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Cardenal Jorge Mario Bergoglio, sj

EDUCAR:
EXIGENCIA Y PASIÓN

Desafíos para educadores cristianos

Con dinámicas para trabajar a solas o en


grupo

Editorial Claretiana
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Bajalibros.com
ISBN 978-987-34-1558-6
Presentación y Dinámicas de grupo:
Prof.Liliana Ferreirós
Diseño de Tapa: Equipo Editorial.
Con las debidas licencias.
Todos los derechos reservados.
Hecho el depósito que previene la ley.
© Editorial Claretiana, 2006.
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PRESENTACIÓN
La orfandad en la que vive inmersa la cultura
contemporánea aviva la necesidad del
reencuentro con el Padre. Los que
procuramos vivir cada día en su Presencia
tenemos, además, el consuelo de otras
presencias... Pa-dres y madres de sangre y de
Espíritu (Mateo 16,17) caminan con
nosotros, nos orientan en la encrucijada, nos
acompañan con el silencio y con la palabra,
nos levantan en la caída y nos enseñan los
secretos del Camino...
En este contexto inscribimos las reflexiones
que el Cardenal Jorge Bergoglio sj dirige a
los educadores católicos, también llamados a
curar la orfandad que habita en cada niño, en
cada joven, en cada aula, en cada escuela. Su
palabra adquiere en el momento actual
significativa importancia. Por eso
actualizamos su mensaje, portador de Buena
Nueva y comunicador de Esperanza.
Al tiempo que calan hondo en nuestra ta-rea
cotidiana e interpelan fuertemente nuestra
condición de educadores cristianos, sus
reflexiones nos ponen en diálogo con la
realidad presente, con las dificultades,
oportunidades y desafíos que ella nos
plantea, y señalan un rumbo.
Un rumbo que invita a revisar nuestra vi-da
de fe y nuestra condición de ciudadanos
constructores del reino en las fronteras
históricas de nuestra nación desde la propia
vocación. Son palabras dirigidas a los
educadores católicos argentinos, ciudadanos
de un mun-do complejo que ya transita el
tercer milenio, en una coyuntura crítica y
dolorosa para el país, en la que también
germina, con la muerte, la Resurrección.
Para profundizar en cada una de las cinco
reflexiones que se compilan en este libro, los
docentes hallarán claves de lectura que
pueden ser desgranadas a solas o en grupo,
aun cuando, al proponernos la edición,
pensamos en ellas como valioso vehículo de
revisión, re-novación y encuentro en el seno
de la comunidad educativa.
Por fin, solo nos queda pedir al Maestro que
abrevemos más que nunca de su ejemplo,
consagrando la vida y la tarea al
mandamiento más grande y dando a la
educación TODO lo que nos pide para hacer
conocer y amar a Jesucristo.
1
Ser educador católico hoy:
Un gran desafío
Testigos de Jesús Resucitado
Los educadores cristianos somos testigos en
el tiempo de la posmodernidad, insertos en
una transición que alguien bien podría ca-
lificar como “cultura del naufragio”. Esta
lectura sin embargo, no debe encerrarnos en
el pesimismo sino por el contrario: nos
propone un reto, un desafío y una vocación.
En dicha situación tenemos parte activa: ser
náufragos. El náufrago siempre está solo con
su propio ser y su propia historia: ésta es su
mayor riqueza. Claro que subsiste la
tentación ante la crisis de reconstruirlo todo
por inercia con los trastos viejos de un barco
que ya no existe o caer en la mera repetición
o en el esnobismo desesperanzado de quien
se acomoda sin más a los tiempos que
corren.
La clave está en no inhibir la fuerza creativa
de nuestra propia historia, de nuestra
historia memoriosa. El ámbito educativo, en
cuanto búsqueda permanente de sabiduría,
es un espacio indicado para este ejercicio:
reencontrarse con los principios que
permitieron realizar un deseo, redescubrir la
mi-sión allí escondida que pugna por seguir
desplegándose.
Memoria que es anámnesis, reactualización
y reencuentro, como en la celebración
eucarística, donde nos reencontramos con
nuestra carne y la de nuestros hermanos en
la Carne de Cristo. Memoria es ir a las
fuentes a la vez que dar con el sentido,
ahondarlo y avanzar luego con
direccionalidad. Por eso tiene que ver con el
ser y con el destino.
Vemos tanta memoria enferma, desdibujada,
desgarrada en recuerdos incapaces de ir más
allá de su primera evidencia, entretenida por
flashes y corrientes de moda, sentimientos
del momento, opiniones llenas de suficiencia
que ocultan el desconcierto. Todos esos
fragmentos quieren distraer, oscurecer y
negar la historia: El Señor está vivo y está en
medio de nosotros. Él nos llama, Él nos
sostiene, en Él nos reunimos, y Él nos envía.
En Él somos hijos, en Él hallamos la estatura
a la que estamos llamados.

Ante los desafíos de nuestra


cultura
Afirmamos que todo avance no arraigado en
la memoria de nuestros orígenes que nos
dan el existir, aun el cultural y el histórico, es
ficción y suicidio. Una cultura sin arraigo y
sin unidad no se sostiene.
Nos mueve pues la búsqueda de la plenitud
de la existencia humana situada en el
contexto epocal que le da carácter peculiar y
determina posibilidades. Hay una tensión
bipolar entre plenitud y límite. Entonces
cabe preguntarnos: ¿Cuál es la antropología
sobre la cual debe apoyarse la acción
educativa y el anuncio evangelizador? Esto
nos lleva a intentar una justa aproximación
valorativa de la época.
Son rasgos expresivos del hombre de hoy la
mentalidad tecnicista juntamente con la
búsqueda del mesianismo profano. Generan
el “hombre gnóstico”: poseedor del saber
pero falto de unidad, y por otro lado
necesitado de lo esotérico, en este caso
secularizado. La tentación de la educación es
ser gnóstica y esotérica, al no saber manejar
el poder de la técnica desde la unidad interior
que brota de los fines reales y de los medios
usados a escala humana. ¡Cuántos son
además los que reducen política a retórica u
optan por enredarse en análisis de coyuntura
más que trascenderse en la captación de los
signos de los tiempos! O los que no escapan
a la seducción cultural que hoy ejerce la
autonomía de la semiótica, que poco a poco
va creando un mundo de ficciones con peso
de realidad. Hay que liberar la antropología
del enjaulamiento de los nominalismos.
Por otra parte podemos encontrar una legión
que se aferra a sus temores conscientes o
inconscientes, enarbolando banderas de
dioses que justifican sus aberraciones o
simplemente sus prejuicios o ideologías. Es
así que, desde el fundamentalismo de
cualquier signo hasta la new age, pasando
por nuestras propias mediocridades en la
vida de fe o por la de aquellos que usan
elementos cristianos pero diluyen en la
neblina lo esencial de la fe, los náufragos
postmodernos nos hemos nutrido en la
poblada góndola del supermercado religioso.
El resultado es el teísmo: un Olimpo de
dioses fabricados a nuestra propia “imagen y
semejanza”, espejo de nuestras propias
insatisfacciones, miedos y autosuficiencias.
El sincretismo conciliador que fascina por su
apariencia de equilibrio, también abunda.
Evita el conflicto no por resolución de la
tensión polar sino simplemente por balanceo
de fuerzas. Adquiere sus mayores
dimensiones en el área de la justicia y a
precio de los valores. En sí mismo se
considera un valor y su basamento radica en
la convicción de que cada hombre tiene su
verdad y de que cada hombre tiene su
derecho: basta con que se guarde equilibrio.
Gusta proclamar los valores comunes, que
no son ni ateos ni cristianos, sino más bien
neutros o que son, como suele decirse,
transversales respecto de las identidades y de
las pertenencias. Es pues la forma más
larvada de totalitarismo moderno: el de
quien concilia prescindiendo de valores que
lo trascienden. Se da un desplazamiento
hacia una moralina conciliadora de
estructura totalitaria en contra de los valores
más hondos de nuestro pueblo.
Cercano está el relativismo, fruto de la
incertidumbre contagiada de mediocridad,
que es la tendencia actual a desacreditar los
valores o, por lo menos, que propone un
moralismo inmanente que pospone lo
trascendente reemplazándolo con falsas
promesas o fines coyunturales. La
desconexión de las raíces cristianas convierte
a los valores en mónadas, lugares comunes o
simplemente nombres. De ahí al fraude de la
persona hay un paso. Porque, en definitiva,
una antropología no puede eludir la
confrontación de la persona con la Persona
que trasciende y que la fundamenta en esa
misma trascendencia.
Hermanada a éstos, encontramos la
pretendida búsqueda de una puridad que
está a la base de cualquier forma de
nihilismo. Parecen evocar los dones
preternaturales: ra-zón pura, ciencia pura,
arte puro, sistemas puros de gobierno. Esta
ansia de puridad, que a veces toma forma de
fundamentalismo religioso, político,
histórico, se da a costa de los valores
históricos de los pueblos y aísla la conciencia
de tal manera que le impide captar y aceptar
los límites de los procesos. El hombre de
carne y hueso, con una pertenencia cultural e
histórica concreta, la complejidad de lo
humano con sus tensiones y sus
limitaciones, no son respetados ni tenidos en
cuenta. La realidad humana del límite, de la
ley y las normas concretas y objetivas, la
siempre necesaria y siempre imperfecta au-
toridad, el compromiso con la realidad, son
dificultades insalvables para esta mentalidad.
Un nuevo nihilismo “universaliza” todo,
anulando y desmereciendo particularidades o
afirmándolas con tal violencia que logra su
destrucción. Esa tendencia a uniformar
políticas hacia un “nuevo orden”, por la
internacionalización total de capitales y de
medios de comunicación, nos deja un agrio
sabor de despreocupación por los
compromisos sociopolíticos concretos, por
una real participación en la cultura y los
valores locales. No podemos reducirnos a ser
un número en las estadísticas de las
encuestas de opinión o en los estudios de
mercado, o un estímulo para la publicidad.
El hombre de hoy experimenta el desarraigo
y el desamparo. Lo llevó hasta allí el afán
desmedido de autonomía heredado de la
modernidad. Ha perdido el apoyo en algo que
lo trascienda. Aquí se da una tensión entre
los opuestos regla-originalidad, en la que hay
que evitar caer en la coerción –que es
exageración de la regla–, como en la
impulsividad –que es exageración de la
originalidad–. De ese alejamiento de las
raíces constitutivas deviene la tentación de
los retornos y de los refugios culturales. Al
encontrarse di-vidido, divorciado consigo
mismo, confunde la nostalgia propia del
llamado de la trascendencia con la añoranza
de mediaciones inmanentes también
desarraigadas.

Engendrar en otros el don de


Cristo
“Yo les enviaré lo que mi Padre les
ha prometido.
Permanezcan en la ciudad, hasta
que sean revestidos con la fuerza
que viene de lo alto.”
Lucas 24,49
Basados en la promesa triunfa la esperanza.
No dejen sus lugares. Permanezcan juntos.
El Don, que es fuerza, hará nuevas todas las
cosas.
Estamos invitados a tejer una “cultura de
comunión”. Y una mística auténtica
recuperada es fundamentalmente incisiva: se
impone hacia afuera pero no con violencia
titánica, sino más bien con esa
mansedumbre que nace de la sabiduría y va
ganando espacio por su suave luminosidad.
Nuestra consagración a Dios Padre desde la
cosmovisión que implica el nacer en el seno
del Cuerpo Místico del Verbo Encarnado, y
especialmente de la experiencia de vida del
pueblo fiel creyente, nos ubica en una clara
posición de fundamentación e identidad
propios.
Hoy convivimos con una humanidad
inquieta, buscadora de sentido de su propia
existencia, deseosa de articular lenguajes y
discursos para reconstruir una armonía del
saber perdida, ansiosa por integrar su “yo”
ante tantas inseguridades. No podemos dejar
de ver esta búsqueda espiritual como signo
del Espíritu de Dios.
Nuestro aporte irá a superar la inercia que
lleva a reconstruir lo que fue “el ayer” cuan-
do sólo se tienen en la playa los restos de un
viaje trunco. Como los primeros cristianos –
el contemplarlos puede ser una visión ana-
lógica de utilidad para reencontrarnos con el
espíritu de nuestra misión– debemos
anunciar, no sólo con mensajes convincentes
sino fundamentalmente con nuestra vida,
que la verdad basada en el amor de
Jesucristo a su Iglesia es realmente digna de
fe. Porque, hartos de mensajes, ninguna voz
suscita confianza y corremos el peligro de
caer en la incertidumbre y en la mala
indiferencia, graves enfermedades del
espíritu.
Cuando nuestra Madre, la Iglesia, nos remite
a una norma objetiva, a una enseñanza, no
hace sino traducir al pensamiento y a la
praxis la condición humana esencial y, por
ende, hace a su dignidad personal que cada
hombre la tenga como horizonte de su
accionar, más allá de cualquier cultura y
situación. La posibilidad de criticar y
autocriticarse, al medio y a sí mismos, con
una principalidad y normativa que esté más
allá de toda otra, ayuda a madurar. Es bueno
tener una palabra última a la cual referirnos,
que nos libere de todo condicionamiento y
nos refiera a nuestra esencia.
Hoy, más que nunca, el camino es la
santidad: ser testigos veraces de lo que se
cree y se ama y vivirlo en fraternidad.
Intentando ser reflejo, no de nuestras
opacidades, sino de la Palabra de Otro. Esto
es verdadera realización simbólica: la de un
deseo unido al de Aquel que no podemos
explicar pero que hemos visto porque nos
hemos dejado en-contrar por Él y lo hemos
amado. Y el símbolo, bien sabemos, crea
cultura.
Esta conversión creativa, en nuestros
criterios, en nuestras metodologías, en la
búsqueda incesante de la verdad –que no
pretende ser omnipotente sino crucificada–
que sur-ge de todo encuentro real con
Jesucristo, nos lleva a plasmar una vida
comunitaria en la que dé gusto adentrarse en
la Verdad y la Belleza, y donde nos sintamos
invitados a vivir el Bien. Por otra parte, en el
silencio del estudio, en la humildad del
compartir y ayudarse, está el remedio contra
la mediocridad que lleva a la corrupción y al
desinterés, ambas cosas que tanta
incertidumbre provocan en nuestros jóvenes,
y que tanto motivan a la evasión y la
superficialidad.
Fundados en el misterio de Dios manifestado
en la Carne de Cristo podemos delinear la
tarea formativa de nuestros colegios: ser
reflejo de la esperanza cristiana de afrontar
la realidad con verdadero espíritu pascual. La
humanidad crucificada no da lugar a
inventarnos dioses ni a creernos
omnipotentes; más bien es una invitación –a
través del trabajo creador y el propio
crecimiento– a creer y manifestar nuestra
vivencia de la Re-surrección, de la Vida
nueva.
Es misión de la escuela formarse y formar en
esta conciencia: el hombre es hijo, filiación
en el Unigénito del Padre, y por tanto hecho
para aspirar a su Deseo, su Voluntad, que
siempre reorienta la propia. La ilusión
relativista de que en uno mismo está la
propia orientación no es sino un viaje
náufrago más, que marca una nueva
frustración. Los seres humanos no podemos
vivir sin Ley que nos estructure, sin Llamado
que nos oriente, sin Calidez de Padre que nos
convoque.
El espíritu relativista busca evitar las
tensiones, los conflictos; teme la verdad. Nos
da miedo, en estos tiempos donde todo
parece moverse por puro interés, pensar que
algo pueda ser Don, que hay un Amor que
nos sostiene y que la única garantía de ser
libres en plenitud está en abrazarse a esa
Verdad.
La concreción de la verdad que creemos es
posible en las particularidades diferenciadas.
De comunidades pequeñas pero conscientes
de su identidad, afirmadas sin soberbias ni
estereotipos sino con la serenidad de quien
cree y convoca con su solo ejemplo, es
posible engendrar a aquellos que sean
capaces de grandes deseos y grandes
renuncias. Nuestra pasión es engendrar
verdaderos hijos de esa Verdad, aunque
estemos ausentes de proyectos
mundanamente ambiciosos.

Educar, la gran tarea que


Jesús pone en sus manos
Nos convoca una obra de amor: educar.
Educar es dar vida. Pero el amor es exigente.
Pide comprometer los mejores recursos, las
ganas no ciclotímicas, despertar la pasión y
con paciencia ponerse en camino.
Son nuestros colegios ámbitos privilegiados
de encuentro interhumano. Cada hombre y
mujer es único, es inalienable e
irremplazable; debe ser esa unicidad la que
inspire la armonización en un plano superior
de las inevitables tensiones de los momentos
de crisis. Y son también un lugar propicio
para la animación de una experiencia de vida
orientada al encuentro y a la solidaridad,
expresión lo más acabada posible de lo que
es ser comunidad.
Que cada persona que se sume al proyecto
para ejercer su rol de educador lo haga en
sintonía plena con el ideario, con
disponibilidad a la obra común, asumiendo
con responsabilidad el espacio que se le
confía. Y así cada uno con su peculiaridad
hará más rico el intercambio, sirviendo a un
proyecto mayor y perdurable. Proyecto que
no es otro que el de Dios para el hombre.
Un clima especial debe imperar. Marcado por
la búsqueda de la sabiduría. Con seriedad
académica vayan desplegando la rica y
variada información científica, pero
favoreciendo la integración del saber. Tarea
ímproba que debe ser acompañada por un
doble movimiento: ayudar a bucear en
profundidad, desarrollando la capacidad de
ver más allá, de captar los signos y alusiones
sumergidas en las cosas y en los
acontecimientos; y en todo lo que
corresponda, posibilitar el encuadre y la
síntesis con la cosmovisión católica del
mundo y de la historia. Aquí vemos como
urgente una mayor cooperación
interdisciplinar entre las ciencias y la
teología, que facilite la contemplación de la
sinfonía de la creación.
Queridos educadores: qué grande es la ta-
rea que Jesús pone en sus manos. Cultiven
su personalidad, trasmitan con su ser un
estilo, una certidumbre. No sucumban a la
tentación de prorratear la Verdad. Que esa
suerte de paternidad y maternidad no
descrea de las capacidades de los alumnos,
nivelando para abajo por medio del consenso
negociador, del pacto demagógico,
consintiendo el cotidiano “zafar”.
Hagan amar a Jesucristo. Muestren el
esplendor de la verdad que aparece, para el
que sabe ver, emergiendo de cada rincón de
la naturaleza o de las obras de los hombres.
Forjen ideas luminosas para que,
apropiándoselas, orienten a los jóvenes y
niños por los campos de la vida. Ayuden a
generar lazos y vínculos con personas, ideas
y lugares, porque se crece alimentando
pertenencias.
Reconcíliense con el esfuerzo por
mantenerse de pie, superando los tropiezos.
Ten-gan pasión por la Verdad, el Bien y la
Belleza. No caigan en la tentación del
facilismo que los hace débiles. Sepan que, en
una existencia sin trascendencia, las cosas se
vuelven ídolos y los ídolos degeneran en
demonios que asolan y devoran a los mismos
que pretendían disfrutarlas.
Queridos directivos y todos aquellos que
tienen responsabilidades de conducción: mis
mejores deseos para la gestión de ustedes,
que tanto significa para la marcha de sus
centros. A veces la carga se torna pesada. No
están solos. Cuiden con amor e idoneidad de
cada uno y del conjunto, y sentirán a su vez
la suavidad de una Presencia que los
sostendrá y animará a ustedes.
Estén atentos al alimento que reparten en
sus casas. No hay mejor memoria que la de
un alumno agradecido.
Con la fuerza que viene de lo alto, con todo
mi afecto, quiero desearles a todos los
miembros de nuestras comunidades
educativas con el Apóstol: “En fin, mis
hermanos, todo lo que es verdadero y noble,
todo lo que es justo y puro, todo lo que es
amable y digno de honra, todo lo que haya
de virtuoso y merecedor de alabanza, debe
ser el objeto de sus pensamientos. Pongan en
práctica lo que han aprendido y recibido,...,
y el Dios de la paz estará con ustedes” (Flp 4,
8-9).

Clave de lectura para trabajar


a solas o en grupo
Las preguntas que siguen se
proponen estimular la reflexión y la
revisión de vida de nuestras
comunidades educativas –de sus
“actores” (docentes y directivos)–, a
partir de los textos.

Reflexionamos
El diccionario define el término
naufragio como la “pérdida de la
embarcación en el mar”, como “una
situación que ofrece peligro a los
navegantes” y, por extensión, como
la “ruina completa”.
– ¿Qué elementos expresan en la
sociedad esta situación de
naufragio?
– ¿En qué se manifiesta dentro de
mi comunidad educativa?
Sugerimos tomar nota y hacer un elenco
de las respuestas que se van dando, para
releer luego en voz alta.
– ¿Cómo reacciono frente a esta
realidad en la que estoy inserto:
Sugerimos pensar la respuesta y
responder con absoluta sinceridad en cuál
de estos casos nos sentimos incluidos,
tomando nota de cuál es la actitud que
predomina en el grupo.
soy pesimista, no creo que nada
cambie y ando desalentado?
+ soy hipercrítico, todo me duele,
me molesta y quisiera huir de la
situación
+ porque siento que no puedo
resolver los conflictos que plantea?
soy optimista ciego, que niego toda
crítica y trato de avanzar a cualquier
precio?
+ me adapto y me conformo?
+ Leemos
“Recibirán la fuerza del Espíritu
Santo que descenderá sobre
ustedes, y serán mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta los confines de la
tierra.”
Hechos de los Apóstoles 1,8

Pensamos
“Lo que falta muchas veces a los
católicos que trabajan en la escuela,
en el fondo es, quizás, una clara
conciencia de la «identidad» de la
Es-cuela Católica misma y la
audacia para asumir todas las
consecuencias que derivan de su
«diferencia» respecto de otras
escuelas.”
La Escuela Católica V,66
Revisamos nuestra tarea
– Como educadores católicos, ¿nos
sentimos Testigos de Resurrección
en el mundo presente? ¿Sí? ¿No?
¿Por qué?
– Desde la curricula de la disciplina
que enseñamos y desde el proyecto
educativo institucional que nos
conduce:
+ ¿en qué medida estimulamos el
ejercicio de la memoria de nuestras
tradiciones más profundas y de
nuestra historia como pueblo, como
nación?
Si no lo hacemos, dispongámonos a
confeccionar alguna propuesta concreta
que se aplique a los contenidos de
enseñanza o al proyecto institucional.
– ¿Qué lugar ocupan los valores en
nuestra acción educativa?
– ¿Desde dónde resolvemos los
conflictos que se plantean o nos
plantean nuestros alumnos en
búsqueda de solución:
+ desde el Evangelio?
+ desde la ética de la opinión
pública?
+ desde una posición personal,
subjeti vista, fundamentada en el
“yo creo que...”?
– ¿Estimulamos desde nuestras
cátedras preocupación y
compromiso con la realidad
sociopolítica concreta, alentando la
formación de ciudadanos cristianos
y laicos que aporten su visión del
mundo y de la historia a la cultura y
a los valores locales?
– ¿Cómo definiríamos una “cultura
de comunión”?
Esta pregunta puede responderse de
manera escrita o gráfica. Sugerimos
un collage con revistas viejas,
diarios, etc, o alguna imagen-
cartelera.
– ¿Estamos en sintonía plena con el
ideario de la comunidad a la que
pertenecemos ¿Sí? ¿No? ¿Por qué?
– ¿Qué actitudes concretas
podemos realizar para mejorar
nuestra identificación y nuestra
pertenencia?

Oramos
“El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque el Señor me ha ungido.
Él me envió a llevar la buena noticia
a los pobres,
a vendar los corazones heridos, a
proclamar la liberación a los
cautivos y la libertad a los
prisioneros;
a proclamar un año de gracia del
Señor,
un día de venganza para nuestro
Dios;
a consolar a todos los que están de
duelo, a cambiar su ceniza por una
corona, su ropa de luto por el óleo
de la alegría, y su abatimiento por
un canto de alabanza.
Ellos serán llamados ‘Encinas de
justicia’, ‘Plantación del Señor, para
su gloria’.
....
Su descendencia será conocida
entre las naciones,
y sus vástagos, en medio de los
pueblos: todos los que los vean,
reconocerán que son la estirpe
bendecida por el Señor.”
Isaías 61,1-3.9
2
Recuperar la memoria de
pertenenciaal santo Pueblo de
Dios
Comunidad educativa:
Pequeña Iglesia
Una Comunidad Educativa es una pe-queña
iglesia, mayor que la familia y menor que la
Iglesia diocesana. En ella se vive y se con-
vive. En ella peregrinamos, como hijos y
hermanos, hacia la eternidad.
Hoy, más que nunca, las preguntas que nos
hacemos sobre las cualidades de nuestra
acción educativa resultan difíciles y tenemos
el peligro de enredarnos en los mismos
planteos que nos llevan a buscar la fidelidad
en el cumplimiento de nuestra misión.
Porque es un desafío entender que “la
construcción del mundo según el designio de
Dios es un as-pecto esencial del anuncio
evangélico” (Juan Pablo II, 22-4-93). Es tan
importante este asunto que no podemos
permitirnos ningún tipo de improvisación. Y
lo mismo sucede con las diversas opciones
que habremos de tomar en nuestra acción
pastoral.
Cuando Pablo VI nos hablaba del esfuerzo
orientado al anuncio del Evangelio a los
hombres de nuestro tiempo, nos señalaba
una de las realidades nuestras más notorias:
“exaltados por la esperanza, pero a la vez
perturbados con frecuencia por el temor y la
angustia” (EN 1). Temores y angustias que
nos acosan desde el afuera socio-económico
y cultural, pero que también arraigan en
nuestra interioridad y en lo íntimo de
nuestro núcleo familiar. Esperanzas y
temores se entrelazan incluso en nuestra
vida de educadores –en medio de las
incertidumbres es-pecíficas de esta labor– en
los momentos en que hemos de decidir por
modalidades de nuestro trabajo. No podemos
arriesgarnos a decidir sin el discernimiento
de esos temores y esperanzas, porque lo que
se nos pide es nada menos que “en estos
tiempos de incertidumbre y malestar
cumplamos (nuestra tarea) con creciente
amor, celo y alegría” (EN 1), y esto no se
improvisa.
Para nosotros, hombres y mujeres de Iglesia,
este planteo trasciende cualitativamente toda
visión de las ciencias positivas, apelando a
una visión original, a la misma originalidad
del Evangelio. Reencontrarnos y consolarnos
con la “comunicación de nuestra común fe”
(Rm 1,12), abrevar nuestro corazón de
apóstoles en ella precisamente para
recuperar la coherencia de nuestra misión, la
cohesión como cuerpo, la consonancia de
nuestro pensar con nuestro sentir y nuestro
hacer.

Hacer memoria
El hacer memoria, en sentido bíblico, va más
allá del mero agradecimiento por todo lo
recibido; quiere enseñarnos a tener más
amor; quiere confirmarnos en el camino
emprendido. La memoria como gracia de la
presencia del Señor a lo largo de la vida. La
memoria del pasado que nos acompaña, no
como un peso bruto, sino como un hecho
interpretado a la luz de la conciencia
presente.
No se puede educar desgajados de la me-
moria. Pidamos pues la gracia de recuperar
la memoria: memoria de nuestro camino
personal, memoria del modo cómo nos buscó
el Señor, memoria de mi familia religiosa,
memoria de nuestra comunidad educativa,
memoria de pueblo . . . Mirar hacia atrás es
despertarnos para percibir con más fuerza la
palabra de Dios: “Traigan a la memoria los
días pasados, en que después de ser
iluminados, hubieron de soportar un duro y
doloroso combate... No pierdan ahora su
confianza” (Hb 10,32ss). “Acuérdense de sus
dirigentes, que les anunciaron la palabra de
Dios, y considerando el final de su vida,
imiten su fe” (Hb 13,7). Esta memoria que
nos salva de “dejarnos seducir por doctrinas
varias y extrañas” (Hb 13,9), esta memoria
nos “fortalece el corazón”.
La memoria de los pueblos. Los pueblos
tienen memoria, como las personas. La
humanidad también tiene su memoria
común. Un viejo Pastor contaba que en un
pueblo de su diócesis encontró a un indio
rezando tremendamente concentrado.
Estuvo mucho tiempo así; al obispo le llamó
la atención y le preguntó qué rezaba. “El
catecismo”, contestó el indio. Era el
catecismo de Santo Toribio de Mogrovejo. La
memoria de los pueblos no es una
computadora sino un corazón. Los pueblos,
como María, guardan las cosas en su
corazón.
La alianza del pueblo de Salta con el Señor
del Milagro, el Tincunaco, en fin, todas las
manifestaciones religiosas del pueblo fiel,
son una eclosión espontánea de su memoria
colectiva. Allí está todo: el español y el indio,
el misionero y el conquistador, el
poblamiento español y el mestizaje. Lo
mismo pasa aquí en Buenos Aires... el punto
de unión es siempre el mismo: la Virgencita,
símbolo de la unidad espiritual de nuestra
Nación.
Porque la memoria es una potencia unitiva e
integradora. Así como el entendimiento
librado a sus propias fuerzas desbarranca, la
memoria viene a ser el núcleo vital de una
familia o de un pueblo. Una familia sin me-
moria no merece el nombre de tal. Una
familia que no respeta y atiende a sus
abuelos, que son su memoria viva, es una
familia desintegrada; pero una familia y un
pueblo que se recuerdan son una familia y
un pueblo de porvenir.
La humanidad entera tiene su memoria
común. El recuerdo de la lucha ancestral
entre el bien y el mal. La lucha eterna entre
Miguel y la Serpiente, “la serpiente antigua”
(Ap 12,7-9) que ha sido vencida para siempre,
pero que resurge como “enemigo de natura
humana”. Esa es la memoria de la Huma-
nidad, el acervo común de todos los pueblos
y la revelación de Dios a Israel. Porque la
historia humana es una larga contienda
entre la gracia y el pecado, pero esa memoria
común tiene su rostro concreto: el rostro de
los hombres de nuestros pueblos. Son
hombres anónimos y sus nombres no
quedaron grabados en los libros de historia.
En sus rostros estará quizás el sufrimiento y
la postergación, pero su dignidad
inexpresable con palabras nos está hablando
de un pueblo con historia, con memoria
común. Sabe Dios que dejaron huella entre
nosotros, que llega hasta el hoy. Es el pueblo
fiel de Dios.
No permitamos que intenten menguar o
desvirtuar esa memoria vigorosa, desde las
élites divorciadas de la realidad. Sino, muy
por el contrario, acudamos a esas riquísimas
reservas morales y religiosas del pueblo fiel
de Dios, para sanear y nutrir nuestras
instituciones.
La memoria de la Iglesia. Es la Pasión del
Señor. La Eucaristía es el recuerdo de la pa-
sión del Señor. Allí está el triunfo. El olvido
de esta verdad ha hecho a veces aparecer a la
Iglesia como triunfalista, pero la
resurrección no se entiende sin la cruz. En la
cruz está la historia del mundo: la gracia y el
pecado, la misericordia y el arrepentimiento,
el bien y el mal, el tiempo y la eternidad.
En los oídos de la Iglesia resuena la voz de
Dios, expresada por su Profeta: “no temas,
porque yo te he rescatado... y te volveré a
rescatar” (Is 43,1-21). “Sé valiente y firme...
Yavé tu Dios está contigo; no te dejará ni te
abandonará... No temas, pues, ni te asustes”
(Dt 31,6-7). El recuerdo de la salvación de
Dios, del camino ya recorrido, da fuerzas
para el futuro. Por la memoria, la Iglesia
testifica la salvación de Dios.
El pueblo de Dios fue probado en el camino
del desierto. Allí fue guiado por Dios como
un hijo por su padre. El consejo del
Deuteronomio es siempre el mismo de toda
la Escritura: “Acuérdate del camino
recorrido”, y “date cuenta” (Dt 8,2-6). Nadie
es capaz de entender nada si no es capaz de
recordar bien, si le falla la memoria. “Ten
cuidado y fíjate bien. No vayas a olvidarte de
estas co-sas que tus ojos han visto ni dejes
nunca que se aparten de tu corazón. Por el
contrario, enséñaselas a tus hijos y a los
hijos de tus hi-jos” (Dt 4,9). Nuestro Dios es
celoso de nuestro recuerdo para con Él, tan
celoso que –a la menor señal de
arrepentimiento– se vuelve misericordioso:
“no olvida la alianza que juró a nuestros
Padres”.
Por el contrario, el que no tiene memoria se
afinca en los ídolos, en la novedad de lo
efímero, de la moda. Adorar ídolos es el
castigo inherente a quienes olvidan (Dt 4,25-
31). Nos sobreviene la esclavitud: “por no
haber servido con gozo y alegría de corazón a
Yavé, tu Dios, cuando nada te faltaba, serás
esclavo de tu enemigo” (Dt 28,47).
Solamente el re-cuerdo nos hace descubrir a
Dios en medio de nosotros y nos hace
entender que toda so-lución salvadora fuera
de Dios es un ídolo (Dt 6,14-15; 7,17-26).
La Iglesia recuerda las misericordias de Dios
y por esto trata de ser fiel a la ley. Los diez
mandamientos que enseñamos a nuestros
chicos en la catequesis son la otra cara de la
alianza, la cara legal para poner marcos
humanos a la misericordia de Dios. Cuando
el pueblo fue sacado de Egipto, allí recibió la
gracia. Y la ley es el complemento de la
gracia recibida, la otra cara de una misma
moneda. Los mandamientos son frutos del
recuerdo, y por eso han de transmitirse de
generación en generación: “Tal vez un día tu
hijo te pregunte: ¿Qué son estos preceptos,
mandamientos y normas que Yavé les ha
ordenado? Tú responderás a tu hijo:
Nosotros éramos esclavos de Faraón en
Egipto y Yavé nos sacó de Egipto con mano
fuerte... para conducirnos a la tierra que
prometió a nuestros pa-dres. Yavé nos
mandó poner en práctica todos estos
preceptos y temerle a Él, nuestro Dios. Así
seremos felices y nos hará vivir como hasta
hoy” (Dt 6,20-25).

Nuestra fe, la fe de un pueblo


como tesoro
Se impone encontrarnos con nuestra fe, con
la fe de nuestros padres, que es en sí misma
liberadora sin necesidad de añadirle ningún
aditamento, ningún calificativo. Es el núcleo
de nuestra identidad personal y comunitaria.
Esa fe que nos hace justos ante el Padre que
nos creó, ante el Hijo que nos redimió y lla-
mó a su seguimiento, ante el Espíritu que
actúa directamente en nuestros corazones.
Esta fe que –a la hora de optar por
decisiones concretas– nos llevará, bajo la
unción del Espíritu, a un conocimiento claro
de los límites de nuestro aporte, a ser
inteligentes y sagaces en los medios que
utilicemos; en fin, nos conducirá a la eficacia
evangélica tan lejana de la inoperancia como
del invento fácil.
Nuestra fe es revolucionaria, es fundante en
sí misma. Es una fe combativa, pero no con
la combatividad de cualquier escaramuza, si-
no con la de un proyecto discernido bajo la
guía del Espíritu para un mayor servicio a la
Iglesia y al mundo. Y por otro lado, el
potencial liberador le viene no de ideologías
sino precisamente de su contacto con lo
santo: es hierofánica.
Por lo mismo que la fe es tan revolucionaria
será continuamente tentada por el enemigo,
aparentemente no para destruirla sino para
debilitarla, hacerla inoperante, apartarla del
contacto con el Santo, con el Señor de toda fe
y toda vida. Y entonces vienen las posturas
que, en teoría, nos parecen tan lejanas, pero
que si examinamos nuestra práctica las
veremos escondidas en nuestros corazones.
Esas posturas simplistas que nos eximen de
la carga dura y constante del llevar adelante,
día a día, la vocación y la misión. Revisemos
algunas tentaciones.
Una de las tentaciones más serias que aparta
nuestro contacto con el Señor es el
sentimiento de desaliento. Frente a una fe
combativa por definición, el enemigo, bajo
ángel de luz, sembrará las semillas del
pesimismo. Nadie puede emprender ninguna
lucha si de antemano no confía plenamente
en el triunfo. El que comienza sin confiar,
perdió de antemano la mitad de la batalla. El
triunfo cristiano es siempre una cruz, pero
una cruz bandera de victoria.
Esta fe combativa la vamos a aprender y
alimentar entre los humildes. Que vengan a
nuestra memoria muchas caras, las caras de
mucha gente vinculada a nuestras
comunidades. La cara del humilde, la de
aquel de una piedad sencilla, es siempre cara
de triunfo y casi siempre la acompaña una
cruz. En cambio, la cara del soberbio es
siempre una cara de derrota. No acepta la
cruz y quiere una resurrección fácil. Separa
lo que Dios ha unido. Quiere ser como Dios.
El espíritu de derrota nos tienta a
embarcarnos en causas perdedoras. Está
ausente de él la ternura combativa que tiene
la seriedad de un niño al santiguarse o la
profundidad de una viejita al rezar sus
oraciones. Eso es fe y esa es la vacuna contra
el espíritu de derrota y de desaliento (1 Jn
4,4; 5,4-5).
Otra tentación es querer separar antes de
tiempo el trigo y la cizaña. La contemplación
de la historia de la salvación nos da sentido
del tiempo, porque no se puede forzar nin-
gún proceso humano. Y la vida es así: lo pu-
ro no está sólo en Dios, también hay pureza
entre los hombres. Y Dios no es un Dios
lejano que no se mete en el mundo. Las
estructuras de este mundo no son
únicamente pe-cadoras. Eso es
maniqueísmo. El trigo y la cizaña crecerán
juntos y nuestra humilde mi-sión quizá sea
más bien proteger como pa-dres al trigo,
dejando a los ángeles la siega de la cizaña.
Otra tentación es privilegiar los valores del
cerebro sobre los valores del corazón. No es
así. Solamente el corazón une e integra. El
entendimiento sin el sentir piadoso tiende a
dividir. El corazón une la idea con la realidad,
el tiempo con el espacio, la vida con la
muerte y con la eternidad.
La tentación está en desubicar el
entendimiento del lugar donde lo puso Dios
Nuestro Señor. No creó Dios el
entendimiento humano para constituirse en
juez de todas las co-sas. Es una luz prestada,
un reflejo. Nuestro entendimiento no es la
luz del mundo; muy corto se queda cuando
se encapsula y se cierra a la luz de la fe. Lo
peor que le puede pasar a un ser humano es
dejarse arrastrar inadecuadamente por las
“luces” de la razón. Se convertirá en un
intelectual ignorante.
Otra tentación está en avergonzarse de la fe.
A la fe hay que pedirla. Dios nos guarde de
no ser pedigüeños con Él y con sus santos.
Negar que la oración de petición sea por na-
turaleza superior a las otras oraciones es la
soberbia más refinada. Sólo cuando somos
pedigüeños nos reconocemos creaturas.
Cuando no nos arrodillamos ante la fe del
humilde y no nos dejamos enseñar y cuando
no sabemos pedir, entonces empezamos a
decir que lo que salva es la pura fe, una fe
vacía, pero una fe seca de toda religión, de
toda piedad. Entonces no interpretamos lo
religioso, y el intelecto marcha a la deriva de
sus pocas luces. Allí es donde caemos en
explicar la verdadera fe con slogans nacidos
de ideologías culturales. Lo importante es
percibir dentro de estas formulaciones
concretas, donde a la fe se la reduce, se la
pone en segundo orden, se la esconde, que
hay allí una confesión de debilidad: la
debilidad del que no cree que su fe puede
“mover montañas”, la debilidad de la
ineficacia. El “fuerte en la fe” sabe dónde es
eficaz, dónde se vence al Maligno (1 Jn 2, 14).
Y otra tentación consiste en olvidar que el
todo es superior a la parte. Procuremos
sentir hondamente nuestra pertenencia al
Cuerpo de la Santa Madre Iglesia, la Esposa
del Señor, a la que debemos amar y
mantener unida.
En nuestra reflexión, en cuanto padres y
docentes, debemos pensar en que no basta la
verdad, sino ésta en caridad, edificando la
unidad de la Iglesia. No sea que por
adherirnos a los mejores programas
olvidemos al cuerpo. Una actitud
insoslayable, de justicia, es salvar a los
hombres del cisma y de la atomización,
ayudándolos a mayor comunión y unidad
con la Madre Iglesia, recordando siempre
que la unidad es superior al conflicto.
Quizás en estas reflexiones, buscando
recuperar la fe de nuestros padres para darla
incólume y fecunda a nuestros hijos,
convenga recordar la imagen católica de
nuestro Dios. No es el que está ausente. Es el
Padre que acompaña el crecimiento, el pan
de cada día que alimenta, el misericordioso
que acompaña en los momentos en que a
estos hijos suyos los usa el enemigo. El
Padre que no le da a su hijo lo que pide, si no
conviene, pero siempre lo acaricia. Esto es
aceptar que nuestro Dios se expresa
limitadamente . . . y consiguientemente es
aceptar los limites de nuestra expresión
pastoral (tan lejanos de la concepción de
quien tiene la llave del mundo, que no sabe
de espera ni de trabajo, que vive de tracción a
histerias e ilusiones).
Jesús, que proclama que Dios se expresa
limitadamente en su encarnación, quiso
compartir la vida de los hombres, y esto es
redención. Lo que nos salvó no fue sólo “la
muerte y resurrección de Cristo”, sino Cristo
encarnado, nacido, ayunando, predicando,
curando, muriendo y resucitando. Los
milagros, los consuelos, las palabras de Jesús
son salvadores. Porque quiso enseñarnos
que las síntesis se hacen, no vienen hechas;
que servir al santo pueblo fiel de Dios es
acompañarlo anunciando la salvación día a
día, y no andar perdiéndonos mirando
cúspides inalcanzables para las que ni
fuerzas tenemos.

Somos un pueblo con


proyecto
En fin, resumiendo, hay dos proyectos: el de
nuestra fe, que reconoce a Dios como Padre,
y hay justicia y hay hermanos. Y otro
proyecto, el que engañosamente nos pone el
enemigo, que es el del Dios ausente, la ley
del más fuerte, o el del relativismo sin
brújula ¿A cuál le hago el juego? ¿Soy capaz
de discernirlos? ¿Soy capaz de discutir con el
proyecto que no es de Dios?. ¿Y si me doy
cuenta de que no soy capaz, entonces, tengo
la sagacidad suficiente de defenderme?
Y por eso nuestra identidad como hombres
de fe está dada por la pertenencia a un
cuerpo y no por la afirmación de nuestra
conciencia aislada. El bautismo significa
pertenecer a la Iglesia institucional. Se es en
la medida que se pertenece. Y, por tanto, el
comportamiento religioso de pertenencia
más que buscar la satisfacción de un
momento individual de mi conciencia,
buscará adherir a los símbolos unitivos: la
Virgen, los Santos... Y aquí un paso más,
nuestra fe será combativa con una
combatividad consciente del enemigo a fin
de defender a todo el cuerpo (no ya sólo a mí
mismo).
Todo esto nos da una nota de realismo: se
conoce por lo que se lucha, y en la medida en
que no se sabe por qué se lucha se va
directamente a la pérdida. Los primeros
evangelizadores le dieron al indio en América
el saber por qué luchar. Nuestro trabajo de
formadores –docentes y padres– no debe
descuidar este aspecto de nuestra fe:
ayudarlos en la sagacidad de saber por qué
luchar.
Junto a este sentido de lo combativo dijimos
que nuestra fe tiene su dimensión
hierofánica: el contacto con lo santo. Se
distingue del sacramentalismo mágico. Es la
confianza profunda en el poder de Dios que
se hace historia a través del signo
sacramental. Es actualizar la gracia específica
de la Encarnación: ese contacto físico con el
Señor que “pasa haciendo el bien y sanando a
todos”.
La táctica del enemigo consistirá en ahogar
lo combativo y ahogar lo hierofánico, a fin de
que nuestra fe resulte indisciplinada e
irrespetuosa. Porque disciplina y respeto son
consecuencias directas de nuestra fe; y por
disciplina y respeto debemos ver cual es el
territorio mejor que tenemos para nuestra
propuesta evangelizadora, para nuestro
servicio de la fe en y desde la educación, para
nuestra promoción de la justicia.
Unidos hacia la renovación
Ojalá que el Señor nos haga entender y sentir
que la evangelización “no es algo
facultativo... es algo necesario. Es único. Que
no puede ser reemplazado. Que no admite
indiferencia ni sincretismo ni acomodos.
Que representa la belleza de la Revelación, y
lleva consigo una sabiduría que no es de este
mundo. Que es capaz de suscitar por Sí
mismo la fe, una fe que tiene su fundamento
en la potencia de Dios”. Que entendamos que
merece que nosotros, apóstoles, “le
dediquemos todo nuestro tiempo, todas
nuestras energías, y que si es necesario le
consagremos nuestra propia vida” (EN 5). La
memoria nos une a una tradición, a una
norma, a una ley viva e inscripta en el
corazón. “Aten estas palabras a sus manos . .
.” (Dt 11,1-32). Así como Dios tiene atado en
su corazón y en todo su ser el “regalo”, el
“proyecto” de salvación. La base del ejercicio
de la Iglesia y de cada uno de nosotros en el
recuerdo consiste precisamente en esta
seguridad: Soy recordado por el Señor; Él me
tiene atado en su amor.
Y la memoria es una gracia que debemos
pedir. Es tan fácil olvidar, sobre todo cuando
estamos satisfechos … “No te olvides de
Yavé. Cuando hayas comido y te hayas
saciado no te olvides de Yavé que te sacó de
Egipto, donde eras esclavo” (Dt 6,10-12).
Pedir la gracia de la memoria para saber
elegir bien entre la vida y la muerte: “Mira
que te he ofrecido en este día el bien y la vida
por una parte, y por la otra el mal y la
muerte.. .” (Dt 30,15-20). Esa elección
cotidiana que debemos hacer entre el Señor y
los ídolos. Y esa memoria también nos hará
misericordiosos porque oiremos en nuestro
corazón esa gran verdad: “Acuérdate de que
tú también fuiste esclavo en la tierra de
Egipto” (Dt 15,15).
La Virgen Madre, la que “guardaba todas las
cosas en su corazón”, nos enseñará la gracia
de la memoria. Sepamos pedírsela con
humildad. Ella, sabrá hablarnos en la lengua
materna, en la lengua de nuestros padres, la
que aprendimos a balbucear en los primeros
años. Que nunca nos falte el cariño y la
ternura de María que nos susurre al oído la
Palabra de Dios en ese lenguaje de familia.
Muy queridos directivos, religiosos,
religiosas, sacerdotes, docentes de todos los
niveles: Los ani-mo a que, en medio “de las
piedras que el Diablo nos pone en el camino”
–como suena el decir popular–, recuperen la
memoria de pertenencia al Santo pueblo fiel
de Dios, re-cuperen las reservas religiosas
que hemos mamado desde chicos y están en
las entrañas de nuestro pueblo, para que la
Vida del Re-sucitado haga nuevo cada
corazón y renueve cada colegio, haciéndonos
capaces de mantener lo perenne y eliminar lo
obsoleto.¡A continuar con ardor esa
magnífica tarea educativa de la Iglesia, en
estas orillas del Río de la Plata, que no está
lejos de alcanzar los cuatro siglos de
presencia y de servicio!

Clave de lectura para trabajar


a solas o en grupo

Reflexionamos
– ¿Contagio a mis hermanos en la fe en Dios
Padre Todopoderoso, siendo consciente de
que confirmo de esta manera el proyecto del
Dios justo y bueno?
– ¿Creo en lo revolucionario de la ternura y
el cariño cada vez que miro a la Virgen o
hablo sobre ella?
– ¿Estoy convencido de que la calidez de
hogar tiene sentido en nuestro proyecto de
aula?
– ¿Soy pedigüeño frente a Dios Padre,
reconociéndolo como Padre, todopoderoso,
amoroso en el cuidado de su pueblo fiel, del
que quiero ser parte?
– ¿Tengo conciencia de pertenecer a la
Iglesia y la expreso en mi participación de la
vida comunitaria?
– ¿Tengo conciencia de mi pecado, deseo
convertirme, y vivir según los
mandamientos? ¿O me siento
autosuficiente?
– ¿Soy fiel al mandato de la Iglesia, que me
envía a predicar, “no a mí mismo o mis ideas
personales, sino un evangelio del que no soy
dueño y propietario absolutos para disponer
de él a mi gusto, sino ministro para
transmitirlo con suma fidelidad” (cf EN 15)?
– ¿Intento impregnar con la fe toda mi
acción en el ámbito escolar?

Leemos
“La noticia que hemos oído de él y que
nosotros les anunciamos es ésta: Dios es luz,
y en él no hay tinieblas. Si decimos que
estamos en comunión con él y caminamos
en las tinieblas, mentimos y no procedemos
conforme a la verdad. Pero si caminamos en
la luz, como él mismo está en la luz, estamos
en comunión unos con otros y la sangre de
su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.”
1 Juan 1,5-7

Pensamos
“La escuela supone no solamente una
elección de valores culturales, sino también
una elección de valores de vida que deben
estar presentes de manera operante. Por eso,
ella debe realizarse como una comunidad en
la cual se expresan los va-lores por medio de
auténticas relaciones interpersonales entre
los diversos miembros que la componen y
por la adhesión, no solo individual, sino
comunitaria, a la visión de la realidad en la
cual ella se inspira.”
La Escuela Católica III,32
“En la sociedad actual... la Iglesia capta la
necesidad urgente de garantizar la presencia
del pensamiento cristiano, puesto que éste,
en el caos de las concepciones y de los
comportamientos, constituye un criterio
válido de discernimiento: la referencia a
Jesucristo enseña de hecho a discernir los
valores que hacen al hombre, y los
contravalores que lo degradan.”
La Escuela Católica I,11
Revisamos nuestra tarea
– ¿Vivimos realmente nuestra comunidad
educativa como una “pequeña Iglesia”?
Evaluemos:
¿Cómo son nuestros vínculos:
+ competitivos?
+ fraternos?
+ comprometidos?
+ formales?
– ¿Qué lugar ocupa la oración en nuestra
comunidad educativa?
– ¿Cuál es nuestro grado de participación e
implicación en el proyecto pastoral, en la
liturgia y en todos los eventos destinados a
fortalecer la identidad institucional
reforzando los lazos que nos unen con todos
los miembros de la comunidad?
– ¿Qué estilo de conducción tiene nuestra
comunidad:
+ autoritario?
+ participativo?
+ cooperativo?
– ¿De qué modo resuelve los conflictos
nuestra comunidad:
+ a través del diálogo?
+ a través del análisis racional de los
mismos?
+ apelando al principio de autoridad?
+ ejercitando una comprensión profunda de
las causas para corregirlas?
+ privilegiando la función y la imagen a las
personas?
+ poniéndolos a la luz del Evangelio?
– ¿Podemos decir que en nuestra comunidad
el anuncio evangélico atraviesa como
objetivo todos los demás objetivos y
funciones, y que éstos se dejan “transfigurar”
por él?
Hacer una lista de los temores, los
prejuicios, las limitaciones y las
incertidumbres que nos impiden hacer de
la escuela una comunidad auténticamente
evangélica.
– Cuando hablamos de “hacer memoria”,
cabe preguntarnos no sólo si conocemos y
vivimos en la fe de la historia de salvación
que ha escrito el Señor de la historia sino,
además, si conocemos y vivimos la historia
de la institución a la que hoy pertenecemos y
tenemos conciencia clara de su carisma
específico para fortalecer nuestra fidelidad a
él. ¿Qué sabemos de la historia y el carisma
de esta comunidad educativa?
– ¿Cuáles son las “cruces” que marcan el
caminar de cada uno y de esta comunidad?
Es importante responder desde lo
personal y desde lo grupal.
– ¿A qué ídolos creen que hemos sometido
muchas veces nuestra tarea educativa?
– (Este es un ejercicio de introspección
personal que puede servir generosamente al
crecimiento de la comunidad.) Recuerde
cada uno en su corazón algún gesto de sus
padres o educadores que haya marcado su
camino en la fe. Escríbanlo y compártanlo.
– Piensen en un ejemplo concreto en el que
los haya vencido el desaliento.
– ¿Qué lugar ocupan los humildes en
nuestro proyecto educativo? ¿Es suficiente?
¿Puede ampliarse?
– ¿En qué circunstancias concretas
prevaleció en nuestra tarea la tentación de
separar el trigo de la cizaña?
– En la curricula institucional, en la de las
materias de enseñanza, en la evaluación
docente, ¿qué valores se privilegian?
– Frente al cuestionamiento de los ni-ños y
los jóvenes que están a nuestro cuidado,
¿nuestras respuestas son coherentes con
nuestra fe y con nuestras convicciones?
– ¿Qué lugar le damos a la Iglesia en nuestro
quehacer educativo:
+ existe como una referencia crítica?
+ existe como experiencia viva?
+ no existe?
+ existe como una referencia normativa?
– Definan con sus palabras cómo es y cómo
debiera ser la comunidad educativa a la que
pertenecen para realizar su identidad.
– ¿Qué lugar ocupa “lo sagrado” en nuestro
quehacer educativo?
Conviene definir “lo sagrado” para no
identificarlo solo con el rito litúrgico, las
oraciones o la clase de Catequesis y
evaluar también su presencia en la
didáctica del aula.

Oramos
“Pueblo mío, escucha mi enseñanza,
presta atención a las palabras
de mi boca:
yo voy a recitar un poema,
a revelar enigmas del pasado.
Lo que hemos oído y aprendido,
lo que nos contaron nuestros padres,
no queremos ocultarlo a nuestros hijos,
lo narraremos a la próxima generación:
son las glorias del Señor y su poder,
las maravillas que él realizó.
El Señor dio una norma a Jacob,
estableció una ley en Israel,
y ordenó a nuestros padres
enseñar estas cosas a sus hijos.
Así las aprenderán
las generaciones futuras
y los hijos que nacerán después;
y podrán contarlas a sus propios hijos,
para que pongan su confianza en Dios,
para que no se olviden de sus proezas
y observen sus mandamientos.”
Salmo 78,1-7
3
Ser portadores de Esperanza
Peregrinos o errantes
¿Por qué los invito a reflexionar sobre la
esperanza? ¿No habrá otras cuestiones más
actuales, más inmediatas, más relevantes
para la tarea educativa que nos toca encarar?
¿No estamos en un momento crucial para
nuestra ciudad, nuestro país y nuestra Igle-
sia, un momento de proyectos y definiciones
que exige ponerse a pensar cuestiones
concretas y urgentísimas? O aun evitando la
tentación del inmediatismo, ¿no deberíamos
centrar nuestra mirada en las problemáticas
esenciales que hacen a una definición
sustantiva, no meramente formal, del
hombre que queremos formar a través de
nuestra tarea educativa? Muchos pensadores
consideran al tiempo que vivimos como un
auténtico momento de cambio epocal.¿No
será en este momento –semejante
indagación–, una huida espiritualista, un
discurso vacío, una versión religiosa de la
dinámica del avestruz?
Estas prevenciones tienen su parte de razón.
Con mayor frecuencia de la que quisiéramos,
los cristianos hemos transformado las
virtudes teologales en un pretexto para
quedarnos cómodamente instalados en una
pobre caricatura de trascendencia,
desentendiéndonos de la dura tarea de
construir el mundo donde vivimos y donde
se juega nuestra salvación. Es que la fe, la
esperanza y la caridad constituyen, por
definición, actitudes fundamentales que
operan un salto, un éxtasis del hombre hacia
Dios. Nos trascienden, en verdad. Nos hacen
trascender y trascendernos. Y en su
referencia a Dios, presentan una pureza, un
resplandor de verdad tal que puede
encandilarnos. Ese deslumbramiento de lo
contemplado, puede hacernos olvidar que
esas mismas virtudes se apoyan en todo un
basamento de realidades humanas, porque
es humano el sujeto que así en-cuentra su
camino hacia lo divino. Encan-dilados,
podemos quedar distraídos sin plan ni
orientación hasta golpearnos la cabeza,
teniendo que reconocer nuestra realidad de
tierra que anda, como decía el poeta.
Y allí, en ese volver a ponernos en camino
sin despegar los pies de la tierra para no
perder el rumbo hacia el cielo, es donde la
esperanza revela su verdadero sentido.
Porque si bien su objeto es Dios, lo es en
relación con el itinerario del hombre hacia
Él. Y, por tanto, esta virtud recorre con
nosotros todo el camino, desde la cuna hacia
la tumba y la gloria, desde el pozo del
sinsentido y del pecado, pasando por el
encuentro gozoso en la oración que todo lo
hace brillar, hasta el abrazo definitivo en la
ternura del que nos funda.
Queremos reflexionar, entonces, sobre la
esperanza. Pero no sobre una esperanza
“light”, desvitalizada, separada del drama de
la existencia humana. Interrogaremos a la
esperanza a partir de los problemas más hon-
dos que nos aquejan y que constituyen
nuestra lucha cotidiana, en nuestra tarea
educativa, en nuestra convivencia y en
nuestra mis-ma interioridad. Le pediremos
que nos ayu-de a reconocer lúcidamente los
desafíos que se nos plantean a la hora de
afrontar la responsabilidad por la educación
de las jóvenes generaciones, a vivir con
mayor intensidad todas las dimensiones de
nuestra existencia. Deseamos solicitarle que
aporte sentido y sustancia a nuestros
compromisos y emprendimientos, aun a
aquellos que llevamos con mayor dificultad,
casi como una cruz.
Porque, por otro lado, ¿qué otra cosa que la
esperanza es la sustancia misma del em-
peño de todo educador? ¿Qué sentido ten-
dría consagrar las propias fuerzas a algo
cuyos resultados no se ven inmediatamente,
si todos esos esfuerzos no estuvieran
enhebrados por el hilo invisible pero
solidísimo de la esperanza? Ofrecer unos
conocimientos, proponer unos valores,
despertar unas posibilidades y compartir la
propia fe, son tareas que sólo pueden tener
un motivo: la confianza en que esas semillas
se desarrollarán y producirán fruto a su
tiempo y a su manera. Educar es apostar y
aportar al presente y al futuro. Y el futuro es
regido por la esperanza.
Una reflexión sobre la esperanza con tales
pretensiones nos lleva, sin duda, a transitar
rutas difíciles. Entraña encrucijadas en las
cuales es necesario echar mano a la sabiduría
acumulada que representan las ciencias
humanas y la teología. Y puede adquirir una
dureza nada consoladora al obligarnos a
enfrentar los límites de la realidad concreta,
del mundo y la nuestra propia. Por eso, lo
que aquí se ofrece es, más que nada, una
invitación a mirar esa realidad de un modo
cristiano, es decir, de un modo esperanzado.
Si en las comunidades educativas despierta
un deseo de revisar el estilo de nuestra
marcha o de profundizar nuestra forma de
mirar el paisaje que transitamos, habrá
cumplido parte de su objetivo.

La crisis como desafío a la


esperanza
No cabe duda de que estamos viviendo un
tiempo de profundos cambios. Se suele decir:
un tiempo de crisis. Este es casi un lugar
común. Crisis de la educación, crisis
económica, crisis ecológica, crisis moral. Por
mo-mentos, las noticias resaltan alguna
iniciativa exitosa o exhiben novedosos
diagnósticos de la situación, pero pronto la
atención vuelve a esa especie de malestar
general que adquiere distintos rostros o
pretextos. Algunos apuntan a un nivel más
filosófico y hablan de la “crisis del hombre” o
la “crisis de la civilización”.
¿En qué consiste dicha crisis? Tratemos de
describirla, paso a paso. En primer lugar, se
trata de una crisis global. No estamos
hablando de asuntos que competen a
ámbitos definidos y parciales de la realidad.
Si así fuera, bastarían las recetas simplistas
que circulan habitualmente entre nosotros:
“aquí el problema es la educación”, “la culpa
de todo la tiene la impunidad del delito”, “si
se acaba la corrupción, se arregla todo”. Es
evidente que la educación, la seguridad y la
ética pública son demandas urgentes y
legítimas de la sociedad. Pero no se trata sólo
de eso. Si la educación no termina de
articularse con la realidad social y económica
del país, si la corrupción parece un cáncer
que todo lo invade, es porque la raíz de la
crisis es más amplia, más profunda. La
economía no es ajena a la política, ni ésta a la
ética social. La escuela es parte de un todo
mucho mayor, y la droga y la violencia tienen
que ver con complicados procesos
económicos, sociales y culturales. Todos los
aspectos de la realidad, y la relación entre
ellos son los que conforman la crisis.
Decir que la crisis es global, entonces, es
dirigir la mirada hacia las grandes vigencias
culturales, las creencias más arraigadas, los
criterios a través de los cuales la gente opina
que algo es bueno o malo, deseable o
descartable. Lo que está en crisis es toda una
forma de entender la realidad y de
entendernos a nosotros mismos.
En segundo lugar, la crisis es histórica. No es
la “crisis del hombre” como un ser abstracto
o universal: es una particular inflexión del
devenir de la civilización occidental, que
arrastra consigo al planeta entero. Es verdad
que en toda época hay cosas que funcionan
mal, cambios que realizar, decisiones que
tomar. Pero aquí hablamos de algo más.
Nunca como en esta época, en los últimos
cuatrocientos años, se han visto tan
radicalmente sacudidas las certezas
fundamentales que hacen a la vida de los
seres humanos. Con gran potencia
destructiva se muestran las tendencias
negativas. Pensemos solamente en el
deterioro del medio ambiente, en los
desequilibrios sociales, en la terrible
capacidad de las armas. Tampoco han sido
nunca tan poderosos los medios de
información, comunicación y transporte, con
lo que esto tiene de negativo (la por
momentos compulsiva uniformación
cultural, de la mano de la expansión del
consumismo), pero sobre todo de positivo: la
posibilidad de contar con medios poderosos
para el debate, el encuentro y el diálogo,
junto a la búsqueda de soluciones.
Lo que cambia, entonces, no es sólo la
economía, las comunicaciones o la relación
de fuerzas entre los factores mundiales de
poder, sino el modo en que la humanidad
lleva
adelante su existencia en el mundo. Y esto
afecta tanto a la política como a la vida
cotidiana, a los hábitos de alimentación
como a la religión, a las expectativas
colectivas como a la familia y el sexo, a la
relación entre las diversas generaciones
como a la experiencia del espacio y el tiempo.
Para ayudar a visualizar las verdaderas
dimensiones del desafío ante el cual nos
encontramos, haremos un rápido repaso a
algunas cuestiones que habitualmente se
presentan como marcando el paso del
cambio de siglo, señalando al mismo tiempo
su incidencia en nuestra tarea educativa, y
sin olvidar las caracterizaciones aportadas en
los anteriores mensajes a los colegios:
1. Los avances tecnológicos
(informática, robótica, nuevos
materiales...) han modificado
profundamente las formas de
producción. Hoy no se considera
tan importante la mano de obra
como la inversión en tecnología,
comunicaciones y desarrollo del
conocimiento (de las nuevas
técnicas, de las nuevas formas de
trabajo, de la relación entre
producción y consumo). Esto trae
obviamente, importantes cambios
sociales y culturales. Y entraña un
im-portante desafío para los
educadores.
2. La economía se ha mundializado.
El capital no reconoce fronteras: se
produce por segmentos, en distintos
lugares del mundo, y se vende en un
mercado también mundializado.
Todo esto tiene también serias
consecuencias en el mercado
laboral y en el imaginario social.
3. Los desequilibrios
internacionales y sociales tienden a
profundizarse: los ricos son cada
vez más ricos y los pobres, cada vez
más pobres; y esto de un modo cada
vez más acelerado. Continentes
enteros son excluidos del mercado,
y grandes sectores de la población
(incluso de los países desarrollados)
quedan fuera del circuito de bienes
materiales y simbólicos de la
sociedad.
4. En todo el mundo crece el
desempleo, no ya como problema
coyuntural sino más bien
estructural. La economía actual no
contempla la posibilidad de que
todos tengan un trabajo digno.
Sectores enteros de trabajadores, en
la misma dinámica, se proletarizan.
Entre otros, los de la educación.
5. Se agrava el problema ecológico.
El medio ambiente se deteriora
rápidamente, se agotan los recursos
energéticos tradicionales, el actual
modelo de desarrollo se revela
incompatible con la preservación
del ecosistema.
6. Caen los totalitarismos y se da en
todo el mundo una ola de
democratización que no parece ser
coyuntural. Junto con ello,
asistimos a un fuerte proceso de
desmilitarización, con el fin de la
Guerra Fría y el desarme nuclear y
con la caída de los regímenes
militares en distintos lugares del
mundo. Pero, al mismo tiempo,
resurgen los nacionalismos y la
xenofobia, dando lugar a graves
hechos de violencia social y racial e
incluso a cruentas guerras civiles e
interétnicas. Y sabemos por
experiencia que los problemas
escolares debidos a cuestiones de
discriminación étnica, nacional o
social no son sólo patrimonio de
otras latitudes.
7. Los grandes partidos políticos
pierden vigencia y representatividad
o perciben un debilitamiento de las
mismas. Se da en las sociedades una
fuerte crisis de participación (la
gente se desinteresa de la política) y
de representación (aparecen
muchos que no se sienten
representados por las estructuras
tradicionales). Surgen, en
consecuencia, nuevos actores y
formas de participación social,
ligadas a reivindicaciones más
parciales: medio ambiente,
problemas vecinales, cuestiones
étnicas o culturales, derechos hu-
manos, derechos de las minorías...
8. Los avances tecnológicos
producen una verdadera revolución
informática y multimediática. Esto
trae importantísimas consecuencias
no sólo económicas y co-merciales,
sino también culturales. Ya no hace
falta moverse del hogar para estar
en contacto con todo el mundo, en
“tiempo real”. La “realidad virtual”
abre nuevas puertas para la
creatividad y la educación, y
también cuestiona las formas
tradicionales de comunicación con
serias implicancias antropológicas.
A los educadores se les plantea la
encrucijada de tratar de estar al día
con los pobres recursos con que
muchas veces cuentan o aceptar
resignadamente que los avances no
son para todos. Muchos niños
podrán aprovechar las ventajas de
Internet, pero muchos otros
seguirán sin tener acceso al
conocimiento (e incluso al
reconocimiento como ciudadanos
iguales, más allá de la formalidad
del DNI y el voto).
9. Continúa y se profundiza el
proceso de transformación del
papel social, familiar y laboral de la
mujer. Su nuevo modo de in-serción
trae consigo grandes cambios en la
estructura de la sociedad y de la
vida familiar.
10. La ciencia y la técnica abren las
puertas de la revolución bio-
tecnológica y la manipulación
genética: En poco tiempo más se
podrá modificar la reproducción
humana, casi a pedido de los
individuos o de las necesidades de
las sociedades, profundizando la
actual práctica de modelar el cuerpo
y la personalidad por medios
técnicos.
11. Lejos de desaparecer, la religión
adquiere nuevas fuerzas en el
mundo actual. Aunque, además,
vuelven a cobrar vi-gencia prácticas
mágicas que parecían superadas; se
popularizan concepciones de tipo
místico antes circunscriptas a
culturas tradicionales. Al mismo
tiempo, se radicalizan algunas
posturas fundamentalistas, tanto en
el Islam como en el cristianismo y
el judaísmo.
Cada uno de estos puntos podría ser objeto
de un extenso tratamiento, y seguramente
aparecerían más desafíos para los cuales no
tenemos respuestas definidas y ni siquiera
una somera opinión formada. No hace falta
insistir en las consecuencias que estas
profundas mutaciones tienen en los
individuos, las comunidades y las
organizaciones. ¿Có-mo nos paramos, como
comunidad cristiana, como comunidad
educativa, ante conflictos tan enormes y
espinosos como los que acabamos de
puntear? Nuestra reflexión sobre la
esperanza nos llevará ahora a tratar de
abrirnos paso por entre medio de caminos
equívocos: un discernimiento de las diversas
actitudes que pueden darse entre nosotros
ante estos desafíos.

Abriéndonos camino hacia la


esperanza
En primer lugar, hay quienes desarrollan una
actitud ingenuamente optimista ante los
cambios. Suponen que la humanidad
siempre avanza hacia adelante (todo lo
nuevo es siempre mejor), y se apoyan en
diversos “datos” para certificar su
optimismo: las posibilidades que ofrece la
revolución informática, las predicciones de
los “gurúes” del primer mundo, las nuevas
formas de organización empresarial, el fin de
los conflictos ideológicos...
Consideran que los grandes desequilibrios
sociales e internacionales serán
exitosamente superados profundizando el
rumbo actual. La tecnología resolverá, sin
duda, los problemas del hambre y la
enfermedad. La crisis ecológica será
controlable aplicando nuevas recetas
técnicas. La escuela es, así, el lugar donde
todos estos avances se ofrecen a las nuevas
generaciones, que sin duda sabrán
aprovecharlos para bien de todos. Casi
estamos escuchando a los ilustrados de
siglos pasados.
¿Qué decir ante esta postura? Por un lado, su
creencia básica carece de todo fundamento
serio: nada nos garantiza que haya un
progreso ascendente en la historia humana.
Puede haber, sí, mejoras diversas en
distintos campos. Pero, de hecho, muchos
datos, como la crisis ecológica y la
aparentemente atenuada (¿para siempre?)
posibilidad de un holocausto nuclear, nos
llenan de alarma más que de confianza. Las
experiencias terribles de este siglo, además,
nos aleccionan acerca de la enorme
capacidad de irracionalidad y
autodestrucción que posee la especie
humana. La civilización ha resultado ser
bastante bárbara.
Sorprende la admirable capacidad de esta
postura, para cerrar los ojos a los aspectos
negativos (que no son pocos, como hemos
visto) del progreso científico-tecnológico o a
los serios límites que exhiben las diversas
formas de organización política y social; a la
vez que exhibe una confianza plena en
fuerzas impersonales e indeterminadas,
como el mercado, adjudicándole capacidad
para procurar el bien de todos.
Se combina con la pose autosuficiente, sea
de un individuo, un grupo o un estado. No
espera más que en sí. Impone las reglas del
juego. Incapaz de percibir la propia llaga y
pecado, no sabe cómo auxiliar la indigencia
ajena. Es un desfigurar la actitud de serena
confianza del que conoce sus talentos y
límites, estimando adecuadamente sus
posibilidades y las del conjunto del que es
parte. Porque el hombre puede con sus obras
olvidar su finitud y mortalidad constitutivas.
En el ala opuesta, están quienes adoptan una
postura cerradamente crítica, pesimista
frente a todo proceso de cambio. Ubicándose
“afuera” del mismo, denuncian sus aspectos
más destructivos, generalizando sus efectos
perversos y condenando en bloque todo el
movimiento. Son expertos en descubrir
conspiraciones, en deducir consecuencias
nefastas para la humanidad, en detectar
catástrofes. Por analogía con un movimiento
espiritual y teológico del siglo II a. C., esta
mentalidad suele denominarse
“apocalíptica”. Se apoya en una creencia
básica tan endeble como la de la postura
opuesta: los aspectos negativos de las
realidades históricas son proyectados
imaginativamente hasta su más terrible
posibilidad, y esa imagen es tomada como la
expresión adecuada del proceso histórico.
La fobia al cambio hace que quienes tienden
a esta actitud no puedan tolerar la
incertidumbre y se replieguen ante los
peligros, reales o imaginarios, que todo
cambio trae consigo. La escuela como
“bunker” que protege de los errores “de
afuera” es la expresión caricaturizada de esta
tendencia. Pero esa imagen refleja de un
modo estremecedor lo que experimentan
muchísimos jóvenes al egresar de los
establecimientos educativos: una insalvable
inadecuación entre lo que les enseñaron y el
mundo en el cual les toca vivir.
Por supuesto, subyace a esta mentalidad una
concepción pesimista de la libertad humana
y, en consecuencia, de los procesos
históricos, que quedan casi en manos del
mal. Y se llega a una parálisis de la
inteligencia y la voluntad. Parálisis depresiva
y sectaria: no sólo se trata de que no hay
nada por hacer, sino que no se puede hacer
nada para evitar la catástrofe, salvo
abroquelarse en el cada vez más pequeño
núcleo de los “puros”.
También se sienten desilusionados con Dios,
a quien culpan de que las cosas vayan mal.
Se muestran impacientes ante la supuesta
lentitud del accionar de Dios. Algunos eligen
refugiarse tras un muro defensivo,
relamiendo su pesar y otros optan por
evadirse en gratificaciones ñoñas. Lo mismo
ocurre cuando se trata de fracasos
personales, que se rodean sin asumirlos ni
trascenderlos, pero que van dejando
enredados.
Todavía podemos encontrar otra actitud
igualmente estéril: la de aquellos que se dan
cuenta de la dificultad de la toda acción
concreta y entonces “se lavan las manos”.
Curio-samente, comparten el diagnóstico de
los pe-simistas en lo que hace a la realidad
social e histórica, pero le quitan la carga de
resentimiento ético: si no se puede mejorar
la situación de la humanidad en su conjunto,
hagamos lo que se puede hacer. Ese “lo que
se puede hacer”, por lo general, tiene que ver
con actuar en la línea de los acontecimientos
y tendencias dominantes sin analizarlas
críticamente o intentar reorientarlas
éticamente. Esta actitud suele caracterizarse
como prag-mática, porque separa la praxis
individual o histórica de toda consideración
ética y espiritual. Necesariamente, tiene que
ignorar los inocultables reclamos de justicia,
humanidad o responsabilidad social
histórica. Su pesimismo es tan fuerte como
el de la postura anteriormente descripta,
pero no lleva a la parálisis, sino a la
hipocresía o al cinismo. También en nuestra
realidad educativa, en ocasiones más atenta a
cuestiones “de caja” o a la apariencia de
“excelencia” que a intentar aportar algo a la
construcción de una sociedad más humana.

Por la senda del


discernimiento
Ante estas posturas, la esperanza, que nunca
descarta nada de plano, opta por elaborar un
cuidadoso discernimiento que rescate el
aspecto de verdad que se da en cada una de
estas actitudes, pero encuentre el camino
hacia una vía más integral y constructiva. Y
eso, por sus propios motivos, que más
adelante pondremos de manifiesto.
En la realidad actual, hay muchos elementos
que, bien orientados, pueden mejorar
enormemente la vida de los seres humanos
sobre la tierra. No cabe duda de que la
tecnología ha puesto en nuestras manos
instrumentos poderosísimos que pueden
servir al hombre. No podemos negar el
avance que significan el proceso de
emancipación de la mujer, las
comunicaciones, los aportes de la ciencia en
lo que hace a la salud y el bienestar de las
personas, la ampliación de horizontes que
han traído los medios de comunicación
social a millones de seres humanos que
anteriormente sólo se movían en el mundo
reducido de su comunidad local y su trabajo
para subsistir.
Del mismo modo, no podemos ignorar in-
genuamente los peligros que el actual
proceso encierra: deshumanización, serios
conflictos sociales e internacionales,
exclusión y muerte de multitudes... El
pesimismo de los apocalípticos no es
gratuito: en muchos aspectos, y para muchas
personas, el futuro revela un rostro
amenazante. Es muy cierto también que
resulta difícil que brote una actitud de
auténtica esperanza en alguien que no haya
padecido la desilusión de lo que deseaba.
Y aun así, en algún punto, es necesario
“hacer de tripas corazón” y seguir viviendo,
aunque no quede mucho espacio para los
ideales. “Lo mejor es enemigo de lo bueno”, y
así es como también el pragmatismo
adquiere su parte de verdad.
¿Qué concluimos de todo esto? Que la es-
peranza se presenta, en un primer momento,
como la capacidad de sopesar todo y
quedarse con lo mejor de cada cosa. De
discernir. Pero ese discernimiento no es
ciego o improvisado: se realiza sobre la base
de una serie de presupuestos y en orden a
unas orientaciones, de carácter ético y
espiritual. Implica preguntarse qué es lo
bueno, qué es lo que deseamos, hacia dónde
queremos ir. Incluye un recurso a los
valores, que se apoyan en una cosmovisión.
En definitiva, la esperanza se anuda
fuertemente con la fe. Así la esperanza ve
más lejos, abre a nuevos horizontes, invita a
otras honduras.
La esperanza sostiene sin ser vista muchas
de las esperas humanas, que son a plazo fijo.
La esperanza necesita legitimarse con
mediaciones eficaces que la acrediten; son
encarnaciones que ya introducen y concretan
– aunque no agotan – los valores más altos.
Aunque también hay esperas vanas, que no
son conducentes a una humanización plena,
porque desconocen o atrofian su condición
de ser pensante (y lo reducen al orden de la
sensación o de la materia), niegan su
condición personal que se realiza en el amar
y ser amado, y cercenan su abertura al
Absoluto (desdeñando su capacidad de
adoración y su ejercicio orante).
Por eso, podríamos enunciar aquellos
criterios que nos permitan discernir mejor,
superando el divorcio entre el hacer y el
creer. A la vez que impedirá dejarnos seducir
por los ídolos siempre redivivos. Démosle
prioridad: al amor sobre la razón, pero nunca
de espaldas a la verdad; al ser sobre el tener;
a la acción humana integral sobre la praxis
transformadora que privilegia sólo la
eficacia; a la actitud servicial sobre el hacer
gratificante; a la vocación última sobre las
motivaciones penúltimas.

Las raíces de la esperanza


Si la historia no es, como se creía en los
tiempos de plena vigencia de los ideales de la
Modernidad, un progresivo y lineal avance
hacia un hipotético reino de la libertad, una
marcha triunfal de la razón, sino que se nos
presenta, a quienes vivimos estos difíciles
tiempos de desencanto, posmodernidad y
cambio de siglo, como el escenario donde
transcurre el ambiguo drama humano,
drama sin libreto y sin garantía de éxito,
¿cuál puede ser el fundamento de la
esperanza? Y no ya de una esperanza
“fuerte”, sino incluso de la motivación para
sostener un compromiso inmediato, cara a
cara, pero con frutos diferidos en el tiempo.
Se trata de una cuestión ya tematizada por
filósofos y teólogos: la consistencia del
futuro como dimensión antropológica y, en
la perspectiva de la fe cristiana, la relación
entre escatología e historia, entre la espera
del Rei-no y la construcción de la ciudad
temporal. Por supuesto que no entraremos
aquí a analizar estas cuestiones,
argumentando y exponiendo los
fundamentos bíblicos, históricos y teóricos
que llevan a sostener determinadas
afirmaciones que son, a esta altura,
patrimonio de toda la Iglesia. Simplemente,
presentaremos de un modo sencillo algunos
temas de nuestra fe que justifican y vivifican
nuestra esperanza.
Para los cristianos, la creencia que
fundamenta su postura ante la realidad se
apoya en el testimonio del Nuevo
Testamento, que nos habla de Jesucristo,
Dios hecho hombre, que con su resurrección
inaugura ya entre nosotros el Reino de Dios.
Un Reino no puramente espiritual o interior,
sino integral y escatológico. Capaz de dar
sentido a toda la historia humana y a todo
compromiso en esa historia. Y no “desde
afuera”, desde un mero imperativo ético o
religioso, sino “desde adentro”, porque ese
Reino ya está presente, transformando y
orientando la misma historia hacia su
cumplimiento pleno en justicia, paz y
comunión de los hombres entre sí y con
Dios, en un mundo futuro transfigurado.
En tiempos recientes, existió entre muchos
cristianos la sensación de que esa presencia
del Reino podía generar, mediando el
compromiso histórico, un anticipo real,
concreto, de ese mundo nuevo. Una sociedad
mejor, más justa y humana, que venía a ser
una especie de primer esbozo o preludio de
lo que esperamos para el fin de los tiempos.
Es más, se creía que la acción de los
cristianos podía verdaderamente “adelantar”
la venida del Reino, dado que el Señor había
dejado en nuestras manos la posibilidad de
completar su tarea.
Pero las cosas no salieron como se esperaba.
Claramente en nuestro país, pero no solo
aquí, los intentos de humanizar la economía,
de construir una comunidad más justa y
fraterna, de ampliar los espacios de libertad,
bienestar y creatividad, fueron agotándose y
doblegándose ante la arrolladora dinámica de
concentración del capital que caracteriza
estas últimas décadas. Al intento de
concretar la utopía lo siguió la resignación de
aceptar los condicionamientos internos y
externos. A la afirmación de lo deseable la
suplantó la re-ducción a lo posible. Las
promesas no se cumplían. Es más: revelaban
haber sido sólo una ilusión... Pensemos si el
actual desinterés de las generaciones más
jóvenes por la política, o por otros proyectos
colectivos, no tiene que ver con esta
experiencia de frustración.
Pero, ¿será que el desencanto posmoderno,
presente no sólo en la política sino también
en la cultura, el arte y la vida cotidiana,
arrastra consigo todo atisbo de esperanza
fundada en la espera del Reino? ¿O, por el
contrario, la idea del Reino que comienza
entre nosotros, núcleo de la predicación y
acción de Jesús, y experiencia íntima pero no
intimista entre los creyentes luego de su
resurrección, tiene todavía algo que decirnos
en estos tiempos? ¿Existe, más allá de
aquellas identificaciones tal vez demasiado
lineales, alguna relación entre el mensaje
teológico del Reino y la historia concreta en
la cual estamos inmersos y de la cual somos
responsables los hombres?
Siempre nos ha resultado sumamente
inspiradora la parábola de la semilla que
crece por sí misma (Mc 4,26-29). Pero cada
vez se nos hace más difícil (por experiencia y
por honestidad intelectual) entenderla desde
la idea de “desarrollo”. Jesús no estaría
hablando aquí de que la historia vaya
“madurando” en el tiempo, por la acción
oculta del Reino, hasta llegar a su plenitud.
Simplemente, porque la idea de un
“crecimiento orgánico” le era extraña al
hombre antiguo. Entre la semilla y el fruto
no se veía continuidad, sino contraste: un
hecho casi milagroso. La parábola de Jesús
intentaba mostrar el Reino como una
realidad oculta a los ojos humanos, pero que
producirá su fruto por la acción de Dios,
independientemente de lo que haga el
sembrador.
¿Significa esto aceptar una disociación entre
el esfuerzo humano y la acción divina?
¿Justifica una postura de escepticismo o
pragmatismo? De algún modo, es lo que le
pasa a tanta gente en la actualidad. El
individualismo y el esteticismo
posmodernos, cuando no el pragmatismo y
cierto cinismo contemporáneos, son
resultado de la caída de las certezas
históricas, de la pérdida de sentido de la
acción humana como constructora de algo
objetiva y concretamente mejor. También en
el caso de algunos cristianos, puede
expresarse en un mero “vivir el mo-mento”
(aunque sea el “momento” de la experiencia
espiritual) esperando pasivamente que el
Reino “caiga” del cielo.
Pero la esperanza cristiana no tiene nada que
ver con eso. En todo caso, debemos
reconocer que no hay una continuidad lineal
entre historia y consumación del Reino, en el
sentido de un avance o ascenso
ininterrumpido. Así como la consumación
individual (el encuentro con Dios y definitiva
transfiguración personal en la resurrección)
pasa en la inmensa mayoría de los casos por
un terrible momento de “discontinuidad”, de
fracaso y de destrucción (la muerte), no hay
porqué rechazar que eso mismo pueda
suceder con la historia en su conjunto. He
aquí la verdad de la mentalidad apocalíptica:
este mundo pasa, no hay plenitud sin alguna
forma, aunque no podamos predeterminar
cuál, de destrucción o pérdida. Pero tampoco
sin continuidad alguna: ¡seré yo mismo el
que resucite! ¡Será la misma humanidad, la
misma creación, la misma historia la que
será transfigurada en la plenitud de los
tiempos! Continuidad y discontinuidad. Una
realidad misteriosa de presencia-ausencia,
del “ya” cumplimiento de las promesas pero
“todavía no” de un modo pleno. Un Reino
que efectivamente “está cerca”, en todo
momento, en todo lugar, incluso en la peor
de las situaciones humanas. Y que algún día
dejará de estar oculto para manifestarse
plena y patentemente.

La esperanza y la historia
¿Qué certezas nos quedan, entonces? ¿Qué
elementos nos ofrece la fe para fundamentar
la esperanza?
En primer lugar, que esta historia , y no una
pretendida “dimensión espiritual”, es el lugar
de la existencia cristiana. El lugar de la
respuesta a Cristo, el lugar de la realización
de nuestra vocación. Es aquí donde el Señor
resucitado nos sale al encuentro a través de
signos que hay que reconocer en la fe y
responder en el amor. El Señor viene, está
viniendo, de múltiples maneras perceptibles
con los ojos de fe: en los signos
sacramentales y en la vida de la comunidad
cristiana, pero también en toda
manifestación humana donde se realiza la
comunión, se promueve la libertad, se
perfecciona la creación de Dios. Pero
también viene en el reverso de la historia: en
el pobre, el enfermo, el marginado (cf Mt
25,31-45; y el Documento de Puebla, 31-39).
Está viniendo de todos esos modos, y el
significado de la consumación definitiva no
puede disociarse de todas estas venidas.
Y es aquí donde adquiere sentido otra
dimensión de la esperanza: la vitalidad de la
memoria. La Iglesia vive de la memoria del
Resucitado. Es más: apoya su camino
histórico en la certeza de que el Resucitado
es el Crucificado: el Señor que viene es el
mismo que pronunció las Bienaventuranzas,
que partió el pan con la multitud, que curó a
los enfermos, que perdonó a los pecadores,
que se sentó a la mesa con los publicanos.
Hacer memoria de Jesús de Nazaret en la fe
del Cristo Señor nos habilita para “hacer lo
que él hizo”, en memoria suya. Y aquí se
incorpora toda la dimensión de la memoria,
porque la historia de Jesús se empalma con
la historia de los hombres y los pueblos en
sus búsquedas imperfectas de un Banquete
fraterno, de un amor perdurable. La
esperanza cristiana, de ese modo, despierta y
potencia las energías quizás enterradas de
nuestro pasado, personal o colectivo, el
recuerdo agradecido de los momentos de
gozo y felicidad, la pasión quizás olvidada por
la verdad y la justicia, los chispazos de
plenitud que el amor ha producido en
nuestro camino. Y también, porqué no, la
memoria de la Cruz, del fracaso, del dolor,
esta vez para transfigurarla exorcizando los
demonios de la amargura y el resentimiento
y abriendo la posibilidad de un sentido más
hondo.
Pero además, la tensión hacia esa
consumación nos dice que esta historia tiene
un sentido y un término. La acción de Dios
que comenzó con una Creación en cuya cima
está la creatura que podía responderle como
imagen y semejanza suya, con la cual él
podía entablar una relación de amor, y que
alcanzó su punto maduro con la Encarnación
del Hijo, tiene que culminar en una plena
realización de esa comunión de un modo
universal. Todo lo creado debe ingresar en
esa co-munión definitiva con Dios, iniciada
en Cristo resucitado. Es decir: debe haber un
término como perfección, como acabamiento
positivo de la obra amorosa de Dios. Un
término que no es resultado inmediato o
directo de la acción humana, sino que es una
acción salvadora de Dios, el broche final de la
obra de arte que él mismo inició y en la cual
quiso asociarnos como colaboradores libres.
Y si esto es así, la fe en la Parusía o
consumación escatológica se torna
fundamento de la esperanza y cimiento del
compromiso cristiano en el mundo. La
historia, nuestra historia, no es tiempo
perdido. Todo lo que vaya en la línea del
Reino, de la verdad, la libertad, la justicia y la
fraternidad, será recuperado y plenificado. Y
esto cuenta no sólo para el amor con que se
hicieron las cosas, como si la obra no
importara. Los cristianos hemos he-cho,
muchas veces, demasiado hincapié en las
“buenas intenciones” o en la rectitud de
intención. La obra de nuestras manos –y no
sólo la de nuestro corazón– vale por sí mis-
ma; y en la medida en que se oriente en la
línea del Reino, del plan de Dios, será
perdurable de un modo que no podríamos
imaginar. En cambio, lo que se oponga a ese
Reino, además de tener los días contados,
será definitivamente descartado. No será
parte de la Nueva Creación.
La esperanza cristiana no es, entonces, un
“consuelo espiritual”, una distracción de las
tareas serias que requieren nuestra atención.
Es una dinámica que nos hace libres de todo
determinismo y de todo obstáculo para
construir un mundo de libertad, para liberar
a esta historia de las cadenas de egoísmo,
inercia e injusticia en las cuales tiende a caer
con tanta facilidad.

Invitaciones
Quedan por decir algunas palabras finales.
Este trayecto que hemos hecho, desde el
desencanto del cambio de siglo hasta la fe en
la Venida del Reino y de ahí a la recuperación
de la esperanza y el compromiso concreto,
abre nuevas posibilidades para la tarea
educativa que se nos ha encomendado y que
hemos abrazado con amor. Quisiera señalar
estas invitaciones concretas que la esperanza
nos hace:
La invitación a cultivar los lazos personales
y sociales, revalorizando la amistad y la
solidaridad. La escuela sigue siendo el lugar
donde las personas pueden ser reconocidas
como ta-les, acogidas y promovidas. Si bien
no habrá que descuidar una válida
dimensión de eficiencia y eficacia en la
transmisión de conocimientos que permitan
a nuestros jóvenes ha-cerse un lugar en la
sociedad, es fundamental que seamos
“maestros de humanidad”. Y éste puede ser
un aporte importantísimo que la educación
católica ofrezca a una sociedad que por
momentos parece haber renunciado a los
elementos que la constituían como
comunidad: la solidaridad, el sentido de
justicia, el respeto por el otro, en particular
por el más débil y pequeño. La competencia
despiadada tiene un destacado lugar en
nuestra sociedad. Aportemos nosotros el
sentido de justicia y la misericordia.
La invitación a ser audaces y creativos. Las
nuevas realidades exigen nuevas respuestas.
Pero antes, exigen un espíritu abierto que
realice un discernimiento constructivo, que
no se aferre a certezas rancias y se anime a
vislumbrar otras formas de plasmar los
valores, que no dé la espalda a los desafíos
del tiempo presente. He aquí una auténtica
prueba para nuestra esperanza. Si está
puesta en Dios y su Reino, sabrá liberarse de
lastres, miedos y reflejos esclerotizados para
atreverse a construir lo nuevo desde el
diálogo y la colaboración.
La invitación a la alegría, a la gratuidad, a la
fiesta. Quizás la peor de las injusticias del
tiempo presente es la tiranía del utilitarismo,
la dictadura de la adustez, el triunfo de la
amargura. Está en la autenticidad de nuestra
esperanza el saber descubrir, en la realidad
cotidiana, los motivos, grandes o pequeños,
para reconocer los dones de Dios, para
celebrar la vida, para salir de la cadena del
debe y el haber y desplegar el gozo de ser
semillas de una nueva creación. Para hacer
de nuestras escuelas un lugar de trabajo y
estudio, sí, pero también –y, me atrevería a
decir, ante todo– un lugar de celebración,
encuentro y gratuidad.
Y por fin, la invitación a la adoración y a la
gratitud. En el vertiginoso existir de cada
día, es posible que nos olvidemos de atender
esa sed de comunicación que nos habita en
lo más hondo. La escuela puede introducir,
guiar y ayudar a sostener el encuentro con el
Viviente, enseñando a disfrutar de su
presencia, a rastrear sus huellas, a aceptar su
“es-condimiento”. Imperdible tiene que ser
el aficionarse a tratar con Él.
Me animo a que tomemos estas palabras de
hombres del siglo XVI, para hablarle a Dios
en este siglo nuevo, en la continuidad de un
mismo amor:
Muéveme, al fin, tu amor y en tal
manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te
amara,
y aunque no hubiera infierno, te
temiera.
No me tienes que dar porque te
quiera;
pues, aunque lo que espero no
esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
(Anónimo español)
Clave de lectura para trabajar
a solas o en grupo

Reflexionamos
– Cada uno escriba lo que significa para
él/ella la palabra ESPERANZA y pónganlo en
común.
– Pregúntese cada uno: ¿Qué clase de
educador soy?
+ ¿ Esperanzado?
+ ¿Autosuficiente?
+ ¿Optimista?
+ ¿Pesimista?
¿En qué lo observo? ¿Por qué?
– Luego, más a fondo, dedique un tiempo
para leer entre las alternativas que siguen y
responder:
+ ¿cultivo los lazos personales y sociales en
mi comunidad educativa? ¿Cómo?
+ ¿Soy audaz y creativo o más bien cómodo y
temeroso en mi tarea cotidiana?
+ ¿Vivo la alegría, la gratuidad y la fiesta que
me regala la fe?
+ ¿Tengo actitudes de adoración a Dios y
gratitud, las comparto con mis pares y las
transmito a mis alumnos?

Leemos
“Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así
como hay una misma esperanza, a la que
ustedes han sido llamados, de acuerdo a la
vocación recibida.”
Efesios 4,4
“Y la esperanza no quedará de-fraudada,
porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
que nos ha sido dado.”
Romanos 5,5

Pensamos
“Para lograr la síntesis entre fe y vida en la
persona del alumno, la Iglesia sabe que el
hombre necesita ser formado en un proceso
de continua conversión para que llegue a ser
aquello que Dios quiere que sea. La Escuela
Católica en-seña a los jóvenes a dialogar con
Dios en las diversas situaciones de su vida
personal. Los estimula a superar el
individualismo y a descubrir, a la luz de la
fe, que están llamados a vivir de una
manera responsable, una vocación específica
en un contexto de solidaridad con los demás
hombres. La trama misma de la humana
existencia los invita, en cuanto cristianos, a
comprometerse en el servicio de Dios en
favor de los propios hermanos y a
transformar el mundo para que venga a ser
una digna morada de los hombres.”
La Escuela Católica IV,45

Revisamos nuestra tarea


– Dentro de la crisis que atravesamos y que
nos involucra a todos, ¿qué está en crisis en
nuestra comunidad? ¿Cuál creemos que es la
causa?
– ¿Qué acciones concretas estamos llevando
a cabo dentro y fuera del aula para
superarla?
– ¿Qué acciones podemos proyectar como
grupo, como comunidad, con el aporte de
todos, quedándonos con lo mejor de cada
persona y de cada situación?
– ¿Cómo nos paramos, como comunidad
cristiana, como comunidad educativa, ante
los enormes conflictos que nos plantea el
presente?

Oramos
“El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?
Cuando se alzaron contra mí
los malvados
para devorar mi carne,
fueron ellos, mis adversarios
y enemigos,
los que tropezaron y cayeron.
Aunque acampe contra mí un ejército,
mi corazón no temerá;
aunque estalle una guerra contra mí,
no perderé la confianza.
Una sola cosa he pedido al Señor,
y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor
todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor
y contemplar su Templo.”
Salmo 27
4
Hacer de nuestras
comunidades un corazón
abierto a las necesidades de
los hombres
Un corazón hospitalario
Quisiera pedirles que por un instante me
acompañen en un pequeño ejercicio de la
imaginación. No será difícil: vamos a apelar a
experiencias y sentimientos que todos,
alguna vez, hemos tenido.
Imaginemos que somos una persona que
nació y vivió en uno de los pueblitos del
norte de nuestro país. Pero no de esos
pueblos visitados por el turismo, donde
pasan micros y se ve la televisión. Alguien de
esos caseríos que no aparecen en ningún
mapa, por los cuales no pasa ninguna ruta, a
donde rara vez llega un vehículo... Un lugar
que no podemos llamar “olvidado” porque en
realidad nunca estuvo en la conciencia o la
memoria de nadie, salvo de sus poquitos
habitantes. Sin duda quedan lugares así en
nuestro país, más de los que creemos.
Somos una persona de ese lugar. Y un día, no
importa ahora cómo o porqué, llegamos a la
gran ciudad. A Buenos Aires. Sin direcciones
de nadie, sin un objetivo determinado.
Hagamos un esfuerzo de la imaginación, pe-
ro implicando el corazón. Más allá de los
detalles que podría registrar un dibujo
animado (las dificultades para cruzar una
avenida, el asombro ante los grandes
edificios y carteles luminosos de la 9 de julio,
el miedo al subte), pongamos en foco, ante
todo, la soledad inmensa en medio de la
multitud, la incomunicación, el no saber ni
siquiera qué preguntar, dónde buscar ayuda
o qué ayuda buscar. El aislamiento.
Imaginemos, sintamos físicamente el dolor
de los pies luego de horas de caminar por la
gran ciudad. No sabemos dónde descansar.
Cae la noche. En un banco de una plaza
céntrica, nos asustaron unos muchachos con
sus burlas, y supimos que al menor descuido
se quedarían con nuestro bolso, lo único que
trajimos. El aislamiento se convierte en
angustia, la inseguridad, en franco miedo.
Hace frío, hace un rato lloviznó y tenemos
los pies húmedos. Y delante nuestro, la larga
noche.
Una sola pregunta querría brotar de esa
garganta amordazada por el nudo de la
soledad y el temor: ¿no habrá algún corazón
hospitalario que me abra una puerta, me
ofrezca algo caliente y me permita descansar,
me sostenga y me dé ánimos para decidir mi
rumbo?
Un corazón abierto. Una acogida cordial,
decía el documento Líneas Pastorales para
la Nueva Evangelización. Porque, sin duda,
us-tedes habrán comprendido rápidamente a
dónde iba la ejercitación propuesta: a centrar
nuestra atención en la necesidad de
convertirnos, nosotros cristianos, nosotros
educadores, nosotros miembros de
comunidades educativas, en ese corazón que
recibe, que abre puertas, que resguarda un
jardín de humanidad y afecto en medio de la
gran ciudad con sus máquinas, sus luces y su
extendida orfandad.
Podríamos haber comenzado esta reflexión
de otro modo: citando autores, documentos,
teorías acerca de la situación del hombre
contemporáneo, de su extrañamiento, de su
despersonalización. Pero preferí invitarlos a
verlo desde el sentimiento, desde el corazón.
Porque este ministerio de la acogida cordial,
de la sanación de la persona humana por el
amor hospitalario, es ante todo respuesta a
una experiencia, no a una idea. La
experiencia humana, ética, de percibir el
dolor y la necesidad del hermano. Y en ella,
la experiencia teologal de reconocer al Señor
que está de paso (Mateo 25,35c), al peregrino
que está al descampado cuando cae la tarde y
el día se acaba (Lucas 24,29). Y de saber que,
al abrirle el corazón, estaremos permitiendo
que ponga su Morada entre nosotros (Jn 1,
14). Para descubrir, llenos de alegría, que en
ese momento los papeles se invierten y esa
Morada, su Corazón de hermano, padre y
madre, se abre y nos recibe a nosotros, que
finalmente llegamos así al hogar.
Quiero entonces, hermanos, invitarlos a que
reflexionemos juntos acerca de la escuela
como lugar de acogida cordial, como casa y
mano abierta para los hombres, mujeres,
jóvenes, niños y niñas de esta ciudad. Y que
lo hagamos, desde la experiencia que hemos
revivido, con toda la seriedad y profundidad
que estas breves páginas nos permitan.
Pero antes de entrar de lleno en el tema,
quiero adelantarme y pedirles que tengan en
cuenta, ya desde ahora, que atender a la
dimensión de hospitalidad, ternura y afecto
de la escuela no significa, de ningún modo,
dejar de lado su otra dimensión: la de un
lugar que tiene un objetivo, una función es-
pecífica, que debe ser llevada a cabo con
seriedad, eficacia, me atrevería a decir con
profesionalismo. ¿Acaso se oponen esos dos
aspectos? Pueden oponerse, sin duda. De
hecho, nuestra sociedad tiende a oponer la
gratuidad y la eficiencia, la libertad y el
deber, el corazón y la razón... Pueden
oponerse, pero no tienen por qué hacerlo. Es
nuestro desafío encontrar el camino de
solución en un plano superior: la perspectiva
sapiencial que nos permita crear un espacio a
la vez de acogida y de crecimiento. Espero
que estas reflexiones los animen a buscarlo.

Creciendo entre las cenizas:


la orfandad en la cultura
contemporánea
Como dimos a entender más arriba, la
vocación de nuestras escuelas de ser un
ámbito de acogida y reconocimiento de la
persona en su dimensión más plena, deriva
del núcleo mismo del mensaje evangélico.
Porque la escuela, como comunidad eclesial,
está llamada a encarnar el amor de Cristo,
que dignifica al hombre desde el centro de su
ser.
Pero además, esta misión encuentra otra
importante motivación en la situación
concreta de las mujeres y los hombres en
nuestra sociedad. Permítanme introducir
ahora algunas ideas que, en una primera
mirada, pueden parecer sumamente duras y
hasta pesimistas, pero que, por el contrario,
constituyen el reconocimiento básico de
aquello que clama a gritos por una palabra de
esperanza.
Hace un rato, al hablar de la ciudad, usé la
palabra orfandad. Quisiera ahora retomarla y
hacerla el centro de este tramo de nuestra re-
flexión. Ensayemos la siguiente línea de
pensamiento: debemos desarrollar y
potenciar nuestra capacidad de acogida
cordial porque muchos de los que llegan a
nuestras escuelas lo hacen en una profunda
situación de orfandad. Y no me refiero a
determinados conflictos familiares, sino a
una experiencia que atañe por igual a niños,
jóvenes y adultos, madres, padres e hijos.
Para tantos huérfanos y huérfanas –nuestros
contemporáneos, ¿no-sotros mismos
quizás?– la comunidad que es la escuela
debería tornarse familia. Espacio de amor
gratuito y promoción. De afirmación y
crecimiento.
Hagamos un esfuerzo para precisar un poco
más esta idea. ¿En qué sentido decimos que
vivimos en una situación de orfandad?
Hace poco, conversando con algunos
jóvenes, escuché estas estremecedoras
afirmaciones: “Nosotros somos hijos del
fracaso. Los sueños de un mundo nuevo de
nuestros padres, las esperanzas de los años
‘60, se quemaron en la hoguera de la
violencia, la enemistad y el sálvese quien
pueda. La cultura de los negocios terminó de
deshacer lo que quedaba de aquellas brasas.
Crecimos en un mundo de cenizas. ¿Cómo
quieren que tengamos ideales o proyectos,
que creamos en un futuro, en un
compromiso? Ni creemos ni dejamos de
creer: simplemente, somos ajenos a todo eso.
Nacimos en el desierto, entre las cenizas, y
en el desierto no se siembra nada ni crece
nada”. Por supuesto que no todos los jóvenes
se identificarán con esto. Al menos, me
parece que ese testimonio doloroso sirve de
introducción a los tres puntos que, a mi
juicio, caracterizan la actual situación de or-
fandad del hombre y la mujer de nuestra
ciudad: la experiencia de discontinuidad, el
de-sarraigo y la caída de las certezas básicas.

La experiencia de
discontinuidad
La orfandad contemporánea tiene una
primera dimensión que tiene que ver con la
vivencia del tiempo, o mejor dicho, de la
historia y de las historias. Algo está
quebrado, fragmentado. Algo que tendría que
estar unido, justamente el puente que une,
está roto o ausente. ¿Cómo es esto? En
primer lugar, se trata de un déficit de
memoria y tradición. La memoria como
potencia integradora de la historia; la
tradición concebida como la riqueza del
camino andado por nuestros mayores: ambas
no se clausuran en sí mismas (en ese caso
carecerían de sentido) sino que abren nuevos
espacios de esperanza para seguir
caminando. Las dolorosas experiencias
vividas en nuestro país, sumadas a un cierto
exitismo economicista que tuvo su auge hace
algunos años, dieron como resultado una
ruptura generacional que no se debe ya a los
ciclos normales de crecimiento y afirmación
de los jóvenes, sino más bien a una
incapacidad de la generación adulta de
transmitir los principios o ideales que la
animaron. Quizás debida a la terrible crisis
sufrida por aquella generación, a las
experiencias de muerte que trajo consigo (y
no me refiero sólo a los conflictos políticos
que ya conocemos, sino también a la muerte-
sida, como clausura o al menos serio límite
del horizonte de la revolución sexual, y hasta
a la muerte del amor, en tantísimas parejas
que no lograron llevar adelante sus proyectos
de familia). ¿Cuántos pa-dres, digamos la
verdad, han podido siquiera intentar un
diálogo enriquecedor con sus hijos, que
revisara y “pasara en limpio” sus diversas
experiencias, para que la generación
siguiente aprendiera de aciertos y errores y
continuara algún camino, con todas las
rectificaciones del caso? ¡De cuántas cosas
no se habla, de cuántas cosas no se ha
hablado, de cuántas cosas no se puede
hablar! Cuántas veces se ha preferido “que
empiecen de nuevo, de cero”, tanto en las
familias como en la sociedad argentina en su
conjunto, en vez de acometer la dura tarea de
contribuir a reencontrarse con las preguntas
e inquietudes que motivaron a toda una
generación, desde un diálogo aunque difícil
superador de enconos y aislamientos.
Y esa discontinuidad de la experiencia
generacional no viene sola: prohija toda una
gama de discontinuidades. La discontinuidad
–más bien abismo– entre sociedad y cla-se
dirigente (pienso en la clase política, pero no
sólo), discontinuidad que tiene por ambos
lados una dosis de desinterés y voluntaria
ceguera, y la discontinuidad –o disociación–
entre instituciones y expectativas personales
(aplicable tanto a la escuela y la universidad
como al matrimonio y las organizaciones
eclesiales, entre otras).
Las formas del desarraigo
Discontinuidad: pérdida o ausencia de los
vínculos, en el tiempo y en el entretejido so-
ciopolítico que constituye a un pueblo. Pri-
mer rostro de la orfandad. Pero hay más.
Junto a la discontinuidad, ha crecido
también el desarraigo. Lo podemos ubicar en
tres áreas:
Primero, un desarraigo de tipo espacial, en
sentido amplio. Ya no es tan fácil construir la
propia identidad sobre la base del “lugar”. La
ciudad invade al “barrio” y lo hace estallar
desde adentro. Es más: la ciudad global, que
se identifica en las grandes cadenas, en los
hábitos alimenticios, en la omnipresencia de
los medios de comunicación, en la lógica, la
jerga y el cruel folclore empresarial, suplanta
a la ciudad “local”. De la cual, y sin exagerar
demasiado, van quedando apenas un risible
resto “for export” y la trágica realidad –
¡también globalizada!– de la gente que
pernocta en la calle, los niños explotados y
ahogados en pegamento y la violencia del
delito y la marginalidad. Tanto la identidad
personal como la colectiva se resienten de
esta disolución de los espacios; el concepto
de “pueblo” tiene cada vez menos contenido
en la actual dinámica de fragmentación y
segmentación de los grupos humanos. La
ciudad va perdiendo su capacidad de
identificar a los grupos humanos,
poblándose, como señalaba hace ya unos
años un antropólogo francés, de “no-
lugares”, espacios vacíos sometidos
exclusivamente a lógicas instrumentales
(funcionalidad, marketing) y privados de
símbolos y referencias que aporten a la
constitución de identidades comunitarias.
Y así, el desarraigo “espacial” va de la mano
con las otras dos formas de desarraigo: el
existencial y el espiritual. El primero se
vincula a la ausencia de proyectos, quizás a la
experiencia de “crecer entre las cenizas”, co-
mo decía aquel joven que cité más arriba. Al
no haber continuidad ni lugares con historia
y sentido, (quiebre del tiempo y del espacio
como posibilidad de constitución de la
identidad y de conformación de un proyecto
personal), se debilitan el sentimiento de
pertenencia a una historia y el vínculo con
un futuro posible, un futuro que me
interpele y dinamice el presente. Esto afecta
radicalmente a la identidad, porque
fundamentalmente “identificarse es
pertenecer”. No es ajena a esto la inseguridad
económica: ¿cómo arraigarse en el suelo
existencial de un proyecto personal si está
vedada una mínima previsión de estabilidad
laboral?
Y todavía esto tiene una cara más. Tanto el
desdibujarse de las referencias espaciales
como la ruptura de la continuidad entre el
pa-sado, el presente y el futuro van vaciando
también la vida del habitante de la ciudad de
determinadas referencias simbólicas, de
aquellas “ventanas”, verdaderos horizontes
de sentido, hacia lo trascendente que se
abrían aquí y allá, en la ciudad y en la acción
humana. Esta apertura a lo trascendente se
daba, en las culturas tradicionales, mediada
por una representación de la realidad más
bien estática y jerárquica, y esto se expresaba
en multitud de imágenes y símbolos
presentes en la ciudad (desde el trazado
mismo hasta los lugares impregnados de
historia o aún de sacralidad). En cambio, en
el talante moderno esa trascendencia tenía
que ver con un “hacia adelante”,
constituyendo el nervio de la historia como
proceso de emancipación y mediándose en la
acción humana –acción transformadora, en
el sentido moderno–, lo cual encontraba su
expresión simbólica en el arte, en el
fortalecimiento de algunas dimensiones
festivas, en las organizaciones libres y
espontáneas y en la imagen del “pueblo en la
calle”. Pero ahora, cada vez más acotados o
vaciados de sentido los espacios que hasta
hace poco funcionaban como disparadores,
como símbolos de la trascendencia, el
desarraigo alcanza también una dimensión
espiritual.
Dos objeciones podrían plantearse a esta
última afirmación. La primera tiene que ver
con el rol de los medios de comunicación que
pueblan el mundo de imágenes,
“comunican”, generan hitos –y mitos– que
reemplazan a los viejos hitos geográficos o a
las referencias utópicas. ¿No puede ser que
la cultura mediática de la imagen sea el
nuevo sistema de símbolos, la nueva
“ventana” a lo Otro, así como en otro tiempo
lo fueron las catedrales y los monumentos?
Sin embargo aquí hay una diferencia
fundamental: mientras que una imagen de la
Virgen en un club de barrio remite, sí, a la
basílica donde está la imagen original, y para
algunos, a la totalidad del sistema
conceptual, moral y disciplinar del
catolicismo; más allá de todo ello esa imagen
apunta a un polo trascendente, a algo que
tiene que ver con el “cielo”, con el “milagro”.
En síntesis: es un símbolo religioso. Re-liga,
vincula la tierra y el cielo, lo transitorio con
lo absoluto. El hombre y Dios. Como símbolo
que re-liga, no se agota en sí mismo, pero
tiene su propia consistencia. La “cultura de la
imagen”, por el contrario, y en particular la
imagen de los medios de comunicación, la
publicidad y, ahora, la imagen en la pantalla
de Internet, no es símbolo de “otra cosa”, no
“remite-a”, no tiene referente exterior al
mismo círculo mediático. No podemos
profundizar aquí estas ideas, pero es un
hecho que el sistema multimedial es cada
vez más autorreferencial, se va convirtiendo,
más que en un “medio”, en un “escenario”, y
ese “escenario” cobra, por momentos, mayor
importancia que el drama que en él se pueda
representar. Una serie de signos que apuntan
todos ellos a sí mismos y casi a nada más, sin
una verdadera, objetiva y justa referencia a la
realidad extra-mediática o, más aún,
pretendiendo construir la realidad a través de
su discurso. ¿Qué arraigo pueden generar,
qué tipo de vínculos, qué apertura a “lo Otro”
que me fundamenta en el ser? ¿Haremos
que aporten al proyecto de humanización
otra cosa que una interminable “navegación”,
un “zapping” sin fin, un “surfear” por la
brillante superficie de las pantallas?
La segunda objeción pone sobre el tapete el
hecho de que, contra todos los pronósticos
secularizantes, la religión no desapareció de
las ciudades, es más, desarrolló nuevas
expresiones y referencias, hasta el punto que
una y otra vez el marketing intenta “subirse”
a este fenómeno para generar ganancias.
Esto es verdad, sin duda, pero también es
cierto que todas esas manifestaciones de
religiosidad se viven en buena parte desde el
desarraigo y la orfandad y buscan, en la fe, la
oración y el gesto religioso, remediar de
algún modo aquellas situaciones. Ahora
bien: en una sociedad que va perdiendo su
dimensión comunitaria, su cohesión como
pueblo, tales expresiones religiosas masivas
necesitan cada vez más su correlato
comunitario, para no quedarse en meros
gestos individuales. Sin dejar de reconocer la
dimensión de Pue-blo de Dios presente y
operante en la expresividad religiosa popular,
necesitamos realimentar esa fe auténtica y
aportar elementos que le permitan desplegar
todo su potencial humanizante. Es decir,
reconocer en ella un clamor por una
verdadera liberación (DP 452) que haga
posible a nuestro pueblo superar su
situación de orfandad, desde las reservas
mismas que lleva dentro de sí las que se
arraigan en la gracia de su bautismo, en la
memoria de su pertenencia a la Santa Madre
Iglesia.
Así, entonces, discontinuidad (generacional y
política) y desarraigo (espacial, existencial,
espiritual) caracterizan aquella situación que
habíamos llamado, más genéricamente, de
orfandad. Ya podríamos ir preguntándonos:
¿qué puede hacer la escuela, rebajada de
“templo del saber” a “gasto social”, para
remediar esta situación? ¿Qué podemos
hacer los maestros, ayer símbolos vivientes
de un proyecto de sociedad libre y en busca
de un futuro, hoy reducidos en la
consideración social e imposibilitados de
vivir dignamente de su trabajo? ¿Qué puede
hacer la comunidad educativa toda, ella
misma cruzada por tantas situaciones de
discontinuidad y desarraigo? Pero antes,
queremos to-davía precisar brevemente algo
más.

La caída de las certezas


Un tercer aspecto de la orfandad
contemporánea, íntimamente relacionado
con los que ya hemos visto, es la caída de las
certezas. Por lo general, las civilizaciones
crecen a la sombra de algunas creencias
básicas acerca del mundo, del hombre, de la
convivencia, de los por qué y para qué
fundantes del acontecer humano, etc. Esas
creencias, muchas veces dependientes de las
religiones, pero no solamente, constituyen
una suerte de certezas sobre las cuales se
apoya toda la construcción de una figura
histórica, en la cual adquiere sentido la
existencia de las comunidades y las personas.
Pues bien: muchas de las certezas que han
animado a nuestra sociedad “moderna” se
han diluido, caído o desgastado. Un discurso
“patriótico” al estilo de los que –todavía–
movilizaban a mi generación, tiende a ser
visto con burla o escepticismo. El lenguaje
revolucionario de hace treinta años puede
ser, como mucho, motivo de curiosidad y
sorpresa. La misma idea de solidaridad
encuentra difícilmente su camino para
hacerse oír en medio de la ideología de la
“salida individual”. Y esta pérdida de
certezas, otrora inconmovibles, alcanza
también a los fundamentos de la persona, la
familia y la fe. Los principios que han guiado
a las generaciones que nos precedieron
parecen caducos: ¿cómo seguir sosteniendo
que “el ahorro es la base de la fortuna”, por
ejemplo, cuando no hay trabajo y las únicas
fortunas que hoy pueden crecer provienen de
la corrupción, la especulación y los negocios
turbios? ¿Cómo seguir considerando
intocable la vida humana, cuando tanta gente
sencilla, cuyo único bien es su vida, pide la
pena de muerte para protegerse de la
violencia urbana, aunque todos sabemos que
las causas de esa violencia no están en la
especial perversidad de algunos?
Pero esta caída de las certezas no es tampoco
un hecho coyuntural de una sociedad
periférica. De ningún modo: además de un
talante ampliamente difundido en Occidente,
constituye casi una “nueva certeza” que
encuentra su lugar en los discursos más
prestigiosos del pensamiento
contemporáneo. No estará de más una breve
referencia a ello, ya que constituye el
sustrato de todo un estado espiritual de este
principio de siglo.

La razón idolatrada,
vilipendiada y reconsiderada
Desde distintas posiciones ideológicas, se ha
dado un debate hace algunos años en torno a
la oposición entre modernidad y
postmodernidad. Entre las muchas –
muchísimas– dimensiones y perspectivas
que in-cluyó (y aún incluye, de algún modo
vulgarizado) esa discusión, queremos poner
de relieve una: la idea de que el “fin de la
modernidad” supone la caída de las
principales certezas, idea que remite, en
último análisis, a un profundo descrédito de
la razón. Así describe Juan Pablo II esta
postura:
“...no hay duda de que las corrientes de
pensamiento relacionadas con la
postmodernidad merecen una adecuada
atención. En efecto, según algunas de ellas,
el tiempo de las certezas ha pasado ya
irremediablemente; el hombre debería ya
aprender a vivir en una carencia total de
sentido, caracterizada por lo provisional y lo
fugaz. Muchos autores, en su crítica
demoledora de toda certeza e ignorando las
distinciones necesarias, contestan incluso la
certeza de la fe.
Este nihilismo encuentra una cierta
confirmación en la terrible experiencia del
mal que ha marcado a nuestra época. Ante
esta experiencia dramática, el optimismo
racionalista que veía en la historia el avance
victorioso de la razón, una fuente de felicidad
y de libertad, no ha podido mantenerse en
pie, hasta el punto que una de las mayores
amenazas de este fin de siglo es la tentación
de la desesperación” (Fides et Ratio 91).
Un hondo desencanto se extiende por
doquier respecto de las grandes promesas de
la razón: libertad, igualdad, fraternidad...
¿Qué ha quedado de todo ello? Comenzando
el siglo XXI, ya no hay una racionalidad, un
sentido, sino múltiples sentidos
fragmentarios, parciales. La misma búsqueda
de la verdad –y la misma idea de “verdad”–
se ensombrecen: en todo caso, habrá
“verdades” sin pretensiones de validez
universal, perspectivas, discursos
intercambiables. Un pensamiento que se
mueve en lo relativo y lo ambiguo, lo
fragmentario y lo múltiple, constituye el
talante que tiñe no sólo la filosofía y los
saberes académicos, sino la misma cultura
“de la calle”, como habrán constatado to-dos
aquellos que tienen trato con los más jó-
venes. El relativismo será pues el resultado
de la así llamada “política del consenso” cuyo
proceder siempre entraña un nivelar-hacia-
abajo. Es la época del “pensamiento débil”.
Al rescate de la racionalidad
De ahí que, desanclada de las certezas de la
razón (y, como bien señalaba Juan Pablo II,
también de las de la fe como un “saber” de
salvación), la cultura actual se recuesta en el
sentimiento, en la impresión y en la imagen.
También esto hace a la orfandad, también
eso nos exige hacer de nuestras escuelas un
lugar de acogida, un espacio donde las
personas puedan encontrarse a sí mismas y
con los otros para recrear su estar en el
mundo. Pero también, y aquí daremos un
paso más en nuestra reflexión, esta situación
nos obliga a encarar de algún modo el rescate
de una ra-cionalidad válida, de un
pensamiento vigoroso que permita superar el
irracionalismo contemporáneo. Podrán
preguntar: ¿y eso por qué? Ya que estamos
revalorizando y de hecho recuperando y
ahondando los aspectos afectivos, la ternura,
los vínculos humanos, que tan dejados de
lado han estado en ámbitos de nuestra
sociedad, ¿por qué tenemos que volver a
inclinar la balanza hacia el otro lado?
Es que no se trata de caer en nuevos
desequilibrios, sino justamente de encontrar
el punto justo que haga de esta acogida
cordial un gesto auténticamente humano y
liberador. Tres ideas nos ayudarán a
comprender esto:
Primero, las cosas no son ni tan blancas ni
tan negras. Denunciar los “abusos de la
razón” (totalitarismos de toda clase,
proyectos históricos y políticos que trajeron
más sufrimiento que felicidad,
desvalorización de los aspectos afectivos,
personales y cotidianos de la vida, reducción
de todo al cálculo, al número y al
concepto...), no significa tirar por la borda
todos los beneficios que el desarrollo
“racional” ha traído. La escuela misma, sin ir
más lejos, es hija de esta idea. Aunque no
podamos compartir aquello de “al darle el
saber, le diste el alma” que cantaba el viejo
himno escolar, sí debemos reconocer que el
“saber” es un importantísimo recurso para el
desarrollo del “alma”, es decir, de la persona
humana. Me refiero a un “ saber “ que no
quede reducido a la mera información o a un
cierto enciclopedismo cibernético. Un saber
con capacidad de relacionar, de avanzar en el
planteo de preguntas y elaboración de
respuestas. Recurso que no tenemos derecho
a mezquinar: todo lo contrario, debemos
perfeccionar cada vez más nuestra capacidad
(incluso “técnica”) para efectuar esa
transmisión.
Segundo: si bien el discurso “postmoderno”
que reivindica los aspectos emocionales,
relativos y hasta irracionales de la vida
parece liberarnos de la tiranía de lo
uniforme, lo burocrático o lo disciplinario,
por otro lado se convierte en la justificación
de otras tiranías: y por citar una no pequeña,
la de la economía, con sus factores de poder
y su tecnocracia. Porque si lo que “manda”
hoy es el sentimiento, la imagen y lo
inmediato, eso es verdad sólo para los
“consumidores” de bienes, servicios... y
publicidad mediática. La capacidad de
elección, la libertad, la no necesidad de
adscribirse a una normatividad uniforme, lo
diverso y plural, todo ello tan caro a la
mentalidad postmoderna, hoy por hoy se
traducen lisa y llanamente en diversidad de
consumos. Es verdad que el Estado y la
escuela, por nombrar instituciones que
generaban fuertes adscripciones normativas,
ya no rigen la vida de los individuos. La
misma Iglesia ve crecer en su seno una
valoración cada vez mayor de la libertad y
“electividad” personal. Pero también es cierto
que esta libertad, despojada de aquellos
marcos institucionales que le conferían
armonía, ha sido apresada por el mercado.
En síntesis: si no recuperamos la noción de
verdad, sin una racionalidad compartida,
dialogal, una búsqueda de los mejores
medios para alcanzar los fines más deseables
(para todos y cada uno), queda sólo la ley del
más fuerte, la ley de la selva. Entonces:
cuanto más nos preocupemos por desarrollar
un pensamiento crítico, por afinar nuestro
sentido ético, por mejorar nuestras
capacidades, nuestra creatividad y nuestros
recursos, tanto más podremos evitar ser
esclavos de la publicidad, de la planificada
(por otros) exacerbación de lo inmediato, de
la manipulación de la información, del
desaliento que recluye a cada uno en su
interés individual.
Y tercero, llegando a aquello que define
nuestra identidad como educadores
cristianos, la fe, el saber, la captación de lo
real, no tiene sólo un componente afectivo,
sino una importante dimensión de sabiduría
que es preciso rescatar, y que comienza con
la capacidad de admiración. A este punto nos
dedicaremos a continuación. La dimensión
sa-piencial es englobante del saber, del sentir
y del hacer. Conlleva armónicamente la
capacidad de entender, la tensión de poseer
el bien, la contemplatividad de lo bello, todo
armonizado por la unidad del ser que
entiende, ama, admira. La dimensión
sapiencial es memoriosa, integradora y
creadora de esperanza. Es la que abre la
existencia del discípulo y unge al maestro. La
sabiduría sólo se entiende a la luz de la
Palabra de Dios.

La Palabra: reveladora y
creadora
El primado “postmoderno” de la experiencia
trajo consigo una religiosidad de corazón,
una búsqueda más personal de Dios y una
nueva valoración de la oración y la
contemplación, pero también una especie de
“religión a la carta”, una subjetivización
unilateral de la religión que la posiciona no
tanto en una dimensión de adoración,
compromiso y entrega sino como un
elemento más de “bienestar”, similar en gran
medida, a las diversas ofertas new age,
mágicas o pseudopsicológicas.
Ese verdadero reduccionismo (tanto como lo
es su contrario, la afirmación unilateral de la
religión como “contenido” y “discurso”) deja
de lado la infinita riqueza de la Palabra de
Dios. En toda la Biblia (tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento), la Palabra de
Dios se presenta con dos aspectos, ambos
igualmente importantes: como “revelación”,
“discurso”: logos, y como “acción”,
“presencia”, “poder”: dynamis. La Palabra de
Dios di-ce y hace. Si la consideramos
solamente como presencia salvífica (porque
cuando Dios ac-túa, salva, y salva creando
comunión, vinculándose a sus creaturas,
haciéndonos hi-jos), dejamos de lado su
aspecto de revelación. Si, por el contrario, la
consideramos solamente bajo su aspecto de
verdad, de “contenido”, perdemos su
dimensión de co-munión, de presencia
amorosa, su dinámica salvífica. La Palabra de
Dios nos vincula con Él con lazos tanto de
conocimiento como de amor. Dice y hace.
En su aspecto de “revelación”, la Palabra en
el Antiguo Testamento se presenta como
Ley, como regla de vida a través de la cual
Dios ofrece un camino hacia la felicidad. “Tu
Palabra es una lámpara para mis pasos, y una
luz en mi camino”, dice el Salmo 119 (v. 105),
todo él un impresionante himno a la Palabra
de Dios manifestada como Ley. Pero además
de este “saber práctico”, la Palabra ofrece un
“saber” acerca de Dios y del hombre en el
mundo. Dios revela su Nombre y su voluntad
salvífica, y con ella muestra al hombre la
grandeza de su filiación y su destino.
Pero la Palabra de Dios es también la fuerza
de Dios, que obra lo que anuncia: “...ella no
vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo
que yo quiero y cumple la misión que yo le
encomendé” (Is 55,10-11). Es Palabra
creadora, desde el comienzo de los tiempos:
“dijo Dios...” y “fue hecho” (Gn 1). Es Palabra
que libera y salva a los esclavos hebreos y los
conduce por el desierto, Palabra que los
convoca y constituye como Pueblo, Palabra
que se promete como Nueva Creación al fin
de los tiempos.
Y así también nos presenta el Nuevo
Testamento a Jesucristo: como un profeta
que enseña y ofrece una Nueva Ley, como un
maestro de sabiduría que nos hace gustar de
la belleza y bondad del amor de Dios, y como
la fuerza de Dios que opera la salvación, cura
a los enfermos, expulsa a los demonios e
inaugura, con su Muerte y Resurrección, la
Nueva Creación en el banquete pascual del
Reino.
¿Adónde llegamos con todo esto? Como
testigos de la Palabra, nuestra presencia en la
sociedad debe responder a esta riqueza que
no se deja encerrar en una sola dimensión.
La dimensión creadora, dinámica, salvífica,
de la Palabra, será actuada en el mundo en la
acción de crear comunidad, de vincular, de
reconocer, recibir y potenciar al prójimo.
Dimensión que tiene un importante
componente afectivo, no en un sentido
superficial, sino en el más hondo y exigente
sentido del mandamiento del amor. El
evangelio de Mateo (25, 31ss) nos presenta el
“test” que el Señor hará a los suyos en el fin
de los tiempos: si alimentaron al
hambriento, si dieron de beber al sediento, si
recibieron al que está de camino... En los
discípulos que realizaron esto, se produce el
milagro de la presencia dinámica de Dios, se
efectúa la comunión: Cristo mismo se
identifica con aquel a quien se brindó el
amor, invirtiendo simbólicamente los
papeles, ya que es Él quien ofrece, brinda,
transforma y crea una nueva realidad con su
amor.
Pero además, dado que la Palabra es también
revelación, ley, enseñanza, nuestra misión
apuntará a buscar seriamente la verdad e
invitar e incorporar a otros en esta búsqueda.
Toda una dimensión que, justamente por
incluir a toda la persona, no dejará de lado la
importancia de la inteligencia humana, de su
formación y promoción. Esta dimensión es
igualmente definitoria, como nos enseña el
evangelio de Juan (12,44-50).
Esta misma dinámica se da en la celebración
litúrgica, encuentro sacramental con el
Señor: Palabra y Eucaristía, Enseñanza y Co-
munión, Contemplación y Adoración. En es-
te delicado equilibrio se encuentra,
justamente, la riqueza de una comprensión
integral, no reductiva, del misterio cristiano.
Una comprensión sapiencial.
El concepto de sabiduría, justamente, es
aquel que reúne armónicamente diversos
aspectos: conocimiento, amor,
contemplación de lo bello, al mismo tiempo
que una “comunión en la verdad” y una
“verdad que crea comunión”, “una belleza
que atrae y enamora”. Inteligencia, corazón,
ojos del alma, no disociados sino integrados
en lo más pleno de la persona humana.
De allí que sea imposible disociar los
diversos aspectos en nuestra actividad
pastoral o educativa. La autenticidad de la
Palabra que transmitimos tendrá que ver con
la integridad con que asumamos sus
dimensiones. Y esto se traduce justamente
en un cuidado tanto de los aspectos del
“obrar”, vinculados con la “acogida cordial”,
la práctica concreta de la caridad, aquí y
ahora, la creación de vínculos humanos (que
incluye, por supuesto, toda acción asistencial
o promocional que ayuda a la persona a
ponerse de pie y ocupar su lugar en la
comunidad humana y cristiana), como de
aquellas dimensiones más vinculadas con el
“decir”: la cuidadosa preparación, remota y
próxima, de la actividad educativa, la
planificación en orden a un más eficaz
aprovechamiento de los recursos, la seriedad
con que acometemos nuestra pro-pia
formación, etc. Ambas dimensiones son
constitutivas de nuestra misión como
educadores cristianos, y si es cierto que
estamos llamados a poner un poco de
humanidad y de ternura en una sociedad
individualista y excluyente, también es
verdad que, ante el descrédito de la palabra,
tenemos la obligación de ayudar a nuestros
hermanos a desarrollar la capacidad de
entender y de decir.
No sólo crear arraigo: también recrear las
más importantes certezas, en forma de
sabiduría de la vida, del mundo y de Dios.
Sabiduría que es fecunda, engendra hijos,
disipa orfandades. Sabiduría que es fuente de
belleza que impulsa el alma hacia la
admiración, la contemplatividad.

Invitaciones
Vamos llegando al final de esta ya larga
reflexión. La orfandad contemporánea, en
términos de discontinuidad, desarraigo y
caída de las certezas principales que dan
forma a la vida, nos desafía a hacer de
nuestras escuelas una “casa”, un “hogar”
donde las mujeres y los hombres, los niños y
las niñas, puedan desarrollar su capacidad de
vincular sus experiencias y de arraigarse en
su suelo y en su historia personal y colectiva,
y a su vez encuentren las herramientas y
recursos que les permitan desarrollar su
inteligencia, su voluntad y todas su
capacidades, a fin de poder alcanzar la
estatura humana que están llamados a vivir.
Muchas son las tareas que nos exige este
doble desafío. En este tramo inicial del año
educativo, quisiera llamar su atención sobre
tres aspectos que se derivan de las
reflexiones que he desarrollado.
En primer lugar, el desarrollo de vínculos
humanos de afecto y ternura como remedio
al desarraigo. La escuela puede ser un “lugar”
(geográfico, en medio del barrio, pero
también existencial, humano, interpersonal)
en el cual se anuden raíces que permitan el
desarrollo de las personas. Puede ser cobijo y
hogar, suelo firme, ventana y horizonte a lo
trascendente. Pero sabemos que la escuela
no son las paredes, los pizarrones y los libros
de registro: son las personas, principalmente
los maestros. Son los maestros y educadores
quienes tendrán que desarrollar su capacidad
de afecto y entrega para crear estos espacios
humanos. ¿Cómo desarrollar formas de
contención afectiva en tiempos de
desconfianza? ¿Cómo recrear las relaciones
humanas, cuando todos esperan del otro lo
peor? Hemos de encontrar, todos nosotros y
cada uno, los caminos, gestos y acciones que
nos permitan incluir a todos y ayudar al más
débil, generar un clima de serena alegría y
confianza y cuidar tanto la marcha del
conjunto como el detalle de cada persona a
nuestro cargo.
Segundo, la coherencia entre lo que se dice y
lo que se hace como forma de achicar el
abismo de la discontinuidad. Sabemos que
en todo acto de comunicación hay un
mensaje explícito, algo que se enuncia, pero
que ese mensaje puede ser bloqueado,
matizado, desfigurado y hasta desmentido
por la actitud con que se transmite. Hay todo
un aspecto de la comunicación, “no explícita”
y “no verbal”, que tiene que ver con los
gestos, la relación que se instaura y el
despliegue de las diversas dimensiones
humanas en general. Todo lo que hacemos
comunica. En la medida en que evitemos los
dobles mensajes, en la medida en que
creamos y tratemos de vivir con todo nuestro
ser lo que estamos transmitiendo, en esa
medida habremos contribuido a devolver la
credibilidad en la comunicación humana.
Por supuesto que este ideal comunicacional
será una y otra vez obstaculizado por el
misterio del pecado y la labilidad humana.
¿Quién puede presumir de tener la absoluta
coherencia, el absoluto control de sus
miserias, sus dualidades, sus autoengaños,
sus egoísmos reprimidos, sus intereses
inconfesables? Sabemos que no todo se logra
con buenas intenciones o con propósitos
“moralizantes” y tampoco con rigideces
normativas. Pero del mismo modo somos
conscientes de que no todo es disculpable y
aceptable sin más, ya que tenemos una
responsabilidad delante de otras personas y
frente a quien puso la vida en nuestras
manos. ¿Y entonces? La clave pa-ra ganar en
coherencia sin fingir una perfección
imposible, será caminar en humildad
dispuestos al discernimiento, personal y
comunitario, evitando el juicio condenatorio
del otro; abiertos tanto a la corrección
fraterna, como al perdón y a la
reconciliación. Re-conocer juntos que somos
peregrinos, mujeres y hombres débiles y
pecadores pero con memoria y en búsqueda
de un amor más pleno, que nos sane y nos
levante. Esa puede ser una forma de trocar la
discontinuidad por la disposición al
acercamiento, a hacernos próximos en medio
de las diferencias.
Tercero, el esfuerzo por generar algunas
certezas básicas en el mar de lo relativo y lo
fragmentario. Quizá esto sea
extremadamente difícil. Sabemos que la
verdad por la fuerza es contraria a la fuerza
de la verdad. Sa-bemos también que no
podemos adoptar los métodos compulsivos
de la publicidad, que desplaza necesidades
reales a satisfacciones ilusorias. ¿Y
entonces? Hay un “camino estrecho” que
transita por la búsqueda de la sabiduría;
siempre convencidos de su capacidad de
conmover y enamorar. Consiste en aprender
a descubrir las preguntas del otro, a
contemplarlas, a intuirlas (porque
difícilmente los niños y jóvenes podrán
expresarnos sus necesidades e interrogantes
con claridad). Aunque el cansancio y la
rutina a veces nos convierten en una especie
de “parlante” que emite sonidos que a nadie
le interesan, sabemos bien que sólo “llegan”
y “quedan” las enseñanzas que respondan a
una pregunta, a una admiración. Compartir
las preguntas (¡aunque no tengamos las
respuestas!) es ya ponernos todos,
educadores y educandos, en un camino de
búsqueda, de contemplatividad, de
esperanza.
Para todo esto, habrá que poner en
movimiento dos dimensiones integrándolas
siempre: amplificar la capacidad de nuestro
corazón en cuanto servidores de los
hermanos, y desarrollar siempre más nuestra
capacidad como profesionales de la
educación. Una tarea “cordial” y una tarea
“intelectual” bien conjugadas. Poniéndonos
en sintonía con la Palabra de Dios, que habla,
hoy como siempre, tanto a nuestra
inteligencia como a nuestro corazón. Porque
como reflexiona un teólogo español “se
transfiere a los individuos a una vida
personal cuando se les ofrece ciencia y
conciencia, saberes y responsabilidades,
fines y medios, confianza y exigencia”. Y esto
es sabiduría. Que el Señor nos la conceda a
todos. Pidámosla humildemente con la
oración del Rey Salomón:
“Ahora, Señor, Dios mío,
has hecho reinar a tu servidor
en lugar de mi padre David,
a mí, que soy apenas un muchacho
y no sé valerme por mí mismo.
Tu servidor está en medio de tu pueblo,
el que tú has elegido,
un pueblo tan numeroso
que no se puede contar ni calcular.
Concede entonces a tu servidor
un corazón comprensivo,
para juzgar a tu pueblo,
para discernir entre el bien y el mal”.
1 Re 3,7-9
Clave de lectura para trabajar
a solas o en grupo

Reflexionamos
– ¿Qué sentí al ponerme en el lugar de
aquella persona del interior que vino a la
capital?
– ¿Soy “un corazón que recibe” en mi vida
personal y en el ámbito de mi tarea
cotidiana?
– Si no lo soy, ¿por dónde creo que debería
comenzar a cambiar?
– ¿Abordo mi tarea educadora atento/a a la
orfandad que me rodea?
– ¿Qué lugar ocupa la Palabra de Dios, su
presencia salvífica, en mi vida personal? ¿Y
en nuestra comunidad?

Leemos
“Ustedes son la luz del mundo. No se puede
ocultar una ciudad situada en la cima de
una montaña. Y no se enciende una lámpara
para meterla debajo de un cajón, sino que se
la pone sobre el candelero para que ilumine
a todos los que están en la casa. Así debe
brillar ante los ojos de los hombres la luz
que hay en ustedes, a fin de que ellos vean
sus buenas obras y glorifiquen al Padre que
está en el cielo.”
Mateo 5,13-16
Pensamos
“La Escuela Católica, movida por el ideal
cristiano, es particularmente sensible al gri-
to que se lanza de todas partes por un
mundo más justo, y se esfuerza por
responder a él contribuyendo a la
instauración de la justicia. No se limita,
pues, a enseñar va-lientemente cuáles sean
las exigencias de la justicia, sino que trata de
hacer operativas tales exigencias en la
propia comunidad, es-pecialmente en la vida
escolar de cada día. “
La Escuela Católica IV,58

Revisamos nuestra tarea


– ¿Cuáles son los problemas más
característicos que debe afrontar nuestra
comunidad educativa en los grupos humanos
que acoge?
– ¿Logramos un razonable equilibrio entre la
formación y promoción de la inteligencia de
nuestros alumnos y la comunicación de la
Revelación ?
– ¿Practicamos concretamente la caridad?
– Planifiquemos un proyecto de “servicio”
que nos involucre a todos, directivos,
docentes y alumnos. Si ya lo llevamos a cabo,
evaluemos sus características y sus
resultados.

Oramos
“¡Alaba al Señor, alma mía!
Alabaré al Señor toda mi vida;
mientras yo exista, cantaré al Señor.
No confíen en los poderosos,
en simples mortales,
que no pueden salvar:
cuando expiran, vuelven al polvo,
y entonces se esfuman sus proyectos.
Feliz el que se apoya
en el Dios de Jacob
y pone su esperanza en el Señor,
su Dios:
Él hizo el cielo y la tierra,
el mar y todo lo que hay en ellos.
Él mantiene su fidelidad para siempre,
hace justicia a los oprimidos
y da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos,
abre los ojos de los ciegos
y endereza a los que están encorvados.
El Señor protege a los extranjeros
y sustenta al huérfano y a la viuda;
el Señor ama a los justos
y entorpece el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente.
Reina tu Dios, Sión,
a lo largo de las generaciones.
¡Aleluya!”
Salmo 146
5
Dar a la educación
TODO
Un momento decisivo
Hay momentos en la vida (pocos, pero
esenciales) en que es preciso tomar
decisiones críticas, totales y fundantes.
Críticas, porque se ubican en el preciso
límite entre la apuesta y la claudicación, la
esperanza y el desastre, la vida y la muerte.
Totales, porque no se refieren a algún
aspecto particular, a un “asunto” o “desafío”
optativo, a un sector de-terminado de la
realidad, sino que definen una vida en su
totalidad y por un largo tiempo. Es más:
hacen a la más profunda identidad de cada
uno. No sólo suceden en el tiempo, sino que
le dan forma a nuestra temporalidad y a
nuestra existencia. En ese sentido es que uso
el tercer adjetivo, fundantes. Fundan un
modo de vivir, una forma de ser, de verse a
uno mismo y de presentarse en el mundo y
ante los semejantes, una determinada
posición ante los futuros posibles.
Hoy quiero compartir con ustedes la
percepción de que estamos justamente en
uno de esos momentos decisivos. Pero no
individualmente, sino como Nación. Es una
convicción compartida por muchos, incluso
por el Santo Padre, como nos lo dio a
entender en nuestra última visita episcopal a
Roma: la Argentina llegó al momento de una
decisión crítica, global y fundante, que
compete a cada uno de sus habitantes; la
decisión de seguir siendo un país, aprender
de la experiencia dolorosa de estos años e
iniciar un camino nuevo, o hundirse en la
miseria, el caos, la pérdida de valores y la
descomposición como sociedad.

Una esperanza renovada y


audaz
El objeto de esta meditación no es recargar
las tintas en la sensación de amenaza sino,
por el contrario, invitarlos a la esperanza.
Quisiera profundizar las reflexiones que
compartía con ustedes hace un par de años
pero ya desde la concreta y decisiva
experiencia de estos meses. La esperanza es
la virtud de lo arduo pero posible, aquella
que invita, sí, a no bajar nunca los brazos,
pero no de un modo meramente
voluntarista, sino encontrando la mejor
forma de mantenerlos en actividad, de hacer
con ellos algo real y concreto. Virtud que por
momentos nos im-pulsa a avanzar, gritar y
sacudirnos las tendencias a la inacción, la
resignación y la caída. Pero que, en otras
ocasiones, nos invita a callar y sufrir,
alimentando nuestro interior con los deseos,
ideales y recursos que nos permitirán –
cuando llegue el momento propicio, el
kairós– dar a luz realidades más humanas,
más justas, más fraternas. Porque la
esperanza no se apoya solamente en los re-
cursos de los seres humanos, sino que busca
sintonizar con la acción de Dios, que recoge
nuestros intentos integrándolos en su plan
de salvación.
Nuestra reflexión sobre la esperanza se ubica
en el pico mismo de la crisis, en su punto de
mayor inflexión. Pero, al mismo tiempo, creo
no equivocarme al discernir que ese pico
constituye justamente el momento propicio,
el tiempo en que la historia adquiere una
especial densidad y las acciones de las
mujeres y los hombres cobran mayor
significado. Si los gestos de solidaridad y
amor desinteresado siempre fueron una
especie de profecía, un signo poderoso de la
posibilidad de otra historia, hoy su carga de
propuesta es infinitamente mayor. Marcan
una huella tran-sitable en medio del
pantano, una dirección justa en el instante
de extravío. Contraria-mente, la mentira y el
robo (ingredientes principales de la
corrupción) siempre son males que
destruyen la comunidad. La sola práctica de
la corrupción puede desbarrancar
definitivamente esta frágil construcción que,
como pueblo, queremos intentar.
Si prestamos nuestro asentimiento a la
palabra del Evangelio, sabemos que aun lo
que parece fracaso puede ser camino de
salvación. Esto es lo que puntualmente hace
la diferencia entre un drama y una tragedia.
Mientras que en la segunda el destino
ineluctable arrastra la empresa humana al
desastre sin contemplaciones y todo intento
de enfrentarlo no hace más que empeorar el
final irremisible; en el drama, en cambio, la
vida y la muerte, el bien y el mal, el triunfo y
la derrota se mantienen como alternativas
posibles: nada más lejos de un optimismo
estúpido, pero también del pesimismo
trágico, porque en esa encrucijada quizás
angustiante, podemos también intentar
reconocer los signos ocultos de la presencia
de Dios, aunque más no sea, como chance,
como invitación al cambio y a la acción... y
también como promesa. Estas palabras
pueden tomar un cariz dramático, pero
nunca trágico. Pero atención: no se trata de
gestos teatrales, sino de la convicción de que
estamos en el mo-mento de gracia, en el foco
de nuestra responsabilidad como miembros
de una comunidad, es decir, lisa y
llanamente, como seres humanos.

La ciudad de Dios en la
historia secular
Ahora bien, ¿qué nos puede decir la fe
cristiana acerca de este momento crucial,
además de ubicarnos en el estrecho
desfiladero de la libertad, sin destinos
predeterminados en lo que hace al éxito o
fracaso de nuestras empresas humanas?
Permítanme una especie de viaje en el
tiempo para situarme casi mil seiscientos
años atrás, junto a la ventana a través de la
cual un hombre veía terminarse un mundo,
sin ninguna certeza de que después viniera
algo mejor. Me refiero a san Agustín, que fue
obispo de Hipona en el norte de África en los
años finales del Imperio Romano.
Todo lo que Agustín había conocido (y no
sólo él, sino su padre, su abuelo y
muchísimas generaciones más antes que él)
se derrumbaba. Los pueblos llamados
“bárbaros” presionaban sobre los límites del
Imperio, y la misma Roma había sido
saqueada. Como hombre formado en la
cultura grecorromana, no podía menos que
sentirse perplejo y angustiado ante la
inminente caída de la civilización conocida.
Como cristiano, se encontraría en el difícil
lugar de seguir apostando a la esperanza en
el Reino de Dios (que durante demasiado
tiempo, ya entonces, había sido identificado
con el Imperio cristianizado) sin cerrar los
ojos a lo ya inevitable, históricamente
hablando. Y como obispo, se sentía con el
deber de ayudar a sus fieles (y a la
cristiandad toda) a procesar esta catástrofe
sin perder la fe, antes bien, saliendo de la
prueba con una mejor comprensión del
misterio salvífico y una confianza en el Señor
fortalecida.
En aquella época, Agustín, un hombre que
había conocido la incredulidad y el
materialismo, encontró la clave para dar
forma a su esperanza en una profunda
teología de la historia, desarrollada en su
libro La Ciudad de Dios. Allí, superando
ampliamente la “teología oficial” del
Imperio, el santo nos presenta un principio
hermenéutico determinante de su
pensamiento: el esquema de los “dos
amores” y las “dos ciudades”. En síntesis,
éste es su argumento: existen dos “amores”:
el amor de sí, predominantemente
individualista, que instrumenta a los demás
para los propios fines, considera lo común
sólo en cuanto referido a su propia utilidad y
se rebela contra Dios; y el amor santo, que
es eminentemente social, se ordena al bien
común y sigue los mandatos del Señor. En
torno a estos “amores” o finalidades se
organizan las “dos ciudades”: la ciudad
“terrena” y la ciudad “de Dios”. En una, viven
los “impíos”. En la otra, los “santos”.
Pero lo interesante del pensamiento
agustiniano está en que estas “ciudades” no
son verificables históricamente, en el sentido
de identificarse plenamente con una u otra
realidad secular. La ciudad de Dios,
claramente, no es la Iglesia visible: muchos
de la ciudad celestial están en la Roma
pagana, y muchos de la terrena, en la Iglesia
cristiana. Las “ciudades” son entidades
escatológicas: recién en el Juicio Final
podrán visualizarse con sus perfiles
definidos, como la cizaña y el trigo después
de la cosecha. Mientras tanto, aquí en la
historia, están inextricablemente
entremezcladas. Lo “secular” es la existencia
histórica de las dos ciudades. Si
escatológicamente ellas son mutuamente
excluyentes, en cambio, en el saeculum, el
tiempo mundano, no pueden ser
adecuadamente distinguidas y separadas. La
línea divisoria pasa... por la libertad de los
seres humanos, personal y colectiva.
¿Por qué traigo a colación estos antiguos
pensamientos de un obispo del siglo V? Por-
que nos enseñan una manera de ver la
realidad. La historia humana es el ambiguo
campo donde se juegan múltiples proyectos,
ninguno de ellos humanamente inmaculado.
Pero a través de todos ellos, podemos
considerar que se mueven el “amor
inmundo” y el “amor santo” de los que
hablaba san Agustín. Fuera de todo
maniqueísmo o dualismo, es legítimo tratar
de discernir viendo por una parte los
acontecimientos históricos como “signos de
los tiempos”, las semillas del Reino y, por
otra parte, las realizaciones que –
desvinculadas de la finalidad escatológica–
sólo abonan la frustración del más alto
destino del hombre. Es decir, percibir la
realidad a través de una valoración teológica
y espiritual, desde el punto de vista de las
ofertas de gracia y las tentaciones al pecado
que se presentan al libre albedrío.
Teniendo en cuenta este criterio evangélico
me atrevo a compartir con ustedes estas
reflexiones acerca de la realidad actual de
nuestro país y, sobre todo, de los valores que
están en juego en ella. Valores o “amores”:
aquello que atrae y moviliza nuestros deseos
y nuestras energías, orientándonos a la
gracia o al pecado, haciéndonos miembros de
una u otra “ciudad”, conformando el
entramado profundo de nuestra realidad
histórica secular; y –por lo tanto– el camino
concreto de salvación que Dios nos pone
ante nuestros pies. Intentaré entresacar, de
los acontecimientos recientes, algunas
direcciones fundamentales que parece
necesario ubicar, a fin de colaborar con una
búsqueda comunitaria de discernimiento y
conversión, como nos lo propuso Juan Pablo
II.

Después de los cacerolazos,


¿qué?
Puede ser un lugar común, pero todos somos
conscientes de que aquella noche del
cacerolazo (me refiero a la primera) algo
cambió en nuestra ciudad. No en la
dirigencia, o al menos no primeramente, sino
en el pueblo. En el interior de las familias, en
la conciencia de cada uno de los ciudadanos
que decidió abandonar el negativismo o la
queja privada, mera rumia de amargura, para
reconocer al vecino, al compatriota,
solidarizados aunque más no fuera en el
hastío y la bronca. En unos instantes, la calle
dejó de ser el lugar de paso, el ámbito de lo
ajeno, para convertirse en el espacio común,
desde el cual salir a buscar otras cosas
comunes que parecían habernos sido
arrebatadas. Contra toda la mitología
tecnológica, lo público volvió a ser la plaza, y
no sólo la platea. Los mismos medios de
comunicación, siempre omnipresentes y, por
momentos, casi creadores de la “realidad”, se
vieron desbordados y tuvieron que
focalizarse en uno o dos puntos neurálgicos,
mientras la gente invadía todo con cantos y
cacerolas, a pie, en bicicletas, en autos.
Luego vinieron los acontecimientos que
todos conocemos y también los desbordes, y
las diversas interpretaciones y lecturas de los
cacerolazos. No es mi intención entrar en
ellas. Solamente quiero hacer pie en aquel
momento de participación colectiva, en
cuanto signo de intento de recuperación de
lo “común”, como punto de partida para la
lectura de nuestra realidad profunda.
Y les propongo un camino “indirecto” que
pasa por la misma historia de nuestro ser
nacional que, espero, pueda ayudar: recorrer
los versos del Martín Fierro, en busca de
algunas claves que nos permitan descubrir
algo de lo nuestro para retomar nuestra
historia con un sentimiento de continuidad y
dignidad. Soy consciente de los riesgos de la
lectura que estoy instándolos a compartir. A
veces imaginamos a los valores y las
tradiciones, hasta a la misma cultura, como
una especie de joya antigua e inalterable,
algo que permanece en un espacio y un
tiempo aparte, no contaminándose con las
idas y venidas de la historia concreta.
Permítanme opinar que una mentalidad así
sólo lleva al museo y, a la larga, al
sectarismo. Los cristianos hemos sufrido
demasiado las estériles polémicas entre
tradicionalismo y progresismo como para
dejarnos caer nuevamente en actitudes de
este tipo.
Lo que aquí me parece más fecundo es
reconocer en el Martín Fierro una
narración, una especie de “puesta en escena”
del drama de la constitución de un
sentimiento colectivo e inclusivo. Narración
que, incluso más allá de su género, de su
autor y de su tiempo, puede ser inspiradora
para nosotros, ciento treinta años después.
Claro: habrá muchos que no se sentirán
identificados con un gaucho matrero,
prófugo de la justicia (y, de hecho,
importantes personalidades de nuestra
historia cultural cuestionaban la
entronización de un tal personaje a la
categoría de héroe épico nacional). No
faltará, por otro lado, quien tenga que
reconocer (en secreto) que prefiere al Juez o
al Viejo Vizcacha, al menos en lo que hace a
su forma de entender lo que vale y lo que no
vale la pena en la vida... Y otros más, no cabe
duda, se habrán sentido como el Moreno
cuyo hermano había sido apuñalado por
Fierro.
Para todos hay lugar. Y no es cuestión de
instalar un nuevo maniqueísmo. En una obra
de esta envergadura, no hay buenos-buenos
y malos-malos.Y aunque a José Hernández
no le faltó intención política y hasta
pedagógica en su construcción de la Ida y la
Vuelta, lo cierto es que el poema trascendió
sus circunstancias para decir algo que hace a
la esencia de nuestra convivencia. Desde esa
trascendencia, desde las “resonancias” que
puede generar en nosotros, y no desde una
inútil dialéctica sobre modelos anacrónicos,
hay que asomarse al poema.

Martín Fierro, poema


“nacional”
La pregunta por la “identidad
nacional” en un mundo globalizado
Es curioso. Solamente viendo el título del
libro, antes incluso de abrirlo, ya encuentro
sugerentes motivos de reflexión acerca de los
núcleos de nuestra identidad como Nación.
El gaucho Martín Fierro (así se llamó el
primer libro publicado, después conocido
como la “Ida”). ¿Qué tiene que ver el gaucho
con nosotros? Si viviéramos en el campo,
trabajando con los animales, o al menos en
pueblos rurales, con un mayor contacto con
la tierra sería más fácil comprender... En
nuestras grandes ciudades –claramente en
Buenos Aires– mu-cha gente recordará el
caballo de la calesita o los corrales de
Mataderos como lo más cercano a la
experiencia ecuestre que haya pasado por su
vida. Y¿hace falta hacer notar que más del 86
% de los argentinos viven en grandes
ciudades? Para la mayoría de nuestros
jóvenes y niños, el mundo del Martín Fierro
es mucho más ajeno que los escenarios
místico-futuristas de los comics japoneses.
Esto está muy relacionado, por supuesto, con
el fenómeno de la globalización. Desde
Bangkok hasta Sâo Paulo, desde Buenos
Aires hasta Los Ángeles o Sydney,
muchísimos jóvenes escuchan a los mismos
músicos, los niños ven los mismos dibujos
animados, las familias se visten, comen y se
divierten en las mismas cadenas. La
producción y el comercio circulan a través de
las cada vez más permeables fronteras
nacionales. Con-ceptos, religiones y formas
de vida se nos hacen más próximas a través
de los medios de comunicación y el turismo.
Sin embargo esta globalización es una
realidad ambigua. Muchos factores parecen
llevarnos a suprimir las barreras culturales
que impedían el reconocimiento de la común
dignidad de los seres humanos, aceptando la
diversidad de condiciones, razas, sexo o
cultura. Jamás la humanidad tuvo como
ahora la posibilidad de constituir una
comunidad mundial plurifacética y solidaria.
Pero, por otro lado, la indiferencia reinante
ante los desequilibrios sociales crecientes, la
imposición unilateral de valores y
costumbres por parte de algunas culturas, la
crisis ecológica y la exclusión de millones de
seres humanos de los beneficios del
desarrollo cuestionan seriamente esta
mundialización. La constitución de una
familia humana solidaria y fraterna en este
contexto sigue siendo una utopía.
Un verdadero crecimiento en la conciencia
de la humanidad no puede fundarse en otra
cosa que en la práctica del diálogo y el amor.
Diálogo y amor suponen el reconocimiento
del otro como otro, la aceptación de la
diversidad. Sólo así puede fundarse el valor
de la comunidad: no pretendiendo que el
otro se subordine a mis criterios y
prioridades, no “absorbiendo” al otro, sino
reconociendo como valioso lo que el otro es
celebrando esa diversidad que nos enriquece
a todos. Lo contrario es mero narcisismo,
mero imperialismo, mera necedad.
Esto también debe leerse en la dirección
inversa: ¿cómo puedo dialogar, cómo puedo
amar, cómo puedo construir algo común si
dejo diluirse, perderse, desaparecer lo que
hubiera sido mi aporte? La globalización
como imposición unidireccional y
uniformante de valores, prácticas y
mercancías va de la mano con la integración
entendida como imitación y subordinación
cultural, intelectual y espiritual. Entonces, ni
profetas del aislamiento, ermitaños localistas
en un mundo global, ni descerebrados y
miméticos pasajeros del furgón de cola,
admirando los fuegos artificiales del Mundo
(de los otros) con la boca abierta y aplausos
programados.
La Nación como continuidad de una
historia común
Sólo podemos abrir con provecho nuestro
“poema nacional” si caemos en la cuenta de
que lo que allí se narra tiene que ver
directamente con nosotros aquí y ahora y no
porque seamos gauchos o usemos poncho,
sino porque el drama que nos narra
Hernández se ubica en la historia real cuyo
devenir nos trajo hasta aquí. Los hombres y
mujeres reflejados en el tiempo del relato
vivieron en esta tierra, y sus decisiones,
producciones e ideales amasaron la realidad
de la cual hoy somos parte, la que hoy nos
afecta directamente. Justamente esa
“productividad”, esos “efectos”, esa capacidad
de ser ubicado en la dinámica real de la
historia, es lo que hace del Martín Fierro un
“poema nacional”. No la guitarra, el malón y
la payada.
Y aquí se hace necesaria una apelación a la
conciencia. Los argentinos tenemos una
peligrosa tendencia a pensar que todo
empieza hoy, a olvidarnos de que nada nace
de un zapallo ni cae del cielo como un
meteorito. Esto ya es un problema: si no
aprendemos a reconocer y asumir los errores
y aciertos del pasado que dieron origen a los
bienes y males del presente, estaremos
condenados a la eterna repetición de lo
mismo. Que –en realidad– no es nada eterna
pues la soga se puede estirar sólo hasta
cierto límite...Pero hay más: si cortamos la
relación con el pasado, lo mismo haremos
con el futuro. Ya podemos empezar a mirar a
nuestro alrededor... y a nuestro interior. ¿No
hubo una negación del futuro, una absoluta
falta de responsabilidad por las ge-
neraciones siguientes, en la ligereza con que
se trataron las instituciones, los bienes y
hasta las personas de nuestro país?
Lo cierto es esto: Somos personas históricas.
Vivimos en el tiempo y el espacio. Cada
generación necesita de las anteriores y se
debe a las que la siguen. Y eso, en gran
medida, es ser una Nación: entenderse como
continuadores de la tarea de otros hombres y
mujeres que ya dieron lo suyo, y como
constructores de un ámbito común, de una
casa, para los que vendrán después.
Ciudadanos “globales”, la lectura del Mar-tín
Fierro nos puede ayudar a “aterrizar” y
acotar esa “globalidad”, reconociendo los
avatares de la gente que construyó nuestra
nacionalidad, haciendo propios o criticando
sus ideales y preguntándonos por las razones
de su éxito o fracaso para seguir adelante en
nuestro andar como pueblo.
Ser un pueblo supone, ante todo, una
actitud ética que brota de la libertad
Ante la crisis vuelve a ser necesario
respondernos a la pregunta de fondo: ¿en
qué se fundamenta lo que llamamos “vínculo
social”? Eso que decimos que está en serio
riesgo de perderse, ¿qué es, en definitiva?
¿Qué es lo que me “vincula”, me “liga”, a
otras personas en un lugar determinado,
hasta el punto de compartir un mismo
destino?
Permítanme adelantar una respuesta: se
trata de una cuestión ética. El fundamento
de la relación entre la moral y lo social se
halla justamente en ese espacio (tan esquivo,
por otra parte) en que el hombre es hombre
en la sociedad, animal político, como dirían
Aris-tóteles y toda la tradición republicana
clásica. Es esta naturaleza social del hombre
la que fundamenta la posibilidad de un
contrato en-tre los individuos libres, como
propone la tradición democrática liberal
(tradiciones tantas veces opuestas, como lo
demuestran multitud de enfrentamientos en
nuestra historia). Entonces, plantear la crisis
como un problema moral supondrá la
necesidad de volver a referirse a los valores
humanos, universales, que Dios ha
sembrado en el corazón del hombre y que
van madurando con el crecimiento personal
y comunitario. Cuando los obispos repetimos
una y otra vez que la crisis es
fundamentalmente moral, no se trata de
esgrimir un moralismo barato, una
reducción de lo político, lo social y lo
económico a una cuestión individual de la
conciencia. Esto sería “moralina”. No
estamos “llevando agua para el propio
molino” (dado que la conciencia y lo moral
es uno de los campos donde la Iglesia tiene
competencia más propiamente), sino
intentando apuntar a las valoraciones
colectivas que se han expresado en actitudes,
acciones y procesos de tipo histórico-político
y social. Las acciones libres de los seres
humanos, además de su peso en lo que hace
a la responsabilidad individual, tienen
consecuencias de largo alcance: generan
estructuras que permanecen en el tiempo,
difunden un clima en el cual determinados
valores pueden ocupar en lugar central en la
vida pública o quedar marginados de la
cultura vigente. Y esto también cae dentro
del ámbito moral. Por eso debemos
reencontrar el modo particular que nos
hemos dado, en nuestra historia, para
convivir, formar una comunidad.
Desde este punto de vista, retomemos el
poema. Como todo relato popular, Martín
Fierro comienza con una descripción del
“paraíso original”. Pinta una realidad idílica,
en la cual el gaucho vive con el ritmo calmo
de la naturaleza, rodeado de sus afectos,
trabajando con alegría y habilidad,
divirtiéndose con sus compañeros, integrado
en un modo de vida sencillo y humano. ¿A
qué apunta esto? En primer lugar, no movió
al autor una especie de nostalgia por el
“Edén gauchesco perdido”. El recurso
literario de pintar una situación ideal al
comienzo no es más que una presentación
inicial del mismo ideal. El valor a plasmar no
está atrás, en el “origen”, sino adelante, en el
proyecto.
Se trata de “poner el final al principio” (idea,
por otro lado, profundamente bíblica y
cristiana). La dirección que otorguemos a
nuestra convivencia tendrá que ver con el
tipo de sociedad que queramos formar: es el
telostipo. Ahí está la clave del talante de un
pueblo. Ello no significa ignorar los
elementos biológicos, psicológicos y
psicosociales que influyen en el campo de
nuestras decisiones. No podemos evitar
cargar (en el sentido negativo de límites,
condicionamientos, lastres, pero también en
el positivo de llevar con nosotros, incorporar,
sumar, integrar) con la herencia recibida, las
conductas, preferencias y valores que se han
ido constituyendo a lo largo del tiempo. Pero
una perspectiva cristiana (y éste es uno de
los aportes del cristianismo a la humanidad
en su conjunto) sabe valorar tanto “lo dado”,
lo que ya está en el hombre y no puede ser de
otra forma, co-mo lo que brota de su libertad,
de su apertura a lo nuevo, en definitiva, de su
espíritu como dimensión trascendente, de
acuerdo siempre con la virtualidad de “lo
dado”. Ahora bien: los condicionamientos de
la sociedad y la forma que estos adquirieron
así como los hallazgos y creaciones del
espíritu en orden a la ampliación del
horizonte de lo humano siempre más allá,
junto a la ley natural ínsita en nuestra
conciencia se ponen en juego y se realizan
concretamente en el tiempo y el espacio: en
una comunidad concreta, compartiendo una
tierra, proponiéndose ob-jetivos comunes,
construyendo un modo propio de ser
humanos, de cultivar los múltiples vínculos,
juntos, a lo largo de tantas experiencias
compartidas, preferencias, decisiones y
acontecimientos. Así se amasa una ética
común y la apertura hacia un destino de
plenitud que define al hombre como ser
espiritual. Esa ética común, esa “dimensión
moral”, es la que permite a la multitud
desarrollarse junta, sin convertirse en
enemigos unos de otros. Pensemos en una
peregrinación: salir del mismo lugar y
dirigirse al mismo destino permite a la
columna mantenerse como tal, más allá del
distinto ritmo o paso de cada grupo o
individuo.
Sinteticemos, entonces, esta idea. ¿Qué es lo
que hace que muchas personas formen un
pueblo? En primer lugar, hay una ley natural
y luego una herencia. En segundo lugar, hay
un factor psicológico: el hombre se hace
hombre (cada individuo o la especie en su
evolución) en la comunicación, la relación, el
amor con sus semejantes. En la palabra y el
amor. Y en tercer lugar, estos factores
biológicos y psicológico-evolutivos se
actualizan, se ponen realmente en juego, en
las actitudes libres. En la voluntad de
vincularnos con los demás de determinada
manera, de construir nuestra vida con
nuestros semejantes en un abanico de
preferencias y prácticas compartidas (san
Agustín definía al pueblo como “un conjunto
de seres racionales asociados por la concorde
comunidad de objetos amados”). Lo
“natural” crece en “cultural”, “ético”; el
instinto gregario adquiere forma humana en
la libre elección de ser un “nosotros”.
Elección que, como toda acción humana,
tiende luego a hacerse hábito (en el mejor
sentido del término), a generar sentimiento
arraigado y a producir instituciones
históricas hasta el punto que cada uno de
nosotros viene a este mundo en el seno de
una comunidad ya constituida (la familia, la
“patria”) sin que eso niegue la libertad
responsable de cada persona. Y todo esto
tiene su sólido fundamento en los valores
que Dios imprimió a nuestra naturaleza
humana, en el hálito divino que nos anima
desde dentro y que nos hace hijos de Dios.
Esa ley natural que nos fue regalada e
impresa para que “se consolide a través de
las edades, se desarrolle con el correr de los
años y crezca con el peso del tiempo” (cfr
Vicente de Lerins, 1er.Conmonitorio, cap.23).
Esta ley natural que –a lo largo de la historia
y de la vida– ha de consolidarse,
desarrollarse y crecer es la que nos salva del
así llamado relativismo de los valores
consensuados. Los valores no pueden
consensuarse: simplemente son. En el juego
acomodaticio de “consensuar valores” se
corre siempre el riesgo, que es resultado
anunciado, de “nivelar hacia abajo”, entonces
ya no se construye desde lo sólido sino que
se entra en la violencia de la degradación.
Alguien dijo que nuestra civilización, además
de ser una civilización del descarte es una
civilización “biodegradable”.
Volviendo a nuestro poema: el Martín Fierro
no es la Biblia, por supuesto. Pero es un
texto en el cual, por diversos motivos, los
argentinos hemos podido reconocernos, un
soporte para contarnos algo de nuestra
historia y soñar con nuestro futuro:
Yo he conocido esta tierra
en que el paisano vivía
y su ranchito tenía
y sus hijos y mujer,
Era una delicia ver
cómo pasaba sus días.
Esta es, entonces, la “situación inicial”, en la
cual se desencadena el drama. El Martín
Fierro es, ante todo, un poema in-cluyente.
Todo se verá luego trastocado por una
especie de vuelta del destino, encarnado,
entre otros, en el Juez, el Aalde, el Coronel.
Sospechamos que este conflicto no es
meramente literario. ¿Qué hay detrás del
texto?

Martín Fierro, poema


“incluyente”
Un país moderno, pero para todos
Antes que un “poema épico” abstracto,
Martín Fierro es una obra de denuncia, con
una clara intención: oponerse a la política
oficial y proponer la inclusión del gaucho
dentro del país que se estaba construyendo:
Es el pobre en su orfandá
de la fortuna el desecho
Porque naides toma a pecho
el defender a su raza
Debe el gaucho tener casa,
Escuela, Iglesia y derechos.
Y Martín Fierro cobró vida más allá de la
intención del autor, convirtiéndose en el
prototipo del perseguido por un sistema
injusto y excluyente. En los versos del poema
se hizo carne cierta sabiduría popular
recibida del am-biente, y así en Fierro habla
no sólo la conveniencia de promover una
mano de obra barata sino la dignidad misma
del hombre en su tierra, haciéndose cargo de
su destino a través el trabajo, el amor, la
fiesta y la fraternidad.
A partir de aquí, podemos empezar a avanzar
en nuestra reflexión. Nos interesa sa-ber
dónde apoyar la esperanza, desde dónde
reconstruir los vínculos sociales que se han
visto tan castigados en estos tiempos. El
cacerolazo fue como un chispazo
autodefensivo, espontáneo y popular.
Sabemos que no al-canzó con golpear las
cacerolas: hoy lo que más urge es tener con
qué llenar las mismas. Debemos recuperar
organizada y creativamente el protagonismo
al que nunca debimos renunciar, y por ende,
tampoco podemos ahora volver a meter la
cabeza en el hoyo, dejando que los dirigentes
hagan y deshagan. Y no podemos por dos
motivos: porque ya vimos lo que pasa
cuando el poder político y económico se
desliga de la gente, y porque la
reconstrucción no es tarea de algunos sino
de todos, así como la Argentina no es sólo la
clase dirigente sino todos y cada uno de los
que viven en esta porción del planeta.
¿Entonces, qué? Me parece significativo el
contexto histórico del Martín Fierro: una so-
ciedad en formación, un proyecto que
excluye a un importante sector de la
población, condenándolo a la orfandad y a la
desaparición, y una propuesta de inclusión.
¿No estamos hoy en una situación parecida?
¿No hemos sufrido las consecuencias de un
mo-delo de país armado en torno a
determinados intereses económicos,
excluyente de las ma-yorías, generador de
pobreza y marginación, tolerante con todo
tipo de corrupción mientras no se tocaran los
intereses del poder más concentrado? ¿No
hemos formado parte de ese sistema
perverso, aceptando en parte sus principios –
mientras no tocaran nuestro bolsillo–,
cerrando los ojos ante los que iban quedando
fuera y cayendo ante la aplanadora de la
injusticia, hasta que esta última
prácticamente nos expulsó a todos?
Hoy debemos articular, sí, un programa
económico y social, pero fundamentalmente
un proyecto político en su sentido más am-
plio. ¿Qué tipo de sociedad queremos? Mar-
tín Fierro orienta nuestra mirada, nuestra
vocación como pueblo, como nación. Nos
invita a darle forma a nuestro deseo de una
sociedad donde todos tengan lugar: el co-
merciante porteño, el gaucho del litoral, el
pastor del norte, el artesano del Noroeste, el
aborigen y el inmigrante, en la medida en
que ninguno de ellos quiera quedarse él so-lo
con la totalidad, expulsando al otro de la
tierra.
Debe el gaucho tener Escuela...
Durante décadas, la escuela fue un
importante medio de integración social y
nacional. El hijo del gaucho, el migrante del
interior que llegaba a la ciudad, y hasta el
extranjero que desembarcaba en esta tierra,
encontraron en la educación básica los
elementos que les permitieron trascender la
particularidad de su origen para buscar un
lugar en la construcción común de un
proyecto. También hoy desde la pluralidad
enriquecedora de propuestas educadoras,
debemos volver a apostar: a la educación,
todo.
Recién en los últimos años, y de la mano de
una idea de país que ya no se preocupaba
demasiado por incluir a todos e, incluso, no
era capaz de proyectar a futuro, la institución
educativa vio decaer su prestigio, debilitarse
sus apoyos y recursos y desdibujarse su lugar
en el corazón de la sociedad. El conocido
latiguillo de la “escuela shopping” no apunta
sólo a criticar algunas iniciativas puntuales
que pudimos presenciar. Pone en tela de
juicio toda una concepción, según la cual la
sociedad es Mercado y nada más. De este
modo, la escuela tiene el mismo lugar que
cualquier otro emprendimiento lucrativo. Y
debemos recordar una y otra vez que no ha
sido ésta la idea que desarrolló nuestro
sistema educativo y que, con errores y
aciertos, contribuyó a la formación de una
comunidad nacional.
En este punto, los cristianos hemos hecho
un aporte innegable desde hace siglos. No es
aquí mi intención entrar polémicas y
diferencias que suelen consumir muchos
esfuerzos. Simplemente, pretendo llamar la
atención de todos y, en particular de los
educadores católicos, respecto de la
importantísima tarea que tenemos entre
manos. Depreciada, devaluada y hasta
atacada por muchos, la tarea cotidiana de
todos aquellos que mantienen en
funcionamiento las escuelas, enfrentando
dificultades de todo tipo, con bajos sueldos y
dando mucho más de lo que reciben, sigue
siendo uno de los mejores ejemplos de
aquello a lo cual hay que volver a apostar,
una vez más: la entrega personal a un
proyecto de un país para todos. Proyecto que,
desde lo educativo, lo religioso o lo social, se
torna político en el sentido más alto de la
palabra: construcción de la comunidad.
Este proyecto político de inclusión no es
tarea sólo del partido gobernante, ni siquiera
de la clase dirigente en su conjunto, sino de
cada uno de nosotros. El “tiempo nuevo” se
gesta desde la vida concreta y cotidiana de
cada uno de los miembros de la Nación, en
cada decisión ante el prójimo, ante las
propias responsabilidades, en lo pequeño y
en lo grande. Cuanto más en el seno de las
familias y en nuestra cotidianeidad escolar o
laboral.
Mas Dios ha de permitir
que esto llegue a mejorar.
Pero se ha de recordar
para hacer bien el trabajo
que el fuego pa calentar
debe ir siempre por abajo.
Pero esto merece una reflexión más
completa.

Martín Fierro, compendio de


ética cívica
Seguramente, tampoco a Hernández se le
escapaba que los gauchos “verdaderos”, los
de carne y hueso, no se iban a comportar
tampoco como “señoritos ingleses” en la
“nueva sociedad a fraguar”. Provenientes de
otra cultura, sin alambrado, acostumbrados a
décadas de resistencia y lucha, ajenos en un
mundo que se iba construyendo con
parámetros muy distintos a los que ellos
habían vivido, también ellos deberían
realizar un importante esfuerzo para
integrarse, una vez que se les abrieran las
puertas.
Los recursos de la cultura popular
La segunda parte de nuestro “poema
nacional” pretendió ser una especie de “ma-
nual de virtudes cívicas” para el gaucho, una
“llave” para integrarse en la nueva
organización nacional.
Y en lo que explica mi lengua
todos deben tener fe.
Ansí, pues, entiéndanme,
con codicias no me mancho.
No se ha de llover el rancho
en donde este libro esté.
Martín Fierro está repleto de los elementos
que el mismo Hernández había mamado de
la cultura popular, elementos que, junto con
la defensa de algunos derechos concretos e
inmediatos, le valieron la gran adhesión que
pronto recibió. Es más: con el tiempo, ge-
neraciones y generaciones de argentinos
releyeron a Fierro... y lo reescribieron,
poniendo sobre sus palabras las muchas
experiencias de lucha, las expectativas, las
búsquedas, los sufrimientos... Martín Fierro
creció para re-presentar al país decidido,
fraterno, amante de la justicia, indomable.
Por eso todavía hoy tiene algo que decir. Es
por eso que aquellos “consejos” para
“domesticar” al gaucho trascendieron con
mucho el significado con que fueron escritos
y siguen hoy siendo un espejo de virtudes
cívicas no abstractas, sino profundamente
encarnadas en nuestra historia. A esas
virtudes y valores vamos a prestarles
atención ahora.
Los consejos de Martín Fierro
Los invito a leer una vez más este poema.
Háganlo no con un interés sólo literario, sino
como una forma de dejarse hablar por la
sabiduría de nuestro pueblo, que ha sido
plasmada en esta obra singular. Más allá de
las palabras, más allá de la historia, verán
que lo que queda latiendo en nosotros es una
especie de emoción, un deseo de torcerle el
brazo a toda injusticia y mentira y seguir
construyendo una historia de solidaridad y
fraternidad, en una tierra común donde
todos podamos crecer como seres humanos.
Una comunidad donde la libertad no sea un
pretexto para faltar a la justicia, donde la ley
no obligue sólo al pobre, donde todos tengan
su lugar.
Ojalá sientan lo mismo que yo: que no es un
libro que habla del pasado, sino más bien del
futuro que podemos construir.
No voy a prolongar este mensaje –ya muy
extenso– con el desarrollo de los muchos
valores que Hernández pone en boca de Fie-
rro y otros personajes del poema. Simple-
mente, los invito a profundizar en ellos, a
través de la reflexión y, por qué no, de un
diálogo en cada una de nuestras
comunidades educativas. Aquí presentaré
solamente algunas de las ideas que podemos
rescatar entre muchas.
Prudencia o “picardía”: obrar desde la
verdad y el bien... o por conveniencia
Nace el hombre con la astucia
que ha de servirle de guía.
Sin ella sucumbiría,
pero sigún mi experiencia
se vuelve en unos prudencia
y en los otros picardía.
Hay hombres que de su cencia
tienen la cabeza llena;
hay sabios de todas menas,
mas digo sin ser muy ducho,
es mejor que aprender mucho
el aprender cosas buenas.
Un punto de partida. “Prudencia” o “picar-
día” como formas de organizar los propios
dones y la experiencia adquirida. Un actuar
adecuado, conforme a la verdad y al bien po-
sibles aquí y ahora, o la consabida
manipulación de informaciones, situaciones
e interacciones desde el propio interés. Mera
acumulación de ciencia (utilizable para
cualquier fin) o verdadera sabiduría, que
incluye el “saber” en su doble sentido,
conocer y saborear, y que se guía tanto por la
verdad como por el bien. “Todo me es
permitido, pero no todo me conviene”, diría
san Pablo. ¿Por qué? Porque además de mis
necesidades, apetencias y preferencias, están
las del otro. Y lo que satisface a uno a costa
del otro termina destruyendo a uno y otro.
La jerarquía de los valores y la ética
exitista del “ganador”
Ni el miedo ni la codicia
es bueno que a uno lo asalten.
Ansí no se sobresalten
por los bienes que perezcan.
Al rico nunca le ofrezcan
y al pobre jamás le falten.
Lejos de invitarnos a un desprecio de los
bienes materiales como tales, la sabiduría
popular que se expresa en estas palabras
considera los bienes perecederos como
medio, herramienta para la realización de la
persona en un nivel más alto. Por eso
prescribe no ofrecerle al rico
(comportamiento interesado y servil que sí
recomendaría la “picardía” del Viejo
Vizcacha) y no mezquinarle al pobre (que sí
necesita de nosotros y, como dice el
Evangelio, no tiene nada con que pagarnos).
La sociedad humana no puede ser una “ley
de la selva” en la cual cada uno trate de ma-
notear lo que pueda, cueste lo que costare. Y
ya sabemos, demasiado dolorosamente, que
no existe ningún mecanismo “automático”
que asegure la equidad y la justicia. Sólo una
opción ética convertida en prácticas
concretas, con medios eficaces, es capaz de
evitar que el hombre sea depredador del
hombre. Pero esto es lo mismo que postular
un orden de valores que es más importante
que el lucro personal, y por lo tanto un tipo
de bienes que es superior a los materiales. Y
no estamos hablando de cuestiones que
exijan determinada creencia religiosa para
ser comprendidas: nos referimos a principios
como la dignidad de la persona humana, la
solidaridad, el amor:
“Ustedes me llaman Maestro y
Señor;
y tienen razón, porque lo soy.
Si yo que soy Señor y Maestro,
les he lavado los pies,
ustedes también deben lavarse los
pies
unos a otros.
Les he dado el ejemplo, para que
hagan
lo mismo que yo hice con ustedes.”
Jn 13,13-15
Una comunidad que deje de arrodillarse ante
la riqueza, el éxito y el prestigio y que sea
capaz, por el contrario, de lavar los pies de
los humildes y necesitados sería más acorde
con esta enseñanza que la ética del “ganador”
(a cualquier precio) que hemos
malaprendido en tiempos recientes.
El trabajo y la clase de persona que
queremos ser
El trabajar es la ley
porque es preciso alquirir..
No se espongan a sufrir
una triste situación.
Sangra mucho el corazón
del que tiene que pedir.
¿Hacen falta comentarios? La historia ha
marcado a fuego en nuestro pueblo el
sentido de la dignidad del trabajo y el
trabajador. ¿Existe algo más humillante que
la condena a no poder ganarse el pan? ¿Hay
forma peor de decretar la inutilidad e
inexistencia de un ser humano? ¿Puede una
sociedad que acepta tamaña iniquidad
escudándose en abstractas consideraciones
técnicas ser camino para la realización del
ser humano?
Pero este reconocimiento que todos
declamamos no termina de hacerse carne.
No sólo por las condiciones objetivas que
generan el terrible desempleo actual
(condiciones que, nunca hay que callarlo,
tienen su origen en una forma de organizar
la convivencia que pone la ganancia por
encima de la justicia y el derecho), sino
también por una mentalidad de “viveza”
(¡también criolla!) que ha llegado a formar
parte de nuestra cultura. “Salvarse” y
“zafar”... por el medio más directo y fácil po-
sible. “La plata trae la plata”... “nadie se hizo
rico trabajando”... creencias que han ido
abonando una cultura de la corrupción que
tiene que ver, sin duda, con esos “atajos” por
los cual muchos han tratado de sustraerse a
la ley de ganar el pan con el sudor de la
frente.
El urgente servicio a los más débiles
La cigüeña cuando es vieja
pierde la vista, y procuran
cuidarla en su edá madura
todas sus hijas pequeñas.
Apriendan de las cigüeñas
este ejemplo de ternura.
En la ética de los “ganadores”, lo que se
considera inservible, se tira. Es la civilización
del “descarte”. En la ética de una verdadera
comunidad humana, en ese país que
quisiéramos tener y que podemos construir,
todo ser humano es valioso, y los mayores lo
son a título propio, por muchas razones: por
el deber de respeto filial ya presente en el
Decálogo bíblico; por el indudable derecho
de descansar en el seno de su comunidad que
se ha ganado aquél que ha vivido, sufrido y
ofrecido lo suyo; por el aporte que sólo él
puede dar todavía a su sociedad, ya que,
como dice el mismo Martín Fierro, es de la
boca del viejo / de ande salen las verdades.
No hay que esperar hasta que se reconstituya
el sistema de seguridad social actualmente
destruido por la depredación: mientras tan-
to, hay innumerables gestos y acciones de
servicio a los mayores que estarían al alcance
de nuestra mano con un pizca de creatividad
y buena voluntad. Y del mismo mo-do, no
podemos dejar de volver a considerar las
posibilidades concretas que tenemos de
hacer algo por los niños, los enfermos, y
todos aquellos que sufren por diversos
motivos. La convicción de que hay cues –
tiones “estructurales”, que tiene que ver con
la sociedad en su conjunto y con el mismo
Estado, de ningún modo nos exime de
nuestro aporte personal, por más pequeño
que sea.
Nunca más el robo, la coima y el “no te
metás”
Ave de pico encorvado
le tiene al robo afición,
pero el hombre de razón
no roba jamás un cobre,
pues no es vergüenza ser pobre
y es vergüenza ser ladrón.
Quizás, en nuestro país, esta enseñanza haya
sido de las más olvidadas. Pero más allá de
ello, además de no permitir ni justificar
nunca más el robo y la coima, tendríamos
que dar pasos más decididos y positivos. Por
ejemplo preguntarnos no sólo qué cosas
ajenas no tenemos que tomar, sino más bien
qué podemos aportar. ¿Cómo podríamos
formular que también son “vergüenza” la
indiferencia, el individualismo, el sustraer
(robar) el propio aporte a la sociedad para
quedarse sólo con una lógica de “hacer la
mía”?
Pero el doctor de la Ley, para
justificar su intervención, le hizo
esta pregunta: “¿y quién es mi
prójimo?”. Jesús volvió a tomar la
palabra y le respondió: un hombre
bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó
en manos de unos ladrones, que lo
despojaron de todo, lo hirie-ron y
se fueron, dejándolo medio muerto.
Casualmente bajaba por el mismo
camino un sacerdote: lo vio y
siguió de largo. También pasó por
allí un levita: lo vio y siguió de
largo. Pero un samaritano que
viajaba por allí, al pasar junto a él,
lo vio y se conmovió. Entonces se
acercó y vendó sus heridas, cu-
briéndolas con aceite y vino;
después lo puso sobre su propia
montadura, lo condujo a un
albergue y se encargó de cuidarlo.
Al día si-guiente, sacó dos denarios
y se los dio al due-ño del albergue,
diciéndole: “Cuídalo, y lo que
gastes de más, te lo pagaré al
volver”.¿Cuál de los tres te parece
que se portó como prójimo del
hombre asaltado por los ladrones?
El que tuvo compasión de él, le
respondió el doctor. Y Jesús le dijo:
“Ve, procede tú de la misma
manera”.
Lc 10,29-37
Palabras vanas, palabras verdaderas
Procuren, si son cantores,
el cantar con sentimiento.
No tiemplen el estrumento
por solo el gusto de hablar
y acostúmbrense a cantar
en cosas de jundamento.
Comunicación, hipercomunicación,
incomunicación. ¿Cuántas palabras “sobran”
entre nosotros? ¿Cuánta habladuría, cuánta
difamación, cuánta calumnia? ¿Cuánta
superficialidad, banalidad, pérdida de
tiempo? Un don maravilloso, como es la
capacidad de co-municar ideas y
sentimientos, que no sabemos valorar ni
aprovechar en toda su riqueza. ¿No
podríamos proponernos evitar todo “canto”
que sólo sea “por el gusto de hablar”? ¿Sería
posible que estuviéramos más atentos a lo
que decimos de más y a lo que decimos de
menos, particularmente quienes tenemos la
misión de enseñar, hablar, comunicar?

Conclusión: palabra y
amistad
Finalmente, citemos aquella estrofa en la
cual hemos vista tan reflejado el
mandamiento del amor en circunstancias
difíciles para nuestro país. Aquella estrofa
que se ha convertido en lema, en programa,
en consigna, pero que debemos recordar una
y otra vez:
Los hermanos sean unidos,
porque esa es la ley primera.
Tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea,
porque si entre ellos pelean
los devoran los de ajuera
Estamos en una instancia crucial de nuestra
Patria. Crucial y fundante: por eso mismo,
llena de esperanza. La esperanza está tan
lejos del facilismo como de la pusilanimidad.
Exige lo mejor de nosotros mismos en la
tarea de re-construir lo común, lo que nos
hace un pueblo.
Estas reflexiones han pretendido solamente
despertar un deseo: el de poner manos a la
obra, animados e iluminados por nuestra
propia historia. El de no dejar caer el sueño
de una Patria de hermanos que guió a tantos
hombres y mujeres en esta tierra.
¿Qué dirán de nosotros las generaciones
venideras? ¿Estaremos a la altura de los de-
safíos que se nos presentan?
¿Por qué no?, es la respuesta. Sin
grandilocuencias, sin mesianismos, sin
certezas im-posibles, se trata de volver a
bucear valientemente en nuestros ideales, en
aquellos que nos guiaron en nuestra historia,
y de empezar ahora mismo a poner en
marcha otras posibilidades, otros valores,
otras conductas.
Casi como una síntesis, me sale al paso el
último verso que citaré del Martín Fierro, un
verso que Hernández pone en boca del hijo
mayor del gaucho, en su amarga reflexión
sobre la cárcel:
Pues que de todos los bienes,
en mi inorancia lo infiero,
que le dio al hombre altanero
Su Divina Magestá,
la palabra es el primero,
el segundo es la amistá.
La palabra que nos comunica y vincula,
haciéndonos compartir ideas y sentimientos,
siempre y cuando hablemos con la verdad.
Siempre. Sin excepciones.
La amistad, incluso la amistad social, con su
“brazo largo” de la justicia, que constituye el
mayor tesoro, aquel bien que no se puede
sacrificar a ningún otro. Lo que hay que
cuidar por sobre todas las cosas.
Palabra y amistad. “La Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). No hizo
rancho aparte; se hizo amigo nuestro. “No
hay amor más grande que dar la vida por
los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen
lo que les mando. Ya no los llamo
servidores, porque el servidor ignora lo que
hace su señor; yo los llamo amigos, porque
les he dado a conocer todo lo que oí de mi
Padre” (Jn 15,13-15). Si empezamos ya
mismo a valorar estos dos bienes, otra puede
ser la historia de nuestro país.
Clave de lectura para trabajar
a solas o en grupo

Reflexionamos
– Como un pequeño registro personal,
confecciono una doble columna...
... y anoto en ella los cambios producidos en
mis acciones concretas a lo lar-go de este
itinerario en relación con mi vocación
educadora y con mi inserción en la escuela
católica: ¿Se fortaleció el compromiso? ¿Se
plasmó en algún aconte-cimiento nuevo?
¿Modifiqué alguna acti-tud?¿Me identifico
más o menos que antes con el ideario
institucional? ¿Superé dificultades? ¿Hubo
nuevos aportes de mi parte a la comunidad?
¿Mejoraron mis relaciones interpersonales?
– ¿Estoy venciendo la tentación de obrar por
conveniencia, poniéndome en el camino de
la verdad y del bien?
– ¿Me esfuerzo por construir fraternidad con
mis colegas y superiores?
– ¿Transmito el conocimiento como servicio
y no como lugar de poder?
– ¿Estoy atento “a los más débiles” de mi
comunidad?

Leemos
“Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto
a comportarse de una manera digna de la
vocación que han recibido. Con mucha
humildad, mansedumbre y paciencia,
sopórtense mutuamente por amor. Traten de
conservar la unidad del Espíritu, mediante
el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y
un solo Espíritu, así como hay una misma
esperanza, a la que ustedes han sido
llamados, de acuerdo con la vocación
recibida.”
Efesios 4,1-4

Pensamos
“...La Iglesia está plenamente convencida de
que la Escuela Católica, al ofrecer su
proyecto educativo a los hombres de nuestro
tiempo, cumple una tarea eclesial,
insustituible y urgente. En ella, de hecho, la
Iglesia participa en el diálogo cultural con
su aportación original a favor del verdadero
progreso y de la formación integral del
hombre. La desaparición de la Escuela
Católica constituiría una pérdida inmensa
para la civilización, pa-ra el hombre y para
su destino natural y sobrenatural.”
La Escuela Católica I,15

Revisamos nuestra tarea


Esta dinámica cierra un itinerario de
encuentros pensados para brindar una
oportunidad de crecimiento a la comunidad
educativa. Por ello, sugerimos aportar los
recursos necesarios para llevarla a cabo a
modo de celebración final.
Con cartulinas, papeles afiches, marcadores
y tal vez imágenes de diarios y revistas,
sugerimos plasmar entre todos:
Una lámina que defina nuestra identidad (la
de cada uno de nosotros como educadores
católicos y la de nuestra comunidad
educativa): ¿Quiénes somos? ¿Cuál es
nuestra razón de ser en la comunidad na-
cional de la que somos parte?
También recomendamos poner en común los
resultados del registro personal de
crecimiento en este itinerario (AYER Y HOY)
y compartir con alegría todo lo vivido.

Oramos
“Oh Dios, tú que siempre has llevado
la vida a su perfección plena
mediante el paciente crecimiento,
dame paciencia para guiar
a mis alumnos a lo mejor en la vida.
Enséñame a usar los móviles
del amor y el interés;
y sálvame de la debilidad de la coerción.
Ayúdame a vitalizar la vida
y a no limitarme a ser un mercader de
hechos.
Que yo sea tan humilde
y que me mantenga tan joven
que pueda continuar creciendo
y aprendiendo mientras enseño.
Que pueda aprender las leyes
de la vida humana tan bien que,
redimido de la insensatez
de la recompensa y el castigo,
pueda ayudar a cada uno de mis alumnos
a encontrar una devoción
suprema que los impulse a darse por entero.
Y que esa devoción concuerde
con tus propósitos para el mundo.
Concédeme la gracia de luchar, no tanto
para ser llamado maestro sino para serlo;
no tanto para hablar de ti sino para revelarte;
no tanto para referirme al amor
y al servicio humano, sino para poseer
el espíritu del amor y el servicio;
no tanto para referirme a los ideales de Jesús
sino para revelarlos en cada acto
de mi enseñanza.
Líbrame de sumergir mis labores
en la mediocridad
ayudándome a tener siempre presente
el pensamiento de que,
de todas las actividades humanas,
la ENSEÑANZA es en gran medida,
la tarea que tú has estado haciendo
a través de todas las generaciones. Amén.
Wallace Grant Fisk
Del mismo autor:
HAMBRE Y SED
DE JUSTICIA
Desafíos del Evangelio para
nuestra patria

Mensajes oportunos del Arzobispo de


Buenos Aires, Cardenal Jorge Bergoglio, que
nos llaman a refundar nuestro vínculo social
como nación.
Palabras para la honda crisis moral y la
dolorosa realidad social de nuestro país que
nos convocan a forjar una nueva cultura del
encuentro.

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