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El Mito de Dionisos

Nos cuenta el mito que en la ciudad griega de Tebas, vivía la princesa


Sémele, hija del rey Cadmo y de la reina Armonía. Tan grande era su
belleza que pronto fue objeto de la atención de Zeus. El dios acudía a
visitarla al palacio de su padre disfrazado de mortal, hasta que un día
la joven cedió ante una insinuación de Hera (la celosa esposa de
Zeus) que, disfrazada de la nodriza de la joven doncella, sembró
donde había confianza la duda de si quien la visitaba era realmente
Zeus o si era un impostor que se había aprovechado de su inocencia.

De modo que, en su siguiente encuentro, la joven Sémele rogó al dios


que se le mostrara en su olímpica majestad. Zeus accedió con mucho
pesar ante la obstinación de la joven, consciente de que no podría
soportar su divino resplandor, pero como le había dado la palabra de
concederle lo que quisiera, tuvo que acceder a su ruego.

Fue así como la joven princesa pereció consumida por las llamas que
desprendía Zeus, el señor del rayo. Dionisos, que estaba en el seno
de la joven, hubiera perecido también si una tupida hiedra fresca y
húmeda con que lo envolvió Gea, diosa de la Tierra, no se hubiese
enrollado milagrosamente en las columnas de palacio, interponiendo
su verde pantalla entre el niño dios y las llamas celestes.

Zeus recogió a Dionisos niño, para el que no había llegado el


momento de nacer, y lo encerró en su muslo. Cuando el plazo se
cumplió, extrajo a la criatura. Este doble nacimiento le valió a Dionisos
el epíteto de “ditirambo”, que quería decir “el dos veces nacido”.

Entonces Zeus confió su hijo a Ino, hermana de la princesa muerta,


que residía en Orcómeno con su esposo Atamante. Pero la diosa
Hera, la engañada esposa celeste de Zeus, no había desistido de su
deseo de venganza, por lo que trató de enloquecer a los tíos del niño
dios. Pero Zeus consiguió salvar por segunda vez a su hijo
transformándolo en cabrito y entregándolo al dios mensajero Hermes
para que lo confiara en custodia a las ninfas de Nisa, una región
montañosa mítica que no se corresponde con ninguna región griega
conocida.

Dionisos, el niño dios, pasó su infancia en esta maravillosa región al


cuidado de las ninfas. Las musas, las ménades, los sátiros y los
silenos también contribuyeron a la educación de Dionisos. Con una
corona de hiedra sobre sus sienes, el joven dios corría por montes y
bosques en compañía de las ninfas, y las montañas le devolvían los
ecos de sus risas y gritos. Mientras tanto, el viejo sileno se ocupaba de
la educación del joven dios.

Cuando fue mayor, descubrió la vid y el arte de obtener el vino.


Cuenta el mito que, al principio, bebió sin moderación, por lo que Hera
aprovechó para llevarlo a un estado de locura divina del que sólo se
recuperó al consultar el oráculo dedicado a su padre Zeus en el templo
de Dodona.

Dionisos empezó entonces una serie de largos viajes, que lo llevaron


desde Grecia hasta la India y otra vez de vuelta a Grecia, en su carro
tirado por panteras y adornado por hiedra y vid, acompañado por los
silenos, las bacantes y los sátiros, para enseñar a los seres humanos
los misterios de su culto y los beneficios del vino.

En su largo recorrido, protagonizó aventuras de gran belleza, como


aquella en la que un día, cuando el dios paseaba por la orilla del mar,
fue raptado por unos piratas que se lo llevaron cautivo en su navío.
Creían que se trataba de un príncipe y esperaban obtener un buen
rescate por él. En vano se esforzaban por atarlo con pesadas
cadenas; estas se soltaban y caían por sí mismas. Entonces se
produjeron unos hechos prodigiosos: a lo largo del sombrío barco
empezó a correr un vino delicioso y perfumado, y una vid trepó por la
vela abrazándola con sus hojas. Mientras se adhería una oscura
hiedra en torno al mástil, los remos se convirtieron en serpientes y
resonaron flautas invisibles. Ante tales prodigios, los piratas,
aterrados, se tiraron al mar, quedando transformados en delfines, lo
que explicaría de forma simbólica por qué los delfines son amigos de
los hombres y se esfuerzan por salvarlos en los naufragios, puesto
que serían aquellos piratas arrepentidos.

En otros episodios de sus viajes se nos narran las dificultades con las
que este dios se encontraba para que sus ritos y fiestas fueran
aceptados por las gentes. Por ejemplo, cuando Dionisos regresó a
Grecia después de su largo periplo, cuando estaba, de hecho, en su
ciudad natal, Tebas, el joven dios introdujo sus fiestas, a las que todo
el pueblo se sumó, siendo presa de delirios místicos. Pero el rey
Penteo se opuso a ritos tan ajenos a las costumbres. Intentó
encarcelar al dios y a sus sacerdotisas, las bacantes, y fue castigado
por ello, así como su madre Ágave, que tampoco reconocía al dios.
Ágave, en pleno delirio místico, desgarró con sus propias manos a su
hijo y rey de Tebas, Penteo, en el monte Citerión.

Tras todas estas luchas para ser reconocido entre los mortales y para
implantar su culto entre los humanos, el dios pudo ascender al Olimpo,
terminada ya su misión. Pero antes de ello, descendió al Hades, lugar
donde, según la tradición griega, residían las almas de los muertos, en
busca de su madre, Sémele, para llevarla también junto a él a la
compañía de los dioses inmortales.

Dionisos o la vida en estado puro

¿A qué realidades trascendentes de la vida se está refiriendo


simbólicamente el mito? El niño dios es hijo de una mortal y del padre
Zeus, el más grande de los dioses. Sémele simboliza la tierra madre,
que es fecundada por el relámpago del dios del cielo, dando
nacimiento a Dionisos, cuya esencia se confunde con la vida en
estado puro surgida de las entrañas del suelo. Dionisos simboliza el
milagro de la vida en estado puro y de la fuerza vital que recorre el
universo, de la inteligencia o las leyes que han traspasado la materia
desde el origen de los tiempos.

Por eso, la hiedra verde, siempre verde más allá de las estaciones, es
su símbolo. Ésta corona la cabeza del dios, le protege en su
nacimiento y también le ayuda en su aventura con los piratas. Dionisos
es la vida en estado puro, y es la fuerza vital que recorre la vida y que
no muere nunca tras la maravillosa danza de las transformaciones,
donde las formas se suceden, nacen y mueren, y parecen realidades
distintas, pero, en el fondo, son las diferentes caras de esa Vida Una,
de esa fuerza vital, de ese hilo verde que las traspasa y que sí es
eterno, y que sí es trascendente.

Otra de las características que nos sorprende de la vida es su


prodigalidad. Todo aquello que está vivo tiende a reproducirse a la
mayor escala posible. Por ello, su cetro simbólico. El atributo del dios
es el tirso, una vara con hiedra entrelazada que acaba coronada con
una piña de pino cargada de semillas, símbolo de la fecundidad y la
abundancia de la vida.
Los griegos no se inventaron la figura de Dionisos, personificación de
la fuerza vital que recorre el universo, porque tenían miedo de aquello
que no conocían. Los griegos, como tantos otros pueblos de la Tierra,
abrieron sus ojos y su entendimiento y se maravillaron, igual que lo
seguimos haciendo nosotros, ante ese misterio y, al mismo tiempo,
milagro de la vida, que cuanto más la conocemos, más se nos escapa
y nos sorprende. Una de las preguntas más difíciles para la biología
sigue siendo definir la vida, y sobre su origen no tenemos más que
teorías. Los griegos cantaron y bailaron a Dionisos, lo tuvieron como
una de las ideas centrales de su civilización, porque cantaban y
bailaban a ese enigma que nos supera y traspasa que llamamos Vida
Una, si entendemos la vida como movimiento, crecimiento, expansión
y danza constante entre las leyes y la materia.

Dionisos o estar poseído por la divinidad

Pero ¿qué nos aporta el mito a nivel humano? Si Dionisos simboliza el


misterio de la vida en estado puro y la fuerza vital que la recorre en
toda la Naturaleza, ¿qué es esa vida en estado puro y esa fuerza vital
en el ser humano? ¿Por qué Dionisos tiene que realizar un verdadero
periplo por la Tierra para ser reconocido por los seres humanos? ¿Qué
significado tienen las dificultades que Dionisos tiene que superar?
¿Por qué tantas veces intentan apresarlo o matarlo? ¿Por qué
aquellos personajes que, como el rey Penteo, se resisten a reconocer
y dar cabida al dios acaban despedazados? ¿Por qué los seres
humanos que sí siguen el culto del dios parece que pierden la razón,
que se vuelven locos en las fiestas dionisíacas? ¿Por qué el vino se
considera un regalo de este dios a la Humanidad? ¿Por qué se asocia
a él? ¿Cómo es que este dios, aparentemente tan extraño para el
habitual y apolíneo “nada en exceso” del pueblo griego, fue tan
querido y venerado en toda la Hélade? ¿Cómo es que este pueblo,
amante de las ideas, podía rendir un homenaje tan grande a este dios,
cuyos cultos y fiestas parecen estar tan alejados de la razón profunda
que tanto amaban los griegos?

Dionisos en el hombre es la semilla de lo divino, es la semilla de Zeus


en la Tierra, en la Sémele de lo humano, es esa maravillosa virtud del
entusiasmo. Su raíz etimológica, de origen griego, nos recuerda que
entusiasmo proviene de “en Teos”, literalmente “Dios en nosotros” o
estar inspirado por la Divinidad.

Y aquí todo cobra sentido en el mito porque las razones del dios de
ninguna forma son las razones humanas. Si un ser humano está
inspirado por el dios, si está entusiasmado, siempre parecerá que es
un loco para los otros seres humanos. De ahí el dilema de nuestro
querido hidalgo don Quijote de la Mancha. ¿Cuál es la verdad?, ¿vivió
loco y murió cuerdo, como les pareció a los que lo conocieron, o vivió
cuerdo y murió loco? ¿Don Quijote, en su locura, confundía molinos
con gigantes o es que los gigantes, cuando los embestimos, se
convierten en simples molinos, como le quiso explicar a su escudero?

La gran epopeya hindú y tesoro filosófico de la Humanidad “El


Bhagavad Gita”, en su segunda estancia, llamada “de enseñanza
profunda", nos dice: “Lo que para la multitud es luz, es tiniebla para el
sabio. Y lo que a la multitud le parece negro como la noche es luz
meridiana para el sabio”. El gran Esquilo, el gran autor de tragedias
griegas, decía: “Parecer estar loco es el secreto de los sabios”.

Platón nos explica en su diálogo “Fedro o de la Belleza”, en boca de


Sócrates, que “los antiguos, cuando le pusieron nombres a las cosas
no consideraron la locura (manía) como algo vergonzoso ni como algo
despreciable, siempre que tuviera origen divino. Que es más hermosa
la locura que procede de la Divinidad que la cordura que tiene su
origen en los hombres”.
Platón nos habla de tres tipos de divinos locos. En primer lugar, las
profetisas de los oráculos de los templos griegos que, por unos
instantes, eran capaces de ver la Historia en marcha y así guiar a los
pueblos con pasos certeros. En segundo lugar, los artistas, cuya
locura procedía de las musas. Y en tercer lugar, se hallaría el amante;
el que ama de verdad se vuelve también loco, entra en un estado de
conciencia como el del artista, en el que no existen los límites, en el
que las realidades ordinariamente importantes dejan de tener valor,
excepto aquello que es objeto de nuestro amor.

Amor con mayúsculas no es el amor a un ser humano, aunque un ser


humano verdaderamente enamorado roza esa locura dionisíaca, sino
que esa locura es mucho mayor cuando el amor es mucho mayor. El
amor con mayúsculas sería el amor a la Humanidad en su conjunto, a
las grandes ideas, a los grandes ideales, a las grandes leyes de la
vida, a las grandes verdades. Platón lo expresa de forma sintética
hablando de lo Bello, lo Verdadero, lo Bueno, lo Justo. Por este
motivo, el amante con mayúsculas es el filósofo, el que ama (filo) la
sabiduría (sofos).

La búsqueda de los eternos ideales no es precisamente racional o,


mejor dicho, no responde a las razones comunes de tener más dinero
o más prestigio social. Como decía Einstein, ¿qué sería de la
Humanidad sin todos los divinos locos que han luchado por esos
eternos ideales? Todos los grandes hombres y mujeres de la Historia,
todos los grandes artistas, científicos, filósofos, místicos y
reformadores sociales han sido poseídos por ese espíritu dionisiaco,
todos han sido poseídos por el dios o por los grandes ideales, que es
lo mismo.

Marie Curie, ya enferma y después de haber perdido a su querido


esposo Pierre, seguía trabajando sin descanso porque tenía un sueño,
tenía una gran idea, creía firmemente que la ciencia debía estar
alejada de los mezquinos intereses humanos particulares o de
Estados y, en cambio, se debía al servicio de la Humanidad toda. Esa
mujer, cuando desarrolló, tras el descubrimiento del radio junto con su
esposo, la máquina de rayos X no quiso patentarla, no quiso ganar
nada con aquel invento que tenía que mejorar las condiciones de vida
de la Humanidad toda. Estaba realmente “loca”.
Era tal la “locura divina” de un Sócrates por conocer la Verdad que,
cuando un discípulo le preguntaba algo que no sabía, podía estar un
día de pie hasta dar con la respuesta. Su ejemplo vital ha inflamado el
corazón de generaciones.

Siddharta Gautama, el Buda, príncipe del antiguo país de Kapilavastu,


dejó atrás todo lo que un ser humano puede desear (dinero, juventud,
poder y amor) por encontrar la causa del dolor humano. Estaba loco
para la mentalidad común, pero divina locura que ha dejado uno de los
mensajes éticos y filosóficos más grandes de la Humanidad.

Beethoven, ya enfermo, viejo, solo, sin dinero, no podía más que


seguir siendo instrumento de aquella fuerza que lo poseía, porque
todo aquel que ha sido poseído o inspirado alguna vez por el dios
sabe que su pequeño mundo personal no es nada y que, simplemente,
se convierte en canal de una fuerza, de una idea superior a él o ella.

De la misma forma, todo ser humano sueña con realizar obras que
queden para la posteridad, independientemente de que su nombre sea
recordado o no. Cada vez que un ser humano queda conmovido
profundamente por una gran obra de arte que lo eleva, cada vez que
un ser humano entiende una realidad profunda y duradera de la vida,
está rozando el espíritu de lo dionisiaco.

Cuando observamos una puesta de sol o el amanecer ante el océano


o en la montaña, rozamos la belleza de lo que es eterno; por unos
minutos quedamos locos, fuera de nosotros desde el punto de vista de
lo cotidiano, y entendemos que hay una corriente de vida –esencia de
Dionisos– sobre la materia, que se expresa en forma de ciclos. Es la
continua danza de la vida. Este era el sentido profundo de esas
danzas y fiestas dionisíacas: rozar lo eterno, lo que perdura a través
de los ciclos de la materia, durante unas horas, para luego volver a
sumergirse en lo cotidiano renovados, habiendo rozado lo eterno a
través de lo múltiple. Por este motivo, Dionisos, en una clave, es el
dios del vino. Por la capacidad embriagadora de esta bebida que hace
salir de lo cotidiano y entrar en otro estado de conciencia.

Dionisos o la eterna juventud

A Dionisos se le representa como un dios enigmáticamente joven y


sonriente, y este es otro de sus dones. Dionisos es símbolo de la
eterna juventud. Igual que Dionisos está relacionado con el verde de la
vida, con la fuerza vital que perdura más allá de los ciclos y las
transformaciones, la eterna juventud sería esa capacidad latente que
tenemos los humanos de traspasar los ciclos de la existencia.
Lógicamente, la eterna juventud no tiene nada que ver con la juventud
del cuerpo, sino con la juventud del alma que, más allá de los cambios
de la vida, más allá de los problemas, de los altibajos, de las
enfermedades, de la vejez física, más allá de todo ello, se mantiene
joven, entusiasta, porque está poseída por el dios, por esos
arquetipos, por esas leyes, por el amor a la sabiduría, por aquello que
no muere nunca, más allá de lo cambiante.

Por eso, en el mito, cuando Dionisos regresa a Tebas, su abuelo


Cadmo, que sí lo reconoce como dios, danza como un joven en las
fiestas en su honor, a pesar de ser un anciano. Todos los “divinos
locos” de la Historia que hemos mencionado, desde una Marie Curie a
un Sócrates, podían pasar por encima de los problemas materiales, de
las enfermedades, porque vivían rozando el cielo, porque eran
poseídos por los más elevados ideales humanos, fuentes de la
verdadera juventud.

Por este mismo motivo, hay un elemento simbólico que se repite en el


mito. Los hombres y mujeres que inicialmente no siguen al dios, que
no le reconocen, acaban despedazados. La muerte siempre ha sido
símbolo de transformación, de pasar de un ciclo de la vida a otro.
Tiene que morir el niño para que nazca el joven, tiene que morir el
joven para que nazca el adulto. De igual forma, quien está
entusiasmado muere para lo común, muere para lo aparentemente
razonable, la pequeña vida propia es cabalgada por la gran Vida.

Es curioso que uno de los epítetos del dios era el de ditirambo, que
quería decir “dos veces nacido”, el que había nacido de mujer
(Sémele) y el que había nacido del dios, del muslo del dios (Zeus).
Así, la muerte a lo común, la rotura, el despedazamiento, el fin violento
en lo común puede dar paso a una vida superior.

La fuerza vital en el ser humano: el entusiasmo


En el ser humano, Dionisos es esa inmensa fuerza que llamamos
entusiasmo. El entusiasmo no es un elemento material; es el reflejo de
lo infinito en nuestro interior. Es un fuego inmenso vertical, vivo, que
busca rozar las estrellas. Un fuego interior que ilumina y eleva todas
nuestras acciones, sentimientos y pensamientos. Al igual que el amor,
no puede razonarse completamente, sólo se puede vivir
entusiásticamente. La razón lo contamina, lo ahoga, lo entorpece,
como el barro ensucia las aguas de un río claro.

Dionisos es esa semilla de lo grande, de lo bueno y de lo bello que


tenemos dentro y que nos hace buscarlo incansablemente fuera. Es
esa semilla que sueña con crecer y elevarnos, igual que la fuerza vital
de una planta la hará buscar siempre la luz del sol.

A los seres humanos no nos basta con vegetar como una planta,
tampoco nos basta con experimentar el mundo sensible, el mundo de
los sentidos y satisfacer los instintos. Los seres humanos necesitamos
entender la vida, necesitamos dar un sentido profundo, trascendente a
la vida. Necesitamos luchar por fines perdurables y nobles.
Necesitamos alimentarnos, además de con comida, con un poco de
belleza, con un poco de bondad, con un poco de sabiduría, con un
poco de justicia.

Dionisos es esa llama interior que busca abrirse camino en la materia


con lucha, con esfuerzo, como tuvo que luchar Dionisos a lo largo de
toda su vida para ser reconocido como dios entre los humanos. A
veces, las vidas se hacen oscuras y pequeñas porque dejamos morir
ese fuego divino que tendría que estar presente siempre en nuestro
corazón profundo. Ser entusiasta es atreverse a ser un “loco divino”, a
dar vida a nuestros más nobles sueños, a luchar por los grandes y
eternos ideales que han dejado, como huella, las más grandes obras
humanas sobre la Tierra.

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