy tan repleto de mis propias preocupaciones como
cualquiera, y poseo tanta memoria como el peregrino común de este valle, de
modo que ya ven que no tengo mucha competencia para ser un receptáculo de
confesiones. ¿Y por qué, entonces? No sé… salvo que sea para pasar el rato
después de la cena. Charley, mi querido amigo, tu cena fue muy buena, y en
consecuencia estos hombres consideran que una tranquila partida de bridge
sería una ocupación tumultuosa. Se regodean en tus sillones y piensan: «Al
diablo con los esfuerzos. Que hable Marlow».
¡Hablar! Sea. Y es fácil hablar del señor Jim después de un buen festín, a
sesenta metros sobre el nivel del mar, con una caja de cigarros decentes a
mano, en una bendita noche de frescura…

Capítulo XXXVI

Con esas palabras, Marlow terminó su narración, y su público se disolvió


bajo su mirada abstracta, pensativa. Los hombres salieron de la galería, de a
pares o solos sin pérdida de tiempo, sin ofrecer una observación, como si la
última imagen de esa historia incompleta, el hecho mismo de su inconclusión,
y el tono del que hablaba, hubiesen hecho que la discusión resultara vana, e
imposible el comentario.
Cada uno de ellos parecía llevarse consigo su propia impresión, llevársela
como un secreto. Pero un solo hombre, de entre todos esos oyentes llegaría a
escuchar la última palabra de la historia. Le llegó a su hogar, más de dos años
después, y llegó contenida en un grueso paquete con la letra erguida y
angulosa de Marlow.
El hombre privilegiado abrió el paquete, miró en su interior, lo dejó y fue
hacia la ventana (…)
Suspiró y se sentó a leer.
Al principio vio tres claros cercados. Muchas páginas ennegrecidas con
letra apretada y unidas juntas; una hoja cuadrada, suelta, de papel gris, con
unas pocas palabras trazadas con una letra que nunca había visto hasta
entonces, y una carta de explicación de Marlow. De esta última cayó otra
carta, envejecida por el tiempo y gastada en los pliegues.
La recogió y, luego de dejarla a un lado, se dedicó al mensaje de Marlow,
leyó con rapidez las primeras líneas y, deteniéndose, continuó la lectura en
forma deliberada, como quien se acerca con pisadas lentas y ojos despiertos a
la visión de un país no descubierto.
«… Supongo que no olvidó —seguía diciendo la carta—. Usted fue el

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único en mostrar interés por él y que sobrevivió a la narración de su historia,
aunque recuerdo muy bien que no quiso admitir que Jim hubiese dominado su
destino. Le profetizó el desastre de la fatiga y del disgusto hacia el honor
adquirido, hacia la tarea prefijada, hacia el amor surgido de la piedad y la
juventud. Dijo que conocía muy bien ese “tipo de cosas”, su satisfacción
ilusoria, su decepción inevitable. También dijo —recuerdo— que “entregar la
vida por ellos (ellos se referían a toda la humanidad de piel morena, amarilla o
negra) era como vender el alma a un animal”…

Joseph Conrad: Lord Jim (1900)

“(…) no hay educación ni modales ni nada de nada en su naturaleza dándome un


cachete por atrás de esa manera en el culo porque no lo llamé Hugh el ignaro que no
distingue la poesía de una berza eso es lo que consigues por no ponerlos en su sitio
quitándose los zapatos y los pantalones ahí mismo en la silla delante de mí con toda la
caradura sin ni siquiera pedir permiso campándole eso de una manera tan vulgar en
esa medio camisa que llevan para que se les admire como a un cura o a un carnicero
o esos viejos hipócritas en los tiempos de julio César desde luego que tiene bastante
razón en su forma de tomarse el tiempo a chufla ten por seguro que lo mismo daría
estar en la cama con qué con un león Dios estoy segura de que un León tendría algo
mejor que decir O bueno supongo que es porque estaban tan rellenitas y apetitosas
con mis enaguas cortas que no se podía aguantar a mí misma a veces me excitan no
está mal para los hombres todo el montón de placer que sacan del cuerpo de una
mujer somos tan redondas y blancas para ellos siempre ojalá fuera yo uno de ellos
para variar por el gusto de intentarlo con eso que ellos tienen empinándose encima de
una tan dura y a la vez tan suave cuando la tocas tío John la tiene larga oí que decían
aquellos niños de la esquina cuando pasaba por la esquina de Marrowbone lane tía
Mary tiene una pelambrera porque estaba oscuro y sabían que pasaba una chica no
consiguieron que me sonrojara por qué iba a hacerlo es algo bien natural y él mete su
cosa larga en la pelambrera de Mary etcétera y resulta ser que lo que mete es el
mango en el escobón los hombres de nuevo no cabía esperar otra cosa pueden
picotear y elegir lo que les venga en gana una mujer casada o una viuda fresca o una
chica según sus gustos como aquellas casas por detrás de Insh street no pero si es
que hemos de estar siempre encadenadas a mí sí que no me van a encadenar no hay
cuidado una vez que me pongo te lo digo por los celos de sus estúpidos maridos por
qué no podemos seguir siendo amigos cuando eso ocurre en lugar de reñir su marido
descubrió lo que hacían juntos pues muy bien y si lo descubrió acaso puede reparar el
daño si lleva la cornamenta de todas formas haga lo que haga y luego va él y se pasa
al otro extremo loco por la mujer en Bellos tiranos desde luego que al hombre ni
siquiera se le ocurre pensar 2 veces en el marido ni en la esposa tampoco es la mujer
lo que quiere y la logra para qué otra cosa si no nos han dado todos esos deseos me
gustaría a mí saber no lo puedo evitar si soy joven todavía digo yo es una maravilla
que no estoy hecha una vieja arrugada antes de tiempo viviendo con él tan frío que
nunca me abraza menos alguna vez cuando está dormido por los pies sin saber
supongo a quién tiene cualquier hombre que bese el culo de una mujer es para darlo
por perdido después de eso besaría cualquier cosa anormal donde no tenemos ni 1
átomo de señal distintiva en nosotras todas lo mismo 2 pedazos de grasa antes de que

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yo le hiciera eso a un hombre puufff los muy brutos asquerosos con sólo pensarlo
tengo bastante beso sus pies señorita tiene algo de sentido no besó él nuestra puerta
de entrada sí lo hizo vaya loco nadie entiende sus ideas disparatadas menos yo de
todos modos está claro que una mujer quiere ser abrazada 20 veces al día casi para
parecer joven no importa por quién siempre que se esté enamorada o amada por
alguien si el hombre que quieres no lo tienes delante algunas veces por Dios bendito
estaba pensando me iría yo a los muelles en una noche oscura donde nadie me
conociera a cogerme a un marinero recién llegado de los mares que estuviera
rabiando por hacerlo y no le importara un bledo de quién fuera yo sólo despacharse en
un portal en algún sitio o uno de esos gitanos de aspecto salvaje de Rathfarrrnham
que habían acampado cerca de la lavandería Bloomfield para intentar quitarnos
nuestras cosas si podían yo sólo mandé las mías allí alguna que otra vez por el
nombre lavandería modelo y me devolvían una y otra vez algunas medias viejas
desparejadas aquel tipo con pinta de sinvergüenza de ojos atractivos pelando una
varilla me ataca en la oscuridad y me echa un polvo contra la pared sin decir una
palabra o un asesino cualquiera lo que ellos mismos hacen los caballeros elegantes
con sus sombreros de copa aquel procurador de la corona que vive por aquí cerca
saliendo de Hardwicke lane la noche que nos convidó a pescado para cenar por haber
ganado en las apuestas de boxeo claro que nos convidó por mí le reconocí por las
polainas y los andares y cuando me di la vuelta un minuto después justo para ver
había una mujer detrás saliendo de allí también alguna sucia prostituta luego vuelve a
casa a su mujer después de eso sólo que supongo que la mitad de esos marineros
están podridos por otra parte de enfermedades O echa para allá ese corpachón fuera
de ahí por el amor de Dios escúchale los vientos que llevan mis suspiros hasta ti
bueno bueno que siga durmiendo y suspirando el insigne sabio Don Poldo de la Flora
si supiera cómo salió en las cartas esta mañana tendría algo por lo que suspirar un
hombre moreno con cierta perplejidad entre 2 7s también en la cárcel porque sólo Dios
sabe lo que hace que yo no lo sé y voy a tener que andar trasteando abajo en la
cocina para tenerle preparado a su señoría el desayuno mientras que él está
enroscado como una momia acaso lo voy a hacer tú me has visto alguna vez corriendo
ya me gustaría a mí verme de esa manera les haces caso y te tratan como basura no
me importa lo que nadie diga sería mucho mejor que el mundo estuviera gobemado
por las mujeres que hay en él no se vería a las mujeres matándose unas a otras ni
aniquilándose cuándo se ha visto alguna vez a las mujeres dando tumbos borrachas
como ellos hacen o jugándose hasta el último céntimo y perderlo en los caballos sí
porque una mujer haga lo que haga sabe dónde parar seguro que no estarían en el
mundo si no fuera por nosotras no saben lo que es ser mujer y madre cómo podrían
dónde estarían todos ellos si no hubieran tenido una madre que los cuidara cosa que
yo nunca tuve por eso es por lo que supongo que anda como loco ahora saliendo por
las noches abandonando sus libros y sus estudios y no viviendo en casa porque es la
típica casa de tócame roque bueno supongo que es una pena lamentable que los que
tienen un buen hijo como ése no estén satisfechos y yo ninguno no fue él capaz de
hacerme uno no fue por culpa mía nos arrimamos cuando yo estaba mirando aquellos
dos perros encima y por atrás en plena calle ya ves aquello me descorazonó
completamente supongo que no debí enterrarlo con aquella chaquetita de lana que yo
le hice de punto llorando como estaba sino habérsela dado a algún niño pobre pero
sabía bien que nunca tendría otro era nuestra la muerte además ya no fuimos los
mismos desde entonces O no me voy a poner triste ahora por eso me pregunto por
qué no se quedó a pasar la noche pensé todo el tiempo que era algún extraño que
había traído en lugar de andar vagando por la ciudad tropezándose con quién sabe
Dios trasnochadores y rateros a su pobre madre no le habría gustado eso si estuviera

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viva malográndose de por vida quizás de todos modos es una hora bonita tan
silencioso me gustaba volver a casa después del baile el aire de la noche ellos tienen
amigos con los que hablar nosotras no tenemos a nadie o bien él busca lo que no va a
encontrar o se trata de alguna otra mujer dispuesta a clavarle a una el cuchillo por la
espalda no soporto eso en las mujeres no me sorprende que ellos nos traten como nos
tratan buen atajo de pécoras estamos hechas supongo que es por todas las
preocupaciones que tenemos lo que nos ha hecho tan víboras yo no soy así él podía
muy bien haber dormido ahí en el sofá en la otra habitación supongo que estaría tan
vergonzoso como un niño siendo como es tan joven apenas 20 de mí en la habitación
de al lado me habría oído en el orinal pues muy bien y qué más da Dedalus me
imagino es como aquellos nombres en Gibraltar Delapaz Delagracia tenían unos
nombres la mar de raros allí el padre Vilaplana de Santa María que me dio el rosario
Rosales y OReilly en la Calle las Siete Revueltas y Pisimbo y Mrs Depís en Govemor
street 0 vaya nombrecito me tiro de cabeza al río si tuviera un nombre como ella O
vamos y todas aquellas callejuelas cuesta Paradise y cuesta Bedlam y cuesta Rodgers
o y cuesta Crutchetts y las escalinatas de la quebrada del diablo bueno no es culpa
mía si tengo cabeza de chorlito sé que la tengo un poco juro por Dios que no me
siento ni un solo día más vieja que entonces me pregunto si podría soltarme a hablar
ahora en español cómo está usted muy bien gracias y usted ves no lo he olvidado todo
pensé que sí si no fuera por la gramática sustantivo es el nombre de una persona
lugar o cosa es una pena que no intentara nunca leer aquella novela que la intratable
de Mrs Rubio me dejó por Valera con las interrogaciones de abajo a arriba y de arriba
a abajo siempre supe que al final nos iríamos le puedo hablar en español y él a mí en
italiano así verá que no soy tan ignorante qué pena que no se quedara estoy segura
de que el pobre hombre estaba muerto de cansancio y necesitaba como nada echarse
un buen sueño le podía haber llevado el desayuno a la cama con su tostadita siempre
que no usara el cuchillo que trae mala suerte o si la mujer de los berros hubiera
pasado y con algo apetitoso hay unas cuantas olivas en la cocina que le hubieran
gustado yo no pude verlas nunca ni en pintura en el ultramannos Abrine podría hacer
de criada la habitación no está mal desde que cambié las cosas ves algo me decía
todo el tiempo que tendría que presentarme yo misma no conociéndome de nada
tendría grada digo yo soy su mujer o haciendo como que estábamos en España y él
medio despierto sin idea de dónde está dos huevos estrellados señor Dios mío qué
cosas más disparatadas se me vienen a la cabeza algunas veces…

James Joyce: Ulises (1922)

Si un escritor fuera un hombre libre y no un esclavo, si pudiera escribir lo que


quisiera y no lo que debe escribir, si pudiera fundamentar su obra en sus propios
sentimientos y no en lo convencional, no habría argumento, comedia o tragedia
alguna, ni intriga amorosa, ni catástrofes dentro del estilo establecido (…) La vida no
es un conjunto de farolas dispuestas simétricamente, sino un halo luminoso, un sobre
semitransparente que nos envuelve desde que tenemos conciencia ¿No es tarea del
novelista transmitir este espíritu variable, indefinido, desconocido, por complejas o

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aberrantes que sea su comportamiento, tratando de combinar lo que es propio con el
mundo exterior?

Virginia Woolf: “Ficción moderna” (Ensayos)

“…qué extraño era, aquella pareja a la que había preguntado como llegar al metro, y la
muchacha sobresaltándose y moviendo bruscamente el brazo, y el hombre…, le había
parecido tremendamente raro; quizá estaban riñendo; separándose para siempre…” 

“Y eso es ser joven, pensó Peter Walsh mientras pasaba junto a ellos. Tener una
discusión terrible- la pobre chica parecía absolutamente desesperada a media
mañana.”

Virginia Woolf: Mrs. Dalloway (1925)

Es el momento de hacer el cómputo -dijo Bernardo-, es el momento de explicaros el


sentido de mi vida. Como no nos conocemos (aun cuando creo haberos encontrado
una vez a bordo de un barco que iba al África), podemos hablarnos con sinceridad.
Tengo la ilusión de que algo se adhiere a mí algo dotado de peso, de redondez, de
profundidad, de plenitud. En este instante, este algo parece constituir mi vida Si fuera
posible cogerla con la mano, os la tendería como un racimo de uvas. «Tomad», os
diría, «esta es mi vida».

«Pero, desgraciadamente, lo que yo veo (este globo lleno de innumerables


personajes) vos no lo veis. Vos sólo me veis a mí sentado a una mesa, frente a vos, es
decir a un señor entrado en años, un poco grueso y con las sienes grises. Me veis
coger y desplegar mi servilleta. Me veis llenar un va, so de vino. Y veis, detrás de mí,
la puerta que se abre y la gente que pasa. Pero, para haceros comprender, para

explicaros mi vida, es preciso que os narre una historia. Dios sabe cuántas historias
existen: historias concernientes a la infancia y al colegio, al amor, al matrimonio, a la
muerte y así sucesivamente. Y ninguna de ellas es verdadera. Sin embargo, siendo
niños, nos contamos mutuamente historias y para adornarlas, inventamos estas frases
ridículas, flamígeras y hermosas. ¡Cuán cansado estoy de las historias, cuán cansado
de las frases que se posan elegantemente sobre el suelo y se ponen a caminar con un
pie seguro! ¡Y cómo desconfío ahora de los diseños cuidadosamente trazados sobre
una hoja de libreta que pretenden ilustrar la vida! Comienzo a soñar con un lenguaje
ingenuo como el que emplean los amantes, hecho de palabras cortadas,
desarticuladas, semejantes al ruido de pasos que se arrastran sobre el pavimento.
Comienzo a buscar un diseño que esté más de acuerdo con aquellos momentos de
humillación y de triunfo que nos ocurren de tiempo en tiempo, irremediablemente.
Tendido en el fondo de un pozo, en un día de tempestad en que ha estado lloviendo,
veo nubarrones enormes atravesar el cielo en bandadas, nubes en jirones, manojos de

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nubes. Lo que me deleita es su confusión, su altura, su indiferencia y su furia. Grandes
nubes eternamente cambiantes, eternamente en movimiento: algo de sulfuroso y
siniestro arrojado sobre el cielo al azar: algo amenazante, arrastrado, roto, perdido, y
yo minúsculo, olvidado en el fondo de un pozo. En semejantes momentos, no veo la
menor huella de historia ni de diseño.

«Pero entre tanto, mientras comemos, repasemos una a una estas escenas de nuestra
vida como niños que vuelven las hojas de sus libros de imágenes mientras la institutriz
es dice indicándoles con el dedo: «Esta es una vaca. Este es un barco». Volvamos las
hojas y yo iré añadiendo, para vuestro entretenimiento, un comentario al margen.

«En el comienzo, había la guardería, con sus ventanas que daban a un jardín, y más
allá del jardín, el mar. Yo veía brillar algo que sin duda era una perilla de bronce de la
cómoda. Después, Mrs. Constable alzaba el brazo en alto sujetando la esponja, la
oprimía y, en el acto, flechas de sensación corrían a lo largo de mi espalda. Y es así
como, después,durante todo el resto de nuestras vidas, somos traspasados por las
flechas de las sensaciones cuando tropezamos con una silla, con una mesa o con una
mujer o cuando nos paseamos en un jardín o vaciamos este vaso. A veces, cuando
paso frente a la ventana iluminada de una cabaña en la que un niño acaba de nacer,
siento impulsos de suplicar a aquellas gentes que no opriman la esponja sobre el
cuerpo nuevo. Después, había el jardín y el dosel de las hojas de grosella que
parecían contener al mundo entero, y las flores que ardían como brasas en las
profundidades verdes: y un ratón devorado por los gusanos debajo de una hoja de
ruibarbo; y la mosca que revoloteaba cerca del techo en el dormitorio de los niños y
numerosos platillos de panecillos inocentes. Todas estas cosas ocurren en un
segundo y duran para siempre. Los rostros humanos se alzan frente a nosotros como
en un espejismo. Ellos aparecen a la vuelta de una esquina. «¡Hola!» se dice uno.
«Ahí viene Jinny. Y he aquí a Neville. Y aquel es Luis vestido de franela gris y con una
hebilla en forma de serpiente. Y aquélla es Rhoda». Ella tenía un estanque en el cual
mecía pétalos de flores blancas. Y fue Susana la que lloró el día en que yo estaba en
la caseta del jardinero con Neville y en que sentí fundirse mi indiferencia. «Por
consiguiente», me dije, «yo soy yo mismo y no Neville». ¡Prodigioso descubrimiento!
Susana lloraba y yo la seguí. Yo estaba trastornado ante el espectáculo de su
pequeño pañuelo mojado y de sus hombros que se alzaban y descendían como la
manguera de una bomba. Lloraba porque algo le había sido rehusado.

Virginia Woolf: Las olas (1931)

Me quería y no hacía remilgos. Y me sentía tan complacido como un títere. Aquello era
lo que quería: una mujer que quisiera joder conmigo. Y me la jodía como el mejor. Y
creo que ella me despreciaba un poco por hallarme tan complicado con eso y porque a
veces le llevaba el desayuno a la cama. Ella no se ocupaba de las cosas, no me
preparaba una verdadera comida cuando volvía a casa del trabajo, y si yo decía algo,
me atacaba violentamente. Y yo la atacaba a mi vez, con la misma virulencia. Me
tiraba una taza y yo le agarraba por el pescuezo y lo exprimía hasta asfixiarla (…)
Siempre me rechazaba, brutal como no puedes imaginarte. Y entonces, cuando ella
acababa de rechazarme, y yo no quería, ella venía con arrullos de tórtola, y me
conseguía. Y yo iba siempre. Pero cuando la tenía, ella jamás se corría a la vez que yo
¡Jamás! Simplemente esperaba. Si yo me retenía por más tiempo. Y cuando llegaba a

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correrme y había terminado por fin, entonces empezaba ella por su cuenta, y yo tenía
que detenerme dentro de ella hasta que ella se provocaba su propia corrida,
retorciéndose y gritando, aferrándose más y más a sí misma ahí abajo, y entonces se
corría como en un auténtico éxtasis.

D.H. Lawrence: El amante de Lady Chatterley (1928, publicada en 1960)

La España que mora en la imaginación de todos: montes pelados, rebaños de cabras,


mazmorras de la Inquisición, palacios moriscos, negras y serpeantes reatas de mulas,
olivares y limonares verdes, mujeres con mantilla negra, el vino de Málaga y Alicante,
catedrales, cardenales y corridas de toros, gitanos, cantantes en la calle; en resumen,
España. Era el país que más atraía mi imaginación.

George Orwell: Homenaje a Cataluña (1938)

Pero, a todas luces, no había emprendido el viaje en nombre de lo apropiado sólo para
asistir a desaliñadas actuaciones equívocas; y, no obstante, menos aún lo había
emprendido para socavar su autoridad compartiéndola con la grosera juventud. ¿Iba a
renunciar a todo esparcimiento en nombre de los plácemes de dicha autoridad?
¿Daríale tamaña renuncia delante de Chad un encanto moral? Este pequeño problema
erizábase al máximo en razón del franco sentido de la ironía que poseía el pobre
Strether. ¿Es que había facetas, en tal caso, en que su ascendiente corría el peligro
de volverse divertido? ¿Habría tenido que fingir que creía ––en cuanto a sí mismo o en
cuanto al jovencito descarriado–– que había algo que podía empeorar esto último?
¿No implicaba tamaña pretensión la hipótesis de que había cosas que podían
mejorarlo? Su incontenible desasosiego parecía insinuarle la probable sensación de
que la asunción de París, por mínima que fuera, llevaríase consigo la autoridad de
cualquiera. Pues aquella vasta y resplandeciente Babilonia manteníase ante él aquella
mañana como un objeto inmenso e iridiscente, una gema dura y brillante donde las
partes no se discriminarían ni las diferencias se señalarían cómodamente. Parpadeba,
tremolaba y se derretía; y lo que un segundo antes pareciera superficie, a la sazón
parecía todo profundidad. Era un lugar al que, sin posibilidad de confusiones, Chad
hablase aficionado; por lo tanto, si a él, Strether, le encantaba sobremanera, ¿quién
sabía lo que sería de ellos? Todo dependía, naturalmente ––lo que era un rayo de
esperanza––, de la medida concreta con que se interpretase el «sobremanera»;
aunque, a decir verdad, nuestro amigo sabía con toda sinceridad que, por lo que a él
respectaba, y esto mientras prolongaba las meditaciones que describo, incluso en
aquel preciso momento había colmado cierta medida. Se habrá comprendido con
suficiencia que no era hombre que desdeñase ninguna buena ocasión para reflexionar.
¿Era posible, de algún modo, por ejemplo, aficionarse a París con suficiencia sin
aficionarse demasiado?

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Henry James: Los embajadores (1903)

Dentro existe el sueño, fuera el enrojecimiento, en la mañana existe el significado, en


la tarde el sentimiento. En la tarde existe el sentimiento. En el sentimiento cualquier
cosa descansa, en el sentimiento cualquier cosa se acumula, en el sentimiento existe
resignación, en el sentimiento existe reconocimiento, en el sentimiento existe
repetición y completamente equivocado existe un pellizco. Todas las posiciones tienen
vaporizadores y todas las cortinas tienen edredones y todo lo amarillo tiene
discriminación y todo el círculo tiene circunferencia. Esto hace la arena.

Gertrude Stein: Brotes tiernos (1915)

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Ernest Hemingway: Sketch

Andrews pensó en los muchachos que dejaba atrás. A aquella hora debían de
dormir en graneros y cuarteles. Otros estarían de guardia, erguidos, con los pies
húmedos y las manos frías apoyadas en el todavía más frío cañón del fusil, sintiendo
su contacto como una quemadura.
Cierto que él se alejaba, que se apartaba del rumor de los pies que avanzaban al
unísono, del terrible olor del cuartel en donde dormían los hombres hacinados como si
fueran bestias. No obstante, seguiría siendo uno de ellos. Nunca, al pasar junto a un
oficial, podría evitar un movimiento de servilismo, no oiría el toque de una corneta sin
existir en el alma un odio profundo. Si acertara a expresar en una melodía la triste vida
de todos aquellos seres, la miserable monotonía de aquella industrialización del
crimen, casi merecería la pena de haber sufrido tanto. Al menos para él, ya que no
para los otros, que nunca hallarían compensación.

John Dos Passos: Tres soldados

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