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Elogio de la épica y de la astucia

Las dos grietas de la Argentina


Por Claudio Véliz*

Claudio Véliz realiza un breve recorrido por los laberintos ético-políticos de los
gobiernos democráticos que sucedieron al terrorismo de Estado. Su propuesta consiste
en analizar la actual coyuntura a la luz de aquellas experiencias contradictorias. En este
sentido, las cambiantes decisiones de Alfonsín se conjugan con la épica aluvional de los
gobiernos kirchneristas para intentar desentrañar los complejos desafíos de la
actualidad.

Hablarles con el corazón


Raúl Alfonsín había triunfado en las elecciones presidenciales de 1983 cosechando un 52 %
de los votos. El líder radical contaba con una doble ventaja: por un lado, su impulso arrollador
y su oratoria cautivante enamoraron a miles de jóvenes que ensayaban, por entonces, sus
primeras experiencias políticas; por el otro, le tocó confrontar con un peronismo vencido,
inerte, esclerosado y carente de un proyecto político capaz de atraer al electorado; para colmo,
sus militantes y simpatizantes más combativos habían sido el blanco predilecto de la dictadura
genocida. El entusiasmo que contagiaba el derrumbe de la dictadura, el apoyo popular al
nuevo gobierno y los discursos encendidos del flamante presidente, contribuyeron a catalogar
sus primeros años de mandato como una verdadera “primavera democrática”. Por otra parte,
el anuncio de los juicios a las juntas militares, la retórica republicana, al apoyo de
intelectuales ajenos al radicalismo y el proyecto de concertación empresarial-sindical
esgrimido por su primer ministro de economía (Bernardo Grinspun), le confirieron a la
gestión alfonsinista una inestimable cuota de legitimidad para confrontar con los poderes de
turno (muy especialmente, las corporaciones empresariales, las burocracias sindicales, la
Sociedad Rural, los mandos militares, la cúpula eclesiástica, etc.). No obstante, el presidente
no pudo, no supo o no quiso (hay bibliografía para todos los gustos) valerse del apoyo popular
para enfrentarlos. Ante todos ellos acabó, finalmente, por rendirse: a los militares sublevados
les concedió el punto final y la obediencia debida; a las corporaciones económicas las premió
con la “economía de guerra” (que suponía, por un lado, ajuste fiscal y congelamiento de
salarios, y por el otro, liberalizaciones, aperturas y hasta anuncios de privatizaciones de los
servicios públicos); a lo más rancio del poder sindical le ofreció el Ministerio de Trabajo; en
tanto, los agroexportadores se beneficiaron especulando con el dólar y reteniendo la cosecha
con la exigencia de más y más devaluaciones. A pesar de sus “buenas intenciones” (de las que
no nos interesa dudar), Alfonsín terminó siendo “fuerte con los débiles y permisivo con los
fuertes”. El intento de consolidar un acuerdo entre “capital y trabajo” concluyó en un fracaso
rotundo (ya que el primero ganó todas las batallas); no obstante, su gobierno persistió en las
concesiones y los buenos modales hacia las empresas oligopólicas, responsables absolutas del
descontrol hiperinflacionario. En este sentido, resulta tan emblemática como ilustrativa una
frase de su penúltimo ministro de economía (Juan Carlos Pugliese) que ha concitado una
enorme repercusión: “les hablamos con el corazón y nos contestaron con el bolsillo”.
Certero ataque al corazón (del pueblo)
Tras el disciplinamiento infligido por las constantes remarcaciones y los subsiguientes
saqueos (algunos espontáneos, otros, organizados), un recientemente electo Carlos Menem
eligió pactar con los poderes fácticos que habían propiciado el caos, llegando a confiar la
conducción económica a una empresa multinacional. Las promesas mercadocéntricas y
privatistas que dichas corporaciones le habían extirpado a un Alfonsín acorralado, se hacían
realidad con una conducción “peronista” dispuesta a abandonar todos los estandartes de ese
movimiento plebeyo que había posibilitado su triunfo electoral. Si el radicalismo nunca dejó
de apelar, absurdamente, a la sensibilidad de las elites económicas, el menemato les facilitó el
acceso al poder político por la vía democrática (aunque dicho atajo significara la traición, lisa
y llana, del mandato popular). El resultado del “aperturismo liberalizador” que exigía el
Consenso de Washington fue catastrófico: extranjerización y concentración económicas,
endeudamiento galopante, remate de recursos naturales y de servicios públicos, imparable
escalada de la pobreza, el desempleo y la desigualdad. La efímera administración de Fernando
de la Rúa no hizo más que agravar deliberadamente este cuadro como consecuencia de sus
políticas de ajuste, recortes salariales, flexibilización laboral y renegociaciones fraudulentas
de la deuda. El estallido social no tardaría en llegar, aunque tampoco las balas asesinas contra
decenas de manifestantes. El agotamiento del ciclo neoliberal parecía no tener retorno.

Una anomalía en el corazón (del neoliberalismo)


Tras el triunfo del kirchnerismo en el año 2003, se produjo un giro decisivo en la orientación
de las políticas, las miradas sobre el poder, las concepciones del Estado, el análisis del pasado
y las prioridades del presente. El nuevo gobierno consideró imprescindible reparar los daños,
levantar a los caídos, curar las heridas de los más vulnerables, recuperar el orgullo por la
pertenencia a un colectivo y enarbolar una renovada dignidad frente a la prepotencia
corporativa. Muy pronto se dispararon los índices de crecimiento, producción industrial y
empleo. El salario y las jubilaciones recuperaron el poder adquisitivo perdido, los fondos
previsionales retornaron a las arcas del Estado y permitieron alcanzar la cobertura más alta de
toda Nuestra América. La exitosa reestructuración de la deuda externa posibilitó un
significativo desendeudamiento. Se creó el Ministerio de Ciencia y Tecnología y fueron
repatriados cerca de tres mil científicos. Los presupuestos culturales y educativos se
incrementaron hasta niveles récord. Más de 800.000 familias fueron beneficiadas con
viviendas o soluciones habitacionales, dos millones y medio de netbooks se entregaron a los
estudiantes y otros tantos millones de libros a las escuelas. Se instrumentaron asignaciones
sociales para los más necesitados, el petróleo y la línea aérea de bandera fueron
renacionalizados, diecinueve nuevas universidades públicas permitieron el acceso a la
educación superior de los más humildes. Y todo ello fue posible en virtud de una persistente
movilización popular, de la mística militante y de un liderazgo carismático con ribetes épicos.
Desde la asunción de Néstor Kirchner en 2003 hasta concluido el segundo mandato de CFK,
la Argentina se convirtió en un país menos desigual, desendeudado y en crecimiento; la
pobreza había descendido 30 puntos, los salarios treparon al primer puesto de toda la región,
la indigencia alcanzaba los valores más bajos de toda nuestra historia, y se había logrado una
inédita integración regional. A pesar de las dificultades históricas de una economía orientada
hacia el círculo virtuoso de la demanda interna (restricción externa, puja distributiva entre
asalariados y formadores de precios, etc.), el producto había vuelto a crecer en 2015 y
ninguno de los índices de bienestar había descendido. No obstante, para entonces y por una
diversidad de razones (que apenas insinuaremos luego), muy lejos de profundizar esta vía de
innegable bonanza, el electorado prefirió (aunque por muy escaso margen) transitar una senda
completamente diferente.

Esa extraña libertad que (nos) encadena


En nombre de las tan mezquinas como vapuleadas “libertades”, un gabinete integrado por
directivos de empresas (sin la odiosa mediación de representantes políticos) liberó el mercado
de divisas, los precios, las tarifas, las transacciones financieras y los plazos para liquidar los
dólares provenientes de las exportaciones. Benefició, con una diversidad de medidas ilegales
e ilegítimas, a las empresas propias y a las “amigas”, blanqueó capitales, contrajo deuda por
una cifra cercana a los 100 mil millones de dólares que solo sirvieron para financiar la fuga y
la bicicleta financiera. Al mismo tiempo, y para que estas medidas no concitaran enconadas
resistencias, dejó sin efecto (por decreto) la ley de medios audiovisuales, intervino las redes
sociales con fondos públicos, creó una mesa judicial, facilitó el encarcelamiento de opositores
sin condena, espió a propios y extraños, estigmatizó y persiguió a los representantes gremiales
y a los abogados laboralistas, celebró las balas policiales, negó el genocidio, amenazó y
censuró a periodistas no alineados, demonizó a los más débiles, alentó, sistemáticamente, el
odio y el temor, y transformó a su más intransigente adversario político en un enemigo
peligroso, corrupto y violento. El resultado fue calamitoso: las tarifas se dispararon hasta
tornarse impagables, la inflación superó los 50 puntos anuales, debieron cerrar miles de
empresas y comercios con el consiguiente incremento de la desocupación, el poder
adquisitivo de los salarios y las jubilaciones descendió entre un 20 y un 25 %, el índice de
pobreza trepó cerca de 13 puntos, el FMI volvió a intervenir en nuestras decisiones soberanas
y a imponer condiciones ajenas a la voluntad popular. Pero aún más grave es que hayan
contribuido a convertir las relaciones humanas en una cloaca pestilente y a permutar las
construcciones y solidaridades colectivas por la panacea del mérito individual.
A pesar de la derrota electoral de 2019, la derecha había logrado consolidar un piso de 40
puntos porcentuales. Dadas las enormes dimensiones del desastre ocasionado, este
acontecimiento nos habla de su decisivo triunfo cultural e ideológico. Toda la maquinaria
mediática (salvo unas pocas excepciones) se puso al servicio de las peores causas: el rechazo
de la política, la cruzada contra la negritud, la transformación del pueblo mapuche en una
guerrilla terrorista, la hostilidad hacia toda experiencia colectiva, el odio del goce plebeyo,
una inédita avanzada anti-intelectual y anticientífica, el cultivo sistemático del desánimo, el
hartazgo y la ira. He aquí los pilares culturales de una derecha desatada, desinhibida,
desafiante.

La astucia y el coraje entre dos grietas


Históricamente, nuestro país estuvo atravesado por dos rivalidades cuyos contendientes no
necesariamente se repetían: una vinculada con la distribución de la riqueza y signada por una
impronta que podríamos denominar clasista o bien, económico-social; y otra relacionada con
el universo de valores, representaciones y “estructuras de sentimiento”, que podríamos
caracterizar como cultural. Si bien, la ubicación de los actores y grupos sociales (a ambos
lados de las respectivas fisuras) nunca ha coincidido plenamente, la novedad de este tiempo es
el dramático divorcio entre pertenencia social y representación cultural. Y en esta contra-
dicción tramada por factores que nos animamos a designar como ideológico-fantasmáticos,
reside la contundencia de una victoria cultural de la derecha que termina de demoler las
elucubraciones teóricas mecanicistas del marxismo vulgar.
Justamente por ello, los éxitos electorales de los gobiernos populares no debieran distraerlos
de esta doble contrariedad con la que deben toparse: la virulencia del capital concentrado
reticente a perder privilegios, y el bombardeo de eslóganes y sentidos comunes hostiles al
protagonismo de la plebe. Aunque ambos frentes de batalla se interceptan, se articulan y se
retroalimentan, su relativa autonomía nos exige cierta astucia para combatir contra los
poderes fácticos, y, al mismo tiempo, el diseño de una simbología popular con ribetes épicos.
La gran virtud de las administraciones kirchneristas residió en haber conjugado a la
perfección ambas estrategias. Si nos posicionamos frente a la historia como una fuente
inagotable de aprendizajes y nos afirmamos en la decisión de no entregar el timón a las
corporaciones (en las antípodas del menemato y del macrismo), debiéramos ponderar tanto los
combates fallidos de Alfonsín como los victoriosos de CFK. Ambas experiencias nos han
enseñado que el espesor (doblemente) conflictivo de nuestra sociedad desalienta los diálogos
ingenuos y los consensos apócrifos. La idea de gobernar “con todos”, aunque noble, se torna
un obstáculo peligroso, un escollo paralizante. Si nos proponemos ampliar los derechos de las
mayorías, debemos afectar, irremediablemente, los privilegios de las minorías (cada vez
“menores” en términos cuantitativos), hábilmente disimulados tras ese escudo multiuso
(obsesiva cantilena) de una libertad que nada tiene que ver con ningún imaginario histórico de
liberación/emancipación ni mucho menos con la vida comunitaria. Al menos desde el
aperturismo financiero de la dictadura de 1976, pasando por el consenso neoliberal de los 90,
hasta llegar al reciente terrorismo económico de los mercados, hemos venido comprobando,
dolorosamente, que la libertad de los capitales tiene como contrapartida nuestra ruina.
Para decirlo (demasiado) rápidamente: o se gobierna para los mercados o para el pueblo, para
el poder factual o para el poder popular, para los muy pocos o para los muchos. O aun con
mayor claridad: cuando los formadores de precios están de fiesta, perdemos los asalariados,
los jubilados y quienes viven de sus ingresos; cuando se devalúa el peso ganan los
exportadores y perdemos quienes pagamos precios más caros; cuando los ricos evaden y/o
fugan, se achica el presupuesto para obras, escuelas y hospitales; cuando se reducen los
aportes patronales, ganan los patrones y pierden los actuales y los futuros jubilados; cuando se
disparan las tarifas, ganan las empresas energéticas y perdemos los usuarios; cuando se
relajan los controles ganan los contrabandistas y perdemos los demás; cuando nos
endeudamos a un ritmo vertiginoso ganan los buitres y especuladores y perdemos los
deudores; cuando se liberan los mercados, ganan los monopolios y el capital concentrado y
perdemos los consumidores. Por consiguiente, si somos simples trabajadores, jubilados,
pequeños empresarios, comerciantes, profesionales, usuarios, consumidores, aportantes (que
cada uno/a elija la combinación que lo/la identifica), ¿no nos separa un abismo del universo
de los CEOs, los especuladores, las empresas monopólicas, los pulpos agroexportadores, los
formadores de precios o (para abreviar) el 1 % de los más ricos? ¿Cómo es posible que la
grieta cultural logre poner de su lado (del lado de ese 1 %) a millones de sus víctimas?,
¿cómo puede ser que el odio y la ira lleve a tantas almas desoladas a defender esa tan
mezquina como peligrosa idea de libertad que solo protege los negocios ajenos? ¿Cuántas
veces nos hemos formulado estas preguntas en los últimos años?
Ya en el siglo XVI, el filósofo francés Étienne de la Boétie hablaba de la servidumbre
voluntaria. Kant, por su parte, dos centurias más tarde, calificaba a esta pereza anti-ilustrada
como deseo de no saber, mientras que Freud solía referirse a dicha persistente ansia de
autoridad como sed de sometimiento. Tras la experiencia del asalto a un banco sueco, en
1973, y a la posterior toma de rehenes, hubo quienes enarbolaron la idea de un síndrome de
Estocolmo para aludir a la extraña conducta de las víctimas respecto de sus captores. En tanto,
muy recientemente, el sociólogo Eduardo Grüner consideraba a dicha patología como:
enigmática perversión. De todos modos, sabemos que ninguna nominación resuelve, por sí
misma, el problema, aunque siente las bases para su abordaje. Somos conscientes de la
complejidad psíquica, social y afectiva que implican las (des)articulaciones entre –si se nos
permite este esquematismo analítico– los contendientes de bandos cuyas fronteras suelen ser
permeables; pero también creemos que no debiéramos dejar lo complejo en manos de teóricos
y especialistas, sin que esta precaución suponga desestimar sus aportes. Por otra parte, si
además de este imprescindible esfuerzo interpretativo, nos dignamos a combinar una cuota de
astucia con otra de coraje, nuestro abigarrado trayecto resultará un poquito menos
complicado.

* Sociólogo, docente, investigador (UBA-UNDAV) / claudioveliz65@gmail.com

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