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Desde mediados de los años setenta del siglo pasado, no han cesado de
incrementarse, a nivel mundial, las desigualdades y la concentración de las
riquezas. El ritmo frenético e ilimitado de los capitales globales nos indica que
muy pronto, de perpetuarse ese rumbo, el 1 % de los habitantes del mundo
accederá a los mismos ingresos que el 99 % restante. ¿Cómo puede haber
ocurrido semejante catástrofe irracional? A partir de esta pregunta lanzada por el
economista norteamericano Joseph Stiglitz, Claudio Véliz se interna en otro de los
dispositivos que han venido contribuyendo, de un modo contundente, con dicha
colosal transferencia de recursos: las burbujas informativas promovidas y
consolidadas por las usinas mediáticas.
En una de sus obras más lúcidas (1), Joseph Stiglitz (Premio Nobel de Economía 2001)
trata de desentrañar las razones de la hiperconcentración de la riqueza en la actualidad.
Esta extrema inequidad alcanzó niveles inéditos a partir de la hegemonía global de las
recetas neoliberales (ortodoxia monetaria, aperturismo, privatización de lo público,
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desregulación, endeudamiento, ajuste fiscal, precarización y flexibilización laboral, etc.),
y en caso de consolidarse las “libertades” de este régimen (im)productivo, habitaremos
en un planeta donde el 1 % de los humanos concentrará la misma riqueza que el
restante 99 %. Pero lo verdaderamente insólito –afirma Stiglitz– es que en un mundo
basado (en líneas generales) en el principio de “una persona, un voto”, pueda haber
ocurrido que el 1 % de la población mundial haya tenido tanto éxito a la hora de imponer
políticas para su exclusivo beneficio (y en detrimento del otro 99 %). Para decirlo de otro
modo: lo que nos cuesta entender (y precisamente por ello, intentaremos ofrecer un
pequeño aporte en el presente artículo) son las razones/motivaciones que llevan a las
mayorías a elegir gobiernos que contribuirán a saquearlas para deleite de unos pocos.
Con el agravante de que muchos de los candidatos habilitados para la compulsa
electoral, se dan el lujo de anunciar, explícitamente, su programa de gobierno (una
obscena exhibición que otrora convenía ocultar). Stiglitz destaca que han resultado
decisivas, en dicho sentido, la desilusión, la apatía y la renuncia a la participación
electoral por parte de millones de ciudadanos; pero también el hecho de que las
campañas propagandísticas demandan inversiones multimillonarias que solo pueden
realizar, precisamente, los beneficiarios de la apropiación neoliberal. Por consiguiente, el
economista se interesa por los mecanismos mediante los cuales el 1% logra convencer
al resto de que poseen intereses compartidos (el verdadero ABC de la ideología). Y para
ello, entiende que debe relativizar las herramientas conceptuales que brinda la teoría
económica, e internarse en los dispositivos de propaganda, manipulación, “lavado de
cerebro”, direccionamiento de las percepciones, las preferencias y las convicciones. Así,
el economista se anima a transitar un ámbito disciplinario que el resto de sus colegas
suele negarse a frecuentar: el de los enigmáticos fundamentos psico-sociológicos de las
conductas humanas.
En varios artículos anteriores publicados en este sitio, hemos abundado sobre ciertos
dispositivos que operan en dicho “convencimiento”: las tecnologías digitales, la
posverdad, la dialéctica entre transparencia y opacidad, el circuito de la deuda, la culpa y
la crueldad, etc. En esta oportunidad, quisiéramos detenernos en una “tecnología de
poder” que aquí hemos elegido designar como prisión libertaria (aunque también
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podríamos definirla como burbuja cognitiva o monadismo informativo). Los expertos en
comunicación suelen denominar “burbujas informativas” a esos verdaderos filtros
personalizados mediante los cuales, un algoritmo predice las preferencias de los
usuarios en virtud de anteriores búsquedas y visitas en la web; es decir, de nuestros
propios recorridos. Así, solo recibimos los estímulos placenteros deseados, los insumos
cognitivos que se adecuan a nuestro esquema interpretativo, las informaciones que
queremos escuchar en virtud de nuestros respectivos sesgos éticos, ideológicos y
políticos. De este modo, si en esa cárcel informativa (vivida como libertad de elección)
solo fluye lo que desearíamos que suceda, poco importa que dichos insumos
persistentes resulten o no verificables en/con una “realidad” que nos resulta ajena. Una
realidad tanto más extraña cuanto nuestros propios desplazamientos endógenos más
contribuyen a engendrar una atmósfera de sentido autonomizada del “mundo”, resistente
a cualquier apertura respecto de un relato-otro que desvanecería las “ficciones
verdaderas” que circulan al interior de la burbuja.
En alguno de aquellos textos a los que aludíamos más arriba, también exploramos los
complejos vínculos entre lenguaje y mundo: nos detuvimos en el absurdo de postular una
identidad entre uno y otro, en la imposibilidad de atrapar el mundo mediante el lenguaje
(una tarea que, aun conscientes de nuestro fracaso, nunca dejamos de emprender), y en
el no menos intrincado laberinto de las mediaciones (entre nosotros y el mundo). El
lenguaje de los humanos –como diría Walter Benjamin– es una capacidad que se halla a
mitad de camino entre la biología y la técnica, y que nos posibilita el vínculo a la vez
amable y trágico con el mundo (una afirmación que de ningún modo se propone soslayar
otras percepciones sensibles y estéticas que enriquecen y amplían los límites de dicha
relación). Si la tarea de conocer el mundo es, per se, inagotable y eternamente diferida –
bien lo sabía el creador del pragmatismo anglosajón, Charles Peirce, quien la concebía
como una “semiosis infinita”, es decir, como el pasaje inacabado de un signo a otro–,
nunca estaremos más lejos de ensayar siquiera una tímida aproximación, si limitamos
hasta el hartazgo nuestros “insumos informativos”. Huelga decir que cualquier
interpretación del mundo (o si se quiere, cualquier diálogo con el mundo) no acontece en
la desnuda inmediatez de una interacción sensible, en una maquinal inmanencia no
mediada del devenir de/con lo otro. Solo “conocemos el mundo” (2) a partir de relatos,
narraciones, documentos, registros empíricos, discursos, monumentos, archivos,
testimonios, datos, técnicas, experiencias, ejercicios, obras u objetos artísticos, etc. que
vienen a ordenar, significar, simbolizar e incluso a silenciar un conflicto (la tragedia, el
caos, lo real) que nunca cesa de retornar –para decirlo con Freud– de las más diversas
formas. Y es este retorno de lo real denegado, el que conmueve y asedia una
textualidad/discursividad que nunca logra evadirse de dicha amenaza. Al fin y al cabo, en
eso consiste la dialéctica (negativa) entre lo político (insistencia de un combate arcaico
instituyente, eternamente renovado) y la política (intento de encauzar dicho conflicto
caótico por una vía institucional).
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III. El insoportable retorno de lo real
Cuando solo se desea atender al sumidero informativo que fluye por los círculos de
“amigos virtuales”; cuando solo se quiere ponderar las impunes aseveraciones que
dichos engendros robóticos no cesan de replicar y reenviar, cuando se abrazan las
mismas fórmulas que les encanta repetir hasta el delirio; el “conocimiento del mundo” se
reduce a la ficción resultante de esa miopía voluntaria. Una ficción que, para colmo,
están dispuestos a defender contra viento y marea, aferrados a los muros invisibles de
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sus prisiones libertarias. La densidad impermeable de esta burbuja no permite el ingreso
de “cuerpos extraños” que pudieran contradecir dicha ficción hasta hacerla desvanecer
por su propio peso. Y cuando algún astuto infiltrado logra burlar la vigilancia monádica,
se lo combate impiadosamente sin atender sus razones, mediante la catarata de epítetos
siempre disponibles en las alacenas del reducto amurallado: zurdo, populista, planero,
vago, kirchnerista, negro de mierda, chorro… Por consiguiente, el corolario de una verba
empobrecida y pestilente, de una lengua despolitizada, de la persistente reticencia al
combate reflexivo por el sentido de lo social, es la defensa incondicional de una
institucionalidad (es decir, de una política) que silencia, aplasta e invisibiliza las
violencias instituyentes vinculadas con la marginalidad, la clase, la etnia, el género, etc.
He aquí, esa resistencia aluvional de lo político cuya mejor expresión, en nuestro país,
fue la gesta épica protagonizada por el subsuelo de la patria, un 17 de octubre de 1945;
y es esta fuerza insurreccional la que retorna una y otra vez como memoria histórica de
las luchas obreras, como reserva simbólica que irrumpe ante cada avasallamiento de las
vidas vulneradas, como el recuerdo insoportable de dichas violencias silenciadas.
Retomando, entonces, el hilo de nuestra argumentación, podríamos decir que cuando
subsiste una férrea negación cómplice a conocer o descubrir los datos, registros y
documentos que nos permiten echar luz sobre los vaivenes gubernamentales de un
determinado momento histórico, es porque resulta imprescindible disimular la injusticia y
la corrupción estructural de ciertas “republicanas” fachadas institucionales. Y entonces,
solo queda la descalificación de las voces disonantes que tienen prohibido el ingreso a la
burbuja; un gesto que no debe traducirse como una contienda entre adversarios
inherente al desacuerdo institucional sino como la búsqueda (consciente o no) de
aniquilar a un pretendido enemigo, de “sacrificarlo” como condición ineludible para que,
de una vez por todas, podamos vivir en libertad y logremos salvar a la República.
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ciega a los estímulos mediáticos; b) la absoluta desinhibición a la hora de repetir, con
insistencia ensordecedora, fórmulas cuyo valor de verdad se limita a su mera y
caprichosa adhesión incondicional; c) la obscena naturalización/normalización de
contradicciones insalvables.
En el segundo aspecto (pasión por las fórmulas vacías), los “prisioneros libertarios” no se
cansan de repetir una infinidad de eslóganes sin tomarse el “trabajo” de hallar algún
dato/fuente que les permita verificar sus agraviantes estandartes, en su afán de
simplificar, reducir, des-complejizar. Hemos seleccionado diez fórmulas a modo de
ejemplo, no solo por tratarse de las más reiteradas sino también de las más falaces
(cualquier mínima contrastación empírica acabaría por confirmar su falsedad): “Hace diez
años que este país no crece”; “Se robaron un PBI”; “La emisión monetaria es la
responsable de la inflación”, “El kirchnerismo dejó un tendal de pobres”; “Los peronistas
se dedicaron, históricamente, a regalar planes en vez de educar”; “Los que generan
riquezas en Argentina son los que sostienen con sus impuestos a los vagos”; “La presión
impositiva en nuestro país es una de las más altas del mundo”; “El gobierno de Macri se
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endeudó para pagar las deudas y el déficit que heredó del gobierno anterior”; “Los
impuestos a la riqueza ahuyentan las inversiones”; “Los movimientos sociales solo saben
pedir planes porque no les gusta trabajar” (3).
V. La vida como eterna conversación con lxs otrxs (o cómo liberar a los
prisioneros)
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atravesada (también) por los afectos y las pasiones e incluso por la locura. La praxis
ético-política del demos consiste, precisamente, en habitar dicha tensión evitando tanto
las tentaciones de un ordenamiento racional sin fisuras, como las de un autonomismo
radical sin anclajes institucionales. El problema de este tiempo histórico que hemos
definido como neofascismo neoliberal es que al libre fluir del capital global ya no le
alcanza con el empobrecimiento y la caricaturización graduales de las prácticas
democráticas, sino que necesita un triunfo definitivo sobre el poder del demos; es decir:
la imposición de una violencia desnuda (y arcaica) que reclama el sacrificio del otro
resistente en tanto enemigo (y ya no, adversario político). En este sentido, las instancias
judiciales (vitalicias y mafiosas) suelen ser el último refugio antidemocrático de los
poderes fácticos. Y entonces, no debería sorprendernos que dichas exigencias coincidan
con la proliferación de los discursos de odio, las amenazas de destrucción, la
reivindicación del terror, la construcción de un demonio “populista” aborrecible y corrupto
al que deberíamos aniquilar/sacrificar para alcanzar, por fin, la felicidad. Es ésta la lógica
que opera en las prisiones libertarias, en esas burbujas (des)informativas que se
alimentan y retroalimentan en el lodo de las pasiones tristes, de los bajos instintos, de los
temores arcaicos, y en la defensa irracional de una ignorancia ingenua, voluntaria o
deseada. Una vez que se ha identificado al otro como enemigo, ya no queda margen
para la política, para el combate discursivo, el diálogo adversarial, la disputa por el
sentido, la batalla cultural, la confrontación ideológica… Con el enemigo no se discute –
solía decir un militar “carapintada” tristemente célebre–, se lo combate con todas las
armas de las que se disponga. La burbuja es, a la vez, engendro y reflejo de una cultura
tanática, de una reivindicación de la muerte (del otro) como obsceno trofeo de guerra.
Mientras no seamos lo suficientemente inteligentes como para ensayar una conversación
ininterrumpida (nunca exenta de tensiones, conflictos y “negociaciones”) capaz de liberar
las prisiones, desvanecer las burbujas, romper el aislamiento voluntario de esas vidas
ensimismadas, no conseguiremos evitar que el 1 % continúe gobernando (y
convenciendo) al 99 % restante.
Referencias:
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