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Pequeñas delicias de la servidumbre libertaria – Por Claudio

Véliz
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May 29, 2020

Claudio Véliz propone analizar en esta nota la original y paradójica


noción de libertad que el neoliberalismo inauguró desde su irrupción.
Véliz afirma que desde fines de los años 30, los ideólogos del
neoliberalismo vienen dando una batalla cultural, ideológica y política
para que la noción de libertad se imponga como la antítesis de la justicia
social populista o de una política redistributiva en tanto imperdonable
distorsión del libre fluir.

Por Claudio Véliz*

(para La Tecl@ Eñe)

Una extraña polisemia

Para los griegos, libre era el hombre no esclavizado, pero también el que poseía libertad
de espíritu, es decir, liberalidad. Por su parte, el adjetivo latino liber derivaba de liberto
y se aplicaba a aquellos que mantenían activo su espíritu de procreación. Precisamente
por ello, en la mitología romana, Liber era el dios de la fertilidad y del vino cuyo culto se
asoció con el de Baco. En líneas generales, podríamos decir que desde la antigüedad
“occidental” hasta la actualidad, no dudamos en asociar la libertad con un estado de no-
sumisión, con la capacidad de autodeterminación y/o con una espiritualidad sin límites.
En su Diccionario de filosofía, José Ferrater Mora define tres modos básicos de
entender la libertad: 1) como natural en tanto posibilidad de sustraerse a cualquier
orden cósmico predeterminado, invariable o delineado por el Destino; 2) como social o
política, en alusión a la autonomía de una comunidad respecto de la interferencia de
coacciones externas; 3) como individual o personal frente a la “arbitrariedad” del

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Estado o las normas comunitarias. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el
neoliberalismo inauguró una tan original como paradójica concepción de la libertad que
intentaremos abordar en estas páginas.

Las más prominentes plumas de la modernidad europea hubieron utilizado todos los
medios simbólicos a su alcance para conectar la idea de libertad con la creciente
expansión del capitalismo. Un “progreso” cuya condición ineludible (valga el
contrasentido) era la violencia (“el barro y la sangre” de los que hablaba Marx), la
ocupación de tierras comunales, la explotación de los trabajadores, la exigencia de un
“ejército de reserva”, y la condena a la marginalidad de los millones de excluidos de las
tierras arrasadas (1). Todas estas prácticas debían ser sutilmente disimuladas bajo la
figura de un “contrato” consentido libremente por trabajadores igualmente libres.
Desde entonces, las usinas ideológicas del capital se las ingeniaron para traducir dichas
calamidades como una obra maestra de la libertad (un ardid al que el autor de los
Grundrisse consideraba la operación ideológica por excelencia: presentar los intereses
de un grupo reducido como la panacea de las multitudes). Ciertamente, algunos
contemporáneos de estos espíritus libres, eligieron derroteros extraños a las
atrocidades del capital. Podríamos citar, al respecto, la defensa rousseauniana de la
tradición igualitarista, los devaneos kantianos sobre una ética comunitaria o los
planteos spinozianos sobre la política de las pasiones. No obstante, la locomotora
indetenible del capitalismo industrial que no cesaba de arrojar escombros a cada paso,
terminó imponiendo una mirada reduccionista e interesada de la libertad que la
instauraba, exitosamente, como la ausencia de obstáculos para realizar transacciones,
emplear mano de obra, agilizar la circulación de las mercancías, evadir cargas
impositivas o, simplemente, para “hacer negocios”.

De todos modos, resulta innegable que el estandarte de la libertad pudo ser enarbolado
de muy diversos modos en virtud de los más disímiles propósitos. Así, los
revolucionarios de las guerras de independencia que lucharon para liberar a nuestros
pueblos del yugo colonial, siguen siendo recordados como “libertadores de América”.
Los libertinos del siglo XVII se atrevieron a desafiar los dogmas y sentidos comunes
establecidos por la religión y la ciencia de su época. Los revolucionarios franceses del
siglo XVIII enarbolaron una consigna (que trascendió ampliamente dicho contexto
espacio-temporal) encabezada por la noción de Libertad. Los anarquistas de los siglos
XIX y XX no cesaron de batallar contra la explotación, la burocracia estatal y el
patriarcado, y justamente por ello fueron reconocidos como libertarios. En sus
antípodas, el golpe de Estado de 1955 contra el gobierno democrático de Juan D. Perón,
cuya metodología operativa consistió en bombardeos, fusilamientos, represión,
persecuciones e incluso en la explícita prohibición de determinados símbolos y
significantes, se autodenominó “Revolución libertadora”. En tanto, las organizaciones
político-sociales de Nuestra América que enfrentaron a las dictaduras locales, a las
intervenciones extranjeras y a sus “títeres” regionales, en los años 60 y 70 del pasado
siglo, fueron consagradas como “Movimientos de liberación nacional”. Poco tiempo
después, los partidarios del denominado pensamiento descolonial, exhibieron su
preferencia por el concepto de liberación respecto de la idea de emancipación
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considerada más acorde al criticismo europeo que a nuestros pueblos sojuzgados. Para
esa misma época, aunque en el ángulo opuesto del espectro ideológico, los economistas
e intelectuales más ortodoxos y hostiles a cualquier atisbo de cooperación colectivista,
decidieron asumirse como libertarios y llegaron a crear un partido político en EEUU.

No deja de resultar curioso que millones de personas de “buena voluntad” hayan


adherido a una tradición de pensamiento liberal cuyos “padres fundadores” y figuras
más representativas no solo supieron defender orgullosamente los “beneficios” de la
esclavitud, sino que, además, habían sido propietarios de esclavos: es el caso del filósofo
inglés John Locke, de George Washington (uno de los fundadores de la nación
norteamericana), de James Madison (autor de la Declaración de la Independencia de
los EEUU); de Thomas Jefferson (ideólogo de la constitución federal de 1787), entre
tantos otros liber-esclavistas. Y más extraña todavía se nos presenta dicha adhesión, en
tiempos en que sus discípulos (neo)liberales del siglo XX explicitaban su preferencia
por las crisis demoledoras e incluso por las dictaduras terroristas como condición
necesaria para que sus recetas económicas fueran aceptadas con temor y resignación.
Pero más dramáticas y alocadas aún se tornan tales simpatías, cuando en la actualidad,
sus impulsores celebran los niveles extremos de pobreza y desigualdad, justifican la
expulsión de las mayorías “fuera del sistema” condenándolos a sufrir una diversidad de
violencias (eso que Raúl Zaffaroni designa como “genocidio por goteo”) y promueven el
consecuente desprecio militante por cualquier modalidad del colectivismo o del
comunitarismo (2).

La libertad como servidumbre voluntaria

Las nuevas tecnologías de dominio han alcanzado tal grado de invisibilidad, sutileza y
eficacia que su triunfo se ha tornado contundente: los sujetos no solo se someten
voluntariamente a dicha maquinaria (entregando sus datos, consumiendo lo que el
mercado decide, endeudándose, entreteniéndose con los productos de la industria
cultural, eligiendo aquello que los medios los incitan a elegir, etc.), sino que también
asumen/viven dicha servidumbre como libertad. La libertad que el sujeto moderno
percibía como la ausencia de imposiciones exteriores, se transformó en una opresiva
coacción interior urgida por las exigencias del goce y el rendimiento ilimitados. Estos
dispositivos postdisciplinarios operan sobre las percepciones y las voluntades
direccionándolas, generando emociones “positivas”, explotando la necesidad de alivio
mediante la promesa de felicidad, adecuando los impulsos psíquicos a un circuito
afectivo articulado en torno del miedo y el odio. Muy lejos de negar la libertad, la
explotan en su favor: le ofrecen a los consumidores un menú de ofertas a elección y lo
presentan como la “libre decisión” de los individuos. Por consiguiente, “servimos” a ese
poder cuando entregamos alegremente nuestras coordenadas, cuando consumimos,
cuando nos (in)comunicamos, cuando “hacemos clic en el botón me gusta”. El
neoliberalismo –como dice Byung-Chul Han– es el capitalismo del “me gusta” (3). Las
tecnologías neoliberales procuran subsumir, modular, potenciar, orientar e incluso
capturar el núcleo más profundo de nuestra existencia subjetiva. No se contentan con
intervenir en aquellos modos en que nos constituimos como sujetos (eso que Michel
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Foucault denominaba “tecnologías del yo” aunque las pensara, a la inversa, como un
mecanismo de de-sujeción) sino que procuran alterar la constitución ontológica misma
del sujeto. Un sujeto del rendimiento y empresario de sí mismo que se (auto)explota en
forma voluntaria y apasionada no hace más que reproducir en y por sí mismo (mediante
sus conductas, preferencias y emociones) un entramado de dominación que, en virtud
de su invisibilidad, excita la sensación de libertad. Así, la libertad del neoliberalismo,
además de erigirse como libertad de consumir, comprar, circular, competir o
emprender, coincide a la perfección con la auto-explotación, la auto-responsabilización
y la auto-culpabilización de los individuos por sus fracasos y por los del colectivo que
integra (al que suele aborrecer por idénticas razones). Ciertamente, la trama
algorítmica del Big data podría contribuir a la prevención y/o salvación de muchas
vidas; pero también puede constituirse en un instrumento de dominio psicopolítico que
inaugura el fin (y no el apogeo) de la decisión libre y del sujeto autónomo (en caso de
que tales disposiciones subjetivas hayan tenido alguna vez una carnadura más allá de
la promesa). Los sujetos de la era digital se han vuelto controlables, previsibles,
cuantificables y predecibles, y sin embargo –he aquí el triunfo más contundente de los
dispositivos tecno-mediáticos–, asumen su emprendimiento, su rendimiento, su culpa y
su entrega, como ejercicios de libertad.

Desde fines de los años 30 –en que nadie podía imaginar, ni siquiera como ficción
distópica (4), el refinamiento de sus dispositivos–, los ideólogos del neoliberalismo
vienen dando una batalla (cultural, ideológica y política) para que la noción de libertad
se imponga como la contracara de cualquier estatismo o colectivismo, como la antítesis
del igualitarismo confiscatorio, de la justicia social populista o de una política
redistributiva en tanto imperdonable distorsión del libre fluir. Tras aniquilar la promesa
autonomista, crítica y fraternal del sujeto moderno, el neoliberalismo reduce la libertad
a la brega economicista de su prédica ortodoxa, al mismo tiempo que instituye a su
principal enemigo como un temible Leviatán, una ineficiente máquina burocrática, una
asfixiante institución elefantiásica, un “Ogro filantrópico” (5) que subsidia a los más
vulnerables gracias al injusto “sacrificio” impositivo de una minoría emprendedora.

Los combates por el sentido

No es nuestra intención reducir la riqueza polisémica (y contradictoria) del concepto de


libertad a una dualidad sin matices; sin embargo, no podemos subestimar que los
antagonismos culturales e ideológicos del siglo XXI se han organizado en torno de dos
posicionamientos muy definidos respecto de dicha noción (al menos en estas castigadas
geografías del sur). Una buena parte de nuestros compatriotas no dudan en defender,
obstinadamente, la libertad de circular frente a cualquier protesta social, la libertad de
empresa frente a la democratización de la comunicación, la libertad de erigir muros,
rejas y alambradas electrificadas frente a la amenaza del pobrerío, la libertad de acceder
a las divisas en tiempos de restricción externa y sabotaje buitre, la libertad de “andar
armado” con la excusa de la seguridad y la autodefensa, o la libertad de “pasear por la
calle” ante las restricciones y los cuidados sanitarios que exige la pandemia. En todos
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estos casos, se trata de una muy particular y sesgada interpretación de las “libertades
personales” que de ningún modo debiéramos confundir con las libertades negativas del
liberalismo clásico (tendientes a proteger a los individuos de las coacciones y
arbitrariedades del mundo externo). Las nuevas libertades del neoliberalismo se fundan
en una matriz securitaria-consumista-sádica que alienta la competencia, la
desconfianza y la hostilidad hacia todo otro (competidor, vago, peligroso). Dicho
entramado significativo viene a confirmar el estallido del “individuo” moderno
ensalzado por las tradiciones liberales y republicanas, una entidad cuyos fragmentos
dispersos se desentienden ahora por el destino colectivo de la sociedad, por la suerte y
la vida de los otros, por la institución misma de lo social.

Pero si algo nos ha permitido visibilizar la pandemia del coronavirus es el combate más
paciente y menos estridente de todxs aquellxs que, en las antípodas de las almas
monádicas adictas a la cacerola, vienen poniendo en práctica una idea colectiva de la
libertad que nos sitúa como protagonistas de la “cosa pública”; una libertad (ya no
contra sino) para participar en los asuntos del común, para reparar los daños y las
heridas infligidas por el saqueo “republicano” de los gerentes. Una idea de libertad que
parte de una convicción inapelable: “nadie puede ser libre en un país sometido a los
designios del capital concentrado”; una libertad que instituye al pueblo (no ya a los
mercados ni a la gente, ni a los distinguidos vecinos) como el sujeto colectivo de una
democracia popular, que lo asume como la “parte maldita” (la plebe) de los que no
tienen parte. El antagonismo entre “los grandes” y el pueblo es la instancia de la cual
emerge –según Maquiavelo– la savia vital de una república (6), el entramado afectivo
de la comunidad organizada que lejos de barrer los conflictos bajo la alfombra de una
armonía hipócrita (dilatando su retorno irremediable), los lanza al espacio de lo público
en el que tendrán lugar las batallas por el sentido, la heteroglosia (7). Más allá de las re-
configuraciones que ensayará el capitalismo en la pospandemia (imposibles de predecir
en este momento crítico de ensayos, errores y retrocesos), es muy probable que el
futuro de nuestra región dependa, en gran parte, de los vaivenes de esta contienda por
el significado de la libertad.

Referencias:

(1) Para entender este proceso resulta imprescindible la lectura del capítulo XXIV: “La
llamada acumulación originaria”, en cualquiera de las muchas ediciones de El Capital.

(2) No desconocemos la existencia de una rica tradición del liberalismo político


representada por pensadores y pensadoras como Hannah Arendt, Isaiah Berlin, John
Rawls o Jürgen Habermas entre muchos otros (el listado es arbitrario, desde ya), pero
tampoco subestimamos el hecho de que el derrotero anárquico del capital terminó
poniendo en primerísimo plano el sesgo economicista del liberalismo. Nos permitimos
incluso sugerir que la prédica y el accionar de la ortodoxia económica ultraliberal
resultó absolutamente incompatible con cualquier tradición republicana, con toda
reivindicación de derechos ciudadanos y/o civiles y con el más mínimo atisbo de
libertad política (muy especialmente, con las libertades de reunión, movilización,
protesta o sindicalización).
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(3) Byung-Chul Han (2014): Psicopolítica, Herder, Bs. As.

(4) Podríamos considerar Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley como una notable
excepción, al menos en su prefiguración del mundo posthumano.

(5) Así reza un reciente manifiesto dado a conocer por la “Fundación Internacional para
la Libertad”, firmado, entre otros, por Mario Vargas Llosa, José María Aznar, Álvaro
Uribe, Ernesto Zedillo, Patricia Bullrich y Mauricio Macri
(https://libertad.org.ar/web/wp-content/uploads/2020/04/FIL-Manifiesto-Mario-
Vargas-Llosa.pdf).

(6) En estos últimos años, Eduardo Rinesi ha insistido en subrayar esa adecuada
combinación entre el jacobinismo popular y el republicanismo democrático que
caracterizó a los populismos de Nuestra América, aunque muy especialmente, al
kirchnerismo.

(7) Con este neologismo caracterizaba el semiólogo ruso Valentín Voloshinov a dichas
lides por el significado.

Buenos Aires, 29 de mayo de 2020

*Sociólogo, docente. claudioveliz65@gmail.com

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