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Fue así como la joven princesa pereció consumida por las llamas que
desprendía Zeus, el señor del rayo. Dionisos, que estaba en el seno
de la joven, hubiera perecido también si una tupida hiedra fresca y
húmeda con que lo envolvió Gea, diosa de la Tierra, no se hubiese
enrollado milagrosamente en las columnas de palacio, interponiendo
su verde pantalla entre el niño dios y las llamas celestes.
En otros episodios de sus viajes se nos narran las dificultades con las
que este dios se encontraba para que sus ritos y fiestas fueran
aceptados por las gentes. Por ejemplo, cuando Dionisos regresó a
Grecia después de su largo periplo, cuando estaba, de hecho, en su
ciudad natal, Tebas, el joven dios introdujo sus fiestas, a las que todo
el pueblo se sumó, siendo presa de delirios místicos. Pero el rey
Penteo se opuso a ritos tan ajenos a las costumbres. Intentó
encarcelar al dios y a sus sacerdotisas, las bacantes, y fue castigado
por ello, así como su madre Ágave, que tampoco reconocía al dios.
Ágave, en pleno delirio místico, desgarró con sus propias manos a su
hijo y rey de Tebas, Penteo, en el monte Citerión.
Tras todas estas luchas para ser reconocido entre los mortales y para
implantar su culto entre los humanos, el dios pudo ascender al Olimpo,
terminada ya su misión. Pero antes de ello, descendió al Hades, lugar
donde, según la tradición griega, residían las almas de los muertos, en
busca de su madre, Sémele, para llevarla también junto a él a la
compañía de los dioses inmortales.
Por eso, la hiedra verde, siempre verde más allá de las estaciones, es
su símbolo. Ésta corona la cabeza del dios, le protege en su
nacimiento y también le ayuda en su aventura con los piratas. Dionisos
es la vida en estado puro, y es la fuerza vital que recorre la vida y que
no muere nunca tras la maravillosa danza de las transformaciones,
donde las formas se suceden, nacen y mueren, y parecen realidades
distintas, pero, en el fondo, son las diferentes caras de esa Vida Una,
de esa fuerza vital, de ese hilo verde que las traspasa y que sí es
eterno, y que sí es trascendente.
Y aquí todo cobra sentido en el mito porque las razones del dios de
ninguna forma son las razones humanas. Si un ser humano está
inspirado por el dios, si está entusiasmado, siempre parecerá que es
un loco para los otros seres humanos. De ahí el dilema de nuestro
querido hidalgo don Quijote de la Mancha. ¿Cuál es la verdad?, ¿vivió
loco y murió cuerdo, como les pareció a los que lo conocieron, o vivió
cuerdo y murió loco? ¿Don Quijote, en su locura, confundía molinos
con gigantes o es que los gigantes, cuando los embestimos, se
convierten en simples molinos, como le quiso explicar a su escudero?
De la misma forma, todo ser humano sueña con realizar obras que
queden para la posteridad, independientemente de que su nombre sea
recordado o no. Cada vez que un ser humano queda conmovido
profundamente por una gran obra de arte que lo eleva, cada vez que
un ser humano entiende una realidad profunda y duradera de la vida,
está rozando el espíritu de lo dionisiaco.
Es curioso que uno de los epítetos del dios era el de ditirambo, que
quería decir “dos veces nacido”, el que había nacido de mujer
(Sémele) y el que había nacido del dios, del muslo del dios (Zeus).
Así, la muerte a lo común, la rotura, el despedazamiento, el fin violento
en lo común puede dar paso a una vida superior.
A los seres humanos no nos basta con vegetar como una planta,
tampoco nos basta con experimentar el mundo sensible, el mundo de
los sentidos y satisfacer los instintos. Los seres humanos necesitamos
entender la vida, necesitamos dar un sentido profundo, trascendente a
la vida. Necesitamos luchar por fines perdurables y nobles.
Necesitamos alimentarnos, además de con comida, con un poco de
belleza, con un poco de bondad, con un poco de sabiduría, con un
poco de justicia.