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CONTRA EL GOCE DEL ÓRGANON: PARA UN ANTIFILÓSOFO

NO HAY NADA MEJOR QUE OTRO SOFISTA

(Sobre Jacques el sofista de Bárbara Cassin)1

Por Un filósofo producido

Bárbara Cassin es una filósofa y o filóloga gala, o de ello hace gala,


con un objetivo en esta justa muy preciso: restituir a Lacan del
lado sofístico, arrebatarlo de los garfios ontológicos de Alain Ba-
diou, sacárselo de las manos a los platónicos, que no ceda al deseo
de estos buenos filósofos de número y con todas las letras. Aunque
Platón, nos refiere, funge como “su alter ego oficial”, Lacan es más
atinadamente “un Gorgias que se ve a sí mismo en Sócrates” y va on-
dulando sibilinamente de la posición del uno a la del otro. En
Sócrates, el perfecto histérico, Lacan vio la encarnación prematura
del analista, con una falla de base –de base filosófica, magistral–:
no hacerse pagar el service mayéutico, no tocar la plata como aquel
pretérito manosanta de Alberto Olmedo. El empeño de Bárbara,
en honor al nombre que porta y la declinación que le aporta, es
restituir Lacan a Gorgias, al sedicente extranjero, y empatar al psi-
coanálisis con la sofística, amparada en una de las tantas frases
sueltas del anti-gurú: “el psicoanálisis es la presencia del sofista en nues-
tra época, pero con otro estatuto”. La sofística, además del cuerpo doc-
trinario y anecdótico propio de aquellos griegos que conocemos
por sofistas es, de acuerdo a la maledicente y recelosa tradición
intervenida por el platonismo, “una filosofía de razonamiento verbal,
carente de solidez y seriedad”, “una de las modalidades posibles del no-
filosofar”, “una filosofía de las apariencias o apariencia de filosofía”: el
sofista en fin es “el alter ego negativo del filósofo, su otro malo”. Aristó-
teles y Platón acusaron a nuestros buenos muchachos de sustituir
los ojos por los oídos, por lo que resultan algo así como los prime-
ros maestros de la escucha (una definición que no gustará al buen

1
Bárbara Cassin, Jacques el sofista: Lacan, logos y psicoanálisis. Manantial, Bs. As.,
2013.
psicoanalista, que la juzgará oximorónica), que podrían haber for-
zado a los mismos filósofos a escucharse a sí mismos para ver que
más bien eran ellos quienes no sabían de qué hablaban o hablaban
por hablar (logou kharin legousin dice Aristóteles): “A quienquiera que
enuncie lo que siempre es planteado como verdad, el sofista le demuestra
que no sabe lo que dice”, tronó J. M. Lacan. Bárbara Cassin no se
queda en la mera paridad del caso y propone sin ir más lejos una
“historia sofística de la filosofía”: algo así –dice– como la historia con-
tada del lado de la puta u oída del lado del analista, que es lo que
parece haber hecho Gorgias en el Tratado del no-ser con el Poema de
Parménides: un retorno al remitente orquestado con escuchar al
ser como un efecto del decir, como un significante (el Sócrates de
Jenofonte –se recordará– dijo que los sofistas eran como las putas,
por aquello de la tarifa). Fuera de la leyenda negra izada desde la
Academia y el Liceo, la sofística es no solamente un blablablá sino
una teoría o doctrina que parece más bien, conforme a este testi-
monio, un psicoanálisis avant la lettre, que Bárbara Cassin bautiza
logología, el rival innominado pero milenario de la ontología, eri-
gida sobre la tesis lacaniana “el ser es un hecho de dicho”, opuesta a
la ontología (“el decir griego del ser”). Toda la ontología, moderna o
antigua, a título del sujeto o la sustancia, se erige sobre la tautolo-
gía –que el ser sea– y la petición de principio: la evidencia de un
primer principio que es indemostrable y la equivalencia parmení-
dica de ser y pensar (el ser piensa y lo pensado está hecho a imagen
y semejanza del pensamiento). Del principio sólo puede hacerse la
petición, establece Bárbara Cassin, no puede demostrarse directa-
mente, y la tontería (esa autenticidad tremendamente tonta de la
Metafísica de Aristóteles de acuerdo al malpensado Lacan), con-
siste más bien en equivocarse de principio, porque el principio no
equivocado –“embragado con lo real”– es el lacaniano: que no hay
relación sexual, y todo lo demás es el tapa-agujeros (el principio de
no-contradicción como tapa-agujeros del lenguaje y la metafísica
como tapa-agujeros de la política), esto es “la función esencial del
lenguaje”. “Aristóteles no tiene la menor idea de que el principio es que
no hay relación sexual”, reía Lacan soltando confetis, tomando al
estagirita de blanco ideal para el cachetazo dos mil años retardado.
El pensamiento, enfatiza Lacan por el surco gorgiano, no es una
categoría sino un afecto: un pathos del logos. Los sofistas, se diría
con la autora y con Lacan, eran serios pero no tontos (serios no-
tontos más bien), y contaban con otra seriedad, la no-filosófica, la
de la lengua, la logología, crítica de la ontología, que procede por
la inversa: del decir al ser y del significante al significado por la vía
de la escucha. Sofística y psicoanálisis se acomodan –ubican– de
la misma manera ante la filosofía, comparten –dice– el mismo
otro: “el régimen filosófico normal del discurso”; y tratan en común
acerca del discurso en tanto que “relación rebelde con el sentido” arti-
culada por el significante y la performance y a distancia de la ver-
dad filosófica (“los filósofos quieren salvar la verdad”, quejábase La-
can). Bárbara niega que el enunciado prínceps de la sofística sea
“no hay verdad”, tal como lo afirma Badiou; el tema del sofista es
el discurso, no la verdad, y desde este punto de mira (o de escucha)
el ser y la verdad son efectos del decir (se recordará que para el
Lacan formateado por Badiou hay verdad pero no criterio de ver-
dad: es una operación y no un juicio y sólo puede decirse a me-
dias). Sustituye ese “enunciado prínceps” por aquel que asegura que
“el ser es invisible si no alcanza el parecer y el parecer débil si no alcanza
el ser”, lo que se emparda con el a medias lacánico y con la dóxa
como inexorable horizonte político revelado por Hannah Arendt.
El gran némesis de este libro, queda visto, es Aristóteles, a ese pun-
ching ball van a parar casi todos los golpes, el que organizó las bases
edilicias de la ontología en general, y para quien hablar es decir
algo, decir algo significar algo, significar algo es que algo tiene sen-
tido, un sentido para uno y para el otro, unívoco en fin. De tal
suerte nuestra autora sostiene que “la prohibición de la homonimia
en el lenguaje es lo que la interdicción del incesto en la sociedad”, y que
“el trabajo de Aristóteles a lo largo de toda su obra consiste en distribuir
un significante por significado” como panes y peses. Para un signifi-
cante no hay nada mejor que un significado, en definitiva (¿de cada
cual según capacidades a cada cual según sus necesidades?). “La
utilidad del lenguaje –escribe Bárbara Cassin– reside, en primer lugar,
en que sustituye neciamente la relación deíctica por la simbólica: es más
fácil hablar de una manada de elefantes que ponerla sobre la mesa.” Ante
tal impedimento los sofistas suplantan la deixis por la epideixis –un
arte de mostrar pero ante el público u oyente– y los metafísicos
por la apodeixis, la demostración, para la cual el lenguaje es la ma-
nifestación de las cosas por ellas mismas. El logos epidíctico es
pharmakon –poder y efecto– y el apodíctico organon –develamiento
y adecuación. Pero hete aquí que la gran denegación de la tontolo-
gía –como podríamos traducir con mejor gracia la “hontologie” es-
tuprada por Lacan– se levanta negando que sea la refutación de lo
que otro dijo tomado al pie de la letra su propio punto de arran-
que, como el de cualquier chantapufi sofístico. Retorno al remi-
tente o la torta se da vuelta.
Pero ni Freud ni Lacan podían quedar así como así vegetando del
lado sofístico, ambos contemporizan y comercian con la ontología
tonta, y es el primero quien más cede “en la exigencia aristotélica del
sentido” con mantener una primacía del sentido del sinsentido,
gesto humanístico caritativo y tranquilizador que el franco discí-
pulo amortigua al grito de “¡cuídense de comprender!”, prefiriendo la
del sinsentido del sentido, cuando no la del “au-sentido” (una espe-
cie de afuera del sentido por adentro) tomado en préstamo a De-
mócrito, “el primero en la Antigüedad en escribir el significante”. Desde
Freud el sofisma deja de ser lo otro de la verdad para convertirse
más bien en aquello que la revela. La filosofía –al menos el hombre
de paja que Lacan hizo de tal nombre– critica el sentido a ley de
verdad, pero Lacan lo hace a título de lo real, resignando que haya
verdad de lo real despachada en forma de sabiduría y consuelo. Lo
que una y otra vez hace chapoteando el sinvergüenza de Aristóte-
les, seña Lacan, es preguntar qué es el goce del ser mientras se em-
peña en negar que hablar sea gozar (“Allí donde eso habla, goza, y no
sabe nada”, dixit). Y Lacan da la respuesta llave: el goce del ser es
goce fálico, fuera del cuerpo, al que él retruca con “el ser de la signi-
ficancia”, que no elude al cuerpo. Pero este goce fálico es como se
sabe goce idiota del órgano y no del cuerpo mujeril, ya que el ma-
cho no tiene otra parejita que la falta, y jamás puede hacerle el
amor sino abrumarla y emperifollarla con poesía y demás adminícu-
los sustitutorios, y eso reprochaba Aristóteles a Gorgias: hacer del
logos poesía. El hombre qua filósofo, el aristotélico al pie del ca-
ñón, el de Estagira mismo, extiende –se lo podrá decir– el goce del
órgano en goce del órganon. La ciencia que funda Aristóteles es en
efecto una ciencia del hombre, del macho como amo, del filósofo
en fin: el pensamiento es goce del ser, ligado al objeto (allí donde
maître=m'être=meser). Pero hay otra satisfacción, el goce de la pa-
labra, el del lado femenino, homoios phytoi, el logos de planta: “El
hombre falla y goza como filósofo, la mujer falla y goza como sofista”,
asegura Bárbara. “Toda la necesidad de la especie humana –habla La-
can– fue que hubiera un goce del Otro del Otro, ese al que se llama gene-
ralmente Dios, pero del cual el análisis revela que es simplemente La mu-
jer”. Goce discursivo, femenino y de la flora, están del mismo lado,
el de la Helena que Gorgias elogia, el objeto a, causa de la falla del
lado macho. Porque eso hizo Gorgias en el Elogio de Helena, hacer
ver el vínculo entre goce femenino y lenguaje, objeto de la falla del
lado hombre, sujeto de la falla del lado mujer (la falla es la única
forma de realización de la relación sexual), el nudo entre realidad
goce y lenguaje. Así Lacan gorgianiza a Freud al hacer pasar a la
mujer de lo anatómico a lo discursivo: la cosa no es la anatomía
como destino sino el dime cómo hablas y te diré qué eres. El sujeto
es feliz cuando es filólogo y hermeneuta, tranquiliza Bárbara: el
hombre es menos tonto cuando es lacaniano, sobreañade, porque
sospecha que el ser que lo desvela es un “semblante”. Bárbara con-
cluye que J. Lacan en el Seminario Aun hace la justa actualización
doctrinaria del gorgismo duro bocetando un tratado del no-ser del
goce femenino: nada es = ella no goza; si es, es incognoscible = si
ella goza, nada sabe de eso; si es y es cognoscible, es incomunicable
= si ella goza y lo sabe, no puede decirlo. Se le puede sacar saber al
esclavo, ello es la filosofía, pero nada de nada a la mujer sobre eso,
quedando así el hombre-analista apenas como un vaciado Sócra-
tes, sujeto supuesto saber. El hombre como pastor del ser sería un
desahuciado artero y acaso diplomático guardabosques del falogo-
centrismo. Esa, cómo decir, idilio-tragedia entre la incesante tonto-
logía de un macedonio y el igualmente perenne elogio de Elena (la ha-
che es en efecto perpetuamente muda) es demasiado familiar para
nos los rioplatenses –los que nos reímos de la plata. ¿Qué otro
osciló tanto y tan explícitamente por acá entre Sócrates y Gorgias
que el tal Macedonio Fernández?
He aquí en definitiva, expuesta en ligera brocha gorda, como co-
rresponde, la “escucha sofístico-analítica de la historia de la filosofía”, que
sugiere con cierta timidez que lo real puede ser tocado no apenas
con el matema –las matemáticas dicho en criollo– sino con el goce
del discurso. “El psicoanálisis –dispara– es un vasto síntoma al que se
le pide que nos desembarace de lo real y del síntoma, y que por lo tanto, si
es exitoso, termine con el psicoanálisis mismo, exactamente como la dicta-
dura del proletariado.” Comparación algo desconsoladora, pero que
recuerda que desembarazarse es un término nietzscheano, desem-
barazarse de la filosofía un objetivo o ideal higiénico del antifiló-
sofo, quien tal vez pueda acabar arrojando a la misma antifilosofía
–badiouísticamente concebida. Lacan, el psicoanalista-sofista del
siglo XX, tal vez haya tocado lo real pero no cogido (aprehendido)
la verdad (para no decir mujer) con ese logos-pharmakon con “efecto
sobre el otro y efecto-mundo” y beneficiado por la performance-enun-
ciación y la homonimia-significante. Bárbara Cassin le esquiva al
Lacan “amo de escuela”, lacanización de la filosofía o sustracción de
Lacan para las huestes ontológicas. En fin y ya saludando al radio-
escucha, nuestra bienquista autora niega la pertinencia del triun-
virato o trinidad que Badiou nos legó como novedad: el antifiló-
sofo no existe o es indiscernible del sofista o los sofistas eran anti-
filósofos.

Antifilosofía & Cinismo2


7 de noviembre, 2020

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http://antifilosofiaycinismo.blogspot.com

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