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David Bloor

Conocimiento
Conocimiento e imaginario social
Todas las épocas y cultmas circundan ciertos ámbitos de saber con una serie de
reglas protectoras que preservan sus contenidos de cualquier contaminación
social, asumiéndolos como puros e intocables: es el ámbito de lo sagrado, de
aqueUo que no puede explicarse ... porque es el fundamento de toda explica­
ción posible.
La sociología del conocimjcnto, que nace precisamente del decidido propósito
de desenmascarar esas ilusiones colectivas y devolver las ideas descarnadas
-filosóficas, políticas, religiosas o de cualquier tipo- a los cuerpos sociales
que las hablan alumbrado, tampoco dejó de excluir de esa voluntad prometei­
ca ciertos contenidos especiales: aquéllos que afectaban el conocimiento cienlí­
fico, lógico y matemático.
Para Marx, Mannheim, Durkheim, Merton y toda la sociología moderna e ilus­
trada, esas formas de saber escapan a toda determinación social, lo que viene a
refon:ar las reglas protectoras que la epistemología traza, por propio oficio,
para ese nuevo espacio de lo sagrado en que se funda la modernidad.
Pues bien, el obíetivo del programa Juerte e11 socíologla del conocimiento que aquí
propone David Bloor no es otro que el de irrun1pir en ese ámbito, tocar lo into­
cable para la ratón moderna con los dedos de la razón misma, mostrar el cami­
no/mttodo por el que la investigación racional -y no la mera reacción intui­
tiva- puede dar cuenta de las condiciones sociales e históricas que dan forma
a los contenidos mismos de ese saber puro que permanecía como tabt'1 de la
modernidad ilustrada. A su empeño no escapará siquiera el saber matemático,
el bastión que se suponía más irreductible a los avatares de la historia y a .las
variaciones culturales, ese «lecho de roca firme» que -según Lakatos- se bas­
taría a sí mismo para sustentarse, ese saber que -para Bachelard- ni siquiera
descansa en la razón pues él mismo es el fundamento de toda racionalidad
posible.
(de la presen1ació11 de Emmrlrmel Lizca110 y Rubé11 Blanco)

David Bloor es en la actua]jdad director de la Science Studies Unit de la Univer­


sidad de Edimburgo, donde trabaja en sociología del conocimiento cicnufico y en
filosofía de la ciencia. Es autor de numerosas obras eatrc las que destacan los
libros:Wittge11slein:Asocia/TheoryofY '' '"""�'

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Código: 302440
David r lloor

CONOCIMIENTO E IMAGINARIO SOCIAL

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"Oflt f.ül. .. R, G'f;CtA MAYN[Z"
Ct\JDAO UNIV�SITARIA
MfXIC::0 10 O. f.

Serie: CLA•DE•MA
SOCIOLOGiA
Editorial Gedisa ofrece
los siguientes títulos sobre

SOCIOLOGÍA

MIQUEL DOMENECH y Sociología simétrica


FnANc1sco JAVIER TrRADO Ensayos sobre ciencia, tecnología
(c.;OMPS.) y sociedad
DAVID BLOOR Conocimiento e imaginario social
DOM!NIQUE MÉDA El trabajo.
Un valor ert peligro de extinción
JEAN-PIERRE DLPUY El sacrificio y la envidia
TEUN VAN DIJK Ideología
JüRGEN W. FALTF.R El extremismo político
en Alema,,ia
MICHAEL BAURMANN El mercado de la virtud
MANUEL GIL ANTÓN Conocimiento científico
y acción social
CARLOS SANTIAGO NlNO La constitución
de la democracia deliberativa
IRF.NE VASILACms DE GIALDlNO La construcción
de representaciones sociales.
Discurso político y prensa escrita
THEOOOR W. ADORNO Introducción a la sociologia
ENRJCl,UE LEFF (COMP.) Ciencias sociales
y formación ambiental
EMMÁNUEL LIZCANO Imaginario colectivo
y creación matemática
ROBERT A. DAHL Después de la revoluciór,
MICTIAEL TAUSSlG Un gigante en convrilsiones
IRING Fl!.'TSCHER La tolerancia
JON ELSTER «Egonomics»
JoNELSTER Justicia Local
JON ELSTER 1'uerca11 y tornillos
CONOCIMIENTO E
IMAGINARIO SOCIAL

por

David Bloor

Traducción castellana
a cargo de
Emmánuel Lizcano y
Rubén Blanco
Título del original en inglés: Knowledge and Social Imagery
© rnn, 1991 by David Bloor. All rights reserved

'lraduccihn: Emmánuel Lizcano y Rubén Blanco

Disc1io de cubierta· Marc Vails

Primera edición, mayo de 1998, Barcelona

Derechos para Lodas las ediciones en castellano:

© by Editorial Gedisa, S. A.
Muntaner, 460, entlo., l.'-'
08006 Barcelona, España
e-mail: gedisa@gcdisa.com
http://www.gcdisa.com

ISBN: 84-7432-628-1
Depósito legal: B-25088/1998

Impreso en Liberduplcx
C/ ConsLitució, 19, 08014-Barcelona

Impreso en Espana
Printed in Spain

quC'dn prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio


de impre:-,ión, ('n forma idéntica, extractada o modificada, en castella-
110 o nmlq1111•1 olrn 1dmma.
,..----- ·

Para Max Bloor

... - .
,
Indice

Presentación por Emmánuel Lizcano y Rubén Blanco . . . 13

Otras obras de David Bloor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Prólogo a la edición españ.ola (1998) 23

Prefacio a la segunda edición (1991) 27

Reconocimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

Capítulo primero. El programa fuerte en sociología


de] conocimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
El programa fuerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
La autonomía del conocimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
La objeción empirista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
La objeción de la autorrefutación . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
La objeción del conocimiento futuro . . . . . . . . . . . . . . . . 53

Capítulo segundo. Experiencia sensorial, materialismo


y verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
La fiabilidad de la experiencia sensorial . . . . . . ...... 60
Experiencia y creencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ..... . 70
Materialismo y explicación sociológica . . . . . . . . ...... 73
Verdad, correspondencia y convención . . . . . . . . ...... 77

Capftulo tercero. Fuentes de resistencia


al programa fuerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Una aproximación durkheimiana a la ciencia . . . . . . . . 90
Sociedad y conocimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

9
C11píl11lo cw11·tu C'oi1111·11111t•nto e imuginurio sociul:
un csludio de CHHO.................................. 10 l
El debate Popper-Kuhn ........................... 102
Jdeología ilustrada contra ideología romántica ....... 110
La ubicación histórica de las ideologías ........... .. 115
El vínculo entre los debates epistemológicos
y los ideológicos ....... . ...... ................. 126
Otra variable, el saber amenazado ............ ..... 128
La lección a aprender ............................ 132

Capítulo quinto. Una aproximación naturalista


a las matemáticas .................................. 139
La experiencia típic& de las matemáticas ..... ..... .. 140
La teoría de J.S. Mill sobre las matemáticas . ..... . .. 143
Las críticas de Frege a Mill ....................... 150
Aceptada la definición de objetividad de Frege
¿qué es lo que la satisface? ..................... 155
La teoría de Mili modificada por factores sociológicos . 158
Resumen y conclusiones ... ....................... 165

Capítulo sexto.¿Puede haber otras matemáticas? .... ... 169


¿Qué aspecto tendrían unas matemáticas
aJternativas? ........... ............ .......... 170
El «uno», ¿es un número? .................. . ...... 173
El número pitagórico y platónico ... . ............... 183
La metafísica de la raíz de dos ..... . ......... . ..... 188
Los infinjtésimos ................................ 191
Conclusión .. . ........ ... . ..... . ................ 196

Capítulo séptimo. La negociación en el pensamiento


lógico y matemático ......... ..... . ...... . ... . ...... 199
El consejo de Lord Mansfield ......... . ............ 200
Las paradojas del infinito ......................... 205
La lógica azande y la ciencia occidental ............. 208
La negociación de una demostración en matemáticas . 219

Capítulo octavo.Conclusión: ¿dónde nos encontramos? .. 233

10
PoHl'ru·io 1.oH :tl11q1WH ul prngr1111111 f't1C'l'IC' •......•...... 2:39
;,< !ómo no ntHc1:ir ni prow·amél fuerte? . . . . . . . . . . . ... . 240
Covnrianza, causalidad y ciencia cognitiva .......... 241
La «refutación definitiva» de las explicaciones
por intereses . . . . ..... . .. . . . .. . . . . ... . . ....... 248
La acusación de idealismo ........................ 252
Simetría perdida y simetría recuperada ........... .. 255
Las matemáticas y el ámbito de lo necesai;o ...... . .. 260
Conclusión: ciencia y herejía ... . .... .... . . ........ 266

Bibliografia .. . ........ . .. . ........... . .. . ...... . . . 269

Índice temático .................................... 281

Índice onomástico .............. .............. . .. ... 285

11
Presentación

¿Por qué traducir al español este texto ahora, veintidós años


después de su primera edición inglesa? Varias rnzones de peso
avalan una decisión que sería obvia si para nuestra industria
editorial -salvo excepciones como la actual- el pensamiento
no fuera un producto con fecha de caducidad.
La primera y principal razón descansa en la propia origina­
lidad, audacia y calado de su planteamiento. Todas las épocas y
culturas circundan ciertos ámbitos de saber con una serie de
reglas protectoras que preservan sus contenidos de cualquier
contaminación social, asumiéndolos como puros e intocables:
es el ámbito de lo sagrado, de aquello que no puede explicarse ...
porque es el fundamento de toda explicación posible. La socio­
logía del conocimiento, que nace precisamente del decidido pro­
pósito de desenmascarar esas ilusiones colectivas y devolver
las ideas descarnadas -filosóficas, políticas, religiosas o de
cualquier tipo- a los cuerpos sociales que las habían alumbra­
do, tampoco dejó de excluir de esa voluntad prometeica ciertos
contenidos especiales: aquéllos que afectaban al conocimiento
científico, lógico y matemático. Para Marx, Mannheim, Dmk­
heim, Merton y toda la sociología moderna e ilustrada, esas for­
mas de saber escapan a toda determinación social, lo que viene
a reforzar las reglas protectoras que la epistemología traza, por
propio oficio, para ese nuevo espacio de lo sagrado en que se
funda la modernidad. Pues bien, el objetivo del progrania fuer­
te en sociología del conocimiento que aquí propone David Bloor
no es otro que el de irrumpir en ese ámbito, tocar lo intocable
para la razón moderna con los dedos de la razón misma, mos­
trar el camino/método por el que la investigación racional -y
no la mera reacción intuitiva- puede dar cuenta de las condi­
ciones sociales e históricas que dan forma a los conterudos mis-

13
mos de ese saber puro que permanecía como tabú de la moder­
nidad llustrada. A su empeño no escapará siquiera el saber ma­
temático, el bastión que se suponía más irreductible a los ava­
tarns de la historia y a las variaciones culturales, ese «1echo de
roca firme» que -según Lakatos- se bastaría a sí mismo para
sustentarse, ese saber que -para Bachelard- ni siquiera des­
cansa en la razón pues él mismo es el fundamento de toda ra­
cionalidad posib]e.
En segundo lugar, es ahora cuando puede decirse -precisa­
mente tras ese par de décadas transcurridas desde su publica­
ción original- que este trabajo de David Bloor es ya un clásico
que marca un hito en los estudios sociales de la ciencia, como
en su momento lo marcaron Merton o Kuhn. Conocimiento e
imagiriario social no se limita a diseñar y poner en marcha un
potente programa de investigación -el programa fuerte en so­
ciología del conocimiento- sino que, desbordando el campo es­
trictamente sociológico, ha obligado a revisar radicalmente los
presupuestos de las concepciones dominantes sobre la ciencia,
]a lógica y las matemáticas. Durante este tiempo, esta obra se
ha ido convil'tiendo en referencia obligada -y casi siempre po­
lémica- para cualquier reflexión sobre el conocimiento cientí­
fico; se ha revelado como un catalizador que ha pennitido pre­
cipitar las más encontradas orientaciones teóricas, para las
que el programa fuerte se impone como una piedra de toque
ineludible. La acidez que a menudo ha rodeado estas polémicas
es buena muestra de que la originalidad de la obra excede e]
ámbito de la investigación sociológica y ha llegado a afectar
fronteras disciplinarias firmemente establecidas, como la que
tradicionalmente separaba la sociología, la historia y la filoso­
fía de la ciencia; esta dislocación -si no disolución- de fronte­
ras no podía dejar de repercutir en La correspondiente división
del trabajo intelectual y en la lucha por los respectivos campos
de poder e influencia. Desde David Bloor, la confortable divi­
sión entre un contexto de descubriniiento y otro contexto de jus­
iificación se confunde, y salta por los aires e] apacible pacto im­
plícito entre sociólogos y filósofos (epistemólogos, metodólogos,
mon:ilistas... l que confinaba a los primeros al estudio de las
f
condiciones de producción de conocimiento cientí ico (la comu­
nidad científica mertoniana) para conceder a los segundos la
consideración de los criterios de vaJidación de sus productos (el

I ,/
conocimiento científico). La caja negra que mantenía resguar­
dados los contenidos propios de la ciencia (teorías, leyes, de­
mostraciones, conceptos, teoremas ... ) se ha revelado, al abrir­
se, como una auténtica caja de Pandora.
En tercer lugar, ya dentro del propio ámbito sociológico, el
programa fuerte ha mostrado una fecundidad inusual. Por lo
común, los recientes estudios sociales de la ciencia asumen el
principio de simetría del programa fuerte como un presupuesto
casi fundacional: si suele admitirse que los errores científicos
obedecen a causas sociales, no parece razonable mantener que
las verdades científicas lluevan del cielo. La asunción, rechazo,
matización o superación de los tres princjpios restantes ha ido
perfilando, sin embargo, diferentes líneas de investigación.
Para unos, el programa fuerte ha de debilitarse, pues la aspira­
ción a teorías generales o la búsqueda de vínculos causales, con
la que se pretende equiparar la sociología con las ciencias du­
ras, son insostenibles en el ámbito social. Otros verán en el
principio de reflexividad una cierta autorrefutación del propio
programa o bien una este1ilizante tendencia al ensimisma­
miento, pero no faltan tampoco quienes lo radicalizan para
adentrarse en el campo de los sistemas complejos. Para otros,
en fin, el programa fuerte aún es demasiado débil, pues cae en
lo mismo que denuncia al reificar los factores sociales de la
ciencia igual que ésta reifica Los objetos físicos: habría que am­
pliar el principio de simetría para llegar también a explicar en
los mismos términos lo natural y lo social. Sea como fuere, el
programa fuerte se ha convertido en un referente fundamental
para los actuales estudios sociales de la ciencia y, comoquiera
que bastantes de estos trabajos están sícndo publicados recien­
temente en español (Barry Bru·nes, Steve Woolgar, Bruno La­
tour, Harry Collins, Trevor Pincb ... ), mal pueden entenderse
sin él.
La ambición teórica de David Bloor, unida a su sensibilidad
hacia los casos concretos, sitúa así su obra en un cruce de
orientaciones y disciplinas (sociología, psicología, antropología,
lógica y matemáticas, historia, epistemología y filosofía de la
ciencia ... ) que las va sacando de sus respectivas casillas para
facilitar un tránsito entre ellas al que el lector se ve conducido
con toda «naturalidad». Cada una proporciona una llave para
occeder a otra por una puerta inesperada: la epistemología

/,5
puede manifestarse como una forma de religión, ]as matemáti­
cas revelan ciertos prejuicios habituaJes entre los historiado­
res, la antropología relativiza la lógica formal... El programa
fuerte desborda así, con mucho, el marco disciplinario de la so­
ciología del conocimiento en el que a sí mismo se inscribió ini­
cialmente.
No deja de ser paradójico que muchas de las críticas recibi­
das -como menciona David Bloor en el prólogo a la presente
edición- le achaquen una actitud irracionalista y anticientífi­
ca, cuando el estudio de la ciencia que David Bloor emprende
aquí está animado de una auténtica voluntad científica, casi
diríamos que de una voluntad científica al viejo estilo. Para
ello, construye conceptos, formula hipótesis susceptibles de
contrastación empírica, define criterios y reglas metodo]ógicas
que orienten la investigación, conjetura conexiones causales, y
pone a prueba sus formulaciones con el estudfo de casos toma­
dos de las más diferentes épocas y disciplinas científicas. Es
decir, se propone hacer ciencia en el sentido fuerte del término,
y acaso sea eso lo que moleste: que, no obstante su declarado
empirismo, desborde esa sociología trivial que se agota en legi­
timar sus prejuicios y concluir obviedades, pero también que,
pese a su voluntad te6rica, no sacrifique la capacidad de suge­
rencia de lo múltiple y concreto en los altares normativos erigi­
dos por los autoproclamados guaxdianes de la ciencia, sean ex­
pertos en ética, epistemólogos o filósofos más o menos reaJistas
o analíticos. Que el programa fuerte venga siendo objeto habi­
tual del fuego cruzado de sociólogos débiles y filósofos fuertes,
insólitamente aunados aquí por idéntica vindicación del realis­
mo, parece indfoar que pone el dedo en muchas llagas. Es signi­
ficativo que, como hemos podido constatar en numerosas pre­
sentaciones públicas de estas tesis, los matemáticos, físicos o
ingenieros resulten mucho más receptivos, e incluso estimula­
dos por ellas, que los filósofos o sociólogos, cuya reacción más
común oscila entre la irritación y el desdén.
Pero, pese a la p1·ofunda alteración desencadenada por el
planteamiento de David Bloor y por sus derivaciones (o acaso
precisamente por ello), estos más de veinte años transcmridos
han tenido también otro efecto bien distinto, si no opuesto: el
propio pro¡(r<wia /iterte ha superado su fase preparadigmátka
por n•1·11rrir n In terminología kuhniana- y ha alcanzado un

, li
estadio de ciencia normal, con un paradigma imperante acep­
tado por sus componentes y con una «práctica normal» de «re­
solución de problemas cotidianos», que le permite ir consoli­
dando resultados adquiridos y experimentar una sólida expan­
sión institucional. Concebido para ab1;r la caja negra de la
ciencia, él mismo se ha convertido en una caja negra, toda vez
que buena parte de sus supuestos (como los c1·iterios de sime­
tría, imparcialidad y reflexividad) y orientaciones (constructi­
vismo, relativismo) se dan habitualmente por sentados en nu­
merosas investigaciones. Esta conversión del programa fuerte
en caja negra ha sido fundamental para la consolidación de la
Sociología del Conocimiento Científico como disciplina.
Recientemente Barry Barnes, John Henry y el propio David
Bloor, 1 al hacer balance de su obra, reafirman los principios bá­
sicos expuestos en los primeros trabajos del programa fuerte y
siguen afirmando los siguientes puntos como señai:i de identi­
dad del mismo:

- El carácter contextual de las observaciones, que depen­


den de los presupuestos del observador.
- La existencia de un componente intrínsecamente social
en todo conocimiento.
- El experimento como una forma de vida práctica.
- Las formas de clasificación como convenciones sociales.
- Los procedimientos ostensivos como procesos sociales.
- La afirmación del empirismo y de estrategias realistas.
- Las teorías cientüicas corno metáforas.

Pese a sus insuficiencias e ingenuidades, lo que no puede


negarse es que el programa fuerte ha creado tanto una saluda­
ble conmoción en los modos de pensar y estudiar las ciencias
como todo un aparato intelectual que ha impulsado el despegue
de los hoy vigorosos Estudios Sociales de la Ciencia. Lo que no
es poco.

Emmánuel Lizcano y Rubén Blanco

l. Vc•m,c Barnes, B , Bloor, D. y Henry, J.< 1996): Scientific Knowledge: A


S,ww/11�1cnl Annlysis, London, Athlone Press.

17
Otras obras de David Bloor

Bloor, D. (1971), «'l\vo Paradigms for Scienlific Knowledge?»,


en: Science Studies, l; 101-115.
Bloor, D. (1971), «The Dialectics of Metaphor», en: lnquiry , 14;
430-444.
Bloor, D. (1973), «Wittgenstein and Mannheim on the Sociology
of Mathematics», en: Studies in the History and Philosophy
of Science, 4; 173-191; traducción castel1ana: ,. Wittgenstein
y Mannheim sobre la Sociología de las Matemáticas», en
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Bloor, D. (1973), «Are PhilosophersAverse to Science?», en: D.
Edge y A. Wolfe (comps.), Meaning and Control, Tavistock
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Bloor, D. (1974), «Popper's Mystification of Objective Knowled­
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Bloor, D. (1974), «Rearguard Rationalism», en: /SIS, 65; 249-
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Bloor, D. (1975), «Epistemology or Psychology?», en: Studies ,n
the History and Philosophy of Science, 5; 382-395.
Bloor, D. (1975), «A Philosophical Approach to Science», en: So­
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Bloor, D. (1988), «Rationalism, Supcrnaturalism and the So­
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(comps.): Scientific Knowledgc Socialized, Reidel, Dordrecht.
Bloor, D. ( 1989), «Prof. Campbell on Models of Language Lear­
ning and the Sociology of Science: A Reply», en: S. Fuller e.
n (<'omps. 1: The Cognttiue Turn, Reidel, Dordrecht.

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about 2+2=4?», en: P. Ernest (comp.), Mathematics, Educa­
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2+2=4?», en: Polftica y Sociedad, (1993-4) 14/15: 67-75.
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en: H. Sluga y D. Stern (comps.), The Cambridge Companion
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Sociology of Knowledgc», en: M. Hollis y S. Lukes (comps.),
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castellana: «Relativismo, racionalismo y sociología del cono­
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J. L. Luján López (comps.), Ciencia, tecnología y sociedad.
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en M. Douglas (comp.), Essays in the Sociology of Perception,
Rout.ledgc & KC'gan Paul, Londres.

21
Prólogo a la edición española
(1998)

Me siento honrado de contribuir con este prólogo a la traduc­


ción española de Conocimiento e imagmario social. Quiero agra­
decer a mis traductores, los profesores Ernmánuel Lizcano y Ru­
bén Blanco, el dificil trabajo que debe haber supuesto esta tarea.
Sólo he tenido el placer de conocer personalmente a uno de ellos,
en concreto, al profesor Rubén Blanco cuando disfrutó de varias
estancias en la Science Studies Unít de la Universidad de Edim­
burgo y confío plenamente en que esa::; estancias le habrán ayu­
dado a conseguir que esta traducción refleje correctamente el
espíritu del programa sociológico esbozado en este libro.
Quizá debiern aprovechar esta oportunidad para decir algo
muy breve sobre el tl·asfondo de este enfoque. Por decirlo sucin­
tamente, buena parte de los malentendidos y de la hostilidad
que han rodeado a esta obra se podrían haber evitado. Me he
sentido profundamente sorprendido de que algunos críticos me
hayan atribuido afirmaciones tan diferentes de las que real­
mente he mantenido. Por ejemplo, a este trabajo se le han im­
putado con bastante frecuencia y ligereza actitudes anticientí­
ficas. Nada más lejos de la verdad. Mi propósito no es otro que
examinar el conocimiento científico tal y como creo que los pro­
pios científicos examinan cualquier otro objeto. Una sociedad
pluralista y diversa debe dejar lugar a la crítica, pues nuestras
instituciones nunca son tan perfectas como para que no valga
la pena permitir que puedan expresarse quienes son hostiles a
ellas. Por obstinados que puedan ser, siempre habrá un lugar
en In academia para el francotirador, el cínico, el reaccionario o
el pmvocndor, siempre que desarrollen sus ideas de forma inte­
rN,antc e intrligcntr' Yo defendería, por tanlo, el derecho de un
intelectual académico a ser anticienlífico, pero no es ése un pa­
pel que me atraiga personalmente y tampoco era ésa mi inten­
ción al escribir esta obra.
Más en concreto, hay un tema que aparece repetidamente
en ]as críticaR a la sociología del conocimiento al que aquí quiero
prestar especial atención; se trata del papel que juega la «prue­
ba» en el conocimiento científico*. Escogeré una formulación re­
ciente de esas críticas para ilustrar con ella los malentendidos
habituales.
Argumentaba un físico teórico en el Phystcs World"* que, aun­
que podía haber habido todo tipo de influencias socialeH en la
aceptación de teorías como las de Oarwin o Newton, también
Ja evidencia en favor de esas ideas había jugado un papel rele­
vante. Y esto se plantea como una critica al enfoque (presunta­
mente) adoptado en trabajos como el de este libro, al que se cita
expresamente. Consideremos las consecuencias. Se sugie1·e que
hay dos tipos de iníluE>ncia: social y probatoria. De ambas-dice
nuestro crítico-- sólo una concierne al sociólogo, que as1 pasa
por alto, ignora o niega el papel de la segunda («cognitiva» y pro­
batoria). ¿Qué debe hacer ante esto el sociólogo?, ¿defender que
se han tenido en cuenta ambos factores? No, ésa no seria la res­
puesta adecuada, porque acepta los términos sobre los que se
articula la critica, y son esos términos precisamente los que de­
ben ponerse en cuestión. No hay dos tipos diferentes de «facto­
res», sociales y cognitivos. Por supuesto que hay cosas tales como
la «prueba» y por supuesto que los científicos se muestran habi­
tual y rutinariamente sensibles a ella e influidos por ella. Pero
la cuestión está en que lo probatorio y lo social no son clases di­
ferentes de cosas. Más bien, el que algo sea probatorio, y sea
capaz de funcionar como tal, es por sí mismo un fenómeno que

* El termino inglés empleado aquí por Bloor es ,,1,idence, que tiene tanto el
significado de •-evidencia» como rl de �prueba», rcfiriéodosCI con él a la «evi­
dencia aportada por las pruebas•. Traducimos aquí, pues, eu1de11ce indistinta­
mente como -<prueba» o como •eVJdencia», y euidentiul como •probatorio ... En
l•l resto del libro, se reserva en general el término «prueba» <en su sentido de
-demostración o -prueba deductiva, 1 para traducir proof y el de «comproba­
rnin o "contraslnc-ión• CPn t>I senLLdo de «prueba empirica�J para traducir test.
1 N d1• lm, 1'. 1
Vc•ns<• Hric-mont, -8c-1ence Sludies - What's Wrong? , Physics World, Dic.
( l!1!)7), 1 !'i 16

�,
requiere un análisis sociológico; por decirlo brevemente, la prue­
ba o evidencia es un fenómeno social. Déjenme explicar por qué
esto es así, y por qué, al decir esto, no trato de criticar, desacre­
ditar ni devaluar su papel. Antes de que el fenómeno e sea una
prueba de la proposición p, debe haber algún tipo de entendi­
miento p1·evio que establezca su relevancia respectiva. La cosa
es clara incluso en la vida coticliana: una huella dactilar sólo es
una «prueba» en el contexto de una investigación o de una pre­
gunta como «¿quién cometió el crimen?». Andar por ahí con una
lupa buscando huellas dactilares y cliciendo «estoy buscando
pruebas,,, cuando no hay ni crimen ni investigación, es hacer el
icliota, aunque también podría tratarse sólo de una broma o de
una representación, como si se estuviera imitando a Sherlock
HoJmes. Pues bien, a un nivel más profundo y significativo, e]
principio que se aplica a la investigación cientüica es el mismo.
Los inclividuos deben compartir un propósito y un esquema de
ideas antes de que las pruebas puedan dar un sentido a sus ac­
tividades. Thomas Kuhn habría dicho, creo que correctamente,
que debe haber un «paradigma» (un objetivo acordado y com­
partido sobre el que modelar la investigación) antes de que
pueda haber relaciones probatorias que sean significativas y
coherentes. Preguntémonos entonces, ¿en virtud de qué puede
darse un paracligma? O bien, ¿de qué naturaleza son los objeti­
vos compartidos y los esquemas comunes de ideas? Las posi­
bles respuestas deberían ir por aquí: algo es un paradigma
para un grupo si, y sólo si, los miembros de ese grupo Jo consi­
deran un paracligma; lo que hace de él un paradigma son las
creencias y las acciones de los miembros del grupo, en la me­
dida en que se orientan en función de él como paradigma. En
otras palabras, algo se constituye como paradigma a través de
un proceso social similar a aquéllos por los que algo se constitu­
ye como moneda: algo es clinero cuando los miembros de un
grupo lo tratan como dinero y creen que es dinero. Todo esto po­
cfría expresarse cliciendo que «ser un parac ligma» es por sí mis­
mo un status social; y cuando un conjunto de trabajos obtiene
ese status social, va estampando cierta forma y contenido en
las investigaciones y resultados subsiguientes. El paradigma
define 1os términos en que se plantean los problemas y sumi­
nistra un modelo para que una solución se considere aceptable,
ai-;í como los recursos para enfrentarse a los problemas y las

25
anomalías; de esta manera va conformando los rasgos funda­
mentales del contenido del conocimiento que se sigue de él. Po­
demos ver entonces cómo tal conformación de los contenidos del
conocimiento fluye del proceso social original a través del cual
algo se constituye como paradigma. Y lo que puede decirse para
los paradigmas kuhnianos también puede decirse, en los mis­
mos términos, para otras caracterizaciones de] conocimiento,
como cuando hablamos de objetivos, intenciones o esquemas de
ideas compartidos.
No hay nada de espinoso en estas ideas si se plantean con cla­
ridad y concreción; no son sino modos de decir qué supone ver
e] conocimiento como una institución y qué implica tomar en con­
sideración los elementos convencionales que intervienen en cual­
quier cuerpo de trabajo científico. Todo lo que he hecho es in­
tentar poner de manifiesto algunos de los aspectos básicos de
un enfoque sociológico del conocimiento. Espero que baste cap­
tar el carácter del enfoque sociológico en un solo caso, como pue­
de ser éste, para que se tenga la llave con la que abrir la puerta
a esta manera general de pensar. Y espero que también quede
claro que en esto no hay nada de intrínsecamente amenazador
para el status de la ciencia, salvo, por supuesto, que creamos
por alguna razón que la ciencia sólo puede sobrevivir dejando
que sus practicantes mantengan una imagen falsa y mítica de
su propia actividad. Yo no tengo una visión tan pesimista. Creo
que tales conceptos sociológicos son completamente neutrales
respecto al valor del conocimiento que se considere, que no com­
prometen para nada la evaluación que pueda hacerse de él. En
verdad, hacer este tipo de observaciones y desarrollar esta pers­
pectiva no es «desacreditar» la ciencia, aunque se perciba así
una y otra vez. Sólo se me ocurre sugerir que la comparación
que hago en este libro entre ciencia y religión explica de algún
modo esa reacción horrorizada que provoca el intento de ver la
ciencia misma con imparcialidad científica.

DavidBloor
Science Studies Unit
Edinburgh

' l{
j
Prefacio a la segunda edición
(1991)

La segunda edición de Conocimiento e imaginario social t,ie­


ne dos partes: el texto de la primera edición más un nuevo y
substancial Posfacio en el cual contest.o a los críticos. He resis­
tido la tentación de alterar la presentación original del asunto
de la sociología del conocimiento, si bien he aprovechado la oca­
sión para corregir errores menores como los ortográficos. Tam­
bién he realizado unas mínimas alteraciones estilísticas allí
donde el lenguaje del libro se ha desfasado. Al margen de estos
cambios, el texto de la primera parte no se ha variado. En lo que
atañe a la segunda parte, los ataques de los crít.icos no me han
convencido de la necesidad de adentrarme en ningún tema con­
creto de especial import.ancia. De hecho, e] fracaso de tales ata­
ques ha reforzad.o mi creencia en el valor de una comprensión
naturalist,a del conocimiento, en la que la sociología juega un pa­
pel central. Espero que los argumentos que ofrezco en e l Pos­
facio muestren esta cuestión como una respuesta razonada y
justificada. Debido al volumen de las críticas, no he podido se­
guir todos los giros y vueltas de los argumentos. Por lo tanto,
he restringido la discusión a los esenciales y he evitado repetir
las contestaciones que ya he dado en otros lugares. Sin embar­
go, los temas cubiertos en el Posfacio represent.an las principa­
les áreas de disputa en este campo. Excepcionalmente he deja­
do fuera la objeción habitual de que una sociología relativista
del conocimiento es auto-refulante. Esta cuestión se discute en
el texto principal y los puntos y abiertos son tratados de mane­
ra convincente en Hesse (1980).
Si hoy en día tuviera que comenzar a escribir el libro, podría
referirme a una cantidad considerablemente mayor de trabajos

27
empíricos en el ámbito de la sociología histórica del conocimien­
t.o. La principal prueba de la posibilidad de la sociología del co­
nocimiento es su actualidad. El admirable ensayo bibliográfico
de Shapin, «History of science and its sociological reconstruc­
tions» (1982), se ha convertido en recurso y guía vital para po­
ner en orden las bases empíricas del tema. Desde su publica­
ción, el campo se ha enriquecido enormemente. Ahora tenemos
logros académicos impresionantes como The politics of evolution
(1989) de Desmond, The great deuonian controuersy (1985) de
Rudwick y Leviathan a11d the atr-pump ( 1985) de Shapin y
Schaffer. Junto a éstos, existen importantes contribuciones
empíricas llevadas a cabo por los propios sociólogos del conoci­
miento, como los trabajos de Collins sobre la replicación de las
detecciones de las ondas de gravedad (1985), el análisis socioló­
gico de Pickering de la física de partículas elementales (1984> y
la descripción de Pinch de la medida del ílujo de los neutrinos
solares( 1986). Asimismo, en el intrigante campo de la sociolo­
gía de las matemáticas podría citar el poderoso análisis histó­
rico-filosófico de K.itcher, The nature of mathematics knowledge
( 1984), el de Mackenzie, Statistics in Brilain, 1865-1930 ( 1981)
y el de Richards, Matematical vLszons (1988).
El efecto acumulativo de éstos y de similares trabajos ha al­
terado los términos del debate, que se ha inclinado en favor del
programa fuerte. Y eso a pesar de iliferencias de opinión tan
inevitables como saludables y de los muchos problemas aún no
resueltos. Por supuesto, los datos empíricos e históricos nunca
triunfarán por si solos. El argumento completo debe desarro­
llarse empírica y teóricamente. Esto es absolutamente recono­
cido por los autores antes mencionados y, de una u otra mane­
ra, se lleva a cabo en sus trabajos. Pongo especial atención en
este hecho para justificar el tratamient.o que aquí ofrezco. No
puedo pretender plantear nuevos estudios de caso, sino sólo
una determinada defensa de algunos argumentos teóricos un­
portantes. Aún es necesaria la realización de un trabajo de este
tipo, como podrá apreciar cualquiera que estudie las críticas fi­
losóficas planteadas en el Posfacio.
No todas las evaluaciones filosóficas independientes de la
l-10ciologia de] conocimiento llegan a resultados negativos. Oca­
Aionalmcnte, y en distintos grados, Gellatly(1980); Hesse (1980);
,Jennings (19841 y Manicas y Roscnberg(1985) son buena mues-
tra de lo contrario. Aunque me siento en deuda con todos los crí­
ticos cuyos ataques han ayudado a llamar la atención sobre
este trabajo, estoy -por supuesto- particularmente agradecido
a estos aliados. Debo agradecer también a la dirección de The
University of Chicago Press y a sus responsables el apoyo y
ayuda prestados a la idea de una segunda edición y a la prepa­
ración de la misma.

David Bloor
Science Studies Unit
Edinburgh

29
Reconocimientos

Deseo expresar mi agradecimiento a las distintas personas


que amablemente leyeron los diferentes borradores y partes
del libro durante su preparación. Éstas son Barry Barnes, Celia
Bloor, David Edge, Donald Mackenzie, Martin Rudwick y Steven
Shapin. En todos los casos me he beneficiado enormemente de
sus comentarios y críticas. Mis animosos críticos no siempre han
estado de acuerdo con lo que he dicho y por esto debo acen­
tuar que ellos no son de ninguna forma responsables del resul­
tado final. Quizá hubiera sido prudente llevar a cabo cambios
mucho más amplios de los realizados a la luz de sus comentru;os.
Es de justicia que destaque de esa lista a uno de mis colegas ,
Barry Barnes , de la Science Studies Unit. La razón es que quie­
ro expresar mi gran deuda con su pensamiento y con su trabajo.
Ésta es demasiado amplia para mencionarla en las notas a pie
de página, pero sin embargo la siento profundamente. De igual
manera, mejor que hacer repetidas referencias a su libro Scien­
ti{tc knowledge and sociological theory (1974), espero que un re­
conocimiento general sea suficiente. Ciertamente, quien esté
inleresado en el punto de vista que se desarrolla en el presenle
libro encontrará las discusiones de Barry Barnes de primera
importancia. Sin embargo, aunque nuestros dos libros compar­
ten premisas importantes, desarrollan temas muy diferentes y
orientan sus argumentos hacia ámbitos bastante distintos.
Estoy agradecido a Hutchinson Publishing Group Ltd por el
permiso para usar un diagrama de la página 13 de The power
of' mathematics de Z.P. Dienes 0964). Debo también aludir a
mi aprecio por los historiadores de la ciencia cuy a erudición he
suq ueado para proveerme de ejemplos e ilustraciones. Con fre­
cu<'ncia, he debido utilizar sus trabajos de una manera que ellos
no nprohnr,un.

,'JI
Capítulo primero
El programa fuerte en
sociología del conocimiento

La sociología del conocimiento ¿puede investigar y explicar el


contenido y la naturaleza mismos del conocimiento científico?
Muchos sociólogos creen que no. Afirman que un conocimiento
de ese tipo, tan distinto de las circunstancias que rodean su
producción, está más allá de su comprensión. Volunlariam.cnte
limitan el alcance de sus propias investigaciones. Yo argüiré
que esto significa una traición a la perspectiva de su disciplina,
pues todo conocimiento, ya sea en las ciencias empíricas e in­
cluso en las matemáticas, debe tratarse, de principio a fin, como
ai,unto a investigar. Las limitaciones que existen para el soció­
logo consii;t..en sólo en tomar material de ciencias afines como la
psicología o en depender de las investigaciones de especialistas
de otras disciplinas. No existen limitaciones que residan en el
carácter absoluto o trascendente del conocimiento científico
mismo, o en que la racionalidad, la validez, la verdad o la obje­
tividad tengan una naturaleza especial.
Se debería poder esperar que la tendencia natural de una
disciplina como la sociología del conocimiento se expanda y ge­
neralice, pasando de los estudios de las cosmologías primitivas
a las de nuestra propia cultura. Pero éste es precisamente el
paso que los sociólogos se han estado resistiendo a dar. Además,
la sociología del conocimiento pudo haber penetrado con más
fuerza en el área que actualmente ocupan los filósofos, a quie­
nes se les ha permitido ocuparse de la tarea de definir la natu­
raleza del conocimiento. De hecho, los sociólogos han estado de­
masiado dispuestos a limitar su preocupación por la ciencia a su
marco institucional y a factores externos que se relacionan con
su tasa de crecimiento o con su dirección, lo cual deja sin tocar
la naturaleza del conocimfonto que así se crea (véase Ben-Da­
vid, 1971; De Gré, 1967; Merton,1964 y Stark, 1958).
¿Cuál es la causa de esta duda y de este pesimismo? ¿Se debe
acaso a las enormes dificultades intelectuales y prácticas que
pudieran cernirse sobre un programa así? Es verdad que éstas
no deben subestimarse. Podemos hacernos una idea de su tama­
ño a partir del esfuerzo empleado para alcanzar metas más l.imj­
tadas; pero, de hecho, éstas no son las razones que se alegan.
¿Le faltan al sociólogo teorías y métodos con los cuales maneja1·
el conocimiento científico? Ciertamente no. Su propia discipli­
na le proporciona estudios ejemplares del conocimiento propio
de otras culturas que podrian usarse como modelos y fuentes de
inspiración. El estudio clásico de Durkheim. Las formas elemen­
tales de la vida religiosa, muestra cómo un sociólogo puede pe­
netrar en lo más profundo de una forma de conocimiento. Más aún,
Durkheim ofreció numerosas sugerencias sobre cómo se podrían
relacionar sus descubrimientos con el estudio del conocimiento
científico, pero a estas sugerencias se hicieron oídos sordos.
La causa de la vacilación en colocar a la ciencia en el punto
de mira de un estudio sociológico exhaustivo es sólo la falta de
valor y de voluntad, pues se la considera una empresa conde­
nada al fracaso. Desde luego, la falta de valor tiene unas raíces
más profundas de lo que sugiere esta caracterización puramen­
te psicológica, y las indicaremos más adelante. Cualquiera que
sea la razón de la enfermedad, sus síntomas adoptan la forma
de una argumentación filosófica a priori. Así, los sociólogos es­
t.án convencidos de que la ciencia es un caso especial y de que
se les vendrían encima cantidad de contradicciones y absw·dos
si ignoraran este hecho. Naturalmente, los filósofos están su­
mamente dispuestos a alentar este acto de renuncia (por ejem­
plo, Lak.atos, 1971; Popper, 1966).
El propósito de este libro es combatir estas razones e inhibi­
ciones, por lo que las discusiones que siguen tendrán que ser
-algu nas veces, aunque no siempre- más metodológicas que
sustantivas; pero espero que su efecto sea positivo. Mi propósi­
to es suministrar armas a todos aquellos que emp1·endan un
t.rabajo constructivo para ayudarles a atacar a sus críticos y a
los cscépt.icos.
Primero me referiré a lo que llamo el programa fuerte en so­
ciologi a del conocimiento. Éste proporcionará el marco dentro
del cual se considerarán luego las dificultades con detalle. Como
los argumentos a priori están siempre empapados de suposicio­
nes y actitudes subyacentes, habrá que traer éstas a la superfi­
cie para poder examinarlas también. Éste será el segundo
terna importante y es aquí donde empezarán a sm-gir hipótesis
sociológicas sustanciales respecto de nuestra concepción de la
ciencia. El tercer gran tema se referirá a lo que acaso sea el
obstáculo más difícil para la sociología del conocimiento, a sa­
ber, las matemáticas y la lógica. Pondremos de manifiesto que
los problemas de principio involucrados no son, de hecho, excesi­
vamente técnicos. Y señalaremos cómo se pueden estudiar estos
temas sociológicamente.

El programa fuerte

El sociólogo se ocupa del conocimiento, incluso del conoci­


miento científico, como de un fenómeno natural, por lo que su
definición del conocimiento será bastante diferente tanto de la
del hombre común como de la del filósofo. En Jugar de definirlo r
como una creencia verdadera, o quizá corno una creencia jus­
tificadamente verdadera, para el sociólogo el conocimiento es
cualquier cosa que la gente tome como conocimiento. Son aque-
llas creencias que la gente sostiene confiadamente y mediante
las cuales viven. En particular, el sociólogo se ocupará de las /
creencias que se dan por sentadas o están institucionalizadas, • •
o de aquéllas a las que ciertos grupos humanos han dotado de
autoridad. Desde Juego, se debe distinguir entre conocimiento y
mera creencia, lo que se puede hacer reservando la palabra «co­
nocimiento» para lo que tiene una aprobación colectiva, conside­
rando lo individual e idiosincrásico como mera creencia.
Nuestras ideas sobre el funcionamiento del mundo han va­
riado muchísimo, tanto en la ciencia como en otros ámbitos de
la cultura. Tales variaciones constituyen el punto de partida /
1
de la sociología del conocimiento y representan su problema
principal. ¿Cuáles son las causas de esta variación, y cómo y por

35
qué se produce? La sociología del conocimiento apunta hacia la
ct1stribución de las creencias y los diversos factores que influ­
yen en ellas. Por ejemplo: ¿cómo se transmite el conocimiento;
qué estabilidad tiene; qué procesos contribuyen a su creación y
mantenimiento; cómo se organiza y se categoriza en diferentes
disciplinas y esferas?
Para el sociólogo estos temas reclaman investigación y ex­
plicación. El trata de caracterizar el conocimiento de manera
tal que esté de acuerdo con esta perspectiva. Sus ideas, por
tanto. se expresarán en el mismo lenguaje causal que las de
cualquier olro científico. Su preocupación consistirá en locali­
zar las regularidades y principios o procesos generales que pa­
recen funcionar dentro del campo al que pertenecen sus datos.
,, Su meta será construir teorías que expliquen dichas regulari­
dades; �i estas teorías satisfacen el i-equisito de máxima gene­
ralidad tendrán que aplicarse tanto a las creencias verdaderas
como a las falsas y, en la medida de lo posible, el mismo tipo de
explicación se lendrá que aplicar en ambos casos. La meta de la
fisiología es explicar el organismo sano y el enfermo; la meta de
la mecánica es comprender las máquinas que funcionan y las
que no funcionan, tanto los puentes que se sostienen como los
que se caen. De manera similar, e] sociólogo busca teorías
\ que expliquen las creencias que existen de hecho, al margen
de cómo las evalúe el investigador.
Algunos problemas típicos en este campo que ya han propor­
cionado algunos hallazgos. interesantes pueden servir para
ilustrar este enfoque. Ptim�ro, se han hecho estudios sobre las
conexiones entre la estructura social genera] de los grupos y la
forma general de las cosmologías que sostienen. Los antropólo­
gos han encontrado ciertas correlaciones sociales y las posibles
causas por las cuales los hombres tienen concepciones del mun­
do antropomórficas y mágicas que no son la concepción imper­
sonal y naturalista (Douglas, 1966 y 1970). Segundo, se han
hecho estudios que han trazado las conexiones entre el desa-
1Tollo económico, técnico e industrial y el contenido de las teo­
rías científicas. Por ejemplo, se ha estudiado con mucho detalle
el impacto de los desarrollos prácticos de la tecnología hidráuli­
ca y de vapor sobre el contenido de las teorias termodinámicas.
El nexo caus,aJ no es objeto de discusión (Kuhn, 1959; Cardwell,
1971). Tercef-o, hay muchas pruebas de qué características cu]-

.W
turales, que usualmente se consideran no científicas, influyen
en gran medida tanto en la creación como en la evaluación de
teorías y descubrimientos científicos. Así, se ha mostrado q_ue
son preocupaciones eugenésicas las que subyacen a -y expli­
can- la creación por Francis Galton del concepto de coeficiente
de correlación en estadística. Y también será el punto de vista
político, social e ideológico general del genetista Bateson el que
se emplee para explicar su papel escéptico en la controversia
Robre la teoría genética de la herencia (Colernan, 1970; Cowan,
1972 y Mackenzie, 1981 ). Cugrto, la importancia que tienen
los procesos de entrenamiento y socialización en la práctica
científica se documenta de una manera creciente. Los modelos
de continuidad y discontinuidad, de aceptación y rechazo pai-e­
cen ser explicables recun-i.endo a estos procesos. Un ejemplo in­
Leresante de la manera en que el Lrasfondo de los requ_isitos de
una disciplina científica influye sobre la evaluación de un tra­
bajo puede verse en las críticas de Lord Kelvin a la teoría de la
evolución. Kelvin calccló la edad del sol considerándolo como
un cµerpo incandescente en proceso de enfriamiento y descu­
b1;ó que se habría consumido ant.es de que la evolución alcan­
zara su estado observable actual. El mundo no es lo suficiente­
mente viejo como para permitir que la evolución termine su
curso, luego la teoría de la evolución debe de estar equivocada.
El supuesto de la uniformidad geológica, con su previsión de
amplias franjas temporales, le había sido violentamente sus­
traído al biólogo. Los argumentos de Kelvin causaron conster­
nación; su autoridad era enorme y en la década de 1860 eran
irrefutables; se seguían con un rigor convincente de premisas
flsicas convincentes. Para la última década del siglo, los geólo­
gos se habían armado de valor para decirle a Kelvin que debía
haber cometido un error. Este valor recién adquirido no se de­
bía a ningún nuevo descubrimiento decisivo; de hecho, no ha­
h1a habido ningún cambio real en la evidencia disponible. Lo
que había ocun-i.do en ese lapso de tiempo fue una consolida­
c1on general de la geología en tanto que disciplina, con una can­
l1dad creciente de observaciones detalladas de regislros fósiles. /�

Este crecimiento fue el que causó una variación en las evalua­


l'l<mes de probabilidad y posibilidad: Kelvin simplemente debía
haber dejado fuera de consideración algún factor vital pero
cll'!iCOnocido. Solo nwdianlc la cornprensión de las fuentes nu-

,17
cleares de la energía solar se hubiera podido refutar su a1·gu­
mento físico; los geólogos y los biólogos no lo podían prever,
símplemente no esperaron a que hubiera una respuesta (Rud­
wick, 1972; Burchfield, 1975). Este ejemplo sirve, asimismo,
para llamar nuevamente la atención sobre los procesos sociales
internos de la ciencia, de modo que no quepa confinar las consi­
deraciones sociológicas a la mera actuación de influencias ex­
ternas.
Finalmente, se debe mencionar un estudio fascinante y con­
trovertido sobre los físicos de la Alemania de Weimar. Forman
(1971) usa sus discursos académicos para mostrar que adopta­
ron la «Lebensphilosopbie>, dominante y antjcientífica que los
rodeaba. Arguye «que el movimiento para prescindir de la cau­
salidad en la física, que surgió tan abruptamente y floreció tan
profusamente en la Alemama posterior a 1918, fue sobre todo
un esfuerzo de los físicos alemanes por adaptar el contenido de
su ciencia a los valores de su medio ambiente intelectual» (p. 7).
El arrojo e interés de esta afirmación se deriva del lugar cen­
tral que ocupa la a-causalidad en la moderna teoría cuántica.
Los enfoques que se han perfilado sugieren que la sociología
del conocimiento científico debe observar los cuatro principios si­
guientes. De este modo, se asumirán los mismos valores que se
dan por supuestos en otras clisciphnas científicas. Éstos son:

l. Debe ser causal, es decir, ocuparse de las condiciones que


dan lugar a las creencias o a los estados de conocimiento. Natu­
ralmente, habrá otros tipos de causas además de las sociales
que contribuyan a dar lugar a una creencia.
2. Debe ser .imparcial con respecto a la verdad y falsedad, la
racionalidad y la irracionalidad, el éxito o el fracaso. Ambos la­
dos de estas dicotomías exigen expl:icación.
3. Debe ser simétrica en su estilo de explicación. Los mismos
tipos de causas deben explicar, digamos, las creencias falsas y
las verdaderas.
4. Debe ser reflexiva. En principio, sus patrones de explica­
ción deberían ser aplicables a la sociología misma. Como el re­
quisito de simetría, éste es una respuesta a la necesidad de bus­
car explicaciones generales. Se trata de un requerimiento obvio
de principio porque, de otro modo, la sociología seria una refu­
Lación viva de sus propias teorías.

:JH
Estos cuatro principios, de causalidad, imparcialidad, sime- ¡
tría y reflexividad, definen lo que se llamará el programa fuer-
te en sociología del conocimiento. No son en absoluto nuevos,
¿._
pero represenlan una amalgama de los rasgos más optimistas
y cientificistas que se pueden encontrar en Durkheim (1938),
Mannheim (1936) y Znaniecki (1965).
En lo que sigue trataré de sostener la viabilidad de estos
principios contra las críticas y los malentendidos. Lo que está
en juego es si se puede poner en marcha el programa fuerte de
una manera plausible y consistente. Volvamos nuestra aten­
ción, por tanto, a las principales objeciones a la sociología del
conocimiento para delinear la significación plena de los princi­
pios y para ver cómo se sostiene el programa fuerte frente a las
criticas.

La autonomía del conocimiento

Un conjunto importante de objeciones a la sociología del co­


nocimiento se deriva de la convicción de que algunas creencias
no requieren explicación, o no necesitan de una explicación cau-
sal. Este sentimiento es particularmente fuerte cuando las creen- ,<\--­
cías en cuestión se toman como verdaderas, racionales, científi-
cas u objetivas.
Cuando nos comportamos de una manera racional o lógica
resulta tentador afirmar que nuestTas acciones se rigen por exi­
gencias de razonabilidad o de lógica. Podría parncer que la ex­
plicación de por qué, a partir de un conjunto de premisas, lJega­
mos a la conclusión a la que llegamos reside en los principios
mismos de la inferencia lógica. Parece que la lógica constituye
un conjunto de conexiones entre premisas y conclusiones y que
nuestras mentes pueden trazar estas conexiones. Mientras se­
amos razonables, parecería que las conexiones mismas ofrecen
la mejor explicación de las creencias de quien razona. Como una
locomotora sobre rai1es, son los raíles mismos los que dictan
adónde irá. Es como si pudiéramos trascender el ir y venir sin
direcdón de la causalidad física y embridarla o subordinarla a
otros principios, y dejar que éstos determinen nuestros pensa-

.19
mientos. Si esto es así, entonces no es el sociólogo ni el psicólo­
go sino el lógico quien proporcionará la parte más importante
de la explicación de las creencias.
Desde luego, cuando alguien yen-a en su razonamiento, en­
tonces la misma lógica no constituye una explicación. Un lap­
sus o una desviación se pueden deber a la interferencia de toda
una variedad de factores; tal vez el razonamiento sea demasia­
do dificil para la inteligencia Limitada del que razona, tal vez se
haya despistado, o esté demasiado involucrado emocionalmen­
te en el tema de ctiscusión. Cuando un tren descarrila, segura­
mente se podrá encontrar alguna causa para el accidente, pero
no tenemos -ni necesitamos- comisiones de investigación para
averiguar por qué no ocurren accidentes.
Argumentos como éstos se han vuelto un lugar común en la,
fiJosofía analítica contemporánea. Así, en The concept of mind
(1949) Ryle dice: «dejemos que el psicólogo nos diga por qué nos
engañamos; pero nosotros podemos decirnos a nosotros mismos
y a él por qué no nos estamos engañando» (p. 308). Este enfoque
se puede resumir en la afirmación de que no hay nada que pro­
voque que la gente haga cosas correctas, pero que hay algo que
provoca o causa que se equivoquen (véase Hamlyn, 1969; Pc­
ters, 1958).
La estructura general de estas explicaciones resalta clara­
mente: todas dividen al comportamiento o a la creencia en dos
tipos: correcto y equivocado, verdadero o falso, racional o irra­
cional. A continuación, aducen causas sociológicas o psicológi­
cas para explicar el lado negativo de la ctivisión; tales causas
explican el error, la limitación y la desviación. El lado positivo
de la división evaluativa es bastante diferente; aquí, la lógica,
la racionalidad y la verdad parecen ser su propia explicación,
aquí no se necesita aducir causas psicosociales.
Aplicados al campo de la actividad intelectual, estos puntos
de vista tienen el efecto de constituir un cuerpo de conocimien­
tos en un reino autónomo. El comportamiento resulta explicado
recurriendo a los procectimientos, resultados, métodos y máxi­
mas de la actividad misma. Esto hace que la actividad intelec­
tual convencional y acertada aparezca como auto-e:i:c:plicat_iva
_ y
auto-impulsada: ella se convierte en su propia explicación, No
se requiere habilidad al guna en sociología o psicología: solamen­
t,e habiJidad en la actividad intelectual misma.

/()
Una versión actualmente de moda de esta posición se en­
cuentra en la teoría de Lakatos ( 1971) sobre cómo debería es­
cribirse la historia de la ciencia. Esta teoría se proponía ex­
plícitamente tener implicaciones también para la sociología de
la ciencia . E] primer requisito previo, dice Lakatos, es elegir
una filosofía o metodología de la ciencia, esto es, descripciones
de lo que la ciencia debería ser y de cuáles son los pasos racio­
nales dentro de ella. La filosofía de la ciencia elegida se con­
vierte en el marco de] cual depende todo el trabajo subsiguien- ,
te de explicación. Guiados por esta filosofía, debería ser posible
desplegar la ciencia como un proceso que ejemplifica sus prin­
cipios y se desa1Tolla de acuerdo a sus enseñanzas. En la medi­
da en la que esto se puede hacer, se muestra que la ciencia es
racional a la luz de dicha filosofía. A esta tarea, que consiste en
mostrar que la ciencia incorpora ciertos principios metodológi- "
cos, Lakatos la llama «reconstrucción racional» o «historia in­
terna». Por ejemplo, una metodología inductivista tal vez su­
brayaría el surgimiento de teorías a partir de una acumulación
de observaciones. Por tanto, se centrarla en acontecimientos
como el uso que hace Kepler de las observaciones de Tycho Bra-
he al formular las leyes del movimiento planetario.
Nunca será posible, sin embargo, capturar por estos medios
toda la diversidad de la práctica científica real, y por eso Laka­
tos insiste en que la historia interna necesita complementarse
siempre con una «historia externa». Ésta se ocupa del residuo
irracional. Se trata de una cuestión que el historiador filosófico
pond1·á en manos del «historiador externo» o del sociólogo. Así,
a partir de un punto de vista inductivista, el papel de las creen­
cias místicas de Kepler sobre la majestuosidad del sol requeri­
rían de una explicación externa o no racional.
Los puntos que se deben destacar en este enfoque son, pri­
mero, que la historia interna es autosuficiente y autónoma:
mostrru.· el carácter racional de un desarrollo científico es sufi­
ciente explicación en sí misma de por qué los hechos tuvieron
lugar. En segundo lugar, las reconstrucciones rncionales no sólo
son autónomas, sino que también tienen una prioridad im­
portante sobre la historia externa o la sociología. Éstas me­
ramente cierran la brecha entre la racionalidad y la realidad,
tarea que no queda definida hasLa que la historia interna haya
cumplido Jn suya. Así:

41
«La historia interna es primaria, la historia externa sólo secunda­
ria, dado que los problemas más importantes de la historia exter­
na vienen definidos por la historia interna. La historia externa, o
bien proporciona una explicación no racional de la velocidad, loca­
lización, selectividad, etc., de los acontecimientos históricos tal y
como se los interpreta en términos de la historia interna, o bien,
cuando la hístoria difiere de su reconstrucción racional, ofrece una
r
explicación empíica de por qué difiere. Pero el aspecto racional del
crecimiento científico queda plenamente explicado por la propia
lógica del descubrimiento científico» (1971, p. 9).

Lakatos responde luego a la pregunta de cómo decidir qué


filosofía debe dictar los problemas de la historia externa o de la
sociología. Parn desgracia del externalista, la respuesta re­
presenta una humillación más. No sólo su función es derivada,
sino que además resulta que la mejor 6Josofía de la ciencia,
para Lakatos, es la que minimiza su papel. El progrnso en la
filosofía de la ciencia se deberá medir por la cantidad de his­
toria real que pueda mostrarse como racional. En la medida en
que la metodología directriz sea mejor, u.na mayor parte de la
ciencia real se salvará de la indignidad de la explicación empí­
rica. AJ sociólogo siempre le quedará el consuelo de que Laka­
tos se complazca en conceder que siempre habrá algunos aconte­
cimientos irracionales en la ciencia que ninguna filosoffa será
capaz de -o estará dispuesta a- redimir y menciona, como
ejemplos, ciertos episodios molestos de la intervención estali­
nista en la ciencia, como el asunto Lysenko en biología.
Sin embargo, estas sutilezas son menos importantes que la
estructura general de su posición. No importa cómo se elijan
los principios centrales de racionalidad, o cómo puedan cam­
biar, la clave está en que, una vez elegidos, los aspectos racio­
nales de la ciencia se sostienen como auto-impulsados y auto­
explicativos. Las explicaciones empíricas o sociológkas se con­
finan a lo irracional.
¿Qué puede querer decir que no haya nada que provoque que
la gente haga o crea cosas que son racionales o coITectas? ¿Por
qué, en ese caso, ocurre dicho comportamiento? ¿Qué promue­
ve el funcionamiento interno y correcto de una actividad inte­
lectual si la búsqueda de causas psicológicas y sociológicas sólo
se considera apropiada para casos de irracionalidad o de error?
La teoría que subyace tácitamente a estas ideas es una visión

·12
teleológica, o encaminada a metas, del conocimiento y de la ra­
cionalidad.
Supongamos que la verdad, la racionalidad y la validez son
nuestras metas naturª"1es y la dirección de ciertas tendencias
también naturales de las cuales estamos dotados. Somos ani­
males racionales que razonamos conectamente y nos aferramos
a la verdad en cuanto se nos pone a la vista. Las creencias que
son claramente verdaderas no requieren entonces ningún co­
mentario especial; para ellas, su verdad basta para explicar por
qué se cree en ellas. Por otro lado, este progreso auto-impulsa­
do hacia la verdad puede ser obstaculizado o desviado, y en ese
caso se deben localizar causas naturales; éstas dai·án cuenta de
la ignorancia, el error, el razonamiento confuso y cualquier im­
pedimento aJ progreso científico.
Una teoría así comparte mucho del sentido de lo que se ha
escrito en este campo, aunque parece improbable a primera vis­
ta que pueda ser mantenida por pensadores contemporáneos.
Parece incluso haberse inb·oducido en el pensamiento de Karl
Mannheim; pese a su determinación en establecer cánones cau­
sales y simétricos de explicación, le faltó valor cuando se acercó
a temas tan apru·entemente autónomos como las matemáticas
y la ciencia natural. Esta renuncia queda expresada en pasa­
jes como el siguiente, de Ideología y utopía:

«Se puede considerar la determinación existencial del pensa­


miento como un hecho demostrado en aquellos ámbitos del pensa­
miento en donde podemos mostrar ... que el proceso de conoce1· no
se desarrolla, de hecho, históricamente de acuerdo a leyes inma­
nentes, que no resulta sólo de la «naturaleza de las cosas» o de las
«posibilidades lógicas puras», y que no está orientado por «una
dialéctica interna». Por el contrario, el surgimiento y la cristaliza­
ción del pensamiento real está influido en muchos puntos decisivos
por factores extra-teóricos de índole bien diversa» (1936, p. 339).

Aquí, las causas sociales se equiparan con factores «extra-


teóricos». Pero ¿dónde deja esto al comportamiento orientado
según la lógica interna de una teoria o regido por factores teóri­
cos? Está claro que con-e el peligro de quedar excluido de la ex­
plicación sociológica, puesto que funciona como la línea de divi­
sión que permite localizar aquellas cosas que sí requieren una
explicación. �s como si Mannheim llegara a compartir los senti-

43
mientos expresados en las citas de Ryle y Lakatos, y se dijera a
sí mismo: «cuando hacemos lo que es lógico y procedemos co­
rrectamente, no se necesita decir nada más». Pero considerar
ciertos tipos de comportamiento como no problemáticos es ver­
los como naturales; en este caso, lo que es natural es proceder
conectamente, es decir, orientados hacia la verdad. De modo
que aquí probablemente también actúa el modelo teleológico.
¿Cómo se relaciona este modelo de conocimiento con los prin­
cipios del programa fuerte? Está claro que los viola de diferen­
tes e importantes maneras. Prescinde de una orientación cau­
sal profunda; sólo se pueden localizar las causas del enor. Así,
la sociología del conocimiento queda reducida a una sociología
del error. Además, viola los requjsitos de simetría e imparciali­
dad. Se apela a una evaluación previa de la verdad o la raciona­
lidad de una creencia antes de decidir si puede condiderarse
como auto-explicativa o si requiere una teoría causal. No hay \
duda de que si el modelo teleológico es verdadero, entonces el'
programa fuerte es falso.
Los modelos causales y teleológicos representan, por tanto,
alternativas programfíiicas que se excluyen entre sí. En reali­
dad, se trata de posiciones melafisicas opuestas. Podría parecer
que es necesario decidir desde ahora cuál es La verdadera. ¿Aca­
so la sociología del conocimiento no depende de que la posición
teleológica sea falsa'? ¿No habría entonces que dejar esto zanja­
do antes de que el programa fuerte se atreva a actuar? La res­
puesta es «no». Es más sensato ver las cosas dando un rodeo. Es
poco probable que puedan aducirse «a priori» razones decisivas
e independientes que prueben la verdad o falsedad de tales al­
ternativas ,,metafísicas». En caso de que se propongan objecio­
nes y argumentos contra una de las dos teorías se verá que de­
penden de -y que presuponen- la olra, de modo que se cae en
un círculo vicioso. Todo lo que se puede hacer es verificar la
consistencia interna de las diferentes teorías y luego ver qué
sucede cuando la investigación y la teorización prácticas se ba­
san en ellas. Si es posible decidir su verdad, sólo se podrá hacer
después de que se hayan adoptado y usado, no antes. Así, la so­
ciología del conocimiento no está obligada a eliminar una posi­
ción rival; sólo tiene que tomar distancias, rechazarla y asegu­
rarse de que su propia «casa» está en orden (lógico).
Estas obJ eciones al programa fuerte no se basan, pues, en la

,1/
naturaleza intrínseca del conocimiento, sino solamente en el
conocimiento visto desde la posición del modelo teleológico. Si
se rechaza dicho modelo, con él desaparecen todas las distincio­
nes, evaluaciones y asimetrías que lleva consigo. Sólo si el mo­
delo reclama toda nuestra atención nos atarían sus correspon­
dientes patrones de explicación, pero su mera existencia, así
como el hecho de que algunos pensadores vean natural el usar­
lo, no le otorgan Ja fuerz;a de una prueba.
Y no cabe duda de que, en sus propios planteamientos, e] mo­
delo teleológico es perfectamente consistente y tal vez no haya
razones lógicas por las cuales alguien deba preferir el enfoque
causal a la posición orientada conforme a fines. Existen, sin em­
bargo, consideraciones metodológicas que pueden influir a la
hora de elegir en favor del programa fuerte.
Si se deja que la explicación gravite sobre las evaluaciones
previas, entonces los procesos causales que se cree que operan
en el ml.,\ndo vendrán a reflejar el modelo de dichas evaluacio­
nes. Los procesos causales se presentarán de modo que los erro­
res percibidos queden en un segundo plano y, en cambio, resal­
ten la forma de la verdad y de la racionalidad. La naturaleza
adoptará entonces una significación moral, apoyando y encar­
nando lo verdadero y lo correcto. Aquellos que tienden a ofrecer
explicaciones asimétricas tendrán así todas las oportunidades
de presentar como natural lo que dan por supuesto. Se trata de
una receta ideal para apartar la vista de nuestra propia socie­
dad, de nuestros valores y creencias y atender sólo a las desvia­
ciones.
Debemos ser cuidadosos en no exagerar este punto, porque
.,
el programa fuerte hace exactamente lo mismo en ciertos as­
pectos. Se basa, asimismo, en valores; por ejemplo: el deseo de
cierto tipo de generalidad y una concepción del mundo natural
como a)go moralmente vacío y neutro. Insiste, asimismo, en
otorgar a la naturaleza un cierto papel con respecto a la morali­
dad, aun cuando sea un papel negativo, lo que quiere decfr que
también presenta como natural lo que da por supuesto.
Lo que se puede decir, sin embargo, es que el programa fuer­
le posee cierto tipo de neutralidad moral, a saber, el mismo tipo
que hemos aprendido a asociar con las demás ciencias; así, tam­
bién se impone a sí mismo la necesidad del mismo tipo de gene­
ralidad que las demás ciencias. Sería una traición a estos valo-

1.5
to nivel de hambre facilitará que un animal retenga informa­
ción sobre su medio ambiente, tal como sucede en el aprendiza­
je de una rata colocada en un laberinto de laboratorio para oh­
lener comida. Un nivel demasiado ali.o de hambre muy bien
puede producir w1 aprendizaje rápido y acertado de dónde se
encuentra la comida, pero reducirá la habilidad natural para
retener 8eñales que sean irrelevantes de cara a su preocupa­
ción central. E�tos ejemplos sugieren que condiciones causales
diferentes ciertamente se pueden asociar con diferentes patro­
nes de creencias verdaderas y falsas: sin embargo. no muestran
qué diferentes tipos de cau�as 5e correlacionan de una manera
simple con creencias falsas o verdaderas. En particular, mues­
tran que es incorrecto poner todas las causas psicológicas de un
lado de esa ecuacion, como si naturalmente condujeran a la
verdad.
Sin duda, esta limitación puede corregirse. Tal vez lo que
muestren esos contraejemplos es que los mecanismos psicológi­
cos de aprendizaje Lienen una disposición óptima de funciona­
miento y que producen errores cuando se salen de foco. Se pue­
de insistir en que cuando nuestro aparato perceptivo actúa bajo
condiciones normales y lleva a cabo sus funciones como es debi­
do, aporta creencias verdaderas. Se puede conceder esta revisión
de la doctrina porque hay una objeción mucho más importante
a considerar.
El punto crucial sobre el empirismo es su carácter individua­
li::;ta. Aquellos aspectos del conocimiento que cada uno puede y
debe darse a sí ID1Smo acaso puedan explicarse adecuadamente
mediante ese tipo de modelo. Pero ¿cuánto del conocimiento hu­
mano y cuánLo de su ciencia SC' consb·uye por el individuo con­
fiando simplemente en la interacción entre el mundo y sus ca­
pacidades animales'? Probablemente muy poco. La pregunta
óÍguiente es: ¿qué análisis debemos hacer del resto? Puede de­
cirse que el enfoque psicológico deja sin explicar el componente
social del conocimiento.
De hecho, ¿no sucede que la experiencia individual tiene lugar
dentro de un marco de suposiciones, modelos, propósitos y sig­
nificados compartidos? La sociedad proporciona estas cosas a la
mente del indi,riduo y aporta, asimismo, las condiciones median­
l<· las cuales pueden sostenerse y reforzarse. Si su comprensión
por el ind1v1duo vacila, siempre hay instancias dispuestas a re-

/8
cordárselo; si i-u visión del mundo empieza a desviarse, existen
mecanismos que alentarán su realineación. Las necesidades de
comunicación ayudan a que los patrones colectivos de pensa­
miento se mantengan en la psique individual. Tanto como exis­
te la experiencia sensorial individual del mundo natural, tam­
bién hay algo que apunta más allá de dicha expe1;encia, que le
da un marco de referencia y una significación más amplia,
completando el senlido individual de lo que es la realidad gene­
ral, aquello de lo cual su experiencia es experiencia.
El conocimiento de una sociedad no proyecta lanlo la expe­
riencia sensorial de sus miembros individuales, o la suma de lo
que pudiera llamarse su conocimiento animal, sino más bien su
visión o visiones colectivas de la realidad. Así, el conocimiento
propio de nuestra cultura, tal y como se representa en nuestra
ciencia, no es un conocimiento de una realidad que cualquier
individuo pueda experimentar o aprender por sí mismo, sino lo
que nuestras teorías mejor contrastadas y nuestros pensamien­
tos más elaborados nos dicen, pese a lo que puedan decir las apa­
riencias. Se trata de un relato tejido a partir de las sugerencias
y vislumbres que creemos nos ofrecen nuestros experimentos.
El conocí miento, pues, se equipara mejor con la cultura que con
la experiencia.
Si se acepta esia acepción de la palabra ,,conocimiento>•, en­
tonces la distinción entre la verdad y el error no es la misma
que la distinción entre la experiencia individual (óptima) y la
influencia social; se convierte, más bien, en una distjnción den­
tro de la amalgama de experiencias y creencias socialmente
medrndaH que constttuyen el contenido de una cultura. Se trata
de una discriminación entre mezclas de experiencia y creencia
que rivalizan entre sí. Esos dos mismos ingredientes se dan en
creencias verdaderas y falsas, y el camino queda así abierto para
estilos simétricos de explicación que apelen a los mismos tipos
de causa.
Una manera de plantear este punto que puede ayudar a su
reconocimiento y aceptación es decir que lo que para nosotros
cuenta como conocimienLo científico es, en gran medida, «teóri­
co,. Es una visión muy teórica del mundo la que, en cada mo­
mento dado, puede decirse que conocen los científicos; y es a
-.us Lcorias adonde deben acudir cuando se les pregunta qué
nos pueden dC'cir arcrca del mundo. Pero las teorías y el conocí-

19
miento teórico no son cosas que se den en nuestra experiencia,
sino que son lo que da sentido a la experiencia al ofrecer un re­
lato de lo que la subyace, la cohesiona y da cuenta de ella. Esto
no quiere decir que la teoría no responda a la experiencia; sí
responde, pero no se da junto con la experiencia que ella expli­
ca, ni tampoco se apoya únicamente en ella. Se requiere otro
agente, aparte del mundo físico, que oriente y apoye este com­
ponente del conocimiento. El componente teórico del conoci­
miento es un componente social, y es una parte necesaria de la
verdad, no un signo de un mero error.
Hasta aquí hemos discutido dos importantes fuentes de opo­
sición a la sociología del conocimiento, y ambas han sido i-echa­
zadas. El modelo teleológico era ciertamente una alternativa
radical aJ programa fuerte, pero no existe la menor obligación
de aceptarlo. La teoría empirista no es verosímil en tanto que des­
cripción de lo que consideramos, de hecho, como conocimiento.
Provee alguno de los ladrillos, pero nada dice sobre los diseños
de los diferentes edificios que construimos con ellos. El siguien­
te paso será relacionar estas dos posiciones con la que tal vez
sea la más típica de las objeciones a la sociología del conoci­
miento: la que afirma que se trata de una forma de relativismo
que se refuta a sí mismo.

'
f , ,..

La objeción de la autorrefutación

Si las creencias de alguien obedecen siempre a ciertas causas


o determinaciones y hay en ellas necesariamente un componen­
te proporcionado por la sociedad, a numerosos críticos les ha pa­
recido que estas creencias están, en con.secuencia, condenadas a
ser falsas o injustificadas. Cualquier Leoría sociológica amplia
sobre las creencias parece quedar así atrapada. Porque, ¿no tie­
ne que admitir el sociólogo que sus propios pensamientos están
determinados y, en parte, incluso socialmente determinados?
¿No debe admitir, por tanto, que sus propios supuestos son fal-
? sos en proporción a la fuerza de tales determinaciones? De lo
qu.e resulta que, al parecer, ninguna teoría sociológica puede ser
de alcance general sj no quiere sumergirse reflexivamente en el

r,o
error y destruir su propia creclibilidad. La sociología del conoci­
miento no es, así, digna de créclito o debe exceptuar de su alcan­
ce las investigaciones científicas u objetivas; por tanto, debe
confinarse a ser una sociología del eITor. No puede haber una
sociología del conocimiento auto-consistente, causal y general,
especialmente cuando se trata del conocimiento científico.
Es fácil ver que este argumento depende de una de las dos
concepciones del conocimienlo cliscutidas anteriormente, a sa­
ber, del modelo teleológico o de una forma individualista de em­
pirismo. La conclusión se deduce si, y sólo si, primero se acep­
tan dichas teorías, pues la objeción tiene como premisa la idea
central de que la causalidad implica error, desviación o limita­
ción. Esta premisa puede formularse en la forma extrema de
que cualquier causalidad implica error o, en su forma más dé­
bil, de que sólo la causalidad social implica error: una u otra
son cruciales para la objeción.
Estas premisas han sido responsables de una plétora de ata­
ques débiles y mal argumentados contra la sociología del cono­
cimiento, la mayoría de los cuales omilen hacer explícitas las
premisas sobre las que descansan. Si lo hubieran hecho, sus
debilidades hubieran quedado más a la vista. Su fuerza aparen­
te deriva de que su base real estaba oculta o simplemente no se
conocía. El siguiente es un ejemplo de una de las mejores for­
mulaciones de esta objeción que deja bastante claro el punto de
partida del que deriva.
Grünwald, uno de los primeros críticos de Mannheim, esta­
blece explícitamente el supuesto de que la determinación so­
cial tiende a llevar a un pensador al error. En la introducción a
los Essays on the sociology of knowledge de Mannheim ( 1952)
se recoge la siguiente cita de Grünwald: «es imposible hacer
ninguna afirmación significativa sobre la determinación so­
cial de las ideas sin tener un punto arquimédico que se sitúe
más allá de cualquier determinación social ... >• (p. 29). Grün­
wald extrae la conclusión de que cualquier teoría que, como la
de Mannheim, sugiera que todo pensamiento está sujelo a una
determinación social, debe refutarse a sí misma. Así: «no se
necesita mucha argumentación para mostrar más allá de loda
duda que esLa versión del sociologismo es también una forma
de escepticismo y, por tanto, se refuta a sí misma. Porque la te­
His de que lodo Jll'nsamicnto l'HUÍ determinado existencialmente

r, I
y no puede pretender ser verdadero, pretende ser verdadera»
(p. 29).
Ésta sería una objeción convincente en contra de cualquier
teoría que afirmara, de hecho, que la determinación existencial
implica falsedad. Pero esta premisa debe atacarse como lo que
A....-.
es: una suposición gratuita y una exigencia no realista. Si el co--"-t
nocim.iento depende de la existencia de un punto de vista privi­
legiado exterior a la sociedad, y si la verdad depende de salirse
de] nexo causal de las relaciones sociales, entonces podemos
darlos por perdidos.
Esta objeción adopta toda una variedad de formas diferen­
tes. Una versión típica consiste en observar que la investiga­
ción sobre las causas de las creencias se ofrece al mundo como
correcta y objetiva. Por tanto, aduce la objeción, el sociólogo su­
pone que el conocimiento objetivo es posible, de modo que no to­
das las creencias deben estar determinadas socialmente. En
palabras del historiador Lovejoy (1949): •<Incluso ellos, por tan­
to, presuponen limitaciones o excepciones posibles a sus genera­
lizaciones en el acto mismo de defenderlas» (p. 18). Estas limi­
taciones, según se dice. que los «relativistas sociológicos•• nece­
sariamente presuponen, estmian diseñadas pru·a poder abarcar
criterios de verdad factual e inferencia válida. De modo que tam­
bién esta objeción descansa en la premjsa de que la verdad fac­
tual y la inferencia válida serían violadas por creencias someti­
das a determinación, o al menos a determinación social.
Estos argumentos han sido tan asumidos que su formula­
ción ha adquirido una forma abreviada y rutinaria. Ahora se
presentan en versiones condensadas como la siguiente, que da
Bottomore ( 1956): «y si todas las proposiciones están determi­
nadas existencialmente y ninguna proposición es absolutamen­
te verdadera, entonces esta misma proposición, si es verdade­
ra, no es absolutamente verdadera, sino que está determinada
existencialmente» (p. 52).
La premisa de que la causalidad implica enor, sobre la cual
descansan estos argumenlos, ya ha sido expuesta y rechazada.
Dichos argumentos, por tanto, pueden despacharse junto con
ella. El que una creencia sea juzgada como verdadera o falsa no
Liene nada que ver con que tenga o no una causa.

r,,•>
La objeción del conocimiento futuro

EJ determinismo social y el determinismo hislórico son dos


ideas estrechamente relacionadas. Quienes creen que hay le­
yes que rigen los procesos sociales y las sociedades se pregun­
tarán si también hay que leyes rijan su sucesión y desarrollo
históricos. Creer que las ideas están determinadas por el medio
social no es sino una manera de creer que son relativas, en al­
gún senlido, a Ja situación histórica de los actores. No es, por
tanto, sorprendente que la sociología del conocimiento baya sido
criticada por quienes creen que la propia idea de ley histórica
está basada en el c1Tor y la confusión. Uno de estos críticos es
Karl Popper (1960), y en esta sección trataremos de refutar sus
críticas en la medida en que se apliquen a la sociología del co­
nocimiento.
La razón por la que se mantiene que la búsqueda de leyes es
una búsqueda en-ónea es que, si pudieran encontrarse, ello im­
plicaría la posibilidad de predicción; una sociología que sumi­
nistrara leyes permitiría la predicción de futuras creencias. En
principio, parece que habría de ser posible saber qué aspecto
tendrá la física del futuro, igual que es posible predecir los esta­
dos futuros de un sistema mecánico: si se conocen sus leyes y su
posición inicia], así como las masas y las fuerzas que lo compo­
nen, se deben poder determinar su posiciones futuras.
La objeción de Poppe1· a esta ambición es, en parte, informal
y, en parte, formal. De manera informal, observa que el com­
portamiento y la sociedad humanos no ofrecen el mismo espec­
táculo de ciclos repetidos de acontecimientos que ciertas partes
limitadas del mundo natural. Así que las predjcciones a largo
plazo son muy poco realistas; y hasta aquí no podemos dejar de
estar de acuerdo con él.
Pero el nudo de su argumentación descarn:;a en una observa­
ción lógica sobre la naturaleza del conocimiento. Es imposible,
dice Popper, predecir el conocimiento futuro, y la razón está en
que cualquier predicción de ese tipo debería dar cuenta del des­ \

cubrimiento de ese conocimiento. �l modo en 9.!:1e nos com12.or­


tamos depende de lo que sabemos, así que el comportamiento
f"uluro dependerá de ese conocimiento impredecible y, por tan­
to, también ¡.;eró. impredecible. Este argumento descansa apa-

r,:1
rentemente en una propiedad particular del conocimiento y con­
duce a Ct'ear un abismo entre las ciencias naturales y las socia­
les en la medida en que éstas se atrevan a afectar a los huma­
nos en tanto que poseedores de conocimiento. Sugiere que las
aspiraciones del programa fuerte, con su búsqueda de causas y
leyes, está mal encaminada y que debería proponerse algo más
modestamente empírico. Quizá la sociología debería, de nuevo,
limitarse a ser una crónica de errores o un catálogo de las cir­
cunstancias externas que ayudan u obstacubzan a la ciencia.
La observación de Popper es correcta, aunque bivial, y, bien
entendida, sólo sfrve para destacar las semejanzas, más que
las diferencias, entre las ciencias sociales y las naturales.
Consideremos el siguiente razonamiento, que sigue los mis­
mos pasos que el de Popper y que, si es correcto, probaría que
es imposible hacer previsiones en el mundo físico. Esto nos per­
mitirá poner en acción nuestras facultades criticas. El razo­
namiento es éste: es imposible hacer previsiones en física que
utilicen o se refieran a procesos físicos de los que no sabemos
nada. Ahora bien, la evolución del mundo físico depende, en
parte, de la acción de estos factores desconocidos. Por tanto, el
mundo físico es impredecible.
Se objetará, por supuesto, que todo lo que se prueba con esto
es que nuestras preilicciones serán con frecuencia erróneas, no
que la naturaleza sea impredecible. Serán erróneas en la medi­
da en que no acierten a tener en cuenta hechos relevantes que
ignorábamos que estuviesen involucrados. Y puede darse exac­
tamente la misma respuesta al razonamiento contra las leyes
históricas. De hecho, lo que Popper está ofreciendo es un razo­
namiento inductivo basado en el cúmulo de nuestras ignoran­
cias y omisiones; se limita a señalar que nuestJ·as previsiones
históricas y sociológicas serán habitualmente falsas. La razón
que da para ello es correcta, a saber, que las acciones futuras
de la gente a menudo dependerán de cosas que se sabrán en­
tonces pero que no sabemos ahora, por lo que no podemos te­
nerlas en cuenta cuando hacemos la predicción. La conclusión
correcta que debe sacarse para las ciencias sociales es que ape­
nas podremos avanzar en la previsión de los comportamientos
y creencias de otros a no ser que sepamos al menos tanto como
ellos sobre su situación. Nada hay en esta argumentación que
d0bn desanimar al sociólogo del conocimiento de cara a elaborar

fi,/
conjeturas a partir de estudios de casos empfrkos e históricos y
contrastarlos con posteriores estudios. El conocimiento limita­
do y el amplio campo de error aseguran que estas previsiones
serán falsas en su mayor parte. Pero, por otro lado, el hecho de
que la vida social dependa de la regularidad y el orden nos per­
mite esperai· la posibilidad de un progreso. Vale la pena recor­
dar que el propio Popper considera la ciencia como una pers­
pectiva incesante de conjeturas refutadas. Comoquiera que
este planteamiento no pretendía intimidar a los científicos na­
turales, no hay razón para que pudiera hacerlo con los científi­
cos sociales, por más que sea así como Popper ha querido pre­
sentarlo.
Pero aún debemos enfrentarnos a esta objeción: ¿el mundo
social, no se nos presenta en forma de simples orientaciones y
tendencias en vez de hacerlo con esa apai;encia de regularidad
conforme a leyes propia del mundo naLural? Las tendencias,
por supuesto, son corrientes meramente contingentes y super­
ficiales más que necesidades inherentes a los fenómenos. La
respuesla está en que esta distinción es espuria. Tomemos las
órbitas de los planetas, que suele ser el ejemplo paradigmático
de obediencia a leyes y no a tendencias. Pues, de hecho, el siste-
ma solar no es sino una mera tendencia física: permanece por-
que nada le perturba. Hubo un tiempo en que no existía y no es
dificil imaginru· cómo podTía desbaratarse: bastaría que un
gran cuerpo pesado pasara cerca de él o que el sol explotara.
Tampoco las leyes fundamentales de la naturaleza imponen a
los planetas que se desplacen según trayectorias elípticas. Tan
sólo ocurre que giran alrededor del sol debido a sus condiciones
de origen y formación; y bien podrían tener trayectorias dife­
rentes sin dejar de obedecer a las mismas leyes de atracción. /
No: la superficie empírica del mundo natural está dominada
por tendencias. Esas tendencias se refuerzan o debilitan en
función de una lucha subyacente entre leyes, condiciones y con­
tingencias. Nuestra comprensión científica Lrata de entresacar
aquellas leyes que, como estamos tentados de decir, están «de­
trás» del estado de cosas. Al oponer los mundos natural y social,
la objeción omite compararlos al mismo nivel, pues compara las
leyes subyacentes a las tendencias fisicas con la superficie pu­
ramente empírica de las tendencias sociales.
Es interesante que la palabra «planeta» significai·a original-

.55
mente «errante». Los planetas llamaron la atención precisamen­
te porque no se ajustaban a las tendencias generales que eran
visibles en el cielo nocturno. El estudio histórico de Kuhn sobre
astronomía, The copernican revolution (1957), es un inventario
precisamente de lo difícil que es encontrar regularidades bajo
las tendencias. El que haya o no leyes sociales subyacentes es
una cuestión de investigación empírica y no de debate filosófi­
co. ¿Quién sabe qué fenómenos sociales erráticos y sin propósi­
to aparente se convertirán en ejemplo pru·adigmático de regu­
laridad conforme a leyes? Las leyes que surjan podrán no regir
tendencias históricas globales, pues éstas son probablemente
mezclas complejas, como el resto de la naturaleza. Los aspectos
del mundo social que se ajusten a leyes se referirán a factores y
procesos que se combinan para producir efectos empíricamente
observables. El brillante estudio antropológico de la profesora
Mary Douglas, Natural symbols (1973), da una idea de cómo
pueden ser esas leyes. Los datos son incompletos, sus teorías
están aún evolucionando y, como todos los trabajos científicos,
el suyo es provisional, pero ya se pueden entrever ciertas pau­
tas o modelos.
Para concretru· la discusión sobre leyes y predicciones, pue­
de ser útil finalizar con un ejemplo que muestre qué tipo de ley
es el que busca realmente el sociólogo de la ciencia. También
ayudará a clarificar esa terminología abstrncta que habla de
«ley» y de «teoría» y que es tan poco habitual en la sociología o la
historia de la ciencia.
La búsqueda de leyes y de teorías en la sociología de la cien­
cia es, en sus procedimientos, absolutamente idéntica a la de,
cualquier otra ciencia, lo que significa que deben seguirse los
r
pasos siguientes. La investigación empíica debe localizar, en
primer lugar, los acontecimientos típicos y repetitivos. Tal in­
vestigación puede haberse inspirado en una teoría anterior, en
la violación de una expect.ativa tácita o en necesidades prácticas.
A continuación, debe inventarne u.na teoría que explique esas
regularidades empíricas, para lo cual formulará un principio
general o recun;rá a un modelo que dé cuenta de los hechos. Al
hacerlo, la teoría proporcionará un lenguaje con el que poder
hablar de ellos, a la vez que afinará la percepción de esos mis­
mos hechos. El alcance de la regularjdad se verá con mayor cla­
ridad cuando se logre dar u.na explicación de la vaga formula-

Mi
ción inicial. La teoría o el modelo pueden, por ejemplo. explicar
no sólo por qué se da la regularidad empírica sino también pm·
qué no se da en ciertas ocasiones, sirviendo así de guía para de­
terminar las condiciones de las que depende esa regularidad y, en
consecuencia, las causas de las variaciones o de las desviacio­
nes que pueda sufrir. De esta manera, la teoría puede sugerir
investigaciones empíricas más refinadas que, a su vez, pueden
reclamar más trabajo teórico, como puede ser la refutación de la
teoría original o la exigencia de su modificación y reelaboración.
Todos estos pasos pueden observarse en el siguiente caso. Se
ha observado a menudo que las disputas sobre la prioridad de los
descubrimientos son un rasgo habitual en la ciencia. Hubo una
famosa disputa entre Newton y Leibniz en torno a la invención
del cálculo infinitesimal; la que hubo en torno al descubrimien­
to de la conservacion de la energía no fue menos áspera; Ca­
vcndish, Watt y Lavoisier se vieron envueltos en la contro­
versia sobre la composición química del agua; biólogos como
Pasteur, médicos como Lister, matemáticos como Gauss, y físicos
como Faraday o Davis se han visto enzarzados en discusiones
sobre la prioridad. Puede entonces formularse una generaliza­
ción de este tipo: los descubrimientos engendran controversias
en torno a la prioridad.
Es muy posible que se deseche esta observación empírica,
declarando que es irrelevante para la auténtica naturaleza de
la ciencia, que la ciencia como tal se desarrolla segun la lógica
interna de la investigación científica y que las controversias no
pasan de ser meros episodios, meras intrusiones psicológicas
en los procedimientos racionales. Sin embargo, un planteamien­
to más naturalista se limitará a tomar los hechos tal y como son
y a inventar una teoría para explicarlos. Una de las que se han
propuesto para explicar las disputas sobre la prioridad con­
sjdera el funcionamiento de la ciencia como un sistema de in­
tercambio. Las «contribuciones» se intercambian por «reco­
nocimiento,, y status, y de aquí la existencia de tantas leyes
epónimas como la ley de Boyle o La ley de Ohm. Como el recono­
cimiento es importante y un bien escaso, se lucha por conse­
guirlo, lo que origina las disputas sobre la prioridad (Merton,
1957; Storer, 1966). La cuestión que entonces se plantea es la
de por qué no está claro quién es el que ha hecho un contribu­
cion concrctn y cómo es posible que llegue a plantearse una

fi7
disputa. A esta cuestión puede responderse, en parte, diciendo
que la ciencia depende en buena medida de la publicación y co­
municación de los conocimientos, por lo que cierto número de
científicos a menudo se encuentran en situación de realizar
avances similares. Se trata de una canera reñida entre corre­
dores muy igualados. Pero, en segundo lugar, aunque más im­
portante, está el hecho de que los descubrimientos implican
algo más que hallazgos empíricos: implican cuestiones de in­
terpretación y reinterpretación teóricas. Las diversas signifi­
caciones atribuibles a un resultado empírico se prestan a todo
tipo de malentendidos y descripciones erróneas.
El descubrimiento del oxígeno puede ilustrar esta compleji­
dad (Toulmin, 1957). Este descubrimiento suele atribuirse a
Priestley, pero él mismo no lo veía así. Para él, el nuevo gas que
habfa conseguido aislar era aire desflogistizado, una sustancia
íntimamente relacionada con los procesos de combustión tal y
como se concebían en la teoría del flogisto. Fue necesario que
tal teoría se viera rechazada y reemplazada por la explicación
de la combustión que dio Lavoisier para que los científicos se
vieran a sí mismos tratando con un gas llamado oxígeno. Son
los componentes teóricos de la ciencia los que dan a los científi­
cos los términos mediante los que perciben sus propias accio­
nes y las de los demás. De ahí que la descripción de las acciones
involucradas en Ja imputación de un descubrimiento sea pred.­
sarnente lo que se vuelve problemático cuando tienen lugar des­
cubrimientos importantes.
Es ahora cuando se debería poder ofrecer una explicación so­
bre por qué ciertos descubrimientos están menos sujetos que
otros a desencadenar disputas sobre la prioridad. La genera­
lización empírica original puede refinarse, sin limitarse a una
simple o arbitraria limitación del alcance de la generalización
sino, más bien, discriminando entre diferentes tipos de descu­
brimiento a partir de las consideraciones precedentes sobre la
teoría del intercambio. Esto nos permitirá mejorar la formula­
ción de nuestra ley empírica diciendo: los descubrimientos que
tienen lugar en momentos de cambio teórico desencadenan
disputas; aquellos que se hacen en momentos de estabilidad
teórica no lo hacen.
Evidentemente, la cosa no se queda aquí. Primero, habrá
que contrastar la versión refinada de la ley para ver si es plau-

!iH
sible empí1;camente; lo cual significa, por supuesto, contrastar
una predicción sobre las creencias y comportamientos de los
científicos. Segundo, habrá que desarrollar otra teoría que dé
sentido a la nueva ley. Sin necesidad de entrar en más detalle,
indiquemos solamente que una teoría que lleva a cabo esa la­
rea es la formulada por T.S. Kuhn en su artículo «The histori­
cal slructure of scientific discovery» ( 1962a) y en su libro The
structure of scientif¿c revolution.<; ( 1962b). Diremos más sobre
esta visión de la ciencia en otro capítulo.
No se trata ahora de saber si el modelo de intercambio o la
interpretación de Kuhn son correctos. De lo que se trata es del
modo general en que los hallazgos empfricos y los modelos teóri­
cos se rnlacionan entre sí, de cómo interactúan y se desarrollan.
Lo importante es que en las ciencias sociales lo hacen exacta­
mente del mismo modo que en cualquier otrn ciencia.

ñ!)
Capítulo segundo
Experiencia sensorial,
materialismo y verdad

Este capitulo se propone proseguir el examen del programa


fuerte, discutiendo con más detalle ]a relación entre las compo­
nentes empíricas y sociales del conocimiento. El capítulo ante­
rior apuntaba hacia los presupuestos erróneos que subyacen a
las objeciones al programa fuerte; aquí intentaremos consoli­
dar aquellas conclusiones proponiendo un desarrollo más posi­
tivo. Debemos completar la breve discusión anterior sobre el
empirismo y decir algo sobre la noción de verdad.
Empezaré por destacar las vitales aportaciones que el empi­
rismo ha hecho a la sociología del conocimiento, pues se corre el
peligro de considerar sólo sus insuficiencias sin percatarse de
sus virtudes. Para el sociólogo de la ciencia este peligro se cen­
tra en torno a la cuestión de la liabilidad de las percepciones
sensoriales y a la manera de analizar correclamentc los casos
de percepción errónea en la ciencia. La percepción e1Tónea ha
llamado la atención de los sociólogos porque ofrece un tenta­
dor camino de acercamiento al modo en que actúan los factores
sociales en la ciencia. Esto es legüimo e interesante, pero si los
sotiólogos hacen de las percepciones erróneas el centro de sus
análisis se arriesgan a no dar cuenta del cru·ácter fiable y repro­
ducible de los fundamentos empíricos de la ciencia, y dejarán
de lado el papel que los procedimientos empíricos, los controles
y las prücticas tienen en la ciencia. Ciertamente, cumplen un
pnpcl de protccci6n contra laR percepciones erróneas, las iden­
tificnn, las t•xponC'n y las corrigen; pero si se centran excesiva­
nwntl' en s11 d1•Hm1ttfi<·a<·ion y dc-scnmnscnramiento pronto pa-

fi I
gurnn <'I prcc:io: Hu invc 1Hl.1g11rw11 Hl' v11n1 confinada en una so­
ciología del cnor y no aLcndcra al conocimiento en general. Ha­
brán dejado de ser justos tanto con la ciencia como con ellos
mismos. ¿Cuál será, pues, el significado teórico que para la so­
ciología del conocimiento tiene la falta de fiabilidad de los sen­
tidos? Primero describiré a grandes rasgos los análisis socioló­
gicos al uso sobre las percepciones erróneas, para después com­
batirlos.

La fiabilidad de la experiencia sensorial

Los psicólogos, los historiadores y los sociólogos han sumi­


nistrado ejemplos fascinantes de interacción entre procesos so­
ciales y percepciones, o entre percepciones y recuerdos. A los
científicos se les educa de una cie1ta manera, que estructura
sus intereses y expectativas, de modo que no ven ciertos acon­
tecimientos inesperados que ocurren ante sus ojos -o, si los
ven, no reaccionan ante ellos. Estas experiencias carecen para
ellos de sentido y no suscitan ningtma respuesta. E inversa­
mente, donde algunos observadores no ven nada, o no detectan
el menor orden ni concierto, otros perciben -o recuerdan ha­
ber percibido- algo que se ajustaba a Lo que esperaban.
Por ejemplo, cuando algunos geólogos visitaron los «caminos
paralelos,, de G1en Roy en Escocia, que son unos fenómenos cu­
riosos, con forma de caminos horizontales, que pueden verse
en las laderas de las colinas de G1en Roy. Darwin, apoyándose en
su experiencia a bordo del Beagle sobre temblores de tierra y
emergencia de playas en América del Sur, mantuvo la teoría de
que los caminos paralelos estaban provocados por el mar. Agas­
siz, a partir de su experiencia con los glaciares en Suiza, vio la
causa en la acción de los lagos encerrados por los hielos durante
el periodo glaciar. Las diferentes teorías conducían a diferentes
conjeturas sobre la extensión y posición de los caminos, y los
distintos observadores fueron aportando distintos hallazgos.
Agassiz, cuya teoría glaciar triunfó más adelante, vio -o creyó
que había visto- caminos donde nadie desde entonces ha sido
capaz de distinguirlos (Rudwick, 1974).

62
¿,C'omo cl<•IH 1 11 l't1L<•11d1.n-Hc cHLos aconLecimicnLos? Como mu­
chm, de estos cnsos H<' refieren u científicos que no ven cosas que
contradicen sus teorn1s, uno de los enfoques que se han ensaya­
do consiste en asimilarlos al fenómeno de «resistencia al descu­
brimiento cienLÜico». Así es como los Lrata Barber cuando dis­
cule una serie de casos en que los científicos violan el ideal de
aperlura ment.a1 (Barber, 1961). Estos casos incluyen resisten­
cias a ideas, teorías y enfoques nuevos; resistencia a técnicas
no habituales, como el uso de las matemáticas en biología; así
como resistencia a ciertas interpretaciones que pudieran dar­
se de la experiencia sensorial.
En un caso que estudiaron Barber y Fox (1958), relatan cómo
un biólogo llegó al descubrimiento accidental e inesperado de
que al inyectar por vía intravenosa cierta encima a conejos
de laboratorio sus orejas se ablandaban. Aunque el propósito
original de estas inyecciones era otro, este sorprendente fenó­
meno llevó con toda naturalidad al investigador a seccionar
las orejas y examinarlas al microscopio para observar cuál ha­
bía sido la causa de i:;emejant.e efecto. Basándose en el supues­
to, compartido por otros científicos, de que el cartílago de las
orejas e:ra una sustancia inerte y carenle de interés, concentró
su atención en el tejido conjuntivo elástico. También examinó
el cart11ago pero, como era previsible, no se mostró afectado: «las
células parecían sanas y sus núcleos en perfecto estado. Decidí
que no había ningún daño en e} cartílago. Eso f'ue todo... La apa­
riencia uniformemente sana de los tcJidos era desconcertan­
te. ¿Qué mecanismo de la enzima había causado un efecto tan
visible?
H�sla que no pasaron varios años, cuando sus otras investi­
gaciones dejaron de acapararle tanto y estaba buscando mate­
rial para su seminario de patología experimental, el problema
de las orejas de los conejos no resucitó. Esta vez preparó dos
secciones de oreja de conejo para una demostración; de acuerdo
con el procedimiento enseñado en los manuales, a uno de estos
conejos se le había tratado con la enzima y al otro no. Entonces
se hizo evidente que, mirados al microscopio, los dos fragmen­
tos eran diferentes. El cartílago antes descartado había cam­
biado de aspecto, manifestando una pérdida de materia inter­
celular, un aumento del tamaño de las células y toda una serie
de efectos. La anterior suposición de que el cartílago era inacti-

63
,.. vo revelaba, como dice Barber, que el científico «hl:!bía sido cega­
do por sus ideas científicas preconcebidas•>.
Lo que aquí nos interesa es la interpretación teórica general
de Barber, lo que nos retrotrae a la cuestión de si es o no apro­
piada la referencia a la ,,ceguern» para este caso. Barber aduce
que las violaciones de la norma de apertura mental son muy
frecuentes en la ciencia y que se deben a causas bien precisas,
como los requisitos teóricos y metodológicos, la alta posición
profesional, la especialización, etc. Hay aspectos de la ciencia
que son valiosos y eficaces para ciertas cosas pero que se mues­
tran muy perjudiciales para otras.
Aplicado a la percepción, esto sugiere que son los propios pro­
cesos que favorecen la investigación los que provocan, como con­
secuencia directa, cierta cantidad de percepciones erróneas. Esta
idea de que las percepciones erróneas son normales, es muy in­
teresante; retengámosla.
Pero el análisis de Barber contiene una nota discordante.
Dice que las percepciones erróneas son un fenómeno patológico
y que hay que entenderlo en ténninos de enfermedad para po­
der tratarlo y suprimirlo; que acaso serán inevitables ciertas
1·esistencias, pero que su nivel irá disminuyendo progresiva­
mente. Sin embargo, ¿es posible que la percepción errónea sea
una consecuencia natural de un rasgo eficaz y saludable de la
ciencia y, a la vez, se quiera erradicar? Seguramente no. Barber
debe haber razonado con la misma lógica que empleó Durkheim
en su libro Las reglas del método sociológico para a:nalfaar el cri­
men. Intentar suprimir el crimen supondría sofocar aquellas va­
liosas fuerzas que dan origen a la diversjdad y a la individuali­
dad en la sociedad. Si se presiona lo suficiente para eliminar lo
que se entiende por crimen, serán otros comportamientos los que
se pondrán en cabeza de las amenazas al orden social. La cues­
tión no es si debe haber crímenes o no, sino cuáles. Los crímenes
son inevitables, casi constantes y necesarios. Podrá ser deplo­
rable, pero aspirar a reducirlos sin límite es no entende1· nada
de cómo funciona la sociedad. Otro tanto puede decirse de las
percepciones erróneas.
Esa concepción es del todo consistente con la literatura psico­
lógica sobre las que se llaman «tareas de detección de señales»,
consistentes en detectar una señal sobre un fondo de ruido, por
ejemplo, un leve punto sobre una pantalla de radar borrosa. La

64
tendencia a decidir que se ha visto efectivamente una señal
está íntimamente relacionada con las consecuencias que uno
sabe que conlleva esa decisión. El que los sujetos perciban real­
mente una señal depende de si sahen que es importante no ig- ,
norar ninguna o si más bien piensan que lo que es vital es no
dar nunca una falsa alarma. La variación de estos parámetros
produce ilistrntos patrones de percepción y de percepción erró­
nea. Lo interesante es que los intentos de hacer ilisminuir las
falsas alarmas conducen mevitablemente a que se ignoren se­
ñales, y que los intentos de que no se omita ninguna señal dan
lugnr a falsas alarmas. Hay una interrelación entre los distin­
tos modos de percepción errónea que eslá en función de la ma­
triz social de consecuencias y significados en cuyo contexto tie­
ne lugar la percepción.
Las percepciones elTóneas son, pues, inevitables, casi cons­
tantes, y no pueden ser reducidas ilimitadamente. Están en
profunda conexión con la organización socio-psicológica de la
actividad científica y proporcionan un precioso inilicador sobre
ella, así como una herramienta de investigación muy útil, pues
pueden usarse para detectar la iníl uencia de factores como los
compromisos, la orientación del interés o las diferencias en los
enfoquC's teóricos.
Este punlo de vista es valioso, pero si es fácil sustraerse a
algunas de sus implicaciones, como hizo Barber, no lo es menos
extrapolarlo de un modo in-eflexivo que lo vuelve contra sí mis­
mo. Para mantenerlo en sus justas proporciones, consideremos
algunas de sus limitaciones. li:n primer lugar, el significado de
los ejemplos históricos y de los estudios de caso dados anterior­
mente no es tan directo como pudiera parecer. Esos �jemplos,
¿son verdaderamente casos de percepción errónea o ilustran
más bien la debilidad de cierta facultad psicológica como es la
memoria? De haber caminado juntos Agassiz y Darwin por Glen
Roy es difícil creer que no hubieran sido capaces de ponerse de
acuerdo sobre lo que tenían ante sus ojos. Incluso, aunque hu­
bieran interpretado de manera distinta el ángulo de una pen­
diente, la presencia de ciertos tipos de conchas, de cantos roda­
dos o de a1·ena, seguramente habrían estado de acuerdo sobre
qué objPtos estaban interpretando de modo diferente. ¿Era la
perrepciém de Agassiz la que estaba influida por su teoría o era
el prO('tiso di' rt>mcmornc1on " mtC'rpretación el que nct uaba re

r;ri
trospectivamentc simplificando o amplificando lo que había
visto?
Puede plantearse lo mismo respecto del investigador que mi­
raba especímenes de cartílago al micl'Oscopio. ¿Veía algo dife­
rente cuando miraba el espécimen aislado y cuando comparaba
directamente las muestras tratadas y Las no tratadas? Aunque
Barber habla en ocasiones de científicos cegados por sus ideas
preconcebidas, en otras lo hace en términos de fallos de memo­
ria. Dice que. en el primer caso, el investigado1· sólo puede com­
parar la única muestra de tejido con la imagen que Liene en la
memoria, por lo que, si esta imagen era débil o estaba distor­
sionad.a, ello podría dm· razón del error de juicio que le Hevó a
obviar la evidencia que tenía ante sus ojos. (El carácter cons­
ti·uctivo de la memoria ha sido invesLigado desde una perspec­
tiva psicológica por Barleti ( 1932) en su clásico Remembering.)
Estas precisiones no son Lan pedantes como pudiera pare­
cer. Significan que toda crítica de la percepción que descanse
en ejemplos de este tipo es equívoca y simplista; estos ejemplos
no hacen justicia a la percepción sensorial. Es perfectamente
consistente sostener que la percepción sensorial es fiable sin
dejar de reconocer que la memoria puede fallarnos. Cualquier
procedimiento experimental que descanse en los frágiles regis­
tros de la memoria, cuando haya evidencia directa disponible,
es dudoso.
Así que podemos insistir razonablemente en que los experi­
mentos de detección de señales no captan con precisión las cir­
cunstancias en que suelen hacerse las observaciones científi­
cas. Todo el interés de los protocolos experimentales correctos,
del uso de instrumentos y grupos de control, se centra en evitar
poner al observador en situación de tener que hacer discrimi­
naciones difíciles o juicios instantáneos. Acaso Agassiz tuviera
sencillamente prisa, pero un buen observador debe situarse en
condiciones óptimas para hacer sus observaciones, sus juicios y
comparaciones. Todos estos registros deben efectuarse en el mis­
mo momento en que se hacen y no reb·ospectivamente; una mues­
tra debe someterse a control de manera que no intervenga la
memoria; y otras precauciones por el estilo. Dadas unas condi­
ciones de observación normalizadas y si se respetan las consa­
bidas precauciones que forman parte del saber acumulado por
la técnica científica, entonces es seguro que el testimonio de los

(i('i
sentidos será el mismo para todos y no dependerá de teorías ni
de compromisos. Cuando un procedimiento experimental no
produce resultados unfformes, o parece producir resultados di­
ferentes para diferentes observadores, es que el protocolo o di­
seño no era bueno o que el experimento estaba mal concebido o
no era fiable.
Para ver el poder de este empirismo de sentido común bas­
ta recordar uno de los más famosos-o infames- ejemplos de
una ciencia que se ajustaría al modelo de detección de seña­
les. Se trata del caso del descubrimiento de los rayos Nen 1903
por BlondJot, frsico francés y miembro de la Academia de Cien­
cias. Blondlot creía haber encontrado un nuevo tipo de rayos,
bastante parecidos a los rayos X, que habían sido objeto recien­
temente de investigaciones apasionadas.
Su dispositivo consistía en un filamento de platino caliente
situado en el interior de un tubo de hierro provisto de una pe­
queña abertura. Los rayos N, que no podían atravesar el hie­
lTO, pasaban a través de la abertw·a. El medio de detectar los
rayos era dejarlos llegar a una pantalla débilmente ilwninada
situada en una sala oscura, de modo que un ligero aumento de
la intensidad en la pantalla indicaba la presencia de rayos.
Blondlot encontró que los rayos tenían toda una suerte de pro­
piedades: podían ser almacenados por los objetos, emjtidos por
los seres humanos, e interferían con el ruido. Incluso observó ra­
yos N negativos que, bajo ciertas condiciones, disminuían la in­
tensidad de iluminación de la pantalla (Langmuir, 1953).
El físico R.W. Wood visitó los laboratorios franceses en el mo­
mento en que Blondlot estaba estudiando la refracción de rayos
Na través de un prisma de aluminio. Por aquel entonces Blond­
lot había encontrado que los rayos N no eran monocromáticos,
sino que se componían de varios elementos con índices de re­
fracción diferentes. Durante uno de estos experimentos, y sin
ser visto por Blondlot en la oscmidad del laboratorio, Wood quitó
el prisma del dispositivo. Esta maniobra debería haber detenido
el experimento, pero el infortunado Blondlot siguió detectan­
do en la pantalla las mismas señales que antes (ver Wood, 1904).
Cualquiera que fuera la causa de los fenómenos registrados, no
eran los rayos N. Es de presumir que el resultado obtenido, así
como el rcsLo de fonómenos, estuviera causado por la creencia
de Blondlot en los rnyos N.

fi7
El problema estaba en e] diseño experimental de Blondlot.
El proceso de detección se encontraba en el límite de la sen­
sación y cuando la relación señal/ruido es tan desfavorable
ocurre que la experiencia subjetiva está a me1·ced de las ex­
pectativas y esperanzas. Las consecuencias sociales que es­
peraba, la «matriz de pago» social, resultaron ser variables
cruciales.
El rasgo significativo del descubrimiento por Blondlot de los
supuestos rayos N fue la rapidez y unanimidad con que los fisi­
cos británicos, alemanes y norteamericanos cayeron en la cuen­
ta de que algo iba mal en los informes experimentales (Wat­
kins, 1969); para una temprana teoría fisiológica de los i-esul­
tados de Blondlot, ver Lummer ( 1904). Más aún, le fue muy
Iacil a Wood demostrar el e1Tor, bastó que llevara a cabo un ex­
perimento controlado y bien simple: tomar las lecturas con y
sin el prisma, es decir, con y sin los supuestos rayos N refracta­
dos. Como los resultados eran los mismos, la causa no tiene
nada que ver con los rayos. El fallo resMía en una falta de com­
petencia personal y psicológica de Blondlot y sus compatriotas,
que no recurrieron a los procedimientos normalizados habitua­
les; lo cual pone en duda la fiabilidad de algunos franceses, no
la de la percepción en su conjunto.
Los sociólogos pueden meterse en un callejón sin salida si se
dedican a acumular casos como el de Blondlot y centran en ellos
su visión de ]a ciencia. Podrían estar menospreciando la fiabili­
dad y replicabilidad de su base empí1;ca; seria como limitarse a
considerar eJ principio de la historia de Blondlot y olvidar cómo
y porqué terminó. No cabe duda de que, así, los sociólogos se co­
locarían allí donde sus críticos querrían vei·los: acechando en­
tre los desechos del patio trasero de la ciencia.
Es ahora cuando podemos hacer converger las dos líneas de
la argumentación. A partir de estudios de casos sobre observa­
ciones deformadas por la teoría, habíamos llegado a la conclu­
sión de que era inevitable cierto grado de distorsión perceptiva.
Un poco de sentido común empirista nos hizo recordar entonces
que la ciencia tiene sus normas de procedimiento parn llevar a
cabo buenos experimentos y que muchos casos de supuesta fal­
ta de fiabilidad de la percepción sensorial no se debían sino a
apresurados atajos y ligerezas a la hora de tomar las debidas
precauciones. Estos casos son evidentemente transitorios, de-

(iR
u
tectables y con-egibles. Y, afortnadamente, las dos líneas de ar­
gumentación no se oponen en modo alguno.
Es imposible evitar que se dé toda una corriente permanen­
te de percepciones en-óneas en los márgenes de la actividad
científica. Al estar limitada en sus dominio::; de int,erés, la cien­
cia tiene t.rnas fronteras, y a lo largo de ellas siempre habrá
acontecimientos y procesos que reciban una atención parcial y
íluctuante. Aquí puede aplicarse la analogía con la detección de
señales: bien puede ocurrir que, acontecimientos que más tar­
de lleguen a vei·se como significativos, hayan pasado antes de­
sapercibidos o se hayan descartado.
Pero la situación no es la misma en el centro de atención.
Aquí sólo hay unos cuan los procesos empfricos que sean objeto
de interés y debate, por lo que se respetarán estrictamente los
requisitos de replicabilidad, de fiabilidad, de corrección en el
diseño experimental y de eliminación de efectos adyacentes.
Aquí los errores son evitables y evitados. Y, cuando no ocurre
así, se aplican sanciones, ya las ejecuten otros, ya lo haga la pro­
pia conciencia, ésa imagen internalizada del reproche. El cien­
tífico de Barber que trabajaba con los conejos, y que finalmente
acabó realizando su descubrimiento con p1·ocedimientos correc­
tamente controlados, confesaba un sentimiento de vergüenza:
«Todavia me siento mal cuando pienso en ello». Blondlot, de ma­
nera más dramática y más triste, vio arruinada su carrera. Nada
muestra con mayor viveza la actuación de las normas sociales
que la vergüenza y el ostracismo.
Lo que enseñan estos estudios de caso no es que la percep­
ción sea poco digna de confianza o que esté en función de nues­
tros deseos, sino cuán apremiante es la ciencia en su exigen­
cia de que se sigan sus procedimientos normalizados. Estos
procedimienlos declaran que una experiencia sólo es admisi­
ble en la medida en que sea reproduciible, pública e imperso­
nal. Es innegable que existe este género de experiencia; sin
embargo, el hecho de que el conocimiento deba estar ligado de
modo determinante a esos factores es u.na norma social, w1a
exigencia variable y convencional. Hay otras actividades y
otras formas de conocimiento que enfatizan el carácter impal­
pable, int.ctior e individual de la experiencia. Tampoco puede
negarse que algunas de nuestras experiencias tienen también
NW (·nnkler, y val0 la pen¿:i recol'tlar que la ciencia no ha sido
1
skmpre hostil a esas formas de conocimiento (cf. French, 1972;
y Yates, l 972 ).
Ofreceré ahora una breve caracterización positiva del papel
de la experiencia, que mostrará cómo puede hacerse justicia a
su influencia sobre la creencia sin rebajar por el1o las preten­
siones del programa fuerte. Así, lo que acabo de decir sobre la
fiabilidad de la experiencia se enlazará con las observaciones
anteriores referentes a la insuficiencia de una concepción em­
pirista del conocimiento.

Experiencia y creencia

La aportación más relevante del empil;smo está en decir que


nuestra psicología garantiza que hay algunas respuestas a nues­
tro entorno material que son comunes y constantes; estas res­
puestas son nuestras percepciones. Se considera, sin duda con
raz6n, que las variadones cultw·ales se imponen sobre un es­
trato de capacidades sensoriales biológicamente estables. Apo­
yarse en la hipótesis de que la faculLad perceptiva es relati­
vamente estable no impide decir que sus aportaciones no cons­
tituyen -ni pueden constituir-conocimiento, lo cual se debe
a que la experiencia siempre tiene lugar sobre un estado ante­
rior de creencias. Ella es una de ]as causas que pueden provo­
car alteraciones en ese estado de creencias, de modo que el nue­
vo estado resultante siempre será el resultado de una compo­
nenda entre la reciente influencia y el estado precedente. Esto
significa que la experiencia puede provocar cambios, pero que
por sí sola no determina el estado de creencia.
Una manera de representarse este proceso es establecer una
analogía con el efecto de una fuerza que incide sobre un siste­
ma de fuerzas. Esta fuerza influirá en la fuerza 1·esultante,
pero no será la única en hacerlo. Pensemos en el paralelogramo
de fuerzas; la analogía se ilustra en la figura 1, donde la com­
ponente que representa la experiencia varia en la misma me­
dida que la creencia resultante. Cualquier valor de la compo­
nente experiencia! no se corresponde con un únil:o valor de la
creencia resultante si antes no se ha fijado el estado prnvio de

70
creencias. Hay que tener esto siempre en cuenta cuando se pien­
se en el efecto que producirá una experiencia. Asimismo, nin­
gún patrón o secuencia de experiencias cambiantes determina­
rá por sf mismo un patrón único de cambio en las creencias. No
hay nada de extraño en que el simple hecho de observar el mun­
do no nos conduzca a ponernos de acuerdo sobre cuál debe ser
la verdadera descripción que debamos dar de él.

Crt!encia
resulta11tc
Creencia

I
'
I
I
I
I

Experiem:ia

Figura 1

Consideremos un ejemplo sencillo. Un miembro de una tri­


bu primitiva consulta al oráculo administrando una sustancia
vegetal a un pollo. El pollo muere. Nuestro primitivo Jo ve tan
claramente como nosotros; pero él dice que el oráculo ha respon­
dido <•no» a su pregunta, mientras que nosotros decimos que el
pollo ha sido envenenado. La misma experiencia conlleva reaccio­
nes diferentes al enfrentarse con diferentes sistemas de creen­
cias. Y esto se aplica tanto al nivel superficial de lo que podamos
decir casualmente sobre el acontecimiento como al nivel más
profundo de lo que podamos creer que significa y de cómo ac­
xuemos en consecuencia .
./ No es difícil encontrar ejemplos semejantes en el campo de
la ciencia. Quizá el más obvio sea el de los diferentes significa­
dos atribuidos en distintos momentos al movimiento del Sol du­
rante el día. La experiencia 8ubjetiva del movimiento del Sol
ocurre de manera que el horizonte actúa como un marco esta­
ble contra el que el Sol parece desplazarse. Es plausible y com­
probable suponer que esto es así para cualquier observador. Sin
embargo, lo que se cree sobre las posiciones relativas que, en
realidad, se dan entre el Sol y la Tiena es muy distinto para los
�cguidorcs de Ptolomeo y para los de Copérnico.

71
La componente social que hay en todo esto es evidente e
irreductible. Debe acudirse a procesos como la educación y el
entrenamiento para explicar la implantación y distribución do
estados de creencias previas: son absol ulamente necesarios si
la experiencia ha de tener determinados efectos. Y son también
necesarios para entender cómo se sostienen las creencias resul­
tantes y para dar cuenta de las pautas que ligan especialmente
una experiencia con cierta creencia y no con otras. Aunque esta
concepción toma algunas aportaciones del empirismo. conlleva
que ninguna creencia cae fuera de la perspectiva puramente
sociológica. En todo conocimiento hay una componente social.
Al esta1· el empirismo desacreditado hoy en muchos ambien­
tes, ¿no estará fuera de lugar incorporar a la sociología del co­
nocimiento una componente tan descaradamente empirista? ¿No
debcn-ía evitar el sociólogo concepciones que han sufrido tan
amplias críticas por parte de los füósofos? Si eso significa que
el sociólogo debe mantenerse resueltamente a distancia de las
modas filosóficas, entonces se trata de una recomendación acer­
tada. Pero si significa que debe desechar ciertas ideas tan sólo
porque no cuentan con el favor de los filósofos, entonces es una
incitación a la cobardía. Sociólogos y psicólogos deberían, más
bien, explotar cuantas ideas puedan serles útiles y valerse de
cJlas para alcanzar los objetivos que se hayan marcado.
La versión del empfrismo que aquí se incorpora a la sociolo­
gía del conocimiento es ciertamente una teoria psicológica, Leo­
ría que dice que nuestras facultades de percepción son diferen­
tes de nuestras facultades de pensamiento y que nuestras per­
cepciones influyen sobre nuestros pensamientos más de lo que
éstos influyen en nuestras percepciones. Esta forma de empiris­
mo tiene un i:;entido biológico y evolucionista, pero está tan des­
preciado por los empfristas modernos como por sus adversa­
rios. Los filósofos contemporáneos han transformado esa tesis
psicológica en la afirmación de que existirían dos lenguajes de
naturaleza diferente: el lenguaje de los datos y el de la teoría.
Ahora bien, de lo que hablan de nuevo es del djstinto rango de
dos tipos difernntes de creencias: aquellas que vienen dadas in­
mediatamente por la experjencia, que son incuestionablemen­
te verdaderas, y aquellas que se conectan sólo indirectamente
con la experiencia, cuya verdad es problemática. Ésas son las
tesis que actualmente debaten los filósofos. Pero la verdad ab-

72
soluta -e incluRo la alta probabilidad- de las creencias pre­
tcndiclamente derivadas de la experiencia sin mediación algu­
na es algo que ya ha sido puesto en tela de juicio, y más recien­
temente también lo ha sido toda esa concepción global de los
dos lenguajes <Hesse, 1974)
Dejemos que los filósofos negocien a su gusto esta!:> cuest10-
nes de justificaci6n, ele lógica y de lenguaje. Ll, impor-Lante para
un estudio naturalista del conocimiento es que puede ofrecer
una reprcscntnción sólida y plausible del pape] que juega la ex­
periencia sensonal. Y si esto lo expresa en el mismo lenguaje que
un empirismo psicológico y anticuado, tanto mejor para nues­
tra tradición íilosóficn. a cuyo esp1ritu nos mantenemos fieles
(B]oor, 1H75).

Materialismo y explicación sociológica

Ninguna sociología cofü,i:-;tentc podna presentar el conoc-1-


micnto como unu fantasía desconectada de nueslras experien­
cias sobre el mundo material que nos rodea. No podemos vivir
en un mundo de ensueño. Considt•1·emos cómo podna haberse
transmitido esa í'antasía a los nuevos miembrns de la sociedad:
esta transm1s1ón dependena de la educadón, el entrenamien­
to, el a<l.octrinamiento. la influencin y la presión sociales. Todos
ellos presuponen la fiabilidad de la percepción y la capacidad
de delectar y retener las regularidades y disLinciones percibi­
das, así como la de actuar a partir de ellas. Loi-- cuerpos y las vo­
ces humanas forman parte del mundo material y el aprendizaje
social forma parte del aprendizaje general sobre cómo funciona
el mundo. Si tenemos la aptitud y la inclinación a aprender los
unos de los otros, tendremos también en principio la habilidad
de aprender a partir de las regularidades del mundo no social.
Esto es lo que hace la gente de todas las culturas para sobre­
vivir. Si el aprendizaje social puede descansar en los organos
pC'rceptivos, también podrá hacerlo el conocimiento natural o
c1cnl1fko. Ningun anúlisis sociológico de la ciencia podrá consi­
dc•1·ar In ¡H•n·ep<"icín scnsorrnl meno:-; fiable cuando se utiliza en
<'I lahorntono 111•11 loi; c•i;tucl10i.. cit' cc1mpo que cuando se usa en

1:1
la interacción social o en la acción colectiva. Todo el edificio de la
sociología presupone que podemos reaccionar de modo sistemá­
tico ante el mundo por medio de nuestra experiencia, esto es,
por medio de nuestra interacción causal con él. El materialis­
mo y la fiabilidad de nuestros sentidos se dan, pues, por su­
puestos por la sociología del conocimiento y no se puede permi­
tir ninguna dejación de ellos.
Parn ilustrar el papel de tales factores, consideremos la inte­
resante comparación que hizo J.B. Morrell (1972) entre dos es­
cuelas de investigación de comienzos del siglo pasado. Morrell
comparó el laboratorio de Thomas Thomson en Glasgow con e]
de J ustus Liebig en Giessen; ambos estaban inaugurando es­
cuelas universitarias de químka práctica en los años 1820. La
de Liebig floreció y adquirió rnnombre universal, mientras que
Ja Thomson terminó por desaparecer sin dejar apenas huella
en la historia de la disciplina. El problema que Morrell se plan­
tea es el de comparar y contrastar los factores que llevaron a
ambas escuelas a destinos tan diferentes pese a sus similitudes
en tantos aspectos.
Su análisis es manifiestamente simétrico y causal. Comien­
za por esLablecer un «tipo ideal» de escuela de investigación que
incluye todos los hechos y parámetros necesarios para su orga­
nización y su é:icito. Una vez que ha construido el modelo, las di­
ferencias entre las escuelas de Glasgow y de Giessen se hacen
evidenteE- pese a sus semejanzas estructurales. Los factores a
tener en cuenta son los siguienLes: el temperamento psicológico
del director de la escuela, sus recursos financieros y su poder y
categoría en su universidad, su capacidad para atraer estu­
diantes y lo que podía ofrecerles en cuanto a motivación y po­
sibilidades de promoción profesional, su reputación en la co­
munidad científica, su elección del campo y programa de inves­
tigación, así como las técnicas que desarrollaba para futuras
investigaciones.
Thomson era un hombre posesivo y sarcásLico, con tenden­
cia a tratar los trabajos de sus estudiantes como si le pertene­
ciernn; aunque reconociese su contl·ibución, los publicaba bajo
su solo nombre. Liebig también debía de ser un hombre dificil y
agresivo, pero sus estudiantes le veneraban; les animaba a pu­
blicar con sus propias firmas y controlaba una revista que ser­
vía de apoyo a estas publicaciones. También les ofn•<·ín la posi-

7/
bilídad de hacer un doctorado y les ayudaba de diferentes for­
mas en su carrera universitaria o profesional. En el laboratorio
de Thomson no se facilitaba ese proceso educalivo tan útil y
completo.
AJ principio, los doR directores debieron financiar la marcha
de su escuela de su propio bolsillo. Liebig tuvo mas éxito en
conseguir financiación externa para el personal y malerial de
su laboratorio; pudo pasar esta carga al Estado, algo que era
impensable en la Gran Bretai'la deJ lais.�ez-fmre. Tras algunas
dificultades iniciales con su status académico, Liebig se esta­
bleció como profesor en una pequeña universidad. lo que le dejó
las manos libres para su trabajo principal. Thompson, como
profesor regürn, se senlía un extraño, estaba �obrecargado de
clases en la escuela de medicina y despilfarraba su energia en
trabajos rulinarios o en política universitaria.
Los dos directores eligieron asimismo orientaciones muy dis­
tintas en su campo de investigación. Thomson se apercibió rápi­
damente del valor e interés d<' la teoría atómica de Dalton y él
mismo se consagró a un programa de bú:-14ueda de los pesos ató­
micos y la composición química de sales y minerales. Una de
sus mayores preocupaciones era la hipótesis de Prout: que to­
dos los pesos atómicoR son números enteros múltiplos del peso
atómico del hidrógeno. Eso le llevó a la química inorgánica. Éste
era un campo muy estudiado en el que estaban bien estableci­
dos algunos de los mejores especialistas de la época, como Ber­
zelius y Gay-Lussac. Además, las técnic:aB implicadas exigían
un muy alto nivel de especialización y el analisis inorgánico
planteaba numerosos problemas práct.icoH, por lo que era dificil
conseguir resultados eslablcs. reprnducibles y útiles.
Licbig eligió el campo de la reciente química orgánica. Desa­
rrolló unos aparatos y una técnica de análisis capaz de produ­
cir regularmente resultados fiables y reproducibles; más aún,
los aparatos podían ser manejados por cualquier cstudiant.e me­
dio si era competente y aplicado. En resumen, fue capaz de crear
1.ma especie de fab1;ca que producía lo que nadie había produci­
do ani<'s en ei-;e campo.
Los resultados de Thomson y sus esludiantes se encontra­
ban a mC'nudo con el problema de que diferían de los de otros es­
pecinliHtni.. y Hu trnbnjo í'ue c,;ticado por Bcrzelius. A veces, eran
lo� prnpws t<"·1tltudus dt• los mtt'mbros de la escuela los que di-

7!i
forían entre sí y parecían no aportar nada nuevo ni útil. Thom­
son estaba convencido de la corrección de esos resultados, pero
los demás solían tenerlos por meramente accidentales y poco re­
veladores. Por el contrado, Liebig y sus estudiantes no encon­
traron ninguna oposición.
Ahora, el problema metodológico crucial está en decidir qué
es lo que ejemplos como éste nos dicen sobre el papel que juega,
en las explicaciones sociológicas de la ciencia, la experiencia
que tenemos del mundo material. Pretendo mostrar que el he­
cho de tomar en consideración las reacciones del mundo mate­
rial no interfiere ni con la simetría ni con el carácter causal de
las explicaciones sociológicas.
No se puede negar que una de las razones que explican el éxi­
to de Licbig está en que el mundo material reacciona de mane­
ra regular al tratamiento al que se le somete en sus aparatos,
mientras que cualquiera que se enfrente al mundo material del
modo en que lo hizo Thomson no encontrará la menor regulari­
dad. Los procedimientos de éste presumiblemente entremezcla­
ban procesos químicos y fisicos de las sustancias que examinaba.
Las pautas de comportamiento, t.anto de los hombres como de las
respuestas que les devolvía la experiencia, son diferentes en
cada caso.
Sin embargo, el tipo de explicación general sobre la suerte
de las dos escuelas de investigación es la misma en ambos ca­
sos. Ambos deben entenderse por referencia a un input propor­
cionado por el mundo; y ambos parten de una confrontación del
científico con una parte seleccionada de su entorno. Hasta aquí,
las dos explicaciones son simétricas. A continuación, el estudio
considera, también con notable simetría, el sistema de creen­
cias, normas, valores y expectativas sobre el que inciden estos
resultados. Está claro que en cada caso actúan diferentes cau­
sas, pues de otra manera no habría diferentes efectos. La sime­
tría reside en los tipos de causas que se aducen.
La diferencia en los resultados de laboratorio es sólo una
parte de todo el proceso causal que culmina en los diferentes
destinos de cada escuela; no basta por si misma para explicar
los hechos. No sería adecuado decir que son meros hechos quí­
micos los que explican por qué fracasó un programa y triunfó el
otro. La suerte de cada escuela podía haber sido la contraria
aunque hubieran lJevado a cabo las mismas actividodcH .v oble-

7fi
nido los mismos resultados. Por ejemplo, supongamos que no
hubiera habido nadie interesado realmente en la química orgá­
nica; entonces todo el esfuerzo de Liebig se habría frustrado,
como se frustró el del biólogo Mendel: le habrían ignorado. O
supongamos, inversamente, que la química inorgánica no se es­
tuviera estudiando tan intensamente cuando Thomson creó su
escuela; su contribución habría tenido una resonancia mucho
mayor. Con las oportunidades y el ánimo que ese status supe­
rior le hubieran conferido, su escuela habría prosperado y con­
seguido contribuciones diferentes y más duraderas. También
su escuela habría llegado a convertirse en una empresa flore­
ciente con métodos de producción acreditados.
Sólo habría una situación en la que hubiera podido decirse
que la química fue la única causa de la diferencia, ya sea en las
creencias, en la teo1ia, en los juicios o, como en este caso, en la
suerte de ambas escuelas. Sería aquélla en la que todos los facto­
res psicológicos, económicos y políticos fueran idénticos o se di­
ferenciaran tan sólo en aspectos menores e irrelevantes. Pero ni
siquiera una situación así contradiría el programa fuerte, pues
no suprimiría de la explicación general los factores sociológicos.
Éstos seguirían jugando un papel activo fundamental, aunque
ocasionalmente llamarían menos la atención en la medida en que
estarían equilibrados entre las dos situaciones. Incluso en este
caso, la estrnctura global de la explicación seguiría siendo cau­
sal y simétrica.

Verdad, correspondencia y convención

La verdad es un concepto sobresaliente en nuestro modo de


pensar, pero apenas hemos hablado de él. El programa fuerte
exige a los sociólogos que lo dejen de lado, en el sentido de dar
el mismo trato a las creencias verdaderas y a las falsas cuando
se busca una explicación. Podría parecer que este requisito no
se respetó en el apartado anterio1-, pues ¿no es cierto que el la­
boratorio df' Licbig salió adelante porque efectivamente descu­
hrió verdndes 1,1obre el mundo, mientras que el de Thomson se
vino nbajo por SUR resultados inc>xaclos? La distinta suerte de

77
estas empre¡,;as dependió sin duda de cuestiones de verdad y
falsedad, 1 uego parece ser que, pese a lodo, éstas juegan un pa­
pel central. Debemos aclarar el nexo entre la verdad y el pro­
grama fuerle. en especial para aquellas partes del programa
que subrayan el papel jugado por los resultados experimenla­
les y por las experiencias sensoriales.
Hay pocas dudas sobre lo que queremos decir cuando habla­
mos de verdad; nos referimos a que una creencia, juicio o afir­
maci6n se corresponden con la realidad, captando y reílejando
las cosas tal y como están en el mundo. Esta manera de hablar
es seguramente universal. La necesidad de rechazar o de apo­
yar lo que olros dicen es algo básico en la inleracción humana,
por lo que es una lástima que esta concepción común de la ver­
dad sea tan vaga. La relación de correspondencia entre conoci­
miento y realidad en la que se apoya es dificil de carncteriznr
de manera clara. Expresiones como «ajustarse a», «corresponde a»
o «reí1ejar» son sugeslivas, pero ninguna aclara más que otra.
En vez de intentar precisar más la definición del conceplo de
verdad, adoptaremm, un enfoque diferente: nos preguntaremos
qué uso se hace de ese concepto y cómo funciona, en la práctica,
la noción de correspondencia. Se nos revelará entonces que si el
concepto de verdad es vago, no es ninguna sorpresa ni constitu­
ye lampoco ningún obstáculo.
Para hacer el problema más concreto, consideremos de nue­
vo el ejemplo de la teoría del ílogislo. g1 ílogisto podría identifi­
carse como ese gas al que nosotros llamamos hidrógeno; los
químicos del siglo xvur sabían cómo prepararlo, pero la concep­
ción que tenían de sus propiedades y comportamiento era muy
diferente a la nuestra. Creían, por ejemplo, que el flogisto po­
día ser absorbido por una sustancia llamada ,,minium» o «plo­
mo calcinado» (a lo que hoy llamaríamos óxido de plomo). Mas
aún, pensaban que, al absorber el flogisto, el minium se con­
vertía en plomo (Conanl, 1966).
Joseph Priestley llegó a dar una convincente demostración
de esla teoría. Cogió una vasija llena de ílogisto y la volcó sobre
un recipiente con agua (ver figura 2), sobre la que flotaba un cri­
sol con algo de minium. Lo calentó mediante rayos solares con­
centrados por una lente y, como esperaba, el minium se transfor­
mó en plomo. Y, como señal de que hab1a absorbido el flogislo,
el nivel del agua de la vasija de gas ascendió sensiblemente. Se

7R
D r 10TEC1 Ll/t�r�SIDAD HACIONAL
trataba evidentemente de una demostración de que la teoda se
correspondía con la realidad.

f.'logisto

Figura 2. La absorción del flogisto por el plomo calcinado

Un empirista podría argüir con toda rnzón que podemos ver


subir el nivel del agua, pero que, en realidad, no vemos el flo­
gisto siendo absorbido por el minium: no hay ninguna experien­
cia de la visión del gas penetrando por los poros o fisuras del
minium a la manera en que vemos el agua penetrando por el
sumidero de una bañera. Efectivamente, la realidad postulada
por la teoría no está visiblemente de acuerdo con la teoría; como
no podemos acceder a ese ámbito del mundo físico, no podemos
ver la correspondencia con la teoría.
El indicador de verdad con el que nos movemos realmente es
eJ de que la teoría funciona, nos basta con llegar a una visión
teórica del mundo que se aplique con fluidez. El indicador de
error es e] fracaso en establecer y mantener esta relación fun­
cional entre realidad y teoría al no cumplirse las predicciones.
Una manera de plantear esto sería decir que hay algún tipo de
correspondencia de la que, de hecho, nos valemos. Pero ésa no

'f
es una correspondencia de la teoría con la realidad sino de la
teoría consigo misma. La experiencia se interpretada a la luz
de la teoria de manera que no ponga en peligro su coherencia
interna. El proceso de evaluadón de una teoría es un proce- .
RO interno, no en el sentido de que esté desconectado de la rea- ' .
lidod, pues es evidente que la teoría se conecta con ella por la $
manera t>n qu<' designa los objetos y etiqueta e identifica las ;t't
l

lns!1t1Jtu a i !;:ve t �·-9rn s filos


Rllllu1L<"A
••1.� r"....
sustancias y los acontecimientos, sino en el sentido de que -una
vez establecidas las conexiones- todo el sistema ha de mante­
ner un cierto grado de coherencia, conformándose cada parte a
las demás.
El experimento antes descrito plantea, de hecho, tantos pro­
blemas como apoyos ofrece a la teoría del ílogisto. Priestley
acabó observando que, durante el experimento. �e habían for­
mado gotas de agua en la vasija del gas. pero no le dio impor­
tancia, en pl'incipio, ya que el experimento lo habfa realizado
con agua. Esas golas no se esperaban y su presencia anunciaba
problemas para ]a teoría; en ella no se decía nada de que pudie­
ra formarse agua, pero quedó aún más claro al repetir el expe­
dmento con mercuno. Ahora s1 que había surgido una falta de
correspondencia.
No hacía falta ninguna perspicacia especial para apreciar
este desajuste. Pero no es que la realidad revelara falsa la teo­
ría por una falta de correspondencia con su funcionamiento in­
terno. sino que había surgido una situación anómala en el inte­
rior de una concepción del expenmento aportada por la propia
teoría. Lo que hizo Prieslley fue suprimir la anomalía rcelabo­
rando su teoría. Una vez más, no fue la realidad la que aquí sir­
vió de guía sino la propia teoría: se trataba de un proceso inter­
no. Él argumentó que el minium debía contener algo de agua
que nadie había apreciado y que, al calentarlo, ese agua se ma­
nifestó depositándose en las paredes de la vasija. La correspon­
dencia con la realidad quedaba así restablecida.
Es intere�ante comparar el análisis que Priestley hace de su
experimento con nuestra versión, pues -en Jo que se nos al­
canza- su teoría. y más aún su versión revisada, no se ajusta
en absoluto a la realidad. Nosotros no decimos que el flogisto
era absorbido por el minium ni que el agua surgía de éste, lo
que decimos es que el gas de la vasija es hidrógeno y que el mi­
nzum es óxido de plomo: al calentarlo, el oxigeno abandona el
óxido, deja el plomo y se combina con el hidrógeno para formar
agua. En el transcurso de este proceso, el gas desaparece y por
ello aumenta el nivel del mercw-io o del agua de la vasija.
Vemos exactamente lo mismo que vio Priestley, pero lo conce­
bimos a partir de una teoria diferente. Hemos podido acceder,
igw,d que Pricstley, a aspectos ocultos de la realidad, de modo
qut.> lambien lo nuestro no pasa de ser una teoría. Sin duda, es-

80
tamos plenamente justificados al preferir nuestra teona a la
suya porque su coherencia interna puede mantenerse frente a
un abanico más amplio de experimentos y exp<'riencias, inter­
pretados siempre a la luz de la teoría.
Ahora sí es posible ver por qué la relación de conesponden­
cia entre teoría y realidad es una relación demasiado d1fusa. En
ningun momento percibimos esa cotTespondencia, ni la conoce­
mos, ni podemos, port anto, ponerla en prácLica. Nunca tenemos
ese acceso inmediato a la realidad que sería necesario para po­
der contrastarla con nuestras teonas. Todo lo que tenemos, y
no necesitamos más, son nuestras teorías y nuestra experien­
cia del mundo, nuestros resultados experimentales y nuestras
interacciones sensorio-motlices con los objetos manipulables.
Poco importa que la terminología con que se hace referencia a
esa relación inescrut,able sea vaga, pues no se pierde nada con
dejar en la vaguedad ese supuesto lazo que no juega ningún pa­
pel efectivo en nuestro pensamiento.
Todos los procesos del pensamiento científico pueden -y de­
ben- llevarse a cabo sobre la base de principios internos de
evaluación; se mueven por los errores que percibimos en el mar-
co de nuestra::; ieonas, nuestros objetivos, nuestros intereses,
problemas y normas. Si Pricstley no hubiera estado preocupado
por desarrollar una descripción detallada de t.odos los aconteci­
mientos que podía detectar en una reacción química, no habría
reparado en unas cuantas gotas de agua. Y si nosotros no estu­
viéramos interesados en obtener teorías cada vez mas genera-
les, podíamos habernos quedado t.an satisfechos con la versión
de Priestley, pues se corresponde lo suficiente con la realidad
como para conseguir ciertos objetivos. Est,a correspondencia sólo
se ve perturbada si lo que nos proponemos es otra cosa. El mo-
tor del cambio es interno a estas intenciones nuestras, a nue::;­
tras teorías y a nuestras experiencias. Hay tantas formas de ,­
correspondencia como requisitos nos proponernos.
Esto plantea un problema con la noción de verdad: 6por qué
no abandonarla por completo? Sena posible considerar las teo­
rías :-,6l0 como instrumentos convencionales con los que mane­
jar nuestro medio ambiente y adaptarnos a él. Dado que están
suJelm, a nuestros cambiantes requisitos de exactitud y utili­
dad, su ui:;o y desarrollo parece fácilmente explicable. ¿Qué fun­
ción l1<•1w la vPrdad, o el hablar de> la verdad, en todo esto? Pa-

81
rece que no se perdería gran cosa abandonándola. Sin embar­
go , no hay duda de que es una manera de hablar que aparece
de modo natuxal y que percibimos como peculiarmente apta.
Nuestra idea de verdad cumple un ciel'to número de funcio­
nes que vale la pena destacar sólo para mostrar que son com­
patibles con el programa fuerte y con esa idea pragmática e
instrumenta] de correspondencia de la que hemos venido hablan­
do. En primer lugar, está la que podemos llama.J" función discri­
minatoria. Necesitamos ordenar y clasificar nuestras creencias;
debemos distinguir la::; que van bien y las que no. ,<Verdadero>• y
«falso» son las etiquetas que se usan habitualmente para ello
y son tan buenas como cualesquiera otras, aunque una termino­
logía explícitamente pragmática tan1bién valdría.
En segundo lugru·, está la función retórica. Esas etiquetas
juegan un papel en la argumentación, la clitica y la persua­
sión. Si nuestro conocimiento estuviera únicament,e bajo el
control de los estímulos recibidos del mundo físico, no se plan­
tearía el problema de saber qué es lo que hay que creer. Pero no
nos adaptamos al mundo de un modo mecánico debido aJ compo­
nente social de nuestro conocimiento, y todo este equipamiento
convencional y teorético presenta un continuo problema de
mant.enimiento. El lenguaje de la verdad está íntimamente re­
lacionado con el problema cognitivo. Por un lado, hablamos de
verdad cuando queremos apoyar una u otra afirmación; por
otro, se recurre a la nocíón de verdad precisamente como la idea
de algo que puede ser diferenLe de la opinión recibida, como algo
que trasciende la mera creencia. Bajo esta forma, es nuestra
manera de poner un signo de interrogación sobre aque11o que
queremos poner en duda, cambiar o consolidar. Por supuesto,
cuando afirmamos la verdad de algo o denunciamos un error no
tenemos la menor necesidad de garantiza1· un acceso privile­
giado o una comprensión definitiva sobre ello; el lenguaje de la
verdad nunca lo ha necesitado. Está legítimamente a nuestra
disposición, como también lo estaba para Priestley y su teoría
del flogisto.
Esta función retórica es muy similar a la de discriminación,
salvo que ahora esas etiquetas hacen alusión a la trascenden­
cia y la autoridad. La naturaleza de la autoridad puede apreciar­
se inmedfatamente. El que una visión teórica particular tenga
autoridad sólo puede deberse a ]as acciones y opiniones de la

82
gente. Es precisamente aquí donde Durkheim situaba el carác­
Ler obligatorio de la verdad cuando criticaba el pragmatismo de
los filósofos ( ver las referencias de Wolff, 1960 y Giddens, 1972).
La autoridad es una categoría social y sólo nosotros, los huma­
nos, podemos �jercerla; somos nosotros quienes procuramos do­
tar de autoridad a nuestras opjniones más asentadas y a nues­
tros presupuestos. La naturaleza tiene poder sobre nosotros, pero
sólo nosotros tenemos autoridad. La trascendencia asociada a
la verdad tiene, en cierta medida, el mismo origen social, pero
también apunta hacia la tercera (unción de la noción de verdad.
Esta tercera función es la que puede llamarse función mate­
rialista. Todo nuestro pensamiento supone de manera instinti­
va que existimos en un ambiente exterior que es común para
todos, que posee cierta estructura y que, pese a que no conozca­
mos su exacto grado de estabilidad, es lo bastante estable como
para permitirnos realizru· muchos objetivos prácticos. Los deta­
lles de su funcionamiento son oscuros pero, aún así, damos por
supuestas muchas cosas sobre él. Podrán variar las opiniones
sobre la manera en que reacciona a nuestros pensamientos y
acciones pero, en la práctica, nadie duda de la existencia de un
mundo exterior ordenado. Damos por supuesto que es la causa
de nuestras experiencias y la referencia común de nuestros dis­
cursos. Reuniré todo esto bajo el nombre de «materialismo».
Cuando usamos la palabra «verdad», a menudo lo que queremos
decir es precisamenle eslo: el modo en que está el mundo; me­
diante esa palabra convenimos y afirmamos ese esquema úl­
timo en el que descansa nuestro pensamiento. Ese esquema,
por supuesto, se rellena de muy diferentes maneras; el mundo
puede estar poblado por espíritus invisibles en una cultura y
por partículas sólidas e indivisibles (pero no menos invisibles)
en otra. El término materialismo es apropiado en tanto que
pone el acento en ese núcleo común de gente, objetos y procesos
naturales que juegan un papel tan prominente en nuestras vi­
das. Esas muestras comunes y prominentes de un mundo exte­
rior son las que nos suministran modelos y ejemplos mediante
los que damos sentido a las teorías culturales más refinadas;
son la experiencia más duradera, más pública y más vívida de
c::-ie mundo cxlcrior.
�JHLn tercera función de la noción de verdad permite refutar
urrn ol�j(•t·ión que podrín hnccnic a mi nnúlisis. He dicho que el
hombre ehge, pregunta o afirma y que tiene como verdad ]o que
de ahí resulta, y esto puede parecer un cfrculo vicioso, pues
¿cómo desc1ibir esas operaciones sin antes suponer la noción
de verdad?, ¿no preguntamos para saber la verdad y no afirma­
mos que lo que pensamos es verdadero? Sería entonces un
error utilizar la noción de afirmación para explicar la de verdad,
porque más bien necesitaríamos la idea de verdad para dar sen­
tido a la afirmación. La respuesta es que lo único que se necesi­
ta para dar sentido a la afirmación es la idea instintiva, aunque
puramente abstracta, de que el mundo se presenta de ésta o de
aquella manera, que las cosas son de manera tal que puede ha­
blarse de ellas. Eso es lo que nos proporciona ese sistema de
ideas que he llamado presuposición materialista de nuestro
pensamiento. Todas las cuestiones sustanciales y todos los pro­
blemas sobre algo en particular deben debatirse en sus propios
términos, quienquiera que gane estos pulsos de poder obtendrá
los laurnles del vencedor. En la práctica, por tanto, son las afir­
maciones y las elecciones las que tienen prioridad.
(Nunca debe confundirse la idea general de verdad con los
patrones que se usen en cualquier contexto particular para juz­
gar si cierto enunciado particular debe aceptarse como verdade­
ro. Eso sería suponer que la mera noción de verdad puede valer
como criterio sustancial de verdad, y ése es el error que comete
Lukes (1974) en sus argumentos anti-relativistas.)
Puede aceptarse sin ninguna dificultad que los humanos cla­
sificamos y seleccionarnos ideas, que Las sostenemos y las enga­
lanamos con un aura de autoridad, así como que relacionamos
nuestras creencias con aquellos elementos del mundo exterior
que consideramos son sus causas. Y todo ello está de acuerdo
con el programa fuerte. En particular, suponer que hay un mun­
do material al que nos adaptamos de distintos modos es preci­
samente el cuadro que se presuponía en aquelJa noción de co­
rrespondencia tan pragmática e instrumental. Esta cuestión
puede ponerse ahora en relación con el problema planteado por
Liebig y Thomson.
Cuando se recurre a la verdad o falsedad para explicar el
distinto éxito de Liebig y de Thomson, se están usando esos tér­
minos para etiquetar las diferentes circunstancias en las que
estos hombres se encontraban. Liebig pudo generar resultados
reproducibles, había dado con una manera de provocar una res-

84
puesta sistemática en la naturaleza. Thomson no lo consiguió.
Si alguien consigue culLivar manzanas sin gusanos y olro no,
eso puede explicar, por supuesto, sus diferentes fortunas (su­
puestas ciertas preferencias en el mercado). Usar el lenguaje
de la verdad y la falsedad para resaltar esa diferencia es algo
f
habitual y aceptado cuando se habla del trabajo de los cientíicos
y no del de los cultivadores de manzanas; cumple una mezcla
de las funciones de las que hablábamos, subrayando las cir­
cunstancias relevantes que producen ciertos efectos y la rela­
ción que tienen con ciertas preferencias y propósitos cultura­
les. Oponerse a este uso que se da en el lenguaje popular a los
términos de verdad y falsedad sería un desastre para el progra­
ma fuerte, pero no es el caso. El uso al cual se opone es muy di­
ferente, es ese uso que primero evalúa si algo es verdadero o es
falso para después, segun haya sido la evaluación. adoptar di­
ferentes estilos de cxplicnción para las creencias verdaderas y
para las falsas. Por ejemplo, w�ar e-'plicac1ones causales para
el error pero no para la verdad. Y esto es muy distinto, pues si­
túa la noción de verdad en un marco teleológico en vez de man­
tener también para ella esa concepción causal que es hahitual
en nuestra forma de pensar.
Ahora debemos examinar esos argumentos típicos que sue­
len oponerse a la idea de que la.!:i teorías, los métodos y los re­
sultados científicos vigentes son convenciones sociales. Suele
asum1rse con frecuencia que si algo es convencional es porque
es arbitrario, que considerar las teorías y los resultados cien­
tíficos como convenciones significa que es una decisión la que
los hace verdaderos y que lo mismo He podía haber tomado
una u otra decisión. Nuestra respuesta es que las convencio­
nes no son arbitrarias. Ni cualquier cosa está en condiciones
de -convertirse en una convención, ni las decisiones arbitra­
rias Juegan un gran papel en la vida social. Se exige tanto cre­
dibilidad social como utilidad práctica para que algo llegue a
ser una convención, una norma o una institución. Las teorías,
por tanto, deben tener el grado de exactitud y el alcance que
se espera convencionalmente de ellas. Esas convenciones no
son ni auto evidentes, ni universales, ni esláticas. Más aún,
lns t<•onas y las prácticm, científicas deben estar en conso­
nancin con otras co,wcnc·mncs y propositos que st•,rn prcdomi
n11nlPH c:n 1111 cl(•t11rmiu11do grnpo soeial, <'11frc,nt.:111doHL' a un

R!i
problema «político» de aceptación tanto como cualqwer otra ofer­
ta política.
Podemos incJuso plantear: ¿basta que un grupo social acepte
una teoría para hacerla verdadera? La única respuesta admisi­
ble es que no, que nada hay en el concepto de verdad que permi­
ta que la creencia convierta una idea en verdadera: lo impide
su relacjón con aquel cuadro materialista elemental que conside­
raba la independencia del mundo exterior. Este esquema man­
tiene permanentemente abierta la brecha entre el conocedor y
lo conocido. Pero la respuesta sólo puede ser positiva si la pre­
gunta se replantea en estos términos: el que una teoría se acep­
Le, ¿la convierte en conocimiento de un grupo?, ¿hace de ella la
base por la que el grupo comprende y se adapta al mundo?
Otra objeción a esta visión del conocimiento, como algo que
descansa en cierta forma de consenso social, viene del miedo a
ver peligrar el pem;amiento crítico. Así, se ha dicho (Lukes,
1974) que desde una perspectiva como ésta es imposible llevar a
cabo una crítica radical, pero lo que la teoría prevé, de hecho,
es que un grupo social sólo podrá emprender una critica radical
del conocimiento en ciertas situaciones. En primer lugar, hace
falta que se dé más de un conjunto de normas y convenciones, y
que sea concebible más de una única concepción de la realidad;
en segundo lugar, es necesario que haya motivos para explotar
estas alternativas. La primera condición siempre se cumplirá en
una sociedad con un grado elevado de diferenciación, pero la se­
gunda no se cumplirá siempre en el ámbito de la ciencia. A menu­
do los científicos calculan que saldrán ganando más si se amol­
dan a los procedimientos y teorím, habituales que si se apartan
de ellos. Los facto1·es que intervienen en esos cálculos son un
problema propiamente sociológico y psicológico.
Bastará un sencillo ejemplo para mostrar que las convencio­
nes no impiden la crítica radical, más aún, que este tipo de crí­
tica sería imposible sin ellas. Francis Bacon fue uno de los ma­
yores propagandistas de la ciencia; junto con otros, criticó con
acidez lo que consideraba como la escolástica degenerada de las
universidades, y Je habría gustado ver en su lugar esa forma de
conocimiento propia de los artesanos, un saber útil, práctico y di­
námico. De modo que empleó las normas, usos, intereses y con­
venciones de una parte de la sociedad como patrón con el que
medir otros tipos de conocimiento. No buscó ninguna norma su-

8(>
pra-social, y no la habría encontrado pues no existe tal punto
arquimediano.
Para que se satisfaga la condición de refle:rividad debe ser
posible aplicar t.odo lo que hemos dicho a la propia sociología
del conocimiento, sin atentar por ello a sus fundamentos. Y sin
duda es posible. No hay ninguna razón para que un sociólogo o
cualquier otro científico deba avergonzarse porque sus teorías
y métodos se muestren como algo que surge de la sociedad, esto
es, como productos de influencias y facultades colectivas que
son peculiares de la cultura de su época. Si los sociólogos cerra­
ran los ojos a esto, estarían denigrando el propio objeto de su
ciencia.Al admitirlo, nada hay que implique que la ciencia deba
desentenderse de la experiencia o descuidar ]os hechos. Des­
pués de todo, ¿cuáles son las convenciones que el medio social
impone hoy a ]a ciencia? Sencillamente son Las que sobreenten­
demos como método científico tal y como se practica en las dis­
tintas disciplinas.
Decii· que los métodos y resultados de la ciencia son conven­
ciones no hace de ellos «meras» convenciones, pues eso sería co­
meter e] error de creer que cualquier cosa puede convenirse fá­
cihnente. Y nada hay más equivocado. Las exigencias conven­
cionales a menudo nos p1·esionan basta los mismos límites de
nuestras capacidades fisicas y mentales. Valga un caso extremo
como recuerdo, pensemos en las pruebas de resistencia que los
indios norteamericanos debían superar para ser admit,idos como
guerreros de su tribu. Una de las condiciones que se imponen a
las teorías e ideas científicas para adaptarse a lo que convencio­
nalmente se espera de ellas es que sean capaces de hacer pre­
dicciones y acierten. Eso impone una severa disciplina a nues­
tra constitución mental, pero no deja de ser una convención.
Con todo, sin duda persistirá la sensación de que hemos he­
cho algo indecente, se segwrá cüciendo que la verdad ha quedado
reducida a mera convención. Éste es el sentimiento que anima
t.ouos los argumentos contra la sociología del conocimiento que
hemos examinado en ]os dos últimos capítulos. Los argumentos
han Rielo afrontados y refutados, pero el sentimiento posiblemen­
Lt • ¡)('nnanczca. Tomémoslo, pues, como un fenómeno por sí mjs­
mo y lralcmoR de explicarlo. Su mera existencia puede revelar­
nos algo int.crcsanlc. pt1cs algo d0be haber en la natw·aleza de
111 cit·nci11 qu<1 prnvoqur C'Hl n rC'acción de dcfonAn y prntccción.

X7
Capítulo tercero
Fuentes de resistencia
al programa fuerte

Supongamos que algunas de las referidas objeciones a la so­


ciología del conocimiento científico se hubieran probado como
insuperables, ¿qué significaría? Significaría una singularidad
e ironía notable en el mismo corazón de nuestra cultura. Si la
sociología no pudiera aplicarse minuciosamente al conocimien­
to científico supondría que la ciencia no podría conocerse cien­
tíficamente a sí misma. Mientras que tanto el conocimiento de
otras culturas como los elementos no cientificos de nuestra pro­
pia cultura pueden conocerse a través de la ciencia, ésta, de en­
tre todas las cosas, sería la única en no permitir el mismo trata­
mienlo. Esto la convertiría en un caso especial, una excepción
permanente a la generalidad de sus propios procedimientos.
Aquellos que echan en cara a la sociología del conocimiento la
autorrefutación sólo pueden plantear sus argumentos en la me­
dida en que estén dispuestos a aceptar una limitación autoim­
puesta sobre la ciencia misma. ¿Por qué estaríamos dispuestos
a esto? ¿Cómo es que convertir a la ciencia en una excepción
para sí misma puede sentirse como algo correcto y apropiado
cuando lo obviamente deseable sería la generalidad sin resbic­
cioncs? Cuando se hayan investigado estas cuestiones creo que
se habrá hallado la fuente de todos los pormenorizados argu­
ment.os en contra del programa fuerte.
A fin de comprender las fuerzas que han producido este ex­
Lruno rasgo distintivo de nuestras actitudes cultUJ·ales será ne­
t·eRnrio d<'Httrrollar una teoría sobre el origen y la naturaleza de
lltll'Ht,ros Hl'nl.imi<•nt.os en Lorno n la ciencia. Para hacer esto re-
curriré a Las formas elementales de la vida religiosa de Durk­
heim (1915). La teoría que propondré se basa en una analogía
enb·e ciencia y religión.

Una aproximación durkheimiana a la ciencia

La razón para resistirse a la investigación científica de la


ciencia puede alumbrarse recm-riendo a ]a distinción entre Jo
sagrado y lo profano. Para Durkheim, esa distinción está en el
corazón mismo del fenómeno religio8o. Dice Durkheim:

«pero la caracterísLica real del fenómeno religioso es que siempre


supone una división bipartita del universo entero, conocido y cono­
cible, en dos clases que abarcan todo lo que existe, pero que se ex­
cluyen radicalmente entre sí. Las cosas sagradas son aquéUas a las
que prot,egen y aislan las prohibiciones; las cosas profanas, aqué­
llas a las que se aplican estas prohibiciones y deben permanecer a
cierta distancia de las primen1s. Las creencias religiosas son las
representaciones que expresan la naturaleza de las cosas sagra­
das y las relaciones que sustentan bien entre sí o con las cosas pro­
fanas» (p. 56).

La extraña actitud hacia la ciencia sería explicable si se la


tratara como algo sagrado, y, por tanto, como algo que se man­
tiene a una distancia respeluosa. Esto es así, quizá, porque se
considera que sus atributos trasceden y desafían todo aquello
que no es ciencia sino simplemente creencia, prejuicio, hábi­
lo, error o confusión. Se asume, pues, que el trabajo de la cien­
cia prncede de prjncipios que no se fundamentan en -ni son
comparables con- aquellos que operan en el mundo profano
de la política y del poder.
¿No es extraño utilizar una metáfora religiosa para aclarar lo
que es 1a ciencia? ¿No son principios antagónicos? La metáfora
puede pa1·ecer tan inapropiada como ofensiva. Es poco proba­
ble que quienes encuentran en la ciencia el IIllSmo epítome del
conocimiento otorguen a 1a religión igual validez, y por e]Jo pue­
de esperarse cierta aversión hacia la comparación. Esta reac­
ción olvidaría tanto que lo que se está comparando son dos es-

90
feras de la vida social como la sugerencia de que funcionan prin­
cipios similares en ambas esferas. Nuestro objetivo no es hacer
de menos a una o a otra ni desconcertar a los practicantes de
cada campo. La conducta religiosa se const1·uye en torno a la
distinción entre lo sagrado y lo profano y las manifestaciones
de esta cüstinción son parecidas a la postura que con frecuencia
se toma hacia la ciencia. Y el que exista este punto de contacto
permite que puedan aplicarse a la ciencia otros análisis exis­
tentes sobre la religión.
En efecto, si la ciencia se trata como sj fuera sagrada, ¿se ex­
plica con ello por qué no debe aplicarse a sí misma? ¿No puede
lo sagrado ponerse en contacto consigo mismo? ¿Dónde está la
prnfanación que impide a los sociólogos volverse sobre la cien­
cia? Puede responderse a esta cuestión de la manera siguiente.
Muchos filósofos y científicos no consideran que la sociología
del conocimiento forme parte de la ciencia, así pues, la sociolo­
gía del conocimiento pertenece a la esfera de lo profano y conce­
derle el derecho de referirse a la ciencia propiamente dkha se­
ria poner en contacto lo profano con lo sagrado. Pero esta res­
puesta plantea otra cuestión crucial: ¿por qué se considera que
la sociología de] conocimiento es algo exterior a la ciencia? El
argumento de los capítulos previos ha sido que nada hay en los
métodos de la sociología que deba excluirla de la ciencia, lo cual
sugiere que es su temática la responsable de su exclusión. Qui­
zá, entonces, la tendencia a negarle la condición p1-ivilegiada
de ser una ciencia no sea algo fortuito. No es que la sociología
del conocimiento esté simplemente al margen de la ciencia y,
por tanto, suponga una amenaza para ésta, sino más bien que
debe mantenerse fuera de la ciencia porque el objeto de estudio
que ha elegido la convie1·te en algo amenazador: es su propia
naturaleza la que la convierte en una amenaza. De igual mane­
ra. puede decirse que la sociología del conocimiento no es
considerada como una ciencia porque es muy joven y está aún
poco desarrollada. Esta falta de talla la excluiría de la ciencia y
la relegaría al ámbito de lo profano y amenazador. Pero esto de
nuevo trae a colación otra cuestión cruciaJ: ¿por qué está tan
poco desarrollada? ¿No está retrasada, quizá, porque existe una
aversión positiva a examinar la naturaleza del conocimiento de
una manera abierta y científica? En otras palabras, la sociolo­
g1u del conocimiento no plantea una amenaza porque se en-
cuentre poco desarrollada, sino que está poco desarrollada por­
que plantea una amenaza.
Estas consideraciones nos remontan al problema original:
¿por qué el carácter sagrado del conocimiento científico habría
de sentin;e amenazado por la investigación sociológica? La res­
puesta se encuentra en una nueva articulación de la idea de lo
sagrado.
La religión es esencialmente una fuente de fuerza. Cuando
la gente se comunica con sus dioseR, se siente fortalecida, en­
cumbrada y protegida. La fuerza se irradia a partir de los obje­
tos y ritos religiosos, y esta fuerza no afecta simplemente a las
prácticas más sagradas sino que se prolonga en las prácticas
profanas de todos los días. Además, la religión nos concibe como
crialuraR constituidaR por dos partes, un espíritu y un cuerpo: el
espiritu está dentro de nosotros y participa de lo sagrado, y es
diferente en su naturaleza al resto de nuestra mente y cuerpo.
Este residuo, que es profano, tiene que ser controlado con seve­
ridad y preparado ritualmente antes de entrar en contacto con
lo sagrado.
Rsta dualidad religiosa esencial es semejante a la duali­
dad que a menudo se atribuye al conocimiento. La ciencia no
es toda ella de una sola pieza. Está sujeta a llna dualidad de
naturaleza que se indica mediante toda una gama de distin­
ciones, por ejemplo, la distinción entre pura y aplicada, entre
ciencia y tecnología, entrn teoría y practica, entre popular y
seria, entre rnlinaria y fundamental. En general, podemos
decir que el conocimiento tiene sus aspectos sagrados y su
cara profana, como la propia naturaleza humana. Sus aspec­
tos sagrados representan todo aquello que juzgamos que esLá
en lo más alto: pueden ser sus pnncipio� y métodos centrales,
o sus mayores logros o sus contenidos teóricos más puros, pre­
sentados al margen de todos los detalles concernientes a su
origen, a las pruebas o a las confusiones del pasado. A modo
de ilustración, fijémonos en cómo el gran fisiólogo du Bois­
Reymond emplea la idea de límite o umbral entre el trabajo
pllrO y el aplicado y cómo invoca la espiritualidad del aprendi­
zaje. En una disertación publicada en 1912, sostenía que el
adiestramiento en la investigación pura liene el valor de «ele­
var incluso a las mentes mediocres que, al menos una vez en
su vida, antes de quedar atrapadas por la irresisLible atrac-

92
ción de los estudios prácticos, han sido impulsadas a traspa­
sar el umbral del aprendizaje puro y han podido sentir el so­
plo de su espíritu, mentes que, al menos una vez, y para su
propio bien, han visto la verdad buscada, encontrada y apre­
ciada» (citado en Turner, 1971).
De igual modo que la fuerza derivada del contacto con lo sa­
grado se traslada al mundo, puede plantearse también que los
aspectos sagrados de la ciencia informan u orientan sus aspec­
tos más mundanos, los menos inspirados y vitales: sus rutinas,
su meras aplicaciones, sui-; formas consolidadas y externas que
afectan a las técnicas y los métodos. Pero, por supuesto, la fuen­
te de la fuerza religiosa que opera en el mundo profano nunca
debe dar a los creyentes t.al grado de confianza que les haga ol­
vidar la distinción crucial entre ambos; nunca deben olvidar su
dependencia última de lo sagrado; nunca deben creer que son
autosuficicntes y que su poder no necesita regenerarse. Por
analogía, nunca debe ponerse tanta confianza en las rutinas de
la ciencia como para dotarlas de una autosuficiencia que pas<'
por alto la necesidad de derivar su fuerza de una fuente de na­
tw-aleza diferente y más poderosa. Desde esta perspectiva, nun­
ca debe Uegar a apreciarse tanto la práctica de la ciencia que
reduzca todo al mismo nivel. Siempre debe haber una fuente de
poder de la que fluya la energía hacia afuera y con la que se pue­
da y deba renovar el contacto.
La amenaza planteada por la sociología del conocimiento es
precisamente ésta: parece trastocar o rnterferir en el flujo ex­
terno de energía e inspiración que deriva del contacto con las
verdades básicas y los principios de la ciencia y la metodolo­
gía. Lo que deriva de estos principios, a saber, la práctica de la
ciencia es, esencialmente, menos sagrado y más profano que
la fuente misma. Por tanto, hacer que una actividad confor­
mada por estos principios se vuelva sobre los principios mis­
mos es una profanadón y una contaminación. Sólo puede so­
brevenir la ruina.
Ésta es la respuesta a aquella paradoja de que quienes de­
fienden la ciencia con mayor entusiasmo sean precisamente
los que ven con má5 desagrado que la ciencia se aplique a estu­
diarse a s1 misma. La ciencia N, sagrada y por ello debe ser
munll•nidn np.,irlc, queda reificada,, o «mistificada». como diré
en m·asio1ws. Esto la prolcge de la cont aminac1ón que> destrui-

!J.'I
ría su eficacia, su autoridad y su poder como fuente de conoci­
miento.
Hasta aquí sólo he ofrecido una explicación que afecta a los
científicos entusiastas. Pero, ¿qué pasa con las tradiciones hu­
manist,a y literaria en nuestra cultura? Los pensadores que se
mueven en esta tradición son perfectamente proclives a ga­
rantizar a la ciencia un lugar propio en nuestro sistema de co­
nocimiento, pero su concepción de ese lugar es diferente de la
de los entusiastas. Los humanistas son sensibles a las limita­
ciones de la ciencia y a cualquim· pretensión poco convincente
que pueda apoyarse en su nombre, por lo que reivindican enér­
gicamente otrns formas de conocimiento. Por ejemplo: nuestro
conocimiento ordinario de la gente y de las cosas. Éste, dicen,
tiene una estabilidad que desborda con mucho la teorización
científica y se adapta maraviUosamcnte a las sutilezas del
mundo material y social tal y como se nos manifiesta a diario.
Los filósofos del sentido común y del humanismo a menudo es­
tán en completo acuerdo con los filósofos de la ciencia en sus
críticas a la sociología del conocimiento. Desde luego, no se
puede aplicar a estos humanistas un análisis como el anterior,
en tét'minos de la sacralidad de la ciencia, pero su posición sí
puede analizarse aún en términos durkheimianos semejantes.
Lo que para ellos es sagrado es algo no científico, como el sen­
tido común o la forma dada de una cultura. Por eso, si la cien­
cia intenta interesarse por estos temas, se oponen a ello con
argumentos filosóficos, argumentos que el filósofo humanista
esgrimirá ante cualquier ciencia usurpadora, ya se trate de la
ñsica, la fisiología, la economía o la sociología. Las formas de
conocimiento privilegiadas por estos pensadores son habitual­
mente las artes del poeta, del novelista, del dramaturgo, del
pintor o del músico. Se argumenta que éstos expresan las ver­
dades realmente significativas que debemos aprender en la
vida y gracias a las cuales podemos sustentarnos. (Los expo­
nentes del ,,análisis lingüístico,, en filosofía aportan muchos
ejemplos de este enfoque humanista. Así, el libro Concept of
mind de Ryle (1949) se puede leer como una defensa de la prio­
ridad y vigencia de la intuición psicológica de novelistas como
Jane Austen.)

!J-1
Sociedad y conocimiento

Hemos avanzado la hipótesis de que a la ciencia y al conoci­


rrúento puede dárseles el mismo tratamiento que los creyentes
dan a lo sagrado. Hasta el momento la única justificación de
esta hipótesis ha sido que permite comprender un aspecto pa­
radójico o singular de nuestros valores intelectuales. Esto no es
poco, y quizá la singularidad del fenómeno sería suficiente
para justificar la de la propia hipótesis. Pero podemos atenuai·
esa sensación de extrañeza si profunctizamos nuestro análisis.
La cuestión que debemos plantearnos ahora es: ¿por qué de­
bería otorgarse al conocimiento un rango tan notable? Para
responder, será necesario desaITollar una imagen más comple­
ta del papel del conocimiento en la sociedad y de los recursos de
que disponemos para pensar sobre elJo y adoptar las actitudes
convenientes. Emplearé la tesis general de Durkheim sobre el
origen y la naturaleza de la experiencia religiosa, a saber, que
la religión es esencialmente una manera de percibir y de hacei·
inteligible ]a experiencia que tenemos de la sociedad en que vi­
vimos. Durkhei:m sugiere que la religión es, «antes que nada,
un sistema de ideas con el cual los individuos se representan a
si mismo::; la sociedad de la cual son miembros, y las oscuras,
aunque íntimas, relaciones que mantienen con ella» (p. 257). La
distinción entre lo sagrado y lo profano separa aquellos objetos
y prácticas que simbolizan los principios sobre los cuales se or­
ganiza la sociedad. Éstos encarnan el poder de su fuerza colec­
tiva, nna fuerza que puede dar vigor y sustentar a sus miem­
bros, pero que también puede imponerse sobre ellos con un
constreñimiento de eficacia singular e impresionante. De esta
manera:
« . . . como la presión social se ejerce por medios espirituales, no pue­
de dejar de da1· a los hombres la i dea de que fuera de ellos existen
uno o vi:u·ios poderes, morales a la vez que eficaces, de los que de­
penden. Deben pensar en estos poderes, al menos en parle, como
algo exterior a ellos mismos, pues se dirigen a ellos en un tono im­
p0rativo y a veces incluso les ordenan violentar sus inclinaciones
máH naturales. Es indudable que si pudieran ver que estas in­
llucncius que sien len emanan de la sociedad, el sistema mitológico
dt• i11tcrpn•taciorws no halwía nacido nunca. Pero la acción social

!Jr,
sigue carrúnos demasiado tortuosos y oscuros. y emplea mecanis­
mos psíquicos que son demasiados complejos como para permitir
al observador ordinario percatarse de dónde provienen. Mientras
que los análisis científicos no se lo enseñen, los hombres saben
bien que están influidos pero no saben por quién. De esta manera,
deben inventarse ellos mismos la idea de esos poderes con los cua­
les se sienten en conexión, y por ahí podemos entrever ya cómo
fueron llevados a representarlos bajo formas realmente ajenas a
su naturaleza y a transfigurarlos por el pensamiento» (p. 239).

Podemos poner en marcha esta poderosa visión de Durk-


heim y suponer que, cuando pensamos en la naturaleza del co­
nocimiento, lo que estamos haciendo es reflexionar indirecta­
mente sobre los principios que organizan la sociedad. Y, efecti­
vamente, estamos manipulando tácitamente representaciones
sociales. Lo que tenemos en nuestras mentes, lo que estructura
y guía nuestros pensamientos, son concepciones cuyo carácter
efectivo es el de un modelo socia1. Al igual que la experiencia
religiosa transfigura nuestra experiencia de la sociedad, así lo
hacen también -según mi hipótesis- la filosofía, la epistemo­
logía y cualquier concepción general del conocimiento. Por tan­
to, la respuesta a la cuestión de por qué el conocimiento debe
ser visto corno sagrado es que al pensar en el conocimiento,
pensamos en la sociedad y, si Durkheim está en Jo cierto, la so­
ciedad tiende a ser percibida como sagrada.
Para ver si los análisis del conocimiento se manifiestan efec­
tivamente con ese carácter de concepciones trnnsfiguradas de
la sociedad, obviamente habrá que estudiarlo en casos concre­
tos. Eso es lo que haremos en el siguiente capítulo, pero antes
debemos discutir algunas cuestiones preliminares.
Primm·o, decir que cuando pensamos en el conocimiento en
términos de manipulación de representaciones sociales no sig­
nifica que hablemos de un proceso consciente o que se mani­
fieste necesariamente en toda investigación epistemológica o
filosófica. La dirección de una línea no puede adivinarse a par­
tir de un pequeño segmento; y tampoco los modelos sociales bá­
sicos se dejan ver a partir de argumentaciones de detalle o ais­
ladas, sino en trabajos de amplio alcance.
Segundo, ¿qué verosimilitud tiene en principio la conexión
entTe religión y conocimiento que he postulado? ¿Por qué ha­
bría que recurrir a modelos sociales para pemmr <·l c·ono(·imien-
to? Estas cuestiones pueden responderse, en parte, subrayan­
do la necesidad de un modelo y, en parte, sugiriendo que los
modelos sociales son especialmente apropiados -que existe
una afinidad natural entre los dos grupos de ideas.
Pensar en la naturaleza del conocimiento es a la vez sumer­
girse en una empresa abstracta y oscura. Hacerse preguntas del
tipo de las que se hacen los filósofos lleva normalmente a una
parálisis menta]. En este ámbito es difícil referirse a elementos
familiares que puedan suministrar un marco en el que encua­
drar la reflexión. El problema persiste incluso cuando la natu­
raleza del conocimiento científico se trata de una manera muy
concreta, como hacen los historiadores, pues para poder enca­
jar los datos en una historia coherente se necesitan principios
organizadores. La historia presupone una imagen de la dencia
en la misma medida en que la ofrece, y el historiador parte ha­
bitualmente de alguna filosofía implícita o de alguna de las tra­
diciones propias de las distintas escuelas de filosofía.
Incluso admitiendo que es necesario un modelo de algún tipo,
¿por qué una representación social debe ser el modelo apropia­
do para una descripción del conocimiento? ¿Por qué debería
apoyarse la reflexión en lo que sabemos de la sociedad cuando
lo que nos tiene perplejos es la natw·aleza del conocimiento?
En primer lugar, parte de la respuesta se encuentra en las cir­
cunstancias de las que surge esa perplejidad. Éstas se dan de
manera característica cuando quienes ofrecen pretensiones
de conocimiento antagónicas son grupos sociales ctiferentes, como
los clérigos y los laicos, los eruditos y los profanos, los especia­
listas y los genernlistas, los poderosos y los débiles, los bien si­
tuados y los contestatarios .... Además, existen muchas conexio­
nes intuitivas entre conocimiento y sociedad. El conocimiento
tiene que integrarse, organizarse, sustentarse, transmitirse y
distribuirse, y todos estos procesos están visiblemente conecta­
dos con instituciones establecidas: el laboratorio, el lugar de
trabajo, la universidad, la iglesia, la escuela... Así, la mente ha
registrado en algún lugar que existe cierta conexión entre el co­
nocimiento y la autoridad o el poder. Cuando la sociedad es rí­
gida y autoritaria parece más probable que también el conoci­
miento sea más rígido y autoritario que cuando se trata, por
ejemplo, de una sociedad más liberal o más íluida. Hay un cier­
to 1:w11tidu clo In 111rnlogín y de la proporción que relaciona <.'nlrc

!J7
sí nuestra idea del conocimiento y de la sociedad. Y si no nos
paramos a pensar demasiado, podemos incluso no distinguirlas
en absoluto.
Ese filósofo extravagante y patriota que era Fichte nos pro­
porciona un ejemplo de cómo el conocimiento se prolonga en ca­
tegolias sociales y teológicas. La Universidad, decía en un dis­
curso rectoral en Berlín en 1811, ,,es la representación visible
de la inmortalidad de nuestra raza», es ,,e] objeto más sagrado
que posee la raza humana». Como el ejemplo de du Bois-Rey­
mond que expusimos antes, también éste, más explícito, perte­
nece al estudio de Turner sobre el desarrollo de la investigación
académica en Prusia. Puede muy bien ser que estos sentimien­
tos, o su intensidad, estén condicionados por el momento y el
lugar en que se expresaron, pero en mi argumentación son sólo
residuales: nosotros mismos estamos seguramente mucho más
habituados de lo que creemos a emitir o descodificar mensajes
de este tipo.
Aquí se puede plantear la siguiente objeción: si el conoci­
mienLo es demasiado abstracto para que podamos reGexionar
sobre él directamente -y de ahí la necesidad de recutTir a mo­
delos sociales- ¿por qué, entonces, no nos parece la sociedad
demasiado abrumadora como para pensar en ella también di­
rectamente? ¿Por qué no necesitamos también un modelo para
la sociedad? Esta cuestión nos va a permitir añadir un elemen­
to importante al análisis que estamos iniciando, pues, segura­
mente, la o�icción está justificada. Inmersos como estamos en
la sociedad no podemos reflexionar conscientemente sobre ella
como un lodo a no ser que empleemos una representación sim­
plificada, una imagen o lo que se puede denominar una «ideolo­
gía". La religión en el sentido de Durkheim es una ideología de
este tipo. Lo cual significa que esa vaga sensación de identidad
entre conocimiento y sociedad suministra, de hecho, un canal a
través del cual nuestras ideologías sociales simplificadas en­
tran en contacto con nuestras teorías del conocimiento. Son es­
tas ideologías, más que la totalidad de nuestra experiencia so­
cial real, las que pre�mmiblemente controlan y estructurnn
nuestras teorías del conocimiento.
Lo que acabamos de perfilar es una teoría sobre cómo pie osa
la gente. Nuestras hipótesis no pretenden ser verdades necesa­
rias: su carácter sustancial supone que no pueden demostrarse
sino tan sólo sostenerse más o menos en pruebas inductivas.
Además, el ámbito de aplicación del cuadro que aquí hemos
presentado está todavía por determinarse. La tendencia a reifi­
carse o mistificar depende de condiciones que no son del todo
conocidas, y será necesario -para avanzar en nuestra argumen­
tación- aventurar otra hipótesis que nos permita LraLar este
tema.
El propósito del siguiente capítulo será apoyar la posición de­
sarrollada en ésle, para lo cual analizaré dos importantes teo­
rías modernas sobre la naLuraleza del conocimiento y mostraré
cómo se fundamentan en representaciones y metáforas Rocia­
les. Al final del mismo, discuLiré las condiciones bajo las cuales
debería ser posible vencer la sensación de que el conocimiento
científico es demnsiado objetivo para ser investigado sociológi­
camente.

WJ
Capítulo cuarto
Conocimiento e imaginario
social: un estudio de caso

Voy a examinar en este capítulo un debate clásico entre dos


concepciones rivales de la ciencia. Intentaré mostrar cómo las con­
cepciones implicadas están regidas por imágenes y metáforas
sociales, que determinan su estilo, su contenido y sus relacio­
nes mutuas. Una de las posiciones es la que Karl Popper expo­
ne en su libro The logic of scientific discovery (1959) y profundi­
za en trabajos ulteriores. La otra es la que T.S. Kuhn desarro­
lla en su polémica obra The structure of scientific reuolutions
(1962). Me interesaré aquí en la estructw·a general de sus res­
pectivas posiciones más que en cuestiones de detalle (véase
para ello Lakatos y Musgrave, 1970).
Como el debate dura ya más de diez años, sin que haya habi­
do vencedor ni vencido, no es mi intención terciar en él; no es
fácil hacerlo con éxito dado su estado actual y, además, ya me
manifesté sobre ello (Bloor, 1971). Más bien, me centraré en si­
tuarlo en una perspectiva mucho más amplia de lo habitual, re­
lacionándolo con otras controversias clásicas de la economía, la
jurisprudencia, la teoría política y la ética. Creo que no puede
entenderse bien cuál es la natmaleza del debate epistemológi­
co si no se piensa como expresión de profundos intereses ideoló­
gicos en el seno de nuestra cuJtura.

/0/
El debate Popper-Kuhn

La manera de concebir la ciencia de Sir Karl Popper es clara


y convincente: el propósito de la ciencia es captar verdades sig­
nificativas sobre el mundo, y para hacerlo debe formular teorías
potentes. Estas teorías son conjetw-as sobre la naturaleza de la
realidad que permiLen resolver los problemas que crea el que
nuestras expeclaLivas no se realicen. Algunas de estas expec­
tativas son innatas, pero la mayoría de ellas surge de teorías
anleriores. Forma parte del proceso consciente de construc­
ción de teorías el que para ello utilicemos con Loda libertad
cualquier material: mitos, costumbres, prejuicios* o suposicio­
nes; pero lo importante es lo que hacemos con esas teorías, no
su procedencia.
Una vez formulada una teona, debe ser criticada severa­
mente tanto mediante su análisis lógico como por su contrnsta­
ción empírica. El análisis lógico reduce los puntos oscuros y
saca a la luz las afirmaciones implícitas en la teoría, mientras
que la contrastación empírica impone que los enunciados gene­
rales de la teoría se arliculen con enunciados que de8criban la
situación concreta en que debe contrastarse. Si la teoría es lo
bastante precisa, ahora ya debe poderse buscar sus punLos dé­
biles intentando falsar sus previsiones. En caso de que pase la
prueba, queda corroborada y puede mantenerse provisional­
mente.
La importancia de contrastar las teorías está en que el cono­
cimiento no nos llega sin más, sino que hemos de luchar por ob­
tenerlo, pues sin esfuerzo no tendremos más que especulacio­
nes superficiales y erróneas. Pero loR esfuerzos que consagre­
mos a nuestras teorías deben ser críticos, dado que protegerlas
del mundo sería un dogmatismo que nos llevaría a una sensa­
ción ilusoria de saber. Para la ciencia, los objetos y procesos del
mundo no tienen una esencia fija que pueda captarse de una

* Traducirnos prej1ulice como «prejuicio" o como «tradición .. �egun el con­


texto. pues a me11udo Bloor utiliza f'I tfrmino para designar aquellos saberes
que se dan por supuestos y, por tanto, son previos a la tlmisión de un juicio:
prc-juic10; en estos casos el uso del término no arrastro csn ronnnl:wiún nrgn
livu que es habitual en espafiol. (N. de los T.>

/02
vez por todas. Esa lucha en que consiste la ciencia no es, por
tan Lo, sólo una lucha crítica sino también una lucha sin fin. La
ciencia pierde su carácter empfrico y se convierte en metafísica
en cuanto deja de suf rir cambios; la verdad es ciertamente su
objetivo, pero está a una dü,tancia infinita.
El tono y el estilo de la filosofía de Popper forman parte im­
portante de su mensaje general, y en buena parte se debe a las
metáforas centrales que utiliza. Por ejemplo. La imagen de la
lucha darwiniana es una imagen dominante. La ciencia es una
proyección de esa lucha por la supervivencia. con la diferencia de
que son nuestras teorías las que mueren por nosotros. Para ace­
lerar la lucha por sobrevivir y eliminar las teorías débiles, esta­
mos fo1·zados a lomar riesgos intelectuales. En su vertiente ne­
gativa, Popper critica diferentes fuentes de autoridad. La ciencia
no debe someterse a la autoridad de la razón ni a la de la expe­
riencia: lo que a la razón de una generación le parece evidente,
::;erá contingente -o incluso falso- para la siguiente; y nues­
tras experiencias pueden inducirnos a error o ver alterado ra­
dicalmenLe su signiíicado. Otro aspecto de este lado antiautori­
Lario del b·abajo de Popper está en su representación de la
,unidad racional de la humanidad»: nadie habla con más auto­
ridad que otro, nadie tiene acceso a una fuente privilegiada de
verdad, toda afirmación debe someterse tanto a critica como a
contrnstación.
El estilo del pensamiento de Popper se caracteriza por su in­
sistencia en que puede haber progreso, resolverse los proble­
mas, y aclararse y decidirse las cuestiones si se realiza sufi­
l'iente esfuerzo crítico. EJ propio trabajo de Popper es buena
muestra de ello, pues ha sacado a la luz las reglas del juego
científico y ha señalado los errores que pueden llevar al dogma­
l 1smo y al oscurantismo. Además, como parte de ese proceso de
clarificación, Popper establece varios criterios y fronteras im­
portantes. El principal es e] criterio de contrastación o falsabi-
1 idad, que separa los enunciados científicos de las afirmaciones
pseudo-científicas o metafisicas. No es que la metafísica caTez­
rn de ::;enLido, pero no e:; científica, es algo que pertenece -por
:t:-il decirlo- ni �1mbiLo de las preferencias individuales. Puede
xi•r unn importante fuente pl:!icológica de inspiración, pero no
tl<•lw c·onfunclinw c•n 11hsoluto con In propia ciencia.
l ,n¡.¡ ot rns f"ro11tc•rns o dt•11H\rt'Hcione1s que establece, como las

I O.'l
que hay entre las distintas especialidades, se ven tratadas de
modo bastante diferente. Esa plaga que es la especialización
representa una ban-era artificial para el libre tráfico de las ideas,
pm lo que debe permitirse que las teorías audaces las atravie­
sen. Popper desprecia también las ban·cras impuestas por los
distintos lenguajes y jergas teóricas: cualquier cosa importante
debe poder traducirse de un lenguaje teórico a otro, pues nin­
gún lenguaje tiene recursos misteriosos con los que captar ver­
dades que serian incomprensibles para los otros. La unidad ra­
cional de la humanidad no tiene nada que ver con los lenguajes
o jergas teóricas.
Esta concepción d.gurosa de la ciencia resulta muy atracti­
va, y seguramente lo es, pues incorpora muchos de los valores
que mantiene de modo natural cualquiera que esté relacionado
con la ciencia.
La concepción de la ciencia del profesor Kuhn tiene en co­
mún con la de Popper la cualidad de presentar una estructura
general simple y convincente, en cuyo interior se pueden abor­
dar con gran finura cuestiones de detalle. Su análisis gira en tor­
no a] concepto de paradigma, que consiste en una parte repre­
sentativa de trabajo científico que resulta ejemplar y genera
una tradición dentro de cierto ámbito especializado de inves­
tigación. La línea de investigación definida por el paradigma
ofrece un modelo práctico de cómo hacer ciencia en ese ámbito,
suministrando orientaciones concretas sobre el método expe1i­
mental, los aparatos y la interpretación teórica; además, posibi­
lita el desarrollo de variaciones y reelaboraciones que permiten
nuevos descubrimientos. Es evidente que este proceso de creci­
miento en torno al paradigma no se limita a ser una duplicación
mecánica: las sutiles relaciones que surgen entre los distintos
experimentos que se llevan a cabo en torno suyo son más fáciles
de percibir que de establecer explícitamente; su interconexión
forma una red de analogías con un cierto aire de familia.
La tradición que se desarrolla en torno a un paradigma cons­
tituye, para un ámbito de investigación acotado pero indeter­
minado, un conjunto de actividades relativamente autónomo al
que Kuhn llama ciencia normal. La ciencia normal encuentra
su justificación en el valor y eficacia del paradi�a, por lo que
no tiene ningún interés en ponerlo en cuestión. Esta correspon­
de a un estado mental que ve el progreso de esa tradición de in-

/04
vestigación en términos de rompecabezas* que hay que ir enca­
jando más que como surgimiento de auténticos problemas; con­
siderar algo como un rompecabezas supone que existe una so­
lución y que ésta puede encontrarse de modo parec:ido a cómo
ya se resolvieron con éxito otras cuestiones en el marco del mis­
mo paradigma. Pero estos rompecabezas propios de la ciencia
normal no se resuelven con sólo seguir cierto conjunto de re­
glas, ni las soluciones están contenidas implícitamente en el
parndigma de investigación: la ciencia normal es esencialmente
creadora, debe irse haciendo a sí misma conforme va extendien­
do aquella investigación originaJ que tomó como modelo. Kuhn
compara esta actividad, a la vez creadora y delimitada, con la
aplicación de precedentes legales en el ejercicio de la jurispru­
dencia.
Kuhn ve la ciencia normal como una sucesión de rompecabe­
zas resueltos, de modo que esa acumulación de aciertos es la
que da al investigador la confianza y la expedencia necesarias
para seguir realizando experimentos cada vez más precisos y
especializados. Y la progresiva elaboración de los aspectos teó­
ricos de esa tradición de investigación es la que va dando senti­
do y coherencia a esos experimentos parciales.
Esta confianza y compromiso mutuo, nacidos de los éxitos
anteriores, no tienen por qué quebrarse cuando falla el intento
de explicar una anomalía desde los términos del que, por el mo­
mento, es un paradigma muy elaborado. El fracaso en resolver
un rompecabezas se atribuye, en primera instancia, a la posi­
ble incompetencia de un investigador concreto; también cabe
que una anomalía sin resolver llegue a verse como un caso par­
ticularmente complicado que puede dejarse legítimamente a un
lado dw·ante un tiempo. Pero si, pese a todo, la perspectiva pro­
pia del paradigma no consigue dar cuenta de por qué causa tan­
tos problemas esa anomalía, si el problema parece pronto a re­
Holverse y, Hin embargo, se sigue resistiendo a los investigadores
más reputados, entonces puede sobrevenir una crisis de confian­
w. La anomalía se convierte entonces en un foco especial de aten-

Pmn l rududr ¡111ule lwmn;; preferido el término «rompecabezas,, al de


-1•111¡.:rnn,,, hnhit11nl <'n lni-; lradlH:c-ionc::; de Kuhn al español, pues la connota­
, 1011 dP ,,111111tt•rto:,10 .. 11 "1ncompn•n:-11hln .. CJll<' l.icne> t>slc úllimo es precisamente
op111•141.1 ni 1,1•ntido qul' t¡111t•n• durlt• I<uhn. tN. <l<• lm; T.)

I O!i
ción, se redoblarán los esfuerzos por estudiar empíricamente el
fenómeno rebelde y se tendrán que ir elaborando teorizacioncs
cada más periféricas para poder entender su significado. El
modelo de crecimiento de la ciencia normal queda así truncado
y se crea un ambiente distinto, al que Kuhn llama ciencia ex­
traordinaria.
Entonces es cuando, para resolver la crisis, puede surgir un
nuevo modelo de hacer cienda en el campo que se ha visto así
perturbado. La comunidad de especialistas puede llegar a acep­
tar un nuevo paradigma de investigación si éste consigue resol­
ver la anomalía crucial. Cuando esto ocurre, Kuhn habla de
una revolución. Tiene lugar una revolución en la ciencia cuan­
do una comunidad de especialistas decide que el nuevo para­
digma ofrece un futurn más prometedor para la investigación
que el antjguo. ¿Cuáles son los elemenlos que llevan a tomar
una decisión así? Hay que tener una comprensión muy precisa
de los detalles involucrados para poder captar la profundidad de
la crisis de los viejos procedimjentos y las expectativas que abren
los nuevos. Pero estos aspectos intelectuales de la decisión de­
ben ir acompañados de un juicio, pues el peso relativo de las ra­
zones a favor y en contra de un cambio de estrategia científica
sólo lo justifican hasta un cierto punto, más allá del cual hay
que dar un paso que ya no se puede justificar porque faltan las
pruebas necesarias. Y los cíenLíficos tampoco pueden esperar
mucha ayuda desde fuera de su especialidad, pues es en la pro­
pia comunidad donde se define lo que son l'Onocimientos y expe­
riencias 1·elevantes; es el último tribunal de apelación.
El análisis de Kuhn tiene, como lambién el de Popper, un
aroma característico que se debe en parte a las metáforas cuyo
uso el autor considera natw·al. Los científicos forman una co­
munidad de profesionales, y ese término de ,,comunidad» es
muy impregnante, con sus connotaciones de solidaridad social
y de una forma de vida hecha de cosLumbres y estilos compar­
tidos. Esas connotaciones se refuerzan cuando se presenta el
contraste con esa jmagen de polémica que acompaña a la reuo­
lución que periódicamente sacude a la comunidad. En Kuhn no
hay ninguna animadversión hacia la noción de auLoridad, de
hecho, en una de sus formulaciones subraya la utilidad de lo¡,
dogmas en la ciencia. Y presenta la educación científica como
un proceso autoritoxio que no trata de ofrecer a los estudiantes

I Ofi
un panorama imparcial de las visiones enfrentadas del mundo
asociadas a cada uno de los paradigmas anteriores sino que in­
tenta, más bien, ponerles en condiciones de trabajar en el inte­
dor del paradigma existente.
El enfoque de Kuhn no sugiere que todo cuanto ocurre alre­
dedor de la ciencia pueda ser explicitado y explicado. La ciencia
es más un conjunto de prácticas concretas que una actividad
con una metodología explícita; en último análisis, es una serie
de patrones de comportamiento y de juicio que no descansan en
ningún conjunto de enunciados verbales abstractos sobre cier­
Las normas universales. Aquellos rasgos de la ciencia que lle­
gan a verbalizarse explícitamente, como -por ejemplo- la te­
orización explíciLa, utilizan conceptos profundamente anclados
en las prácticas paradigmáticas. Un cambio de paradigma vie­
ne acompañado, por tanto, por cambios en el lenguaje y en las
significaciones, por lo que los problemas de traducción entre pa­
radigmas distintos son profundos y no siempre totalmente su­
perables.
Tenemos así dos interpretaciones muy diferentes de la cien­
cia pero que, aunque sus diferencias sean innegables, compar­
Len un amplio trasfondo. Por ejemplo, apenas divergen sobre lo
que pasa realmente en la ciencia. Popper dirige su atención ha­
cia las conjeturas cledsivas y las comprobaciones cruciales, como
la predicción por Einstein de que la luz debe curvarse en las
proximidades de cuerpos pesados. Kuhn no niega la existencia
ni la importancia de estos acontecimientos, pero se centra en el
contexto que los hace posibles y les da significado. Popper, por
su parte, no niega la existencia de la ciencia normal, si bien
destaca que funciona a saltos. Consideremos asimismo su acti­
Lud hacia las disputas teóricas prolongadas, como las que afoc­
Lan a la composición de la materia. Para Popper se sitúan en el
centro mismo de la física y de la química, mientras que para
Kuhn representan estados de ciencia extraordinaria y, por tan­
to, son situaciones ocasionales, que afectan más a cuestiones
metafísicas que a asuntos propios de la ciencia misma, por lo
que influyen poco en la práctica real de la ciencia. Así, Kuhn
accnlúa su tendencia a ver la ciencia como un conjunto de prác­
ticns concrc>tas y localizadas, mientras que la interpretación de
Pop¡){'r suhrnya su carácter crítico.
1 >:m'l'l', fHll'S, que• hny un grnn número de hechos que pue-

/07
den encontrar acomodo en ambos esquemas, aunque su signifi­
cación se vea de modo diferente. Hay que hilar muy fino para
definir con precisión los puntos en que ambos enfoques difie­
ren, y Kuhn lo aprecia muy bien cuando dice que lo que le sepa­
ra de Popper es un cambio de gestalt: se combinan los mismos
hechos para ofrecer dos cuadros diferentes.
Dos interpretaciones importantes en las que ambos coinciden
son las referentes a la verdad y a la naturaleza de los hechos.
Disculamos estos puntos brevemente porque pudiera creerse
que abren diferencias importantes entre ambos, cuando no es
así en absoluto. En primer lugar. a veces :;e dice que Kuhn so­
cava la objetividad de la ciencia al no creer en la existencia de
hechos puros (Scheffier, 1967). Para él no hay un tribunal inde­
pendiente y estable que pueda juzgar sobre direrentes teorías.
Lo que se tiene por un hecho es algo que depende del paradig­
ma desde el que se considere; el sentido y la significación de las
experiencias y de los resultados expetimentales son consecuen­
cia de nuestra manera de afrontar las cosas, y ésta viene mar­
cada por el paradigma que suscribimos. Pero. epistemológica­
mente. también Popper admite que los hechos no son simples
cosas que se dan sin mayor problema a través de una expe1ien­
cia directa del mundo. Cualquier informe sobre una observa­
ción o un rcsult8do experimental tienen, para él, el mismo ran­
go lógico que la hipólcsis que inlenla contrastar. Las teorías se
c.·ontrastan mediante lo que llama h1pótes1s ob�eruacivnales. Los
enunciados que consLiluycn la hase observacional de la ciencia
\1C'nen sugeridos efectivamente por la experiencia, pero para
PoppC'r son sólo uno de los motivos por los que aceptamos una
hipótesis (observacional). La experiencia no aporta una razón,
y meno:- una razón decisiva, que detcnnine la adopción de un
informe observacional, pues lodo mfonnC' desborda la expe­
riencia que lo motiva y actúa, por lo tanto, como una generali­
zación de carácter conjetural. Este análisis está en perfecto
acuerdo con la nílida l'rontcra que Popper tl·aza enlre el origen
de las hipótesis a gran escala y las rnzones por las que se consi
dcran -provisionalmente- verdaderas. La experiencia es una
musa irracional para las hipótesis de menor rango, del mismo
modo <.¡ue, por ejemplo, la experiencia religiosa puede ser unH
rnwm irracional para una hipótesis cosmológica. En lo quc- a loH
IH•c·hr>s se rcíien\ lanlo Popper como Kuhn son, pues, baslnnl<•

/()8
más escépticos que el sentido común, ambos piensan que los
hechos son de naturaleza teórica.
En segundo lugar, puede parecer que Kuhn rechaza que la
ciencia sea una fuente de vm·dades, pues ¿no es una progresjón
indefinida de paradigmas sin ninguna garantía de que uno sea
más verdadero que otro? Fuera de la ciencia, no tenemos nin­
gún modo de acceso al mundo que pudiera permitirnos medir el
progreso de los paradigmas. Pero ésa es precisamente la posi­
ción de Popper. La verdad es un ideal o un objetivo que está a
una distancia infinita. Ninguno de los dos análisis da garan­
tías que aseguren un progreso hacia esa verdad. Ambos dan
cuenta de los medios que permiten suprimir los errores que se
detecten; ambos son francamente escépticos sobre el hecho de
que la ciencia pueda aprehender algo que sea estable y definiti­
vo. EJ tratamiento que dan a los hechos y a la verdad no sepa­
ra, por tanto, a ambos análisis de una manera profunda.
Sin embai·go, la diferencia entre ellos es considerable. En pri­
mer lugar, conceden pesos muy distintos a sus aspectos prescrip­
tivos y descriptivos. Popper emite sin ninguna duda prescripcio­
nes metodológicas, pero como es de procedimientos científicos
de lo que está hablando, debe mantenerse en conLacto -y, sin
duda, lo hace- con las prácticas científicas. El análisis de Kuhn
es mucho más descriptivo, sin que se manifiesten aspectos nor­
mativos, pero cuando se le presiona dice claramente que su aná­
lisis también afecta al modo en que debe hacerse la ciencia. De
modo que ambos son descriptivos y prescriptivos a la vez. si bien
en diferentes proporciones y con acentos distintos.
En segundo lugar, Popper destaca los debates, los desacuer­
dos y las criticas, mientras que Kuhn subray a más las zonas de
acuerdo que no se ponen en cuestión. En otras palabras, ambos
se ocupan de la naturaleza social de la ciencia pero los procesos
sociales a los que atienden son diferentes: el debate público,
para uno, y los modos de vida compartidos, para el otJ·o.
En tercer lugar, Popper se centra en aqueJlos aspectos de la
ciencia que son universales y abstractos, como los cánones meto­
dológicos y los valores intelectuales de carácter general. Kuhn lo
hace, en cambio, en sus aspectos locales y concretos, como esos
Lrabajos específicos que sirven de modelo a los investigadores.
l;Jn cuarLo lugar, Popper ve la ciencia como un proceso lineal
y homog6nco: cada etapa usa los mismos métodos y procedi-

l09
mientos, el contenido de la ciencia se desarrolla al tiempo que
su potencial aumenta, viniendo cada paso a sumarse a esa pro­
gresión hacia un objetivo infinitamente remoto. Kuhn, por el
contrario, tiene una concepción cíclica: en lugar de una ajetrea­
da actividad uniforme, presenta ciclo:- de procedimientos cuali­
tativamente diferentes, aunque pone el érú'asis en las apaciblei:;
-pero flexibles- rutmas de la ciencia normal. Mientras c.¡uc
los científicos de PoppC'r miran al futuro, los de Kuhn trabajan
normalmentf' en al cauce de una tradic10n y liencn en el pasa­
do su punto de referencia.

Ideología ilustrada contra ideología romántica

El debate en la filosofía de la ciencia que acabo de esbozar es


e:-;tructuralmente identico a los debates que tuviernn lugar du­
rante doscientos arios en los ámbitos d<' la leona pohtica. so­
cial, económica, ética y jurídica. De hecho. el enfrentamiento
entre Kuhn y Popper representa un caso casi puro de la oposi­
ción entre las que pudieran llnmar:-.e ideologías ilustrada .v ro­
mántica. !Tomo mi consideración sobre las 1dcologíai,; del sutil
ensayo de Mannhe1m Conservative llwu#ht, 1953 )
Lo que ll<1mo pensnmiento social ,lustrado hace e¡,;pecial re­
ferencia a la noción de contrato socwl, hien como supuesta gé­
nesis histórica de la sociedad o bien como modo de caradt>rizar
lai,; obligaciones y derechos de los rn1emhros de la sociedad. El
mito del contrato social se corn•Rponde con el mito de un estado
de naturaleza anlnior a lo social. A veces, éste se concibe corno
un estado mús o menos salvaje del que el hombre es rescatado
por la sociedad y, otras veces, i:;e presenta, de forma algo roáR
elaborada, t'omo el estado en el que caenamos si la sociedad se
derrumbara. Asociado con el estado ele naturaleza o con el con­
trato social. se da un cuerpo de derechos naturales e maliena­
blPs, como el derecho a la vida, a la libertad o a la propiedad. La
concreción d<' estos derechos y los modos de manejar la metáfo­
ra riel contrato varían considerablemente, pero como tcmn ge­
neral es L1pico de los escritores del :-;iglo XVTJ l.
PC'ro t>l estilo nwtodológico dPI pt>nsamiento ilwit mclo «·s ,níts

fl(}
importante y sólido 4ue i:;us doctrinas sobre las leyes naturales.
Podemos distinguir en él cuatro caracLerísLicns. Primera, es in­
dividualista y atomista; lo que significa qul:! concibe lo global .Y
colectivo como si füC'ra equivalente, sin más problema. a con­
juntos de unidades individuales, unidades cuya naturaleza no
se altera al 1·eunirse entre l'lÍ. Las sociedades �on. por tanto, co­
lecciones de individuos cuyas naturaleza e individualidad esen­
ciales no están vinculadas con lo :;ocial; por cjC'mplo, una perso­
na individual esta lormadn por Ru facultad de razonar y calcu­
lar, por un conjunto de necesidades y deseos. y-dC'sde luego­
por su paquC'te de derechos naturales; no se conc1lw como algo
que varía de una Rociedml a ot.rn o que es diferente' en las di­
f0rentes epocas históricas. Se�nda. csle individuahsmo eslá
estrechamente asociado con un enfoque estático del pC'nsa­
miento. La:- variaciones históricas son secundarias en relación
con lo rntemporal y univ0rsal; la racionalidad y la moralidad o
nuestra tendencia a buscar el placer .v evitar el suí'l"imiento son
inmutables y pueden abstraerse de la mezcla que predomina
en lo contingente y concreto. EsLos ra':igos están intimamenLc
relacionados con la lercera carnctenslica del pensamien Lo de
las Luces, lo que podriamos llamnr Ru rleductivismo abstracto:
los fenomenos sociales particulares o los casos conc1·etos de rom­
portamienlo ind1v1dual S<' aclaran al ponerlos en relación con
principios generales abslracLoi;, ya sean principio.,; morales, de
razonamiento. o leyes científicas. La cuarta, y última, caractc­
nstica es impmtanLc y se refiere' al modo en que sP utilizan las
anteriores. Como el pensamiento iluslrado está asociado a me­
nudo, aunqu0. no siempre, con la reforma, la educación y el
cl'!mbio, tiende a tener un tono fuertemente prescnptÍ\'Cl y mo­
ralista: es un pensamiento que no trata de ser veh1culo de des­
cripciones neutras sino un modo de que el debe se, reformista
pueda enfrentarse al recalcitrante a.e;; f's de la sociedad. Con
c:;ta intencion moralizante también enlaza h1 referida tC'nden­
cia analítica y atomizante, que puede util11.arse para romper
los patronei-. de inte1Telac1ón y de asociación que permanecen
fijos y estables. El universalismo abstracto de las Luces permi­
te mantener principios generales y claros, cuya grnn dii:;tancia
dt• la realidad vale para poder criticarla y para definir objeti­
vos a consegull'. Ma-.; adelante vcrcmoR que también pueden va­
ler parn otros propósitos.

JI/
El que puede llamarse pensamiento romántico, por el con­
trario, no considera ningún entramado de derechos naturales,
contratos sociales o estados de naturaleza. La idea de una na­
turahdad pre-social es sustituida por la de una naturaleza
esencialmente social: es la sociedad lo que es natural. Las cal­
culadas armonías del contrato social son reemplazadas por las
imágenes orgánicas de la unidad familiar. Desde esta perspec­
tiva, las relaciones familiares sugieren que los derechos, los
deberes, las obligaciones y la autoridad no deben distribuirse
uniformemente, sino en función de ]as generaciones, rangos y
papeles. La justicia, por otro lado, no aparece en el seno de la
familia como resultado de una constitución o de una negocia­
ción contractual, sino que adopta con mayor naturalidad una
forma autocrática, aunque flexible y benevolente, que se ajusta
gradualmente a Jas variaciones de edad, responsabilidad y con­
dición de sus miembros.
El estilo metodológico del pensamiento romántico puede con­
trastarse punto por punto con el del pensamiento ilustrado. Pri­
mero, no es atomista ni individualista; las entidades sociales
no se tratan como meras colecciones de individuos sino como
algo dotado de propiedades especiales: espíritu, tradición, esti­
lo y carncterísticas nacionales. Las distintas entidades sociales
reclaman, por tanto, estudios independientes, pues si no sus
diferentes maneras de desarrollarse y manifestarse pueden pa­
sar desapercibidas. Quienes enfoquen directamente los átomos
aislados dejarán de ver los patrones genei-ales y sus leyes: los
individuos sólo se entienden en su contexto. Segundo, este sen­
tido del contexto lleva a la convicción de que lo concreto e histó­
rico es más importante que lo univeJ'Sal e intemporal. La no­
ción de principios universales de la razón es sustituida por la
idea de que Jas distintas formas de reaccionar y adaptarse es­
tán condicionadas por el lugar, así como por la creencia en que
la naturaleza de todos los productos del pensamiento creador
t.ambién es algo influido por la historia y que encuentra en la
historia su lugar de desarrollo. Tercero, en lugar de procedi­
mientos deductivos abstractos que someten los casos particula­
res a leyes abstractas y generales, el pensamiento romántico
enfatiza la individualidad concreta: el caso particular, si se con­
sidera en su concreta singula1idad, se considera más real que
los principios abstractos. La cuarta caractcrísticíl C':-t In contra-

/l't
partida de la tendencia normativa y moralizante del pensa­
miento ilustrado. La claridad analítica y disolvente de éste se
contrapone con la afirmación de la realidad de los rasgos so­
ciales que suelen ignorar las perspectivas más abstractas: se
subrayan la globalidad, complejidad e interconexión de las
prácticas sociales. La postura defensiva y reactiva que suelen
adoptar los pensadores románticos les sirve para unir estre­
chamente Jos aspectos descriptivo y prescriptivo de sus plante­
amientos: tienden a considerar que los valores están íntima­
mente ligados y mezclados con los hechos, que son inmanentes
a éstos.
Es fácil mostrar que Popper pertenece a la caLegoría de los
pensadores ilustrados y Kuhn a la de los románticos. Popper
es individualista y atomista al traLar la cieocia como una co­
lección de teorías aisladas. Apenas presta atención a las tradi­
ciones en las que se construyen las teorías, a las continuidades
que hay dentro de cada tradición o a las distintas épocas de la
ciencia. Su unidad de análisis elemental son las hipótesis teó­
ricas incLividuales, y las características lógicas y metodológi­
cas de estas unidades son las mismas en todos los casos y en
todos los estadios de la investigación científica. Además, se in­
teresa principalmente por los atributos intempornles y uni­
versales del pensamiento científico correcto, que se concretan
en cualquier momento o lugar, tanto en el pensamiento preso­
crático como en la física moderna. Para que pueda apreciarse
el caso individual ha de ponerse en relación con cánones abs­
tractos de racionalidad o con criterios intemporales de demar­
cación. La preocupación prescriptiva del pensamiento poppe­
riano ya la hemos señalado antes. Por último, puede verse un
paralelismo entre su concepción de la ciencia y el mito del con­
trato social, como se pone de manifiesto en los detalles de su
teoría sobre la base observacional de la ciencia que ya hemos
descrito sucintamente. Popper caracteriza dicha base diciendo
que la comunidad científica toma la decisión, al menos provi­
sional, de aceptar ciertos enunciados básicos como hechos; y se
Lrata ciertamente de decisiones porque esos enunciados son,
en realidad, hipótesis, corno todos Jos enunciados de la ciencia.
gslc proceso se asimila a una decisión judicial (1969, pp. 108-9),
lo que es sólo una analogía y no se plantea nunca como un he­
cho hisLórico. Sin embargo, el recurso a la analogía -y espe-

/ J.'1
cialmente a una tan particular como ésa- seguramente no es
forluito. En la misma línea que el recm·so a decisiones contrac­
tuales que organizan la sociedad, esa analogía revela cierta
disposición mental y se con-esponde con cierto estilo y orienta­
ción en sus análisis: viene a decir que, llegados al punto en
que parecería evidente apelar a procesos naturales y planlear­
se cuestiones de orden psicológico y social, se zanja arbitraria­
mente la investigación. Los contratos y las decisiones pueden
construirse con demasiada facilidad como motivos y no como
procesos, como cosas sin estructura ni historia, como aconteci­
mientos súbitos. Y tomados así pueden actuar como disconti­
nuidades que rematan una investigación.
Los aspectos románticos del análisis de Kuhn también son
evidentes. LaR ideas científicas individuales siempre forman
parte de una tradición de investigación que las abarca como
una totalidad. En su visión de la ciencia predominan los ele­
mentos comunitarios y el carácter autoritano del proceso edu­
cativo que esos elementos implican. No hay una separación
neta entre los procesos lóbricos y metodológicos de falsación:
cuando hay que responder a una anomalía y decidir si consti­
tuye o no una amenaza para los enfoques establecidos, siem­
pi-e se recurre a juicios intuitivos. 'l'ampoco hay principios abs­
tractos de procedimiento que puedan deducirse del desarrollo
teórico, pues los paradigmas no son teorias estables. Las tra­
diciones de investigación no tienen constituciones escritas; las
varfaciones culturales e históricas que hay de unas especiali­
dades a otras es algo que se da por sabido. Por último, el tono
descriplivo del análisis kuhniano, en el que los contenidos pres­
cript.ivos son más implícitos que explícitos, también se ajusta
al estilo román Lico.
Constatamos, pues, por el momento, una identidad estruc­
tural entre dos estereotipos sociales y políticos y dos posturas
opuestaR en el ámbito de la filosofía de la ciencia. Necesitamos
demostrar ahora que esas dos ideologías sociales típicas se co­
rresponden con las posturas de actores históricos reales, lo qui·
acometeremos en la próxima sección y nos dará la oportunidncl
de revelar otros puntos de contacto entre las postw·as sociak1:-1
y las epistemológicas, contactos que ahora residirán mns en 101-1
delalles y contenidos que en la estructura general. Una vez qui•
hayamos hecho esto, la cuestión crucial será: ¿por qué huy 1111

111
isomorfismo entre una tradición de debate ideológico y un de­
bate epistemológico?

La ubicación histórica de las ideologías

Es relativamente fácil situar los estereotipos ilustrado y ro­


mántico en las declaraciones y tomas de posición de ciertos ac­
tores históricos, individuales y colectivos. Ello se debe a que los
estereotipos responden a dos reacciones básicaR -las de acep­
tación y de rechazo-que se manifiestan ante los grandes aconte­
cimientos sociales que tuvieron lugar entre el final del siglo XVIII
y los comienzos del siglo XX. Esos estereotipos se construyeron
a menudo como reacciones a guerras y revoluciones, al proceso
de industrialización y a los conflictos nacionalistas europeos de
esa época. Tales acontecimientos crean evidentes divisiones y
producen automáticamente una polarización de las opiniones,
pues enfrentan a unos con la ocasión de perder y a otros con la
oportunidad de ganar. Cuando están en juego nuestros desti­
nos e intereses, nos vemos abocados a reflexionar y tomar par­
tido de manera clara: se discuten las situaciones concretas, se
buscan elementos de juicio en las tradiciones intelectuales, se in­
vocan y elaboran normas morales que resulLen atractivas pa1·a
conseguir lo que se quiere ... Se invocan ideas como las Dios, el
Hombre o la Naturaleza para explicar las iniciativas que toma­
mm, y para justificar las situacionps en las que nos vemos en­
vueltos o las acciones que nos sentirnos inclinados a emprender.
La Revolución francesa de 1789 fue uno de los principales
acontecimientos de este tipo. Sus ideales individualistas y ra­
cionalistas se plasman en buena parte de la legislación que ge­
neró; por ejemplo, se destmyeron las instituciones comunales
que, como las fraternidades o los gremios, mediaban entTe los
grupos y las personas: la Revolución disolvió y atomizó las es­
tructuras que articulaban el lodo social. Nisbet (1967) cita la ley
L<' Chapelicr, de 1791, que estableció que «ya no quedan corpo­
rncioncs dentro del Estado; tan sólo existen los intereses parLi­
culurc1:, de cada individuo y el interés general» (p. 36). En con­
l'lt·t·twncia. los idcologos y legis1adore� revolucionruios trataron

1 Ir,
a ]a familia como un microcosmos de la propia República, de­
cretando que los principios y derechos igualitarios vienen a sus­
tituir a los derechos autocráticos del padre, hasta entonces ga­
rantizados por la ley. Y se procedió a simplificar las unidades
administrativas y a racionalizar las leyes y el gobierno.
Los pensadores reaccionarios de Gran Bretaña, Francia y
Alemania construyeron su retórica y sus análisis precisamente
como reacción contra estas alarmantes -y finalmente san­
grientas- tendencias. Edmund Burke acaso ofrezca el ejemplo
más significativo en su brillante obra Re{Zections on the revolu­
tion in France (1790). A quienes invocan la ley natural para
justificar los derechos y libertades, Bw-ke opone un derecho no
menos natural a ser gobernado y encauzado, así como el dere­
cho a vivir en una sociedad estable; a quienes recurren a la luz
natural de la razón para criticar la sociedad, él responde au­
dazmente que la sociedad se basa-y debe basarse- en la cos­
tumbre y el prejuicio compartido y no en la razón. La razón, en
tanto que facultad individual, no es adecuada para cumplir ese
papel; la razón con que contamos -y con la que debemos con­
tar- es el saber colectivo de nuestra sociedad, lo que en len­
guaje actual llamaríamos las normas sociales. Así:

«Nos da miedo que los hombres se pongan a vivir y comerciar


sin más fondos que la cuota de razón privada que tenga cada uno,
pues sospechamos que esa cuota particular no es muy grande y qué
mejor ba1ían los individuos en proveerse del banco general y de los
fondos públicos de las naciones y las épocas históricas,, (p. 168).

La costumbre tiene la inestimable ventaja, sobre la razón in-


dividual y calculadora, de estar en armonía con la acción y ge­
nera continuidades:

«La costumbro, con su razón, aporta motivos que ponen esa ra­
zón en acción, así como sentimientos que le dan permanencia. La
costumbre puede aplicarse rápidamente en caso de emeTgencin.
sumerge a la mente en una corriente firme y continua de saber y
de virtud, y no deja al hombre dubitativo, escéptico, desconcertado
o irresoluto cuando tiene que tomar una decisión. La coslumbrt•
hace un hábito de las virtudes de un hombre, y no una serie den<·
tos desconectados, y por medio de ella el deber se convierte en urrn
parte de su naturaleza» (:íbid.).

1 /(i
El ánimo de criticar, discutir y argument,ar todo es para
Burke la desgracia de su época y no su orgullo, como pretenden
sus adversarios. Y acusa a «Lodo el clan» de políticos y escrito­
res ilust,rados de emprender una «guerra imperdonable contra
todos los estamentos»:
«para ellos es motivo suficiente por el que destruir un viejo estado
dl> cosas el mero hecho de que sea viejo. En cuanto a lo nuevo, no les
preocupa en alisoluLo la durnción que pueda Lencr un edificio cons­
truido apresuradamente, pues la duración no tiene sentido para
quierws creen que antes que ellos apenas se ha hecho nada, si es
que se ha hecho algo, y ponen todai,; sus esperanzas en los descu­
hr1 mientos» (íbid.}.

Uno de los Lemas más interesante� de Burkc es el de la sim­


plicidad y la complejidad, así como las conexiones que t,ic-nen
ambas con las reglas que deben regir la conducta humana. La
naturaleza y la:-1 circunstancias humanas son complicadas;
quienes se limitan a propuhrnar simplc-s leyec; para dirigir nues­
tros asuntos ignoran groseramente su oficio o desconocen sus
deberes. Consideremos, por ejemplo, nuestras libertades y
sus resLriccioncs, como «cambian con los tiempos y las circuns­
tancias, y admiten infimtas modulaciones, no pueden someter­
se a ninguna regla abstracta; nada hay más insensato que plan­
tearlas a partir de ese tipo de principios» (p. 123). En Burke se
representan muy claramente muchoR de los aspectos del estilo
romántico de pensamiento. Quienes busquen cómo poder criti­
car la concepción popperiana de la ciencia pueden sacar mu­
chas ideas de él, de su de8precio reaccionario hacia los de8cubri­
mientos, de su aprecio por la complejidad y su rechazo de la
simplificación, del papel que atribuye a la costumbre y a las ide­
as recibidas (tan similares al conceplo kubniano de dogma), de
su interés por las acciones concrelas frente al pensamiento
abstracto y de su reflexión sobre la cohesión social frente al in­
dividualismo cntico, origen de tantas divisiones.
El rechazo de los valores de la Revolución francesa no se limi-
1.6 a Gran Bretaña, también hubo pensadores alemanes-corno
MúllPr, Haller o Moser- que contribuyeron a elaborar el pen­
sami<•nto reaccionaiio: eran localislas, tradicionalistas, patrio­
lns, rnon:irquicos y autoritarios. El caso de Adam Müller, que
tuvo 111lhwn{'im1 el(• Burk<1, es part,irularmente interesante (en

lli
Reiss, 1955) puede encontrarse una selección de sus Elemenl:;
of'politics ( 1808-9) de la que extraemos las reflexiones siguien­
tes). El énfasis por dividir, separar y diRtinguir es una caracte­
rística típica de los pensadores ilustrados: separnn los valores
de los hechos, la razón de la sociedad, los derechos de las tradi­
dones, lo racional de lo real, lo verdadero de lo sostenido por
mera creencia, lo público de lo privado. Y ponerse a reunir lo
que los ilustrados separan es una tendencia típicamente ro­
mánLica. A Müller le bastan unas pocas páginas para volver a
entrelazar y reunir sistemáticamente todaR esas categorías,
destruyendo lodo el trabajo de distinción y acotamiento que es
el sello de la clarificación. propia de las Luces. Pero lo que aquí
está en juego es algo más que esa oposición entre dos tenden­
cias, una que busca dividir y otra reunir. Desde el punto de vis­
ta del pensamiento, los ilustrados tienen la costumbre de clivi­
dir y los románticos la de reunir por analogía; desde un punto
de vista práctico, los románlicos Loman la división estructural de
la sociedad como un hecho, mientras que los ilustrados la disuel­
ven en una homogeneidad atomizada.
El tratamiento que da Müller a las relaciones entre la esfera
privada y la pública es un buen ejemplo de esto, un ejemplo que
contrasta vivamente con los típicos sentimientos utilitarios:
"El Estado es la totalidad de los asuntos humanos, su reunión
en una totalidad viva. Si excluimos definitivamente de esta aso­
ciación aunque sea a la parte más insignilicanic del ser humano. si
separamos la vida privada de la pública aunque sea en un solo pun­
to, ya no podremos percibir al Eslado como un fenómeno vivo o
como una idea ... » (p. 157 ).

Esta cita ilustra bien esa idea central del romanticismo de


que una parte o elemento de un sistema está en íntima unión
con el todo. Del mismo modo, las hipótesis científicas no son
unidades de pensamiento aisladas sino una especie de micro­
cosmos del paradigma del que forman parte. O bien, orientan­
do el paralelismo en otra dirección, la intuición de la que surge
una hipótesis no forma parte de la vida privada del científico
ni. por tanto, debe tenerse como una cuestión psicológica más
que propiamente científica, ni confinarse, en consecuencia, en
un artificioso contexto de descubrimiento más que en el contex­
to deju.'{tifi,cación. El proceso de creación es, más bien, parte in-

118
tegra] de la empresa científica como un todo y no debe separar­
se de ella mediante un principio abstracto de demarcación. Mü­
ller continúa aplicando su enfoque unificador a la relación del
conocimiento con la sociedad o, como él dice, de la ciencia con el
Estado. Ambos no deben ser sino uno, como el cuerpo y el alma:
«No seremos capaces de entender la ciencia ni su naturaleza
intrínseca si trazamos una frontera absoluta entre la posesión
ideal de la Licrrn y la real, reservándonos Lan sólo la milad ideal.
No podremos conseguirlo si dividimos para siempre nuestro gran­
dim;o, simple y entero mundo en doR partes, el mundo rea] del Es­
tado y el mundo imaginado de la ciencia, pues, despuéR de todo, se­
guimos siendo seres humanos enteros y totales y reclamamos, por
tanto, un mundo entero y lotal que esté hecho de una sola pieza,.
lp. 156).

Estos �iemplos dan una idea de la posición de los pensado­


res románticos sobre los asuntos sociales en general. Otro cam­
po de batalla importante en el que se enfrentaron ambas ideo­
Jogia fue -y es- el de la teoría económica.
El pensamiento ilustrado está fuertemente representado en
economía por los partidarios del laissez-faire y los economistas
clásicos de la escuela de Adam Smith y Ricardo. Seguramente
sean los trabajos de Jeremy Beniham los que expresan con
más transparencia sus presupuestos; como dice Stark (1941 y
1946) al comentar las teorías económicas de éste, «Bentham
y los discípulos de Ricardo tienen una común ideología» 0as pró­
:ximas citas de Bentham están tomadas de estos artículos). Como
el mismo Bentham dijo, fue el padre espiritual de James Mill y,
por tanto, el abuelo espiritual de Ricardo, con lo que se alinea
de todo corazón junio a las doctrinas de Adam Smith, salvo
cuando piensa que éRte no es congruente con las consecuencias
lógicas de sus propias posiciones.
Por ejemplo, en su Wealth of nations (1776) Smith matiza su
defensa general de la libertad de contratación individual en
cuestiones de mercado aceptando que debe haber ciertas res­
tricciones legales referentes a una tasa máxima de interés en
el préstamo de dinero. Smith cree que sin esa limitación la ma­
yor parle del dinero que se prestara iría a parar a manos de
«despilfarradores y promotores». A lo que Beniham replicó: ¿y
qllf•') Hin promotores no habría progreso; y el riesgo que se

/l!J
corre forma parte de la esencia misma de la actjvidad econó­
mica y de la creación de riqueza. Ésta es la misma opinión que
la de Popper cuando afirma que el riesgo intelectual que se co-
1Te pe1·tenece a la esencia misma de la actividad científica y de
la creación de conocimiento. Bentham plantea que la gente
debe calcular por sí misma las pérdidas, ganancias y riesgos
que van asociados con las acciones que emprendan y afirma que
«salvo escasas excepciones, y ciertamente poco importantes, el
medio más seguro para alcanzar la máxima satisfacción es de­
jar que cada individuo busque su máxima satisfacción». Este
individualismo corre parejo de un modo natura 1 con la tenden­
cia a considerar la totalidad social corno una mera suma de
sus partes atómicas. La concepción aritmética de la relación
de los individuos con la sociedad aparece claramente cuando
Bentham dice:

«Toda la diferencia que hay entre la política y la moral es ésta:


una dirige las acciones los gobiernos, la otra dirige las conductas
individuales; su común propósito es la felicidad. Lo que es polít.ica­
mcntc bueno no puede ser moralmente malo, a menos que las re­
glas de la aritmética, que son verdaderas para los grandes núme­
ros, sean falsas para los pequeños.,,

La moralidad, para Bentham, es análoga a los mecanismos


del mercado: es w1 acto de razón, la razón funciona mediante e]
cálculo, y el cálculo maneja cantidades de placer y de sufri­
miento. Es «la naturaleza» la que nos ha situado bajo esos «dos
amos soberanos>• que son el placer y el sufrimiento, por lo que
«basta los más excelsos actos de virtud pueden reduciI·se a un
cálculo de lo bueno y lo malo; lo cual no supone degradarlos ni
debilitarlos sino sólo presentarlos como efectos racionales y ex­
plicarlos de manera sencilla y comprensible>•. La razón, el cál­
culo, la simplicidad y la inteligibilidad son temas centrales en
el pensamiento de las Luces. Bentham reconoce que esa repre­
sentadón racionalista es una abslracción, pero una abstrac­
ción que considera necesaria.
Las teorías de los economistas clásicos desembocan de lleno
en lo que suele llamarse darwinismo social. Esta perspect,iva se
fundamenta en la concurrencia económica individual y la pone
en relación con la necesidad natural de la lucha, del esfüerzo

120
individual y de la supervivencia de los más aptos y la elimina­
ción de los débiles e ineficientes. No deja de ser una curiosa iro­
nía para esta idc>ología que el orden social que intentaba justifi­
car con esa visión darwiniana del orden natural fuera el mismo
orden que inspiró la temia biológica. Fue leyendo a Ma1thus
como Darwin y Wa1lace llegaron al concepto centra] de supervi­
vencia del más apto, un concepLo que se manejó origú1almente
en los debates sobre pohtica económica referentes a la asisten­
cia a los pobres, y donde se planteaba si las conclusiones que se
derivaban de las teoría!3 de 8mith eran optimistas o pesimistas
(Halevy, 1928: Young, 1969}. La teoría de Popper sobre la «refu­
tación estricta» Cruthless re/iltatiun) es darwinismo social en el
campo d� la ciencia, una afinidad que matiiará en sus últimos
trabajos.
Las teorías de la economía clásica no dejaron de tener sus
adversarios; en particular, Alemania era especialmente sensi­
ble a la supremacía economica de Gran Bretaña en el siglo xrx
y la competencia con ella era cada vez mayor. Los pensadores
alemanes no lardaron en considerar las teorías de Adam Smith
como una justificación intelectual de las condicionc>s econ6mi­
cas que favorecían precisamente a Gran Bretaña, como ocurría
con el libre mercado, y pensaban que su8 intereses requerían
una política opuesta de tipo proteccionista. Muchos de sus eco­
nomistas llegaron a la conclusión de que las teorías económicas
abstractas y universales debían reemplazarse por un tipo de
análisis que preHlan1 la debida atención a las diferentes condi­
ciones económicas de los distintos momentos y lugares; y así na­
ció la escuela histórfra de economía que reunió a figuras como
H.oscher, Hildebrand, Knies y Schmoller, cuyos principios histo­
rióstas se adecuaban estrictamente a1 estereotipo romántico:
la economía deb1a ser una rama de la historia y de la sociología,
que situara la actividad económica en su contexto social y no la
tratara ele un modo abstracto y unjversal (véase Haney, 1911).
Wilhelm Roscher (1817-1894) esbozó el prngi·ama de la escuela
histórica según las siguientes lineas:

i. La econom1a política es una ciencia que sólo puede expli­


carse en estrecha relación con olras ciencias sociales, especial­
mente con la historia de la jurisprudencia, de la política y de la
civilización.

121
ii. Un pueblo es algo más que una masa de individuos, poT lo
que el estudio de su economía no puede basarse en una mera
observación de las relaciones económicas del momento.
iii. Para poder obtener leyes a partir de muchos fenómenos,
debe compararse el mayor número posible de pueblos.
iv. El método histórico se abstendrá de alabar o censurar las
instituciones económicas.

Estos criterios contrastan con la formulación de un econo­


mista británico de la época citado por Haney: «la economía polí­
tica no pertenece a ninguna nación ni a ningún país, se funda
en las facultades del espíritu humano y ningún poder puede
cambiarla,, (p. 10).
Sin embargo, sería demasiado simple considerar que esta po­
larización del pensamiento económico refleja con predsión las
diferencias entre los internses de alemanes y británicos. Tam­
bién hubo alemanes que eran partidarios de Smith, aunque se
tratara de una minoría y fuera la escuela histórica la que domi­
naba las universidades. Recíprocamente, también hubo britá­
nicos que criticaban la escuela clásica, como los economistas ir­
landeses J. Kells lngram (1824-1907) y Cliffe Leslie ( 1825-1882).
De hecho, hubo una arnpJia oposición al c1·ecimiento y a los
abusos de la industrialización y a la ideología del laissez-faire.
Uno de sus primeros portavoces fue el poeta Samuel Taylor Co­
le1·idgP, que utilizó su elocuencia para estigmatizar la división
social derivada de la ideología individualista, con sus implica­
ciones mecánicas e inhumanas (véase Mander, 1974).
En los campos de la jurisprudencia y la legislación también
se hizo sentir esta misma polarización ideológica entre la ilus­
tración y el romanticismo. Contra la insistencia de Burke en lo
concreto y particular, Bentham afirmaba que «la legislación,
que hasta ahora ha descansado principalmente en las arenas
movedizas del instinto y la costumbre, debe situarse por fin so­
bre la base inmutable de los sentimientos y la experiencia». La
consigna de Bentham era la «codificación», con la que quería si­
tuar a la ley sobre una base clara. sencilla, racional y poco cos­
tosa. Con la difusión de la influencia francesa a través de las
conquistas de Napoleón, cada vez más territorio europeo fue
quedando sometido a «códigos» legales. Esto provocó una reac­
ción nacionalista que, con la caída de Napoleón, encontró su ma-

122
nifestacjón en un enfoque histórico de las ley es, enfoque seme­
jante a uno de los modelos que Roscher adoptó para su metodo­
logía económica. La ley debe emanar del espíritu de los pue­
blos, debe ser nacional y no cosmopoliia, debe consistir en una
jurisprudencia concreta y no en un código abstracto. Citemos
de nuevo a Adam Müller: «Cualquiera que piense en la ley, pien­
sa inmediatamente en cierto lugar, en cierto caso donde se apli­
có la ley. Quien piensa en una ley positiva de las que se formu­
lan por escrito sólo posee el concepto de ley. esto es, nada más
que una palabra sin vida». Quizá el más famoso defensor de la
ley entendida como expresión del Vollisgeist sea Carl von Sa­
vigny, quien encabezó un debate sobre este asunto con Thibaut,
jurista de Heidelberg. El problema era saber si Alemania debía
tener un código alemán, a lo que Savigny se oponía argumen­
tando que los códigos que había habido en Prusia y Austria
habían fracasado. Según él, toda ley debía proceder del dere­
cho consuetudinario, que se crea con los usos y creencias popu­
lares, por lo que sólo que puede comprenderse como un fenó­
meno histórico complejo (véase Montmorency, 1913 y KanLoro­
wicz, 1937).
La oposición de los modelos iJustrado y romántico también
se manifiesta en e] campo de la teoría moral La moral utilita­
ria del radicalismo fílosóf,co (Bentham. los Milis o Sidgwick)
fue combatida ferozmente al final del siglo xrx por los idealis­
tas ingleses (F.H. Bradley y B. Bosanquet). Los célebrns Ethical
studies (1876) de Bosanquet derrochan desprecio hacia la idea
de que las acciones pueden basarse en cálculos o derivarse de
principios util itarisias abstractos, lo que no puede llevar sino a
la hipocresía. Los principios morales tampoco son universales,
pues la esencia de la moralidad esiá en las diferencias; como
tampoco puede considerarse que una misma conducta sea
apropiada para todos los pueblos, épocas y lugares, pues es una
<.:uestión de hábitos y costumbres que cambian de unas socieda­
des a otras y se basan en la sii1.iación particular de cada uno.
Asimismo, en su Philosophical theory o{ the state, Bosanquet
aLaca el planteamiento individualista de Bentham sobre el com­
promiso político, recuperando la noción roussoniana de la «vo­
lunLad general» de una sociedad para oponerse a la idea de que
la voluntad CH un ff'nómeno individual y hedonista: la voluntad
ge1wrnl Ni lo C'JUC' escuchamos como voz d0 la conciencia, lo me-

12:t
jor de nosotros mismos. Eso que está por encima de los indivi­
duos y se les impone viene, tanto para Bosanquet como para
Durkheim, de algo que es exterior a los individuos mismos y
más grande que ellos. Ambos pensadores sitúan esa entidad más
amplia en la sociedad, si bien -como observara Durkhcim­
para Bosanquet la sociedad está aún empapada de resonancias
teológicas.
La propaganda de guerra suministró una ocasión más para
que ambas ideologías se enfrentaran. Por ejemplo, la propa­
ganda alemana en 1914 estaba impregnada de oposiciones tó­
picas: Kultur alemana contra Zit)ilisation francesa e inglesa,
valores de comerciantes y de héroes (Handler und Helden >, así
como versiones vulgarizadoras de la distinción de Tonnies entre
comunjdad y sociedad (Gemeinschaft y Gessellschaf't) (véase
Staude, 1967). En el otro bando, los sentimientos antigermáni­
cos y las declaraciones individualistas se fundían abiertamen­
te, como puede verse en el prólogo del psicólogo McDouga11 a su
libro The group mind ( 1920). McDougall era muy crítico con es­
critores como Bosanquet, cuyos valores hegelianos, y por tanto
alemanes, rechazaba despectivamente. La influencia del idea­
lismo en Oxford, decía, ha sido ,,tan perjudkial para el pensa­
mienLo claro y honrado como ya ha demostrado ser destructivo
para la moralidad política de su país de origen» (p. ix). Al lector
de 1918 que quiera ver expuesta «a los ojos de todos los hombres
de todos los tiempos la falsedad de esas afirmaciones (idealis­
tas)» se le remite a The metaphysical theory of the state del prn­
fesor L. T. Hobhouse; el lector actual puede consultar The open
society and his enemies (1966) con el mismo objetivo, pues esLa
obra también se ha escrito en defünsa de los valores individua­
lislas y Popper la concibió como parte de su contribución bélica
en apoyo de los aliados.
Esta breve panorámica muestra el carácter sistemático y pe­
netrante de la oposición ideológica entre dos conjuntos de valo­
res y dos estilos o modelos de pensamiento. Aunque esta oposi­
ción no era ciertamente estática sino que el equilibrio de fuerzas
entre las representaciones en pugna variaba según los momen­
tos y lugares. El liberalismo económico se fortaleció en Inglate­
rra a mediados del siglo pasado y declinó en los años 1870 y 1880
como consecuencia de las políticas prnteccionistas que se gene­
ralizaron en toda Europa. El idealismo filosófico floreció en este

124
país, al parecer, a la par que el proteccionismo, para declinar
tras la guerra de 1914. Tampoco es una conexión simple la que
se da entre los pensadores individuales y ambos estilos de pen­
samiento, que por usarse frecuentemente en polémicas ten­
dían a presentarse como casos puros. Así, Burke fue un liberal
en lo económico pero un conservador en lo político. Adoptó el
uLilitarismo pero lo usó con un propósito conservador. También
Bentham empezó como un político conservador opuesto a la
idea de los derechos humanos, para quien la gente no tiene de­
rechos naturales sino sólo derechos garantizados por una cons­
titución escrita por legisladores, como él mismo lo era. Pero,
por otro lado, a partir de estas premisas llegaba a conclusiones
que en esencia eran las mismas que las obtenidas por la retóri­
ca de los derechos. Cada uno sigue su propio camino para dar
en conclusiones comunes.
Los estereotipos representan agrupamientos típicos de ideas,
agrupamientos que naturalmente no les parecen verdaderos a
quienes se oponen a ellos, aunque quienes los mantengan estén
más cualificados y sean más exigentes. Podría pensarse que los
pensadores individuales seleccionan su propia muestra perso­
nal de entre las ideas que ex:isten en su entorno, como si se tra­
tara de recursos culturales disponibles en Los escritos y discur­
sos de sus contemporáneos y predecesores. Pero con el tiempo
estos recursos se van reelaborando hasta constituir esos dos mo­
delos globales de pensamiento social que he venido caracteri­
zando e ilustrando.
Para completar el resumen de las similitudes estructurales
c>ntre Popper y Kuhn, por un lado, y las ideologías ilustrada y
romántica, por el otro, estableceré brevemente ciertas seme­
Janzas de contenido que revelan sus metáforas sociales subya­
t·entes:

al La antítesis entre democracia individualista y auto1;taris­


mo paternalista y colectivista aparece de modo claro en ambas
1 Porías del conocimiento: la teoría de Popper es antiautoritaria
y atomista, mientras que la de Kuhn es autoritaria y holista.
b) La anl.ítesis entre cosmopolitismo y nacionalismo tam­
hi<•n es fácil de identificar. La teoría de Popper sobre la unidad
rncional de la humanidad y el libre intercambio de ideas con­
t 1·n1-1t.n con In condición de cierre intelectual propia de un para-

/2fi
digma y con la riqueza especial de su lenguaje propio. Estos
rasgos pueden ponerse en paralelo con la condición de cierre
comercial de Fichte (véase Reiss, 1955} y con el análisis de Her­
der sobre el lenguaje (véase Pascal, 1939), representantes am­
bos de la ideología romántica.
c) La antítesis entre el ansia de codificación y de claridad de
Bentham y el papel que Burke atribuye a la tradición se corres­
ponden con la legislación metodológica y ]a delimitación de
fronteras en Popper y el énfasis kuhniano en el dogma, la tra­
dición y el juicio.

El problema ahora es saber por qué este patrón de conflicto


ideológico aflora en un campo tan especializado como es el de la
lilosofia de la ciencia. por qué la filosofía de la ciencja reprodu­
ce e:stos Lemas. Debemos buscar alguna explicación, pues el
asunto es demasiado relevante y sugestivo como para dejarlo
pasar.

El vínculo entre los debates epistemológicos


y los ideológicos

Lo que hasta aquí hemos mostrado es que hay una estrecha


semejanza de estructura y conLenido enti·e dos posiciones epis­
temológicas importantes y una serie de debates ideológicos liga­
dos entre sí. La hipótesis que ya hemos avanzado para explicar
esta similitud es que las teorías del conocimiento son, de hecho,
reflejos de las ideologfos sociales. Lo que queda por estudiar es
el mecanismo de transferencia de ideas de un ámbiLo al otro.
No es dilicil hacer ciertas conjeturas plausibles. Dicha opo­
sición ideológica está ampliamente difundida en nuestra cultu­
ra, es un patrón destacado y repetido, de modo que cualquiera
que se pare a pensar no tarda en encontrarlo ya sea en los li­
bros de historia, en novelas o en periódicos, ya en los discursos
de los políticos. Quizá no se encuenLre ese patrón como una opo­
sición completa y perfectamente arLiculada, quizá se aprecie
primero un lado de la polaridad y sólo después se percate uno
del otro, puede manifestarse aquí de un modo implícito y alli

12(;
explícitamente, o sólo parcialmente en un contexLo y más ínte­
gramente en otro. En el ritmo pausado de las experiencias so­
ciales y a través de la búsqueda de modelos y estructuras de
comprensión, los dos arquetipos se van instalando en cada uno
de nosotros hasta constituir un fundamento y una fuente de re­
nrrsos para nuestro pensamiento.
Para integrarlos en nosotros acaso baste con que nos sumer­
j;;imos de lleno en e] lenguaje. Los significados de las palabras
l'stán indisociablcmente cargados de asociaciones y connotacio­
nes, que siguen ciertas pautas o ligan entre sí ciertas ideas y ex­
periencias mientras que rechazan o disocian otras, como bien lo
'>Cüala Raymond Williams en Culture and soc-iety ( 1958). Éste.
al uwestigal' los cambios de significado de la palabra «cultura»,
observa que iniciaJmente solía usarse sólo para el cultivo de Ja
l.1erra, connotación que aún mantiene. La metáfora del creci­
miento orgánico, con sus resonancias agrícolas, hace de él un
11-írmino apropiado para ser usado por la tradición de pen­
samiento que, a partir de CoJeridge, lamento el auge de la in­
dustrialización y el individualismo. Si nos preguntamos qué
significa ahora la palabra «cultura» para nosotrns, veremos in­
mediatamente que tiene connotaciones de tradición, unidad y
espiritualidad o de alg-o noble y elevado. La auténtica noción de
cultura ya contiene en embrión las ideas que se desarroll arán
c•n la visión romántica de la sociedad, pero no porque esa ideo­
logia se haya construido a partir de un estudio de lm; deriva­
<'icmes de ese concepto sino que, más bien, ese concepto tiene
ahora esas implicaciones como consecuencia de su vinculación
11 la ideología romántica. Es la lógica del concepto la que funcio­
,m como un residuo de su papel social, y no a la inversa. Análo-
1,{nmente, no se puede pensar en la palabn-1 «cultura>• sin rela­
cionarla tácítamenLe con su antítesis, esto es, con algo que sub­
vierte la tradición y promueve el cambio y el dinamismo, algo
que socava la unidad y lleva a la división, al conílicto, a la lu­
cha y a la atomización. Esa antítesis ha de ser opuesta a lo es­
pirilual y müs elevado, por lo que evocará algo utilitario y mun­
d:1110, ligado al dinero y al espíritu práctico, y ¿qué puede repre­
SP11t arlo mejor que lo imagen de la industrialización, la ética
dr•I cnpitalisnw .v la libre competencia? En resumen, esos ar­
q1J('L1pm; Hociulc•s que parecen inílu1r en las Leorías del conoci-
1111t•nto cp1< 1 1•1,lnmos l'Orn-iiderando ¡,no los t0nemos ya interiori-

J')J
zados, a travéR de nuestra propia experiencia social y lingüísti­
ca en la vida cotidiana?
El vínculo entre las ideologías sociales y las teorías del cono­
cimiento no es, pues, ningún misterio sino una consecuencia
completamente típica y natural del modo en que vivimos y pen­
samos. Las ideologías sociales son tan penetrantes que estruc­
turan nuestros conceptos, y es casi imposible evitar que las em­
pleemos continuamente como metáforas implícitas. Sus temas
y sus maneras nos son tan familiares que las ideas que toma­
mos de ellas nos parecen meras evidencias, pues forman parte,
sin que nos demos cuenta, de las p1·opias ideas de las que he­
mos de servirnos para poder pensru·. El filósofo que cree dedi­
carse a un puro análisis de conceptos, interesado sólo por sus
significaciones cstriclas, o el que piensa que se limita a sacar
meras conclusiones 16gicas, en realidad no es sino un actm· que
pone en escena una parte de las experiencias acumuladas por
su época.

Otra variable: el saber amenazado

Hasta aquí, nuestra discusión de los análisis popperiano y


kuhniano de la ciencia han sido estrictamente simétricos: he­
mos presentado a cada uno firmemente enraizado en su corres­
pondiente concepción de la sociedad. Pero esta misma simetría
exige algunos comentarios a la luz de la teoría durkheimiana
que habíamos reformulado: si el conocimiento está tácitamen­
te revestido de un carácter sagrado, como consecuencia de la
imbricación de sus representaciones con las representaciones
sociale8, entonces tanto el programa popperiano como el kuh­
niano habrían de oponerse por igual a la sociología del conoci­
miento. Pero, de hecho, no se oponen por igual. Una de las
principales quejas de los seguidores de Popper es que, en lo
fundamental, eJ trabajo de Kuhn es una obra de historia socio­
lógica, y de ahí las críticas de subjetivismo, irracionalismo y re­
lativismo que se le han dirigido. Así que mi análisis durkhci­
miano sobre los motivos de la oposición a la sociología del cono­
cimiento debe ser incompleto, pues prevé que haya simetnn

12H
donde resulta haber asimetría. Esto se debe a la existencia de
otra variable importante: la amenaza que parece cernirse so­
bre el conocimiento y la sociedad.
Antes de considerar la acción de esLa variable, quisiera se­
nalar por qué es muy plausible esperar que ambol::i enfoques del
t·ononmíento se opongan por igual a un estudio científico de la
,·iencia. Ambas maneras de pensar el conocimienLo son simétri-
1·as en cuanto a su capacidad para hacer de éste algo misterioso
que se sustrae a la invcstigaci()n científica, aunque sean bas-
1 ante distintas tanto las estrategias que cada uno sjgue para
conseguirlo como las respectivfü; líneas de ataque y defensa.
Los recursos que emplea Kuhn para ei-a sustracción o mistifi­
l'ación* son manifiesto:-; por su semejanza con la posición de
Hurke: el medio Lípicamente romántico de impedir molestas in­
vestigaciones de lo social -sean cientificas o no- consiste en
�mbrayar su complejidad, sus rasgos irracionales y no suscepti­
bles de cálculo, sus dimensiones Lácitas, ocult,as e inexpresa­
bles. El estilo popperiano de escamotear el análisis social de
h1 ciencia consiste en atribuir a la lógica y a ]a racionalidad
una objetividad a-social y, a la postre. trascendente; hast,a el
punto de que en sus ü.llimos trabajos lo objetivo forma un mun­
do propio, distinto del mundo físico y del mundo de los procesos
mentales. Con ello sus fronteras metodológicas !:>e convierten
l'n distinciones metafísicas y ontológicas (véase Popper, 1972;
IUoor, 1974).
Por otra parte, ambos estilos de pensamiento se pueden po-
11t•r �n sintonía con un enfoque perfectamente naturalista. El
rnnicter socioló1,rico y atenido a los hechos que conlleva el análi­
sis kuhniano es algo que se desLaca frecuentemente, si bien
1,uclc hacerse como preludio a una crítica. Acaso no sea tan fá­
cil de ver el potencial naturalista de la familia de teorías a que
pt>1'Lt>nece la de Popper. El carácter individualist,a del pensa-
111i1•11tt> de las Luces sugiere que su desarrollo naLural le lleve a
la psicología, sugerencia que se ve reforzada por la semejanza

• lll1111r Plllph•a t-1 lém1tn11 mysli/icutiun en :-.u :,:entido ei:;tricto -hacer de


,l ,:u un 1111 ,tn111 • �·n Pslt· l'a ,o, su!ilr:wrlo a la invcstigaciun dentifica Lo ;:;o
l,•1111111 t 1 ,tdlll'll pur m1i;t 1fa·nr• rlándoh• c·sl' m1i-rnu sPntido, y no el de .. falsear•
11 •1•11g111111r· q1w 1111,•Jp ll'11Pt' 1•11 l'Hpunul. ac:l!m por "IU indclndn usol'iaC'ión ron
111 •111111111 11 1111'1!11111 .,do- tN d1· l111 T 1

'2!)
entre la teoría de Popper y la economía clásica. Si recordamos a
los primeros utilitaristas, queda claro que su modelo de hom­
bre económico, racíonal y calculador, estaba en relación muy
estrecha con su representación psicológica de lo que pudiera
llamarse el hombre hedonista, cuyos cálculos sobre placeres y
sufrimientos se basaban en las reglas definidas por la psicología
asociacionista. Además, se ha destacado a menudo lo próximos
que están el lwrnbre asoc:iacionista y el homhre conducti.<;ta,
pues el mecanismo de la asociación de ideas es muy parecido al
de los reflejos condicíonados y las conexiones estímulo-respues­
ta que plantea el conductismo. El resultado extremo de esta se­
rie de vinculaciones históricas es quizá el psicólogo B. F. Skin­
ner, cuyo conductismo recalcitrante es completamente natura­
lista: toda conducta, ya sea la de las palomas en el laboratorio o
la de los humanos dedicados a un razonamiento lógico, debe in­
vestigarse con los mismos métodos y explicarse con las mismas
teorías. Aunque esta teoría psicológica sea individualista tanto
en sus orígenes corno en muchas de sus resonancias, no es ne­
cesariamente incompatible con la consideración de prncesos so­
ciaics. La sociedad, como deja claro Skinner, es la fuente de esos
«programas de refuerzo» que cumplen un papel crucial para mo­
delar la conducta, por lo que, desde algunos puntos de vista, tie­
ne prio1;dad sobre el individuo. El psicólogo ha de llegar a las
normas sociales partiendo de los individuos, pero también
aqueUas que parten de las entidades sociales han de garanti­
zar que sus teo1·ías desciendan al nive] individual. Sólo es cues­
tión de la dirección que se elija.
Puede objetarse que es bai:itante inverosímil considernr la
psicología como una forma natw-alista de la teo1ia de Popper.
;,Qué hay entonces de su famosa hostilidad al «psicologismo»'?
Pero yo no estoy estudiando las preferencias de Popper, sino la
dirección que toma su teoría básica cuando i,;e la desarrolla en
un senLido naturalista.
Podemos concluir entonces que ni las ideas ilustradas ni las
románLicas determinan por si mismas el que hayan de emplear­
se a favor o en contra de la sociología del conocimiento, pues de
ellas no se deduce necesariamente una lectura naturalista ni
una de tipo mistificador. El factor que determina la dirección
en que se concreten esos estereotipos depende del modelo social
subyacente en quien los emplee, está en funciún d(• �¡ la rcpre

l,W
seniación social que presupone es la de una sociedad amenaza­
da o bien la de una sociedad estable y con confianza en sí mis­
ma, una sociedad -o una parte de ella- que parece en deca­
dencia o bien una que se percibe en ascenso.
Aqm parece funcionar una ley que se formularía así: quienes
defienden la sociedad -o una parte suya- <le algo que perciben
como amenaza tienden a mistificar sus valores y sus normas, en
particular, su forma de conocimiento; quienes se sienten satisfe­
chos y seguros, o quienes están ascendiendo y se enfrentan a las
instjtuciones establecidas, se complacerán, por unas razones u
otras, en tratar los valores y las normas como aJgo accesible,
como algo de este mundo y no como algo que lo trnsciende.
Acaso algunos ejemplos aclaren esto. Bw·ke escribía como
reacción a la Revolución francesa, temeroso de que cruzase el
Canal, y por e11o mistificaba. Popper escribió su Logic of scien­
ti/ic discouery en la época de entreguerras, tras el derrumba­
miento del Imperio de los Habsburgo y bajo la amenaza de ide­
ologías totalitarias de derechas y de izquierdas. Como podía es­
perarse, dio a sus valores y a las fronteras trazadas por sus
criterios de demarcación una dimensión intemporal y trascen­
dente. Kuhn, por su parte, no siente el menor temor respecto
del status o el poder de la ciencia. Ésta es una diferencia manj­
ñesta entre los escritos de ambos autores que quien los lea no
puede dejar de percibir. Los primeros utilitar:istas, que critica­
ron con dw·eza los «derechos adquiridos» de las instituciones
establecidas, tendían a ser bastante naturalistas, y hasta su
racionalismo tenía un carácter psicológico de ese tipo. James
Mi U escribió su Analysis ofthe human mind (1829) con el obje­
tivo de -como decía él mismo- de hacer «la mente humana
tan franca como la carretera de Cha1ing Cross a St. Paul» (Ha­
lóvy, 1978, p. 451). La mencionada ley de mistificación podría
representarse de una manera idealizada como en la figura 3.
De esta ley puede sacarse un corolario respecto de las ideo­
logías de los grupos establecidos y los disidentes. Si un grupo
emergenLe amenaza a un grupo establecido que profesa una
1dcología romántica, ese grupo utilizará espontáneamente como
arma los conceptos ilustrados; el estilo ilustrado se volverá en­
tonccH un tanto naturalista mientras que el estilo romántico
4ucdnru rcificaclo. Recíprocamente, para criticar un orden es-
1 nhlccido ((Ul' Ml' 11poyn 1•n una id< ología ilustrada, se elegirá dC'
1

1:11
Conocimiento
mistificado

Conocimiento
naturalista
Poder débil Poder marginal Poder fuerte pero
pero crítico o amenazado seguro de sí
Figura 3. Mistificación y amenaza

forma natural alguna variante del romanticismo. Así hay revo­


lucionarios que son románticos y naturalistas e ideologías ilus­
tradas reaccionarias. Esto explica por qué los críticos del capi­
talismo industrial, tanto de derechas como de izquierdas, utili­
zan todos ellos argumentos que se parecen tanto a los de un
Burke profundamente conservador; y también explica la aparen­
te paradoja de que los combativos estudiantes de finales de 1960
suscribieran la concepción kuhniana de la ciencia, pese a sus
resonancias fuertemente conservadoras. (Los críticos de Kuhn,
que no han dejado de explotar este hecho, parecen pensar que
hay una i-elación intrínseca entre las ideas y su uso, en vez de
una relación que cambia con el momento histórico.)

La lección a aprender

La conclusión que se desprende de la anterior sección es que


la variable de la amenaza percibida. que subyace a las metáfo­
ras sociales, explica las diferentes tendencias a tratar -o no­
el conocimiento como algo sagrado que está más allá del alcan­
ce de la indagación científica sobre él. Ahora quiero considcn1r
las consecuencias de adoptar esa estrategia mistifi.cadora y ul
gunos medios de evitar su influencia.

l.'12
La tesis que quiero avanzar es que, si no enfocamos de un
modo científico el estudio de la naturaleza del conocimiento,
todo lo que digamos sobre él no pasará de ser una proyección de
nuestros supuestos ideológicos. Nuestras teorías del conoci­
miento experimentarán los mismos éxüos y fracasos que sus
correspondientes ideologías, al faltarles cualquier autonomía y
fundamento para mantenerse por sí mismas. La epistemología
no será sino mera prnpaganda.
Consideremos, en primer lugar, el análisis kuhniana de la
ciencia, que -como señalan sus críticos- es naturalista y so­
ciológico. Sus defensores pueden decir que el sacar a la luz las
metáforas sociales en la que se funda no es una crítica, pues
cualquier manual convencional de filosoña nos enseña que no
importa el origen de una teoría siempre que esa teoría se sorne­
La al control de los hechos y de la observación. Y la de Kuhn se
somete efectivamente a ese control porque su objetivo es expli­
car un amplio abanico de materiales históricos. Los historiado­
res podrán discutir en qué medida lo consigue, pero su destino
como análisis de la ciencia dependerá de su viabilidad de cara a
la investigación futura. De manera que sus orígenes, cuales­
quiera que sean, no son relevantes en lo que respecta a su grado
de verdad. Y esta conclusión es sin duda correcta. La historia,
corno cualquier otra disciplina empfrica, tiene su propia diná­
mica; acaso no trascienda nunca del todo las influencias exter­
nas, pero no es una mera marioneta.
Bien distinto es el caso de las concepciones del conocimiento
que intentan desgajarlo del mundo y rechazan un acercamien­
to naturalista. Una vez que el conocimiento ha suf1;do ese trato
especial, se pierde cualquier posible control de las teorías que
se elaboren sobre su naturaleza, que quedarán totalmente a
merced de las metáforas sociales básicas en las que necesaria­
mente se fundan. A diferencia del análisis histó1;.co y naturalis-
1 a de Kuhn, que Lambién arranca bajo la influencia de ciertas
mP.láfora� i-;ociales, los análisis mistificadores están condenados
n Lcrminar su existencia bajo las mismas cadenas con que la co­
menzaron.
De C'sto puede sacarse una moraleja para todos los análisis
clc•I conocimicnlo que se dicen[ilosófic:os. La filosoffa, tal y corno
Ht' In concibc> habilualmcnle, no sigue la misma dinámica que
lnH tiRI ud 10� c>m píric•os e híRtóricoH, puc>s para <'lln no hay incor-

1:1,·1
pordción controlada de nuevos datos. Asf que nada modificará
la influencia ejercida por las metáforas sociales que están en su
origen.
Si esto es así, la crítica y la autocrítica en filosofia son sim­
ples afirmaciones de los valores y perspectivas de cierto grupo
social. Al reflexionar sobre los primeros principios, nuestra ra­
zón pronto alcanza ese punto en el que ya no puede plantearse
más preguntas ni encontrar másjustificaciones. EnLonces la men­
te llega al nivel de lo que se le muestra como evidente, es decir,
de lo que depende es de los procesos de pensamiento que se dan
por supuestos por cierto grupo social: lo que Burke llamaba los
prejuicios o la tradidón. Por supuesto, en una sociedad como la
nuestra, donde las divergencias de valores son habituales, es
de esperar que también se dividan las opiniones sobre ciertos
asuntos íilosóGcos. Así como también es de esperar que las po­
siciones entre los distintos oponentes permanezcan estáticas,
sin experimentar otros cambios que los que se limiten a reflejru·
la dislinta fortuna que vayan con-iendo las ideologías sobre las
que descansan las respectivas teorías del conocimiento. Y esto
sólo depende de lo que pase fuera de la filosofía.
Si la consecuencia de rechazar un enfoque naturalista del
conocimiento es efectivamente ésa, está claro que la filosofía no
puede recurrir a la distinción enti·e origen y verdad, o entre des­
cubrim.ienLo y justificación, para eludir la acusación de que sus
concepciones descansan sobre ideologías sociales. Una ciencia
dinámica puede ignorru· perfectamente el origen de sus ideas,
pero una disciplina que se Limita a atrincherarse en su punto de
partida y a ree]aborarlo permanentemente debería ser mucho
más sensible a la cuestión de los orígenes. Cualquier alusión a
su parcialidad, a su carácter selectivo, a sus limitaciones o a su
unilateralidad se recibirá necesariamente como un reproche,
aunque a lo que esté apuntando sea a un enor al que no dejará
de darse vuelLas sin eliminarlo nunca.
EsLos a1·gumentos no son, desde luego, decisivos. No sfrven
de nada contra la creencia firme de que tenemos acceso a cierta
fuente especial de conocimiento distinta de la experiencia, y
sólo interesarán a quienes, de hecho, ya suscriben ese valor de
contraste que tienen los métodos empíricos. Sólo a éstos les su
gerirá la conveniencia de adoptar un enfoque natw·alista, em
pfrico y científico para el estudio del conocimienLo cieniííico.

/.'JI
¿Cómo puede superarse el miedo a violar la sacralidad del
conocimiento?, ¿o bajo qué condiciones puede reducirse al míni­
mo'? La respuesta se deduce facilmente de lo que nevamos di­
cho. Ji�Re miedo sólo pueden superarlo aquellos cuya confianza
en la ciencia y en sus métodos es ca:;;i tolal, aquellos que la dan
complc-tamente por l::iupuesta, aquellos que no cuestionan en ab­
soluto su creencia explícita en ella. Eso es lo que se manifiesta
en The structure of' scientific revolutwns, donde Kuhn estudia
algo que le parece tulalmentc consolidado, y lo hace con méto­
dos que considera no menos consolidados. No es raro encontrar
entrt! los historiadores esa confianza en sí mismos. Por ejem­
plo, eHtán acostumbrados a aplicar sus técnicas de análisis his­
tórico a los trabajos de los propios historiadores anteriores a
ellos. Así. el historiador G.P. Gooch ( 1948) no sólo estudia a Bis­
marck como un actor histó1;co sino que también estudia al histo­
riador prusiano Treitschke, que también hab1a escrito sobrn
Bismarck. El historiador actual ve al del paHado como un hijo
de su época, cuyos saberes y perspectivas estaban tan condicio­
nados históricamente como lo estaba el estadista al que ambos
estudian. Los historindores no temen por la historia cuando se
dan cuenta de que su disciplina puede ser reflexiva.
Éi,;ta es, sin duda. la actitud con la que debe abordarse la so­
ciología del conocimiento, unn actitud que podnamos carncteri­
zar como una forma natw·al e mconscienle de autoconciencia -
aunque hemw, de admitir que es una caracterización un tanto
grotesca. En cualquier caso, esa actitud puede conseguirse me­
diante la aplicación dP procedimientos contrablados y acertados
y de técnicas de investigación consolidadas. No es sino el eqm­
valente en el plano intelectual H representarse la sociedad como
algo tan seguro y estable que nf!da puede subvertirla o destruir­
la. por más lejos que se vaya en la exploración de sus misterios.
En la anterior discusión sobre la variable de la amenaza se­
üalñhnmos dos condiciones bajo las cuales el conocimiento po­
dia pC'rdf'r cst' aura sagrada. Junto a esa actitud de confianza
en sí mismo que acabamos de cons1d0rnr, también apuntába­
mo:-; In actitud crítica de grupos emergentes, escépticos hacia el
ronocimicnto establc>r1do. É:-;ta es la actitud de clesenmascara­
mil-1110 que ,;lwlc ni.ociarse con la sociología d0l conocimiento,
pl'ro lm� sm·1úlogos del ('onocirni(•nto m�\H finos, como Mannheim,
h.in v1...10 cpw p1-,lt• t•níoqu<' no t'H viahl<• El c!-ccpticismo !'.Íem-

1:111
pre encontrará útil la sociología del conocimiento, y viceversa,
pero hay profundas diferencias entre ambas actitudes. El es­
céptico intentará uLilizar las explicacione!': de una creencia para
establecer su falsedad. con lo que acabará destruyendo toda
pretensión de conocimiento, pues el ámbito nl que pueden apli­
carse explicacione� causales no conoce límite nat ural. La con­
clusión no puede ser otra que un nihilismo auto-destructor o
una especie de alegalo inconsistente. S«ílo una seguridad episte­
mológica en nm;otros mismos. que nos haga sentir que podemos
explicar sin destruir, aportará una hase> sólida para la sociolo­
gía del conocimiento.
¿Y qué hay del mirdo-dificil de expresar pero bien real para
algunos- a que nuestra fuente de cnergia e inspiración. as1
como ln convicción y la fo que ponemos en nuestro conocimien­
to, puedan desvanecerse si se aclaran sus mistenos fundamenta­
lt's? Este miedo intuye algo importante, en el sentido en que
Durkheim d1cr que el creyente rcligio:--o intuye algo importan­
te. Pero esa intuición e::. sólo parcial y s6lo un anáhs1s má� com­
pleto podrá responder a ese temor difuso.
Hay ciertamentr algo de verdad en la conviccion de que el
conoc1micnto y la ciencia dependen de algo exterior a la mera
creencia, pero esa fuerza exterior que lo sostiene no es trascen­
dente. Efectivamente hay algo ele lo que el conoc11menlo parti­
cipa, pero no en el sentido en que PlaWn dice que las cosas de
esLe mundo participan de las Ideas. Ei-;e algo que rs extel'ior al
conocimiento, que es mayor que él y que lo sustenta, no eH, por
Hupuesto, smo la propia sociedad. Si uno leme por elJa, temerá
con razon por el conocimiento; pero, en la medida en que uno
crea en su permanencia y desarrollo, cualesquiera que sean las
investigaciones que puedan adentrarse en el seno del conoci­
miento, éste :-;iemprc estará ahí para seguí r sosteniendo las
creencias que se investiguen, los métodos que se usen y las con­
clusiones a que pueda llegar la propia investigación. Y ésta es,
sin duda, una buena razón para tener confianza.
Burke entrevió este nexo crucml, aunque se senba más ame­
drentado que confiado. Decía a propóRito del saber y de lttH ins­
tituciones que lo protegen y lo sostienen: «¡felices si sigu<'n sa­
biendo de su unión indisoluble y de su lugar adecuado! ¡Ft,Jiccs
i-;i el saber, no corrompido por la ambición, se contenta con se
g uir mstmycndo y no aspirn a gobernar!, (p. 154).

/.'Ui
En la conciencia de la unión indisoluble entre sociedad y co­
nocimiento está la respuesta al temor de que éste pueda perder
su eficacia y autoridad si se vuelve sobre sí mismo. Si el conoci­
miento fuera una ley para sí mü;mo, esa actitud nos llevaría a
la confusión; pero la actividad reflexiva de la ciencia aplicada
sobre sí misma no puede secar la fuente real de energía que
sm,ticne el conocimiento.
He determinado con esto el campo de fuerzas que inciden en
los debates sobre la sociología del cunocimienLo. No deja de ser
irónico que sea la propja naturaleza social del conocimiento la
que suponga un obstáculo para la sociología del conocimiento,
pero saber que exisle ese lazo profundo también aporla la fuer­
za necesaria para superar el temor que suscita. Así será más
fácil elegir entre las opcionei:; que se nos abren y poner de mani­
fiesto los modos alternativos que hay para abordar el problema
-en este caso, el de la naturaleza de la racionalidad, la objeti­
vidad, la necesidad lógica y la verdad.
Ahora voy a estudiar el más resisten Le de todos los obstácu­
los a la sociología del conocimiento: el pensamiento lógico y ma­
temático. Son el sancln sanctorum, aquí más que en ningún
oLro lugar e] aura de lo sagrado provoc::i un deseo supersticioso
de apartar al conocimiento de una investigación naturalista.
Ni los argumentos específicos de los dos primeros capíLulos ni
los análisis generales de los dos siguiente::; resultarían convin­
centes si no podemos llevar a cabo un análisis sociológico de
ambas formas de conocimiento.

1:17
Capítulo quinto
Un enfoque naturalista
de las matemáticas

En Jos tres próximos capítulos intentaTé mosLrar que es po­


sible emprender una sociología de las matemáticas, en el senti­
do del programa fuerte. Todo el mundo acepta que puede hacer­
se una sociología de las matemáticas relativamente modesta
estudiando los procedimientos de reclutamiento profesional,
los modelos de las carreras y temas similares, pero esto sería
más una sociología de los matemáticos que de las matemáticas.
La cuestión de saber si la sociología puede peneLrar en eJ cora­
zón mismo del conocimiento matemático es, sin embargo, mu­
cho más polémica. ¿Puede explicar la necesidad lógica de cierlo
paso en una demostración o por qué una demostración es, de
hecho, una demostración? La mejor respuesta a estas cuestio­
nes es aportar ejemplos de tales análisis sociológicos y eso es lo
que voy a intentar. No obstante, debe admitirse que tales •<prue­
bas constructivas» no pueden ser muy numerosas, pues la re­
flexión sobre las matemáticas está típicamente concebida para
entorpecer este tipo de análisis: se dedica gran canLidad de tra­
bajo a mantener las matemáticas bajo una perspectiva que ex­
cluya cualquier aproximación sociológica. Mediante la exposi­
ción de las tácticas que se adoptan para conseguir este objetivo,
ei,.,pero mostrar que no es evidente, ni obligatorio, ni natural
ver las mnLemáticas como un caso especial cuya indagación de­
:-nr·,a deíinitivamcnte a los científicos sociales. De hecho, mos­
tn1r<' que incluso S<' dn la situación inversa: ver las matemáti­
cas t•omo si eHtuvicran rodeadas por un aura protecL01·a sólo
puN.ll' hucPrsc• dPsd<• 1111n posición íorznda y angustiada que es

/.'U)
dificil de mantener. Más aún, una posición que lleva a quienes
la mantienen a desviarse de lo que se cntiend<> como el auténti­
co espirilu de la investigación científica.

La experiencia típica de las matemáticas

Sea el siguiente teorema de matemáticas elementales:

X (.r, + 2) + 1 =(X+ 1)2

Nadie que sep:.i un mm1mo de álgebra tendrü la menor duda


sobre ello. y en caso de duda le bastará con llevar a cabo las
multiplicaciones indicadas en cada término y eomprobarlo. Una
vez comprobadn la verdad de esa ecuación. es difícil irna1,,rinar
cómo podna ponerse en duda Seguramente nadie puede en­
tender el enunciado y, a la vez, no estar de acuerdo, como s1 pue­
de entenderse y, sin emhnrgo, rechazar que Edimburgo está a
la miimta latitud que Moscú. Parere, pues, que las matemáti­
cas incorporan verdades que tienen un carácter inesrntihle o
ineluctnhle. En este �ent1do, quiza se asemejen a las verdades
de sentido común sobre los objetos familiares que nos rodean.
Sin embargo, Lie1wn otra propiedad que las dnt.irn de una ma­
y or dignidad que h de los simples testimonios de los sentidos.
Así como podemos imaginar sin problema que, por ejemplo, la
estanlena que tenemos ante nosotros pod1ia estnr en cualquier
otro sitio. no podemos imoginar que la formula anterior pudie­
ra haber sido falsa -al menos, no si damos a sus símbolos eJ
significado que se les da. As1 que laH verdade-; matemáticas no
sólo son inclucü-1bles, sino también únicas e inmutables. Si que­
remos encontrar una analoh11a, acaso no deba establecerse con
la percepción, sino con lo" dictados de la inluíci6n moral, tal y
como se los concebía en epocas más convencidas y absolutistas
que la nuestra. Lo que es con·ecto y apropiado siempre ha pare­
cido inmediato. ineluctable y eterno; y los enfrentamientos o
las perplejidades que huhi<>ran podido surgir no se percibian
provocadas por la au!:>encia de un camino recto sino sólo por los
dificultndes para t>ncontrnrlo o para seguirlo. Ln autoridad d<•

/,l(J
una verdad matemática, tal como se nos presenta a la concien­
cia, es al menos similar a la autoridad moral absoluta.
Esta experiencia típica de las matemáticas a menudo se en­
trevera con cierta manera de exponer el desarrollo de las mate­
máticas, tanto a escala individual como histórica. El individuo
aborda las maternátkas como un cuerpo de verdades que debe
dominar. Lo conecto y lo erróneo están claramente delimita­
dos, y la confrontación permanente entre ambos confirma esa
visión de que las verdades que, en un principio, pasaron desa­
percibidas no estaban sino esperando ahí hasta que la mente
mdividual fuera capaz de captarlas. AJgo parecido ocurre con la
historia de las matemáticas. Culturas diferentes hacen dife­
rentes contribuciones a nuestro actual estado de conocimien­
t,os, pero estas contribuciones se presentan como faceLas de un
único cuerpo creciente de teoremas. Mientras que existen dife­
rencias culturales evidentes en, por ejemplo, religión o estruc­
tura social, todas las culturas desarrollan las mismas matemá­
ticas, o algún aspecto particular de un único y auto-consistente
cuerpo de matemáticas. Podrá darse una explicación de por qué
los griegos desarrollaron la geometría a expensas de la aritmé­
tica, en tanto que los hindúes hicieron lo conLrario, pero esto
apenas tiene interés comparado con el hecho de que, al parecer,
no hay nada parecido a lo que pudiera llamarse una matemáti­
ca «alternativa».
En verdad, debe haber alguna Realidad que sea responsa­
ble de esta curiosa situación en la que un cuerpo de verdad
auto-consistente parece ir siendo aprehendida cada vez con
mayor detalle y con mayor amplitud. Esa Realidad debe ser la
que describen los enunciados matemáticos y a la que tienen
como referencia sus verdades. Puede incluso suponerse que es
la naturaleza de esa Realidad la que explica ese carácter irre­
frenable de las demostraciones matemáticas y esa forma única
e inmutable de la verdad matemática. Sin duda, debe admi­
lirse que la naturaleza precisa de esa Realidad en nuestro
pensamiento ordinario es algo oscura, pero seguramente los fi­
lósofos podrán definirla con mayor precisión. Esto arrojaría
mucha luz sobre el verdadero carácter de toda una serie de no­
ciones enigmáticas. El número, por ejemplo, es una idea con la
que es focil trabajar en los cálcuJos prácticos pero es algo cuya
naluralc>za rC'nl eH dificil de describir. En cierto modo los nú-

111
meros parecen ser o�jetos y uno se siente tentado a plantear si
existe algo así como el número tres, pero por desgracia el senti­
do común da respuestas contradictorias a una cuestión como
ésa. El número tres parece ser tanto una entidad única cuyas
propiedades vienen descritas por los matemáticos como, a la
vez, algo que es tan diverso -y con frecuencia reproducible­
como requiere su multitud de apariciones y usos. Simultánea­
mente parece uno y muchos. Aquí es donde el sentido común
lira la toalla y cede el trabajo de clarificación a] pensamiento
filosófico sistemático.
La importancia de esa experiencia de sentido común en torno
a las matemáticas está en que presenta un conjunto de hechos
del que debería dar cuenta cualquier teoría sobre la naturale­
za de las matemáticas, es decir, sean las matemáticas lo que sean,
deben serlo de manera tal que presenten el aspecto que acaba­
mos de describir. Ese carácter único e ineluctable forma parte
de la fenomenología de las matemáticas. Ninguna explicación
sobre la natw·aleza de las matemáticas tiene por qué plantear
esas apariencias como verdades, pero sí tiene que explicarlas
como tales apariencias. Es una característica notabJe de ciertos
filósofos de las matemáticas el asumir acríticamente los datos
fenomenológicos y convertirlos en metafísica; y después de esta
maniobra efectivamente no puede haber una sociología de las
matemáticas en el sentido del programa fuerte. Lo que hace
falta es un en foque más crítico y más natw·alista.
Entre los enfoques naturalistas más prometedores está el
del psicólogo que estudia cómo se aprenden las matemáticas.
Éstas pueden ser consideradas como un conjunto de técnicas,
creencias y procesos de pensamiento en el que deben iniciarse
los individuos. Hay ocasiones en que alguno de ellos puede con­
seguir tal grado de autonomía y habilidad que se encuentre en
condiciones de hacer una contribución creativa al conjunto de
resultados acumulados -contribución que, a su vez, se1·á obje­
to de transmisión posterior. Un enfoque así. junto con el corres­
pondiente análisis de las ideas matemáticas, puede calificarse
de psicologismo.
Una de las primeras formulaciones de este psicologismo
puede encontrarse en J.S. Mill, que expuso sus ideas sobre las
matemáticas en su obra System of'logic (1843). Trnlan• clP pre­
senta1· el enfoque de MiU de modo más compl<•tu .v td 111d ivo de

112
lo habitual e ilustraré su teoría mediante algunos trabajos re­
cientes en psicología.
El ataque más célebre contra el psicologismo acaso sea el del
matemático Gottlob Frege en su clásico trabajo Foundations of
arithm.etic (1884l; es algo ampliamente aceptado que su críti­
ca fue fatal para las Lesis de Mill, y así lo veo Barker (1964),
Cassirer (1950) o Bostock (1974). Mostraré que no es el tema.
En cualquier caso, es impm-tante detenerse en esta controver­
sia porque las críticas de Frege ponen de manifiesto los límites
del psicologismo y empirismo de Mill. Me propongo argumen­
tar que los rasgos de las matemáticas que llamaron la atención
de Frege pueden formularse de un modo que amplíe el enfoque
naturalista en lugar de constituir un obstáculo para éste. Una
vez hecho esto, estará libre el camino para mostrar en los capí­
tulos siguientes que la sociología puede proporcionar, junto a la
psicología, un enfoque adecuado sobre la naturaleza del conoci­
miento matemático y del pensamiento lógico.

La teoría de J.S. Mill sobre las matemáticas

Para los empiristas, el conocimiento proviene de la experien­


cia: de modo que, para un empirista coherente, si las matemá­
ticas son conocimiento, Lambién ellas deben provenir de la ex­
periencia. A quienes quisieran dar a las verdades matemáticas
un rango completamente diforenie al de las verdades empíri­
cas y quisieran inventar facultades especiales para poder cap­
tarlas, Mill les dice: «¿dónde está entonces la necesidad de su­
poner que nuestro reconocimiento de esas verdades tiene un ori­
gen diferente al del i-esto de nuestro conocimiento, cuando puede
darse peifectamente cuenta de él suponiendo que su origen es
el mismo?» (II, V, 4).
El propósito que Mili declara en su Lógic:a es el de mostrar
que las ciencias deductivas, como la geomelria y la aritmética,
no ::;on smo variedades de las ciencias inductivas, como la fisica
o la qmmica. Así: «las Ciencias Deductivas o Demostrativas
i-ion todas, sin cxcPpción, Ciencias lnductivas (. .. ), su evidencia
<'H In clt• la t•x1writ•1w111» ( 1 (, Vl, 1 l. Por supuesto, dice Mi]], esta

/,/.'/
tesis está lejos de ser evidente y debt> ser verificada para la cien­
cia de los números, el álgebra y el cálculo. Pero, de hecho, Mill
no desarrolla ninguna venficación sistemática; se limita, todo
lo más, a dar algunas pistas, aunque muy valiosas.
La idea fundamenLal de Mill es que, al aprender matemáti­
ca�, recw,·imos a nuestro bagaje de experiencias sobre las ex­
periencias y comportamiento de los o�jetos materiales. Algu­
nas de esas experiencias caen bajo categonas que constituirán
más tarde las distintas ciencias empíricas; as1, por ejemplo, el
hecho de que el agua hiTv1cndo libere vapor pertenece a la f'í­
sica. Paralelamente a este tipo de hechos referentes a ámbilm;
bastante estrechos, también tenemos conocimiento de hechos
que se aplican indiferentemente a ámbiloH muy amplios; por
ejemplo, existen múltiples colecciones de objetos que pueden
ser ordenados y clastficados, organizados según ciertas pautas
o series, agrupados o separados, alineados o intercambiados
entre sí, et.e.
I•;s esla caLegona de hechos la que Mill piensa que subyace a
las matemáticas. El agrupamiento y la organización de objetos
físicos suminislran modelos para nuestros procesos mentales,
de modo que cuando pensamos matemáticamente estamos ape­
lando tacitamcnte a ese saber. Los procesos de razonamiento
matemático no son sino pálidas sombras de las operaciones fí­
sicas con objetos, y ese caracler forzoso que tienen los pasos de
una demostración y sus conclusiones reside en la necesidad pro­
pia de las operaciones físicas que subyacen como modelos. Si
el campo de aplicación de los rawnamientos aritméLicos es
tan vasto se debe a que podemos, con mayor o menor dificuJtad,
asimilar a esos modelos una grnn variedad de situaciones di­
ferentes.
El punto de visla de Mili se manifiesta claramente en la si­
guiente cita, donde critica a quienes tratan los números y los
símbolos algebraicos como meras marcas sobre el papel que es­
tán somelidas a operaciones abstractas:

«Que, sin embargo, tenemos conciencia de ellos como cosai,, y


no como nwros signos, se hace evidente a partu- del hecho de que
todo nuestro proceso de razonamiento se lleva a cabo predicando
de ellos propiedades de cosas. AJ resolver una ecuación algebraica,
¿qué regios seguirnos? Pues aplicando en cada paso a n b y x lu

/.1,/
proposición que dice que cosas iguales añadidas a cosas iguales
hacen cosas iguales, y que cosas iguales sustraídas de cosas igua­
les dejan cosas iguales, así como otras proposiciones fundamenta­
das en estas dos. Y éstas no son propiedades del lenguaje o de los
signos como Lales signos, sino de las magnitudes o -lo que viene a
ser lo mismo- de las cosas» (II, VI, 2).

Mili admite que a menudo pudiera parecernos que estarnos


operando con meros signos sobre la página, pero es que -argu­
menta- habitualmente no nos damos cuenta de que actuamos
por referencia a la experiencia ñsica sobre la que descansa todo
el proceso. Cuando elevamos (x + 1) al cuadrado no tenemos
presentes en la cabeza nuestras experiencias infantiles, lo que
se debe -dice Mill- a que el proceso se ha vuelto mecánico e
inconsciente debido a la costumbre. Pero insiste: .. cuando mi­
ramos atrás para ver de dónde viene la fuerza probatoria de
todo el proceso, encontramos que cada paso concreto no resulta
en absoluto evidente si no suponemos que estamos pensando y
hablando sobre cosas y no sobre meros símbolos» (II, VI, 2).
El planteamiento de Mill tiene tres importantes consecuen­
cias. La primera le lleva a distinguir una estructura y desa­
rrollo internos en creencias que, desde otros planteamientos,
suelen entenderse como algo aprehendido de modo simple e in­
mediato. Por ejemplo, la afirmación de que un gtdjarro y dos
guijarros hacen tres guijarros es para él un resultado del saber
empírico: es el hecho de tomar conciencia de que situaciones fí­
sicas que percibimos como radicalmente diferentes pueden pro­
ducir, «por reagrupamientos de orden o de lugar, bien un con­
junto de sensaciones o bien otro». El lector actual puede ver
esto desatTollado en los estudios de Piaget ( 1952) sobre el pro­
gresivo sentido de las equivalencias que tienen los niños cuan­
do se enfrentan a distintos reagrupamientos de objetos.
En segundo lugar, el enfoque de Mill está claramente relacio­
nado con ideas educativas: hay que rechazar la manipulación
formal de símbolos escritos en beneficio de las experiencias físi­
cas subyacentes que les con-espondan. Sólo éstas pueden dar
sentido a las manipulaciones simbólicas y proporcionar un sig­
nificado intuitivo a las conclusiones que se obtengan. Mili hace
explícita e�ta dimensión pedagógica cuando dice a propósito de
lm1 vcrdnd<'l'l fundnnwnLnlcs de• In nritmelica·

lffi
resultan probadas mostrando a nuestros ojos y dedos que cual­
«• • •

quier número dado de objetos, diez bolas, por ejemplo, puede, por
separación y reagrupamiento, ofrecer a nuestros sentidos todos los
conjuntos diferentes de números cuya suma es ruez. Todos los mé­
todos perfeccionados para enseliar aritmética a los niños parten
del conocimiento de este hecho, todo el que quiera enseñar núme­
ros -y no meras cifras- los enseña mediante la evidencia de los
sentidos, del modo que hemos descrito» (II. VI, 2).

La tercera consecuencia se deduce de estas ideas pedagógi­


cas. Si existe esa estrecha conexión entre las matemáticas y la
experiencia, debe ser posible, observando las prácticas educati­
vas ilustradas, encontrar elementos que apoyen el análisis de
Mili; debe ser realmente posible contemplar cómo se crea el co­
nocimiento matemático a partir de nuestra experiencia; debe
ser posible sacar a luz esos hechos empíricos que se dice que ac­
túan como modelos en los procesos de razonamiento matemáti­
co. Utilizaré para ello algunos ejernpJos tomados del matemá­
tico, psicólogo y pedagogo Z.P. Dienes. En su libro Building up
m.athematics (1960), Dienes elabora de manera independiente
una versión de esos «métodos perfeccionados» a los que Mill, en
su optimismo, hacía alusión en 1843.
Para ver cómo las operaciones matemáticas pueden surgir
de situaciones físicas. consideremos el ,�uego.. que describe Die­
nes C 19641 y que, como homenaje a Mill, presentaré como un
juego al que se juega con guijarros. Se empieza por disponer en
el suelo diez grupos de ocho guijarros, dejando un guijarro apar­
te. Imaginemos ahora que ocho de esos grupos los ace1·camos
entre sí y apartamos dos de ellos que formarán una pareja (ver
figura 4). Utilicemos uno de estos grupos que hemos apartado
para añadir un guijarro más a cada uno de los ocho grupos que
hemos mantenido agrupados, de manera que cada uno de ellos
tendrá ahora un guijarro más. Al grupo que queda de los dos
que habíamos apartado podemos añadirle aquel guijarro suelto
que mencionamos aJ principio. Esta mecánica tiene la caracte­
rística, clara y reproducible, de finalizar con un número de gru­
pos que es igual al número de guijarros que tiene cada uno.
Ésta es una secuencia física de agrupamientos, ordenamien­
Los y distribuciones que tiene el interés de no ser sino un ejem­
plo entre muchos similares que pueden ofrecer exactamente el
1
0000
000 0
l
0 000
0000
'ººº"
0000 0000
0000 -- -- - - -oo o"

Jf
_--<> <> � �--o
000 O O 000 ºººº ºººº ....... - O 0

"ºº o

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ºººº

t
ºººº
t_
000 O

1
_j


FiJ.!um 4. La aritmética de loR guijarros de Mili
lde Dienes. 1964, p. 1�¡

mismo modelo de comportamiento. La gracia no está en que


pueda Jugarse al mismo juego con otros objetos que no sean gui­
jarros, sino en que puede jugarse- con un numero diferente de
obJ etos en los grupos y con diferenles numeros de grupos. As1,
por ejemplo, consideremos que.tenemos grupos de x guijarros
en cada uno y que tenemos dos grupos más que gu1Jarros tene­
mos en cada grupo, es decir, (x + 2) grupos, entonces podemos
proceder al nusmo �squema de particiones y reordcnamientos
( sin olvidar que neccsitart>mos aquel guijarro de más que debe­
mos apartar), Separándolos, distribuyendo uno de los grupos
entre los restantes y usando el guijan-o de más para el grupo
que queda aparte, obtcndrC'mos la misma reestructuración que
antes; podemos jugar al mi!,mojuego. !Por supuesto, si equivo­
camos el núm<>ro de guijarros entonces no podremos reordenar­
los y organizarlos como se muestra en la figura 4.)
Lo que acabamos de describir es una propiedad física de los
objetos materiales, en concreto, esa propiedad que puede lle­
vnn,e a cabo con eRc mecanismo c1emental. 8i buscáramos un
modo abreviado de expresar esa secuencia de relaciones físicas,
¡qué a¡.,pccto lendna'? La respuesla es que podemos encontrar
una exprC'sión :-.imbólica modelada según la cxperjencia de este
juPgo pn.•cisnmente Pn la ecuación que habíamos presentado al
rnrnil•nzo dC' c•ste c-apit.ulo b�io In forma de un simple teorema
111:tlc•ninlwo:

!.r i· 21 .r + 1 = (.v 1 1 ¡i

117
Al analizar esta ecuación, Dienes muestra cómo se apoya
perfectamente en las operaciones fisicas de ordenamiento y
clasificación antes descritas. Su análisis es éste: primero tene­
mos (x + 2) grupos de x guijarros, más otro guijarro suelto, es
decir, un número total de guijarros igual a (x + 2) x + l. Estos
grupos pueden disponerse del modo descrito, separando dos de
ellos. Si apartamos dos grupos de guijarros (o sea, 2x guija­
rros), los grupos restantes (que serán x grupos, con x guijarros
cada uno) darán un número total de guijarros igual ar-. El nú­
mero total de guijarros, añadiendo el que quedó suelto, será en­
tonces x2 + 2x + l; y, por tanto, tenemos

(x + 2) x + l = x2 + 2x + l

El siguiente paso consistía en separar del otro a uno de los


dos grupos aislados. Esto se expresa por:

El grupo de x guijarros que habíamos separado se reparte


entonces a razón de un guijarro para cada uno de los x grupos,
distribución que es la que subyace en esLa transformación sim­
bólica:

X�+X+X+ ] = X (X+ 1) +X+ l

El guijarro suelLo se añade entonces al grupo ajslado 1·estan­


te, movimfonto que puede indjcarse por el uso de paréntesis, de
manera que:

x (x + 1) + x + l = x (x + 1) + (x + 1)

Dienes señala ahora que así hemos obtenido cierto número


de grupos, cada uno de los cuales tiene el mismo número de ob­
jetos, que es (x + 1). Si se cuentan esos grupos, vemos que su
número es (x + l); luego podemos escribir:

x (x + 1) + (x + 1) = (x + l) (x + 1) = (x + l )2

/1,1,/
A paitir del lado izquierdo de la ecuación inicial-(x + 2)x + 1-
hemos podido producir el lado derecho -(x + 1)2- mediante
una serie de operaciones ñsicas, cada una de las cuales hemos
podido ir reflejando en símbolos. Hemos desvelado así el mode­
lo físico subyacente, al menos, a un pequeño fragmento de ma­
nipulación matemática, pues hemos obtenido la secuencia de
encadenamientos lógicos pensando, en cada paso, sólo en tér­
minos de objetos.
Dienes ofrece otros muchos ejemplos ingeniosos de este tipo.
Gracias a sencillas manipulaciones con piezas de consb'ucción,
indica cómo trabajar con sistemas de numeración de bases di­
ferentes, cómo factorizar formas cuadráticas y resolver ecua­
ciones; presenta también consb·ucciones físicas de logaritmos,
potencias, vectores y grupos matemáticos; incluso aporta ana­
logías materiales y perceptivas de taJ elegancia y simetría que
van orientando sín esfuerzo el razonamiento matemático. Poco
importa que las manipulaciones físicas sean engorrosas si se
comparan con las operaciones simbólicas que hace alguien bien
entrenado, pues su importancia para lo que ahorn nos ocupa
está en que ponen de manifiesto el conocimiento oculto tras los
procedimientos simbóUcos que damos por evidentes. Y est-0 sólo
puede hacerse peiturbando ese modo mecánico de operar en ma­
temáticas para así encontrar aquellos elementos empíricos a
partir de los que pueden rehacerse esas operaciones.
Sin duda, la perspectiva de Mill es prometedora. Los objetos
ñsicos, las situaciones y las manipulaciones pueden funcionar
claramente como modelos de las diversas operaciones matemá­
ticas básicas. Las experiencias de tales operaciones físicas pue­
den plausiblemente presentarse como la base empírica del pen­
samiento matemático. Pm· esto, sería absurdo ignorar o menos­
preciar el potencial de la perspectiva empirista y psicológica de
Mill en la consecución de una comprensión naturalista del co­
nocimiento matemático. No obstante, este punto de partida no
,•s suficiente. Para que pueda hacer justicia al conocimiento
matemático será necesario su sustancial desarrollo y enrique­
ci micnlo. Ahora bien, esa mejora pasa por analizar sus limita­
ciones. puestas de manifiesto por la aguda crítica de Frege.

IJ!I
Las críticas de Frege a Mili

Mill trata las matemáticas como un conjunto de creencias


sobre el mundo físico que surgen de la experiencia que tenemos
de ese mundo. Así, los dos elementos centrales de su análisis
son: (a) las creencias y procesos de pensamiento entendidos
como acontecimientos mentales, y ( 2 l las situaciones físicas so­
bre las que versan las creencias. En consecuencia, la critica de
Frege abre dos frentes de ataque. Critica, por una parte. la con­
cepción de los números como cosas mentaJes o subjetivas; y por
otra, aquella que refiere Jos números a objetos rísicos o a pro­
piedades de éstos. Antes de examinar estas críticas, hay que
hacer una precisión sobre los valores que la8 informan.
Cuando Mil] escribe sobre matemáticas, lo hace con un esti­
lo elegante, concreto y no técnico. Para él los fundamentos de
las matemáticas están en su anclaje psicológico, en los procesos
fundamentales mediante los que se genera y se transmite el co­
nocimiento. Los términos en los que piensa se amoldan más al
profesor de matemática elemental que a los especialistas de
alto nivel.
Frege procede de un modo completamente diferente. En el
tránsito del System of'logic a The foundations of'arithmetic hay
un cambio total de estilo. En este último hay ciet-ta sensación
de urgencia y de aguda conciencia de estima profesional, se le
crea al lector la necesidad imperativa de encontrar definiciones
satisfactorias para las nociones fundamentales de la aritméti­
ca. Es un escándalo que una gran ciencia como ésa tenga unos
fundamentos tan inseguros -y más aún cuando esto permite
que pensadores demasiado influidos por la psicología cien una
falsa idea de las matemáticas. Cuando Frege se enfrenta a
una definición de las matemáticas como «pensamiento mecáni­
co acumulativo,), le parece una «tosquedad típica» y añade: «creo
que, por su propio interés, los matemáticos deberían combatir
cualquier enfoque de esta clase, pues está pensado para deni­
grar uno de sus principales objetos de estudio y, con él, su pro­
pia ciencia» (p. iv).
Frege se esfuerza especialmente en mantener una fronlera
entre las matemáticas, por un lado, y las ciencia::; psiquica8 y
naturales, por el otro. Deplora que los métodos de argumenLa-

/ /í(}
ción psicológica hayan ,<penetrado incluso en el campo de la ló­
gica». La consecuencia de esta penetración, se le dice al lector,
es que todo se hace brumoso e indefinido, precisamente allí
donde, por el contrario, deberían reinai· el orden y la regulari­
dad. Los conceptos matemáticos, afirma, tienen un refina­
miento en su estructura y una pureza mayores quizá que los
de ninguna otra ciencia. Frege cae en la exasperación cuando
se plantea la tarea de suministrar un fundamento seguro a las
matemáticas:

«¿Qué habremos de decir de quienes, en vez de avanzar en ese


trabajo allí donde aún hace ralta, lo menosprecian y se dedican a
las guarderías o se sepultan en las épocas más remotas de la evo­
lución humana que puedan concebirse para descubrir allí, como
hace John Siuart Mill, una cierta aritmética de panecillos y guija­
rros?» (p. vii).

Hoy se considera a 1'he f'oundations uf aríthmetic como un


clásico de la lógica, y lo es, pero !,ambién es una obra apasionada­
mente polémica, y este aspecto suele asunúrse y transmitirse
sin apenas comentario alguno. El libro está impregnado de re­
tórica en torno a la pureza en peligro, y transido de imágenes
de invasión, penetración, denigración, desprecio y amenaza de
ruina. Carga el énfasis en la distinción entre lo indefinido, bru­
moso, confuso y fluido, por contraposición a todo cuanto es puro,
refinado, ordenado, regular y creativo. Todo un cuadro del co­
nocimiento amenazado. La teoría que hemos propue::;to en los
capítulos 3 y 4 nos llevaría a prever que, con esta actitud, Fre­
ge va a misLificar y reificar el concepLo de número y los princi­
pios básicos de las matemáticas, confiriéndoles un rango de ob­
jetos misteTiosos investidos de un podm· excepcional. Y esto es
justo lo que ocurre.
En su libro Natural synibo!s (1973), Mai-y Douglas llama la
atención sobre lo que denomina la «regla de pureza,,. Para ella,
Lodas las culLuras Lienden de modo natural a simbolizar el sta­
tus social elevado y el fuerte control social mediante un rígido
con(,rol de los cuerpos. Los an-ebatos y procesos físicos quedan
Pxcl 11idos dC'l discurso, intenLando con ello canalizar las inLerac­
cioncs como si ocurrieran cntrC" espíritus desencarnados. Tanto
lns m111w1·:1s ('()mo PI comportamiento se fuerzan de modo que

I !i I
se consiga la mayor distancia posible entre una actividad y su
origen fisiológico. Por decirlo con palabras mías, el invocar la
regla de pureza bien puede ser una reacción natural ante una
amenaza. Y las maneras de Frege ofrecen un hermoso ejem­
plo de cómo funciona esa regla; de hecho, él mismo llega a for­
mularla (p. vii), al tiempo que expresa su desdén al mandar la
teoría de Mill a la guardería, asociándola gratuitamente con
los procesos de ingestión y arrojándola a los albores de la evo­
lución. Es culpable de haberse aliado con los orígenes fisioló­
gicos.
¿Por qué nos interesa el estilo de pensamiento de Frege? Por­
que revela una visión de las matemáticas netamente diferente
del enfoque naturalista que aquí proponemos. Debemos, sin
embargo, permanecer lo bastante alerta como para distinguir
los logros de Frege del punto de vista a cuyo servicio se ponen;
pues aunque vengan inspirados por ese punto de vista, no son
propiedad exclusiva suya. Con los argumentos de Frege, siem­
pre debemos preguntarnos: ¿podrían replantearse para poner­
los al servicio de otra visión de las matemáticas? Manteniendo
esta precaución, volvamos a los argumentos mismos.
Consideremos primero e1 rechazo por parte de Frege de que
el número es algo de naturaleza subjetiva, mental o psicoló­
gica. Su argumenLación consiste en resaltar las difei-encias
entre las propiedades de las entidades psicológicas, como las
ideas o las experiencias, y las propiedades de las nociones ma­
temáticas. Nuestros estados de conciencia son algo indefinido
y fluctuante, mientras que el contenido de esos estados -como
los conocimientos matemáticos- es definido y fijo; además,
esos estados subjetivos son diferentes para las diferentes per­
sonas. en tanto que las ideas matemáticas son las mismas
para Lodos.
Al tratar los números como ideas que están en la cabeza de
la gente, se desprenden consecuencias bien curiosas. Desde un
punto de vista psicológico, la gente no comparte ideas; éstas
son estados propios de las mentes individuales, de manera que
una idea debe considerarse siempre como propia de alguien.
En lugar de decir que el número dos es una idea en sf, el psicó­
logo hablará más bien de tu idea de dos o mi idea de dos. E in­
cluso esto mismo sugiere la existencia de un algo independien
te que es el foco común de ambos estados psicológicos, como si

152
el número dos no fuera del todo mental sino el contenido extra­
mental de esos estados mentales. Un enfoque psicológico cohe­
rente debe insistir en que, aunque habitualmente se hable del
número dos, todo lo que realmente exjste es una multitud de
ideas individuales cada una de las cuales puede reclamar, en
paridad con las otras, ser el número dos. En resumen, habrá
tantos doses como ideas haya sobre él, lo que se aparta conside­
rablemente del modo habitual de ver las cosas.
Con grave ironía, Frege nos recuerda que esa proliferación
de doses no se para ahí, ¿no nos falta aún considerar todos los
doses inconscientes, y los doses que habrán de venir a la exis­
tencia cuando nazcan las próximas generaciones? Ante seme­
jante panorama, no podemos sino apresurarnos a conceder a
Frege que ]os números no son entidades psicológicas construi­
das por Ja gente sino, de alguna manera, objetos independien­
tes de conocimiento.
Hasta aquí, la posición de Mill no está bajo una presión de­
masiado fuerte. Puede decirse que su teo1·ía tiene un compo­
nente objetivo en el hecho de que la aritmética trata sobre las
propiedades generales de Jos objetoB, como esos guijarros tan
despreciados por Frege. Mill se ve en más apuros cuando Frege
aborda la cuestión de si el número es una propiedad de las co­
sas exteriores. Aquí, el argumento central es que el número no
puede ser una propiedad de las cosas porque el modo en que las
cosas se numeran depende de nuestra manera de verlas. No
hay nada semejante a el número de-digamos- un mazo de car­
tas; sí, hay un mazo, pero también cuatro palos, etc. Dice Frege:
«de un objeto al que puedo adscribir legítimamente diferentes
números no puede decirse que posea un cierto número» (p. 29).
Lo cual, insiste Frege, hace del número algo distinto de lo que
consideramos habitualmente como propiedades de las cosas.
La imp01tancia de nuestra manera de ver muestra que ahí in­
terviene un prnceso cognitivo que enlaza el objeto exterior con
el acto de atribuirle un número. Para Frege esto interpone una
cuña entre los objetos y el auténtico lugar del número, lo que
significa que «no podemos asignar simplemente el Número al
ohjeto como haríamos con un predicado» (p. 29). Cuando mira­
mos c>l dibujo ele un triángulo y distinguimos en él tres vé1-tices,
ese lrcR no <'H inherente al dibujo. Así, «nu vemos el tres de modo
inmC'dinlo, Aino q11e V('mos nlgo sobro lo cual puede recaer nucs-

/fi:I
tra actividad intelectual y llevarnos a formular que el 3 ocurre>•
(p. 32).
Como podemos variar e] punto de vista y, por tanto, alterar
el número que se asocia con un objeto, parece que habría una
diferencia entre, por ejemplo, la propiedad «ser azul» y la de
«tener el número fres». Aunque la manera en que Frege llega a
esa conclusión merece ciertas reservas -quizá simplifica en ex­
ceso propiedades como ésa de ser azul-, hay que reconocer que
es una conclusión convincente. El número no es algo que en­
contremos ahí en el mundo sin más problemas. Hay algo en la
naturaleza de los conceptos de número que los hace diferentes
de los objetos y de sus propiedades tal y como los solemos pen­
sar. Por el momento, aceptaremos esta conclusión sin reservas.
El número no es algo psicológico, ni e1-1 algo que se dé simple­
mente en los guijarros de Mil].
Vol veré en breve sobre otra serie de argumentos que Frege
presenta contra la posición de Mill, pero ahora vamos a cen­
trarnos en que Frege ha expulsado al número tanto del mundo
psíquico como del mundo material. Si estos dos ámbitos agotan
la gama de posibHidades, entonce¡; el razonamiento de Frege
hace deJ número un perfecto no-ser. Evidentemente, no es así
como él ve las cosas. Existe una tercera posibilidad. Aparte de
los objetos p8íquicos y físicos, están los que Frege llama objetos
de Razón o Conceptos, los cuales poseen la más importante de
todas las propiedades: la llamada objetividad. Vale la pena
anotar con todo cuidado las características de los objetos de Ra­
zón y de las cosas que poseen objetividad. Frege entiende por
objetivo aquello que es independiente de nuestras sensaciones
y de las representaciones mentales que descansan en ellas, pero
aquello que es independiente de nuestra razón. El resto de esta
definición negativa se ofrece en la siguiente cita, que también
deja entrever una fascinante carnderización positiva:

«Distingo lo que lJamo objetivo de lo que es manipulable, espa­


cial o real. El eje de la Tierra o el cent.ro de ma<ias del sistema solar
son objetivos, aunque no diré que son reales en el sentido en que lo
es la Tierra. A menudo hablamos de] ecuador como una línea ima­
ginaria, pero L.. J no es una creación de nuestra imaginacion ni el
producto de un proceso psicológico, todo lo que hace el p1•ni-nm1en­
to es reconocerlo o captarlo. Si lo reconociéramoH como 1111 crPnción

1/j,/
nuestra, no sería posible decir nada positivo del ecuador que valie­
ra para antes de la fecha de su supuesta creación» (p. 35 l.

¿Qué podemos hacer con esta definición de objetividad, con


esta terce1·a posibilidad que está más allá de lo psicológico y
de lo material, caracterizada por ejemplos como los ante1·io­
res? Debo acepta1· que Frege tiene toda la razón al afir mar que
las matemáticas son objetivas, asf como debo lambién aceptar
su definición -negativa y positiva- de objetividad. No nos
dice, sin embargo, qué es en realidad la objetivi.dad. Tenemos
la definición, pero ¿de qué naturaleza son los objetos que la
satisfacen?

Aceptada la definición de objetividad


de Frege, ¿qué es lo que la satisface?

Necesitamos un análisis que dé sustancia a los ejemplos y


especificaciones que ap01ta Frege. ¿Qué hay que no sea ni men­
tal ni físico, que sea real aunque no exista de hecho, y que pue­
da ejemplificarse en una noción como la del ecuador?
Para contestar a esta pregunta sin ser infiel a la definición
de Frege será bueno que examinemos sus ejemplos. Empezan­
do por el ecuador, ¿qué rango o entidad tiene? Es de un orden
semejante al de u.na frontera territorial, pel'O a éstas se las pue­
de considerar imaginarias. Efectivamente, podríamos especifi­
carlas diciendo: ,,imaginemos una línea que sigue el río hacia el
sur, para después rodem· el bosque hacia el este, elc.•>. Igual­
mente se admite que las fronteras tienen el rango de convencio­
nes sociales, lo que no quiere decir que sean meras o arbitrarias
convenciones. De hecho, tienen una intensa significación, pues
se relacionan de maneras muy complejas con el orden y la re­
gularidad de las vidas que se viven en su inLerio1·. Además, es
imposihle que cualquiera las altere a su capricho. Un individuo
puede> tener ideas acertadas o equivocadas sobre ellas, y no de­
snporcccn aunque nadie consiga hacerse una imagen mental
de ellas. Tampoco son objetos físicos que puedan manipularse o
¡wrcihirH<'. aunque puedan utilizarse objetos reales como signos

I fjfi
visibles o indicaciones suyas. Por último, podemos referirnos a
ellas aunque hagamos alusión a acontecimientos ocurridos mu­
cho tiempo antes de que nadie las hubiera definido.
Este ejemplo sugiere que todo aquello que tiene el rango
propio de las instituciones sociales acaso esté mtimamente li­
gado a In objetividad. Incluso podemos conjeturar la hipótesis
de que quizá ese tercer rango tan especial que se sitúa entre lo
físico y lo psíquico es de orden social, y solamente social.
I<:sta hipótesis puede contrastarse con los otros ejemplos
aportados por F1·egc: el centro de gravedad del sistema solar y
el eje de la Tierra. ¿Podemos decir que estos objetos son de na­
turaleza social? A primera vista parece bastante inverosímil,
pero ello puede deberse a dcrta tendencia a hacer precisamen­
te lo que Frege denuncia, esto e::,, confundir los entes objetivos
con objetos físicos o reales. Y Frege tiene toda la razón. El eje
de la Ti.erra no es de esas realidades de las que tenemos mani­
fiesta experiencia como la propia Tierra sobre la que camina­
mos Pero. por otro lado, debemos afirmar que cosas como éstas
son r�ales, pues si creemos que la Tierra gira debe hacerlo en
torno a un eje, como también que todo cuerpo con masa debe te­
ner un centro de gravedad. Tanta insistencia indica que estas
nociones jul'gan un papel central en nuestra concepci6n de la
realidad y, en particular, en las teorías mecánicas que ocupan
un lugar privilegiado en esa concepción. Es clave recordar, sin
embargo, que esü1 realidad no es una realidad física sino una
representación del mundo sistemática )' altamente elaborada.
Sus lazos con la experiencia individual son bien tenues. Dos de
los conceptos que elige Frege como ejemplos de objetividad son
nociones teóricas; pero la componente teórica del conocimiento
es precisamente la componente social.
Si se cuestionara esta 1dentificación de lo teórico con lo so­
cial, en este caso particular, podría ser útil exammar otra teoría
o visión del mundo que repose en un concepto cuyo papel sea
semejante al jugado por el eje de rotación de la Tierra. El pen­
samiento medieval ,e el mundo como una serie de esferas con­
céntricas; y en el centro de la Tierra habría un punto en torno
al C'ual se ordenaría todo el universo. Dada la representación
csf{'nca y estática que presidía esta cosmologia, era 11ccesario
que' <'xistiE.'ra ese punto y que se situara precisamenLe donde st'
situaba: c>n t•I centro de In Tierra Para muchn gcnlt' y durante

/fj{i
muchos siglos ese punto era parte indudable de to que entendí­
an por realidad; no era en absoluto un asunto subjetivo pese a
que -insistamos en ello- no se corresponda con la realidad.
Por ejemplo, no era una cuestión de capricho o de elección indi­
vidual, no era un fenómeno psicológico en el sentido de que va­
riara de un individuo a otro o de que fluctuara como ocurre con
los estados menta1es, y era algo sobre lo que la gente podía es­
tar mejor o peor informada. Ese centro del cosmos tampoco era
un fenómeno real en el sentido de algo que la gente pudiera -o
esperara poder- ver o manipular. Era objetivo en el sentido
que Frege da a este concepto. En otro sentido, era un concepto
teórico, una parte de la teoría cosmológica de aquel momento.
Y en un tercer sentido, era un fenómeno social, una creencia
institucionalizada, un elemento de la cultura. Era la visión del
mundo recibida y transmitida, sancionada por la autoridad,
sostenida por la teología y la moral, y que -de rechazo- ser­
via para consolidarlas.
Podemos, pues, concluir que la mejor manera de dar un sig­
nificado sustancial a la definición fregeana de objetividad es
asimilarla con lo social. La creencia institucionalizada sa tisfa­
ce por completo su definición: eso es la objetividad.
Seguro que Frege hubiera encontrado muy criticable esta
interpretación de su definición. Si las cosas fueran así, la socio­
logía sería una amenaza aún mayor que la psicología para la
pureza y dignidad de las matemáticas. Los argumentos de Fre­
ge estaban concebidos para mantener inmaculadas las mate­
máticas, y aún así -pese a su temor a la suciedad- concibió
una definición de objetividad que se presta a interpretación so­
ciológka. El que esta interpretación pueda atravesar las defen­
sas de Frege no puede sino constituir el más sólido argumento
a su favor. Podemos así adoptar la definición que da Frege de
objetividad, sin dejar por ello de postular que las matemáticas
son de naturaleza social más que psicológica o meras propieda­
des de los objetos físicos. Esta conclusión puede parnccr extra­
vagante y asombrosa, de modo que puede ser útil contrastarla
ron rl resto de los argumentos que Frege opone aMill. Esto nos
llc•vorñ al problema de cómo puede modificarse la teoría de Mill
clc> modo que pueda venir a alojar los procesos sociales que en­
tran c·n juego junt,o ron los procesos psíquicos.
La teoría de Mill modificada por factores
sociológicos

Los rnstantes argumentos de Frege se refieren principal­


mente a las «evidencias indiscutibles,, que Mili cree que corres­
ponden a Jos núme1·0s y a las operaciones matemáticas. El nú­
cleo del problema aparece en la siguiente cita. Al responder a la
pregunta ¿de qué son números los números?, Mili dice: «evi­
dentemente, de alguna propiedad que pertenece a los agrega­
dos de cosas L..}, y esa propiedad es el modo característico en
que el agregado está constituido por ellas y mediante el cual
puede ser dividido en partes» (III, XXIV, 5). Frege se detiene en
la expresión : «el modo característico» y se pregunta qué hace
ahí el artículo definido, pues no hay un único modo que sea ca­
racterístico a la hora de dividir un agregado de objetos; así
pues, nada hay que justifique hablar de el modo caracte1istico.
Un mismo mazo de cartas puede dividirse de muchos modos y
puede jugarse a muchos juegos con guijarros según el modo en
que Re los disponga y clasifique.
Frege tiene razón. Mill ha deslizado un artículo definido para
el cual su teoría no aporta justificación alguna. En est,o, Mill
debe estar reaccionando inconscientemente a las mismas pre­
siones que llevaron a Frege a insistir en que los números no son
inherentes a los o�jetos, sin más, sino que dependen del modo
en que se mire a esos objetos. La lectw·a social que hemos he­
cho de la definición de objelividad de Jtrege nos da una clave
para entender cómo se ha podido deslizar esa visión en el enfo­
que de Mill sin que él mismo se diera cuenta de ello.
Consideremos los supuestos que conlleva hablar de los mo­
dos característicos de ordenar, clasificar y distribuir objetos.
Conlleva connotaciones de modelos típicos, habituales e inclu­
so tradicionales. Algunas personas pueden identificar el lugar
donde se ha hecho una alfombra a partir del modelo caracterís­
tico que está tejido en ella, puei; esos modelos o diseñoi; caracte­
rísticos suelen ser cosas mucho más sociales que personales.
La idea que MilJ presupone involuntariamente es, por tanto,
que no todas las distribuciones, ordenaciones o clasificaciones
de objetos son relevantes como experiencias paradigmáticas en
matemáticas. Entre los innumerablesjuegos a los que puedcju-

/.58
garse con guija1Tos, sólo los que siguen ciertos modelos o pau­
tas alcanzarán esa categoría especial que son los modos carac­
terísticos de disponer y organizar los guijarros. Exactamente
igual, no todos los innumerables modelos o pautas posibles con
los que puede tejerse una alfombra serán igual de significati­
vos para un grupo dado de tejedores tradicionales. Hay normas
para los tejedores, como las hay para quienes aprenden mate­
máticas; y las consideraciones que ayudan a establecer unas no
son tan diferentes de las que actúan en las otras. Ambas ape­
lan a un sentido innato del orden y la simetría, al gusto por la
reiteración, a Las posibilidades que encierra la determinación
de un espacio cerrado con ciertos contenidos y con suaves tran­
siciones y conexiones entre ellos.
El punto al que Frege dirige su ataque es precisamente ése
en el que la teoría de Mill deja atisbar que está necesitada de un
componente sociológico para poner orden en la multitud de ma­
neras de experimentar las propiedades de los objetos. El len­
guaje de Mill pone de manifiesto que, de hecho, está reaccio­
nando ante esa componente social, pero la deja escapar; y es
justo esa laguna la que deja su teoría expuesta a las oQjeciones
de Frege. La idea fundamental de Frege es que la teoría de Mil]
sólo se refiere a los aspectos meramente fisicos de las situacio­
nes que considera, que no acierta a capLar lo que en cada situa­
ción hay de especííicamenle matemático. Esa componente au­
sente podemos ahora detectarla en el ámbito de lo típico, de Jo
convencional, en todo aquello que hace que se les conceda a cier­
tos modelos el rango de característicos.
Es evidente que los modelos característicos que sirven de
ejemplo a la actividad matemática están rodeados de una espe­
cie de aura, de una atmósfera especial, y ahora podemos identi­
ficar ese aura como un aura social. Es el esfuerzo y el trabajo de
institucionalización eJ que infunde un elemento especial y sin­
gulariza ciertos modos de ordenar, clasificar y disponer objetos.
Una teoría que intente fundamentar las matemáticas en los ob­
jetos como tales, y no capte que hay ciertos modelos que resul­
tan seleccionados y dotados de una categoría especial, ofrecerla
grnves deficiencias pese a lo prometedores que pudieran ser sus
planteamientos. Se entiende así lo que escribía Bertrand Rus­
i:-t•I en sus Porlmit.c; /i'Oln memmy ( 1956):

/fí!)
«Cuando leí por primera vez la Lógica de Mili a los dieciocho
años, me sentí fuertemente atraído por ella: pero incluso entonces
no podía creer que nuestra aceptación de que «dos y dos son cua­
tro» fuera una generalización a partir de la experiencia. No hubie­
ra sabido decir cómo llegamos a saberlo, pero sentía que no era
así...,, (p.116).

E] hecho de introducir en la teoría de Mili una componente


normativa de modo que se haga justicia a las diversas maneras
características de organizar objetos, no atenta en absoluto con­
tra sus planteamientos naturalistas, pues se mantiene 1a idea
central de que e] comportamiento de los objetos proporciona un
modelo para nuestro pensamiento. La única diferencia está en
que, de entre todos los comportamientos posibles, sólo juegan
el papel de modelos aquellos que siguen pautas fijadas o ritua­
lizadas socialmente.
Pero aún quedan objeciones que superar. Frege se pregunta
qué experiencia o hecho físico es el que puede corresponder a
los números muy grandes o incluso a los números O y l. ¿Quién
ha tenido alguna vez la experiencia de que 1.000.000 = 999.999
+ l? Y si los números son propiedades de objetos externos,
¿cómo podemos hablar razonablemente de tres ideas o de tres
emociones, que no son evidentemente objetos externos?
Lo que Frege dice del número 1 es que tener la simple expe­
riencia de una cosa no es lo mismo que encontrar el número
uno, y de ahí que en un caso se use e] artículo indefinido mien­
tras que en el otro se usa el artículo definido. En esto Frege tie­
ne razón. No se trata de una cosa cualquiera sino de algo a lo
que se mira de un modo especial y con un propósito especial, el
propósito rituaLizado de contar. El número 1 no corresponde a
una cosa sino a iodo lo que se contemple como elemento de un
patrón o modelo característico. El número es el papel o la fun­
ción, y no debe confundirse con uno u otro objeto que venga in­
diferentemente a jugar ese pape] o cumplir esa función. La ex­
periencia que asociamos con los números es la experiencia de
unos objetos a los que se ]es adjudican papeles en ciertos mode­
los y ordenamientos característicos.
¿Y cuál es la experiencia asociada al cero? Frege insiste
triunfalmente en que nadie ha tenido la expe1;cncia de cero gui­
jarros. Y, en cierto sentido, eso es verdad. Como, aduce, todos los

160
números, incluido el cero, tienen el mismo rango y del cero no
tenemos nmguna experfoncia, Frege concluye, en consecuencia,
que tampoco la experiencia juega el menor papel en nuestro co­
nocimiento de cualesquiera otros números.
La suposición de que los números son de naturaleza homo­
génea es muy verosímil, pero puede volverse fácilmente contra
Frege y venir en ayuda de una variante de la teoría de MilJ.
Ello se debe a que la idea de que los números tienen el mismo
rango que los papeles y las instituciones sociales acaso sea aún
más sugerente en el caso del cero que en los de los demás nú­
meros. No es difícil pensarlo como un cómodo artificio o una
convención, algo que fue inventado e incorporado más que des­
cubierto o destapado. Y precisamente por exigencias de homo­
geneidad, si el cero es un artefacto convencional deben serlo
también los restantes números.
Ahora viene la cuestión de los números muy grandes. Está
claro que no podemos tener experiencia de cómo repartir un
millón de objetos del mismo modo que podemos haced o con cin­
co o con diez. Como la aritmética se aplica tanto a los números
grandes como a los pequeños, ¿no implica esto que ha de ser in­
dependiente de lo que pueda decirnos la experiencia y que su
auténtica naturaleza no tiene nada que ver con ella?
Hay dos opciones generales para explicar el hecho de que la
experiencia y la aritmética se solapen sólo parcialmente. Pue­
de interpretarse como Frege lo hace, en cuyo caso la débil cone­
xión y correspondencia entre aritmética y experiencia es mera­
mente fortuita; o bien puede utilizarse para dotar a esa débil
conexión de una importancia máxima e intentar mostrar en­
tonces cómo puede deducirse todo a partir de ella. Eso es lo que
l1ace Mill.
Para hacer frente a las críticas de Frege, la teoría de Mili
debe mostrar cómo pueden brotar de la experiencia las ideas de
la aritmética y debe proporcionar a éstas los medios para que
puedan funcionar independientemente de la situación concreta
que las originó. El caso de la aritmética de los grandes números
habrá de poder derivarse de aquellos otros que sí estén directa­
mente relacionados con situaciones empíricas. Y, para eso, te­
nemos todos los elementos a mano, pues están implícitos en la
propia idea de que las configurncioncs de objetos que sí están al
nlcnncc de nuc!:llra experiencia pueden funcionar como mode-

/ (j 1
los. Consideremos, pues, cómo funcionan los modelos y qué ocu­
rre cuando un cierto comportamiento se modela conforme a otro.
RecoTdemos a los tejedores de alfombras. Cada uno capta cómo
se va desplegando una determinada configw·ación mirando a
otros y trabajando con eüos; entonces está en condiciones de ac­
tuar de modo autónomo y aplicar una y otra vez la técnica a ca­
sos nuevos. Puede, por ejemplo, tejer una alfombra mayor que
cuantas haya visto nunca antes, pero le ha bastado con apren­
der y practicar sobre las pequeñas. Está en la naturaleza mis­
ma de las técnicas el proceder así. Por lo tanto, podemos dar
cuenta de la aritmética basándonos en experiencias a pequeña
escala, puesto que esta experiencia aporta modelos, procedi­
mientos y técnicas susceptibles de aplican,e y extenderse inde­
finidamente. No hay ningw1a incompatibilidad entre la teoría
de Mill y una aritmética que funcione en ámbitos que no pue­
dan ejemplificarse directamente en nuestra experiencia.
La última objeción de Frege pone de manifiesto un problema
cel'cano al anterior pero mucho más importante. Frege se pre­
gunta cómo, a partir de la teo1ia de Mill, pueden numerarse co­
sas inmateriales, como cuando decimos que los celos, la envidia
y la codicia son tres emociones d:i íerentes. Dice Frege:

«No dejaría de ser chocante que una propiedad ahstraída de las


cosas externas pudiera transferirse sin ningún cambio de senLido
a acontecimientos, ideas o conceptos. El efecto seria semejante al
de hablar de acontecimientos licuables, ideas azules. conceptos sa­
lados o juicios espesos» (p. 31).

El tema es crucial, pues plantea la cuestión de cómo puede


explicar Mill toda la extensión con que se aplica la aritmética.
La respuesta debe enfocar una vez más el modo en que las si­
tuaciones empíricas pueden actuar como modelos. Estas situa­
ciones deben ser tales que siempre se pueda asociarlas con to­
dos los casos en que se aplica la aritmética. Por ejemplo, la
razón de que pueda hablarse de tres ideas debe residir, según
esta teoría, en nuestra capacidad y habilidad para hablru· de
ideas como si de objetos se tratara. Nuestra aritmética sólo
será aplicable en la medida en que estemos dispuestos a usar
la metáfora del objeto.
Vale la pena deLenerse un poco en esLa rd\lln<'i,í11 dt• Wn•ge,

/fi.')
pues presenta un buen ejemplo para contrastar la hipótesis de
que la aplicación de la aritmética depende de la asimilación
de cada caso particular al comportamiento de los objetos. La
cuestión que se plantea es: ¿utilizarnos realmente a ]os objetos
como modelos o metáforas cuando pensamos en fenómenos psí­
quicos?, ¿y son esos objetos los que en realidad nos proporcionan
la cadena a través de la cual las operaciones aritméticas y los
números encuentran su aplicación a esos fenómenos? Si tal ten­
dencia existe y funciona correctamente, aunque sólo sea en cier­
Lo grado, será evidencia suficiente en favor de un fuerte impulso
natural a emplear la metáfora del objeto. Como los fenómenos
mentales son tan diferentes de los objetos físicos, sólo una fuer­
te determinación y una acusada tendencia a pensar en términos
metafóricos puede aproximarlos. Dos ejemplos nos mostrarán
que esa tendencia a asimilar procesos menta les a objetos es algo
que existe y que funciona como requiere nuestra teoría.
En su obra Science and method (1908), Poincaré da una cé­
lebre descripción introspectiva de cómo hizo uno de sus descu­
brimientos matemáticos. Lo que aquí nos interesa no es que el
descubrimiento fuera matemático sino más bien el lenguaje
que utiliza para desnibir el estado mental en que se encontra­
ba esa noche de fecundo insomnio. Poincaré habla de sus ideas
como si fueran moléculas de la teoría cinética de gases, agitán­
dose en todas direcciones, colisionando e incluso fundiéndose
enb·e ellas. Reconoce que la comparación es tosca pero, pe:se a
todas sus reservas, es así como a la postre elige expresarse. Al
adoptar la metáfora del atomismo, Poincaré está siguiendo una
larga tradición de atomismo psicológico; pero la cuestión no es
si esa tradición -o el propio Poincaré- está o no equivocada
sino que, equivocada o acertada, esa tendencia a usar la metá­
fora del objeto es algo asentado. Y puede valer para explicar lo
que Frege pensó que nunca podría explicar la teoría de Mill, a
saber, la aplicación del número a las ideas, así como el meca­
nismo de su aplicabilidad en general.
Podría objetarse que Poincaré se expresaba en un lenguaje
impreciso y popular y que, por tanto, con eso no puede probarse
nada serio sobre el modo en que aplicamos los conceptos arit­
méticos. Tomemos, pues, otro ejemplo más manifiestamente cien­
tífico a fin de afrontar el reto de Frege: ¿cómo pueden aplicarse
lo:-; 11úmeros a loH eHLndos mcnLalcs?
El gran logro de la psicofísica del siglo xrx fue encontrar
modos de comprender matemáticamente ciertos procesos
mentales y, en particular, formular la ley de Weber-Fechner.
Según esta ley, la intensidad de una sensación es proporcional
al logaritmo de] estímulo. El paso crucial que permitió esa for­
mulación fue encontrar un modo de segmentar los procesos
mentales tal que los segmentos obtenidos pudieran contarse ,
pues entonces podía ya recurrirse al formidable aparato de la
aritmética y el cálculo para obtener la formulación matemática
de la ley. La estratagema utilizada para obtener unidades seg­
mentadas y numerables fue introducir la noción de «diferen­
cia precisa perceptible»: se incrementaba gradualmente cierto
tono o peso hasta que el sujeto podía percibir el cambio. Se en­
contró que la medida de esta diferencia precisa perceptible era
proporcional a la medida del estímulo. Según la teoría aritmé­
tica de Mill, este proceso de segmentación no es sino el medio
de establecer la analogía entre la sensación subjetiva y el obje­
to, de manera que se puedan aplicar los procedimientos mate­
máticos habituales; es un modo de proyectar los estados psíqui­
cos sobre objetos numerables y extender así la metáfora del ob­
jeto discreto.
Si esta argumentación es correcta, puede decirse que el ám­
bito de la aritmética es el ámbito de la metáfora del objeto ma­
terial. En la medida en que podamos ver algo como objetos a los
que aplicar imaginariamente las operaciones de ordenamiento
y clasificación podremos, asimismo, aplicar a ese algo las ope­
raciones aritméticas de contar y numerar. El lazo o transición
que hay entre aritmética y mundo es el lazo de una identifica­
ción metafórica entre entidades inicialmente desiguales. Ésta
es la clave para entender e] problema general que plantea esa
vasta aplicabilidad de Ja aritmética, la teoría de MilJ lo resuel­
ve viéndolo como un caso particular de esa generalidad que
caracteriza a cualquier teoría o modelo científicos. El compor­
tamiento de los objetos simples, que está en la base de la arit­
mética, sirve como teoría para explicar el comportamiento de
otros procesos y, como en la aplicación de cualquier teoría, el
problema no es sino el de aprender a mirar las nuevas sjtuacio­
nes como casos de ejemplos ya conocidos o más familiares. Por
el contrario, la tendencia de Frege a mirar ]os objetos a1itméti­
cos como algo puro y separado de los objetos materiales crea un

lfi•I
abismo entre las matemáticas y eJ mundo. Con la teoría Mill no
es necesario lanzar arriesgados puentes entre territorios dife­
rentes, pues nace del mundo y crece a partir de su modesto ori­
gen empírico. (Sobre el papel de los modelos y Las metáforas en
el pensamiento científico, véase Hesse, 1966.)

Resumen y conclusión

El interés de una teoría psicológica de las matemáticas resi­


de en que suministra un acercamiento empírico a la naturaleza
del conocimiento matemático. La Lógica de Mill aporta La idea
fundamental de que las sjtuaciones físicas sirven de modelos
para los pasos que se dan en el razonamiento matemático. Pero,
como intuy ó Bertrand Russell, este análisis no da la sensa­
ción de ser co1Tecto, hay algo que le falta. Las objeciones de Fre­
ge hacen ver cuál es ese ingrediente ausente: la teoría de Mill
no hace justicia a la objetividad del conocimiento matemático, no
da cuenta de la naturaleza ineluctable de sus deducciones, no ex­
plica por qué las conclusiones matemáticas dan esa sensació11
de no poder ser distintas de las que son. Es cierto que las silua­
ciones típicas que presenta Mill poseen esa forma de coerción
física: no podemos ordenar y clasificar objetos a nuestro gusto,
los objetos no se prestan a todo lo que quisiéramos hacer con
ellos y, en ese sentido, se nos imponen efectivamente. Sin em­
bargo, esto no les otorga ninguna autoridad. Aún somos libres
de imaginar que los objetos podrían comportarse de modo dis­
Linto al que lo hacen, lo cual no nos es posible respecto de las
matemáticas. Hay, pues, cierta similitud entre la autoridad ló­
gica y la autoridad moral. Pero la autoridad es una categoría
social y seria muy significativo, por tanto, encontrar que la defi­
nición que da Frege de objetividad queda completamente satis­
fecha por las instituciones sociales. Así que hemos desarrollado
la teoría psicológica de Mili en una dimensión sociológica. El
componente psicológico aporta el contenido de las ideas mate­
mnt icas y el componPnte sociológico explica cómo se lleva a cabo
In Ht'll 1t"tión Pnl re• dist intoH modelos físico:; y cómo se dota de un
nura d<' auto, idad ni modelo AelN·donndo. (De qué tipo preci8o
es esta autoridad y cómo funciona en la práctica es algo que ex­
ploraremos con más detal1e en un próximo capítulo; se Lrata de
un asunto delicado e interesante.) A continuación hemos desa­
rrollado una extensión sociológica de la teoría de Mil] para con­
testar los restantes argumentos de Frnge, referentes a núme­
ros como el uno o el cero. Gracias al recurso a los conceptos de
modelo y metáfora, nos ha sido Lambién posible contestar sus
objeciones sobre los grandes números y sobre el amplio campo
al que se aplica la aritmética.
Al relacionar la variante modificada de la teoría de Mill con
la fenomenología de las matemáticas, nos quedan sin resolver
dos problemas: uno menor y otro de más calado. El problema
menor se refiere a la sensación antes apuntada de que hace fal­
ta cierta Realidad para dar cuenta de las matemáticas. Con
nuestra actuaJ teoría, ese sentimiento puede comprenderse y
explicarse: parte de esa realidad la forma el mundo de los obje­
tos físicos y, otra parte, La sociedad. Pero con frecuencia se dice
que la matemática pura versa sobre una realidad especial, so­
bre una supuesta realidad matemática. Al quedar así excluido
el mundo físico, ¿debemos entender que la gente presiente de
un modo confuso que las matemáticas tratan de lo social? Una
afirmación así suena extraña, pero si las matemáticas versan
sobre el número y sus relaciones y si éstos son creaciones y con­
venciones sociales, enLonces las matemáticas trntan, de hecho,
sobre algo social. En cierto sentido indirecto, puede decirse que
tratan de la sociedad, que tratan de la sociedad en el mismo
sentido en que Durkhcim dice que la religión trata de la socie­
dad. La realidad sobre la que tratan religión y matemáticas es
una comprensión transfigurada del trabajo social que se ha in­
vertido en ellas. Es particularmente interesante y estimulante
para nuestro enfoque el hecho de que la fenomenología de los
conceptos matemáticos sea vaga y vacilante. Por ejemplo, se dice
tanto que las proposiciones matemáticas versan sobre una rea­
lidad especial como que son parte de esa realidad. La conexión
y el modo de participación implicados siempre quedan tan sólo
insinuados y nunca se explicitan, así cuando Frege habla vaga­
mente, no de que los números sean conceptos, sino de «descu­
brir los números en los conceptos» o de la «transparencia» de
los conceptos puros del intelecto. Frente a tales concepci.onei-;,
tan poco prometedoras como imprecisas, mi trona podría soR-

u;r;
tenerse rnwnablemente Hi consigu<' comprender algunos de Jos
hechos má� sobresalientes y sugerir líneas claras de desarrollo.
El problema más importante concierne a la unicidad de las
matemáticas, y apenas hemos dicho nada sobre ello. Sin ern­
hargo, no cabe la menor duda de que, según nuestra teoría. la
creencia en que la matemática es única tiene exactamente el
mismo rango que la creencia en que sólo hay una verdad moral.
Pero si la historia nos muestra la diversidad de las creencias
morales. ¿no nos muestra, por el conb-ario. la unicidad de la
ve1·dad matemática? ¿No refutan los hechos esa pretensión de
que la compulsión lógica es de naturaleza social? Éste será el
asunto a tratar en el siguiente capitulo.

/(i7
Capítulo seis
¿Puede haber otras
matemáticas?

Para algunos sociólogos la idea de que las matematicas pue­


dan vannr igual que varía la organümción social es un absm·do
monstruoso: «es evidente que no puede haber más que una cien­
cia de los números, idéntica por siempre a sí misma» (Stark,
1958, p. 162).
Sólo algunos autores se han levantado contra esta aparente
evidencia. Entre ellos, Oswald Spengler. al que apenas se lee
hoy. En su libro Le déclin de /'Occidenl. que fuera tan popu­
lar, hay un amplio y fascinante capítulo, aunque a veces oscuro,
titulado «El significado del número», que se sitúa expresivamen­
te al comienzo de la obra. Spengler afirma sin vacilación: «ni hay
ni puedr haber número en s1. Hay diferentes mundos de núme­
ros porqu<' hay dife1·entes culturas» <p. 68).
Se dice que Wittgenstein quedó muy impresionado por la
lectura del libro de Spengler (véase Janik y Toulmin, 1978): tam­
bién éJ apostó por ese ,absurdo monstruoso,, en su obra de orien­
tación sociológica Rcmarks 1m the f'oundations of mathemalics
( 1956). Acaso eso explique la poca atención que se ha prestado
a este trabajo. Los filósofos que con los otros escritos de Witt­
genstein se sienten como en su casa sueJen encontrar poca co­
herencin y sentido en su análisis de las matemáticas (véase
Bloor. 1973).
Parn decidir si puede haber matemáticas alternativas es
importante preguntarnos: ¿qué aspecto tendrían?, ¿por qué se­
nales las n•conoccnnmos?, ¿,n qué podrían 11amarsc matcmfiti­
t·11i- ali l'l'lllll ivmi?
¿Qué aspecto tendrían unas matemáticas
alternativas?

Pod<'mos dar sjn dili.cultad una parte ele la respuesta: una


matemática alternativa parece1ia un error o algo inapropiado.
Una alternativa efecbva a nuestras matemáticas nos llevaría
por caminos por los que no nos adentraríamm; espontáneamen­
te. al menos algunos de sus métodos y deducciones violarían
nuestro sentido de las propiedades lógicas y cognitivas. Quizá
veríamos que se llega a conclusiones con las que sencillamente
no estamos de acuerdo; o cncontrarfomoH demostraciones que
llevan n resultados que s1 compartimos pero que no nos parece­
rían dC'mostracioncs en absoluto, y diriamos entonces quf' esas
matemáticas llegan a resultados correctos mediante razona­
mientos erróneos. O quizá observáramos que, por el contrario,
ciertos modos de argumentación que nos parc>cen evidentes y
de fuerza mayor son rechazados o meramente ignorados. Tam­
bién podna ocurrir que esas matemáticas alternativas estuvie­
ran sumer!,ridas en un contexto global cuyos fines y sibrnificados
fueran del todo extranos a nuestras matemáticas, de modo que
su propósito nos fuera completamente opaco.
Aunque esas matemáLicas alternativas nm, parecerían equi­
vocadas, ello no qwcre decir que cualquier error nos lleve a otras
matemáticas. Ciertos errores se entienden mejor como peque­
ñas desviaciones de una clara dirección de desarro1Jo; así, las
particularidades de las matematicas que hacen nuestros actua­
les estudiantes no son ciertamente una alternativa. De modo
que se necesita algo más que errores para poder hablar de otras
matemáticas.
Los «errores,, que aparecieran en unas matemáticas alterna­
ti vas habrían de ser sistemáticos, básicos y firmemente mante­
nidos. Por ejemplo, a quienes trabajaran en esas otras mate­
máticas esos errores habdan de parecerles algo con sentido y
que se relacionan coherentemente entre s1; habría un ciert.o
acuerdo entre ellos sobre cómo manipularlos. cómo desarrollar
los, cómo interpretarlos y cómo transmitir su estilo de pensn­
mirnto a las gc>neraciones siguientes; aduanan según lo que•,
para ellos, sena un método natural y evidente.
Pern también habna otras maneras de hac:<•1· unn rnnt<.·nHili-

17(}
ca diferente de la nuestra: en lugar de ser algo coherente y com­
pmtido, pod1·ía ocurrir que fuera precisamente esa falta de acuer­
do lo que distinguiera esa matemática de la nuestra. Para no­
sotros, el consenso o acuerdo es la esencia de Las matemáticas,
pero acaso las discusiones y desacuerdos fueran precisamente
lo característico de otras matemáticas. Esa ausencia de acuer­
do sería entonces, para quienes las practicaran, la auténtica
naturaleza de su actividad, así como en muchos sitios la reli­
gión se considera un asunto privado. La tolerancia cognitiva se
tendi-ía allí por una virtud matemática.
Esta lista de condiciones posibles basta para hacernos una
idea. Sí algo las satisficiera tendríamos buenas razones para
considerarlo como otrn matemática. Pero podría objetarse que
todo lo que puede Llegar a mostrarse con el cumplimiento de
esas condiciones es que el enor puede llegar a ser sistemático,
básico y mantenido, pues no cabe duda de que los errores lógi­
cos que han llegado a institucionalizarse no son menos erró­
neos que los errores individuales. Para intentar responder a
esto, consideremos la pregunta: ¿puede haber morales alterna­
tivas'? Imaginemos que nos hacemos esa pregunta en una épo­
ca de confianza moral absoluta, supongamos -por �jernplo­
que en ese tiempo se piensa que el código moral lo ha proporcio­
nado el mismo Dios. Esa fundamentación en una fe compartida
perfila con toda nitidez lo que está bien y, por tanto, cualquier
desviación estará necesariamente mal. En esas condiciones,
¿cómo podría hablarse de una moral alternativa?; cualquier am­
bigüedad o laxit:id moral ¿no atentaría contra la propia natu­
raleza divina?
La única manera de responder a quienes practican una
moral absolutista es decir que, en otra moral, la gente admi­
te sistemáticamente ciertas cosas que para el absolutista,
sin embargo, son pecado. Acaso se pusieran a construfr en­
tonces un modo de vida asumido entre ellos y lo transmitirían
a sus hijos; esa otra moral no tendría por qué se1· considera­
da como aben-ante por la sociedad, puesto que ella misma se
habríH convertido ahora en norma, pese a que se hubiera dis-
1 inguido precisamente por apartarse de la moral común. Na­
t.111·Hln1cnl(', t'I ahi,;olutista moral despacharía el problema di­
ciendo ri1u• la inmnralidad no deja de serlo po1' darse a escala
�ol'inl u 111u·icrnal, (lll!' PI pcrnclo instilucionalizado sigue si<' n-

fl I
do pecado pues las sociedades pueden ser tan perversas como
los individuos.
Es evidente que, para una investigación científica, esa fun­
damentación moral debe quedar sobrepasada por otro impera­
tivo moral distinto: que haya una perspectiva general. Por eso
el antropólogo sólo hablará de sistemas morales alternativos si
están inscritos y establecidos en la vida de w1a cultura.Y esa
será la nota que también habremos de encontrar en las mate­
máticas si queremos hablar razonablemente de otras matemá­
ticas.
Pero hay otro factor más complejo que conviene resaltar. En
su mayor parte, el mundo no consiste en cultuTas aisladas que
desarrollan cada una moral autónoma y un estilo cognitivo in­
dependiente. Existen contactos y transferencias culturales, de
modo que el mestizaje social conlleva también mestizajes cog­
nitjvos y morales. Además, las matemáticas, como la moral, se
orientan a satisfacer exigencias de gentes con una fisiología y
un entorno físico bastante semejantes, lo que es un fa.et.ar aña­
dido de unifonnidad. Las alternativas en matemáticas habrán,
pues, de buscarse teniendo en cuenta estas restricciones natu­
rales. Pero esa uniformidad y ese acuerdo -si existe- debe
obedecer a ciertas causas, sin necesidad algw1a de postular
una Realidad Matemática más o menos vaga. Las únicas reali­
dades a las que necesitamos recurrir son las que asume la teo­
ría modificada de Mill, esto es, los mundos natural y social.
Para una ciencia social empírica, lo importante es cómo expli­
car mediante causas naturales esas paulas de uniformidad y
variación o discordancia en las creencias, sea cual sea su am­
plitud.
Ofreceré ejemplos de cuatro tipos de disc01·dancias en el .i:ien­
samiento matemático, cada una de las cuales puede remitfrse a
causas sociales. Se trata de: {1) una discordancia en el estilo
cognitivo en su conjunto, (2) una discordancia en la estructura
de las asociaciones, relaciones, usos, analogías e implicaciones
metafísicas atribuidas a las matemáticai;, (3) discordancias en
los significados asociados a los cálculos y a las manipulaciones
simbólicas, y (4) una discordancia en el rigor y el tipo de razo­
nan1iento empleado para demostrar un resultado. Dejaremos
para e] próximo capítulo una quinta fuente dr chscrcponcio,
como es la que afecta al contenido y utilizn<·ió11 cl1• f'Slln oprrn-

772
ciones básicas del pensamiento que se consideran verdades ló­
gicas evidentes por sí mismas.
En el primer ejemplo, que se refiere al estilo de conocimien­
to, ciertos aspectos de las matemáticas griegas y alejandrinas
se contrastan con los correspondientes en las matemáticas ac­
tuales.

El <• Uno,>, ¿es un número?

En las matemáticas griegas era un lugar común decir que el


uno no es un número, que no es ni par ni impar sino par-impar,
o que dos no es un número par. Por supuesto, hoy todas estas
afirmaciones son falsas. Para nosotros el uno es tan número
como cualquier otro, y Frege lo usa como tal en sus argumentos
sin pensárselo dos veces. Además, el uno es número impar así
como el dos es par, y no hay una categoría como ésa de par-im­
par. ¿En qué estaban pensando entonces los griegos?
Decían que el uno no es un número porque en él veían el pun­
to de arranque o de origen de todos los números. Tenía ese sen­
ti do que empleamos nosotros cuando decimos que a una confe­
rencia, por �jemplo, asistió un cierto número de personas, con
lo que solemos excluir que sólo asistiera una. Adstóteles da su
versión de esta concepción habitual cuando dice en su Metafísi­
cct (Wa1Tington, 1956, p. 281): •<uno es lo que mide una multi­
plicidad, y el número es una multiplicidad medida o una mul­
tiplicidad de medidas. Por tanto, es evidente que el uno no es
un número; pues la unidad de medida no es una multiplicidad
de medidas, sino que ambas -tmidad de medida y uno- son
p1incipios» (NI 1087b33).
A veces se intentó hablar del uno como si fuera un número.
Así, en el s. III a. C., Crisipo habló de una «multitud una», lo
que Jámblico rechazó como una contradicción. Sir Thomas
Heath cita este ejemplo en su History of greek mathematics
( 1921, vol. 1, p. 69) diciendo que la excepcional postura de Cri­
sipo era importante porque se trataba de •<un intento de intro­
ducir el uno en el concepto de número», en otras palabras, si
ern importérntc CH porque anLicipaba nuestra manera de verlo.
Para nosotros, sin embargo, es más interesante como confusión
lógica, el reproche que le hace Jámblico. Lo que para Jámblico
es una mera confusión, para nosotros es una evidencia; y acaso
lo que hoy rechazamos como un absurdo lógico sea mañana una
verdad evidente. Lo que se percibe como absurdo parece depen­
der de la clasificación subyacente que se presupone. Como la
clasificación de los números que era habitual en la antigua
Grecia es netamente diferente de la nuestra, se entiende de ma­
nera distinta qué es lo que viola el orden y la coherencia y qué
situaciones son confusas o contradictorias.
La clasificación griega de los números es, en parte, similru· a
la nuestra, Lambién ellos los cLvidían entre pares e impares.
¿Por qué clasificar entonces al uno como par-impar? Se debe a
que el uno genera Lanto a los pares como a los impares, por
lo que debe participar de la naturaleza de ambos: esLá situado
aparte y por encima de la dicotomía par/impar. Se dan aquí va­
rios paralelismos antropológicos. Los mitos del origen a menu­
do hablan de acontecimientos que violan las mismas categorías
y clasificaciones cuyo origen se supone que explican, ai:;í cuan­
do un pueblo nana la historia de su mundo con frecuencia ape­
la al incesto, como en nuestro mito de Adán y Eva. En Grecia
se le concede al uno un papel similar en cuant,o a su capacidad
de transgredir las categorías. Podemos esperar, por tanto, que
también se atribuyan al uno otras propiedades miLicas y, de he­
cho, así ocurre.
A veces también al dos se le negaba la categoría de número
por ser el generador de los números pares. Sin embargo, esta
clasificación era menos habitual y ciertamente menos firme que
la idea de que la unidad no era un número.
Pel'o ¿no serán estas cuestiones sino meras curiosidades ais­
ladas o insignificantes «argucias», como las califica Van der Waer­
den ( 1954)? Si de lo que se trata es de reconstruir las matemáti­
cas griegas de modo que se parezcan lo más posible a las moder­
nas, entonces el asunto es efectivamente de poco interés. Pero
estas diferencias en los modos de clasificar pueden ser síntomas
de algo más profundo: una divergencia entre los estilos cogniti­
vos propios de las matemáticas griegas y de las nuestras. Así es
como lo plantea Jacob K1ein en su arduo pero apasionan Le I ibro
tiLulado Greek mathematical thought and the origin of'alf.(ebm
(1968).

17,/
Klein opina que es un e1Tor situar la noción de número en
una única tradición ininterrumpida de significaciones. Los cam­
bios habidos desde Pitágoras y Platón hasta nuestros días, pa­
sando por los grandes matemáticos de] siglo xv1 como Vieta y
Stevin, muestran que no se trata de un simple crecimiento.
Para él, la noción de número no es algo que se va ampliando, sin
más, para incluir primero los números irracionales, después
los números reales y finalmente los números complejos. Se tra­
ta más bien de un cambio en lo que Klein llamo la intención del
número, de manera que cuando, por ejemplo, los algebristas
del renacimiento asimilan los trabajos del matemático alejan­
clTino Diofanto lo que están haciendo es reintcrpretándole. La
continuidad que creemos percibir en la tradición matemática
es un artefacto, construido proyectando hacia atrás nuestro
propio estilo de pensamiento para encontrarlo así en trabajos
anteriores.
La diferencia entre el antiguo conceplo de número y el mo­
derno está, para Klein, en que el primero era siempre número
de algo, siempre se trataba de una cantidad determinada y se
refería a una colección de entidades, ya fueran objetos percep­
tibles, como cabezas de ganado, o unidades pu1·as concebidas
por el pensamiento mediante abstracción de cualesquiera obje­
tos particulares. Klein aduce que esta noción de número es ra­
dicalmente diferente de la que hoy se uLiliza en álgebra, donde
el número se concibe simbólicamente y no como un determina­
do número de cosas. Aunque a veces no es fácil saber qué en­
tiende Klein por «simbólico», la médula de su tesis es nfüda e
importante; la expondré retomando su discusión sobre el tra­
bajo de Diofanto. Para hacer Ja exposición lo más concreta posi­
ble, daré algunos ejemplos sencillos del propio Diofanto, que
torno de la traducción comentada de Heath ( 1910).
Pese a que la obra maestra de Diofanto se llama Aritmética,
no es difíci] ver por qué suele tomru:se como un trntado de álge­
bra. Éste es un problema típico de los que propone Diofanto, el
problema 9 del libro II: «dividir 13, que es la suma de los cua­
drados 4 y 9, en otros dos cuadrados». Diofanto dice que como
los cuadrados propuestos en el problema son el cuadrado de 2
y el cundrmlo de 3, tomará el cuadrado de (x + 2) y el cuadrado
dt' (111.r ;l) como los doH cundrndos que se buscan, y supone que
m 2 ti�! prohll·111n d<' oncontrnr dos cuadrudos dc8conocidos
I tr,
queda así reducido al de encontrar una sola cantidad descono­
cida; para ello, Diofanto relaciona los dos n uevos cuadrados en­

+
tre sí, teniendo:

(x + 2)2 + (2.x - 3? == 13 ; de donde x =

324 1
25.
.
Los dos cuadrados desconocidos son, pues: � y

Este tipo de cálculo Jo consideramos hoy como un cálculo alge­


braico: se tiene una cantidad desconocida, se plantea una ecua­
ción y se manipula hasta que aparece el vaJor de la incógnH,a.
Pero apenas el lector moderno ha constatado esto, no dejan de
chocarle algunas rarezas; basta un vistazo a la obra de Diofanto
para darse cuenta de que el pensamiento de su autor es diferen­
te de aquél en que descansa el álgebra elemental actual. Por
ejemplo, todo el álgebra de Diofanto consiste en buscar números
muy concretos; no da a sus procedimientos algebraicos eJ mfamo
alcance generaJ que nosotros sino que los subordina siempre a
problemas numéricos. Así, en el ejemplo anterior, tuvo que hacer
supuestos muy específicos (como ése de tomar m = 2) para aca­
bar encontrando dos números que cumpberan las condiciones
planteadas. Asimismo, cada vez que sus cálculos Je llevan a Jo
que nosotros llamaríamos números negativos, Diofanto rechaza
el problema inicial aduóendo que es imposible de resolver o que
está mal planteado. O cuando trabaja en un problema que pudie­
ra asociarse con una ecuación de segundo grado, sistemática­
mente sólo da uno de los dos valores que satisfacen la ecuación, y
eJlo incluso en los casos en que ambos valores son positivos.
Consideremos ahora el problema 28 del libro II, donde de nue­
vo aparecerán las diferencias entre los estilos de pensamiento
antiguo y moderno: «Encontrar dos cuadrados tales que las su­
mas de cada uno de ellos con el producto de ambos sean dos
cuadrados». Ésta es la versión moderna que da Heath del ra­
zonamiento de Diofanto: sean el cuadrado de x y el cuadrado
de y los números pedidos; las condiciones que deben satisfacer
son que

/7{;
sean cuadrados. El primero de ellos será un cuadrado si ( 1 + x2 )
es un cuadrado. Diofanto supone entonces que esta expresión
es igual a (x - 2)2 y obtiene x = 3/4. Reemplazando este valor en
la segunda ecuación, resulta que

9 (yi + 1) /16

debe ser un cuadrado. Y ahora Diofanto supone que

9 (y2 + 1) = (3y - 4>'1

de donde y= 7/24. Los dos cuadrados buscados son pues 9/16 y


49/576.
Esta descripción del razonamiento de Diofanto pone de re­
lieve que todo él se orienta a encontrar valores numéricos con­
cretos. Pero lo más importante es que la anterior versión de
Heath no sigue exactamente la misma línea argumental de
Diofanto, sino que es una reconstrucción modernizada que di­
fiere notablemente del original. Explica Heath que Diofanto
sólo trabaja con una incógnita (y no con esas x e y que él intro­
duce) a la que siempre designa por S, de modo que «podemos
decir, en general, que Diofanto está obligado a expresar todas
sus incógnitas en términos -o en función- de una sola varia­
ble» (p. 52).
Esta observación ayuda a entender lo que Klein denunciaba
al decir que Diofanto estaba siendo sistemáticamente reinter­
pretado por los pensadores modernos. Resaltemos que Heath
se refiere al símbolo S como una variable, como dando a enten­
der que su única modificación del procedimiento de Diofanto
ha consistido en abreviarlo y simplificarlo al trabajar con dos
variables en lugar de una. Pero Klein subraya que ese símbolo
S no es una variable en absoluto y que tomarlo como si lo fuera
es hacerse una representación falsa de los presupuestos que
subyacen a la matemática griega, pues para la visión griega
ese símbolo sólo puede referirse a un número en particulru· que
no es desconocido. Las variables, por el contrado, no represen­
tan a ciertos números específicos que aún desconocemos sino
-como su propio nombre indica- a toda una serie de valores
que obedecen a una regla o Jey determinada. Con un ejemplo de
nlgebra clemC'nLnl podemos mostrar más claramente en qué di-

177
fiere una variable de un número desconocido. En la escuela,
una ecuación como

y =X2+x-6

también suele presentarse -o se entiende- como la ecuación


de una curva ( figura 5). Al fr atribuyendo diferentes valores ax
e y vamos obteniendo los diferentes puntos de la curva. En este
caso, x e .'Y son auténticas variables.

Figura 5

Diofanto se interesa a menudo por problemas bajo los que


subyacen ecuaciones como la anterior, pero usando el símbolo S
en lugar de nueRtra x. Para nosotros habría ahí dos valores de
S, a saber, +2 y-3, pero él rechazaría el segundo como imposi­
ble y se limitaría a lo que, de hecho, es un sólo punto de la grá­
fica: el detenninado por intersección de la curva y la parte posi­
tiva del eje de las x. Sin embargo, Diofanto no ve ese valor pru·­
ticular S = +2 como un mero valor de la variable S, pues pa"'a él
no hay un contexto de valores posibles que se sitúan a lo largo
de la curva, no hay un espacio bi-dimensional en el que la ecua­
ción se despliegue como una cuna. Ese punlo desconoddo que
se representa en el símbolo S es completo y único, y para Dio­
fanLo no existe toda esa red de relaciones que nuesb·as mate­
máticas construyen en tomo suyo.
Consjderemos ahora la solución negativa S = -3, que Dio­
fanto hubiera rechazado. Para nosotros, ese valor está ínt.imn­
mente relacionado con el otro, S = +2, pues ambos vienen reln
cionados por el hecho de repre8entar la inlen,ec-ci6n de In l11wa

l7R
recta y == O con la curva de la ecuación. Pero si suprimimos este
artificio interpretativo, suprimimos también los números ne­
gativos, y no queda nada que relacione ambos puntos entre sí
al modo en que lo hacemos actualmente.
En todo esto, la dificultad que encontramos es la de apren­
der a dejar de ver lo que nos han enseñado a ver. El problema
es conseguir llegar a imaginar cómo serían las cosas desde esta
ob·a perspectiva, no como una perspectiva buncada sino tan glo­
bal como la nuestra, tan capaz de dar sentido a todo un mundo
como capaces lo somos nosotros.
Una manera de percibir estas diferentes aproximaciones a lo
numérico -como algo más orientado a contar que a ser tratado
simbólicamente- es ohservar lo diferentes que pueden llegar a
ser las expectativas e intuiciones que guían a los matemáticos
actuales en comparación con Diofanto. La siguiente es una de­
liciosa descripción de lo que el hisLoriador de las matemáticas
Hankel sentía cuando leyó a Diofanto. Hankel empieza por se­
ñalar que Diofanto trata de problemas muy diferentes, a los que
aparentemente no une ningún principio común:
«y las soluciones son aún más heterogéneas que los problemas; es
de todo punto imposible dar con una recopilación minimamenle ex­
haust,iva de los diferentes gi.J"os que van tomando. No hay el menor
atisbo en el autor de algo que pueda parecerse a un método gene­
ral: para cada cuestión rccune a un método especial que, a menu­
do, no vale siquiera para los problemas más parecidos. En estas
condiciones, por más que un matemático moderno se estudie cien
soluciones de las que da Oiofant.o. seguirá teniendo dificultades para
encontrar la solución del problema centésimoprimero; si a pesar
de todo lo intentamos y si, Lras varios ensayos estériles, buscamos
la solución de Diofanto, veremos con sorpresa cómo deja de repen­
te el camino trillado, se aventura por un atajo y tras un brusco gi ro
llega a su objetivo -un objetivo con el que, demasiado a menudo,
no nos quedaremos satisfechos. Cuando creíamos haber escaJado
penosamente un sendero de montaña y esperábamos ver nuestro
esfuerzo recompensado con la contemplación de un vasto panora­
ma, resulta que nuestro guia nos había conducido por ca.mínos fá­
ciles, aunque estrechos y desconocidos, para acabar llegando a un
pequeño promontorio: ¡y se acabó! Le falta ese esfuerzo paciente y
concentrado que requiere el sumergirse a fondo en el corazón de un
único problema importanLe; y así el lector pasa apresurndo de W1 pro­
blema H ott'o <"Oll un íuLimo desasosiego, como en un juego de acer-

17!1
tijos. sin disf rutar nunca de ninguno de ellos. Diofanto nos deslum­
bra más que deleitarnos; es maravillosamente asLuto, listo, veloz e
infatigable, pero no entra jamás en la médula del asunto. Como la
trama de sus problemas no parece obedecer a ninguna necesidad
científica, sino tan sólo a dar con una solución para cada uno, esa
misma solución carece de una significación global y profunda. Es
un brillante artesano en el arte del análisis indeterminado, que él
mismo inventa, pero la ciencia no debe a este genio -al menos de
modo diredo- sino unos pocos métodos, pues le falta ese pensa­
miento especulativo que busca la Verdad más que la Precisión.
Ésta es la impresión general que he sacado de un estudio profundo
y reiterado de la aritmética de Diofanto» (citado por Heath, 1910,
p. 54).

Lo importante aqu__i es constatar qué fácilmente podemos


identificarnos con las reacciones de Hankel sin necesidad de
saber muchas matemáticas, pues lo que describe de una mane­
ra tan pláslica como auténtica es una experiencia perfecta­
mente típica. ¿No expresa Hankel con Loda precisión esa sensa­
ción que tenemos cuando entramos en contacto con actitudes
morales, políticas, estéticas o sociales que nos resultan extra­
fias? ¿No es la misma experiencia que tenemos cuando nos
mezclamos con gente que no nos es familiar? A cada momento,
nuestras expectativas quedan truncadas, nuestra capacidad de
prever lo que va a pasar no vale de nada, estamos continua­
mente en guai·dia, los acontecimientos siempre nos sorpren­
den. Nos faltan esos criterios que nos permiten anticipar las
respuestas: ¿por qué hace esto ahora o por qué dice esto otro?
Nos sentimos divididos entre el asombro ante unas prácticas a
las que no estamos acosLumbrados y la exasperación que nos
produce semejante ceguera para dar con unas posiLilidades
que a nosotros nos saJtan a la vista. El testimonio de Hankel es
la mejor evidencia fenomenológica de que el trabajo de Diofan­
Lo se inscribe en un pensamiento matemático diferente del
nuestro -tan dif erente como pueden serlo la moral o la reli­
gión de otra cultura.
La idea de que el número era número de unidades, y que la
propia unidad tenía una naturaleza distinLa, se mantuvo hasta
el siglo XVI. Un matemático que contribuyó a cambiar este pun­
to de vista fue el holandés Simon Stevin, de cuyos argumcnLos
podemos exLraer cierLos aspectos de interés sociológico.

/RO
Aunque Stevin siente como una necesidad justificar la rein­
tegración de la unidad en el seno de los números, no parece ha­
ber adoptado esta idea por los argumentos que aduce para ello,
los cuales no eran sino la defensa a posteriori de una posición
que le parece evidente por sí misma . .Klein cita un párrafo don­
de Stevin afirma su convicción de que el uno es un número: «no,
definitivamente no, pues estoy tan seguro de ello como si la
misma naturaleza me lo hubiera contado por su boca» (p. 191).
Podemos ver aquí que esa idea se le había hecho algo evidente
o natural, aunque existieran suficientes desacuerdos sobre el
asunto como para tener que presentar algún tipo de argumento
en que apoyarla. Stevin razonaba diciendo que, si el número
está compuesto de unidades, la unidad también forma parte
del número; como la parte debe ser de la misma nat,uraleza que
e] todo, la unidad es un número. Y negar esto, dice Stevin, es
tanto como negar que un pedazo de pan sea también pan.
Es verdad que este razonamiento llega a una conclusión que
hoy admitimos, pero no es probatorio. Para acept,ar la premisa
de que la parte es idéntica al todo, antes hay que estar de acuer­
do en que los números sean homogéneos y continuos. Stevin dice
claramente que trabaja a partir de esta idea; su idea es que, de
hecho, el número es análogo a la longitud, tamaño o magnitud:
«La comunidad y similitud entre la magnitud y el número es
tan universal que se aproxima a la identidad» (p. 194).
Así, la nueva manera de clasificar los números depende de
ver cómo puede asociarse el númc1·0 a una línea, y ésta es pre­
cisamente la analogía que quedaba excluida con el anterior én­
fasis en la discontinuidad inherente al acto de contar. fü, poco
probable que la divergencia entre los modos antiguo y nuevo de
ver la cuestión se hubiera zanjado con un razonamiento explí­
ciLo, pues éste hubiera dependido siempre de juicios subyacen­
tes en torno a la verosimilitud de la analogía básica enLre nú­
mero y línea. Lo cual, de rechazo, tiene derivaciones hacia el
problema de la conexión entre aritmética y geometría y la prio-
11dad relativa de la una respecto a la otra.
¿Qué es lo que hace cambiar la sensación que podamos tener
de que parles diíerentes del conocimiento están o no enlazadas
t>nLre Hí'? ¿Por qué una analogía como la de Stevin parece natu­
ral a unoH pNo no a otros? La respuesta esLá en las experien­
rim, nnt<·rion•i- v <'n loH actuales prop6siLoH, elementos ambos

IX/
que deben verse a su vez sumergidos en su contexto social y
perfilados contra el telón de fondo de nuestras tendencias na­
turales y psicológicas. Podemos hacernos una idea de lo que de­
cide entre estas analogías matemáticas fundamentales compa­
rando la posición de Stevin, que defendía una reclasificación
del número, con sus adversarios, partidarios de la concepción
griega.
Stevin era un ingeniero; como la mayor parte de los mate­
máticos de la época tenía preocupaciones prácticas y tecnológi­
cas (véase Strong, 1966), Jo que les llevaba a usar los números
no sólo para contar sino también para medir. Seguramente fue
este interés práctico lo que hizo saltar las barreras entre la arit­
mética y la geometría: los números vinieron a cumplir una nue­
va función al utilizarse para indicar las propiedades del mo­
vimiento y del cambio. Por ejemplo, el número y la medida se
hicieron imprescindibles para la balística, la navegación y la
utilización de las máquinas.
Parn quienes se oponían a las nuevas concepciones, que la
naturaleza había susurrado al oído de Stevin, el número con­
servaba un carácter más estático, sólo se podía comprender cla­
sificándolo: sus propiedades más importantes eran aquellas que
resultaban de asignarlo a su categoría apropiada. La relación
del número con el mundo no dejaba de ser también imporlante
para estos pensadores, pero la solían concebir de modo diferen­
te a los ingenieros, atribuyéndoles aspecto·11 que iban más allá
de aque1los que resaltaban estos hombres prácticos. El número
era una ilustración simbólica del orden y la jerarquía de los se­
res, por lo que tenía una dimensión metafísica y teológica.
En sus Procedures and metaphysics (1966), Strong afirma
rotundamente que los científicos y los oscurantistas formaban
dos grupos bien diferenciados; acaso Kepler fuera el que más
participara de ambas mentalidades. Investigacfones más re­
cientes han puesLo de relieve la vinculación entre ambos gru­
pos y sus actitudes, destacando que las visiones práctica y mís­
tica se combinaban frecuentemente (véase F1·ench, 1972). Pero
al margen de este debate histórico, una cosa es clara: la nuevn
concepción del número estaba estrechamente lig::ida a la tecno­
logía del siglo XVI. Cualesquiera que sean los f'actnrC's que han
mediado en el tn1nsito de la antigua a la n11t•v:1 p<•rHpN't iva,
huy que cxplicunni orienlnción gc•,wrnl y, ro1110 HIIJ\ll'lt 1 11 los t rn•
bajos de Strong, la causa más vel'osimil de ese cambio reside en
las exigencias crecientes de la tecnología.
La concepción a la que hemos llamado mística o numerológi­
ca merece un examen más atento, y éste será nuesLro segundo
ejemplo de variación del pensamiento matemático. Comence­
mos con un bosquejo de las concepciones pitagórica y platónica
de las matemáticas.

El número pitagórico y platónico

Los griegos usaban el cálculo por motivos prácticos en la


plaza del mercado, pero distinguían radkalmente este uso del
número de la elevada contemplación de sus propiedades. Esta
distinción se coffesponde un tanto groseramente con la cüscri­
minación que hacían entre lo14[stica y aritmética, o enLre una
aritmética práctica y otra teórica. Esta discTiminación entre
dos modos de acercarse al número se corresponde, a su vez, con
una discriminación social. Así, en el Filebo, Platón le hace decir
a Sócrates: «¿No debemos decir ante todo que una cosa es la
aritmética popular y otra muy distinLa la de quienes aman la
sabiduría?» (56 D). Para Platón, son los amantes de la sabídu-
1ia, los filósofo8, quíenes deben gobernar en una sociedad bien
ordenada.
La contemplación teórica del número comprendía una de
sus propiedades, llamada eidos. KJein explica que este Lérmi­
no hace referencia a la «especie» o el «tipo» del número, o más
literalmente a su «forma», ,,figura» o ,,aspecto». Para entender
cómo un número puede tener ciertas formas o aspectos, hay
que recordar que el número griego eR únjcamenle número de
cosas, y los números de cosas siempre pueden reprnsentarse
como números de puntos. Estos puntos pueden disponerse a me­
nudo formando figuras características, como cuadrados, trián­
gulos o rectángulos, de modo que resulta natural hablar de
números cuad1·ados, números triangulares o números rectan­
gulares u oblongos, y seguir así incluso recurriendo a una ter­
cera dimcm;ión si es necesario. Seguramente Frege hubiera
pensado (jlll' un numero oblongo es tan absurdo como un con-

rn:1
cepto oblongo, pero el ::;ignificado es tan claro corno el que
muestra la figu ra 6.
o o o o

o o o o o o o o o

o o o o o o o o o o
Númc1·0 Numero Numen>
cuadrado (91 tnan�ular(61 oblongo 181

Figura 6. N umeros figurados

Una vez que los números se han clasificado así en categorí­


as, pueden estudiarse las propiedades en términos de formas o
eido.c:;. Por ejemplo, la adicion de varios números triangulares
sucesivos da un cuadrado. Los griegos usaban un artificio lla­
mado gnomon, que era un número figurado que, al añadirse a
alguna de las figuras anteriores. no alteraba su configuración
general. Así, el gnomon de un número cuadrado generaba otro
cuach-ado, y se representaba como en la figura 7.

o o o o

o o o o

o ó o o

o o <.: o

Figura 7. El gnomon de un numero cuadrado

Cuando contamos los puntos del gnomon, se observa que las


configuraciones que se obtienen cumplen ciertas propieda­
des generales. Por ejemplo, el gnomon de un numero cuadrado
es siempre algún número de la secuencia de numeras impares
3, 5, 7, ... De donde se deduce inmediatamente que el núme­
rn de puntos de un cuadrado siempre podrá obLenerse como
suma de una serie de números impares. Y así pueden irse obte­
niendo multitud de resultados. entre los que hay nlguno!'I muy
complejos.
Lo primero que salia a In vista en (•Ht.1• 1•11fhq1w d1• ln 111·itm6-

/8,I
tica es lo bien que encaja en el análisis de Mill. Se trata de un
caso histórico en el que el conocimiento de los números se lleva
a cabo observando objetos sometidos a operaciones simples de
ordenamiento y clasificación. El que algunas de las conclusio­
nes de las matemáticas griegas rebasen los límites culturales e
históricos de su cultura se debe seguramente a que cualquiera
puede realizar este tipo de experiencias.
La segunda observación se refiere a lo que esta aritmética
tiene de particular, y no a lo que en ella hay de universa]. Re­
salta cómo cristaliza cierto elemento de la experiencia-elgno­
mon- para convertirse en una herramienta especializada de
investigación. Aunque la idea del gnomon es perfectamente
comprensible desde la perspectiva de nuestra aritmética, para
nosotros no se trata de una idea significativa; dados nuestros
amplios conocimientos actuales, tenemos, sin duda, ideas que
juegan un papel similar, pero no forman parte de las operacio­
nes centrales de nuestro pensamiento matemático, y así lo se­
ñala Klein: ,<las operaciones con el gnomon (. .. ) sólo adquieren
sentido cuando la investigación se orienta a descubrir las espe­
cies o tipos de las figuras y de los números» (p. 56). Las mate­
máticas modernas y la teoría de números también muestran
cierto interés por los tipos de números, pero no se parncen en
nada a ese enfoque c1asificatorio de los pitagóricos y los plató­
nicos posteriores. En ellos, la aritmética a veces toma el aspec­
to de una historia natmal de los tipos y de las especies y subes­
pccies de las formas de los números.
¿Qué interés puede tener esta aritmétka teórica? La res­
puesta está en que los pensadores de la época fundaban sobre
ella todo un sistema de clasificación en el que se representaban
simbólicamente la sociedad, la vida y la naturaleza: en el orden
y la jerarquía que se manifiestan en esa aritmética ven ellos
condensados tanto la unidad del cosmos como las aspiraciones
y el papel que en él juega el hombre. Los disLinLos tipos de nú­
meros significan instancias como la Justida, la Armonía o lo
Divino. La clasificación del número entra en resonancia con las
clasificaciones de la vida y el pensamiento cotidianos, de forma
que la contemplación de aquél era un medio de conocer el ver­
dadero sentido de éstos. Se trataba de una manera de entrru· en
conLacto intelectual con las esencias y potencias que subyacen
al ordNl íl<' ln:-i costU-i; e rncluso puede verse corno una forma

/Hó
particular de matemáticas aplicadas, dada la íntima relación
que mantenían con asunLos prácticos.
Los modos de coJTespondencja entre mat.emálicas y mundo
natural se manifiestan, en su nivel más simple, en la con-eJa­
ción que establecen los pitagóricos y neoplatónicos entre pro­
piedades sociales, naturales y numéricas. Su célebre Tabla de
los Opuestos ilustra esa distribución de categorías*:

lndcfmido Definido
Múltiple Uno
Izquierdo Derecho
Femenino Masculino
Claro Oscuro
Bueno Malo
Impar Par
Móvil Estalico
Cuadrado Oblongo

En las versiones mñs elaboradas de la visión pitagórica, las


propiedades especificas de los números a menudo se dotaban
de signHicados particulares y se investigaban como tales; as1,
por ejemplo. el numero diez estaba bgado a la salud y al orden
cósmico. Pero el numero no sólo simboliza las fuerzas cósmicas
sino que se supone que posee una eficacia divina o que partici­
pa de ella en algltna manera, de modo que el conocimiento del
número era un medio de i:;ituarse mentalmente en ciertos esta­
dos superiores de fuerza moral y de gracia.
Ahora nos es posible entender a qué debían enfrentarse las
ideas de Slevin. 'I'ratar al uno como si fuera cual4uier otro nú­
mero no era un asunto baladí, pues suponía ignorar y transgre­
dir todos loi:; significados y clasificaciones establecidos, enma­
rañar y confundir todo el intrincado juego de correspondencias
y analogías que 101:1 números ponían en conexión. Stevin estab<-1
nivelando y secularizando el numero, con lo que amenazaba su
compleja estructura jerárquica y su poder como símbolo teoló-
Fn el texto original. el aut-0r señala i,ólo las categoría!: de femenmolmni;
culino; cluro/oi;curo, hut>nolmalo, impuripar y cuadrado/oblongo. Sin Pmbargo.
lu Tabla de los Opuestos comlinmentE' aceptada induy<' adPm:\s las t·ulcgo1i11A
mdefinido.'dcfinido. multipletuno. izquierdoldPrecho y rmhil'P t 11i1·0 Por e.-ata
rn1.6n, R«' hnn mduidu l'll c-sta tradm·t·mn. rN. c/1• /m; 'J;¡

l.'-i(i
gico. A toda esta especulación pitagórica y neoplatónica, ¿se le
puede llamar con propiedad matemát..icas'? ¿No sería mejor de­
cir simplemente que alguna parte de las verdaderas matemáti­
cas pudo llegar a desarrollarse un tanto fortuitam.ent..e bajo
esos motivos especulativos y religiosos? Parece no caber duda
de que Stevin era un representante de las auténticas matemá­
ticas mientras que sus advernarios eran más bien anti-mate­
máticos; el suyo no era otro modo de hacer matemáticas sino
un modo de no hacerlas en absoluto. Como dice Stark en un
contexto similar, «sus matemáticas, por así decirlo, eran como
las nuestrns, pero estaban impregnadas de magia» (p. 162).
Este tipo de respuestas nos hace pensar que nuestra concep­
ción de las matemát..icas se mueve en el ñlo de una navaja. Si
nos at..enemos a una actitud que diferencia estrictamente mate­
máticas alternativas, podría ocurrir que ninguna variación en
las matemáticas pareciera lo bastante significativa como para
requerir alguna explicación. Pero, por otra parte, si no concede­
mos al misticismo numerológico rango de matemáticas, ni si­
quiera puede plantearse la cuestión de si se trata o no de otra
matemática. Y si lo que hacemos es dividir los casos históricos
en dos categorías, una que incorpora los componentes genuina­
mente matemáticos y otra que no merece llamarse matemáti­
cas, qué duda cabe de que la unidad eterna y aut..o-sufíciente de
las matemáticas queda asegurnda, porque esa unidad es un ar­
tefacto creado por nuestro c1iterio de valoración.
Podemos criticar esa actitud formalista diciendo que con­
vierte la imposibilidad de existencia de matemáticas alternati­
vas en una tautología, pues se reserva el derecho de definir lo
que es verdadero para después poder decidir que no puede ha­
ber matemáticas verdaderaniente diferentes. Pero los ejemplos
son mejores que las protestas formales; el siguiente hace frent..e
al supuesto que lat..e bajo esas actitudes formales que parecían
colocarnos en e] filo de la navaja, a saber, que las matemáticas
pueden pensarse separadas del contexto concreto de principios
interpretativos que les dan sentido. Lo que se opone a una so­
ciología de las matemáticas es esa idea de que las matemáticas
gozan de vida y significado propios, esto es, suponer que sus
:,;1mbolos encierran en sí mismos unas significaciones intrínse­
cnR que están ahí aguardando simplemente a ser percibidas o
comprcndidaH. Si no se hace esa suposición, la historia no pro-

IR7
porciona Ja menor justificación para distinguir lo que debe te­
nerse como matemáticas propiamente dichas, no habría ningu­
na base para aislar y discriminar retrospectivamente las ver­
daderas mat.emáticas.

La metafísica de la raíz de dos

Hoy se da por supuesto que la raíz de dos es un número, a


saber, el número que, al multiplicarse por sí mismo, da como
producto el número 2. Habitualmente se dice que es un número
irracional, denominación heredada de una época en que había
un notable interés sobre cuál era su condición. El problema
está -como bien lo vio Aristóteles- en que no hay ninguna
fracción p/q que sea igual a la raíz de dos.
La demostración que de eJlo hace Aristóteles se basa en la si­
guiente idea. Supongamos que la raíz de dos fuera un número,
con lo que habría de ser una fracción de la forma p/q. Suponga­
mos que hemos simplificado esta fracción suprimiendo los fac­
t.ores comunes del numerador y el denominador, con lo que ya p
y q no pueden ser divisibles por 2. Podemos entonces escribir:

supongamos que _p_ = v2


entonces p2 = 2c/

lo que significa que p 2 es un número par, pues es igual a un nú­


mero que tiene al 2 como factor. Pero si p2 es par, entonces p
también ha de ser par. Y si p es par, entonces q ha de ser impar,
pues habíamos supuesto que p/q había sido simplificada y, por
tanto, no queda ningún factor común -como sería e] 2- a p y a
e¡. Si p es pa1·, puede representai·sc de la forma:

p=2n
de donde p2 = 4n 2
y como teníamos p2 = 2q 2
habrá de ser 2q 2 = 4n :.?
es decir, e/= 2n'>

/88
Apliquemos ahora a q el mismo razonamiento que antes: si
q'I. = 2n 2, q'!. ha de ser par, luego q ha de ser par. Ahora bien, si q
es par, p ha de ser impar. Con lo que llegamos a una conclusión
que se opone a la anterior. Y esta secuencia puede repetirse in­
defmidumente de modo que p y q van siendo sucesivamente pa­
res, impares, pares de nuevo, etc.
Habitualmente la demostración se considera concluida iras
e] paso que convierte al p par en impar, pues ahí ya hay una
contradicción evidente. Esta contradicción significa que una de
las premisas del razonamiento era falsa; y la únka hipótes1s
dudosa era que la raíz de dos pudiera representarse como una
fracción de la forma ple¡ . Por lo tanto, esta hipótesis debe recha­
zarse.
¿Qué significa esta sede de cálculos y cómo obtiene ese sig­
nificado que se le asigna? ¿E!-{ la anterior una prueba de que la
raíz de doi:; es irracional? En rigor, sólo se ha probado que no es
racional, es decir, que no puede escribirse como una razón del
tipo plq. Para noi:;otros, si no es racional es que es irracional,
pero parn los griegos no era as1. Para ellos, lo que se ha demos­
trado con lo anterior es que la raíz de dos no es un número en
absoluto. La anterior serie de cálculos era una de las razones
por las que toda consideración sobre los números debía mante­
nerse alejada de las consideraciones que se hicieran sobre las
magnitudes. Así, por más que la raíz de dos no fue1·a un núme­
ro, sí correspondía, sin embargo, a una longitud geométrica
bien definida: por ejemplo, la de la hipotenusa de un triángulo
rectángulo cuyos lados tuvieran de longitud Ja unidad. Esto
nos da una idea del abismo que separaba la geometría de la
aritmética.
¿Qué es, entonces, lo que demuestra realmente la prueba?
¿Demuestra que la raíz de dos no es un número o que es un nú­
mero irracional? Es evidente que lo que demuestra depende
del marco de presupuestos sobre el número en cuyo interior se
consideran los cálculos. Si por número se entiende básicamen­
te el numero destinado a contar, una colección de puntos, en­
tonces c•I cálculo i:;ignifica algo muy distinto que si el número se
.,socia 1ntuilivamente con la imagen de un segmento de una li­
nl'a continua.
Lo prueba no tiene, pues, ninguna significación intrínseca,
no tiene• c•l menor !-wnt ido escrutar sus pasos elementales espe-

IH9
randa encontrar el sentido de la prueba en los signos escritos so­
bre el papel o en las operaciones simbólicas del cálculo mismo.
Esto se hace particularmente evidente en el hecho de que tales
operaciones despliegan una secuencia que se repite indefinida­
mente: no hay nada en el cálculo mismo que nos impida poner
punto final a ese juego que va mostrando cómo p y q son pares,
y luego impares, y luego pares otra vez ...
Podemos incluso imaginar que lo que demuestra ese cálculo
es que p y q son simuUáneamente pares e impares. ¿Por qué iba
a ser esto un absurdo? imaginemos una cultura donde la gente
haya aprendido muchas cosas importantes sobre aritmética
pero apenas haya concedido importancia a las categorías de lo
par y lo impar, que las utilicen en sus cálculos pero que no supu­
sieran para ellos un auténtko criterio de demarcación; una cul­
tura que nunca hubiera soñado con erigir una Tabla de los Opues­
tos como la de los pitagóricos ni, mucho menos, con entrelazar lo
par y lo impar con otras dicotomías cósmicas. Puede que inclu­
so, a diferencia de los pitagóricos, el día y la noche, lo bueno y lo
malo, lo blanco y lo negro no les parecieran unas oposiciones
evidentes o decisivas; después de todo, la noche se funde con el
día, lo bueno con lo malo y lo blanco con lo negro. Supongamos
que hablamos de unas gentes que practican el arte del compro­
miso, la mediación y la mezcla, cuyas circunstancias sociaJes y
visión del mundo acentúan la ligazón entre las cosas. Tal cosmo­
logía es algo comprensible y podría incluso alcanza1· un aJto gra­
do de complejidad. Pues bien, un cálculo corno el antedor podrfa
allí entenderse, del modo más rotundo y natural, como una de­
mostración de que los números pueden Rer Rimultáneamente
pares e impares, lo que además vendría a confirmar su creencia
en que no es nada realista trazar fronteras rígidas.
Lo importante en este ejemplo imaginario es lo mismo que
en el caso histórico ante1;or, a saber, que deben reunirse ciertas
condiciones para que un determinado cálculo tenga sentido. Es­
tas condiciones son de orden social, en el sentjdo de que residen
en el sistema de clasificaciones y significaciones que una cultu­
ra sustenta de forma colectiva. Por tanto, son condiciones que'
pueden variar y, en la medida en que lo hagan, vm;ará también
el significado de los objetos matemáticos.
Si el sentido particular de un cálculo depende• dt1I conjunto
de presupuestos compartidos, su iníluenciu g<'lll'r:11 <'H mm mt1R

190
conlingenle. Al descubrimiento de las magnitudes irracionales
se le llama habitualmente la «crisis de los irracionales» en la
matcmálica griega, y SC' trataba efeclivamente de una crisis
porque la separación entre magnitud y número que el descu­
brimiento evocaba en los griegos se oponía a su anterior háhi­
lo de imaginar las líneas y las fonnas compuestas por puntos
(Popper da una vívida descripción de esta co8mologrn del ato­
mismo numérico en el capítulo 2 de sus Conjedures and refuta­
tions, 1963). Aunque e::w descubrimiento provocó la decadencia
de la concepción antenor, bien hubiera podido ocurrir de otro
modo: lo que fue una crisis hubiera podido quedarse en una en­
gorrosa anomalía Si los partidarios de la cosmología atomh;ta
hubieran encontrado otro modo de expresar su posicion bá:-.ica
y otras líneas de trabajo para desarrollarlo, no habría habido
c1·isis. El hecho de que ::;iglos más tard(• el mismo atomismo nu­
merico se convirtiera de nuevo en la lm:-.e de trabaJOS creativos
hace eV1dente que el dest.'nlacc del prohlema en Grecia fue algo
contingente. Por CJernplo, Roberval. el matemático francés del
siglo }.."V!l, imaginó unas líneas compuestas de puntos y utilizó
lécnicas aritméticas, como la suma y la aproximación. para cal­
cular áreas de triángulm�. volumenes de pirámides y Humas de
cubos y otras potencias superiores, obt.eniendo rei:;ultados que
hoy consideramos casos especiales del cálculo integral (véase
Boyer, 1959, p. ltl2). Quizá un H.oberval griego prematuro hu­
biera evitado la c1·isis de los ixrncional('H, pero lo que sí es cierlo
es que el teorema sobre la raiz cuadrada de dos no impidió a
Roberval desarrollar sus t.rabajos.
Un caso semejante. E>n el que los procedimientos matemáti­
cos adquieren significados diferentes según el momento, es el de
loR infinitesimales. Est.C' próximo ejemplo ilustra también los
flujos y reflujos de los cdterios de rigor en matemáticas.

Los infinitésimos

A vecl'S se dice que una curva se compone «en realidad» de


muchoH pt>quenos segmcnlos de recta; y, evidentemente. esa
.rnalog1:1 t•nln• una curva regular y una coleccion de :-.egmentos

/!JI
enlazados entre sí aumenta cuanto más pequeños y numerosos
son esos segmentos. Este tipo de intuiciones son las que dieron
origen a la idea de magnitudes infinitamente pequefias o infi­
nitésimos, así como a la noción de límite: seguramente, «en el
limite», esos minúsculos segmentos son en realidad idénticos a
la curva (ver figura 8). La larga historia de estas ideas culminó
en el cálculo infinitesimal. Pensar en términos de infinitésimos
conlleva también ver las superficies y los sólidos como si estu­
vieran compuestos de segmentos o rebanadas, respectivamen­
te; este procedimiento permite captar intelectualmente ciertas
formas que, de otro, modo no se comprenderían.

3
4

n=3 n=4 n = oo

Figura 8. Segmentos y límites

La hist01ia de los infmitésimos es muy compleja, pero nos


bastará con exponer algunos aspectos generales para ilustrar
nuestro propósito. En los siglos XVl y XVII el uso de los infinité­
simos llegó a hacerse habitual en el pensamiento matemático;
uno de sus principales exponentes fue Cavalieri (1598-1647),
que recurrió expl:ícitamente a establece1· analogías entre la ma­
nera en que puede construirse un sólido a partir de segmentos
infinitesimales y la mane,·a en que un libro se compone de sus
páginas. Asimismo, sugirió que una superficie estaba hecha de
líneas infinitesimales del mismo modo que un tejido se hace
con hilos finísimos (Boyer,1959, p. 122).
Un uso particularmente atrevido de los infinitésimos fue el
que hizo Wallis (1616-1703) para encontrar la fó1·mula del área
del triángulo. Imaginemos un triángulo compuesto de minúscu­
los paralelogramos cuyo grosor es, como Wallis decía, «apenas
el de una línea» (Boyer, 1959, p. 171). El área de cada pa1·alelo­
gramo es prácticamente :igual a su base por Ru nlt.urn; si supo­
nemos -con Wallis- que realmenlc hay 1111:1 i11fi111dnd (oo) dC'
esos segmentos, entonces la altura de cada uno será h/'XJ, donde
hes la altura t.otal del triángulo. El área total es evidentemen­
te la suma de las áreas de todos los paralelogramos; la del pri­
mero, el del vértice, es cero, pues es un mero punto; la del últi­
mo, el de la base, será b x h/,;r.,, donde b es la longitud de la base
del triángulo y h/x. su altura (ver figura 9).

;---
b

Fígura 9

A partir del vértice, cada segmento será un poco mas largo


que el anterior, del cual se puede obtener con sólo sumarle una
pequeña cantidad constante cada vez; las longitudes de Lodos
los paralelogramos desde el vértice hast.a la base forman así
una progresión aritmética. Wallis sabía que Ja suma de los tér­
minos de una progresión aritmética es el producto del número
de términos por su valor medio. y no vio razón algun a por la
que dejar de aplicar este modelo de mfcrencia a esa sucesión
infinita de segmentos infinitesimales. Así obtuvo eJ área del
triángulo multiplicando la longitud media de los segmentos
(b/2) por el número de segmentos (que es -:.c.); y por la aJtura de
cada segmento (h/ 00), es decir

' b h
Ai·ea tota 1 = -- • o-, x --
2 oc

y simpbficando los x. del numerador y el denominador:

' 1
Arca Lotal =- - - b h
2

Muchos otros razonamientos ingeniosos de este tipo dieron


lugar n una mullilud de investigaciones y resuJt&dos; y aunque

19.'J
no existía ningún acuerdo sobre la condición precisa que debía
atribuirse a los infinitésimos, los trabajos no dejaban de irse
desarrollando. ¿Por qué, por ejemplo, el símbolo Vx que usa
Wal1is no es igual a cero'? ¿Cómo puede la suma de elementos
de medida cero dar como resultado el área de un triángulo?
Algunos pen::;adores, como Cavalieri, eran escépticos sobre la
realidad de los infinitésimos; otros. como Galileo. desarrolla­
ron largos argumentos filosóficos en su favor I véase Carruccio,
1964, p. 200).
Los historiadores que estudian este fértil período desL..1.can a
veces la falta de rigor que acompanaba al uso de los inlinitési­
mos. Ciertamente, para lm:i matematicos modernos los térmi­
nos en los que Wallis hace sus cálcuJos no tienen ningún signi­
ficado preciso, y símbolos como oc/r.1.. u operaciones como la de
simplificar infinitos no tienen hoy el menor sentido. Pero, por
olra parte, los historiadores no han dejado de reconocer lo va­
lioso que fue ese relajamiento del rigor, pues permitió por pri­
mera vez que ese tipo de expresiones figurara en los cálculos.
Antes estaban prohibidas, y hoy tambtén lo est�in. Como dice el
historiador Boyer, «afortunadamente» hubo hombres como Wa­
llis que no se peocuparon demasiado del rigor (p. 169).
Mucho antes de la época de Walli.s , el griego Ar químedes tam­
bién vio la utilidad de ímagmar que las figuras planas se corta­
ran en rodajas, y usó esta idea, junlo con otras metáforns más
mecánicas Lodavfa, para facilitar la intuición matemática de
algunas formas y figuras d1ficiles de tratar. Por ejemplo, imagi­
nó cómo podían equilibrarse entre s1 segmentos de fi guras pla­
nas de diferentes formas, y así llegó a formular ecuaciones que
daban el volumen de la esfera al ponerlo en relación con figuras
más simples como el disco o el cono ( véase Polya. 1954. vol. I,
p. 155, sección 5, para una descripción de este razonamiento).
Arquímedes esboza las líneas maestras de este «método de
teoremas mecánicos» en una carta en la que subraya que él no
prueba ni demuestra realmente los teoremas que propone <Ca­
rruccio. 1964): «De hecho, lo que hago es tener una primera in­
tuición por medioH mecánicos, y después lo demuestro geométri­
camenlc•, pues la mecánica no es una verdadera demostración»
(p. 111 ).
Pnrn Arqu1mcdN1, um1 verdadera dcmostnwi6n <'H una dc-
111uslranón gc>om(•lt·ica. y no una que se bn!-lt' 1•11 111Ptnforw-1 d<.>

/!1/
formas que se cortan en rodajas o se equilibran entre sí. Tales
demostraciones geométricas satisfacían la exigencia de no uti­
lizar infinitos actuales. La decadencia del rigor que tuvo lugar
en el siglo XV1 llevó precisamente a la convicción creciente de
que aquella manera de proceder, que para Arquímedes era tan
sólo heurística. s1 demostraba efectivamente lo que se preten­
día. Es interesant.e señalar que los matemáticos renacentistas
no conocían el método empleado por Arquímedes; sólo conocían
la versión geométrica en la que se hacia la demostración, en la
que no se intuía ninguna pista sobre las ideas y 1mgerencias que
había tras los razonamientos. Era opmión común que Arquí­
medes debía tener un método secreto para hacer sus maLemRti­
cas; y efectivamente lo tenía, aunque ese secrnto era más bien
un accidente histórico, pues la exposición que él había dado del
método no se descubrió hasta 1906.
El gran énfasis en el rigor que marcó las matemáticas del si­
glo XIX reinstauró la prohibición sobre los infinitos actuales y
los infinitésimos que ya había dominado en Grecia pero que se
había desvanecido en el siglo XVI. El nuevo 1·igor reconstruyó
los resultados de hombres como Cavalieri y Wallis que habían
culminado en el cálculo iníinitesimal, pero esa reconstrucción
elimino muchos de los métodos que lei:; habían llevado a aque­
llos resultados: por ejemplo, ya no volvieron a verse la multipli­
cación por 1/'XI de Wallis ni su simplificación de infinitos del nu­
merador y denominador de las fracciones.
Estas oscilaciones hacen pensar que en las maLemáticas po­
dría haber do:,:; factores o procesos diferentes que se encuen­
tran en tensión entre sí o que, al menos, se mezclan en distin­
tas proporciones. Bajo las matemáticas que hoy asociamos con
el cálculo infinitesimal ha habido una constante intuición de
que las curvas regulares, las figuras planas o los sólidos pue­
den verse como si estuvieran realmente constituidos por cor­
tes; se lrata de un modelo o metáfora que a menudo atrae a la
gente cuando piensa en estas cuestiones. Por supuesto, las ma­
temáticas no son lo mismo que el pensamiento intuitivo, sino
algo sometido a una disciplina y control estrictos; siempre se
han impuesto normas de demostración y de lógica. Para Arquí­
medes, las intuiciones mecánicas que estaban en la base de sus
razonnmicntos dclmrn pasar por el filtro de la geometría, pues
N1ln t·onstilu1a el unico modo de expresión capaz de proporcio-

1!)5
nar un control lógico válido. El filtro se ensanchó durante el si­
glo XV1 y la intuición pudo entonces expresru·se con un vigor me­
tafórico más denso. Por supuesto, el inconveniente fue la confu­
sión y la divergencia de opiniones; hubo más espacio para las
creencias personales y las desviaciones crealivas, pero la certe­
za quedó amenazada ante la proliferación incontrolada de de­
sacuerdos, anomalías y singularidades.
Estas variaciones en el rigor exigido a las matemáticas
plantean un problema importante. ¿Qué factores determinan
el equilibrio histórico entre las tendencias intuitivas genera­
les y los diferentes patrones y tipos de control y rigor a que se
las somete? Y no se trata sólo de una cuestión del grado de ri­
gor en los controles, sino también de las formas particulares que
adopta.
Es el mismo problema que hoy afrontan con dificultad los
historiadores de lar-, ciencias empíricas. Las operaciones bási­
cas del cálculo y la intuición de similitudes, modelos y metáfo­
ras pueden considerarse como los aspectos empíricos o experi­
mentales de las matemáticas, correspondiéndose con los dalos
aportados por la experiencia y los experimentos en las ciencias
naturales. Los principios generales de interpretación que dan
sentido a las pruebas y al rigor se con·esponderían con las teo­
rías explicativas, los paradigmas, los programas de investiga­
ción y el marco metafísico de las ciencias de la naturaleza. No
parece haber razones, por tanto, para tratar a las matemáticas
de manera distinta o las ciencias empíricas, y abundaremos en
esto más adelante.

Conclusión

Hemos presentado una serie de casos que pueden entender­


se como modos diferentes de pensamiento matemático. Hemos
mostrado que esas matemáticas diferían de las nuestras en su
estilo, sus significaciones, sus analogías y sus criterios de fun­
damentación. Estas discordancias son significativa:-; y recla­
man, por tanto, una explicación, que bien pudi(•t·a t•fü·onlrars<'
en c:ausas de hpo :-;ocial

l!Hi
Esos ejemplos también vienen a reforza1· la teoría (modifica­
da) de Mili, pues muestran que las matemáticas se fundan en
la expm·iencia pero en una experiencia que resulta de seleccio­
nar ciertos hechos según criterios mudables, una experiencia a
la que se dota de significados, conexiones y usos que también
son variables. En particulm·, esos ejemplos refuerzan también
la idea de que una parte de la experiencia sirve de modelo para
tratar numerosos problemas, y hemos presentado claramenLe
cómo esos modelos se generalizan mediante analogías y metá­
foras.
Estas variaciones y discordancias en el pensamiento mate­
mático suelen ocultarse. Una de las tácticas empleadas para
ello consiste, como hemos visto, en insistir en que un determi­
nado estilo de pensamiento sólo merece el nombre de matemá­
ticas en la medida en que se asemeja al nuestro. Pero hay otras
maneras más sutiles de enmascarar las diferencias, como pue­
de observarse profusamente en los trabajos de historia de las
matemáticas.
No puede escribirse historia sin llevar a cabo un proceso de
inte17Jretación. A lo que pensaron y concluyeron los matemáti­
cos del pasado debe dársele un significado actual si se quiere
que sea inteligible, y esto puede hacerse de muchos modos: al
establecer comparaciones y contrnstes, al discrimar lo valioso
de lo descartable, al separar lo significativo de lo insignificante,
al tratar de encont1·ar un sistema o derta coherencia, al inter­
pretar lo que parece oscuro o incongruente, al cubrir las lagu­
nas o al destacar los errores, al explicar lo que los pensadores
habrían podido o debido hacer si hubieran tenido más informa­
ción, más luces o más suerte, al hacer un comentario detallado
que reconstmya los supuestos y las creencias subyacentes... Todo
este dispositivo de comentarios eruditos e interpretaciones ine­
vitables mediatiza nuestra concepción del pasado. Se trata de
un dispositivo formidable, cuya capacidad para imponer al pa­
sado las normas y preocupaciones del presente es proporciona]
a su tamaño. Sin duda, nos es necesario para entender nuestra
historia, pero lo importante es que nos preguntemos qué nor­
mas vamos a imponer y qué preocupaciones nos van a guiar en
C'SC' trabajo de construir nuestro sentido del pasado.
Si los historiadores quieren mostrar el carácter acumulati­
vo de las mnlC'máticas, pueden hacerlo gracias a ese dispositivo

197
interpretativo. Los contraejemplos de esa visión de progreso se
convertirán entoncel:> en periodos de estancamiento o de desa­
rrollos erróneos, o en épocas que se desviaron en una orienta­
ción equivocada; y en lugar de mostrar la existencia de mate­
máticas alternativas, el trabajo se centrará ahora en separar
el trigo de la paja. No es de extrañar que, en estas condiciones, el
historiador Cajori (1919), contemporáneo de Spengler, pueda de­
cfr que las matemáticas son la ciencia acumulativa por excelen­
cia, que en ellas nada se pierde y que las contribuciones del pa­
sado más remoto brillan con el mismo esplendor que las apor­
Laciones actuales.
Pero sena injusto y demasiado simple decir que taJes plan­
teamientos falsifican la histo1ia, pues no violan ninguna nor­
ma de integridad o rigor académicos, incluso esas virludes se
dan con abundancia. Más propio sería decir que esas virtudes
se ponen al servicio de una visión general progresista, y esa vi­
sión es la que debe ponerse en entredicho. Los ejemplos que he­
mos aportado en este capítulo han confirmado lo que preveía el
enfoque naturalista: hay diHcontimndades y variaciones tanto
en el interior de las matemáticas como enlre lo que es matemá­
tica y lo que no lo es. Si queremos poner esto de relieve y tratar­
lo como un problema que requiere una explicación, debemos re­
currir a otras estimaciones como, por ejemplo, los mecanismos
del pensamiento lógico y matemáLico. De ello trataba también
la discusión entre Frege y Mill, y a ello se refiere el siguiente
capítulo.

1118
Capítulo séptimo
La negociación
en el pensamiento lógico
y matemático
El propósito de este capítulo es retomar el análisis de la com­
pulsión lógica; su intención es añadir a las explicaciones ofreci­
das hasta ahora un proceso completamente nuevo que denomi­
naré «negociación». El objetivo del capítulo 5 fue mostrar que el
carácter ineluctable o compulsivo de nuestro razonamiento es
una forma de constricción social. Así enunciado, esto puede ser
demasiado simple porque las convenciones, las normas o las
instituciones sociales no siempre nos constriñen a través de la
internalización directa del sentido de lo correcto y de lo erró­
neo, y, además, no pueden hacerlo. La gente, igual que regatea
sobre cuestiones de deberes o de leyes, también regatea sobre
cuestiones de compulsión lógica; y de igual manera que nues­
tros papeles y obligaciones sociales pueden entrar en conflicLo,
puede ocwTir lo mismo con los resultados de nuestras intuicio­
nes lógicas. Estas exigencias cruzadas e ineludibles no encuen­
tran explicación ni resolución en lo que hemos dicho hasta aho­
ra. Sólo cuando se tomen en cuenta estos factores, tendremos
una imagen más rica de los poderes creativos y productivos de]
pensamiento, y tendremos entonces una comprensión más ela­
borada de lo que significa la compulsión de un argumento lógi­
co o matemático. Para una comprensión cabal de este fenóme­
no, necesitaremos, más que nunca, una perspectiva sociológica.
Un acercamiento posible a estas cuestiones está en retornar
a la Lógica de Mili. En el curso de una agria controversia con el
obispo Whntí'ly, Mill dejó caer algunas indicaciones-poco tran-

W9
quilizadoras, pero apasionantes- sobre la naturaleza del razo­
namienLo formal. 1'�1 contexto de la dii:-;cusión no era muy pro­
metedor: Mill debate' con Whutely si el silogismo contiene una
«petitto p1'incipii ? El asunto puede plantear:5c de manera muy
simple a] examinar el siguiente argumento i:;ilohrístico:

Todos lm, hombres son mortales


El Ouque de Wcllington es un hombre
Luego el Ouque de Wellingt.on es mortal

Si estamos en condiciones de afirmar la primera premisa,


esto es, quf' todos los homhres son mortales, es porque debemos
saber ya de antemano que el Duque es morLal. As1 pues. ¿qué
esLamos haciendo cuando concluimos o inferimos su mortali­
dad al final del silo1-,rismo? El silogismo ¿no eslá razonando cir­
cularmente? Mill cree que. efectivamente. aquí se da una circu­
laridad. Una pnrte de las explicaciones que dio para justificar
su punto de vista es bien conocida, pero algunos de sus rasgos
mas sugenrntes han pasado inadvertidos.

El consejo de Lord Mansfield

La parte más familiar de la teoría de Mill es que el razona­


miento procede de lo particular a lo particulnr. Teniendo en
cuenta que el Duque de Wcllinhrton estaba vivo cuando Mill
propuso el :-iiloi.,rismo anterior, la inferencia sobre la mortalidad
del Duque se basaba en una generalización inductiva y en una
asociación de ideas: la experiPncia de los casos pasados permite
hacer generaliz:acioncs rnduciivai- fiables sobre la muerte y és­
tas se extrapolan naturalmente para respaldar casos que pare­
C<'n muy similares a aquellos que acontecieron en el pasado. g¡
caso del Duque de Hierro se asimila así, por gener-alización, a
los casos previos conocidos. Mili dice que el verdadero proceso
de infC'rencia consiste en el tránsito de los casos particularei:;
pasados a los casos particulares del presente, por lo que el pro
ceso de pensamiento involucrado no depende de o proccdr
conforme n- In generalización de que todos lo¡,. homhn•s 1wn-

•)()()
mos mortales. Opera sin ayuda de la premisa mayor del silogis­
mo. Tal como lo expresa Mill: «no sólo podemos razonar de Jo
particular a lo particular, sin pasar por lo general, sino que así
es como lo hacemos siempre» CII, III, 3).
Si la premisa mayor de un silogismo no interviene en nues­
tro razonamiento, ¿qué catcgorín debemos asignarle entonces?
Aquí es donde Mill deja caer las alusiones que mencionábamos.
Las proposiciones generales son para Mili simplemente «regis­
tros» de las inferencias que ya hemos realizado. El razonamien­
to, añade, consiste en el acto específico de asimilar los nuevos
casos a los viejos, «no en interpretar el registro de ese acto». En
la misma discusión, Mill se refie1·e a La generalización de que
todos los hombres son mortales como a un «recordatorio». La
f
inferencia sobre la mortalidad de cualquier persona especíica,
dice Mill, no resulta del propio recordatorio sino más bien de
aquellos casos pasados que sirvieron para establecer dicho re­
cordatorio.
¿Por qué llamar registro o recordatorio a la premisa mayor
de un silogismo? Para Mili, hablar en esos términos de las pre­
misas y los principios conlleva dos ideas. Primera, sugiere que
son derivados o simples epifenómenos. Segunda, mientras in­
dica que no son centrales para el acto del razonamiento en sf,
sugiere que podrían desempeñm· Rlguna otra función positiva,
aunque diferente de la que se le suele atribuir. El modo en que
Mill habla de esta otra función evoca un libro de contabilidad o
un impreso burocrático, esto es, un medio de documentar y ar­
chivar lo que ha ocurrido.
Mill resume elegantemenle esta explicación en su historia
del consejo que Lord Mansfield dio a un juez. El consejo era to­
mar decisiones rotundas porque posiblemente serían correctas,
pero no argumentarlas con razones, pues éstas serian casi in­
defectiblemente erróneas. Lord Mansfie)d sabía, cuenta Mill,
que la atribución de razones sería a]go a posteriori, que el juez
se basada, de hecho, en su experiencia anterior, y era absurdo
suponer que una mala razón pudiera estar en el origen de una
buena decisión.
Si las razones no llevan a conclusiones, sino que simplemen­
ll' son ideas a posteriori, ¿qué relación mantienen enLonces con
t•sas c·onclusione::-;? Mili considera que la conexión entre los prin­
<'i pios g<•nernlPH y los casoH que caen bajo su ámbito es algo que

'¿()J
debe crearse: se tiene que construí,. un puente interpretativo.
Así, «se trata de una cuestión de hermenéutica, corno dicen los
alemanes. La operación no es un proceso de inferencia, sino un
proceso de interpretación, (II, III, 4).
Mill trata el silogismo de una forma parecida: sus estructu­
ras formales se conect.an con las inferencias reales a través de
un proceso interpretativo. Es «un modo en el que siempre pode­
mos presentar nuestros razonamientos». Es decir, la lógica for­
mal es un modo de exponer las cosas, una disciplina impuesta,
una estructura superficial construida y más o menos artificial.
Esta exposición debe ser el producto de un esfuerzo intelectual
especial y debe involucrar algu na forma de razonamiento. Lo
notable es el orden de causalidad y de prioridad que revela este
análisis. La 1dea central es que los principios formales de la ra­
zón son hen-amientas de los principios informales del razona­
miento. La lógica deductiva es una criatura de nuestras tenden­
cias inductivas, es el producto de una reflexión interpretativa a
posteriori. Me referiré a esta idea como prioridad de lo infor­
mal sobre lo formal.
¿Cómo se expresa la prio1idad de lo informal sobre lo formal?
La respuesta es doble. En primer lugar, el pensamiento infor­
mal puede utilizar el pensamiento formal. puede tratar de forta­
lecer y Justificar sus conclusiones predetermmadas fundiéndo­
las en un molde deductivo. En segundo lugar, el pensamiento
informal puede tratar de criticar, evadir, burlar o rodear los prin­
cipios formales. En otras palabras, la aplicación de los ptincipios
formales es siempre un asunto potencial de negocrncion infor­
mal. Mili se refiere a esta negociación como proceso interpretati­
vo o hermenéutico, que atañe al vínculo que debe fo1jarse siem­
pre entre una regla y cualquier caso que supuestamente caiga
bajo esn regla.
La relación entre los principios formales o lógica y el razona­
miento informal es claramente una cuestión delicada. El pen­
samiento informal parece que reconoce la existencia y la poten­
cia del pensarmento formal -¿por qué, si no, se aprovecharía d<'
él?- al tiempo que mantiene voluntad propia, sigue su propio
camino, pasando inductivamente de lo particular a lo particu­
lar, dejándose guiar por lazos asociativos. ¿,Como pll('d<' hacN
ambas cosas a la vez?
Corn,iiclc>rt>mos el silogü,mo: lodo/\ l'H B, C' 1 18 A, 1111'1(0 (' l'R B.

:.!02
É ste es un patrón compulsivo de razonamiento, que emerge de
nuestro aprendizaje de ciertas propiedades físicas elementales,
como el que unas cosas contengan a otras. Tenemos una ten­
dencia infonnal a razonar de la siguiente manera: si se coloca
una moneda dentro de una caja de cerillas y la caja de cerillas
se coloca dentro una caja de puros, el camino para recuperar la
moneda es abril· la caja de puros. Éste es el prototipo del silo­
gismo. Esta simple situación suministra un modelo del patrón
general que se considera formal, lógico y necesario. Los princi­
pios formales, como el silogismo anterior, aprovechan nuestra
proclividad natural a extraer conclusiones; por eso, cuando los
empleamos, pueden ser tanto aliados valiosos como enemigos
importantes. Y por eso, cuando nos enfrentamos a un caso pro­
blemático, puede ser decisivo el que subsumamos ese caso bajo
este modelo o que lo mantengamos aparte, según las intencio­
nes informales que tengamos.
Para escapar a lo fuerza de una inferencia es evidentemente
necesario poner en tela de juicio la aplicación de las premisas
-o de los conceptos contenidos en las premisas- al caso en
cuestión. Quizá aquello designado por la letra C no sea real­
mente un A, o quizá no todas las cosas consideradas como Aes
sean realmente Bes. En general, habrá que establecer distin­
ciones, redefinir límites, señalar y explotar similitudes y dife­
rencias; desarrollar nuevas interpretaciones, etc. Este tipo de
negociación no pone en cuestión la propia regla del silogismo.
Después de todo, esa regla está arraigada en nuestra experien­
cia del mundo físico y tendremos que concederle algún ámbito
de aplicación; quizá más adelante hayamos de recurrir a ella.
Lo que sí se puede negociar es cualquier aplicación particular
de la regla.
El pensamiento informal, por tanto, hace un uso positivo de
los principios formales, así como también necesita burlaTlos o
rodearlos. Mientras que algunas intenciones informales ejerce­
rán una presión que trate de modificar o elaborar las estructu­
ras o significaciones lógicas, otras sacarán provecho de su esta­
bilidad y permanencia. E] pensamiento informal es, a la vez,
conservador e innovador.
Lu idea de que la autoridad lógica es una autoridad moral co-
1-rc el riei-igo de desatender los elementos más dinámicos del pen-
1;umic•11Lo lógico: conílicios entre deuniciones, presiones opues-

20.'3
tas, patrones de in rerencia impugnados, casos problemáticos.
Olvidar esto sería dar por supuesto que la autoridad lógica fun­
ciona siempre como algo que se da por sentado. Ahora bien,
lo que queremos señalar aquí es que también fünciona como algo
que se tiene presente, esto es, como un componente de nuestros
cálculos informales. Podría decir se que la autoridad, en tan­
to que algo que se da por supuesto, está en un equilibrio estático
que contrasta con la otra imagen de equilibrio dinámico. Esa
aceptación estática puede ser una forma más estable y compul­
siva de autoridad, pero dicha estabilidad también puede verse
perturbada.
No existe rnzón alguna por la que una teo1ia sociológica no
deba considerar ambos fenómenos. De hecho, la coexistencia de
ambos estilos alternativos de constreñimiento es una caracte­
rística central de todos los aspectos de la conducta social. Para
algunas personas, .v en algunas circunstancias, los preceptos
morales o legales, por ejemplo, se pueden jnternalizar como va­
lores cargados emocionalmente que controlan la conducta. En
otros casos, estos preceptos pueden aprehenderse simplemente
como elementos de información, como cosas a tener en cuenta
cuando se va a actuar y se quieren prever las reacciones de los
otros. La concun-encia de estos dos modos de influencia social
en las matemáticas -y el problema teódco de desenmarañar­
los- no puede sino fortalece1· su similitud con oLros aspectos
de 1a conducta.
El que la aplicación de los principios formales de inferencia
sea algo que se negocia explica ciertas variaciones importantes
en la conducta lógica o matemática. Por supuesto, cuanto más
formalizados estén los principios lógicos en cuestión, más explí­
cil.o y consciente es el proceso de negociación: y viceversa, cuan­
to menos explícitos son los principios, más tácita es la negocia­
ción. Ilustraré el carácter negociado de los principios lógicos con
tres ejemplos. El primero tiene que ver con el derrocamiento ne­
gociado de una verdad lógica evidente por sí misma. El segun­
do ejemplo trata de la cuestión ampliamente discutida de si los
miembros de la tribu azande tienen una lógica diferente a la
nuestra. El tercer caso expone la negociación de una demostra­
ción en matemáticas, basándonos en el brillante estudio histó­
rico del teorema de Euler realizado por l. Lakut.m; ( 1963/1964 ).
En eRt.e trabajo, Lakalos propone algo de gm11 vnlur p11rn t•l so

20I
ciólogo, mucho más de lo que cabria esperar considerando sus
comentarios metodológicos discutidos al principio de este libro.

Las paradojas del infinito

Consideremos de nuevo el silogismo: todos los A son B, C


es A, luego C es B. He sostenido que este razonamiento se basa
en nuestra experiencia de la inclusión y de la clausura. Si al­
guien duda de cómo o por qué el silogismo es correcto, basta con
que mire el diagrama en que se puede representar, que es
equivalente al propio silogismo (véase la figura 10). Ese d:ia­
grama conecta el silogismo con un principio importante del
sentido común, a saber, que el todo es mayor que la parte.

Figuro lO. El lodo es mayor que la parte

Uno puede sentirse tentado a suponer que, como las expe­


riencias de clausw·a son iguales para todos, grabarán este prin­
cipio en todas las mentes de modo uniforme y sin excepción. No
es sorprendente que quienes creen en la universalidad de La ló­
gica ]o citen como prueba. Así Stark (1958) dice:

«En lo que atañe a las proposiciones puramente formales, no hay


ningún problema de relatividad. Un ejemplo de tales proposicio­
nes es la afirmación de que el todo es mayor que la parte. A pesar
de todo lo que han argumentado los hiper-relativistas, no puede
existir sociedad alguna en la que este enunciado no se dé por bue­
no, puesto que su verdad emana inmediatamente de la definición
de sus términos y, por tanto, es absolutamente independiente de
cualquier condicionamiento extra-mental» {p. 163).

205
Stark no está diciendo que esa verdad sea innata. Permite
que proceda de la experiencia, pero es tan directa su conexión
con la experiencia que no puede insinuarse que nada se inter­
ponga entre la mente y la aprehensión directa de esta necesi­
dad. Las experiencias de este tipo son univen;ales y dan lugar
a los mismos juicios. Siempre y en todo lugar. el todo es mayor
que la parte.
Es ciertamente correcto decir que esta idea se encuentra en
todai; las culturas, se trata de un aspecto de nuestra experien­
cia al que siempre podemos apelar y que siempre tiene aplica­
ción. Pero esto no significa que cualquier aplicación particular
del principio sea convincente o que su verdad sea inmediata o
que no exista ningún problema de relatividad. De hecho, este
caso es particularmente interesante porque muestra lo opuesto
de lo que Stark piensa. En matemáticas hay un campo llamado
«aritmética transfinita» que debe sus logros precisamente al
rechazo explícito del principio de que el todo es mayor que la par­
te. Si se entiende de modo conveniente, este ejemplo muestra
que hay verdades aparentemente evidentes, respaldadas por
modelos frsicos convincentes, que, sin embargo, pueden subver­
tirse y renegociarse.
Consideremos la secuencia de números enteros: 1, 2, :i, 4. 5,
6, 7, ... Seleccionemos de esta secuencia infinita otra secuencia
infinita constituida sólo por los números pares: 2, 4, 6, ... Estas
dos secuencias se pueden asociar de la siguiente manera:

1 2 3 4 5 6 7
2 4 6 8 10 12 14

Sabemos por sentido común que los números pares se pue­


den contar. De modo más técnico, se dice que los números pares
se ponen en correspondencia uno-a-uno con los números ente­
ros. Esta con-espondencia uno-a-uno nunca se inte1Tumpc: a
cada número entero siempre le corresponderá un único número
par y, viceversa, a cada número par siempre le corresponderá
un único número entero. Supongamos que ahora decimos que
los conjuntos de objetos que tienen una correspondencia uno-a­
uno entre sus miembrns tienen el mismo número de miembros.
Intuitiva mente esto parece razonable, pero en nuestro caso sig­
njfica que existe la misma cantidad de número:-; pnn·H Cfll(' cJc.,

20(i
números enteros. Los números pares, sin embargo, son una se­
lección, una mera parte, un subconjunto de todos los números
enteros. Por lo tanto, la parte es tan grande como el lodo y el
todo no es mayor que la parte.
Podemos referirnos a esa multitud inagotable de números
enteros diciendo que hay un número infinito de ellos. Los con­
juntos infinitos tienen la propiedad de que u.na parte suya se
puede poner en correlación de uno-a-uno con el todo. Esta pro­
piedad de los conjuntos infinitos ya era conocida muchos años
antes del desarrollo de la aritmética transfiniLa, y se conside­
raba una prueba de que la idea misma de conjuntos de tamaño
infinito era lógicamente paradójica, auto-contradictoria y de­
fectuosa. Cauchy, por ejemplo, negaba la existencia de tales con­
juntos aduciendo precisamente este argumento (Boyer, 1959,
p. 296). Sin embargo, lo que en un momento sfrvió para descar­
tar conjuntos infinitos se aceptó más tarde como su propia defi­
nición. Así Dedekind (1901, p. 63) dice: <•Se dice que un sistema
S es infinito cuando es semejante a una parte de sí mismo»,
donde «semejante» en esta definición es lo que hemos Uamado
correspondencia uno-a-uno.
¿Cómo puede una contradicción convertirse en una defini­
ción? ¿Cómo es posible esa renegociación? Lo que ha ocurrido
es que el modelo de clausura física que subyace a la convicción
de que el lodo es mayor que sus partes ha cedjdo paso a otra
imagen o modelo domjnante: el de ]os objetos puestos en corres­
pondencia w10-a-uno. Ésta también es una situación fácilmen­
te ejemplifi.cable y experimentable de manera directa y concre­
ta. Una vez que este modelo alternativo se ha convertido en
centro de atención entonces la simple rntina de alinear los nú­
meros pares con los números enteros se convierte en la base
natural para concluir que la parte (los números pares) es tan
grande como el todo (todos los números enteros). El pensamien­
to informal ha subve1-tjdo un principio aparentemente ineluc­
table al imponer las exigencias de un modelo nuevo e informal.
Se ha concretado y explotado un nuevo tipo de experiencia. Si
lm, principios lógicos ineluctables resultan de una selección-so­
cialmente sancionada- de elementos de nuestra experiencia,
:-;icmprc podrán desafiarse apelando a otros aspectos de esa ex­
periencia. Los principios formales sólo se sienten como algo espe­
cial y privilegiado porque se les ha prestado una atención selec-

207
tiva, pero cuando se plantean nuevos intereses e inlencionl.'s, o
nuevas preocupaciones y ambiciones, entonces se dan las con­
diciones necesarias para que sufran reajustes.
La conclusión de todo esto es que no hay ningún sentido ab­
soluto que obligue a nadie a aceptar el principio de que el todo
es mayor que la parLe. No es la estricta significación de las pa­
labras la que impone ninguna conclusión, puesto que esas sig­
nificaciones no son las que deciden si cualquier nuevo caso debe
asimilarse o no a los casos anteriores para los que sí se aplica­
ba la regla general. A lo sumo, las aplicaciones precedentes del
modelo crean la presunción de que los casos nuevos que sean
similare::; se someterán también a la misma regla, pero la pre­
sunción no es compulsión y decidir sobre una similitud es un
prnceso inductivo y no deductivo. Si hay algo de compulsivo en
una regla, reside simplemente en el hábito o la tradición de usar
unos modelos en vez de oLros. Estamos constreñidos en asuntos
de lógica en el mismo sentido en que lo estamoi-; para aceptar
unas conductas como correclas y otras como erróneas, es decir,
porque damos por supuesta cierta forma de vida. Wittgenstein
lo expresó nítidamente en las Observaciones ( 1956): «¿no ocu­
rre así?, ¿que cuando uno cree que no puede ser de otra mane­
rn, saca conclusiones lógicas?» (I, 155 ). Sin embargo, Witlgens­
tein cree coITecto decir que estamos constreñidos por las leyes
de la inferencia de la mismn manera en que lo estamos por cual­
quier otra ley en la sociedad humana. Atendamos, pues, a una
sociedad con leyes muy dilerentes a las nuestras y comprobe­
mos si sus miembros se ven forzados efectivamente a razonar
de manera diferente.

La lógica azande y la ciencia occidental

El libro de Evans-Pritchard (1937) sobre los azande describe


una sociedad que es profundamente diferente de la nuestra; su
característica más chocante es que un azande nunca hace algo
de cierta importancia sin consultar al oráculo. Se adm1mslra
una pequeña cantidad de veneno a un pollo y He ha('<' unn pre­
gunta al 01·áculo de la] manera que puc-du contPHt:11·1--t• 1·omo "H1»

208
o •<no»: la muerte o la supervivencia del ave trasmite la respues­
ta del oráculo. Para los azande, toda calanúdad humana se debe
a la brujería, las brujas o brujos son pC'rsonas cuya mala volun­
tad y poderns maléficos son la causa de las de8gracias. La prin­
cipal forma de detectarlos es, por supuesto, el oráculo.
Ser brujo no es una simple cuestión de carácter, sino un atri­
buto físico hereditarfo que se manifiesta en cierta sustancia,
denominada sustancrn brujesca, que se encuentra en el vien­
tre de los nativos. Un brujo transmitirá la sustancia brujesca a
todos sus hijos y una bruja a todas suH hijas. fü;ta sustancia se
puede detectar en los exámenes posl-mortem que de vez en
cuando se emprenden para establecer o refutar las acusaciones
de br�jería.
Parece así una inferencia lógica clara que hasta con tener un
único caso de br�jena, que fuera decisivo e incontestable, para
establecer que toda una rama de parientes ha estado -o esta­
rá- integrada por brujos. De igual manera, la decisión de que
un hombre no es bruJO debería bastar para exonerar a todos sus
parientes. Pues bien, los azande no actúan de acuerdo con es­
tas inferencias. Como dice Evans-Pritchard:

, Para nuestra mentalidad parece evidente qul' si se prueba que


un hombre es bruJn, la totalidad de su clan es también brujo ipso­
/'acto, dado que el clan azande es un grupo de personas relacionadas
biológ¡camente entre sí por linea masrulina. Los uznnde perciben f'l
spntido de este argumento pero no aceptan su� conclusiones, que
llevarían u contradiccion toda la noción de brujena .. lp. 24 l.

En teoría, todo e] clan al que pertenece un brujo debería es­


tar compuesto por brujos. En la práctica, sólo se consideran bru­
jos a los parientes pat.ernos próximos de un brujo conocido. ¿A
qué se debe e::;to?
La explicación de Evans-Pritchard es clara y directa; lo ex­
plica señalando que los azande dan prioridad a los ejemplos es­
pec1ficos y concretos de brujería sobre los principios abstractos
y generales. Y mueHtra lo que constituye su foco localizado de
interes señalando que éstos nunca preguntan a un oráculo la
cue�tión general de si tal o cual persona es un brujo. En concre­
to, lo que preguntan es si tal o cual persona está embrujada
nqu1 y ahora Así, loR azandc no perciben la contradicción tal

20g
como la percibimos nosotros porque no tienen ningún interés
teórico en el tema, y las situaciones en las que expresan sus
creencias en la brujería no les llevan a plantearse el problema
(p. 25).
Este análisis conlleva claramente dos ideas centrales. Pri­
mera, existe realmente una contradicción en la manera azande
de ver las cosas, la perciban ellos o no; los azande han institu­
cionalizado un error lógico, o al menos un cierto grado de ce­
guera lógica. Segunda, en caso de que los azande percibieran el
error, una de sus principales instituciones sociales se volverla
insostenible, pues quedaría amenazada de ser contradictoria o
lógicamente defectuosa y, por tanto, su supervivencia estarla
en peligro. En otras palabras, es vita1 para los azande mante­
nerse en su enor lógico so pena de convulsiones sociales y de
implicar un cambio radical en sus modos de vida. La primera
idea manifiesta la creencia en la unicidad de la lógica; la se­
gunda, la creencia en su poder. La lógica es poderosa porque la
confusión lógica provocaría confusión social.
Para hacer frente a este análisis, podemos recurrir a las ide­
as de Wittgenstein. Como mostraba la cita del final de la sec­
ción anterior, a veces Wittgenstein equipara la extracción de
una conclusión lógica con la convicción de que algo no puede ser·
de otra manera: los encadenamientos lógicos son aquellos que
nos parecen evidentes. Ahora son los azande quienes conside­
ran evidente que todo el clan de un brujo no puede estar inte­
grado por brujos; para ellos esto no puede ser de otra manera.
Desde esta perspectiva, es lógico, por tanto, que no saquen esa
conclusjón. Pero como para nosotros ésa es la conclusión que
debe sacarse, debe haber más de una lógica: la de los azande y
la de los occidentales. La premisa de unicidad que invocaba
Evans-Pritchard queda, pues, refutada.
Este enfoque es el que desarrolla Pcter Winch en el artículo
«Understanding primitive society» (1964), donde razona a par­
tir de una cita de las Observaciones de Wittgenstein: se nos
pide que consideremos un juego «hecho de manera que quien
comienza siempre puede ganar gracias a un truco muy simple;
pero eso no se sabe. Aho1·a algu ien nos hace caer-en e11o, y se
acabó el juego» (II, 77). Observemos que deja de ser un juego,
no que nunca hubiera sido un juego. Se nos inviln u considorur
el juego, el estado de conocimiento de loR .i ugndorl'H y 1-1111-1 t·un1-1i

•JI O
guicntes actitudes como si fueran un todo. El juego. junto con
eJ conocimiento adicional del trnco, ya es otro todo diferente, e
implica una actividad diferente. Podemos ver del mismo modo
las creencia de los azande -con sus límites, aplicaciones y con­
textos particulares- corno si fueran un todo único y autosufi­
cienle. Constituyen así un juego particular al que puede jugarse
perfectamente. Pero si vemos ese juego como un mero fragmen­
to de un juego más amplio o diferente, entonces nuestra percep­
ción de aquella totalidad queda deformada.
Para subrayar la autosuficiencia de la visión azande, Winch
dirige la atención hacia ciertas diferencias entre la analogía
del juego y el caso en cuestión. El antiguo juego se volv,a efecti­
vamente obsoleto cuando aparec1a nueva información; una vez
que se conoce el truco, eJ juego se derrumba bajo el impacto del
conocimiento. Esto demuestra que el juego no se autocontiene
sino que, de hecho, es una parte precaria de un sistema más
amplio. Pero los azande no se limitan a descartar la brujería
cuando se les Jlama la atención sobre -las que consideramos
que son- todas sus implicaciones lógicas; no quedan sumí.dos
en la confusión. Winch sugiere que esLo prueba que la bmjena
y la lógica azandes no se pueden comparar con la perspectiva
occidental, que no se relacionan entre sí como partes de un todo.
El suyo es un juego diferente que no se prolonga en el nuestro
de un modo natura].
De estas objeciones al nnálisi!:! de Evans-Pritchard interesa
destacru· que sólo se enfrentan a una de las dos ideas centrales
a las que nos habíamos referido. Efectivamente, la discusión de
Winch atañe sólo a la unicidad de la lógica pero no discute su
poder. De hecho, parece compartir la creencia en ese poder. Pese
a su crítica, parece dar por supuesto que, si hubiera habido una
contradicción lógica en las creencias azande, la institución de la
brujeria se habna visto efectivamente amenazada. Y para ex­
plicar el que no haya sido así, sugiere que debe Lratarse de una
lógica diferente.
Ahora bien, si Mill tiene razón, la lógica está en el extremo
opuesto al poder. La aplicación de los esquemas lógicos es sólo
una manera de reordenar a posteriori nuestras reflexiones, y
siempre está sujeta a negociación. Veamos cómo puede analizar­
se el caso azande una vez descartada la hipótesis del poder de la
lógica. qu<· <·ompai-tcn las dos interpretaciones precedentes.

211
Lord Mansfield se hubiera sentido orgulloso de los azande,
pues siguen fielmente su consejo: expresan sus decisiones ro­
tundamente sin preocuparse por aportar una elaborada es­
tructura que las justifique. Siguen los pronunciamientos de
su oráculo cuando éste decide quién es o no un brujo y saben,
con la misma confianza, que no todos los miembrns del clan
afectado son brujos. Ambas creencias son estables y centrales
en sus vidas. ¿Qué hay entonces de esa inferencia lógica que
amenaza a todo el clan? La respuesta es que no hay tal ame­
naza en absoluto, que no hay ningún peligro de que sus creen­
cias estables se vean puestas en cuestión. Si alguna vez llega­
ra a plantearse e] problema de la inferencia, negociarían la
amenaza con habilidad para rechazada sin mayor dificultad.
Todo lo que necesitarían serían unas cuantas distinciones su­
tiles; por ejemplo, podrían admitir que todos los miembros del
clan han heredado la sustancia brujesca pero podrían tam­
bién precisar que eso no significa que sean brujos. De hecho,
podrían aducir, todos los miembros de todos los clanes son
brujos en potencia, pern ese potencial sólo se actualiza en al­
gunos de ellos, y sólo a éstos cabe llamarles brujos. Hay prue­
bas de que los azande hacen a veces regates como ése. Uno de
ellos puede haber sido acusado de brujería sin que por ello se
le traLe siempre como brujo; en ese caso dicen que la sustan­
cia brujesca se ha «enfriado», y ya no es más un brujo a nin­
gún efecto. La lógica no amenaza la institución de la brujería
porque un razonamiento lógico siempre se puede sustitufr por
otro. Y ni siquiera esto es necesario, a menos que alguien use
la inferencia lógica para plantear una amenaza; y si lo hace,
no será la lógica sino el que así la use quien se vea como una
amenaza.
La situación se puede 1'epresentar como muestra la figura 11.
En ella se muestra que los factores realmente importantes son
los dos elementos de la situación que se dan socialmente por
supuestos: el uso del oráculo y la inocencia general del clan en
su conjunto. Ambos están sancionados por la tradición y son cen­
trales en la forma de vida azande, por lo que ninguna extrapo­
lación meramente lógica que pueda seguirse de uno de ellos va
a pertui·bar al otro. Y si se necesita alguna justificación de la
coexistencia de estos dos rasgos sociales, siempre R<' podrá gc­
nernr una estructura apropiada de razones n 110:-1t11l'iori S1 unu

212
r n ferencía posible;
lodos los del c!Hn
son bruJOS

Todos los del


Un miembro clan no son
del clnn resultn �------ brujos. como es
ser un brujo Conclusion<•s y lnen sabido
reel.1boracionc8 desviadas:
hu,> brujm, .. frfos»
Figura 11 La impotencia de la lógica

estructura de justificación no cumple su función, siempre se pue­


de inventar ofra.
El que nosotros sí podamos imaginal' que la acusación de
brujería pueda generalizarse a todo un clan se debe simple­
mente a que no experimentamos verdaderamente la presión
que se ejerce contra esta conclusión. Podemos dejar correr nues­
tros pensamientos sin ninguna responsabilidad ni oposicion. Y
si, por el contrano, experimentamos la presión de eHe absurdo
manifieslo y necesitamos justificar nuestra actitud, podemos
hacerlo sm problemas.
Las principales variables sociales de una situación así son
de dos tipos: las instituciones, que se dan por supuestas, } el
grado de elaboración y desarrollo de las idea8 que mantienen
unidas a estas instituciones entre sí. En el caso de los azande
esa elaboración es mínima, aunque cm otras culturas puede es­
tar muy desarrollada. Podemos suponer con toda verosimilitud
que la amplitud y el sentido de dicha elaboración eslán en fun­
ción de los objetivos sociales de la gente y del modo e intensi­
dad de sus interacciones. No es algo que se intensifica o deja de
hacerlo gratuitamenle, como si fuera una floración espontánea
o algo movido por su propia dialéctica interna, sino que crece
en la estricta medida en que la situación lo provoca y no más.
Un ejemplo nos permitirá observar la pertinencia de esta
conclusión. Supongamos que un antropólogo extraño a nuestra
culLura nos argumenta de la manera siguiente: en vuestra cul­
Lura un nst•-;ino es alguien que mata deliberadamente a otro;

') J :1
como ]os pilotos de los bombarderos matan deliberadamente,
resulta que son asesinos. Nosotros entendemos perfectamente
esta inferencia y, sin embargo, seguro que nos resistimos a su
conclusión, pareciéndonos que ese observador extraño no ha
entendido realmente lo que es un asesino: no aprecia 1a dife­
rencia entre los dos casos que plantea. Quizá le replicáramos:
el asesinato es un acto de voluntad individual y un piloto de
bombarde1·0 cumple un deber, un deber que, además, está espe­
cíficamente sancionado por el gobierno. Nosotros sí distingui­
mos el papel especial que cumplen las fuerzas armadas. El an­
tropólogo puede decirnos entonces, tras consultar su cuaderno
de campo, que ha visto gentes que blandían el puño contra
unos aviones que atacaban, mientras tachaban a los pilotos de
asesinos. Alo cual podríamos contestar que efectivamente exis­
te cierta analogía entre asesinar y matar en tiempo de guerra,
y que, sin duda, en el ánimo de las víctimas que él había visto se
habían impuesto las semejanzas por encima de las diferencias;
incluso tal vez añadiríamos que es dificil pedir que la gente se
comporte de un modo totalmente lógico ante tal provocación,
por lo que eso que él había observado era un fallo de las pautas
de comportamiento racional que bien podía comprenderse. Aca­
so nuestro antropólogo nos abrumara entonces con preguntas
sobre los conductores de coches, que sí son civiles pero matan
gente. Sin duda, se quedaría fascinado con la manera tan intrin­
cada en que conceptos como los de accidente, homicidio, azar,
responsabilidad, error o intención han proliferado en nuestra
cultura. También él podría acabar concluyendo que nosotros
entendemos el hílo de su argumento pero que intentamos sos­
layar sus consecuencias lógicas por medio de todo un arsenal ad
hoc de distinciones metafísicas. En esa cultura, diría segura­
mente, la gente no tiene ningún interés práctico en las conclu­
siones lógicas y prefieren su jungla metafísica porque, de otro
modo, todas sus instituciones represivas se verían amenazadas.
Pero nueslTO antropólogo escéptico se equivocaría. No ra­
wnamo8 de ese modo para proteger nuestras instituciones del
colapso que sufrirían ante la presión de una crítica según la ló­
gicn; lo hncemos porque aceptamos de forma rutinaria las acti­
v,dndcs de los pilotos de bombarderos y de los nutornovilistas y
1\jm;tnmos nucRlros razonamientos a esM ntli,ws. Las institu­
c·ioncH son estnblcs y mwstros razonumÍ<'lllnH i11fi11111nh•s hu<·on

;¿11
los ajustes necesarios. Si percibimos la fuerza de las inferen­
cias lógicas deJ antropólogo es porque ya tenemos cierta dispo­
sición critica hacia las instituciones; por ejemplo, vemos la co­
nexión que hay entre el asesinato y otros actos que se le aseme­
jan. Así, la asimilación inductiva entre casos distintos puede
Uegar a imponerse sobre las deducciones formales que nos lle­
varían de un modo lógico a expresar nuestra condena.
Este proceso de reelaboración es una característica general
de nuestra cultura, e interviene tanto en la ciencia como en eJ
sentido común. Un interesante ejemplo de ello en la historia de
la ciencia podernos encontrarlo en la tan despreciada teoría del
flogisto con la que se explicaba la combustión. Recordemos que,
según esta teoría, lo que hoy llamamos un «óxido» era conside­
rado como una Rustancia simple llamada «residuo calcinado».
La teoría reposaba en la siguiente hipótesis:

Metal = residuo calcinado + :flogisto

Cuando se quemaba un metal para transformarlo en resi­


duo, liberaba el flogisto. Ahora bien, el peso del residuo era ma­
yor que el del metal inkial, de modo que Ja liberación o extrac­
ción de] flogisto daba lugar a un aumento de peso. ¿Cómo podía
ser, entonces, que se suprimiera algo y, sin embat·go. provocara
un incremento? Es tentador pensar aquí E'n la sustracción de
un número negativo, que equivale a una suma: -(-a)= +a. Aná­
logamente, puede pensarse que la conclusión lógica de ese resul­
tado experimental es que el flogisto tiene un peso negativo; de
hecho, los hjsLoriadores dicen a veces que la teoría del flogisto
«implicaba» que el tlogisto tiene un «peso negativo» (cf. Conant,
1966). Como un peso negativo es una propiedad evidentemente
extraña. puede concluirse que dicha teoría es inverosímil, o in­
congruente o que está condenada al fracaso. Sin embargo, la
mayor parte de quienes la suscribían no se sintieron forzados a
sacar esa conclusión; más bien, como buenos discípulos de New­
ton, se veían l1evados a no mantener la noción de peso negativo.
Lo que decían era muy sencillo: cuando el flogisto deja el me­
tal, aparece otra sustancia que viene a ocupar su lugar. La ex­
tracción de tlogisto no deja un residuo calcinado puro sino una
mezcla de> residuo y otra cosa. El candidato elegido fue el agua,
pues parecía estar implicada en numerosas reacciones en las

215
que intervenía el flogisto y, además, su papel exacto estaba muy
poco claro en esa época. La teoría daba así un paso suplementa­
rio para aclarar ese papel. Así que ahora, sin dejar de suponer
que el flogisto tenía un peso propio y que era positivo, no había
problema para que su extracción pudiera venir acompañada de
un aumento de peso. Todo Jo que se requería es que el agua que
venía a ocupar su lugar tuviera un peso mayor. De este modo,
la compulsión lógica que se sigue de un modelo elemental de
sustracción se consigue rodear con un modelo de sustitución.
Quienes están dispuestos a ver lo peor en esta venerable teo­
ría antigua considerarán que una elaboración de ese tipo no es
sino el exponente de un ingenio retorcido; no verán ahi más que
un intento exasperante de eludir la conclusión lógica de que el
ílogisto ha de tener un peso negativo. Pero, de hecho, esa inter­
pretación es un operación perfectamente habitual en la elabo­
ración de una teoría científica, y fue la que se hizo, por ejemplo,
algunos años después para intentar sacai- a la teoría atómica
en química de una situación difícil (Nash, 1966).
Gay-Lussac había descubierto una regularidad estrictamen­
te empírica en la manera de combinarse los gases. Si dos gases
A y B se combinan para formar un gas C, él encontró que 1 vo­
lumen del gas A siempre se combinaba con 1, 2, 3 o un pequeño
número entero de volúmenes del gas B, suponiendo que los vo-
1 úmenes se han medido en iguales condiciones de presión y
icmperaLura. La teoría atómica de Dalton había mostrado a los
científicos la utilidad de pensar las combinaciones químicas en
términos de combinaciones directas de átomos. Con ello, e] re­
sultado obtenido por Gay-Lussac lo que sugería era que si 1 vo­
lumen de A se combinaba con, por ejemplo, 1 volumen de B era
pm·que el mismo volumen de cada gas contenía el mismo núme­
ro de átomos.
El único problema de esta idea tan simple como útil estaba
en que, a veces, si se combinaba 1 volumen de A con 1 volumen
de B daba lugar a un gas C que ocupaba 2 volúmenes, a la mis­
ma presión y temperatura. Así ocunia, por ejemplo, con el ni­
trógeno y el oxígeno. La idea de que cada volumen contenía el
mismo número de átomos sólo podía mantenerse ahora si los
átomos de dividían por la mitad; si no, ese volumen doble sólo
tendría la mitad de átomos por unidad de volunwn nailon se
resislía 11 sacar esa conclusión y se dispuso o Hni·, 1fi1·1t1' 1•1 n•s1d

2/(i
tado experimental y la idea tan sencilla y útil que sugería: como,
sin duda, los átomos son indivisibles, ¿no será que Gay-Lussac
ha simplificado demasiado sus resultados experimentales?
Sin embargo, es fácil evitar la conclusjón de que los átomos
deban dividirse sin dejar de mantener esa idea de que hay un
mismo número de ellos en un mismo volumen. Basta con supo­
ner que cada partícula de gas está formada realmente por dos
átomos, de modo que cuando Ay B se combinan lo que ocurre es
que el compuesto resultante se forma mediante la sustitución
de 1 átomo de A por W1 átomo de B. La combinación se lleva a
cabo, no por simple adición, sino -una vez más- por sustitu­
ción. Ésa fue precisamente la hipótesis de Avogadro. Su verosi­
militud física y química fue difícil de establecer, pero sus fun­
damentos lógicos eran bien sencillos. Y como elahoración de los
principios básicos de la teoría atómica se parecía mucho a la
que permitió desarrollar la teoría del flogisto.
Todo esto sugiere que los azande piensan de un modo muy
parecido al nuestro. Su reticencia a sacar las conclusiones «ló­
gicas>• implícitas en sus creencias es muy parecida a nuestra
resistencia a abandonar nuestras creencias de sentido común o
nuestras fructíferas te01ias científicas. De hecho, su aparente
rechazo a comportarse lógicamente tiene la misma base que a
nosotros nos permite desarrollar estructuras teóricas altamen­
te refinadas. Sus creencias en torno a la brujería reaccionan
ante los mismos imperativos que las nuestras, si bien -por su­
puesto- esos imperativos actúan en diferentes grados y direc­
ciones: nuestras inferencias se rodean más frecuentemente de
distinciones justificatorias, guardamos registros más minu­
ciosos de nuestras también más elaboradas negociaciones, y
nuestros ai·chivos almacenan cosas distintas. Pero, con todo,
su comportamiento y el nuestro se parecen Jo suficiente como
para esforzarnos en trazar una teoría explicativa sobre las
reelaboraciones intelectuales que dé razón tanto de los azan­
de como de los científicos atómicos.
¿Cómo queda entonces la cuestión de si los azande tienen
una lógica distinta de la nuestra? El panorama ofrecido mues­
tra que los azande tienen la misma psicología que nosotros pero
instituciones muy diferentes. Si asociamos la lógica con la psico­
logía del razonamiento, tenderemos a decir que tienen la misma
lógica; si, por el contrario, la asociamos con el marco institucio-

217
nal de pensamiento, nos decantaremos más bien por ver que las
dos culturas tienen lógicas diferentes. La segunda opción sería
la que estaria de acuerdo con los capítulos anteriores sobre ma­
temáticas, pero mucho más importante que esa cuestión de defi­
nición es el reconocimiento fundamental de que tanto los facto­
res psicológicos como los institucionales se ven implicados en el
razonamiento. Nuestras tendencias nalurales a la inferencia,
como cualesquiera otras tendencias naturales, no constituyen
por si mismas un sistema ordenado y estable, sino que se nece­
sita algún tipo de estructura impersonal que trace límites y si­
túe cada tendencia en un ámbito propio que la delimite. Como
no existe ningún estado natural de equilibrio, es tan inevitable
que una cadena de inferencias entre en conflicto con otra como
lo es que interfieran entre sí los apetitos o los deseos. Dar libre
curso -o expresión natural- a una tendencia es restringir otro
tanto las otras; lo que nos obliga a plantearnos el problema de
la delimitación y, por tanto, el ele la negociación.
Demos un ejemplo tomado de las matemáticas. Recordemos
que la demostración utilizada para probar que la raíz de dos
no es un número racional contenía pasos de «libre curso», pero
cuya expresión «natural» no estaría permitida en las matemá­
ticas actuales. Las operaciones que permitían obtener que un
número era par e impar alternativamente podían repetirse in­
definidamente. Lo que sucede, de hecho, es que esa conclusión
se pone en conflicto con la suposición de que un número no pue­
de ser a la vez par e impar. El resultado no es ni una confronta­
ción estática ni el rechazo de un extremo u otro de la oposición,
sino que lo que se hace es trazar una distinción. Para los griegos
fue la distinción entre números y magnitudes, para nosotros es
la distinción entre números racionales e irracionales.
Las negociaciones crean significados. La conc1usi6n de que
la raíz cuadrada de 2 es un número irracional no se descubre
escrutando el contenido de los conceptos que estaban en juego
en la negociación: se introduce en la situación para resolver un
problema y, por tanto, responde a las diferentes fuerzas en pre­
Hencia. Por eso los griegos construyeron una respuesta diferente
a la nuestra. Las fronteras y el contenido de nuestros conceptos
son tan poco susceptibles de ser descubiertos como lo son las
fronleras de nuestros países o el contenido de- nuN1trn1-1 insl.iLu­
cioncs: son creaciones. Podemos ilustrar Nlio C'nn of to <'.it>mplo
de la historia de las matemáticas, que muestra con toda trans­
parencia ese carácter generador de la negociación.

La negociación de una demostración


en matemáticas

Hacia 1752 Euler se percató del siguiente hecho: cuando se


toma un sólido -corno un cubo o una pirámide- y se cuentan
el número de esquinas o vértices (V), el de aristas (A) y el de ca­
ras (C), resulta que satisfacen la fórmula: V -A+ C = 2. Un rá­
pido vistazo a otras figu ras, como las de la fi gu ra 12, muestra
que la fórmula se sigue cumpliendo.

Figura 12

A las figuras de este tipo se les llama poliedros y sus caras


son poligonos. Euler pensó que su fórmula era válida para to­
dos los poliedros y, tras comprobarlo en un amplio número de
casos, le pareció adecuado decir que ese resultado era un teo­
rema. Hoy no se concedería el honor de llamar teorema a un
resultado así obtenido, todo lo más se le atribuiría una certe­
za inductiva o moral: las generalizaciones inductivas siem­
pre pueden denumbarse ante un contraejemplo mientras
que un auténtico teorema debe seguirse de una prueba o de­
mo�Lrnción.

219
análisis naturalista de las matemáticas debe dar
<J1111lq t11L1 1·
cuenta de la naturaleza de la demostración y de] tipo de certeza
que entraña. La imagen que habitualmente se tiene de una de­
mostración es la de que confiere al teorema una absoluta y defi­
nitiva certeza, lo que parece ponen a los teoremas fuera del al­
cance de las teodas socio-psicológicas. El análisis que ofrece
Lakatos del amplio debate que hubo en torno al teorema de Eu­
ler nos permitirá acabar con algunas ideas tópicas sobre la na­
turaleza de la demostración y despejar el camino hacia un en­
foque naturalista.
En 1813, Cauchy propuso una idea ingeniosa que parecía
demostrar el teorema de Euler: se centraba en un «experimen­
to mental» con los poliedros. Imaginemos que los poliedros es­
tán hechos con láminas de goma y que quitamos una de sus ca­
ras. Tendremos una cara menos, por Jo que ahora será: V - A+
C = 1, suponiendo, por supuesto, que aplicamos la fórmula ori­
ginal a esta (igura. Como se le ha quitado una cara a la figura,
podemos imaginar que la abrirnos y la extendemos sobre un
plano; el cubo y el ptisma pentagonal. por ejemplo, tendrían el
aspecto de la figura 13:

Figura 1.3

}<ji paso siguiente de la demostración ( figura 14) consiste en


trazar las diagonaleb de las figuras aplanadas, con lo que las
superficies se convierten en conjuntos de triángulos. Cada vez
que trazamos una diagonal, aumenta en 1 eJ número de aristas
(A) y el número de caras (C); cada nueva arista crea una nueva
l'ara. As1, al terminar el proceso de triangulación, la suma V
-A+ C ¡:ague siendo 1, pues cada nueva arista {que se resta) se
anula con cada nueva cara (que se suma).
l<�l paso final de la demostración consiste en ir quiln11do loH
1 rinngulos uno por uno. Cuando quitamos un I rr,1111:11111 <·omo
Figura 14

el llamado A en la figurn 14, hacemos desaparecer una arista y


una cara, de modo que el valor de la fórmula sigue siendo l.
Ocurre lo mismo cuando quilamos un triángulo como el B:
como ya hemos quitado el triángulo A, al desaparecer B desa­
parecen 2 aristas, 1 vértice y 1 cara, por lo que el valor de la
fórmula sigue siendo el mismo. Así, como cada operación de és­
tas mantiene la fórmula, puede decirse: si la fórmula de Euler
es válida para el poliedro original, la fórmula V -A+ C = 1 debe
serlo también para el triángulo que queda cuando se han supri­
mido todos los demás. Y como esto es verdad, la fórmula origi­
nal es cierta.
La clave de la demostración está en mostrar que la propie­
dad señalada por Euler es una consecuencia natural del hecho
de que un triángulo tenga 3 vértices, 3 aristas y, por supuesto,
1 cara. El experimento mental original no era sino una manera
de poder visualizar los poliedros como constituidos p01· triángu­
los; visión que se obtiene al extenderlos sobre un plano y some­
terlos al proceso de t,riangulación. Lo que hace la prueba es to­
ma1· un hecho que surge por simple inspección y asimilarlo a
un esquema que se conoce mejor. Como con el modelo de inclu­
sión física o el de disponer cosas en correspondencia uno-a-uno,
el modelo de extensión y triangulación recurre a la experiencia:
dirige la atención hacia elementos de nuestra experiencia, los
aísla, y los sumerge en un modo de ver las cosas que nos es ha­
bitual. Así, el complejo problema original queda expuesto bajo
la forma de un esquema sencillo.
Las demoslraciones como ésta de Cauchy contradicen abier­
tamente el consejo de Lord Mansfield, pues al ir dando razón
de su proceso dejan al descubierto el flanco por donde pueden
sC'r ntnC'adm,. Quizá no quepa duda de que algunos poliedros se

221
ajustan a la fórmula de Euler, pero sí la hay de que el razona­
miento de Cauchy explique por qué es así. Por ejemplo, ¿pode­
mos quitar siempre una cara a cualquier poliedro y extenderlo
sobre un plano, como requiere la demostradón?; en el proceso
de triangulación, ¿siempre aparece una cara por cada nueva
arista?; ¿permanece la fórmula invariable cualquiera que sea
el triángulo que se suprima? A cada una de estas preguntas se
puede responder negativamente. Como señala Lakatos, Cauchy
no se dio cuenta de que la supresión de triángulos que se tocan
entre sí debía hacerse con mucho cuidado para que la fórmula
pudiera seguir manteniéndose.
Nos encontramos así ante una situación interesante. La de­
mostración intenta -y parece conseguir- aumentar el carác­
ter necesaii.o del resultado, pero a la vez plantea má8 problemas
de los que había al comienzo. Esta dialéctica entre las posibi­
lidades nuevas que aportan las ideas en las que se basa una de­
mostración, por una pai·te. y los nuevos problemas y objeciones
que puede suscitar, por otra parte, la analiza Lakatos con mu­
cha agudeza.
Lhuilie1· en 1812 y Hessel en 1832 encontraron cada uno una
excepción a] teorema de Euler y a la demostración de Cauchy.
En la figurn 15 se muestra un cubo encajado en otro, pudiendo
considerarse que el cubo interior perfila un hueco dentro del
gTande. Una inspección directa del número de caras , aristas y
vértices muestra que no satisface el teorema; y tampoco se pres­
ta al experimento mental de Cauchy, pues al suprimir una cara
de cualquiera de ambos cubos no se puede extender sobre el pla­
no la figura resultante. Cuando una demostración se enfrenta
a un contraejemplo, el problema que se plantea es el de decidir
si la demostración no es realmente una demostración o si el
contra�jemplo no es realmente un contraejemplo. Quizá sólo li­
rmta el alcance de la demostración. Si se supone que las demos­
traciones establecen de una vez poi· todas la verdad de una pro­
posición, entonces algo debe de andar mal con el contraejemplo.
Es verdad que el contraejemplo de los cubos encajados es bas­
tante más complicado que los casos originales que sugería el te­
orema, pero también lo es que satisface la definición de poliedro
que había dado Legendre en 1794: se trata, en otras pnlnbras,
de un sóJido cuyas caras son polígonos. Quizá cstn clt•finición
esté mal hecha y lo que hubiera debido ent<'ndt 1 r't-1P o lo que
acaso se estuviern pretendiendo significar de hecho- por po­
liec:lro fuera una superficie, y no un sólido, con caras poligona­
les. Ésta fue la definición que propuso Jonquieres en 1890, y
hubiera descartado el contraejemplo de los cubos encajados
pues forman un sólido y, por tanto, no son un poliedro. E] teore­
ma queda así a saJvo, porque trata de poliecb:·os.

Figura 15

También Hessel tuvo una respuesta para esto. Considere­


mos dos pirámides unidas por el vértice, como en la figura 16:

Figura 16

Se trata de una figura hecha con caras poligonales, pero V -


A+ C = 3, y tampoco puede aplicársele el experimento mental
de Cauchy, pues no puede extenderse sobre un plano después
de haberle quitado w1a cara. Puede plantearse, por supuesto,
la misma pregunta de antes: esta extraña figura, ¿es un polie­
dro? En 1865 Moebius ya había dado una definición de poliedro
que hubiera eliminado este contraejemplo: un poliedro, definió,
es un sistema de polígonos tal que dos polígonos comparten
una arista y en él siempre se puede pasar de una cara a otra
sin pasar por un vértice. Esta última c1áusu1a descarta eviden­
temente a las dos pirámides unidas por el vértice. Pero aunque
la reelaboración que hace Moebius del significado de poliedro
excluye los ejemplos de Hessel, aún quedan otros que burlan sus

223
defensas, como el de la figura 17, que satisface Ja definición de
Moebius pero no se somete a la demostración de Cauchy pues
no puede aplanarse.

FiRura 17

Para responder a esta objeción, se limitó el alcance de la de­


mm,tración y se estableció que: para los poliedros simples se
verifica que V -A+ C = 2, donde «simple» significa que puede
aplanarse. Pero as1 no se resuelven todos los problemas: un
cubo al que se le coloca otro encima plantea dificultades. Esta
vez el problema no está en aplanarlo sino en el proceso de trian­
gulación (ver figura 18). AJ aplanarlo, el área sombreada se con­
vierte en un aniUo y, al unir los puntos Ay Ben la triangulación,
crece el número de aristas pero no el de caras, con lo que falla
uno de los pasos principales de la demostración. Pochía añadir­
se entonces una cláusula suplementaria para descarta1· de] teo­
rema las figuras que dan origen a este tipo de anillos, con lo
que quedaría: para los poliedros simples cuyas caras también
están en conexión simple se verifica que V -A+ C = 2. Y la his­
toria continuaría.

Figura 78

Todo este proceso se debe a que el teorema empezó siendo


una generalización inductiva. Se propone una demostración y
es el mismo hecho de intentar probar que es co1Tecta el que ex­
pone la generalización a todo tipo de cnticas. Los contraejem­
plos 1·evelan que no estaba claro lo que era un poliedro y se tie­
ne que decidir cuál es el significado del término «poliedro", que
había quedado indeterminado en la zona de sombra proyectada
por los contraejemplos. Entonces la demostración y el propio
alcance del teorema ya pueden consolidarse gracias a la crea­
ción de una elaborada estructura de definiciones, que tienen
su origen en el conflicto que había surgido entre la demostra­
ción y los contraejemplos. Éstos son el memorándum o regis­
tro del curso que han ido llevando las negociaciones. La de­
mostración no se ha 11evado a cabo por medio de definiciones
sino que, más bien, su estructma formal definitiva ha resu.1tado
estar en función de los casos particu.1ares que antes se habían
ido considerando de manera informal. Como los a posteriori de
Lord Mansfield, también las definiciones de Lakatos aparecen
al final de un proceso matemático, no al principio. No cabe duda
de que ahora sí puede presentarse el teorema como si procedie­
ra inexorablemente de las definiciones, pero esas definiciones
no dejan de reflejar las intenciones de quienes las tejieron. Por
u
ejemplo, revelan qué tipo de fig ras y qué características de es­
tas figuras se consideran importantes e interesantes. La am­
plitud de sus reelaborncioncs indica los ámbitos donde hubo
que aventurarse con precaución, aqué1los donde, por ejemplo,
los territorios colindantes habían sido bien explorados con otros
propósitos.
Esta manera de proceder no hace de los teoremas verdades
triviales ni de las demostraciones algo inútil. Lakatos nos re­
cuerda Jo que el consejo de Lord Mansfield pasa por alto: que la
idea que orienta una demostración es un recurso valioso. Cum­
ple un papel parecido al de los modelos físicos de Mill: delimita
e] intento de comprensión de un asunto a la luz de cierto mode­
lo, que utiliza para establecer conexiones y analogías. Hay dos
formas principales por las que la idea que rige una demostra­
ción funciona como un recurso. En primer lugar, permite anti­
cipar contraejemplos o crearlos; del mismo modo que un aboga­
do revisa el alegato que acaba de preparar, de cara a encontrar
sus puntos débiles y anticipar las posibles objeciones de su opo­
nente, también puede revisarse así una demostración. En se­
gundo lugar, lo mismo si vale para demostrar el teorema como
si no, la idea que se ensayó en la demostración sigue existiendo
y podrá usarse como guía para trabajos posteriores. Ya vimos
ctSmo Roverbal se sirvió de las ideas que había en las demostra­
ciones propias del «atomismo numérico» de los primeros grie­
gos, aunque hubieran caído en descrédito tras el descubrimien-

225
to de las magnitudes irracionales: parle de sus recursos habían
quedado sin explotar.
Lakatos pretende rnostTar con su ejemplo que las matemáti­
cas, como las demás ciencias, proceden por conjeturas y refuta­
ciones (véase Lakatos, 1962 y 1967). Su esfuerzo por incluir las
matemáticas en la epistemología popperiana manifiesta que
quiere, como también el sociólogo, disipar ese aui·a de perfec­
ción estática e inexorable unidad que las rodea. Si hay un enfo­
que popperiano de las matemáticas, incorporará las críticas,
los desacuerdos y el cambio; y cuanlo más radicales, mejor.
Como en el análisis popperiano de la ñsica y de la química, no
puede haber ninguna certeza absoluta ni considerarse que se
ha alcanzado ningún punto final en el que se habría revelado la
esencia de las cosas. Los poliedros carecen de esencia. Desde
esta perspectiva, en las matemáticas no hay esencias lógicas
últimas como tampoco hay últimas esencias materiales.
Para apoyar este enfoque, Lakatos concentra su atención en
lo que llama «matemáticas informales», que son los sectores de
crecimiento que aún no han sido organizados como sistemas de­
ductivos rigurosos. «Formalizar» un sector de las matemáticas
sii:,rn.ifica presenLar sus resultados de manera que se deriven de
cierto conjunto de axiomas enunciados explícitamente. Bajo
este ideal, cada paso de una demostración se vuelve algo sim­
ple y mecánico, pues procede según reglas de inferenda explíci­
tamente establecidas. Este ideal de conocimiento matemático
es para Lakatos la muerte del pensamiento auténticamente
creador. La formalización oscurece los procesos de innovación
matemática y enmascara la naturaleza real del conocimiento.
El carácter evidente por sí mismo que, a veces, se quiere aiTi­
buir a los axiomas de los sistemas formales y el encadenamien­
to intuitivamente trivial de los razonamientos por los que se
llega a un resultado son, para Lakatos, meras ilusiones. Si algo
es obvio sólo se debe a que no se lo ha sometido a una c1itica en
profundidad. La crítica dcs-tiivializa lo trivial y pone de mani­
fiesto precisamente cuánto damos por supuesto en lo que nos
parece evidente por sí mismo. Ninguna verdad lógica de apa­
riencia sencilla y trivial puede aportar, por tanto, fundamenlo
último alguno al conocimiento matemático.
Al rechazar la idea dr que la auténtica naturaleza de las nin
LcnuHicm" deHcnrHw c·n lot-i Htf,;t.emas axiomáticos y formalizadoH,
Lakatos muestra que para él, como también para Mill, lo infor­
mal tiene prioridad sobre lo formal. Esa imagen de las mate­
máticas como conocimiento conjetural encuentra apoyo en el
hecho de que el programa de formalización y axiomatización ha
chocado con problemas técnicos graves y quizá insuperables.
Tales dificultades t,écnicas hubieran sorprendido menos-yaca­
so incluso hubieran podido preverse-- si las ideas dominantes
en matemáticas ao se hubieran centrado en la búsqueda de un
fundamente definitivo.
Ofrece1· una demostración de una proposición matemática
es más bien, para Lakatos, como ofrecer una explicación teóri­
ca de un resultado empírico en las ciencias de la naturaleza; las
demostraciones explican por qué una prnposición, o un resultado
conjetural, es cierta. Como muestra la discusi.ón del teorema de
Euler, una demostración puede refutarse con contraejemplos y
recuperarse después reajustando el alcance y los contenidos de
las definiciones y categorizaciones. Algun os casos que parecen
quedar explicados con una demostración pueden explicarse más
rotundamente de otra manera e incluso acabar convirtiéndose
en contraejemplos. Asimismo, la idea que rige una demosti-a­
ción yes eficaz -o no lo es- en cierto ámbito puede utilizarse
otra vez de manera diferente en otro ámbito, tal como ocurre
con los modelos y las metáforas en la teorización física. Al igual
que las teorías, ]as demostraciones dotan de ciertos significa­
dos a lo que explican. La invención de nuevas ideas para de­
mostrar algo o de nuevos modelos de inferencia puede alterar
radicalmente el significado de un resultado informal en mate­
máticas o en lógica. Eso es lo que pasaba cuando veíamo:;; que
una nueva interpretación del hecho de que dos conjuntos ten­
gan el mismo número de elementos daban sentido a la idea de
que la parte puede ser tan grande como el todo. Esta apertura a
la innovación y a la negociación, con todas las posibilidades que
encierra para reordenar la actividad matemática anterior, pone
de manifiesto que cualquier formalización puede subvertirse, es
decir, que toda regla puede reinterpretarse y toda idea puede
desarroUarse de maneras nuevas. En principio, el pensamiento
informal siempre puede burlar al pensamiento formal.
La analogía entre una demostración yw1a explicación o teo-
1in en las ciencias de la natmaleza brinda a Lakatos la oportu­
nidad de aplicar sus valores popperianos, y con resultados fácil-
mente predecibles. Los períodos de cambios rápidos en mate­
máticas, en loi:. que hay una crítica activa de los fundamentos,
se consideran favorablPs; aquellos otros períodos en los que las
definiciones, axiomas, resultados y demostraciones se dan por
hecho aparecen como períodos de estancamiento. Toda demos­
tración que se considera definitiva y a la que se atribuye una
rígida certeza corre la suerte de la teoría de Newton en física:
impresionaba tanto a la gente que paralizó su capacidad críti­
ca. Lo que fue un triunfo se convirtió en un desastre.
Casi igual de previsible ei:; el vínculo que Lakatos establece
a continuación entre esta valoración y su apreciación de la pos­
tura de Kuhn. Ese vínculo es de interés para el sociólogo. Laka­
tos considera que los períodos de estancamiento se correspon­
den con la «ciencia normal», donde ciertos desarrollos matemá­
ticos y ciertos estilos de razonamiento adquiei-en la apariencia
de verdades eternas. Basta con mirar el trasfondo de su valora­
ción (que la revolución permanente es buena y la estabilidad,
mala) para ver que estamos ante una teona sociológica de la
compulsión lógica. Lo que se considera lógico es lo que se da por
supuesto. En cada momento dado, las matemáticas se desarro­
Jlan según -y se basan en- lo que los matemáticos dan por su­
puesto: no tienen más fundamento que el social.
Está lambién claro que, según el análisis de Lakatos de las
matemáticas, debería poder hacerse algo muy parecido a una
historia ,kuhniana, de las maiemiíticas, en la que se identHica­
rían los paradigmas establecidos para dar cuenta de los períodos
de estabilidad o estancamiento. De hecho, los actuales historiado­
res es más o menos así como escriben la historia de las matemá­
ticas, quizá también ellos influidos por el mismo cambio de estilo
historiográfico que influyó en La estructura de las revoluciones
científicas. El rechazo de los supuestos lineales y progresistas
que caracterizaron a las anteriores generaciones de histo1·iado­
res de la ciencia se ha convertido hoy en un lugar común.
Esta nueva forma de historia de las matemáticas despliega
exactamente las mismas técnicas de estudio que la ante1ior, aun­
que tenga diferentes objetivos: tiene que sintetizar fragmentos
incompletos de documentos para reconstruir una historia cohe­
rente de los 1·esultados alcanzados, de los teoremas que se creyc­
rnn demostrados o de las discusiones que nunca acabaron de
articularse o zanjarse por completo. Asimismo, tamhi<>n liC'ne

22H
que interpretar, interpolar, comenta1· y exponei-. Pero los histo­
riadores son ahora más proclives que antes a investigar la inte­
gridad de diferentes estilos de trabajo, a 1·elacionar los datos
entre sí de modo que se enmarquen en épocas más o menos de­
limitadas, cada una con sus propias preocupaciones, paradig­
mas o weltanscha1wngen. No deja de construirse, igual que an­
tes, una unidad subyacente; y se siguen haciendo conjeturas
sobre los pensamientos que se ocultan bajo los documentos que
]os matemáticos dejan tras de sí.
Si la sociología de las matemáticas consiste simplemente en
esa manera de escribir la historia, los historiadores de las mate­
máticas pueden pretender razonablemente que la sociología d<'l
conocimiento es algo que ya están haciendo ellos. Pero, de hecho,
hace falta algo más, y algo distinto. Hay diferentes razones µor
las que un estilo historiográfico venga a subrayar las disconl.i
nuidades entre los cliforentes períodos y la integridad de las diM
tintas épocas, en lugar de mantener una visión de progrcim 11
neal. Y alguna de ellas puede estar bastante alejada de IA 1wrr-.
pectiva propia de la sociología del conocimiento. Por ejemplo, 1•1
que el idealismo hegeliano vea la historia como una !·wri<· d,•
épocas con sus respectivos espfritus característicos muN1t rn q11t­
no existe necesariamente una conexión entre ese tipo cll' l11 ,tt,
rias y un enfoque científico y causal. Más importanl<' q111· lm1
pautas generales o la mera forma de pensar la hi1,t11111, iu111 111
problemas que se quieren iluminar; son las cuest,io111'1'1 t ""' i1•1111
que e] investigador consigue o no aclarar las que d<'11·11111111111 NI
la historia tiene algo que decir a la sociología del <·011m·11111.. ,it,1
Rso es lo da que su atractivo a loi:. trabajos d<' l(uhn,
¿Qué problemas debe abordru· la historia de hrn n111l1•1111111, 11t1
para ayudar a la sociología del conocimiento? La rt'HJHII' t11 ,• f ,
en que debe ayudar a entender cómo y por que la 1w11l1 p1111 111
como realmente piensa, que debe ayudar a enLendcr c·o1110 11 t:•i
neran los pensamientos y cómo adquieren, conservn11 y pi, 1 d.,11
su condición de conocimientos. Debe arrojar luz Robre• t·u11111 1111
comportamos, cómo funcionan nuestras cabezas y de <J"" 1111 f 11
raleza son las opiniones, las creencias y los juicios. No lo rn11 ,
guirá 1,i no se esfuerza en mostrar cómo se construyc•n lnr-1 11111
temáticas a partir de componentes naturalistas: cxp,•1 u•rn 111
procesos mentales, tendencias naturales, hábitoi,;, pul n1111 1t1 d,•
rnmportnmic-nlo e instituciones. Y para C'llo es n0cc•H:in11 11' 111.1
fl •:,
allá de un estudio de los resultados del pensamiento: buscar,
tras los productos, los actos mismos de producción.
Si tiene algún interés escribir la historia de las matemáticas
de manera distinta a la gran tradición progresista, ese interés
sólo puede estar en el grado de relevancia teórica de las nuevas
preguntas que pueda ayudar a contestar. La sociología del co­
nocimiento aporta alguna de esas preguntas, y son esos proble­
mas psico-sociológicos los que hemos intentado plantear en los
anteri01·es capítulos.
Volviendo a la discusión de Lakatos sobre el teorema de Euler,
¿qué proceso subyacente es el que aflora? Pone de relieve un he­
cho muy importante sobre los procesos mentales y sociales, a sa­
ber, que la gente no está gobernada por sus ideas y conceptos, que
-incluso en matemáticas, la más cerebral de todas las activida­
des- son los hombres quienes gobiernan a las ideas y no al revés.
La razón es sencilla: las ideas se desarrollan gracias a cont1ibu­
ciones activas, se han construido y fabricado de manera que pue­
dan extenderse. Esas extensiones de sus usos y significados no
les son pre-existentes, no están previamente contenidas en los
conceptos como en un embrión. Pm- atento que sea el examen, la
reflexión o el análisis de un concepto, nunca revelarán los usos co­
n-ectos o incorrectos que de él puedan hacerse en una nueva si­
tuación. Recordemos cómo, en el teorema de Euler, tanto los con­
traejemplos como la idea centra] de la demostración tuvieron que
confrontarse activamente con el concepto de poliedro, de modo
que no puede decirse en absoluto que lo que se entiende por polie­
dro estuviera ya contenido en el significado de ese concepto. A
la hora de enfrentarse con los contraejemplos, el significado del
concepto es algo que sencillamente no existía; no había nada
escondido dentro del concepto que nos obligara a entenderlo de
una manera u otra, nada que pudiera impulsarnos a decidir qué
debía quedar incluido bajo su ámbito y qué debía excluirse.
Esto no quiere decir que no haya ninguna consbicción en
esos casos. La extensión y reelaboración de conceptos segura­
mente están estructw·adas y determinadas por las fuerzas en
presencia en el momento de la elección, fuerzas que pueden ser
totalmente diferentes según los individuos. Consideremos un
ejemplo sencillo. A un niño se le enseña la palabra ,,sombrero»
y aprende a reconocer algunos sombrnros. Un día ve una tapa
de tetera y la llama sombrero. La extensión que hn lwcho cirl
concepto se basa en el lazo que establece entrn el nuevo caso
particular y los anteriores casos particulares, sin necesidad de
venir mediado por ninguna abstracción a la que pudiera lla­
marse «el significado del concepto sombrero». El vínculo se es­
tablece por medio de las sem�janzas y diferencias percibidas
entre el nuevo objeto y los casos anteriores. La autoridad pa­
terna censurará rápidamente esa extensión natural del con­
cepto que había hecho el niño, subrayando que eso no es un
auténtico sombrero sino una tapa. La tendencia psicológica del
niño se ve así coartada por un límite de orden social. Más ade­
lante, el niño ve un cubretetera: ¿es una tapa o un sombrero? La
elección -que seguramente será bastante evidente, espontá­
nea e irreflexiva- resulta1·á del conjunto de reacciones suscita­
das por la nueva situación. El primitivo hábito, que quizá sea el
más fuerte, entrará en conflicto con las recientes restricciones:
si la cubretetera tiene algún extraño parecido con un sombrero
de su madre, no cabe duda de que eso cerrará el caso, hasta que
la voz de la autoridad trace otra severa distinción.
En esta sencilla situación de aprendizaje no es dificil adop­
tar una posición naturalista y ver cómo la extensión de los con­
ceptos surge de los distintos factores que actúan sobre el niño;
es fácil percibir cómo las experiencias anteriores pueden pre­
sionar en un sentido u otro. Tampoco es difícil apreciar que las
extensiones que sufren los usos de un concepto no se orientan
según un pretendido significado real de los mismos, sino más
bien por causa de diversos factores que dependen de la cxpc-
1·iencia pasada. Esta perspectiva podría aplicarse a los datos del
ejemplo de Lakalos. Por supuesto, ese ejemplo no aporta infm·­
mación sobre cuáles fueron las causas de la disparidad de jui­
cios que hubo en torno a lo que debía entenderse por un polie­
dro, por lo que habría que estudiar los compromisos y los ante­
cedentes de los actores que intervienen en la situación. Lo que
sí queda patente es el campo de acción de esos factores. Es en
este sentido en el que decimos que el hecho de apreciar el papel
creativo de la negociación aumenta la necesidad de una pers­
pectiva sociológica. Este enfoque destruye el mito de que las
ideas trazan el camino que han de seguir los pensadores, des­
carta esa escurridiza creencia en que el papel que juegan las
ideas en la conducta de la gente excluye las causas de tipo so­
cial, como si esos dos elementos se opusieran.
Capítulo ocho
Conclusión:
¿dónde nos encontramos?

Las categorías del pensamiento filosófico forman un paisaje


inLelectuaJ. Sus grandes hitos se denominan «verdad», «objetivi­
dad», «relativismo>•, «idealismo», «materialismo», etc. Concluiré
orientándome respecto a algunos de estos hitos y reafirmando
aquellos que identifican la posición que he defendido.
El argumento que he asumido por completo y que confirma
lo que pienso es el punto de vista de gran parte de la ciencia
contemporánea. En lo fundamental, la ciencia es causal, teóri­
ca, neutral, a menudo reduccionista, hasta cierto punto empi­
rista, y en último extremo materialista como el sentido común.
Esto significa que se opone a la teleología, al antropomorfismo
y a lo que es trascendente. La estrategia globaJ ha sido unü- las
ciencias sociales lo más estrechamente posible con Jos métodos
de otras ciencias empíricas. De una manera muy ortodoxa he
dicho: basta con proceder como Jo hacen las otras ciencias y
todo irá bien.
Al delinear el programa fuerte en sociología del conocimien­
to, he intentado captar lo que pienso que realmente hacen los
sociólogos cuando inconscientemente adoptan la postura natu­
ralista en su disciplina. El peligro proviene de rehuir sus impli­
caciones totales, no de avanzar por ese camino. Sólo las visiones
pru·ciales serán presa de ciertas inconsistencias. He selecciona­
do algunos argumentos que parecen plantear las objeciones filo­
sóficas centrales que pueden hacerse a la sociología del conoci­
miento científico. Siempre he intentado responder no echándo­
m<.• aLrás o buscando un compromiso, sino elaborando el punto

233
de partida básico de las ciencia::; sociales. En verdad, lm; temas
centrales de este libro -que las ideas del conocimiento se ba­
san en representaciones sociales, que la necesidad lógica es
una especie de obligación moral y que la objetividad es un fenó­
meno social- tienen todas las caracicristicns de las hipótesis
científicas transparentes.
Las deficiencias de las perspectivas desanolladas aquí son,
sin duda, legión. La que siento más agudamente <'S que. aun­
que he acentuado el cará<.:Lcr materialista de la aproximación
sociológica. el materialismo tiende aún a ser pasivo y no acii.vo.
Espero que no pueda decirse que no sea totalmente dialéctico,
pero sin duda representa al conocimiento como teoría más que
como práctiC'a La posibilidad de descubrir la mezcla correcta me
parece que está ah1, incluso si aun no se ha conseguido. Nada de
lo dicho niega el poder técnico y la practicidad diáfana de gran
parte de nuestro conocimiento, pero su relación precisa con la
Leoría sigue siendo un problema. Por ejemplo, ¿cómo se relacio­
nan nuestras habilidades manuales con nuestra consciencia?
¿En qué se diferencian las leyes que gobiernan a ambas? Lo
máximo que se puede decir en mi defensa es que los cnt1cos de
la sociología del conocimiento raramente hacen algo mejor. En
verdad parecen tener m('nos recursos para enfrentarse con el
problema que quienes mantienen una aprox1macion naturalis­
ta. Es saludable record�u- que la filosofía de Popper hace de la
ciencia un asunto de pura teoría en vez de una técnica en la cual
podemos confiar. S6lo provee una ideología para el científico
más puro y deJ a al ingeniero y al artesano sin auxilio.
Desafortunadamente, el proceso de tomar las refcrcncins pro­
pias, de• situarse, tiC'ne sus obstáculos. Al igual que el paisaje
que rcco1Tió el pcrcgnno John Bunyan, la topograüa del intelec­
to no <'H moralmente neutra. Los altos Picos de la Verdad res­
plandecen atractivamente, pero el sucio Foso del Relativismo
alrnpará al incauto. La Racionalidad y la Causalidad luchan
Pnlrc s1 como si fueran las fuerzas del Bien y del Mal. Las res­
puestas prefab1icadas y las evaluaciones convencionales son tan
,nHpropiadas parn la sociología del conocimiento como predeci­
hlc•s por ella. Tomemos por ejemplo el relativismo. Los filósofos
algunéls veces se cmbrofürn porque el relativismo moral les ptt­
rccc filosóficamente aceptable. pero no el relativismo co1-,"llltivo
Sus s<•nt.imilint.os i-;on dif'c>renLeH para cada cmm clt• m111wrn qtH'

J!.'11
buscan razones para justificarlos. Científicamente, es posible y
deseable mantener una misma actitud hacia la moralidad y ha­
cia el conocimiento. El relativismo es simplemente lo opuesto
a] absolutismo, y seguramente es preferible a él. Bajo algunas
formas, puede al menos sostenerse auténticamente a la luz de
nuestra experiencia social.
Es innegable que el progrnma fuerte en la sociología del cono­
cimiento descansa sobre una forma de relativismo. Éste adopLa
lo que se puede llamar «relativismo metodológico>,, una posición
resumida en los requisitos de simetría y reflexividad que fueron
definidos al principio. Todas las creencias deben ser explicadas de
la misma manera general, al margen de cómo se evalúen.
Una forma en la que la sociología del conocimiento podría
autojustificarse polémicamente en su relativismo es insistir en
que no es más ni menos culpable que otras concepciones del co­
nocimiento que normalmenle escapan de esta acusación. ¿Quién
acusa a la teoría de Popper de relativista? De hecho, cuando
esta acusación se dirige contra la sociología del conocimiento
¿no proviene frecuentemente de aquellos que están impresiona­
dos por esa filosofía? Y, aún más, la sociología del conocimienLo
puede formular fácilmente lo esencial de su propio punto de
vista en los términos de esa filosoña. Todo conocimiento, podrfa
decir el sociólogo, es conjetural y teórico. Nada es absoluto ni de­
finitivo. Por tanLo, todo conocimient..o es relativo a la situación
local de los pensadores que lo producen: las ideas y conjeturns
que son capaces de producir, los problemas que les inquietan,
la interacción entre presupuestos y crítica en su medio social,
sus objetivos y pretensiones, las experiencias que tienen y los
patrones y significados que aplican. ¿Qué son todos estos facto­
res sino determinantes naturalistas de las creencias que pue­
den ser estudiados sociológica y psicológicamente? Tampoco se
altera la situación porque al explicar la conducta y la creencia
algunas veces se establezcan suposkiones sobre el mundo físi­
co que circunda a los actores. Esto sólo significa que las conje­
turas de la física o de la astronomía son utilizadas como hipóLe­
sis subsidiarias. Si Popper está en lo cierto, este conocimiento
también es conjetural. La explicación entera es una conjetura,
aunque sea una conjetura sobre otras conjeturas.
De manera similar, un sociólogo puede asumir la insistencia
de PoppPr C'n que lo que establece el conocimiento científico no

2.'15
es la verdad de sus conclusiones sino las reglas de procedimien­
to, los patrones y las convenciones intelectuales que lo confor­
man. Una teoria convencionalista del conocinuento corno es la
de Popper puede tomarse corno el esqueleto abstracto de una
descripción sociológica más realista del conocimiento.
Considerar todo conocimiento como algo conjetural y falible
es realmente la forma más extrema de relativismo filosófico. No
obstante, Popper seguramente está en lo cierto al creer que po­
demos obtener conocimiento, y conocimiento científico, aunque
no sea más que conjetural. Lo que constituye la misma existen­
cia de la ciencia es su condición de actividad en proceso. gn úJ­
timo extremo, es un modelo de pensamiento y conducta, un es­
tilo de abordar las cosas que Li1me sus normab y valores carac­
terísticos. No necesita ninguna sanción metafísica última en la
que apoyarse o que la haga posible. No necesita de cosas como
la Verdad, sino de verdades conJeturaJes relativas, as1 como tam­
poco necesita de patrones morales absolutos sino de los patro­
nes aceptados localmente. Si podemos vivir con el relativismo
moral, podemos vivir con el relativismo cognitivo.
La ciencia puede ser capaz de funcionar sin verdad absolu­
ta, aunque tal verdad podría subsistir. Este scntim1ento resi­
dual seguramente descansa sobre una confusion entre la ver­
dad y el mundo matenal. Es lo exterior, el mundo material, lo
que realmente parece tenerse en la cabeza cuando se in�iste
en que debe haber alguna verdad permanente. Este instinto pa­
n•ce inatacable. Pero creer en un mundo material no ju:;tifica
la conclusión de que exista un estado final o privilegiado de
uduplación a él que constituya el conocimiento o la verdad ab­
soluta. Como ha sostenido Kuhn con gran claridad, el progreso
cwntífico -que es bastante real- es como la evolución darwi­
n1ana. No ha,v meta para la adaptación. No se puede dar nin­
glin significado a la idea de adaptación p<•ríecLa o final. Hemos
akanzado la posición actual en el progreso y evolución de nues-
1 ro conocimiento, de igual manern que ocm·rc en la evolución
dt• nuestras especies, sin faro ni meta alhruna que nos gwe.
De igual manera que se acusa a la sociología del conocimien­
to de n•lalivismo, como si esto fuera un crimen en vez de una
111·ccsiclad, asim1smo se la acusará de subjetivismo. ¿,Dóndt> :Sl'
t•ncuenlru la sociología del conocimiento con n•s¡wdo ., la H.o<·a
dl' la Ob.wt1v1dad'? ¿Supone est.o que l'I c<moc·i1tli1•11l11 v1•rd11clNa
mente objetivo es imposible? Rotundamente, no. Lo que se pro­
puso en Ja discusión de Frege, por ejemplo, fue una teoría socio­
lógka de la objetividad. Si no so hubiese sostenido la existencia
de la objetividad no habría habido necesidad de desarrollar
una teoría para describirla. Tampoco es ésta una manera de
decir que la objelividad sea una ilusión. Es real pero su natw-a­
leza es totalmente di !erente de lo que se pudiera esperar. Son
otras teorías de la objetividad las que quedan refutadas me­
diante un análisis sociológico, no el fenómeno mismo. Aquellos
que se e1;gen en campeones de la objetividad científica podrían
reflexionar sobre esto: una teoría sociológica de la objetividad
probablemente otorga a ésta un papel más prominente en la
vida humana del que ellos mismos le conceden. Desde esta teo­
ría, el conocimiento moral también puede ser objetivo. Como
muchos rasgos de un paisaje, el conocimiento parece diferente
aJ percibirse desde diferentes ángulos. Basta apl'oximarse a él
por un camino inesperado, observarlo desde una perspectiva
inusual, para que no sea reconocible a primera vista.
No ignoro que estaré expuesto a la acusación de •<cientificis­
mo», esto es, de mantener una creencia superoptimista en el po­
der y el progreso de la ciencia. Seria divertido, pues estas críti­
cas habrían de mantenerse junto a aquella otra acusación que
ya he examinado en profundidad: que esta aproximación cienti­
ficista cuando se practica por la sociología del conocimiento y se
aplica a la ciencia misma, es una denigración de la ciencia. He
dado razones de por qué esta contradicción debería dirigirse a
los criticos antes que al programa fuerte. Sin embargo, la acusa­
ción de «cientificismo» está bien planteada. Me siento más que
feliz cuando veo a la sociología descansando en los mismos fun­
damentos y supuestos que las otras ciencias, cualquiera que
sea su categoría y su origen. Realmente, la sociología no tiene
otra elección que la de descansar en esos fundamentos, ni tam­
poco ningún otro modelo más apropiado que adoptar. Pues ese
fundamento es nuestra cultura misma. La ciencia es nuestra
forma de conocimiento. Que la sociología del conocimiento se
mantenga o sucumba junto a las otras ciencias me parece muy
deseable corno destino y altamente probable como predicción.

237
Posfacio
Los ataques al programa fuerte

Desde su publicación en 1976, Conocimiento e imaginario


,,;acial ha ganado pocos amigos y muchos enemigos. Ha sido de­
nunciado por los sociólogos como «socio]ógicamente irrelevan­
te» y como un «fracaso» (Ben-David, 1981, pp. 46 y 54), por los
anLropólogos como «sociocéntrico» e incompatible con la «unici­
dad» de la naLuraleza humana (Archer, 1987, pp. 235-236), por
los dent.íficos cognitivos como «reincidente» y «libro clásico de
texto reciclador de errores» (Slezak, 1989, p. 571 ), y por los ñló­
sofos por ser «manifiestamente absurdo» y «cataslróficamenLe
oscurantista>• (Flew, 1982, p. 366). Detrás de estos errores los
críticos han visto la siniestra mano de la ideología y lo han
identificado como marxista, irracionalista, anticientifico y con­
ductista. Tales polémicas ciertamente avivan la torpe rutina de
la investigación académica. Disfruto de e1las tanto como cual­
quiera, pero tienen sus peligros. La sociología del conocimiento
necesita una cabeza fría. Debemos evitar los estereotipos emo­
tivos tanto sobre la ciencia como de unos sobre otl'OS. Aquellos
que se contenLan con estereotipos, antes que atender a los de­
talles precisos de lo que los sociólogos del conocimiento han es­
crito, no entenderán siquiera las doctrinas más centrales de la
posición que están atacando. Como ejemplo saludable, conside­
remos los argumentos de Bartley ( 1987 ).

239
¿Cómo no atacar al programa fuerte?

W.W. Bartley enumera este libro,junLo con otros trabajos de


los colegas de Edimburgo, como represenlativo de las orienta­
ciones actuales de la sociologia del conocimienlo (p. 442, nota
25). Dice que esta discusión «sólo puede tratarse en amplios re­
súmenes>,, que «no tratará sobre practicantes individuales»
(p. 443). El resultado es que ataca una visión que es la opuesta
de la defendida en los trabajos citados. Piensa que la 8ociologfa
del conocimiento es el estudio de cómo los procesos sociales «dis­
torsionan,, el conocimiento. Su queja es que los sociólogos no
van lo bastante lejos en la tarea de extirpar tales factores dis­
torsionantes. Así:

«si el problema que atrae a los sociólogos del conocimiento es la


dü,Lorsión, entonces los sociólogos del conocimiento necesilan dar
cuenta de todos los tipos de influencias distorsionantes. aquellas
qu(> !-e refieren a lodos los veh1culos del conocim1ento, y no sólo a
las distorsiones de carácter social» (p. 446).

Pero éste no es el problema que atrae al sociólogo del conoci­


miento. De hecho, la imagen que pinta Bartley, según la pers­
pectiva desde la que se evalúe, es precisamente la misma que
en este libro se dedica a rechazar (ver, por ejemplo, pp. 8-13 ). El
significado del postulado de simetría (discutido con mayor de­
talle más adelante) es que nuestros mejores y más apreciados
logros científicos no pueden existir sin tener el carácter de ins­
tituciones sociales. Están, por tanto, Lan inflmdos socialmente
y son tan problemáticos sociológicamenLe como cualquier otra
institución. Su carácter social no es un defecto sino una parte
de su perfección.
Hay bastantes cuestiones interesantes en el artículo de Bar­
tley, como en los escritos de otros críticos. Qué lastima que desa­
provechase la oportunidad genuina de conectar con los sociólo
gos del conocimiento. Habría encontrado, por ejemplo, que una
de las posiciones favoritas de éstos, lejos de contradecir su po­
sición (como pensaba), realmente es un «punto en común,. La
principal tesis positiva del artículo de Bart1ey es aquC'lla en la
que dice que él «aprendió de Popper que nuncn Halwmos clt> qm•

•>IO
estamos hablando» (p. 425). Entiende por esto que nunca llega­
mos a una comprensión fina] de la esencia de las cosas. Nues­
tro conocimiento siempre es provisional y conjetural, e incluso
el significado de nuestros conceptos probablemente cambiará
según se avancen nuevas teorías para enfrentarse con nuevos
hechos inesperados. Pero esto no es algo que planee en torno a
la sociología del conocimiento. Es central para ella, y se conoce
con el nombre de «finitismo». La idea proviene de Mill y de
Wittgenstein, aunque el uRo del término aqui se toma de IIcsse
(véase IIesse, 1974; Barnes, 1982. cap. 2). Debemos pensar en
la aplicación de un concepto de caso en caso, mediado por com­
plejos juicios de similitud y diferencia, e informado en todos los
puntos por los propósitos locales de los usuarios de conceptos.
Grosso modo, el significado se construye sobre la marcha. �s el
residuo de aplicaciones pasadas y sus aplicaciones futuros no
están completamente determinadas por lo que ha acontecido
anteriormente. En este sentido, por tanto, el "GniLismo» socio­
lógico se ajusta a la imagen de Bartley de nuestro no saber «de
qué estamos hablando,,. Por supuesto, la propia teoría de Bar­
tley no se deriva de Mill o de Wittgenstein, pero no deja de ser
cierto que el fenómeno tiene un fundamento común. De igual
modo que Bart1ey conecta la insondabilidad de nuestros concep­
tos con su objetividad, los sociólogos del conocimiento también
lo hacen, aunque para ellos, como he mostrado en la discusión
de Fregf' en el capítulo 5, la objetividad es social. De hecho, el
finitismo es probablemente 1a idea singular más importante en
la visión sociológica del conocimiento. Muestrn el carácter social
de lo más báRico de Lodos los procesos cognitivos: el paso de un
ejemplo de aplicación de un concept,o al siguiente. No ver esto.
junto con el eiTor de confundir el programa fuerte con el progra­
ma débil (esto es, el paradigma de 1a «distorsión»), vicia la con­
tribucíon de Bartley.

Covarianza, causalidad y ciencia cognitiva

Los problemas clásicos que afronta 1a sociología del conoci­


miento son la covarianza y la causalidad (Merton, 1973). Sea

2,1/
S = sociedad y C = conocimiento: si S es la causa de C, al variar
S debería producirse una variación en C. Si descubrimos que S
puede variar mientras C permanece igual, entonces S no puede
ser la causa de C. Y esto parece que es lo que nos encontramos.
Ben-David (1981) examinó algunos de los estudios históricos de
caso citados en apoyo del programa fuerte, y declaró que fraca­
saban en Los tests de covarianza y de causalidad. Se preguntó

«Si la relación entre los intereses sociales de los científicos y


sus ideas científlcas sólo ex.is Le en alguno o en todos los casos, y si el
inte1·és o la perspecLiva ::;acial inicialmente asociados con una teo­
ría ... se mantienen en el tiempo, perpetuando así el prejuicio ideo­
lógico bajo la apariencia de una tradición científica» ( p. 51).

Su respuesta fue negativa. Tales estudios muestran que «los


prejuicios ideológicos no Ron un fenómeno general en la cien­
cia» (p. 51).
Aunque se pueden hacer objeciones a esta manera de plan­
tear el problema (por ejemplo, se formula completamente bajo
e] estereotipo de la «distorsión»), en términos generales parece
correcto. No encontramos, por ejemplo, que las teorías del cam­
po en física se asocien exclusivamente con formas sociales or­
gánicas, o las teorías atómicas con sociedades individualistas.
Tales conexiones generales se echarían abajo a no ser que las
teorías crnadas por un grupo se tomen por otros giupos como re­
cursos culturales heredados. Esto no es, sin embargo, fatal para
la sociología del conocimiento. Excluye sólo una definición sim­
ple e improbable del planteamiento, pero deja otras intactas.
La falta de «relaciones sistemáticas» entre «localización social»
y «tipos de teorías>• -utilizando los términos de Ben-David­
puede depender de cuán amplio se defina el «tipo». El argumen­
to de Ben-David descuida la posibilidad de que el sociólogo pue­
da explicar por qué un cue1·po heredado de ideas se modifica de
una deLerminada manera, incluso si la teoría resultante es del
mismo tipo general. Por ejemplo. uno de los estudios citados
por Ben-David mostraba cómo el atomismo antiguo (en el cual
la materia se movía y organizaba a si misma) fue asumido por
Roberl Boyle y modificado por su insistencia en que la matcrin
Na pasiva y que sólo la fuerza era activa (Jacob, 1978; disculi­
do en Blo01·, 1982). Incluso aunque la modificación se hizo en

')12
aras de un interés de tipo político, el hecho de que la teoría fue­
ra todavía del mismo tipo (a saber, una teoría atómica) signifi­
ca que desde la perspectiva de Ben-David, la covarianza, y la
causalidad quedan inatendidas. Esto le permitió abordar el es­
tudio como si se tratara de una evidencia en contra de la socio­
logía del conocimiento, en vez de -como realmente es- una evi­
dencia en su favor.
Esto deja aún sin tocar la previsible conclusión de Ben-Da­
vid de que sólo algunos episodios, no todos, en la historia de la
ciencia son crucialmente dependientes de los intereses sociales
particulares. Por supuesto, debemos recordar que no t,odos los
intereses son del tipo político más amplio, como el identificado
en el caso ele Boyle anteriormente mencionado; algunos son in­
tereses profesionales más estrechos. Pero todavía se mantiene
la cuestión, y seguramente es correcta. Sin embargo, sólo sería
negativa para ]a pretensión de que el conocimiento depende
«exclusivamente» de variables sociales tales como los intereses.
Tal pretensión sería absurda, y ciertamente no ha sido defendi­
da en este libro (ver. po1· ejemplo, la figura 1 en el capítulo 2).
Ninguna imagen defendible del conocimjento debería excluirse
de un escenario en el cual, por ejemplo. la experiencia sensible
repercute sobre un cuerpo de personas y provoca un cambio en
su cultura. Tales contingencias no excluyen o trivializan el com­
ponente social del conocimiento, simplemente lo ponen en eJ
trasfondo y lo presuponen. mientras el foco explicativo se des­
plaza hacia otl·a parte. La única teoría puesta en entredicho por
tales posibilidades sería una historia monocausal que niegue
un papel a cualquier cosa que no sean los procesos sociales, esto
es, la pretensión casi sin sentido de que el conocimiento es «pu­
ramente social» o «simplemente social». Al desarrollar su argu­
mento de la manera en la que lo hizo Ben-David, tácitamente
encajó tal teoría en la sociología del conocimiento. Pero ¿no dice
el programa fuerte que el conocimiento es puramente social?
¿No es eso lo que el epíteto «fuerte» significa? No. El programa
fuerte dice que el componente social está siempre presente y
siempre es constitutivo del conocimiento. Esto no es decir que
sea el «único» componente, o que sea el componente que nece­
sariamente debe localizarse como desencadenante de cualquier
cambio rmecle :-;er una condición de fondo. Las aparentes excep­
C'iont'H II la rnvnrianza y causalidad simplemente pueden ser el

2.1:1
resultado de la intervención de otras causas naturales aparte
de las sociaJes.
¿Qué dice esto sobre la búsqueda de «leyes» en la sociología
del conocimiento? Significa que tales leyes existirán, no en la
superficie del fenómeno, sino entretejidas dentro de una reali­
dad compleja. A este respecto, no serán diferentes de las leyes
de la física. Llegarán a ser más fácilmente visibles cuanto más
se mantengan estables otros factores. Sus manifestaciones su­
perficiales probablemente son tendencias estadísticas cuya fuer­
za variará ampliamente, no porque sean en si mismas estadís­
ticas, sino porque las condiciones de su visibilidad son contin­
gentes. Pero ¿qué aspecto tendrán tales leyes? Los críticos se
han burlado de Los sociólogos por no producir deyes atributivas
y explicativas , precisas y contrastables» (por ejemplo, Newton­
Smith, 1981, p. 236). Yo <liria lo siguiente. El mismo finitismo,
tal como se describió en la sección anterior, es una verdad gene­
ral sobre el carácter social de la aplicación de conceptos, de la
cual no hay excepciones. Así, toda aplicación de conceptos es im­
pugnable y negociable, y todas las aplicaciones aceptadas tie­
nen el carácter de instituciones sociales. Tales leyes no son lo
que los críticos esperan en respuesta a su desafio, pero quizá
eso diga más sobre ellos que sobre la sociología del conocimien­
to. Las leyes atributivas que están más cerca de lo que tales
gr upos pueden tener en la cabeza se deducen de la teoría «cua­
dricula-grupo» de Mary Douglas, que une estilo cosmológico con
estructw-a social. Tales candidatos son, de hecho, atribuidos
en vez de confirmados o probados, pero son un comienzo. He
discutido esto en conexión con la descripción de Lakatos de
las respuestas a las anomalías matemáticas en Bloor ( 1978) y
con respecto al trabajo de los científicos industriales en Bloor
y Bloor (1982).
La falsa imputación de que el conocimiento es «puramente
social» también descansa tras la pretensión de que existe una
incompatibilidad fundamental entre el programa fuerte y los
trabajos recientes en ciencia cogrutiva (véase Slczak, 1989). Su­
puestamente, la sociología del conocimiento presupone «conduc­
tismo» y, por tanto, queda contradicha por cualquier trabajo que
proporcione una descripción de] mecanismo interno de nuestro
pensamiento. En particular, exü;ten en la act11nlicfod modelm,
computacionales que pueden imitar los procC'sm� dt• 1w11snmien-
to implicados en el descubrimiento científico. Equipados con unos
pocos principios heurísticos generales, se alimenta a los ordena­
dores con datos a partir de los cuales han sido capaces de extraer
modelos con fonna de leyes naturales. Dicho tajantemente, los
ordenadores han mostrado que pueden descubrir regularida­
des como la Ley de Boyle, la Ley de Ohm, las Ley de Snell, etc.
(p. 569). ¿Quién necesita ahora a la sociología del conocimien­
to? Con la psicología será suficiente. Tal trabajo, dice el crítico,
ha rehabilitado a la «epistemología tradicional» rechazada en
este libro. En particular, reivindica el modelo «teleológico» que
he tratado de reemplazar. Concluye así diciendo que se b·ata de
«la refutación más decisiva del programa fuerte que se puede
obtener,) (p. 592).
Se mantiene como cuestión abierta si la manera en la que el
ordenador extrae modelos de los datos es la misma que en el
caso del cerebro, aunque a pesar de esto, dicho trabajo segura­
mente será bien recibido. Los únicos sociólogos que se enojarán
por eso serán aquellos que estén lo suficientemente enloqueci­
doR como para negar la necesidad de una teoría de fondo sobre
los procesos cognitivos individuales. Tengo por evidente que no
puede haber estructuras sociales sin estructuras neuronales.
La ciencia cognitiva, del tipo de la descrita, es un estudio de ese
trasfondo de la «racionalidad natw-al» que los defensores del pro­
grama fuerte dan por cierta. Véase, por ejemplo, Barnes (1976)
sobre nuestras propensiones inductivas naturales, y Bloor ( 1983,
cap. 6) sobre nuestras propensiones deductivas naturales. La
postura correcta del sociólogo es que, aunque es necesaria una
teoría de nuestras capacidades individuales de razonamiento
para poder describir eJ conocimiento, esto no es suficiente.
Para verlo, demos por supuesto que nuestros cerebros tie­
nen exactamente el grado de habilidad para el procesamiento
de información que los críticos de la ciencia cognitiva suponen.
Mostraré que esto ni quita ni trivializa los aspectos sociales del
conocimiento. Supongamos que la persona A extrae, digamos,
la Ley de Boyle de un conjunto de medidas y supongamos que B
y C, etc., poseen los mismos poderes cognitivos y similares con­
juntos de datos. Tenemos ahora un conjunto de individuos,
cada uno con sus propias técnicas personales para dar sentido
a su experiencia. Cada uno tiene su propia versión de la Ley de
Boyle>. Sin Pnihargo, no tenemos un grupo que conoce la Ley
de Boyle tal como la conocemos, porque todavía no tenemos una
versión de la comunidad científica con un cuerpo compartido de
conocimiento. Todo lo que tenemos es una versión computeriza­
da de lo que los filósofos suelen denominar el ,,estado de natu­
raleza>,, esto es, individuos aislados de la sociedad.
El elemento que falta.es la interacción entre A, B, C, etc., la
interacción que crearía una sociedad. Para con-egir esto, supon­
gamos ahorn que A, B y C intentan coordinar sus acciones en­
tre sí. Entonces afrontarán el problema del 01·den social, y para
resolverlo descubrirán que t,ambién necesitan resolver el pro­
blema del orden cognitivo. Deben coordinar sus técnicas perso­
nales de cognicidn. Su problema será conlrolar y mantener a
raya la anarquía del juicio privado. Si se afirma que esto no
ocurre en la ciencia cognitiva porque los ordenadores son idén­
ticos y están a prueba de fallos y funcionan con datos idénticos,
entonces esto, simplemente descalifica el modelo como no rea­
lista. De manera realista, debemos considerar que a menudo
diferentes cerebros u ordenadores individuales estarán traba­
jando con diferentes conjuntos de dat,os, y que incluso aquéllos
con idénticos conjuntos periódicamente obtienen resultados di­
ferentes. Existe, por tanto, el problema de decidfr quién tiene
los datos «correctos», y quién ha extraído la conclusión «coITec­
ta» de éstos. En verdad, la misma noción de «coITección» espera
su constnicción. Estos problemas se agravan por e] hecho de que
cualquier ley acordada pronto encontrará anomalías. La tarea
de promover un consenso sobre la respuesta correcta a éstas
afrontará entonces la divergencia de las metas e intereses de
las partes implicadas.
De esta manera, los sociólogos tienen un asunto de estudio
propio, que existe además del de los científicos cognitivos cuyo
trabajo ha sido ciLado en contra de ellos. El primero esLudia, a
diferencia del segundo, cómo se constituye una representación
colectiva del mundo a partir de las representaciones individua­
les. Esta concepción compartida del mundo como algo dirigido,
por ejemplo, por la Ley de Boyle, será sostenida por el grupo
como una convención, no como un conjunto atomizado de dispo­
siciones individuales. Grosso modo, esto significa que uno de lo�
factores sustentadores de la creencia de A es que By C, etc., lo
sostienen y, al sostenerlo, dan por sentado que A también lo sos
tiene. Esla comprensión recíproca ayuda a mantener la cons

:Mfi
tancia de la creencia frente a las tendencias individuales diver­
gentes. El contenido particular de la creencia compartida, que
incqrpora respuestas a la anomalía y decisiones que la relacio­
nan con el resto de la cultura, será el resultado de la interac­
ción entre A, B, C tratando de negociar un consenso. La nego­
ciación es un proceso social cuyo resultado se determinará por
todas las contingencias naturales que pueden repercutir sobre
ella. Para un estudio de los considerables intereses que histó­
ricamente influyeron en torno a la negociación de los experi­
mentos sobre la bomba de aire original de Boyle, ver Shapin y
Schaffer (1985).
Antes de afrontar objeciones posteriores, es necesario clari­
ñcru· dos puntos residuales. El primero de ellos es que Ben-Da­
vid ha sostenido que porque una negociación sea un proceso so­
cial no deberiamos inferir que su resultado está determinado
socialmente. Pudiera ser que esté «determinado racionalmen­
te,, (1981, p. 45). Dada la dicotomía racionalista tradicional en­
t,re lo racional y lo social (esto es, el modelo de «distorsión»),
esta precaución es correda. Pero una vez que los supuestos ra­
cionalistas se dejan a un lado en favor de una perspectiva natu­
ralista, entonces la inferencia es buena. Lo que presta algún
interés a est,a objeción, incluso para un naturalista, es que los
supuestos sobre la racionalidad rnüural pueden jugar un papel
en la negociación de una convención. A y B extraen natural­
mente ciertas inferencias y asumen que C y D harán lo mismo,
y que mantendrán las mismas expectativas a partil' de ellas.
Precisamente porque ciertas tendencias de razonamiento son
naturales tendrán una posición relevante en el razonamiento
recíproco que subyace bajo nuestra construcción de convencio­
nes. Por tanto, entrarán dentro de nuesLras convenciones e in­
cluso ellas mismas llegasán a construirse dentro de las conven­
ciones. No obstante, nada de esto destruye la diferencia cuali­
tativa entre las representaciones individuales y las colectivas o
convencionales.
El segundo punto es que debelia estar claro que ninguna teo­
ría ( naturalista) de nuestra racionalidad natural y, por tanto.
ningún modelo computacional de pensamiento, realmente será
í.lC<'ptable para los epistemólogos ti-adicionales. Simplemente,
es erróneo asumir--como asume mi critico-que estas descrip­
t·iones cnusuks pueden igualarse a los supuestos teleológicos

247
que identifiqué tras de los ataques racionalistas a la sociología
del conocimiento. (Lo que Flew, 1987, p. 415, dice sobre el tema
de los ordenadores puede dar una idea de la diferencia. Véase
también Geach, 1977, p. 53. l El fracaso en apreciar la oposición
fundamental entre las descripciones racionalistas tradiciona­
les del conocimiento y las descripciones naturalistas es algo
que encontraremos de nuevo en la discusión del postulado de
simetría. P01· el momento la cuestión a reLener es que la ciencia
cognitiva y la sociología del conocimiento están realmente del
mismo lado. Ambas son naturalistas y sus aproximaciones son
complementarias.

La «refutación definitiva•> de las explicaciones


por intereses

Numerosos estudios histó1icos reveladores sobre las dispu­


tas científicas invocan el papel de los intereses; véase Shapin
(1982), quien enumera algun as docenas de títulos bajo el es­
tricto encabezamiento de ,,intereses profesionales creados». EJ
valor de tales estudios es que se centran en acontecirrrientos que
ponen a la visLa la subestructura social de la ciencia que gene­
ralmente está oculta en la práctica diaria. Al observar cómo se
resuelven las disputas podemos apreciar el carácter convencio­
nal de las fuerzas latentes que subyacen. Esto es cierto incluso
cuando los particulares choques de intereses que provocaron la
disputa se apagan gradualmente conforme cambia el escenario
hisLórico. Por ejemplo: Edimburgo, durante la década de 1820,
fue el escenario de una aguda controversia sobre la anatomía
del cerebro. Los anatomistas de la Universidad, instigados por
los filósofos locales, veían el cerebro como algo relativamente
homogéneo y unificado. Los seguidores de la frenología lo veían
como una república de diferentes facultades. En ambas partes
había anatomistas competentes y llevaban a cabo cuidadosas
disecciones, pero no pudiernn conseguir ningún acuerdo sobre,
entre otras cosas, la estructura de diversos órganos del cerebro
o sobre los recotTidos de las fibras que los conectan con c•I tron­
co cerebral. Shapin (1975, 1979a, 1979b) ha so�l.r•nido qul' <'H-

2,IH
tos desacuerdos pueden hace1·se inteligibles al relacionar las
posiciones tomadas con los intereses de las partes en disputa.
La gente de la universidad e1·a un grupo de elite cuyo conoci­
miento esotérico encarnaba una sutil ideología de jerarquía y
unidad social. Sus críticos prnvenfan principalmente de las cla­
ses medias mercantiles de la ciudad, quienes estaban buscando
un conocimiento práctico sobi-e las personas y sus talentos más
accesible, para justificar así sus llamamientos a la reforma y
su deseo de crear una estructura social más diversificada e
igualitaria. Ambas partes, según Shapin, pueden ser vistas
como dando un uso social a la naturaleza, y al hacerlo refuer­
zan su visión de la sociedad y su papel en ella.
Los argumentos de este tipo han encontrado una enorme re­
sistencia. Es innegable que la terminología de las explicaciones
por intereses es intuitiva, y gran parte de ella necesita clarifi­
cación, pero en vez de ver esto como dificultades prácticas sus
críticos lo ven como debilidades de principio. Central para es­
tas acusaciones es la sugerencia de que los intereses implican
al histo1·iador en una regresión al infinito. La premisa es que
los intereses siempre deben interpretarse por los propios acto­
res. Estas interpretaciones, al ser vagas y revisables, destru­
yen la conexión entre los intereses y la conducta que se tiene
que explicar.
¿Por qué, pregunta Brown ( 1989 ), se intrnducen los intere­
ses en primer lugar? Porque, supuestamente, las teorías cientí­
ficas están infradeterminadas por los datos. Las observaciones
en las salas de disección realmente no probaban nada en favor
o en contra de los frenólogos, así que los intereses sociales de­
ben haber inclinado la balanza. La evidencia insuficiente pare­
da suficiente para las mentes predispuestas. Claramente, no
se deduce sólo de la infradeterminación que lo que desequilibra
la balanza sea social, pero incluso si permitimos este paso la
descripción no funciona porque vuelven a surgir exactamente
los mismos problemas. Si la observación no es determinante,
tampoco lo serán los intereses. De igual manera que la obser­
vación es compatible con muchas interpretaciones teóricas, tam­
bién lo son los intereses. Dice Brown:

,,Una teolia particular T puede servir a los intereses de un cien­


l ífico, pC'ro más de una teoría hará esto. De hecho, de igual manera

2.19
que existen infinitas teorías diferentes que hacen igual justicia a
cualquieT conjunto finito de daLos empíricos, también existen inli
nitas teodas que harán igual justicia a los intereses de un cientifi
CO» {p. 55).

La idea de que existe una «infinidad» ele teorías para elegir


no es esencial para el argumento, aunque esLo puede pasarse
por alto. La cuestión es que si el sociólogo postula un interc�
posterior 1 2 para explicar por qué se elige una teoría de todaH
las candidatas que podiian expresar el interés I P entonces co
menzamos una regresión infinita. En términos históricos más
que en términos lógicos, Brown está planteando la cuestión ch•
por qué las claseR medias de Edimburgo eligieron la frenologrn
cuando muchas tc01ias servirían con igua1 eficacia a sus int<'·
reses (p. 55). Las expJicaciones por intereses están atrapadu!i
entre la infradeterminación y la regresión infinita. Esto, die<'
Brown, es la «refutación definitiva,, (p. 54).
Comenzaré por el problema histórico, y después formulan,
la réplica en términos más generales. En los trabajos citadoc;,
Shapin ya había anticipado la cuestión de Brown. Es cierto qu<.'
otras teorías podrían haber expresado los intereses de la claH('
media tanto como lo hizo la frenología. En verdad, la frenologin
podría verse como una mala elección. Se necesitaba una teonu
que legitimara la reforma y el cambio, y la frenología, tal como
se desarrolló por sus fundadores, trataba de las característicmi
innatas de las personas. Sus seguidores de Edimburgo, por
tanto, la modificaron affrmando que el talento innato podía for
talecerse o debilitarse por su ejercicio y uso. Lo que reaJmenll 1

importa, sugiere Shapin. es que podría cncontmrse al gu na tc.•o


ria que se mantuviese plausiblemente como una negación de In
filosofía del «sentido común» existente. Quizá, cualquiera que.•
hubiera sido algo materialista, empirista y no esotérica hab rn ,
servido como la no-X respeclo de la elite X. Fue una contingen
cia histórica el que la frenología estuviera disponible, con esto
Lendría que ser suficiente (Shapin, 1975, pp. 240-243).
Esta réplica reconoce la infradeterminación de la cual dC'
pende la crítica. pero resuelve el problema por referencia al
azar. Una vez que el azar favorece a una de las posibles Leorn\H
candidatas, entonces puede llegar a convertirse rápidanwn1t•
en el vehículo favorecido para la expresión de un interés. Como
poca gente ve cómo puede utilizarse una teoría, otros se lamen­
tan. Su uso por otros llega a ser una razón añadida para em­
plearla. El mecarusmo implícito en este e::;bozo es, de hecho,
bastante preciso, e incluso hay modelos matemáticos desarro­
llados por economistas. Dichos modelos se han empleado para
explicar por qué los mercados producen soluciones estables
-aunque no óptimas- a ciertos problemas. Explican, por ejem­
plo, cómo una de dos tecnologías puede llegar a dominar a la
otra (incluso si no es la lecnología superior); o cómo emerge una
particular distribución geográfica de ]a industria (incluso si no
es la mejor). La idea central es que las soluciones estables se
consiguen a través de retroalimentación positiva. El hecho de
que algunas personas empleen una tecnología se convierte en
una razón para que otros la usen. El hecho de que una indus­
tria esté ya localizada en un Jugar se convierte en una razón
para que otros se sitúer1 allí. Las ventajas, pequeñas pero alea­
torias, en el inicio del proceso --o cierta distribución in:icial aza­
rosa- se refuerzan gracia:,; a una retroalimentación positiva
hasta que el sistema logra un solución muy estable aunque ex­
trema, el dominio total de una opción (Arthur, 1990). Tales me­
canismos podrían explicar cómo las clases medias de Edimbur­
go se unieron a la frenología precisamente en esas ci rcunstan­
cias de infradeterminación que los críticos describen.
Pero ¿no es aún cierto que Los intereses siempre tienen que
ser interpretados? Se ha dicho que ese sólo hecho es suficiente
para generar una regresión infinita. En apoyo de esto, Yearley
(1982) cita el trabajo sobre seguimiento-de-una-regla que enfa­
tiza el carácter interpretativo de sus aplicaciones prácticas. Su­
giere que los sociólogos que apelan a los intereses están en la
situación de citar las reglas para seguir reglas, y así ad infi,ni­
lwn (p. 384). Sin embargo, seguramente, la literaLura sobre el
seguimiento de una regla apunta en la dirección opuesta, y su­
ministra la respuesta para la objeción de regresión. Wittgens­
Lein comentaba que desde que puede propiamente decirse que
seguimos las reglas, debe haber una manera de seguirlas que no
implique inLerpretación (WittgensLein, 197, secc. 201). La ana­
log1a con lo:,; intereses nos conduciría a rechazar la premisa de
c>stt• ntaque. Los int.ereses no tienen que funcionar por nuestra
ron,,xión Hobre ellos, por elegirlos o interpretarlos. Algunos de
Pllm-1, t·n oca�ioncs, son precisamente la causa de que pensemos

2.51
y actuemos de cierta manera. La base real de las objeciones a
las explicaciones por intereses eti el temor hacia las categorías
causales, es el deseo de celebrar la libertad y ]a indetermina­
ción, y el rechazo a construir explicaciones en vez de limitarse
a describir.
Estas réplicas no resuelven lo que he denominado problemas
«prácticos» que afectan al uso de las explicaciones por intere­
ses. Responden. no obstante, a la acusación de que tales expli­
caciones están atrapadas en un dilema entre infradetermina­
ción y regresión infinita. Por tanto, muestran que la refutación
.. definitiva» no es tal refutación después de todo.

La acusación de idealismo

Flew (1982) debe hablar por boca de muchos cuando dice


que los sociólogos del conocimiento aspiran, en secreto,

«a descalificar. como causas posibles de las creencias que resultan


ser cic1ias, todos los efectos que tienen sobre el cr(>yente los hechos
sobre los que verdaderamente llega a creer .. (p. 366).

Cree Flew que la causa del problema es el postulado do si


metría. La referencia a los hechos tiene que negarse para poder
situar a las creencias verdaderas a la par que las creencias fal­
:-;as, de forma que se pueda decir que tienen el mismo tipo de
causa (p. 366). A menudo, la acusación se expresa en términol-;
de ignorar «las influencias causales del asunto sobre el que Sl'
cree, Cp. !168), o la eficacia de los ,objetos realmente pei·c1hidos,
(p. 367). As1 «hecho», «objeto» y "asunto" se emplean de manera
intercambiable. No obstante, ¿qué son los «hechos.. ? Desaforlu
nadamcnte, el término �e toma como si se comprendiera per
rectamente. En realidad es fuente de mucha perplejidad. As1,
In dispula entre StrawRon y Austin sobre la verdad giró sohr<.• In
c11estion de si los «hechos,, son lo que las afirmaciones vc>rduch•
rns a/ir11wn, o si son aquello sobr<' lo que tratan tales alirnw
c1mws (Strawson, 1950, Austin, 1961). m atnquc de Flt•w 1111
<·sla h1<•n definido en lo tocanl<' n esln <'ll•t·cilin, ¡H'ro ven•11108
que conduce a dos cuestiones muy diferentes parn la sociología
del conocimiento. Por suerte, para ambas pueden darse res­
puestas que son consistentes con el materialismo del programa
fuerte.
Tomemos la perspectiva de los hechos-como-objetos. Aquí
debemos separar los hechos de sus formulaciones verbales. En
este caso, el resultado del postulado de simetría es lo contrario
a lo que dice Flew. Los objetos del mundo, en general, chocarán
por igual con aquellos que tienen creencias verdaderas sobre
ellas y con aquellos que las tienen falsas. Consideremos a Pries­
tley y a Lavoisier observando algunos productos qufmicos en lla­
mas. Ambos ven los mismos objetos del mundo, ambos dirigen
su atención y sus comentarios a las mismas cosas. Pero uno
dice: «en la combustión, un o�ieto ardiente libera flogisto a la
atmósfera», y e] otro dice: «en la combustión, un objeto ardiente
toma oxígeno de la atmósfera». No se trata de descalificar como
posibles causas a los objetos que tienen ante ellos. Tales cau­
sas, sin embargo, no son suficientes para explicar la descripción
verbal que se da de ellos. Esto es así para ambas versiones, tan­
to para las que aceptamos como verdad como para las que re­
chazamos como falsas. (Para una excelente discusión que em­
plea un ejemplo histórico, véase Barnes, 1984.)
Ahora consideremos los hechos como 1o-que-afu·man-las-afir­
madones en vez de como aquello de lo que ellas tratan. AqLú los
hechos caen del lado del «contenido» de actitudes proposiciona­
les antes que del de sus «objetos». Estamos tratando, sjn em­
bargo, con una subclase de tales contenidos, esto es: las creen­
cias escogidas por su verdad y que mantienen, por tanto, una
relación privilegiada con la realidad. ¿Cuál es ]a clase así esco­
gida? ¿Es un tipo natural de creencia o algo análogo a un tipo na­
tural? Los químicos descubrieron que existen dos óxidos de cobre,
¿han descubierto los filósofos que existen dos tipos de creencias,
distinguidas por que poseen o les falta la propiedad de corres­
ponderse con la realidad? Tal pretensión, sin embargo, podría
no ser nunca buena. No podemos jugar a ser Dios y comparar
nuestra comprensión de la realidad con la realidad tal y como
es en sí misma, y no tal y como es comprendida por nosotros
(ver páginas 37-40). Pero si las verdades no forman una clase
natural, ¿qué tipo de clase forman? La alternativa a formar una
clnse natural es que forman una clase social. Forman una clase

2fi:I
rnrno In clase de los billetes válidos, o la clase de los propieta­
rios de Victoria Cross, o la clase de los maridos. Su pertenencia
a esta clase es el resultado de cómo sean tratados por olra gen­
te, aunque nunca debamos olV1dar que la razón para ese trata­
miento será una razón práctica. compleja y ella misma parte de
la realidad.
Existen intentos inLeresantes paTa sosLener que las afirmacio­
nes verdaderas forman una clase natural genuina. por ejemplo,
al traLarlas como entidades que sustentan una determinada
relación biológica y funcional con la realidad (véase Millikan,
1984). Tales exploraciones son naturahstas, y han arrojado mu­
cha luz sobre cuesLiones scmánLicas. Sin embargo. tácitamente
-;ustituycn otra relación -tal como «estar adaptada»- por la
de «ser verdadera,,. Aquí la reacción del sociólogo es similar a
la del epistemólogo tradicional: algo se ha dejado fuera. Un
nnálii;;is completo de la verdad debe hacer justicia a nuestra
s0nsación de su carácter especial y elevado, ése que la sitúa por
encima de la simple naturaleza y genera la obligación que sen­
timos hacia ella. La última cosa que una descripción sociológi­
ca de la verdad puede faciliLar es una insensibilidad a su esta­
tus. Nuestra respuesta se debe modelar sobre la respuesta de
Durkhcim al pragmatismo: dar la bienvenida a todas las expli­
caciones naturalistas, pero corregirlas en la medida en que no
consigan dar cuenla de la autoridad especial que la verdad
ejerce sobre nosotros <Durk.heim. 1972).
¿Pero no es esto idealismo después de Lodo? ¿No es ésla una
manera disfrazada de decir que la verdad eslá en la mente del
creyente o que no es sino una proyección de nuestras actitudes
colectivas? Si ésLa es una especie de idealismo, es a lo sumo un
idealismo propio de ciertos aspectos de cosas o un idealismo de
las cosas sujetas a alguna descripción o a algún papel. De esta
manera, sería una forma de «idealismo,, que es compatible con
un materialismo subyacente. Sena, a lo sumo, un idealismo so­
bre la dimensión semántica de las formas actuales de realismo.
pero no un ataque a su dimensión ontológica. También estaría
Pstricictmente limitado en su ámbito. Como advertencia: un bi­
llete es, en último extremo, un billete porque colectivamente lo
.1uzgamoR de esa manera. Ello no obsta para que sea una cosa
rt>al con peso, sustancia y posición. Nada de csLa materialidad
se niega por lo que i-c ha dicho sobre BU estatus social como b1

!!5 I
llete. Lo mismo se aplica a la gente que ocupa un papel social.
Son de carne y hueso. Esa realidad material no se niega sino
que se presupone por su estafll,S social.
¿En qué lugar deja esto la acusación de que la aproximación
sociológica desatiende el papel jugado por los hechos corno cau­
sas de nuestras creencias sobre ellos? Respecto del primer signi­
ficado de esta acusación ambigua, donde los hechos son objetos,
he mostrado que esto es falso. Sobre el segundo significado, don­
de los hechos son el contenido de creencias, la acusación es, de
alguna manera, correcta. Dejando al margen ciertas sutilezas,
el contenido de una creencia no debe tratarse como la causa de
la creencia. Pero esto es así porque el mismo es la creencia. Sin
embargo, mis críticos pueden sentir, como hace Flew (p. 370),
que están obteniendo señales contradictorias por parte del so­
ciólogo sobre el papel causal de los hechos. No lo son. Están ob­
teniendo respuestas consistentes a dos cuestiones muy diferen­
tes -una sobre el papel de la realidad, la oLTa sobre el estatus
de los informes sobre la realidad. Pern están confundiendo estas
respuestas con respuestas inconsistentes a la misma cuestión.

Simetría perdida y simetría recuperada

El postulado de simetría, que nos impone la búsqueda de los


mismos tipos de causas tanto para las creencias verdaderas
como las falsas, para las creencias racionales y las irracionales,
parece coger a contrapié al sentido común. Nuestras actitudes
cotidianas son prácticas y evaluativas, y las evaluaciones son
asimétricas por naturaleza, lo mismo que nuestra curiosidad:
son las cosas inusuales o amenazantes las que llaman nuestra
atención. En último extremo, ésta se enraíza en la fisiología del
hábito, ese proceso por el cual nuestros cerebros se adaptan rá­
pidamente a las condiciones del fondo y rese1·van su capacidad
de procesamiento de información para cualquier cosa que rom­
pa la rutina exterior. Dado que gran parte de nuestro trasfondo
consiste en regularidades sociales, podemos asegurar que
nuestra curiosidad se estructura socialmente. El requisito de
�imct.rfa t'H unu llamada a vencer estas tendencias y a recst.ruc-

2!i!i
turar nuestra curiosidad. Afortunadamente, no nos exige tras­
cender las leyes fisiológicas de nuestro tejido nervioso sino re­
construir el trasfondo social en torno nuestro al cua] se ha
adaptado nuestra curiosidad. Podemos hacer esto creando nue­
vos grupos de especialistas que tendrán los pre-supuestos par­
ticulares de sus propias perspect.ivas profesionales.
Dos formas residuales de asimetría no se verán, sin embar­
go, afect.adas por estas nuevas estructuras de curiosidad. Las
denominaré «asimetría psicológica» y «asimetna lógica». Nin­
guna eR inconsistente con el requisito original, la cual -para
distinguirla, la llamaré ,,asimetría metodológica». Considera­
ré cada una por orden. Cuando los antropólogos estudian, pon­
gamos, una cultura con hechiceros están implícitamente pre­
guntándose qué circunst,ancias permitirían a una persona ra­
cional abrazar tales creencias. Esta cuestión puede plantearse
y responderse sin llegar a ser un creyente; es consistente con
una evaluación residual de que tales creencias son falsas. Ésta
es la asimetría psicológica anteriormente mencionada. Es con­
sistente con la simetria metodológica porque el carácter de la
explicación deseada es independiente de la evaluación. Es el
mismo tipo de explicación que seria apropiada si la creencia
instituc1onalitada que es objeto de estudio fuera una que el
antropólogo pudiera aceptar. El supuesto aquí es que ningún
cuerpo instituc10nalizado de creencias depende de que sus par
tidarios tengan cerebros defectuosos o les falte la racionalidad
natural.
Los miembl'OS de una cu]tura con hechiceros dirán que ere
en en brujos porque encuentran brujos. Un antropólogo podna
decir que es debido a que están simbolizando su experiencia so
cial de vivir en un pequeño grupo desorganizado proclive a los
chivos expiatorios. La teoría antropológica lógicamente impla
cará que las creencias en brujas (tomadas en su sentido literal)
son falsas. La inconsistencia es la asimetría lógica menciona
da. La existencia de tal asimeLría ha sido enfatizada por Hollii;
en su ataque al requisito de simetría. Dice que el sociólogo

«•• ,lambiéndebe producir su propia explicación de por qut> los a<·


LoreR creen en lo que creen. AJ hacerlo así, no puede dejar dP 11po
yar o 1·cchazar las razones propias de los actores o, cuando 1011 11,·
torc� no son de una misma opinión. pon<'rse del Indo de uno 1•11

25(i
contra de los otros. Sostendré ... que apoya:r y rechazar no son si­
métricos» (Hollis, 1982, p. 77 J.

Es verdad que apoyar y rechazar no son acciones simétricas,


pero esto, sin embargo, deja la simetría metodológica intacta. A
continuación explicaré por qué.
El sociólogo del conocimiento está comprometido con alguna
imagen de lo que realmente está ocw·riendo. Debe ofrecer algu­
na caracterización de aquello a lo que responden los actores, de
qué experiencia tienen de su entorno y de qué intenciones in­
forman su interacción con éste y con los otros. Tales supuestos
no pueden dejar de hacerse para ofrecer una explicación, y al­
gunas veces (aunque no siempre) esto puede acarrear implica­
ciones lógicas sobrn la verdad de las c1·eencias de los actores. Pero,
tal como hemos visto, existe otro paso en el proceso explicativo
que va más allá de estos supuestos. La cuestión que interesa es
cómo los actores en estudio están describiendo el mundo. Que el
mundo no contenga brujas deja abierta la cuestión de si ci-ee­
rán o no en que contenga brujas. Haber elegido la opción verda­
dera no es menos problemático que haber elegido la falsa: a
esto es a lo que apunta la simetría metodológica.
Newton-Smitb (1981, p. 250) dice que la idea de •<Simetría
metodológica» representa un debilitamiento del requisito origi­
nal de simetría. La acusación descansa en la premisa de que
originalmente el requisito era un «ataque a las mismas nocio­
nes de verdadero y falso, razonable y no razonable» (p. 248). Su­
giere que el supuesto que hay detrás del principio de simetría
es que todas estas distinciones son «de alguna manera fraudu­
lentas». Dado que reconocer la asimetría psicológica y lógica
es difícilmente consistent.e con tratar estas nociones como
fraudulentas, se me presenta en franca retirada. No existe re­
tirada, sin embargo, porque la posición original no trataba es­
tas distinciones como fraudulentas. Lejos de tenerlas por
fraudulentas, las considero de gran utilidad, y me esforcé en
detallar sus principales funciones prácticas (cf. pp. 37-43). No
existe nada erróneo en utilizar términos tales como «verdade­
rn» y «falso»: son las explicaciones sobre su uso las que resultan
soi-pe>chosas.
El problema que afecta a muchas de las discusiones sobre el
slfll11s d<•I 1·t•quiHit.o de simetria reside en el enfrentamiento en-

257
''" p1·1·spcct1vas naturalistas y no naturalistas. El requisito de
R11rn•( na pretende frenar la intrusión de una noción no natura­
li�la dl' la razón en la historia causal. No está concebido para
l'xclu1r una construcción apropiadamente naturalista de la no­
ción de razón, bien sea psicológica o sociológica. Brown (1989),
por eJemplo, cae en el error de confundfr el rechazo por el soció­
logo de una noción no naturalista de la razón con el rechazo del
razonamiento como tal.
Este diagnóstico se puede rcbali r porque algun a de las críti­
cas de la simetría asumen su propia posición como si fuera una
forma de naturalismo. Newton-Smith rechaza el requisito de
simetría en nombre del racionalismo, pero un racionalismo que
trata de fundamentar en la teoría de la evolución de Darwin.
Cuando alguien está siguiendo los dictados de la razón no nece­
sita preguntar más, y esto es así porque es un «hecho bruto,,
que el ser razonable tiene un valor de supervivencia Por tanto,
tenemos un «interés.fijo» en ser razonables (p. 256). Parece que
aquí tenemos una alianza entre natUJ·alismo y racionalismo.
Tales posiciones compuestas, sin embargo, son incoherentes.
Inlenlan encontrar una condición imposible: hacer aparecer la
razón tanto a partir de la naturaleza como no a partir de ella.
Si no la ponen fuera de la naturaleza, pierden su enganche con
el carácter privilegiado y normativo; pero si lo hacen, niegan su
condición natural. No pueden tener ambas posibilidades.
Las racionalistas clm;videntes saben lo que está en peligro.
Worrall (1990) está firmemente en contra del requisito de si­
metría y de su relativismo implícito, pero ve la debilidad de la
11pelación de Newlon-Smith a la evolución. Esto no puede ser
dt-finitivo para un racionalista, porque Lodav1a queda la tarea
de Justificar nuestra creencia en esta teoría y decir cómo sabe­
mos que es verdadera. Para hacer esto debemos suponer que
podemos intuir ciertas relaciones evidentes y algunas verdades
101-,ricas. Así, inclui:;o aqm necesitamos acceder al ámbito de los
l1<•chos epistemológicos, esto es: •<hechos abstractos, no físicos»
I¡> 314J. (El mismo argumento se emplea con una intención ex­
plicitamcnte teológica por Geach 1977, p. 51.) Este ámbito abs-
1 ratio, no físico, debe tener una existencia independiente del
flu.10 <l<· lo::,, cambios culturales y biológicos si se quiere utilizar
pura <'xplicarlos y justificarlos. Si se fundamenta c'n In t'volu­
uon no l<•nclna mayor fuerza probatoria que <·1111lqu11•1 ot rn cliH-
posición o tendencia natural. Sobre todo, este «código de razón»
debe ser el correcto (p. 315). <•Tal como lo veo>,, dice Worrall, ,<lo
que el racionalista acepta y su oponente naturalista niega es
un mundo de hechos lógicos además de psicológicos» (p. 316).
(Habría sido mejor añadir «psicológicos y sociales».) WoHall,
acertadamente, usa su argumento para mostrar que

cualquier intento de utilizar la versión evolutiva de la episte­


« •..
mología naturalizada para evitar el relativismo, a la vez que para
evitar el compromiso con las verdades lógico-epistemológicas, está
condenado al fracaso» (p. 318).

El cuadro que traza Worrall es claro desde su análisis de la


inferencia lógica. A y B se reílexionan sobre un fragmento de
razonamiento lógico. No es válido, pero A ve esto y B no. El
caso trata por analogía con la percepción visual. A simple­
mente ve lo que está allí porque los procesos perceptivos rele­
vantes está funcionando adecuadamente. La visión de B, por
contra, está «nublada» u «obstruida», por algún factor que in­
terfiere. Dado es Lo, en el caso lógico, la lucidez de A pertenece
a un ámbito «no físico» de verdad epistemológica, ¿dónde que­
da la causalidad? Desde esta perspectiva las causas ordina­
rias, del Lipo de las tratadas por psicólogos o sociólogos, pue­
den ayudar a explicar por qué la visión de B está nublada, y
pueden explicar cómo A llegó a estar en situación de ver la ver­
dad (por ejemplo, cómo la educación, el adiestramiento, la inte­
ligencia, etc., abrieron el camino a una visión sin impedimen­
tos de la verdad). La causalidad, sin embargo, no explicará la
comprensión final de la ver·dad misma. El acto racional no es
una especie de relación causal.
Aquí tenemos exactamente la imagen asimétrica y teleológi­
ca típica -como sin cesar he dicho- de la oposición racionalis­
ta a la sociología del conocimiento. No he estado atacando a ex­
tremistas inverosímiles (corno alegaba Chalmers, 1990, p. 83).
Más bien, he estado discutiendo un argumento consistente que
representa la única alternativa real al programa fuerte.

259
1,nH matemáticas y el ámbito de lo necesario

Para mostrar que era posible una explicación sociológica del


conocimiento matemático, sostuve que podía concebirse una
matemática alternativa. Los críticos han afirmado: (1) que l a
evidencia de unas matemáticas alternativas no es convincente,
y (2) que ignoro y no puedo explicar el vasto acuerdo entre prac­
ticantes de las matemáticas que están separados entre sí tanto
en el espacio como en el tiempo. Véase Freudenthal (1979), Tri­
plett (1986) y Archer (1987).
Freudenthal descarta los ejemplos de matemáticas alterna­
tivas que ofrecí (que van desde las matemáticas en Grecia has­
ta la explicación de Lakatos del teorema de Euler). Dice que no
tienen «nada que ver con ... (la) sociología de las matemáticas»
(p. 74). Pretende que sólo tratan de la definición de conceptos y
no del razonamiento de la p1ueba en sí. De esta manera:

«Como las definiciones son ciertamente objeto de un consenso


de la comunidad, no entran (y nunca lo harán) dentro del reino de
la necesidad matemática» (pp. 74-75J.

Negociar las definiciones es una cosa; disputar la validez de


las demostraciones es otra (p. 80). Mi fallo en ver esto deriva
de la insensibilidad para la distinción entre matemáticas pro­
piamente dichas y las «metamatemáticas», que incluyen todas
las «presuposiciones filosóficas subyacentes» (p. 75). Indepen­
dientemente, Triplett plantea la misma cuestión, y Archer apo­
ya la <<detallada disección» que hace Freudenthal de mis ejem­
plos (p. 238).
Las réplicas de Gellatly (1980) y de Jennings (1988) dieron
efectivamente con la debilidad de estos argumentos. Al servirse
de la frontera entre las matemáticas y las metamatemáticas,
estos críticos incunen en una petición de principio. Mi preten­
sión fue mostrar que tal frontera es, en si misma, una conven­
ción y una variable histórica. VE:ir cómo la gente decide qué es lo
que está dentro o fuera de ]as matemáticas es parte de] proble­
ma con el que se tiene que enf rentar la sociología del conoci
miento, y las distintas maneras de hacerlo constituyen concep­
cion<'s alternativas de las matemáticas. La frontera no puede

j(i()
da1,se por sentada de la manera en la que lo hacen mis críticos.
Una de las razones por las que parece no haber alternativas a
nuestras matemáticas es porque las rechazan por rutina: apar­
tamos la posibilidad haciéndola invisible o definiéndola como
un error o como no-matemáticas (daré un ejemplo a continua­
ción). Estas prácticas interpretativas con las que se responde a
las alternativas ayudan a reforzar nuestra convicción de su no
ex.i.i:;tencia. Por razones que no pretendo comprender, parece­
mos capaces de entregamos a una actividad interpretativa a la
vez que ignoramos lo que estarnos haciendo; y eso que me esfor­
cé en llamar la atención sobre estas prácticas (véase p. 129). ¿Y
qué han hecho mis críticos en respuesta a ello? Simplemente
han utilizado las prácticas que dei:;cribí, y citan los resultados
de ese uso en contra de mi conclusión. Esto es audaz, pero des­
barran.
Consideremos la manera en que Wallis prueba que el área
de un triángulo es un medio de la base por la altura. Él empleó
infinitésimos
i
y fracciones con numeradores y denominadores
inr.nitos (cf. p. 126). Ya no aceptamos esta prueba, pero para
Wallis era una necesidad, esto es, era una demostración de
que la fórmula era verdadera. Al llamar a ésta una «pretendi­
da demostración» estoy empleando la palabra tal como los pro­
fesores de matemáticas y los matemáticos utilizan el término.
Freudenthal soslaya Lales ejemplos al cambiar el significado
de «prueba,, y utilizar el término ele una manera especial, esto
es, al tratarlo como un esquema de inferencia abstracta. In­
fluida por la lógica simbólica, esta caracterización carece del
ingrediente esencial del pensamiento matemático. Lakatos nos
ha enseñado que este ingrediente, la idea de demostración, es
el modelo cuasi-empírico que motiva y organiza la manipula­
ción simbólica (1976). La prueba de Wallis, por supuesto, con­
tiene una clara idea de demost,·ación. Este cambio de signifi­
cado proporciona ejemplos legítimos, como el mencionado, que
ha sido injustamente descartado. La detección de estas esti·a­
Lagemas interpretativas no significa, empero, que pueda des­
cartar toda la objeción. La cuestión ahora es: ese sentido es­
pecial y depurado de prueba ¿cae más allá del alcance de la
Rociología del conocimiento? Volveré a esto más tarde con un
ejemplo específico.
lGRtos tres cntkos tratan el amplio acuerdo entre matemá-

26.I
ticos y las continuidades en la historia de las matemáticas
como evidencia directa en contra de la sociología del conoci­
miento. 1'ales hechos, se alega, serian milagrosos si el progra­
ma fuerte fuera correcto. Así, Freudenthal dice que las condi­
ciones que subyacen al pensamiento matemático «son tan per­
suasivas que dejan sin papel a cualquier tipo de investigación
sociológica necesariamente diferencial» (p. 70); y las palabras
«necesariamente diferencial» son cruciales. Archer hace una
deducción similar cuando dice que el programa fuerte eR «rela­
tivista» Clo cual es correcto), y trata, entonces, «relativo» como
lo opuesto a <<universal» (por ejemplo, pp. 235 y 237).
La lógica de estas deducciones es cuestionable en dos fren­
tes. Prime1·0, lo opuesto de ,,relativo>, no es «universal»: es «ab­
soluto,>. Para refutar el relativismo los críticos necesitan más
que la simple generalización de una opinión: necesitan que la
opinión sea correcta; ni siquiera la unanimidad es garantía de
la cualidad que exigen. Tal como decía Worrall: el código de la
razón debe ser correcto. Segundo, ¿en qué sentido es la investi­
gación sociológica «necesariamente diferencial»? Si esto signifi­
ca que cualquier acuerdo convencional pudiera ser diferente en
principio, esto es, que debe ser posible para él ser otro del que
es, entonces esto es conecto. Pero esto no significa que, en la
práctica o empíricamente, un acuerdo convencional deba mos­
trar variación en vez de constancia. Esto es, de nuevo, pasar
por alto la posibilidad de regularidad que surge por razones pu­
ramente contingentes.
La di ficultad, tanto para defensores como para críticos del
programa fuerte es conocer qué grado de variación cultural pu­
diera esperarse en el conocimiento matemático si es correcto un
nnálisis sociológico. Ciertamente, existen algunas razones para
esperaT un cierto grado de un:iformidad, y hay recursos para ex­
plicmla. Éstos son: (1) tendencias compartidas en el modo de
razonar que son innatas y comunes, (2) un entorno común que
suminjstra los modelos empíricos para las operaciones matemá­
Licas elementaleo, y (3) el contacLo entre culturas y la herencia
ele los recursos culturales. Por el contrario, podría esperarse
variación -por ejemplo- en las respuestas a los contraejemplos
y anomalías, y en las dimensiones descritas en el capítulo 6.
J ln::;t�1 que el progrnma se convierta en una teoría propinmC'ntc
d1drn (pslt'n un intento, véase Bloor, 1978), todo lo q11<• puede
discutirse con alguna certeza es la cuestión de la posfüilidad.
¿Es posible que se dé e] tipo de variación que permitiría una ex­
plicación sociológica? En particular, ¿pueden encontrarse tales
posibilidades de variación en el ,,ámbito de lo necesario», en el
corazón lógico de la prueba concebida en su forma más abstrac­
ta y rigurosa?
Como ejemplo, consideremos el esquema lógico denominado
modus ponens. Dice que dado p, y si p implica q, entonces q.
Simbólicamenle:

p
p-:::,q
:. q

¿Existe alguna posibilidad de escape a la compulsión y ne­


cesidad de esto? Si las premisas son verdaderas, ¿no tendrá
que ser verdadera la conclusión? Por supuesto, ésta es una de­
ñnición de una forma uálida de inferencia, y aquí tenemos se­
guramente un ejemplo de una forma tal que nuestra facultad
racional puede intuir directamente, suponiendo que nuestras
mentes no estén nubladas. Parece que aquí tenemos un uni­
versal racional, o absoluto, frente al cual el programa fuerte
debe resultar impotente: ¿cómo podría una aproximación na­
tm·alista y sociológica iluminar tales elementos de nuesti-a
vida cognitiva?
Pues así. Primero, siguiendo la línea emprendida por Bar­
nes y Bloor ( 1982), podría sugerir que la extendida tendencia a
argumentar de esta forma se debe a que el modelo es innato.
Su representación inlerna no se conoce todavía, pero de alguna
manera es una característica de nuestra radonalidad natural.
(Esto sugiere que debe estar presente también en los animales,
y lo está.) Los críticos tratan este punto despectivamente: •<re­
volotean por la biología)>, dice Archer (p. 241). Desde un punto
de vista naturalista, sin embargo, esto es perfectamente ade­
cuado, pero puede ser tan sólo eJ inicio de la historia. En segun­
do lugar, viene la sociología; la línea a seguir debería sernos fa­
miliar: la generalidad de un modelo como el modus ponens en
nuestra racionalidad nalural le da una relevancia especial. Y
cuando erigimos las convenciones cognitivas, utmzamos proba­
bl0m0nt0 lnl0s soluciones sobresalientes de cara al problema de

26:J
organizar y coordinar nuestro pensamiento colectivo. En suma,
probablemente sea elevado al nivel de una institución cogniti­
va. Como convención lógica estará sujeta ahora a una protec­
ción especial, por �jemplo, frente a contraejemplos y anomalías
en su aplicación.
¿Podría haber contraejemplos de una forma de inferencia
válida como el modus ponens'? De hecho, se han conocido du­
rante siglos, pero han vivido una extraña vida en la periferia
de nuestra conciencia cultural, medio conocidos y medio desco­
noddos. Hace tiempo que los lógicos cayeron en la cuenta de
que algunas aplicaciones del modus ponens nos acarrearían
conclusiones falsas a partir de premisas verdaderas, pero de­
nominaban a estas aplicaciones «paradojas••. Me estoy refirien­
do a las «paradojas sorites»*, esto es, el problema del montón.
Si tienes un montón de arena y quitas un grano, todavía tienes
un montón de arena; si quitas otro grano, sigues teniendo un
montón de arena; si quitas otro grano ... Tenemos aquí una infe­
rencia de la forma modus ponens, pero si la aplicamos reitera­
damente los granos de arena eventualmente se acabarán, y la
conclusión será falsa: no nos quedará un montón, ni siquiera
nos quedará grano. Las premisas son verdaderas, el razona­
miento es el modus ponens, y la conclusión es falsa. Así que,
después de todo ésLa no es una forma válida. ¿O debemos decir:
es válida (porque podemos ver su validez) y, por lo tanto, la cul­
pa debe descansar en algún otro lugar y el ejemplo es una mera
.. paradoja», un rompecabezas y una 1·areza. La respuesta tra­
djcional es echar la culpa al uso de predicados «vagos}•, como
,,montón». Supuestamente, la lógica sólo se aplica a conceptos
claros bien definidos. Sólo recientemente se ha hecho el expe­
rimento de tomar el otro camino, y revisar nuestras ideas de
lo que ocurre cuando utilizamos el modus ponens (Sainsbury,
1988).
Por supuesto, existen otros candjdatos que como el modus po-
11ens se han propuesto como encarnaciones de una necesidad ab­
i--oluta. Archer (1987) propone la •<ley de no contradicción,,, esto

8ori(¡,s: --rac1ocimo compuesto de muchas proposiciones encadenadas, de


moclu qui' c-1 prc•dicaclo dc- la antccedente pasa a ser sujelo de la Higuientc,
h,lNla qm• 1•n ln conclus1ón se une el sujet.o de la primero co11 PI fll'Pclii-11<10 de- 111
111li111u- IUU\ 1�. /Vigrsimn ,•dii·ión-1984-l (N. d1• foi, l'I

:tfi- I
es, que una afirmación no puede ser verdadera y falsa: - (p x - q ).
De nuevo son los lógicos quienes han suministrado a los soció­
logos del conocimiento el material necesario para plantear el
asunto del relativismo. Han ingeniado sistemas lógicos forma­
les que violan la «ley», por ejemplo, la lógica trivalente (cf. Ma­
kinson, 1973). La cuestión deriva entonces hacia el significado
de estos sistemas técnicos. El sociólogo encontrará que hay va­
rios dispositivos retóricos que se emplean para marginalizar­
los. No se nos dice que sean paradojas, sino que son «paxásitos»
de los sistemas bivalentes que supuestamente subyacen a
ellos, esto es, sistemas que sí incorporan la ley de contradicción.
(Esto es análogo a los viejos argumentos diseñados para margi­
nahzar las geometrías no euclídeas: se dijo que eran parásitas
de nuestra única intuición ei:;pacial euclídea, véase Richards,
1988). Esta técnica para degradar los sistemas lógicos trivalen­
tes está lejos de ser irresistible. Como sistemas formales, los
sistemas trivalente y bivalente están exactamente al mismo
nivel. El mecanismo formal del primero no necesita ser visto
como deudor del mecanismo formal del segundo; los dos siste­
mas funcionan independientemente y de fonna paralela. Los
sistemas formales trivalentes, sin embargo, presuponen nues­
b·a racionalidad natural, esto es, nuestros procesos informales
de pensamiento y nuestras habilidades mentales para manipu­
lar sus símbolos. Pero esto también se necesita parn apuntalar
el mecanismo formal del sistema bivalente. Las habilidades in­
naLas pueden ser generales, e incluso eventualmente universa­
les, pero no dotan a la ley de no contradicción con ningún rango
absoluto.
Hemos mostrado, pues las alternativas a estos ,,universales
absolutos» que habíamos anunciado. Y hemos corroborado una
predicción contra-intuitiva, y ciertamente muy poco verosímil,
del programa fuerte. Se ha contrastado otra ley de cobertura
general y ha sobrevivido. Resulta que el aura de absoluto que
rodea a estas propuestas debe provenir de las constricciones
sociales que les confieren su rango especial. Cuando sentimos
su carácter apremiante y obligatorio es a la tradición y a la
convención cultural a lo que estamos respondiendo. El «ámbi­
lo de lo necesario,, resulta ser, l)Or consiguiente, el ámbito de lo
social.

26.5
Conclusión: ciencia y herejía

No hace mucho que descub1i para mi sorpresa que los argu­


mentos que he examinado incluido el mío- son justamente
una repetición de una controversia que se produjo hace más de
un siglo <Bloor, 1988>. Todo el debate sobre el programa fuerte
se ha producido con anterioridad en otro contexto, a saber, el
de la teología y la historia de los dogmas religiosos. Cuando
sostenía en el capítulo 3 que protegemos a la ciencia de la inda­
gación sociológica al tratarla como sagrada, dec1a más verdad
de la que sabía. El programa fuerte emergió por primera vez en
conexión con lo sagrado en vez de haberlo hecho con las creen­
cias científicas, y los argumentos empleados en contra suya fue­
ron exactamente los mismos que se emplean ahora. Hoy deba­
timos sobre la manera adecuada de escribfr la historia de la
creencia: ayer lo hacían sobre la manera adecuada de escribir
la hisloria del dogma de la iglesia, pero todos nm; hubiéramos
sentido como en casa con aquella discusión.
El prngrama fuerte es lo nnálogo a la posición que se asoció
con la denominada escuela de Tübingen de historiografía de la
iglesia. Bajo el liderazgo de Ferdinand Christian Baur ! 1792-
1860) estos eruditos pusieron manos n la obra implacablemen­
te para aplicar las técnicas de la erudición histórica a la histo­
ria de las doctrinas cristianas y rechazaron el viejo paradit-,'rJna
de la historia de ln iglesia que Baw- llamó «supernaluralismo».
Tal como Baur lo explicaba en su «Epochs of Church historio­
graphy» (1852) (véase Hodgson 1968, p. 53), los «supern::ilura­
listas,, dividen la historia dC'I dogma en dos partes que son tra­
tadas de manera diferente. Una parle la constituye el registro
de la auténtica verdad apostólica; ésl a íluye de las fuentes di­
vinas, y no necesita ninguna otra explicación más allá de su
divinidad. La otra parte es el registro de las herejías y de las
desviaciones doctrinales: ésta se explicará mediante iodo lo
que puede nublar la visión del creyente y le conduce por el mal
camino: aquí la explicación se produce en términos de ambi­
ción, avaricia, ignorancia, superstición y maldad. Somos cria­
turas caídas, y esto explica las desviaciones del camino del de­
sanollo dogmático verdadero.
ER t•videnie que las suposiciones que sust<.>nl nn PI 11qwrnn-

2firi
turalismo» son idénticas a aquellas que informan la historio­
grafía de los racionalistas actuales cuando piensan en la cien­
cia. En lugar del despliegue histórico de la inspiración divina
tenemos el despliegue de la indagación racional, la historia «in­
terna» de la ciencia. En lugar de la herejía tenemos la inacio­
nalidad y las desviaciones del método científico verdadero que
obedecen a causas socio-psicológicas, la historia <,externa» de la
ciencia. El enor doctrinal en teología ha dado lugar al prejuicio
ideológico en ciencia. Los racionalistas de hoy dicen:

«Cuando un pensador hace lo que 1·acionalrnente hay que ha­


cer, no necesitamos indagar más en las causas de su acción; mien­
L1·as que cuando hace lo que, de hecho, es irracional -incluso si
cree que es racional- necesitamos alguna explicación posterior»
(Laudan, 1977, pp. 188-189).

La postura del supernaturalista del pasado puede ser carac­


terizada de manera precisa empleando estas mismas palabras
y haciendo algunas sustituciones. Así:

"Cuando un cristiano cree lo que es ortodoxo, no necesitamos


indagar más en las causas de su creencia, mientras que cuando
cree lo que, de hecho, es herético -incluso si cree que es ortodo­
xo- necesitamos alguna explicación posterior.»

Baur reemplazó esta venerable, aunque entontecedora, vi­


sión por un estudio de los conflictos y negociaciones políticas
entre las partes en pugna en la iglesia primitiva y analizó las
doctrinas en términos de sus «tendencias», esto es, los intere­
ses que las informaron, negándose a estructurar sus indagacio­
nes en torno a un juicio doctrinal a priori como sería el distin­
guir cuáles de estas tendencias eran teológicamente correctas.
En suma, estudió la construcción social de nuestros dogmas más
preciados, y lo hizo como un creyente piadoso y respetuoso (Hodg­
son, 1966).
Baur y la escuela de Tübingen fueron los verdaderos pione­
ros de la sociología del conocimiento; qué pena que sus grandes
logros no nutrieran la conciencia común de los filósofos, sociólo­
gos e historiadores de la ciencia, y así se ha tenido que repetir
el mismo debate. Tengamos también la devota esperanza en
que esLoH paralelos históricos no vayan más allá. Bam y sus co-

267
legas fracasaron, en ultimo extremo, en sus esfuerzos por mo­
dificar la manera en la que los miembros de la tradición teoló­
gica reflexionaban históricamente sobre sus propias creencias
y prácticas. ¿Por qué poner tanta atención en las disputas teo­
lógicas?, preguntaban suH crílicos. ¿No acahan por cenarse las
disputas y no prueba eso que la realidad de la divinidad y la
verdad del dogma de la iglesia acaba siempre por afirmarse a sí
misma (por ejemplo, Mathcson, 1875)? Pese a sus delalladas y
extensas rndagaciones, y pese a la abundancia de evidencias
que suministraron, de la escuela de 1'übingcn se señaló simple­
mente que denigraron cuanto estudiaron. A la postre, su in­
íluencia resultó aplastada bajo el peso del oscurantü:imo, el fa­
natismo y una teología reaccionaria alenlada por el gobierno
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279
Indice temático
Aritmética transíinita 206-207 108-110, 128-132, 133-137,
Asimetría lógica 256-257 208-219,233-234,241
Asimetría metodológica 256 Conocimiento teórico 49-50
Asimetría psicológica 256-257 Contraejemplos 222-225, 227,
Autorrefutación 50-52 230,264
Contrastación empírica 102,
Caminos paralelos de Glen Roy 106-108
62,65 Contrato social ll0,ll2, 113
Clase natural 253 Convenciones 81, 85-87, 155,
Causalidad 38-39,51-52, 241- 161,166,199
243 Correspondencia 77-84
Ciencia cognitiva 244-246,248 Costumbre uéase Prejuicio
Ciencia extraordinaria 106-107 Covarianza 241-243
Ciencia natural 38,54-55 Cultura 49,127
Ciencia normal 104-106, 107, Curiosidad 255-256
228
Ciencia social 54-55 Darwinismo social 120
Cientillcismo 237 Deductivismo abstracto 111-112
Componente social del Definiciones 222-223, 225,228
conocimiento 48, 72, 156, Demostraciones 219-231, 260-261
159,243,245 Derechos naturales l.10- ll2, 125
Compulsión lógica 140-144, 199, Descubrimiento científico 57-58,
203-204, 207-208, 228, 233- 63
235 Determinismo histórico 53
incluctabilidad lógica 207 Determinismo social 53
necesidad lógica 260-265 Diseño experimental 68-69
Conductismo 130,244 Disputas por la priori.dad 57-58
Conocimiento futuro 53-56
Conocimiento científico 33-35, Economistas clásicos 119, 120
35-39, 39-46,48-50, 73, 85- Eidos 183-184
87,90-94, 101-104, 104- L07, Empirismo 46-50,70-71,73,143

281
Epistemología 126-128, 133 Individualismo 111, 112, 115, 120
Error 49, 69, 170-171 Infinitésimos 191-196
Escepticismo 135-136 Tnfradeterminación de la teorías
Escuela de Tübingen 266-268 249-250
Escuela histórica de economía
121-122 Jurisprudencia 122-123
Estado de naturaleza 110, 112
Experiencia sensorial 61-70 Legislación 122
Evolución 37, 121, 258 Ley de no contradicción 264-265
Experiencia 48-50, 68-73, 81, 95, Ley Le Chapelier 115
108, 143-147, 160-162,197, Leyes científicas 55-57
231 Límit,es 192
Explicaciones por intereses 248- Lógica 199-231, 262-265
252 Lógica azande 208-219
Lógica deductiva 202
Falsabilidad 103 Lógica trivalente 265
Falsación 82,84-85, 114, 257
Familia 112, 116 Matemáticas alternativas 169-
Filosoña 103, 126-128, 133-134 198, 260
Finitismo 241, 244 Matemáticas informales 226
Física 38, 53-55 MaLerialismo 73-77, 83. 234
Flogü;to 78-80, 21fi-217 Memoria 66
Metafisica 103, 188-191
Gnomon 184-185 Metáfora 163-165, 195
Metamaternáticas 260
Hechos 107-109, 252-253, 255 Minium 78-80
Herejía 266-267 Mistificación 99, 129-137, 151
Hipótesis observacionales 108, Modelo causal 38, 44-46
113 Modelo teleológico 43-46, 245,
Historia 133, 13fi 259
Modelos 161-165, 195, 197
Idealismo 123-124, 252-255 Modus ponen$ 263-264
ldeas preconcebidas 64, 66 Moralidad alternaliva 171
ldeología 98, 110-132, 134 Mundo exterior 83
Ideología ilustrada 110-115, 115-
126, 129-132 Naturalismo 129-132, 134, 139-
Ideología romántica 110-115, 167,247-248, 258-259, 263
115-126, 127, 129-132 Necesidad 260-265
Imágenes de la sociedad véase Negociación 199-231, 247,260
Representaciones de la Números 141-1'12, 1!l0 15'1, lfi8,
sociedad 160 líil, lCi:I, llill, l'l:l IHG
Números pitagóricos 183-188 Regla de pureza 152
Números platónicos 183-188 Relativismo 234-236. 262
Números cuadrados 183-184 Religión 90-92, 95-96
Números figurados 184 Representaciones ele la sociedad
Números irracionales 188-189, 96-98, 128,234
191,218 Resistencia al descubrimiento
Números oblongos 183-184 científico 63
Números triangulares 183-184 Revolución francesa de 1789
115,117, 131
ObjeLiviclacl 154-157,165,236- Revoluciones científicas 106
237 Rigor 194-196
Oxígeno 58,253
Sagrado 90-92, 95-96, 132,135,
Paradigmas 104-107, 109, 114 266
Paradoja sorites 264 Silogismos 200-203, 205
Paradojas del inJiniLo 205-208 Sociología de] conocimienlo 33-
Percepción véase Experiencia 46, 74,89-99, 101-110, 128-
sensorial 137,233
Percepción errónea 61, 64-65, 69 Subjetivismo 236
Percepción sensorial véase Supernaturalismo 266
Experiencia sensorial Supervivencia del más apto 121
Planetas 55-56
Postulado de simetría 38-39, Teorema de Euler 219-222,227,
240, 253,255-259 230
Poder de la lógica 211 Teoría del conocimiento uéase
Predicción 53-54, 79 Epistemología
Prejuki.o 102, 116 Teoría económica 119-122
Premisas 125 Teoría moral 123
Profano 90-92, 95 Teorías científicas 56-59, 78-81,
Programa fuerte en sociología 85-87, 102-103, 114,227
del conocimiento 35-39, 44, Tradición véase Prejuicio
77,84,85,89-99, 139,233-
237, 239-268 Universidad de Edimburgo 248-
Proposiciones generales 20] 250
Prueba véase Demostraciones Ulilitarismo 130-131
Psicologismo 130, 142-143, 150
Valores 45-46
Racionalismo 247-248,258-259 Variables 177-178
Raíz cuadrada de dos 188-191 Verdad 49, 77-87, 104, 108-109,
Rayos N 67-68 143,236,253,257
Razón 116,120,154,258 Voluntad general 123

2R8
Indice onomástico
Agassiz, Louis 62, 65, 66 Crisipo 173
Archer,M. 239, 260,262, 263 Cole1idge, Samuel Taylor 122, 127
Arquímedes 194-195
Aristóteles 173, 188 Dalton, John 216
Austin, J. 252 Darwin, Charles 62,65, 121
Dedekind,Richard 207
Bacon, F1·ancis 47, 86 Diencs,Z.P. 146-149
Barber, B. 63-66 Diofanto 175-180
Bartley, W.W. 239-241 Douglas, Mary 56,151,244
Bateson, Wilham 37 Du Bois-Reymond, Emil
Bnur, Ferdinand Christian 266- Hcim;ch 92
267 Durkbeim, Emile 34, 64,83,90,
Ben-David, ,J. 239, 242-243, 24 7 95,98, 124,136,166,254
BenLham,Jeremy 119-120, 122,
123,126 Evans-Pritchard, E.E. 208-211
Berzelius,Jons Jacob 75
Blondlot, René-Prosper 67-69 Ficbte, Johann GoLtlicb 98, 126
Bosanquet, Bernru-d 123-124 Flew,A. 239, 248, 252-253, 255
Bottomore, T.B. 52 Forman, P. 38
Boyer, C.B. 194 Frege, Gottlob 143,149, 150-
Boyle, Robert 242 166, ]73
Bradley, F.H. 123 Freudenthal, G. 260-262
Brown, J. 249-250, 258
Burke, Edmund 116-117, 122, Galileo 194
125-126, 136 GaHon, Francis 37
Gay-Lussac,Joseph-Louis 216
Cajori, F. 198 Gooch,G.P. J 35
Cauchy, Augustin-Louis 220- Grünwald 51
222
Cavalieri. Bonaventw·a 192, Hankel, He1mann 179-180
194,195 Heath, Sir Thomas 173, 177

285
Hcsse,Mary 241 Newion-Smith, W. 257-258
Hessel, Johann Friedich
Christian 222-223 Platón 136,183
Hollis, M. 2/16-257 Poincaré, Ticm; 163
Popper,Sir Karl 53-55,101-104,
Jnbrram, ,J.Kells 122 106-110,113-114, 117,120.121,
124-126,128-131,191,226,235
,Jámblico 173-174 Pricslley, Jm,eph 58,78,80,253

Kelvin, Lord 37 .Ricardo,David 119


Kleín, Jacob 175 Robcrval,Gilles Pcrsonne 191
Kuhn. Thomas S . 56, 59, 101- Roscher, Wilhelm 121, 123
102, 104-110,11:3, 114,117, Rm,sell, Bertrand 159, 165
125-126, 128-129, 132-133, Rylc, Gilbert 94
228-229, 236
Sav1gny, Carl von 123
Lakatos, l. 41-42, 204, 222, i25, Shopin, S. 2'18-250
226-228, 230-231, 261 Skinner. B.r'. 130
Lavoisier,Antoine-Laurent 57- Sm1th, Adam 119, 121
58,253 Spcngler, O,rwald 169
Le:;;lie,Cliffc 122 Stnrk,W. 169, 187, 205-206
Liebig, Justus 74-77. 81-85 Stevin, Simon 180-182, 186-187
l,ovejoy, A.O. 52 Strawson, P. 252
Strong, E.W. 182
McDougall, W. 124
Mannheim. Karl 110, rnf> Thomson,Thomas 7'1-77,84-85
Mansfield,Lord 200-201,212,
221,225 Wallis, John 192-195
Mill, James 119, 131 Williams, Raymond 127
Mili,John Stuart 143-147, 14!1- Winch, Pctcr 210-211
154. 157-166. 172,185, 197- Wittgenstein, Ludwig 169, 208,
202, 211, 241 210,241,251
Moebius, August Ferdinand 223- Wood,R.W. 68
224 Worrall,J. 258-259, 262
Mor1·ell, J.B. 74
Mull(>r, Adam 117-119, 123 Ycarley, S. 251

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