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Tulio Halperín Donghi

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Vida y muerte
de la República verdadera

Ariel
ÍNDICE

ADVERTENCIA 15

ESTUDIO PRELIMINAR 19
1. Hacia la República verdadera 21
II. Ecos de la guerra 55
III. ¿En la aurora de un mundo nuevo? 73
IV. incipit vita nova 85
V. Las ambigüedades del juvenilismo 94
VI. Reformismo 103
VII. La Iglesia propone su solución para la crisis social................. 124
VIII. Respuestas al conflicto social: de la Asociación
del Trabajo a la Liga Patriótica Argentina 131
IX. Los dilemas del movimiento obrero y socialista 142
X. La extraña parálisis legislativa de la República verdadera 153
XI. Los conflictos de la sociedad y los dilemas de la economía 164
XII. Las decepciones de la política democrática .. 183
XIII. Yrigoyen, escándalo y enigma 193
XlV. El retorno del Ejército 205
XV. Una nueva derecha desafía el consenso
ideológico argentino 218
XVI. Nudo y desenlace 234

1. HACIA LA REPÚBLICA VERDADERA 273


ALMAFUERTE: Discurso político, 275; JOAqUtN V. GONZÁLEZ: La defectuo-.
sa educación política del pueblo argentino, 276; PAUL GROUSSAC: Roque
Sáenz Peña, candidato para presidente de la República, 277 ; JUANÁLVA-
REZ: Sufragio e instrucción, 2 77; ROQUE SÁENZ PEÑA: Discurso-progra-
ma, 278; INDALECIO GÓM EZ: En defensa de la lista incompleta, 281; DE-
BATE SOBRE LA LEY SÁENZ PEÑA. 283; N OSOTROS: El manifiesto presiden-
cia l. 295; LEOPOLDO MAUPAS: Trasce ndencia política de la nueva ley
electora l, 296; ROQUE SÁENZ PEÑA: Carta al Dr. Félix Garzón, goberna-
dor de Córdoba, 298; ROQUE SÁENZ PEÑA: Manifi esto en ocasió n de las
primeras eleccio nes conforme a la nueva legislación, 300; ROQUESÁENZ
PEÑA : Mensaje a la Asamblea legislativa, 300: VICTORINO DE LA PLAZA:
Mensaje del Vicepresidente de la Nació n en la apertura de las sesiones
del Congreso Nacional, 301; RODOLFo RIVAROLA: Necesidad de un parti-
Estudio preliminar » 193

despedida de la vida pública en que denun cia la universal corrupción de la clase


política que, al expulsarlo de su seno, castiga su solitaria lealtad a una concep-
ción heroicamente austera de la ética cívica.
No es sorprendente que el rencor de quienes han sido decepcionados por la
República verdadera tome por principa l blanco al partido al que ésta ofrece el te-
rreno de triunfos cada vez más abrumadores. Pero lo que aguza aún más ese ren-
cor es que el radicalismo, lejo s de atribuir esos triunfos a su incomparable domi-
nio de los recursos de la política electoral, ve en ellos el fruto de un apostolado
político a través del cual la Unión Cívica Radical se ha constituido en instru-
mento consciente de un designio providencial.
Esa halagadora autoimagen resulta aún más insopo rtable a las víctimas de
las victorias radicales porque refleja convicciones que, aunque encuentran ob-
viamente absurdas, deben reconocer que son no menos obviamente sinceras: a
sus ojos, los triunfadores deben su éxito a que, tras de construirse un mundo de
fantasía, han termin ado por contagiar de su delirio a las masas argentinas. Es una
hazaña incomprensible para quienes no sucumben a ese contagio , y el enigma
que ella plantea hace aún más escandalosas las victorias radicales. Pero ese enig-
ma tiene una clave, y esa clave tiene un nombre: el de Hipólito Yrigoyen, el
hombre que ha sabido moldear al radicalismo a su imagen y semejanza. La desa-
zón de todos los decepcionados por la República verdadera ha de encontrar fi-
nalmente su foco en una obsesión creciente en tomo a una esfinge que no escon-
de otro secreto que el de sus incomprensibles triunfos.

XIII. YRIGOYE N, ESCÁNDALO y ENIGMA

Cuando el jefe de la Unión Cívica Radical, cediendo sin entusiasmo a las


solicitaciones de Sáenz Peña, abandonó la vía revolucionaria en busca de la con-
quista del poder por vía legal, no ocultó ni por un instan te que su interpretación
de la transición que así contribuía a abrir se alejaba de la del presidente reforma-
dor, y más aún de la de las fuerzas conservadoras que se incorporaban a ella con
reticencias quizá mayores que las del radica lismo.
En la visión de estas últimas, su papel dirigente en la construcción de una na-
ción moderna, cuya conclusión triunfal estaba haciendo posible el tránsito a la Re-
pública verdadera, les daba derecho a retener durante la etapa que se abría el mis-
mo papel protagónico que habían desempeñado en la anterior; por su parte, y aún
sin ir tan lejos en la celebración del legado de la República posible, la perspectiva
regeneracionista que el presidente compartía con su ministro Indalecio Gómez ha-
cía de las fuerzas que habían guiado su curso las beneficiaria s y las agentes princi-
pales de una metamorfosis que, a la vez que instauraría en la Argentina una Repú-
blica verdadera, las transformaría en auténticos partidos de ideas, capaces de
seguir guiando al país en la nueva etapa que debía abrir la reforma electoral.
194 • VIDA y MUERTE DE LA R EPÚBLICA VERDAD ERA

Para los radicales, en cambio, la reforma no era sino un armisticio que las
elites políticas que habían usurpado el poder en el marco de esa falsa República
se habían visto forzada s a concertar cuando descubrieron que ni el paso del
tiempo ni la acumulación de los fracasos hacían mella en las energías revolucio-
narias del radicalismo; aunque ese armisticio abría para éste el terreno electoral,
no imponía modificación alguna a la visión del conflicto que lo oponía a las
fuerzas conservadoras ya madurada durante la etapa en que se había fijado como
objetivo la conquista del poder por la violencia.
Es ésa la visión desplegada en el manifiesto con que el radicalismo se pre-
senta a la elección presidencial de 1916. "La Unión Cívica Radical -leemos allí-
es la Nación misma, bregando desde hace veinte y seis años para libertarse de
gobernantes usurpadores y regresivos". Puesto que es el triunfo o la derrota de la
Nación lo que está en juego, no ha de extrañar que el comicio sea un momento
"de la más trascendental expectativa. O el país vence al régimen y restaura toda
su autoridad moral y el ejercicio verdadero de su soberanía, o el régimen burla
nuevamente al país, y éste continúa bajo su predominio y en un estado de mayor
perturbación e incertidumbre",
Así, la visión de un país escindido hasta sus raíces entre un hemisferio de
luz, al que aspira unánimemente a incorporarse, y uno de tinieblas, que sólo ha
logrado imponerse recurriendo a la simulación y la violencia, del todo funcional
al movimiento revolucionario que el radicalismo había sido hasta la víspera, va a
seguir inspira ndo a un partido que, aunque ha aceptado incorporarse a la liza
electoral, se rehusa hasta tal punto a reconocer como rivales legítimas a las otras
fuerzas con que deberá medirse en ella, que n? concibe siquiera la posibilidad de
una derrota a manos de éstas: no ha de sorprender entonces que el manifiesto
evoque como única alternativa posible a la victoria del radicalismo la falsifica-
ción de los resultados electorales.
La imagen que el radicalismo tiene de su propio lugar en la vida nacional
le asegura de antemano la hostilidad de todas las fuerzas cuya legitimidad recu-
sa, y contribuye a que no sólo éstas, sino también quienes quieren ser testigos
ecuánimes de los conflictos entre el caudillo radical y los defensores de las for-
talezas del antiguo régimen terminen por encontrar inaceptable la decisión del
presidente Yrigoyen de usar al máximo sus poderes para acelerar la transición
política abierta por la reforma electoral, que no podría considerarse consumada
hasta que todas las autoridades federales y provinciales heredadas de la Repúbli-
ca posible hubiesen sido reemplazadas por otras ungidas por la voluntad popular
manifestada a través del sufragio libre.
Sin duda, las víctimas directas de la ofensiva presidenc ial la encontraban
inaceptable en sí misma; Joaquín V. González hallaba tan monstruoso el criterio
invocado por Yrigoyen para j ustificar la intervención en La Rioja que parecía
confiar en que su sola enunciación bastaría para que sus oyentes compartieran su
indignación. Pero se ha visto ya que esas víctimas iban a descubrir que muy po-
cos estaban dispuestos a ofrecerles una solidaridad sin reservas.
Estudio preliminar » 1 9~

Se ha indicado también que entre ellos no se contaba Rodolfo Rivarola,


que sin embargo había asistido con desazón al entronizamiento del radicalismo
en el poder. Al dar cuenta en su Revista de las maniobras que anuncian la ofensi-
va final contra el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en la que Ugarte ha
retomado personalmente las riendas del poder, se limita a reproducir las cartas
cambiadas entre éste y el ministro del Interior, Ramón Gómez, que dejan poca
r: duda de cuál es el destino que espera a la administración conservadora de la pri-
mera provincia, precediéndolas de una nota introductoria en que, tras de hacer
notar que desde 1853 "el poder nacional ha crecido siempre", señala que la nue-
va administración ha ido ya más lejos que ninguna otra en la afirmación de la
supremacía del poder central frente a los provinciales. Aunque el tono general es
todo menos entusiasta, Rivarola se abstiene de adelantar ninguna censura a la in-
tervención federal claramente presagiada por ese intercambio epistolar. Le resul-
taría por otra parte difícil hacerlo; no es sólo que bajo un título que lo decía todo
(Del régimen fe derativo al unitario) había dedicado un entero volumen a propi-
ciar la eliminación de una estructura federal que no era ya sino una ficción su-
perflua y costosa; por añadidura aún en 1913, tras de denunciar en su misma Re-
vista que la hegemonía de Ugarte se resolvía en los hechos en la que en cada
distrito ejercían "tiranías locales que dominan la sociedad de los pacífico s veci-
nos con un despotismo asentado sobre el terror de un par de homicidas, a quie-
nes la protección de la autoridad estimula como una promesa de impunidad",
proponía como solución heroica "una larga intervención con más derecho que la
de Estados Unidos en M éxico't."
Rivarola no es sin dudá el único para el cual la jus tificación que González
ofrece de los "errores" del antiguo régimen,'como propios de una etapa que no
fue sólo de construcción material de un país, sino de lento aprendizaje de la polí-
tica democrática mediante su práctica necesariamente imperfecta, pierde fuerza
de convicción porque está demasiado vivo en su memoria el largo ocaso de la
República posible, cuando ésta, cumplida ya la tarea que había sido la suya, se
había contentado con sobrevivir empleando los mismos dudosos recursos políti-
cos ju stificados en el pasado por la urgencia de completar la obra que le estaba
asignada.
También Lisandro de la Torre, el gran derrotado de 1916, todavía en 1920,
luego de que Yrigoyen había doblegado ya mediante intervencione s federales a
la primera provincia y a varias otras, no temía ser desmentido por Robustiano
Patrón Costas cuando señalaba que bajo "el gobierno hipolitista [...] el desqui-
cio administrativo y los excesos políticos [son] muy parecidos, por desgracia, a
los que también florecían bajo los gobiernos de Roca, Pellegrini, Figueroa Al-
corta, etc., etc."
De la Torre tenía sin duda en mente el "exceso político" por excelencia, el
recurso a la intervención federal durante el receso legislativo, que permitía elu-
dir la autorización del Congreso requerida por la Constitución, y había sido tam-
bién practicado cada vez que lo habían juzgado necesario por las fuerzas políti-
196 • VIDA y MUERTE DE LA R EPÚBLICA VERDADERA

cas a las que tanto indignaba ahora descubrirse sus víctimas. Pero si el recurso
no era nuevo , nuevo era el espíritu con que se lo invocaba, como instrumento de
una empresa de redención nacional proyectad a sobre un horiz onte apoc alíptico
en que el bien libraba su eterna batalla contra el mal.
Era ese espíritu, que hacía difícil esperar que la conquista de las fortal ezas
institucionales del antiguo régimen, abordada con tanta impaciencia por el radi -
calismo, no se continuase en la de todos los resortes del poder, con la consi-
guiente eliminación de la escena política de todas las fuerzas rivales, el que ha-
cía que aun quienes no temía n ser blanco de los golpes de mano presidenciales
terminaran por compartir la alarma de quien es se sabían directamente amenaza-
dos por ello s.
Sin duda , desde su fundación bajo la jefatura de Lean dro N. Alem, la Unión
Cívica Radical se había fijado por misión el saneamie nto de las instituciones po-
líticas desvirtuadas por los gobiernos electores; así lo refirma ba Ramón Gómez
en su cortante respue sta a Marc elino Ugarte, lo subrayaba Franci sco Beiró, orga-
nizador de las fuerzas radicales en Río Cuart o, para atraer a Carlos J. Rodríguez,
hasta enton ces prometedora figura ju venil en las filas del conservadorismo refor-
mista y democrático que capitaneaba Ram ón J. Cárcano, al partid o al que serviría
con inquebrantable lealtad por el resto de su vida, lo reivindicaba como argumen-
to central para solicitar el favor de la ciudadanía el manifiesto con que el radica-
lismo se presentaba a las elecciones presidenciales del 3 de abril de 1916.
Pero basta comparar el texto de ese manifiesto con el que Hipólito Yrigo-
yen publ icó en el día en que asumió la Presidencia para advertir que lo que en
aquél era refirmación de una bien conocida persp~ctiva política, vulnerable co-
mo tal a las críticas de partid os rivales que la acusaban de orientarse hacia obje-
tivos tan elevados como vacíos ("impri mir rumbos funda mentales y grandiosos a
la marcha y al porvenir hasta hoy ensombrecido de la Patria" ), en el del nuevo
presidente era expresión de una experiencia existencial ~emasiado. h?n~a y re-
movedora para poder expresarse en los términos necesanamente h~ltatlvos. de
cualquier programa políti co. A la luz de esa experiencia, la Unió~ Cív~ca Radical
se erguía "co mo el alucinado misterioso [. . .] irreduct~bl~mente ldentlficad? con
la Patria misma, serena auscult adora de sus anhelos e int érp rete fiel de sus l.mpe-
. . . d' . " Fue la "devoción incomprendid a" que dio al alucinado
nasas relvm icaciones . . " .. , I
fuerza s para soportar "impertérrit.o las acritu~es ? el desuno, la q~~ perrmno :e
radicalismo coronar con su triunfo una hazana sin paralelos, una . empr~ s a q
[. .. ] ni siquiera comprendieron los grandes ni afrontaron ~o.s poderoso.s, . T~d?
sugiere que el conmovido retrat o del alucinado que p.ersomfl ca a ~a Umon C1Vl~
ca Radical es en verdad un autorretrato, que para el tnunfador ~e la hora el ap?~
tal ado de la Unión Cívica Radical se ha encamado en su propl ~ fig~ra a~ostoh-
ca, q ue quien está "irreductiblemente identificado con la Patn a misma no es
otro que Hip ólito Yrigoyen . .
y ante el desconc ierto de la clase política , esa noci ón va a estar en el C~?-
tro de ia imagen que el radicalismo propone de sí mismo. Ya la comparaclOn
Estudio prelim inar » 197

entre la presentación que Paul Groussac hizo de Roque Sáenz Peña como can-
didato presidencial y la que Horacio Oyhanarte, abogado platense destinado a
una exitosa carrera política, ofrece de Hipólito Yrigoyen en El Hombre, sugie re
qué cambios promete introducir en los usos políticos la victoria radical. Algu-
nos de ellos son consecuencia de la democratización: no sólo las inclinaciones
de Groussac, a las que debe algo la acidez corrosiva que a veces aflora en su re-
trato de Sáenz Peña, sino el estar éste dirigido a quienes son los iguales del can-
didato en el marco de la República oligárquica, frenan el impulso hacia el pane-
gírico mucho antes de que éste roce las frontera s de la deificación. Ese freno no
es válido para El Hombre, cuyo mensaje busca - y logra- hacerse oír por las
muchedu mbres que acuden al llamado del radicalismo (en 1916 ha conocido ya
seis ediciones). Pero no es sólo la búsqueda de ese público nuevo la que hace
del de Oyhanarte un texto sin precedentes en la literatura política argentina, en
el cual Yrigoyen es celebrado como "el hombre-encamación, hombre-bandera,
hombre-símbolo" cuya s "proporciones materiales se difunden en sus hechos,
como la vida de los dioses paganos en las mil aventura s de sus fábulas", o toda-
vía como el "sembrador, evangelista y profeta" que pilotea "con mano segura,
la nave del ensueño -el esquife dorado, que parte en los amaneceres de la exis-
tencia , proa a la aurora" .
El texto de Oyhanarte no ofrece en efecto sino las variaciones que un ora-
dor orgulloso de su riqueza de invención borda sobre un tema ya desarrollado
con más parca y eficaz elocuencia por el propio Yrigoyen: lo que la clase políti-
ca a la que el alud democrático ha incorporado a Oyhanarte rechaza como extra-
vagante y repulsivo en El Hombre es menos su atormentada prosa (más de uno
de sus miembros comparte los perversos ideale s de estilo de su autor) que la
apoteosis de un político que ha revelado habilidades antes insospechadas, pro-
movido a redentor de la nacionalidad, en quien "la doctrina y el ideal se han
aposentado, como el águila sobre su nido" .
Esa clase va a tener ocasiones frecuentes de renovar su rechazo: una de
ellas la ofrece la discusión en la Cámara Baja de la ruptura de relaciones con
Alemania. El doctor José Arce la ha defendido ya con todo el ardor que admite
la oratoria parlamentaria; el doctor Juan B. Justo se ha manifestado por su parte
dispuesto a aprobarla sin mayor discusión porque en su opinión se trata de una
medida carente de toda importancia; el conservador tucumano Camaño opuso un
escepticismo más frontal a quienes proclamaban que el honor argentino no podía
satisfacerse con menos. La intervención de Oyhanarte va a introducir un acento
nuevo en ese debate sin sorpresa: tras de recordar que el gobierno de Victorino
de la Plaza ha sufrido con inagotable mansedumbre agravios infinitamente más
graves que los ahora invocados por "el despecho de los desalojados" para acusar
a su sucesor de no reaccionar frente a ellos con la energía necesaria, y de atribuir
ese despecho al descubrimiento de que, si las filas del radicalismo están abiertas
"para todos los que quieran engrosar las filas de la nacionalidad en marcha", es-
tán en cambio "cerradas como un castillo feudal" para cualquier pacto con los
198 • VIDA y MUE RTE DE LA R EPÚBLICA VERDA DERA

sobrevivientes de un pasado de vergüenza, termina en un gran vuelo de elocuen-


cia proclamando que, puesto que Yrigoyen es la "imagen inmaterializada o ma~
terializada de la patria", a todos incumbe el deber de "rodearllo] con nuestro
aliento y con nuestras decisiones".
Escenas como éstas están destinadas a reiterarse con tanta frecuencia como
los choques entre legisladores socialistas y tucumanos en tomo a la tarifa protec-
tora del azúcar; en ellas se refleja la gravitación permanente de dos modos radi- -l
calmente incompatibles de enten der y practicar la políti ca, separados por un
abismo que ni aún los puentes tejidos con injurias recíprocas logran salvar: pron-
to el silencio será la respuesta más frecuente a las rapsodias que los oradores del
radicalismo invasor dedican a celebrar sus propias virtudes cívicas y estigmati-
'La! \a anseucia de éstas entre sus enemigos.
~a"l:"<\. ~."\<;)-,, \ "<\. 'l\'-,,\'{-,n ':1 \ "<\. \>"l:~c,\\.c,"<\. "l:"<\.\\\.c,"<\.\ \\~ \a \>~\\.\\..c,a\\~ .,,~\\ .,,~\~ \..\\a<;:_~'V.\a­
ble s: son tan incomprensibles como el éxno que h a veni.do a premiar\as. No h a
de sorprender entonces que aun las injurias inspiradas por "el despecho de los
desalojados" sean casi siempre algo más que injurias, en cuanto reflejan a la vez
la búsqueda a tientas de una clave que permita entender ese aparente sin sentido.
Como fruto de esa búsqueda se multiplica rán las propuestas explicativas , que
-vistas con algún detenimiento- se reducen casi todas a variaciones en tomo a
dos explicaciones centrales.
Una sugiere que la proyección de la política sobre un horizonte escatológi-
co de caída y redención es una pura farsa urdida por una banda de demagogos
que está usando su dominio del Estado para su propio provecho y para retener la
interesada lealtad de su séquito electoral. Las oposiciones no tardarán en tomar
como tema el contraste entre los austeros ideales que declara profesar el radica-
lismo y sus prácticas administrativas, que pronto abren flanco a acusaciones de
corrupción como la que empujará al suicidio al primer ministro de Hacienda de
Yrigoyen. Y, mientras todo sugiere que el señor Salaverry, un sólido empresario
sin ninguna competencia previa en el campo de las finanzas públicas, no mere-
cía su trágico destino, estaban quizá más ju stificados quienes encontraban cho-
cante que la "conciencia tan sana y tan recta" de que se ja ctaba ese vocero de la
intransigente moral radical que era el abogado Horacio Oyhanarte no le impidie-
se convertir, en la huella de más de una figura del antiguo régimen, su ascen-
diente político en éxitos profesionales que le permitirían rivaliza r con las gran-
des dinastías terrateniente s en las orgías de consumo conspicuo características
de la década del veinte.P
La otra ve en el triunfo radical, para decirlo en lenguaje ya entonces pasa-
do de moda, el resultado de un atavismo, o, si se prefiere el que pronto comenza-
ría a difundir se, la irrupción de lo reprimido. Así, Benjamín Villafañe: "diríase
que el odio de todas las razas muertas del desierto , hubiera encontrado asilo en
el corazón del señor Irigoyen, y se hubiera propuesto tomar desquite de la civili-
zación europea [...] de la cultura que las barrió de la superficie de la pampa"; su
venganza consiste en "volver al país a la situación en que se encontraba antes de
Estudio preliminar » 199

1852, suprimiendo en la práctica todas las conquistas alcanzadas para hacer una
verdad nuestra ley fundament al".
Para Villafañe, el signo más claro de esa recaída en la barbarie es que "la
injuria ha sido erigida en sistema de gobierno; ni una palabra sale desde la Presi-
dencia [...] sin que el insulto deje de acompañarlas como la sombra al cuerpo".
Joaquín V. González, que comparte plenamente la alarma ante una prédica que
tiene por objetivo "el odio y la separación", y contraría por lo tanto "los fines
más directos de la organización democrática del país", descubre además en ella
la contracara de otro rasgo no menos alarmante: "una ya delirante manifestación
de sumisión o endiosamiento del mandatario-jefe del gobierno-comité [.. .] hasta
el grado sin precedentes en las asambleas legislativas posteriores a Rosas, de en-
tonarse laudatorias personales en honor de aquel a quien, para colmo de suges-
tión o de embaucamiento, se comienza ya a comparar con las entidades diviniza -
das en la historia de todas las religiones y de todas las autoteocracias".
El rosismo, que había llevado al extremo la ritualización y rutinización de
la injuria al enemigo político, y la había combinado con un apenas menos siste-
mático culto de la personalidad del gobernador porteño, iba a ofrecer en efecto
el precedente más frecuentemente invocado para la experiencia abierta en 1916.
y la multitud que el 12 de octubre de ese año arrastró la carroza del presidente
que acababa de asumir el mando probablemente no ignoraba que estaba revi-
viendo un episodio de 1839, muy recordad? todavía en las historias para uso de
las escuelas, en que un grupo de damas porteñas, inspiradas por su entusiasmo
federal , arrastraron por las calles de Buenos Aires un carro e n que estaba entro-
nizado el retrato de Rosas. Pero basta comparar ambos episodios para advertir
que entre ellos las diferencias son más importantes que las semejanzas. En 1839,
las cabezas de los je fes del fracasado levantamiento de los Libre s del Sur deco-
raban ya las plazas de los puebl os que habían logrado arrastrar momentánea-
mente a la revuelta , y había ya sido apuñalado en su despacho el presidente de la
Legislatura y hasta la víspera aliado fidelísimo de Rosas, lo que no impediría a
éste reconocer en los asesinos (cuyo anonimato renunciaba de antemano a pene-
trar) a instrumento s de la ju sta cólera divina ; todo ello reflejaba tensiones políti-
cas cuya insoportabl e intensidad presagiaba ya su resolución por el terror del
año siguiente.
Nada parecido en 1916; la más decisiva de las jornadas electorales de nues-
tra historia constitucional ha culminado en comicios de ejemplar placidez; si en
las filas de los vencedores hay quienes acompañan al vituperio de los derrotados
algunas imprecisas amenazas, éstos, lejos de mostrarse intimidados, extreman las
burlas y desdenes que tienen ya costumbre de dirigir al venerado jefe de la fuerza
triunfante; y aunque encuentran insoportable la serena indiferencia con que Yri-
goyen ignora sus ataques a menudo procaces, no les será fácil convencer a mu-
chos de que ella es una forma refinadamente cruel de ejercer la tiranía.
Es decir que mientras en 1839 la crisis estaba en el cuerpo mismo de la
nación, a partir de 1912 la visión de un país dividido en dos hemisferios incon -
200 • V ID A y M UERTE DE LA REpÚBLI CA VERDADERA

ciliables que se estaba apoderando de la imaginació n colectiva refleja ba la con-


qui sta de ésta por la que ya dur ante décadas había habitado obsesiva mente la de
Yrigoyen .
El éxito vertiginoso con que esta visión personalísima logra imponerse no
sólo a sus seguidores , sino aun a los sobrev ivientes del antiguo régim en, que la
hacen suya al precio de asignar el papel de hemi sferio positivo a aquel que en la
esca tología radical lo tenía negativo, no premia su riqueza o novedad ideológica;
no es nece sario coincidir con Benjamín Villafañe , para quien Yrigoyen no es si-
no un hombre "de cort a inteligencia, exigua ilustración y sin dotes de estadista",
para concluir que el secreto de su ascendiente no estaba en sus ideas , sino en la
intens idad de la pasión política que éstas había n sido capaces de suscitar en él.
Las que más efect ivamente lo habían logrado no son las que hoy atraen el
interés de estudiosos en busca de la clave ideológica para las posiciones ambi-
guas y ondulantes que el radicalismo iba a hacer suyas tanto ante los conflictos
sociales como frente a los suscitados por el avance de la secularizació n. Cada
vez más se tiende a encontrar esa clave en la temprana apertura de Yrigoyen al
influj o del krausismo, cuyos idea les de armonía social y religiosidad indepen-
diente de todo signo confesional podían en efecto ofrecer aval ideológico para
eludir posiciones demasiado nítidas en ambos campos. Aunque el nexo es indu-
dabl e, lo es menos que alcance todo el valor explicativo que de él se espera: bas-
te indicar que el krau sismo ejerció un influjo no menos intenso sobre el urugua-
yo José Batlle y Ordóñez, cuya reformulació n del ideario de su Partido Colorado
afrontaba los conflictos sociales y más aún los de la secu larización con una con-
tundencia muy distante de las ambigüedade s en que se complacía el radicalismo.
No sólo estaba Yrigoyen férrea mente decidid o a impedir que esos objeti-
vos de arm onización de conflictos sociales e ideológicos, que sin duda tenía por
válido s, lo distrajeran de la cruza da de redención del civismo argentino que se
había enseñoreado obsesi vamen te de su imaginación polític a; por añadidura en
el atractivo que esos objetivos ejercían sobre él influía sin duda que, en la medi-
da en que se apoyaban en la visión de una sociedad espontáneamente armoniosa,
no introducían líneas de clivaje político que pudiesen rivalizar con la que oponía
como dos bloq ues inconciliablemente enemigo s a la nación y las fuerza s que ile-
gítima mente la gobernaban (recordemos que una razón decisiva para su oposi-
ción a que el radicali smo tomase partido en el debate en tom o al proteccionismo,
había sido que al hacerlo no sólo se apartaría de su misión redentora, sino ven-
dría a encontrar un terre no común con algunas de esas fuerzas a las que ella le
imponía el de ber de combatir sin tregua).
¿De dónde provenían las nociones de las que Yrigoyen, para usar otra ex-
presión todavía entonces corriente, había sabido hace r ideas -fuerzas? Contra lo
que alegaban sus enemigos, ella s no eran novedades extravagantes surgidas de
un cere bro enfermo; por el contrario, habían sido las invocadas por todas las fac-
ciones en lucha cuando Yrigo yen había comenzado su carre ra política.
Tal como vio certeramente Carlos Sánchez Viamonte, era Yrigoyen "el
Estudio preliminar » 20 1

único hombre de figuración ulterior que perteneció a la generación del 80 por su


edad y no tuvo nada en común con ella"; pese a su breve paso por las filas del
PAN, la fórmula roquista de paz y administración nunca hizo mella en él; su
mundo de referencia siguió siendo el que había conocido en la década anterior
como comisario de Balvanera, el distrito entonces suburbano donde su tío Lean-
dro N. Alem había conquistado no siempre incruentas victorias comiciales para
el autonomismo.
Por entonces estaba muy avanzada ya la disgregación de los partidos que
habían protagonizado las pasadas guerras civiles, cuya memoria los había sepa-
rado hasta el fin por convincentes abismos de sangre, ya que no por nítidas dis-
crepancias ideológica s, y muy poco hubiera debido separar a las efímeras nuevas
facciones que daban asilo a sus sobrevivientes. Pero si en 1869 Carlos Guido y
Spano podía comprobar con satisfacción que "todas las banderas tremoladas por
los bandos o por las facciones políticas expresan en el fondo aspiraciones idénti-
cas" , debía reconocer de inmediato que a pesar de ello sus antagonismos conser-
vaban toda su intensidad.
Esos antagonismos entre facciones que profesaban esencialmente el mismo
credo encontraban ju stificación en la negativa de cada una de ellas a reconocer
ninguna sinceridad a las profesiones de fe de sus rivales. Si todas ellas se procla-
maban consagradas al ejercicio de la virtud republicana, servidoras de la verdad
electoral y respetuosas de las libertades públicas, cada una de ellas se presentaba
a la vez como la única practicante sincera de esos nobles principios, siempre dis-
puesta desde el poder a responder magnánimamente a las turbias empresas sub-
versivas de sus rivales, a sabiendas de que cuando se hallase fuera de él no po-
dría esperar magnanimidad ni justicia de parte de éstas.
El éxito con que el roquismo pudo desmantelar en 1880 el tinglado político
erigido en tomo a esas facciones sugería que el credo que a la vez las unía y las
dividía había terminado por ofrecer poco más que el alimento ideal para las re-
ducidas máquinas políticas, metamorfoseadas cada vez que era necesario en má-
quinas de guerra, que en Buenos Aires se disputaban la victoria en días de elec-
ciones ante un público a menudo indiferente.
Era ese credo el que resurgía ahora para servir de cemento no para una di-
minuta máquina facciosa sino para el primer partido de masas que iba a conocer
la Argentina. Si ese credo que ni aún en su poco lozana juventud había desplega-
do ningún significativo poder movilizador, luego de reducido por el paso del
tiempo a reliquia decimonónica, pudo resurgir como la más compartida fe políti-
ca en esa democracia que se había esperado protagonizada por "parti dos de
ideas" definidos en tomo a la nueva problemática del siglo XX, la explicación
no podría encontrarse en ese credo mismo; la única explicación posible es la que
se esconde en la persona de Hipólito Yrigoyen.
El secreto del éxito de Yrigoyen no es sin duda totalmente misterioso. Uno
de sus elementos es su suprema habilidad táctica, plenamente revelada desde
que el presidente Sáenz Peña lo introdujo en el juego político del que se había
202 • VIDA y MUERTE DE LA REp ÚBLICA VERDADERA

marginado en 1897. Yrigoyen advirtió antes que el presidente que, al hacer éste
de la reincorporac ión del radicalismo a la luch a comi cial la piedra de toque del
éxito de la reforma electoral, lo pro mov ía ante la opinió n a la pos ició n de árbitro
sup remo del futuro político argentino, y decid ió mant enerse en ella tan larga-
mente como le fuese posi ble, a fin de darle tiemp o de per suadirse de que estaba
destinado a ser no sólo el árbitro sino el beneficiario final del proceso abierto
por Sáenz Peña. Le interesaba en particular orien tar la opin ión del personal polí-
tico de segunda fila de la República posibl e, poco dispuesto a desaparecer de la
escena j unto con ella. De mo do que, mientras mantenía la má s arisca intransi-
genci a en sus tratos nominalmente secretos con el presidente, la deponía frent e
al personal de las escuálidas máqu inas políticas conserva doras que se preparaba
a correr en socorro del vence dor (o, si se prefiere decirlo en el elev ado lenguaje
favorecido por Horacio Oyhanarte, mie ntras manten ía las puerta s de la Unió n
Cív ica Radical cerrada s "como cast illo feu dal" para cualquier pacto con las fuer-
zas del pasad o, las abría "a todos los que quisieran engrosar las fila s de la nacio-
nalidad en march a").
La sistemática hospitalidad que Yrigoyen dispensó a esos fugi tivo s de una
nave al bord e del naufragio no fue bien recibida por los radicales de las horas di-
fíc ile s; la desazón se puede percibir aun en los come ntarios de un radical de es-
tirpe com o Félix Luna, para quien ella era reflejo de la exc esiva magn animidad
de Yrigoy en, y que ve en esa recluta indi scriminada de oportun istas la raíz de los
movimientos diside ntes que van a llenar la historia futura del radic alismo. La
vinculación es sin embargo menos cla ra de lo que ugiere Luna, y no sólo por-
que el oportu nismo en efecto presente en esas conve rsiones políti ca s no ten ía
siempre moti vaciones sórdidas (eran razones de oportunidad perfe ctamente ho-
norables las que Carlos J. Rodríguez evo caba con conmovid o orgullo al rem e-
morar cómo Fran cisco Beiró lo había atraído a las filas del partido al que había
servi do desde entonces con constante lealtad, en la fortun a como en la desgra-
cia). Más importante es que las disidencia s no iban a ser casi nunca protagoni za-
das por es tos reclutas recientes, sino por veteranos de un radic ali smo en el que
Yrigoyen no había sido aún sino un primu s inter pares en el marc o de un partido
que no contaba con un séquito de masas. Y en lo inmediato la incorporación de
estos veteranos del antiguo régi men hizo posible a la que había sido casi hasta la
víspera más una secta conspira tiva que un partido pre sentar candidatos a casi to-
dos los carg os elec tivos federales y provinciale s.
A esa habili dad política se unía en Yrigoyen una capacidad par a la organi-
zación y previsión que le había permitido ya tambi én alcanzar sólida pro speri-
dad en sus negocios agropecuarios. Mientras en el Interior la Re volución radical
de 1893 se reduj o a unos poc os y descoordinados golpes de mano, en su provin-
cia de Buenos Aires se pron unciaron simultáneamente ochenta de sus entonces
ochenta y cinco distritos, sublevados por delegados env iados desde la Capital,
que encontraron en todos los casos grupos preparados para seguirlos a la acci ón.
Esos éxitos organizativos premi aban su dispo sición a emplear infinito tiempo y
Estudio preliminar » 203

paciencia en urdir la complejísima tela de relaciones personales con la que iba a


armar primero conjuras revolucionari as y luego un partido de masas. Realizaba
así una figura de caudillo político no desconocida en otras transiciones hacia la
democracia electoral; todavía en la década de 1970 el venezolano Rómulo Be-
tancourt iba a jactarse de que hacer presidente a Carlos Andrés Pérez le había
exigido compart ir un café con cada uno de sus votantes.
En esa tenacidad ypaciencia se desplegaba una indomable energía, ali-
mentada a su vez en una fe política cuya intensidad debía quizá menos al credo
simple y arcaico que la expresaba que a la hondura de la convicción con que
Yrigoyen se reconocía como el hombre marcado por el destino para conducir a
la victoria a la causa nacional de la reparación.
En la medida en que logró hacer de esa convicción un elemento central del
credo radical, vino a sublimar la disposición de muchos a sumarse a una fuerza
exitosa, que desde una perspectiva más mundana podía parecer mero oportuni s-
mo, transformándola en la aceptación gozosa del deber de colaborar en la madu-
ración de un designio providencial. Si para los reclutas viejos y nuevos del radi-
calismo, ese elemento central de su credo legitimab a la aspiración a compartir
poder que es parte necesaria de la vocación del político, ese papel legitimador
era aún más esencial para Yrigoyen mismo: era su misión redentora la que hacía
de él -como iba a señalar en términos que sus enemigos no le permitirían olvi-
dar- algo más que "un gobernante de orden común", pero ya antes de que el des-
tino lo condujera a esa exaltada posición, la paciencia con que urdía sus redes
políticas derivaba sin duda en parte de que ya al hacerlo había descubierto otro
modo de ejercer poder: todos los testigos aseguran que este hombre que por muy
buenos motivos prefería no usar de la oratoria pública para ganar voluntades,
desplegaba en conversaciones privadas una fuerza de seducción irresistible.
Un texto excepcio nal nos permite atisbar algo del secreto de Yrigoyen; es
el de los telegramas cambiados con su entonces embajador en Francia, y futuro
sucesor en la Presidencia, Marcelo T. de Alvear, en diciembre de 1920. Yrigoyen
ha encomendado a Alvear que transmitiese a la reunión de la Liga de las Nacio-
nes en Ginebra la negativa argentina a incorporarse a ella mientras no fuesen in-
vitadas a hacerlo las naciones derrotadas en la guerra.
Alvear busca disuadirlo de ese propósito, y lo hace en términos que prue-
ban que su relación con Yrigoyen no es tampoco la que corre entre el jefe y un
militante en un partido "de orden común". Es la de un Maestro (con mayúscula)
y un discípulo, entre los cuales el vínculo está hecho sobre todo de fe. Así lo ha
querido el Maestro; fue él quien distinguió a Alvear como "el que entre todos
[... ] quería y creía el más leal en su fe, el más valiente también".
La fascinación que podía ejercer Yrigoyen se refleja en el lenguaje rico en
metáforas orientalizantes y en expresiones de veneración cuasi-religiosa adecua-
das al seguidor de un derviche musulmán, que no se hubiera esperado de la plu-
ma del doctor Alvear. Porque quien se honra de haber sido reconocido como el
más fiel y valiente discípulo del Maestro Yrigoyen es un hijo mimado de la oli-
204 • VIDA y MUERTE DE LA R EPÚBLICA VERDADERA

garquía, que tras de combatir con valor temerario en la Revolución radical de


1893 y resurgir a la vida pública gracias a la Ley Sáenz Peña en una banca de di-
putado, la trocó con alivio por la representación diplomática que le permitiría re-
tomar su papel de personalidad muy parisiense desde el elegante manoir subur-
bano que es hoy residencia del pretendiente al trono de Francia.
y la respuesta de Yrigoyen permite adivinar los mecanismos puestos en jue-
go para ejercer esa fascinación. Sin duda hay extensos trechos de su texto a los que
es difícil encontrar sentido preciso, pero aún por debajo de ellos se adivina el
avance de un argumento que es a la vez un cariñoso reproche del Maestro al discí-
pulo y una precisa advertencia del jefe a un militante cuya lealtad ve flaquear.
Ya que para Yrigoyen el magisterio espiritual y el liderazgo político no son
papeles separados, sería inexacto afirmar que el mensaje del Maestro. que une a
las evocaciones de caravanas y desiertos otras inesperadament e náuticas, arma
una red de misteriosas metáforas que bastaría descifrar sobre la clave excesiva-
mente prosaica de la política más cotidiana para que adquiriesen un sentido mor-
talmente preciso, pero no es inexacto concluir que el tema de ese mensaje es una
crisis en la relación entre Maestro y discípulo que amenaza tener consecuencias
muy graves sobre la dimensión política de esa relación.
Yrigoyen comienza por asegurar a Alvear que lo sigue reconociendo como
uno de aquellos privilegiados que "ejercen con autonomía su propio querer", y
por lo tanto nunca ha pensado hacer de él un mero instrumento , uno más entre
los hombres que usa como "palancas múltiples de sus propios gestos" . No po-
dría entonces reprocharle ninguna desobediencia, pero le duele que Alvear, q~e
"conoce por la delicadeza infinita de la amistad que los vincula el alcance de sus
designios" no parezca coincidir ahora con ellos. Se resiste a creer que ese discí-
pulo entre todos preferido haya olvidado "desde los tiempo s en que vivimos jun -
tos, el espíritu puro de la acción y del sacrificio"; prefiere en cambio confiar en
que "sólo necesita sentirse menos solo", y para salvarlo de esa peligrosa soledad
lo invita a "oír el eco, si sus oídos son sordos al timbre de la voz" . El eco es el
del entero pueblo argentino, que afirma "la seguridad de mis convicciones en de-
mostraciones consecutivas y en las reiteradas renovaciones de la representación
pública"; el Maestro no hubiera podido encontrar términos más elevados para
recordar al discípulo que la caravana que se ha puesto en marcha hacia triunfos
cada vez más decisivos es la de la Unión Cívica Radical, y que sólo compartien-
do la fe que permite a Yrigoyen avanzar "en la claridad alegre de todas sus certi-
dumbres" podrá el discípulo seguir participando también él en esos triunfos.
Ese mensaje que podría parecer ininteligible va a ser perfectamente enten-
dido: Alvear depondrá toda reticencia frente a un Maestro cuyas razones resultan
intangibles a quienes no son "en el crisol de la historia que hierve más que meta-
les en fusión, carbones y escoria". El vínculo entre Maestro y discípulo ha so-
brevivido al trance, y junto con él el futuro político del discípulo, que -aunque
nunca mencionado- estuvo también él en peligro durante ese doloroso desen-
cuentro de dos almas.
Estudio preliminar » 205

Por debajo de las modalidades anecdó ticas del ejercicio del poder por Yri-
goye n, era esa visión de la política como ejercicio apostólico, sobre la cua l se
erig ió la fe colectiva de quienes lo reconocían como Maestro, la que en el límite
lo hacía incompatible con los supuestos de una democracia "de orden común", y
ello pese a que en ese ejercicio las instituciones y las libertades constitucionales
--, fuero n mejor resguardadas que en el pasado y también en el futuro . ¿Debe con-
cluirse que fue el triunfo de esa pec uliar visión política el que condenó al fracaso
a la experiencia democrática abierta en 1912? Pero casi todas las experie ncias
democráticas arrastran contradiccio nes que llevadas al límite las tornarían insos-
tenibles; y es un hecho que en la Argentina de la década de 1920 ese límite estu-
vo lejos de alcanzarse.
Si la República verdadera se derrumbó antes de que el potencial disruptivo
de la contradicció n que llevaba en su seno tuviese ocasi ón de desplegarse plena-
mente, ello se debió en buena parte al ingreso en esce na de otros dos actores cu-
ya participación iba a resultar decisiva. En primer término entre ellos el ejército,
al que sería absurdo presentar como un nuevo actor en nuestra vida política, pero
que iba ahora a redefinir su papel en ella, c.0n consecuencias gravísi mas. Pero
también un catolicis mo militantemente antimoderno. aliado a un nacio nalismo
ardientemente antidemocrá tico en una guerra sin cuartel contra el conse nso ideo-
lógico que había soste nido el entero curso de la historia nacional y q ue pese a la
crec iente carga de ambigüedades y contradicciones acumuladas en el cami no ha-
bía logrado hasta entonces conservar su ascendiente sustancialmente intacto aún
sobre quienes creían recusarlo.

XlV. EL RETORNO DEL EJÉRCITO

El tránsito a la Repúbli ca verdadera - se ha recordado ya dema siadas ve-


ces- hacía necesario establecer un nuevo modo de articulació n no sólo entre el
Estado y una sociedad que por hipótesis había alcanzado el grado de madurez
requerido para servir de base a una autén tica democracia liberal, sino también
entre ese mismo Estado y fuerzas políticas a las que la instauración de la verdad
electoral dotaba de mayor autonomía frente a aquél.
Fue este último aspecto de la tran sformación políti ca introducida por la
Ley Sáenz Peña el que primero vino a afectar la posición del ejé rcito en la nueva
República. La ley misma había sugeri do algunas de las líneas sobre las cuales
podrí a modificarse el papel de las Fuerzas Armadas en el nuevo marco democrá-
tico, al hacer de las listas de enrolamiento militar los nuevos padrones electora-
les, y en la breve etapa en que pudo todavía presidir la transición política abierta
por la reform a electoral, Sáenz Peña avanzó aún más en la misma dirección al
co nvocar a oficiales de esas fuerzas a colaborar en las intervenciones destinadas
a garan tizar la efectividad de la reforma.

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