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DE LA PUTA VEJEZ
JUNIO DE 2005
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CAPÍTULO I
El doctor Nemoroso
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Este doctor Nemoroso, aquí retratado entraba a la época de lkos dolores
consecutivos, no solo del alma, sino los más dolorosos que ser hmano en
su vejez soporta en todo su cuerpo. Son aquellos que cuando aún se
duerme, el hombrese queja sin saber por qué lo hace. Y cuando despierta,
algo le causa algún dolor en el cuerpo ya arrugado, flaco y macilento, que
ya para nada sirve. O le fastidia la visiónj, o los dedos de los piés que su
dolor en la espalda, le impide ponerse por símismo las medias que ahora
tapan sus callosidades y su perenne y oprobioso enterramiento de uñas.
Ya ayudadas a ponerlas, ruega para que sus muslos sean frotados con
una crema suave, no vayua a ser, se pierda su efecto al ponerse sus
calzoncillos.Y que decir, el maldito “marca pasos” que le impide al cuerpo
dormitarse del lado izquierdo, y así, de ñapa, le impida al magullado
corazón, trasmitirle a la mente aquellos sueños felices de la dulce hembra
quinceañera, esbelta y bella, que arrulló sus fantasías en su ya lejana
junvetud. Inmediatamente, se maldice uno mismo, por aquello de las
más horrenda de las enfermedades, que no es otra que aquellla inevitable
de la triste tristeza de la punta vejes.
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CAPÍTULO II
Los estudios de Teobaldo
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dejara evocaciones amargas de saliva y de rencores. Es decir, Teobaldo
de hombre sabedor de todo, empezó un viacrucis hacia la locura.
Teobaldo, escuchaba casi con displicencia los elogios de que era objeto.
Suponía y bien, que todo aquello que bien o mal le enseñaban, ya lo había
aprendido en la biblioteca del doctor Nemoroso, y que sus cualidades
manuales para concebir disecciones en cuerpos sepulcrales y de colores
amarillentos, no era cosa distinta a aquellas operaciones que de chiquillo
acostumbraba a efectuar, con viejos gatos y perros y cadáveres flotantes
abandonados de la mano de Dios, que Teobaldo encontraban huérfano en
los esteros del río, cuando la abundancia de la violencia política, arrojaba
cuerpos insepultos a las playas riberanas del rio Magdalena. Recordaba
que en una ocasión, llamó al Inspector de Policía para que ordenara le
dieran sepultura a uno de los cadáveres, casi fue a parar a la cárcel al no
poder ni saber explicar, el origen del fortuito encuentro del muerto casi
esquelético. Pero supuso, que era mejor aprovechar esos cuerpos que
descendían por el caudaloso río, aprendiendo de los muertos, para bien
salvar a los vivos. Era mejor aprovecharlos así, pues recordaba haber
leído que “cadáver” viene del originario latín “caro data vermibus”, que
en castellano romancero quiere decir “carne dada a los gusanos.” Y por
esta razón es preferible aprender de estos indefensos cuerpos anónimos,
que malgastarlos al ser devorados por perros o animales de carroña, o
placenteramente comidos por los asquerosos gusanos. Si el acucioso
lector, une las primeras sílabas de Cara Data Vermis, obtendrá el
ignominioso nombre de “Cadáver”. De esa medrosa frase del latín, se
forma la palabra mencionada entre comillas.
Pero Teobaldo, estaba seguro de ello, que por mucho que vagara el
espíritu del doctor Nemoroso, jamás dejaría de recordar que a su querida
hija Estefanía, la había arrojado de su hogar, ignorando que patán se
había atorado, con la dulce manzana prohibida, de su segura castidad.
Estaba medio muerto La partida abrupta de su querida hija, como aquél
hijo pródigo bíblico, le laceraba el corazón al doctor, aunque éste ya por
tanto sufrir, estaba medio muerto.
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CAPÍTULO III
El suicida Clodomiro
Tal parece que las piadosas oraciones de la monja pudieron más que su
sed de venganza, y en la misma proporción que adelgazaba, con idéntica
prontitud su alma se fue transformando, de querendón con las mujeres, a
indiferencia total de los apetitos sexuales. Fue intolerante con el mal,
tomando la palabra de Cristo como única verdadera, haciendo de ella su
indeclinable propósito para procurar el mejor bien de sus semejantes. En
cualquier sitio o lugar, de día o de noche, con lluvia o carente de ella, ante
multitudes o contertulios, Olofernes se encaramaba en un rústico banco
para recitar versículos y sentencias cortas de moral, pregonando “que
cavilaran aquellos hombres carcomidos de envidias, que la felicidad se
encuentra cuando se prodiga el bien; y que el bien resiste vendavales y
tormentas, lo que no resiste el mal; y que el bien que desinteresadamente
hicimos al anochecer, nos traerá con largueza la felicidad en la mañana; y
que el sólo hecho de no hacer el bien, es ya un gravísimo mal; y que el bien
siempre vence al demonio que ronda las almas que arteramente hacen el
mal.”. Concluía Olofernes sus peroratas, pregonando esta lógica sentencia:
“que no es necesario ser rico para hacer el bien, ni menos que pobre para
merecerlo o recibirlo.”
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Como si fuera poco, se aprendió de memoria el “Sermón de las Siete
Palabras” que recitaba en arameo, latín, griego y otros idiomas, y a los
muchos mortales que anidaban en las oscuras tinieblas, les aconsejaba
“contraponer siempre la luz perenne del espíritu a las oscuridades del
pecado”. Difundía todos los domingos en las plazuelas de la iglesia, “que
aquellos que padecieran de la abominable avaricia, antepusieran la
verdadera largueza; a la venganza, el perdón y olvido; a los morbosos, la
castidad; a la ira santa, la paciencia; a la ofensa, la clemencia; al egoísmo,
la magnanimidad; a la violencia la paz; y al odio, el amor. Y, en seguida
para alcanzar la gloria eterna, “juró y rejuró no volver a tomar chocolate
ni frió ni caliente; ni pan, ni queso, y le rogó con inusitada piedad a Dios,
borrara de la faz de la madre tierra todas esas yerbas, y aquellas otras de
componentes eróticas, para que fueran arrojadas a las inescrutables
profundidades del mar, dejando en sus purificadas manos las llaves del
bien y nunca en su pensamiento, ni siquiera las sombras del pecado”.
¿Oh, Olofernes, cómo fuiste capaz de ollar el bien, con el sacrílego acto del
suicidio?
Rosmery, aquella niña pizpireta, lubricada las crines del cansado caballo
con rancio aceite de cocina, haciendo de ellas una encordadura para el
instrumento que al templarla en el arco, pareciera que el violín, fuera
pulsado por los mismos ángeles. Y esa melodía sublime, era el producto
de que todos los días el gitano pasaba por donde la niña que lo había
salvado de la soledad infinita, y con cariño eterno le enseñaba el difícil
arte de los buenos acordes, los pentagramas y las composiciones más
dulces que oídos humanos pudieran escuchar. El gitano Aruel, previendo
su muerte y antes de despedirse para el más allá, le dijo en tono solemne
y a modo de testamento a Rosmery: “Este instrumento será el sustento de
tu vida, pues debes de saber que es un violín mágico, que heredé de los
desconocidos tatarabuelos de mis abuelos. Me afirmaban con razón mis
antepasados, que el instrumento es tan primitivo como mi raza, que viene
desde tiempos remotos de la India, teniendo sus orígenes en el lejano
Punjab. Mis antepasados se dispersaron por cruentas persecuciones hace
cuatro siglos, por el norte de África y Europa Central, y nuestra lengua
materna, “el Romaní”, ya desdibuja por influencia de otros idiomas, lo
hablamos ahora como una jerigonza que ni nuestra estirpe entiende. Pero
lo que si sabemos es danzar, cantar y tocar el violín. Es más: la dulce
música no se forja sin éste instrumento prodigioso, que nos legó el “abeto
curado”, madera de cual se forja la tapa, que resplandece, como brillante
espejo, por cuanto tiene vida eterna. El fondo, se elabora de tablón de arce,
y el arco sutil, de listón flexible, donde se atan los extremos de crines de
caballo, dàndole al instrumento bellos sonidos afinados por quintas, del
pentagrama. Nuestro folclor ha perpetuado y contribuido enormemente a la
alegre música española, cuando nos alejamos del “romaní”, y en la
gloriosa España empezamos hablar “catalán”. Los bailes flamencos y sus
cantos son una mezcla del árabe, cuando llama a la oración con sus
lamentos, conjugándose las alabanzas con alegres danzas estilizadas, y
“palmas sonoras” inventadas por nosotros los gitanos”. Por lo demás, le
seguía explicando el viejo gitano a Rosmery, “debes saber y aprender que
nuestros congéneres vagamos por el mundo entero, trabajando como
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músicos, payasos teatrales y adivinos; ora vendiendo caballos de piel sedosa
y cola alzada; y, forjando el metal del cobre para pailas, adornos y floreros.
Algunos pagamos con dura cárcel, porque no se cumplen bien nuestras
clarividencias y acabamos nuestras vidas errantes, sin importar el norte ni
el sur, ni oriente ni occidente, vagando de un sitio a otro, como carretilleros
irredentos, insultados y vapuleados por todas las gentes. Esa es nuestro
discurrir de la vida, y como no tenemos odios, ni envidias, transcurrimos y
morimos felices.”
“Son los mismos que se utilizan para sepultar a los caballos” contestó
Estefanía, para salir del paso. Y dirigiéndose al camposanto hizo abrir un
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hueco grande, inhumando el cuerpo y, de ñapa, poniendo al borde de la
sepultura el triste jamelgo. Con un rictus de hondo dolor, Estefanía sacó
de su mochila un revólver, dándole al noble animal un certero pepinazo
en la testuz, para que cayera de bruces, justo encima de la ordinaria caja
mortuoria. Seguidamente le dijo al desconcertado oficiante, echara sobre
el sepulcro mucha tierra, no vaya a ser “el enjuto y enfermizo bruto quede
mal extinto y quizás en la otra vida eterna le proporcione al pobre gitano
fantasmales relinchos.” Quería así Estefanía, cumplir con la última
voluntad del gitano aquél, que tanto les alegró su triste vida.
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EL SUICIDA GITANO OLFERNES.
CAPÍTULO V
Las perturbaciones de Teobaldo
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lejanos años de fulgurante lozanía. Estos son los efectos, decía, “de la
triste tristeza de la puta vejez.”
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Teobaldo se quedó estupefacto ahora sí, por los hueros desvaríos del viejo
doctor, pero sin pronunciar observación alguna que lo perturbara, lo
dejó continuar en su exposición, sin que tuviera que esperar mucho para
ello.
Una larga noche se puso a recordar que era cierto lo que afirmaba su
profesor de antaño, y más aún, aquello que afirmaba el milenario libro de
Ayur-Veda sobre la terrible esquizofrenia, esa perversa enfermedad que
tiempos atrás, le había platicado su profesor emérito. Memoraba sobre
esa plática, volviendo a pensar si era un enfermo psicópata o un sicótico,
pensando mucho sobre su patología que llegó a comprender mejor,
cuando textualizó principios antiguos sobre la medicina homeopática, y la
acupuntura. Supuso en esa ocasión, que su mente podría aliviarse,
aunque fuera a medias. Recordaba sus pretéritos tiempos que había
pasado en la biblioteca de su amigo Clodomiro, lo mucho que había leído,
sobre los misterios de la mente. Fue cuando verdaderamente alabó
aquella cultura milenaria de la India, sobre la aplicación de la medicina
de las plantas, surgida 3.000 años a .C. En esa ocasión, tuvo el enorme
gozo de comprender que las plantas medicinales que describían los
antiquísimos libros, de poco más de mil especies, fueron fundamentales
para que el sabio Charaka, escribiera el más importante vademécum
ayurvédico, en el idioma sánscrito, y su indiscutido colega “Sushruta”,
tratara en minuciosos escritos la parte quirúrgica del ser humano,
reconociéndose estos contextos por su elocuente sabiduría. Le pareció que
estos dos galenos, como tratadistas de dolencias y métodos curativos, eran
mucho más importantes que el Copus Hipocráticum, que con ciento veinte
claros capítulos, y ocho seguidas ilustrativas secciones, enseñaban temas
fundamentales de aquella perfecta anatomía humana, y complejos
tratamientos psicoterapéuticos, que sanaban a las personas por locos que
estuvieran. Teobaldo en sus tiempos mozos había hecho estudios
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comparativos, de los distintos textos y épocas, llegando a conclusiones,
unas entendibles, otras inexplicables. Lo que más le llamó la atención era
la claridad de aquellos argumentos que explicaban antiguos tratadistas,
pudiéndose hoy esas teorías aplicarse a la magia blanca, que escudriña la
paz del espíritu, la total curación corporal, y el total sometimiento de las
enfermedades incurables. Al contrario, estaba persuadido Teobaldo, que
la llamada magia negra, procura producir estragos por medio de la
pérfida hechicería; el rezo diabólico y prácticas satánicas, experiencias
que eran muy difundidas en aquellas regiones alejadas de las primitivas y
antiguas civilizaciones. Teobaldo, rememoraba cuántas noches y días
había estudiado estos complejos estudios de la sicosis; del cuerpo
humano; de la mente y su correlación con el cosmos y lo terrenal. Pero
sobre lo que más investigaba en sus mocedades, era sobre aquel
insondable misterio del espíritu, que no pudo entender jamás. Leyó
mucho sobre los principios metafísicos o supra espirituales, creyendo que
lo “védico” poseía una perfección suprema, que pasando por el limen de
lo corporal, se mutaba en una religión -- la Védica-- consistente en
alcanzar el verdadero punto de equilibrio, entre el macrocosmos y el
microcosmos. De tanto leer y releer, encontró que estas teorías provenía
de milenarias culturas Orientales, cuando se atestiguó que para entender
el cuerpo se tendría que advertir los cinco elementos que rodean al
hombre, como la tierra y lo sólido, el agua o lo líquido, el aire, siempre
gaseoso; el fuego, o todo aquello que puede cambiar las sustancias. Entre
ellas, la más primordial, el éter, fuente de toda la materia; y segundo, el
elemento de la gravitación, creadora del espacio infinito, donde el
elemento gaseoso hace permanente su presencia eterna. Se reflexionaba
Teobaldo, con simples suposiciones, como aquella verdad absoluta de que
el alma es etérea, incorporal, volátil, y que está dotada como Dios, de la
virtud o magia; de la ubicuidad, es decir, que está presente en todas
partes y ninguna. Y por la otra parte, concluyó que era cierto que el
cuerpo del hombre, constituía una mezcla perfecta de músculos, nervios,
agua y sangre, como obedeciendo a leyes de nuestro planeta, donde las
dos terceras partes son agua--los océanos -- y una tercera parte es sólida,
casi semejante a la tierra firme. Se inquiría Teobaldo, sobre la eterna
ecuación que los hombres tienen desde hace siglos, inquiriéndose a qué
causa obedece este asombroso equilibrio existente, entre el cuerpo y el
cosmos. Todo esto, sin encontrar siquiera respuesta razonable alguna,
repreguntándose si estos fenómenos casi matemáticos, obedecía a lo
divino, o más seguramente, a las leyes de la gravitación que ordena el
Universo. Por tanto, se colige de todo este misterio, decía Teobaldo, que es
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imposible probar que Dios existe, como si existe un orden en el Universo.
Y si no existe Dios, tampoco se podría probar la existencia del alma, por
cuanto siendo el hombre esencialmente mortal, igual pasaría con el
espíritu. Por lo tanto, es bastante factible colegir bajo todas estas teorías
o hipótesis, que el animal siempre irrazonable, posea un alma igual a la
del hombre, si es que en el cuerpo existe este elemento etéreo del espíritu.
Colegía de todo este enredo cerebral del hombre, que muerto el cuerpo,
termina así mismo la existencia del alma. En fin, por último afirmaba ese
hombre que “todas estas teorías no eran novedosas. Ellas existen desde el
principio de la humanidad y perdurarán hasta que los siglos persistan y
desaparezca el hombre de la faz de la Tierra”. Estaba Teobaldo cuerdo, o
era un genio, quizás ignorado.
CAPÍTULO VI
El inspector Hoticiano
Pero más temprano que tarde, la gente osada cae al final, y cuando esto
sucede el tropezón es de redondo. Y sucedió que Hoticiano, el joven
inspector de policía del pueblo, era un prevenido hombre bien suspicaz,
de atizada malicia indígena, para tragarse los acertijos y leyendas de
Estefanía. Empezó pacientemente a exagerar y mentir de su propio
pasado, de tal forma que la diligente Estefanía y su hija Rosmery, se
confundieron al predecirle sus absurdas conjeturas. Cuando este hombre
se presentó a que le leyeran su dudoso pasado y porvenir, nada
concordaba con las apreciaciones imaginarias de Estefanía. Y ante la
formal amenaza de prisión, madre e hija tuvieron que abandonar el
pueblo, sin los naipes, sin la adivinadora bola de cristal, y lo peor, sin los
alijos de tabaco que les hacían fumar a sus clientes. Como si fuera poco,
ante la premura de la huída, el fresco arroz de la tienda, los frijoles
caramantos, y aquellas rojas papitas huerteras, ya lista para hervir, las
dejaron abandonadas en los estantes viejos de nogal, del afincado negocio
de cartas y boliche.
CAPÍTULO VII
La misiva de Estefanía
CAPÍTULO VIII
El grado de Teobaldo y un recuerdo ingrato
Por fin de fines, se llegó el venturoso día del grado a doctor en medicina
de Teobaldo. El Paraninfo Universitario de la fecunda ciudad de
Popayán, estaba elegantemente engalanada como si bien se tratase de un
insólito acontecimiento inusual. Era el bello y colonial edificio de
graduación, un monumento imponente del altos techos un poco curvados,
con balcones barrocos laterales, a lado y lado de las altas paredes, donde
se habían situado amigos y parroquianos curiosos, sin mucho o nada que
hacer. En la parte baja, una platea de azules sillas, y hacia el fondo, el
augusto escenario de graduación, ocupado por el rector, profesores,
académicos y examinadores. En uno de los iluminados rincones, estaba
situados, una mesa rectangular con mantel de paño color verde,
adornada por una sonora campanilla de bronce macizo, y para
solemnizar el acto académico, una dorada Biblia Santa, donde se tomaba
el juramento hipocrático del graduando, que estaba de pie, erguido y
adusto, esperando nervioso y expectante, la lectura del orden del día,
pronunciado por el perpetuo secretario educativo, zorro viejo éste,
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experto en el arte de la numismática, y buen rememorador de exalumnos
calificados, cuyas notas de algunos de ellos, se habían adulterado.
Adornaban los flancos del edificio, dos bellísimos poemas esculpidos en
láminas de mármol, según la tradición oral, traídas años antes desde la
inmortal Italia. Eran originarios de los montes de Carrara, al decir del
veterano secretario de la universidad. Esas piedras las extrajo el propio
Miguel Ángel de las minas de los Apeninos, cuando el cimero maestro de
maestros, esculpió su famoso Moisés, y la escultura del joven David, su
entonces sueño irrealizable. Los poemas labrados en esos dos mármoles,
hacían alusión a la gloria de la ciudad, simbolizada y eternizada en un
cuadro que, de arriba hasta abajo, y de extremo a extremo, servía de
imponente remate bellísimo a la centenaria edificación. La pintura, al
óleo pincelada en azabaches negros, rojos y dorados, representaba la
historia emérita de esa célebre Villa, fundada por el español, Sebastián de
Benalcázar, el día 13 del mes de Enero de 1.537. El inmenso lienzo,
además demostraba sus magnánimos hombres; sus preclaros estadistas, y
sus románticos poetas. Todo pintado con realismo mágico, representaba
también los beatíficos prelados a quienes un muy malgeniado general
Mosquera, les decretó en el siglo XVIII, la total expropiación de los
bienes legados por pecadores arrepentidos, queriendo el glorioso general,
ya pesaroso, , alcanzar la gloria eterna. En un rincón de la hermosísima
pintura, arrodillados y humillados, estaban los aborígenes indígenas,
vigilados aún por los prohombres gloriosos que habían conducido los
destinos de la patria. Adustamente, en la parte derecha de la generosa
pintura, aparecían políticos que un crucial día, decidieron darles la
libertad a los esclavos, convirtiéndolos en borregos por el resto de los
siglos. Y a su izquierda, temibles militares de sable al cinto, que con caras
angelicales o diabólicas, ordenaron fusilar a muchos inocentes, en
tiempos de la independencia nacional. Y no faltaban los retratos de
preciosas damas, logrados con tal realismo, que las manos del espectador
se estremecían de emoción, sin poder palpar esas mujeres bellamente
representadas, en figuras mágicas, radiantes de espejismos y esplendor.
Aparecía en el inmortal cuadro, un árbol muy frondoso, donde a su
sombra, asomaba vigilante la figura enclenque y “cofundadora” de la
villa, llamada desde esos tiempos Ciudad Blanca, el legendario don Quijote
de la Mancha. Su figura frágil, enjuta, con bigote liso, caído, sostenía su
brillante lanza en punta, pareciendo decirle al fundador de Popayán,
adelantado Sebastián de Benalcázar, esta premisa: “persiga su camino de
gloria en su acometedor corcel, que a los indefensos indios, se los cuidará
mi idealismo supremo.”. Finalizando la eterna y bella pintura, en la parte
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superior de la espléndida alegoría, una hermosísima dama, desnuda y
centellante, descendía del cielo con el sol asido entre sus manos níveas,
dando una bella luz, creo yo, a Dios nuestro Señor, creador de todas las
cosas divinas y humanas. Todos a uno en coro se cometan al mirar tanto
esplendor, el inmortal poema de Guillermo Valencia, el mejor poeta
hispanoamericano, quién se hizo eterno con el Verso “A Popayán”,
labrado en esos laterales mármoles blancos, que lo inmortalizarían para
la humanidad entera. Esta pintura frontal, a al óleo sublime, es uno de los
cuadros más grandes pintados por artista alguno. Se recuerdan en esos
bellos paisajes pasados y venidos tiempos.: “¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Gloria a ti, fecunda ciudad colonial.”
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Pasada la festividad casi medieval, en la parte baja y exterior de la
casona del doctor Nemoroso, Teobaldo instaló su consultorio haciendo
visibles los frascos franceses de amarillo ámbar, que le fueron legados el
día del grado por el mismo doctor Nemoroso, y cuyo contenido de polvos
y líquidos, ya poco se usaban. El mercado a esta nueva época estaba
inundado de fármacos recubiertos por etiquetas de cajas donde se podía
leer, la posología de cada medicamento. Como cosa excepcional, la bella
caligrafía de Teobaldo, estampada en sus raras fórmulas médicas, era
observada con laudal admiración, por pacientes y boticarios. En general,
la escritura de los galenos era menos que arrevesada. Pero aquel
Teobaldo, el mesiánico, el casi esquizofrénico hombre, ostentaba todavía
algo de sus sobresalientes dotes. Prefirió retomar la medicina tradicional
y aprendió la acupuntura, esa sencilla ciencia oriental que 4.000 años
atrás practicaron y practican la legendaria medicina china. Fueron ellos
quienes descubrieran los tres principios que rodean el cuerpo humano:
aquellos llamados “puntos meridianos”; la conexión de estos a los
“órganos internos”; y “la energía vital”, que fluye por las líneas
sensoriales de los cuerpos, al igual como suceder, por decisión divina, con
aquellos sincronizados astros celestes y cósmicos, que deambulan por el
espacio sideral.
Teobaldo creía soportar todas las injusticias creadas por él mismo, pero
lo que no podía sobrellevar era el hecho de que Estefanía y Rosmery, aún
no tocaban la aldaba de la puerta. ¡Que dolor vergonzante tengo! ¿Por
qué no llegan? Esta punzante afirmación y pregunta sin respuesta, le
rondaba cada que trataba de conciliar el burlado dormir, así fuera eterno
como solía suplicar. Llegaba la somnolencia y al amanecer surgían las
pesadillas, sin principio ni final. Recordaba entonces, como decía el
doctor Nemoroso en el ocaso de su vida, que espiritualmente el hombre al
final de su existencia, no obtiene nada, ni menos se ha regalado nada, ni
tomado nada, ni tan siquiera deja, el bienaventurado azar. Sentía
Teobaldo, en esas horas sombrías que sus sueños lo conducían sin dejar
huella alguna, directamente a lo etéreo. Recordaba entonces las palabras
del doctor Nemoroso, cuando afirmaba refiriéndose a esa “nada”, que
mejor hubiese sido nunca nacer”. En otros términos, su subconsciente
guardaba aquellas frases que leyó de Estefanía, cuando hacía alusión al
regreso de la desventurada raza judía, camino del regreso a la tierra
prometida, que nunca pudieron pisar. Ya Moisés, el conductor regio,
había quebrado en el monte la tabla de los Diez Mandamientos,
rogándole a Dios, se lo llevara a su diestra para siempre.
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RETRATO DE LA HISTORIA DE POPAYAN.
OBRA MONUMENTAL DEL MAESTRO EFRAIN MARTINEZ.
CAPÍTULO IX
El retorno de las peregrinas
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El jugo de mandarina que tanto degustaba en las cálidas mañanas, se lo
preparaba uno de sus fieles pajes, incluyendo la delgada cáscara que le
daba un saborcillo agridulce al batido. Y aquella reluciente cristalina
dañajuana, que contenía alcohol azul, lo sustituyó por un elixir de olor a
rosas, de suave fragancia. Para realzar el grato olor que el recipiente
expandía, hacía quemar unas ramas de eucalipto seco que por bultos le
traían, de los cerros circundantes a la villa.
Ese domingo tan feliz y tan ansiado, el buen doctor Nemoroso por un no
se sabe qué, venido no se sabe de dónde, impulsivamente se levantó de la
silla morrocotuda donde a medias dormitaba, y presuroso ante los duros
golpes fue abrir la puerta, siempre ajustaba con cerrojos y chapas, que
constituía un complejo acertijo de adivinar. Y ante su presencia, casi de
repente, como una bella aparición celestial, advirtió a su hija y su nieta
expectantes, en el umbral de la enorme portezuela. La sorpresa, era de
esperarse, fue inmensa, como enorme el estupor de Estefanía y Rosmery
al ver un anciano que con voz temblorosa se puso intensamente a llorar.
Y como mantequilla al calor, se fue deshaciendo en vilo en los brazos de
Estefanía, quién lo reviviera a punta de caricias en las mejillas ya
arrugadas, por la falta que ellas le hacían, y el duro paso de los años,
desgraciados para él. Cuando el doctor Nemoroso abrió sus ojos, se
incorporó con tal gozo, que la algarabía trascendió por los rincones de la
casona. Al enloquecido abuelo, se sumaron sirvientes y desprevenidos
marchantes, que lanzaban al aire sombreros y aleluyas de contento por la
aparición de la hija pródiga, armándose lo que pareciera una loca Torre
de Babel. En el desconcierto, la gente entraba y salía a discreción con
toda clase de objetos valiosos robados, que luego Estefanía recuperara
por compra, a los mismos vándalos que se los habían hurtado. “Así paga
el diablo a quién bien le sirve” exclamaba sonriente a ratos el buen doctor
Nemoroso, al comprobar sus adornos saqueados.
CAPÍTULO X
Las recriminaciones de Estefanía
Hasta que una mañana, sin que pudiera esquivarla, Estefanía llamándole
la atención lo detuvo, diciéndole: “Ven Teobaldo, es propicia la hora de
que tú y yo, conversemos. Es oportuno que sepas que las veces que mi padre
me diserta sobre el bien y el mal, lo siento en muchas ocasiones
relativamente bien intencionado. Me acusa de que yo preñada abandoné el
hogar, y partí con meta fija, siempre hacia el occidente, como hacia el
imperioso ocaso. Y tú, más que todos, sabes a ciencia cierta el por qué
escapé, sin que exceptuando la tristeza de mi padre, nadie de mí se doliera.
Fue él, mi padre, que preso de demencia por mi embarazo me echó como
perro rabioso de estos lares. Y tú, cobarde y parásito de excremento, orín
ocre de usada bacinilla, fuiste tú quién me arrojó al circo de las fieras
hambrientas y brutales. Te parece poco descastado ¿lo que he sufrido?
Semanas, meses, años, deambulé por todas partes encareciendo una pizca
de pan, un pobre lecho pajizo, una mano amiga, sin nunca encontrarla. Mi
compañía fue un perro callejero que sirviera de consuelo en mi soledad, y
me procurara un tibio calor en las noches estivales de invierno. Hasta que
llegó el día en que parí y fui madre. Esa hija me trajo nuevos ánimos,
cuando todo lo veía perdido y brumo, y fue entonces cuando mi agobiada
mente se tornó, en estoica y valiente. Profesé de astuta gitana
pronosticando suertes y pasados, futuros y quimeras, y arrullé en aciagas
noches y días de fatiga, a mi Rosmery en mis brazos fatigados. ¡Cuántos
momentos de infortunio he pasado por tu culpa! ¡Cuántas pesadumbres y
vergonzantes reveses! Mientras tú dormías plácidamente y comías hasta
hartarte, yo no podía conciliar el sueño y pasaba hambre, sintiendo
punzadas en el estómago, y lo peor, en las propias vísceras de mi Rosmery.
Tú siempre entre cobertores cálidos; yo cubierta de heno sobrante, y en no
pocas ocasiones, de musgos húmedos. Tú, Teobaldo, siempre inmerso en
los incomprensibles libros, yo orando con un rosario incompleto de perlas
que eran mis lágrimas carentes de sal, llenas de vinagre y hondos pesares.
Tú viviendo del dinero de mi padre, yo de las migajas rescatadas de las
bolsas malolientes de basura. Mira bien mis ojos casi sin luz, son los
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mismos aquellos que antes alumbraban; observa mis manos, hoy callosas y
que antes con pasión te acariciaban; ve mi rostro marchito y mi caminar
ayer cadencioso y sensual, hoy deslucido por el tiempo”. ¡Eres el mal
convertido en mi demonio!
Entendió Teobaldo, aunque tarde, que los médicos para nada servían.
Acaso, para remediar enfermedades leves, pues las graves o milagrosas,
las curaba únicamente la misericordia de Dios. Así que decidió dejar su
profesión de acupunturita, y cansado de oler formol y hundir agujas en
cuerpos ajenos, se dedicó a la droga, sumiéndose en los más espantosos
abismos.
CAPÍTULO XI
La dudas de Estefanía
Entretanto, Teobaldo una vez fuera del sombrío hospital, había dejado la
morfina por unas góticas salvadoras, que a su parecer, le sentaban más
que bien. Su dormida locura, y el ánimo y cuidados que le prodigara
Estefanía con largueza, lo hizo meditar sobre si valdría la pena retomar
su acupuntura y volverse persona de bien, no importando se sintiera
medianamente equilibrado. Decidió entonces retornar a los libros que
tanta dicha y conocimientos le ofrecieron, queriendo viajar donde los
monjes Tibetanos, para profusamente quemar incienso del bueno, no sin
antes programar un viaje por la milenaria India, dizque “para acabar
con las apáticas vacas sagradas que deambulan por calles, y que tanto mal
52
con el estiércol regado, les causaban a sus habitantes”. Pero en un acto
curioso contrito y reflexivo, desechó la idea original, suponiendo que esto
era de locos, y ahora al menos, gracias a los cuidados Estefanía, era un
loco medio cuerdo. Por tanto, quiso consagrarse a Estefanía y
reencontrarse con sus enfermos, a quienes suponía tanta falta les había
hecho.
Con tales esfuerzos creía Estefanía, que las malsanas pasiones mundanas
las había dejado atrás. A veces presumía no sentir aquellos vacíos de
estómago y erizaduras de piel, cuando en tiempos idos le entregó su
castidad, al moscón y mozalbete Teobaldo. Los inquietos placeres de la
carne, ya no aguijoneaban sus sentidos. Cuando lo observaba ahora
medio cuerdo y medio loco, su mirada le producía desconfianza y cierta
animadversión. Hablándose así misma se preguntaba “si lo quería o
equivocadamente lo quiso alguna vez”. ¡Que vaina! se reprochaba con
rabia de la buena. “Me he convertido en cancerbera de los recuerdos de mi
cicatero corazón”. Y pasados unos instantes, recapacitaba sintiendo
coraje y recuperando la pérdida de sus efluvios hormonales. Hasta que
una mañana que estaba mal guisaba se enfrentó por segunda vez a
Teobaldo, y lo volvió a increpar con estas dolorosas palabras: “sal de mi
vida ahora y para siempre” le apostrofó en su rostro, y se alejó sumida en
llanto.
CAPÍTULO XII
Rosmery y Perseo
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sus ojos negros, lesionaban uno que otro corazón, anheloso y afligido.
Más al recio carácter de Rosmery, poco o nada le importaba las
adulaciones zalameras, teniendo vivos en su mente, los recuerdos de su
lejana infancia. Y así, como a veces gozaba o sufría, otros momentos
añoraba su vida errante de gitana, como cuando el gitano aquél del
caballo viejo, le enseñó a tocar el violín y adivinar las desventuras de las
gentes, hasta el punto de que reía del mundo de los vivos, sin llorar jamás
el incognito mundo de los muertos.
Ven, ven lector amable y averigüemos más adelante, como fue la muerte
de Perseo, sucedida un poco después, de la del doctor Nemoroso.
CAPÍTULO XIII
Coloquio del doctor Nemoroso y su ansiada muerte.
¿En verdad, será que esta vez dijo barbaridades el alucinado doctor
Nemoroso, como Estefanía, tan ligeramente afirmaba?
62
Teobaldo, quién por supuesto había escuchado toda la catilinaria, muy
oculto detrás de la puerta, irrumpió portando la morfina mezclada con
tres gotas de heroína. El doctor Nemoroso se negaba a revelar, aún
sabiendo su inevitable muerte, el mítico secreto del elíxir milagroso. Era
la única forma, creía Teobaldo, de poder revivir al doctor Nemoroso, así
fuera un poco nada más, para poder reconquistar a su querida Estefanía,
así percibiera en su rostro, una desafecta mirada.
CAPÍTULO XIV
La justa despedida
Al llegar a la enorme casona del doctor Nemoroso que Teobaldo por toda
su vida consideró la suya propia, se encontró en el portalón de entrada
con una cantidad de cajas de cartón asidas con cintas plásticas y cabuyas
de grueso percal. Tiradas y sin orden, estaban esparcidas por el piso,
aparentando esos cartones viejos, ser una mudanza de gitanos, tal como
le había oído decir a Estefanía y Rosmery, cuando ellas de pueblo en
pueblo, vagaban sin rumbo cierto. Como guardia de aquél cúmulo de
objetos inútiles, sentado sobre una de esas rústicas cajas, estaba Estacio,
joven agregado de la casona, quién al notar la sorpresa del doctor
Teobaldo, sin timideces le dijo: “creo doctorcito, vuestra merced se jodió y
muy bien jodido. La señora Estefanía hizo sacar sus cachivaches y
empacarlos de esta forma y manera, para que usted se los lleve lejos de aquí
o donde le pegue su real gana. Me recomendó le dijera, que los frascos
amarillos de ámbar se quedarán en la botica que por lo demás,
permanecerá cerrada, hasta la consumación de los siglos, o hasta que Dios
y ella lo quieran. Y si alguna duda tiene por resolver, vaya resignado a
66
consultarle esta decisión al doctor Nemoroso, que como usted bien sabe,
enterrado y muerto está.”
Estefanía estaba aplicando por segunda vez idéntica fórmula que ensayó
con su esposo suicida Clodomiro, cuando se enteró de que andaba en
malos pasos, con la arpía Celestina, aquella amante que le suministraba
yerbas afrodisíacas mezcladas con chocolate, queso y pan. Y en esa
oportunidad, la medida radical le resultó de tan singular éxito, que el
abandonado marido sucumbió merendado por las aves de rapiña, cuando
su cuerpo putrefacto se bamboleaba en una parca de ciprés.
Teobaldo, por enésima vez, quedó mudo por instantes, y casi patidifuso
por el inapropiado proceder de Estefanía. Y sin miramiento alguno, ni
mucho menos consideración, le apostrofó iracundo a Estacio: “Y usted
esbirro, dígale a Estefanía que el día vendrá en que me implore regresar a
esta casa tan mía, como suya, y de la cual saldrá con sus pertenencias en
estas mismas cajas de cartón. Y también agréguele, que se quedará sin la
hacienda de su padre y que maldigo la madre que en el vientre la llevó.
¡Que ya lo verá! Y que esto se lo juro por el Dios de los vivos, y de los
muertos.”
67
TEOBALDO EL DEMENTE SUPREMO.
CAPÍTULO XV
El trasegar de Teobaldo
72
su caporal, llevaba a vender por montones a Venezuela y Colombia,
según el lugar que fuera más cerca para ello.
CAPÍTULO XVI
El pobre Estacio
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En el amanecer que arribó Teobaldo a la brumosa ciudad, caía sobre ella
una llovizna pertinaz, y helada. Siempre le pareció su natal villa, un
pueblucho timorato donde las señoritas todas vestían como monjas
conventuales, y los señoritos, a fuerza de usar borcelino gris en sus
cabezas, conllevaban como señal de distinción un báculo de guayabo,
porque según decían, les daba la fragancia necesaria que disimulaba el
olor de sus sudorosos sobacos. Unas y otros, pensaban Teobaldo, se las
daban de respetables, pero bien intuía que cuando les apretaba las ganas
de copular, ellas lo hacían por lo regular con hombres casados, y ellos,
con viudas alegres, cuando apenas la pastosa tierra que cubría al esposo
difunto, empezaba a germinar en pasto verde. Que mal presagio tuvo
Teobaldo, con esa llovizna pertinaz, que helaba hasta los huesos, y en
verdad no paraba de fluir, inundando calles y avenidas. Fueron tiempos
en que la honda tristeza de la gente se acrecentó, hasta el punto de no
salir de sus casas. Era una desdicha presagiada, pues por coincidencia
malévola, en esos días de plomo, sólo se escuchaba el doloroso redoblar
de las campanas que anunciaba la misa de difuntos, secundadas por unas
vecinas que revoloteaban las almas, plenas de sollozos y estornudos. Por
eso Teobaldo enfermó, y al hospital fue a parar, no ya para curar
enfermos y ayudar a bien morir, como lo había hecho casualmente antes,
sino a que le mitigaran sus dolores de cuerpo y por qué no, de espíritu
que en últimas, era lo que más le dolía, por haberse alejado sin razón
aparente, del paraíso donde pasara breves años felices de su vida.
74
Ya repuesto, quienes en un principio lo veían ahora vencido por los años,
lo observaban pasear por los amplios corredores del hotel donde se
alojaba, y por las calles aledañas de su entorno. Nunca se hubiesen
explicado porqué Teobaldo, con tanta mezquindad evocaba la venganza
contra el paje Estacio. Ese simple dependiente, a quién Estefanía le
encomendó un lejano día aforar unas prendas de ropa vieja, Teobaldo
conjeturaba que si eso, no hubiese sucedido, nunca habría encontrado en
su maletín de galeno, aquellas finas agujas para la acupuntura, que tanto
le sirvieron, en las bellas planicies de los llanos Orientales. Rememoraba,
que ese criado sinvergüenza le refirió la inquina que le había tomado
Estefanía, y el hecho de que en la parte trasera de la casona hizo abrir un
artero hueco, que rellenó de libros, cuadernos de notas, el valioso
vademécum, y el diploma de letra cursiva, de su doctorado Todo ese alijo,
lo hizo, rociar con gasolina, prendiéndoles tan vivo fuego, que ni siquiera
quedaron las mudas cenizas que se llevaba el viento. Y Teobaldo también
supo, que quién había abierto esa infame sepultura de sus libros, y quién
prendió la tea para incinerarlos, fue el mismo Estacio, azuzado por su
ama. Se persuadió entonces de que la venganza sería en primer término,
contra ese lacayo, que tanto tenía que ver con el holocausto de que había
sido víctima.
Teobaldo en sus apáticos ratos lúcidos que eran muy pocos, recordaba las
clases que había escuchado de sus antiguos profesores de psiquiatría.
Ellos contaban que la dolencia que ahora padecía, se caracterizaba por
momentos apacibles, o arrebatos furiosos, y los casos más graves se
presentaban cuándo, en lo que restaba de vida del enfermo, nunca se
recobraba la cabal conciencia. Se portaban quienes padecían de esa
enfermedad, como unos zombis, como seres que demostraban una honda
mirada atávica, unas tantas veces, otras, con atisbos fijos salidos de sus
ojos. En tales ocasiones el enfermo, escrutando la luz o la oscuridad, sin
poder razonar nada de nada. Perpetuaba Teobaldo, al recordar las
anteriores lecciones, que en la bella ciudad antigua de Amberes, única en
el mundo para el tratamiento de estos casos sintomatológicos, había un
manicomio donde guardaban para siempre, aquellos alienados mentales,
que no tenía cura o remedio conocido. Y a los más, que eran pacíficos, se
dejaban libremente transitar por cualquier barriada, sin que los
parroquianos supieran cual era trastornado, o cuál de ellos cuerdo. Eso
obedecía a que se hacía muy difícil distinguir entre estas dos últimas
patologías, porque algunos célebres locos, como el famélico Don Quijote y
el gordo Sancho, no importando lo dementes que eran, fueron quienes
más consejos sabios legaron a la humanidad. De ahí la gran dificultad de
76
los originarios de esa ciudad europea, de distinguir sin equívocos los
cuerdos de los locos, llegando a la conclusión, que los verdaderamente
chiflados, se parecían a los loros que, cuando optan por mal hablar, hay
que taparse los oídos para no escuchar sus sandeces. Lo que quiere decir
que entre un hombre loco, y un irrazonable loro, la diferencia es nada. Si
no, obsérvese que el humano al andar en larga fila india, por lo regular
platica insensateces. Eso lo tenía muy presente Teobaldo, que ya era loco.
CAPÍTULO XVII
Los consejos de Estefanía a Teobaldo.
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Estefanía, ya sabía que el dueño ahora del antiguo hotel convertido en
casa regia, era Teobaldo. Cuando a veces se encontraban en el vecindario
sus caminos se cruzaban, sin musitar palabra alguna. El rictus de esa
mujer altiva que aún atesoraba el esplendor de su mirada profunda y
bella, evocaba en su rostro, un gesto de soberbia. Teobaldo, al verla venir
agachaba la cabeza, acelerando el paso y como sombra invernal, se
perdía de su vista. Hasta que llegaron los esperados días de cualquier
navidad y cuando las campanas tocaban la misa de gallo, justo escalando
el altozano de la iglesia, sus fisonomías se encontraron, casi por
casualidad, como por un sorpresivo y fugaz milagro. Muchos años hacía
que no se cruzaban palabra alguna. En esta última ocasión, Estefanía con
expresión dolorida, le dijo: “Teobaldo el tiempo ha pasado más rápido que
el mismo fulgor de los relámpagos. Qué honda razón tenía mi padre, el
doctor Nemoroso, cuando filosofaba sobre el tema y ni bolas se le deparaba.
Éramos jóvenes y tú más que yo, debes recuerdas, supongo, esos eternos
momentos. Por la sagrada memoria de quién tanto nos quiso, que bueno
sería olvidáramos los sinsabores y por enésima vez retomáramos el camino
de la concordia, o si lo así lo prefieres, al menos el de la indiferencia sin
amarguras u odios. Las puertas de mi casa están abiertas para que una vez
caviladas mis palabras, medites sobre ellas, y si bien lo deseas, traspases el
umbral que te ha sido tan esquivo. Pero quiero advertirte, que nuestras
conversaciones excepcionales, será sobre temas escitamente moderados y
bajo parámetros de mutuo respeto”. Y diciendo esto, apresuró su paso
para entrar a la iglesia a orar y un poco meditar sobre su propuesta que
no entendía de donde ni por qué había hecho. Recordaba al momento del
piadoso rezo, que no era la primera, ni segunda vez que intentaba la
extraña reconciliación, y el mutuo perdón debido. Teobaldo en cambio,
recurrentemente varias veces lo había deseado, sin lograrlo. Quizás, estos
anormales ímpetus nacían de un mecánico razonamiento, pero algo le
dictaba que no eran fruto de perdón sincero. Este insólito acontecer
sucedía en sus oraciones, sintiendo un hormigueo en su cuerpo que creía
transmitir a los creyentes feligreses, que estaban a su lado. Luego, para
calmarse, maldecía en mudo silencio su inexplicable proceder, retomando
con suma piedad el rito religioso. En cambio, Estefanía arrodillada y
piadosa, pareciera que Dios, le sugería perdonar ese hombre tan odiado
en su corazón. No más de balbucear la palabra olvido, su cuerpo se
estremecía de espanto. Esos nunca lo borraría de su mente, y mucho
menos conociendo a Teobaldo, o mejor, para ellas, el diablo mismo. Al
hablarle, simplemente Estefanía entendía que era un acto cristiano de
perdón. No más.ni memos.
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Estefanía no sospechó ni remotamente las gaseosas tierras movedizas que
pisaba, cuando invitó al despiadado Teobaldo a deponer sus antiguos
odios, y animadversiones. Casi quisiera entender ahora que el aletargado
hombre caduco, con su cara triste y abatida, sería incapaz de matar una
pulga, o retorcerle el pescuezo a una blanca paloma.
Y agregó el guía. “Yo creo don Teobaldo que el caprichoso destino traerá a
Rosmery tarde que temprano de nuevo al lado de su madre. ¿A dónde más
podrá ir?”
CAPÍTULO XVIII
El reencuentro y las reminiscencias
82
Tal como había presentido el acucioso guía que recorrió el mundo para
encontrar a Rosmery, pasados algunos meses después de la parcial
infructuosa búsqueda, Estefanía una mañana de otoño al salir de su casa
se topó con una figura agotada y escuálida, con el cabello nevado y cuyo
rostro expresaba sufrimientos sin cuento. Estaba pasando de largo al lado
de ese cuerpo extenuado, cuando con temor, esa figura fantasmal le
franqueó el paso. Parecía una tenue remedo de sombra o un espectro
venido del más allá. Sus bruscos ademanes eran angustiosos y su muy
débil voz, más que inaudibles palabras apenas guturales, parecían
quejidos inentendibles que denotaban solo dolor. Sus ropas muy ajadas le
daban a aquella esquelética figura y un notable aspecto mefítico, pero
cosa extraña, esa visión ensombrecida hacía latir con acelerada fuerza el
corazón de Estefanía. Un ávido impulso nacido desde lo más hondo de su
alma la incitó a interesarse por ese remedo de cuerpo, casi macilento, por
poco moribundo. Cuando el corazón de Estefanía palpitó al mismo ritmo
apresurado del de Rosmery, estaban ambas seguras, madre e hija, de
haberse encontrado por misericordia de Dios. Pasaron muchos días para
que Rosmery tuviera, al menos, un remedo de su lozanía de antaño. Pero
por más cuidados que le prodigaba su madre, era notorio observar en el
rostro de Rosmery signos inequívocos de tristeza y vejez prematura. Sus
ojos carecían del centelleo vivaz de otros tiempos, y sus lisos cabello antes
de negro azabache, no revelaban el fulgor que habían enmarcado su
siempre hermosísimo rostro.
Por las noches, Estefanía presumía que su hija recuperaba algo de su paz
espiritual, pasaba horas escuchándola atentamente cuando con quebrada
emoción le narraba, sobre sus sórdidas experiencias. Hablaba sin pausa
de Perseo, aquel gitano quién se enamorara con frenesí supremo. Pero
quiso explicarle a su madre, lo pasado con su consorte, remontándose
para ello a los génesis y costumbres de la raza gitana. “Él infame escapó,
dijo, como pez sorprendido, cuando lo observé grotescamente apalearse
como animal roñoso, con otro malqueriente gitano. Resultó, madre, ser
Perseo, un homosexual pervertido. El patriarca de la familia lo sometió a
un tribunal de honor o “Kris” y yo misma lo flagelé con todas las fuerzas
de mis brazos y mi ya estimado corazón. Después, cuando estaba
enclaustrado bajo cuatro férreos barrotes, huyó como perro rabioso
callejero. Fue perseguido y como criminal sin escrúpulos, lo pusieron otra
vez recluso, volviéndolo a empalar con la rapada cabeza hacia abajo, por
su hartera ignominia. Había infringido el mítico principio de la sagrada
fidelidad que constituye la columna moral de los gitanos, pues en su
83
maniática huida, asesinó a un patriarca de la tribu. Yo misma con un
enorme burdo mazo, fui ordenada para traspasarle con clavos sus muñecas
y tobillos, en el momento de la crucifixión. No era digno que esos clavos
traspasaran las palmas de sus manos y el empeine de sus pies, como aquél
santo del Gólgota. Luego que su carne fuera comida con hartazgo por los
buitres, sus huesos se incineraron y sus cenizas echadas al fondo de un
negro pozo que rellenaron hasta el tope, con estiércol de buitres viejos.”
CAPÍTULO XIX
Las siete plagas de Egipto y los suicidios
86
A la ciudad, parecería le hubieran caído las siete plagas de Egipto. Todo
era pobreza. En los campos aledaños por las sequías agudas, y el intenso
verano después de prolongado invierno, agudizaron las desgracias. Eran
los extremos de la naturaleza que clamaban venganza. Las gentes, no
tenían medios económicos para sufragar los tratamientos, y algunos
enfermos decían que era mejor así, pues pronto se librarían de la
dolorosa envoltura de la carne que los ataba a esta perra vida, que estaba
rebozada de penurias y sufrimientos. De paso, Rosmery y Estefanía
corrían, cosa natural, con idéntica suerte. Fue cuando decidieron
consultar los textos de “Ayur-Veda”, y rezar encomendándose a Dios, que
en esta ocasión, no quitaba el hambre, ni calmaban la sed, ni daba cobijo.
Cosa muy extraña en la infinita bondad de Dios. Eran tiempos de la crisis
económica de la llamada “Gran Depresión” que azotó el mundo con
crueldad, crisis económica que duraría casi una década, principiando en
l929, y terminando en 1.930, con la caída de la bolsa de Nueva York, que
afectó a casi todos los países de la Tierra. No había más remedio que
apretarse el pantalón y esperar una santa limosna, lo que les sucedía a la
totalidad de las gentes pobres y carentes de trabajo y oficio. Ahora en el
pueblo, los viejos acudían en busca de fármacos caseros, para la aguda
migraña, las fiebres reumáticas, los estreñimientos, y sobre todo, para
que la buen Rosmery les adivinara el inmediato futuro, ya que el pasado
no quería ni recordarlo. Esos longevos acudían a que se les pronosticara
quizás la mala fortuna, porque eran conscientes, que la buena, huyó asida
de la mano de la adversidad universal. Estaban reflexivos de que cuando
traspasaron los setenta años, la vida ya no sería igual, o lo peor, eran
momentos de iniciar la caída libre de sus vidas, forzando la gran
hecatombe con un solo remedio que sí tenía cabida y en proporciones
alarmantes. Se trataba del suicidio, pues no había distinto camino. Solo
en los Estados Unidos de América el flagelante “Suicidio”, se alborotó
hasta extremos insondables, que perdurarían hasta el día de hoy, y
perpetuaría en el mañana. Sólo los veteranos de la Segunda Guerra
Mundial, pagan una cuota de 22 suicidios diarios de los estadounidenses.
Basta entonces este escandaloso número, para pensar en los suicidios
diarios de esta parte de América pobre y tropical, que tanto amamos.
Pero resultó que el remedio que con tanto ahínco promulgara Rosmery y
su hija Estefanía, aquel del morir antes que el sufrir, empezó a tomar
tales dimensiones que vinieron los suicidios de los viejos, armándose tal
zaperoco en la ciudad, que diarios y emisoras culparon a las dos mujeres
de apretar el gatillo, sin tener trabuco, ni menos cañón de pólvora
mojada. Quería decir lo anterior que, los ahorcamientos o la cortada de
venas, eran los mejore medios para dejar atrás, “la triste tristeza de la
Puta Vejez”. El dinero de Teobaldo influyó decisivamente para que estas
dos mujeres, madre e hija, fueran acusadas de autoras intelectuales de
inducir a la muerte. Los diarios parroquiales y nacionales transcribían
cómo, si hubiese llegado una pérfida pandemia, así y todo, las muertes no
hubiesen sido tantas. Esas dos mujeres, por querer hacer una reflexión
88
psicológica, alegaban los acusadores, cometieron un delito culposo -- la
culpa, sin intención – de causar tanto espanto. Y sucedió entonces lo
inesperado, por cuanto las acusadas presentaron ante el Juez de la causa
un alegato que hizo que aquel funcionario recapacitara, dadas las
condiciones de tiempo, modo y lugar, pues todo lo sucedido se debía
fortuitamente a una pandemia, imposible de afrontar. Esta pandemia, no
era otra, que la crisis económica que afectaba al mundo, por la
descolgada económica de la principal potencia económica mundial.
Ordenó en conclusión, el Juez de la causa, archivar el expediente por
falta de pruebas.
CAPÍTULO XX
El doctor Nepomuceno
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Cuando Nemoroso era un adolescente, muy cerca de su vivienda acampó
un joven imberbe de escasos once años que, como decían sus padres al
despedirse, estaba su hijo tan desvalido que pareciera carecer de los más
elementales recursos de supervivencia.
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Dios en la tierra, aconsejando y guiando a sus semejantes con su santo
ejemplo.
Ese niño del que aquí se narra, por misteriosas razones que la buena
razón no puede explicar, se cansó de tanto fraile y de mucho rezo y
despidiéndose de ellos se fue a aventurar a la ciudad, donde conociera a
Nemoroso Gallardo Ospín, hijo de la viuda Lucía, quién yacía como
momia en el manicomio de la ciudad, desde que su delirante esposo se
suicidara ante sus ojos. A esa triste urbe, llegó en busca de trabajo
Nepomuceno Salvatierra Rufo, como se viene diciendo, hijo natural de
campesinos laboriosos de generosa tierra, y mejores cuidadores de tres
vacas, un perro flaco, un burro acarreador de leña y un gallinero escaso,
provisto de un sólo semental, quién el niño le diera por nombre “Pérfido”,
por aquello de que siempre andaba engañando a la gallina madre, la más
vieja del rebaño, para aprovecharse de las más pollas y risueñas a
quienes engendraba.
Así, entre el estudio y la bohemia, pasaban los días estos dos amigos que
todo lo compartían, menos a la querida Dioselina, la diosa suprema de
Nemoroso. Pero ella, aunque lo quería pareciera que no lo respetara del
todo, y, en cuanta ocasión propicia se presentaba, gozosa de escarceos y
zalamerías, le daba de razonar a Nepomuceno dándole a atender, que
algún lejano día se cruzarían sus espíritus y sus cuerpos, sin que
mediaran sus timideces. Y el buen Nemoroso, algo de despistado, ni
cuenta se daba, y como el cántaro que de tanto albergar agua algún día se
rompe, llegó el momento en que se develó el secreto tan bien guarecido y
las dos entrañables vidas de estos inseparables amigos, mutuamente se
repudiaron para siempre. Quedose doña Dioselina con Nemoroso, y
Nepomuceno, inmerso en su sombría y dura soledad, apenas graduado,
huyó presto del lugar, “como diablo que se lleva en pena”. Los años
99
siguientes fueron vidas paralelas que nunca más se unieron, y mientras el
primero tenía la inmensa dicha de estar al lado de Dioselina, el segundo
guardaba su recuerdo estelar, como lejana estrella que jamás pudo
alcanzar. Nepomuceno, por más que buscara remedio a su grave mal, se
refugió en su profesión, y de tiempo en tiempo asistía a ejercicios
espirituales, para expiar su intención de pecado, y su aviesa pesadumbre
traición.
Muchos años después que estuvo alejado de los lobos y los humanos
deseos, salió para irse a un poblado regio, al convencerse que era inútil
dedicar su existencia al misticismo, o a la soledad claustral. Y aunque
nada le apetecía, dedicó su vida a servir al prójimo con todas sus fuerzas
del corazón que, por cierto, desde que se alejó de Dioselina, ni lo sentía
latir. Era un corazón caduco desde joven, que seguía succionando una
sangre helada, que daba media vida a su cuerpo, carente de emociones y
deseos. Se arrinconó poco después, en un pueblo solitario y frío, como su
destartalada alma, ejerciendo su ministerio y recibiendo en pago, aves de
corral, algunos terneros o vaquillas que se las dejaban en un solar, y que
su buen amigo el cura “Demetrio”, le guardaba en los potreros de la
curia, dando el clérigo cuenta de los bípedos de corral que diariamente
mandaba a hornear, para su generosa mesa rústica, y su paciente
gordura corporal. Ahí, iba con asiduidad Nepomuceno como especial
invitado de honor, y terminada la cena, se enfrascaban en un juego de
ajedrez, cuyas fichas, según el solitario doctor, estaban cargadas en favor
del apetitoso abate. Por ejemplo, siempre la ficha de su caballo, lucía
coja, y su ficha reina, parecía bizca. De tal manera que por cada partida,
el doctor perdía un semoviente, y como siempre perdía, pronto el
numeroso hato producto de las consultas, pasaba a manos del astuto cura
gordo. Al doctor Nepomuceno estos aconteceres, lo tenían sin pizca de
cuidado. De todas maneras, el destino quiso que el doctor heredara, no
solamente el hato que perdiera en favor del abate, sino una inmensa
fortuna en dinero contante y sonante, y hasta los bienes inmuebles y el
copón del cura ganador en el juego. El cura pues, no tenía por supuesto
herederos forzosos e hizo su testamento notarial, poco antes de morir. Es
decir, devolvió al Nepomuceno, todo lo que le había hurtado.
101
sorpresas, queda absorto en verdad, ante las obras de arte, que el hombre
de todos sus tiempos ha podido contemplar.
“No crea Nepomuceno, le dijo, que todos los curas y las iglesias tienen ese
hálito de misterio que los turistas creen encontrar. Por su perplejo rostro,
entiendo que le ha llamado la atención el lustre de este aseado recinto. Pero
sucede que quién creó el Tribunal de la Santa Rota, uno de los tantos Papas
Benedictos, por rara costumbre tenía el de bañarse dos veces al día. Era un
hombre quizás de aquellos, que hoy llamaríamos microbiano, que se
preparaba hasta sus propios alimentos a consumir. De monje de olvidado
pueblo, pasó a obispo, y luego por llamado de Dios a Sumo Pontífice. Pero
sus ascetas costumbres, eran monjiles, siendo un adicto del orden y del
escrúpulo”.
104
El doctor Nepomuceno supo que a medida que se debilitaba el poder
papal, al otro lado de los fríos Apeninos, las familias de los Orsinis, los
Malatesta, los opulentos Verona, los envidiosos Manfredi, los Palentani,
los Oderlafi, los Alidosis, los Colonna, los crueles Borgia, o antiguos
Borja, y los ricos Médicis, con los llamados “principados” independientes
luchaban entre sí, por imponer luego de los papas franceses, o italianos,
parientes para recaudar impuestos a ricos y pobres. Comenzaron su
diabólica tarea con Nicolás V, en aquel pernicioso año de 1.447. Fueron
ciertamente aquellos los tiempos más borrascosos de la Iglesia. Los Papas
conocían mejor las orgías palaciegas, y los asesinatos ordenados por ellos,
que las necesarias letanías elevadas al Señor. Eran escandalosas sus
aviesas costumbres sexuales; sus numerosos hijos ilegítimos; sus amores
incestuosos; la venta tarifaria de cargos y honores. Decían tener la llave
para ingresar del infierno al purgatorio, quizás al cielo, según el caso de
sus odios, o el satisfactorio recibo de las dádivas. Sus degeneradas y
perversas costumbres licenciosas, que eran común denominador de
aquella nefanda época, las convirtieron en una simonía o compraventa de
aparentes favores espirituales, todo esto de manera inescrupulosa y
brutal. Sixto IV, acérrimo enemigo de los Médicis, asesinaba y atesoraba
fortunas; Julio II, no podía vivir sin tener al borde de su mullida cama de
placeres, jóvenes bellos no mayores de veinte años; Inocencia VIII, juró
ante los evangelios y el Cónclave que lo eligió, hacer un buen papado,
pero a poco de empuñar el báculo papal y poner sobre su cabeza la mitra
santa, renegó de sus juramentos sagrado, reconociendo públicamente sus
siete hijos bastardos. Rodrigo Borgia, así llamado desde su bautismo
hasta la culminación en el pontificado, reemplazó a uno de los singulares
papas Médicis, comprando el Cónclave de elección burlona, haciéndose
luego opulento, poderoso y rico. De todo eso y más se enteraron
Nepomuceno y su espíritu, se crucificó a sí mismo. Jamás se imaginó lo
que había constatado, en la misma sede Vaticana, hincándose a llorar
acongojado, pidiéndole perdón a Dios, por tanta vileza pasada. Tampoco
se explicó nunca, por qué Dios no había puesto punto final, a tanta
inmoralidad cometida por los sucesores de Pedro.
106
Mientras todo esto transcurría en la cabeza del doctor Nepomuceno, el
cardenal Yónatan, leía por enésima vez el testamento que le envió de
propia mano el cura Demetrio. Lo mejor, era que por más que se
esforzaba y consultaba con sus amigos y colegas de la Rota, ni él ni
ningún otro, lograron resolver esas misteriosas cláusulas testamentarias
escritas en tan arcaicos idiomas. Tanto se esforzaron que, como un reto
tomaron los jueces de la “Rota Romana” su traducción, y cuando se
dieron por vencidos después de muchos meses de esfuerzos y exámenes
periciales, uno de ellos por encargo de ese alto tribunal, se trasladó a
Grecia, cuna del latín, dirigiéndose directamente a la ciudad de “Delfos”,
donde estaba emplazado el famosísimo oráculo del dios “Apolo”, en la
ladera suroriental del monte “Parnaso”, muy cerca de la ciudad de
“Corinto”. Ese oráculo infalible de Delfos, ahora en la época moderna,
quedaba muy poco de él. De todas maneras, haciendo la señal de la cruz,
el consultor memoró hasta quinientos años “a., de Cristo”, y quiso con la
ayuda, se dijo de Delfos, hasta cuatrocientos después del nacimiento del
Mesías, época esta que cerró el emperador “Teodosio” I. El juez, a quién
sus doctos colegas curas diputaron para esos efectos de buena traducción,
no encontró ayuda alguna y amargado regresó a Roma, donde murió de
tristeza e imbatible melancolía. Se empeñó el cura en memorizarles a sus
cofrades que el sagrado oráculo de Delfos, se había silenciado para
siempre, desde que un romano célebre, llamado “Nerón”, de los propios
alrededores del oráculo, había hurtado en la invasión romana a Grecia,
quinientas bellas estatuas, ordenando trasladarlas a la imperial Roma.
Todas esas bellas efigies las destruyó el mismo loco emperador, cuando
demencialmente incendió esa ciudad, llama ya “La Eterna”, al acorde de
una desafinada arpa.
Lo único entonces que se pudo traducir del famoso testamento fueron las
sus líneas finales, que decían: “Y así, queridísimo Nepomuceno, disfruta
parcamente de los bienes terrenales y sólo piensa en los espirituales que son
los que igualmente te lego. Por cuanto es mentira que quién muere, está
bien muerto. Siempre el hombre vive, y solo muere su cuerpo, pues su alma
está destinada para la vida eterna.”
108
CAPÍTULO XXI
El erotismo de Teobaldo
Pero así como él observaba en solitario, era así mismo observado. Las dos
sagaces mujeres sabiendo las venenosas pericias de Teobaldo, lo vigilaban
y sin que nada sospechara, llevaban atenta nota de lo que mañosamente
hacía y dejaba de hacer. Por ejemplo, aguzaban los sentidos, cuando
Teobaldo no salía y se la pasaba horas eternas en el más recóndito de los
cuartos de la casa, donde tenía un laboratorio lleno de pipetas, tubos de
ensayo y muchos líquidos, especialmente aquellos de fragancias, ora de
fresas o de olor a rosas. Para su pasmo, igualmente encontraron un
garrafón especial que contenía un líquido viscoso, que emitía un fuerte
olor rancio, altamente corrosivo y cuyo contacto al ser humano, destruían
la piel, y una única gota, ulceraban la carne, corroyendo hasta los huesos
¿Pero qué era lo extraño, que hacía el desmedido Teobaldo, en ese casi
secreto laboratorio?
110
Además de frascos y pipetas, había acopiado lingotes de plomo, cobre,
fósforo, antimonio, y en enromes recipientes multitud de ácidos, como el
muriático, el acético, cítrico y fórmico, sin faltar el peligroso sulfúrico.
Era un recinto propicio quizás para ejercer la alquimia. Era como la
obsesión de convertir el plomo o cobre en oro puro, antigua ciencia oculta
de los ilusos alquimistas, quienes no pudieron a través de los siglos lograr
tan anhelada y osada transformación. Estas irracionales ambiciones las
confirmarían Estefanía y Rosmery, cuando descubrieron apuntes que
Teobaldo amontonabas en el zarzo oscuro de la casona, todas ellas
relativas a cómo lograr la transformación de la vulgar materia, a la
ductilidad y valor de quizás metales finos, como el bronce, la plata o el
oro.
Teobaldo, tampoco había olvidado las obras literarias que tienen como
argumento las relaciones amatorias, desde una perspectiva sensual, que
sutilmente utilizan el tibio lenguaje del tierno arrullo, menos descarado
que la vulgar pornografía. Son aquellos textos que recurren a frases
112
metafóricas y emblemáticas suaves, arrullantes, como las que usan la
mayoría de los inolvidables poetas tenues, al estilo “Bécquer o Nervo”; o
aquellos escritores que relatan, cuando se refieren al despiadado amor,
con reflexiones filosóficas sobre el significado del buen amar, obras tales
como “El Banquete” de “Platón”, al describir un seductor diálogo de las
ventajas en la relación homosexual, o la heterosexual, que incluye un
famoso mito sobre el origen de la preciosa “Heros”, equivalente en la
mitología griega a la “Venus Romana”, diosa digna del amor eterno. En
esa página, Teobaldo subraya el pasaje donde “Heros” era amada por
“Leandro”, entendiendo éste que no puede casarse con ella, por haber
jurado la sacerdotisa voto de castidad, terminando, el uno, ahogado en un
remolino turbulento, y ella, en hermosísimo gesto de desespero, se arroja
al bravo al mar.
115
CAPÍTULO XXII
La triste muerte de Teobaldo
¡Ay, Teobaldo! Quién creyera que tú, vergüenza insólita; despiadado ser;
perro sarnoso de calles; depredador de inocentes víctimas; comedor de
carroña moral; serpiente emponzoñada, quién creyera que se te acercaba
tu siniestro fin, hasta nunca dejar ni la reminiscencia de tu vida, que en
últimas, ni siquiera vidorria fue. Esto pensaba no solo el Ángel de la
Guarda, cuando te abandonó por avieso, sino que bien lo meditaba el
ángel del demonio, que también los hay, cuando suplantó por fuerza de
tus locuras al guardián de tu heredad. Es que la malsana obsesión de ti,
Teobaldo, llegó a tal extremo, que sólo te quedaría el suicidio, porque el
infinito dolor de tu alma era tan lacerante, que tu corazón atiborrado de
odios y placeres obsesos, era tan solo comparable a tu roída y retorcida
conciencia.
117
Rosmery y Estefanía partieron de la esquiva ciudad para nunca regresar.
Se dirigieron a Rumania a buscar las génesis de las tribus gitanas, y en
una cualquiera de ellas, tratar de continuar lo que les quedaba de sus
vidas que, por curioso destino, siempre llevaron con dignidad poco
común.
Cuando esto sucedió, parece ser habían purgado sus leves pecados, si es
que alguna vez a conciencia los cometieron, pues su trasegar sin sentido
por dilatados lugares no les fue nunca fácil, no obstante la enorme
fortaleza que aprendieron del vivir. El hecho fue que el viejo violín que le
regalara el gitano a Rosmery, en los momentos buenos, que no fueron
muchos, o en aquellos malos que fueron seguidos, les ayudó a sobrellevar
su admirable existencia. Y también fue cierto, que la única persona que
supo quién era el padre de su querida hija Rosmery, fue la propia
Estefanía, que bendijo al malo de Teobaldo, para entregarlo al juicio de
Dios, nuestro amo y señor.
Estos bienes materiales – las barras de oro - fueron los que Rosmery y
Estefanía repartieron dentro de los gitanos, alegrando su existencia y
para que esos buenos nómadas del mundo, ya plenos de contento,
pudieran vender de pueblo en pueblo, países y naciones, junto a sus
caballos de fina estampa y de raza altiva, y lustrosa. También para vivir
del producto de lustrados peroles de cobre; y, lo más importante,
vendiendo suertes futuras y quimeras, que la gente ingenua pagaba por
doquier.
Sólo le quedaba como bien material a Estefanía, aquel pistolete con dos
tiros que heredera de Clodomiro. Al pasar por el Peñón de las Ánimas, lo
arrojó desde la cima a los profundos abismos. No había ya necesidad de
usarlos en Teobaldo, y menos en su propia sien, ya ceniza por los años,
por cuanto sabía había llegado la inevitable “Triste Tristeza de la Puta
Vejez”.
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Quiera Dios para Estefanía y Rosmery que el día que llegue su final, les
brille la luz perpetua por los siglos de los siglos, Amén.
INDICE
Capítulo I
El doctor Nemoroso. Página 2
Capítulo II
Los estudios de Teobaldo. Página 11
Capítulo III
El suicidio de Clodomiro. Página 15
Capítulo IV
El caritativo Gitano. Página 18
Capítulo V
Las perturbaciones de Teobaldo. Página 22
Capítulo VI
El inspector Hoticiano. Página 31
Capítulo VII
La carta de Estefanía. Página 35
Capítulo VIII
El grado de Teobaldo y un recuerdo ingrato. Página 38
Capítulo IX
El retorno de las Peregrinas. Página 43
Capítulo X
Las recriminaciones de Estefanía. Página 47
Capítulo XI
El persistente Teobaldo. Página 51
Capítulo XII
Rosmery y Perseo. Página 54
Capítulo XIII
Coloquio del Doctor Nemoroso. Página 56
Capítulo XIV
La justa despedida. Página 63
Capítulo XV
El trasegar de Teobaldo. Página 67
Capítulo XVI
El pobre Estacio. Página 72
119
Capítulo XVII
Los consejos de Estefanía a Teobaldo. Página 77
XVIII
El Reencuentro y los Suicidios. Página 81
Capítulo XIX
Las Siete Plagas de Egipto y los suicidios. Página 85
Capítulo XX
El doctor Nepomuceno. Página 95
Capítulo XXI
El Retorno de Teobaldo. Página 107
Capítulo XXII
La triste muerte de Teobaldo. Página 114
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