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el misterio

del lenguaje

DANILO
CRUZ
VÉLEZ
filosofía
el misterio
del lenguaje

danilo
cruz
vélez

filosofía
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia

Cruz Vélez, Danilo, 1920-2008, autor


El misterio del lenguaje : obras completas / Danilo Cruz Vélez ; presentación,
Roberto Palacio. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia,
2017.
1 recurso en línea : archivo de texto PDF (276 páginas). – (Biblioteca Básica de
Cultura Colombiana. Filosofía / Biblioteca Nacional de Colombia)

Incluye índice conceptual y de nombres.
ISBN 978-958-5419-15-5

1. Cruz Vélez, Danilo, 1920-2008 - Colección de escritos
2. Filosofía del lenguaje 3. Filosofía colombiana 4. Libro digital I. Palacio, Roberto,
autor de introducción II. Título III. Serie

CDD: 401 ed. 23 CO-BoBN– a1011836


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ISBN: 978-958-5419-15-5
Bogotá D. C., diciembre de 2017

© Rubén Sierra Mejía


© 2015, Universidad de los Andes, Universidad de
Caldas, Universidad Nacional de Colombia
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Roberto Palacio

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de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de Colombia. Esta
publicación no puede ser reproducida, total o parcialmente con
ánimo de lucro, en ninguna forma ni por ningún medio, sin la
autorización expresa para ello.
índice
Presentación9
§§
Nota editorial17
§§

El misterio del lenguaje

Prólogo25
§§

PRIMERA PARTE
El misterio del lenguaje

i. ¿Qué es el lenguaje?39
§§
ii. El lenguaje de la poesía77
§§
iii. Aurelio Arturo en su
§§
paraíso de palabras85
iv. Arte poética de Eduardo
§§
Carranza97
v. El puesto singular de la
§§
poesía en la historia de
nuestra cultura107
SEGUNDA PARTE Complementos
Variaciones sobre la crisis
La crisis del verso en
§§
vi. La crisis del mundo
§§ Colombia217
actual y la filosofía121 Antonio Llanos229
§§
vii. La decadencia en la
§§ Los comienzos del nihilismo235
§§
historia y la paradoja de
la libertad135 Los primeros nihilistas243
§§
viii. La ciudad frente al
§§ El nadaísmo de Stirner253
§§
campo149 Índice conceptual263
§§
ix. Max Scheler y las ideas
§§ Índice de nombres271
§§
éticas del padre Wojtyla167
x. El nihilismo ruso181
§§
xi. Sartre de cerca191
§§
xii. Heidegger y el otro
§§
comienzo203
§§ Presentación
En nuestra época, que es la época de la técnica,
el hombre se ha convertido en el dueño absoluto de la naturaleza,
para quien esta parece carecer de misterios

La decadencia en la historia y la paradoja de la libertad


Danilo Cruz Vélez

§§ Tres misterios importantes

Cuenta Danilo Cruz Vélez en El misterio del lenguaje


que la filosofía se salvó dos veces en la historia. La primera
cuando Heráclito acosado por su pasado aristocrático se
ve abocado a la política y debe huir al sosiego de los bos-
ques de Artemisa para poder escribir su obra filosófica; la
segunda cuando Platón la saca de los debates de poder para
ponerla en uno de los gimnasios apartados de la Acrópo-
lis, en la Academia. Poco se advierte que a la filosofía fue
preciso salvarla una tercera vez, en tiempos más cercanos,
una que no narra Danilo, porque es en este libro, el suyo,
el que el lector sostiene en la mano. Me gustaría imaginar-
lo así: Danilo huyó con filosofía ya no a los bosques o a la
Academia, sino a su apartamento. La primera vez la filo-
sofía estuvo a salvo por la magia de Artemisa. La última
en custodia de uno de sus últimos artesanos. En ambos
casos la filosofía fue salvada por el silencio.

9
Presentación

Hay una diferencia significativa en esta última vida


de la filosofía. No se salvaba de la política, como en el
caso de Éfeso y Atenas. Danilo creyó que debía salvarla de
otra especie de filósofos que sin duda la despedazarían por
medio del análisis lógico hasta que no quedara en ella un
solo girón de carne ni una sola ínfula del espíritu que la con-
cibió. Sabía bien que el lenguaje «se había ido convirtiendo
en nuestro tiempo en el campo de las decisiones filosóficas
fundamentales», como bien lo dice en la introducción a
su obra y que los que habían tomado la bandera del análi-
sis del lenguaje eran los positivistas lógicos como Rudolf
Carnap y otros de su tribu como Ludwig Wittgenstein.
No veía en ellos nada que los hiciera merecedores de ese
premio deseado de todo filósofo, cual es ser declarado
un tipo que entiende el lenguaje corriente. Los positivis-
tas vivían, eso creía Cruz Vélez, de lenguajes lógicamente
prioritarios, que no eran el lenguaje real. No recordaba
Danilo que muchos, entre ellos Carnap y Wittgenstein,
tuvieron con el tiempo la honestidad de mirar el lengua-
je común a la cara y reconocerlo como una de las fuentes
del ejercicio filosófico: Carnap con su idea de marcos de
referencia, Wittgenstein con la bella prosa que produce
sobre los juegos de lenguaje.
El libro de Danilo ansía apropiarse del lenguaje corrien-
te por medio de algo más insidioso que el accidente de aso-
marse a él al final de una carrera. Fue escrito cuando aún
había misterios en el mundo. No me refiero al misterio en
ese tono del progreso como algo de lo que hay que desha-
cerse. Lo que Danilo llama misterio es algo que mucho se

10
Presentación

asemeja a un auténtico dilema, los quiasmos de las comu-


nidades humanas efectivas y reales, para las cuales no ven-
drá una verdad revelada a señalarnos qué hemos de hacer,
como bien lo señala en un artículo del libro, «Max Scheler
y las ideas éticas del padre Wojtyla», hablando sobre el
intento del buen sacerdote polaco Karol Wojtyla, quien
alcanzaría la fama como Juan Pablo ii, de poner a la base de
la ética cristiana el pensamiento de Max Scheler: «… para
resolver el problema le da espalda a la filosofía y recurre a la
fe. Lo cual equivale a darle la espalda al problema, porque
la fe no resuelve problemas filosóficos, sino que los salta
con pie ligero». Un verdadero misterio parece arruinarse
cuando uno tiene un expediente salvífico universal.
La primera gran incógnita de este libro no admite tal
remedio. Está expuesta en el ensayo más sistemático y en
mi opinión el más destacado del conjunto: «¿Qué es el
lenguaje?». Allí Cruz Vélez explora cómo este no puede
ser entendido como un fenómeno puramente biológi-
co porque entre lo que nosotros hacemos y los gemidos
de los animales, piensa muy en el espíritu cartesiano, hay
una diferencia cualitativa. Tampoco ha de ser un fenóme-
no puramente cultural ya que, como lo había explorado
Rousseau, el lenguaje parece ser la condición de la cultu-
ra y no su efecto. El lenguaje, en la medida en que presen-
ta lo dicho —la flor, el horizonte, la estrella—, oculta el
lenguaje mismo.
En terrenos como este, sólo un esfuerzo de pensamien-
to tenaz e insistente nos puede señalar un camino, si bien
no una solución. La filosofía es esa disciplina de plantear

11
Presentación

preguntas que nos permiten avanzar más en la compren-


sión que en las respuestas. Así la concibieron los filósofos
de su generación y de varias antes que él y probablemente
algunos más por venir, que tuvieron el valor de recordar
en primer lugar que la filosofía sigue siendo un ejercicio
intelectual y en segundo lugar que se es intelectual, como
lo señala con tanta gracia Slavoj Žižek, justamente porque
no se es un especialista.
Yo tengo algo al menos tan bueno como lo que estos posi-
tivistas lógicos se traen entre las manos para analizar el len-
guaje, imagino a Cruz Vélez diciendo si pudiéramos robarle
a la literatura esa idea genial de André Gide de hacer repor-
tajes imaginarios. Por eso digo que el lector sostiene en las
manos uno de los últimos intentos de salvarla. Tengo algo
tan bueno, sigue Cruz Vélez en mi imaginación, más bien
olvidado, pero tan valioso para nuestra concepción de lengua-
je como lo fue el Crátilo para la antigüedad, algo capaz de
golpear la dura nuez de los misterios que nos rodean. Esa con-
cepción del lenguaje, como materia de indagación, como
misterio y como ejercicio la encuentra Cruz Vélez en las
ideas del científico y humanista Wilhelm von Humboldt,
condensadas en esta bella cita:
«El lenguaje concebido en su genuina esencia, es algo
en cada momento y constantemente pasajero. El lengua-
je no es una obra acabada —érgon—, sino una actividad
—enérgeia—. Por eso su verdadera definición sólo puede
ser una definición genética. El lenguaje es el trabajo eter-
namente renovado en el que el espíritu hace al sonido arti-
culado capaz de expresar el pensamiento».

12
Presentación

El lenguaje se presta en especial para ese análisis filosófi-


co que no sólo es técnico. Cruz Vélez ve en la aproximación
de von Humboldt una metafísica del lenguaje —signifique
esto lo que signifique—, que no cae en la división de la idea
y lo sensible que viene desde Platón o en el racionalismo de
Kant. El lenguaje se analiza desde el sonido, desde la voz.
Pero, al tiempo, es un mundo en sentido propio; actividad,
energía y no pensamiento transmutado en materia inerte.
Es increíble lo cerca que estaba Danilo sin saberlo de
los filósofos de los cuales creía estar salvando a la filosofía.
Willard van Orman Quine diría por los mismos años que
con el lenguaje se construye un mundo, las raíces de la refe-
rencia. Y Richard Rorty recordaría, al igual que Humboldt,
que, para comprender el lenguaje, hay que hablar de pala-
bras, una sencilla lección que la filosofía parecía haber
olvidado.
Esa pauta, esa idea del lenguaje desde la voz jugará
un papel preponderante a la hora de entender el lenguaje
poético, otro de los misterios de este libro. El lenguaje de
la poesía se caracteriza por la «vibración de las palabras»,
dice con deleite en el ensayo que lleva el mismo nombre
del sujeto de esta oración. En efecto, en el poema la pala-
bra alcanza su máximo esplendor como palabra. Con la
obra de Aurelio Arturo, el lector cobra plena conciencia
de ello, como lo señala en el ensayo «Aurelio Arturo en
su paraíso de palabras»; la poesía se hace con palabras no
con ideas, una tamaña confesión para un filósofo de la talla
de Danilo, fácilmente reconocible como el hombre más
destacado de esta disciplina en Colombia.

13
Presentación

En la poesía, el lenguaje se torna sobre sí mismo: es en


el sentido de von Humboldt, acción, voz y espíritu, por-
que la palabra poética transforma el objeto nombrado,
como cuando decimos con Homero que las velas de las
naves son sus alas. La idea de vela, nave y ala entran en un
mundo poético quebrantando la lógica del lenguaje usual
para significar con sus propias voces. Esto es lo que los
positivistas no entendieron en su análisis y es lo que Cruz
Vélez quiere recuperar; una concepción de la filosofía que
no tenga que sacrificar la profundidad de la máscara, por
la frialdad austera de la lógica como alguna vez la llama-
ra Bertrand Russell. No en vano, el epígrafe de este libro
es la cita de Nietzsche que afirma: todo lo profundo ama
la máscara.
El último gran misterio de este libro, me atrevo a decir,
es uno personal de Danilo Cruz Vélez: el nihilismo. El lec-
tor no podrá dejar de percibir a la vez una contención y
una extraña fascinación del autor por esta forma de pensar,
como la que se siente por todo lo que se oculta. Citando
la novela de Turgenev Padres e hijos, recuerda que el nihi-
lista es el que «no cree en nada». Pero al mismo tiempo,
en la misma obra, y en un sentido laudatorio, el nihilista
es el que «nada respeta», «que a todo aplica un punto de
vista crítico, que no acata ninguna autoridad, que no tiene
fe en ningún principio, ni les guarda respeto de ninguna
clase…». Qué tanto de esto emulaba Danilo en su propia
vida y qué tanto rendía culto a un orden más optimista
con el segundo comienzo y el “otro” comienzo de Heidegger
es algo que el lector deberá reconstruir por sí mismo.

14
Presentación

Por ello mismo, por su cercanía con el misterio, el libro


de Danilo no se ha desligado del ensayo, de la expresión
literaria. Esto mismo lo percibía Cruz Vélez en la obra de
Sartre, como lo pone de manifiesto en un delicioso ensayo
que hay en el libro: «Sartre de cerca». A Cruz Vélez no
le interesa su filosofía, ni su influjo sobre el pensamiento
posterior, ni siquiera su obra como escritor prolijo, sino
algo infinitamente más sutil y misterioso, resumido en una
cita, arte en el cual Danilo es un maestro: recordando en
las Conversaciones con Simone de Beauvoir el gran papel
que había jugado la filosofía en la formación de Sartre, se
trae a colación este comentario del filósofo: «… la consi-
deré el mejor medio para escribir; me daba las dimensio-
nes necesarias para crear una historia». La filosofía es un
género literario.
El ensayo no tiene sentido en un mundo en el que
todo está resuelto. Sigue siendo un malabarismo mental,
un jugar con los elementos como quien manipula una
serpiente frente a otros. No en vano duró lo que duró el
circo: el ensayo es ver a alguien haciendo sentido de un
mundo y no tiene ninguna gracia si los resortes del truco
se tienen por evidentes. El ensayo ha quedado relegado en
los centros educativos a ser un mero simulador del pen-
sar que como un transportador o una plastilina, nadie en
sus años adultos usaría para representar cosa alguna. La
única literatura en un mundo sin misterios es el insufrible
registro de lo que otros han dicho, corroborado a su vez
por otros que han dicho lo mismo, narrado por una voz
esterilizada en off; se le llama paper académico. Y pareciera

15
Presentación

haberse convertido en el único vehículo de expresión de


la filosofía contemporánea.
Esto es justo lo que el libro de Danilo no es. A pesar
de que se trata de un libro compuesto por ensayos escri-
tos en distintos momentos entre 1960 y 1990, se trasluce
una sola voz, modulada por el pensamiento, nunca engo-
rrosa. Me llegué a acostumbrar y a apreciar esa voz tan
propia de Danilo; racional, pero sin necesidad de hacer
alarde de razonamientos; pausada, pero siempre capaz de
seguir la línea, cada elemento en el texto empujando por
lo que viene. Moderada, pero sin necesidad de hacer de
la moderación un fin en sí mismo. Poco imagina el lector
hasta qué punto la filosofía profesional es ilegible, hasta
dónde un pensador de la talla de Danilo realizó un esfuer-
zo divulgativo en el cual el lector agradecerá verse acer-
cado al misterio de la filosofía como un todo, mientras se
desglosan ante sus ojos las ideas que había tenido por las
más extrañas y oclusivas.
El ensayista Emerson alguna vez afirmó algo que nunca
había visto tan claramente aplicable como a este conjunto
de ensayos: la claridad es condición de la profundidad, no
su antítesis. Como en un lago de aguas muy profundas,
sólo vemos hasta el fondo cuando esta es prístina, como
un diamante.

Roberto Palacio

16
§§ Nota editorial

El misterio del lenguaje es el último libro que publicó


Danilo Cruz Vélez1. No es una obra de unidad temática.
Es sólo una agrupación de artículos, escritos en diferentes
épocas y que atienden a exigencias externas de naturale-
za diversa. Sin embargo, es necesario advertir que los dos
grandes temas en que está ordenado el material obedecen
a intereses intelectuales que desde temprano atrajeron la
atención del autor. Estos temas son el lenguaje y, como
temas derivados, el fenómeno poético, en primer lugar, y en
segundo, la crisis del mundo moderno.
La esencia del lenguaje es un problema del que Cruz
Vélez se ocupó tan pronto regresó a Colombia, después
de una larga estancia de estudio en Alemania; y la poesía,
como materia de reflexión, fue una de sus preocupaciones
intelectuales desde la época en que se instala en Bogotá, en
1939. El subtítulo de la primera parte del libro es el mis-
mo título que le da nombre al volumen, lo que pone de

1
Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1995.

17
Danilo Cruz Vélez

manifiesto la importancia que el autor concedió al pro-


blema del lenguaje.
El artículo inicial, «¿Qué es el lenguaje?», es el desa-
rrollo de dos textos que Cruz Vélez escribió en 1960, poco
después de su regreso de Europa. El primero de ellos se lla-
ma justamente «El misterio del lenguaje», publicado en
El Tiempo (Bogotá, 7 de agosto de 1960), y el segundo es
una reseña del libro colectivo Die Sprache (Múnich, 1959),
publicada en la Revista de la Universidad de los Andes
(n.º 11-12, Bogotá, 1960). A estos dos artículos agrega-
mos, como complemento de este volumen, el que dedicó
a la poesía de Antonio Llanos, que publicó la Revista del
Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (n.º 329-330,
Bogotá, 1939), pues es una muestra de ese interés suyo por
el fenómeno poético en una época temprana de su pro-
ducción literaria. Hubiéramos podido sumar además los
que publicó en El Tiempo, de Bogotá, por la misma épo-
ca, sobre poetas ya famosos como Francisco Luis Bernár-
dez y Jorge Luis Borges, artículos que serán incluidos en
el último volumen de Obras completas2, donde se compi-
larán todos los ensayos periodísticos de sus primeros años
en Bogotá (1939-1950). También como complemento,
incluimos en este volumen el artículo que escribió para
responder a la encuesta promovida por la Revista de la

2
La presente edición está basada en la publicación de Ediciones
Uniandes (2015), que hace parte de la colección Obras completas,
publicada entre 2014 y 2016. (Nota de la edición de 2015).

18
El misterio del lenguaje

Universidad de los Andes, acerca del ensayo «La crisis del


verso en Colombia», de Fernando Charry Lara3.
Los ensayos dedicados a dos poetas colombianos con
los que mantuvo una estrecha amistad, Aurelio Arturo y
Eduardo Carranza, los escribió Cruz Vélez con ocasión
de sus muertes, acaecidas en 1974 y 1985, respectivamen-
te: «Aurelio Arturo en su paraíso de palabras» (Golpe
de Dados iii, n.º 13, Bogotá, 1975), y «Arte poética de
Eduardo Carranza», que reproduce con variaciones mera-
mente formales el artículo «El puesto singular de Carran-
za en la poesía nacional» (El correo de los Andes, n.º 31,
abril-mayo, 1985).
Por último, en este tema del lenguaje y la poesía, «El
puesto singular de la poesía en la historia de nuestra cul-
tura», es una ampliación del discurso, titulado «Nuestra
vocación para la poesía», que como homenaje a Mario
Rivero, leyó Cruz Vélez en la Casa de la Poesía Silva, en
Bogotá, con motivo de la publicación del número 100 de
la revista Golpe de Dados (Revista Casa Silva, n.º 3, Bogo-
tá, 1990).
La segunda parte del libro es propiamente un apéndi-
ce de Tabula rasa, el libro anterior de Cruz Vélez, como lo
insinúa el propio autor al nominar esa sección «Variaciones

3
Ambos artículos, el de Charry Lara y el de Cruz Vélez, tienen el
mismo título. Para el primero, consúltese: Revista de la Universi-
dad de los Andes ii, n.º 3, septiembre 1959. Para el segundo: «La
crisis del verso en Colombia», Revista de la Universidad de los
Andes ii, n.º 4, diciembre 1959.

19
Danilo Cruz Vélez

sobre la crisis», que es justo el tema de su libro que aca-


bo de citar. El volumen, por lo demás, es una agrupación
de artículos provenientes casi todos de su columna en El
correo de los Andes.
«La crisis del mundo actual y la filosofía» es la ponen-
cia que, con el título de «El mito del rey filósofo en el mun-
do actual», presentó Cruz Vélez al iii Congreso Nacional
de Filosofía, de Buenos Aires (Actas del Tercer Congreso
Nacional de Filosofía, 1980, vol. i, Buenos Aires, 1982).
En «La decadencia en la historia y la paradoja de la
libertad», Cruz Vélez reúne dos artículos publicados pre-
viamente en El correo de los Andes, con cambios insustan-
ciales pero oportunos para darle unidad al capítulo del
libro. Los títulos de los artículos y sus fechas de publicación
son los siguientes: «Una nueva teoría de la decadencia»
(n.º 29, noviembre-diciembre, 1984), y «La paradoja de
la libertad» (n.º 30, enero-marzo, 1985).
Los demás capítulos de El misterio del lenguaje tienen
los siguientes orígenes:
«La ciudad frente al campo» fue publicado inicial-
mente en la revista Eco (n.º 200, 1978). Años más tarde,
Golpe de Dados (vol. xviii, n.º 108, Bogotá, 1990) hizo
una edición especial del artículo sin variaciones.
«Max Scheler y las ideas éticas del padre Wojtyla»
(El correo de los Andes, con el título de «Las ideas éticas de
Karol Wojtyla», mayo-junio, 1984). «El nihilismo ruso»
(El correo de los Andes, n.º 13, enero-febrero, 1982). «Sar-
tre de cerca» (El correo de los Andes, n.º 25, marzo-abril,

20
El misterio del lenguaje

1984). «Heidegger y el otro comienzo» (Lecturas Domi-


nicales, octubre i.º, Bogotá, 1989).
Para esta edición de Obras completas agregamos, como
complementos, además de los artículos citados sobre «La
crisis del verso en Colombia» y el dedicado al poeta Anto-
nio Llanos, los siguientes:
«Los comienzos del nihilismo», El correo de los Andes,
n.º 10, julio-agosto, 1981.
«Los primeros nihilistas», El correo de los Andes, n.º 11,
septiembre-octubre, 1981.
«El nadaísmo de Stirner», El correo de los Andes, n.º 12,
noviembre-diciembre, 1981.

Rubén Sierra Mejía


3 de octubre de 2014

21
El misterio del lenguaje
§§ Prólogo

La primera parte de este libro se abre con una vie-


ja pregunta: ¿Qué es el lenguaje? Desde que fue plantea-
da por primera vez en el Crátilo de Platón, esta cuestión
ha suscitado grandes dificultades. Pero nuestro interés
por ella no proviene del vano afán de averiguar y recontar
los tropiezos que ha tenido la filosofía del lenguaje desde
entonces, sino de la necesidad de aclarar un fenómeno
histórico reciente.
Se trata del hecho de que, en lugar del ego cogito carte-
siano, del yo y sus cogitaciones, es decir, de la razón huma-
na, el lenguaje se ha ido convirtiendo en nuestro tiempo
en el campo de las decisiones filosóficas fundamentales.
Aunque esta vuelta de la subjetividad hacia el lenguaje
se venía insinuando a lo largo de la Época Moderna, sólo
a principios del siglo xx adquirió un carácter expreso y
programático, sobre todo desde que se constituyó el lla-
mado Círculo de Viena, por cuyo conducto entraron en
la escena filosófica internacional una serie de corrientes
del pensamiento occidental que luchaban por un renaci-
miento del positivismo.

25
Danilo Cruz Vélez

Lo mismo que el viejo positivismo, este neopositi-


vismo sólo acepta el saber que ofrecen las ciencias positi-
vas y rechaza el saber metafísico como un saber ilusorio.
Pero su campo de trabajo no es, como lo era en tiempos
de Comte, la realidad social y la clasificación de las cien-
cias, sino el lenguaje.
En una de sus direcciones, en el positivismo lógico,
el afán en torno al lenguaje se centró en la tarea de lograr
para las ciencias positivas, con la ayuda de la lógica formal
y de las matemáticas, un lenguaje preciso y exacto, tarea
que debía cumplir la «sintaxis lógica», como la llamó
Rudolf Carnap, su fundador.
Carnap coincide con todo el positivismo en el recha-
zo de la metafísica. El único saber válido es, en su enten-
der, el que ofrece el lenguaje científico liberado, mediante
la labor purificadora de la sintaxis lógica, de los equívo-
cos y ambigüedades del lenguaje corriente y del lenguaje
metafísico. Dicho lenguaje debía constituir un sistema
del saber fundamental y último, válido para toda clase de
objetos. Por ello, Carnap crea una nueva «ontología»,
palabra que parece encerrar una renuncia al espíritu anti-
metafísico del neopositivismo. Sin embargo, este no es
el caso. La disciplina que designa aquí dicha palabra no
es la misma ontología clásica, centro de la metafísica, es
decir, un saber sobre los entes desde el punto de vista de
su ser esencial, sino una construcción lógica, en la cual
el ser de los objetos queda reducido a las propiedades
formales que resultan de las múltiples relaciones que
hay entre ellos.

26
El misterio del lenguaje

De suerte que para Carnap el lenguaje corriente carece


de interés. Lo que a él le interesa es el lenguaje científico,
que es un lenguaje artificial. Esto hace cuestionables sus
pretensiones. Pues el saber que comunica este lenguaje no
puede ser algo fundamental y primario. El lenguaje cientí-
fico supone la existencia previa de un lenguaje natural y de
un saber oriundo de este. Sin dicho saber, sin un mundo
ya articulado y ordenado por la actividad nominadora del
hombre en actitud natural, que es una actitud precientífi-
ca y prelógica, el lenguaje científico carecería de correlatos
objetivos para sus sistemas de conceptos y de símbolos,
mediante los cuales convierte lo dado originalmente en
una serie de esquemas abstractos.
En el mismo neopositivismo, la dirección que repre-
senta Ludwig Wittgenstein sí orienta su trabajo en la esfera
del lenguaje corriente, dejada a un lado por Carnap. Pero
su intención es igualmente constituir mediante reflexiones
sobre este lenguaje un saber fundamental. Y, a pesar de su
rechazo de la metafísica, le da al lenguaje un carácter meta-
físico. Pues para él el lenguaje es el fundamento explicativo
último de todas las cosas que constituyen nuestro mundo,
un fundamento último más allá del cual no se puede ir, tal
como ocurría en la metafísica tradicional con lo Absoluto,
es decir, con Dios, las ideas, la subjetividad trascendental,
el espíritu universal, la materia, la energía, la voluntad de
poder, el élan vital, etcétera, que han sido los conceptos cen-
trales de la metafísica en las diversas etapas de su historia.
Semejante encumbramiento del lenguaje humano
exigía una filosofía del lenguaje como disciplina filosófica

27
Danilo Cruz Vélez

fundamental. Y Wittgenstein la postula efectivamen-


te. Él dice que «toda filosofía es una crítica del lengua-
je», aludiendo quizás a su posición opuesta a la de Kant,
para quien toda filosofía es una «crítica de la razón».
Wittgenstein, sin embargo, no llegó a cumplir dicha exi-
gencia, y terminó más bien, olvidando sus intenciones
originarias, en una investigación de lo que él llama los
«juegos del lenguaje».
En su opinión, el lenguaje es un juego. Cada lengua es
un juego peculiar de cada pueblo. Y todas las formas espe-
ciales de lenguaje son tipos diferentes de juego. Pero ¿qué
son estos juegos? Wittgenstein no responde a esta pregun-
ta, porque según él no hay una determinación esencial que
los cobije a todos. Por ende, la conducta adecuada frente a
ellos es ver cómo funcionan y aprender sus reglas de juego.
Esto significa que lo que importa respecto al lengua-
je no es su ser, sino su uso. Lo cual implica la renuncia a
una filosofía del lenguaje y, sobre todo, un abandono de
la pretensión de convertirla en un sistema de saber funda-
mental como base de toda otra clase de saber.
A pesar de todo, es claro que el neopositivismo insta-
ló de nuevo al lenguaje en el centro del interés filosófico,
y pese a su propósito de hacer desaparecer todo rastro de
metafísica, con su encumbramiento de la filosofía del len-
guaje abrió, contra su propio querer, el horizonte de una
rica tradición olvidada de reflexiones metafísicas sobre el
lenguaje.
Las figuras centrales de dicha tradición son Platón y
Wilhelm von Humboldt. Los escritos de este último sobre

28
El misterio del lenguaje

el lenguaje son para la Época Moderna lo que el Crátilo


platónico para la Antigüedad y la Edad Media. De ahí que,
para poder salir del laberinto en que me sentí arrojado al
plantear claramente la pregunta por el ser del lenguaje,
haya decidido tomar como hilo de Ariadna los escritos
pertinentes de estos dos grandes pensadores.
Como lo verá el atento lector, el empeño de primer
plano de Humboldt fue superar la filosofía del lenguaje
tradicional, destacando el sonido como el momento esen-
cial de la palabra, el cual había sido minimizado por Pla-
tón, para quien lo esencial de la palabra se encontraba en
lo ideal, es decir, en la significación. Pero lo que en el fon-
do realmente movía a Humboldt era el anhelo de ir más
allá de Kant, reemplazando la metafísica de este, basada en
la razón, por una metafísica basada en el lenguaje. Pues lo
que él se propuso fue hacer ver que el lenguaje pertenece
a un estrato de la constitución de la realidad más profun-
do que la razón pura; o lo que es lo mismo, que el lengua-
je natural lleva a cabo una ordenación y articulación de lo
dado al hombre caóticamente, antes de que la subjetivi-
dad lo haga, como enseñara Kant, mediante sus formas a
priori de la sensibilidad y del entendimiento.
Los cuatro capítulos siguientes de este libro, que tratan
temas particulares —el lenguaje de la poesía, la obra de dos
poetas colombianos y el puesto preeminente que ha teni-
do el lenguaje poético en la historia espiritual de nuestro
país—, se deben leer en conexión con las precisiones sobre
el lenguaje en general logradas en el primer apartado. En el
primero de ellos se rozan algunas cuestiones propias de

29
Danilo Cruz Vélez

una filosofía del lenguaje poético, una rama de la filosofía


del lenguaje que debe ser desarrollada y sistematizada si
se quiere que las disciplinas literarias que se ocupan de la
poesía alcancen seriedad y rigor. Los dos capítulos dedica-
dos a Aurelio Arturo y a Eduardo Carranza intentan inter-
pretar la poesía de cada uno de ellos, aunque por lo pronto
atendiendo sólo a las líneas y caracteres más generales. El
tema es en ambos casos la obra poética como obra del len-
guaje. Esto significa que se prescinde de sus biografías, de
sus anecdotarios, de sus condiciones económicas y socia-
les, de las influencias sufridas por ellos y de las influencias
que ejercieron. Pues la obra poética es una obra del len-
guaje, y allí hay que ir a buscarla, no en las circunstancias
de diversa índole en medio de las cuales surge, que pueden
ser muy interesantes, pero que tienen poco que ver con la
obra ya creada. Esta puede existir sin ellas, como ocurre en
la obra poética anónima que, liberada de toda referencia de
su creador, gana intensidad y pureza al quedar reducida a su
elemento esencial, que es el lenguaje. El último de dichos
capítulos llama por primera vez la atención sobre un hecho
histórico-cultural singular: sobre el papel que ha tenido el
lenguaje poético entre nosotros en la constitución de una
visión del mundo y de la vida humana, quizás porque a lo
largo de la mayor parte de nuestra historia no hubo una
filosofía viva y activa, que es normalmente la encargada de
cumplir dicha tarea en las culturas superiores.
Los otros textos, que integran una segunda parte del
libro, son una serie de escritos ocasionales, que al ser com-
puestos, sin que yo me lo propusiera, fueron convergiendo

30
El misterio del lenguaje

inevitablemente sobre el problema de la crisis de nuestro


tiempo.
En «La crisis del mundo actual y la filosofía», el ori-
gen de la unión de esta última con la política se busca en
Heráclito, un siglo antes de Platón, quien le dio a dicha
unión el cuño literario que todos conocemos en el mito
del rey filósofo. Allí se intenta, además, precisar en qué
medida puede justificarse tal unión dos mil quinientos
años después y en vista de la crisis actual.
«La decadencia en la historia y la paradoja de la liber-
tad» pretende resolver la contradicción existente entre la
evidencia, por una parte, del progreso, la prosperidad, el
bienestar y el ascenso ingentes, incesantes y acelerados en
que nos envuelven como en un remolino la ciencia y la
técnica modernas y la convicción, por otra parte, de que
el hombre está viviendo actualmente una de las crisis más
profundas de su historia.
«La ciudad frente al campo» cuenta una historia de
nostalgia. La historia en que la pólis se va desligando de la
naturaleza viviente en medio de la cual fue instalada como
la morada peculiar del hombre, hasta convertirse en la
megalópolis actual de cemento y de hierro, replegada sobre
sí misma y de espaldas al campo que la rodeaba antes como
un visible cinturón de verdura. Esta historia traza el tras-
fondo de las crisis de toda índole que vivimos permanen-
temente en nuestras grandes ciudades.
La base de «Max Scheler y las ideas éticas del padre
Wojtyla» es la experiencia que hice hace algún tiempo del
derrumbe de la ética de los valores, el único gran sistema

31
Danilo Cruz Vélez

de filosofía moral surgido después del derrumbe del for-


malismo ético de Kant, y mi convicción de que los inten-
tos de renovación de una ética cristiana no podrán llenar
el vacío que dejó la ruina de esos dos grandes sistemas éti-
cos de la Época Moderna, y de que ello agudizará la cri-
sis moral del hombre actual, obligado a vivir sin un ethos
fundamentado filosóficamente o asegurado mediante la fe
religiosa, un fenómeno histórico que anunció Nietzsche
a fines del siglo xix como la irrupción del inmoralismo.
«El nihilismo ruso» tiene que ver con otro de los sig-
nos de la crisis de nuestro tiempo anunciados por Nietzsche.
Pero mi propósito no era estudiar el nihilismo, sino preci-
sar la participación de los rusos en este inquietante fenóme-
no histórico, sobre el cual se habla y se escribe casi siempre
con gran vaguedad.
En «Sartre de cerca» mi intención no fue exponer su
pensamiento filosófico ni analizar su obra literaria, sino
sólo poner de relieve su figura de gran escritor, el últi-
mo que gozó del enorme poder social que se le conce-
dió al intelectual a partir del siglo xviii, poder que ha
entrado en crisis en la Época de la Técnica, cuando la clase
social que le otorgaba ese poder, la clase media ilustrada, se
desentiende de las ideas y de los modos literarios de comu-
nicarlas, para prestar atención principalmente al bienestar,
a la prosperidad, al confort y al entretenimiento.
En «El nuevo comienzo» lo que me propuse prime-
ramente fue informar sobre el libro póstumo de Heidegger
titulado Contribuciones a la filosofía, pero sin quererlo
expresamente me desvié de dicho propósito, para atender

32
El misterio del lenguaje

predominantemente a la figura radical y dramática que


adquiere allí el problema de la crisis. Heidegger divide
toda la historia del pensamiento occidental en dos gran-
des épocas. La primera la hace comenzar en Grecia. Este
es el «primer comienzo», cuyo despliegue en dos mil qui-
nientos años de historia ha conducido al hombre a una
gran crisis, de la cual sólo podrá salir, en su opinión, mer-
ced a un «nuevo comienzo», diferente al que tuvo lugar
en Grecia. Esta es sin duda una idea fascinante, a pesar de
sus visos de utopía, ya que el hombre es un ser histórico,
y no puede saltar sobre su propia sombra, que es su pasa-
do esencial.

33
El misterio del lenguaje

Primera parte
El misterio del lenguaje

35
Alles, was tief ist, liebt die Maske.
Todo lo profundo ama la máscara.

F. Nietzsche
§§ i. ¿Qué es el lenguaje?

¿Qué es el lenguaje? A esta pregunta responden de


modo diferente, según sea su punto de vista especial, cada
una de las ciencias particulares del lenguaje: la gramática,
la lingüística, la filología, la fonética, etcétera, que desde
sus comienzos han venido progresando sin cesar en sus
diversas esferas de trabajo. Pero la pregunta puede tam-
bién tener un sentido ontológico. Por lo que se pregunta
entonces es por el ser del lenguaje en cuanto tal. Esto es
lo que hace la filosofía del lenguaje, la cual no ha tenido
la marcha segura de dichas ciencias; por el contrario, su
historia ha sido más bien una historia de fracasos.
El primer escollo de esta disciplina aparece ya en la
búsqueda del campo en que ha de estudiar su objeto. Pues
han resultado muy cuestionables los intentos de acotar
dicho campo en cualquiera de las dos grandes regiones en
que se divide la realidad, que son la naturaleza y el mundo
histórico-cultural.
El lenguaje no pertenece a la naturaleza, porque no
brota de ella como la planta o el animal. El evolucionalismo

39
Danilo Cruz Vélez

darwinista, confirmado en gran medida en su doctrina


sobre la evolución de las especies, no ha podido, sin embar-
go, comprobar el origen animal del lenguaje humano. Par-
tiendo de las fuerzas naturales que impelen al animal a
expresar mediante sonidos inarticulados el temor frente
al peligro que se acerca o la necesidad de alimento o de
pareja, no se puede explicar el surgimiento de dicho len-
guaje. Esos fenómenos tienen un carácter exclusivamente
biológico. Entre ellos y los fenómenos oriundos del len-
guaje hay un abismo infranqueable. Mientras el lengua-
je del hombre funda todo un nuevo mundo —el mundo
del sentido—, dichos actos animales cumplen su función
biológica y desaparecen sin dejar huella.
El lenguaje tampoco pertenece al mundo histórico-
cultural, del cual, por su parte, lo deriva el llamado evolu-
cionalismo histórico. Sin embargo, esta hipótesis contra-
dice el hecho de que la creación de dicho mundo supone
el lenguaje como su condición de posibilidad. La pues-
ta en marcha de la historia humana y de la constitución
de la cultura, aun en sus formas más elementales, como,
por ejemplo, en la que representa la fabricación de instru-
mentos de piedra labrada, no se pueden comprender sin
la existencia previa de un hombre cuyo ser y cuyo hacer
dependen del lenguaje.
Otra dificultad semejante radica en el modo como
nos son dados los fenómenos del lenguaje.
Fuera de la atención que hay que prestar a unos pasos
metódicos preliminares, la apertura de una relación con la
realidad natural o la realidad histórico-cultural no ofrece

40
El misterio del lenguaje

ninguna dificultad. Esas dos grandes formas de la realidad


están siempre abiertas a nuestro afán de conocimiento y,
si empleamos métodos de trabajo adecuados, podemos
entrar en contacto con ellas en una relación cognoscitiva
directa y segura.
Lo contrario ocurre con el lenguaje. Aunque nos rodea
por todas partes y nos acompaña en todos los actos de
nuestra vida, cuando intentamos establecer una relación
cognoscitiva con él, se escapa a nuestra mirada. La causa
de ello es que el decir es el modo como el lenguaje se nos
ofrece. Y lo que se muestra en el decir no es el decir mis-
mo, esto es, el lenguaje, sino lo dicho mediante él: la pie-
dra, la flor, la estrella, los otros hombres y sus acciones y
creaciones, etcétera. El lenguaje, por decirlo así, se oculta
altruisticamente, para dejar aparecer ante nosotros todas
esas cosas, que obviamente no son el lenguaje.
Lo más asombroso y lo más misterioso de todo es que
el lenguaje se nos presenta como él mismo, y no como otra
cosa, sólo cuando se perturba la relación habitual en que
vivimos con él. Por ejemplo, cuando en el diálogo o en el
monólogo nos falta una palabra, un giro, una locución.
Entonces intentamos restablecer dicha relación habitual
con el lenguaje extendiendo las manos, no hacia un obje-
to determinado —hacia un vocablo, un sonido, un signo
o un concepto—, que es justamente lo que hemos perdi-
do, sino hacia el lenguaje mismo como pidiéndole ayuda.
Sólo en semejante momento podemos vivir realmente
nuestra referencia a él y su clara presencia en cuanto tal y
sin mezcla.

41
Danilo Cruz Vélez

Otra causa de extravíos en este campo es el hecho de


que el lenguaje se realiza también mediante los órganos
de fonación —boca, labios, lengua y garganta—, lo cual
induce a explicarlo en relación con ellos. Es sorprenden-
te que los griegos, que iniciaron la meditación sobre el ser
del lenguaje, no tuvieran una palabra adecuada para desig-
narlo. Lenguaje es en griego glōssa, que significa igualmen-
te lengua como órgano de degustación y de fonación. Lo
mismo ocurre en los pueblos románicos. Lingua tiene en
italiano ese doble sentido, lo mismo que en francés langue
y en español lengua. Pero esta interpretación del lengua-
je partiendo del fenómeno fisiológico del hablar deja por
fuera aspectos del lenguaje que no tienen nada que ver con
la fisiología. Y, además, no tiene en cuenta algunos hechos
que la contradicen. La capacidad de hablar, por ejemplo,
se puede perder transitoria o definitivamente. Pero con
ello no se pierde el lenguaje. El mudo continúa instalado
en el lenguaje; puede entender el lenguaje escrito y crear
un lenguaje de gestos. Es más: el hablar encierra en sí el
callar como un momento suyo. Sólo el que puede callar
puede hablar realmente. El hombre tiene que recogerse en
el silencio, cuando quiere hablar de verdad.
En este campo ha estado también en acción nuestra
tendencia inveterada a comprenderlo todo recurriendo a
las categorías de causa y efecto. Y como el lenguaje está
indisolublemente ligado al hombre como su atributo esen-
cial, se piensa que antes de que el hombre comenzara a
existir no existía el lenguaje y que, por tanto, el inventor
del lenguaje es el hombre, es decir, que este es su causa y

42
El misterio del lenguaje

el lenguaje el efecto de un acto creador del hombre, deter-


minado por la necesidad que este tiene de comunicación
y de expresar sus estados internos.
Contra esta hipótesis, sin embargo, desde los griegos
se viene definiendo el hombre como un zoon lógon échon,
como un «animal que posee el lenguaje». Esto significa
que lo que constituye el ser propio del hombre es el len-
guaje, y que sin el lenguaje es un mero animal. ¿Cómo
pudo, pues, un animal haber sido la causa del lenguaje?
Este enigma ha encontrado su expresión en las famosas
palabras de W. von Humboldt: «El hombre es sólo hom-
bre por el lenguaje; de manera que para inventarlo tenía
que ser ya hombre».
Se podría seguir acumulando datos semejantes a los
anteriores. Mas sólo queríamos llamar la atención sobre la
atmósfera de misterio que rodea al lenguaje. A las ciencias
positivas del lenguaje esto las tiene sin cuidado, porque en
el fondo ellas no preguntan por el ser del lenguaje. Cuan-
do plantean la pregunta, ellas ya saben qué es el lengua-
je. Dichas ciencias parten de un supuesto incuestionado
sobre el ser del lenguaje. Este es para ellas sonido, palabra,
frase, signo… Por ello pueden dedicarse tranquilamente
a la investigación de las cuestiones que encierran dichos
títulos, sin preocuparse de los problemas que implica tal
supuesto.
La filosofía del lenguaje, en cambio, ha vivido en per-
manente inseguridad, revisando siempre de nuevo sus
conceptos. Y en la hora actual se anuncia algo inquietan-
te en los senos de ella. Ya no se trata de la acostumbrada

43
Danilo Cruz Vélez

revisión periódica de sus conceptos capitales, sino de algo


más grave: de una revisión de sus fundamentos.
En 1959, la Academia Bávara de Bellas Artes organi-
zó un ciclo de conferencias, que se dictaron en Múnich,
y que aparecieron después recogidas en un volumen, bajo
un sencillo título: El lenguaje4. Al lado de una conferen-
cia de M. Heidegger, aparecen allí las de algunos pensa-
dores, científicos y hombres de letras de primer rango en
Alemania. Por todas ellas circula ese viento revisionista
de los fundamentos de la filosofía del lenguaje. Además,
en el mismo año Heidegger publicó su libro titulado En
camino hacia el lenguaje5, donde recogió sus trabajos de
varios años sobre el lenguaje, y donde se pueden ver desde
el fondo los orígenes de dicha revisión de los fundamen-
tos de la filosofía del lenguaje.
La revisión radical de la filosofía del lenguaje está en cone-
xión con la revisión de la metafísica occidental, en marcha
desde hace varias décadas. La metafísica suministró los
modelos con que venían operando la filosofía del lengua-
je y las ciencias particulares del lenguaje. Pero en nues-
tros días la metafísica ha llegado a su plenitud, lo que ha
permitido verla en su evolución total, y preguntar por su
esencia y por sus límites. La consecuencia de ello es que ya
no se opera sencillamente con sus modelos como supues-
tos comprensibles de suyo, sino que se los tematiza y se

4
Martin Heidegger et al., Die Sprache (Múnich: Oldenburg, 1959).
5
Martin Heidegger, Unterwegs zur Sprache (Pfullingen: Neske,
1959).

44
El misterio del lenguaje

pregunta por su legitimidad. Ahora bien: ¿qué tiene que


ver la teoría del lenguaje con la metafísica?
La primera investigación sistemática sobre la esencia
del lenguaje la encontramos en el Crátilo de Platón. En el
vaivén dialéctico de este diálogo, el sonido, la imagen y
el signo se revelan como los elementos constitutivos del
lenguaje.
En los comienzos de las reflexiones de los griegos sobre
el lenguaje, la imagen había sido considerada como su ele-
mento fundamental. Aquí hay que buscar el origen de la
teoría naturalista del lenguaje, en la cual las palabras eran
concebidas como imágenes naturales de las cosas, en lo cual
se veía la razón de que los nombres de estas no podían ser
cambiados arbitrariamente —a la cosa rosa sólo le conve-
nía el nombre rosa, y no admitía, vergibracia, el nombre
piedra—.
Posteriormente, los sofistas le habían dado la prepon-
derancia al signo, interpretándolo como un producto de la
convención. Para ellos, los nombres de las cosas eran sig-
nos arbitrarios, intercambiables a voluntad, convenidos
por los hombres de un círculo cultural determinado para
poder entenderse entre sí. De ahí surgió la teoría conven-
cionalista del lenguaje.
Pero Platón, por su parte, introduce en el diálogo un
nuevo elemento. Lo significante en los nombres, según
él, no es el resultado de una convención entre los hablan-
tes, sino la expresión de su contenido ideal, de la idea que
encierran. Este es el punto de partida de la teoría ideal del
lenguaje.

45
Danilo Cruz Vélez

Aquí no nos interesa exponer la complicada estruc-


tura del Crátilo. Sólo queríamos destacar en él un mode-
lo que ha servido de pauta a toda la filosofía del lenguaje.
Este modelo, que ha prevalecido durante más de dos mil
años, está constituido por las nociones de sonido, imagen,
signo e idea, para no hablar de sus múltiples variantes. A
través de Aristóteles llega a la Edad Media, para reapare-
cer posteriormente en la Época Moderna. Y en nuestro
tiempo sigue vigente. Recuérdense las teorías naturalistas
sobre el origen del lenguaje, las doctrinas lingüísticas de
E. Husserl y A. Marty y la concepción convencionalista
del lenguaje del positivismo lógico.
Pues bien, dicho modelo de la filosofía del lenguaje
tiene un origen metafísico. Su base es la doctrina de los
dos mundos, la cual divide la totalidad de lo que hay en el
mundo sensible de los sentidos y el mundo inteligible de
las ideas. En la esfera del lenguaje, lo sensible es el sonido
y la imagen, y lo inteligible es el signo, el símbolo, la idea,
el pensamiento, la significación y el sentido.
En la historia de la filosofía del lenguaje, todos estos
momentos aparecen. Ellos constituyen, pues, un marco
interpretativo permanente. Sus variaciones históricas, cau-
sa de la multiplicidad de las doctrinas contrapuestas sobre
el lenguaje, provienen de las diferentes maneras de con-
cebir cada momento y, sobre todo, de las diferencias en la
importancia o en la predominancia que se le fue dando
alternativamente a cada uno de ellos.
Es de sobra sabido, sin embargo, que en la Época
Moderna la metafísica sufre una transformación radical

46
El misterio del lenguaje

en manos de Descartes, la cual determina una modifica-


ción fundamental del modelo metafísico de la filosofía
del lenguaje.
Gracias a Descartes, el marco metafísico constitui-
do por la relación entre el mundus sensibilis y el mundus
intelligibilis, imperante aún en la Edad Media, llega a ser
remplazado por el que configura la relación del sujeto con
sus objetos. El ego cogito se convierte entonces en el cam-
po donde se constituye la objetividad de todas las cosas.
Todo lo que hay comienza, por tanto, a ser visto como un
producto objetivo de la actividad constituyente del suje-
to humano.
Wilhelm von Humboldt es el primero que aplica sis-
temáticamente este esquema metafísico moderno a la filo-
sofía del lenguaje. Uno de sus tratados sobre el lenguaje,
el titulado Sobre la diversidad de la estructura humana del
lenguaje y su influjo sobre la evolución espiritual del género
humano es para la Época Moderna lo que el Crátilo para
la Antigüedad y la Edad Media. La disparidad entre estos
dos escritos radica en la diferencia de los horizontes en
que se mueven sus autores.
En el Crátilo, Platón ve el lenguaje a la luz de la doc-
trina sobre los dos mundos. Encuadrado en este marco,
cualquiera de los nombres que lo integran, verbigracia, el
nombre árbol encierra en sí la idea árbol, siempre la misma y
válida siempre para todos los árboles reales y posibles;
y, junto a esta idea universal, encierra también sonidos,
sílabas y letras, ingredientes del mundo sensible, que son
individuales y cambiantes. Esta mezcla de lo universal,

47
Danilo Cruz Vélez

esencialmente invariable, con lo sensible, que es esencial-


mente cambiante, permitió explicar por primera vez, sin
caer en la teoría convencionalista de los nombres, el hecho
asombroso de que en lenguas diferentes se pueda expresar
el mismo ser esencial con sonidos y letras diferentes, por
ejemplo, la idea mesa mediante las palabras trápeza, men-
sa, Tisch, table, tavola, etcétera.
En el tratado de Humboldt, en cambio, la doctrina de
los dos mundos ya ha perdido toda vigencia. Ni el mundo
de las ideas, ni el mundo sensible, ni la unión de ambos
acotan el campo en que se pregunta allí por el ser del len-
guaje. El campo es ahora la subjetividad humana, el Geist
o espíritu, como dice Humboldt, de acuerdo con la ter-
minología imperante en su tiempo.
El núcleo de todo el tratado se encuentra en el siguien-
te pasaje, que en nuestra opinión encierra lo nuevo y lo
esencial de la filosofía del lenguaje de Humboldt:

Die Sprache, in ihrem wirklichen Wesen aufgefasst, ist


etwas beständig und in jedem Augenblicke Vorübergehendes…
Sie selbst ist kein Werk —Érgon—, sondern eine Tätigkeit
—Enérgeia—. Ihre wahre Definition kann daher nur eine
genetische sein. Sie ist nämlich die sich ewig wiederholende
Arbeit des Geistes, den artikulierten Laut zum Ausdruck
des Gadanken fähig zu machen6.

6
Wilhelm von Humboldt, Werke tomo iii: Schriften zur Sprachphi-
losophie (Darmstadt: Wiss. Buchgesellschaft, 1960-1981), 418.

48
El misterio del lenguaje

El pasaje dice en nuestra lengua:

El lenguaje, concebido en su genuina esencia, es algo


en cada momento y constantemente pasajero. El lenguaje
no es una obra acabada —érgon—, sino una actividad
—enérgeia—. Por ello, su verdadera definición sólo puede
ser una definición genética. El lenguaje es el trabajo eter-
namente renovado en que el espíritu hace al sonido arti-
culado capaz de expresar el pensamiento.

Este texto está rigurosamente construido y habla con


gran precisión. Ello, no obstante, no se abre inmediata-
mente a nuestro primer intento de intelección. Por ello
tenemos que explicar sus pasos principales.
Lo que salta a primera vista es que Humboldt desplaza
el lenguaje del campo formado por la unión del mundo de
las ideas y el mundo sensible, y que lo sitúa en el campo
de la subjetividad humana. De ahí que comience atribu-
yéndole la característica principal de esta —su movilidad y
cambio incesantes— y determinándolo, primero negativa-
mente y después positivamente, mediante dos conceptos
de la metafísica de Aristóteles que permiten elucidar en él
dicha característica: los conceptos de érgon y enérgeia.
El lenguaje, dice Humboldt, no es un érgon. Ello sig-
nifica que no es un resultado, un producto final, una obra
acabada, un objeto terminado, una cosa lista para ser uti-
lizada como un utensilio para la comunicación entre los
hombres. El lenguaje es más bien para él enérgeia, pura
actividad, una actividad que no cesa en su despliegue infi-
nito, despliegue en el cual es lo que es, tal como le ocurre
a la subjetividad misma.

49
Danilo Cruz Vélez

Una de las consecuencias de lo anterior es que el len-


guaje no puede ser determinado por una definición nor-
mal. Como se sabe, esta puede ser una definición real o
una definición conceptual. En la definición real se ponen
a la vista las propiedades de una cosa; pero esto es imposi-
ble en nuestro caso, porque el lenguaje no es una cosa con
propiedades fijas. En la definición conceptual, en cambio,
se desenvuelve lógicamente el contenido del concepto de
un objeto; mas esto también es imposible aquí, porque
el contenido de un concepto es un contenido objetivo,
constituido en sus referencias mentales a un objeto, y el
lenguaje no es un objeto. Por esta razón dice Humboldt
que la única definición adecuada al lenguaje es la defini-
ción genética. Esta es la que los escolásticos llaman defi-
nición per generationem, en la cual algo es considerado en
su generación, en el modo de producirse, en su devenir.
Que es justamente lo que hace Humboldt en el texto que
estamos interpretando.
Pero antes de todo tenemos que poner de relieve algo que
nos lleva inmediatamente al núcleo de la idea peculiar
que tiene Humboldt del lenguaje. Se trata de lo siguiente.
A pesar de considerar el lenguaje como una actividad
incesante que se justifica por sí misma en cuanto pura agi-
lidad, tomando esta palabra en su sentido etimológico,
Humboldt le fija un fin preciso, al cual se refiere al prin-
cipio del tratado diciendo que lo que persigue el lenguaje
es «la conquista de una visión previa del mundo»7.

7
Humboldt, Schriften zur Sprachphilosophie, 390.

50
El misterio del lenguaje

Con estas palabras, Humboldt da un salto desde el


ámbito lingüístico hacia el centro de la metafísica moderna
de la subjetividad, cuyo gran problema era el de la salida
hacia el mundo, para poder superar la soledad del yo des-
pués de que la duda metódica cartesiana había destruido
teóricamente todo lo que no fuera el «yo pienso», el ego
cogito.
En la plenitud de dicha metafísica, Kant había encon-
trado una salida, gracias a un análisis de las funciones
trascendentales de la subjetividad, en las cuales había des-
cubierto las condiciones a priori de posibilidad de todo lo
objetivo. De este modo, había logrado mostrar el proceso
en que en su opinión el sujeto sale de sí y se refiere a sus
objetos y a un mundo como unidad de todos los objetos.
Dicho proceso de salida equivaldría, pues, a un proce-
so de constitución del mundo objetivo. El siguiente esque-
ma nos puede explicar ese doble proceso que implica la
doctrina de Kant.
El sujeto recibe del exterior un caos de sensaciones.
En el caos no hay mundo ni hay objetos. Pero el sujeto le
impone a ese caos las formas subjetivas de la sensibilidad y
el entendimiento —espacio, tiempo y categorías—. Dentro
de estas formas suyas, que posee a priori, ordena el caos en
un tejido de relaciones espacio-temporales —arriba-aba-
jo, delante-atrás, ahora-antes-después…— y de relaciones
categoriales —substancia-accidente, cosa-propiedades, cau-
sa-efecto, acción recíproca entre varios…—. El resultado
de este proceso sería, por tanto, la superación del caos y la
constitución de un mundo de objetos como un tejido de

51
Danilo Cruz Vélez

todas esas relaciones, al cual quedaría referido el sujeto.


Con otras palabras: la constitución de lo que podríamos
llamar la relación fundamental sujeto-objeto, yo-mundo.
A esta altura alcanzada por la metafísica moderna entra
Humboldt en la escena filosófica. Su entrada no fue pacífi-
ca. Desde el primer momento se aparta de dicha metafísica
y, en lugar de continuar escudriñando en la subjetividad
las funciones constituyentes de los objetos y la salida hacia
el mundo, retrocede a un estrato más profundo de fun-
damentación, al estrato del lenguaje, donde creyó poder
encontrar las condiciones de posibilidad de esas funcio-
nes y el camino hacia el mundo.
Es de sobra evidente que este cambio de horizonte
implica ya un intento de superación de la metafísica de la
subjetividad, el primero que se puede registrar en la historia
de la filosofía moderna. Porque lo que pretende Humboldt
con su paso hacia atrás desde la conciencia hacia el lenguaje
es que, antes de estudiar la constitución de los objetos como
un tejido de relaciones espacio-temporales y categoriales
puestas por el sujeto, se estudie el lenguaje como fuente de
una visión previa del mundo, sin la cual, en su entender, es
imposible toda actividad constituyente de objetos.
Es claro, además, que Humboldt polemiza aquí con-
tra Kant como representante de la plenitud de la metafí-
sica de la subjetividad. Él no lo dice expresamente. Pero
el asunto central que aborda, que es el mismo de Kant, y el
empleo del mismo lenguaje de Kant no dejan lugar a dudas
al respecto. Pero sobre todo hay unas palabras suyas muy
elocuentes que se encuentran en un breve pasaje del estudio

52
El misterio del lenguaje

titulado Über das vergleichende Sprachstudium —Sobre


el estudio comparado del lenguaje—, que fue presentado
a la Berliner Akademie el 29 de junio de 1820. Este estu-
dio inicia los trabajos filosóficos de Humboldt sobre el
lenguaje y encierra un programa de ellos. De ahí que sus
editores lo hayan colocado a la cabeza de sus Schriften zur
Sprachphilosophie —Escritos sobre filosofía del lenguaje—, que
integran el tomo iii de las Obras completas de Humboldt
que venimos citando. Dicho pasaje reza: «Die Sprache
ist der grosse Überganspunkt von der Subjektivität zur
Objektivität», «el lenguaje es el gran punto de tránsito de
la subjetividad a la objetividad»8. Parece que estuviéramos
oyendo a Kant. Aquí lo único ajeno a él es el sujeto de la
oración. Este es para Humboldt el lenguaje. Lo cual signi-
fica que, en lugar de las condiciones subjetivas a priori de
la objetividad, él pone el lenguaje como punto de partida
de todo, como diciéndole a Kant que, aunque ambos per-
siguen la misma meta, él por su parte toma otro camino.
Además, y aunque ello parezca obvio, conviene poner
de relieve lo siguiente:

1. Al convertirse Humboldt en filósofo, saltando de las


ciencias del lenguaje a la metafísica, el punto de partida
seguro del filosofar que había buscado y encontrado
Descartes deja de ser el «yo pienso», la conciencia.
Para Humboldt ese fundamentum inconcussum es el
lenguaje y su visión previa del mundo.

8
Humboldt, Schriften zur Sprachphilosophie, 18.

53
Danilo Cruz Vélez

2. En el título «filosofía del lenguaje», el genitivo del


adquiere en manos de Humboldt el doble sentido de
un genitivus objectivus y de un genitivus subjectivus. Esto
significa que para él la filosofía del lenguaje no es sólo
una filosofía sobre el lenguaje, sino también una filosofía
desde el lenguaje; y que los problemas filosóficos
debían ser enraizados en el lenguaje, pero sólo para
perseguirlos en su raíz última, no para vaciar a la filo-
sofía de las cuestiones que la han movido desde los
griegos, reduciéndola a una analítica del lenguaje, tal
como ha ocurrido en algunas formas del positivismo
contemporáneo.

Por otra parte, desde el punto de vista terminológico


hay que subrayar que en la Weltansicht, en la concepción
previa del mundo, este no es el mundo real como la unidad
de los objetos ya constituidos, tal como lo concibe Kant;
ni, como lo conciben las ciencias positivas, una multipli-
cidad de esferas de la realidad dadas sin más de antemano
y cuyas estructuras hay que esclarecer mediante la inves-
tigación. La Weltansicht no va tan lejos. Lo único que el
mundo de esta ofrece es un marco de ordenación de lo
dado primeramente en desorden, unos puntos de orienta-
ción y de ubicación, unas nociones preconceptuales sobre
las regiones y las dimensiones de la realidad, todo lo cual
configura el esbozo previo de un cierto cosmos que excluye
el caos. Este cosmos primario no es el cosmos que funda
la filosofía ni el cosmos que diseñan las ciencias. La visión
previa del mundo es prefilosófica y precientífica, como ya

54
El misterio del lenguaje

lo hemos insinuado. Pero sin ella, el filósofo carecería de


un horizonte para sus preguntas y sus cogitaciones, y las
ciencias no tendrían unos campos más o menos delimita-
dos para poner en marcha su investigación.
No se puede negar que es muy difícil describir sistemá-
ticamente dicha visión previa del mundo que el lenguaje
constituye antes de toda filosofía y de toda ciencia, y en la
cual el mundo tampoco es el contorno natural que supo-
nemos actuando a través de los datos de los órganos de los
sentidos u oponiéndose a nuestros impulsos o ejerciendo
presión sobre nuestros cuerpos. Humboldt no nos da nin-
gún punto de apoyo firme para la descripción. Sus hábitos
expresivos, que comparte con la generación de filólogos
a que pertenece, no le permite decir las cosas con energía
y sin vaguedades, lo cual ha sido en gran medida la causa
de la escasa resonancia que han tenido sus doctrinas fue-
ra de Alemania.
Una aproximación indirecta al contenido de la visión
previa del mundo nos la podría facilitar, sin embargo, la
actualización de cualquiera de las formas del ser en el mun-
do de la existencia humana en su cotidianidad. Porque
ninguna de ellas se puede pensar sin una referencia a un
mundo interpretado preconceptualmente. La actualiza-
ción, por ejemplo, de la del hombre mítico podría servir-
nos muy bien para dicha aproximación, porque ha sido
estudiada intensamente, a causa de su importancia para el
esclarecimiento de los orígenes del pensamiento filosófico
y científico, que los historiadores han interpretado como
un paso del mythos al lógos, es decir, de la interpretación

55
Danilo Cruz Vélez

preconceptual de lo real a la conceptual. Pero inclusive en


un caso extremo de humanidad, como lo es el del hombre
primitivo, tan próximo al puro ser natural, encontramos
esa referencia a un mundo interpretado preconceptual-
mente, y podemos ver aproximadamente el contenido de
este tipo de mundo. Porque el hombre primitivo no es un
mero viviente inserto en la naturaleza y delimitado por
un mundo circundante prefijado por su propia estructu-
ra orgánica y sus instintos, como le ocurre al animal. El
hombre primitivo vive en un mundo mágico fundado por
el lenguaje. Este establece las diferencias entre las diversas
regiones y dimensiones de la realidad, verbigracia, las que
existen entre lo sagrado y lo profano, lo vivo y lo muerto,
lo normal y lo asombroso, lo natural y lo social. El lengua-
je, además, fija las relaciones mágicas de causalidad y de
acción recíproca entre las cosas y personas, entre las per-
sonas y entre las cosas. Pero su función más importante
es la producción de las palabras fundamentales, que no se
refieren en particular a las regiones de la realidad, ni a las
cosas ni a las personas, sino a lo que conviene a todos estos
modos de ser. Ellas nombran la totalidad de lo que hay en
su unidad. Esta unidad funda la unidad del mundo mágico,
que es el de la visión previa del mundo del hombre primi-
tivo, la cual constituye el marco general de su existencia.
El mundo es aquí un mundo preconceptual, pero no es el
mundo circundante del animal, sino un mundo interpreta-
do mágicamente. Aquí puede producirse también un paso
de este mundo a un mundo interpretado filosófica o cien-
tíficamente, como ocurre cuando el hombre primitivo se

56
El misterio del lenguaje

incorpora totalmente a la «civilización». Pero, de todos


modos, el mundo mágico es el ámbito en que el hombre
primitivo se instala y se orienta en la realidad. De suerte
que el nuevo mundo, el filosófico o el científico, tiene que
crecer para el hombre primitivo desde el suelo de este mun-
do mágico o, lo que es lo mismo, desde el lenguaje mági-
co que le ofreció originariamente la primera apertura de
todas las cosas unificadas en un cosmos.
Pero ahora tenemos que volver al texto de Humboldt
que venimos interpretando, el cual, en su parte final, trae
la definición genética del lenguaje que se exige en la pri-
mera, a saber: «El lenguaje es el trabajo eternamente reno-
vado en que el espíritu hace al sonido capaz de expresar
el pensamiento».
En esta definición genética se habla de un trabajo en
que se constituye el lenguaje. De suerte que ella no define
el lenguaje en el sentido normal de la definición; no da,
por tanto, las notas esenciales o accidentales del objeto
llamado lenguaje. Lo que pone a la vista la definición es
el modo de producirse el lenguaje, el proceso infinito en
que está fluyendo sin cesar, gracias al trabajo del espíritu,
o sea, gracias a la actividad de la subjetividad humana, de
acuerdo con la terminología actual.
A pesar de su carácter específicamente moderno, en
esta definición reaparecen, siguiendo las leyes inquebran-
tables que rigen en la historia de la metafísica occidental,
los momentos esenciales que vimos en la doctrina plató-
nica sobre el lenguaje.

57
Danilo Cruz Vélez

En efecto, el mundo inteligible de las ideas se evapora


en la metafísica moderna, pero las ideas no desaparecen;
transformadas en pensamientos, surgen ahora en una nue-
va dimensión, en la dimensión de la subjetividad huma-
na. Los otros momentos que tiene en cuenta Platón en la
constitución del lenguaje también reaparecen: las imáge-
nes, transmutadas en representaciones, y el sonido, con-
vertido en el fundamento único del lenguaje.
En esta metamorfosis, lo que más asombro produce
es que aquí la materia de que habla Platón queda reduci-
da al sonido; y, sobre todo, que el sonido se convierte en
el momento fundamental de la constitución del lenguaje.
En dicha constitución, Platón le había atribuido al
sonido un papel secundario. Para él, el sonido era, en cali-
dad de materia, casi nada: un mero dato sensible que sólo
mediante su unión con una idea adquiría forma y sentido.
Humboldt, en cambio, le da el papel principal. Es más: el
sonido es para él el fundamento del ser del lenguaje. ¿A
qué se debe semejante potenciación ontológica del sonido?
Como ya vimos, en conexión con el problema del ser
del lenguaje a Humboldt le interesa igualmente el proble-
ma metafísico de la salida de la subjetividad hacia la obje-
tividad. Y justamente aquí, en el sonido, encuentra la vía
de salida buscada. Porque el sonido en la palabra tiene un
doble carácter: al mismo tiempo es algo interior y algo
exterior, lo que no ocurre con el pensamiento ni con la
representación, que pertenecen sólo a la subjetividad. El
sonido de la palabra, en efecto, es producido por el suje-
to al ser emitido; pero, por otra parte, es escuchado por el

58
El misterio del lenguaje

oído, lo que supone que ha sido transmitido desde fuera


por el aire, que es un medio físico exterior. En suma, en el
sonido del lenguaje se encuentran la intimidad humana y
la exterioridad de las cosas como dos caminos contrapues-
tos que se unen para formar uno solo. Razón por la cual el
sonido puede funcionar como el «gran punto de tránsi-
to de la subjetividad a la objetividad», de acuerdo con las
palabras de Humboldt que citamos anteriormente. Esto
explica dicha potenciación ontológica del sonido, que, a
causa de una interacción entre lo metafísico y lo lingüís-
tico, coadyuva, por otra parte, a la nueva determinación
del ser del lenguaje.
Consecuente con dicha potenciación, Humboldt deri-
va del sonido todos los ingredientes del lenguaje; no sólo
las representaciones y los pensamientos, que corresponden
respectivamente a las imágenes y las ideas en la doctrina
platónica del lenguaje, sino también la concepción previa
del mundo, tal como él la entiende.
De acuerdo con la genealogía de la relación sujeto-ob-
jeto tal como la describe Kant, pero modificada ahora al
poner el lenguaje como la fuente última de dicha relación,
lo primero que encuentra Humboldt en la subjetividad es
un material caótico de sonidos. Mediante el trabajo del
«espíritu», los sonidos dispersos y sin forma se convierten,
según Humboldt, en sonidos articulados. Estos, a su turno,
se constituyen en centros de unificación del caos de las repre-
sentaciones. Las representaciones unificadas dan origen, por
su parte, a las nociones, en las cuales hay ya una referencia
mental a objetividades. Finalmente, el sujeto construye un

59
Danilo Cruz Vélez

sistema total de representaciones y nociones. Este sistema


es el mundo de que habla la visión previa del mundo.
No sobra insistir en que este mundo no es el mundo
conceptual de la filosofía y de la ciencia, sino un marco
preconceptual de orientación y ordenación, sin el cual el
pensar filosófico y la investigación científica no se pueden
poner en marcha. Es, pues, una especie de esquema previo
esbozado por el lenguaje y colocado entre el hombre y lo
real, a los cuales remite en direcciones contrapuestas. De
ahí que pueda servir de punto de transición de la subjeti-
vidad a la objetividad. A este carácter intermedio del mun-
do que es el lenguaje se refiere expresamente Humboldt:
«El lenguaje no es un mero medio de intercambio para
la comprensión mutua, sino un verdadero mundo, que el
espíritu tiene que colocar, por medio del trabajo interior
de sus propias fuerzas, entre sí mismo y los objetos»9.
Mediante este mundo, hecho de palabras, interpues-
to entre la subjetividad y lo real dado originariamente, el
hombre se abre a una posible objetividad. Si antes de esta
apertura lo real era una multiplicidad subjetiva de datos
caóticos, ahora es algo objetivable, y el sujeto puede poner
en marcha la objetivación, el proceso en que se van cons-
tituyendo los objetos, de acuerdo con las categorías esta-
blecidas previamente por el lenguaje. De este modo, va
surgiendo el mundo real de los objetos. De ahí que este
pueda ser un mundo social, es decir, un mundo en común
con los otros hombres abiertos a la misma realidad. Esto

9
Humboldt, Schrifen zur Sprachphilosophie, 567.

60
El misterio del lenguaje

explica igualmente por qué la lengua de los partícipes de


ese mundo es una lengua común y está sometida a unos
principios y a unas normas válidas para todos. Si no fue-
ra así, cada uno tendría sólo su propio mundo subjetivo.
Como dijimos anteriormente, esta teoría de Humboldt
ha sido para la modernidad lo que la platónica fue para la
Antigüedad y para la Edad Media. Y si se tiene en cuenta
su larga vigencia y el poder de convicción que ambas han
tenido a lo largo de los siglos, se podría suponer que son
modelos de claridad y solidez. Pero este no es el caso. Pese
a que han proporcionado las bases para resolver múltiples
problemas del lenguaje, ambas están llenas de lagunas.
Respecto a la teoría ideal del lenguaje, ya desde la Anti-
güedad se ha venido llamando la atención sobre la obscu-
ridad de su fundamento. Este está en la teoría de las ideas,
en lo que Nietzsche llamó después la «fábula del otro
mundo», o sea, la invención de un mundo ideal inteligi-
ble diferente del mundo sensible de la experiencia.
La ficción de este mundo de las ideas, puesto como
base de la teoría ideal del lenguaje, arroja obscuridad sobre
cada uno de sus momentos. La teoría no logra explicar,
por ejemplo, cómo es posible la fusión de las ideas con los
sonidos, sus dos ingredientes totalmente heterogéneos.
El agente de dicha fusión es obviamente el hombre. Sin
embargo, ¿cómo puede el hombre incorporar algo que es
sólo pensable, como lo son las ideas, a algo material y sen-
sible, como lo son los sonidos? Además, aun suponiendo la
existencia de un hombre que pudiese, por decirlo así, ope-
rar con las ideas, ¿cómo podría este hombre sin ayuda del

61
Danilo Cruz Vélez

lenguaje, no existente aún, encontrar el camino hacia las


ideas que debe unir con los sonidos? El hombre no puede
conocer, verbigracia, las ideas árbol, flor y estrella, ni nom-
brarlas ni distinguirlas de otras, si no posee sus nombres,
es decir, si no posee ya el lenguaje.
Otrosí: si como lo indican las diversas formas espe-
cíficas del comportamiento humano, el lenguaje acom-
paña expresa o tácitamente todos los actos del hombre,
¿para qué disgregar sus ingredientes esenciales —el signi-
ficado y el sonido, lo lógico y lo físico, lo semántico y lo
fonético—, en lugar de investigarlos junto en el ser del
hombre?
La teoría naturalista del lenguaje también lo deja flo-
tando en el misterio. Si los nombres son imágenes natu-
rales de las cosas, estas los poseen independientemente de
la actividad nominadora del hombre. En este caso resul-
ta insoslayable la pregunta por el origen de los nombres.
Su respuesta casi siempre remite a la región de lo numi-
noso. Esto ocurre ya entre los griegos, que recurren a un
Logos divino, esto es, a una Palabra divina, de la cual hacen
salir los nombres de todas las cosas. Esta hipótesis aparece
también al comienzo del Génesis, donde Dios va sacando
las cosas de la nada al darles sus nombres. En el prólogo
al cuarto evangelio, San Juan, influido por las interpre-
taciones filosóficas del Antiguo Testamento que había
hecho Filón de Alejandría, llega inclusive a identificar a
Dios con la Palabra: En archê ên ho lógos, kai ho lógos ên
pros ton theón, kai theos ên ho lógos, «al principio existía
la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era

62
El misterio del lenguaje

Dios». Como se ve, la teoría naturalista del lenguaje, lle-


vada hasta sus últimas consecuencias, nos puede alejar de
los dominios de la ontología del lenguaje y conducirnos
a los de la teología y sus misterios.
La teoría convencionalista del lenguaje, por el contrario,
busca su origen en unos supuestos hablantes que se ponen de
acuerdo para darles a las cosas sus nombres. Pero así sólo se
desplazan los enigmas en otra dirección. Pues dichos hablan-
tes concordes tendrían que poseer un lenguaje y un reperto-
rio de nombres para escoger los convenientes a cada cosa. El
acuerdo mismo en cuanto tal supone, por tanto, un lenguaje
ya constituido. Sin él, sería imposible concordar en lo refe-
rente a los nombres. La interpretación del lenguaje como
convención, aunque parte de una base fenoménica eviden-
te —del hecho de que los hombres de común acuerdo les
dan nombres a las cosas—, no es menos enigmática que
la interpretación teológica que lo concibe como creación
divina.
Por lo que hace a la teoría subjetivista de Humboldt,
insuficientemente estudiada y valorada por las ciencias
del lenguaje y la filosofía, es necesario llamar primero la
atención con gran energía sobre su originalidad y su for-
midable fertilidad potencial. Ella sacó a la luz una serie de
momentos del lenguaje que habían permanecido desaten-
didos en detrimento no sólo de los estudios lingüísticos,
sino también de la metafísica y de la antropología filosófica.
Ante todo, hay que hacer hincapié en la noción de
un mundo fundado por el lenguaje y diferente del mundo
natural. Si del mundo hecho de palabras surge el marco

63
Danilo Cruz Vélez

categorial que le sirve al hombre de pauta en el proceso


de objetivación y de constitución de la realidad objeti-
va, es decir, del mundo de objetos en que se despliega su
existencia, el lenguaje deja de ser un mero instrumento
de comunicación entre los hombres y se convierte en una
potencia metafísica de alto rango y en el campo en el que
debe comenzar a moverse una nueva metafísica. De igual
manera, si el hombre no se hace hombre por su nacimiento,
es decir, al ingresar en el torrente de la vida animal, sino al
instalarse en el mundo que es el lenguaje, podría cancelar-
se la interminable disputa sobre el origen animal del hom-
bre, y el problema de su ser peculiar podría plantearse en
un terreno más firme y controlable. Así, se podría además
desarrollar lo que implica la vieja definición del hombre
como un zoon lógon échon, como un «viviente que posee
el lenguaje», activa en el pensamiento y en la vida de los
griegos, pero que cayó en el olvido o fue malinterpretada
desde la Edad Media, cuando la expresión griega se tradu-
jo por la expresión latina animal rationale.
Pero no menos innovadora fue la colocación del soni-
do en el primer plano de los estudios lingüísticos. Desde
entonces, elementos sonoros como el tono, la melodía, el
timbre, el ritmo, las pausas, los silencios, etcétera, no son
sólo vehículos físicos de las significaciones, sino también
ingredientes semánticos del lenguaje, momentos esencia-
les del decir. Lo cual ocurre inclusive en el caso extremo
del silencio y las pausas, por medio de los cuales adquie-
re presencia significativa algo que no se debe o no puede
decir expresamente, o se llama la atención sobre lo dicho

64
El misterio del lenguaje

antes o se anuncia lo que viene, una función que tienen


también en la música.
Gracias a esta unificación del sonido y el sentido,
Humboldt supera la separación llevada a cabo por Platón de
la idea y el sonido mediante el cual lo ideal se encarna en la
realidad de la palabra, y los vuelve a entrelazar, ateniéndose
a la experiencia del hablante, en la que ambos componentes
se dan en una unidad indisoluble. A la reconquista de esta
unidad le debe su existencia la actual fonología, que vino
a llenar un vacío que dejaba la vieja fonética. Mientras esta
estudiaba los sonidos sólo como fenómenos físicos o fisioló-
gicos, la fonología los considera como elementos semánticos,
como contenidos significativos de la palabra y de la frase.
A lo anterior hay que agregar algunos fenómenos que
se pueden interpretar partiendo de la indicada relación
entre el mundo y el lenguaje y entre el sonido y el conte-
nido significativo de las palabras.
Uno de ellos es el de la dificultad para aprender las len-
guas extranjeras, incluso cuando se vive por largo tiempo
en los países donde se hablan. En circunstancias favora-
bles, la lengua ajena se puede «dominar». Pero, en sentido
estricto, el dominio se reduce al aprendizaje de un caudal
de vocablos que para el extraño nunca llegan a significar
exactamente lo que significan para el nativo; y al manejo
torpe de unos mecanismos sintácticos y estilísticos que
nunca alcanzan la naturalidad que tienen en la boca del
que habla la lengua respectiva desde niño.
En último término, esto se debe a lo difícil que es
instalarse en otra lengua. Al intentarlo, el hombre lleva

65
Danilo Cruz Vélez

inevitablemente al seno de la nueva lengua su mundo y su


lengua propia, la cual encierra la historia de su pueblo con
sus creencias, valoraciones y actitudes fundamentales. Esta
mezcla de elementos heterogéneos en su lenguaje es lo que
da al extranjero ese aire inconfundible de cuerpo extraño
en un mundo que no es el suyo, no importa el grado de
perfección que haya alcanzado su «dominio» de la nue-
va lengua aprendida.
Un fenómeno conexo con el anterior es el del «acen-
to» propio de los hablantes de una lengua, en el cual inter-
vienen la entonación, el timbre, la cualidad e intensidad
de los sonidos en una misteriosa combinación sonora con
implicaciones semánticas cuyo origen no ha sido aún expli-
cado científicamente. Lo único que se puede decir de esa
combinación peculiarísima es que surge en una comarca
determinada y que es propia de los hombres oriundos de
ella. De ahí que el acento extraño no se pueda aprender.
Su remedo no es auténtico aprendizaje, sino más bien un
acto caricaturesco momentáneo que no puede convertir-
se en una verdadera habitualidad.
Como se ve, la teoría de Humboldt ofrece puntos de
apoyo para resolver muchos problemas lingüísticos. Pero
su fundamento último carece de solidez y claridad. Su
hipótesis de un «trabajo del espíritu», del cual resulta la
visión previa del mundo, es una construcción sin base en
los fenómenos. Humboldt no nos dice qué es ese espíritu,
ni describe con rigor el trabajo que realiza. ¿Qué son las
«fuerzas» que lo mueven? ¿Cómo lleva a cabo la articula-
ción de los sonidos y la unificación de las representaciones y

66
El misterio del lenguaje

los pensamientos? ¿Cuál es el origen de esas representacio-


nes y esos pensamientos? En sus escritos no encontramos
bases para responder a estas cuestiones, y su gran cons-
trucción, cruzada por todas partes de intuiciones genia-
les, queda circundada de misterio.
Si dirigimos la atención a algunas formas especiales
del lenguaje, este misterio que lo circunda sigue crecien-
do. Las más conocidas de ellas son: el lenguaje metafísico,
el lenguaje religioso y el lenguaje de la poesía.
El lenguaje metafísico habla del ser de todas las cosas,
es decir, de lo que es común a todas ellas, y no está some-
tido necesariamente a las leyes lógicas y ontológicas váli-
das para el lenguaje corriente. Por eso decía Hegel que
la metafísica es el mundo al revés. La metafísica tiene su
propio lenguaje, el cual dice a veces lo contrario de lo que
dice el lenguaje usual. Ejemplos de dicho lenguaje son la
dialéctica hegeliana y lo que su creador llama el «lengua-
je especulativo», cuyo principio es: «El ser y la nada son
lo mismo».
El lenguaje metafísico se ha usado desde Heráclito
y Parménides hasta Nietzsche, en una historia milenaria
que se ha ido potenciando cada vez más el misterio que
lo rodea. Pero, pese a sus enigmas, en él se han expresado
las palabras fundamentales sobre las cuales se ha ido cons-
truyendo el mundo histórico llamado Occidente. E inclu-
sive en la compleja y multiforme Época Moderna, no hay
ningún factor político, bélico, industrial o comercial que
haya influido tanto en su configuración como los filoso-
femas metafísicos de Descartes, Kant, Hegel y Nietzsche.

67
Danilo Cruz Vélez

En el lenguaje religioso el misterio es todavía más den-


so, al menos en su forma más pura, que es la de la místi-
ca. Este lenguaje tampoco apunta en último término a los
objetos intramundanos de que habla la lengua común. Su
decir se mueve predominantemente en un diálogo entre
el alma solitaria y Dios, como lo declara fray Juan de los
Ángeles, místico español del siglo xvi: «Yo para Dios y
Dios para mí, y ¡no más mundo!». El lenguaje religioso
se refiere, por ende, a algo que no se da en la experiencia
con las cosas del mundo. Lo que mienta es lo numinoso,
expresión acuñada por el teólogo alemán Rudolf Otto
para designar lo divino, lo sagrado, lo omnipotente, lo
que se apodera del hombre y lo hace temblar —de ahí su
otro nombre: mysterium tremendum—. Por ello, no es
definible ni captable racionalmente. Sólo el sentimiento
da noticias de ello; pero lo buscado y anhelado huye de su
buscador. «Ninguna cosa de la tierra ni del cielo pueden
dar al alma la noticia que ella desea tener de ti», le dice a
Dios San Juan de la Cruz en El cántico espiritual. Todas
las cosas aluden a Dios o son sus mensajeras, pero lo que
se expresa de este modo es sólo un decir balbuciente de un
«no sé qué» que no ofrece la presencia del Amado, sino
que mata al amante con el «dolor de la ausencia» , como
lo expresa magistralmente San Juan en esa unidad intra-
ducible de la música y el sentido que es la poesía:

¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dexaste con gemido?
Como el ciervo huiste

68
El misterio del lenguaje

Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando y eras ido.
[…]
¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
No quieras enviarme
De hoy más mensajero,
Que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cuantos vagan


De ti me van mil gracias refiriendo,
Y todos más me llagan,
Y déxame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

El lenguaje religioso no ha logrado constituir un saber


claro y distinto sobre la realidad a que alude lo numino-
so. Lo único que ha logrado es hacernos flotar ingrávidos
en el misterio mismo. A pesar de todo, ha podido ayudar
a mantener vivo un sentimiento que une al hombre con
algo que se cierne sobre todas las cosas, eso que Schleier-
macher llama das Gefühl schlechthinniger Abhängigkeit, el
«sentimiento de la dependencia absoluta».
En las dos formas especiales del lenguaje que hemos
considerado —en el metafísico y en el religioso— hay una
relativa libertad frente al lenguaje corriente, pero en ambos
se mantiene una estrecha relación con algo que está más
allá de la subjetividad, algo que los frena y les impone una
cierta normatividad, lo que no ocurre en el lenguaje poé-
tico, como lo veremos en el capítulo siguiente.

69
Danilo Cruz Vélez

En el lenguaje metafísico esa instancia trascendente es


el ser, bajo cuyo dominio cae todo lo que hay: los objetos o
cosas en cuanto son, y el yo o sujeto humano, que también
es, aunque de modo diferente. Esto tiene que tenerlo en
cuenta el decir sobre el ser, so pena de fallar en su tarea. No
debe, verbigracia, confundir ninguna de las cosas que son
—la materia, la vida, el espíritu, lo numinoso, la subjetivi-
dad humana— con el ser. Ninguna de esas cosas es el ser.
Si alguna lo fuera, tendrían que ser reducidas a ella todas
las demás. Que es lo que ha ocurrido en casi toda la histo-
ria de la metafísica, hasta tal punto que semejante proce-
der ha engendrado en ella una confusión y una discusión
interminables; así, aún hoy hay pensadores que dicen que
todo es energía, otros que todo brota del Espíritu Univer-
sal, de Dios o de la Vida, y otros que todo es constituido
por la actividad trascendental de la subjetividad humana.
En el lenguaje religioso esa instancia es lo numinoso,
que también tiene sus propias leyes, a las cuales tiene que
someterse el decir que pretende expresarlo, so pena de
cerrarse el camino a sus dominios. Así, por ejemplo, vul-
nera esas leyes el decir que llama a Dios causa primera o
causa de sí. Identificado con dichos nombres, Dios es sólo
el resultado final de un proceso lógico que sigue el hilo de
la cadena causal que impera en la naturaleza hasta el punto
en que ya no se puede seguir preguntando por otra cau-
sa. Aquí no se puede hablar de una presencia de lo numi-
noso, que es lo que exige el impulso religioso. La causa
de que se habla en ambas expresiones no es un auténtico
Dios, sino un producto lógico, ante el cual no se puede

70
El misterio del lenguaje

orar, ni suplicar, ni temblar de pavor, ni experimentar el


sentimiento de dependencia absoluta.
El resultado positivo de las anteriores reflexiones
sobre dos formas especiales del lenguaje es el crecimiento
del muro de misterio que circunda al lenguaje en general,
muro que no ha podido ser roto por la filosofía del len-
guaje tradicional. Ni la teoría ideal del lenguaje de Pla-
tón, ni la teoría naturalista, ni la teoría convencionalista,
ni la teoría idealista de Humboldt nos dan un punto de
apoyo para ello. Todas nos ofrecen medios para explicar
fenómenos particulares del lenguaje, pero todas fallan en
la explicación de su ser.
Con clara conciencia de este fracaso, los participantes
en el ciclo de conferencias de Múnich de que hablamos
al comienzo intentaron seguir caminos diferentes de los
recorridos por la filosofía del lenguaje tradicional. Pero
los resultados fueron decepcionantes. Cada una de las con-
ferencias, sin embargo, ha quedado como un testimonio
de una audaz aventura en busca de nuevos horizontes para
esta vieja rama de la filosofía.
Para Walter F. Otto, filólogo clásico y filósofo, ese nue-
vo horizonte es el mito y el ritmo. Según él, el lenguaje no
es un producto de la subjetividad humana. Su origen hay
que buscarlo en otra parte: en la realidad del mundo. Esta
realidad es, en el fondo, sólo ritmo. Y el ser del hombre
hay que verlo desde aquí. Cuando supera su condición ani-
mal, el hombre se eleva a la región de los dioses. Así entra
en contacto con el ritmo divino que baña todas las cosas.
De este contacto brotan la danza, la melodía, el canto y el

71
Danilo Cruz Vélez

lenguaje, que son originariamente los medios mediante los


cuales se revelan los dioses. Aquí están, pues, las raíces del
lenguaje y surgen los nombres de las cosas que, por ello,
tienen un aura divina y un origen mítico. Friedrich Georg
Jünger, que ya era conocido no sólo por su libro La perfección
de la técnica, sino también por su importante trabajo
sobre El ritmo y lenguaje en el poema alemán, también
ve el lenguaje en el horizonte del ritmo. El historiador de
la música Thrasybulos Georgiades intenta en su confe-
rencia corroborar las ideas de sus colegas con un análisis
del poder del ritmo en la música y en la poesía. Y Martin
Heidegger insiste en su conferencia en la necesidad de libe-
rar a la filosofía del lenguaje de los modelos de la metafí-
sica occidental y de buscar una relación con el lenguaje,
diferente de la que ofrecen dichos modelos. Él no quiere,
por ello, crearse una representación del lenguaje por medio
de conceptos prefijados que, según su expresión, «asaltan
el lenguaje», sino seguirlo fiel y dócilmente, tal como se
presenta él mismo. Pero los resultados de la realización de
este deseo son desconcertantes.
A la pregunta por el modo como se presenta el len-
guaje, Heidegger responde: «El lenguaje habla». Y allí
tenemos que ir a buscarlo: en su hablar, no en el hablar de
los hombres. El lenguaje no es un producto de la fusión
de la idea con el sonido que lleva a cabo el hombre, como
pensaba Platón. Tampoco es el resultado del trabajo de la
subjetividad humana en el proceso de la constitución de un
mundo objetivo, según la doctrina de Humboldt. Todo lo
contrario. El lenguaje es lo que constituye al hombre. Por

72
El misterio del lenguaje

ello, el hombre no es un zoon lógon échon, «un viviente


que posee el lenguaje», según la definición de los griegos.
El hombre es más bien el oyente, el oyente que escucha lo
que dice el lenguaje mismo. El lenguaje humano no es más que
la traducción de lo que dice el lenguaje al hombre.
Lo mismo que las tesis de los otros participantes en el
ciclo de conferencias de Múnich, estas de Heidegger están
llenas de tantos enigmas como los que hay en las teorías
de Platón y Humboldt. Las dificultades de comprensión
persisten cuando Heidegger formula los resultados de sus
cogitaciones. Él utiliza giros como este: «El lenguaje es el
lenguaje, y nada más». Otras veces insiste en su vieja tesis:
«El lenguaje es la morada del ser». O interpreta nueva-
mente viejos términos de la teoría del lenguaje, volvién-
dolos al revés. Así, el signo no es para él el significante de
la cosa significada, sino una señal y una pista que nos da
el lenguaje mismo.
En vista de lo anterior, creemos que esta nueva bús-
queda de nuevos horizontes para la filosofía del lenguaje
puede considerarse igualmente fallida. Ello significa que
la pregunta por el ser del lenguaje continúa rodeada de
misterio, a pesar de que las ciencias particulares del len-
guaje siguen progresando sin cesar en el esclarecimiento
de la evolución histórica de las lenguas y en el estudio del
léxico, la morfología, la sintaxis, la estilística y la fonética.
No es aventurado pensar que el misterio es constitutivo
del ser del lenguaje. Hay otros fenómenos que comparten
con él este carácter. Ya rozamos, por ejemplo, el fenóme-
no de lo numinoso, uno de cuyos múltiples nombres es

73
Danilo Cruz Vélez

justamente el de mysterium tremendum. De ahí que la


conducta más adecuada frente a semejantes fenómenos
sea la de dejarlos intactos en su propio elemento, es decir,
en el misterio. Y la más inadecuada, la de «asaltarlos»
con nuestros vanos conceptos. Pero en el caso del lengua-
je dicho asalto es inevitable.
El lenguaje nos rodea por todas partes como el aire, y
así como del aire depende nuestro ser biológico, del len-
guaje depende nuestro ser específicamente humano. No
hay, por tanto, nada que esté tan cerca de nosotros como
el lenguaje. Todo lo que somos, lo que hemos sido y lo que
seremos —los tres modos temporales de nuestro ser— se
despliega en el tiempo: en el presente, en el pasado y en el
futuro. Pero todo ello está entretejido con el lenguaje. El
tiempo y el lenguaje son, pues, los dos grandes poderes.
Los diferentes modos de nuestra temporalización nece-
sitan el lenguaje, por cuanto carecen de la inteligibilidad
que le da el lenguaje a nuestra existencia temporal, una
inteligibilidad que es esencial en nuestro ser.
Por esta razón, el lenguaje está siempre presente de
modo ostensible frente al hombre, y este no puede evitar
la pregunta por su ser. Pero, como hemos visto en este tra-
bajo, ni si quiera las más importantes teorías del lenguaje,
que tienen sus raíces en esta necesidad originaria, logran
responder adecuadamente a dicha pregunta. El mismo
planteamiento de la pregunta es en ellas erróneo. Casi
siempre se apunta a otras cosas que tienen que ver con el
lenguaje, pero que no son el lenguaje mismo. La culpa de
esto no está en las teorías, sino en el lenguaje. Como este

74
El misterio del lenguaje

es misterio, cuando se lo «asalta» y se lo obliga a mostrar


su rostro, ofrece una máscara. Esto recuerda las palabras
de Nietzsche: Alles, was tief ist, liebt die Maske. «Todo lo
profundo ama la máscara»10.

10
Friederich Nietzsche, Jenseits von Gut un Böse, § 40.

75
§§ ii. El lenguaje
de la poesía

Si ahora volvemos la mirada al lenguaje poético,


hallamos algo sorprendente. Mientras en el lenguaje meta-
físico y en el lenguaje religioso la libertad de que gozan
frente al lenguaje cotidiano es parcial, por cuanto ambas
formas especiales del lenguaje mantienen una relación
estrecha con algo trascendente que les recorta la libertad,
el lenguaje poético es completamente libre. En el uso del
lenguaje, el poeta tiene a su disposición todos los expe-
dientes y recursos imaginables, y como le ocurría a nuestro
padre Adán nada le está prohibido. Quizás por eso decía
Valéry que la poesía es el paraíso del lenguaje.
A diferencia del lenguaje de uso cotidiano, el poéti-
co no es un lenguaje en común, sometido a normas váli-
das para toda la comunidad lingüística, sino un lenguaje
peculiar del poeta; y su mundo no es un mundo social, es
decir, de todos, y en cuya imagen, en sus rasgos generales,
todos tienen que coincidir, sino un mundo individual.
El lenguaje de la poesía, sus objetos y su mundo son una
expresión de la subjetividad concreta del poeta, de su ima-
ginación creadora, de su fantasía verbal y de su «oído».

77
Danilo Cruz Vélez

Con la palabra «oído» aludimos a la enorme impor-


tancia que tiene el mundo del sonido en el lenguaje poéti-
co, lo cual habría podido ser aducido por Humboldt para
corroborar su doctrina sobre la preeminencia del sonido
en la constitución del lenguaje, y para rebatir la interpre-
tación platónica del sonido como mera materia sensible
horra de toda inteligibilidad.
Ya vimos que en el lenguaje corriente los sonidos pue-
den rebasar lo meramente físico en ellos y adquirir un con-
tenido semántico. Obviamente, esto ocurre también en el
lenguaje de la poesía. Pero en ella esa función del sonido
no es sólo concomitante, sino también constituyente del
ser esencial del poema. No es que en él deba reinar lo de la
musique avant toute chose de que habla el primer verso del
«Art poétique» de Verlaine. Pero es evidente que el ropa-
je sonoro le es esencial al poema. El sentido, el carácter y
la estructura de la obra poética dependen en gran medida
del modo como se articulan en ella la melodía, el ritmo, el
tono, el timbre y la intensidad de las palabras, todo lo cual
se funde en una unidad con los pensamientos que quiere
expresar el poeta.
En esta urdimbre misteriosa de sonido y sentido roza-
mos una esfera del lenguaje que no se puede elucidar racio-
nalmente, que se sustrae a ser apresada por conceptos,
como ocurre con todo lo misterioso. Lo único que cabe
aquí es vivirla personalmente en una experiencia que puede
hacer cualquier lector atento. Léanse, por ejemplo, estos
tres versos de las Coplas por la muerte de su padre de Jor-
ge Manrique:

78
El misterio del lenguaje

Nuestras vidas son los ríos


que van a dar a la mar,
qu’es el morir.

Si se expresa en prosa corriente lo que dicen estos


versos, el pensamiento poético se convierte en un lugar
común. Si, por otra parte, se conservan los versos, pero
cambiando el orden de las palabras en ellos, el todo poé-
tico se rompe como un fino cristal, y su sentido profundo
se desvanece. El mismo percance poético ocurre si se cam-
bia en los versos una expresión por otra equivalente; por
ejemplo, si en lugar de «que van a dar a la mar» se pone
«que van a desembocar en el mar». O si se sustituye «el
morir» por «la muerte», o «nuestras vidas son los ríos»
por «nuestras vidas transcurren como ríos», e inclusive
si se disuelve la sinalefa «qu’es» —en la que se suprime
la vocal e por razones de acento y ritmo— y se vuelve a
poner la expresión normal «que es».
Lo que se desvanece en los versos en nuestro caso no
es propiamente su estrato semántico, es decir, su sentido.
Este se puede conservar en cierta medida, a pesar de la
pérdida de su ropaje sonoro. Lo que se desarticula es
la totalidad semántico-sonora debido a alteraciones del
ritmo y la melodía, del tono, de los acentos y del timbre
de las palabras.
La desarticulación de dicha totalidad menoscaba el
poema en múltiples aspectos. Pero lo decisivo aquí es
que por su causa se ahoga una cierta vibración del len-
guaje que resulta de la conjugación en una unidad de los

79
Danilo Cruz Vélez

componentes sonoros que hemos mencionado. Pues esa


vibración es un ingrediente esencial de la obra poética.
Casi siempre presente en ella desde los primeros versos,
es como un eje melódico en torno al cual se va enrollan-
do el hilo poético. Si el lector repite con oído atento los
pocos versos citados de Manrique, podrá sentir la presen-
cia de esa fina vibración sonora que sigue luego fluyendo
a manera de fuente subterránea a lo largo de las Coplas.
Si se piensa en esta complicada estructura de la obra
poética, no es difícil comprender por qué se ha dicho siem-
pre que su traducción es imposible. Lo único de ella que,
dentro de ciertos límites, se puede traducir es su contenido
semántico, los pensamientos que encierra. Lo que perte-
nece al mundo del sonido, sin lo cual lo semántico pierde
expresividad, se esfuma en el vano intento de trasvasarlo a
otra lengua. En la traducción, la obra poética adquiere un
nuevo ropaje sonoro. Por ello, el poema traducido, cuan-
do la traducción es obra de otro poeta, es una nueva obra
poética diferente de la anterior.
Finalmente, vamos a referimos a otro fenómeno que
corrobora el carácter singular del lenguaje poético. Como
observamos al comienzo, lo esencial de las palabras en la
lengua usual es en general su intencionalidad, de acuerdo
con la cual ellas mismas desaparecen, para hacer aparecer
en su lugar las cosas que mientan —la casa, el árbol, el
ave, etcétera—, o para poner de presente los pensamien-
tos que se formulan, las cuestiones que se plantean, las
órdenes que se dan, los deseos que se expresan, los sen-
timientos que se manifiestan, las promesas que se hacen.

80
El misterio del lenguaje

Sin embargo, este altruismo no vale sin excepción para el


lenguaje poético. Pues puede ocurrir que, en lugar de per-
derse en lo mentado, en lo pensado, en lo ordenado, en lo
deseado, en lo sentido o en lo prometido, las palabras poé-
ticas se replieguen sobre sí y se desentiendan, por decirlo
así, de sus correlatos objetivos, afirmándose de este modo a
sí mismas como puras palabras. En este caso, lo que tiene
frente a sí el lector no es aquello a que ellas se refieren, sino
las palabras mismas, verbigracia, la palabra melancolía, la
palabra amor, la palabra azul, la palabra María, las pala-
bras las violetas, el Sur, la mar…, las cuales, apoyándose en
la estructura musical del poema, alcanzan una presencia
en el fulgor de su propio ser como palabras.
Contra las indicadas características del lenguaje de la
poesía —su singularidad, su autosuficiencia, la ausencia
en él de controles diferentes de los que el poeta se impon-
ga a sí mismo, su pertenencia a la subjetividad concreta e
individualísima de su creador— se podría argüir que, a
pesar de todo, dicho lenguaje surge del seno de la lengua
común del pueblo a que pertenece el poeta.
Este es un hecho innegable. El poeta no es un «peque-
ño Dios» que va sacando de la nada los nombres de las
cosas. El poeta también está instalado en un lenguaje coti-
diano y sometido a sus presiones. Pero tampoco puede
negarse el hecho histórico de que el lenguaje poético se ha
ido constituyendo en un ataque permanente al lenguaje
corriente. Dicho ataque comienza ya en la traslación del
sentido de las palabras que ocurre en el lenguaje metafó-
rico. En la metáfora poética, lo mismo que en la metáfora

81
Danilo Cruz Vélez

del lenguaje común, se traslada el sentido de una palabra


a otro objeto diferente del suyo propio, pero en la poe-
sía ocurre esto en tal forma que el nuevo objeto sufre una
metamorfosis: se transforma en un objeto poético, tan
legítimo como los objetos reales a que se refiere el lenguaje
usual, y de cuyo carácter entran a participar las otras pala-
bras que forman el marco en que se produce la transfor-
mación. Así, por ejemplo, cuando el nombre que designa
las partes del cuerpo de las aves de que se sirven para volar,
se aplica a las naves, y se dice con Homero que las velas
son las alas de las naves, la palabra vela y la palabra ala y la
palabra nave ingresan en el mundo poético quebrantan-
do la lógica del lenguaje usual, y las cosas que designan en
este quedan relegadas al mundo prosaico.
Como se ve, en el lenguaje de la poesía no sólo se pro-
duce un ataque al lenguaje corriente, sino también un dis-
tanciamiento de él. La distancia entre ambos, establecida
por el poeta, es la misma distancia que hay entre el mun-
do poético y el mundo en común. El primero es el mundo
individualísimo del poeta y el otro es el mundo cotidiano
válido para todos los hablantes de una lengua determinada.
Claro está que el poeta permanece instalado en el
mundo en común y en comercio con sus objetos. Pero su
actividad poética no se refiere a ellos de modo directo y
por las vías habituales de la experiencia, sino por medio
de rodeos. Este es el método que emplea para producir el
distanciamiento. Desentendiéndose en cierto sentido del
lenguaje corriente y basándose en la experiencia poética
y en la imaginación creadora, se refiere a ellos mediante

82
El misterio del lenguaje

metáforas, imágenes, alusiones, símbolos, mitificaciones,


alegorías, personificaciones, parábolas. Esto llega hasta
tal punto, que el distanciamiento termina en ciertos casos
por convertirse en una destrucción del mundo objetivo
real de la experiencia, para ser remplazado por un mun-
do de palabras.
Respecto a la autosuficiencia del lenguaje poético,
su distanciamiento del mundo objetivo real equivale a
una liberación frente a las instancias que deciden sobre la
corrección lingüística. Los intérpretes de grandes obras
poéticas han sacado a la luz las múltiples contravenciones
que hay en ellas contra la lógica, contra la gramática, con-
tra la preceptiva literaria, contravenciones que, de acuer-
do con la esencia del lenguaje poético, se justifican, si se
piensa en ese proceso en que se destruye el mundo firme
y seguro de la realidad objetiva, para reconstruirlo en la
ondulante e inestable subjetividad del poeta. Esto puede
servir de justificación inclusive de la audaz supresión de la
puntuación en el poema, frecuente desde hace algún tiem-
po entre importantes poetas, la cual no se debe a su capri-
cho ni a su arbitrariedad, sino a la necesidad de «enfatizar
esa sensación de totalidad que se disgrega y se rehace»,
para emplear unas palabras certeras del poeta Octavio Paz.
Ahora bien, el distanciamiento que se lleva a cabo en
la poesía frente a la realidad cotidiana, la destrucción de
esta realidad y su reconstrucción mediante palabras en la
subjetividad del poeta, ¿no encierra todo esto un abandono
de lo verdaderamente real y su metamorfosis en un mundo
imaginario horro de toda verdad y todo conocimiento?

83
Danilo Cruz Vélez

Si la verdad no es sólo adecuación de nuestras repre-


sentaciones a los objetos, sino algo más originario: un sacar
a luz lo que está oculto, la respuesta a la anterior pregunta
tiene que ser negativa. La poetización, la poíēsis, está más
bien al servicio de la verdad. Desde Homero hasta nues-
tros días, los poetas les han dado presencia en la luz de la
palabra a muchas cosas. Sin ellos, habrían permanecido
ocultos u olvidados muchos aspectos del mundo de los
dioses y de la naturaleza, de las ciudades y de los Estados
de los hombres, de su coexistencia en ellos, de sus amores
y de sus odios, de sus sueños y de sus grandes creaciones,
de sus triunfos y de sus luchas estériles.
¿Cómo es posible esto? ¿Cómo logra una creación
de la subjetividad autosuficiente y autónoma del poeta
penetrar en el ser de las cosas y sacarlas a la luz? Este sería
el problema radical de una filosofía del lenguaje poético.
Su planteamiento es legítimo. Pero aún no poseemos las
bases suficientes para resolverlo. Por lo pronto, la cuestión
es todavía un misterio.

84
§§ iii. Aurelio Arturo en
su paraíso de palabras

«Los versos no se hacen con ideas, se hacen con


palabras», on ne fait pas des vers avec des idées mais avec
des mots. Este dicho, que se suele citar cuando se habla de
la poesía pura, fue el comentario que le hizo Mallarmé al
pintor Degas, quien también hacía versos ocasionalmente
al margen de su actividad de artista, cuando este le manifes-
tó lo difícil que le resultaba expresar sus ideas en el poema.
Dicha anécdota, transmitida por Paul Valéry, discípu-
lo del poeta y amigo del pintor y uno de los maestros de la
poesía pura, nos da una clave para comprender la técnica
de Mallarmé en la creación poética.
El primer acto en esta es la exclusión de todo lo que
no pertenezca al lenguaje. La creación poética comienza,
pues, con una purificación. En una carta, Mallarmé emplea
también el vocablo élimination. Ese primer acto en la crea-
ción de la obra del lenguaje que es el poema equivale, por
ende, a un echar fuera de los lindes del orbe poético todo
lo ajeno a él. En esta eliminación hay que distinguir dos
momentos diferentes, a saber:

85
Danilo Cruz Vélez

1. La eliminación de los intereses oriundos de los


sentimientos, los afectos y las emociones, los cuales
habían adquirido una importancia enorme en la poe-
sía romántica del siglo xix, y la eliminación de los
intereses históricos, culturales, morales, pedagógicos
y políticos, activos en la poesía desde el siglo xviii.
2. La eliminación de las referencias directas a la reali-
dad objetiva, la cual debía ser substituida en el poema
por puras palabras y por los ingredientes musicales de
las palabras.

Respecto a lo primero, no cabe duda de que en la épo-


ca de Mallarmé era indispensable volver a instalar la poesía
en su campo propio, en el lenguaje, liberándola de inte-
reses adventicios.
Lo segundo —la eliminación de la referencia a la reali-
dad objetiva—, por el contrario, encerraba un gran riesgo:
la pérdida de ese elemento esencial del lenguaje poético
que es el sentido, con lo cual el poema corría el peligro de
convertirse en un juego de palabras.
El lenguaje poético, como todo lenguaje, es un decir
algo sobre algo desde cierto punto de vista. El decir poéti-
co tiene, pues, una intencionalidad, una significación, un
sentido. Desde su punto de vista peculiar y mediante sus
artificios lingüísticos, este modo de decir apunta a la rea-
lidad objetiva mediante imágenes y símbolos nombrándo-
la metafóricamente, eludiéndola, evitándola, rodeándola,
de todo lo cual resulta su transfiguración. En el poema
no hay, por tanto, una destrucción de las cosas, sino su

86
El misterio del lenguaje

transfiguración, en la cual deponen su ser superficial y


revelan su ser recóndito.
Teniendo en cuenta los dos sentidos de la élimination
que hemos caracterizado, se puede comprender por qué la
empresa poética de Mallarmé provocó, al mismo tiempo,
un gran entusiasmo y un decidido rechazo.
Su programa de una purificación de la poesía de los las-
tres ajenos a ella fue acogido como necesario y como una
conquista duradera de la poesía contemporánea; pero su
intento de extremar la purificación, convirtiéndola en la
anulación de la relación de conocimiento con la realidad
que ha tenido siempre la poesía, encontró fuerte resistencia.
En suma, la consigna fue: poesía pura, sí, ma non troppo,
como decía Jorge Guillén, su principal representante en
nuestra lengua.
Pero el propósito de este largo preámbulo era abrir
un horizonte que nos permita comprender el carácter de
la poesía del poeta colombiano Aurelio Arturo, muerto
en 1974.
Aunque él tuvo poco que ver con Mallarmé, lo más
característico de su obra poética es que ella, de acuerdo
con la exigencia del maestro francés, regresa al lenguaje
como su ámbito esencial, superando así una larga etapa de
la poesía colombiana, la que se inicia después de Silva, la
cual, olvidada del poeta del «Nocturno iii», había estado
rondando el peligro de ser ahogada por el sentimentalismo
y la sensiblería, por el filosofismo, por la erudición histó-
rica, mitológica, literaria y musical, por los afanes peda-
gógicos y patrioteros y por el moralismo y el inmoralismo.

87
Danilo Cruz Vélez

Para Aurelio Arturo, el poema es una obra del lengua-


je, hecha ante todo con palabras. Pero las palabras de que
se compone no están atadas exclusivamente por estructu-
ras sintácticas especiales, ni animadas sólo por el sonido y
el ritmo. El poema está también lleno de sentido, el cual
lo mantiene unido semánticamente a la realidad extralin-
güística. Con todos estos materiales construye su mundo
poético, que superpone como su propia morada al mun-
do de la experiencia natural.
La concepción de la poesía como esa morada en que se
instala el hombre como poeta, determina en gran medida
el quehacer poético de Aurelio Arturo. En 1963 reunió
su obra en un libro que lleva por título Morada al Sur, el
mismo del extenso poema con que comienza el volumen.
Pero él no escogió este nombre caprichosamente, sino que
la colección se lo exigía, pues constituía un ciclo poético,
en el cual, exceptuando cuatro poemas —«Interludio»,
«Qué noche de hojas suaves», «Canción de la distan-
cia» y «Madrigales»—, todos los demás gravitaban en
torno a un punto central. Este punto de gravitación poé-
tica era la «morada al sur». ¿Qué es el Sur allí? ¿Cómo se
construye esa morada? ¿Cuál es el orden de distribución
de los materiales con que se construye?
El Sur es el símbolo del país de la infancia, la adoles-
cencia y la primera juventud del poeta. Este, arrojado por
su adverso destino en una situación prosaica, lejos de ese
ámbito primero de su existencia, lo revive como un objeto
de nostalgia, desde el fondo de la cual una voz lo invita a

88
El misterio del lenguaje

recobrarlo: Torna, torna a esa tierra donde es dulce la vida


(«Morada al Sur, iv»).
Esta voz, que pone en marcha su actividad poética, la
escucha el poeta en la gran ciudad, donde vive como un des-
terrado. El Sur tiene, pues, sólo una realidad en el recuer-
do. En el proceso de la poetización esta realidad mnémica
comienza a sufrir una transfiguración: se va convirtiendo
en un paraíso vivido en el pasado que se contrapone a la
realidad prosaica.
La transfiguración se produce poéticamente, es decir,
el paraíso vivido en el pasado se configura mediante la arti-
culación en la unidad del poema de una serie de estructuras
sintácticas poéticas, de imágenes y metáforas, de sonido,
ritmo y sentido.
La distribución de todos estos materiales de la cons-
trucción poética está determinada por la noción de lo
paradisiaco, a la cual hay que darle una figura poética trans-
figurando en paraíso la realidad recordada, esto es, el país
que añora el poeta.
Esto ocurre mediante una selección que se suma al
normal recorte de lo vivido que siempre lleva a cabo la
memoria, la cual retiene sólo lo que le interesa. Pues para
cambiar la realidad recordada en el paraíso es necesaria
una nueva abreviatura: el poeta tiene que escoger los ele-
mentos favorables a la transfiguración.
Estos elementos son los mismos que constituyen lo
paradisiaco y arcádico en la rica literatura de evasión tra-
dicional, en la que se pinta un mundo feliz situado en el
pasado, al cual se anhela retomar para olvidar las miserias

89
Danilo Cruz Vélez

del presente: un río, un prado, un bosque, una floresta,


unos árboles, una casa, una montaña, compañeros de jue-
go y de trabajo, unas palomas, la noche, la luna, las estre-
llas, etcétera, elementos que aparecen como desnudos y
sin propiedades, formando un mundo en el que no pasa
casi nada y en torno al cual parece que se hubiera deteni-
do el tiempo.
Para darle figura poética a este mundo paradisiaco,
tan simple y tan lejano de las miserias y complicaciones de
la vida prosaica, el poeta no necesita un lenguaje compli-
cado y sutil. La función primordial del lenguaje consiste
aquí en suscitar la presencia grata y reparadora de dicho
mundo y la presencia del aliento suave que lo envuelve y
que mueve cada cosa dentro de él, y que mueve también
la palabra del poeta.
Esto último lo confiesa expresamente en dos versos
autobiográficos, insertos en una de sus visiones de esta
«tierra donde es dulce la vida», versos que queremos des-
tacar especialmente, porque en ellos Aurelio Arturo habla
claramente del origen de su poesía, de la voz que lo inspi-
ra como poeta:

Te hablo de noches dulces, junto


 [a los manantiales, junto a cielos,
que tiemblan temerosos entre alas azules:
te hablo de una voz que me es brisa constante,
en mi corazón moviendo toda palabra mía,
como ese aliento que toda hoja

90
El misterio del lenguaje

 [mueve en el sur, tan dulcemente


toda hoja, noche y día, suavemente en el sur.

(Morada al Sur, ii)

La voz que mueve su poesía es el mismo aliento que


mueve su «mundo feliz». Por ello, en la transfiguración de
la tierra del sur de Colombia, de su tierra nativa, que lleva
a cabo Aurelio Arturo poéticamente, el Sur aparece como
una morada de música, aislada y protegida de las múltiples
relaciones en que está trabado el hombre con el mundo en la
primera edad de su vida, que es la que tiene en cuenta aquí el
poeta. La «morada al sur» es allí «un murmullo lánguido»
(«Remota luz»), «un rumor hondo, un fluir sin fin, un
árbol suave» («Canción de la noche callada»), una «tierra
protegida por un ala perpetua de palomas» («Morada al
Sur, iv»), cuyo centro unificador es una casa «entre años,
entre árboles, circuida por un vuelo de pájaros» («Morada
al Sur, ii»), con un «bosque extasiado que existe sólo para
el oído» (ibídem). Y recorriendo este mundo encantado,
donde lo único que sucede es este fluir, rumorear, murmu-
rar, susurrar, aletear y revoletear, palabras todas que quieren
suscitar la vivencia de lo melódico y rítmico, va siempre un
viento, «un viento fiel» («Nodriza»), como el personaje
central de este suceder multiforme, el cual —«un viento
lento» (ibídem) es el símbolo máximo del ritmo.
Al final del poema «Morada al Sur», el poeta nos
ofrece una autointerpretación que vale para todo el libro
del mismo nombre:

91
Danilo Cruz Vélez

He escrito un viento, un soplo vivo


del viento entre fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado
el viento; solo un poco de viento.

La poesía se hace con palabras, no con ideas. La fuen-


te primaria de donde brota es la experiencia que hace el
poeta con el mundo circundante, con el prójimo y consi-
go mismo. Pero la poesía se independiza de esa fuente, y
viene a parar en su elemento propio, que son las palabras.
Sin embargo, a pesar de su autosuficiencia, la poesía sigue
ligada a la realidad extralingüística vivida por el poeta en
la experiencia. Pero no indicándola, como le ocurre a la
señal caminera con el camino; ni copiándola o imitándo-
la, como pretende el poeta realista, sino ofreciéndole al
hombre sus artificios lingüísticos, para que pueda orien-
tarse en ella. Aquí tropezamos con una relación semejante
a la que hay entre las cosas y la luz. La luz es autosuficien-
te e independiente de las cosas, pero es la dimensión que
hace posible la visibilidad de las cosas.
La poesía es, pues, una de las formas que tiene el hom-
bre para introducir, mediante el lenguaje, claridad y con-
cierto en la espesura que le es dada originalmente. La
primera de ellas es el lenguaje corriente, en el cual la mera
nominación de las cosas origina su primera ordenación.
De este modo surge un cosmos articulado por medio de
los nombres. El lenguaje de la filosofía y el de la ciencia
ordenan después las cosas y sus múltiples relaciones lógi-
cas y físicas. Esta es la etapa de la conceptuación. Pero esta
tropieza con un muro, en el cual se estrella el concepto.

92
El misterio del lenguaje

Entonces viene el lenguaje poético. La poesía no es sólo


nominación ni ordenación, sino ante todo transfigura-
ción. Lo que no puede ser apresado conceptualmente, la
poesía lo saca a la luz convirtiéndolo en figura poética.
Las nuevas figuras en la transfiguración las construye con
palabras, empleándolas no sólo como contenidos signifi-
cativos, sino simultáneamente como materiales melódicos,
rítmicos y semánticos.
A la esfera de los fenómenos que adquieren figura y
presencia claras en el lenguaje poético, sobre todo en el
lenguaje lírico y en el lenguaje del drama, pertenecen la
oculta belleza de las cosas y su paso presuroso y huidizo;
la existencia humana arrojada en medio de la naturaleza y
de la historia; nuestra soledad y nuestro ser para la muer-
te; nuestro ser en común con los otros, atados a ellos por
lazos de amor y de odio, y el misterio del ser del hombre
como persona, haciéndose en el tiempo mediante el len-
guaje y la libertad y a golpes del azar y del destino.
Mucho de esto está ausente del libro Morada al Sur.
En el arte de atenuar el estrato semántico del poema, para
atender preferentemente a su estrato musical, Aurelio Artu-
ro llegó a la perfección, pero a costa de todo lo demás que
es la poesía. Él iba por nuestras letras como un Caballero
del Desdén y del Renunciamiento, instalado en su paraíso
de música, rechazando como material poético las experien-
cias que le ofrecían la vida, su tiempo y su mundo.
Pero en los últimos años de su vida, el autor de Mora-
da al Sur ya había roto el círculo mágico en que había que-
dado encantado desde su primera juventud. Respecto a su

93
Danilo Cruz Vélez

producción poética en este nuevo periodo, no sabemos


cuándo comenzó; él dio a la luz pública sólo tres poemas,
que publicó la revista Golpe de Dados en 1972, a saber:
«Palabra», «Lluvias» y «Tambores». Después de su
obra anterior, que es la de un pequeño gran poeta, dichos
poemas revelan la «manera grande» de su arte.
El tema de «Palabra» es el lenguaje del hombre. Este
es posiblemente el primer gran poema sobre este tema escri-
to en nuestra lengua. Cuando lo leímos por primera vez en
Golpe de Dados, quedamos asombrados de que la poesía, es
decir, el lenguaje poético, pudiera esclarecer el lenguaje mis-
mo, sacando a la luz aspectos de su ser ignorados por la filo-
sofía del lenguaje y por las ciencias particulares del lenguaje.
En «Lluvias», el gran maestro del ritmo poético se
deja llevar por el ritmo del mundo, representado aquí por
el fenómeno cósmico de la lluvia. Y ello en tal medida que,
leyendo el poema, de pronto parece que el poeta hubiese
desaparecido y que la lluvia misma hubiera ganado presen-
cia poéticamente cantando su propia historia milenaria.
En «Tambores», estos, el medio más antiguo de comu-
nicación colectiva entre los hombres, son el símbolo del
lenguaje. Y el poeta los oye sonar a través de los siglos y
los milenios,

transmitiendo en la tierra hasta muy lejos


la palabra humana
la palabra del hombre y que es el hombre
la palabra hecha de fatiga y sudor y sangre
y de tierra y lágrimas
y melodiosa saliva.

94
El misterio del lenguaje

El poeta publicó estos tres poemas probablemente


como una muestra de algo nuevo que apenas comenza-
ba a alborear. Si ello es así, y si no se encuentra una conti-
nuación del nuevo ciclo en su legado póstumo, se puede
decir que con la muerte de Aurelio Arturo en 1974 se hun-
dió por segunda vez en la sombra la promesa de un poeta
colombiano de significación universal. La primera vez fue
en 1896, cuando muere José Asunción Silva a los treinta
y un años de edad.

95
§§ iv. Arte poética de
Eduardo Carranza

Desde los años treinta hasta 1985, año de su muer-


te, Eduardo Carranza estuvo siempre presente en el espacio
ideal de primer plano que nuestra poesía contemporánea
ha logrado conquistar en la literatura nacional. En ese lap-
so de tiempo, él fue entre nosotros una encarnación de la
vida poética. En una de esas tipologías al uso, en las cua-
les se extreman, con propósitos clasificadores, los carac-
teres esenciales de las formas de vida más significativas,
Carranza sería en nuestros días el colombiano que más se
ha acercado al tipo ideal del poeta.
En una época adversa a la vida poética, cuando el poeta
había perdido el poder social de que gozó hasta comien-
zos de nuestro siglo, y cuando, paradójicamente, los poetas
mismos comenzaban a predicar y a practicar una especie
de antipoesía, Eduardo Carranza ejerció resueltamente la
profesión de poeta. Sin desfallecimientos, sin defecciones,
sin desvíos ni falsificaciones, se dejó llevar incondicional-
mente por esa fuerza misteriosa, irresistible en los mejo-
res, que se llama la vocación. Ningún otro interés pudo

97
Danilo Cruz Vélez

ahogar la voz que lo llamaba al oficio de poeta y a la exis-


tencia poética. Para él, el existir no consistía en hundirse
en la gris rutina de la vida cotidiana, ni en el disfrute del
confort o del deleite; ni en el afán en torno a una seguri-
dad económica que nunca llega, porque engañosamente
nunca se la considera suficiente; tampoco consistía en la
lucha por el saber científico o filosófico, ni en los desvelos
por la salvación del alma, ni en la contienda por el poder
crematístico o político. En el fondo, el único interés que
lo movía era la poesía. El único oficio que ejercía con agra-
do era el de convertir todo lo que tocaba —sus amores,
sus amistades, sus dolores y alegrías, sus ideales políticos
y sus sueños— en un mundo de formas poéticas. Este era el
mundo en que existía genuinamente. El mundo no era
para él ni voluntad ni representación, sino un tejido de
hermosas palabras.
Pero el hecho de haber sido durante algún tiempo un
representante par excellence de la forma de vida poética, no
basta para asegurarle una perduración en nuestra literatura.
En la historia literaria lo que, en último término, impor-
ta no es la biografía de sus protagonistas, por muy intere-
sante que haya sido. Esta termina con la muerte, para ser
cuando más relegada a la esfera de la anécdota y la leyen-
da. Lo único que verdaderamente cuenta es la obra. Y la
que dejó Eduardo Carranza es de tan excelente calidad y
ocupa un lugar tan singular en la poesía colombiana, que
puede esperar tranquila la acción del tiempo, que corroe
inexorablemente toda obra de los mortales que haya sido
mal hecha o hecha de un falso material.

98
El misterio del lenguaje

No tendría sentido detenernos en la cuestión de dicha


excelencia de la poesía de Carranza. La mayoría de sus
lectores la reconocen. Y, sobre todo, cuando se trata de
una obra poética, los juicios de valor son estériles. Pues
no esclarecen la obra en nada; y, además, no pueden ser
demostrados plenamente. Por ello, preferimos examinar la
singularidad del puesto que Carranza ocupa en la poesía
nacional. Este tema tiene la ventaja de que puede ser trata-
do partiendo del suelo firme de unos datos históricos veri-
ficables y del testimonio del poeta mismo. Por otra parte,
el asunto es muy importante. En poesía, al revés de lo que
ocurre en filosofía y en las ciencias, la singularidad es una
cuestión de vida o muerte. El poeta tiene que aportar a la
poesía algo nuevo —nuevos contenidos, nuevos modos de
decir o nuevas maneras de ver—, so pena de convertirse
en un simple epígono de algún innovador.
Para ver lo nuevo que aportó Carranza a la poesía
colombiana es necesario, en primer lugar, tener en cuenta
el carácter anómalo de esta en el primer cuarto de nuestro
siglo. Pues, a pesar de que a partir de 1900, con el movi-
miento poético español representado sucesivamente por
Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Jorge Guillén,
Federico García Lorca, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Rafael
Alberti y Vicente Aleixandre, y, a lo largo de los años vein-
te, con los poetas hispanoamericanos Vicente Huidobro,
Pablo Neruda, César Vallejo y Jorge Luis Borges, se venía
produciendo una revolución profunda en el lenguaje poé-
tico hispano, nuestros poetas no se dieron por entendidos.
Varios de ellos hicieron una obra relevante y duradera,

99
Danilo Cruz Vélez

pero extemporánea, un reparo que no se les podría hacer


a nuestros grandes poetas del siglo xix —a José Eusebio
Caro o a Gregorio Gutiérrez González, a José Asunción
Silva o a Guillermo Valencia—, los cuales cantaron en la
lengua poética de su tiempo.
El primer libro de Carranza, Canciones para iniciar
una fiesta (1936), el libro de un joven poeta de veintitrés
años, llevó a cabo una ruptura clara, decidida y progra-
mática con esa tradición de extemporaneidad de nues-
tros maestros de principios del siglo. Por ello, su autor se
convirtió en la cabeza visible de los jóvenes poetas que
venían trabajando en la preparación del terreno para dar
el salto definitivo de nuestra poesía hacia lo nuevo, salto
que quedó protocolizado, por decirlo así, con la publica-
ción de su libro.
En esta ruptura se produjo un cambio en la relación
del lenguaje poético con la realidad. En nuestra poesía
inmediatamente anterior, influida por el romanticismo, el
realismo y el modernismo, el lenguaje tenía una función
reflejante de lo real, esto es, de la naturaleza o de la cultura,
de la vida subjetiva o de la vida social. Según se acentuara
uno de estos aspectos de la realidad, la relación se modi-
ficaba. Unas veces el lenguaje era descriptivo, otras senti-
mental o cogitativo, y las más de las veces la expresión de
contenidos culturales.
En los poemas reunidos en su libro, Carranza hacía ver,
muy ostensiblemente, que el lenguaje poético podía moverse
en un horizonte diferente; que su función no era solamen-
te la de describir lo dado por medio de los sentidos, ni la de

100
El misterio del lenguaje

expresar y comunicar banales o sublimes sentimientos, ni la


de dar a conocer pensamientos agudos o lugares comunes
sobre el mundo y la vida, ni mucho menos la de fabricar
productos literarios hermosos por su perfección armónica,
su brillantez melódica, sus asociaciones cromático-musica-
les y sus ingredientes históricos, musicales o mitológicos.
En lugar de su función reflejante y cuasi pasiva, el len-
guaje adquiere en la poesía de Carranza una función pre-
dominantemente activa. Se convierte en un ataque a la
realidad objetiva y subjetiva, para destruirla, pero con el fin
de reconstruirla en su propio dominio, en la dimensión de
las palabras. Y la fantasía del poeta deja de ser una fantasía
reproductiva, para convertirse en una fantasía predomi-
nantemente productiva. En suma, el lenguaje del poeta se
hace productor de realidades, pero de realidades poéticas.
Esto aparece ya con gran claridad en la primera estrofa
del soneto «La niña de los jardines», con el cual se abren
las Canciones para iniciar una fiesta:

¿En qué jardín del aire o terraza del viento,


entre la luz redonda del cielo suspendida,
creció tu voz de lirio moreno y la subida
agua surtió que te hace de nube el pensamiento?

He aquí un ejemplo de un mundo al revés y de un


lenguaje que no copia las cosas sino que se crea sus pro-
pios objetos. El poeta habla de un jardín en el aire y de
una terraza en el viento, de una luz redonda suspendida
del cielo, de un lirio moreno y de una voz hecha del mis-
mo material de este, y de un pensamiento hecho de nubes.

101
Danilo Cruz Vélez

Ninguna de estas cosas existe en la realidad, ni entre ellas


existen las relaciones y alusiones que hacen posible el len-
guaje metafórico. Todas ellas surgen de una fantasía pro-
ductiva y de un lenguaje autónomo frente a lo real, y existen
sólo en el lenguaje.
Pero, si bien se mira, estos objetos poéticos produci-
dos autárquicamente por el lenguaje están referidos a la
realidad, a la realidad que es «la niña de los jardines»,
la cual aparece transfigurada a la luz de las palabras poéticas.
Teniendo en cuenta la autosuficiencia, autonomía y
libertad del lenguaje poético frente a todo lo que lo tras-
ciende, no es fácil explicar dicha referencia a lo trascendente.
Posiblemente lo que ocurre aquí es que, al desplazar
las cosas tal como se ofrecen en la experiencia usual, lo que
el poeta hace es eliminar en ellas el aspecto sin relieve, gris
e indiferenciado que tienen casi siempre en nuestra vida
cotidiana, para convertirlas en palabras, en elementos de
un lenguaje poético, el cual como todo lenguaje está refe-
rido a la realidad.
En suma, a la par que destruye la apariencia indife-
renciada que tienen las cosas en nuestra vida cotidiana,
el poeta se refiere a ellas sacando a la luz sus propiedades
ocultas en la cotidianidad.
Si esto es así, se puede decir que el poema destruye la
realidad abriéndose al mismo tiempo un camino que per-
mita descubrirla en su ser propio. El poema es, pues, des-
tructor y descubridor. Y la poesía es el arte de sacar algo a la
luz a través de lo prosaico. Un sentido que tiene la palabra
griega poíēsis, de la cual se deriva nuestra palabra poesía.

102
El misterio del lenguaje

No sabemos si Carranza tuvo conciencia de que seme-


jante idea de la poesía era la que nutría su actividad poé-
tica. Pero, de todos modos, su quehacer poético estuvo
siempre gobernado por una noción preconceptual de esa
idea, noción que en el artista llega a veces a ser más certera
y segura que el concepto mismo. Además, existen muchos
versos dispersos en su obra que la insinúan. No es necesa-
rio citarlos, porque hay un poema suyo que contiene una
declaración explícita al respecto, válida para toda su poe-
sía, a juzgar por el título. El poema se titula «Arte poéti-
ca». Allí leemos:

Todas las olas, digo


todos los hombres cantan en mi lengua.
Todos los ríos, todas las ciudades,
los pueblos, las palmeras, las campanas,
los años, las muchachas, las guitarras,
las frutas y los besos y los pájaros,
los recuerdos, los mares de esta Patria,
reunidos se pronuncian y se sueñan
alucinadamente en la palabra
que me dieron ahora, antes, después,
y existen, fulgen, porque yo los nombro.

Adviértase que todo lo que se enumera aquí perte-


nece a la realidad frontera al poeta. Carranza, en efecto,
permanece durante casi toda su vida vuelto hacia lo que
trasciende su subjetividad. Lo que entonces hace «ful-
gir» en el verso, dándole presencia en el resplandor de
la palabra, son los otros —la amada, los hijos, los padres,
los amigos y las amigas— y la belleza y las maravillas del

103
Danilo Cruz Vélez

mundo, olvidándose de sí mismo «muerto de amor», para


usar una de sus expresiones favoritas. Su actitud entonces
es, pues, la extraversión, y su temple de ánimo el amor y
el entusiasmo.
Pero la enumeración que aparece en «Arte poética»
es parcial. Allí faltan los temas que irrumpieron en la poe-
sía de Carranza al final de su vida, cambiándolo todo: su
concepción del mundo y de la vida, su temple de ánimo y
su lenguaje poético.
Semejantes cambios se producen cuando, en el cre-
púsculo de su vida, el poeta se vuelve sobre sí mismo, no
para expresar sus emociones y sus sentimientos, sino aco-
sado por el misterio de su propio ser. En esta vuelta hacia
su intimidad tropieza con el tiempo. No con el tiempo físi-
co, sino con el tiempo del hombre. El tiempo físico es el
de las cosas, que es un tiempo universal en que todas ellas
están inmersas, y un tiempo infinito, por cuanto nunca
se acaba aunque se acaben las cosas. En cambio el tiempo
del ser humano es individual, es el tiempo mío, el que me
ha sido dado para que yo lo gaste en la realización de mi
existencia, y es así mismo un tiempo finito, porque se me
acaba con mi muerte.
El misterio de su propio ser, el misterio del tiempo de
la existencia humana y el misterio de la muerte son los nue-
vos temas en la última etapa creativa de Carranza. Todo
esto se produjo de repente y al mismo tiempo que el bello
mundo en que había vivido el poeta y que él había cantado
en sus bellos versos se rompe como un frágil cristal. Él nos
lo cuenta en la «Kasida de la oscura región»:

104
El misterio del lenguaje

De repente se oyó un cristal


que se quebraba no sé dónde
y anocheció en mi corazón
y como un vino derramado
el tiempo vino a recordarme
mi manera de ser mortal…
Y todas las cosas me revelaron
el horror que tienen detrás…

El poeta ve en su nuevo horizonte algo totalmente


diferente de lo que veía antes: su ser en el tiempo, su ser
mortal por estar hecho de tiempo y, a través del tiempo y
de la muerte, un nuevo ser de las cosas, que antes formaban
un cosmos lleno de sentido y de hermosura, y que ahora
aparecen flotando en la nada.
Instalado en este nuevo horizonte, el temple de áni-
mo del poeta es el horror y el desengaño. El horror por la
nada que encuentra en el fondo de las cosas, y el desenga-
ño de haber amado y cantado largamente sólo sus bellas
apariencias.
En semejante temple de ánimo, la función del lengua-
je poético se modifica. Lo que ahora debe «fulgir» en el
ámbito de luz que crea el poema, no es la hermosura del
mundo, sino el fluir de todo —la vida del poeta y de su
bello universo— en el río del tiempo, que va a dar a la mar,
que es el morir, como lo dejó dicho en claras y sencillas
palabras don Jorge Manrique en las Coplas por la muerte
de su padre, poema con el cual se inició hace más de cinco
siglos la poesía temporalista de nuestra lengua.

105
§§ v. El puesto singular
de la poesía en la
historia de nuestra
cultura

No es aventurado afirmar que la poesía ha sido en


Colombia la única rama de la cultura superior que, des-
de los tiempos coloniales hasta hoy, ha podido mantener
una ininterrumpida continuidad y una posición eminente.
Esto se ha debido en gran medida a la fuente de que
casi siempre se ha alimentado desde el comienzo. Nos
referimos a la poesía española, que ha sido en la Época
Moderna y en el primer tercio del siglo xx una de las más
importantes de Europa.
En los siglos xvi y xvii, justamente en el momento
de la instalación cultural de España en América, la poesía
peninsular llegó a una de las más altas cimas de su histo-
ria, de lo cual se benefició nuestra poesía en su punto de
partida.
Semejante buena estrella no la tuvieron entre nosotros
otras actividades espirituales dependientes de la palabra.
La historia de nuestro pensamiento científico y filosófico,
por ejemplo, ha sido una historia desastrosa.

107
Danilo Cruz Vélez

El origen de este lado negativo de nuestra vida cultural


hay que buscarlo en la historia intelectual de España en la
Época Moderna. Pues, al revés de lo ocurrido en la poesía,
el pensamiento español en dicha época, la cual coincide
cronológicamente con la de su hegemonía en América, se
caracterizó, en comparación con el del resto de Europa,
por su mediocridad y anacronismo.
Como es bien sabido, a principios de la modernidad, a
partir del siglo xvii, cuando comenzaba a constituirse un
Nuevo Mundo bajo su dominio, los españoles se encerra-
ron detrás de los Pirineos, resueltos a ignorar la aparición
de la scienza nuova de Galileo y la nueva filosofía de Des-
cartes y empeñados en prolongar el pensamiento medieval
que, después de haber cumplido su misión histórica esen-
cial en la Edad Media, ya pertenecía a un pasado caduco.
Por ello, mientras en los comienzos de nuestra vida
cultural nos llegaban de la Península la poesía de Góngo-
ra y la del clasicismo español, en el campo del pensamien-
to sólo recibíamos una Edad Media tardía, que perduró
entre nosotros desde la época colonial hasta principios
del siglo xx.
En vista de este fondo histórico, no es difícil com-
prender por qué tuvimos que vivir durante varios siglos
ignorantes de lo que estaba pasando en Occidente en las
ciencias y en la filosofía, y por qué nuestra poesía, desde
su punto de partida, pudo echarse a andar con pie seguro
e impulsada por vientos propicios.
El impulso recibido entonces no se debilitó después,
sino que se hizo más fuerte, sobre todo cuando, a partir de

108
El misterio del lenguaje

nuestra emancipación política de España, se multiplicaron


los contactos culturales de nuestro país con la Europa trans-
pirenaica. Pero el contacto decisivo fue el que tuvo lugar,
a fines del siglo xix, con la poesía francesa, la más impor-
tante en ese momento en Europa. El vuelo que adquirió
de este modo nuestra poesía la llevó a su mayoría de edad
con José Asunción Silva y Guillermo Valencia.
Luego vino la presencia eruptiva de Rubén Darío en
la poesía de nuestra lengua. Con ella, la relación de depen-
dencia de América con España, creada por el hecho de la
conquista y la colonización, se invirtió definitivamente.
Desde entonces, la poesía americana comenzó a influir
en la española.
Por lo que toca a Colombia, la influencia directa de
Darío en la poesía del primer tercio del siglo xx fue enor-
me. La obra de nuestros poetas mayores de ese tiempo
—Porfirio Barba Jacob, León de Greiff y Rafael Maya—
es un testimonio de ello.
Indirectamente, Darío estuvo también presente en
la obra de los poetas colombianos que salieron a la luz
pública en los años treinta. Directamente, ellos estaban
bajo el influjo del movimiento poético español iniciado
por Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado a comien-
zos del siglo. Pero dicho movimiento era una resonancia
de Darío. Uno de sus representantes, Gerardo Diego, lo
reconoce en su Antología de la poesía española contem-
poránea (1901-1934). En el prólogo dice que el «punto
de partida» para ellos había sido Rubén Darío, gracias
a su «esplendorosa renovación de las esencias y modos

109
Danilo Cruz Vélez

poéticos». Y consecuentemente abre la antología de los


más importantes poetas españoles de nuestro tiempo con
una selección de poemas del indio nicaragüense.
Pero esta vuelta a España de los poetas colombianos
de los años treinta se llevó a cabo desde un mundo poético
que estaban fundando en América Pablo Neruda, Vicente
Huidobro, César Vallejo y Jorge Luis Borges, los cuales ya
comenzaban a gravitar sobre la poesía española.
Con las anteriores consideraciones sólo queríamos
ilustrar nuestra tesis sobre la normalidad de la evolución
de la poesía colombiana, en contraste con la anormalidad
imperante en la historia de nuestro pensamiento. Dicha
normalidad ha sido continua desde los comienzos de nues-
tra vida cultural superior. Nuestra poesía ha tenido «épo-
cas deslucidas» y de «borrachera del corazón», épocas
de esterilidad, de patrioterismo y de sentimentalismo, de
exuberancia verbal y culturalista. Pero esto es normal en un
largo proceso histórico. Todo ello es la ganga que acompa-
ña a la veta de oro puro, la cual se puede perseguir, como un
hilo de lirismo de la más pura ley, desde el poema gongori-
no «A un salto por donde se despeña el arroyo de Chillo»,
del poeta colonial del siglo xvii Hernando Domínguez
Camargo, hasta la Morada al Sur de Aurelio Arturo y la
«Epístola mortal» de Eduardo Carranza, para hablar sólo
de lo que ya es historia de todos conocida.
De ahí se origina el dicho según el cual Colombia ha
sido una tierra de poetas. Comúnmente se piensa que ello
se ha debido a una disposición natural del hombre colom-
biano para la poesía, esto es, a un don de la naturaleza.

110
El misterio del lenguaje

Pero lo que se posee por naturaleza, se tiene por naci-


miento, como el pájaro tiene el don del canto. Aquí no
se trata de eso. Nuestra vocación para la poesía no la reci-
bimos de la naturaleza, sino de la historia. En medio de
todas nuestras desventuras culturales provenientes de Espa-
ña, nuestras circunstancias históricas favorables a una crea-
ción poética excelente fueron posibles gracias a la existencia
de una gran poesía española en la Época Moderna, que
para nosotros fue la época de la Colonia. A esta coyuntu-
ra histórica le debemos, pues, nuestra gran tradición poé-
tica, así como le debemos la ausencia de una tradición en
el campo del pensamiento.
Si añadimos a dicha tradición poética las tres grandes
novelas María, La vorágine y Cien años de soledad, por
cuanto en ellas los ingredientes poéticos son tan impor-
tantes como los meramente narrativos, podemos compren-
der por qué la poesía ha ocupado un puesto preeminente
en el conjunto de nuestra cultura a lo largo de su historia.
Pero la historia cultural de un pueblo en la que la poe-
sía ha tenido la preeminencia que hemos caracterizado
aquí es irremediablemente una historia singular y atípi-
ca, si se la considera, por ejemplo, a la luz de la «ley de
los tres estadios», formulada por primera vez en 1829 por
Auguste Comte en su Prospectus des travaux scientifiques
nécessaires pour réorganiser la société, a la cual casi siempre
se recurre en estos casos.
Según dicha ley, en los intentos del hombre de orga-
nizar, nominar y articular la multiplicidad de experiencias
y de fenómenos que se producen en su encuentro con el

111
Danilo Cruz Vélez

mundo y con el prójimo, lo típico es que cada pueblo ten-


ga que pasar por tres estadios de su evolución espiritual: el
teológico, en el cual esa multiplicidad es referida a causas
sobrenaturales y divinas; el metafísico, en el que esas cau-
sas son buscadas en un mundo suprasensible de las ideas,
y el científico o positivo, que finalmente adviene cuando
el hombre sólo tiene en cuenta los fenómenos intramun-
danos que se le dan en la experiencia y las relaciones entre
ellos que puedan ser determinadas cuantitativamente y
formuladas en leyes.
La ley supone una sucesión de los estadios, en la cual
el estadio metafísico viene después del teológico y lo nie-
ga y elimina, para ser a su turno eliminado y negado por
el siguiente estadio, que es el científico o positivo, el cual
es el final y definitivo y con el cual quedan los dos ante-
riores superados y cancelados.
Este esquema histórico ha sido muy útil en el estudio
de la evolución espiritual de la humanidad. Pero a menu-
do se lo utiliza sin beneficio de inventario, a pesar de que
reposa en una hipótesis contraria a la realidad histórica.
La evolución espiritual del hombre no tiene un carác-
ter lineal. Los tres estadios se generan en tres actitudes fun-
damentales del hombre que pueden coexistir en la misma
etapa evolutiva de la humanidad. El impulso religioso no
desaparece cuando entra en acción el afán metafísico, y
el espíritu científico no anula el espíritu metafísico. Esto
no ha ocurrido ni siquiera en el momento histórico que
estamos viviendo, en la Época de la Técnica, en la cual
el «estadio científico» ha llegado a su plenitud y a una

112
El misterio del lenguaje

preeminencia total. Las religiones siguen moviendo a los


hombres y la metafísica sigue buscando el ser oculto de las
cosas. De ahí que esta etapa histórica no se pueda conside-
rar como la etapa final de la evolución de la humanidad.
La razón de lo anterior es que las tres actitudes fun-
damentales que dan origen a los tres estadios de que habla
Comte corresponden a tres posibilidades esenciales de la
existencia humana, las cuales no se realizan una tras otra
en una línea recta, sino que pugnan en la historia por el
predominio en la vida individual y colectiva y que siempre
vuelven de nuevo, una y otra vez en un movimiento circu-
lar, en el que el hombre va evolucionando y progresando
en profundidad en las tres direcciones, en ninguna de las
cuales puede fijarse un punto final evolutivo.
Pero el mayor defecto que encontramos en el esque-
ma histórico de Comte es que en él no aparece la poesía, a
pesar de que casi siempre ha coexistido con los otros esta-
dios. Esto es evidente sobre todo en los comienzos de las
religiones y la metafísica. Con frecuencia, los textos reli-
giosos se han servido del lenguaje poético como medio
expresivo de las revelaciones que encierran o, al contra-
rio, los poetas han tomado de las religiones el material de
sus construcciones. Lo mismo ha ocurrido con la meta-
física. Así, por ejemplo, uno de los primeros textos de la
metafísica occidental, el de Parménides, es un poema.
Y si queremos comprender muchas obras poéticas anti-
guas, modernas o contemporáneas, tenemos que inter-
pretarlas como si fueran tratados metafísicos. Por otra
parte, algunos pueblos no han expresado su concepción

113
Danilo Cruz Vélez

del mundo y de la vida religiosa o metafísicamente, sino de


modo poético.
Y lo que más nos importa: nuestra historia espiritual
no cabe en el esquema de Comte.
En ella no hubo un estadio teológico. Asentado en un
substrato religioso mágico, pero que había sido estigma-
tizado por los conquistadores, el pueblo que nació de la
colonización no pudo producir una vida religiosa autén-
tica. La forma de la religiosidad y los mitos religiosos los
impusieron los colonizadores. Pero esta imposición no
logró desalojar totalmente el substrato mágico aborigen.
Esto dio origen a una mezcla espuria de ingredientes reli-
giosos heterogéneos, partiendo de la cual no podía cons-
tituirse una concepción teológica del mundo y de la vida
en sentido estricto.
Tampoco hubo un estadio metafísico. Como ya lo
hemos dicho en múltiples giros, a pesar de estar insertos
cronológicamente en la Época Moderna, no tuvimos nin-
gún contacto con la metafísica de la modernidad en mar-
cha en el mundo occidental, al cual pertenecíamos como
prolongación colonial de España. La metafísica que esta
envió a sus colonias fue la metafísica medieval, la cual sólo
ofrecía una serie de fórmulas muertas incapaces de desper-
tar el eros filosófico.
Un estadio científico o positivo tampoco lo tuvimos.
Las modernas ciencias de la naturaleza y las ciencias his-
tóricas venían progresando a lo largo del siglo xviii, al
final del cual la técnica moderna, basada en el saber físi-
co-matemático, pudo hacer los descubrimientos que la

114
El misterio del lenguaje

impulsarían a una expansión universal incontenible. Pero


los españoles, que eran nuestra fuente de información, ya
se habían desviado de Occidente, y no estaban participan-
do en esas empresas comunes de los pueblos europeos. Y
la suerte que corrió España en dicha actitud la tuvieron
que correr sus colonias en América.
Todo esto pertenece, pues, a nuestro destino hispa-
noamericano. Surgimos de una colonización llevada a
cabo por un gran pueblo, cuya cultura había entrado en
una etapa de decadencia y de anormalidad, si se lo ve en el
marco de la historia de Occidente, del cual era una parte.
Nos instalamos en el mundo a través de una bella y pode-
rosa lengua que no habíamos creado, de una lengua que
llevaba ya siete siglos de existencia y cuya literatura había
alcanzado la etapa de la clasicidad. Y en medio de la Épo-
ca Moderna, tuvimos que vivir durante tres siglos en una
especie de Edad Media, distantes de la teología, la meta-
física y las ciencias modernas.
Pero pese a nuestras desventuras culturales, nuestro
destino hispanoamericano nos hizo partícipes de la gran
poesía española que, con la pintura, fue lo único que en
la Época Moderna no fue arrastrado por la corriente de la
decadencia de España. Esta es la razón de que ahora poda-
mos hablar de nuestra vocación para la poesía.
Determinados por nuestro destino hispanoamerica-
no, para nuestra instalación en el mundo y en la vida no
tuvimos el lenguaje mágico del mito, ni el lenguaje estric-
to de la filosofía, ni el lenguaje exacto de la ciencia, pero
tuvimos el lenguaje poético, que en ciertas circunstancias

115
Danilo Cruz Vélez

históricas puede ser suficiente para ello. Aquí no caben


juicios de valor. La poesía ejerce una función diferente a
la que ejercen la religión, la metafísica y la ciencia, pero
no inferior.
Apoyándose en el formidable poder expresivo del len-
guaje metafórico y de la música de las palabras, y operando
con símbolos y mitos, la poesía también es capaz de produ-
cir pautas para interpretar el mundo y la vida humana aná-
logas a los conceptos y categorías de la filosofía y la ciencia.
Claro está que estas últimas poseen el rigor y la exacti-
tud que le faltan a la poesía. Pero el lenguaje poético puede,
a su manera, sacar a la luz de la palabra estructuras, figuras
y procesos de la realidad y situaciones y estados, acciones y
formas de comportamiento de la existencia humana indi-
vidual y colectiva inaccesibles al pensamiento filosófico y
a la investigación científica.
Por otra parte, el poeta posee el poder de captar el
relumbrar instantáneo de lo individual y de fijar en el ver-
so su presencia efímera y fugaz, lo que no logra el filósofo
ni el científico, que van siempre en pos de lo universal y
lo abstracto propios de la idea platónica y de la ley válidas
para una pluralidad.
Lo que sí es innegable es el carácter atípico que le dio,
durante varios siglos, a nuestra evolución espiritual esta
preeminencia de la poesía en el conjunto de nuestra cul-
tura. Pero ese carácter atípico fue un fenómeno histórico
transitorio. Desde hace aproximadamente cincuenta años,
impulsados por el despertar de su sueño medieval de los
pueblos de nuestra lengua, hemos comenzado a abrirnos

116
El misterio del lenguaje

a la modernidad en todos los campos de la cultura. En lo


filosófico y en lo científico nuestra tarea ha sido la de llevar
a cabo una recepción del pensamiento moderno en marcha
desde el siglo xvii, cuando iniciamos nuestra vida cultural
superior de espaldas a él. De este modo hemos comenza-
do a superar el anacronismo y la anormalidad de nuestra
situación histórica. En el campo científico, una anticipa-
ción de dicha apertura fue la eclosión entre nosotros de
un gran movimiento en las ciencias del lenguaje a fines
del siglo xix. El corifeo de este movimiento, Rufino José
Cuervo, se convirtió entonces en la figura más importante
en el mundo de la lingüística hispánica. Pero este es tam-
bién un capítulo de la anormalidad de nuestra trayecto-
ria cultural, pero con signo positivo. Porque, de acuerdo
con las leyes de la causalidad cultural, este es un fenóme-
no inexplicable. Cuervo no fue producto de nuestra his-
toria. Cuervo salió de la nada. Quizás la única manera de
explicar su caso es refiriéndolo al gigantismo intelectual
característico del siglo xix. Se podría pensar que los dioses
decidieron no privar a Colombia de este fenómeno histó-
rico extendido por todas partes, y nos enviaron a Cuervo.
Así, pues, la poesía comenzó a perder su puesto pre-
eminente entre nosotros. Sin embargo, ha conservado la
función normal que le corresponde de acuerdo con su ser
peculiar e insustituible. Por ello, nuestros poetas tienen
una tarea enorme: la de mantener la altura que ha tenido
nuestra poesía a lo largo de su historia, además de conti-
nuar cumpliendo el deber de todo poeta que dejó expresa-
do Mallarmé en el soneto a la tumba de Poe: el de donner

117
Danilo Cruz Vélez

un sens plus pur aux mots de la tribu, el de «darles un sen-


tido más puro a las palabras de la tribu».

118
Segunda parte
Variaciones sobre la crisis
§§ vi. La crisis del mundo
actual y la filosofía

El llamado mito del rey filósofo no era para Platón,


de quien proviene, una mera quimera, un producto de la
imaginación, sino una rigurosa teoría política, cuya elabo-
ración podemos seguir paso a paso en los primeros cinco
libros de su obra titulada Politeía. La posteridad le dio el
nombre de mito a dicha teoría, quizás porque nunca pudo
llevarse literalmente a la práctica.
En general, la Politeía es un esbozo en un plano ideal
de un Estado justo. Platón supone allí de antemano que
la justicia es algo objetivo, y rechaza, por tanto, la concep-
ción corriente en su tiempo de un Estado basado sólo en
el poder y la fuerza. Por ello se puede decir que el mito del
rey filósofo, al que se llega en la obra después de una larga
investigación, estaba ya implícito en su punto de partida.
Pues si la justicia, a la que tiene que someterse también
el rey, es objetiva, y nadie puede decidir subjetivamente
y de buenas a primeras qué es lo justo, quien quiera bus-
car su esencia tiene por fuerza que proceder metódica y
sistemáticamente, es decir, siguiendo lo que Platón llama

121
Danilo Cruz Vélez

el «camino largo» del filosofar, que es el camino de los


filósofos. De modo que estos son los únicos que pueden
saber, desde su fundamento, qué es el Estado y qué es una
administración pública justa; y, por consiguiente, son tam-
bién los únicos llamados a gobernarlo, así como los que
conocen a fondo las naves y las cosas de la navegación son
los que deben guiarlas por el mar.
Platón formula lapidariamente esta convicción con
las siguientes palabras: «Mientras no reinen los filósofos
en los Estados o los que ahora se llaman reyes o sobera-
nos no se conviertan en filósofos auténticos y capaces, y
mientras no se unifiquen el poder político y la filosofía…,
no se pondrá fin a los males de los Estados, ni tampoco a
los del género humano»11.
Como se sabe, Platón mismo intentó varias veces lle-
var a cabo dicha «unificación del poder político y la filo-
sofía» en la corte siciliana de Dionisio de Siracusa, pero,
como consta en la Carta vii, que es una historia de sus
fracasos políticos, cada uno de los tres viajes que hizo a
Sicilia con este fin terminó desastrosamente. Después de
estar cada vez a punto de perder la vida y de sufrir prisión
y sinnúmero de vejaciones, tuvo que regresar siempre de
nuevo a Atenas maltrecho y decepcionado. Al término del
último viaje, decidió retirarse definitivamente a la Acade-
mia, dándole la espalda a la política, para dedicarse exclu-
sivamente a la filosofía.

11
Platón, Pol., 473 d.

122
El misterio del lenguaje

Pero la política, tomando esta palabra en su sentido


griego, quedó incorporada a la filosofía, que desde enton-
ces hasta nuestros días no ha dejado de reflexionar sobre
la justicia, sobre el Estado y las diversas formas de gobier-
no, sobre la ley y el derecho, sobre las relaciones entre el
individuo y el Estado, etcétera. Además, el ideal platónico
de llegar a unir algún día el poder político con la filosofía,
ha seguido atrayendo a grandes pensadores, empujándo-
los frecuentemente a aventuras políticas, de las que casi
siempre han salido maltrechos y decepcionados, como
salió Platón de las suyas en Siracusa.
De manera que, en estas cosas, como en muchas otras,
los sucesores de Platón parecen no poder dejar de reco-
rrer nuevamente los caminos recorridos por él. Pero la
incorporación primigenia de la política a la filosofía no
fue obra suya. Esto había ocurrido antes, en el momen-
to de la constitución de la filosofía en sentido estricto, en
la obra de Heráclito de Éfeso. Por cuanto de esta obra,
que nos ha sido transmitida bajo el título de Perì phýfseōs,
«Acerca de la naturaleza», sólo se han conservado algu-
nos fragmentos, es muy difícil saber exactamente cuál era
su tema central. Pero a juzgar por lo que quedó de ella, es
seguro que allí lo político ocupaba un puesto de primer
plano. Quizás por haber sido incluido Heráclito desde un
comienzo entre los filósofos de la naturaleza, este aspecto
de su obra ha sido muy poco atendido por la historia de la
filosofía, a pesar de que ya en la Antigüedad, como cuen-
ta Diógenes Laercio, el gramático Diódotos sostenía que
dicha obra no era Perì phýfseōs, sino perì politeías, «acerca

123
Danilo Cruz Vélez

de la vida política», es decir, acerca de la coexistencia de


los hombres en la pólis.
En la fórmula de Heráclito hèn pánta eînai, conteni-
da en el fragmento 50 —según la numeración de Diels—,
quedó registrada la partida de bautismo de la filosofía. De
todo lo que hay —pánta— se predica allí el ser —eînai—
uno —hén—. Así, aquella queda caracterizada textual-
mente como un intento de ver todas las cosas a la luz de lo
Uno. Como es sabido, esto lo logra desatendiendo en los
entes las propiedades, para atender exclusivamente a lo que
Heráclito llama lo xynón12, lo común a todos ellos. En la
fórmula, lo común a todos los entes es el eînai, el ser, que
es uno —hén—.
Ahora bien, la palabra pánta, en la fórmula, hay que
tomarla en toda su extensión. Ella no designa la totalidad
que forma una de las regiones de la Realidad, verbigracia,
la naturaleza, sino todas las cosas, incluyendo las cosas
específicamente humanas, cuyo ámbito propio es la pólis,
es decir, la totalidad de las cosas políticas.
Semejante totalidad universal, que abarca las totali-
dades parciales que son la pólis y la natural, es el tema de
la segunda parte del fragmento 114, cuya primera parte
identifica lo Uno con lo común a todas las cosas. Ahora lo
Uno se interpreta como la «ley divina». A esta ley no se
la llama aquí divina para indicar que tiene su fundamento
en Dios, pues en este caso ella no podría ser el fundamen-
to último y único de todo, sino para diferenciarla de las

12
Frag. 114.

124
El misterio del lenguaje

«leyes humanas». Según Heráclito, estas leyes que crean


los hombres y las formas de coexistencia humana que ellas
ordenan y regulan y el orden total de todo esto, que es la
pólis, se fundan en esa ley increada y universal. Pero, al mis-
mo tiempo, dicha ley es el fundamento ordenador de ese
otro orden que es la naturaleza. Por ello, de la ley divina
se dice al final del fragmento que «es superior a todas las
cosas y las trasciende a todas».
Platón se mueve en este amplio horizonte que le abre
Heráclito a la filosofía, donde el problema político ocupa
un lugar tan importante como el del problema ontológi-
co. Esto nos explica el hecho extraño de que la exposición
sistemática de su metafísica aparezca en una obra titula-
da Politeía. Además, nos aclara, aunque sólo en mínima
medida, el problema más difícil que plantea al intérpre-
te la filosofía platónica. Me refiero al que encierra la Idea
del Bien como principio último de todo lo que hay. Esta
idea alude a algo valioso, a algo que debe ser y, por tanto,
a algo normativo idealmente, lo mismo que la ley divina
de Heráclito. A pesar de ello, la Idea del Bien no es sola-
mente el fundamento de la justicia y de las leyes justas en
que debe reposar la pólis, sino también el fundamento de
todas las cosas naturales. Este último se había buscado antes
entre los elementos intramundanos —agua, aire, fuego,
átomos, etcétera—; después, en las metafísicas influidas
por el cristianismo, se busca en un principio creador, y a
partir de Descartes, en la subjetividad humana.
Viendo el mito platónico del rey filósofo en este hori-
zonte, se destaca con más claridad el puesto singular y

125
Danilo Cruz Vélez

fundamental que allí se les asigna a los filósofos en el Esta-


do. Por cuanto el Estado justo con sus leyes justas debe
basarse en ese fundamento último y único que es la Idea del
Bien, y como los filósofos son los únicos que pueden seguir
el camino hacia él, ellos son los únicos que pueden ver dicho
Estado desde su fundamento y en su esencia. Los no filó-
sofos, por el contrario, se pierden en la multiplicidad de
los fenómenos que en la comunidad política originan la
administración de justicia, la defensa del orden interno
del Estado y de sus fronteras, las relaciones económicas de
producción y distribución, la educación de los ciudadanos,
etcétera. Ellos no pueden conocer la esencia del Estado,
porque no lo pueden ver desde su fundamento, que es lo
que unifica y mantiene junta esa multiplicidad fenoméni-
ca, constituyendo un Estado justo.
De acuerdo con lo anterior no sería difícil interpre-
tar, desmitologizándola, la tarea concreta que se les ads-
cribe a los filósofos en el Estado platónico. Ellos son allí
los phílakes, los guardianes. Pero como hay otros guardia-
nes, los soldados, que defienden el Estado con las armas,
los filósofos reciben el nombre de phílakes panteleîs13, los
guardianes totales, es decir, los que tienen la vista vigilante
puesta en la totalidad del Estado, visto desde su fundamen-
to. Los filósofos son los guardianes de los fundamentos del
Estado, esto es, los custodios de su esencia, lo cual impli-
ca que son los garantes de una coexistencia auténtica en

13
Platón, Pol., 414.

126
El misterio del lenguaje

la comunidad política, coexistencia que es imposible en


un Estado espurio.
Como dijimos al comienzo, todo esto es una conse-
cuencia necesaria del punto de partida de la Politeía. Lo
que sí es una subrepción es la exigencia de que los filóso-
fos intervengan en la administración pública y en la polí-
tica activa. Esta exigencia está en contradicción con dicho
punto de partida. Si los filósofos atendiesen a ella, se per-
derían en una muchedumbre de fenómenos, olvidándose
de su tarea esencial. Platón mismo encarnó esta contradic-
ción en sus aventuras sicilianas. Su fracaso allí fue lo que
lo impulsó a retirarse a la Academia, para dedicarse a la
filosofía. Algo parecido le había ocurrido antes a Herácli-
to. Lo mismo que Platón, Heráclito era descendiente de
reyes, y desde su niñez estaba destinado a la política. Pero
sus intervenciones en ella terminaron tan mal como las de
Platón; fue perseguido y aislado de la comunidad política;
por ello, el autor de las Epístolas pseudo-heraclíteas pone en
su boca estas palabras para un griego tan amargas: mónos
eimì en tê pólei, «estoy solo en medio de la pólis»14. De
ahí que haya preferido retirarse al Artemisión, un paraje
consagrado a la diosa Artemis, donde vivió como un ana-
coreta en un bosque cercano al templo, dedicado a escri-
bir su obra. Es curioso el paralelismo de estos dos casos.
Así como la Academia platónica, situada en un gimnasio
suburbano de Atenas, era un mundo aparte con sus propias
leyes, el Artemisión era un circuito amurallado y desligado

14
Ep. vii.

127
Danilo Cruz Vélez

de Éfeso por los muros y por la magia de la diosa. Ambos


lugares tienen un simbolismo profundo. Ambos se con-
traponen a la pólis —lugar del tumulto y del ruido—, y se
protegen contra ella por medio de la soledad y del silencio.
Y en ambos se salvó la filosofía en dos momentos decisivos
de su historia de ser ahogada por la política.
Con todo, la «unidad de la filosofía y el poder polí-
tico» que postuló Platón siguió atrayendo a los filósofos
como un poderoso imán. Esta es la razón por la cual, más
de dos mil años después, Kant se haya visto obligado a
amonestar a sus colegas con estas palabras: «No hay que
esperar ni siquiera desear que los reyes se hagan filósofos,
ni que los filósofos se conviertan en reyes, porque la pose-
sión del poder echa a perder el libre uso de la razón». Pero
después de Kant dicha atracción siguió creciendo hasta
tal punto que Karl Marx a mediados del siglo xix, en su
polémica juvenil con Hegel, llegó al extremo de sostener
que la filosofía no tiene otra función que la de servir de
instrumento en la lucha por el poder político.
En este último fruto del mito del rey filósofo la filo-
sofía desaparece y queda sólo la política. De aquí que sea
necesario preguntar, independientemente de semejante
extremismo, por el sentido y la vigencia que puede tener
aún este mito en el mundo actual, si no es que ya ha agota-
do todas sus posibilidades de desarrollo. Para ello, habría
que comenzar con una amplia caracterización de dicho
mundo. Pero esto llevaría demasiado lejos. Por lo pronto,
se pueden enumerar sin más unos rasgos suyos que pueden
servir de orientadores, rasgos que aparecen en los siguientes

128
El misterio del lenguaje

enunciados que se escuchan y se leen por doquier: 1º. el


mundo actual es el mundo de la ciencia; 2º. el mundo
actual es el mundo de la técnica; 3º. el mundo actual es
un mundo totalmente politizado, y 4º. el mundo actual
es un mundo en crisis.
En esta enumeración parece como si el cuarto rasgo,
la crisis, abarcase los otros tres. Pero no es así. Lo que está en
crisis en el mundo actual no es la ciencia. Cuando se habla
de la ciencia actual casi siempre se piensa en las ciencias
exactas de la naturaleza, que se convirtieron en un saber
ejemplar y en un poder histórico desde el momento de su
constitución a principios de la Edad Moderna, y que en más
de tres siglos de vertiginoso desarrollo no han hecho
más que progresar. Lo mismo puede decirse de la nueva
técnica, que es una prolongación de las ciencias exactas de
la naturaleza. Lo que está en crisis es nuestro mundo no es
esa técnica científica. Al contrario, ahora sí se puede tocar
con las manos lo que el poeta F. G. Jünger llamó hace ya
casi medio siglo la «perfección de la técnica». Lo que
está en crisis en el mundo actual tampoco es la política,
tomando esta palabra en el sentido restringido de la lucha
por el poder. Al revés, la supremacía en nuestro mundo de
semejante política es cada vez mayor. A causa de la crisis,
las estructuras sociales y de poder se han hecho fluyentes
e inestables, lo cual exige la acción política permanente,
para conquistar una estabilidad, que nunca llega. Esto
explica la politización total de nuestra vida. La política
en dicho sentido está en acción por doquier, en un grado
desconocido hasta hoy: no solamente en la plaza pública,

129
Danilo Cruz Vélez

sino también en el campo del deporte, en la Universidad,


en el teatro, en los laboratorios, e inclusive en el refugio
del pensador y del poeta.
Entonces, ¿qué es lo que está en crisis en el mundo
actual? La respuesta es digna de Perogrullo, pero es la única
posible. Lo que está en crisis en el mundo actual es el mun-
do. Y lo que pasa en un mundo en crisis es muy conocido.
Como el mundo es un sistema de seguridades que le per-
miten al hombre establecer relaciones firmes y claras con
la Realidad y orientarse sin titubeos respecto a sus tareas,
cuando un mundo histórico determinado está en crisis, el
hombre de este mundo no sabe a qué atenerse respecto a
las cosas y al prójimo, ni sabe qué es lo que debe hacer ni
cómo debe comportarse. Para designar la ausencia de estas
formas tan primarias del saber, Nietzsche, quien anunció a
fines del siglo xix los primeros signos de la crisis de nues-
tro tiempo, emplea las palabras nihilismo e inmoralismo.
Él habla también de una crisis de los valores vigentes has-
ta entonces. Estos valores eran dichas seguridades sobre
el ser y el deber ser.
Ahora bien, cuando un mundo está en crisis, el hom-
bre se pone siempre a buscar una salida de ella. En épocas
anteriores, la mayor ayuda en la superación de las crisis
históricas vino de la filosofía. Ahora se cree que la ayuda
sólo puede venir de la ciencia, de la técnica y de la polí-
tica. Esto se comprende de suyo. Desde Auguste Comte
se viene considerando a la filosofía como un estadio de la
evolución del espíritu humano ya definitivamente supe-
rado por el estadio de las ciencias positivas. Esta creencia

130
El misterio del lenguaje

se podría considerar como un quinto rasgo característico


del mundo actual. En nuestros días, hasta los mismos filó-
sofos hablan del fin de la filosofía. Pero, a pesar de todo
esto, lo angustioso es que aquellos poderes dominantes en
el mundo actual se han revelado como impotentes fren-
te a la crisis en que vivimos. Es más, en cierto respecto,
dichos poderes se han convertido en potenciadores de la
crisis. La ciencia y la técnica científica pueden someter a sus
cálculos y a su control casi todo lo que hay, pero al mismo
tiempo deterioran el habitat del hombre, incrementando
así su inseguridad constitutiva, que se intensifica dramá-
ticamente en las épocas de crisis. Fuera de eso, aumentan
su incertidumbre ingénita respecto al futuro, al crear una
posibilidad que no había existido antes en la historia de la
humanidad: la de la destrucción subitánea de la biosfera
y demás bases materiales de su existencia. La política, a su
turno, tampoco puede ofrecer ayuda. Pues al quedar supe-
ditados sus afanes en este sentido a su interés primordial,
que es la porfía en torno al poder, no hace más que atizar
en todo el planeta la lucha a muerte, potenciando así en
grado sumo el peligro anteriormente indicado.
Pero lo que hay aquí en el último fondo es también
algo perogrullesco, a saber, que a dichos poderes en cuanto
tales los tiene sin cuidado la crisis, porque, como ya dijimos,
esta no es una crisis científica o de la técnica, ni una crisis
política, sino una crisis del mundo. El mundo, en el senti-
do que tiene esta palabra en expresiones como «mundo
medieval» o «mundo moderno», es un ordo universalis,
un orden de todas las cosas físicas y humanas resultante

131
Danilo Cruz Vélez

de su articulación en dirección a una cierta unidad, versus


unum, y, como ya sabemos, a dichos poderes no les intere-
sa ni un tris ese unum o hén, esa unidad que mantiene las
cosas juntas en una totalidad, unidad en torno a la cual se
vienen afanando los filósofos desde Heráclito.
Esta es, en efecto, una cuestión de la incumbencia
exclusiva de la filosofía. De modo que, al menos desde
este punto de vista, ella está facultada para intervenir en la
crisis. Claro está que no la va a resolver. En la superación
de una crisis histórica obran otras fuerzas, algunas de las
cuales son totalmente desconocidas. Pero mediante una
reactivación de sus viejas preguntas por el ser del hombre
y de su mundo peculiar, por el ethos, por el ser de la histo-
ria, por el ser de la comunidad y del Estado, etcétera, que
parecen haber caído en el olvido, la filosofía podría escla-
recer algunas dimensiones esenciales de la crisis y ayudarle
al hombre actual a ver con claridad en el túnel oscuro en
que se encuentra y a mirar en la dirección de salida hacia
un nuevo mundo.
Pero si examinamos lo que es la filosofía en las univer-
sidades y en los institutos de investigación filosófica, tene-
mos que concluir que para cumplir semejante tarea tendría
que llevar a cabo una gran reflexión sobre sí misma, regre-
sando a su figura originaria. ¿Regresando de dónde? De los
campos de las diversas ciencias particulares surgidas de su
propio seno, con las cuales ha tenido siempre la tendencia
a confundirse. En nuestros días, semejantes confusiones
son más numerosas que nunca, y muy a menudo, cuando
se cree estar haciendo filosofía, de lo que en el fondo se

132
El misterio del lenguaje

trata es de teología o de matemática, de psicología o de


sociología o de lingüística. De modo que dicha reflexión
equivaldría a una purificación de la filosofía, a una vuelta
a lo que ella es sin mezcla, a su mismidad.
Además, así podrían los filósofos cumplir la tarea que
les adscribe Platón en el mito del rey filósofo. Claro está
que hoy, después de más de dos mil años de historia, todo
ha cambiado. Pero estructuralmente todo es lo mismo.
En primer lugar, gracias a los numerosos y reiterados
fracasos de los filósofos en sus esfuerzos por intervenir
directamente en la política, se han hecho patentes no sólo
la contradicción interna en la construcción platónica, sino
también su carácter utópico. Los «filósofos en el poder»,
esto es, en definitiva, una utopía. Pero la función que les
atribuye Platón de custodios de las formas justas de coe-
xistencia humana, purificada de sus ingredientes utópicos,
esta función esencial sí es defensable aún.
Por otra parte, el ámbito político actual no es el redu-
cido de la pólis, sino un ámbito planetario cuyo rasgo capi-
tal es la interdependencia e interconexión ineludible de
todos los terrícolas. Pero en este ámbito hay una función
que sólo los filósofos pueden ejercer adecuadamente, a
saber, la de la afanarse, por medio del pensar constructivo
y de la crítica, en torno al ser de todo lo humano y en torno
de las condiciones esenciales de la posibilidad de una coe-
xistencia de los hombres concorde con el ser del hombre.
En este caso, la filosofía recobraría esa unidad de lo
ontológico y lo político que encontramos al comienzo
en Heráclito y Platón. La filosofía no sería entonces sólo

133
Danilo Cruz Vélez

teoría, como lo fue desde Aristóteles durante muchos


siglos, sino también praxis. Es decir, no se ocuparía úni-
camente de interpretar el mundo, sino también de trans-
formarlo, de metamorfosearlo, en colaboración con otras
fuerzas históricas. —La palabra mundo la tomamos aquí
en el sentido que le dimos antes de un horizonte de la
vida humana constituido por un sistema de seguridades
que le permiten al hombre establecer relaciones firmes y
claras con la Realidad y orientarse sin titubeos respecto a
sus tareas y sobre el modo como debe obrar—. Y los filó-
sofos, a su turno, no serían sólo philotheámones, amigos
de mirar, como también los llama Platón, sino al mismo
tiempo phílakes panteleîs, guardianes solícitos en torno al
ser fáctico del hombre.

134
§§ vii. La decadencia
en la historia y
la paradoja de la
libertad

Unida a la alabanza del tiempo pasado, se escucha


ahora la queja sobre la decadencia actual, sobre la «cri-
sis de los valores», sobre el inmoralismo, sobre la corrup-
ción de las costumbres y el deterioro de las instituciones.
Esta queja va casi siempre acompañada de vaticinios som-
bríos sobre el porvenir. Pero nada de esto es nuevo. Desde
el tiempo de los profetas bíblicos, la nostalgia del pasado
y la quejumbre sobre el presente en ruinas y sobre el futu-
ro aciago han sido algo normal, cada vez que termina una
época histórica y comienza una nueva.
Así, al fin de la Antigüedad, después de la huida de los
dioses paganos y de la irrupción en el mundo romano de
pueblos nuevos, que traían nuevas creencias y costumbres,
se presentó algo similar. Las calles de Roma se llenaron de
lamentadores y profetas. Del Oriente llegaron sectas reli-
giosas que hablaban de la perdición del hombre y de la
pronta llegada de un redentor que lo habría de salvar. Lo
mismo ocurrió a fines de la Edad Media. El cristianismo
que, gracias a la unión de la Iglesia universal con el Imperio

135
Danilo Cruz Vélez

universal, se había convertido en eje de la historia univer-


sal después de la conversión del emperador Constanti-
no, comenzó a debilitarse hasta tal punto, que el mundo
medieval, que se había construido en torno a él, se vino al
suelo. El hombre occidental entró entonces en una crisis
semejante a la anterior. Quien después vino a superar esta
crisis fue René Descartes, punto de partida de la Época
Moderna, que es la que está ahora en crisis.
El hecho de que una época histórica llegue a su fin y
la desolación que esto le causa al hombre son, pues, fenó-
menos normales. Pero el fenómeno de la decadencia his-
tórica no siempre ha suscitado una teoría que lo explique.
Al comienzo, la decadencia fue sólo vivida y sufrida; cuan-
do más, vislumbrada, pero sin la claridad que da la expli-
cación teórica.
El término mismo décadence, empleado como cate-
goría histórico-cultural, aparece por primera vez en fran-
cés a principios del siglo xviii en la obra de Montesquieu
titulada Considérations sur les causes de la grandeur des
Romains et de leur décadence (1734), dedicada a describir
el fenómeno en un caso especial. Más tarde en sus obras
tempranas tituladas Discurso sobre las ciencias y las artes
(1750) y Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la
desigualdad entre los hombres (1758), Rousseau amplía el
campo del problema, centrándolo en la relación antagó-
nica entre la naturaleza y la cultura, relación en la cual se
desarrolla la historia humana. En su opinión, el adelanto
cultural tiende a destruir lo natural en el hombre; de don-
de se desprende, paradójicamente, que el progreso en las

136
El misterio del lenguaje

artes y en las ciencias conduce necesariamente a una deca-


dencia, la cual sólo se puede superar enraizando al hombre
de nuevo en la naturaleza. A fines del siglo xix, Nietzsche
plantea expresamente el tema de la decadencia del mundo
moderno. Además, lleva el problema de la decadencia al
campo metafísico. Así, la explica como la manifestación
del debilitamiento de la voluntad del poder, que es para
él el principio metafísico de todo lo que hay, es decir, de
la naturaleza y de la cultura. Y partiendo de aquí, intenta
explicar, en un buceo infatigable en las profundidades de
la modernidad, las causas del agotamiento de las fuerzas
que habían dado origen a la decadencia y la habían man-
tenido viva.
Las ideas de Nietzsche no tuvieron ningún eco. Pero
el sentimiento de decadencia se fue extendiendo poco a
poco a amplios círculos. A principios de nuestro siglo,
sobre todo a raíz de la Primera Guerra Mundial, cuando
los protagonistas de la historia universal hacían la prime-
ra experiencia en común del fracaso de las ideas de que se
habían nutrido en la Época Moderna, ese sentimiento
se apoderó de todo el mundo occidental. Spengler encon-
tró la expresión feliz para designar su causa y comenzó a
hablar del Untergang des Abendlandes, de la decadencia de
Occidente. Esta expresión le sirvió de título para su famosa
obra, cuyo primer tomo apareció en 1918, año de termi-
nación de la terrible guerra y comienzo de la época actual.
Desde entonces, las teorías sobre la decadencia de la
cultura occidental han crecido copiosamente. Sin embargo,
la claridad sobre el asunto no ha aumentado en la misma

137
Danilo Cruz Vélez

medida. Spengler mismo, influido por una tosca filosofía


de la vida de moda entonces, vinculó su doctrina sobre la
decadencia a un biologismo que ha sido enérgicamente
rechazado por los historiadores y los filósofos de la histo-
ria. En su entender, la decadencia es un fenómeno de enve-
jecimiento de las culturas, las cuales nacen, se desarrollan,
envejecen y mueren como las plantas y los animales. En su
opinión, la cultura occidental se encuentra en la etapa de
la anquilosis y el envejecimiento, pregoneros de la muer-
te próxima. Ni la teoría general de Spengler, ni su inter-
pretación de la época actual concuerdan con los datos de
la experiencia. Pero las teorías que vinieron después tam-
poco han logrado esclarecer el fenómeno de la decaden-
cia. Por cuanto han sido obra de sociólogos, psicólogos
y economistas, filósofos e historiadores, la multiplicidad
de puntos de vista, la disparidad de las categorías con que
se opera y los diversos supuestos de que se parte en cada
campo especial de trabajo, no han hecho más que enma-
rañar las cosas, sin lograr explicar la decadencia desde su
fundamento último.
Si se quiere encontrar este fundamento, hay que par-
tir del ser del hombre, que es el protagonista de la histo-
ria, marco de la decadencia. Ahora bien: frecuentemente
se ha identificado al hombre con la libertad. De ahí que a
menudo se recurra a ella como base explicativa para dife-
renciarlo de la piedra, la planta y el animal. Así, mientras
a estos se los ve sometidos al imperio de la necesidad, al
hombre se le atribuye un ser abierto, en el que nada es con-
siderado como permanente y necesario, salvo la libertad

138
El misterio del lenguaje

misma, la libertad aventurera de inventar siempre nuevos


modos de ser y de regirse por leyes que él mismo se da.
A la idea del hombre que resulta aquí, con la cual ope-
raba ya dentro de ciertos límites la antropología antigua,
se unieron en la Edad Moderna las ideas de evolución y de
progreso. Cuando dicha época llegó a su plenitud, Hegel,
al recoger en su sistema filosófico todos los motivos impul-
sores de la modernidad, definió la historia universal como
un «progreso de la conciencia de la libertad», una defi-
nición en el fondo de la cual late la fe en el progreso, tan
característica del hombre moderno.
Pues bien, si se acepta que el fundamento del ser del
hombre es la libertad, esta podría ser un adecuado pun-
to de referencia para explicar el fenómeno de la decaden-
cia de la cultura moderna y el sentimiento de frustración
que se ha apoderado del hombre actual. Kant, quien vin-
cula la evolución humana con la libertad, podría servir-
nos de punto de partida. La libertad fue un tema capital
de sus meditaciones. Dos de sus obras más famosas giran
en torno a ella: la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres y la Crítica de la razón práctica. Pero la libertad
se ve en estas obras desde el punto de vista moral, que no
nos interesa aquí. El concepto de libertad que ahora vie-
ne a cuento para nuestros propósitos es el presentado por
Kant en su Antropología en sentido pragmático, una obra
tardía que no se suele tener en cuenta cuando se habla de
la idea kantiana de libertad.
Allí aparece la libertad en el marco de una nueva deli-
mitación del concepto de evolución, que hasta entonces

139
Danilo Cruz Vélez

había sido referido predominantemente a la evolución


del mundo y de los entes meramente naturales. Kant le
da al término un sentido antropológico, pero no el senti-
do naturalista usual en las ciencias biológicas del hombre.
El sentido especial que él le da al concepto surge cuando
habla de una evolución del hombre del estado de animal
rationabile al estado de animal rationale15.
Como lo indican estas expresiones latinas, la evolu-
ción que tiene a la vista Kant no es la evolución biológica,
sino una evolución que empezaría precisamente al termi-
nar la evolución biológica del hombre. En este momento
final de un proceso meramente natural, el hombre habría
encontrado su estructura orgánica peculiar, la estructu-
ra que lo convertiría en un animal capaz de racionalidad.
Partiendo de aquí se iniciaría una nueva serie evolutiva.
Esta sería nueva, porque en ella el hombre estaría regido
por la razón, no por las leyes naturales que rigen la evolu-
ción natural de los organismos.
Las expresiones animal rationabile y animal rationale
aluden a un animal en evolución, tanto en el punto de
partida como en el punto de llegada del proceso evoluti-
vo, no importa que en el de llegada se trate de un animal
determinado predominantemente por la razón. De suerte
que si nos atuviéramos literalmente a dichas expresiones,
tendríamos que decir que el campo de la evolución es la
naturaleza, pues la animalidad es un modo de ella. Pero
así malentenderíamos a Kant. Él conserva las antiguas

15
Immanuel Kant, Anth., A 316, B 314.

140
El misterio del lenguaje

expresiones para designar al hombre. Pero, superando el


naturalismo larvado de toda la antropología tradicional,
rompe el marco conceptual naturalista que dichas expre-
siones encierran. Lo cual le permite descubrir tanto el fun-
damento de la libertad moral, es decir, de la capacidad que
tiene el hombre de negar los mandatos oriundos de sus
impulsos naturales y de sus instintos y de darse su propia
ley, como el fundamento de ese otro tipo de libertad de
que habla en la Antropología. Esta es la libertad frente al
mundo natural, no frente a la naturaleza humana, como
ocurre en la libertad en sentido moral. Gracias a esa liber-
tad frente al mundo natural, el hombre se puede liberar de
la legalidad natural, expresa en el principio causal, según el
cual todo fenómeno natural tiene como causa otro fenó-
meno natural anterior. Al liberarse del principio causal, el
hombre puede introducir en el nexo causal que reina en la
naturaleza un principio que no es natural, una causa que no
está en la naturaleza sino en el hombre mismo. Por eso, el
hombre puede originar en la naturaleza nuevos fenómenos
naturales cuya causa no está en otros fenómenos naturales,
sino en la libertad del hombre —en sus propias ideas, en
sus propios planes y proyectos—. Esto explica el nombre
que le da Kant a este tipo de causalidad. Él la llama en la
Crítica de la razón pura una «causalidad por libertad»,
para contraponerla a la causalidad natural16.
A semejante libertad que tiene el hombre de «comen-
zar por sí mismo un nuevo estado de cosas» la caracteriza

16
Immanuel Kant, KrV A 569, B 573 ss.

141
Danilo Cruz Vélez

Kant en dicha obra como una «libertad en sentido cos-


mológico». Mediante esta caracterización se puede ver
con claridad la diferencia entre este tipo de libertad y la
libertad en sentido moral. Pues mientras esta es una liber-
tad frente a los instintos, apetitos e inclinaciones naturales
del hombre, la otra es, como lo dice la expresión «libertad
en sentido cosmológico», una libertad frente al cosmos
o mundo natural en que el hombre se hallaba al comien-
zo perdido.
Esta libertad frente a la naturaleza es la dimensión en
que Kant ve en la Antropología la evolución histórica del
hombre. De este modo traslada el concepto de evolución,
que estaba confinado desde Anaximandro en el campo de
la naturaleza, al mundo específicamente humano, que es el
de la libertad. Además, caracteriza, por vez primera en un
esquema conceptual claro, la naturaleza como reino de la
causalidad natural frente a la historia como ámbito de
la libertad.
De lo anterior resulta que Kant ve al hombre inmer-
so en la naturaleza, pero no confundido con ella como la
piedra, la planta y el animal, sino como un centro de liber-
tad. En semejante contexto, la naturaleza aparece como
un objeto, como algo frontero al hombre, a lo cual este se
opone para dominarlo. Esta relación es, en último térmi-
no, el marco dentro del cual surge la técnica, inclusive en
el hombre prehistórico. Por eso, en el momento en que va
a entrar en acción en grande escala la técnica moderna con
el invento de la máquina de vapor, a fines del siglo xviii,
Kant ata la evolución histórica del hombre al desarrollo

142
El misterio del lenguaje

de la técnica, al progreso de lo que él llama la «capacidad


técnica del hombre», que define como la «destreza espe-
cífica del animal racional»17.
Dicha capacidad técnica la posee el hombre desde que,
utilizando la piedra, fabricó las primeras herramientas y
las primeras armas, las cuales le permitieron comenzar len-
tamente a afirmarse en medio de la naturaleza y a asumir
una posición preeminente en ella, superando así su estado
evolutivo anterior, en el que se confundía con la planta en
el pantano o con la fiera en la selva. Esa capacidad técni-
ca se fue perfeccionando a lo largo de los milenios. Al lle-
gar a la Edad Moderna, da un salto cualitativo enorme, al
convertirse en una técnica científica, cuando las ciencias
exactas de la naturaleza, puestas en marcha por Galileo,
se ponen al servicio de ella.
La evolución en esta última dirección fue rapidísi-
ma. Las estaciones más importantes en el despliegue de
esa técnica moderna fueron el invento de la máquina
de vapor a finales del siglo xviii, la cual permitió conver-
tir la energía calórica en energía dinámica; el desarrollo
de la electrotécnica y de la técnica química en la segunda
mitad del siglo xix, y, finalmente, la irrupción de la téc-
nica atómica en nuestros días.
En cada una de estas etapas de la historia de la técni-
ca, el hombre, en su relación con el mundo natural, se fue
acercando cada vez más a la meta que estaba implícita en
los primeros actos técnicos de sus remotos antepasados

17
Immanuel Kant, Anth., B 315, 316, A 317-319.

143
Danilo Cruz Vélez

prehistóricos, esto es, al dominio de la naturaleza y a la


afirmación de su libertad frente a ella.
Gracias al poder que le ha conferido la tecnología, el
hombre actual ha alcanzado un dominio total de la natu-
raleza. Pero no sólo eso. Al irrumpir con su ciencia y su
técnica en el interior de la naturaleza, el hombre la trans-
forma hasta tal punto, que la imagen que resulta de ella
en esta irrupción es más un producto de la mente huma-
na que un reflejo de la naturaleza misma. Por eso, Werner
Heisenberg, uno de los grandes físicos de nuestro tiempo,
dice que en la relación del hombre con la naturaleza ya no
se puede hablar de una naturaleza en sí. Y agrega: «Por
primera vez en el curso de la historia del hombre en la Tie-
rra, el hombre se halla enfrentado sólo consigo mismo»18.
Pero hay algo más aún. El hombre, inserto en la natu-
raleza, no sólo se ha liberado de las barreras que esta le
oponía a su voluntad de dominio y se ha señoreado de
ella, sino que también comienza a actuar como creador
de la naturaleza. Así, por ejemplo, después de conquistar
el interior de la célula, la biotécnica ha llegado a producir
nuevos organismos. Esto no ha pasado de las esferas vege-
tal y animal, pero ya se habla de la posibilidad de produ-
cir, mediante la manipulación de la substancia vital, un
ser humano con las características ideadas y planeadas
por la ingeniería genética. Y en el mundo inorgánico, la
tecnología química puede crear muchas nuevas entidades

18
Werner Heisenberg, Das Naturbild der heutigen Physik (Hamburg:
Rowolth Taschenbuch Verlag, 1955), 12, 17.

144
El misterio del lenguaje

artificiales, los llamados productos sintéticos. Estos per-


tenecen al mundo natural, pero su causa eficiente no se
encuentra en la naturaleza, sino en la cabeza del hombre.
Como lo dijimos al comienzo, Kant vinculó el fenó-
meno de la causalidad por libertad con el progreso técnico
del hombre y con la realización plena de su racionalidad.
Empleando su lenguaje y dentro del marco de su proble-
mática, podríamos preguntar ahora: ¿ha llegado el hom-
bre, después de dos siglos de acelerado progreso técnico,
a ser efectivamente un animal rationale?
Si se piensa en el sentido originario de la palabra ratio,
hay que responder afirmativamente a la pregunta. Ratio,
razón, se forma partiendo de ratus, participio del verbo
reor, el cual significó en primer lugar contar, calcular y
relacionar, para pasar después, a través de la capacidad
de operar mentalmente con número y medida, a signifi-
car en general la facultad de pensar y de juzgar. De suerte
que, en el sentido primigenio de rationalis, no se puede
negar que el hombre ha llegado a ser un animal rationale.
La tecnología le ha permitido, mediante la medición y
el cálculo, adueñarse de la naturaleza en que primero se
hallaba perdido.
Pero la respuesta a la pregunta tiene que ser negativa,
si en la expresión animal rationale se toma la razón como
lo que distingue al hombre del animal y como lo que capa-
cita para construir en medio de la naturaleza una morada
específicamente humana, adecuada para el desarrollo de
su ser como persona, es decir, como libertad, todo lo cual
estaba contenido en la idea que tenía Kant de la razón.

145
Danilo Cruz Vélez

Aunque nadie desconoce el inmenso crecimiento del


poder del hombre sobre la naturaleza y el consecuente
aumento de su libertad frente a ella, posibles gracias a la
tecnología actual, desde hace algún tiempo se viene hablan-
do de los aspectos negativos de semejantes conquistas. A la
vista están ciertamente el creciente deterioro del contorno
natural del hombre y, en general, el peligro de desaparecer
en que está la vida por falta de un habitat adecuado de los
seres vivientes o por la acción de los agentes destructores
creados por la tecnología. Además, en amplios círculos
filosóficos y científicos ha comenzado a despertar la con-
ciencia de que las formidables conquistas de la técnica no
han hecho más que incrementar la falta de libertad del
hombre.
Esta es la gran paradoja de la libertad. A lo largo de
su historia, el hombre ha venido progresando en libertad
frente a su contorno natural. De las fuerzas de la natu-
raleza, que su temor convirtió al comienzo en potencias
mágicas que influían poderosamente sobre su conducta y
que determinaban su destino, se fue liberando paulatina-
mente, mediante el conocimiento de sus leyes y median-
te la utilización de estas en sus actividades técnicas. Este
proceso ha culminado en nuestra época, que es la Época
de la Técnica, en la que el hombre se ha convertido en un
dueño absoluto de la naturaleza, para quien esta parece
carecer de misterios. Pero justamente en este momento
culminante, el hombre comienza a sentirse menos libre que
nunca. Pues al llegar a la cima de su evolución histórica, la
técnica misma, que ha sido su instrumento de liberación,

146
El misterio del lenguaje

lo ata a fuerzas más aterradoras e insondables que todas


las que ha tenido que dominar hasta ahora.
En efecto, más amenazadoras que los poderes míticos que
antes llenaban el éter son las partículas contaminantes
que arrojan sobre ciudades y campos las grandes fábricas
y los automotores. Más peligrosas que los ríos salvajes y la
mar embravecida son las aguas cargadas con los desechos
de las centrales atómicas y los complejos industriales, las
cuales aniquilan la vida acuática y, al ser utilizadas para el
riego, convierten en desiertos las tierras labrantías. Más
destructora que la tempestad y el rayo es la desaforada
tala de los bosques, que erosiona la tierra, seca las fuentes
y hace desaparecer las aguas necesarias para la producción
agropecuaria. Más desoladores que los campos agostados
por el sol son los roquedales que deja tras de sí la indus-
tria extractora del carbón y del petróleo. Más terrible que
las fuerzas de los elementos que se pueden desencadenar
de un momento a otro, son la energía nuclear activa en la
producción industrial y la «basura atómica» recogida
en depósitos cercanos a aldeas y ciudades, a pesar de que
sigue siendo radioactiva durante quinientos años. Más
aterrador que las guerras convencionales es el «equilibrio
del terror», logrado mediante la constitución de grandes
centros bélicos de poder y de destrucción que, en caso de
una guerra nuclear, podrían hacer desaparecer de la Tie-
rra toda forma de vida.
Si bien se mira, se siente uno tentado a pensar para-
dójicamente que, en el fondo, en la historia no ha habido
progreso hacia la libertad, tal como la hemos considerado

147
Danilo Cruz Vélez

aquí. En todo progreso hay un movimiento hacia adelante


en pos de una meta. Pero en el incesante progreso humano
no se alcanza la meta, esto es, la libertad. Allí no se avan-
za siempre en línea recta hacia el fin, sino en círculo. El
movimiento vuelve a su punto de partida, no va más allá,
no progresa. Cada progreso del hombre hacia la libertad
se anula a sí mismo, va siempre acompañado de un regre-
so hacia una dependencia más profunda.
Esta paradoja de la libertad puede servir de base para
explicar el sentimiento de decadencia que se ha apodera-
do del hombre actual. La decadencia de que se habla aho-
ra no es una decadencia científica ni técnica; tampoco es
una decadencia de la capacidad inventiva y productiva del
hombre. Lo que ha entrado en decadencia es la concep-
ción del mundo de la Época Moderna. La realización de
su ideal con ayuda de las ciencias físico-matemáticas y
de la técnica científica: el dominio absoluto de la naturaleza
y las conquistas de la libertad absoluta del hombre frente
a ella, se ha revelado como una ilusión. Desilusionado de
su libertad, el hombre se ve caer cada vez más en el fon-
do de una dependencia más abisal. Sólo en este sentido se
puede hablar hoy de caída y de decadencia.

148
§§ viii. La ciudad
frente al campo

Al comienzo de la Política de Aristóteles se encuen-


tra la famosa definición: ánthrōpos phýsei politikón zōon19.
«El hombre es por esencia un viviente urbano». En ella
Aristóteles determina el ser del hombre, por primera vez
en la historia de la filosofía, en el horizonte de la ciudad.
Los pensadores griegos anteriores habían considerado al
hombre como parte del mundo sensible o como parte del
mundo inteligible y, desde Platón, como un habitante de
estos dos mundos. De manera que la definición aristotéli-
ca ofrece una nueva imagen del hombre. Lo que ella dice
es que el hombre, a diferencia del animal, no se reduce a
ser un organismo, sino que además trasciende toda vida
orgánica para convertirse en un ciudadano.
Pero la definición aristotélica encierra también una
tesis sobre el origen del hombre en cuanto tal. Pues táci-
tamente afirma que el hombre se constituye en la ciudad,
tomando esta palabra en su sentido más amplio, en el que
tiene la palabra pólis de los griegos. De lo cual resulta que la

19
Aristóteles, Pol., i, 2, 1253 a 2-3.

149
Danilo Cruz Vélez

ciudad es una condición a priori de posibilidad de ser del


hombre, y que sin ella el modo de ser del ente peculiar que
llamamos hombre es imposible. Para Aristóteles, por tan-
to, fuera del ámbito urbano o político el hombre, como
es obvio, no sería una pura nada, pero sería de otro modo.
Por ello dice más adelante en la Política que fuera de la
ciudad el hombre podría ser un animal o un dios, pero
no un hombre20.
Tal prioridad de la ciudad respecto al hombre parece
encerrar una contradicción. Si la ciudad es una creación
del hombre, ¿cómo va a poder ser anterior a su creador?
Aristóteles no pasó por alto esta dificultad. Sin embargo,
proclamó resuelta y claramente dicha prioridad: Kaì pró-
teron dē tē phýsei pólis ékastos ēmōn estín. «La ciudad es
por esencia anterior a cada uno de nosotros»21.
Es que, a la luz de la concepción aristotélica del ser, la
contradicción es sólo aparente. Según Aristóteles, el ser
de un ente se constituye en el movimiento; tiene, pues,
que pasar durante su génesis por varias fases. La última
de ellas es la de la enérgeia, en la cual el ente está ahí fren-
te a nosotros como un érgon, como una obra acabada. La
génesis del hombre es semejante, pero el ámbito en que se
despliega es la ciudad. De ahí que se pueda decir que, al
fundar la ciudad, el hombre establece la condición de la
posibilidad de su ser peculiar. Y, por tanto, que el hombre

20
Aristóteles, Pol., i, 2, 1253 a 28-29.
21
Aristóteles, Pol., i, 2, 1253 a 18-19.

150
El misterio del lenguaje

es anterior a la ciudad, en cuanto es su fundador; pero que


la ciudad es anterior al hombre, porque este sólo en ella
puede lograr su ser pleno.
Aquí ocurre lo mismo que con el lenguaje. Este es un
producto del hombre, pero sin el lenguaje, como sostenía
Humboldt, el hombre no podría llegar a ser hombre en
sentido estricto.
Lo anterior vale también, en general, para las otras
ramas de la cultura —para la religión, la ciencia, el arte, la
economía, la moral, el derecho…—. Pero respecto a todas
ellas, la ciudad es lo fundamental.
La ciudad, en efecto, ofrece un campo donde acotar
el «recinto sagrado» para los dioses. Es asimismo el lugar
del encuentro regular con el tú. De este encuentro salen
las relaciones sociales, que hacen necesaria la regulación de
la producción, la distribución y el consumo de los bienes.
Las relaciones dialógicas, por otra parte, crean el medio
en que se desenvuelve el lenguaje, como lenguaje artístico
y poético y como vehículo de la comunicación y del pen-
sar. El encuentro del yo con el tú es igualmente la base del
ethos, fuente de la moralidad y del derecho.
La instalación del hombre en la ciudad como su mora-
da peculiar, cuya significación para una ontología del hom-
bre sacó a la luz por primera vez Aristóteles, no tiene que
ir acompañada necesariamente de una ruptura de los lazos
que mantienen atados tanto al hombre como a la ciudad
con la madre naturaleza. Pues por ello el hombre no deja
de ser un cuerpo en comercio con la naturaleza median-
te los sentidos y los instintos; ni la ciudad deja de estar

151
Danilo Cruz Vélez

incrustada igualmente en la naturaleza, que es el suelo en


que reposa y el marco dentro del cual dibuja su figura entre
la luz del cielo y la oscura tierra. Por otra parte, desde la
ciudad la naturaleza se le hace presente al hombre como
campo y paisaje: como agro y fuente de energía química o
hidráulica y horizonte abierto a la mirada contemplativa.
La ciudad primigenia no niega su contorno natural.
Entonces es la ciudad frente al campo. Desde la plaza se
contemplan los sembrados, el río, el mar, los cerros, el bos-
que y los caminos que los unen. Así, la pólis griega, que es
la que tiene a la vista Aristóteles, era el recinto amurallado
y el contorno eusýnoptos, es decir, el contorno «fácilmen-
te abarcable con la mirada».
Pero en etapas posteriores de su desarrollo la ciudad
pierde este equilibrio originario. Como centro de las deci-
siones políticas, de la administración y del comercio, y
como escenario de la vida lúdica, artística y literaria, la ciu-
dad corre el peligro de hipertrofiarse. Cuando esto ocurre,
casi siempre la ciudad se traga al campo, lo que trae como
consecuencia una total urbanización de la vida.
A fines de la Antigüedad, Roma y Constantinopla eran
ya urbes inmensas, centradas en sí mismas y de espaldas al
campo, y en todos los territorios europeos comenzaban a
surgir grandes ciudades. Esta explosión urbana, sin embar-
go, se interrumpió bruscamente en la Edad Media por cau-
sas exteriores. La más importante de estas fue el cierre del
Mediterráneo debido a las invasiones de los árabes, como

152
El misterio del lenguaje

lo ha demostrado Henri Pirenne22. Las grandes ciuda-


des habían podido crecer gracias a este mar interior, que,
como medio de comunicación entre Oriente y Occiden-
te, se había convertido en el centro de la vida económica.
Pero ya en el siglo ix el Islam dominaba sus aguas y había
paralizado el comercio de los puertos mediterráneos y de
las grandes ciudades del interior europeo. La ruina de sus
economías obligó a sus habitantes a huir hacia el campo.
Fuertes oleadas migratorias, que les daban la espalda a
las ciudades, cambiaron radicalmente la estructura de la
sociedad medieval. Semejantes migraciones produjeron,
en efecto, una general ruralización de la vida en el mundo
occidental, la cual fue la base de la economía feudal, que
se sustentaba en la propiedad territorial, la agricultura y
el trabajo rural, y para lo cual la ciudad carecía de impor-
tancia. Por ello, las ciudades medievales se vieron pronto
despobladas. Los otrora florecientes emporios comercia-
les se convirtieron en «ciudades episcopales», centros del
poder de la Iglesia —que no podía aislarse en el campo—,
en las cuales un obispo estaba a la cabeza de una sociedad
de monjes, clérigos, maestros y estudiantes, además de los
servidores laicos que demandaba semejante organización
eclesiástica.
Esta parálisis en la evolución de la ciudad occidental
se superó ya en el siglo xi. Cuando cedió la presión de los
árabes, el Mediterráneo se abrió de nuevo a los navegantes
europeos, lo que hizo posible la reanudación del comercio

22
Cfr. su libro Las ciudades de la Edad Media (Madrid, 1917), 7 ss.

153
Danilo Cruz Vélez

entre Oriente y Occidente y una formidable reanimación


de los puertos mediterráneos y de las ciudades del interior
conectadas con ellos. Entonces se inició un movimiento
migratorio de signo contrario. El campo quedó abando-
nado y la población retornó a las ciudades, en las cuales
comenzaron a florecer la industria y el comercio, y donde,
frente al señor feudal solitario en su castillo en el campo
y frente al obispo recluido en su palacio en la ciudad, se
afirmó enérgicamente el ciudadano, es decir, el burgués
como el amo en el ámbito urbano. Esta clase, la burguesía,
desarraigada de la tierra, que produce una nueva economía
basada en la venta y en la producción de valores de cambio
para la cual lo más importante era el dinero, es la clase que
va a dirigir la evolución de la ciudad en la Edad Moderna.
Al espíritu mercantilista de la burguesía vino a agre-
garse en el siglo xvii la ciencia físico-matemática y, en los
tiempos posteriores, la nueva técnica salida de ella, todo
lo cual hizo posible en Occidente una tremenda explo-
sión urbana. Decisivo en el proceso que llevaba a ella fue
también el surgimiento del comercio mundial gracias a
los mercados ultramarinos, abiertos por el descubrimien-
to del Nuevo Mundo y de nuevos mares. Finalmente, en
el siglo xix se sumó a lo anterior la fe en el progreso: la
fe ciega en el avance indefinido de la ciencia y la técni-
ca y en el continuo mejoramiento, mediante ellas, de las
condiciones de vida del hombre. De todo esto resultó la
sociedad industrial, de la que la sociedad de consumo es
una consecuencia necesaria. Otro resultado fue la mega-
lópolis actual. Pues como los aparatos, las máquinas y los

154
El misterio del lenguaje

servidos que ofrecía dicha sociedad eran accesibles sobre


todo en los grandes centros de población, la urbe gigante se
convirtió en la promesa de un nuevo Paraíso en la Tierra,
y siguió creciendo cada vez más, impulsada por el éxodo
masivo de los campesinos hacia ella buscando la felicidad.
La megalópolis presenta la última etapa de la evolu-
ción de la pólis de los griegos. Como vimos, en su prime-
ra etapa hay un equilibrio perfecto entre la naturaleza y
la ciudad. En la última etapa, la ciudad se vuelve sobre sí
y le da la espalda a su marco natural. El campo desapare-
ce de su horizonte. Tal movimiento de repliegue sobre sí
misma es un movimiento de liberación. La ciudad se des-
liga de los vínculos que la mantenían atada al campo, para
convertirse en una ciudad in se, absuelta de toda vincula-
ción. Por eso Spengler lo llama die absolute Stadt, la ciudad
absoluta23. Este título nos hace pensar en el yo absoluto de
la metafísica moderna, el cual no admite fuera de sí nada
que pueda tener su mismo rango ontológico, pues él pre-
tende ser el fundamento absoluto de todas las cosas. Fren-
te a la megalópolis, en efecto, el campo pierde su propio
ser y recibe el que ella le ofrece. El campo es entonces sólo
el proveedor de los alimentos y de la energía que necesita
la gran ciudad. Esta se encierra en sí misma; su horizon-
te es un horizonte urbano de hierro y cemento, sus sím-
bolos supremos; y todo cuanto toca del mundo natural
se le transforma en sustancia urbana: la tierra, en el solar

23
Oswald Spengler, Der Untergang des Abendlandes (Múnich: Beck,
1969), 673.

155
Danilo Cruz Vélez

para la construcción; los ríos, en energía hidráulica o en


basureros; los restos de vegetación, en «zonas verdes»,
rodeadas de redes de servicios y de vías de circulación, o
en el parque domesticado y polvoriento que se muere de
sed entre dos avenidas.
En esta ciudad de espaldas al campo, la naturaleza
viviente no se borra del todo. Pero lo que la gran ciudad
tolera de ella tiene una existencia precaria. A veces, aparece
aquí y allá, mas sólo como las gaviotas en los parques en el
poema de Luis Cernuda, arrojadas por «un viento de infor-
tunio» en un mundo extraño que les niega un espacio:
Dueña de los talleres, las fábricas, los bares
todas piedras oscuras bajo un cielo sombrío,
silenciosa a la noche, los domingos devota,
es la ciudad levítica que niega sus pecados.
El verde turbio de la hierba y los árboles
interrumpe con parques los edificios uniformes,
y en la naturaleza sin encanto, entre la lluvia,
mira de pronto, penacho de locura, las gaviotas.
¿Por qué, teniendo alas, son huéspedes del humo,
el sucio arroyo, los puentes de madera de
[estos parques?
Un viento de infortunio o una mano inconsciente,
de los puertos nativos, tierra adentro las trajo.
Lejos quedó su nido de los mares, mecido
[por tormentas
de invierno, en calma luminosa los veranos.
ahora su queja va, como el grito de almas
[en destierro.
Quien con alas las hizo, el espacio les niega.
(«Gaviotas en los parques»)

156
El misterio del lenguaje

Pero el habitante de la gran ciudad, el megalopolítes,


también se transforma. Simultáneamente con ella, pier-
de sus raíces naturales. El marco rural del ámbito urbano,
parte del escenario de la instalación del hombre en el mun-
do, se le desvanece. Y como su vida se desenvuelve entre
cemento, hierro, aparatos, máquinas de diversa índole y
automotores, sus instintos y sus sentidos se atrofian. En
él lo que prima es la inteligencia, la razón, la facultad cal-
culadora, que es todo lo que necesita para moverse en un
mundo artificial.
El habitante de la gran ciudad se convierte en lo que
Spengler llama el «nómade intelectual»24, el hombre
que no se siente atado a nada, que puede cambiar de Esta-
do, de ciudad o de barrio sin el menor menoscabo de su ser,
porque esté donde esté, allí estará siempre alentado en un
medio que le es conocido y familiar, en el medio creado por
él mismo mediante su inteligencia como una red invisible
de esquemas, símbolos, convenciones y artificios mentales de
toda índole, los cuales le permiten cuantificar todas sus
relaciones con la realidad y someterlas a cálculo y medida.
En la gran ciudad, el hombre no solamente pierde sus
raíces en la naturaleza. En la megalópolis tampoco pue-
de arraigar en sentido estricto, quizás porque no hay más
raíces que las naturales. De ahí que parezca casi siempre
como flotando o ingrávido de aquí para allá en una agi-
tación incesante.

24
Spengler, Der Untergang des Abendlandes, 661, 674.

157
Danilo Cruz Vélez

Georg Simmel explicó por primera vez este fenómeno


en su ensayo Die Grosstädte und Geistesleben (1903), donde
pone en claro la estructura de la vida anímica del habitan-
te de las grandes urbes, comparándola con la que se confi-
gura en las formas de vida de la existencia lugareña y rural.
Según Simmel, el fundamento psicológico del pre-
dominio de lo meramente intelectual en el habitante de
la gran ciudad es la «intensificación de la vida nervio-
sa», causa de su desarraigo, con lo cual alude a un rasgo
característico de su vida anímica: en ella, el curso de las
impresiones oriundas del mundo exterior es inesperado,
abrupto, atropellado y siempre cambiante, y produce por
ello una aglomeración desordenada de imágenes que impi-
de el establecimiento de relaciones firmes, claras y estables
con la realidad.
En esto se diferencia el habitante de las grandes urbes
del habitante de las pequeñas ciudades, de los pueblos y del
campo, en el cual el mundo circundante está enlazado indi-
solublemente con el núcleo más íntimo de la personali-
dad, gracias a una vida anímica más quieta, a la persistencia
de las impresiones, a la regularidad habitual del decurso de
estas y a la lentitud de su ritmo, lo que hace posible que
el alma, en lugar de estar moviéndose sin reposo de un
objeto a otro y de una impresión a otra, se sienta siempre
llena de algo firme y duradero y unida a las cosas median-
te los sentimientos y con lazos afectivos, y no a través de
esas construcciones mentales a que tiene que recurrir el
megalopolítes, para poder remediar su desarraigo y para
reconstruir su relación con el mundo.

158
El misterio del lenguaje

La evolución descrita de la ciudad no ha sido capricho-


sa. En ella se rompió ciertamente el equilibrio originario
entre la ciudad y el campo, pero siguiendo una tendencia
esencial del hombre: la tendencia a rechazar la naturaleza
invasora, de la cual salió para constituir su propio mundo,
pero a la cual tiende siempre a regresar, corriendo el peli-
gro de confundirse de nuevo con la planta y el animal en
la pradera, en la selva o en el pantano.
La última etapa en la evolución de la ciudad es la mega-
lópolis. Pero esta sigue viva y evolucionando. ¿Hacia dón-
de? En dirección de la autodestrucción. En ella ya no hay
posibilidades que le permitan dar un salto cualitativo y
transformarse en otra cosa. La única posibilidad esencial
que le queda es la muerte. En el sistema de los servicios
públicos, en las comunicaciones, en el transporte, en las
condiciones ecológicas, etcétera, le surgen problemas que
cada vez serán más graves, hasta que llegue el momento
en que se conviertan en verdaderas aporías, en situaciones
problemáticas sin salida.
Hasta aquí no hemos tenido en cuenta la ciudad his-
panoamericana, porque este es un caso anormal y requie-
re, por ello, un tratamiento aparte. La anormalidad de la
ciudad hispanoamericana proviene de su origen colonial.
Respecto a su relación con el campo, dicha anormalidad
es evidente.
El colonialismo se caracterizó, de parte del substrato
cultural encontrado por los españoles en América, por la
falta de una recepción adecuada de la cultura extraña que
se superponía a dicho substrato; y de parte del colonizador

159
Danilo Cruz Vélez

español, por el desprecio de ese substrato y por el ánimo


de ignorarlo o de destruirlo cuando no lo podía ignorar.
Por eso nuestra cultura colonial no fue una cultura nueva,
resultado de la simbiosis de dos culturas, sino la cultura
española transterrada. No nació, pues, en la tierra ameri-
cana, sino que fue implantada en ella como un producto
ya hecho. Esto se ha observado con frecuencia respecto
al lenguaje, a la religión, a las instituciones jurídicas, a la
filosofía, al arte y a la literatura. Pero no se había llamado
la atención sobre ello en relación con nuestras ciudades.
Ahora este vacío ha sido llenado por José Luis Romero con
su libro Latinoamérica: las ciudades y las ideas.
La ciudad fundada por los españoles en América no
era una ciudad americana, sino una ciudad española. Surge
de la cabeza del conquistador, que la erige sin importarle
nada de lo que le rodea. «Se fundaba —dice Romero—
sobre la nada. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre
una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se
daba por inexistente. La ciudad era un reducto europeo
en medio de la nada»25.
Esto explica la ausencia del campo en nuestra vida
colonial, que fue predominantemente urbana. Esto explica
en gran medida la actitud del hispanoamericano frente a la
naturaleza. No hay otro hombre con un sentimiento de
la naturaleza tan débilmente desarrollado como el suyo.
Comparado con el alemán, por ejemplo, que, aunque esté

25
José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (Buenos
Aires: Siglo xxi, 1976), 67.

160
El misterio del lenguaje

perdido en la gran urbe, siempre busca una salida hacia


sus bosques, hacia sus lagos y ríos, el hispanoamericano
es un citadino constitucional, siempre encerrado en sus
ciudades horribles.
Esta falta de enraizamiento en su contorno natural
es quizás la causa del crecimiento rápido y caótico de las
grandes ciudades hispanoamericanas. Pero el prestissimo
de su desarrollo comienza a partir de la gran crisis econó-
mica de 1930, la cual intensifica el éxodo del campo hacia
la ciudad. Dicho crecimiento se hace eruptivo, y rompe
todos los marcos naturales de la ciudad. Los lindes de esta,
que antes eran frecuentemente el bosque y el río, se borran.
Los cerros se cubren de barriadas miserables, carentes
de los servicios públicos más elementales. En lugar del cintu-
rón verde que antes rodeaba la ciudad, aparece el «cinturón
de la miseria», mescolanza de chozas hechas de latas, res-
tos de tablas, cajas de cartón y guaduas. En el interior de
la ciudad surgen barracas espectrales construidas cerca
de los basureros, en los baldíos o en los terrenos anegadizos.
Además, la megalópolis devora todos los restos de natu-
raleza que quedaban en ella. Los ríos y los riachuelos que
cantaban su canción de cristal por calles y parques se secan
debido al embalse de sus aguas para la central hidroeléctri-
ca o para el reservoir del acueducto, o se los hace desapare-
cer en el subsuelo para dar paso por encima a las avenidas.
La ampliación de las vías públicas destruye los parques y
jardines. Y, en general, las calles ya no se construyen para
los peatones sino para los vehículos. La ciudad entera se
pone al servicio de la circulación de ellos, como ocurre de

161
Danilo Cruz Vélez

modo impresionante en Caracas. Un urbanista colom-


biano decía, refiriéndose a Bogotá, otro de los monstruos
urbanos: «La ciudad es una gran estructura de circulación
vehicular. No es una ciudad de hombres. Es una ciudad de
vehículos, de aire viciado y de intenso ruido»26.
La megalópolis, como ya dijimos, es el resultado del
desarrollo de una tendencia esencial del hombre. Pero,
desde el punto de vista de lo que Aristóteles llama el fin
último de la ciudad, es indudablemente un producto malo-
grado. Aristóteles establece claramente en la Política dicho
fin último. Allí dice que la ciudad surgió por necesidades
naturales; pero que existe para eu zen27. Esta expresión eu
zen se ha traducido deficientemente por «vivir bien», y
el adverbio «bien» se ha interpretado, también deficien-
temente, en un sentido moral. La partícula griega eu no
tiene siempre tal sentido. Más frecuentemente expresa lo
logrado, lo no fallido, lo perfecto, lo que resulta bien. Este
es el sentido que tiene en el texto de Aristóteles. De mane-
ra que el eu zen significa aquí el vivir como debe vivir el
hombre de acuerdo con su esencia. El fin último de la ciu-
dad es, por tanto, hacer posible el ser pleno del hombre,
su desarrollo en todas sus dimensiones esenciales. Pero la
megalópolis es contraria a este fin. Ella mutila al hombre:
le atrofia los órganos naturales que lo mantenían unido a la
madre naturaleza y le hipertrofia la inteligencia, la razón,

26
Luis Raúl Rodríguez, El desarrollo urbano en Colombia (Bogotá:
Ediciones Universidad de los Andes, 1967), 51.
27
Aristóteles, Pol., i, 2, 1252, b 31.

162
El misterio del lenguaje

la facultad de cálculo, destinadas más bien a destruirla.


Hace posible, además, esas formas de existencia marginal
e infrahumana de que hablamos antes.
Ahora bien, es muy probable que la megalópolis esté
condenada a desembocar en un callejón sin salida. Pero
el hombre no tiene que correr necesariamente la misma
suerte. El hombre puede elegir caminos que lo saquen al
campo libre. Estos caminos se vienen buscando desde hace
algún tiempo. Se ha postulado, verbigracia, una ética basa-
da en el principio de la veneración de la vida universal, con
la cual se debería unificar el hombre, si quiere superar su
existencia mecanizada en la sociedad actual. También se
ha esbozado una ética destinada a controlar el «demonis-
mo» de la técnica, para evitar que esta convierta al hombre
en un esclavo de las máquinas y en un mero instrumento
de la producción industrial masiva. La ecología, por otra
parte, está empleando todos los recursos disponibles para
preservar el tan deteriorado habitat del hombre.
Y arquitectos y urbanistas no se cansan de llamar la
atención sobre las potencias negativas que amenazan con
destruir nuestras ciudades.
Pero todos estos afanes del pensamiento, de la ciencia,
de la técnica y del buen gusto serán infructuosos mientras
el hombre no reconstruya su relación viva con la natura-
leza. Y esto sólo lo logrará abriéndose emocionalmente a
ella. Si la relación tiene un carácter predominantemente
vital, no se puede reconstruir por medio de la razón, de
la inteligencia o de la voluntad. Aquí lo que decide es el
corazón. Sólo por actos de amor se puede conquistar dicha

163
Danilo Cruz Vélez

relación. Pero esto tiene que ser aprendido y enseñado. En


semejante enseñanza los poetas han solido prestar un buen
servicio. Ejemplo de ello fueron los románticos alema-
nes a fines del siglo xviii, los cuales enseñaron a sus con-
temporáneos a vivir de nuevo la naturaleza, que se había
ocultado a la mirada bajo la acción de un racionalismo a
ultranza. En nuestro tiempo, Azorín hizo lo mismo con
nosotros. En sus libros Los pueblos y Un pueblecito —tes-
timonios del poderío de la palabra poética para sacar a la
luz lo que está oculto— aprendimos a amar de nuevo el
campo y los valores de la vida rural.
Y en general, independientemente de lo anterior, el
fomento del amor a los pueblos puede ser también un
camino para conquistar la relación viviente del hombre
con la naturaleza. La naturaleza está en ellos como cam-
po. Esto se puede vivir en cualquiera de nuestros encanta-
dores pueblitos que tiritan de frío cerca de los páramos, o
se cuelgan de las vertientes de la cordillera, o sueñan a las
orillas de los ríos. En ellos, el marco del pueblo es un cin-
turón de árboles, a veces visible desde la plaza o desde la
torre de la iglesia. Su contorno son montes y praderas. El
humo de las casas del pueblo se enreda en los árboles del
camino real o de la carretera. En las lindes del pueblo las
callejas se dan un abrazo con los caminos que vienen de los
potreros, de los sembrados y del bosque. A veces un tur-
pial extraviado, que vuela del campo a la mata de plátano
en el patio de una casa urbana, une en su melodía el mon-
te y el poblado. Los animales domésticos circulan entre el
campo y el pueblo como si se tratara del mismo espacio.

164
El misterio del lenguaje

La relación entre el pueblo y el campo es de concor-


dia, no de dominación y de subordinación. Mientras que
la gran ciudad le impone al campo sus leyes, el ritmo de
producción, los precios, además de explotarlo y contami-
narlo, el pueblo se abre a él, se deja determinar por él, en
suma, se hace campesino. Esto se refleja en el hombre del
pueblo. No es un nómade en un desierto de cemento y de
hierro, como le ocurre al habitante de la megalópolis, sino
que está enraizado en la naturaleza de modo viviente. Casi
siempre, el habitante del pueblo vive en el casco urbano y
trabaja en el campo. Cuando se levanta por la mañana, ya
tiene su mente y su corazón puestos en el campo; y cuan-
do regresa por la tarde al pueblo, trae el campo en la sue-
la de los zapatos, en el olor de su traje, en el color de sus
manos y de su rostro.
Aquí también es necesaria la pedagogía. Hay que ense-
ñar a amar y a ver los valores peculiares de la vida en el
pueblo, pues la atracción deslumbradora que ofrece la
gran ciudad ha producido una ceguera para ellos. Esta es
tan tenaz, que hasta los que se quedan en el pueblo y no
emigran, los desconocen o los desdeñan, pues se desviven
por la megalópolis, que les llega a la casa a través de la tele-
visión, la radio y el periódico.

165
§§ ix. Max Scheler y
las ideas éticas del
padre Wojtyla

En comparación con otros campos de la filosofía,


en la Época Moderna y en nuestros días resultan muy esca-
sas las grandes obras sobre los problemas morales. Después
de la Crítica de la razón práctica y de la Fundamentación de
la metafísica de las costumbres, en las que Kant logra al fin
convertir el saber sobre la moralidad en un sistema bien arti-
culado y fundamentado, la obra más original y de mayor
vuelo en este respecto es El formalismo en la ética y la ética
material de los valores, de Max Scheler, con la cual la fenome-
nología, preocupada en sus comienzos predominantemente
de problemas lógicos, psicológicos y de teoría del conoci-
miento, entra en la escena filosófica destruyendo, renovando
y abriendo nuevos caminos en el campo de la ética.
Esta obra se publicó originariamente en el Anuario
de filosofía e investigación fenomenológica, fundado por
Edmund Husserl como órgano de difusión del movimiento
fenomenológico. La primera parte apareció en la entrega
de 1913 de dicho Anuario, con la cual este inició su vida;
la segunda parte, en la entrega de 1916.

167
Danilo Cruz Vélez

La obra tuvo un éxito fulminante desde su primera


aparición. Pero cuando la buena estrella de Scheler llega a
su mayor altura es en 1926, año en que sale a la luz públi-
ca la Ética de Nicolai Hartmann, uno de los corifeos de la
Escuela Neokantiana de Marburgo, quien se había pasado
a las filas de la fenomenología, seducido justamente por el
genio de Scheler. Ya en las primeras páginas, Hartmann
declara sin ambages que su obra es una sistematización de
los grandes hallazgos que Scheler había dejado esparcidos
rapsódicamente en El formalismo en la ética y la ética mate-
rial de los valores. Además, le asigna a su autor un puesto
preeminente en la historia de la ética de la Época Moderna.
En su opinión Scheler había logrado alcanzar plenamente
las metas que se habían propuesto Kant y Nietzsche, las
dos más grandes figuras en dicha historia.
A pesar de que en la obra de Scheler de lo que se tra-
ta es, como lo indica su título, de destruir el formalismo y
el racionalismo que le habían permitido a Kant construir
una ética a priori, lo fundamental según Hartmann en El
formalismo en la ética y la ética material de los valores es,
de acuerdo con sus propias palabras, «el cumplimiento de
dicho apriorismo, que constituye ya en Kant lo esencial del
asunto»28. Scheler siguió un camino diferente del segui-
do por Kant. Su tarea original fue la comprobación de la
objetividad del reino de los valores y de la legitimidad de
la intuición emocional pura para su captación. Pero esto le
permitió fundamentar un apriorismo moral. Pues ambas

28
Nicolai Hartmann, Ethik (Berlín: Walter de Gruyter, 1949), v.

168
El misterio del lenguaje

conquistas le permitieron establecer una esfera objetiva,


para construir sobre ella un sistema de normas morales a
priori, enraizado en el reino de los valores y en sus leyes,
no en la razón pura práctica, es decir, en la subjetividad,
como ocurría en la ética de Kant.
Por otra parte, a pesar de que Nietzsche niega de ple-
no toda objetividad de los valores, haciéndolos brotar de
la cambiante subjetividad humana, él es para Hartmann
el verdadero descubridor de la «rica plenitud del cosmos
ético»29, concebido como un reino de los valores. Y, en
su entender, la hazaña de Scheler se redujo a tomar posi-
ción de dicho reino, para salvarlo, contra el subjetivismo
nietzscheano, fundamentando su ser objetivo, describién-
dolo minuciosamente, fijando su orden jerárquico, esta-
bleciendo las leyes axiológicas que lo rigen y derivando de
él, en oposición al formalismo de la ética kantiana, com-
puesta de unos imperativos vacíos y ajenos a la vida real,
un conjunto de normas morales a priori, pero llenas de
contenidos valiosos, que el hombre debe incorporar en
su vida, si quiere vivir moralmente.
Con todo, la buena estrella de la doctrina ética de Sche-
ler comenzó a descender en 1927, cuando, en el mismo
Anuario de filosofía e investigación fenomenológica que había
publicado El formalismo en la ética y la ética material de los
valores, apareció Ser y tiempo de Heidegger, discípulo y asis-
tente de Husserl. Heidegger le da allí, contra las intenciones
de su maestro, una nueva orientación a la fenomenología, en

29
Hartmann, Ethik, vi.

169
Danilo Cruz Vélez

la cual los valores comienzan a perder el puesto central en


filosofía que les había dado Scheler.
Pese a ello, los intentos de restauración de la ética axio-
lógica y de hacerla fructificar en otros campos, principal-
mente en la filosofía jurídica y en la filosofía de la religión,
no cesaron hasta hace poco tiempo. Uno de esos intentos se
encuentra en un pequeño libro, compuesto por el entonces
padre Karol Wojtyla y publicado en 1951, en el cual se estu-
dia la relación de la ética axiológica con la ética cristiana.
A este escrito se le ha prestado muy poca atención, a pesar
de que su autor ha llegado a ser después una figura histó-
rica universal, al convertirse en el guía supremo del mun-
do católico. ¿Se debe semejante desatención a que la ética
axiológica ha perdido su vigencia o a que la ética cristiana
ha perdido el poder de convicción que tuvo en otro tiempo?
El librito del padre Wojtyla viene circulando en espa-
ñol bajo el título de Max Scheler y la ética cristiana30. Este
título es una abreviatura, hecha por el traductor, del título
original polaco, el cual expresa más exactamente el tema de
la obra: Ocena mozliwosci zbudowania etyki chrześcijańskiej
zatoźeniach systemu Maksa Schelera, «Evaluación de las
posibilidades de construir una ética cristiana basada en el
sistema de Max Scheler».
El padre Karol Wojtyla ya se había doctorado en Roma
en la Universidad Pontificia de Santo Tomás de Aquino,
y no tenía ninguna otra aspiración que la de ser un sim-
ple profesor de filosofía y un escritor. Gracias a su trabajo

30
Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1982.

170
El misterio del lenguaje

sobre Scheler, recibió la venia legendi de la Universidad


Jaguelónica de Cracovia. En el seminario de esta ciudad
enseñó después ética social. Por este tiempo escribió tam-
bién poesía y compuso dos obras dramáticas: El hermano
del Señor y El taller del orfebre.
Max Scheler había muerto en 1928, a la edad de cin-
cuenta y tres años, al final de una rauda y tormentosa carre-
ra por la vida, y cuando comenzaba al fin a configurar su
sistema filosófico. El fundamento de este sistema iba a ser
una Antropología filosófica, cuya inminente publicación
anunciaba ya en 1926 en el prólogo a la tercera edición de
El formalismo en la ética y la ética material de los valores 31.
Dicho libro no se publicó en vida del autor, y sólo vino a
ver la luz pública en 1987, editado por Manfred S. Frings
en el marco de la publicación de sus Obras póstumas32.
De suerte que el padre Wojtyla no pudo conocer dicha
Antropología filosófica cuando escribió su libro, es decir,
no conoció el fundamento del sistema de Scheler. Pero sí
conoció muy bien un fragmento de dicha obra, el cual le
sirvió a Scheler de texto para una conferencia dictada en
1927, un año antes de su muerte, en la Escuela de Sabidu-
ría que dirigía en Darmstadt el Conde de Keyserling. Este
texto fue publicado en el año siguiente bajo el título de El
puesto del hombre en el cosmos, un escrito muy leído en el

31
Max Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale
Wertethik (Bern: Francke, 1954), 17.
32
Max Scheler, Philosophische Anthropologie, Schriften aus dem
Nachlass (Bonn: Manfred S. Frings, 1987).

171
Danilo Cruz Vélez

mundo hispánico en la traducción de José Gaos que publi-


có la editorial de la Revista de Occidente en 1929.
Ahora bien, en esta obra Scheler aparece como una nega-
ción radical de todo lo que el padre Wojtyla representaba: la
tradición cristiana de Occidente, la Iglesia católica, la filoso-
fía escolástica… Baste recordar que Dios es allí un Dios en
devenir; es decir, no un ser absoluto y perfecto creador de
todas las cosas, sino un ser imperfecto que se está haciendo en
un esfuerzo incesante por armonizar dos potencias antagó-
nicas, que son sus atributos fundamentales: el impulso irra-
cional y ciego y el espíritu, armonización que sólo comienza
a lograrse con la aparición del hombre, en cuya historia la
compenetración de los dos atributos se hace posible, hacién-
dose así posible igualmente la realización de Dios.
Como se ve, Scheler está aquí muy lejos de ese Dios
personal, trascendente, puramente espiritual y perfecto que
el cristianismo había instalado en el centro del acontecer
histórico de Occidente. Por ello sorprende la pregunta del
padre Wojtyla por las «posibilidades de fundar una ética
cristiana basada en el sistema de Scheler», pues su único
sistema filosófico es el anunciado por él en 1926 en el pró-
logo a la tercera edición de El formalismo en la ética y la
ética material de los valores como un sistema basado en su
Antropología filosófica en preparación, y de la cual es una
parte esencial El puesto del hombre en el cosmos, un escrito
muy conocido en todas partes desde 1929.
Hay que presumir, pues, que lo que el padre Wojtyla
llama el «systemu Maksa Schelera» se refiere a uno que
él supone existente en El formalismo en la ética y la ética

172
El misterio del lenguaje

material de los valores, una obra que sí da pie para una


confrontación de la ética de los valores y la ética cristiana.
Aunque con ella Scheler se incorpora al movimiento feno-
menológico, después de haber pertenecido al neokantismo
en sus comienzos en Jena, dicha obra es representativa de
su llamado periodo católico, en el cual logró formar una
escuela de filosofía católica inspirada en su pensamien-
to, la que contó con representantes de algún rango como
Dietrich von Hildebrand y Johannes Hessen.
Lo que se propuso Scheler en su temprana obra fue des-
truir el formalismo ético de Kant y, con ayuda del método
fenomenológico, referir de nuevo la vida moral del hombre
a los contenidos valiosos en que casi siempre se había basa-
do la ética antes de que Kant los desterrara de ella.
Kant rechaza tales contenidos —la bondad, el amor al
prójimo, la compasión, la honradez, la felicidad, la salva-
ción, etcétera— por miedo al relativismo. En su entender,
todos los valores, los bienes y los fines poseen una validez
cambiante y siempre relativa a los individuos y grupos.
Lo cual haría imposible la constitución, apoyándose en
ellos, de una ética a priori y de validez universal, que, según
él, debe ser una ética pura, es decir, purificada de todo
contenido «material», y estar compuesta de mandatos
totalmente formales y vacíos, que no digan qué se debe hacer,
qué valor o fin se debe perseguir, sino cómo se debe obrar
para que la acción en cada caso pueda ser considerada
como buena. Este carácter de su ética aparece claramente, como
se sabe, en lo que él llama la «ley fundamental de la razón
pura práctica», la cual dice: «Obra de tal modo que la

173
Danilo Cruz Vélez

máxima de tu voluntad pueda servir siempre, al mismo


tiempo, como principio de una legislación universal».
La gran hazaña de Scheler consistió en introducir
orden y legalidad en esos contenidos valiosos, que a los
ojos de Kant eran algo caótico y menesteroso de la orga-
nización y regulación que impone la razón. Ellos forman,
según Scheler, un reino de valores objetivos, independien-
tes del hombre e inaccesible por los caminos de la razón.
Su orden es un ordo amoris que no impone sino que des-
cubre en ellos la «lógica del corazón» pascaliana, es decir,
una lógica imperante en la esfera de las emociones y los
sentimientos. No son, pues, un reino del capricho y de la
arbitrariedad, sino un dominio especial de la realidad muy
bien ordenado y que ofrece un suelo suficientemente firme
para construir en él una ética rigurosa y a priori.
Un signo de dicho orden es la escala jerárquica de los
valores, sobre la cual construye Scheler toda su ética. Con-
forme a su jerarquía, que se vive en los actos emocionales
del preferir y postergar a que dan origen los sentimientos de
amor y de odio, los valores están entre sí en relaciones
de rango. El rango más bajo lo poseen los valores de lo sen-
sible —de lo agradable y de lo desagradable—; por enci-
ma de estos están los valores vitales —sano y enfermo—;
después siguen, con un rango cada vez más alto, los valores
intelectuales —verdadero y falso—, los estéticos —bello y
feo— y los valores religiosos —santo y profano—. Estos
últimos son, según Scheler, los más elevados de rango.
Como se ve, los valores morales —bueno y malo— no
aparecen en la escala jerárquica. Esto se explica porque ellos

174
El misterio del lenguaje

no existen por sí como los otros valores, sino que surgen en


los actos del preferir y postergar dentro de la escala y en las
acciones humanas correspondientes. Su único portador es,
por tanto, la persona humana. Pero son objetivos, porque
resultan de la estructura objetiva de la escala jerárquica.
La persona es buena cuando obra de acuerdo con ella, es
decir, cuando prefiere un valor positivo y superior —ver-
bigracia, cuando prefiere el valor de la buena salud al del
placer sensible—; y es mala cuando su acción ha sido deter-
minada por un valor negativo o por un valor inferior den-
tro de la escala —como cuando prefiere el valor negativo
de la falsedad al valor positivo de la verdad o cuando pre-
fiere el valor inferior de la utilidad al de la belleza—. Y el
perfeccionamiento moral de la persona va aumentando
gradualmente a medida que va ascendiendo en la escala,
hasta llegar a la suma perfección, cuando se pone bajo el
signo de los valores religiosos, y se acerca a Dios, hacién-
dose semejante a él.
Scheler dice que la escala de los valores tiene una validez
a priori y permanente y que, por ello, debe funcionar como
un marco fundamental de la ética material de los valores.
Pero esto no le impide dedicarle una gran atención al fenó-
meno de las variaciones del ethos a lo largo de la historia. En
su entender, dichas variaciones no conducen a un relativis-
mo moral, pues son más bien expresiones de un perspecti-
vismo necesario, dada la finitud del hombre, que le impide
captar desde un comienzo y de una vez el reino entero de los
valores y las leyes esenciales que los rigen, lo cual le impo-
ne la ardua tarea de ir conquistándolo en un largo proceso

175
Danilo Cruz Vélez

histórico, lleno de ensayos fallidos y de rodeos incesantes.


Como potencias promotoras en este campo, Scheler estudia
algunos genios de la valoración, gracias a los cuales se pro-
ducen las grandes transformaciones del ethos, convirtiéndo-
se de este modo en modelos y guías de la humanidad. Uno
de ellos, según él, es Jesucristo, a quien llama un «genio del
corazón», y cuyo Sermón de la Montaña considera como
el testimonio del cambio más radical y decisivo en la histo-
ria del hombre.
No cabe la menor duda de que Scheler se mueve aquí
en el horizonte del cristianismo, a pesar de emplear en sus
estudios sobre la moralidad el método fenomenológico
y de estar firmemente instalado en la filosofía de nuestro
tiempo. De ahí que no se puede negar que, la pregunta del
padre Wojtyla sobre «las posibilidades de construir una
ética cristiana basada en el sistema de Scheler» sí tiene
pleno sentido. Sin embargo, la respuesta a esta pregunta
es resueltamente negativa. El padre Wojtyla desconfía de
las audaces ideas de Scheler. Sobre todo, siente miedo
de abandonar la moralidad del hombre a ese medio sutil y
voluble de las valoraciones, emociones y sentimientos. Este
es el mismo miedo que había impulsado a Kant a buscar
un suelo más firme para ella. Pero el suelo que encuentra
el padre Wojtyla no es el de la razón pura práctica de Kant,
sino el de «las fuentes originales de la ética cristiana»,
que en su entender son la palabra revelada en los escritos
bíblicos, la tradición doctrinal de la Iglesia católica y la fe.
Se comprende de suyo que, instalado en este suelo, el
padre Wojtyla no podía considerar la filosofía moral de

176
El misterio del lenguaje

Scheler como adecuada para fundar en ella una ética cris-


tiana. Así, por ejemplo, la interpretación scheleriana del
fenómeno del seguimiento de Jesús le parece una desvia-
ción errónea de las enseñanzas bíblicas. A la luz de estas,
Jesús es, en su opinión, realmente el maestro y el modelo
por excelencia, pero no por ser un «genio del corazón»,
sino por ser el camino, la verdad y la luz de toda existencia
humana; y su perfección no radica en un ethos determi-
nado que sirva de marco de su vida, sino en su divinidad,
por cuanto es un representante de Dios en la tierra; y sus
discípulos y seguidores no van en pos de él porque sea un
«ideal racional», esto es, por tender a un sistema especial
de valores, sino porque es un «ideal real», un ideal que
radica en la persona misma de Jesús y sólo en ella.
Por otra parte, el ethos cristiano, según el padre Wojtyla,
no se puede fundar en una articulación determinada de
los valores lograda en un largo proceso histórico lleno
de variaciones, tropiezos y fracasos. Dicho ethos es, al con-
trario, el que resulta de la enseñanza definitiva de Jesús y
sus discípulos. Es, por tanto, un ethos invariable y dado
de una vez por todas. Y Jesús no es un personaje histó-
rico como cualquier otro, que articula un nuevo sistema
de valores, sino la perfección misma y la fuente de toda
valoración moral. Lo que él enseña, verbigracia, el amor
al enemigo, la sinceridad, el amor a la pobreza, la pureza,
etcétera, son emanaciones de su propio ser, no valores des-
cubiertos por él.
En suma, para el padre Wojtyla la ética cristiana no es el
resultado histórico de las conquistas en el orden axiológico

177
Danilo Cruz Vélez

llevadas a cabo por genios de la valoración, como pensaba


Scheler, sino un sistema de principios basados en un orden
sobrenatural, cuyo último fundamento es Dios. Este aserto
no es más que una variación de las palabras de Jesús en el
Evangelio de San Lucas (18, 19): «Quid me dicis bonum?
nemo bonus nisi solus Deus», «¿por qué me llamas bueno?
Nadie es bueno sino sólo Dios».
Esta polémica del padre Wojtyla con Max Scheler nos
recuerda las luchas medievales entre los teólogos y los filó-
sofos. Pero lo que entonces le contraponía era la razón y
la fe, y de lo que se trata ahora es de la fe y la experiencia.
Scheler había intentado destruir, contra Kant, la razón
como fuente de las normas morales, para fundarlas en la
experiencia, en nombre de la cual había iniciado a princi-
pios de nuestro siglo el movimiento fenomenológico de
Husserl una nueva etapa de la historia de la filosofía. Este
es el sentido del lema de Husserl Zu den Sachen selbst, «a
las cosas mismas». Esto es: ¡lejos de las construcciones
de la razón basadas en supuestos y prejuicios sin com-
probar!; ¡atención sólo a la experiencia, fuente última de
toda intelección! Pero la experiencia de la fenomenología
no es la experiencia de los positivistas, basada unilateral-
mente en los datos de los sentidos, sino una experiencia
abierta a todo lo que ofrece la multiforme realidad a tra-
vés de todos los canales de recepción intuitiva que posee el
hombre. Husserl dirigió su atención predominantemente
a la intuición de la esencia de las cosas, a lo que él llama
«intuición eidética». Scheler amplió el campo de la expe-
riencia mediante la intuición de los valores y de sus leyes,

178
El misterio del lenguaje

mediante la «intuición emocional», e intentó introducir


orden en un reino muy difícil de conocer sistemáticamente.
El padre Wojtyla rechaza los valores y la intuición emo-
cional como base para construir una ética cristiana. Pero
también rechaza la razón como dicha base. Por ello, no
sólo rechaza al grupo de los pensadores católicos en torno
a Scheler, sino también a Kant y a Santo Tomás y toda la
tradición racionalista del tomismo desde la Edad Media
hasta nuestro tiempo. Con otras palabras: para resolver
el problema, le da la espalda a la filosofía y recurre a la fe.
Lo cual equivale a darle la espalda al problema, porque la
fe no resuelve los problemas filosóficos, sino que los salta
con pie ligero.
Pero con semejante salto los problemas no quedan
abandonados a nuestra espalda, sino que nos siguen aco-
sando. En nuestros días el problema de la moralidad se ha
exacerbado. Se ha exacerbado con la irrupción del nihilismo
y del inmoralismo, fenómenos históricos de nuestro tiempo
que tampoco se pueden esquivar ignorándolos. A causa de
la acción de esas potencias destructoras, el último intento
de fundamentar filosóficamente la ética, que fue el de Max
Scheler, se ha revelado como vano. Los valores, punto de
apoyo de la fundamentación, han resultado ser un último
vástago del gran árbol platónico, elementos del «mundo
de las ideas», que era un mundo más allá del nuestro. El
nihilismo y el inmoralismo son justamente el resultado,
según Nietzsche, de la pérdida de la fe en dicho trasmundo.
Ahora bien, si estamos condenados a contar sólo con
nuestro mundo y a renunciar al «reino de los valores»,

179
Danilo Cruz Vélez

y si tenemos que desasirnos de la ilusión del «otro mun-


do» y de la «otra vida» que nos ofrecía el cristianismo, la
fundamentación de una nueva ética se hace terriblemente
difícil. Pero, queramos que no, tenemos que empeñarnos
en ello, porque el hombre necesita un ethos y una ética para
poder existir plenamente como hombre. Mientras se logre
este empeño, tendremos que construir una «moral provi-
sional», como lo hizo Descartes cuando se derrumbó el
teocentrismo medieval. En épocas de crisis, cuando todo
se tambalea, tenemos que aprender a vivir sin supuestos,
sin ilusiones y sin perjuicios, pero de acuerdo con la dig-
nidad del hombre y con su ser peculiar.

180
§§ x. El nihilismo ruso

En ruso, el vocablo nihilismo aparece por primera


vez en Padres e hijos de Ivan Turgenev, quien lo tomó de
la lengua alemana, donde había sido acuñado por el filó-
sofo Jacobi en 1799. Con él se designa allí especialmente
el ideario del médico Basaror, que es el protagonista de la
novela. Pero en el fondo de esta podemos columbrar las
sombras siniestras de algunos conmilitones suyos, que
podemos considerar como los representantes del nihilis-
mo ruso. Hablando de ellos, otro de los personajes dice:
«Antes eran hegelianos, pero ahora son nihilistas»33. Lo
cual nos orienta sobre el camino seguido por el nihilismo
desde Alemania hacia el fabuloso imperio de los zares.
La novela Padres e hijos se publicó en 1861. Hegel había
muerto en 1831, y el hegelianismo que floreció después de
su muerte era ya un pasado liquidado. Pero, como se ve,

33
Citamos la traducción de R. Cansinos Assens de las Obras escogi-
das de Turgenev (Madrid: Aguilar, 1964), capítulo v.

181
Danilo Cruz Vélez

Hegel estaba aún presente en Rusia como el promotor del


nihilismo eslavo.
En boca de Turgenev el nihilismo no tiene el mismo
sentido que le da Hegel. Para este, el nihilismo es el nom-
bre de la metafísica en su punto de partida, en razón de
que, en su entender, ella no debe apoyarse al comienzo en
ninguna de las cosas cuyo ser pretende dilucidar, sino exclu-
sivamente en la nada —nihil—. Para el novelista ruso, en
cambio, el nihilismo es más bien un concepto socio-cultu-
ral, tal como lo había empleado el hegeliano de izquierda
Stirner: como un término para designar la crisis del siste-
ma de ideas y creencias del hombre moderno. Como se ve,
inclusive en este sentido del nihilismo, este es, aunque de
modo indirecto, un testimonio de la presencia de Hegel
en el mundo ruso, la cual se ampliará después, también
indirectamente, merced al influjo de otro representante
de la izquierda hegeliana, de Karl Marx, a través del cual
el hegelianismo llega a convertirse en un poderoso factor
de la historia rusa contemporánea.
Lo que nos interesa aquí, sin embargo, es el nihilis-
mo que entra en escena en la novela de Turgenev. ¿Cómo
ocurre esto? No se puede desconocer que lo que allí es
predominantemente ficción literaria refleja fenómenos de
la vida social y política rusa en la primera mitad del siglo
xix. Tampoco se puede ignorar la existencia en el «alma
rusa» de una cierta propensión a actitudes y conductas
que podríamos calificar de nihilistas. Testimonio de ello
es la figura del antiguo cosaco, cuyo temple anímico cono-
cemos gracias al Taras Bulba de Gogol. Con todo, tanto la

182
El misterio del lenguaje

palabra nihilismo como el aparato conceptual para captar


los fenómenos nihilistas llegaron a Rusia por el camino
del hegelianismo.
Turgenev, nacido en 1818, estudió de 1833 a 1836 en
Moscú y en San Petersburgo, pero en 1838 viajó a Berlín a
completar sus estudios. A su regreso a la patria, fue emplea-
do en un ministerio; pero cuando, por motivos políticos,
tuvo que dejar su puesto, volvió a Alemania, en 1847, y
pudo asistir de cerca en Berlín a la lucha entre los grupos
que se habían repartido la herencia de Hegel y a la esci-
sión de la izquierda hegeliana, protagonizada por Marx y
Stirner. Como queda dicho, su concepción del nihilismo
es afín a la de Stirner.
En Padres e hijos, a la par que entreteje la trama nove-
lesca, Turgenev va articulando su concepción del nihilis-
mo. Al comienzo de la novela, este no es más que el vago
sentido que brinda la etimología de la palabra. «Nihi-
lismo… —dice un personaje—, esto viene del latín nihil
—nada—, según creo recordar; probablemente, esa palabra
indica… que el nihilista no cree en nada»34. Pero ensegui-
da se dice más concretamente que el nihilista es una per-
sona que «nada respeta», que «a todo aplica un punto
de vista crítico», «que no acata ninguna autoridad, que
no tiene fe en ningún principio ni les guarda respeto de
ninguna clase, ni se deja influir por ellos»35.

34
Turgenev, Padres e hijos, capítulo v.
35
Turgenev, Padres e hijos, capítulo v.

183
Danilo Cruz Vélez

Como se ve, lo que Turgenev entiende por nihilismo


no tiene nada que ver con la metafísica. Su concepción
del nihilismo se nutre más bien de un cuestionamiento,
entonces en marcha, de los fundamentos de la sociedad y
del Estado, provocado por la pérdida de la fe en los valores
en que se venían apoyando desde comienzos de la Época
Moderna. Esto es lo que después llamará Nietzsche «el
derrocamiento de todos los valores» como rasgo defini-
torio del nihilismo. Para el nihilista no hay autoridad ni
principios ni leyes, porque en su opinión los valores que
les daban validez y legitimidad se han hecho caducos. Por
ello, lo que toca en tal situación histórica es negar radi-
calmente. «En los tiempos actuales —dice Bazarov— lo
más útil es negar»36. Y él niega implacablemente y con
furia. Niega la familia, la sociedad, el Estado, los princi-
pios morales y jurídicos, los usos y las costumbres impe-
rantes e inclusive niega las formas de la vida afectiva como
el respeto, la veneración y el amor. Del amor dice que no
es más que «romanticismo, absurdo, podredumbre, lite-
ratura»37. Y no solamente los principios de toda índole y
las instituciones de la vida privada y pública, sino también
la filosofía, la religión, el arte, la ciencia y la literatura caen
bajo la acción de esa fuerza aniquilante que anima a Baza-
rov, con lo que da cumplimiento a lo que había declarado
al comienzo de la novela: «Yo no creo absolutamente en

36
Turgenev, Padres e hijos, capítulo x.
37
Turgenev, Padres e hijos, capítulo vii.

184
El misterio del lenguaje

nada»38. Lo único ante lo cual se detiene la negatividad


de dicha fuerza es frente a la muerte. Al final de su vida,
en presencia de su próximo fin, dice Bazarov: «Fuerza,
fuerza; aún la conservo intacta, ¡y, sin embargo, tengo que
morir! Prueba a negar la muerte… Ella te niega a ti»39.
El nihilista fracasa ante la muerte. Sus sofismas y fala-
cias se estrellan contra esta roca de granito. Mediante ellos
es incapaz de convertir la muerte en una nada. La muerte
habita en la cercanía de la nada, y es anihilante. Pero posee
una presencia poderosa que me envuelve por todas partes,
que no puedo negar, y de la cual no puedo huir, no impor-
ta en qué dirección dirija mis pasos. «Voy pegado a mi
muerte como un pájaro al cielo», dice Vicente Huidobro
en el lenguaje de la poesía.
Lo anterior se explica por la función singular que tiene
la muerte en el ser entero del hombre, que se constituye en la
realización de una multiplicidad de posibilidades, una de
las cuales es la muerte misma. Pero esta es una posibili-
dad diferente de todas las demás. Con su cumplimiento,
llega el ser humano a su última meta, para desaparecer, lo
que no ocurre con las restantes. Pero mientras el hombre
existe, la muerte es una posibilidad permanente, que pue-
de realizarse en el momento menos pensado, y justamen-
te como lo que no ha sobrevenido aún, como posibilidad,
posee dicha presencia poderosa. Y, además, como tal es la

38
Turgenev, Padres e hijos, capítulo vi.
39
Turgenev, Padres e hijos, capítulo xxviii.

185
Danilo Cruz Vélez

condición de posibilidad de todas las otras posibilidades


que es el hombre. Prueba de ello es que cuando la muerte
sobreviene y se convierte en realidad, ya es imposible rea-
lizar cualquiera otra posibilidad, pues todas desaparecen.
Esta es la base ontológica de la concepción de la muerte
que tiene Bazarov —posteriormente, Turgenev, cuando con
los años comenzó a acelerarse su marcha hacia la muerte,
plasmó la misma concepción, refiriéndola a sí mismo, en
el impresionante poema en prosa «La vieja», escrito
en 1878—. El nihilista niega todo y convierte todo en nada,
salvo la muerte. La muerte está por encima del nihilismo.
No es como este una contingencia histórica, sino que está
presente como posibilidad en todo lo que el hombre hace
o emprende, y cuando se va a realizar en él, el nihilista se
da cuenta de que su actitud negativa y destructiva queda
negada y destruida por la muerte que sobreviene hacien-
do en adelante imposible toda empresa humana, inclusive
el nihilismo.
Una forma del nihilismo semejante a la anterior se
encuentra más tarde en las novelas de Dostoyevsky. Este,
sin embargo, no era un «occidentalista» como Turgenev,
sino un «eslavófilo» firmemente enraizado en su mundo
propio. Por eso el nihilismo que él describe es típicamente
ruso. Cuando se le preguntó de dónde venía el nihilismo,
respondió: «No viene de ninguna parte. Todo el tiempo ha
estado con nosotros, en nosotros y en torno a nosotros».
Dostoyevsky reconoce su deuda literaria con Turgenev.
Pero el nihilismo de sus personajes no es el de un ente de
ficción como Bazarov, sino el nihilismo latente en la vida

186
El misterio del lenguaje

rusa: el que él mismo respiró en los bodegones de San


Petersburgo frecuentados por la plebe; el de los vagabun-
dos y mendigos con quienes dialogaba en su juventud en
las calles y los parques de esta ciudad; el de los grupos polí-
ticos desesperados, a uno de los cuales perteneció, lo que le
valió una condena a la pena de muerte, conmutada después
por la de prisión; el que vivió en los presidios de Siberia en
compañía de criminales, de desarraigados y marginados.
En Los demonios (1870), la novela de Dostoyevsky
más importante para estudiar su concepción del nihilis-
mo, este no es un fenómeno aislado de un individuo, de un
partido político o de una agrupación, sino la expresión de
un estado social general. Ello se ve claramente en la enu-
meración que le hace Pyotr Stepanovich Verkhovensky
a Stavrogin de los posibles colaboradores en los planes
políticos de ambos:

¿No sabe usted que ya somos enormemente fuertes?


Los nuestros no son solamente los que degüellan y que-
man. Yo les tengo contados a todos. El maestro que se
burla con sus alumnos de Dios y de su cuna, es ya nues-
tro. El abogado que defiende el asesinato de un individuo
culto, alegando que el asesino tiene más cultura que sus
víctimas, y para procurarse dinero no tiene más remedio
que matar, es ya nuestro. El jurado que absuelve todos los
crímenes, nuestro. El fiscal que teme mostrarse en el juicio
poco liberal, nuestro, nuestro. Los administradores, los
literatos, ¡oh, nuestros!; terriblemente nuestros, y ellos
mismos lo ignoran… Cuando salí de Rusia, hacía furor
la tesis de Littré, según la cual el crimen es una locura;
vuelvo, y ya el crimen no es una locura, sino precisamente

187
Danilo Cruz Vélez

el buen sentido, casi un deber, por lo menos una noble


protesta… El dios ruso ha huido ya ante el alcohol. La
gente se emborracha, se emborrachan las madres, se embo-
rrachan los hijos; las iglesias están vacías…40.

Al lado de estos nihilistas pasivos, que van arrastrados


por los demonios de la negatividad en todos los órdenes,
Dostoyevsky nos describe también a unos nihilistas acti-
vos, afanosos por destruir todo lo existente. Estos nihilis-
tas lo confiesan paladinamente: «Nosotros proclamamos
la destrucción, porque es una idea seductora». Pero lo
que los seduce realmente es el caos que quieren instau-
rar. Al preguntárseles por qué habían cometido tantos
crímenes, escándalos y fechorías, uno de ellos responde:
«Para la sistemática destrucción de los cimientos, para la
sistemática descomposición de la sociedad y de todos los
principios». Esto es, para destruir desde su raíz y en total
el orden vigente. Por ello agrega el mismo personaje que
ellos están haciendo «el primer ensayo de un desorden
sistemático»41.
Pero el nervio que mueve todas esas manifestaciones
de nihilismo es lo que identificará posteriormente Nietzsche
con su propio nihilismo: la «muerte de Dios». El primer
título que le había puesto Dostoyevsky a Los demonios era

40
Citamos la traducción de R. Cansinos Assens de las Obras com-
pletas, tomo ii, de Fyodor Dostoyevsky (Madrid: Aguilar, 1949),
parte ii, capítulo viii.
41
Dostoyevsky, Los demonios, parte iii, capítulo viii.

188
El misterio del lenguaje

el de Ateísmo, pero lo cambió por un nombre que abar-


cara todas las restantes fuerzas nihilistas. Sin embargo,
aquí como en Crimen y castigo, El idiota y Los hermanos
Karamazov, lo que él llama la «huida del dios ruso» es
el telón de fondo del ventarrón nihilista que agita a algu-
nos de sus personajes. Esto se comprende de suyo. Si Dios
era el fundamento en que para el hombre ruso reposaba
el mundo y la vida humana en todas sus expresiones, con
su huida tenían que hundirse en el remolino de la nada.
La «muerte de Dios» de