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LA TRISTE TRISTEZA

DE LA PUTA VEJEZ

JAIME ORTEGA CASTRO

JUNIO DE 2005
1
CAPÍTULO I
El doctor Nemoroso

La noche que el abuelo cumplía ochenta años no pudo conciliar el sueño


y abatido esperaba que amaneciera para salir de esa horrible congoja que
había tenido, por larguísimas horas de insomnio. Sus ojos estaban
inyectados de ese pérfido color rojizo, que denotan lágrimas de hondo
dolor. Pero en su caso, ese padecimiento era porque pronto dejaría esta
vida inútil que por tantos años lo había atiborrado sobre sus hombros,
ya bien enjutos por el tiempo. Y angustiado, pensaba que le quedaban
unos pocos días, semanas quizás, o en el mejor de los casos, unos meses
que, al contarlos con los dedos de sus manos, le sobraba una de ellas. Tal
era el agobio que le producía al galeno el pensar y concluir que su larga
vida llegaba a su fin, y ahora, era evidente para él, la había desperdiciado
como si la hubiera arrojado a un río turbulento, lleno de estiércol y de
lodo. ! Ay, clamaba a ratos! Es la puta vejez, que me atormenta tanto.

En esas cavilaciones estaba, como quién dice, pescando pensamientos,


cuando súbitamente Teobaldo irrumpió en la habitación con un jarro de
limonada, que había licuado con fuertes pepas de ajo, y una damajuana
llena de alcohol, tal como lo hacía todas las mañanas incluyendo los días
domingos y fiestas de guardar. Teobaldo, su sirviente, era hijo único de
Rosalbina, la criada que pocos años atrás abandonó esta vida habiendo
servido en la misma casa, durante siete décadas, como quién dice, desde
su nacimiento hasta su muerte, sin haber vuelto nunca a probar las uvas
del placer que le diera a tantear un anónimo sujeto, una cálida noche de
efímeros sentimientos, pero confundida con supremos gozos y falsas
quimeras. Perpetuaba ella un escondido rencor que desde entonces hacia
acá, les tomó a todos los hombres, exceptuando tal vez, a su amado y
buen hijo Teobaldo, a quién le prodigaba todo el amor que ella nunca
tuvo.

Teobaldo, fue creciendo a la sombra de esa casona de propiedad de su


amo, el buen doctor Nemoroso, pero más que todo pareciera que por lo
huraño y solitario, hubiese nacido y crecido en la biblioteca de esa casona
donde se la pasaba, sin saberse el por qué de esa extraña afición, leyendo
libro tras libro, sobre las enfermedades que la humanidad ha padecido
desde tiempos remotos. Leyó, sobre el normal hábitat de los animales
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salvajes, sus raras costumbres y comportamientos; sobre la adicción a los
delicados perfumes y fragancias que desde niño sentía, cuando los
señoritos bien entraban a la casona. También acerca de la muerte y la
vida y, en fin, sobre profusos y diversos temas, volviéndose un gran
erudito sobre lo divino y lo humano; sobre los amores pasionales y los
amoríos furtivos y falaces. Como se dice, aprendió tanto, que la enorme
biblioteca de fino nogal del buen doctor Nemoroso, le quedó harto
pequeña, resolviendo endosarle el sueldo de mayordomo que se le pagaba
a su favor, al librero Clodomiro, quién no solamente le procuraba toda
clase de lecturas, sino que siempre le prodigó una amistad devota y tan
sincera, que antes de abandonar el alma su cuerpo, decidió dejarle a
Teobaldo los usados libros restantes, que muy poco vendía, así como el
desordenado negocio con estanterías de maderas de nogal, revestida toda
de vidrios que ostentaban grandes vitrales multicolores mal hechos, y por
el tiempo descoloridos.

Teobaldo, una despejada mañana que entró a la semioscura alcoba del


doctor Nemoroso, éste lo invitó a sentarse a su diestra y tomando
cariñosamente su mano, entre las suyas debilitadas, serenamente le dijo:
“Teobaldo, eres quizás la única persona que me queda en este mundo,
cuando ya se me escapa el alma, por más que me esfuerzo en cerrar la
boca. Porque después de considerables meditaciones de brega científica, he
concluido que el alma, ese ser que no vemos pero sentimos, se escapa sólo
por ella: por la boca. De ahí que dicen que cuando uno muere, ha exhalado
el último suspiro, deambulando el espíritu, quién sabe por qué galaxias,
allá arriba tan lejos. Pero alejándonos de esas suposiciones espirituales,
vamos al grano. Como te consta a ti, mí querido Teobaldo, mi hija
Estefanía y mi inefable nieta moran ahora, en lejanas latitudes, que nadie
sabe dónde están. Son muchos años los vividos desde que mis bien amadas
hijas no aparecen, haciéndose mi existencia tan monótona, que el radiante
sol que nos alumbra, no más de ocultarse en occidente, vuelve vertiginoso
irradiar por el oriente, su tenue y bella luz. Y así, día tras día, como el
amanecer al crepúsculo, o el atardecer a la negra noche, van
inescrutablemente pasando los tiempos de los tiempos, tan en tropel, que
todos ellos se hacen casi iguales, y al final de la existencia, es horrible
pensar si valió la pena vivir para morir, o lo que es aún peor, morir sin
haber vivido. El hombre, Teobaldo, vive sus años mozos desdeñando la
muerte, y el que está próximo a sucumbir, lo hace con temor por dejar la
agobiante vida. Es todo este preocupante insuceso, una irrazonable
contradicción. En estos apáticos días me he puesto a meditar con buena
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memoria, y mejor juicio, los episodios de mi infeliz niñez entre
padecimientos y carencias, no obstante haber tenido una santa madre
abnegada y sumisa, y muy a mi pesar, haber sido hijo de un irresponsable
padre disoluto, sin limitaciones, ni divinas ni humanas. Recapitulo mi
querido y amado Teobaldo, con relativa frecuencia y debido a la culpa de
mi padre, recapitulo digo, mi juventud quizás licenciosa, pues debes de
saber que lo muy poco que estudie y lo mucho que bebí, debió ser al revés
de los reveses; y para colmo hoy, fíjate, me encuentro en la decrepitud de
mi ancianidad de la que eres testigo en estos quince torturantes años que
han transcurrido entre lamentos de ayayaes, y dolores sin cuento. Me duele
todo el cuerpo, aquí, acullá; la cadera, los hombros, las articulaciones de
las flácidas muñecas, en fin, la médula de los huesos, hasta el punto brutal
de que me siento podrido por dentro. Estos infortunados recuerdos y
muchas otras anécdotas que en oportunidad te contaré, si es que Dios en su
bondad infinita me regala un poco más de tiempo, me hacen reflexionar si
valió la pena haber nacido, proviniendo, supongo, de la nada, y huyendo
sin saber a qué horas, hacia esa misma ignota ficción. Estoy atareado
rumiando mi pasado, presto a morir y seguramente dejaré esta vida, como
si nunca la hubiese vivido. Por cuanto he aprendido, aunque tarde, que los
pocos días que me restan y me depare con largueza el Señor, son sagrados,
y es deber santo aprovecharlos aún más en el estado que me encuentro,
desde hace algunos años, que ahora me parecen eternos. Tan es así, que te
estoy testificando mi quebrantada desgracia, y hacia adelante tendrás que
escuchar mis secretas confesiones, para que tú entiendas, hijo de la
venerada Rosalbina, que si se vive bien y sin envidias dañinas, se muere
con la gratificante esperanza de una feliz vida eterna. Y si se vive mal, con
egoísmos malsanos, como yo conjeturo, se sucumbe sin siquiera valorar la
infinita gracia del haber nacido. Tú pensarás querido Teobaldo, por tus
gestos que ahora observo, que estoy desvariando, o estoy loco. Quizás
tengas razón, pero la vida carece de lógica y sentido. Solo es un vago
discurrir sedentario; un turbio río que llega al mar y se disuelve; una
iniciación que tiene su final, y un final, lleno de hondas dudas e
incertidumbres, o de feliz sueño eterno. Ya tú, Teobaldo, bien sabes el
periplo de la vida: nacer, crecer, reproducirse y morir. Y entre el primero y
el subsiguiente transcurso biológico, pues nada de mucho o poco de nada.
Viene la tristeza en últimas, que la vida termina cuando uno cruza la
esquina, y de frente se encuentra el hombre con la puta y reputa vejez”. El
doctor Nemoroso calló, pero no por muchos minutos, solamente los
suficientes como para confundir más a su paciente interlocutor, y para él,
un muchacho del alma.
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Teobaldo, atentamente lo escuchaba y no sabía cuando iba el doctor
Nemoroso a terminar su periplo filosófico, llegando su aspaviento al
colmo, cuando observó consternado que el doctor volvió a inhalar todo el
aire que pudo para semi llenar sus pulmones, ya marchitos por el tiempo.
Ahora, hablándole de la religión en términos que creía Teobaldo, eran
teologales, el viejo doctor Nemoroso creyendo estar encarnando en Santo
Tomás de Aquino, le exponía al sorprendido Teobaldo, las barbaridades
acostumbradas que, muchas veces, parecieran que hasta bordeaban en
una sana lógica. Y en efecto, el bien achacoso doctor haciendo de tripas
corazón, continúo divagando inquietantemente de esta manera:

“Resulta Teobaldo, que debo hablarte un poco de nuestra Santa Madre


Iglesia, antes de que yo definitivamente expire. Intuyo que tu alma se ha
visto deteriorada por tantas lecturas que haces en esa librería, con olor a
polilla y aguardiente, de propiedad de tu amigo el librero Clodomiro. Ese
antes que bibliotecario, es un irredento borracho como lo fuera mi padre,
que deambulando por toda la ciudad, fue motivo de escándalo y mofa hasta
para los sabios ancianos. Porque debes de saber Teobaldo, que todo viejo es
sabio, o irremediablemente bruto, como consecuencia de su prolongada
existencia. Yo recuerdo que hace algunos años, cuando ese bárbaro librero
se subió al púlpito de la iglesia del buen cura Pombo, y a la hora del
Ángelus, inicio una catilinaria hablando de Cristo, el Dios hecho hombre,
el que me juzgará en breve tiempo. Ni para qué recordar toda las sandeces
que dijo ese azorado de Clodomiro. Y qué decir, cuando peroró sobre la ira
poco santa de Jesús, al expulsar del Templo a los mercaderes y cambistas,
insólita actitud, repetía con saña Clodomiro, que debería borrarse de la
literatura bíblica, aduciendo que la ira por santa que fuera, constituía un
pecado capital en el que incurrió Dios, hecho hombre, para redimir los
sistemáticos deslices de la humanidad entera. Incurrió Jesús, dijo
Clodomiro, en el pecado de la ira, el más impenitente de los pecados. Por
algo está escrito que la razón no existe. Que la razón, es lo irrazonable de la
misma sin razón. Jesús, contradecía el atribulado doctor Nemoroso, tuvo
toda la sensatez de expulsar del Templo esos agiotistas, porque les timaban
el dinero a ciegos, enfermos y gentes que vivían de la caridad pública. Pero
al pasar a la ira, aunque santa, pecó, aunque fuera una sola vez en su vida.
Y llegó al colmo tu amigo Clodomiro, en esa tribuna cristiana, cuando
adujo que Jesús nunca debió reclutar a sus apóstoles, entre ignorantes
pescadores en el Mar de Galilea. Debió Jesús hacerlo, decía el borracho
Clodomiro, escogerlos dentro de aquellos sacerdotes que rodeaban al
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pretor Poncio Pilatos, personas que eran sabias y buenas, convenciéndolos
de que Él era el profeta escogido por Dios, para la salvación del Mundo.
Precisamente Teobaldo, Jesús obró, y bien que lo hizo. Eran los pescadores
11los llamados a pregonar la palabra divina de Jesús, quién tuvo la
inspiración divina al bien valerse de esos incautos y simples labriegos del
mar, a quienes no tenía que enseñarles la virtud de la humildad, por cuanto
eran humildes. No tuvo que enseñarles el valor de la pobreza, porque
carecían de bienes materiales. No tuvo que hablarles del perdón, porque
conocían el don aventurado de perdonar. En lo único que si tuvo razón
Clodomiro, fue cuando expresó, que el famoso evangelio que Judas
Iscariote escribiera, desde siempre ha estado a buen recaudo en los
rincones sórdidos del santo Vaticano. Ese evangelio, de quién traicionó a
Jesús, solo lo conocemos unos pocos escogidos. Pero retomando lo dicho, el
colmo de las sandeces de ese alicorado, sucedió cuando clamó a los cuatro
vientos, que el sudario de Turín, no representaba ni el cuerpo ni el rostro de
Jesús crucificado. Aseguró ese pérfido, que ese veredicto estaba errado.
Esto último, fue la única verdad dicha por tal delincuente clerical. La
prueba de radiocarbono practicado recientemente por tres eminentes
científicos, comprobaron que el sudario sagrado databa del siglo XIII o
XIV, correspondiendo el fino lino a la figura yacente de un perjuro que fue
clavado de píes y manos, sobre una puerta de madera, quedando en coma y
muriendo siete años después, en la epidemia de las ratas negras. Hasta se
atrevió a decir el nombre de ese renegado, llamado “Jaques de Moray”,
Gran Maestro de la Orden de Caballeros Templarios, a quién arrestaran
por herejía en el Templo de París, por orden del Rey Felipe IV de Francia,
el 13 de octubre del año de 1.307. La prueba del carbono, querido
Teobaldo, puede datar materiales hasta de 2.000 años de antigüedad, siendo
el máximo error, de tan solo un año. Jesús, jamás mintió y entró en ira solo
una vez, ya te lo dije y lo repito Teobaldo, al igual que los testamentos que
hoy existen. Por ejemplo, ese pérfido omitió decir, que Jesús meditó durante
cuarenta días y cuarenta noches, cuando legó a las generaciones venideras
el “Sermón de la Montaña”, quizás la pieza poética más famosa, jamás
superada por escritor alguno. En tal oración, Jesús propagó y enseñó bellas
metáforas que perduran a través de los siglos. Omitió también tu amigo
Clodomiro, que ese hombre llamado por los judíos el “Ungido”, que en
hebreo quiere decir “Mesías” y en griego “Cristo”, después de meditar y no
dejarse tentar por el demonio, entró triunfante a Jerusalén, seguido por un
ejército de humildes y pobres hombres, pues estaba escrito que el Mesías
entraría cabalgando a la ciudad santa. Y antes de ser crucificado en el
monte del Gólgota, aquel hombre nacido en Belén y que predicara por
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“Judea y Galilea”, le expresó a Pedro, su discípulo amado, tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y por último Teobaldo, hay que
honrar igualmente a Pablo, más que a ningún otro de los santos apóstoles.
Pablo, entendió la vida y la muerte en toda la sagrada concepción de
aquellas dos principalísimas etapas del hombre. Pablo se refirió a la partida
de la vida hacia la muerte, por un fenómeno natural, como es la
descomposición del cuerpo que luego se torna en fino polvo, para
confundirse con la madre tierra, que lo vio nacer. Aristóteles, aquel
inigualable filósofo, siglos antes, difundió las mismas tesis del santo
Aquino. Ambos coincidieron que el alma es única, y por tanto regula todas
las funciones del hombre, que es un sólo compuesto de carne y espíritu, lo
primero mortal, lo segundo inmortal, y que ésta última, sale del cuerpo
cuando lo corpóreo muere. Pablo disertó mucho sobre el tema. Hablada del
“Partir del Cuerpo”, refiriéndose a la misma muerte, cuando el cuerpo se
deshace en la descomposición orgánica, tornándose en una brizna volátil de
olvido. Pero viene luego la resurrección, que es el revestirse de una nueva
figura incorruptible e inmortal, como bien lo afirman los sabios corintios.
¡Ay, Teobaldo! Ya me estoy acercando a la “Partida del Cuerpo”. Ya no
queda nada de mí. Ni tengo, ni doy, ni tomo, ni nada me dan. Ya me acerco
al muro de los lamentos, no al de Jerusalén, la ciudad santa donde se acude
a orar y purificar los pecados, sino aquella línea sutil, que se traspasa con
la muerte. Por último, te repito Teobaldo: La única vida es la espiritual. La
material, termina en la vejez que estoy sufriendo, es decir, el hombre se
convierte se convierte en la triste tristeza de la puta vejez”.

En estas habladurías demenciales discurría el doctor Nemoroso, cuando


un ataque de asma brutal y ofensivo, pareciera lo iba acallar para
siempre. Fue cuando Teobaldo sin inmutarse le inyectó un calmante y la
respiración anhelante del enfermo, se tornó en serena y rítmica. A los
pocos momentos entró en estado tranquilo de quietud, quedando después
de un fugitivo parpadear, plácidamente dormido.

¡Qué rara sorpresa! dijo desconcertado Teobaldo, apagando la tenue luz


de la alcoba, cerrando la puerta cuidadosamente. Y agregó: “es que el
pobre se está arrepintiendo de lo que comúnmente hacemos todos nosotros
los hombres, y la bien excedida naturalidad de las mujeres: fornicar,
traicionar, chismosear y, ¡válgame Dios!, todo ello sin recato alguno. ¡Por
buena le dio al gruñón vejete ese! Quién sabe qué le pasó con la difunta
esposa Dioselina que la quiso hasta el delirio, cerrándole sus piernas a
media vida, de tanto pujarla. Aquí, se cumple el infortunado aforismo “de
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que el amor si mata”. Creo que el viejo desde que ella partió es un muerto
en vida, o al menos, hace demasiado rato está viviendo a media marcha, o a
medio vivir. Por tanto, no debo preocuparme, por cuanto es sabido, que
estas pataletas de agonía suceden cada que le pega en gana, así esté medio
subsistiendo desde hace quince años, y creo vivirá quince más.”

Y dicho esto, se retiró pausadamente al estudio donde lo esperaban largas


horas de dedicación de sus lecturas favoritas. Buscaba la forma de
relegar de sus pensamientos los amoríos rumorados del doctor Nemoroso
con su madre, circunstancia que lo hacía sufrir intensamente a Teobaldo.
Pero albergaba la ansiada esperanza de escuchar todas aquellas historias
de fogosidad y dolor del doctor Nemoroso, y sobre todo, aquella referente
a sus arrebatos pasionales con Dioselina, su bien querida esposa, cuyo
retrato aún alumbraba y bendecía, como si de una santa se tratase. “Ese
viejo, meditaba Teobaldo, debe haber sido algo especial con la señora
Dioselina, teniendo seguramente guardados muchos secretos en el fondo de
su alma. Pareciera está pagando el infierno en vida, no sé si de tanto amor
o pasión, aunque amor y pasión son una misma cosa, que cuando se
extingue la llama del tizón, el ardor se aquieta. Pero según entiendo, el
doctor Nemoroso fue la excepción”

Y apartando esas presunciones de su mente, se sumergió de lleno en la


lectura haciendo la sagrada señal de la cruz para bien asimilar lo leído, y
de paso, exorcizando la alcoba del doctor Nemoroso, cuyos ronquidos
traspasaban las paredes construidas con adobe fuerte, de sangre de buey,
cal y canto. Teobaldo en la quietud de la noche, a lo lejos escuchaba el
ladrar de los perros a la luna, y detrás de los cristales de su ventana,
observaba revolotear en el patio de la casona, pequeños insectos, que
despedían relampagueantes luces intermitentes.

Porque ha de saberse que la casa donde vivía el doctor Nemoroso, era


una de aquellas coloniales cuyas vigas de roble habían sido atadas con
rejo mojado, y sus paredes pintadas de blanco con hisopo de cerdas
gruesas y largas, lo que le daba a la vetusta edificación, una agraciada
estampa de bella arquitectura mediterránea. Los mismos nativos raizales
quedaban alucinados con el interior de la casona, por cuánto, cuando
acudían al consultorio del doctorcito, como le decían con cariño, debían
traspasar el primer patio que ostentaba unas bellas columnas sosteniendo
altos arcos de hermosísimo y eterno estilo clásico. Los pacientes miraban
sorprendidos la bella fuente de agua en meridiano punto central, donde
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abrevaban numerosas avecillas que acallaban sus trinos al escuchar tañar
las campanas de la iglesia mayor. Es que por raro que parezca, esas dos
vetustas campanas no sonaban para anunciar la santa misa. Su continua
cacofonía fúnebre, horrorizaba cuando llevaban el yacente difunto
camino del camposanto. Pero, ¿por qué se arraigó esa costumbre tan
exótica en la ciudad? Un cura viejo y alucinado impuso ese hábito
lúgubre que a los párrocos sucesivos les gustó, porque, con razón
afirmaban esos hijos de Dios, que ese susto sombrío hacía más devotos a
los fieles purificando sus almas y sus cuerpos, que alborotados siempre
estaban. Pero este miedo, según el decir del buen fray Quevedo, santo
entre los santos, iba disminuyendo sin saberse nunca el porqué de ello.
Lejos estaba de imaginar que el doctor Nemoroso, recién viudo y como
para vengarse de los hombres y las mujeres, e igualmente hasta de Dios,
había promulgado un elixir diabólico que mellaba la fe de sus feligreses y
los hacía solo devotos de hembras desparpajadas y promiscuas.

Los viernes, día de mercado, los campesinos de un pueblo vecino cercano


a la ciudad, acudían a que los revisara y recetara el doctor Nemoroso,
quién les daba a beber un vermífugo verde y agrio, que no sólo les hacía
expulsar lombrices y parásitos, sino que les producía al rato de haberlo
tomado un sueño tan placentero y emotivo, que pasadas algunas horas, se
despertaban con ganas de hacer tanto el amor, que dejaban a medio
terminar el arado para la pródiga simiente. Fueron tantos los tropeles y
el rifirrafe que se formaban en la doble puerta de la casona, que el doctor
Nemoroso desesperado, un Viernes de Dolores, para angustia de sus
pacientes, en un acto perverso e insólito para la multitud, al decir su
querido Teobaldo, deshizo en pequeños pedazos la fórmula del vermífugo
arrojándola a los cuatro vientos, para no recetarla nunca más. Ese día
frustrante, Teobaldo no solo quedó estupefacto y confuso, sino que
prometió y rejuró por la memoria de su madre Rosalbina, que algún día
por lejano que estuviese, le sacaría la fórmula al doctor Nemoroso no
importando que tuviera que abrirle lo más recóndito de su cerebro. Fue
tanto el recelo y rabia de quienes tomaban el menjurge, que cuando el
doctor Nemoroso hizo pedazos la enigmática receta, dentro de la multitud
furiosa, el más retozón de esa heterogénea manifestación, un hombre
llamado Bermejo, de unos setenta y cinco años de licenciosa vida,
enarbolando con ira una pequeña bandera roja, le apostrofó gritándole
de esta insolente manera: “médico, hijo de la gran puta, nos dejó sin tirar,
por lo poco que nos resta de vida”. Nadie, ni siquiera Teobaldo mismo,
entendieron que el doctor Nemoroso iniciaba, en su viudez prematura,
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por decisión propia, el viaje hacia la muerte agarrado de la mano a la
otra vida, con loca ansiedad. No quería ya vivir, ni un solo segundo más.
Pero la muerte que es tan ávida para llevarse al prójimo, fue en esta
ocasión detenida por Dios. Y el doctor Nemoroso, continuó viviendo la
Triste Tristeza de la Puta Vejez.

EL PENSATIVO DOCTOR NEMOROSO.

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Este doctor Nemoroso, aquí retratado entraba a la época de lkos dolores
consecutivos, no solo del alma, sino los más dolorosos que ser hmano en
su vejez soporta en todo su cuerpo. Son aquellos que cuando aún se
duerme, el hombrese queja sin saber por qué lo hace. Y cuando despierta,
algo le causa algún dolor en el cuerpo ya arrugado, flaco y macilento, que
ya para nada sirve. O le fastidia la visiónj, o los dedos de los piés que su
dolor en la espalda, le impide ponerse por símismo las medias que ahora
tapan sus callosidades y su perenne y oprobioso enterramiento de uñas.
Ya ayudadas a ponerlas, ruega para que sus muslos sean frotados con
una crema suave, no vayua a ser, se pierda su efecto al ponerse sus
calzoncillos.Y que decir, el maldito “marca pasos” que le impide al cuerpo
dormitarse del lado izquierdo, y así, de ñapa, le impida al magullado
corazón, trasmitirle a la mente aquellos sueños felices de la dulce hembra
quinceañera, esbelta y bella, que arrulló sus fantasías en su ya lejana
junvetud. Inmediatamente, se maldice uno mismo, por aquello de las
más horrenda de las enfermedades, que no es otra que aquellla inevitable
de la triste tristeza de la punta vejes.

Ese dolor no tiene curra, ni lo tendrá jamás, Es impiadado y solo se quita


cuando el humano ha sido feliz hasta los cincuenta años, edad para que,
con perdón de Dios, suicidarse gratamente.

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CAPÍTULO II
Los estudios de Teobaldo

Era ya propicio tiempo de que Teobaldo dejara el mayorazgo y entrara a


los estudios superiores. Y el joven Teobaldo, no dudó ni siquiera un
momento en ingresar a la escuela de medicina, situada a solo dos cuadras
de la casa del doctor Nemoroso. “Es mejor así, para tener vigilado al viejo,
no vaya a ser que se marche a la otra vida con la fórmula del elíxir
afrodisíaco, perdiéndose seguro su alma en las tinieblas de la eternidad” se
repetía con verdadera pasión el joven Teobaldo. “Además, agregaba, él
no puede despedirse de este mundo, hasta que no narre su incógnita vida,
tal como siempre lo promete y no lo cumple. Sus continuas anécdotas de
mal discernimiento, unas que otras resultan interesantes, y hasta jocosas.
Pero antes debo descubrir cuál fue el cuento con Rosalbina, mi madre, y
Dioselina, su mujer inseparable, y sobre todo, de aquel misterio de la
fórmula para gozar del amor de cama, que creo lo enloqueció.”

A poco de iniciar Teobaldo sus estudios, los profesores se admiraban


cómo un joven tan frágil de cuerpo – era de mírame y no me toques –
fuera poseedor de tan brillantes dotes intelectuales. Las enseñanzas de
anatomía y fisiología las asimilaba tan fácilmente, que los docentes se
sentían a veces menoscabados en su buen saber, sin nunca atreverse a
examinarlo, por cuánto, como dijo alguno de esos doctos “es mejor
graduarlo a las volandas, antes de continuar con la vergüenza de que a
todas horas, nos dicte cátedra.”

Esas palabras fueron premonitorias, pues a la vuelta de la esquina


Teobaldo ya era profesor adjunto y además de su capacidad intelectual,
la singular habilidad de manos hacía que las disecciones de los cadáveres
en la clase de anatomía forense, fueran cátedras de delicadeza quirúrgica
alabadas por su aguda destreza. Estos conocimientos prácticos, unidos a
los académicos, le auguraban bien sus profesores, harían de Teobaldo un
cirujano llamado a obtener honores merecidos. Sin embargo, Teobaldo
pronto abjuraría de la socorrida cirugía recurrente, al recordar a su
madre, cuando la sometió el doctor Nemoroso a una operación que le

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dejara evocaciones amargas de saliva y de rencores. Es decir, Teobaldo
de hombre sabedor de todo, empezó un viacrucis hacia la locura.

Teobaldo, escuchaba casi con displicencia los elogios de que era objeto.
Suponía y bien, que todo aquello que bien o mal le enseñaban, ya lo había
aprendido en la biblioteca del doctor Nemoroso, y que sus cualidades
manuales para concebir disecciones en cuerpos sepulcrales y de colores
amarillentos, no era cosa distinta a aquellas operaciones que de chiquillo
acostumbraba a efectuar, con viejos gatos y perros y cadáveres flotantes
abandonados de la mano de Dios, que Teobaldo encontraban huérfano en
los esteros del río, cuando la abundancia de la violencia política, arrojaba
cuerpos insepultos a las playas riberanas del rio Magdalena. Recordaba
que en una ocasión, llamó al Inspector de Policía para que ordenara le
dieran sepultura a uno de los cadáveres, casi fue a parar a la cárcel al no
poder ni saber explicar, el origen del fortuito encuentro del muerto casi
esquelético. Pero supuso, que era mejor aprovechar esos cuerpos que
descendían por el caudaloso río, aprendiendo de los muertos, para bien
salvar a los vivos. Era mejor aprovecharlos así, pues recordaba haber
leído que “cadáver” viene del originario latín “caro data vermibus”, que
en castellano romancero quiere decir “carne dada a los gusanos.” Y por
esta razón es preferible aprender de estos indefensos cuerpos anónimos,
que malgastarlos al ser devorados por perros o animales de carroña, o
placenteramente comidos por los asquerosos gusanos. Si el acucioso
lector, une las primeras sílabas de Cara Data Vermis, obtendrá el
ignominioso nombre de “Cadáver”. De esa medrosa frase del latín, se
forma la palabra mencionada entre comillas.

Y cuando la tarde apretaba, concluidas las arduas clases y reflexiones sin


cuento, Teobaldo regresaba a la casa y encontraba al doctor Nemoroso,
sino acostado, sentado en una silla morrocotuda, abrevando un jarro de
jugo de guayaba, o de mandarina que tanto le gustaba. Y en una de esas
ocasiones, que eran muchas, el doctor tomó la palabra y casi sin soltarla
le describió a Teobaldo, esta triste y quejumbrosa historia: “Cuando
apenas era adolescente, mi padre acostumbraba en vacaciones llevarnos a
la hacienda que había heredado de sus queridos ancestros campesinos. A
propósito, poco le duró la dicha de usufructuar tanta fortuna y bienes. Por
sus continuas juergas dilapidó todas sus posesiones en menos, como reza el
adagio, de lo que canta un gallo, o sube un ligero mico al palo mayor de la
selva. Rememoró el doctor con zozobra el último día de aquellas cabalgatas
que mi padre nos obligaba a emprender por horas enteras y, entre tumbo y
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tumbo, con pulso tembloroso e irregular, tomaba el fuerte licor que
acostumbraba llevar en una pequeña ánfora muy antigua, que es aquella
que tú, Teobaldo, ahora observas con envidia, en la parte superior del
armario. Y ese día lejano, imborrable para mí, rememoro cómo casi
inconsciente por la brutal ebriedad, se tiró en la hamaca del corredor de la
hacienda y sacando un arma de su bolsillo, se descerrajó un tiro en la sien
derecha, con tanta furia y saña, que los sesos quedaron impregnados en las
paredes y en la falda y blusa del vestido de mi madre. Nunca pudo la pobre
superar aquella apocalíptica escena, muriendo a los pocos años en un
manicomio, sin saber de dónde venía y para donde iba. Vívidamente
retengo que fue tal la cantidad de sangre que vertía mi padre por todas
partes y de todos los poros del decapitado cuerpo, o lo que quedaba de él,
que las baldosas de barro cocido por más que absorbían ese mar de sangre,
quedaron impregnadas de una mancha almagre, que por mucha agua
bendita y vinagre que se les vertió a las losetas, nunca retornaron al color
original que antiguamente ostentaban. Fue un acto vil contra mi pobre
madre, despertando en mí, tal sed de venganza, que ni siquiera le ofrecí
cristiana sepultura y precipité sus despojos, peñasco abajo, desde la cumbre
del “Peñón de las Águilas”, así llamado en señal de que sus abismos son
tan insondables, que ni siquiera lo espíritus malignos, han vagando por sus
inescrutables confines. Dios lo tenga en el averno, por siempre jamás
amén.”

Teobaldo quedó muy confundido a escuchar esta historia, pero quizás


más le impresionó que a medida que la detallaba el doctor Nemoroso, los
músculos de su fisonomía se notaban desencajados, hasta expulsar su caja
de dientes que de redondo quedó tendida en el piso, como remedando una
carcajada, incitada por el mismísimo demonio. Cuando tan dramático
episodio narró, y como casi siempre sucedía, el doctor Nemoroso entró en
estado de tal conmoción que fue preciso sujetarlo a su morrocotuda silla,
desde donde siempre hacía éstas, o parecidas remembranzas. Porque esa
cruel narración, no parecía historia: tenía visos de ser una monstruosa
fábula o una horripilante leyenda, tal era la dura bestialidad y el espanto
relatado.

Teobaldo, entendió los dolorosos recuerdos que albergaba la mente del


doctor Nemoroso, proponiéndose atenderlo al notar sus sufrimientos que
“lo vulneraban hasta el mismo fondo de su lacerado corazón.” Le aplicaba
con regularidad inyecciones de morfina para que dormitara bien y
despertara sin temores. En otras ocasiones, le mezclaba con los jugos que
14
tanto le gustaban al buen doctor Nemoroso, unas vitaminas naturales que
lo sacaban de su tristeza crónica. Otras tantas ocasiones, le daba de beber
unas esencias preservadas en la botica del doctor, envasadas en finas
vasijas francesas de cristal amarillo ámbar, que había coleccionado el
facultativo, según afirmaba, de boticas de remotos lugares. Las tenía
alineadas rigurosamente en las estanterías de madera, a la vista de sus
pacientes, y frente a ellos, con habilidad pasmosa, fusionaba polvos,
líquidos y yerbas, que maceraba en un machacador grande de piedra gris
y dura. Pero lo que ignoraba el buen doctor Nemoroso y si sabía el joven
Teobaldo, es que en la medida que se deslizaban los días, el viejo se
estaba haciendo adicto a esa inyección de color blanco que le aplicaba
Teobaldo, a la hora de dormir, y como expresaba para que estuviera en
paz de Dios y libre de tentaciones y pecados por veniales que ellos fueran.
Ya el doctor Nemoroso no tenía prisa de nada: ni siquiera de vivir, ni de
morir, menos de sufrir esos espasmos materiales de que era objeto su
debilitado cuerpo. Como dijo Cristo crucificado en la cruz, advertía el
doctor Nemoroso, “que todo estaba ya consumado para él.”. Restaba
únicamente, como quería Teobaldo, quitarle los dolores y aquella
fórmula del elíxir mágico para que su alma se fuera a deambular por
todo el universo, sin guarida cierta, sin principio ni final. Tal como él, así
lo quería.

Pero Teobaldo, estaba seguro de ello, que por mucho que vagara el
espíritu del doctor Nemoroso, jamás dejaría de recordar que a su querida
hija Estefanía, la había arrojado de su hogar, ignorando que patán se
había atorado, con la dulce manzana prohibida, de su segura castidad.
Estaba medio muerto La partida abrupta de su querida hija, como aquél
hijo pródigo bíblico, le laceraba el corazón al doctor, aunque éste ya por
tanto sufrir, estaba medio muerto.

15
CAPÍTULO III
El suicida Clodomiro

Estefanía, mientras todo esto pasaba en la casa de su padre, el recordado


doctor Nemoroso, llevaba a muchas leguas de distancia con su hija un
vida tranquila, o mejor, medio satisfecha, pues su marido Olofernes,
joven y glotón, atendía no solo las necesidades materiales de su humilde
casa, y cobijo, sino que se mostraba aparentemente apático con los
requerimientos carnales que le hacía Estefanía, con una persistencia, más
que frecuente. Pero él, para sus adentros, de mucho rayar rayuela en la
misma pizarra, poco ya la ambicionaba. Se escapaba con frecuencia
donde su amante que lo recibía con cariño, y para subirle el ánimo, le
hacía hartarse grandes tazones de chocolate caliente, queso manchego y
pan, que mezclaba con unas raras yerbas afrodisíacas. Y vaya a saber
por qué demonios nunca le preparaba a su propia mujer, esos menjurjes,
arguyéndole ella estas premonitorias palabras: “siempre comes más de la
cuenta y ese chocolate tan abundante te hará tan gordo, que ya no te podrás
ver por tu abundante barriga, el infeliz pipí que apaleas, y que ahora ni tú
mismo lo puedes palpar.” Y cada vez que su marido le pedía le preparara
chocolate, le respondía con esa frase y dos piedras en la mano, en vez de
tener en ellas asidas las yerbas que la otra mujer le daba a beber, y que
vendían a viva voz en los puestos de la galería del pueblucho, donde
habitaban.

De tanto tomar chocolate y las más diversas viandas y chapucerías, el


andar del regordete Olofernes, se hizo pesado y despacioso. Cuando se
sentaba, era menester ayudarlo a pararse, y su amante, Celestina, un
buen día o malo para Olofernes, le expresó con arrogante firmeza “no
vuelvas por mi casa” y quitándole bruscamente la llave de la puerta, lo
despachó sin misericordia alguna. “Así paga el diablo a quién bien le
sirve, hija de perra y puta de putas” le dijo Olofernes, arrebatándole a su
vez los irrisorios cheques que le había endosado, jurando por la memoria
de su santa madre, que se vengaría de ella. Seguidamente la maldijo
hasta el cansancio, suplicando a los santos cielos no alejara el día en que
su ahora pérfida, mendigara limosna en cualquier apartadero, de
16
cualquiera esquina, o putero de cualquier pueblo. Pero llegando a su
morada, el pobre Olofernes supo que su mujer Estefanía, enterada de lo
hecho por su amante, la puta Celestina, como ahora bien la llamaba,
montó en ira santa, y sacando a Olofernes a empujones cuando pisaba el
umbral de la casa, en ocasionales cajas de cartón encontradas al azar, le
arrojó su ropa y pertenencias a la desierta calle, diciéndole sonrojada de
ira: “hasta aquí llegaste conmigo, y de ahora en adelante y para siempre,
olvídate de mí y de mi hija Rosmery.” Acto seguido le topó el portó en las
narices, dándole tan brutal empujón, que un distraído ciclista mandó al
pobre Olofernes al hospital, donde una caritativa monja se puso a rezar
ante tanta desgracia contada por el regordete hombre, ahora desvalido y
viejo, que evocaba pronto viniera la paz de su muerte. La falta del
chocolate o quizás la venganza expectante, hicieron que el pobre
Olofernes recuperado, solo un poco de sus males, empezara a fraguar el
justo desquite contra las dos pérfidas mujeres, brujas y malditas, como
les llamó a su airada esposa Estefanía, y su ocasional concupiscente
amante Celestina. Pero esa sed de venganza, se fue mutando poco a poco
por la sublime caridad y entrega de las personas que lo atendían,
especialmente de aquella monja que con esmerada caridad, lo cuidaba.

Tal parece que las piadosas oraciones de la monja pudieron más que su
sed de venganza, y en la misma proporción que adelgazaba, con idéntica
prontitud su alma se fue transformando, de querendón con las mujeres, a
indiferencia total de los apetitos sexuales. Fue intolerante con el mal,
tomando la palabra de Cristo como única verdadera, haciendo de ella su
indeclinable propósito para procurar el mejor bien de sus semejantes. En
cualquier sitio o lugar, de día o de noche, con lluvia o carente de ella, ante
multitudes o contertulios, Olofernes se encaramaba en un rústico banco
para recitar versículos y sentencias cortas de moral, pregonando “que
cavilaran aquellos hombres carcomidos de envidias, que la felicidad se
encuentra cuando se prodiga el bien; y que el bien resiste vendavales y
tormentas, lo que no resiste el mal; y que el bien que desinteresadamente
hicimos al anochecer, nos traerá con largueza la felicidad en la mañana; y
que el sólo hecho de no hacer el bien, es ya un gravísimo mal; y que el bien
siempre vence al demonio que ronda las almas que arteramente hacen el
mal.”. Concluía Olofernes sus peroratas, pregonando esta lógica sentencia:
“que no es necesario ser rico para hacer el bien, ni menos que pobre para
merecerlo o recibirlo.”

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Como si fuera poco, se aprendió de memoria el “Sermón de las Siete
Palabras” que recitaba en arameo, latín, griego y otros idiomas, y a los
muchos mortales que anidaban en las oscuras tinieblas, les aconsejaba
“contraponer siempre la luz perenne del espíritu a las oscuridades del
pecado”. Difundía todos los domingos en las plazuelas de la iglesia, “que
aquellos que padecieran de la abominable avaricia, antepusieran la
verdadera largueza; a la venganza, el perdón y olvido; a los morbosos, la
castidad; a la ira santa, la paciencia; a la ofensa, la clemencia; al egoísmo,
la magnanimidad; a la violencia la paz; y al odio, el amor. Y, en seguida
para alcanzar la gloria eterna, “juró y rejuró no volver a tomar chocolate
ni frió ni caliente; ni pan, ni queso, y le rogó con inusitada piedad a Dios,
borrara de la faz de la madre tierra todas esas yerbas, y aquellas otras de
componentes eróticas, para que fueran arrojadas a las inescrutables
profundidades del mar, dejando en sus purificadas manos las llaves del
bien y nunca en su pensamiento, ni siquiera las sombras del pecado”.

Un amanecer, ya envejecido, su mente se tornó aturdida al no recibir


respuestas buenas de los hombres, e invadiéndose de ira el seso más de lo
que estaba, buscó la cima de una despejada colina, vislumbrando en su
cresta un árbol frondoso. Subió apostrofando de la humanidad toda y
atando una dura cuerda de una dura rama, y sin dejar un instante de
maldecir, se colgó sin fórmula de juicio. A lontananza, los desprevenidos
marchantes veían cómo un péndulo humano, columpiado por fuertes
vendavales, era consumido por los buitres hasta dejar un esqueleto
flotante, cuyos huesos se dispersaban en las desoladas llanuras.

Estefanía, su inflexible esposa acompañada de su buena hija Rosmery, al


ser mudos testigos de ese irrazonable proceder, aliaron sus corotos
maldiciendo aún más a Olofernes, decidiendo huir pronto del demoníaco
poblado, para nunca volver.

¿Oh, Olofernes, cómo fuiste capaz de ollar el bien, con el sacrílego acto del
suicidio?

Por ironías de la vida, esa inmolación insensata, perseguiría a estas dos


mujeres por el resto de sus desgraciadas vidas. Nunca se explicaron,
cómo un hombre pernicioso, adúltero y malo, llegó al cenit de pregonar lo
santo, para luego suicidarse sin remordimiento alguno. No percibieron,
que a veces la mucha santidad, raya en la locura, y que la Triste Tristeza
de la Puta Vejez, acaba con el hombre, más hombre que haya existido.
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CAPÍTULO IV
El caritativo Gitano

Estefanía y su querida hija, deambularon por infinidad de partes hasta


que al no poder más con su agobiante soledad y pobreza, que las
atiborraba de penurias, enrumbaron con buen juicio hacia la casa del
doctor Nemoroso. Lo que parecía una migración relativamente corta, se
convirtió en un andar extenuante por las dificultades sufridas, no por
deseo de Dios, sino porque provenían quizás del mismo demonio. Y, como
si la terrible maldición revocada por Olofernes antes de mal morir, se
hubiera revivido, en el primer hostal que arribaron lo único que no les
usurparon, fue su honra, porque hasta las cansadas abarcas les fueron
hurtadas. Maldijeron entonces la memoria del suicida Olofernes, al
encontrarse luego de mucho andar, en un pueblo olvidado hasta del
olvido, suplicando misericordia y congruas limosnas, que les proveían los
marchantes a cuentagotas.

Estefanía advertía en su hija Rosmery, el casi milagro de que ante las


duras adversidades su pequeña ni lloraba, ni menos aún se acobardaba.
A pesar de su precoz edad, su hija denotaba siempre una gran fortaleza
fuera del común de los mortales. Por el contrario, animaba a su inquieta
madre, en todo momento procurando buenas ideas para sobrevivir, e
idealizaba argucias, que impactaban a las gentes. Poseía una bella voz y
teñía un viejo violín desvencijado, que un gitano errabundo en una grata
ocasión le regalara. Recordaba, que el gitano aquél, lo único que poseía
era una destartalada carretilla, tirada por un triste caballo, subyugado
por los años. Es que los animales sufren también, por aquello de la puta
vejez.

Rememoraba Rosmery al buen Aruel, aquel gitano errante, cuando una


cualquier noche, se compungió de ella, regalándole el violín. Sintió una
felicidad infinita el gitano aquél, cuando a poco de conocerla, le permitió
desarraigara algunas crines de la cola del jamelgo, que parecía alegre,
por cuando la niña en cada cerda que extraía, arrancaba también un
19
mortificante nido de piojos y liendres, que martirizaban al animal. Tal
era la aleve suciedad y la innoble cuna del pobre rocín. Pero así,
indecoroso y maloliente, el buen gitano lo quería hasta el delirio. Les
rogaba y suplicaba a las extrañas mujeres que ese ser mugriento no podía
quedar sin amo, y si llegase a morir, debería ser enterrado con su bruto,
por cuanto sostenía que el animal tenía efluvios de buena memoria, al
percibiendo que su amo lo protegería, más allá de la misma eternidad.

Rosmery, aquella niña pizpireta, lubricada las crines del cansado caballo
con rancio aceite de cocina, haciendo de ellas una encordadura para el
instrumento que al templarla en el arco, pareciera que el violín, fuera
pulsado por los mismos ángeles. Y esa melodía sublime, era el producto
de que todos los días el gitano pasaba por donde la niña que lo había
salvado de la soledad infinita, y con cariño eterno le enseñaba el difícil
arte de los buenos acordes, los pentagramas y las composiciones más
dulces que oídos humanos pudieran escuchar. El gitano Aruel, previendo
su muerte y antes de despedirse para el más allá, le dijo en tono solemne
y a modo de testamento a Rosmery: “Este instrumento será el sustento de
tu vida, pues debes de saber que es un violín mágico, que heredé de los
desconocidos tatarabuelos de mis abuelos. Me afirmaban con razón mis
antepasados, que el instrumento es tan primitivo como mi raza, que viene
desde tiempos remotos de la India, teniendo sus orígenes en el lejano
Punjab. Mis antepasados se dispersaron por cruentas persecuciones hace
cuatro siglos, por el norte de África y Europa Central, y nuestra lengua
materna, “el Romaní”, ya desdibuja por influencia de otros idiomas, lo
hablamos ahora como una jerigonza que ni nuestra estirpe entiende. Pero
lo que si sabemos es danzar, cantar y tocar el violín. Es más: la dulce
música no se forja sin éste instrumento prodigioso, que nos legó el “abeto
curado”, madera de cual se forja la tapa, que resplandece, como brillante
espejo, por cuanto tiene vida eterna. El fondo, se elabora de tablón de arce,
y el arco sutil, de listón flexible, donde se atan los extremos de crines de
caballo, dàndole al instrumento bellos sonidos afinados por quintas, del
pentagrama. Nuestro folclor ha perpetuado y contribuido enormemente a la
alegre música española, cuando nos alejamos del “romaní”, y en la
gloriosa España empezamos hablar “catalán”. Los bailes flamencos y sus
cantos son una mezcla del árabe, cuando llama a la oración con sus
lamentos, conjugándose las alabanzas con alegres danzas estilizadas, y
“palmas sonoras” inventadas por nosotros los gitanos”. Por lo demás, le
seguía explicando el viejo gitano a Rosmery, “debes saber y aprender que
nuestros congéneres vagamos por el mundo entero, trabajando como
20
músicos, payasos teatrales y adivinos; ora vendiendo caballos de piel sedosa
y cola alzada; y, forjando el metal del cobre para pailas, adornos y floreros.
Algunos pagamos con dura cárcel, porque no se cumplen bien nuestras
clarividencias y acabamos nuestras vidas errantes, sin importar el norte ni
el sur, ni oriente ni occidente, vagando de un sitio a otro, como carretilleros
irredentos, insultados y vapuleados por todas las gentes. Esa es nuestro
discurrir de la vida, y como no tenemos odios, ni envidias, transcurrimos y
morimos felices.”

Aruel, un hermoso día de contento, como buen gitano patrañero, le


agregó a Rosmery alzando en su mano diestra el mágico violín: “estoy en
la sensata duda, si lo fabricó “Stradivarius” o “Amati”, pero estoy seguro
esos maestros debieron tener sangre gitana, como gitana debió ser la pobre
madre que me parió” Y diciendo esto, el desdichado gitano Aruel, sin más
rodeos estiró la pata balbuciendo una extraña oración, quizás en su legua
romaní, pues la niña ni la madre entendieron nada fuera de escuchar un
súbito y hondo grito, de aquel pobre moribundo. En instantes, alzó los
ojos al cielo en señal de perdón, dando un brusco viraje y convulsionando
como pez sacado del agua, a tierra árida y ardiente. Luego murió en paz
de Dios, y encareciendo el perdón de las gentes.

La niña vertió lágrimas de sufrimiento, y su buena madre, reverente, hizo


respetuosa inclinación de cabeza al cadáver, haciéndole la señal de la
cruz sobre el cuerpo de aquel gitano que todo indicaba, en vida fue harto
bienhechor. Con mucho esfuerzo depositaron el muerto encima de la
carreta y se fueron directo al ayuntamiento, que les suministro una burda
caja mortuoria, donde depositaron el cuerpo y lo inhumaron, según los
ritos “de la antiquísima religión gitana” tal como ordenara el señor
alcalde, que sin misericordia agregó: “demos gracias a Dios que este
robador gitano, salió de nuestro entorno, y los bienes ajenos lejos de su
robadora mano, volverán sin duda a acrecentarse”. Y luego quejándose
adicionó: “tenía la inaudita costumbre de comer únicamente pollo frito en
sartén de cobre. ¡Y lo peor!, siempre la pobre gallina era la hurtada”.

Camino al sagrado camposanto, la chiquilla compungida le preguntó a su


querida madre: dime querida madre, ¿cómo son los sagrados ritos de
enterramiento de los gitanos, según nos lo ha ordena el señor Alcalde?

“Son los mismos que se utilizan para sepultar a los caballos” contestó
Estefanía, para salir del paso. Y dirigiéndose al camposanto hizo abrir un
21
hueco grande, inhumando el cuerpo y, de ñapa, poniendo al borde de la
sepultura el triste jamelgo. Con un rictus de hondo dolor, Estefanía sacó
de su mochila un revólver, dándole al noble animal un certero pepinazo
en la testuz, para que cayera de bruces, justo encima de la ordinaria caja
mortuoria. Seguidamente le dijo al desconcertado oficiante, echara sobre
el sepulcro mucha tierra, no vaya a ser “el enjuto y enfermizo bruto quede
mal extinto y quizás en la otra vida eterna le proporcione al pobre gitano
fantasmales relinchos.” Quería así Estefanía, cumplir con la última
voluntad del gitano aquél, que tanto les alegró su triste vida.

La niña Rosmery no pudo contener su llanto, y a la par que Estefanía


guardaba el arma heredara del suicida Olofernes, arrojó a la incógnita
sepultura todos los haberes del gitano, si estos pocos trastos así pudiesen
llamarse, para que él, junto con el penco y cacharros, durmieran el sueño
eterno de los justos.

Consumado el cristiano y brutal hecho, Estefanía supo había disparado


de los tres tiros del pistolete heredado de su esposo Olofernes, uno sólo.

¿Para quién serán los dos proyectiles que guardaste? Le preguntaba


angustiada Rosmery a Estefanía. ¿Para quién? Insistía su amada hija
apesadumbrada, sin entender nunca, la torpe actitud de su madre.

22
EL SUICIDA GITANO OLFERNES.

CAPÍTULO V
Las perturbaciones de Teobaldo

Mientras esto acontecía, el buen doctor Nemoroso seguía martirizándose


con su precaria salud. Su misma profesión le daba infinidad de elementos
de juicio, para meditar acerca de sus dolencias, a diferencia del común de
los mortales, que ignoran la gravedad que los acosa. Sabía él, que los
humanos a su edad, sufren de demencia senil, o del mal de alzhéimer o
del zarandeo del cuerpo; de las manos y la cabeza, conocido como el mal
de párkinson, popularmente llamado mal de sanbito. Además, presumía
por la sintomatología que cualquiera de estos padecimientos, lo estaban
inicialmente afectando, pues era inequívoco se le había empeorado el
talante, especialmente cuando insultaba a Teobaldo, llegando su
irascibilidad a extremos de quebrar los objetos que lo rodeaban, sin
intentarlo nunca con el espejo del baño, donde con tristeza contemplaba
la gordinflona figura de su cuerpo, añorando lo que fue, y ya no era. Esa
cotidiana costumbre que tenía de pararse frente al espejo, mirando ahora
su fachosa estampa, lo entristecía hasta el delirio, al rememorar sus

23
lejanos años de fulgurante lozanía. Estos son los efectos, decía, “de la
triste tristeza de la puta vejez.”

¡Carajo! ¡Como he cambiado! se lamentaba sin cesar, una y otra vez, y de


nuevo evocaba la patología de posibles enfermedades que lo hacían sufrir,
tan dolorosamente. No sabía si en verdad estaba enloqueciendo, o lo
aquejaba la demencia senil, o como se coreaba, en la calle, el temible
alzhéimer. Sabía sí, que la demencia senil como el alzhéimer, eran
enfermedades del sistema nervioso central, enfermedades temibles e
irreversibles. Y lo que era aún peor, sin remedio, ni buena cura, ni
retroventa. De ahí que le diera por repasar la inmortal novela de Don
Quijote de la Mancha, en la esperanza fallida, de que no se le devanara el
seso gradualmente, sin nunca volver a recuperar la sana conciencia. “Oh,
bendito Dios de piedad infinita, aparta de mí tan terribles enfermedades.
Mándame una muerte rápida e indolora”, clamaba a gritos el doctor
Nemoroso, después de mucho rezar todas las noches el santo rosario en
homenaje a la Virgen de los Dolores. Es decir, tenía siempre que ser a esa
particular Virgen, y no a otra, de las doscientas catorce que hay.

Repetidamente, el doctor hacía varios ejercicios mentales, para examinar


el mal que lo aquejaba, llegando a la media verdad, de quererse
convencer que su dolencia era una simple locura eventual, lo que
equivaldría, a la aguda chochera misma que padecía. Y otras tantas
oportunidades, para colmo, se creían el dueño del mundo, como un nuevo
Mesías, poseedor de la verdad absoluta y revelada. Estaba casi seguro el
doctor Nemoroso, que el mal irrevocable de alzhéimer, era descartable,
por nunca sentir deterioro alguno en sus funciones cerebrales, al siempre
pensar que estaban bajo su control. No presentaba notoria pérdida de
memoria, ni disminución en la normal concentración, ni alucinaciones,
salvo cuando recordaba a su querida esposa Dioselina, al conmemorar
sus coloquios de amor. Y si a esto último se concreta la infortunada
locura, se argumentaba para sí, que los más prudentes hombres, serán
más temprano que tarde, unos desquiciados. Con ese razonamiento de
amor y de pasión, descartaba el estado de ilucidez. Pero una noche no
pudo contener su loca ansiedad y gritó casi haciendo vibrar los muros de
su alcoba: “¡Teobaldo! Ven a mi lado, y escucha atento lo que te voy a
decir. Dentro de escasos meses te recibirás como médico y yo cumplo
cincuenta y cinco años de ejercicio profesional. Y esta es la hora de la
verdad Teobaldo, el razonar, que es menos grave ser un loco apacible, que
por ejemplo, un peligroso esquizofrénico. La triste locura es simpática y el
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paciente hace cosas que la mayoría de las gentes, comenta como si de
hazañas se tratase. ¿Y qué me dices, Teobaldo, de los llamados locos
cuerdos? La historia está repleta de esos grandes hombres. Son los magnos
sabios o egregios genios, que con sus teorías científicas revolucionaron las
matemáticas puras y las ciencias, y aquellos otros, no menos visionarios,
que con sus delirios mutaron los conceptos de la ciencia militar, la religión,
las letras. Otros hombres se caracterizaron por lo crueles. Pero en fin, todos
ellos los justos y aquellos inmisericordes, la humanidad los recuerda como
paradigmas del bien o del mal. Ejemplo de ellos, son un Julio César, un
Napoleón, un Bolívar, un Shakespeare, un Cervantes, un Einstein, un Van
Gogh, un feroz Atila, un genocida Hitler, o un angelical santo de Asís. La
lista es larga, pero todos esos inmortales hombres tuvieron un común
denominador, ya maldito, ora bendito, que los hicieron para bien o para
mal de la humanidad, unos seres superiores. Léete, Teobaldo, una de las
grandiosas obras literarias escrita por el holandés Erasmo de Rotterdam,
llamada el “Elogio de la Locura”. Afirma ese genio que solo existe felicidad
donde está presente la” chifladura”. Critica en su obra, todas las
profesiones, hace mofa de las religiones, y pone en duda infinidad de
suposiciones, que tenemos como ciertas. Opina que las etapas biológicas
más venturosas del ser humano, son sus extremos, vale decir, la niñez y la
ancianidad. La primera, porque la impotencia del infante al nacer, hace
que los más indiferentes se enternezcan de ternura al observar su ingenua
mirada que alegra, hasta el más duro de los corazones. La segunda etapa,
la ancianidad, porque los longevos vuelven hacer niños; retoman el camino
de la dulzura, de la candidez; mascan los alimentos blandos con más sabor,
porque carecen casi de dientes; no les inquieta el sexo y todo lo ven bello;
no temen al demonio por ya no saber de él, y apenas, a esa edad tan
avanzada, las negras tinieblas les inquietan. Se diferencia las edades, en
que los ancianos suponen ser sabios en sus juicios, y consideran su
experiencia, que quizás nunca tuvieron, como algo natural y perdurable.
En cambio, los indefensos niños, son sentenciados a depender de sus padres
y abuelos, que demasía los quieren y protegen, a riesgo de sus propias
vidas. Esto constituye los más bellos y sublimes de los gozos. Para los
ascendientes de los hijos, no hay sacrificio por grande que parezca, que no
se haga siempre con infinita abnegación. Y a propósito, hablando de gratas
satisfacciones y al margen de lo atrás expresado, querido Teobaldo,
¿cuándo vendrán mí adorada hija y querida nieta Rosmery? Debieran
estar por acá, hace meses, y esta es la hora que no se sepamos por donde
andan, ni que estarán haciendo.”

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Teobaldo se quedó estupefacto ahora sí, por los hueros desvaríos del viejo
doctor, pero sin pronunciar observación alguna que lo perturbara, lo
dejó continuar en su exposición, sin que tuviera que esperar mucho para
ello.

El doctor Nemoroso siguió locuazmente divagando, hasta que ya cansado


de parlar, se quedó lentamente dormido. Fue la oportunidad en que
Teobaldo, sigilosamente aprovechó para rebuscar en el armario, los
cajones del escritorio, debajo de la amplia cama, y detrás de los falsos
cuadros, el duplicado de la fórmula mágica que años atrás, había hecho
trizas el doctor Nemoroso. “Si tengo necesidad de abrir el cerebro para
encontrarla, reitero Teobaldo, eso haré”. Y decidió antes de retirarse de la
alcoba, aplicarle al doctor la dura morfina, mezclada con heroína “para
hacerlo más adicto. . . . . por si acaso.”

Sigilosamente con pisadas ligeras, como de gato, abandonó la habitación


y enrumbó directamente hacia la biblioteca. Sin apagar la mortecina luz
se sentó cerca de la ventana a observar la luna menguante, que irradiaba
tenue luminosidad. Casi con desespero sentía sus lágrimas con sabor a sal
en sus labios medio abiertos, lo que denotaba en Teobaldo un formidable
sufrimiento, causado, según él, por parte de Nemoroso, su viejo patrón.
Murmuraba, por repetidas veces, casi maldiciéndose así mismo: “el que
está seguro de enloquecer soy yo. Si no aparece Estefanía y no obtengo el
vermífugo del doctor Nemoroso que desde mi pubertad me hace tanta falta,
terminaré de remate en un manicomio, antes que él.

Pasaban las eternas semanas y Estefanía y Rosmery brillaban por su


ausencia. Y mientras esto acontecía, Teobaldo, por enésima vez, se
angustiaba pensando si él no estaría más loco que el doctor Nemoroso, o
quizás peor. Era un perverso esquizofrénico por aquello que sentía una
lucha interior que le causaba una repetida, secuencia de conflictos. Al
igual que el doctor Nemoroso, Teobaldo hacía repetidas cábalas sobre su
posible mal. Descartaba de tajo el alzhéimer, al ser joven para ello. Los
síntomas, bien lo sabía, se inician promediando los sesenta y cinco años o
setenta, o un poco más. Sería excepcionalmente raro que por su juventud
padeciera tan temible dolencia neurológica, al advertir que no clavaba la
mirada a su interlocutor, signo inequívoco de la temible enfermedad. De
cuando en vez, sentía en su organismo algunos cambios bruscos, en su
normal comportamiento. Teobaldo con todos estos conflictos, ya no sentía
ánimos para terminar su tesis de grado. Unas veces, alucinaba; otras
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tantas, escuchaba extrañas voces provenientes como de ultratumba.
Creía que el demonio lo estaba poseyendo y, de la alegría pasaba a la
honda tristeza, y del voraz apetito, a la inapetencia absoluta. Lo único
que ansiaba con regularidad era la presencia de Estefanía, ¿pero dónde,
dónde estará, y por qué no toca ahora mismo la aldaba de la puerta? Es
decir, Teobaldo sí que estaba loco, y loco de atar. Pareciera que todos
esos pensamientos que auguraban señal de mal agüero, provenían del
contagio por el mucho y largo hablar, del doctor Nemoroso.

Pero al mismo tiempo, en esos precisos días, Teobaldo empezó a divagar


nebulosamente que en esta ocasión, quizás su enfermedad cerebral que se
le venía sin remedio encima, podría remediarse. Al fin y al cabo, ser
médico lo consolaba, para continuar su hasta entonces vida sana.

Pero no dejaba de rememorar atormentado, cuán desventurada había


sido su juventud, cuando un piadoso y clérigo profesor que lo observaba
en clase, un día cualquiera llamó su atención y abordando la gravedad
que iba a comentarle, sin ninguna explicación, le expresó el clarividente
catedrático, casi santo: “Teobaldo, tu ordinaria conducta es muy compleja
de entender. A veces, llegas eufórico y otras tantas se adivina de sobra en tu
mirada, una ambivalente personalidad. Muestras contradicciones en tu
errático proceder que me ponen a pensar que soportas hondas depresiones.
Puede obedecer ello, a alguna esquizofrenia de tipo quizás progresiva.
Recuerda que esa desalmada dolencia se viene estudiando centurias antes
de Cristo, y que fueron los sabios hindúes que escribieron el “Ayur-Veda”
libro del cual tú mismo, me has hablado muchas veces, cuando brillas con
luz propia. Esa enfermedad es como si una nostalgia te embargara el alma,
pareciéndote quizás que te sientes perseguido, maltratado, humillado.
Permaneces demasiado tiempo en un estado de aislamiento de clausura. Te
aburre la gente y tratas de vagar solo, como sin rumbo fijo, dándole codazos
a la sensible vida, al igual que si tuvieras la certeza que tus ideas buenas o
malas, te las robara el vecino. Eres peligrosamente dúctil y a la vez
brillante. Creo debes hacer un alto en el camino de tu agitada existencia y
meditar si es mejor vivir en la paz de Dios, para bien de tus semejantes, y de
ti mismo. Yo te aconsejo alejarte en solitario, alejado de los hombres para
habitar y meditar en medio de la soledad, y la contemplación divina. Creo
esa será una buena cura para tu mal. Haz por favor algo, para mejorarte”

Después de meditar mucho el pío profesor, le agregó sin titubeces: “ve,


hazte unos exámenes antes que esa paranoia que padeces se convierta en
27
graves disturbios mentales. El hombre desequilibrado, es capaz de matar
sin reato alguno, y aún más: sintiendo satisfacción por tan perversa actitud.
Y lo peor, sin siquiera dejar huella de remordimiento en su conciencia.
Pero te insisto: lo mejor es que te encuentres nuevamente con Dios”.

Teobaldo quedó sorprendido de los planteamientos tan francos de su


profesor, y desde esa misma tarde, en la oscuridad de su estudio empezó a
recapitular las cosas que le estaban acaeciendo. Por ejemplo, sentía que
en no contadas ocasiones era acosado por pensamientos delirantes de tipo
religioso, sin haber motivo ni razón conocida. Es decir, se metía Teobaldo
así mismo. Otras, se glorificaba de falsa grandeza, y con frecuencia
percibía lejanos engaños auditivos. Otras tantas veces, pareciera
observaba fantasmales figuras incongruentes, sintiendo que su cuerpo se
zarandeaba, palpando realidades absurdas o inverosímiles. Concebía sus
manos temblorosas, como de un gigante unicornio, observándose mitad
animal, mitad humano, para en seguida visualizar pedazos de su
desmembrada carne, que flotaban en el cosmos. Esta sintomatología que
le predijo aquel perspicaz profesor, se le apareció casi al concluir sus
estudios. Estos misterios no eran nuevos. Pensaba que eran de vieja data.
Se abrumó tanto, que releía y estudiaba los eruditos de la esquizofrenia,
como el genio insuperable de Sander y el científico Kasanín, y, sobre
todo, se desesperaba cuando recapitulaba los moralistas métodos del
Ayur-Veda, que tanto nombraba su profesor, a quién le atrapó tal
aversión, que estuvo a punto de tirarlo a las ruedas del tren, que veloz
pasaba cerca de los predios de la universidad. Desistió de la idea, pero se
juró que algún día “lo meteré de cabeza en llamas de aceite porcino, o en
hirviente agua de pútrido aljibe sin fondo ni final.

Es decir, Teobaldo de su brillantes absoluta de antaño, pasó a tener una


casi locura repentina, peligrosa y martirizante. ¿Cómo explicarse esa
metamorfosis mental? ¿Sería acaso que el maldito Olofernes, aquel
ahorcado, le pegó algo de su locura santa, o de su suicidio estúpido? ¿O,
sería que su patrón lo estaba contagiado de su alzhéimer, dada su vejez?
Cualquiera de estas dos hipótesis, decía para su mismo consuelo
Teobaldo, ¿eran clínicamente descartables?

Desde entonces adquirió en una cercana ferretería unos finos alambres


de inducción eléctrica, a los que precavidamente conectó una batería de
alto voltaje, y en sus extremos, dos medallones grandes, metálicos, para
colocarlos en las partes parietales de su cabeza. Al operar el interruptor,
28
todo su ser se sacudía al estilo de muñeco de trapo, cayendo su cuerpo
sobre almohadones que había desparramado por toda la habitación, de
tal manera que al contactar el suelo, no sufriera laceración alguna. Así,
inconsciente permanecía horas enteras, hasta que su cerebro se enlazara
como él decía, con la santísima beatitud de Dios. Es que estos trastornos
mentales lo habían vuelto afligir, desde el mismo momento que abandonó
los llanos embrujadores donde había nacido, o cuándo en muy pocas
oportunidades, estuvo cerca de Estefanía. Pero ahora, prefería vivir en
ese averno, antes de volverla a perder, así ella lo insultara, o lo perdonara
según como estuviese de talante. Recordaba que la afamada Dulcinea,
aquella musa del genial flaco don Quijote, le había inspirado a éste todas
aquellas batallas de que salió mal librado, pero igualmente feliz y
contento, por haber fielmente servido a su idílica mujer Dulcinea, quién
nunca se la pudo desprender de su cabeza.

Una larga noche se puso a recordar que era cierto lo que afirmaba su
profesor de antaño, y más aún, aquello que afirmaba el milenario libro de
Ayur-Veda sobre la terrible esquizofrenia, esa perversa enfermedad que
tiempos atrás, le había platicado su profesor emérito. Memoraba sobre
esa plática, volviendo a pensar si era un enfermo psicópata o un sicótico,
pensando mucho sobre su patología que llegó a comprender mejor,
cuando textualizó principios antiguos sobre la medicina homeopática, y la
acupuntura. Supuso en esa ocasión, que su mente podría aliviarse,
aunque fuera a medias. Recordaba sus pretéritos tiempos que había
pasado en la biblioteca de su amigo Clodomiro, lo mucho que había leído,
sobre los misterios de la mente. Fue cuando verdaderamente alabó
aquella cultura milenaria de la India, sobre la aplicación de la medicina
de las plantas, surgida 3.000 años a .C. En esa ocasión, tuvo el enorme
gozo de comprender que las plantas medicinales que describían los
antiquísimos libros, de poco más de mil especies, fueron fundamentales
para que el sabio Charaka, escribiera el más importante vademécum
ayurvédico, en el idioma sánscrito, y su indiscutido colega “Sushruta”,
tratara en minuciosos escritos la parte quirúrgica del ser humano,
reconociéndose estos contextos por su elocuente sabiduría. Le pareció que
estos dos galenos, como tratadistas de dolencias y métodos curativos, eran
mucho más importantes que el Copus Hipocráticum, que con ciento veinte
claros capítulos, y ocho seguidas ilustrativas secciones, enseñaban temas
fundamentales de aquella perfecta anatomía humana, y complejos
tratamientos psicoterapéuticos, que sanaban a las personas por locos que
estuvieran. Teobaldo en sus tiempos mozos había hecho estudios
29
comparativos, de los distintos textos y épocas, llegando a conclusiones,
unas entendibles, otras inexplicables. Lo que más le llamó la atención era
la claridad de aquellos argumentos que explicaban antiguos tratadistas,
pudiéndose hoy esas teorías aplicarse a la magia blanca, que escudriña la
paz del espíritu, la total curación corporal, y el total sometimiento de las
enfermedades incurables. Al contrario, estaba persuadido Teobaldo, que
la llamada magia negra, procura producir estragos por medio de la
pérfida hechicería; el rezo diabólico y prácticas satánicas, experiencias
que eran muy difundidas en aquellas regiones alejadas de las primitivas y
antiguas civilizaciones. Teobaldo, rememoraba cuántas noches y días
había estudiado estos complejos estudios de la sicosis; del cuerpo
humano; de la mente y su correlación con el cosmos y lo terrenal. Pero
sobre lo que más investigaba en sus mocedades, era sobre aquel
insondable misterio del espíritu, que no pudo entender jamás. Leyó
mucho sobre los principios metafísicos o supra espirituales, creyendo que
lo “védico” poseía una perfección suprema, que pasando por el limen de
lo corporal, se mutaba en una religión -- la Védica-- consistente en
alcanzar el verdadero punto de equilibrio, entre el macrocosmos y el
microcosmos. De tanto leer y releer, encontró que estas teorías provenía
de milenarias culturas Orientales, cuando se atestiguó que para entender
el cuerpo se tendría que advertir los cinco elementos que rodean al
hombre, como la tierra y lo sólido, el agua o lo líquido, el aire, siempre
gaseoso; el fuego, o todo aquello que puede cambiar las sustancias. Entre
ellas, la más primordial, el éter, fuente de toda la materia; y segundo, el
elemento de la gravitación, creadora del espacio infinito, donde el
elemento gaseoso hace permanente su presencia eterna. Se reflexionaba
Teobaldo, con simples suposiciones, como aquella verdad absoluta de que
el alma es etérea, incorporal, volátil, y que está dotada como Dios, de la
virtud o magia; de la ubicuidad, es decir, que está presente en todas
partes y ninguna. Y por la otra parte, concluyó que era cierto que el
cuerpo del hombre, constituía una mezcla perfecta de músculos, nervios,
agua y sangre, como obedeciendo a leyes de nuestro planeta, donde las
dos terceras partes son agua--los océanos -- y una tercera parte es sólida,
casi semejante a la tierra firme. Se inquiría Teobaldo, sobre la eterna
ecuación que los hombres tienen desde hace siglos, inquiriéndose a qué
causa obedece este asombroso equilibrio existente, entre el cuerpo y el
cosmos. Todo esto, sin encontrar siquiera respuesta razonable alguna,
repreguntándose si estos fenómenos casi matemáticos, obedecía a lo
divino, o más seguramente, a las leyes de la gravitación que ordena el
Universo. Por tanto, se colige de todo este misterio, decía Teobaldo, que es
30
imposible probar que Dios existe, como si existe un orden en el Universo.
Y si no existe Dios, tampoco se podría probar la existencia del alma, por
cuanto siendo el hombre esencialmente mortal, igual pasaría con el
espíritu. Por lo tanto, es bastante factible colegir bajo todas estas teorías
o hipótesis, que el animal siempre irrazonable, posea un alma igual a la
del hombre, si es que en el cuerpo existe este elemento etéreo del espíritu.
Colegía de todo este enredo cerebral del hombre, que muerto el cuerpo,
termina así mismo la existencia del alma. En fin, por último afirmaba ese
hombre que “todas estas teorías no eran novedosas. Ellas existen desde el
principio de la humanidad y perdurarán hasta que los siglos persistan y
desaparezca el hombre de la faz de la Tierra”. Estaba Teobaldo cuerdo, o
era un genio, quizás ignorado.

Esa larga noche, Teobaldo dio por concluía al amanecer la indagación,


sobre tanta teorías, en verdad tan embrolladas. Al volver en sí Teobaldo
de esta pesadilla, ya con la luz tenue del atardecer, tuvo pensamientos
apacibles, y además regocijantes. Idealizó que estaba sobre una amena
colina releyendo las famosas fórmulas del Ayer-Veda, topándose con una
en especial, aquella que hacía referencia, a la pasión eterna, lo que
significaba querer a una mujer con la misma intensidad irrazonable, que
debe sentir el burro amarrado, entre yeguas y burras en celo. Intuyó
también que ciertas yerbas descritas en el célebre libro recordado, al ser
ingeridas deberían producir fuerza y vigor al sedar el alterado sistema
nervioso, motor que acelera locamente tanta enloquecida imaginación
que, a veces daba como verdades absolutas, o lo intrínsecamente sencillo
de entender. Y luego de pensar y meditar mucho sobre esas inquietudes,
aseguraba a la vez que esas yerbas, aumentarían también el apetito sin
llegar nunca al incómodo empacho, normalizando el ritmo del corazón, y
calmando los dolores musculares y óseos. Prefirió entonces, no tratar de
profundizar sobre aquello bien o mal soñado, optando que las cosas
discurrieran en forma natural, haciéndose la insana reflexión que con la
fórmula del doctor Nemoroso, tenía de sobra para gozar del placer
infinito de poseer, por las buenas, o las malas, sin razón, o con ella, a su
querida Estefanía, no importando que su afanoso ritmo del corazón se
alterara, así tuviera que morir encima del cuerpo de su amada. Lo
importante era poseer a Estefanía, hasta la consumación eterna de los
siglos a venir. Pero, reflexionó nuevamente, que si no existe el alma, no
podría amar en la otra vida a Estefanía y, sería mejor entonces, por si
acaso, jugar sus arrebatos de pasión mientras viviera. Es decir, Teobaldo
estaba loco, no de atar, sino de morir aplastado, por su propia conciencia.
31
ESTEFANIA.

CAPÍTULO VI
El inspector Hoticiano

Mientras se atropellaban tantos acontecimientos a pocas jornadas de la


ciudad donde vive el doctor Nemoroso, Estefanía y su hija Rosmery
hicieron un alto en el camino. Cuatro angustiosos años habían pasado
desde que abandonaran el poblado de San Miguel, andorreando por
montes, pueblos y veredas, hasta que llegaron a la hermosa población de
Queremal, localidad colonial y convertida en ese momento, en epicentro
de necesitadas meretrices. De ese lugar pecaminoso, huyeron antes de ser
confundidas con hembras de la vida fácil. A los pocos días, alcanzaron a
un pueblo incrustado en la cordillera de los Andes, llamado sin saberse el
por qué, “Divina Providencia”. Sus habitantes eran pocos y la niebla
bajaba de las montañas rítmicamente, como avivadas por un maravilloso
reloj biológico. Pasadas en punto las diez de la mañana, se disipaban la
niebla como por encanto, dejando percibir un claro cielo azul e infinito. Y
a eso de las cinco y treinta de la tarde, las nubes volvían de nuevo a
cubrir con tenue bruma las apacibles calles de la villa. Lo reposado del
32
paisaje, lo formaban sus alrededores y el riachuelo cristalino que partía
en dos mitades los solares de las casas, ubicadas en sus orillas. De noche,
como decía Estefanía, se escuchaba el reposado y quieto silencio, por
aquello aquello que dicen los que saben, que hay silencios tan infinitos,
que hasta en las lejanas colinas se escuchan. Y como justo contraste, se
percibía también el inconfundible y bello trinar de las aves mañaneras.

Llegaron ahí, por caprichosa coincidencia de la vida, pareciéndoles a


madre e hija, un apacible lugar apropiado para reflexionar sobre lo que
en verdad querían, y lo más importante, estaban cansadas de huir sin
saber de quién, y por qué motivo. Así que con sus nimios ahorros se
aprestaron a instalar una tienda en barrio pobre, donde vendían lentejas,
frijoles, arroz y papas huerteras, con sabor a tierra dulce y generosa. No
faltaban las velas o candiles, pues la planta de luz funcionaba igual que la
tenue niebla, solo a intermedios, es decir, cronológicamente un día sí, y
otro no. En el fondo del improvisado boliche, Estefanía arregló un
pequeño cuarto con guirnaldas multicolores de papeles encendidos; colgó
cortinas gruesas de zaraza azul, tirando un poco a color cas morado; talló
espectrales candelabros, dándole a todo el conjunto un aire agnóstico,
casi misterioso. Eran gustos o caprichos raros, de esos mismos usados por
los chamanes de pueblo. Recordaba Estefanía, que el gitano aquel dueño
del caballo que ella sin piedad sacrificó, les había proveído algunas clases
de adivinación, equivalente a un válido artificio de estafa, entre los
mortales sin oficio. En derredor de carbonada ceniza de tabaco, colocó
una bola de cristal y juegos de naipes viejos sobre los cuales, madre e hija
de tanto mentir, se volvieron expertas en futurología. En verdad,
presumían tener uno de los secretos más presuntuosos de la raza gitana,
cual era predecir el ignoto futuro, al igual que el pasado, sobre todo de
aquellas gentes ignorantes que las rodeaban.

A su hija Rosmery, vestida de gitana la mandó al parque principal a las


roídas bancas de los contertulios, para que avivara su oído a los cuentos
parroquiales, que de boca en boca, chismeaban por doquier. La ahora
apenas adolescente Rosmery, hizo el cauto trabajo encomendado por su
madre, de averiguar diretes, que con saña comentaban los parroquianos
en los cafetines, plazas de mercado, y la única iglesia del poblado, cuyo
cura celebraba la siempre misa los días domingos y fiestas de guardar.
Igualmente, en el puesto de policía y el precario sanatorio, Rosmery
tomaba nota de nombres, hábitos, antecedentes, historias y leyendas de
amores y amoríos, y sufrimientos de sus gentes. Se hizo buena amiga del
33
secretario del juzgado, y por dos rones y un aguardiente doblado, obtenía
información de las últimas voluntades testamentarias; de costosas
hipotecas; de donaciones, pleitos y procesos que estuvieran a fallar.
Todas estas reminiscencias las anotaban las dos hábiles mujeres en
orondos cuadernos por orden alfabético, y cuando consideraron estar
listas para la adivinación, repartió Rosmery de puerta en portezuela, de
casa en burdel o tienda, llamativos volantes donde amonestaba sobre la
importancia de conocer el número de la lotería a ganar; las fidelidades o
deslices del novio, esposo o amante; y a las mujeres, se les aconsejaría en
el arte de hacer el amor, para que su infiel pareja, las deseara más y más,
no importando que ellas los traicionaban por puro instinto hormonal. Al
fin y al cabo, les argüía Estefanía a su clientela, con cierto sentido de la
verdad, “que mientras los gatos duermen lo ratones se divierten y se comen
el queso.”. “Y de eso querida vecina, les agregaba, hay que cuidarse. Abrir
el ojo izquierdo bien abierto y sin casi pestañar. Estos infames e infieles
hombres, son la mismísima encarnación del demonio”. Y a los incautos
hombres, que era todos, les atestiguaba algo bastante parecido, cuando
les advertía “mantenerlos siempre en guardia de esas aviesas mujeres
pecaminosas”. Y Estefanía para calmar su conciencia y no albergar
remordimientos roñosos, se decía, así misma: “donde hay empate, todo el
mundo igual de contento”

Fue tanto el premio de tales ardides y fabulosas ficciones, que de las


aldeas cercanas empezaron a venir sus moradores, viéndose Rosmery en
calzas prietas, para escudriñar en las vecindades y recabar información
valedera, tal como se lo pedía su querida madre, con mucho afán. Pasado
algún tiempo de práctica, ya poco importaba esas pesquisas. Estefanía de
brillante mente y con perspicaz mirada de ojos negros, negrísimos, había
acopiado tal habilidad de parlanchina, que liberó a Rosmery, su amada
hija, de tanto ajetreo y preguntadera. Ahora la más inquieta mirada
penetrante de Estefanía, hacía que los entrevistados se dedicaran a parlar
sin miramientos ni pausa, contándole a la adivinadora lo bueno, lo malo y
regular de sus vidas. Lo que ahora venía, “era pan comido” pues como
decía Estefanía, “el porvenir de las personas carentes de agallas, comentan
su existencia según como han vivido. Si son débiles y pusilánimes, así será
su porvenir; si son fuertes, y a la vez valientes, ni los más rigurosos
huracanes podrán doblegarlos”. Bajo tales premisas, la buena fama de
Estefanía llegó a su máximo colmo, cuando un parroquiano se ganó una
lotería, y una viuda sumisa y bien pobre, con cuatro hijos morochos para
educar, y una morocha para amamantar, consiguió marido pudiente, en
34
menos de lo que canta un gallo. Esos dos milagrosos hechos catapultaron
la buena fama de aquella ingeniosa e imaginativa mujer, que sin tener
sangre gitana, orgullosamente presumía de serlo.

Pero más temprano que tarde, la gente osada cae al final, y cuando esto
sucede el tropezón es de redondo. Y sucedió que Hoticiano, el joven
inspector de policía del pueblo, era un prevenido hombre bien suspicaz,
de atizada malicia indígena, para tragarse los acertijos y leyendas de
Estefanía. Empezó pacientemente a exagerar y mentir de su propio
pasado, de tal forma que la diligente Estefanía y su hija Rosmery, se
confundieron al predecirle sus absurdas conjeturas. Cuando este hombre
se presentó a que le leyeran su dudoso pasado y porvenir, nada
concordaba con las apreciaciones imaginarias de Estefanía. Y ante la
formal amenaza de prisión, madre e hija tuvieron que abandonar el
pueblo, sin los naipes, sin la adivinadora bola de cristal, y lo peor, sin los
alijos de tabaco que les hacían fumar a sus clientes. Como si fuera poco,
ante la premura de la huída, el fresco arroz de la tienda, los frijoles
caramantos, y aquellas rojas papitas huerteras, ya lista para hervir, las
dejaron abandonadas en los estantes viejos de nogal, del afincado negocio
de cartas y boliche.

¡Mija! le expresó Estefanía a Rosmery: “así como vinimos nos vamos. No


luchemos más ni pasemos trabajos y vergüenzas, y enrumbemos a la casa
de mi padre. Yo, como la hija pródiga y falsa gitana, y tú querida hija mía,
como la añorada nieta que no conoció, y que seguramente heredará sus
bienes.”

Madre e hija se desplegaron apresuradas del pueblo, como ánimas


vergonzantes, aprovechando una negra noche, procurando a sus piernas
un doble paso ligero “no vaya a ser que el ingrato pueblo se nos venga
encima, con razón o sin ella.”

Una figura, como si fuera el mismo fantasma de Hoticiano, envuelto por


el asomo de la oscuridad, en una esquina se frotaba las manos de
contento. Al pasar por su lado, Estefanía lo maldijo, una y mil veces,
quizás dos mil, y con Rosmery de su mano, abandonaron presurosas las
últimas cuadras del avieso poblado. ¡Y oh, ironías del insondable destino!
En la tarde del día siguiente, desde un alto cerro rocoso se contemplaba
un desfile mortuorio, rumbo al camposanto. Era el cuerpo de Hoticiano,
rígido y silente, que entre murmullos de rezos y movimientos de palmas,
35
fue inhumado por las gentes del pueblo. Así terminó el descubridor de
desgracias ajenas. Ese fausto día, su mujer quemó pólvora en el parque
principal del poblado, por haberse librado de un esposo infiel del que
nada había heredado, solo el malos recuerdos, le había legado. Eso
mismo, precisamente eso, se lo había predicho la gitana Estefanía.

CAPÍTULO VII
La misiva de Estefanía

¡Teobaldo! ¡Teobaldo! gritaba sin cesar como de costumbre el achacoso


doctor Nemoroso, angustiado y con evidente temblor en su carcomida
voz. ¿Dónde estás metido? ¿Es que careces de consideración con este viejo
próximo a morir? ¿No te apiada, ni te conturban el despojos de su caduco
cuerpo?

Teobaldo ante la algarabía y cantaleta del doctor, concurrió solícito a los


gritos desaforados de Nemoroso y lo encontró harto malhumorado. Pero
el desvergonzado de Teobaldo, no estaba menos energúmeno. Así que
perentoriamente con firmeza le apostrofó groseramente: “deje usted de
gruñirme por todo, y a todas horas. ¿No entiende que me ha convertido sin
miramiento de su parte, en su mudo y fiel enfermero?

Era la primera vez que Teobaldo airado, respondía tan bruscamente al


doctor Nemoroso. Éste, al notarle la acentuada palidez del rostro por la
furia que denotaba, le pidió el encarecido favor de que lo perdonara, y
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cari acontecido por su rostro arrugado, vertieron dos lágrimas, llenas de
aflicción. Fueron tan intensos los llamados del doctor, y los gritos de
protesta de Teobaldo, que un transeúnte al presumir que algo mal le
estaba pasando al buen doctor Nemoroso, tocó en el portalón de entrada
tan fuerte, que su bastón de mano se volvió trizas. Alertado asomó
Teobaldo, quién al notar la presencia del hombre, cerró en sus napias los
tablones de la puerta. Se trataba de Bermejo, aquél viejo de setenta y
cinco años que impunemente había hecho alusión a la madre del doctor
Nemoroso, el día nefasto en que éste hizo pedazos la fórmula del
vermífugo mágico, para bien tener sexo y diversión. Pero el atrevido
anciano importuno, no se arredró ante la grosera actitud del presunto
homicida, como le gritó. Antes por contrario, le increpó energúmeno a
través de la puerta “que algo raro estaba sucediendo” y sin mirar atrás,
como para no volverse estatua de sal, se dirigió a la inspección de policía.
Formó tal barullo el lujurioso Bermejo, que las autoridades irrumpieron
como una tromba en la casa del doctor, alertando con sus gruesas voces
de mando, a la gente de todo el vecindario.

Ni para que describir el cuadro inocente que encontraron. Teobaldo en


simismado leía en la biblioteca la Santa Biblia, sin turbarse siquiera de la
algarabía de la gente justamente alarmada. Al observar al sargento
mayor, el hábil Teobaldo lo tomó de la mano y poniendo su dedo índice
en sus secos labios en señal de silencio, lo condujo a la confortable alcoba
donde el veterano médico reposaba en tal mutismo, que su semblante
parecía el de un difunto aún caliente.

“Y tú Bermejo, viejo imbécil, dijo el sargento refiriéndose al hombre de


la queja, ¿por qué nos sometes sin comedimiento a semejante burla? Ven
conmigo a la inspección por perjuro y lujurioso”. Teobaldo le había
contado al sargento la ojeriza que el hombre le tenía al doctor Nemoroso,
hasta el punto de insultarlo y someterlo al escarnio público. Pero
transcurridos estos hechos, ¿qué argucia había hecho Teobaldo para que
el sargento de policía encontrara al doctor Nemoroso, dormido tan
plácidamente?

Como siempre, le había aplicado el consabido calmante, pero esta vez no


con una, sino con dos cristalinas gotas de fuerte heroína, induciendo al
doctor Nemoroso a un sueño prolongado y profundo, que ni siquiera la
camorra que se armó en su casa, lo rescató de su intensa inconsciencia.
Permaneció inmóvil por dos días con sus apacibles noches, sin dar visos
37
de ser viviente. Pasadas las luengas horas, entre abriendo sus pesados
ojos escuchaba a Teobaldo, dando lamentos idénticos a aquellos que él
mismo había producido, largas horas antes. Entonces, para desconcierto
de Teobaldo, con dulzura, como acostumbraba muy de vez en cuando el
acucioso doctor, lo acercó a su apacible rostro y fijamente mirándolo le
dijo: “Hace pocos días, cuando por fin presentaste tu tesis de grado, recibí
esta feliz nota de mi hija Estefanía, contándome está próxima a llegar.
¡Cuántos años han pasado y que hermosa estará mi nieta! Fueron añadas
de angustias y sobresaltos infinitos. Tú bien recordarás, se marchó en cinta,
y yo quedé preñado al igual que mi buena hija, pero de desolación y
padecimientos. No supe, ni quizás nunca sabré, quién es el padre de mi
nieta Rosmery. Pero cualesquiera que haya sido, me descuartizó el alma, y
supongo también, mi ahora débil corazón. El dolor del alma, Teobaldo, es
mucho más lacerante que el del cuerpo, pues aquella es inmortal y el
cuerpo un simple envoltorio de amarillosa piel y huesos que se convierten
en polvo de tiza débil, que el viento por tenue que sea, las levanta y se las
lleva hacia el infinito, cenizas que nadie las podrá encontrar jamás. Ese
infeliz depredador de mujeres, debe pagar por lo que hizo y, sobre todo, lo
que dejó de hacer. Fíjate tú, cómo mi hija por mi malévolo arrebato tuvo
que huir fecundada hacia otros parajes. Estuvo, me informa, en
Valparaíso, pueblo situado en la agreste Antioquia, y el otro Valparaíso, el
de Chile, dejando sus huellas impresas en esas playas blancas, caribeñas.
Subió al legendario Perú. Contempló extasiada el enorme lago Titicaca en
Bolivia, para continuar vagando por Ecuador y Brasil. Es decir, Teobaldo,
mí querida hija, atravesó tupidas selvas, valles, pueblos, poblados,
suburbios y grades metrópolis, entre las más espantosa desventura, según
en su nota me relata. Y yo aquí, sintiéndome hoy incómodo, rodeado de
riquezas y lujos. Yo te conmino, Teobaldo, que si de la faz de la tierra me
disipo, tú, hijo de mi querida Rosalbina, vástago adoptivo de mi esposa
Dioselina, busques al perverso hombre que engañó a mi Estefanía y lo
descuartices como si fuera una vil alimaña, tal y cómo, ese perverso
destrozó mi ahora entristecida alma.”

Diciendo esto último, le entregó la carta a Teobaldo para que terminara


de leer la narración de Estefanía, donde anotaba con amargura, estas
líneas. “Hemos trajinado en esta vida como seguramente lo hicieron desde
los tiempo bíblicos los judíos errantes, que ni antes ni después de nuestro
Cristo Redentor, pudieron entrar a bella Jerusalén, que desde lejos vieron.
Pareciera que la sangre de Cristo aún fluye sobre ellos, cuando desde
Egipto marcharon a la tierra prometida, bajo el profeta Moisés. Y parece
38
ser también, padre mío, que Rosmery y yo, hayamos sido descendientes de
este linaje, no encentrando en este peregrinar, ni paz, ni sosiego, ni final”.

Teobaldo, con el anterior relato y petición del doctor Nemoroso de dar


muerte al progenitor de Rosmery, quedó consternado. Tomó el escrito y
al igual que el doctor Nemoroso hizo con la fórmula del elixir mágico,
desmenuzó la carta en pedazos, y para que no hubiera ni remota duda, la
incineró en un caldero de carbón hirviente, y leños viejos. Cuando arrojó
los añicos de la carta al crepitante fuego, las llamas subieron con tal
estrépito, que calcinaron lo poco que quedaba del alma de Teobaldo, el
otrora bueno. O para mejor suponer, del Teobaldo que ahora iniciaba
una existencia endiablada.

CAPÍTULO VIII
El grado de Teobaldo y un recuerdo ingrato

Por fin de fines, se llegó el venturoso día del grado a doctor en medicina
de Teobaldo. El Paraninfo Universitario de la fecunda ciudad de
Popayán, estaba elegantemente engalanada como si bien se tratase de un
insólito acontecimiento inusual. Era el bello y colonial edificio de
graduación, un monumento imponente del altos techos un poco curvados,
con balcones barrocos laterales, a lado y lado de las altas paredes, donde
se habían situado amigos y parroquianos curiosos, sin mucho o nada que
hacer. En la parte baja, una platea de azules sillas, y hacia el fondo, el
augusto escenario de graduación, ocupado por el rector, profesores,
académicos y examinadores. En uno de los iluminados rincones, estaba
situados, una mesa rectangular con mantel de paño color verde,
adornada por una sonora campanilla de bronce macizo, y para
solemnizar el acto académico, una dorada Biblia Santa, donde se tomaba
el juramento hipocrático del graduando, que estaba de pie, erguido y
adusto, esperando nervioso y expectante, la lectura del orden del día,
pronunciado por el perpetuo secretario educativo, zorro viejo éste,
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experto en el arte de la numismática, y buen rememorador de exalumnos
calificados, cuyas notas de algunos de ellos, se habían adulterado.
Adornaban los flancos del edificio, dos bellísimos poemas esculpidos en
láminas de mármol, según la tradición oral, traídas años antes desde la
inmortal Italia. Eran originarios de los montes de Carrara, al decir del
veterano secretario de la universidad. Esas piedras las extrajo el propio
Miguel Ángel de las minas de los Apeninos, cuando el cimero maestro de
maestros, esculpió su famoso Moisés, y la escultura del joven David, su
entonces sueño irrealizable. Los poemas labrados en esos dos mármoles,
hacían alusión a la gloria de la ciudad, simbolizada y eternizada en un
cuadro que, de arriba hasta abajo, y de extremo a extremo, servía de
imponente remate bellísimo a la centenaria edificación. La pintura, al
óleo pincelada en azabaches negros, rojos y dorados, representaba la
historia emérita de esa célebre Villa, fundada por el español, Sebastián de
Benalcázar, el día 13 del mes de Enero de 1.537. El inmenso lienzo,
además demostraba sus magnánimos hombres; sus preclaros estadistas, y
sus románticos poetas. Todo pintado con realismo mágico, representaba
también los beatíficos prelados a quienes un muy malgeniado general
Mosquera, les decretó en el siglo XVIII, la total expropiación de los
bienes legados por pecadores arrepentidos, queriendo el glorioso general,
ya pesaroso, , alcanzar la gloria eterna. En un rincón de la hermosísima
pintura, arrodillados y humillados, estaban los aborígenes indígenas,
vigilados aún por los prohombres gloriosos que habían conducido los
destinos de la patria. Adustamente, en la parte derecha de la generosa
pintura, aparecían políticos que un crucial día, decidieron darles la
libertad a los esclavos, convirtiéndolos en borregos por el resto de los
siglos. Y a su izquierda, temibles militares de sable al cinto, que con caras
angelicales o diabólicas, ordenaron fusilar a muchos inocentes, en
tiempos de la independencia nacional. Y no faltaban los retratos de
preciosas damas, logrados con tal realismo, que las manos del espectador
se estremecían de emoción, sin poder palpar esas mujeres bellamente
representadas, en figuras mágicas, radiantes de espejismos y esplendor.
Aparecía en el inmortal cuadro, un árbol muy frondoso, donde a su
sombra, asomaba vigilante la figura enclenque y “cofundadora” de la
villa, llamada desde esos tiempos Ciudad Blanca, el legendario don Quijote
de la Mancha. Su figura frágil, enjuta, con bigote liso, caído, sostenía su
brillante lanza en punta, pareciendo decirle al fundador de Popayán,
adelantado Sebastián de Benalcázar, esta premisa: “persiga su camino de
gloria en su acometedor corcel, que a los indefensos indios, se los cuidará
mi idealismo supremo.”. Finalizando la eterna y bella pintura, en la parte
40
superior de la espléndida alegoría, una hermosísima dama, desnuda y
centellante, descendía del cielo con el sol asido entre sus manos níveas,
dando una bella luz, creo yo, a Dios nuestro Señor, creador de todas las
cosas divinas y humanas. Todos a uno en coro se cometan al mirar tanto
esplendor, el inmortal poema de Guillermo Valencia, el mejor poeta
hispanoamericano, quién se hizo eterno con el Verso “A Popayán”,
labrado en esos laterales mármoles blancos, que lo inmortalizarían para
la humanidad entera. Esta pintura frontal, a al óleo sublime, es uno de los
cuadros más grandes pintados por artista alguno. Se recuerdan en esos
bellos paisajes pasados y venidos tiempos.: “¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Gloria a ti, fecunda ciudad colonial.”

En ese ambiente distinguido, se graduaba en tales calendas, el pérfido


Teobaldo Cisneros Almorrocín. ¡Sorpresas te da la vida, siempre sorpresas
te da!

El buen doctor Nemoroso, eufórico, ocupaba puesto especial y esperaba


recibir en sus manos, de aquellas temblorosas de Teobaldo, el preciado
título profesional. Y así, discurrió el acto académico y vendría luego la
recepción y el banquete ofrecido por el doctor Nemoroso, no obstante el
graduando estaban pasando, de la locura, al dintel maligno de la pérfida
malquerencia, faltándole un solo paso, un sólo nada más. Para la cena, se
había dispuesto en los corredores de la casona unas mesas largas, con
manteles blancos de lino, todo esto adornado de albas rosas, claveles,
anturios y bellos crisantemos por doquier. El opíparo banquete fue
memorable en los anales de la ciudad. “Vamos a darle a los invitados un
agasajo tan exuberante y colosal, que les quite las ganas de merendar por
muchos días” expresaba emocionado el doctor Nemoroso, con un ánimo
que nunca antes se le había advertido. Y fue en efecto una comilona para
nunca olvidar, empezando por el aperitivo o “garum”, condimento
sutilmente fuerte al paladar, algo salado, sazonado y aromatizado en
extremo, lo que constituía el mejor excitante al apetito desmesurado de la
mayor parte de los invitados. Luego por su carácter digestivo, una fina
copa de coñac, y españoles quesos, acompañados por llamativas bellotas
blancas y negras de mar. Servían los meseros, mariscos, otras frescas a
discreción, riñones al jerez, almejas púrpuras, caviar báltico negro y rojo
importado directamente de Rusia, rematando todo este boato, con helado
de fresas, merengo en almíbar blando, oporto, y copiosos vasos de vinos
del Rin.

41
Pasada la festividad casi medieval, en la parte baja y exterior de la
casona del doctor Nemoroso, Teobaldo instaló su consultorio haciendo
visibles los frascos franceses de amarillo ámbar, que le fueron legados el
día del grado por el mismo doctor Nemoroso, y cuyo contenido de polvos
y líquidos, ya poco se usaban. El mercado a esta nueva época estaba
inundado de fármacos recubiertos por etiquetas de cajas donde se podía
leer, la posología de cada medicamento. Como cosa excepcional, la bella
caligrafía de Teobaldo, estampada en sus raras fórmulas médicas, era
observada con laudal admiración, por pacientes y boticarios. En general,
la escritura de los galenos era menos que arrevesada. Pero aquel
Teobaldo, el mesiánico, el casi esquizofrénico hombre, ostentaba todavía
algo de sus sobresalientes dotes. Prefirió retomar la medicina tradicional
y aprendió la acupuntura, esa sencilla ciencia oriental que 4.000 años
atrás practicaron y practican la legendaria medicina china. Fueron ellos
quienes descubrieran los tres principios que rodean el cuerpo humano:
aquellos llamados “puntos meridianos”; la conexión de estos a los
“órganos internos”; y “la energía vital”, que fluye por las líneas
sensoriales de los cuerpos, al igual como suceder, por decisión divina, con
aquellos sincronizados astros celestes y cósmicos, que deambulan por el
espacio sideral.

Teobaldo, gracias a sus lecturas antiguas e inéditas del bibliotecario


Clodomiro, no había echado al olvido, que los males son causados por la
interrupción del flujos de energía, y sangrado, y por tanto, si eso fallase,
se vuelve a conseguir con la suave inserción de agujas “que restauran la
normalidad fisiológica del paciente”. Con principio tan sencillo, Teobaldo
se proveyó de agujas de acero y algunas finísimas de oro, que solo las
aplicaba a enfermos que gozaban de fortuna y riqueza. Reemplazaba así
Teobaldo, y según su buen parecer, la medicina de analgesia occidental,
por aquella antiquísima manipulación de afiladas saetas, que mejoraban
enfermedades especialmente reumáticas y psicológicas. Teobaldo para
estos efectos, conservaba algo o mucho, de su mentalidad atormentada.

Teobaldo, rememoraba que siendo niño, fue espectador de excepción,


cuando un día en la amplia mesa del comedor de la casona, el doctor
Nemoroso había operado a su bien querida madre Rosalbina de un tumor
desconocido y protuberante, en uno de sus senos. Simplemente, la
reminiscencia más brutal que tenía, fue cuando el doctor teniendo como
asistente a su esposa doña Dioselina, depositaron el débil cuerpo de su
madre en la morrocotuda mesa, y en una enorme palangana, rebosada de
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permanganato de color nogal, el galeno introdujo sus desnudos brazos
hasta el codo, para después hacer la extirpación de la glándula mamaria
de su madre, quién con ese mismo seno “lo había amamantado hasta
saciarlo, cuando era apenas crío”. Recordaba que, terminada la osada
intervención sangrante, el doctor Nemoroso como empujado por un
impulso que no pudo evitar, selló el rostro cenizo de la enferma con un
ósculo de cariño en su frente. Pasados los años, no fue paradójico que
Teobaldo relegara la cirugía tradicional francesa, dedicándose con
esmero a la medicina disyuntiva, y a la punzadura indostánica, práctica
que le estaba ayudando a superar sus graves crisis mentales, y sobre todo
espirituales que lo abrumaban con frecuencia.

Teobaldo creía soportar todas las injusticias creadas por él mismo, pero
lo que no podía sobrellevar era el hecho de que Estefanía y Rosmery, aún
no tocaban la aldaba de la puerta. ¡Que dolor vergonzante tengo! ¿Por
qué no llegan? Esta punzante afirmación y pregunta sin respuesta, le
rondaba cada que trataba de conciliar el burlado dormir, así fuera eterno
como solía suplicar. Llegaba la somnolencia y al amanecer surgían las
pesadillas, sin principio ni final. Recordaba entonces, como decía el
doctor Nemoroso en el ocaso de su vida, que espiritualmente el hombre al
final de su existencia, no obtiene nada, ni menos se ha regalado nada, ni
tomado nada, ni tan siquiera deja, el bienaventurado azar. Sentía
Teobaldo, en esas horas sombrías que sus sueños lo conducían sin dejar
huella alguna, directamente a lo etéreo. Recordaba entonces las palabras
del doctor Nemoroso, cuando afirmaba refiriéndose a esa “nada”, que
mejor hubiese sido nunca nacer”. En otros términos, su subconsciente
guardaba aquellas frases que leyó de Estefanía, cuando hacía alusión al
regreso de la desventurada raza judía, camino del regreso a la tierra
prometida, que nunca pudieron pisar. Ya Moisés, el conductor regio,
había quebrado en el monte la tabla de los Diez Mandamientos,
rogándole a Dios, se lo llevara a su diestra para siempre.

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RETRATO DE LA HISTORIA DE POPAYAN.
OBRA MONUMENTAL DEL MAESTRO EFRAIN MARTINEZ.

CAPÍTULO IX
El retorno de las peregrinas

Apenas había pasado la hora de la merienda, un dominguero día, se


escucharon unos golpes secos, no de aldaba, sino sobre las tablas de la
puerta, que resonaron hasta el fondo de la casona. El doctor Nemoroso,
ese día, sin saber el porqué, se notaba más nervioso que de costumbre.
Todo lo inquietaba a su alrededor, especialmente la poca servidumbre
que contratara en forma definitiva, desde el infortunado día en que sus
fuerzas se menguaron sin razón aparente. Ya los tiempos aciagos que
dependía únicamente de Teobaldo, para todo menester, quedaban atrás.

44
El jugo de mandarina que tanto degustaba en las cálidas mañanas, se lo
preparaba uno de sus fieles pajes, incluyendo la delgada cáscara que le
daba un saborcillo agridulce al batido. Y aquella reluciente cristalina
dañajuana, que contenía alcohol azul, lo sustituyó por un elixir de olor a
rosas, de suave fragancia. Para realzar el grato olor que el recipiente
expandía, hacía quemar unas ramas de eucalipto seco que por bultos le
traían, de los cerros circundantes a la villa.

Ese domingo tan feliz y tan ansiado, el buen doctor Nemoroso por un no
se sabe qué, venido no se sabe de dónde, impulsivamente se levantó de la
silla morrocotuda donde a medias dormitaba, y presuroso ante los duros
golpes fue abrir la puerta, siempre ajustaba con cerrojos y chapas, que
constituía un complejo acertijo de adivinar. Y ante su presencia, casi de
repente, como una bella aparición celestial, advirtió a su hija y su nieta
expectantes, en el umbral de la enorme portezuela. La sorpresa, era de
esperarse, fue inmensa, como enorme el estupor de Estefanía y Rosmery
al ver un anciano que con voz temblorosa se puso intensamente a llorar.
Y como mantequilla al calor, se fue deshaciendo en vilo en los brazos de
Estefanía, quién lo reviviera a punta de caricias en las mejillas ya
arrugadas, por la falta que ellas le hacían, y el duro paso de los años,
desgraciados para él. Cuando el doctor Nemoroso abrió sus ojos, se
incorporó con tal gozo, que la algarabía trascendió por los rincones de la
casona. Al enloquecido abuelo, se sumaron sirvientes y desprevenidos
marchantes, que lanzaban al aire sombreros y aleluyas de contento por la
aparición de la hija pródiga, armándose lo que pareciera una loca Torre
de Babel. En el desconcierto, la gente entraba y salía a discreción con
toda clase de objetos valiosos robados, que luego Estefanía recuperara
por compra, a los mismos vándalos que se los habían hurtado. “Así paga
el diablo a quién bien le sirve” exclamaba sonriente a ratos el buen doctor
Nemoroso, al comprobar sus adornos saqueados.

Pasada la efervescencia y calor, los días transcurrieron entre relatos


grises, horas buenas y reminiscencias de sus respectivas vidas. He aquí lo
que les dijo a Estefanía y Rosmery, el pesaroso padre y abuelo, no sin
honda tristeza en el hablar: “¡Ay mis amores! Que mal os hice y cuánto
me arrepiento de ello. Es que deben de entender que cuando tú, querida
Estefanía, partiste preñada y sin rumbo cierto, se me sumieron de una vez
las entendederas en lo profundo de mi cansado cerebro. Ya había, hace
rato, franqueado sin darme cuenta la edad de la ancianidad, cuyo quicio
atestiguan las escrituras, es la desesperante llegada a los setenta años, bien
45
o mal vividos. Se arriba a ellos en un abrir de ojos, es decir, en un ligero
pestañar, o pasando de una fugaz noche, a una sorpresiva alborada de
grisú. ¡Cuán efímera es la existencia! De crío, las navidades son eternas y
se espera ansiosamente la llegada del Niño Dios colmado de regalos, para
la inocente criatura. No más dejárselos al desprevenido crío, cuando el niño
al día siguiente empieza añorar la nueva bienvenida decembrina. Quizás,
en esta época de inocencia, el niño pobre goza más que el pudiente.
Rebasada la época del contento, rememoro hoy con desespero, cuando tú
querida Estefanía tomaste camino a la topa tolondra, sin saber yo, hacia
qué cruel destino te fuiste. Te disipaste en la mañana, recordando yo que
por la mucha lluvia de ese aciago día, ni las huellas de tus blancos pies
dejaste impresas. Cuántos años han pasado y cuántos desvelos me
deparaste y desde entonces las noches se me volvieran eternas, y los días
tediosos, y amargos. Volaste como un colibrí, que es el ave de más rápido
volar sobre la tierra. Siempre me decías en tus pocas notas, que viajabas
hacia el sur, detrás de la estrella polar. En las noches luminosas me subía a
lo alto de una cima y me quedaba observando ese brillante lucero hasta
muy el amanecer, cuando desaparecía de mis llorosos ojos. Pero yo sabía
que el lucero y tú, ahí estaban, y no fueron pocas las ocasiones en que sufrí
hambre y frío, hasta que volviera a salir ese astro en el infinito plafón del
universo. Esa terapia visionaria, me calmaba algo, un poquillo nada más.
Venía luego, la aterradora depresión que se agudizaba con la noche que
llega, y de nunca acabar. Esas leves sombras se hacían perennes sin
principio ni final, algo así, como el parecido ritmo que obedece a la
eternidad. Sucedía esta presunción, cuando me ponía a pensar en la muerte
por las añadas que llevo encima. ¿Cómo será aquél misterio? Me hacía esa
pregunta sin obtener respuesta del más allá. Uno con los años le tiene
aprensión a la morida, al sentir que está acechando en cada recodo del
camino, en cada esquina, en la bañera, o en la cáscara de plátano que
desprevenido uno pisa. De niño no se cavila en el más allá. Todo parece
primavera de suave discurrir. Vuela uno sin tener alas, y se obra con
irracional encanto, sin timideces, ni responsabilidades, ni mucho menos
rubor. Luego viene la juventud, que es cuando el sol alumbra, las aves
trinan, las campanas tocan arrebato y los atardeceres son multicolores,
atiborrados de esplendor. Todo eso sucede cuando los árboles son verdes,
color casi esmeralda, y los riachuelos se revelan tan cristalinos, que invitan
a retozar en sus remansos frescos, cubriendo de agua apenas tibia el cuerpo
de una bella mujer. Cuánta locura en esa época primaveral, sin pensar en
el ayer, ni en el hoy, ni en el mañana. Pero de un fuerte golpe, uno sólo, se
salta el sutil límite, ese que nunca quisiéramos cruzar. ¡Y oh, la verdad
46
suprema! Qué intensos dolores de cuerpo y azarosos momentos de alma en
pena. Se empieza a creer en Dios como principio y fin de todas las cosas; se
carece de envidias malsanas, y se apartan los falsos halagos y honores
efímeros. Se quiere la prosperidad y porvenir de aquellos que en el mundo
quedan, sin importarle a uno las calamidades propias. Nos inquieta hasta el
pavor, el tránsito a la siempre misteriosa muerte. Ella es una sentencia
inapelable, que ronda a toda hora la vejez, incluso estando dormido o
sedado. Se medita seriamente, si es mejor salir de esa tortura de una sola
vez, por ejemplo con el suicidio, o envidiando la buena costumbre de los
esquimales, cuando abandonan a los viejos, sentados en un banco para que
cuando arrecie la ventisca de nieve, sepulten el cuerpo y volatice el alma del
anciano. ¡Ay, ay, ay! Qué dolor siento por haber luchado, y morir sin haber
vencido nunca. Los años me hicieron más viejo y menos sabio. Observa que
a esta edad, solo doy escasos consejos para medio consolar al prójimo, sin
saber yo, cómo consolarme. A ti, bello rostro y cuerpo divino de Estefanía,
os ruego no envejezcas. Conocerás si lo haces, el infierno en vida. Te darás
cuenta que el castigo para ti, no es la muerte sino la vejez y, si llegas a ella,
querrás morir todos los días. Grábate que la mejor venganza sobre una
mujer bella es decirle que “Dios te guarde por muchos años” y “que la
naturaleza, el cielo y los santos, te conserven como luces hoy”. No se debe
alabar tanto la belleza del rostro y del cuerpo, antes de honrar y alabar la
bondad del alma, más, mucho más, cuando es ajena. Yo, hoy me siento un
niño anciano pero sin la viveza del chiquillo, ni el brillo de sus ojos, ni la
ternura de su corazón, ni menos la sonrisa ingenua del infante. Soy un
niño viejo malgeniado, un medio hombre terco sin razón, un cuerpo caduco
sostenido en un zurrón de quebradizos huesos, y una fábrica de desechos
que impregnan sábanas y pañales. Es lastimoso no saber si es mejor morir
para aplacar los dolores del cuerpo y del alma, o seguir viviendo esta perra
vida, hasta que Dios, en su infinita bondad, se acuerde de uno para bien
redimirlo de los pecados cometidos.” ¡Que tan dura es la Triste Tristeza de
la Puta Vejez!

El pobre viejo repentinamente se calló y dos lágrimas cristalinas como


nunca brotaron de sus opacos ojos, ya cubiertos de cataratas y de niebla.
Estefanía y Rosmery le cerraron los párpados, pues su mirada era fija,
casi inerte, como buscando la estrella polar desde la cima de la montaña,
como bien decía, mirando el horizonte feliz, que le había sido tan esquivo.
Rezaron una oración, alejándose Beatriz y Rosmery, como dos sombras
silentes, de la semi oscura estancia, para dejarlo, ojalá, dulcemente soñar
en paz y quizás, para siempre.
47
ATARDECERES QUE REGOSIJABAN AL DOCTOR NEMOROSO.

CAPÍTULO X
Las recriminaciones de Estefanía

¿Y tú, mal lamentado Teobaldo, en dónde estás metido mientras el agónico


doctor Nemoroso, precluye su parábola? Sal de tus sombras eternas y de tu
sempiterna agonía y ponle tu cara al luminoso sol, o mira arrebatado las
estrellas centellantes en las noches, despejadas y cálidas.

Pero Teobaldo, estaba postergado al olvido, no por nadie, sino por sí


mismo. Erraba en la casona cuando la oscuridad de la noche caía sobre
las almas y los cuerpos, y con un candil opaco, casi sin lumbre, caminaba
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por los corredores sin saber a dónde dirigirse, dando vueltas y revueltas
como sintiéndose un fugitivo fantasma poseído, por el mismo demonio.
La presencia de Estefanía y su hija Rosmery, a pesar de haberla anhelado
sin tregua ni medida, le ofuscaba convirtiendo su ánimo en una depresión
insondable. Cuando por casualidad se cruzaba con ella en la casona, lo
único que musitaban sus labios era un fugaz saludo, ruborizándose su
anguloso rostro macilento, apartando temeroso su esquiva mirada, de
aquel locuaz miramiento soberbio, que siempre acompañaba a Estefanía.

Hasta que una mañana, sin que pudiera esquivarla, Estefanía llamándole
la atención lo detuvo, diciéndole: “Ven Teobaldo, es propicia la hora de
que tú y yo, conversemos. Es oportuno que sepas que las veces que mi padre
me diserta sobre el bien y el mal, lo siento en muchas ocasiones
relativamente bien intencionado. Me acusa de que yo preñada abandoné el
hogar, y partí con meta fija, siempre hacia el occidente, como hacia el
imperioso ocaso. Y tú, más que todos, sabes a ciencia cierta el por qué
escapé, sin que exceptuando la tristeza de mi padre, nadie de mí se doliera.
Fue él, mi padre, que preso de demencia por mi embarazo me echó como
perro rabioso de estos lares. Y tú, cobarde y parásito de excremento, orín
ocre de usada bacinilla, fuiste tú quién me arrojó al circo de las fieras
hambrientas y brutales. Te parece poco descastado ¿lo que he sufrido?
Semanas, meses, años, deambulé por todas partes encareciendo una pizca
de pan, un pobre lecho pajizo, una mano amiga, sin nunca encontrarla. Mi
compañía fue un perro callejero que sirviera de consuelo en mi soledad, y
me procurara un tibio calor en las noches estivales de invierno. Hasta que
llegó el día en que parí y fui madre. Esa hija me trajo nuevos ánimos,
cuando todo lo veía perdido y brumo, y fue entonces cuando mi agobiada
mente se tornó, en estoica y valiente. Profesé de astuta gitana
pronosticando suertes y pasados, futuros y quimeras, y arrullé en aciagas
noches y días de fatiga, a mi Rosmery en mis brazos fatigados. ¡Cuántos
momentos de infortunio he pasado por tu culpa! ¡Cuántas pesadumbres y
vergonzantes reveses! Mientras tú dormías plácidamente y comías hasta
hartarte, yo no podía conciliar el sueño y pasaba hambre, sintiendo
punzadas en el estómago, y lo peor, en las propias vísceras de mi Rosmery.
Tú siempre entre cobertores cálidos; yo cubierta de heno sobrante, y en no
pocas ocasiones, de musgos húmedos. Tú, Teobaldo, siempre inmerso en
los incomprensibles libros, yo orando con un rosario incompleto de perlas
que eran mis lágrimas carentes de sal, llenas de vinagre y hondos pesares.
Tú viviendo del dinero de mi padre, yo de las migajas rescatadas de las
bolsas malolientes de basura. Mira bien mis ojos casi sin luz, son los
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mismos aquellos que antes alumbraban; observa mis manos, hoy callosas y
que antes con pasión te acariciaban; ve mi rostro marchito y mi caminar
ayer cadencioso y sensual, hoy deslucido por el tiempo”. ¡Eres el mal
convertido en mi demonio!

Estefanía calló y el parlamento prometido en diálogo, quedó plasmado en


un monólogo de reproches. Estefanía de la misma manera como
repentinamente había detenido a Teobaldo, así mismo se alejó rauda,
como una ligera ave que cruza el firmamento, sin recoger sus alas, sin
mirar atrás, su exhausto y largo recorrido. Teobaldo quedó atolondrado.
Como si un duro mazazo certero le hubiese demolido su corazón, su
cuerpo, su alma. Como si le hubiesen extraído su sangre, terminando con
sus flácidos nervios ya debilitados. Se fue como alma en pena, huyendo
sin saber hacia qué lugar, dándose contra las paredes que adosaban la
calle. Huía presuroso como para no recordar ese atroz momento. Se sentó
anhelante a la orilla del rio caudaloso, para que lo devoraran los peces, o
se lo llevaran las turbulentas aguas, siempre hacia abajo, hacia la negra
mar profunda, donde no hubiera ni níveas playas, ni arena, ni palmeras.
Permaneció así, meditabundo, muchas horas, quizás uno o dos largos
días. Al segundo de ellos, entrada el alba, tomó camino no yendo en
dirección a la vieja casona, sino al hospital a refugiarse en medio del
pabellón de enfermos moribundos, y por qué no, como decía, sentir el
sedante de la letal morfina que desde la llegada de Estefanía, no se la
aplicaba al buen doctor Nemoroso, para inyectársela a sí mismo, en sus
debilitadas venas, ahora de un color azul tenue, y difuso.

Entendió Teobaldo, aunque tarde, que los médicos para nada servían.
Acaso, para remediar enfermedades leves, pues las graves o milagrosas,
las curaba únicamente la misericordia de Dios. Así que decidió dejar su
profesión de acupunturita, y cansado de oler formol y hundir agujas en
cuerpos ajenos, se dedicó a la droga, sumiéndose en los más espantosos
abismos.

¡Pobre Teobaldo! Perdía la razón por momentos y su esquizofrenia


incipiente lo atormentaba hasta que sus colegas decidieron atarlo de pies
y manos, evitando se lastimara. Pasaban por su mente confusos cuadros
infernales, aquellos horribles momentos representados en los afiches
dantescos que de pequeño contemplara, y que se exhibían sin orden en la
librería de su amigo Clodomiro. En una escalofriante ocasión, percibió
cómo su cuerpo era llevado en procesión a pailas hirvientes de aceite, y
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que los demonios poco a poquito lo sumergían, empezando primero por
su píe derecho que quedaba a hueso limpio, hasta la altura de la rodilla;
luego la otra pierna; después sus brazos, dejando por fuera su cabeza
para que sus sistema nervioso causara el dolor a su cerebro y pudiera
pensar en el mal que había ocasionado al doctor Nemoroso, y la bella
Estefanía. Y sobre todo, a su propia hija Rosmery.

Un domingo para nunca recordar, a la hora de la misa Estefanía atenta


escuchaba, la homilía de los maitines. El sacerdote, hablaba sobre la
caridad para con el hermano prójimo y citaba con evidente angustia,
Biblia en mano, bellísimos versículos de pasajes de buen perdón, y olvido.
Uno de ellos, narraba sobre el regreso feliz del hijo pródigo, cuando su
padre después de sufrir por su alejamiento, lo arropó con irrevocable
amor y gozó de él, hasta su feliz muerte. Fue cuando Estefanía recordó su
propio ejemplo. Otro versículo que leyó el buen cura, sucedió cuando
Jesús enseñaba a sus discípulos que el recibir una falaz bofetada en su
mejilla, el cristiano debería exhibir la otra, para que sufriera igual
castigo. Este noble gesto, decía el presbítero predicador, se convertía en
severo escarmiento, no para el ofendido, sino para quién ofende. Los
paradigmas fueron tantos que Estefanía pensó que era la culpable de
tanta desgracia del pobre Teobaldo, y apenas salida de la misa acudió
directo al hospital en auxilio de aquel hombre perturbado, que ni cuenta
se daba del grave estado de su postración. Pensaba también Estefanía,
que él ya, había pagado su perversidad para con ella.

Al advertirlo Estefanía, su caridad se convierte entonces en verdadera


compasión. Estaba Teobaldo en un oscuro rincón del aposento, tiznado
como de negro hollín su rostro, y erizado su cabello todo. En su sucia
mano derecha, soportaba la andrajosa sábana mugrienta que se había
quitado de su cuerpo raquítico y flaco y, en su mano izquierda, llevaba a
su boca pedazos de sobrantes, que sin escrúpulo defecaba. Estefanía lo
aseó, cubriendo sus laceraciones con pomadas y ungüentos, arropándolo
hasta hacerlo dormir en su regazo. Desde ahí para acá, regularmente iba
en busca del enfermo Teobaldo, hasta que como les pronosticó a los
médicos: “más puede la paciencia y el cariño hacia el enfermo, que todos
los fármacos juntos.”

Pasaron meses y Teobaldo vuelto a la realidad, inició una existencia casi


normal. A ratos pensaba si no hubiese sido mejor entrar en las tinieblas
que abrigar los intensos deseos torturantes de poseer a Estefanía, así
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fuera de modo figurado. Pero este insólito y atávico carnal deseo, le fue
menguando a medida que se dedicaba a la oración, sintiendo la caridad
inmensa de Estefanía hacia él.

La vida le empezaba a sonreír. Pero cuídate, le susurraba el demonio al


oído de Teobaldo, “porque esa paz, no será por mucho tiempo. Tus días
están contados. Custodia tu alma Teobaldo, más que tu cuerpo flagelándolo
para purificar aquella, si es que todavía tienes tiempo para hacerlo. Fustiga
tus carnes, Teobaldo, para que tu cuerpo pronto muera, porque el alma
para bien o para mal es inmortal y continuará vagando por el cosmos, sin
principio ni final. Tú eres más demonio que yo, y menos fiel que un perro
sarnoso y olvidado.”

CAPÍTULO XI
La dudas de Estefanía

Entretanto, Teobaldo una vez fuera del sombrío hospital, había dejado la
morfina por unas góticas salvadoras, que a su parecer, le sentaban más
que bien. Su dormida locura, y el ánimo y cuidados que le prodigara
Estefanía con largueza, lo hizo meditar sobre si valdría la pena retomar
su acupuntura y volverse persona de bien, no importando se sintiera
medianamente equilibrado. Decidió entonces retornar a los libros que
tanta dicha y conocimientos le ofrecieron, queriendo viajar donde los
monjes Tibetanos, para profusamente quemar incienso del bueno, no sin
antes programar un viaje por la milenaria India, dizque “para acabar
con las apáticas vacas sagradas que deambulan por calles, y que tanto mal
52
con el estiércol regado, les causaban a sus habitantes”. Pero en un acto
curioso contrito y reflexivo, desechó la idea original, suponiendo que esto
era de locos, y ahora al menos, gracias a los cuidados Estefanía, era un
loco medio cuerdo. Por tanto, quiso consagrarse a Estefanía y
reencontrarse con sus enfermos, a quienes suponía tanta falta les había
hecho.

Y mientras eso, el doctor Nemoroso con dificultad aparente, se paraba de


su silla morrocotuda, sin que lo cogieran del brazo para ayudarlo a
ponerse de pié, y en un acto de sensatez, hizo que el sirviente reemplazara
de la doñajuana, aquel líquido de aromas de rosas, por elíxir de claveles
rojos. Tanto fue su beatitud por estas fragancias, que un día su nieta
Rosmery al preguntarle ¿“a que huelen abuelito los claveles rojos?” y al
no tener la respuesta, brevemente le contestó: “que el tal tufillo de
claveles rojos aprendió muy bien a olfatearlo en España, cuando esos
peninsulares presenciaban las corridas de toros, arrojándolos al ruedo
desde los tendidos, estando ebrios de sangre y del buen vino,”. Pero el
doctor Nemoroso, no solamente se quedó esta vez en el cambio de los
elíxires y las suaves aromas. Ahora bebía el acreditado jugo de
mandarina dulce, que le preparaban al desayuno, tomándolo con avidez
en las calurosas tardes, y a la hora acostumbrada de merendar, lo hacía
servir en un jarrón de plata enorme, haciéndolo llenar hasta bien el tope
del mismo. Ese sabor era más elocuente para su gusto, que el vermífugo
afrodisíaco cuya fórmula había vuelto fragmentos en un santiamén, y en
cuyas antiguas virtudes ya no creía, por la avanzada edad en que se
encontraba. Ya penosamente andaba por lo noventa años de edad. Él
pensaba y bien, sobre la Triste Tristeza de la Puta Vejez.

Estefanía, veía con gozo y gusto la aparente recuperación de Teobaldo, y


parte de su tiempo lo consagró a su hija Rosmery, a quién ingresó al
conservatorio a clases de violín, dedicándose de lleno a la hacienda de su
abuelo, que harta descuidada estaba. Lo primero que hizo fue mandar a
arar la tierra negra y generosa, dejándola lista para la siembra pre
invernal, que no auguraba ser muy fuerte. La parte sureste del predio
riberano al río, la tributó a la ganadería para que el ganado vacuno “no
tuviese necesidad de largas caminatas, y abrevara a boca de jarro, no vaya
ser que el largo recorrido las sofoque y las haga bajar de peso”. Los
pastizales, se dieron muy verdes por las nutrientes con que fueron
abonados los suelos, y los cuidados frutales, como mangos, papayuelas y
guayabos, eran vendidos en necesitados acopios de abastos, a pueblos y
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veredas. Sobre todo, llamaban la atención los aguacates de pera gigante
que, al abrirlos, ostentaban una capa de aceite finísima, con sabor a oliva,
y como afirmaban los parroquianos, ese resultado aceitoso de la fruta,
“sabe cómo el líquido sagrado que bebió en el Monte de los Olivos, el buen
Jesús, cuando delatado por el traidor Judas, fue apresado luego de nutrirse
con esa bebida durante su prolongado ayuno. Eso lo mantuvo con vida
hasta su cruel crucifixión.”.

La parte norte de la hacienda que daba contra la montaña enhiesta,


Estefanía la sembró de variedad de árboles que crecidos, los vendía a una
despulpadora de papel y cartones, a condición, agregada, que ofrecieran
los cuadernos a los niños a precio de costo, y sin recargo alguno. Y como
si todo este esfuerzo fuera poco o nada, emprendió ilustrativas campañas
sobre el medio ambiente, para que los labriegos sembraran vegetación
apropiada en aguas riberanas a los arroyos, en ayuda de perpetuar sus
caudales. No había tiempo para nada distinto, y la olvidada hacienda en
pocos años de improductiva, pasó a ser una exitosa empresa próspera,
donde además de sembrarse café en sus colinas, se plantaba caña de
azúcar en su meseta plana. La molienda dulce de la caña en los trapiches
tirados por pencos viejos, esparcía, al comentar los vecinos, un grato olor
a patria.

Con tales esfuerzos creía Estefanía, que las malsanas pasiones mundanas
las había dejado atrás. A veces presumía no sentir aquellos vacíos de
estómago y erizaduras de piel, cuando en tiempos idos le entregó su
castidad, al moscón y mozalbete Teobaldo. Los inquietos placeres de la
carne, ya no aguijoneaban sus sentidos. Cuando lo observaba ahora
medio cuerdo y medio loco, su mirada le producía desconfianza y cierta
animadversión. Hablándose así misma se preguntaba “si lo quería o
equivocadamente lo quiso alguna vez”. ¡Que vaina! se reprochaba con
rabia de la buena. “Me he convertido en cancerbera de los recuerdos de mi
cicatero corazón”. Y pasados unos instantes, recapacitaba sintiendo
coraje y recuperando la pérdida de sus efluvios hormonales. Hasta que
una mañana que estaba mal guisaba se enfrentó por segunda vez a
Teobaldo, y lo volvió a increpar con estas dolorosas palabras: “sal de mi
vida ahora y para siempre” le apostrofó en su rostro, y se alejó sumida en
llanto.

Teobaldo haciendo supremo esfuerzo, quiso superar tan repentino hecho


y cerrando sus ojos, y casi moliendo sus dientes, en acto heroico como su
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conturbado amor, expresó con resolución inusitada: “Ya todo me llega
tarde. La vida se escapa y la muerte me llama. Dios mío, quisiera morir en
otro lugar muy lejano, a ver si mi cuerpo duerme eternamente, para calmar
mi pasión. ”

ROSMERY LA HIJA DE ESTEFANIA.

CAPÍTULO XII
Rosmery y Perseo

El discurrir de la vida para todos, pasaba de largo. Los actos pesarosos


habían cicatrizado heridas, que tan pródigamente hicieron brotar unas
veces sangre, otras lágrimas, y las más, lamentos y gritos de desespero.
Pareciera que sobre esas dolorosas lesiones, les hubiesen echado una capa
de miel agria, y un poco de olvido. Rosmery, acudía al conservatorio de
música tocando el viejo violín, al comentar de muchos, con melodiosa e
innata maestría. A su juvenil edad, era de sobra una agraciada muchacha
de senos redondos y firmes. Era el otrora espejo de su madre bizarra, de
cuerpo garboso, y cintura apretada. Sus piernas de andar cadencioso y

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sus ojos negros, lesionaban uno que otro corazón, anheloso y afligido.
Más al recio carácter de Rosmery, poco o nada le importaba las
adulaciones zalameras, teniendo vivos en su mente, los recuerdos de su
lejana infancia. Y así, como a veces gozaba o sufría, otros momentos
añoraba su vida errante de gitana, como cuando el gitano aquél del
caballo viejo, le enseñó a tocar el violín y adivinar las desventuras de las
gentes, hasta el punto de que reía del mundo de los vivos, sin llorar jamás
el incognito mundo de los muertos.

Un malogrado día para su madre, Rosmery no se encontraba por parte


alguna. Un pueblerino circo callejero pasó por la ciudad, y Rosmery se
enroló en él, llena de contento. Sin quizás quererlo, de repelente, como
cuando se gana una lotería sin comprar billete, así ella halló el sendero
aparente de su felicidad. Volver a viajar sin saber a dónde ir; trasegar de
pueblo en pueblo, tocando su violín y alimentando sueños, sin dejar de
adivinar la suerte de ingenuos y tarados. En las noches estrelladas,
danzar alrededor de una hoguera, acompañada de música gitana, y lo
más importante para ella, sentirse gitana y vivir como gitana. En esa vida
nómada, sin mañana ni futuro, cuando afirmaba con certeza ella, cada
día trae su afán, y cada boca otros labios más suaves. Fue cuando
Rosmery, aprendió a ser mujer de verdad; acordarse de la lengua romaní
y gozar del mundo que creía tener en su puño de su frenética juventud.
Era el colmo de su dicha. Cruzó valles, trepo altas montañas, vadeo ríos
inmensos y corrientosos; subió a la cimas de los volcanes; dejó impresas
sus huellas en la cálida arena; navegó en mares y cruzó desiertos,
calcinados por ventiscas. De todas partes, escribía a su querida madre y
su amado abuelo, dándoles un saludo caluroso, y haciéndoles entender
que era feliz, como aquella gacela veloz cuando hociquea el viento frío, y
embriagador de los Andes majestuosos.

Y Perseo, el joven gitano se enamoró de ella, y juntos quisieron fundir sus


almas y sus cuerpos, creyendo en el buen amor dilatado y eterno. Pasó no
mucho tiempo, colmado de dicha. Una tarde al ocaso, Perseo como si
salieran sus palabras del mismo fondo de su corazón, le dijo así:
“Nosotros los gitanos no adoramos ni al sol, ni la luna, ni las estrellas.
Ellos son lejanos puntos ignotos del infinito, donde hay millones de
constelaciones que explotarán, y terminarán con el cosmos. Excepción de
Dios, alabado por los siglos de los siglos, dueño de nosotros y de todo lo que
nos rodea. Pero lo que no terminará, ni antes ni después, es el amor que te
profeso, que tuvo principio, pero jamás tendrá final.”
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A muchas leguas de distancia, en otra coordenada geográfica, Estefanía
al amanecer de ese grato día, sintió una súbita placidez. Miró al cielo y
vislumbró el rostro de Perseo y Rosmery, viéndolos felices. Entonces ella,
no se inquietó por la ausencia de su amada hija, y sonriente regresó al
apacible sueño colmada de alegría. Pasados unos pocos meses, Estefanía
volvió a tener pesadillas, sin explicarse el porqué de ellas. Perseo, el que
había jurado amor eterno a su hija Rosmery, aquel gitano que había
jurado eterno amor y felicidad, había pasado a la indiferencia, y de ella, a
la total inapetencia del verdadero y jurado amor. Fue entonces cuando
Dios lo maldijo por falso juramento de amor, y lo atropelló la muerte que
merecía. Rosemery, confundida, asustada, desilusionada, presurosa huyó
del lugar, y se propuso regresar donde su madre. Atrás quedaron
cumplidos en parte sus extraños sueños locos; sus pocos felices días; y sus
pesares eternos, que supuso ella, la acompañarían para siempre.

Ven, ven lector amable y averigüemos más adelante, como fue la muerte
de Perseo, sucedida un poco después, de la del doctor Nemoroso.

CAPÍTULO XIII
Coloquio del doctor Nemoroso y su ansiada muerte.

Estefanía, sintiéndose libre de ataduras de cuerpo y espíritu se aprestó a


vivir de manera distinta a como lo había hecho, en su trágico pasado.
Creyendo ordenada su mente, dedicó su tiempo a dos cosas según su
propio saber y entender. La primera, ocuparse de su dolida alma al
presentir que cualquier día vendría su muerte, pues recordaba que
impasible la había presenciado multitud de veces, y más tarde o más
temprano, esa contingencia, o quizás infinito bien, ésta sin piedad
rondando la vida. La juventud era cosa del pasado y como decía el
doctor Nemoroso, en esa etapa de irreflexión, no existe espacio para
ocuparse de la muerte. Se observa lejana, ignorando que está presente en
57
cada instante que vivimos, y es precisamente que estas raras ocasiones
cuando nos agarra descuidados, es cuando sorpresivamente nos atiza,
dándonos el golpe fatal. Y cuando esto sucede en nuestra juventud, lo da
certero, en el justo blanco, sorprendiendo a quienes tenemos a nuestro
alrededor, quienes quedando sorprendidos por la injusta sorpresa.
Porque la aviesa muerte, aunque no se concibe, ni en los niños, ni en los
jóvenes, a ellos llega como letal pantera hambrienta, cuando brinca sobre
su presa inerme. En la medida que discurren los años, las concepciones
van cambiando. El real presentimiento de los viejos es que ven y palpan
la muerte por todas partes, y en todo momento. Estefanía estaba cierta
que había que tener presente la hora de la verdad, de la confrontación
entre la vida y la muerte, pues entre una y la otra, se perfila una línea
imperceptible, una sombra tenue, pero al fin de fines, una real dolorosa
verdad. La muerte, siempre vence a la efímera vida, desapareciendo el
presunto cotejo, o aún mejor, entendiendo que éste no existe, ni existirá
jamás, para niños o adolescentes. Y la realidad es que en ambos casos,
está maldita muerte, está a la vuelta de la esquina.

La segunda premisa de Estefanía, era menos ritual que la primera. Era


consciente que su amado padre, el doctor Nemoroso, si no mejoraba de
salud, al menos debería procurársele una calidad de vida menos
lastimosa. La realidad de la vejez, hacía que la resistencia de su padre
disminuyera inexorablemente. Ese confortable sillón morrocotudo que
tanto le gustaba al buen doctor, se estaba convirtiendo en un sufrimiento
para ponerse de píe, sin que desde tiempo atrás, se le prestase ayuda. Y la
vista aguda de sus años mozos y maduros, carecía ahora de su vivaz
color. La lupa de grueso cristal, ya no le ayudaba a leer aunque fuera
entrecortadamente. Las revistas, según él, carecían de la escritura grande
y cómoda que tenían las antiguas. Y si acudía a los libros, eran tomos
muy pesados para soportarlos en sus manos debilitadas. Las cataratas de
sus ojos lo hacían parpadear cada instante, y el maldito reumatismo lo
agobiaba continuamente de agudos dolores. Así que el doctor Nemoroso,
entendiendo las preocupaciones de su hija, pensó y bien, despedirse de
este mundo sin alharacas y como pudo, se preparó un menjurje de esos
nocivos, que tanto había usado para las ratoncillos queseros, que
rondaban la cocina, y aquellas pulgas malditas que ahora impregnaban
sus viejos cobertores. Eran unos polvos blancos, tirando a amarillentos,
que para probarlos los ensayó con Pirulí, un mísero perro desdentado y
viejo que, como decía lleno de mofa el doctor Nemoroso, quizás tenga la
edad mía, o un poco menos. Pirulí, ni siquiera alcanzó a probar el polvo
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demoledor, pues al leve contacto quedó con el hocico petrificado, la
mirada errática, y su cansada alma beatífica, si es que la tuvo, por cuanto
el doctor Nemoroso alegaba que la vio subir al mismo cielo. Y, un día de
Agosto de esos cuando el sol es más brillante y el cielo más azul, sin nada
de nubes, el doctor Nemoroso llamó a Estefanía para rogarle no se
mortificara en prodigarle más cuidados, haciéndola entrar en razón, de
la proximidad de su muerte. Y sin importarle la codicia de la muerte que
lo apaleaba ya casi en la tumba, confiado en los polvos que escondidos
tenía, se despojó de su camisa y chaqueta de piel de camello real, para
que su hija Estefanía, mirara absorta su esquelético torso arrugado y
macilento. Sin darle tiempo de nada, ni siquiera para abrigarlo, así le dijo
el viejo y reblandecido doctor: “A Teobaldo, en tu ausencia, siempre le
platiqué sobre la filosofía de la vida que en últimas, ni yo ni nadie entiende.
Ni siquiera los grandes filósofos o teólogos que al mundo han confundido
tanto, y desde hace tantos siglos han dicharaceado sobre ella. Observo para
mi curiosidad, que esa indescifrable filosofía no la razonó ni Sófocles, ni
Aristóteles menos, quién fuera el filósofo griego que más influyó en la
cultura de su época, y todas las épocas. Menos influencia tuvieron sus
émulos, los geniales Platón, Sócrates, y Séneca, aquel de las venas rotas en
las tibias aguas de la bañera regia. Ninguno de esos filósofos ha sido
filósofo, al igual que los teólogos que no han sido teólogos. Ni unos ni otros
dieron receta alguna para curar o aliviar el alma, o confortar el cuerpo con
esa nada que afirman que lo anida., Fuera de inútiles consejos para
entenderse lo hombres entre sí, nada legaron para curar el dolor del alma,
que es en suma, el verdadero elemento inmortal, si es que ella en la bondad
de Dios existe. Hablaban ellos sobre la lógica, sobre el raciocinio, sobre las
relaciones inter personales. Quizás, el filósofo Nietzsche, fue el hombre
quién se acercara en su época, al complejo concepto de eternidad del
universo como tal, pero nunca hizo alusión en este sentido, sobre el alma.
Este brillantísimo alemán, escribió sobre todo lo divino y lo humano. Sobre
la superioridad y pureza de su única raza, pero jamás trató de la
supremacía de un alma sobre otra alma. Observa Estefanía, que esas
teorías falsas de la raza, sirvieron muchos años después para que las
recogiera el psicópata de Hitler, y destruyera el mundo europeo, causando
la hecatombe y el holocausto, más infame de toda la historia de la
humanidad. Ese loco iluminado de Nietzsche, que murió en el ostracismo,
en un manicomio a edad precoz, se creyó en su corta existencia, el mismo
profeta Mahoma, cuando éste profeta, por misterioso revelamiento de Dios,
escribió “El Corán”, según se sabe, en sucesivas revelaciones dictadas
desde el más allá. El nombrado libro filosófico de Nietzsche “Así habló
59
Zaratustra”, equivale a una catilinaria en cuatro partes, escritas
vertiginosamente, según afirmaba su propio autor. Constituye un éxtasis
del filósofo de carácter místico, salido en forma de discursos, por boca de
Zaratustra, que sufre de hondas tormentas de su mente inquieta. Dicta
improperios contra la clase burguesa; relaciona el camello y el fiero león
con la moral, representando al niño, como el creador de nuevos valores,
mediante sus sencillos juegos. Habla sobre el eterno retorno de las cosas
pasadas, y sobre la necesaria voluntad del poder, para subyugar al prójimo.
Afirma que los hombres superiores, como los de la raza aria, son la
redención de la humanidad, para concluir que sólo ellos y no más que ellos,
terminarán con la cultura occidental, enferma de mente y ávida de dinero,
al igual que terminarán con los hombres débiles y pusilánimes. El
endemoniado Zaratustra, agregaba el doctor Nemoroso, regresa a su
montaña mágica y reveladora de donde antes había salido, anciano y
desanimado ante el fracaso de su tarea, probando con su propia muerte,
todo lo contrario de aquello que en vida había escrito y predicado. Observa
mi queridísima Estefanía, que ese materialista judío alemán de Nietzsche,
nunca antes especuló sobre el alma como “elemento inmortal”.

Seguidamente, el buen doctor Nemoroso inconsciente de las verdades


dichas, agregó: “si esto le aconteció a este recordado filósofo, que no me
ocurrirá a mí que nunca duermo, si estoy despierto, y estando despierto no
siento dentro de mí, ni siquiera la quietud del alma. Quiera mi Dios
bondadoso, me suceda en estos momentos, todo lo contrario: “que cuando
duerma, jamás despierte”. En seguida de concluir el doctor Nemoroso el
primer fragmento del impreciso relato, con esta presuntuoso sentencia
terminó, diciendo esta escueta frase: “El que bien muere, morido está.”

¿En verdad, será que esta vez dijo barbaridades el alucinado doctor
Nemoroso, como Estefanía, tan ligeramente afirmaba?

El buen doctor Nemoroso quedó unos pocos segundos como en estado de


éxtasis, pero a renglón seguido al igual de que tratara de machacar lo
dicho, expresó. “Ay, Estefanía: cuántas veces he conversado sobre el dolor
del alma. Todas las religiones dan fe que ella existe. Como médico, por más
trato de penetrar en la lógica del cuerpo humano, jamás la hallé. ¿Dónde
está metida el alma en el bulto corpóreo’? ¿Será que el alma es como Dios,
que carece de visibilidad? ¿El alma es hombre o mujer? ¿Es que la buena
razón pura, no podrá jamás probar la existencia de Dios y por supuesto del
alma? Pero la sabiduría natural nos indica que si existe. Por algo dijo
60
Santo Tomás de Aquino en un momento de su vida, que no era evidente que
Dios existiera, no obstante ya lo había hecho santo. Y yo agregaría, que si
Santo Tomás dudó de Dios, pues por simple raciocinio debe dudarse de la
existencia del alma. Y si esto es presumiblemente evidente, ¿para qué las
religiones? Quizás para poner un poco de orden sobre la faz de la tierra.
Ellas infunden temor, casi terror, y de esos cánones morales se valen los
“vivos” para gobernar a los pueblos. Esa teoría la atestiguaba, decía el
doctor Nemoroso, un hábil bolchevique cuyo cuerpo está momificado,
guareciendo su propia alma acartonada, en las murallas de Moscú. Se
supone con fe ciega, querida Estefanía, que las religiones, el alma y Dios,
es una necesidad para mucha gente, lo que de manera alguna indica ser
demostración forzosa, de que el alma y Dios existan. El mundo sería una
panacea si las religiones no existieran. Cuántos centenares, millares de
preciadas vidas que fueron sacrificadas en nombre de la verdadera
religión, se abrían ahorrado, en este amargo mundo, pues no se puede
confrontar lo evidente, lo material que se ve y se escucha, con lo invisible.
Pero lo invisible existe: el frío, el calor, el dolor y la felicidad o desgracia,
se perciben o se sienten, pero no se ven. Así de incomprensible debe ser la
esencia de Dios, quien dicen, está en todas partes y ninguna.”. “¿No sientes
frío mi querida Estefanía del alma, por lo que te he dicho’?’.

Y el doctor Nemoroso triste, y sin alientos, calló por un momento. A esta


altura de su final relato, Estefanía con rictus de compasión por la locura
del doctor Nemoroso, lo miraba como un ser venido del otro mundo, o
mejor, ido de él. Se decía reiteradamente a sí misma, si en realidad este
pobre viejo chocho no estaría más loco aún, que el mismísimo perturbado
Zaratustra, quien sobrevivirá por muchos años más, al mismísimo
demente de Nietzsche, quién alucinantemente lo creó.

El doctor Nemoroso, haciendo caso omiso de la cara de sorpresa de su


hija, valiéndose del último soplo de vida continuó sus divagaciones, sin
importarle mucho la conexidad conceptual de sus vagas ideas, por cuanto
suponía, a estas alturas del particular relato, ese detalle de hablar y
parlar sin sentido, sería lo de menos. Impertérrito como si vagara por las
cumbres de la locura, prosiguió como si nada le importara, su retórica
ilusa e irracional. Sentía la placidez de parlar y aconsejar cosas inútiles,
en sus vacías sentencias, como aquella “de que sin excepción alguna los
Mesías aconsejaban a hacer el bien, estando seguros de encontrar oídos
sordos en las pasadas, presentes y futuras generaciones”. Acto seguido, con
evidente y notoria dificultad en su poltrona morrocotuda, prosiguió su
61
extenso parlamento, ya no dubitando sobre la inexistencia de Dios y del
alma, sino corroborando esta necesaria realidad, o conexión del uno –
Dios – sobre la otra –el alma--. Sin ruborizarse, sin inmutarse siquiera
por lo expresado, por sus locatas contradicciones, con arrogancia, pero
quebrada la voz, sentenció de nuevo. “Ves tú, querida hija mía, ¿por qué
no te puedo dar consejos? Nadie escucha las verdaderas exhortaciones
sagradas, o las magnas predilecciones divinas, y cuando atolondradamente
las perciben, la humanidad, es bien sabido, hace caso omiso de ellas. Las
religiones más antiguas han arado en el mar y sembrado en el desierto. La
paz espiritual no existe, ni siquiera en los sepulcros que cubren los muertos.
Ni tampoco los hombres libres y ricos la poseen; menos aún los pobres que
jamás encuentran tranquilidad, por cuanto carecieron poco de lo material.
Aquellas superfluas vanidades todas, terminan en el final camastro del
moribundo, en cruel y desigual batalla; en un accidente fortuito, o en un
aterrador suicidio. Somos seres sin rumbo cierto, y sentimos el temor de
haber sido, cuando confrontamos la realidad de la muerte; y siempre,
siempre, nos agobia el espanto como ya te expresé, de no saber jamás de
dónde venimos, y el miedo de ignorar hacia el dónde vamos. Al despedirme
de ti, hija mía, lo hago consciente que fui un mal padre, un mal médico, un
mal amigo. Sólo fui una paja que un vendaval llevó a las cimas de la
presunción, y a los hondos abismos del pecado y el olvido. Un hacedor de
ilusiones; un vendedor de falsas promesas; un mercader de la necedad; un
necio pordiosero rico, y un capitalista mezquino”. Por último, el doctor
Nemoroso, como siempre sucedía, contradiciendo ahora en mucho lo
expresado, espetó esta sentencia. “Piensa, Estefanía, que todo ser humano
está dotado de entendimiento y esa es la simple razón por la cual el hombre
desea existir eternamente. Ese querer no puede ser vano o insustancial, y si
esto es así de sencillo y estamos hechos al imagen y semejanza de Dios,
colíguese de este misterio, que la existencia del alma es inmortal.”

Pensó Estefanía, luego de escuchar ese sermón misterioso e inexplicable


para ella, se aferraba a la idea de que el muerto, está mortalmente
morido. Que el muerto, eternamente deja viva el alma. Que Dios existe y
no prevalecerá jamás contra Él, ni el demonio, ni el mal, las suposiciones
ni mentiras. Lo inverso, la no inmortalidad del alma, sería como negar la
luz del día, el atardecer del sol, su cotidiano resplandor en el firmamento,
infinito y bello. “Si el hombre no tuviera alma, Dios no existiría. Y Él, está
vivo, por los siglos de los siglos amen.”

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Teobaldo, quién por supuesto había escuchado toda la catilinaria, muy
oculto detrás de la puerta, irrumpió portando la morfina mezclada con
tres gotas de heroína. El doctor Nemoroso se negaba a revelar, aún
sabiendo su inevitable muerte, el mítico secreto del elíxir milagroso. Era
la única forma, creía Teobaldo, de poder revivir al doctor Nemoroso, así
fuera un poco nada más, para poder reconquistar a su querida Estefanía,
así percibiera en su rostro, una desafecta mirada.

Al punto de retirarse entristecida Estefanía, aquellos dos hombres se


quedaron mirándose fijamente. Se sabía que el doctor Nemoroso había
tomado la determinación de abandonar este mundo por sí mismo, o por
mandato de Dios, siendo su fatal resolución irrevocable. Si Dios no lo
hacía ahora mismo, lo haría el doctor Nemoroso dentro de los instantes
siguientes. Pero el diablo, aquel malévolo ser que todo mal inspira y que
toda agonía prolonga, se le atravesó en el camino, e impulsó al viejo
acobardado a suplicarle a Teobaldo una postrera petición. Le imploró,
aplicara la inyección que tanto mitigaba sus dolores afirmándole: “yo no
podría irme tan lejos con estos lamentables espasmos que me atormentan.
Como médico que todo lo siente y nada lo sabe, es mi deseo marcharme sin
sufrimientos.

Y diciendo esto, le estiró el flaco y esquelético brazo derecho que ni venas


mostraba. Teobaldo, entendió que esta suplica no era para aplacar el
suplicio de los dolores. Era para sentir la placidez de la heroína, y en
gesto brutal buscó la femoral sin que pudiera el doctor Nemoroso
percatarse de ello. Partió de esta vida sin darse cuenta a qué horas, y en
verdad, subió su alma a la eternidad. Tal como igual lo hiciera el espíritu
de su perro Pirulí, sin mezquindades ni rencores. Cuando abrió su mano
yerta, un polvo blanco cayó sobre el piso. La única víctima del letal
veneno había sido el pobre Pirulí. El doctor Nemoroso se suicidó sin duda
antes de que la inyección de morfina, fuera inyectada, en su arteria
femoral. Le jugó una mala pasada al pérfido Teobaldo, quién entendió
por vigésima vez, su propia maldad y el desprecio de quién prácticamente
lo había creado, siempre para el bien, jamás para el mal que acumulara
toda su vida, como un ser maldecido por su propio egoísmo y diabólica
actitud, que siempre albergó su corazón perverso.

El alma de Nemoroso súbitamente se desprendió y fue subiendo poco a


poco, no con la velocidad de los cuerpos etéreos. Se detuvo a mitad del
camino, y se encontró con el mismo demonio que, a punta de tridente
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para engancharlo quería arrástralo hacia el infierno. Nemoroso sin pisca
de miedo se arrodillo y rezó la oración del Ángel de la Guarda, quien en
ese instante lo entrelazó con dulzura y se lo llevó al cielo. Maldito
demonio, le gritó el ángel a Demóstenes, que así se llamaba el diablo. “Sal
de nuestro camino que aquí llevo una alma buena, un viejo reflexivo que lo
último que hizo en la vida fue apostrofar de ti. Fu un hombre justo y así lo
será hasta los siglos que están por venir.” Dando un grito de espanto, el
demonio se alejó sin su presa, su carnal y su oveja. Allá terminó feliz
Nemoroso, saludando a Dios por las mañanas y por las noches, rezaba sus
maitines que siempre fueron sin nubes negras, sin tempestades, ni lluvias,
dentro de ese sol de Dios, bello y eterno. Todo era paz, de aquella divina y
eterna. Dios Sabía que las dudas de ese hombre sobre la vida espiritual,
siempre las concluyó a favor de su firme fe, y en su vida terrenal, no tuvo
envidias, ni diretes. Obró bien y debería tener su recompensa. Hasta
ordenó Dios a sus ángeles, le subieran esa silla morrocotuda, para su
contento y solas.

CAPÍTULO XIV
La justa despedida

El primero en marchar detrás de féretro rumbo al camposanto, para


inhumar el cuerpo de Nemoroso, fue el viejo que tan acremente había
ofendido al doctor, cuando éste en vida, hizo trizas la fórmula del
afrodisíaco vermífugo. Caminaba el sátrapa Bermejo, con una cara
desafiante llena de hondo arrebato, y en su mano temblorosa asía un
rosario musitando oraciones, que en nada se semejaban a la postrera
plegaria del Réquiem, oración sublime hecha a la medida de la paz de los
muertos. Balbucía cosas tan extrañas, que al cortejo fúnebre le parecían
inentendibles, pero persona que aguzara bien el oído, alcanzaban a
64
escuchar oraciones diabólicos, que también las hay, suplicando que ese
dolido vejete “del doctor Nemoroso, querido Luzbel, en cuerpo y alma debe
irse directamente al infierno de donde nunca más deberá salir”. Y
resultaron tan efectivos los diabólicos conjuros, que se revirtieron contra
él, pues con la última palada de tierra que echaron encima del sarcófago
del doctor Nemoroso, así también exhaló Bermejo su último suspiro,
yéndose derecho, sin parar, ni mirar hacia atrás, al mismo infierno de
donde no hubiera salido jamás. Algunos de los dolientes, ciñeron su
cuerpo y sin misericordia y sin que mediara oración por Bermejo,
botaron su cuerpo a una fosa común, donde lo taparon con gruesa capas
de tierra, y corriendo se alejaron del lugar, como si de viruela se tratare.
Solo se les ocurrió comentar con un poco de burla, a los acompañantes
del teatro fúnebre, una frase que se le ajustaba casualmente al nuevo
difunto: “Así paga el diablo, a quién bien le sirve.”

A su vez, otro de los acompañantes, era naturalmente Teobaldo, que con


frialdad maquiavélica, marchaba al lado del ataúd de abeto curado,
despreocupado y sin pizca de tristeza en su rostro. Al contrario, parecía
impasible ante la majestad de la muerte. Su pensamiento, acaso se hacía
la reflexión de que el tránsito de esta vertiginosa vida a la inescrutable
muerte, constituía un acontecimiento feliz, dado su propia condición
humana. Como argüía en vida el doctor Nemoroso, atrás quedan los
sufrimientos, el amor, los desamores, la pasión, la demencia, la venganza,
el bien y el mal, una que otra de estas condiciones, poseía todo hombre Y
en el campo espiritual, la vida era muy difícil llevarla, a menos que
excepcionalmente la persona naciera y muriera en medio de la beatitud,
virtud esta, tan extraña en todos los tiempos. Uno que otro de los
contertulios acompañantes de la fúnebre procesión, igualmente pensaban
sobre la vida eterna. Uno de los curas, recordaba que el difunto doctor
Nemoroso, recordando a ese ser nefasto de Satanás, “que tortura tan bien
el alma en vida, ya no podrá martirizarlo en la otra, por cuanto en esa
misteriosa etapa del más allá, no habría quizás nada y de la nada venimos y
hacia la nada vamos” disertando sobre el dilema de la eternidad. Pero,
igualmente es sabido, pensaba el sacerdote, que el doctor Nemoroso al
terminar sus disquisiciones, siempre alababa a Dios. Mientras tanto
Teobaldo caminando muy despacio, casi quedando al puro final de la
procesión, meditaba sobre el último sermón contradictorio del doctor
Nemoroso, que dijo mucho sobre el alma, sobre lo etéreo, pero en su
concepto, sin razonar nada que lo pudiera conturbar, más de lo que él, ya
estaba.
65
Pensaba Teobaldo además, en la posesión de bienes terrenales, con el
presentimiento de parte, no toda, de la fortuna del doctor Nemoroso le
correspondía, y si por alguna adversa casualidad Estefanía se quedaba
con ella, al menos conservaría para su buen provecho, su confortable
alcoba, los buenos libros de la biblioteca, la botica con los estantes de
madera de nogal casi vacíos y, lo más importante, la fórmula que a fuerza
de engaños la adquirió del viejo doctor, cuando mal lo condujo a la
dependencia farmacológica de la morfina. Cuando salió Teobaldo de tan
codiciosas cavilaciones, ya la tumba del doctor Nemoroso estaba cubierta
con la tierra sagrada del camposanto. Sólo se percibía un crisantemo, la
flor de los difuntos, sobre aquel sepulcro fugaz que iniciaba su viaje al
olvido. Allí quedaba, se dijo, ese cuerpo como alimento de gusanos y
abono de la tierra estéril. Ni siquiera el día de los interfectos, el buenazo
del doctor Nemoroso sería llorado, ni recordado, por su malograda
descendencia. Pasada una generación o dos, su nombre no se recordaría
sobre la faz de la tierra. Por consiguiente, no importaba que hubiese
muerto, porque la muerte obedece al ineludible destino de los vivos.
Mejor aún, era un viejo que seguramente en vida, tenía muerta su alma,
y hasta su conciencia misma. Tal era el profundo odio que le profesaba al
buen doctor Nemoroso. Con estos razonamientos malsanos se alejó de
aquel ignoto lugar, sin siquiera volver su cabeza hacia atrás.

Al llegar a la enorme casona del doctor Nemoroso que Teobaldo por toda
su vida consideró la suya propia, se encontró en el portalón de entrada
con una cantidad de cajas de cartón asidas con cintas plásticas y cabuyas
de grueso percal. Tiradas y sin orden, estaban esparcidas por el piso,
aparentando esos cartones viejos, ser una mudanza de gitanos, tal como
le había oído decir a Estefanía y Rosmery, cuando ellas de pueblo en
pueblo, vagaban sin rumbo cierto. Como guardia de aquél cúmulo de
objetos inútiles, sentado sobre una de esas rústicas cajas, estaba Estacio,
joven agregado de la casona, quién al notar la sorpresa del doctor
Teobaldo, sin timideces le dijo: “creo doctorcito, vuestra merced se jodió y
muy bien jodido. La señora Estefanía hizo sacar sus cachivaches y
empacarlos de esta forma y manera, para que usted se los lleve lejos de aquí
o donde le pegue su real gana. Me recomendó le dijera, que los frascos
amarillos de ámbar se quedarán en la botica que por lo demás,
permanecerá cerrada, hasta la consumación de los siglos, o hasta que Dios
y ella lo quieran. Y si alguna duda tiene por resolver, vaya resignado a

66
consultarle esta decisión al doctor Nemoroso, que como usted bien sabe,
enterrado y muerto está.”

Estefanía estaba aplicando por segunda vez idéntica fórmula que ensayó
con su esposo suicida Clodomiro, cuando se enteró de que andaba en
malos pasos, con la arpía Celestina, aquella amante que le suministraba
yerbas afrodisíacas mezcladas con chocolate, queso y pan. Y en esa
oportunidad, la medida radical le resultó de tan singular éxito, que el
abandonado marido sucumbió merendado por las aves de rapiña, cuando
su cuerpo putrefacto se bamboleaba en una parca de ciprés.

Teobaldo, por enésima vez, quedó mudo por instantes, y casi patidifuso
por el inapropiado proceder de Estefanía. Y sin miramiento alguno, ni
mucho menos consideración, le apostrofó iracundo a Estacio: “Y usted
esbirro, dígale a Estefanía que el día vendrá en que me implore regresar a
esta casa tan mía, como suya, y de la cual saldrá con sus pertenencias en
estas mismas cajas de cartón. Y también agréguele, que se quedará sin la
hacienda de su padre y que maldigo la madre que en el vientre la llevó.
¡Que ya lo verá! Y que esto se lo juro por el Dios de los vivos, y de los
muertos.”

Diciendo esto, echó sus chirimbolos en el primer carruaje que pasó y se


marchó del lugar, como alma que lleva el diablo. Pero ignoraba Teobaldo
que esas almas que así se van, “llevan los bolsillos rotos.”

Ni Estefanía ni Teobaldo entendían esta parábola de perdones y ofensas,


que se infligían el uno hacia el otro, cada que se encontraban en algún
oscuro rincón, en las calles, en el atrio de la iglesia, o en cualquier lugar
donde se trababan en recriminaciones de arrepentimientos y olvidos. Este
era un continuo suplicio que juntos llevaban, en el oscuro rincón de sus
almas quejumbrosas.

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TEOBALDO EL DEMENTE SUPREMO.

CAPÍTULO XV
El trasegar de Teobaldo

Teobaldo llegó muy confundido a una posada que estaba retirada de la


ciudad y cerca de un poblado rural denominado “San Gabriel de Todos
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Los Santos”. Nombre tan raro, se lo endilgo su fundador que según la
tradición oral, fue un sacerdote que en las postrimerías del siglo XIX
arribó a ese valle donde había abundantes aguas y tierras fértiles
solitarias. Quedaba ubicado muy lejanamente de la base de la cordillera
donde se inician los “Llanos Orientales” colombianos. Un territorio vasto
y rico, ardiente como mujer en celo, donde se cultivaba el arroz, maíz, el
sorgo, y en dónde, en esas extensas sabanas pastaban ganado vacuno y
caballar, sin límites de cercas ni linderos. Esa extensión tan inmensa
como un océano, que forma una inigualable plataforma geográfica unida
a los llanos de la hermana Venezuela, hoy república Bolivariana. Los
rebaños de galopantes ganado caballar, campeaban como centauros llano
adentro, exhibiendo un hermosísimo espectáculo de jacos montaraces y
bárbaros. De vez en cuando, por lo regular dos veces al año, los acuciosos
vaqueros se internaban en esas solitarias sabanas acopiando los animales
en apriscos, donde permanecían muchos días, amansándolos a las buenas,
o a las putas malas, como algunos de esos valientes llaneros lo afirmaban.
Desde tiempos ancestrales los llaneros, han sido jinetes consumados,
fuertes y porfiados, de una gran habilidad ingénita, que heredaran de sus
viriles antepasados. Fueron esos hermanos llaneros, que se reunieron con
el general Santander y Bolívar, para juntos con ellos, ascender el Páramo
de Pisba, dar la batalla del Pantano de Vargas y dos o tres días después,
acabar a los ejércitos españoles en la batalla de Boyacá, donde se selló la
libertad de Colombia, iniciándose luego la de Ecuador y la de Perú.

Y retomando el cuento de la fundación del pueblo, se apuntaba que el


joven presbítero que años atrás fundó lo fundó,, era un vivaracho español
venido a menos, proveniente de la ciudad de Granada, y que por
decepciones amorosas, llegó a la América hispana en busca, dizque de paz
espiritual, profesando después de mucho luchar contra el malévolo
diablo,, y lo más fuerte, como afirmaba al confesarse con su vecino colega
dominico, contra las mujeres siempre mendaces y casquivanas, a quienes
así llamaba con simulada rabia, cuando lo acosaba el recuerdo de esas
sus antiguas cortesanas. Ya convertido en augusto sacerdote, sus largas
pláticas dominicales, trataban sobre el beatífico arcángel San Gabriel
patrono del poblado, razonando que ningún caserío por alejado que fuera
de la civilización, podría prosperar sin un calificativo santo. Algo tendría
el cura de razón, cuando su carácter rebosaba su cordura. Sostenía el
ingenuo cura, que esta mixtura de calificativos sagrados del santo
Gabriel, librarían a todos esos hombres y mujeres, de los pecados de la
carne y del tráfico y consumo de estupefacientes y droga, muy usado en
69
aquella zona. Pero pareciera que Dios no lo oía, allá arriba tan lejos. Sin
embargo, basado en su carbonera fe, fue que cristianó al pueblo con
mucha profusión de agua bendita, procesión de palio, y exposición del
Santísimo, coreado, como por milagros de Dios, con ahora las alegrías de
los feligreses, rezos y bendiciones. Eran celebrados estos actos litúrgicos,
un día miércoles de ceniza, como para recordarles a todos aquellos
moradores presentes y futuros, “que del polvo de la tierra vienen, y hacia
el polvo de la tierra van”.

Lo primero que hizo Teobaldo al llegar a “San Gabriel de todos Los


Santos”, fue instalar una botica valiéndose de sus conocimientos médicos
para preparar brebajes y fármacos, que según afirmaban, curaban
dolores ajenos. Con finas agujas de estaño que mandó a fabricar, hizo del
caserío un punto obligado de referencia, donde las gentes lo tenían como
sagrado, destino de peregrinaciones curativas, gracias a ese nuevo doctor.
A veces, se hastiaba del trajín y montado en brioso alazán, se internaba
con sus caporales muy dentro de la sabana, sin rumbo cierto. En tales
correrías él y sus fornidos hombres, si no encontraban abrigo en las
llanuras, guindaban sus bellas hamacas en cualquier lugar improvisado,
sacrificando alguna mamona sobre fogón de leña, que acompañaban
siempre con guarapo cerrero. Fue precisamente el llanero Tatiapo, quién
le enseñara los misterios de esa región exótica y bella. Le explicaba su
fauna, y lo embelesaba con narraciones de los desconocidos cánticos que
inspiraron los pájaros llamados tenores: “el Cachicamo” y “el Gaván”. Lo
aleccionaba también Tatiano, sobre los ruidos extremos de los diminutos
e inquietos “Pericos”. Le instruía sobre la alborotada pava silvestre
“Guacharaca” caracterizada siempre por sus alternos gritos guturales
agudísimos; y también, era lógico, sobre el cadencioso volar de las garzas
rosadas. Del los acordes del Cachamo, afirmaba Tatiapo, nacieron los
ritmos de la música llanera, como por ejemplo, la cadencia del “Gaván”,
del “Merecure”, la “Periquera” y la “Guacaba”. Le narraba en las noches
estrelladas que eran todas, el origen de las más románticas canciones,
que inspiraron mujeres llaneras, como la sensual morena “Carmentea” y
la hembra embrujadora “Catira”, semirubia, de grandes ojos verdes y
cabellera dorada, y piel canela. Juraba Tatiapo, haciendo la señal de la
cruz, que el folclor llanero no tenía ni de lejos comparación en la historia
de la cultura musical, especialmente el bello “Contrapunteo” cuya única
condición consistía en que los contrincantes no pueden invocar estrofas
ya conocidos o escritas, y al finalizar el primer contertulio, empieza el
otro, sin poder cambiar la letra de la vocal del último verso entonado, a
70
riesgo de perder la confrontación versificadora. Igual acontecía cuando
se malgastaba el tiempo al repetir un verso, o los cantautores se tornaban
ebrios o vulgares. Teobaldo, por más que porfiaba en el difícil arte del
contrapunteo, siempre salía herido en su amor propio, por lo que decidió
no hacerlo diciéndole a los vaqueros: “A Dios lo que es de Dios y al
piquero o trovador, lo que es del piquero.”

Pero el contento de Teobaldo llegaba al colmo, y bien se salía de sus


alpargatas, cuando escuchaba la historia de los “Galerones”, nombre
proveniente, según Tatiapo, de los hombres que cansados y atribulados,
venían desde España en las galeras, y al pisar tierra firme, se les
alborotaba el seso, despertando sus sentidos y armando tan aviesos
festines, que las pobres mujeres de tanto correr, se rendían fatigosas en
sus brazos. De ahí que este rítmica música de son y baile, fuera tenido en
los vastos Llanos Orientales, como la danza más antigua, pues afirmaba
Tatiapo, sus claros orígenes de la danza, se remontaba a los comienzos
del siglo XVII.

Teobaldo ignoraba al principio, que la bella región que estaba pisando se


extiende majestuosa desde el píe de la cordillera “Oriental”, hasta la
Orinoquia, así llamada por rodar en su vasto territorio el “río Orinoco”,
el más caudaloso de América, después del bello impetuoso “Amazonas”.
Ese colosal territorio de 214.000 kilómetros cuadrados, alberga la
fastuosa serranía de “La Macarena”, y las bellas planicies de vegetación
herbácea, “chaparrales y morichales”, nombres estos hermosísimo que
abundan en el característico folclor llanero. Sus habitantes, son bella
mezcla de colonos e indígenas, aquellos mismos que se hicieron intrépidos
y valerosos hasta liberar cinco repúblicas, sin importarles cruzar
fronteras, ni abruptas cordilleras, ni cimas de helaje. Por ahí escondidos
en valles y selvas vírgenes, aún perduran etnias de indígenas puros, como
los “sálibas”, los “tunebos”, los humillados “guhaibos”, hoy tristemente
olvidados en los departamentos de Vichada y Guaviare.

Teobaldo, se fue convirtiendo en un obseso del llano y un buen día, o


quizás en uno gris de aquellos en que el hombre se embrutece, en gesto
insólito arrojó su maletín de galeno a un espeso morichal, sacando de sus
alforjas las agujas de acupuntura de fino estaño, obsequiándoselas a un
bonachón indio “guahibo”, que pasaba camino a las selvas del Vichada.
El corpulento aborigen mostraba un rostro tostado por el sol, y una
honda mirada entristecida y esclavizante, que le otorgaba aire de
71
congoja. El solitario indio se quedó mirando fijamente los punzones, y su
rostro triste, se tornó en gestos de alegría. Sin recato alguno empezó a
gritar como poseído por el diablo mismo. Lo primero que hizo con la
doble aguja, larga como un fino lápiz, fue atravesarse la nariz de lado a
lado, sin que por milagro brotara, extrañamente, una sola gota de sangre;
y con las dos afiladas restantes, como si de delgadas hojas de papel se
tratase, formó unos aros grandes colocándoselos en cada uno de sus
lóbulos orejales, ignorando el posible y lacerante dolor. Acto seguido,
continúo su parsimonioso ambular, recitando versos incomprensibles
para quienes observaban tan extraño proceder. A los pocos minutos de su
andar, el indio desde una pequeña colina alzó sus brazos al cielo en señal
de triste despedida, alejándose lentamente y desdibujándose su ya
pequeña silueta, con los últimos fulgores del atardecer, que descendían
sobre la vastísima sabana. Teobaldo nunca olvidaría en los ojos del
indígena los destellos de hondo agradecimiento, y el caminante a su vez,
menos relegaría el rictus melancólico del galeno, de su Teobaldo el bueno,
como desde ese instante lo llamó.

Al separarse definitivamente del ejercicio profesional, Teobaldo de lo


único que no pudo desprenderse fue de la fórmula mágica del doctor
Nemoroso, que con tanto afán buscara y guardara en su perturbado
conocimiento, para futura memoria. En algún santiamén, magullaba en
su corrupta mente, que Estefanía sería nuevamente suya, y cuando la
poseyera, nunca más de ningún otro sería. Menos de aquellos que
siempre viven con hambre de mujer y codicia de coño fresco. En ese
momento pensó, que felizmente algo se le estaba pegando de las hombrías
costumbres llaneras. Y como queriendo continuar siendo presa de ellas,
tomó la determinación de regresar y buscar a Estefanía, no importándole
el tiempo transcurrido, ni sus imputaciones cometidas, y menos aún, las
confrontaciones soeces que mutuamente se irrogaron años atrás. El
pasado quedaba, ojalá en el olvido, y haría lo posible por dejar de lado
tan densas pesadillas. Razonaba que Estefanía viviría a su lado, y si así no
lo quisiera, llegaría el instante en que la fórmula mágica del doctor
Nemoroso, la haría esclava de su propia y placentera lujuria. Es decir,
después de haber conocida la verdadera dicha humana, otra vez,
Teobaldo, empezó a entrar de nuevo, en su tenaz locura. Y en esta única
oportunidad de su miserable vida, Teobaldo en los llanos orientales, sin
siquiera darse cuenta, amasó una formidable fortuna, por cuanto todos
sus honorarios se los pagaron con ganado vacuno y caballos salvajes que

72
su caporal, llevaba a vender por montones a Venezuela y Colombia,
según el lugar que fuera más cerca para ello.

Sus pulmones y su mente, quizás Teobaldo, por primera vez en su


errática vida se habían despejado con el maravilloso aire de los llanos y
su trasegar de tantos años, sobre ese bello paraíso terrenal que, para su
desgracia, ahora abandonaba. Mejor le hubiese acaecido, si allí, bajo ese
cautivador paisaje, le hubiera dado por poner fin a su existencia, que
volver a lado de Estefanía, quién por supuesto, ya lo había borrado de su
mente.

CAPÍTULO XVI
El pobre Estacio

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En el amanecer que arribó Teobaldo a la brumosa ciudad, caía sobre ella
una llovizna pertinaz, y helada. Siempre le pareció su natal villa, un
pueblucho timorato donde las señoritas todas vestían como monjas
conventuales, y los señoritos, a fuerza de usar borcelino gris en sus
cabezas, conllevaban como señal de distinción un báculo de guayabo,
porque según decían, les daba la fragancia necesaria que disimulaba el
olor de sus sudorosos sobacos. Unas y otros, pensaban Teobaldo, se las
daban de respetables, pero bien intuía que cuando les apretaba las ganas
de copular, ellas lo hacían por lo regular con hombres casados, y ellos,
con viudas alegres, cuando apenas la pastosa tierra que cubría al esposo
difunto, empezaba a germinar en pasto verde. Que mal presagio tuvo
Teobaldo, con esa llovizna pertinaz, que helaba hasta los huesos, y en
verdad no paraba de fluir, inundando calles y avenidas. Fueron tiempos
en que la honda tristeza de la gente se acrecentó, hasta el punto de no
salir de sus casas. Era una desdicha presagiada, pues por coincidencia
malévola, en esos días de plomo, sólo se escuchaba el doloroso redoblar
de las campanas que anunciaba la misa de difuntos, secundadas por unas
vecinas que revoloteaban las almas, plenas de sollozos y estornudos. Por
eso Teobaldo enfermó, y al hospital fue a parar, no ya para curar
enfermos y ayudar a bien morir, como lo había hecho casualmente antes,
sino a que le mitigaran sus dolores de cuerpo y por qué no, de espíritu
que en últimas, era lo que más le dolía, por haberse alejado sin razón
aparente, del paraíso donde pasara breves años felices de su vida.

La enfermedad de Teobaldo en esta ocasión, no era de locura extrema


como cuando se atragantaba con sus propios excrementos. Los años que
había pasado en las feraces pampas y llanos, le había alegrado el alma y
ese aire cálido y transparente, refrescaron su errático seso. Pero no se
sabe si la lluvia de la ahora abúlica ciudad, o la espesa neblina, o quizás
los recuerdos, renovaron muy parcialmente su demencia. La enfermedad
como siempre, era la angustia existencial del amor y la pérfida venganza,
incluyendo en ella, hasta el criado Estacio, aquél que por orden de
Estefanía en cestillas de cartón, arrojó a la calle sus cachivaches. Menos
mal, decía, “que guardé esas cestas donde mi querido Simón, y en ellas
como le rejure al malnacido Estacio en esa ocasión, sacaré las roídas ropas
del lacayo, quién aprenderá, que el tan temido infierno empieza sin acabar
esta vida de mierda. Que se prepare entonces para el tormento terrenal, mil
veces peor que el de la vida eterna, que mi Dios o el diablo, le tendrán
preparado.”.

74
Ya repuesto, quienes en un principio lo veían ahora vencido por los años,
lo observaban pasear por los amplios corredores del hotel donde se
alojaba, y por las calles aledañas de su entorno. Nunca se hubiesen
explicado porqué Teobaldo, con tanta mezquindad evocaba la venganza
contra el paje Estacio. Ese simple dependiente, a quién Estefanía le
encomendó un lejano día aforar unas prendas de ropa vieja, Teobaldo
conjeturaba que si eso, no hubiese sucedido, nunca habría encontrado en
su maletín de galeno, aquellas finas agujas para la acupuntura, que tanto
le sirvieron, en las bellas planicies de los llanos Orientales. Rememoraba,
que ese criado sinvergüenza le refirió la inquina que le había tomado
Estefanía, y el hecho de que en la parte trasera de la casona hizo abrir un
artero hueco, que rellenó de libros, cuadernos de notas, el valioso
vademécum, y el diploma de letra cursiva, de su doctorado Todo ese alijo,
lo hizo, rociar con gasolina, prendiéndoles tan vivo fuego, que ni siquiera
quedaron las mudas cenizas que se llevaba el viento. Y Teobaldo también
supo, que quién había abierto esa infame sepultura de sus libros, y quién
prendió la tea para incinerarlos, fue el mismo Estacio, azuzado por su
ama. Se persuadió entonces de que la venganza sería en primer término,
contra ese lacayo, que tanto tenía que ver con el holocausto de que había
sido víctima.

¡Oh, Dios de Dioses, asistidme en la venganza! refunfuñaba una y otra


vez. La suerte de Estacio estaba echada, pero la suerte de Estefanía,
acaso, ¿no estaba directamente ligada a la de su criado?

El hotel donde se alojaba Teobaldo, ya se ha dicho, quedaba exactamente


en frente de la casa que había sido del doctor Nemoroso. Pudiera
comentarse que era la más moderna edificación de la ciudad. Una noche,
la algarabía de unos músicos serenateros, irritó tanto a Teobaldo, que se
levantó a la mañana con la idea irrevocable de comprar el hospedaje, y
sin cuestionar el costo del mismo, se hizo a él, con vajillas y muebles
incluidos. Lo que fueron ayer, cómodas habitaciones, hoy eran pequeños
módulos habitacionales, que Teobaldo convirtió en amplios salones, con
lámparas colgantes majestuosas y, en el último alto nivel, proyectó un
miramete sobre la casona del doctor Nemoroso, que tantos recuerdos le
suscitaba. Desde ese estratégico altillo, ni siquiera los diminutos insectos
que revoloteaban en los días calurosos, quedaban fuera de su vigilancia.
Todo a su alrededor lo observaba con sus potentes catalejos. Estefanía,
cuando salía a los corredores de su casa, o entreabría los ventanales hacia
la calle, o iba en busca de los capullos del jardín, eran escrutados por ojos
75
avizores. Lo que estaba lejos de imaginarse Teobaldo, fue que un día
cualquiera, llegase Eustaquio a las puertas del mismo hotel. Es decir, el
criado estaba entrando a la misma boca del lobo.

Además de los amplios salones que había mandado a construir, Teobaldo


en el primer piso del hotel conservó un enorme congelador, que fue usado
por muchos años, para bien resguardar del tiempo, acopios perecederos,
hortalizas y alimentos. Y al canto de ese sitio, hizo instalar una enorme
caja fuerte, con tal capacidad de cupo, como para guardar su oscura y
vengativa conciencia. Algunos afirmaban que la desmesurada caja era
para guarecer tanta riqueza acumulada; otros, los demasiados viejos, con
sobrada memoria aseguraban, que ese cofre era para ocultar la fórmula
mágica del buen doctor Nemoroso, pocos años ya fallecido; y unos menos,
razonaban que seguramente Teobaldo fundaría quizás en ese primer
piso, un tramposo banco de bien descarada usura, por cuanto los
rectangulares cubículos ornamentales, daban esa probable impresión.
Nadie tenía la certidumbre, y todo aquello quedó en simples suposiciones.
Teobaldo, era la única persona que sabía la razón o sin razón, de tan
excéntrica idea.

Teobaldo en sus apáticos ratos lúcidos que eran muy pocos, recordaba las
clases que había escuchado de sus antiguos profesores de psiquiatría.
Ellos contaban que la dolencia que ahora padecía, se caracterizaba por
momentos apacibles, o arrebatos furiosos, y los casos más graves se
presentaban cuándo, en lo que restaba de vida del enfermo, nunca se
recobraba la cabal conciencia. Se portaban quienes padecían de esa
enfermedad, como unos zombis, como seres que demostraban una honda
mirada atávica, unas tantas veces, otras, con atisbos fijos salidos de sus
ojos. En tales ocasiones el enfermo, escrutando la luz o la oscuridad, sin
poder razonar nada de nada. Perpetuaba Teobaldo, al recordar las
anteriores lecciones, que en la bella ciudad antigua de Amberes, única en
el mundo para el tratamiento de estos casos sintomatológicos, había un
manicomio donde guardaban para siempre, aquellos alienados mentales,
que no tenía cura o remedio conocido. Y a los más, que eran pacíficos, se
dejaban libremente transitar por cualquier barriada, sin que los
parroquianos supieran cual era trastornado, o cuál de ellos cuerdo. Eso
obedecía a que se hacía muy difícil distinguir entre estas dos últimas
patologías, porque algunos célebres locos, como el famélico Don Quijote y
el gordo Sancho, no importando lo dementes que eran, fueron quienes
más consejos sabios legaron a la humanidad. De ahí la gran dificultad de
76
los originarios de esa ciudad europea, de distinguir sin equívocos los
cuerdos de los locos, llegando a la conclusión, que los verdaderamente
chiflados, se parecían a los loros que, cuando optan por mal hablar, hay
que taparse los oídos para no escuchar sus sandeces. Lo que quiere decir
que entre un hombre loco, y un irrazonable loro, la diferencia es nada. Si
no, obsérvese que el humano al andar en larga fila india, por lo regular
platica insensateces. Eso lo tenía muy presente Teobaldo, que ya era loco.

Sucedió en ese entonces que un malogrado día Estacio, salió presuroso de


la casa para no regresar jamás. Por más que indagara Estefanía sobre su
fiel servidor, nadie le daba razón, perdiéndose su rastro sin dejar huella
alguna. Estefanía pasados días de la sorpresiva desaparición del pobre
Estacio, acudió ante las autoridades ofreciendo recompensas para que lo
buscaran, si era precioso, afirmó la dama, lo buscaran hasta debajo de las
piedras. En lugares estratégicos de la ciudad, mandó a pegar avisos con la
fotografía del sirviente, sin lograr resultado alguno. Viajó al pueblo
lejano de Estacio, y sus familiares escucharon de sus labios, la temprana
y perpleja desaparición de su siempre entrañable hijo. Cuando regresó
decepcionada, después de tan su infructuosa búsqueda, sólo se le ocurrió
encomendarlo a Dios, dejando las cosas al azar, pidiéndole el favor a Dios
en sus muchas oraciones, ya no por su cuerpo, sino por el alma del noble
Teobaldo. Al discurrir inexorablemente los años, ni el esquivo albur ni las
plegarias surtieron efecto y, como regularmente pasa con los humanos,
las penas con el tiempo se matan, y la buena recordación de las personas
se va apagando o muriendo con el olvido. En el caso de Estefanía, ese
cariño y recuerdo para con su dependiente Estacio, fue inmenso, desde el
mismo día en que Estacio a riesgo de su vida, años atrás, la salvo de unos
violadores que quisieron abusar de su castidad, cuando la golpearon y
vapulearon hasta dejarla sin sentido. La recia defensa de Estadio fue tan
decidida, que perdió su ojo izquierdo en la reyerta, y como si fuera poco,
del golpe que le dieron en la cabeza quedó, tartamudeando por el resto de
sus días. Ese gesto de valor y coraje, Estefanía jamás pudo olvidarlo, y
siempre lo colmó a su siervo de cuidados y bonificaciones.

Pero ¿a dónde diablos, el pobre Estacio, fue a parar? Sólo Teobaldo lo


sabía y el recuerdo de los hechos que tuvo contra él, atormentaba su
conciencia. Perpetuaba que el aciago día de la desaparición del criado,
Estacio pasó justo por enfrente de la puerta del antiguo hotel, y no
teniendo conciencia de tentarlo para llamar su atención, como lo hubiese
hecho el demonio mismo, así lo hizo. Fue que sin saber a qué horas,
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Teobaldo, le dio de beber la fórmula mágica del doctor Nemoroso, en tal
cantidad, que el tuerto Estacio, con su sólo ojo, observaba vírgenes bellas
por todas partes. Luego lo ató a una columna, haciéndolo aullar de deseos
carnales, echando aquel buen sirviente, babaza por boca y nariz, y a
medida que se le erectaba el falo, lo que recibía eran duros azotes que le
aforaba con fiereza el mismo Teobaldo. Un terrible amanecer cuando
estaba la víctima al borde de perder la razón, Estacio fue introducido sin
miramientos al congelador, ese grande y listo, para que durmiera el
sueño eterno. Su cuerpo quedó de horrible color morado ocre, y así lo
momificó aquel esquizofrénico de Teobaldo,

Con Estacio hecho cadáver escondido, la venganza apenas comenzaba,


comentaba el loco de Teobaldo.

CAPÍTULO XVII
Los consejos de Estefanía a Teobaldo.

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Estefanía, ya sabía que el dueño ahora del antiguo hotel convertido en
casa regia, era Teobaldo. Cuando a veces se encontraban en el vecindario
sus caminos se cruzaban, sin musitar palabra alguna. El rictus de esa
mujer altiva que aún atesoraba el esplendor de su mirada profunda y
bella, evocaba en su rostro, un gesto de soberbia. Teobaldo, al verla venir
agachaba la cabeza, acelerando el paso y como sombra invernal, se
perdía de su vista. Hasta que llegaron los esperados días de cualquier
navidad y cuando las campanas tocaban la misa de gallo, justo escalando
el altozano de la iglesia, sus fisonomías se encontraron, casi por
casualidad, como por un sorpresivo y fugaz milagro. Muchos años hacía
que no se cruzaban palabra alguna. En esta última ocasión, Estefanía con
expresión dolorida, le dijo: “Teobaldo el tiempo ha pasado más rápido que
el mismo fulgor de los relámpagos. Qué honda razón tenía mi padre, el
doctor Nemoroso, cuando filosofaba sobre el tema y ni bolas se le deparaba.
Éramos jóvenes y tú más que yo, debes recuerdas, supongo, esos eternos
momentos. Por la sagrada memoria de quién tanto nos quiso, que bueno
sería olvidáramos los sinsabores y por enésima vez retomáramos el camino
de la concordia, o si lo así lo prefieres, al menos el de la indiferencia sin
amarguras u odios. Las puertas de mi casa están abiertas para que una vez
caviladas mis palabras, medites sobre ellas, y si bien lo deseas, traspases el
umbral que te ha sido tan esquivo. Pero quiero advertirte, que nuestras
conversaciones excepcionales, será sobre temas escitamente moderados y
bajo parámetros de mutuo respeto”. Y diciendo esto, apresuró su paso
para entrar a la iglesia a orar y un poco meditar sobre su propuesta que
no entendía de donde ni por qué había hecho. Recordaba al momento del
piadoso rezo, que no era la primera, ni segunda vez que intentaba la
extraña reconciliación, y el mutuo perdón debido. Teobaldo en cambio,
recurrentemente varias veces lo había deseado, sin lograrlo. Quizás, estos
anormales ímpetus nacían de un mecánico razonamiento, pero algo le
dictaba que no eran fruto de perdón sincero. Este insólito acontecer
sucedía en sus oraciones, sintiendo un hormigueo en su cuerpo que creía
transmitir a los creyentes feligreses, que estaban a su lado. Luego, para
calmarse, maldecía en mudo silencio su inexplicable proceder, retomando
con suma piedad el rito religioso. En cambio, Estefanía arrodillada y
piadosa, pareciera que Dios, le sugería perdonar ese hombre tan odiado
en su corazón. No más de balbucear la palabra olvido, su cuerpo se
estremecía de espanto. Esos nunca lo borraría de su mente, y mucho
menos conociendo a Teobaldo, o mejor, para ellas, el diablo mismo. Al
hablarle, simplemente Estefanía entendía que era un acto cristiano de
perdón. No más.ni memos.
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Estefanía no sospechó ni remotamente las gaseosas tierras movedizas que
pisaba, cuando invitó al despiadado Teobaldo a deponer sus antiguos
odios, y animadversiones. Casi quisiera entender ahora que el aletargado
hombre caduco, con su cara triste y abatida, sería incapaz de matar una
pulga, o retorcerle el pescuezo a una blanca paloma.

De ahí que Teobaldo, ante las palabras de Estefanía se quedó como de


una sola pieza, y casi con desespero regresó a su casa. Nunca se imaginó
que el carácter de Estefanía diera a la postre, para tanta largueza,
repitiendo siempre la misma cantaleta de reconciliación que antes le
había hecho, sin haberla cumplido jamás. Una mujer soberbia como ella,
estricta, recia de espíritu, alejada de zalamerías religiosas, al haber
pronunciado esos sentidos mensajes de perdón y olvido, en el umbral de
la casa de Dios, presumía Teobaldo por fin, que lo dicho por ella, sonaba
como cantos de sirena, pero de todas maneras la había escuchado.
Obedecerían aquellas frases a un milagro, se argumentaba Teobaldo. No
obstante, su confusión aumentaba y se cuestionaba lo malvado que había
sido con Estefanía y con su padre el doctor Nemoroso. Repasando su
vida, encontraba negros agujeros donde ni la misericordia, ni la caridad,
ni el amor desinteresado, podrían en su caso tener perdón alguno. Su
pasado pecaminoso, su mentalidad errática entre el bien y el mal, la
cordura y la locura, era consciente de ello, no eran para fiar, ni siquiera
de él mismo, quién se consideró como un esquizofrénico incurable.

Pero a la larga, las palabras conciliadoras de Estefanía al salir de la


iglesia, empezaron a servirle de un dulce néctar que embriagaba su
corazón, y lo liberaba, al menos temporalmente, de su obsesiva
corrupción. Por cuanto él, se repetía sin piedad alguna, era un obseso
fuera de lo común, sin haber nunca encontrado su propio norte. Sin
embargo, obedeciendo al principio de que siempre lo bueno prevalece
sobre lo malo, Teobaldo creía que su irascible temperamento estaba
cambiando, por infinito milagro de Dios. Ya no pensaba en tomar
venganza jurada, y en quitarle a Estefanía la primitiva casona del doctor
Nemoroso, ni menos, la hacienda de la que dependía su manutención. Y
se acordó que la querida hija de Estefanía, había partido hacía mucho
tiempo, cuando huyó con el gitano de Perseo, de quiénes no se sabía nada
de ellos. Y mandó a buscar a la hija pródiga y rebuscar por todos los
confines de la tierra para encontrarla, donde quiera que estuviese. Es
decir, hizo recorrer las altas cimas nevadas y los fértiles valles; países
80
ignotos y selva africanas; en los desiertos del Sahara o del lejano Kavir; o
en la bella ciudad de Capadocia, según decires, única y situada cerca de
Estambul. Quería hacerle esa colosal ofrenda a Estefanía trayendo a su
amada hija Rosmery. Y una madrugada, se apareció el guía a quién le
había encomendado la incansable búsqueda. El cazador de recompensas,
le dijo: “Señor, he recorrido todo el mundo conocido, faltándome subirme
a las galaxias para ver desde allá, dónde puedo encontrar a Rosmery. La
única huella que atiné es que en Rumania existe un antiguo grupo de
gitanos donde, supuestamente, podría encontrarse la persona que me ha
mandado hallar. Desgraciadamente al llegar al lugar me topé con un
cortejo fúnebre que a gritos de alegría y no de pesar, lloraban por un
Perseo, creo yo, pudo ser el gitano aquel que huyó con Rosmery. Y al
preguntar por Rosmery, me dijeron todos a una, que fue tal el gozo de ella
de ver muerto a su gitano, que ese mismo día huyó y como un ciervo
asustado se disipó en las agrestes montañas. Me narraron además, que la
hizo sufrir mucho, tanto, que los aullidos del cortejo que se escuchaban
como si vinieran del más allá, no eran lágrimas de expiación, sino
oraciones a Satán, para que en las profundidades del infierno hendieran al
pérfido gitano por todos los siglos a venir. Es que los gitanos le oran a Dios,
si el difunto ha pasado por esta vida haciendo el bien; y a Satán le aúllan,
si el que muere en esta vida, forjó siempre el mal”.

Y agregó el guía. “Yo creo don Teobaldo que el caprichoso destino traerá a
Rosmery tarde que temprano de nuevo al lado de su madre. ¿A dónde más
podrá ir?”

Teobaldo con estas explicaciones aclaratorias quedó satisfecho a medias.


Sabía que Rosmery estaba viva y sería una buena noticia para Estefanía
quién se colmaría de buen gozo. Pero, si bien era cierto lo dicho por el
guía, le causaría igualmente a Estefanía un gran vació en el corazón al
saber que su hija deambulaba sin rumbo, quién sabe por dónde.
Recodaba cuando las dos pasaron hambre, soledad y frío. Estefanía
reviviría lo del gitano que les legó el violín, encimándoles aquel pobre
jamelgo que sepultaran con ese nómada, haciendo renacer en esa
desgraciada ocasión, los sufrimientos andados por los duros caminos que
lastimaron sus pies desnudos. Aún así, Teobaldo con esos presentimientos
decidió contarle a la desolada Estefanía, todo lo que había hecho para
encontrarla, así fuese por mágico milagro de Dios. Y que, no obstante,
continuaría luchando hasta que ella pudiera abrazar y besar a su amada
Rosmery.
81
Teobaldo, salido de su casa el guía y contado todo el insuceso a Estefanía,
preparó unos fármacos dizque para dormirse plácidamente esa noche. Y
a fe que lo logró, porque Teobaldo en mucha calma durmió de largo toda
la noche y la mayor parte de día siguiente.

CAPÍTULO XVIII
El reencuentro y las reminiscencias

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Tal como había presentido el acucioso guía que recorrió el mundo para
encontrar a Rosmery, pasados algunos meses después de la parcial
infructuosa búsqueda, Estefanía una mañana de otoño al salir de su casa
se topó con una figura agotada y escuálida, con el cabello nevado y cuyo
rostro expresaba sufrimientos sin cuento. Estaba pasando de largo al lado
de ese cuerpo extenuado, cuando con temor, esa figura fantasmal le
franqueó el paso. Parecía una tenue remedo de sombra o un espectro
venido del más allá. Sus bruscos ademanes eran angustiosos y su muy
débil voz, más que inaudibles palabras apenas guturales, parecían
quejidos inentendibles que denotaban solo dolor. Sus ropas muy ajadas le
daban a aquella esquelética figura y un notable aspecto mefítico, pero
cosa extraña, esa visión ensombrecida hacía latir con acelerada fuerza el
corazón de Estefanía. Un ávido impulso nacido desde lo más hondo de su
alma la incitó a interesarse por ese remedo de cuerpo, casi macilento, por
poco moribundo. Cuando el corazón de Estefanía palpitó al mismo ritmo
apresurado del de Rosmery, estaban ambas seguras, madre e hija, de
haberse encontrado por misericordia de Dios. Pasaron muchos días para
que Rosmery tuviera, al menos, un remedo de su lozanía de antaño. Pero
por más cuidados que le prodigaba su madre, era notorio observar en el
rostro de Rosmery signos inequívocos de tristeza y vejez prematura. Sus
ojos carecían del centelleo vivaz de otros tiempos, y sus lisos cabello antes
de negro azabache, no revelaban el fulgor que habían enmarcado su
siempre hermosísimo rostro.

Por las noches, Estefanía presumía que su hija recuperaba algo de su paz
espiritual, pasaba horas escuchándola atentamente cuando con quebrada
emoción le narraba, sobre sus sórdidas experiencias. Hablaba sin pausa
de Perseo, aquel gitano quién se enamorara con frenesí supremo. Pero
quiso explicarle a su madre, lo pasado con su consorte, remontándose
para ello a los génesis y costumbres de la raza gitana. “Él infame escapó,
dijo, como pez sorprendido, cuando lo observé grotescamente apalearse
como animal roñoso, con otro malqueriente gitano. Resultó, madre, ser
Perseo, un homosexual pervertido. El patriarca de la familia lo sometió a
un tribunal de honor o “Kris” y yo misma lo flagelé con todas las fuerzas
de mis brazos y mi ya estimado corazón. Después, cuando estaba
enclaustrado bajo cuatro férreos barrotes, huyó como perro rabioso
callejero. Fue perseguido y como criminal sin escrúpulos, lo pusieron otra
vez recluso, volviéndolo a empalar con la rapada cabeza hacia abajo, por
su hartera ignominia. Había infringido el mítico principio de la sagrada
fidelidad que constituye la columna moral de los gitanos, pues en su
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maniática huida, asesinó a un patriarca de la tribu. Yo misma con un
enorme burdo mazo, fui ordenada para traspasarle con clavos sus muñecas
y tobillos, en el momento de la crucifixión. No era digno que esos clavos
traspasaran las palmas de sus manos y el empeine de sus pies, como aquél
santo del Gólgota. Luego que su carne fuera comida con hartazgo por los
buitres, sus huesos se incineraron y sus cenizas echadas al fondo de un
negro pozo que rellenaron hasta el tope, con estiércol de buitres viejos.”

Rosmery quiso continuar su relato pero tuvo un acceso impetuoso de


llanto, que pasadas las horas, no pudo contener por más intentos de
hacerlo. Días luego, repuesta parcialmente de sus dolencias, una tarde
soleada de verano, le continuó remembrando a su querida madre las
vivencias de su andariega existencia gitana. “¿Perpetúas madre, cuando
sepultamos aquel gitano del violín, que nos legara aquel perro callejero y
que, a su lado, como guardián eterno, sacrificamos su añejo caballo?
Recapitula, bien amada madre, que ese buen gitano nos afirmó que
provenía su antiquísima etnia de Rumania, y que por tal razón su idioma
universal era el Romaní. Pues bien, madrecita. Al principio de mi casorio
con Perseo, éste me llevó a la lejana India. Cuenta la historia, que las
oleadas mongólicas arrojaron a diversas etnias asiáticas de sus terruños,
viéndose ellas obligadas a deambular largos años por las estepas rusas:
luego por Escandinavia, Gran Bretaña, los Balcanes, y casi por toda
Europa, pasando luego, algunos de ellos hacia América. En España, los
llamados etnia gitana, se establecieron y gozaron de total libertad otorgada
por los musulmanes que reinaban en tiempos de la Edad Media, hasta
cuando vino la reconquista cristiana, precisamente en la fecha que se
descubrió América en 1.492. Fuero esos tiempos, cuando una serie de
duras leyes prohibitivas hicieron que aquella raza gitana fuera perseguida
por toda Europa, vedándoles sus hábitos más sagrados: su modo de vestir,
su lengua y sus costumbres gitanas. De la regia Francia, igualmente los
expulsaron; en Hungría y Rumania, los mercadearon como esclavos. En
los conflictivos países Balcanes, durante los quinientos años de dominación
turca, los que se convertían al Islam, gozaron de algunos privilegios; los
otros, que eran muchos más, fueron vituperados y apaleados. Desde esos
tiempos remotos esta discriminación y persecución existe, hasta el punto
que, ya en la reciente Segunda Guerra Mundial, millones de ellos murieron
en los campos de concentración nazi. Hoy, en muchas lejanas latitudes del
mundo, por no decir en todas, los persiguen, siendo hostigados cruelmente.
Algunos, ahora en los tiempos modernos, la pasan bien en España, por ser
un país alegre y folclórico. La bellísima danza gitana es muy apreciada en
84
Occidente, y recorre todos los continentes, excepto quizás África. Sus bailes
únicos y alegres, le han dado riqueza al folclor español, y a la lengua
materna gitana, le ha endilgado los españoles, el nombre de “caló, o calé”.
Parte de ese vocabulario singular es del más puro origen neo sánscrito. En
“caló”, la palabra “calé”, significa oscuro. Acuérdate que el gitano es de
raza un poco cobriza con facciones muy finas, de ahí que en España la
“raza calé” es toda aquella estirpe que tiene que ver con la descendencia
gitana. Por más que las civilizaciones se esforzaron por extinguir esa
nómada distinción, sus buenas costumbres y leyes serán imperecederas.
Estas últimas, que son de tradición auricular y nunca escrita, fueron las
que me permitieron librarme del impuro Perseo. Fue en secreto que el
tribunal “Kris” presidido por el Patriarca o Rey, lo condenó a la crucifixión
al revés, para que su alma vagara en soledad y expiación, eternamente. Es
que querida madre, la palabra “fidelidad”, te reitero nuevamente,
constituye un sagrado principio en las seculares costumbres de los gitanos.
Fidelidad, existe, entre los contrayentes esposos; fidelidad entre la familia;
fidelidad entre los amigos; fidelidad se le debe al Patriarca; al buen trabajo,
a las plantas y los animales. Esa raza, tiene un marcado carácter de sus
tradiciones y si sus vidas estén ahora y siempre dispersas por el mundo, su
cohesión es tan secular, como lo es en la raza judía. Es querida madre, la
primera y última civilización itinerante de la que se tenga noticia. Esta es la
hora de que no se hayan asentado en ningún territorio como nación. Tales
son las razones madre, concluyó Rosmery, para que en adelante, yo,
aunque solitaria, luche por ese linaje del cual me considero una de los
suyos. Mataré por la unión de mi familia; maldeciré a quién le haga mal, y
honraré a la persona que nos dispense el bien, la fidelidad y la bondad, tal
como nosotros la prodigamos”

Hasta aquí las palabras de Rosmery. Al decir en otros términos, según lo


último que atestiguó, era razonable que personas desequilibradas como
Teobaldo estaban inexorablemente condenadas a mal morir, por ser
protervas, por carecer de la noción de familia, del principio sagrado de la
bondad y fidelidad, hacia todo lo humano y divino.

Fueron muchos los meses de espera para que Rosmery se restableciera


plenamente. Madre e hija se entendían ahora en la lengua gitana y sus
vecinos y parroquianos quedan absortos al escuchar hablar esa jerigonza
extraño, que a ninguno se parecía. Y todos aquellos dones de adivinación
que tuvo Estefanía, fueron devotamente renovados con los conocimientos
que Rosmery había acumulado durante su vida de tránsfuga. Pero esos
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dones, no les sirvieron demasiado, porque a sus espaldas Teobaldo fue
comprando parte de la hacienda, y a pocos meses, luego de una sequía
infame, se quedó con todo: animales, maquinaria y como si fuera poco, se
hizo a la casona que estaba hipotecada a favor de un usurero. Es decir,
Estefanía y Rosmery, era otra familia que cumplía con el aforismo de
que las fortunas por grandes que sean, se volatizan más rápido que la
pólvora. Tan efímera es la dicha del dinero, como la eterna pena de
haberlo perdido. Del pan recién horneado hoy, no quedan ni las migajas
para comerlo mañana.

Y ya lo años, habían pasado, como pasada la luz, llega la noche. YE


igualmente la juventud se había ido prisa, y se estaba cruzando la esquina
de “la Triste Tristeza de la puta vejez.”.

CAPÍTULO XIX
Las siete plagas de Egipto y los suicidios

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A la ciudad, parecería le hubieran caído las siete plagas de Egipto. Todo
era pobreza. En los campos aledaños por las sequías agudas, y el intenso
verano después de prolongado invierno, agudizaron las desgracias. Eran
los extremos de la naturaleza que clamaban venganza. Las gentes, no
tenían medios económicos para sufragar los tratamientos, y algunos
enfermos decían que era mejor así, pues pronto se librarían de la
dolorosa envoltura de la carne que los ataba a esta perra vida, que estaba
rebozada de penurias y sufrimientos. De paso, Rosmery y Estefanía
corrían, cosa natural, con idéntica suerte. Fue cuando decidieron
consultar los textos de “Ayur-Veda”, y rezar encomendándose a Dios, que
en esta ocasión, no quitaba el hambre, ni calmaban la sed, ni daba cobijo.
Cosa muy extraña en la infinita bondad de Dios. Eran tiempos de la crisis
económica de la llamada “Gran Depresión” que azotó el mundo con
crueldad, crisis económica que duraría casi una década, principiando en
l929, y terminando en 1.930, con la caída de la bolsa de Nueva York, que
afectó a casi todos los países de la Tierra. No había más remedio que
apretarse el pantalón y esperar una santa limosna, lo que les sucedía a la
totalidad de las gentes pobres y carentes de trabajo y oficio. Ahora en el
pueblo, los viejos acudían en busca de fármacos caseros, para la aguda
migraña, las fiebres reumáticas, los estreñimientos, y sobre todo, para
que la buen Rosmery les adivinara el inmediato futuro, ya que el pasado
no quería ni recordarlo. Esos longevos acudían a que se les pronosticara
quizás la mala fortuna, porque eran conscientes, que la buena, huyó asida
de la mano de la adversidad universal. Estaban reflexivos de que cuando
traspasaron los setenta años, la vida ya no sería igual, o lo peor, eran
momentos de iniciar la caída libre de sus vidas, forzando la gran
hecatombe con un solo remedio que sí tenía cabida y en proporciones
alarmantes. Se trataba del suicidio, pues no había distinto camino. Solo
en los Estados Unidos de América el flagelante “Suicidio”, se alborotó
hasta extremos insondables, que perdurarían hasta el día de hoy, y
perpetuaría en el mañana. Sólo los veteranos de la Segunda Guerra
Mundial, pagan una cuota de 22 suicidios diarios de los estadounidenses.
Basta entonces este escandaloso número, para pensar en los suicidios
diarios de esta parte de América pobre y tropical, que tanto amamos.

Decíamos, que alcanzada esta malograda edad de setenta años o un poco


menos, las exigencias de la agobiante vida, se hacen más sobrenaturales
por el mal vivir. Entendían aquellos llamados “adultos mayores” que lo
mejor era implorarle a los santos cielos, menos dolores y dolencias,
pidiéndole a Dios les enviara la muerte por métodos súbitos, como los
87
derrames cerebrales masivos, o mejor aún, el infarto fulminante e
indoloro, que todo enfermo viejo ambiciona a esa edad. Los pobres
vejetes, se daban cabal cuenta que todo había terminado al no poder ya
soportar su artritis crónica, y las cataratas de sus ojos tristes, que poco
los dejaban ver. Su visión, entraba a la dura etapa de la lupa y antojos
especiales, y la maldita sordera, les hacía la vida torturante y afligida, de
no ver, ni siquiera escuchar las oraciones fúnebres que espera todo ser
mortal, cuando se va para el más halla. Y lo peor de esta debacle:
impidiéndoles su nula audición, enterarse de los chismes de que tanto
gozaron en su juventud. Y qué decir de los ancianos ricos que eran muy
pocos. A unos y otros, les argüía con razón Rosmery, que ya a tan
avanzada edad, serían sin duda olvidados en hogares geriátricos, donde
maldecirían a sus familiares que los confinaron a su malograda vejez.
Ahora ante tanta realidad, no les quedaba más que llorar y patalear, sin
que nadie los oyera. Y así, de desgracia en hambre y de esta a la caridad,
se iniciaron los suicidios. Rosmery les hacía caer en cuenta que el morir
era tan natural como el nacer. Agregándoles, que el ser humano ante
estos acontecimientos inevitables, al morir, se alcanzaba una eterna
felicidad, ya que el alma del difunto, o se va para el bello cielo azul, y si
no fuere, quedarían vagando en el universo, sin nada sentir, o como lo
decían los gitanos, empezando un nuevo amanecer, quizás más feliz del
que habían vivido. Los muy ancianos inválidos y achacosos quedaban tan
conformes con esta explicación, que salían llorando de dicha y también de
contento. Ansiaban llegar pronto a sus casas, dormir, y en ese estado de
somnolencia, estirar la mano hasta tocar la mano de Dios, tal como
estaba representada en la enorme cúpula de la capilla Sixtina, cuya
sagrada estampa les regalara, invariablemente Rosmery.

Pero resultó que el remedio que con tanto ahínco promulgara Rosmery y
su hija Estefanía, aquel del morir antes que el sufrir, empezó a tomar
tales dimensiones que vinieron los suicidios de los viejos, armándose tal
zaperoco en la ciudad, que diarios y emisoras culparon a las dos mujeres
de apretar el gatillo, sin tener trabuco, ni menos cañón de pólvora
mojada. Quería decir lo anterior que, los ahorcamientos o la cortada de
venas, eran los mejore medios para dejar atrás, “la triste tristeza de la
Puta Vejez”. El dinero de Teobaldo influyó decisivamente para que estas
dos mujeres, madre e hija, fueran acusadas de autoras intelectuales de
inducir a la muerte. Los diarios parroquiales y nacionales transcribían
cómo, si hubiese llegado una pérfida pandemia, así y todo, las muertes no
hubiesen sido tantas. Esas dos mujeres, por querer hacer una reflexión
88
psicológica, alegaban los acusadores, cometieron un delito culposo -- la
culpa, sin intención – de causar tanto espanto. Y sucedió entonces lo
inesperado, por cuanto las acusadas presentaron ante el Juez de la causa
un alegato que hizo que aquel funcionario recapacitara, dadas las
condiciones de tiempo, modo y lugar, pues todo lo sucedido se debía
fortuitamente a una pandemia, imposible de afrontar. Esta pandemia, no
era otra, que la crisis económica que afectaba al mundo, por la
descolgada económica de la principal potencia económica mundial.
Ordenó en conclusión, el Juez de la causa, archivar el expediente por
falta de pruebas.

Naturalmente, por esos nefandos días de los suicidios de los viejos o


inválidos, se dieron a conocer por la prensa, la transcripción de bellísimas
o cursis estelas de despedida, de los que viajaban al más allá. El recuerdo
de los suicidios de los hombres célebres se pusieron de moda, y se hacían
novedosas referencias a lo que estos personajes, que antes de morir,
habían dejado escrito o sentenciando, en todas las épocas presentes y ya
pasadas. Por ejemplo, sentenciaban los suicidas, que el hecho simple de
nacer, es un comenzar a morir, y el bien morir, es el dormir eternamente.
Que todos los hombres mueren, pero no todos realmente viven. Que la
vida es una colosal tortura, y la muerte, la más justa solución. Que no se
debería estimar tanto la vida, por cuanto nunca se puede escapar de la
muerte. Y la mejor: que era preferible la placidez de la muerte, a la
horrible pesadilla de la vejez en vida. Algunas mujeres observaban que
perder su belleza, era peor que ganar un poco de vida, ya entrada a la
vejez. En columnas ilustrativas a colores en periódicos, aparecieron la
nómina de los suicidas más celebres de la historia, donde se recordaba
cómo el gran Séneca, filósofo romano, ensalzaba el acto del suicidio, como
gesto noble, de una persona libre. Séneca, llegó a tan sana conclusión,
luego de estudiar por años retórica y filosofía, influido por las enseñanzas
de los estoicos, a quienes ningún dolor, ni siquiera la muerte, los
perturbaba jamás. Se recordaba en la radio, al diabólico Nerón, cuando
le da por salir de Séneca obligándolo a suicidarse en una bañera tibia,
donde poco a poco, se tornó de tinta sangre. Años antes, moriría Sócrates,
quién creía en la clara superioridad de la discusión, sobre los preceptos
escritos. Se discurrió y recordó que este enorme filósofo, durante su
existencia, en concurridas plazas, foros públicos y mercados abiertos,
retaba a sus conciudadanos a intercambiar ideas y doctrinas racionales y
filosóficas, prefiriendo luego de mucho bregar y hablar, no alcanzar
nada, prefiriendo morir, a mal vivir deshonrado, humillado y fugitivo,
89
por sus ideales. Sus disertos discursos sobre la razón, se tornaron
irrebatibles hasta que fue condenado a muerte, y como era costumbre
para estos célebres hombres, debían cumplir la sentencia inapelable, por
su propia mano. El eterno Platón, émulo y discípulo de Seneca, y el gran
Aristóteles, alumno amado de aquél, nunca pensaron en el suicidio como
sus predecesores que bien lo practicaron. Esos grandes e indiscutibles
sabios, grecorromanos, continuaron como Platón y Aristóteles y otros
más, exponiendo hasta su muerte, teorías sobre la inmutable lógica,
siempre invencible y jamás desmentida. Estas tesis, por ser tan ciertas
como la rotación de la tierra al sol, influyeron decisivamente en la cultura
occidental.

Las autoridades eclesiásticas alarmadas por éste desbastador flagelo del


suicidio, trataron de evitar esta pandemia, fijando en sitios de privilegio
avisos de advertencia, para evitar ese malogrado fin trágico del hombre.
Aconsejaban que la muerte natural, como solución final, era preferible a
la sacrílega autodestrucción, por cuanto aquella obedecía a un justo
mandato divino, y ésta malévola costumbre del suicidio, hacía germinar
el dolor de los suyos, que en fin era tan necesario para bien entender la
razón de la vida eterna. Y que así como nada se siente al nacer, si se
siente el temor a morir, y entre la vida y la muerte, por horrible que ésta
sea, mejor era existir, pues la vida no era exclusividad del hombre, sino
pertenencia absoluta de la familia. Pese a todas estas medidas, verdades y
contradicciones, sucedió entonces que la autoeliminación se convirtió en
una loca ansiedad, en que jóvenes y viejos, madres e hijos, acudieron a
este brutal método sorpresivo y sorprendente, que obedecía a un
mandato aunque diabólico, buscaba un final cierto, quizás deliciosamente
oportuno. Los periódicos importantes y registros internacionales, se
solazaban contando novelescas o evidentes historias que vendían sin
medida, narrando las inmolaciones pasadas y presentes, aludiendo a los
suicidios colectivos que se sucedieron uno tras otro, por rigurosos
sentimientos religiosos o bien políticos, pregonando algunos falsos líderes,
inexistentes principios parecidos a la infamante época del terror. El
público, ávido siempre de la noticia cruel, repasaba las páginas donde se
resaltaban estos hechos, y los influyentes noticieros televisivos, haciendo
su agosto, mostraban escenas dantescas, como cuando los islámicos
chiitas se volatizaban en nombre del supremo Alá. Se exhibían
documentales publicados profusamente en la Segunda Guerra Mundial,
donde se glorificaba la suicida determinación de aquellos pilotos
japoneses, llamados kamikazes. Se sacaron a bien relucir, inmolaciones
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románticas de recordados poetas, como el de aquél desquiciado José
Asunción Silva, el del “Nocturno inmortal”, que partió en dos su corazón
dibujado en su pecho, de un pepinazo certero y mortal. Del uruguayo
Horacio Quiroga, autor de la famosísima poesía “Los arrecifes de Coral”.
Del italiano Emilio Salgani, eminente novelista que por reveses
económicos, prefirió después de contemplar un mágico atardecer,
despedirse de esta vida, como lo notificó en hermosísimo testimonio, antes
de bien partir hacia el más allá. Se rememoraba al famoso ensayista
norteamericano Hemingway, quién por una descomunal borrachera con
martinis de los fuertes y aceitunas verdes, se reventó un tiro de gracia en
la abierta boca, quedando su cuerpo sin cabeza, patas abajo, como
semejando una caída libre hacia el mismo infierno. También se narró, lo
hecho por el marxista judío, Paúl Celán, quién se lanzó sin miramientos a
las turbias aguas del Sena, para querer convertirse en pez. Del otro
famoso Yukio Mischima, quién con su feliz obra “Confesiones de una
Máscara” entra por la puerta de la literatura buena, y cansado de la
efímera gloria, divulga a los cuatro vientos su premeditado suicidio. Lo
hace ritualmente al estilo japonés, cruzando una daga de lado a lado su
vientre, anheloso de ver su sangre roja correr del ombligo hacia abajo,
tratando de atraparla con su lengua ya carmesí, y no pudo lograrlo. En
letras mayúsculas los periódicos, enaltecen la inmolación del gran poeta
ruso Sergei Esenin, quién al escribir su elegía “En su propia Sangre”, con
la poca que le queda, le dice póstumamente a su amigo del alma estas
tristes palabras: “Adiós, amigo mío, adiós”. Y natural que los ávidos
diarios hicieran nuevas revelaciones sobre los suicidios de la enamoradiza
Cleopatra, reina de Egipto, y del famoso apóstol Judas Iscariote. De la
primera decían, que su inmolación no fue debida a la letal mordedura de
un áspid, sino al venenoso jugo del amor, que en demasía le dieran a
beber Julio César y Marco Antonio, sus dos emperadores amantes. De
Iscariote, se afirma, que no se ajustició del árbol de la vergüenza, sino
que los dos apóstoles san Pedro y san Pablo, lo maldijeron, deseándole,
entre otros males, el temido y satanizado mal de ojo, y como elemental
consecuencia de esa maldición santa, regresó al templo donde arrojó las
monedas de plata recibidas cuando denunció a Jesús, salió, y fue y se
ahorcó. Y para qué hablar del más lunático y malévolo de los hombres, el
felón Hitler, y de sus huestes de mariscales y generales de campo, cuando
al punto de atragantarse con la sangre de nueve millones de judíos,
tomaron cianuro, o se partieron el pétreo corazón, con disparos fatales.
Hitler se suicida en su bunker situado en el centro de Berlín, el 30 de
abril de l.945, y su bella amante, Eva Braun no lo deja solo. Igualmente
91
muere en el mismo sofá donde acaba de expirar el más grande magnicida
de la humanidad de todos los tiempos. Suceden en cadena en ese mismo
sitio, la secuencia de suicidios de mariscales que lo acompañan, para
luego toda esa edificación, ordenan se prenda en llamas, con sus
cadáveres adentro. Así termina la Segunda Guerra Mundial, previas las
violaciones de los soldados soviéticos a cuanta mujer alemana encuentran
en las críticas calles de Berlín. Las tropas estadounidenses entre tanto,
acampaban a la orilla del rio Oder, que limita a Berlín, por el norte, con
la orden de no pasar esa frontera. El General Pétain, se corroe los dientes
de la furia, por tan absurda orden de no poder entrar a la ciudad ya
sitiada, por todas partes. Vendrá luego la última maldición de Berlín,
cuando se ordena construir el muro infame de esa ciudad capital que
duraría muchos años, hasta llegar a la jerarquía máxima de las
Repúblicas Socialistas Soviéticas, Gorbachov, quién prácticamente
termina con la Guerra Fría, así llamada en estas épocas modernas. Hoy,
nosotros los Occidentales, con Putin mandado hace décadas a Rusia, que
Dios nos asistan, y nos coja de sus piadosas manos.

Pero haciendo ese breve paréntesis anterior, sigamos con nuestra


narración. Se inician los conferencistas y expositores a parlar también,
sobre los suicidios de los poetas, escritores, compositores y científicos. De
en esos aterradores años de la Gran Depresión, citan así mismo, aquella
lista de personas célebres que estuvieron a punto de terminar de manera
fatal sus vidas, por sus hondas depresiones, pesadillas y desengaños.
Recordaron cómo, Anoxágoras, se dejó morir de hambre y su discípulo
amado el gran Pericles, nada hizo para detenerlo. Siguiendo el
pensamiento de sus antecesores filósofos, Anoxágoras fue desterrado de
Atenas, cuando afirmó que el sol y la luna, eran unos misteriosos cuerpos
incandescentes, al igual que una piedra ígnea. Cuando fue estigmatizado,
prefirió entonces suicidarse cerrando su boca para morir de inanición.
Otro ejemplo que dieron los panegiristas más modernos, fue el suicidio de
Stefan Zweig y su esposa, cuando en un hotel de segunda tomaron la
firme determinación de abandonar el mundo. El famoso novelista ya
había escrito sus magnas obras, “Impaciencia del Corazón”, “Carta de
una enamorada”, “El mundo de ayer”, y otras novelas publicadas después
de su deceso. Se despidió del mundo con una nota muy singular: “Saludo
a mis amigos. Quizás ellos vivan el amanecer tras la horrible noche que es
el vivir. Yo estoy demasiado impaciente y parto solo”. Zueing, ahí mintió,
por cuanto se fue no sólo, sino que cargó con su amada esposa a quien
también hizo beber el fatal líquido. Tomás Mann, al leer esa nota dijo que
92
“era un acto de cobardía y cinismo.” No obstante, pasada la impresión,
estuvo a punto de quitarse su propia vida. Y al borde del suicidio, el
pintor holandés Vicent van Gogh, se mutiló una de sus orejas, como
ofrenda a una prostituta, intentando luego repetidas veces quitarse la
vida, hasta lograrlo con una pistola oxidada y vieja. Y en el filo de la
navaja del suicidio, estuvieron los grandes músicos George Handel,
Pweter Tchaikovski, Grocvehino Rossini y Robert Schumann; los
cimeros escritores Emile Zola, Charles Dickens, Honorato de Balzac; los
insignes poetas Charles Baudelaire, Edward Thoma, Edgar Alland Poe,
quién muriera alcoholizado y bien borracho en un andén, sin siquiera
acompañado por un triste perro que lastimeramente le ladrara a la luna,
ya casi escondida por el loco amanecer. No era entonces raro que ante
noticias tan desafortunadas e inoportunas en esa y todas las épocas,
Rosmery y Estefanía, despertaran una dormida pandemia en su villa, y
ya vimos lo que pasó, siendo procesadas y luego, absueltas.

Fue un antiguo colega del doctor Nemoroso de nombre Nepomuceno, que


frisaba casi los noventa años, quien tomó a su cargo la defensa de las dos
mujeres. Valiéndose de sus notables influencias y amistades contrató un
psiquiatra y un jurisconsulto para que hicieran lo posible por defenderlas
de la jauría, que las acechaba. Uno de los defensores fue un psiquiatra
reconocido, quién argüía que desde tiempos inmemoriales se usaba el
método del suicidio, como el más elemental y sano para poner fin a la
desgraciada existencia. Dios, decía, en su sabiduría, dotó al hombre del
libre albedrío dejándolo decidir qué camino tomar, ante la adversidad.
Alegaba el recursivo psiquiatra, que los románticos casi siempre se auto
eliminan, por cuanto se la pasaban rumiando su amor, y la rumia
conlleva a la irredenta llamada “depresión”, que invita a procurarse la
muerte por propia voluntad. Recordaba, por otra parte el jurisconsulto
defensor, otras tesis similares a las ya expuestas, recabando que sabios,
sicoanalistas, psiquiatras como Freíd, hacían énfasis en que el suicidio
era connatural al hombre, agregando, que los potenciales suicidas,
afirmaban que, al fin y al cabo esa práctica, será en el mudo de hoy, como
el lavar platos o ropa vieja. Experimentados antropólogos, sociólogos,
grandes teólogos, humanistas; cristianos, islamitas, tibetanos, ortodoxos,
agnósticos, personas de todas las razas y condiciones, habían planteado el
argumento sin encontrar solución a tan elemental costumbre de auto
eliminarse. Se pusieron ejemplos en el proceso aludido penal, sobre esta
modalidad autodestructiva, arguyendo infinidad de pareceres y
ecuánimes modelos. Por su parte, en una extraordinaria exposición, el
93
jurisconsulto dio a entender que los santos y héroes eran en el fondo unos
deliberantes suicidas, que antepusieron sus vidas por defender creencias,
no importándoles su propia valiosa existencia. Por tanto, afirmaba este
letrado, que desde la perspectiva religiosa, la doctrina católica, tanto en el
Viejo y Nuevo Testamento, y la doctrina judía, la islámica, en fin,
cualquiera otra, evocaban el suicidio de diferentes medidas, ya sea por
beatitud, heroísmo, gozo o sufrimiento. En la época moderna nunca se
sanciona el suicidio como medio de autodestrucción, considerando
algunas de ellas esa metodología, como la más consciente de todas las
muertes a que hombre alguno pudiera aspirar, ya por patriotismo, quizás
por sufrimiento físico o espiritual. La religión cristiana gritaba a todo
pulmón el abogado penalista, que desde el bien arrepentido san Agustín,
y aún antes de tan célebre teólogo y santo, se pregonaba que éste método
de muerte era catalogado como un grave pecado mortal, prohibiéndose la
sepultura del eliminado, por el hecho de que merecían ellos que la Iglesia
prohibiera todo rito eclesiástico en favor de esos difuntos merecedores del
averno. Esa teoría manida y trasnochada, decía en tono ardiente el
defensor, que todos los hombres cultos la han subsanado, recordando que
la mente suicida obedece a una perturbación, o una pena de amor que,
cuando es sincero y honda, casi siempre es fatal. Y cuando no media ese
amor desesperado y demencial -- “el más sublime de los amores” -- se
produce una enfermedad letal, o en fin, un deseo infinito de
desprendimiento de la vida. Y partiendo del punto de vista sociológico,
los dos defensores coincidían que desde los inicios del año de 1.897,
afloraba una discusión científica, cuando el brillante investigador Emile
Durkheim, aseveraba, que el indescifrable disparate de quitarse la vida,
venía a constituir un hecho errático psicológico, por encima de un normal
acto individualista. Era, agregaban los defensores de Estefanía y su hija,
absolutamente cierto que el suicidio, obedece a una irremediable
depresión; a un afán desenfrenado por figurar o sobresalir ante los
demás; al deber de inmolar la vida hasta por una causa perdida; o bien
ofrecer la vida por un ideal noble. Y así mismo, el hecho suicida puede
igualmente inclinarse a la incomprensible genética, porque, se hace bien
cierto que los hombres débiles o pusilánimes, por herencia, son más
propensos a cometerlo, a diferencia de las personas fuertes, y animosas en
el transcurrir de sus vidas. Transmitían estos dos ilustres defensores, la
verdad científica de que los psicólogos afirmaban que circunstancias
dolorosas de la inútil vidorria, considerada por muchos como inservible y
malgastada, atraían de seguro la muerte provocada, como justa
terminación de esos mismos agobios. Con propiedad cierta agregaban,
94
que la percepción de una persona de que la vida al tornarse dolorosa, se
puede convertir en un justo anhelo por quienes cometen el suicidio, una y
cien veces más. Dentro de sus muchos ejemplos hablaban sobre los
suicidios de masa, precisamente aquellos que se estaban presentando
ahora en la edad moderna. Estos últimos acontecen por nefandas
condiciones agudas y circunstancias adversas. Ejemplarizaban, cómo
aquella sufrida población alemana, incurrió en ese terrible método
después de las dos hecatombes mundiales. Igual sucedió con los ricos
estadounidenses en seguida de la Gran Depresión Económica de mil
novecientos veintinueve; o entre aquellos súbditos japoneses, cuando
fueron víctimas de la horripilante destrucción de Hiroshima y Nagasaki,
en el año de mil novecientos cuarenta y cinco. Daban el ejemplo de aquél
despistado emperador japonés Hiro-Hito, que no más pasada la Segunda
Guerra Mundial, para perplejidad de su engañado pueblo, afirmó no ser
“Deidad” alguna, sólo un hombre de carne y hueso. Fue esa confesión
cuando el antiguo rito del “harakiri”, ese ancestral método de suicidio,
anegó de sangre las ciudades de la isla del Sol Naciente, en tal forma, que
los cortantes estiletes se extinguieron, pues con ellos había que inhumar
al suicida, sin siquiera tocarlo. En la ignota India, hasta finales del siglo
XIX, se acostumbraba el “sutee”, consistente en que la viuda del fallecido,
debía auto eliminarse en la misma pira de su difunto esposo. Y en la
época de los faraones, en la milenaria Egipto, existió la misma aberrante
costumbre. Y ahora, en el mundo se recuerda que, junto al esposo
muerto, sus hembras que eran muchas, y su siempre séquito interminable
que eran los más, se enterraban con el fallecido regio para nunca dejarlo
en la eternidad, sin los cuidados que siempre le prodigaron en vida.

Tantos anteriores ejemplos de los dos expositores, a veces lógicos, a veces


históricos, a veces hasta contradictorios, eran muy difíciles de evaluar. “Y
donde hay duda exista, dicen los jurisconsultos, persona alguna puede ser
condenada”.

Para concluir la defensa de esas dos mujeres, los tutores sostuvieron


como argumento definitivo, que ahora en estos tiempos modernos una
persona está en su legítimo derecho de solicitar la pronta eutanasia,
voluntaria o asistida, cuando la persona no puede valerse por sí misma.
Agregaban, que en algunas naciones de Europa y especialmente en Suiza
y Holanda, la eutanasia voluntaria, o suicidio, no es ni menos inmoral ni
ilegal, cuando se trata de una grave dolencia terminal, o este suicidio
asistido, acontecía en una persona, anticuado y vieja, sin capacidad de
95
controlar sus dilatados esfínteres, para el fin que fueron diseñados por
Dios.

Era de esperarse, como hemos dicho atrás, que Estefanía y Rosmery


salieran ilesas de este proceso tan difícil y dilatado, que les deparara
tantas ansiedades y llanto.

¿Pero quién, como se preguntaban las dos mujeres, era Nepomuceno, el


que las había salvado del infierno de la prisión perpetua? ¿Quién era ese
hombre que invirtió tan colosal fortuna para salvarlas del escarnio
público y la justicia de los hombres, y hasta divina? ¿Quién?

CAPÍTULO XX
El doctor Nepomuceno

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Cuando Nemoroso era un adolescente, muy cerca de su vivienda acampó
un joven imberbe de escasos once años que, como decían sus padres al
despedirse, estaba su hijo tan desvalido que pareciera carecer de los más
elementales recursos de supervivencia.

Pero pasadas algunas calendas, ese imberbe joven y luego médico de


profesión, protector de Rosmery y Estefanía y condiscípulo del buen
doctor Nemoroso, fue quién ya octogenario rescatara a las descendientes
de su queridísimo colega, de las insensatas manos de la justicia humana y,
se presume, igualmente del obseso Teobaldo.

Fue nacido y crecido en una remota aldea enclavada en las Cordillera de


los Andes, muy cerca del “Páramo de los Monjes” llamado así por la
cantidad de matas de frailejón que altas y alineadas, semejan una santa
procesión de frailes franciscanos. Y es sabido que los sayales de esos
santos pregoneros de la fe, rematan en una capucha que ellos usan para
cubrir sus cabezas tonsuradas, y pensantes. En la lluvia y en los crudos
inviernos, les sirve la caperuza para guarecerse del frío helaje que
petrifica sus orejas que todo lo escuchan, y, en los cálidos veranos,
después de aquellas confesiones auriculares, utilizan esa caperuza para
arropar sus pecadillos que de vez en cuando, atrapan y torturan a los
curas santos. Y fue en uno de esos conventos franciscanos, que el pequeño
infante campesino aprendió sus primeras y últimas letras, y cuando,
apenas desbordó su timidez, y se le alborotó su mente, los frailes lo
dejaban ocupar el púlpito de la capilla, y sin miramientos les hablaba a
los conventuales bien de Dios, y mal del diablo, convenciéndolos que éste
último era más sagaz, que quién lo creó, pues era sabido desde tiempos
remotos, que le puso a Jesús astutas tentaciones que siempre lo sacaban
de su apacible quicio. Y mi Dios, agotada su paciencia, luego de
protegerse de tanto dardo envenenado y tentaciones de reinos y riquezas,
maldijo al diablo, de tal manera que al momento de arrojar del Paraíso
Terrenal, al ingenuo Adán, y la provocadora Eva, conminó a Satanás
para que nunca más los tentara, y vagara por el mundo manipulando las
almas de los hombres. Al fin y al cabo, a éstos los proveyó del libre
albedrío para que se atuvieran a su propio e ignorado destino, e hicieran
o desasieran lo que les pegara en gana. Al hombre, Dios los hizo libre, y
fueron ellos mismos quienes se esclavizaron, los unos a los otros, y se
mataran entre sí, en todos los tiempos y lugares. Los menos, escogieron
una vida proba y otros más, dedicaron su existencia, a ser servidores de

97
Dios en la tierra, aconsejando y guiando a sus semejantes con su santo
ejemplo.

Ese niño del que aquí se narra, por misteriosas razones que la buena
razón no puede explicar, se cansó de tanto fraile y de mucho rezo y
despidiéndose de ellos se fue a aventurar a la ciudad, donde conociera a
Nemoroso Gallardo Ospín, hijo de la viuda Lucía, quién yacía como
momia en el manicomio de la ciudad, desde que su delirante esposo se
suicidara ante sus ojos. A esa triste urbe, llegó en busca de trabajo
Nepomuceno Salvatierra Rufo, como se viene diciendo, hijo natural de
campesinos laboriosos de generosa tierra, y mejores cuidadores de tres
vacas, un perro flaco, un burro acarreador de leña y un gallinero escaso,
provisto de un sólo semental, quién el niño le diera por nombre “Pérfido”,
por aquello de que siempre andaba engañando a la gallina madre, la más
vieja del rebaño, para aprovecharse de las más pollas y risueñas a
quienes engendraba.

Nepomuceno, empezó a prestar sus servicios de paje en la casa vecina de


Nemoroso, traspasando por las noches la alta tapia colindante, subiendo
con agilidad de simio, a un frondoso manzano que por rara casualidad
botánica, cargaba todo el año, redondos y carnosos frutos, que el joven de
tanto engullir, hizo que ostentara una bella dentadura blanca y pareja,
que aunada con sus ojos verdes esmeralda, atisbaba a la joven Dioselina,
que ya se perfilaba como la segura esposa de Nemoroso, por aquel adagio
de que si uno no se casa con una mujer de su misma cuadra, debe casarse
con una mujer de su misma manzana. Así lo pregonaba siempre su madre,
que, desde que su hijo estaba tierno, se lo repetía sin cesar. Abra de
advertirse, que los ojos verdes de Nepomuceno, decían por ahí, provenía
de la herencia de un joven inglés, que merodeaba en busca una mina de
oro y que, precisamente encontró el extranjero, cerca del rancho, donde
nació Nepomuceno. Solo Dios Sabrá, comentaban los campesinos, qué
pasaría.

Y ambos jóvenes se hicieron entrañablemente amigos y el rico ayudó al


pobre económicamente, para juntos, terminar la secundaria, luego la
Escuela de Medicina que les procuró compartir muchas alegrías, algunos
sufrimientos académicos, y una camaradería que pareciera tuvieran los
mismo gustos, no sólo en la rutina diaria de la vida, sino sobre todo y
antes que todo, por la enorme admiración que cada uno le profesaba a la
niña Dioselina, ambos por separado, y a su propia manera. La querencia
98
de Nemoroso, era fervorosamente ardiente; la de Nepomuceno, tímida
como su nacer.

Pero era apenas obvio que Nepomuceno, respetuoso de los favores


recibidos de Nemoroso, dio un paso al lado cuando buena cuenta se dio
que su amigo estaba prendado de la bella Dioselina, por cuánto, los que
saben bien querer dicen, “que no se ama solo con el corazón, sino también
con el alma, ya que aquél es mortal, y ésta inmortal y eterna”. Nemoroso
con frecuencia y cuando de pupilo estudiaba con Nepomuceno, a la vera
de un luminoso farolillo, recordaba que una vez cerrados sus libros de
medicina recitaba de memoria todos aquellos clásicos del amor, subiendo
la voz en forma cadenciosa y suave, “cuando pronunciaba arrullos de
palmeras; suspiros de pasión; vergeles de aguas cristalinas; trinos de aves;
o alababan a los senos duros y mansos, que se escapan furtivos apenas se
dejan mirar y palpar con suavidad”. Y llegaban al colmo de emoción
recital, “cuando se trataba del hálito de los dulces besos; los inquietos ojos
negros gitanos; la febril risa loca de amor; o el grito implorante de la
pasión erótica, eterna y feliz”. Era la hora cuándo, los estudiantes abrían
la botella de anisado, sirviendo su primer trago, para una vez saboreado
y tomado, continuaran ya los dos carnales, versificando con su asombrosa
memoria; y servido el segundo, y en seguida el tercero y cuarto, el
sensible Nepomuceno, acompasaba con su tiple, lamentos que de mucho
lloriquear, se desdibujaban con la luz de la mañana. Era tiempo de soñar
con tanta belleza, dejando el ritmo del corazón golpear las misteriosas
puertas del amor, que Nepomuceno jamás pudo entrelazar entre sus
brazos.

Así, entre el estudio y la bohemia, pasaban los días estos dos amigos que
todo lo compartían, menos a la querida Dioselina, la diosa suprema de
Nemoroso. Pero ella, aunque lo quería pareciera que no lo respetara del
todo, y, en cuanta ocasión propicia se presentaba, gozosa de escarceos y
zalamerías, le daba de razonar a Nepomuceno dándole a atender, que
algún lejano día se cruzarían sus espíritus y sus cuerpos, sin que
mediaran sus timideces. Y el buen Nemoroso, algo de despistado, ni
cuenta se daba, y como el cántaro que de tanto albergar agua algún día se
rompe, llegó el momento en que se develó el secreto tan bien guarecido y
las dos entrañables vidas de estos inseparables amigos, mutuamente se
repudiaron para siempre. Quedose doña Dioselina con Nemoroso, y
Nepomuceno, inmerso en su sombría y dura soledad, apenas graduado,
huyó presto del lugar, “como diablo que se lleva en pena”. Los años
99
siguientes fueron vidas paralelas que nunca más se unieron, y mientras el
primero tenía la inmensa dicha de estar al lado de Dioselina, el segundo
guardaba su recuerdo estelar, como lejana estrella que jamás pudo
alcanzar. Nepomuceno, por más que buscara remedio a su grave mal, se
refugió en su profesión, y de tiempo en tiempo asistía a ejercicios
espirituales, para expiar su intención de pecado, y su aviesa pesadumbre
traición.

Muchos años después que estuvo alejado de los lobos y los humanos
deseos, salió para irse a un poblado regio, al convencerse que era inútil
dedicar su existencia al misticismo, o a la soledad claustral. Y aunque
nada le apetecía, dedicó su vida a servir al prójimo con todas sus fuerzas
del corazón que, por cierto, desde que se alejó de Dioselina, ni lo sentía
latir. Era un corazón caduco desde joven, que seguía succionando una
sangre helada, que daba media vida a su cuerpo, carente de emociones y
deseos. Se arrinconó poco después, en un pueblo solitario y frío, como su
destartalada alma, ejerciendo su ministerio y recibiendo en pago, aves de
corral, algunos terneros o vaquillas que se las dejaban en un solar, y que
su buen amigo el cura “Demetrio”, le guardaba en los potreros de la
curia, dando el clérigo cuenta de los bípedos de corral que diariamente
mandaba a hornear, para su generosa mesa rústica, y su paciente
gordura corporal. Ahí, iba con asiduidad Nepomuceno como especial
invitado de honor, y terminada la cena, se enfrascaban en un juego de
ajedrez, cuyas fichas, según el solitario doctor, estaban cargadas en favor
del apetitoso abate. Por ejemplo, siempre la ficha de su caballo, lucía
coja, y su ficha reina, parecía bizca. De tal manera que por cada partida,
el doctor perdía un semoviente, y como siempre perdía, pronto el
numeroso hato producto de las consultas, pasaba a manos del astuto cura
gordo. Al doctor Nepomuceno estos aconteceres, lo tenían sin pizca de
cuidado. De todas maneras, el destino quiso que el doctor heredara, no
solamente el hato que perdiera en favor del abate, sino una inmensa
fortuna en dinero contante y sonante, y hasta los bienes inmuebles y el
copón del cura ganador en el juego. El cura pues, no tenía por supuesto
herederos forzosos e hizo su testamento notarial, poco antes de morir. Es
decir, devolvió al Nepomuceno, todo lo que le había hurtado.

Sucedió, que después de uno de esos opíparos banquetes, el cura al pasar


una pequeña ala de pollo, se atragantó tan súbitamente que, como si
hubiese sido ángel, se despidió de esta vida sin que la oportuna atención
de Nepomuceno, lo pudiera rescatar de las garras de la muerte. Su
100
inhumación fue con llanto de flagelantes y piadosas viudas, y como cosa
bien curiosa, el gallinero del presbítero quiquiriquió todo el tiempo de
suprema alegría, por haberse salvado de su opípara mesa. Los bípedos
desde esa fecha luctuosa ya no serían sacrificados pues Nepomuceno de
tanto engullir gallina, le tomó tanta aversión a la vianda hasta el extremo
de renegar de esa carne para siempre. Y al reinante gallo padrón,
Nepomuceno le seccionó las cuerdas de la tráquea, para que nunca más
cantara los maitines, que por fuerza había aprendido del coro de la
iglesia. El doctor Nepomuceno se aprestó a dejar el pueblo y antes de
abandonarlo, fue convocado por el notario, para que ante testigos
presenciales oyera el testamento del cura Demetrio, pero ni él ni los
oyentes lo entendieron jamás. Su voluntad testamentaria que hiciera en
testamento lacrado y sellado, el cura lo redactó, mitad en latín, la otra
mitad en enredado italiano antiguo, y al abrir el testamento el notario
delante de los curiosos asistentes, se encontraron contenía inentendibles
disposiciones, hasta el punto que el mismo difunto ordenó en anotación
hecha por aparte, que sus dictados no entendibles fueran llevadas a la
Rota Romana, donde otro ilustre colega suyo de nombre Yónatan,
traduciría su postrera voluntad. Lo único claro que quedaba era que sus
propiedades pueblerinas y el dinero en efectivo, se lo dejaba al doctor
Nepomuceno.

Nepomuceno, quedó anonadado con la voluntad de su amigo Demetrio y


no sabía si hacer un alto en el camino dirigiéndose a la Ciudad Santa, o
continuar su vida en ese olvidado pueblo. Pensó por último, que eran
suficientes favores los que había dispensado a sus parroquianos, y que si
viajaba, como lo hizo, a tan remotos lugares, lo haría no por el afán de
calmar su curiosidad respecto a las disposiciones inentendibles del cura,
que eran muchas, sino por recibir desde la Plaza de San Pedro la
bendición ecuménica del Santo Padre, en la fiestas decembrinas. Se veía
así mismo, paseando orondo por los pasillos del Vaticano, contemplando
aquellas inmemoriales obras de la Capilla Sixtina, pintadas para le
eternidad por Miguel Ángel, aquél genio de la Edad Media, homosexual y
generoso, que murió de viejo, y que de tanto pintar y amar a los jóvenes,
inmortalizando a uno de ellos, en la enorme escultura de “David”, aquél
muchacho que tanto amara hasta sus últimos días de meritoria vida.
Entenderían entonces las generaciones futuras, el por qué los inmortales
escultores y pintores, tienen algo de locos, de homosexuales, o parecen
ser, amantes irredentos. Y el buen doctor Nepomuceno entre timideces y

101
sorpresas, queda absorto en verdad, ante las obras de arte, que el hombre
de todos sus tiempos ha podido contemplar.

Un cualquier día, o mejor, un gozoso día fue en busca de uno de los


consejeros papales, donde lo enviaran llamado “Yónatan”, para cumplir a
cabalidad con la postrer voluntad de Demetrio, dirigiéndose con paso
resuelto a develar el misterio de aquellas cláusulas testamentarias que,
por más que leyó y releyó en el largo viaje de llegada a Roma, jamás
pudo entender en su verdadero sentido. La Rota Romana, se enteró el
doctor Nepomuceno, era uno de aquellos tres más altos tribunales
dependientes de la férrea potestad del Papa, y que le sirven al pontífice de
turno de asesoramiento en los asuntos jurídicos y eclesiásticos, teniendo
preceptos sobre la guarda de la familia, las buenas costumbres, y sobre
todo, de aquello que tenga que ver con la “fe”, principio secular de la
religión Católica, Apostólica y Romana. Específicamente, uno de los
tribunales, era resolver las apelaciones de los fallos eclesiásticos, cuando
se tratara de bien revisar juicios motivados por la nulidad matrimonial,
especialmente de grandes personajes. Sus auditores - así llamados - o
supremos jueces -, son nombrados directamente por el Pontífice, y sus
audiencias y fallos, son en latín, idioma oficial en todos los Pontificados.
El nombre del Tribunal, parece venir del Papa Benedicto XIV, pero su
creación acaeció cuatrocientos años antes de ese recordado papado, en las
calendas de 1.331, cuando se instaló el santo Tribunal ameritado. Sesiona
el Tribunal en un salón circular, atiborrado de cuadros y pinturas
alegóricas al juicio final, que luego medio desdibujara el tiempo. Allí, en
medio del gran salón, el paciente doctor Nepomuceno fue conducido por
un perspicaz monaguillo, donde encontró sentado en una silla gestatoria,
un canónigo anciano, de rostro dulcemente arrugado; medio calvo y
medio barbado, que era el mismo Yónatan, quien portaba en su mano
derecha un rosario, y en su mano izquierda un breviario escrito en latín,
que por inexplicable capricho del destino, estaba abierto en la página
cincuenta y seis, “que habla sobre el gozo de los bienes espirituales, sobre
los efímeros bienes materiales”.

Yónatan, con su negro sayal de cura franciscano, pareciera ahí sentado,


un hombre de pequeña estatura y denotaba una humildad tan grande,
como su propia desbordada sapiencia. Pero resultó que si era sabio y
humilde, no era un personaje chiquillo. Al levantarse y guardar su santo
rosario en uno de los bolsillos del sayal, y cerrar el breviario, su aspecto
como por milagro cambió en instantes. Su cuerpo era alto y corpulento y
102
el susurro del quizás rezo, se tornó en palabras fuertes, pero amables. El
doctor Nepomuceno vio en el brillo de los ojos de ese buen religioso, una
mirada que escrutaba las almas y los cuerpos y, a la vez, le otorgaban a
su interlocutor, una grata sensación de honda piedad humana. Algo le
decía al buen Nepomuceno, que ese cura por la manera de observar a su
contertulio, directo a sus ojos, ya lo conociera sin haberlo visto jamás. Y
no se equivocó ni pizca, cuando la primera frase que le escuchó de sus
labios fue un “ven querido hijo mío, cuéntame cómo fueron los últimos
momentos en la vida de mi amigo Demetrio, que bondadosamente me
escribiera sobre ti”. Seguidamente tomándolo de su mano lo condujo a la
mesa circular del tribunal, que ese día por ser festivo, estaba desierto. El
recinto como cosa inusual, carecía de ese peculiar olorcillo a objeto viejo,
o a incienso acabado de quemar. Al contrario, pareciera que desde la
víspera del encuentro estaba aseado, pues las baldosas que eran
mármoles de carrara, y los enormes muebles, se mostraban lustrosos,
emanando una fragancia de recién cortada rosa.

“No crea Nepomuceno, le dijo, que todos los curas y las iglesias tienen ese
hálito de misterio que los turistas creen encontrar. Por su perplejo rostro,
entiendo que le ha llamado la atención el lustre de este aseado recinto. Pero
sucede que quién creó el Tribunal de la Santa Rota, uno de los tantos Papas
Benedictos, por rara costumbre tenía el de bañarse dos veces al día. Era un
hombre quizás de aquellos, que hoy llamaríamos microbiano, que se
preparaba hasta sus propios alimentos a consumir. De monje de olvidado
pueblo, pasó a obispo, y luego por llamado de Dios a Sumo Pontífice. Pero
sus ascetas costumbres, eran monjiles, siendo un adicto del orden y del
escrúpulo”.

Nepomuceno mostraba grata sorpresa al escuchar al cura parlar y parlar


sobre las distintas épocas del papado, paseándose de una época aciaga, a
otra mística, como si se supiera de memoria las historias que consignaron
los grandes historiadores de esas oscuras épocas, especialmente las
crónicas del historiador Platina, quién fuera mandado a torturar dos
veces por el Papa Paulo II, después de haberlo justamente colmado de
honores y merecimientos, por sus obras. Pero parece que un buen día
para el Santo Padre y bastante malo para Platina, se deslenguó sin
medida, dando origen su tortura, al disponer el Papa arrancarle la lengua
desde la misma raíz hasta la punta aguda y viperina. Y en presencia de la
víctima, la hizo arrojar al crepitante fuego. Platina, hizo mofa de Paulo
II, asegurando que el Pontífice sostenía prácticas sodomitas, siendo
103
amante de la diversión y de los regocijos populares, como la fiesta del
carnaval que introdujo en Roma. Como cosa curiosa, el otro historiador
de estos purpurados de la época, fue Corio, quien falleciera de muerte
natural, a edad muy prematura por haber escrito de día y de noche, sin
casi probar bocado, sin descanso ni desmayo, duras pero verdaderas
“hazañas” de los Médicis y Borgias. Era mejor para estos narradores de
verdades, fallecer estando mozalbetes, a sucumbir súbitamente anciano
por haber abusado de sus obsesiones. Yónatan, luego de someramente
instruir a Nepomuceno sobre estos aspectos, le indicó el sitio donde se
guardaban textos genuinos de los grandes historiadores de las distintas
épocas papales, otorgándole permiso para escrutar esos archivos, cuando
ocasión propicia hubiera. Así fue que Nepomuceno se enteró de la vida de
muchos Papas, volviéndose un autodidacta en tan interesante materia.
Profundizó sobre la historia Papal de los siglos XIII, XIV, XV y XVI,
cuando uno de los Benedictus fundara “La Rota Romana”, dónde ahora
precisamente por cosas del destino, había iniciado su disertación, el buen
samaritano, cura y después cardenal Yónatan.

Mostró tanto gusto a estas remembranzas históricas que Nepomuceno


muchas veces se escondía y dormía oculto en la biblioteca, con la firme
esperanza de llevarse a su tumba, si era preciso, todos estos secretos que
pensó, ni el mismo Yónatan podría describir, porque su alma albergaba
un alto sentido religioso. Supo, por ejemplo, de la cruenta lucha liderada
por los malsanos pontífices en el siglo XIII, y la casa alemana de los
Hohenstaufen, terminando esta cruenta lucha, con la elevación de los
príncipes de Anjou, al trono de Nápoles. Este hecho insólito, constituyó el
más pernicioso de todos los males, que el poder papal infringió a toda la
castísima Italia. Vendrían los tiempos cuando las influyentes familias de
los poderosos principados italianos, ponía y deponían Papas, a su real
antojo, conveniencia y entender. Los verdaderos Papas cambiaron su
domicilio de Roma a Aviñón, y reinaron siete de ellos, durante ochenta
años. Casi todos esos Vicarios de Cristo en la tierra, fueron franceses, con
cardenales franceses, que eran quienes los que elegían al sucesor.
Gregorio XI el último papa francés --1.370-1.378 -- murió por fin en
Roma, en el santo Vaticano, que en adelante fuera la residencia papal,
hasta nuestros días y hasta el final de los papados. Habría que sacar de
esta baraja francesa, a Benedicto XII e Inocencio VI, italianos por
excelencia. De todo esto embrollo, se enteró por su afán de leer, el buen
Nepomuceno.

104
El doctor Nepomuceno supo que a medida que se debilitaba el poder
papal, al otro lado de los fríos Apeninos, las familias de los Orsinis, los
Malatesta, los opulentos Verona, los envidiosos Manfredi, los Palentani,
los Oderlafi, los Alidosis, los Colonna, los crueles Borgia, o antiguos
Borja, y los ricos Médicis, con los llamados “principados” independientes
luchaban entre sí, por imponer luego de los papas franceses, o italianos,
parientes para recaudar impuestos a ricos y pobres. Comenzaron su
diabólica tarea con Nicolás V, en aquel pernicioso año de 1.447. Fueron
ciertamente aquellos los tiempos más borrascosos de la Iglesia. Los Papas
conocían mejor las orgías palaciegas, y los asesinatos ordenados por ellos,
que las necesarias letanías elevadas al Señor. Eran escandalosas sus
aviesas costumbres sexuales; sus numerosos hijos ilegítimos; sus amores
incestuosos; la venta tarifaria de cargos y honores. Decían tener la llave
para ingresar del infierno al purgatorio, quizás al cielo, según el caso de
sus odios, o el satisfactorio recibo de las dádivas. Sus degeneradas y
perversas costumbres licenciosas, que eran común denominador de
aquella nefanda época, las convirtieron en una simonía o compraventa de
aparentes favores espirituales, todo esto de manera inescrupulosa y
brutal. Sixto IV, acérrimo enemigo de los Médicis, asesinaba y atesoraba
fortunas; Julio II, no podía vivir sin tener al borde de su mullida cama de
placeres, jóvenes bellos no mayores de veinte años; Inocencia VIII, juró
ante los evangelios y el Cónclave que lo eligió, hacer un buen papado,
pero a poco de empuñar el báculo papal y poner sobre su cabeza la mitra
santa, renegó de sus juramentos sagrado, reconociendo públicamente sus
siete hijos bastardos. Rodrigo Borgia, así llamado desde su bautismo
hasta la culminación en el pontificado, reemplazó a uno de los singulares
papas Médicis, comprando el Cónclave de elección burlona, haciéndose
luego opulento, poderoso y rico. De todo eso y más se enteraron
Nepomuceno y su espíritu, se crucificó a sí mismo. Jamás se imaginó lo
que había constatado, en la misma sede Vaticana, hincándose a llorar
acongojado, pidiéndole perdón a Dios, por tanta vileza pasada. Tampoco
se explicó nunca, por qué Dios no había puesto punto final, a tanta
inmoralidad cometida por los sucesores de Pedro.

Pero haciendo un poco de justicia, todos estos sátrapas papales, lo que sí


tuvieron en común era el dispensar a manos llenas la filantropía del arte.
Desfilaron siglos después de ellos, por la sagaz imaginación del doctor
Nepomuceno, escultores eminentísimos como Miguel Ángel, con sus
pinturas eternas en la regia Capilla Sixtina, representando el juicio final
y sus monumentales obras en mármol, como la Piedad y su colosal David,
105
del cual hemos hablado aunque someramente. Apreció todo esto ante los
ojos de Nepomuceno y para su colmo, las pinturas de Rafael, y la Mona
Lisa de Vinci, todo esto apoyado por esos papas, que deben estar en el
mismo brutal infierno que Dios posiblemente creó para ellos. Asqueado
de leer todos esos atropellos y desvergüenzas, para calmar un poco su
ánimo, Nepomuceno viajó a Florencia a contemplar los dibujos de
Leonardo da Vinci, autor de La Virgen de la Rocas, la Mona Lisa, La
Gioconda y la famosa pintura de la Ultima Cena. Se embelesó con la obra
del mismo Leonardo, cuando hizo de arquitecto, científico, y soberbio
matemático, cuyas teorías en anatomía óptica e hidráulica, anticiparon en
mucho los grandes avances de las ciencias modernas. Estos hombres
diamantinos, quizás fueron los más representativos del bien llamado
“Renacimiento”. Nepomuceno, se solazaba con los legados de estos tres
monstruos del arte, Miguel Ángel, Rafael y Leonardo, sabiendo que,
jamás en los tiempos venideros volverán a nacer y vivir, hombres iguales
a ellos. Pasarán siglos y civilizaciones, que no tendrán nunca el gusto de
volver a ver lo visto. A propósito de la máxima pintura de la “Ultima
Cena”, siglos después, en el año 2006, en pútrida ceremonia pagana y
demoníaca, se representó en vivo ese famoso cuadro en la convulsiva
Colombia, donde aparecía una actriz vulgar con el torso desnudo y
rodeado de hombres públicos, homosexuales y travestís, notándose en sus
rostros, un avieso cinismo de pecadores vulgares. Todos esos doce Judas,
se observan en bárbaro acto sodomita, cubiertos con atuendos apostólicos
fabricados de percal barato, denotando en sus lascivos rostros, la
sordidez de sus abominables costumbres mundanas. Dios bendijo al
doctor Nepomuceno, llevándoselo al más allá, para no contemplar tan
horrendo hazmerreír de la historia.

Decíamos, que el tímido médico Nepomuceno se ilustró también sobre los


maestros Donato di Niccolo, Donatello Ghiberti, el primer teórico del
inolvidable arte Renacentista, que fue como haber nacido de nuevo.
Revivió con alegría Nepomuceno a Lorenzo Ghiberti y otros no menos
grandes, como Jacopo della Quercia, Filippo Brunelleschi, Giovanni
Bologna, para cerrar esta ilustre pléyade con Benvenuto Cellini, muerto
en 1.571. Estos cimeros hombres del arte dieron singular brillo a los
siglos XV y XVI, e hicieron de la escultura, el bronce y el mármol, la
exaltación de la belleza con un mayor rendimiento de lo estético,
enseñándole al mundo la grandeza de Dios, encarnado en los hombres.

106
Mientras todo esto transcurría en la cabeza del doctor Nepomuceno, el
cardenal Yónatan, leía por enésima vez el testamento que le envió de
propia mano el cura Demetrio. Lo mejor, era que por más que se
esforzaba y consultaba con sus amigos y colegas de la Rota, ni él ni
ningún otro, lograron resolver esas misteriosas cláusulas testamentarias
escritas en tan arcaicos idiomas. Tanto se esforzaron que, como un reto
tomaron los jueces de la “Rota Romana” su traducción, y cuando se
dieron por vencidos después de muchos meses de esfuerzos y exámenes
periciales, uno de ellos por encargo de ese alto tribunal, se trasladó a
Grecia, cuna del latín, dirigiéndose directamente a la ciudad de “Delfos”,
donde estaba emplazado el famosísimo oráculo del dios “Apolo”, en la
ladera suroriental del monte “Parnaso”, muy cerca de la ciudad de
“Corinto”. Ese oráculo infalible de Delfos, ahora en la época moderna,
quedaba muy poco de él. De todas maneras, haciendo la señal de la cruz,
el consultor memoró hasta quinientos años “a., de Cristo”, y quiso con la
ayuda, se dijo de Delfos, hasta cuatrocientos después del nacimiento del
Mesías, época esta que cerró el emperador “Teodosio” I. El juez, a quién
sus doctos colegas curas diputaron para esos efectos de buena traducción,
no encontró ayuda alguna y amargado regresó a Roma, donde murió de
tristeza e imbatible melancolía. Se empeñó el cura en memorizarles a sus
cofrades que el sagrado oráculo de Delfos, se había silenciado para
siempre, desde que un romano célebre, llamado “Nerón”, de los propios
alrededores del oráculo, había hurtado en la invasión romana a Grecia,
quinientas bellas estatuas, ordenando trasladarlas a la imperial Roma.
Todas esas bellas efigies las destruyó el mismo loco emperador, cuando
demencialmente incendió esa ciudad, llama ya “La Eterna”, al acorde de
una desafinada arpa.

Lo único entonces que se pudo traducir del famoso testamento fueron las
sus líneas finales, que decían: “Y así, queridísimo Nepomuceno, disfruta
parcamente de los bienes terrenales y sólo piensa en los espirituales que son
los que igualmente te lego. Por cuanto es mentira que quién muere, está
bien muerto. Siempre el hombre vive, y solo muere su cuerpo, pues su alma
está destinada para la vida eterna.”

Nepomuceno no se sintió en momento alguno defraudado, antes por el


contrario se enriqueció espiritualmente, no tanto por el legado material
del presbítero Demetrio, sino porque quizás se había proporcionado la
dicha de ilustrarse sobre los papas, los cismas y el demonio. Lo que
seguiría serían sus buenos principios morales y espirituales, mayor fuerza
107
para afrontar su incierto futuro. Y de cara al porvenir, lleno de contento
se regresó siendo como se verá, el redentor de su propia alma y, de paso,
de las ayudas a Rosmery y Estefanía, hija y nieta, o bien suyas, o de su
amigo de juventud el doctor Nemoroso. Nunca lo supo, como tampoco lo
supo pero lo intuyó siempre, que la inocente y apacible Dioselina, aquella
mujer ya difunta, esposa de su colega el buen doctor Nemoroso, lo había
amado a él, en demasía. Aquí se ve que el raro y verdadero amor del
hombre por una mujer, se hace eterno, no importando la duda que se
haya vivido.

Nepomuceno, después de su viaje a Roma, regresó lleno de contento al


pueblo donde tantas veces había jugado el ajedrez, siempre perdiendo
con su inolvidable amigo, el cura Demetrio. Vivió Nepomuceno cinco
años más, sin nunca volver a recetar remedio alguno, sino fuera la
oración y el pedimento del perdón de los pecados. Su última voluntad fue
fielmente cumplida por los habitantes de la villa, al inhumarlo junto a la
tumba del buen Demetrio, el párroco que según testimonios de los
feligreses, jamás pecó, a excepción de la gula.

Nepomuceno, dedicó también sus últimos afligidos años, a proteger y


ayudar económicamente a Estefanía y Rosmery, a quienes quiso y ensalzó
hasta su muerte, y más allá de ella. Prueba de ello fue, que las defendió
del pérfido Teobaldo, dejándoles igualmente a ellas, todo aquello que
poseía. Se fue tranquilo, así ellas nunca supieron lo que en su vida hizo, ni
por ellas ni por su padre que de joven lo estimara, mucho al principio,
poco al final, pero siempre hasta su Triste Tristeza de la Puta Vejes.

108
CAPÍTULO XXI
El erotismo de Teobaldo

Teobaldo al enterarse de la vigorosa defensa de Estefanía y Rosmery en


su nebulosa mente captó que siendo absueltas, serían a no dudarlo,
esclavas suyas. Atribuyó el hecho de la libertad de las dos mujeres a la
costumbre sabida de que la justicia humana, carecía de equidad, y los
juicios criminales o civiles, dependían según fuere su resultado, de la
buena proporción de las dádivas a magistrados y jueces. Por otra parte,
Estefanía y Rosmery, no tenían donde ir, ni de qué alimentarse, ni menos
a quién acudir. Para fatalidad de ellas, el doctor Nepomuceno, que tan
decisivamente ayudara a su defensa había muerto, justo al momento del
fallo absolutorio. Igualmente ignoraban en ese entonces que el doctor
Nepomuceno, les había dejado una fortuna, pues sus otros bienes estaban
embargados, como consecuencia de las trampas y estafas cometidas por el
diabólico Teobaldo. Así, las dos mujeres creyendo en la buena fe de que
Teobaldo hubiese sido otro de sus benefactores, decidieron convivir en su
casa, al menos por un tiempo razonable de recuperación. Teobaldo, ante
hecho tan sorpresivo, una noche tempestuosa, se suspendió el fluido
eléctrico del congelador, tan súbitamente, que el cuerpo del difunto,
servidor fiel de Estefanía, se fue descongelando. Y cuando el cadáver del
buen Estacio estuvo flácido, listo para ser desmembrado, Teobaldo en la
soledad de un amanecer, lo sacó, lo picó bien picado, y en una enorme
trituradora lo licuó de tal forma que el color amoratado de sangre del
criado Estacio, corrió por las tuberías, no dejando rastro ni del cuerpo, ni
del alma del pobre sirviente que había servido tanto a Estefanía. Se fue,
creía Teobaldo a la lejana etérea eternidad, tal como rezan las sagradas
escrituras, “como un rayo de luz que pasa por un cristal sin romperlo ni
mancharlo”. Fuera de loco, Teobaldo ya estaba entrando a la “Triste
Tristeza de la Puta Vejez.”. Esto era lo peor, no solo para él, sino para
todo ser viviente. El hombre sufre, se queja, y no remedia ninguno de sus
atroces dolores.

El infortunado Estacio, al lento dolor horrible de morir congelado, hay


que recordarlo, transitaría por esta vidorria, sin entrar a la eterna,
cumpliendo con el adagio muy conocido, según el cual, “el pendejo al
cielo no va, porque lo joden aquí, y lo joden allá”. Ese siervo que pareciera
que en su desgraciada vida no gozó de la gracia de Dios, tampoco fue
adquirente de la simpatía del demonio, quién ávido de conquistar
espíritus, percibió en la de Estacio, un alma tan apocada, que no valía la
109
pena apoderarse de ella, sabiéndose que ni pecados veniales había
cometido. Dejó pasar su “alma” para que se convertida en energía, para
que vagara sin fin por el cosmos, hasta topar con un agujero negro que la
absorbiera. Pero como siempre el diablo está equivocado, mi Dios se
compadeció en demasía de ella, y la puso como una pequeña estrella en el
firmamento. No se cumplió pues, el adagio que “lo joden allá.”

Teobaldo hacía mucho tiempo no se frotaba las manos de contento. El


que las dos mujeres fueran a vivir a su casa, bajo su dependencia, era lo
que se había jurado, restando solo darle el zarpazo final a Estefanía, para
cumplir su obsesión, de que siempre “fuera mía, nada más que mía”. La
fórmula del doctor Nemoroso se la daría a beber a su amada Estefanía,
quién a su edad nada tenía que perder y sí mucho que gozar. Lo primero
que se le ocurrió para sus propósitos, fue de nuevo acondicionar las
construcciones del primer piso, convirtiéndolas en amplios aposentos
para sus huéspedes. Ordenó instalar secretamente cámaras de televisión
para complacer visualmente sus acervos deseos. Esos escondidos visores
le permitían observar las dos mujeres donde estuvieran. En la cocina, en
el baño, en sus confortables alcobas, a todas horas, hasta en los recovecos
por donde deberían ambular, serían observadas En esa diversión de
lujuria, contemplaba sus cuerpos cuando contentas se duchaban en el
agua fresca de la mañana. Se emocionaba al máximo al extasiarse en sus
rostros, serenos o agitados, cuando plácidamente dormían, y, lo más
gozante para él, la cara de gusto cuando Rosmery acordándose no se sabe
de quién, menos aún del perjuro Perseo, se masturbaba en el agradable
amanecer, escondida bajo las sábanas satinadas.

Pero así como él observaba en solitario, era así mismo observado. Las dos
sagaces mujeres sabiendo las venenosas pericias de Teobaldo, lo vigilaban
y sin que nada sospechara, llevaban atenta nota de lo que mañosamente
hacía y dejaba de hacer. Por ejemplo, aguzaban los sentidos, cuando
Teobaldo no salía y se la pasaba horas eternas en el más recóndito de los
cuartos de la casa, donde tenía un laboratorio lleno de pipetas, tubos de
ensayo y muchos líquidos, especialmente aquellos de fragancias, ora de
fresas o de olor a rosas. Para su pasmo, igualmente encontraron un
garrafón especial que contenía un líquido viscoso, que emitía un fuerte
olor rancio, altamente corrosivo y cuyo contacto al ser humano, destruían
la piel, y una única gota, ulceraban la carne, corroyendo hasta los huesos
¿Pero qué era lo extraño, que hacía el desmedido Teobaldo, en ese casi
secreto laboratorio?
110
Además de frascos y pipetas, había acopiado lingotes de plomo, cobre,
fósforo, antimonio, y en enromes recipientes multitud de ácidos, como el
muriático, el acético, cítrico y fórmico, sin faltar el peligroso sulfúrico.
Era un recinto propicio quizás para ejercer la alquimia. Era como la
obsesión de convertir el plomo o cobre en oro puro, antigua ciencia oculta
de los ilusos alquimistas, quienes no pudieron a través de los siglos lograr
tan anhelada y osada transformación. Estas irracionales ambiciones las
confirmarían Estefanía y Rosmery, cuando descubrieron apuntes que
Teobaldo amontonabas en el zarzo oscuro de la casona, todas ellas
relativas a cómo lograr la transformación de la vulgar materia, a la
ductilidad y valor de quizás metales finos, como el bronce, la plata o el
oro.

Lo observaban pasar horas y días sin tomar bocado, o dormir, o peor, ni


siquiera bañarse y menos afeitarse, hasta el colmo que cuando salía,
pareciera más un fantasma surgido del infierno, que dejara abandonada
el alma en cada paso que daba, si es que la tenía. Su rostro y todo aquello
que quedaba al descubierto, había tomado un color macilento, tan
amarillo ámbar, como los frascos en los cuales manipulaba sus materiales
y ácidos. Luego, en cualquier noche entraba a la cocina, devorando hasta
hartarse echando mano a todo lo que encontraba, y, como un ermitaño
zombi, se confinaba en su alcoba durmiendo días, sin siquiera un leve
sobresalto. Semejaba una enorme boa constrictora que cuando tiene
hambre, se sacia del venado que engulle y, a la sombra de troncos lo
digiere, en muchos días, sin prisa ni afectaciones.

En esas hondas observaciones las dos mujeres, un cualquier día vieron


entrar un cúmulo de revistas y libros que Teobaldo esparció por todas los
salones de la casa, con el torticero propósito de que fueran leídas por sus
huéspedes. Eran artículos descarados que trataban el tema del sexo,
aquel que tanto atrae a las mujeres desde que nacen hasta que mueren.
Sabía Teobaldo, que la congénita curiosidad de las féminas, desde época
primitivas hasta la consumación de los siglos, el sexo constituía una
fascinación sobre sus mentes, así fueran santas de atar, o congénitas
pecadoras. Ilustres pensadores y sicólogos habían derramado ríos de
tinta sobre los aborrecibles amores incestuosos; la bien porfiada lascivia;
los orgasmos supremos; las noches impregnadas de perfumes y música de
alas; ora de tenues ruidos de sábanas, y gritos de pasión. Así mismo, las
mujeres soñaban con los mágicos preámbulos de la ansiada y sumisa
111
penetración; o aquellas diversas posiciones para hacer bien el amor. En
fin, Teobaldo había disperso por los salones, aquellos textos sobre todo lo
erótico, hecho que naturalmente llamaba a la insana atención de las
curiosas mujeres. Tal pasaba con los textos de “Los Remedios de Amor”
del soñador “Ovidio”, obra incomparable sobre la ciencia sexual; o el
tratado de “Vatsyayana”, escrito casi quinientos años anteriores a Cristo.
Tampoco faltaba el memorizado libro insólito “El Kamasutra”, donde
gráficamente se dibuja en sus páginas la manera de hacer el buen amor.
Es el famoso libro que ofrece lecciones de cómo preparar las bebidas
afrodisíacas, y los exquisitos sorbetes que estimulan al buen sexo. Con
lujo de detalles y gráficas pinturas relacionas al sexo, la obra retrataba
las placenteras posturas libidinosas, sobresaliendo en todas ellas con
minuciosidad, “las acrobacias del sexo de la Libélula; la buena actitud del
Placer; lo que hace el hábil Acróbata; la fácil fémina Doma; la insaciable
Catapulta; las gozosas figuras de Fusión; la posición Profunda; la Medusa;
la Butaca; el complaciente Tornillo; el famosísimo Trapecio; la Hamaca; la
Carretilla, y una lista larga interminable de posturas para practicar la
emotiva sexualidad en toda una vida, sin embrollarse, sin confundirse,
como bien aseveran quienes practican sin modestia alguna, las milenarias
posiciones gustativas, de muy fácil memoria y adaptación”. Es decir,
Teobaldo estaba para enviarlo atado a un manicomio, por cuanto, su vil
malévolo proceder era ya un demonial.

Como olvidado sobre una mesa, se encontraba el texto del “Satiricón”


escrita por el gran Petronio, sesenta años después de Cristo, y el famoso
“Decamerón” de Giovanni Boccaccio - 1.348 - llevadas al cine en esta
gustativa época moderna de costumbres relajadas, o mejor todavía,
descaradas. Y más allá, sobre la mesilla de néctares, como olvidado había
dejado para que fuera fácilmente observado, el libro de John Cleland,
“El Marqués de Sade”, que narra la vida de aquél hombre inflexible con
el sexo que tenía con las mujeres de toda edad y condición social, cuándo
a la menor señal del placer, acudían prestas a la cama del famoso noble,
quién vivía en sus continuas orgías, las cuales despertaban en sus
amantes, un apetito lascivo tan grande, como aquél dotado en una bestia
anti diluviana.

Teobaldo, tampoco había olvidado las obras literarias que tienen como
argumento las relaciones amatorias, desde una perspectiva sensual, que
sutilmente utilizan el tibio lenguaje del tierno arrullo, menos descarado
que la vulgar pornografía. Son aquellos textos que recurren a frases
112
metafóricas y emblemáticas suaves, arrullantes, como las que usan la
mayoría de los inolvidables poetas tenues, al estilo “Bécquer o Nervo”; o
aquellos escritores que relatan, cuando se refieren al despiadado amor,
con reflexiones filosóficas sobre el significado del buen amar, obras tales
como “El Banquete” de “Platón”, al describir un seductor diálogo de las
ventajas en la relación homosexual, o la heterosexual, que incluye un
famoso mito sobre el origen de la preciosa “Heros”, equivalente en la
mitología griega a la “Venus Romana”, diosa digna del amor eterno. En
esa página, Teobaldo subraya el pasaje donde “Heros” era amada por
“Leandro”, entendiendo éste que no puede casarse con ella, por haber
jurado la sacerdotisa voto de castidad, terminando, el uno, ahogado en un
remolino turbulento, y ella, en hermosísimo gesto de desespero, se arroja
al bravo al mar.

Teobaldo siempre tuvo presente para mal incitar a la perversa lascivia, la


mitología romana, y por ello deja en vericuetos y rincones especiales,
elocuentes pasajes de “Cupido”, hijo querido de “Venus”, aquella bella
mujer, por lo regular la nombran como diosa del amor. Los filósofos
grecorromanos, en sus textos de alucinación, parlan mucho de “Venus”
unas buenas, otras hermosas, otras infieles, que relacionan la mayoría de
ellas, con el famoso “Cupido”, joven y apuesto que se enamora locamente
de la agraciada doncella “Psique”. Tiempos después, se representa este
ser mitológico, en las pinturas como un inocente niño alado, desnudo y
vendado, llevando en sus manos un arco y una aljaba de flechas, hiriendo
atrevidamente a dioses y hombres con sus enamoradizos dardos, y
cuídese, y resguárdese el humano que es herido, por cuanto enloquece de
ese mal inmisericorde llamado “loco amor”, que es mucho peor que morir
viviendo, y atado en el “Potro de los Tormentos del amor”. Este suplicio es
que esta clase del desmedido amor, es el mismo que nos hace sufrir
eternamente, ya sea al hombre o a la angélica mujer. Pero hilando esa
mitología, nos dice que la madre de “Cupido”, la gran “Venus” en la
época imperial de los regios “Césares”, era venerada bajo diferentes
deidades. Algunas de ellas, son la “Venus Genetrix”, la madre del héroe
“Eneas”, nada más ni nada menos, el glorificado fundador de pueblo
romano. La “Venus Félix”, es la portadora de la esquiva fortuna; la
“Venus Victorix”, inspiradora de las victorias, y la “Venus Verticordia”, la
buena protectora de la castidad femenina. Pero lo malo de toda esta bella
mitología era que “Venus”, la adorada; la sublime; la protectora, fue
casada con el vulgar “Vulcano”, dios de los metales, que por tener ese
fuerte sabor horrible de óxido, hizo que esa mitológica mujer, le fuera
113
infiel. La “Venus Prodigiosa”, esa otra y bellísima diosa, a menudo le era
más placentero copular con un enano. Y eso, y tan sólo eso, las
aberraciones de todas aquellas Venus”, creadas por toda esa amplia
mitología grecoromana, era nada más, ni nada menos, lo que quería
Teobaldo, leyera y aprendiera de memoria su inolvidable Estefanía Y eso,
precisamente eso, era lo que aborrecían Estefanía y Rosmery, cuando
aprendieron lo valioso que era la palabra fidelidad, a la que había faltado
sin escrúpulos el pérfido “Perseo”, aquel gitano esposo de Rosmery, que
tuvo malsanos placeres con niños, jóvenes, viejos, burros, yeguas y hasta
vagabundos y piojosos perros. Y eso, y solo eso, era lo que tenía y sufría
Teobaldo, una locura desmedida y atormentada por los mil diablos que lo
acechaban, no solo al hacer locuras, sino también garrafales estupideces.

Estefanía y Rosmery, preferían leer con deleite aquellos escritos de estilo


recatado y clásico. Por ejemplo, disfrutaban leyendo la “Ilíada” donde
“Homero”, hace aparecer a la bella “Afrodita” como hija de “Zeus y
“Dione”. Pero en realidad, dicen los griegos, esa hermosísima diosa era
hija de la tibia espuma del mar. En la leyenda homérica, “Afrodita” es la
mujer de “Hefestos”, dios del fuego, que por feo, triste y cojo, “Afrodita”
lo desdeña y se hace amante de “Ares”, dios de la cruel guerra. Todo eso
indicaba, según la mente de Teobaldo y que no compartían Estefanía y
Rosmery, que las mujeres por hermosas y bellas, feas o tontas, diosas o
plebeyas, siempre tienen la oportunidad de poseer un amante. Y ellas,
Estefanía y Rosmery, afirmaba Teobaldo, por fuerza o razón, deberían
persuadirse que nada aquello que hace relación al placer está prohibido
y, antes bien, ello constituye panacea prodigiosa de la vida, razón por la
cual, tarde que temprano, esas dos mujeres, entenderían esos axiomas.

La psicosis de Teobaldo llegó a tales extremos en materia del erotismo, la


sensualidad y la exaltación del sexo, que creyó que todos los dioses y
diosas del “Olimpo”, aquella cima emblemática de la Roma imperial y
eterna, debería perpetuarla en su mente. Llegó su enorme locura, que en
la sala de su gran mansión en una enorme maqueta, simuló, el Olimpo
mismo. Todos los días viernes, al llegar la noche, en su raro mundo
insólito y solitario, agasajaba, bailando como trompo romo, aquellas
criaturas imaginarias, con profusión de incienso, néctar y ofrendas de
rosas y claveles. Llegó hasta el colmo de vestirse como el sádico “Nerón”,
con túnica blanca, sandalias y corona de laurel, que ceñía en sus
arrugadas sienes, remedando tocar un arpa, que no era más que una
guitarra vieja y rota. Mandó a fabricar en yeso unos monigotes que
114
representaban las doce diosas y dioses del Olimpo: “Zeus”, y su esposa
“Hera”; los temibles hermanos de “Zeus”: “Poseidón”, el sensual, dios del
mar, y “Hades”, la deidad del infierno; su hermana “Hestia”, diosa de la
madre tierra, y sus inquietos hijos, no faltando Atenea, diosa de la
sabiduría. Se representaba en esos monigotes también a Ares, dios de la
guerra; “Apolo”, dios del sol; a Artemisa, diosa de la bella luna y de la
caza; la nombrada “Afrodita”, diosa del amor; “Hermes”, el veloz
mensajero de los dioses, y “Hefestos”, quién por defectos físicos fue
expulsado del Olimpo, luego vuelto a recibir, y para orgullo propio, se
casaría nada menos que con “Afrodita”, dejando a las otras deidades,
absortas y perplejas. Y Teobaldo, viendo todas estas maquetas y estatuas,
se masturbaba hasta más no poder delante del retrato imponente de
Estefanía, cuando ella aún era joven y hermosa. Para él, este gozo no
tenía par, ni siquiera reuniendo todas aquellas diosas del “Olimpo”, para
que lo copularan, sin prisa y sin pausa. Es decir, Teobaldo se convirtió en
Lucifer mismo, un Diablo que deambulaba por otros mundos siderales,
que no debieron existir, ni en el Universo mismo.

115
CAPÍTULO XXII
La triste muerte de Teobaldo

¡Ay, Teobaldo! Quién creyera que tú, vergüenza insólita; despiadado ser;
perro sarnoso de calles; depredador de inocentes víctimas; comedor de
carroña moral; serpiente emponzoñada, quién creyera que se te acercaba
tu siniestro fin, hasta nunca dejar ni la reminiscencia de tu vida, que en
últimas, ni siquiera vidorria fue. Esto pensaba no solo el Ángel de la
Guarda, cuando te abandonó por avieso, sino que bien lo meditaba el
ángel del demonio, que también los hay, cuando suplantó por fuerza de
tus locuras al guardián de tu heredad. Es que la malsana obsesión de ti,
Teobaldo, llegó a tal extremo, que sólo te quedaría el suicidio, porque el
infinito dolor de tu alma era tan lacerante, que tu corazón atiborrado de
odios y placeres obsesos, era tan solo comparable a tu roída y retorcida
conciencia.

¿Y cómo fue el final de Teobaldo? No tan infame, no tan maléfica para su


ilimitada maldad y tozuda locura.

Pasados los muchos años, Teobaldo ya minado mental y corporalmente,


se enfrentó a la partida definitiva de esta naturaleza terrenal, convencida
que ni el mundo de los seres que lo habitaban, no lo perdonarían jamás,
ni menos lo recibiría Dios en el reino de los celestes cielos. Todo estaba
terminado en la certeza que para su espíritu, no había ni misericordia
humana, ni divina. Empezó entonces a planear que su muerte no fuera
exenta de cortejo fúnebre, teniéndolo que acompañar en su segura
mutación de la vida a la muerte, Rosmery y Estefanía, así fuera preciso
encadenarlas de pies y manos, para igualmente transportalas al infierno
mismo. Pero cuando esto pensaba hacer, sintió la inminente muerte a su
lado que lo llamaba con persistencia, sin camino de escape. Fue cuando
pegó un desgarrador grito de auxilio que retumbó por toda la añeja
edificación, atravesando dinteles y gruesa paredes de adobe. Luego,
pasados apenas segundos, vendría un silencio prolongado y eterno.

Había llegado por fin, la alegre noche de su muerte. Estefanía y Rosmery


entraron a su alcoba encontrando un Teobaldo vencido por la vida,
tirado en el suelo de su sombría alcoba, sobre cojines que había esparcido
cuándo, perdido en su locura, aplicaba en sus sienes las descargas
eléctricas que de nada le valieron. En su huesuda mano derecha, casi
crispada, ajustaba un pequeño papel arrugado que no dejaba de estrujar,
116
quizás por sus reflejos de moribundo, sin pizca de remedio. Quiso hablar
para pedir perdón y no lo pudo hacer. Era como si un hálito de milagro
lo hubiese tocado y su rostro antes pérfido y pálido, cosa extraña, había
adquirido a ratos, una placidez ante la majestad de lo inevitable. Por su
mirada brotaban de sus ojos lágrimas que suplicaban perdón y olvido.
Su respiración de pronto se notaba anhelante, síntoma inequívoco que
llegaba el final de esa parábola depravada y borrascosa, que quizás, ni él
mismo entendió jamás. Estefanía, aturdida, le tomó de la mano el
arrojadizo papel que portaba Teobaldo, extendiéndolo sobre una
contigua mesa. Entendió que ante un arrepentido moribundo, por muy
pecador que en vida fuera, estaba en la necesidad de otorgarle un poco,
de consuelo y perdón. Y en sus postreros instantes, sencillamente le dijo:
“Teobaldo, ten templanza y prepárate para darle cuenta de tus malos actos
a nuestro Señor, tu Dios. Debes desearles a tus semejantes en vez de males,
bienaventuranzas y bondad. Y si esto es así, pues llévate quizás el consuelo
de alcanzar una vida eterna, si es que te arrepientes de todo el mal que en
vida hiciste. Yo y mi hija Rosmery con piedad te perdonamos, suplicándole
misericordemente a Dios, nos perdone por haberte perdonado, y nos
bendiga, por ahora haberte bendecido. El perdón sincero, en esta hora y
todas las horas, es lo que pregonan los santos evangelios. El beatífico
perdón fue lo que predicaron los cuatro sagrados evangelistas que hicieron
parte de los doce apóstoles. El perdón, en fin, es el don más conmiserativo
que deberá perdurar sobre la tierra. Recordemos que Jesucristo en la
madero alzó los ojos a su Padre eterno, implorando perdonara a los
hombres que lo inmolaban, por no saber lo que hacían. Vete entonces al
justo lado del Señor, tranquilo, sin zozobras y arrepentido. Y desde el
infinito cielo o donde quiere que estés, implora por nosotros los pecadores,
amén”

Teobaldo cerró sus opacos ojos, descolgando al tiempo su helada mano de


la de Estefanía, muriendo casi apaciblemente.

Teobaldo Cisneros Almorrocín, médico de profesión desde muy joven,


rico de fortunas, perdido de mente, había pasado a mucha mejor vida, ya
que la suya en la Tierra, siempre fue marcada por la desgracia y la
locura. Fue para sus semejantes un diablo suelto, un loco irredento, un
mal hombre. Por más que lo perdonaron ellas, parece ser que Dios, no
perdona al demonio. Pero en fin, nadie lo sabría jamás.

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Rosmery y Estefanía partieron de la esquiva ciudad para nunca regresar.
Se dirigieron a Rumania a buscar las génesis de las tribus gitanas, y en
una cualquiera de ellas, tratar de continuar lo que les quedaba de sus
vidas que, por curioso destino, siempre llevaron con dignidad poco
común.

Cuando esto sucedió, parece ser habían purgado sus leves pecados, si es
que alguna vez a conciencia los cometieron, pues su trasegar sin sentido
por dilatados lugares no les fue nunca fácil, no obstante la enorme
fortaleza que aprendieron del vivir. El hecho fue que el viejo violín que le
regalara el gitano a Rosmery, en los momentos buenos, que no fueron
muchos, o en aquellos malos que fueron seguidos, les ayudó a sobrellevar
su admirable existencia. Y también fue cierto, que la única persona que
supo quién era el padre de su querida hija Rosmery, fue la propia
Estefanía, que bendijo al malo de Teobaldo, para entregarlo al juicio de
Dios, nuestro amo y señor.

Y aquel viejo papel rugoso empuñado por la mano crispada de Teobaldo,


contenía su voluntad testamentaria y la combinación de la caja fuerte
morrocotuda, aquella donde encontraran algunas relucientes barras de
oro, extraídas, según constancia escrita, de las minas del rey Salomón. Y
también encontraron la famosa fórmula del doctor Nemoroso, que
destruyeron para siempre, incinerándola para volatizarla al viento.

Estos bienes materiales – las barras de oro - fueron los que Rosmery y
Estefanía repartieron dentro de los gitanos, alegrando su existencia y
para que esos buenos nómadas del mundo, ya plenos de contento,
pudieran vender de pueblo en pueblo, países y naciones, junto a sus
caballos de fina estampa y de raza altiva, y lustrosa. También para vivir
del producto de lustrados peroles de cobre; y, lo más importante,
vendiendo suertes futuras y quimeras, que la gente ingenua pagaba por
doquier.

Sólo le quedaba como bien material a Estefanía, aquel pistolete con dos
tiros que heredera de Clodomiro. Al pasar por el Peñón de las Ánimas, lo
arrojó desde la cima a los profundos abismos. No había ya necesidad de
usarlos en Teobaldo, y menos en su propia sien, ya ceniza por los años,
por cuanto sabía había llegado la inevitable “Triste Tristeza de la Puta
Vejez”.

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Quiera Dios para Estefanía y Rosmery que el día que llegue su final, les
brille la luz perpetua por los siglos de los siglos, Amén.

INDICE

Capítulo I
El doctor Nemoroso. Página 2
Capítulo II
Los estudios de Teobaldo. Página 11
Capítulo III
El suicidio de Clodomiro. Página 15
Capítulo IV
El caritativo Gitano. Página 18
Capítulo V
Las perturbaciones de Teobaldo. Página 22
Capítulo VI
El inspector Hoticiano. Página 31
Capítulo VII
La carta de Estefanía. Página 35
Capítulo VIII
El grado de Teobaldo y un recuerdo ingrato. Página 38
Capítulo IX
El retorno de las Peregrinas. Página 43
Capítulo X
Las recriminaciones de Estefanía. Página 47
Capítulo XI
El persistente Teobaldo. Página 51
Capítulo XII
Rosmery y Perseo. Página 54
Capítulo XIII
Coloquio del Doctor Nemoroso. Página 56
Capítulo XIV
La justa despedida. Página 63
Capítulo XV
El trasegar de Teobaldo. Página 67
Capítulo XVI
El pobre Estacio. Página 72

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Capítulo XVII
Los consejos de Estefanía a Teobaldo. Página 77
XVIII
El Reencuentro y los Suicidios. Página 81
Capítulo XIX
Las Siete Plagas de Egipto y los suicidios. Página 85
Capítulo XX
El doctor Nepomuceno. Página 95
Capítulo XXI
El Retorno de Teobaldo. Página 107
Capítulo XXII
La triste muerte de Teobaldo. Página 114

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