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EDUCAR:
EXIGENCIA Y PASIÓN
Editorial Claretiana
-
Bajalibros.com
ISBN 978-987-34-1558-6
Presentación y Dinámicas de grupo:
Prof.Liliana Ferreirós
Diseño de Tapa: Equipo Editorial.
Con las debidas licencias.
Todos los derechos reservados.
Hecho el depósito que previene la ley.
© Editorial Claretiana, 2006.
EDITORIAL CLARETIANA
Lima 1360 - C1138ACD Buenos Aires
República Argentina
Tels. 4305-9510/9597 Fax: 4305-6552
email: editorial@editorialclaretiana.com
www.editorialclaretiana.com
PRESENTACIÓN
La orfandad en la que vive inmersa la cultura
contemporánea aviva la necesidad del
reencuentro con el Padre. Los que
procuramos vivir cada día en su Presencia
tenemos, además, el consuelo de otras
presencias... Pa-dres y madres de sangre y de
Espíritu (Mateo 16,17) caminan con
nosotros, nos orientan en la encrucijada, nos
acompañan con el silencio y con la palabra,
nos levantan en la caída y nos enseñan los
secretos del Camino...
En este contexto inscribimos las reflexiones
que el Cardenal Jorge Bergoglio sj dirige a
los educadores católicos, también llamados a
curar la orfandad que habita en cada niño, en
cada joven, en cada aula, en cada escuela. Su
palabra adquiere en el momento actual
significativa importancia. Por eso
actualizamos su mensaje, portador de Buena
Nueva y comunicador de Esperanza.
Al tiempo que calan hondo en nuestra ta-rea
cotidiana e interpelan fuertemente nuestra
condición de educadores cristianos, sus
reflexiones nos ponen en diálogo con la
realidad presente, con las dificultades,
oportunidades y desafíos que ella nos
plantea, y señalan un rumbo.
Un rumbo que invita a revisar nuestra vi-da
de fe y nuestra condición de ciudadanos
constructores del reino en las fronteras
históricas de nuestra nación desde la propia
vocación. Son palabras dirigidas a los
educadores católicos argentinos, ciudadanos
de un mun-do complejo que ya transita el
tercer milenio, en una coyuntura crítica y
dolorosa para el país, en la que también
germina, con la muerte, la Resurrección.
Para profundizar en cada una de las cinco
reflexiones que se compilan en este libro, los
docentes hallarán claves de lectura que
pueden ser desgranadas a solas o en grupo,
aun cuando, al proponernos la edición,
pensamos en ellas como valioso vehículo de
revisión, re-novación y encuentro en el seno
de la comunidad educativa.
Por fin, solo nos queda pedir al Maestro que
abrevemos más que nunca de su ejemplo,
consagrando la vida y la tarea al
mandamiento más grande y dando a la
educación TODO lo que nos pide para hacer
conocer y amar a Jesucristo.
1
Ser educador católico hoy:
Un gran desafío
Testigos de Jesús Resucitado
Los educadores cristianos somos testigos en
el tiempo de la posmodernidad, insertos en
una transición que alguien bien podría ca-
lificar como “cultura del naufragio”. Esta
lectura sin embargo, no debe encerrarnos en
el pesimismo sino por el contrario: nos
propone un reto, un desafío y una vocación.
En dicha situación tenemos parte activa: ser
náufragos. El náufrago siempre está solo con
su propio ser y su propia historia: ésta es su
mayor riqueza. Claro que subsiste la
tentación ante la crisis de reconstruirlo todo
por inercia con los trastos viejos de un barco
que ya no existe o caer en la mera repetición
o en el esnobismo desesperanzado de quien
se acomoda sin más a los tiempos que
corren.
La clave está en no inhibir la fuerza creativa
de nuestra propia historia, de nuestra
historia memoriosa. El ámbito educativo, en
cuanto búsqueda permanente de sabiduría,
es un espacio indicado para este ejercicio:
reencontrarse con los principios que
permitieron realizar un deseo, redescubrir la
mi-sión allí escondida que pugna por seguir
desplegándose.
Memoria que es anámnesis, reactualización
y reencuentro, como en la celebración
eucarística, donde nos reencontramos con
nuestra carne y la de nuestros hermanos en
la Carne de Cristo. Memoria es ir a las
fuentes a la vez que dar con el sentido,
ahondarlo y avanzar luego con
direccionalidad. Por eso tiene que ver con el
ser y con el destino.
Vemos tanta memoria enferma, desdibujada,
desgarrada en recuerdos incapaces de ir más
allá de su primera evidencia, entretenida por
flashes y corrientes de moda, sentimientos
del momento, opiniones llenas de suficiencia
que ocultan el desconcierto. Todos esos
fragmentos quieren distraer, oscurecer y
negar la historia: El Señor está vivo y está en
medio de nosotros. Él nos llama, Él nos
sostiene, en Él nos reunimos, y Él nos envía.
En Él somos hijos, en Él hallamos la estatura
a la que estamos llamados.
Reflexionamos
El diccionario define el término
naufragio como la “pérdida de la
embarcación en el mar”, como “una
situación que ofrece peligro a los
navegantes” y, por extensión, como
la “ruina completa”.
– ¿Qué elementos expresan en la
sociedad esta situación de
naufragio?
– ¿En qué se manifiesta dentro de
mi comunidad educativa?
Sugerimos tomar nota y hacer un elenco
de las respuestas que se van dando, para
releer luego en voz alta.
– ¿Cómo reacciono frente a esta
realidad en la que estoy inserto:
Sugerimos pensar la respuesta y
responder con absoluta sinceridad en cuál
de estos casos nos sentimos incluidos,
tomando nota de cuál es la actitud que
predomina en el grupo.
soy pesimista, no creo que nada
cambie y ando desalentado?
+ soy hipercrítico, todo me duele,
me molesta y quisiera huir de la
situación
+ porque siento que no puedo
resolver los conflictos que plantea?
soy optimista ciego, que niego toda
crítica y trato de avanzar a cualquier
precio?
+ me adapto y me conformo?
+ Leemos
“Recibirán la fuerza del Espíritu
Santo que descenderá sobre
ustedes, y serán mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta los confines de la
tierra.”
Hechos de los Apóstoles 1,8
Pensamos
“Lo que falta muchas veces a los
católicos que trabajan en la escuela,
en el fondo es, quizás, una clara
conciencia de la «identidad» de la
Es-cuela Católica misma y la
audacia para asumir todas las
consecuencias que derivan de su
«diferencia» respecto de otras
escuelas.”
La Escuela Católica V,66
Revisamos nuestra tarea
– Como educadores católicos, ¿nos
sentimos Testigos de Resurrección
en el mundo presente? ¿Sí? ¿No?
¿Por qué?
– Desde la curricula de la disciplina
que enseñamos y desde el proyecto
educativo institucional que nos
conduce:
+ ¿en qué medida estimulamos el
ejercicio de la memoria de nuestras
tradiciones más profundas y de
nuestra historia como pueblo, como
nación?
Si no lo hacemos, dispongámonos a
confeccionar alguna propuesta concreta
que se aplique a los contenidos de
enseñanza o al proyecto institucional.
– ¿Qué lugar ocupan los valores en
nuestra acción educativa?
– ¿Desde dónde resolvemos los
conflictos que se plantean o nos
plantean nuestros alumnos en
búsqueda de solución:
+ desde el Evangelio?
+ desde la ética de la opinión
pública?
+ desde una posición personal,
subjeti vista, fundamentada en el
“yo creo que...”?
– ¿Estimulamos desde nuestras
cátedras preocupación y
compromiso con la realidad
sociopolítica concreta, alentando la
formación de ciudadanos cristianos
y laicos que aporten su visión del
mundo y de la historia a la cultura y
a los valores locales?
– ¿Cómo definiríamos una “cultura
de comunión”?
Esta pregunta puede responderse de
manera escrita o gráfica. Sugerimos
un collage con revistas viejas,
diarios, etc, o alguna imagen-
cartelera.
– ¿Estamos en sintonía plena con el
ideario de la comunidad a la que
pertenecemos ¿Sí? ¿No? ¿Por qué?
– ¿Qué actitudes concretas
podemos realizar para mejorar
nuestra identificación y nuestra
pertenencia?
Oramos
“El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque el Señor me ha ungido.
Él me envió a llevar la buena noticia
a los pobres,
a vendar los corazones heridos, a
proclamar la liberación a los
cautivos y la libertad a los
prisioneros;
a proclamar un año de gracia del
Señor,
un día de venganza para nuestro
Dios;
a consolar a todos los que están de
duelo, a cambiar su ceniza por una
corona, su ropa de luto por el óleo
de la alegría, y su abatimiento por
un canto de alabanza.
Ellos serán llamados ‘Encinas de
justicia’, ‘Plantación del Señor, para
su gloria’.
....
Su descendencia será conocida
entre las naciones,
y sus vástagos, en medio de los
pueblos: todos los que los vean,
reconocerán que son la estirpe
bendecida por el Señor.”
Isaías 61,1-3.9
2
Recuperar la memoria de
pertenenciaal santo Pueblo de
Dios
Comunidad educativa:
Pequeña Iglesia
Una Comunidad Educativa es una pe-queña
iglesia, mayor que la familia y menor que la
Iglesia diocesana. En ella se vive y se con-
vive. En ella peregrinamos, como hijos y
hermanos, hacia la eternidad.
Hoy, más que nunca, las preguntas que nos
hacemos sobre las cualidades de nuestra
acción educativa resultan difíciles y tenemos
el peligro de enredarnos en los mismos
planteos que nos llevan a buscar la fidelidad
en el cumplimiento de nuestra misión.
Porque es un desafío entender que “la
construcción del mundo según el designio de
Dios es un as-pecto esencial del anuncio
evangélico” (Juan Pablo II, 22-4-93). Es tan
importante este asunto que no podemos
permitirnos ningún tipo de improvisación. Y
lo mismo sucede con las diversas opciones
que habremos de tomar en nuestra acción
pastoral.
Cuando Pablo VI nos hablaba del esfuerzo
orientado al anuncio del Evangelio a los
hombres de nuestro tiempo, nos señalaba
una de las realidades nuestras más notorias:
“exaltados por la esperanza, pero a la vez
perturbados con frecuencia por el temor y la
angustia” (EN 1). Temores y angustias que
nos acosan desde el afuera socio-económico
y cultural, pero que también arraigan en
nuestra interioridad y en lo íntimo de
nuestro núcleo familiar. Esperanzas y
temores se entrelazan incluso en nuestra
vida de educadores –en medio de las
incertidumbres es-pecíficas de esta labor– en
los momentos en que hemos de decidir por
modalidades de nuestro trabajo. No podemos
arriesgarnos a decidir sin el discernimiento
de esos temores y esperanzas, porque lo que
se nos pide es nada menos que “en estos
tiempos de incertidumbre y malestar
cumplamos (nuestra tarea) con creciente
amor, celo y alegría” (EN 1), y esto no se
improvisa.
Para nosotros, hombres y mujeres de Iglesia,
este planteo trasciende cualitativamente toda
visión de las ciencias positivas, apelando a
una visión original, a la misma originalidad
del Evangelio. Reencontrarnos y consolarnos
con la “comunicación de nuestra común fe”
(Rm 1,12), abrevar nuestro corazón de
apóstoles en ella precisamente para
recuperar la coherencia de nuestra misión, la
cohesión como cuerpo, la consonancia de
nuestro pensar con nuestro sentir y nuestro
hacer.
Hacer memoria
El hacer memoria, en sentido bíblico, va más
allá del mero agradecimiento por todo lo
recibido; quiere enseñarnos a tener más
amor; quiere confirmarnos en el camino
emprendido. La memoria como gracia de la
presencia del Señor a lo largo de la vida. La
memoria del pasado que nos acompaña, no
como un peso bruto, sino como un hecho
interpretado a la luz de la conciencia
presente.
No se puede educar desgajados de la me-
moria. Pidamos pues la gracia de recuperar
la memoria: memoria de nuestro camino
personal, memoria del modo cómo nos buscó
el Señor, memoria de mi familia religiosa,
memoria de nuestra comunidad educativa,
memoria de pueblo . . . Mirar hacia atrás es
despertarnos para percibir con más fuerza la
palabra de Dios: “Traigan a la memoria los
días pasados, en que después de ser
iluminados, hubieron de soportar un duro y
doloroso combate... No pierdan ahora su
confianza” (Hb 10,32ss). “Acuérdense de sus
dirigentes, que les anunciaron la palabra de
Dios, y considerando el final de su vida,
imiten su fe” (Hb 13,7). Esta memoria que
nos salva de “dejarnos seducir por doctrinas
varias y extrañas” (Hb 13,9), esta memoria
nos “fortalece el corazón”.
La memoria de los pueblos. Los pueblos
tienen memoria, como las personas. La
humanidad también tiene su memoria
común. Un viejo Pastor contaba que en un
pueblo de su diócesis encontró a un indio
rezando tremendamente concentrado.
Estuvo mucho tiempo así; al obispo le llamó
la atención y le preguntó qué rezaba. “El
catecismo”, contestó el indio. Era el
catecismo de Santo Toribio de Mogrovejo. La
memoria de los pueblos no es una
computadora sino un corazón. Los pueblos,
como María, guardan las cosas en su
corazón.
La alianza del pueblo de Salta con el Señor
del Milagro, el Tincunaco, en fin, todas las
manifestaciones religiosas del pueblo fiel,
son una eclosión espontánea de su memoria
colectiva. Allí está todo: el español y el indio,
el misionero y el conquistador, el
poblamiento español y el mestizaje. Lo
mismo pasa aquí en Buenos Aires... el punto
de unión es siempre el mismo: la Virgencita,
símbolo de la unidad espiritual de nuestra
Nación.
Porque la memoria es una potencia unitiva e
integradora. Así como el entendimiento
librado a sus propias fuerzas desbarranca, la
memoria viene a ser el núcleo vital de una
familia o de un pueblo. Una familia sin me-
moria no merece el nombre de tal. Una
familia que no respeta y atiende a sus
abuelos, que son su memoria viva, es una
familia desintegrada; pero una familia y un
pueblo que se recuerdan son una familia y
un pueblo de porvenir.
La humanidad entera tiene su memoria
común. El recuerdo de la lucha ancestral
entre el bien y el mal. La lucha eterna entre
Miguel y la Serpiente, “la serpiente antigua”
(Ap 12,7-9) que ha sido vencida para siempre,
pero que resurge como “enemigo de natura
humana”. Esa es la memoria de la Huma-
nidad, el acervo común de todos los pueblos
y la revelación de Dios a Israel. Porque la
historia humana es una larga contienda
entre la gracia y el pecado, pero esa memoria
común tiene su rostro concreto: el rostro de
los hombres de nuestros pueblos. Son
hombres anónimos y sus nombres no
quedaron grabados en los libros de historia.
En sus rostros estará quizás el sufrimiento y
la postergación, pero su dignidad
inexpresable con palabras nos está hablando
de un pueblo con historia, con memoria
común. Sabe Dios que dejaron huella entre
nosotros, que llega hasta el hoy. Es el pueblo
fiel de Dios.
No permitamos que intenten menguar o
desvirtuar esa memoria vigorosa, desde las
élites divorciadas de la realidad. Sino, muy
por el contrario, acudamos a esas riquísimas
reservas morales y religiosas del pueblo fiel
de Dios, para sanear y nutrir nuestras
instituciones.
La memoria de la Iglesia. Es la Pasión del
Señor. La Eucaristía es el recuerdo de la pa-
sión del Señor. Allí está el triunfo. El olvido
de esta verdad ha hecho a veces aparecer a la
Iglesia como triunfalista, pero la
resurrección no se entiende sin la cruz. En la
cruz está la historia del mundo: la gracia y el
pecado, la misericordia y el arrepentimiento,
el bien y el mal, el tiempo y la eternidad.
En los oídos de la Iglesia resuena la voz de
Dios, expresada por su Profeta: “no temas,
porque yo te he rescatado... y te volveré a
rescatar” (Is 43,1-21). “Sé valiente y firme...
Yavé tu Dios está contigo; no te dejará ni te
abandonará... No temas, pues, ni te asustes”
(Dt 31,6-7). El recuerdo de la salvación de
Dios, del camino ya recorrido, da fuerzas
para el futuro. Por la memoria, la Iglesia
testifica la salvación de Dios.
El pueblo de Dios fue probado en el camino
del desierto. Allí fue guiado por Dios como
un hijo por su padre. El consejo del
Deuteronomio es siempre el mismo de toda
la Escritura: “Acuérdate del camino
recorrido”, y “date cuenta” (Dt 8,2-6). Nadie
es capaz de entender nada si no es capaz de
recordar bien, si le falla la memoria. “Ten
cuidado y fíjate bien. No vayas a olvidarte de
estas co-sas que tus ojos han visto ni dejes
nunca que se aparten de tu corazón. Por el
contrario, enséñaselas a tus hijos y a los
hijos de tus hi-jos” (Dt 4,9). Nuestro Dios es
celoso de nuestro recuerdo para con Él, tan
celoso que –a la menor señal de
arrepentimiento– se vuelve misericordioso:
“no olvida la alianza que juró a nuestros
Padres”.
Por el contrario, el que no tiene memoria se
afinca en los ídolos, en la novedad de lo
efímero, de la moda. Adorar ídolos es el
castigo inherente a quienes olvidan (Dt 4,25-
31). Nos sobreviene la esclavitud: “por no
haber servido con gozo y alegría de corazón a
Yavé, tu Dios, cuando nada te faltaba, serás
esclavo de tu enemigo” (Dt 28,47).
Solamente el re-cuerdo nos hace descubrir a
Dios en medio de nosotros y nos hace
entender que toda so-lución salvadora fuera
de Dios es un ídolo (Dt 6,14-15; 7,17-26).
La Iglesia recuerda las misericordias de Dios
y por esto trata de ser fiel a la ley. Los diez
mandamientos que enseñamos a nuestros
chicos en la catequesis son la otra cara de la
alianza, la cara legal para poner marcos
humanos a la misericordia de Dios. Cuando
el pueblo fue sacado de Egipto, allí recibió la
gracia. Y la ley es el complemento de la
gracia recibida, la otra cara de una misma
moneda. Los mandamientos son frutos del
recuerdo, y por eso han de transmitirse de
generación en generación: “Tal vez un día tu
hijo te pregunte: ¿Qué son estos preceptos,
mandamientos y normas que Yavé les ha
ordenado? Tú responderás a tu hijo:
Nosotros éramos esclavos de Faraón en
Egipto y Yavé nos sacó de Egipto con mano
fuerte... para conducirnos a la tierra que
prometió a nuestros pa-dres. Yavé nos
mandó poner en práctica todos estos
preceptos y temerle a Él, nuestro Dios. Así
seremos felices y nos hará vivir como hasta
hoy” (Dt 6,20-25).
Reflexionamos
– ¿Contagio a mis hermanos en la fe en Dios
Padre Todopoderoso, siendo consciente de
que confirmo de esta manera el proyecto del
Dios justo y bueno?
– ¿Creo en lo revolucionario de la ternura y
el cariño cada vez que miro a la Virgen o
hablo sobre ella?
– ¿Estoy convencido de que la calidez de
hogar tiene sentido en nuestro proyecto de
aula?
– ¿Soy pedigüeño frente a Dios Padre,
reconociéndolo como Padre, todopoderoso,
amoroso en el cuidado de su pueblo fiel, del
que quiero ser parte?
– ¿Tengo conciencia de pertenecer a la
Iglesia y la expreso en mi participación de la
vida comunitaria?
– ¿Tengo conciencia de mi pecado, deseo
convertirme, y vivir según los
mandamientos? ¿O me siento
autosuficiente?
– ¿Soy fiel al mandato de la Iglesia, que me
envía a predicar, “no a mí mismo o mis ideas
personales, sino un evangelio del que no soy
dueño y propietario absolutos para disponer
de él a mi gusto, sino ministro para
transmitirlo con suma fidelidad” (cf EN 15)?
– ¿Intento impregnar con la fe toda mi
acción en el ámbito escolar?
Leemos
“La noticia que hemos oído de él y que
nosotros les anunciamos es ésta: Dios es luz,
y en él no hay tinieblas. Si decimos que
estamos en comunión con él y caminamos
en las tinieblas, mentimos y no procedemos
conforme a la verdad. Pero si caminamos en
la luz, como él mismo está en la luz, estamos
en comunión unos con otros y la sangre de
su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.”
1 Juan 1,5-7
Pensamos
“La escuela supone no solamente una
elección de valores culturales, sino también
una elección de valores de vida que deben
estar presentes de manera operante. Por eso,
ella debe realizarse como una comunidad en
la cual se expresan los va-lores por medio de
auténticas relaciones interpersonales entre
los diversos miembros que la componen y
por la adhesión, no solo individual, sino
comunitaria, a la visión de la realidad en la
cual ella se inspira.”
La Escuela Católica III,32
“En la sociedad actual... la Iglesia capta la
necesidad urgente de garantizar la presencia
del pensamiento cristiano, puesto que éste,
en el caos de las concepciones y de los
comportamientos, constituye un criterio
válido de discernimiento: la referencia a
Jesucristo enseña de hecho a discernir los
valores que hacen al hombre, y los
contravalores que lo degradan.”
La Escuela Católica I,11
Revisamos nuestra tarea
– ¿Vivimos realmente nuestra comunidad
educativa como una “pequeña Iglesia”?
Evaluemos:
¿Cómo son nuestros vínculos:
+ competitivos?
+ fraternos?
+ comprometidos?
+ formales?
– ¿Qué lugar ocupa la oración en nuestra
comunidad educativa?
– ¿Cuál es nuestro grado de participación e
implicación en el proyecto pastoral, en la
liturgia y en todos los eventos destinados a
fortalecer la identidad institucional
reforzando los lazos que nos unen con todos
los miembros de la comunidad?
– ¿Qué estilo de conducción tiene nuestra
comunidad:
+ autoritario?
+ participativo?
+ cooperativo?
– ¿De qué modo resuelve los conflictos
nuestra comunidad:
+ a través del diálogo?
+ a través del análisis racional de los
mismos?
+ apelando al principio de autoridad?
+ ejercitando una comprensión profunda de
las causas para corregirlas?
+ privilegiando la función y la imagen a las
personas?
+ poniéndolos a la luz del Evangelio?
– ¿Podemos decir que en nuestra comunidad
el anuncio evangélico atraviesa como
objetivo todos los demás objetivos y
funciones, y que éstos se dejan “transfigurar”
por él?
Hacer una lista de los temores, los
prejuicios, las limitaciones y las
incertidumbres que nos impiden hacer de
la escuela una comunidad auténticamente
evangélica.
– Cuando hablamos de “hacer memoria”,
cabe preguntarnos no sólo si conocemos y
vivimos en la fe de la historia de salvación
que ha escrito el Señor de la historia sino,
además, si conocemos y vivimos la historia
de la institución a la que hoy pertenecemos y
tenemos conciencia clara de su carisma
específico para fortalecer nuestra fidelidad a
él. ¿Qué sabemos de la historia y el carisma
de esta comunidad educativa?
– ¿Cuáles son las “cruces” que marcan el
caminar de cada uno y de esta comunidad?
Es importante responder desde lo
personal y desde lo grupal.
– ¿A qué ídolos creen que hemos sometido
muchas veces nuestra tarea educativa?
– (Este es un ejercicio de introspección
personal que puede servir generosamente al
crecimiento de la comunidad.) Recuerde
cada uno en su corazón algún gesto de sus
padres o educadores que haya marcado su
camino en la fe. Escríbanlo y compártanlo.
– Piensen en un ejemplo concreto en el que
los haya vencido el desaliento.
– ¿Qué lugar ocupan los humildes en
nuestro proyecto educativo? ¿Es suficiente?
¿Puede ampliarse?
– ¿En qué circunstancias concretas
prevaleció en nuestra tarea la tentación de
separar el trigo de la cizaña?
– En la curricula institucional, en la de las
materias de enseñanza, en la evaluación
docente, ¿qué valores se privilegian?
– Frente al cuestionamiento de los ni-ños y
los jóvenes que están a nuestro cuidado,
¿nuestras respuestas son coherentes con
nuestra fe y con nuestras convicciones?
– ¿Qué lugar le damos a la Iglesia en nuestro
quehacer educativo:
+ existe como una referencia crítica?
+ existe como experiencia viva?
+ no existe?
+ existe como una referencia normativa?
– Definan con sus palabras cómo es y cómo
debiera ser la comunidad educativa a la que
pertenecen para realizar su identidad.
– ¿Qué lugar ocupa “lo sagrado” en nuestro
quehacer educativo?
Conviene definir “lo sagrado” para no
identificarlo solo con el rito litúrgico, las
oraciones o la clase de Catequesis y
evaluar también su presencia en la
didáctica del aula.
Oramos
“Pueblo mío, escucha mi enseñanza,
presta atención a las palabras
de mi boca:
yo voy a recitar un poema,
a revelar enigmas del pasado.
Lo que hemos oído y aprendido,
lo que nos contaron nuestros padres,
no queremos ocultarlo a nuestros hijos,
lo narraremos a la próxima generación:
son las glorias del Señor y su poder,
las maravillas que él realizó.
El Señor dio una norma a Jacob,
estableció una ley en Israel,
y ordenó a nuestros padres
enseñar estas cosas a sus hijos.
Así las aprenderán
las generaciones futuras
y los hijos que nacerán después;
y podrán contarlas a sus propios hijos,
para que pongan su confianza en Dios,
para que no se olviden de sus proezas
y observen sus mandamientos.”
Salmo 78,1-7
3
Ser portadores de Esperanza
Peregrinos o errantes
¿Por qué los invito a reflexionar sobre la
esperanza? ¿No habrá otras cuestiones más
actuales, más inmediatas, más relevantes
para la tarea educativa que nos toca encarar?
¿No estamos en un momento crucial para
nuestra ciudad, nuestro país y nuestra Igle-
sia, un momento de proyectos y definiciones
que exige ponerse a pensar cuestiones
concretas y urgentísimas? O aun evitando la
tentación del inmediatismo, ¿no deberíamos
centrar nuestra mirada en las problemáticas
esenciales que hacen a una definición
sustantiva, no meramente formal, del
hombre que queremos formar a través de
nuestra tarea educativa? Muchos pensadores
consideran al tiempo que vivimos como un
auténtico momento de cambio epocal.¿No
será en este momento –semejante
indagación–, una huida espiritualista, un
discurso vacío, una versión religiosa de la
dinámica del avestruz?
Estas prevenciones tienen su parte de razón.
Con mayor frecuencia de la que quisiéramos,
los cristianos hemos transformado las
virtudes teologales en un pretexto para
quedarnos cómodamente instalados en una
pobre caricatura de trascendencia,
desentendiéndonos de la dura tarea de
construir el mundo donde vivimos y donde
se juega nuestra salvación. Es que la fe, la
esperanza y la caridad constituyen, por
definición, actitudes fundamentales que
operan un salto, un éxtasis del hombre hacia
Dios. Nos trascienden, en verdad. Nos hacen
trascender y trascendernos. Y en su
referencia a Dios, presentan una pureza, un
resplandor de verdad tal que puede
encandilarnos. Ese deslumbramiento de lo
contemplado, puede hacernos olvidar que
esas mismas virtudes se apoyan en todo un
basamento de realidades humanas, porque
es humano el sujeto que así en-cuentra su
camino hacia lo divino. Encan-dilados,
podemos quedar distraídos sin plan ni
orientación hasta golpearnos la cabeza,
teniendo que reconocer nuestra realidad de
tierra que anda, como decía el poeta.
Y allí, en ese volver a ponernos en camino
sin despegar los pies de la tierra para no
perder el rumbo hacia el cielo, es donde la
esperanza revela su verdadero sentido.
Porque si bien su objeto es Dios, lo es en
relación con el itinerario del hombre hacia
Él. Y, por tanto, esta virtud recorre con
nosotros todo el camino, desde la cuna hacia
la tumba y la gloria, desde el pozo del
sinsentido y del pecado, pasando por el
encuentro gozoso en la oración que todo lo
hace brillar, hasta el abrazo definitivo en la
ternura del que nos funda.
Queremos reflexionar, entonces, sobre la
esperanza. Pero no sobre una esperanza
“light”, desvitalizada, separada del drama de
la existencia humana. Interrogaremos a la
esperanza a partir de los problemas más hon-
dos que nos aquejan y que constituyen
nuestra lucha cotidiana, en nuestra tarea
educativa, en nuestra convivencia y en
nuestra mis-ma interioridad. Le pediremos
que nos ayu-de a reconocer lúcidamente los
desafíos que se nos plantean a la hora de
afrontar la responsabilidad por la educación
de las jóvenes generaciones, a vivir con
mayor intensidad todas las dimensiones de
nuestra existencia. Deseamos solicitarle que
aporte sentido y sustancia a nuestros
compromisos y emprendimientos, aun a
aquellos que llevamos con mayor dificultad,
casi como una cruz.
Porque, por otro lado, ¿qué otra cosa que la
esperanza es la sustancia misma del em-
peño de todo educador? ¿Qué sentido ten-
dría consagrar las propias fuerzas a algo
cuyos resultados no se ven inmediatamente,
si todos esos esfuerzos no estuvieran
enhebrados por el hilo invisible pero
solidísimo de la esperanza? Ofrecer unos
conocimientos, proponer unos valores,
despertar unas posibilidades y compartir la
propia fe, son tareas que sólo pueden tener
un motivo: la confianza en que esas semillas
se desarrollarán y producirán fruto a su
tiempo y a su manera. Educar es apostar y
aportar al presente y al futuro. Y el futuro es
regido por la esperanza.
Una reflexión sobre la esperanza con tales
pretensiones nos lleva, sin duda, a transitar
rutas difíciles. Entraña encrucijadas en las
cuales es necesario echar mano a la sabiduría
acumulada que representan las ciencias
humanas y la teología. Y puede adquirir una
dureza nada consoladora al obligarnos a
enfrentar los límites de la realidad concreta,
del mundo y la nuestra propia. Por eso, lo
que aquí se ofrece es, más que nada, una
invitación a mirar esa realidad de un modo
cristiano, es decir, de un modo esperanzado.
Si en las comunidades educativas despierta
un deseo de revisar el estilo de nuestra
marcha o de profundizar nuestra forma de
mirar el paisaje que transitamos, habrá
cumplido parte de su objetivo.
La esperanza y la historia
¿Qué certezas nos quedan, entonces? ¿Qué
elementos nos ofrece la fe para fundamentar
la esperanza?
En primer lugar, que esta historia , y no una
pretendida “dimensión espiritual”, es el lugar
de la existencia cristiana. El lugar de la
respuesta a Cristo, el lugar de la realización
de nuestra vocación. Es aquí donde el Señor
resucitado nos sale al encuentro a través de
signos que hay que reconocer en la fe y
responder en el amor. El Señor viene, está
viniendo, de múltiples maneras perceptibles
con los ojos de fe: en los signos
sacramentales y en la vida de la comunidad
cristiana, pero también en toda
manifestación humana donde se realiza la
comunión, se promueve la libertad, se
perfecciona la creación de Dios. Pero
también viene en el reverso de la historia: en
el pobre, el enfermo, el marginado (cf Mt
25,31-45; y el Documento de Puebla, 31-39).
Está viniendo de todos esos modos, y el
significado de la consumación definitiva no
puede disociarse de todas estas venidas.
Y es aquí donde adquiere sentido otra
dimensión de la esperanza: la vitalidad de la
memoria. La Iglesia vive de la memoria del
Resucitado. Es más: apoya su camino
histórico en la certeza de que el Resucitado
es el Crucificado: el Señor que viene es el
mismo que pronunció las Bienaventuranzas,
que partió el pan con la multitud, que curó a
los enfermos, que perdonó a los pecadores,
que se sentó a la mesa con los publicanos.
Hacer memoria de Jesús de Nazaret en la fe
del Cristo Señor nos habilita para “hacer lo
que él hizo”, en memoria suya. Y aquí se
incorpora toda la dimensión de la memoria,
porque la historia de Jesús se empalma con
la historia de los hombres y los pueblos en
sus búsquedas imperfectas de un Banquete
fraterno, de un amor perdurable. La
esperanza cristiana, de ese modo, despierta y
potencia las energías quizás enterradas de
nuestro pasado, personal o colectivo, el
recuerdo agradecido de los momentos de
gozo y felicidad, la pasión quizás olvidada por
la verdad y la justicia, los chispazos de
plenitud que el amor ha producido en
nuestro camino. Y también, porqué no, la
memoria de la Cruz, del fracaso, del dolor,
esta vez para transfigurarla exorcizando los
demonios de la amargura y el resentimiento
y abriendo la posibilidad de un sentido más
hondo.
Pero además, la tensión hacia esa
consumación nos dice que esta historia tiene
un sentido y un término. La acción de Dios
que comenzó con una Creación en cuya cima
está la creatura que podía responderle como
imagen y semejanza suya, con la cual él
podía entablar una relación de amor, y que
alcanzó su punto maduro con la Encarnación
del Hijo, tiene que culminar en una plena
realización de esa comunión de un modo
universal. Todo lo creado debe ingresar en
esa co-munión definitiva con Dios, iniciada
en Cristo resucitado. Es decir: debe haber un
término como perfección, como acabamiento
positivo de la obra amorosa de Dios. Un
término que no es resultado inmediato o
directo de la acción humana, sino que es una
acción salvadora de Dios, el broche final de la
obra de arte que él mismo inició y en la cual
quiso asociarnos como colaboradores libres.
Y si esto es así, la fe en la Parusía o
consumación escatológica se torna
fundamento de la esperanza y cimiento del
compromiso cristiano en el mundo. La
historia, nuestra historia, no es tiempo
perdido. Todo lo que vaya en la línea del
Reino, de la verdad, la libertad, la justicia y la
fraternidad, será recuperado y plenificado. Y
esto cuenta no sólo para el amor con que se
hicieron las cosas, como si la obra no
importara. Los cristianos hemos he-cho,
muchas veces, demasiado hincapié en las
“buenas intenciones” o en la rectitud de
intención. La obra de nuestras manos –y no
sólo la de nuestro corazón– vale por sí mis-
ma; y en la medida en que se oriente en la
línea del Reino, del plan de Dios, será
perdurable de un modo que no podríamos
imaginar. En cambio, lo que se oponga a ese
Reino, además de tener los días contados,
será definitivamente descartado. No será
parte de la Nueva Creación.
La esperanza cristiana no es, entonces, un
“consuelo espiritual”, una distracción de las
tareas serias que requieren nuestra atención.
Es una dinámica que nos hace libres de todo
determinismo y de todo obstáculo para
construir un mundo de libertad, para liberar
a esta historia de las cadenas de egoísmo,
inercia e injusticia en las cuales tiende a caer
con tanta facilidad.
Invitaciones
Quedan por decir algunas palabras finales.
Este trayecto que hemos hecho, desde el
desencanto del cambio de siglo hasta la fe en
la Venida del Reino y de ahí a la recuperación
de la esperanza y el compromiso concreto,
abre nuevas posibilidades para la tarea
educativa que se nos ha encomendado y que
hemos abrazado con amor. Quisiera señalar
estas invitaciones concretas que la esperanza
nos hace:
La invitación a cultivar los lazos personales
y sociales, revalorizando la amistad y la
solidaridad. La escuela sigue siendo el lugar
donde las personas pueden ser reconocidas
como ta-les, acogidas y promovidas. Si bien
no habrá que descuidar una válida
dimensión de eficiencia y eficacia en la
transmisión de conocimientos que permitan
a nuestros jóvenes ha-cerse un lugar en la
sociedad, es fundamental que seamos
“maestros de humanidad”. Y éste puede ser
un aporte importantísimo que la educación
católica ofrezca a una sociedad que por
momentos parece haber renunciado a los
elementos que la constituían como
comunidad: la solidaridad, el sentido de
justicia, el respeto por el otro, en particular
por el más débil y pequeño. La competencia
despiadada tiene un destacado lugar en
nuestra sociedad. Aportemos nosotros el
sentido de justicia y la misericordia.
La invitación a ser audaces y creativos. Las
nuevas realidades exigen nuevas respuestas.
Pero antes, exigen un espíritu abierto que
realice un discernimiento constructivo, que
no se aferre a certezas rancias y se anime a
vislumbrar otras formas de plasmar los
valores, que no dé la espalda a los desafíos
del tiempo presente. He aquí una auténtica
prueba para nuestra esperanza. Si está
puesta en Dios y su Reino, sabrá liberarse de
lastres, miedos y reflejos esclerotizados para
atreverse a construir lo nuevo desde el
diálogo y la colaboración.
La invitación a la alegría, a la gratuidad, a la
fiesta. Quizás la peor de las injusticias del
tiempo presente es la tiranía del utilitarismo,
la dictadura de la adustez, el triunfo de la
amargura. Está en la autenticidad de nuestra
esperanza el saber descubrir, en la realidad
cotidiana, los motivos, grandes o pequeños,
para reconocer los dones de Dios, para
celebrar la vida, para salir de la cadena del
debe y el haber y desplegar el gozo de ser
semillas de una nueva creación. Para hacer
de nuestras escuelas un lugar de trabajo y
estudio, sí, pero también –y, me atrevería a
decir, ante todo– un lugar de celebración,
encuentro y gratuidad.
Y por fin, la invitación a la adoración y a la
gratitud. En el vertiginoso existir de cada
día, es posible que nos olvidemos de atender
esa sed de comunicación que nos habita en
lo más hondo. La escuela puede introducir,
guiar y ayudar a sostener el encuentro con el
Viviente, enseñando a disfrutar de su
presencia, a rastrear sus huellas, a aceptar su
“es-condimiento”. Imperdible tiene que ser
el aficionarse a tratar con Él.
Me animo a que tomemos estas palabras de
hombres del siglo XVI, para hablarle a Dios
en este siglo nuevo, en la continuidad de un
mismo amor:
Muéveme, al fin, tu amor y en tal
manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te
amara,
y aunque no hubiera infierno, te
temiera.
No me tienes que dar porque te
quiera;
pues, aunque lo que espero no
esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
(Anónimo español)
Clave de lectura para trabajar
a solas o en grupo
Reflexionamos
– Cada uno escriba lo que significa para
él/ella la palabra ESPERANZA y pónganlo en
común.
– Pregúntese cada uno: ¿Qué clase de
educador soy?
+ ¿ Esperanzado?
+ ¿Autosuficiente?
+ ¿Optimista?
+ ¿Pesimista?
¿En qué lo observo? ¿Por qué?
– Luego, más a fondo, dedique un tiempo
para leer entre las alternativas que siguen y
responder:
+ ¿cultivo los lazos personales y sociales en
mi comunidad educativa? ¿Cómo?
+ ¿Soy audaz y creativo o más bien cómodo y
temeroso en mi tarea cotidiana?
+ ¿Vivo la alegría, la gratuidad y la fiesta que
me regala la fe?
+ ¿Tengo actitudes de adoración a Dios y
gratitud, las comparto con mis pares y las
transmito a mis alumnos?
Leemos
“Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así
como hay una misma esperanza, a la que
ustedes han sido llamados, de acuerdo a la
vocación recibida.”
Efesios 4,4
“Y la esperanza no quedará de-fraudada,
porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
que nos ha sido dado.”
Romanos 5,5
Pensamos
“Para lograr la síntesis entre fe y vida en la
persona del alumno, la Iglesia sabe que el
hombre necesita ser formado en un proceso
de continua conversión para que llegue a ser
aquello que Dios quiere que sea. La Escuela
Católica en-seña a los jóvenes a dialogar con
Dios en las diversas situaciones de su vida
personal. Los estimula a superar el
individualismo y a descubrir, a la luz de la
fe, que están llamados a vivir de una
manera responsable, una vocación específica
en un contexto de solidaridad con los demás
hombres. La trama misma de la humana
existencia los invita, en cuanto cristianos, a
comprometerse en el servicio de Dios en
favor de los propios hermanos y a
transformar el mundo para que venga a ser
una digna morada de los hombres.”
La Escuela Católica IV,45
Oramos
“El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?
Cuando se alzaron contra mí
los malvados
para devorar mi carne,
fueron ellos, mis adversarios
y enemigos,
los que tropezaron y cayeron.
Aunque acampe contra mí un ejército,
mi corazón no temerá;
aunque estalle una guerra contra mí,
no perderé la confianza.
Una sola cosa he pedido al Señor,
y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor
todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor
y contemplar su Templo.”
Salmo 27
4
Hacer de nuestras
comunidades un corazón
abierto a las necesidades de
los hombres
Un corazón hospitalario
Quisiera pedirles que por un instante me
acompañen en un pequeño ejercicio de la
imaginación. No será difícil: vamos a apelar a
experiencias y sentimientos que todos,
alguna vez, hemos tenido.
Imaginemos que somos una persona que
nació y vivió en uno de los pueblitos del
norte de nuestro país. Pero no de esos
pueblos visitados por el turismo, donde
pasan micros y se ve la televisión. Alguien de
esos caseríos que no aparecen en ningún
mapa, por los cuales no pasa ninguna ruta, a
donde rara vez llega un vehículo... Un lugar
que no podemos llamar “olvidado” porque en
realidad nunca estuvo en la conciencia o la
memoria de nadie, salvo de sus poquitos
habitantes. Sin duda quedan lugares así en
nuestro país, más de los que creemos.
Somos una persona de ese lugar. Y un día, no
importa ahora cómo o porqué, llegamos a la
gran ciudad. A Buenos Aires. Sin direcciones
de nadie, sin un objetivo determinado.
Hagamos un esfuerzo de la imaginación, pe-
ro implicando el corazón. Más allá de los
detalles que podría registrar un dibujo
animado (las dificultades para cruzar una
avenida, el asombro ante los grandes
edificios y carteles luminosos de la 9 de julio,
el miedo al subte), pongamos en foco, ante
todo, la soledad inmensa en medio de la
multitud, la incomunicación, el no saber ni
siquiera qué preguntar, dónde buscar ayuda
o qué ayuda buscar. El aislamiento.
Imaginemos, sintamos físicamente el dolor
de los pies luego de horas de caminar por la
gran ciudad. No sabemos dónde descansar.
Cae la noche. En un banco de una plaza
céntrica, nos asustaron unos muchachos con
sus burlas, y supimos que al menor descuido
se quedarían con nuestro bolso, lo único que
trajimos. El aislamiento se convierte en
angustia, la inseguridad, en franco miedo.
Hace frío, hace un rato lloviznó y tenemos
los pies húmedos. Y delante nuestro, la larga
noche.
Una sola pregunta querría brotar de esa
garganta amordazada por el nudo de la
soledad y el temor: ¿no habrá algún corazón
hospitalario que me abra una puerta, me
ofrezca algo caliente y me permita descansar,
me sostenga y me dé ánimos para decidir mi
rumbo?
Un corazón abierto. Una acogida cordial,
decía el documento Líneas Pastorales para
la Nueva Evangelización. Porque, sin duda,
us-tedes habrán comprendido rápidamente a
dónde iba la ejercitación propuesta: a centrar
nuestra atención en la necesidad de
convertirnos, nosotros cristianos, nosotros
educadores, nosotros miembros de
comunidades educativas, en ese corazón que
recibe, que abre puertas, que resguarda un
jardín de humanidad y afecto en medio de la
gran ciudad con sus máquinas, sus luces y su
extendida orfandad.
Podríamos haber comenzado esta reflexión
de otro modo: citando autores, documentos,
teorías acerca de la situación del hombre
contemporáneo, de su extrañamiento, de su
despersonalización. Pero preferí invitarlos a
verlo desde el sentimiento, desde el corazón.
Porque este ministerio de la acogida cordial,
de la sanación de la persona humana por el
amor hospitalario, es ante todo respuesta a
una experiencia, no a una idea. La
experiencia humana, ética, de percibir el
dolor y la necesidad del hermano. Y en ella,
la experiencia teologal de reconocer al Señor
que está de paso (Mateo 25,35c), al peregrino
que está al descampado cuando cae la tarde y
el día se acaba (Lucas 24,29). Y de saber que,
al abrirle el corazón, estaremos permitiendo
que ponga su Morada entre nosotros (Jn 1,
14). Para descubrir, llenos de alegría, que en
ese momento los papeles se invierten y esa
Morada, su Corazón de hermano, padre y
madre, se abre y nos recibe a nosotros, que
finalmente llegamos así al hogar.
Quiero entonces, hermanos, invitarlos a que
reflexionemos juntos acerca de la escuela
como lugar de acogida cordial, como casa y
mano abierta para los hombres, mujeres,
jóvenes, niños y niñas de esta ciudad. Y que
lo hagamos, desde la experiencia que hemos
revivido, con toda la seriedad y profundidad
que estas breves páginas nos permitan.
Pero antes de entrar de lleno en el tema,
quiero adelantarme y pedirles que tengan en
cuenta, ya desde ahora, que atender a la
dimensión de hospitalidad, ternura y afecto
de la escuela no significa, de ningún modo,
dejar de lado su otra dimensión: la de un
lugar que tiene un objetivo, una función es-
pecífica, que debe ser llevada a cabo con
seriedad, eficacia, me atrevería a decir con
profesionalismo. ¿Acaso se oponen esos dos
aspectos? Pueden oponerse, sin duda. De
hecho, nuestra sociedad tiende a oponer la
gratuidad y la eficiencia, la libertad y el
deber, el corazón y la razón... Pueden
oponerse, pero no tienen por qué hacerlo. Es
nuestro desafío encontrar el camino de
solución en un plano superior: la perspectiva
sapiencial que nos permita crear un espacio a
la vez de acogida y de crecimiento. Espero
que estas reflexiones los animen a buscarlo.
La experiencia de
discontinuidad
La orfandad contemporánea tiene una
primera dimensión que tiene que ver con la
vivencia del tiempo, o mejor dicho, de la
historia y de las historias. Algo está
quebrado, fragmentado. Algo que tendría que
estar unido, justamente el puente que une,
está roto o ausente. ¿Cómo es esto? En
primer lugar, se trata de un déficit de
memoria y tradición. La memoria como
potencia integradora de la historia; la
tradición concebida como la riqueza del
camino andado por nuestros mayores: ambas
no se clausuran en sí mismas (en ese caso
carecerían de sentido) sino que abren nuevos
espacios de esperanza para seguir
caminando. Las dolorosas experiencias
vividas en nuestro país, sumadas a un cierto
exitismo economicista que tuvo su auge hace
algunos años, dieron como resultado una
ruptura generacional que no se debe ya a los
ciclos normales de crecimiento y afirmación
de los jóvenes, sino más bien a una
incapacidad de la generación adulta de
transmitir los principios o ideales que la
animaron. Quizás debida a la terrible crisis
sufrida por aquella generación, a las
experiencias de muerte que trajo consigo (y
no me refiero sólo a los conflictos políticos
que ya conocemos, sino también a la muerte-
sida, como clausura o al menos serio límite
del horizonte de la revolución sexual, y hasta
a la muerte del amor, en tantísimas parejas
que no lograron llevar adelante sus proyectos
de familia). ¿Cuántos pa-dres, digamos la
verdad, han podido siquiera intentar un
diálogo enriquecedor con sus hijos, que
revisara y “pasara en limpio” sus diversas
experiencias, para que la generación
siguiente aprendiera de aciertos y errores y
continuara algún camino, con todas las
rectificaciones del caso? ¡De cuántas cosas
no se habla, de cuántas cosas no se ha
hablado, de cuántas cosas no se puede
hablar! Cuántas veces se ha preferido “que
empiecen de nuevo, de cero”, tanto en las
familias como en la sociedad argentina en su
conjunto, en vez de acometer la dura tarea de
contribuir a reencontrarse con las preguntas
e inquietudes que motivaron a toda una
generación, desde un diálogo aunque difícil
superador de enconos y aislamientos.
Y esa discontinuidad de la experiencia
generacional no viene sola: prohija toda una
gama de discontinuidades. La discontinuidad
–más bien abismo– entre sociedad y cla-se
dirigente (pienso en la clase política, pero no
sólo), discontinuidad que tiene por ambos
lados una dosis de desinterés y voluntaria
ceguera, y la discontinuidad –o disociación–
entre instituciones y expectativas personales
(aplicable tanto a la escuela y la universidad
como al matrimonio y las organizaciones
eclesiales, entre otras).
Las formas del desarraigo
Discontinuidad: pérdida o ausencia de los
vínculos, en el tiempo y en el entretejido so-
ciopolítico que constituye a un pueblo. Pri-
mer rostro de la orfandad. Pero hay más.
Junto a la discontinuidad, ha crecido
también el desarraigo. Lo podemos ubicar en
tres áreas:
Primero, un desarraigo de tipo espacial, en
sentido amplio. Ya no es tan fácil construir la
propia identidad sobre la base del “lugar”. La
ciudad invade al “barrio” y lo hace estallar
desde adentro. Es más: la ciudad global, que
se identifica en las grandes cadenas, en los
hábitos alimenticios, en la omnipresencia de
los medios de comunicación, en la lógica, la
jerga y el cruel folclore empresarial, suplanta
a la ciudad “local”. De la cual, y sin exagerar
demasiado, van quedando apenas un risible
resto “for export” y la trágica realidad –
¡también globalizada!– de la gente que
pernocta en la calle, los niños explotados y
ahogados en pegamento y la violencia del
delito y la marginalidad. Tanto la identidad
personal como la colectiva se resienten de
esta disolución de los espacios; el concepto
de “pueblo” tiene cada vez menos contenido
en la actual dinámica de fragmentación y
segmentación de los grupos humanos. La
ciudad va perdiendo su capacidad de
identificar a los grupos humanos,
poblándose, como señalaba hace ya unos
años un antropólogo francés, de “no-
lugares”, espacios vacíos sometidos
exclusivamente a lógicas instrumentales
(funcionalidad, marketing) y privados de
símbolos y referencias que aporten a la
constitución de identidades comunitarias.
Y así, el desarraigo “espacial” va de la mano
con las otras dos formas de desarraigo: el
existencial y el espiritual. El primero se
vincula a la ausencia de proyectos, quizás a la
experiencia de “crecer entre las cenizas”, co-
mo decía aquel joven que cité más arriba. Al
no haber continuidad ni lugares con historia
y sentido, (quiebre del tiempo y del espacio
como posibilidad de constitución de la
identidad y de conformación de un proyecto
personal), se debilitan el sentimiento de
pertenencia a una historia y el vínculo con
un futuro posible, un futuro que me
interpele y dinamice el presente. Esto afecta
radicalmente a la identidad, porque
fundamentalmente “identificarse es
pertenecer”. No es ajena a esto la inseguridad
económica: ¿cómo arraigarse en el suelo
existencial de un proyecto personal si está
vedada una mínima previsión de estabilidad
laboral?
Y todavía esto tiene una cara más. Tanto el
desdibujarse de las referencias espaciales
como la ruptura de la continuidad entre el
pa-sado, el presente y el futuro van vaciando
también la vida del habitante de la ciudad de
determinadas referencias simbólicas, de
aquellas “ventanas”, verdaderos horizontes
de sentido, hacia lo trascendente que se
abrían aquí y allá, en la ciudad y en la acción
humana. Esta apertura a lo trascendente se
daba, en las culturas tradicionales, mediada
por una representación de la realidad más
bien estática y jerárquica, y esto se expresaba
en multitud de imágenes y símbolos
presentes en la ciudad (desde el trazado
mismo hasta los lugares impregnados de
historia o aún de sacralidad). En cambio, en
el talante moderno esa trascendencia tenía
que ver con un “hacia adelante”,
constituyendo el nervio de la historia como
proceso de emancipación y mediándose en la
acción humana –acción transformadora, en
el sentido moderno–, lo cual encontraba su
expresión simbólica en el arte, en el
fortalecimiento de algunas dimensiones
festivas, en las organizaciones libres y
espontáneas y en la imagen del “pueblo en la
calle”. Pero ahora, cada vez más acotados o
vaciados de sentido los espacios que hasta
hace poco funcionaban como disparadores,
como símbolos de la trascendencia, el
desarraigo alcanza también una dimensión
espiritual.
Dos objeciones podrían plantearse a esta
última afirmación. La primera tiene que ver
con el rol de los medios de comunicación que
pueblan el mundo de imágenes,
“comunican”, generan hitos –y mitos– que
reemplazan a los viejos hitos geográficos o a
las referencias utópicas. ¿No puede ser que
la cultura mediática de la imagen sea el
nuevo sistema de símbolos, la nueva
“ventana” a lo Otro, así como en otro tiempo
lo fueron las catedrales y los monumentos?
Sin embargo aquí hay una diferencia
fundamental: mientras que una imagen de la
Virgen en un club de barrio remite, sí, a la
basílica donde está la imagen original, y para
algunos, a la totalidad del sistema
conceptual, moral y disciplinar del
catolicismo; más allá de todo ello esa imagen
apunta a un polo trascendente, a algo que
tiene que ver con el “cielo”, con el “milagro”.
En síntesis: es un símbolo religioso. Re-liga,
vincula la tierra y el cielo, lo transitorio con
lo absoluto. El hombre y Dios. Como símbolo
que re-liga, no se agota en sí mismo, pero
tiene su propia consistencia. La “cultura de la
imagen”, por el contrario, y en particular la
imagen de los medios de comunicación, la
publicidad y, ahora, la imagen en la pantalla
de Internet, no es símbolo de “otra cosa”, no
“remite-a”, no tiene referente exterior al
mismo círculo mediático. No podemos
profundizar aquí estas ideas, pero es un
hecho que el sistema multimedial es cada
vez más autorreferencial, se va convirtiendo,
más que en un “medio”, en un “escenario”, y
ese “escenario” cobra, por momentos, mayor
importancia que el drama que en él se pueda
representar. Una serie de signos que apuntan
todos ellos a sí mismos y casi a nada más, sin
una verdadera, objetiva y justa referencia a la
realidad extra-mediática o, más aún,
pretendiendo construir la realidad a través de
su discurso. ¿Qué arraigo pueden generar,
qué tipo de vínculos, qué apertura a “lo Otro”
que me fundamenta en el ser? ¿Haremos
que aporten al proyecto de humanización
otra cosa que una interminable “navegación”,
un “zapping” sin fin, un “surfear” por la
brillante superficie de las pantallas?
La segunda objeción pone sobre el tapete el
hecho de que, contra todos los pronósticos
secularizantes, la religión no desapareció de
las ciudades, es más, desarrolló nuevas
expresiones y referencias, hasta el punto que
una y otra vez el marketing intenta “subirse”
a este fenómeno para generar ganancias.
Esto es verdad, sin duda, pero también es
cierto que todas esas manifestaciones de
religiosidad se viven en buena parte desde el
desarraigo y la orfandad y buscan, en la fe, la
oración y el gesto religioso, remediar de
algún modo aquellas situaciones. Ahora
bien: en una sociedad que va perdiendo su
dimensión comunitaria, su cohesión como
pueblo, tales expresiones religiosas masivas
necesitan cada vez más su correlato
comunitario, para no quedarse en meros
gestos individuales. Sin dejar de reconocer la
dimensión de Pue-blo de Dios presente y
operante en la expresividad religiosa popular,
necesitamos realimentar esa fe auténtica y
aportar elementos que le permitan desplegar
todo su potencial humanizante. Es decir,
reconocer en ella un clamor por una
verdadera liberación (DP 452) que haga
posible a nuestro pueblo superar su
situación de orfandad, desde las reservas
mismas que lleva dentro de sí las que se
arraigan en la gracia de su bautismo, en la
memoria de su pertenencia a la Santa Madre
Iglesia.
Así, entonces, discontinuidad (generacional y
política) y desarraigo (espacial, existencial,
espiritual) caracterizan aquella situación que
habíamos llamado, más genéricamente, de
orfandad. Ya podríamos ir preguntándonos:
¿qué puede hacer la escuela, rebajada de
“templo del saber” a “gasto social”, para
remediar esta situación? ¿Qué podemos
hacer los maestros, ayer símbolos vivientes
de un proyecto de sociedad libre y en busca
de un futuro, hoy reducidos en la
consideración social e imposibilitados de
vivir dignamente de su trabajo? ¿Qué puede
hacer la comunidad educativa toda, ella
misma cruzada por tantas situaciones de
discontinuidad y desarraigo? Pero antes,
queremos to-davía precisar brevemente algo
más.
La razón idolatrada,
vilipendiada y reconsiderada
Desde distintas posiciones ideológicas, se ha
dado un debate hace algunos años en torno a
la oposición entre modernidad y
postmodernidad. Entre las muchas –
muchísimas– dimensiones y perspectivas
que in-cluyó (y aún incluye, de algún modo
vulgarizado) esa discusión, queremos poner
de relieve una: la idea de que el “fin de la
modernidad” supone la caída de las
principales certezas, idea que remite, en
último análisis, a un profundo descrédito de
la razón. Así describe Juan Pablo II esta
postura:
“...no hay duda de que las corrientes de
pensamiento relacionadas con la
postmodernidad merecen una adecuada
atención. En efecto, según algunas de ellas,
el tiempo de las certezas ha pasado ya
irremediablemente; el hombre debería ya
aprender a vivir en una carencia total de
sentido, caracterizada por lo provisional y lo
fugaz. Muchos autores, en su crítica
demoledora de toda certeza e ignorando las
distinciones necesarias, contestan incluso la
certeza de la fe.
Este nihilismo encuentra una cierta
confirmación en la terrible experiencia del
mal que ha marcado a nuestra época. Ante
esta experiencia dramática, el optimismo
racionalista que veía en la historia el avance
victorioso de la razón, una fuente de felicidad
y de libertad, no ha podido mantenerse en
pie, hasta el punto que una de las mayores
amenazas de este fin de siglo es la tentación
de la desesperación” (Fides et Ratio 91).
Un hondo desencanto se extiende por
doquier respecto de las grandes promesas de
la razón: libertad, igualdad, fraternidad...
¿Qué ha quedado de todo ello? Comenzando
el siglo XXI, ya no hay una racionalidad, un
sentido, sino múltiples sentidos
fragmentarios, parciales. La misma búsqueda
de la verdad –y la misma idea de “verdad”–
se ensombrecen: en todo caso, habrá
“verdades” sin pretensiones de validez
universal, perspectivas, discursos
intercambiables. Un pensamiento que se
mueve en lo relativo y lo ambiguo, lo
fragmentario y lo múltiple, constituye el
talante que tiñe no sólo la filosofía y los
saberes académicos, sino la misma cultura
“de la calle”, como habrán constatado to-dos
aquellos que tienen trato con los más jó-
venes. El relativismo será pues el resultado
de la así llamada “política del consenso” cuyo
proceder siempre entraña un nivelar-hacia-
abajo. Es la época del “pensamiento débil”.
Al rescate de la racionalidad
De ahí que, desanclada de las certezas de la
razón (y, como bien señalaba Juan Pablo II,
también de las de la fe como un “saber” de
salvación), la cultura actual se recuesta en el
sentimiento, en la impresión y en la imagen.
También esto hace a la orfandad, también
eso nos exige hacer de nuestras escuelas un
lugar de acogida, un espacio donde las
personas puedan encontrarse a sí mismas y
con los otros para recrear su estar en el
mundo. Pero también, y aquí daremos un
paso más en nuestra reflexión, esta situación
nos obliga a encarar de algún modo el rescate
de una ra-cionalidad válida, de un
pensamiento vigoroso que permita superar el
irracionalismo contemporáneo. Podrán
preguntar: ¿y eso por qué? Ya que estamos
revalorizando y de hecho recuperando y
ahondando los aspectos afectivos, la ternura,
los vínculos humanos, que tan dejados de
lado han estado en ámbitos de nuestra
sociedad, ¿por qué tenemos que volver a
inclinar la balanza hacia el otro lado?
Es que no se trata de caer en nuevos
desequilibrios, sino justamente de encontrar
el punto justo que haga de esta acogida
cordial un gesto auténticamente humano y
liberador. Tres ideas nos ayudarán a
comprender esto:
Primero, las cosas no son ni tan blancas ni
tan negras. Denunciar los “abusos de la
razón” (totalitarismos de toda clase,
proyectos históricos y políticos que trajeron
más sufrimiento que felicidad,
desvalorización de los aspectos afectivos,
personales y cotidianos de la vida, reducción
de todo al cálculo, al número y al
concepto...), no significa tirar por la borda
todos los beneficios que el desarrollo
“racional” ha traído. La escuela misma, sin ir
más lejos, es hija de esta idea. Aunque no
podamos compartir aquello de “al darle el
saber, le diste el alma” que cantaba el viejo
himno escolar, sí debemos reconocer que el
“saber” es un importantísimo recurso para el
desarrollo del “alma”, es decir, de la persona
humana. Me refiero a un “ saber “ que no
quede reducido a la mera información o a un
cierto enciclopedismo cibernético. Un saber
con capacidad de relacionar, de avanzar en el
planteo de preguntas y elaboración de
respuestas. Recurso que no tenemos derecho
a mezquinar: todo lo contrario, debemos
perfeccionar cada vez más nuestra capacidad
(incluso “técnica”) para efectuar esa
transmisión.
Segundo: si bien el discurso “postmoderno”
que reivindica los aspectos emocionales,
relativos y hasta irracionales de la vida
parece liberarnos de la tiranía de lo
uniforme, lo burocrático o lo disciplinario,
por otro lado se convierte en la justificación
de otras tiranías: y por citar una no pequeña,
la de la economía, con sus factores de poder
y su tecnocracia. Porque si lo que “manda”
hoy es el sentimiento, la imagen y lo
inmediato, eso es verdad sólo para los
“consumidores” de bienes, servicios... y
publicidad mediática. La capacidad de
elección, la libertad, la no necesidad de
adscribirse a una normatividad uniforme, lo
diverso y plural, todo ello tan caro a la
mentalidad postmoderna, hoy por hoy se
traducen lisa y llanamente en diversidad de
consumos. Es verdad que el Estado y la
escuela, por nombrar instituciones que
generaban fuertes adscripciones normativas,
ya no rigen la vida de los individuos. La
misma Iglesia ve crecer en su seno una
valoración cada vez mayor de la libertad y
“electividad” personal. Pero también es cierto
que esta libertad, despojada de aquellos
marcos institucionales que le conferían
armonía, ha sido apresada por el mercado.
En síntesis: si no recuperamos la noción de
verdad, sin una racionalidad compartida,
dialogal, una búsqueda de los mejores
medios para alcanzar los fines más deseables
(para todos y cada uno), queda sólo la ley del
más fuerte, la ley de la selva. Entonces:
cuanto más nos preocupemos por desarrollar
un pensamiento crítico, por afinar nuestro
sentido ético, por mejorar nuestras
capacidades, nuestra creatividad y nuestros
recursos, tanto más podremos evitar ser
esclavos de la publicidad, de la planificada
(por otros) exacerbación de lo inmediato, de
la manipulación de la información, del
desaliento que recluye a cada uno en su
interés individual.
Y tercero, llegando a aquello que define
nuestra identidad como educadores
cristianos, la fe, el saber, la captación de lo
real, no tiene sólo un componente afectivo,
sino una importante dimensión de sabiduría
que es preciso rescatar, y que comienza con
la capacidad de admiración. A este punto nos
dedicaremos a continuación. La dimensión
sa-piencial es englobante del saber, del sentir
y del hacer. Conlleva armónicamente la
capacidad de entender, la tensión de poseer
el bien, la contemplatividad de lo bello, todo
armonizado por la unidad del ser que
entiende, ama, admira. La dimensión
sapiencial es memoriosa, integradora y
creadora de esperanza. Es la que abre la
existencia del discípulo y unge al maestro. La
sabiduría sólo se entiende a la luz de la
Palabra de Dios.
La Palabra: reveladora y
creadora
El primado “postmoderno” de la experiencia
trajo consigo una religiosidad de corazón,
una búsqueda más personal de Dios y una
nueva valoración de la oración y la
contemplación, pero también una especie de
“religión a la carta”, una subjetivización
unilateral de la religión que la posiciona no
tanto en una dimensión de adoración,
compromiso y entrega sino como un
elemento más de “bienestar”, similar en gran
medida, a las diversas ofertas new age,
mágicas o pseudopsicológicas.
Ese verdadero reduccionismo (tanto como lo
es su contrario, la afirmación unilateral de la
religión como “contenido” y “discurso”) deja
de lado la infinita riqueza de la Palabra de
Dios. En toda la Biblia (tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento), la Palabra de
Dios se presenta con dos aspectos, ambos
igualmente importantes: como “revelación”,
“discurso”: logos, y como “acción”,
“presencia”, “poder”: dynamis. La Palabra de
Dios di-ce y hace. Si la consideramos
solamente como presencia salvífica (porque
cuando Dios ac-túa, salva, y salva creando
comunión, vinculándose a sus creaturas,
haciéndonos hi-jos), dejamos de lado su
aspecto de revelación. Si, por el contrario, la
consideramos solamente bajo su aspecto de
verdad, de “contenido”, perdemos su
dimensión de co-munión, de presencia
amorosa, su dinámica salvífica. La Palabra de
Dios nos vincula con Él con lazos tanto de
conocimiento como de amor. Dice y hace.
En su aspecto de “revelación”, la Palabra en
el Antiguo Testamento se presenta como
Ley, como regla de vida a través de la cual
Dios ofrece un camino hacia la felicidad. “Tu
Palabra es una lámpara para mis pasos, y una
luz en mi camino”, dice el Salmo 119 (v. 105),
todo él un impresionante himno a la Palabra
de Dios manifestada como Ley. Pero además
de este “saber práctico”, la Palabra ofrece un
“saber” acerca de Dios y del hombre en el
mundo. Dios revela su Nombre y su voluntad
salvífica, y con ella muestra al hombre la
grandeza de su filiación y su destino.
Pero la Palabra de Dios es también la fuerza
de Dios, que obra lo que anuncia: “...ella no
vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo
que yo quiero y cumple la misión que yo le
encomendé” (Is 55,10-11). Es Palabra
creadora, desde el comienzo de los tiempos:
“dijo Dios...” y “fue hecho” (Gn 1). Es Palabra
que libera y salva a los esclavos hebreos y los
conduce por el desierto, Palabra que los
convoca y constituye como Pueblo, Palabra
que se promete como Nueva Creación al fin
de los tiempos.
Y así también nos presenta el Nuevo
Testamento a Jesucristo: como un profeta
que enseña y ofrece una Nueva Ley, como un
maestro de sabiduría que nos hace gustar de
la belleza y bondad del amor de Dios, y como
la fuerza de Dios que opera la salvación, cura
a los enfermos, expulsa a los demonios e
inaugura, con su Muerte y Resurrección, la
Nueva Creación en el banquete pascual del
Reino.
¿Adónde llegamos con todo esto? Como
testigos de la Palabra, nuestra presencia en la
sociedad debe responder a esta riqueza que
no se deja encerrar en una sola dimensión.
La dimensión creadora, dinámica, salvífica,
de la Palabra, será actuada en el mundo en la
acción de crear comunidad, de vincular, de
reconocer, recibir y potenciar al prójimo.
Dimensión que tiene un importante
componente afectivo, no en un sentido
superficial, sino en el más hondo y exigente
sentido del mandamiento del amor. El
evangelio de Mateo (25, 31ss) nos presenta el
“test” que el Señor hará a los suyos en el fin
de los tiempos: si alimentaron al
hambriento, si dieron de beber al sediento, si
recibieron al que está de camino... En los
discípulos que realizaron esto, se produce el
milagro de la presencia dinámica de Dios, se
efectúa la comunión: Cristo mismo se
identifica con aquel a quien se brindó el
amor, invirtiendo simbólicamente los
papeles, ya que es Él quien ofrece, brinda,
transforma y crea una nueva realidad con su
amor.
Pero además, dado que la Palabra es también
revelación, ley, enseñanza, nuestra misión
apuntará a buscar seriamente la verdad e
invitar e incorporar a otros en esta búsqueda.
Toda una dimensión que, justamente por
incluir a toda la persona, no dejará de lado la
importancia de la inteligencia humana, de su
formación y promoción. Esta dimensión es
igualmente definitoria, como nos enseña el
evangelio de Juan (12,44-50).
Esta misma dinámica se da en la celebración
litúrgica, encuentro sacramental con el
Señor: Palabra y Eucaristía, Enseñanza y Co-
munión, Contemplación y Adoración. En es-
te delicado equilibrio se encuentra,
justamente, la riqueza de una comprensión
integral, no reductiva, del misterio cristiano.
Una comprensión sapiencial.
El concepto de sabiduría, justamente, es
aquel que reúne armónicamente diversos
aspectos: conocimiento, amor,
contemplación de lo bello, al mismo tiempo
que una “comunión en la verdad” y una
“verdad que crea comunión”, “una belleza
que atrae y enamora”. Inteligencia, corazón,
ojos del alma, no disociados sino integrados
en lo más pleno de la persona humana.
De allí que sea imposible disociar los
diversos aspectos en nuestra actividad
pastoral o educativa. La autenticidad de la
Palabra que transmitimos tendrá que ver con
la integridad con que asumamos sus
dimensiones. Y esto se traduce justamente
en un cuidado tanto de los aspectos del
“obrar”, vinculados con la “acogida cordial”,
la práctica concreta de la caridad, aquí y
ahora, la creación de vínculos humanos (que
incluye, por supuesto, toda acción asistencial
o promocional que ayuda a la persona a
ponerse de pie y ocupar su lugar en la
comunidad humana y cristiana), como de
aquellas dimensiones más vinculadas con el
“decir”: la cuidadosa preparación, remota y
próxima, de la actividad educativa, la
planificación en orden a un más eficaz
aprovechamiento de los recursos, la seriedad
con que acometemos nuestra pro-pia
formación, etc. Ambas dimensiones son
constitutivas de nuestra misión como
educadores cristianos, y si es cierto que
estamos llamados a poner un poco de
humanidad y de ternura en una sociedad
individualista y excluyente, también es
verdad que, ante el descrédito de la palabra,
tenemos la obligación de ayudar a nuestros
hermanos a desarrollar la capacidad de
entender y de decir.
No sólo crear arraigo: también recrear las
más importantes certezas, en forma de
sabiduría de la vida, del mundo y de Dios.
Sabiduría que es fecunda, engendra hijos,
disipa orfandades. Sabiduría que es fuente de
belleza que impulsa el alma hacia la
admiración, la contemplatividad.
Invitaciones
Vamos llegando al final de esta ya larga
reflexión. La orfandad contemporánea, en
términos de discontinuidad, desarraigo y
caída de las certezas principales que dan
forma a la vida, nos desafía a hacer de
nuestras escuelas una “casa”, un “hogar”
donde las mujeres y los hombres, los niños y
las niñas, puedan desarrollar su capacidad de
vincular sus experiencias y de arraigarse en
su suelo y en su historia personal y colectiva,
y a su vez encuentren las herramientas y
recursos que les permitan desarrollar su
inteligencia, su voluntad y todas su
capacidades, a fin de poder alcanzar la
estatura humana que están llamados a vivir.
Muchas son las tareas que nos exige este
doble desafío. En este tramo inicial del año
educativo, quisiera llamar su atención sobre
tres aspectos que se derivan de las
reflexiones que he desarrollado.
En primer lugar, el desarrollo de vínculos
humanos de afecto y ternura como remedio
al desarraigo. La escuela puede ser un “lugar”
(geográfico, en medio del barrio, pero
también existencial, humano, interpersonal)
en el cual se anuden raíces que permitan el
desarrollo de las personas. Puede ser cobijo y
hogar, suelo firme, ventana y horizonte a lo
trascendente. Pero sabemos que la escuela
no son las paredes, los pizarrones y los libros
de registro: son las personas, principalmente
los maestros. Son los maestros y educadores
quienes tendrán que desarrollar su capacidad
de afecto y entrega para crear estos espacios
humanos. ¿Cómo desarrollar formas de
contención afectiva en tiempos de
desconfianza? ¿Cómo recrear las relaciones
humanas, cuando todos esperan del otro lo
peor? Hemos de encontrar, todos nosotros y
cada uno, los caminos, gestos y acciones que
nos permitan incluir a todos y ayudar al más
débil, generar un clima de serena alegría y
confianza y cuidar tanto la marcha del
conjunto como el detalle de cada persona a
nuestro cargo.
Segundo, la coherencia entre lo que se dice y
lo que se hace como forma de achicar el
abismo de la discontinuidad. Sabemos que
en todo acto de comunicación hay un
mensaje explícito, algo que se enuncia, pero
que ese mensaje puede ser bloqueado,
matizado, desfigurado y hasta desmentido
por la actitud con que se transmite. Hay todo
un aspecto de la comunicación, “no explícita”
y “no verbal”, que tiene que ver con los
gestos, la relación que se instaura y el
despliegue de las diversas dimensiones
humanas en general. Todo lo que hacemos
comunica. En la medida en que evitemos los
dobles mensajes, en la medida en que
creamos y tratemos de vivir con todo nuestro
ser lo que estamos transmitiendo, en esa
medida habremos contribuido a devolver la
credibilidad en la comunicación humana.
Por supuesto que este ideal comunicacional
será una y otra vez obstaculizado por el
misterio del pecado y la labilidad humana.
¿Quién puede presumir de tener la absoluta
coherencia, el absoluto control de sus
miserias, sus dualidades, sus autoengaños,
sus egoísmos reprimidos, sus intereses
inconfesables? Sabemos que no todo se logra
con buenas intenciones o con propósitos
“moralizantes” y tampoco con rigideces
normativas. Pero del mismo modo somos
conscientes de que no todo es disculpable y
aceptable sin más, ya que tenemos una
responsabilidad delante de otras personas y
frente a quien puso la vida en nuestras
manos. ¿Y entonces? La clave pa-ra ganar en
coherencia sin fingir una perfección
imposible, será caminar en humildad
dispuestos al discernimiento, personal y
comunitario, evitando el juicio condenatorio
del otro; abiertos tanto a la corrección
fraterna, como al perdón y a la
reconciliación. Re-conocer juntos que somos
peregrinos, mujeres y hombres débiles y
pecadores pero con memoria y en búsqueda
de un amor más pleno, que nos sane y nos
levante. Esa puede ser una forma de trocar la
discontinuidad por la disposición al
acercamiento, a hacernos próximos en medio
de las diferencias.
Tercero, el esfuerzo por generar algunas
certezas básicas en el mar de lo relativo y lo
fragmentario. Quizá esto sea
extremadamente difícil. Sabemos que la
verdad por la fuerza es contraria a la fuerza
de la verdad. Sa-bemos también que no
podemos adoptar los métodos compulsivos
de la publicidad, que desplaza necesidades
reales a satisfacciones ilusorias. ¿Y
entonces? Hay un “camino estrecho” que
transita por la búsqueda de la sabiduría;
siempre convencidos de su capacidad de
conmover y enamorar. Consiste en aprender
a descubrir las preguntas del otro, a
contemplarlas, a intuirlas (porque
difícilmente los niños y jóvenes podrán
expresarnos sus necesidades e interrogantes
con claridad). Aunque el cansancio y la
rutina a veces nos convierten en una especie
de “parlante” que emite sonidos que a nadie
le interesan, sabemos bien que sólo “llegan”
y “quedan” las enseñanzas que respondan a
una pregunta, a una admiración. Compartir
las preguntas (¡aunque no tengamos las
respuestas!) es ya ponernos todos,
educadores y educandos, en un camino de
búsqueda, de contemplatividad, de
esperanza.
Para todo esto, habrá que poner en
movimiento dos dimensiones integrándolas
siempre: amplificar la capacidad de nuestro
corazón en cuanto servidores de los
hermanos, y desarrollar siempre más nuestra
capacidad como profesionales de la
educación. Una tarea “cordial” y una tarea
“intelectual” bien conjugadas. Poniéndonos
en sintonía con la Palabra de Dios, que habla,
hoy como siempre, tanto a nuestra
inteligencia como a nuestro corazón. Porque
como reflexiona un teólogo español “se
transfiere a los individuos a una vida
personal cuando se les ofrece ciencia y
conciencia, saberes y responsabilidades,
fines y medios, confianza y exigencia”. Y esto
es sabiduría. Que el Señor nos la conceda a
todos. Pidámosla humildemente con la
oración del Rey Salomón:
“Ahora, Señor, Dios mío,
has hecho reinar a tu servidor
en lugar de mi padre David,
a mí, que soy apenas un muchacho
y no sé valerme por mí mismo.
Tu servidor está en medio de tu pueblo,
el que tú has elegido,
un pueblo tan numeroso
que no se puede contar ni calcular.
Concede entonces a tu servidor
un corazón comprensivo,
para juzgar a tu pueblo,
para discernir entre el bien y el mal”.
1 Re 3,7-9
Clave de lectura para trabajar
a solas o en grupo
Reflexionamos
– ¿Qué sentí al ponerme en el lugar de
aquella persona del interior que vino a la
capital?
– ¿Soy “un corazón que recibe” en mi vida
personal y en el ámbito de mi tarea
cotidiana?
– Si no lo soy, ¿por dónde creo que debería
comenzar a cambiar?
– ¿Abordo mi tarea educadora atento/a a la
orfandad que me rodea?
– ¿Qué lugar ocupa la Palabra de Dios, su
presencia salvífica, en mi vida personal? ¿Y
en nuestra comunidad?
Leemos
“Ustedes son la luz del mundo. No se puede
ocultar una ciudad situada en la cima de
una montaña. Y no se enciende una lámpara
para meterla debajo de un cajón, sino que se
la pone sobre el candelero para que ilumine
a todos los que están en la casa. Así debe
brillar ante los ojos de los hombres la luz
que hay en ustedes, a fin de que ellos vean
sus buenas obras y glorifiquen al Padre que
está en el cielo.”
Mateo 5,13-16
Pensamos
“La Escuela Católica, movida por el ideal
cristiano, es particularmente sensible al gri-
to que se lanza de todas partes por un
mundo más justo, y se esfuerza por
responder a él contribuyendo a la
instauración de la justicia. No se limita,
pues, a enseñar va-lientemente cuáles sean
las exigencias de la justicia, sino que trata de
hacer operativas tales exigencias en la
propia comunidad, es-pecialmente en la vida
escolar de cada día. “
La Escuela Católica IV,58
Oramos
“¡Alaba al Señor, alma mía!
Alabaré al Señor toda mi vida;
mientras yo exista, cantaré al Señor.
No confíen en los poderosos,
en simples mortales,
que no pueden salvar:
cuando expiran, vuelven al polvo,
y entonces se esfuman sus proyectos.
Feliz el que se apoya
en el Dios de Jacob
y pone su esperanza en el Señor,
su Dios:
Él hizo el cielo y la tierra,
el mar y todo lo que hay en ellos.
Él mantiene su fidelidad para siempre,
hace justicia a los oprimidos
y da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos,
abre los ojos de los ciegos
y endereza a los que están encorvados.
El Señor protege a los extranjeros
y sustenta al huérfano y a la viuda;
el Señor ama a los justos
y entorpece el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente.
Reina tu Dios, Sión,
a lo largo de las generaciones.
¡Aleluya!”
Salmo 146
5
Dar a la educación
TODO
Un momento decisivo
Hay momentos en la vida (pocos, pero
esenciales) en que es preciso tomar
decisiones críticas, totales y fundantes.
Críticas, porque se ubican en el preciso
límite entre la apuesta y la claudicación, la
esperanza y el desastre, la vida y la muerte.
Totales, porque no se refieren a algún
aspecto particular, a un “asunto” o “desafío”
optativo, a un sector de-terminado de la
realidad, sino que definen una vida en su
totalidad y por un largo tiempo. Es más:
hacen a la más profunda identidad de cada
uno. No sólo suceden en el tiempo, sino que
le dan forma a nuestra temporalidad y a
nuestra existencia. En ese sentido es que uso
el tercer adjetivo, fundantes. Fundan un
modo de vivir, una forma de ser, de verse a
uno mismo y de presentarse en el mundo y
ante los semejantes, una determinada
posición ante los futuros posibles.
Hoy quiero compartir con ustedes la
percepción de que estamos justamente en
uno de esos momentos decisivos. Pero no
individualmente, sino como Nación. Es una
convicción compartida por muchos, incluso
por el Santo Padre, como nos lo dio a
entender en nuestra última visita episcopal a
Roma: la Argentina llegó al momento de una
decisión crítica, global y fundante, que
compete a cada uno de sus habitantes; la
decisión de seguir siendo un país, aprender
de la experiencia dolorosa de estos años e
iniciar un camino nuevo, o hundirse en la
miseria, el caos, la pérdida de valores y la
descomposición como sociedad.
La ciudad de Dios en la
historia secular
Ahora bien, ¿qué nos puede decir la fe
cristiana acerca de este momento crucial,
además de ubicarnos en el estrecho
desfiladero de la libertad, sin destinos
predeterminados en lo que hace al éxito o
fracaso de nuestras empresas humanas?
Permítanme una especie de viaje en el
tiempo para situarme casi mil seiscientos
años atrás, junto a la ventana a través de la
cual un hombre veía terminarse un mundo,
sin ninguna certeza de que después viniera
algo mejor. Me refiero a san Agustín, que fue
obispo de Hipona en el norte de África en los
años finales del Imperio Romano.
Todo lo que Agustín había conocido (y no
sólo él, sino su padre, su abuelo y
muchísimas generaciones más antes que él)
se derrumbaba. Los pueblos llamados
“bárbaros” presionaban sobre los límites del
Imperio, y la misma Roma había sido
saqueada. Como hombre formado en la
cultura grecorromana, no podía menos que
sentirse perplejo y angustiado ante la
inminente caída de la civilización conocida.
Como cristiano, se encontraría en el difícil
lugar de seguir apostando a la esperanza en
el Reino de Dios (que durante demasiado
tiempo, ya entonces, había sido identificado
con el Imperio cristianizado) sin cerrar los
ojos a lo ya inevitable, históricamente
hablando. Y como obispo, se sentía con el
deber de ayudar a sus fieles (y a la
cristiandad toda) a procesar esta catástrofe
sin perder la fe, antes bien, saliendo de la
prueba con una mejor comprensión del
misterio salvífico y una confianza en el Señor
fortalecida.
En aquella época, Agustín, un hombre que
había conocido la incredulidad y el
materialismo, encontró la clave para dar
forma a su esperanza en una profunda
teología de la historia, desarrollada en su
libro La Ciudad de Dios. Allí, superando
ampliamente la “teología oficial” del
Imperio, el santo nos presenta un principio
hermenéutico determinante de su
pensamiento: el esquema de los “dos
amores” y las “dos ciudades”. En síntesis,
éste es su argumento: existen dos “amores”:
el amor de sí, predominantemente
individualista, que instrumenta a los demás
para los propios fines, considera lo común
sólo en cuanto referido a su propia utilidad y
se rebela contra Dios; y el amor santo, que
es eminentemente social, se ordena al bien
común y sigue los mandatos del Señor. En
torno a estos “amores” o finalidades se
organizan las “dos ciudades”: la ciudad
“terrena” y la ciudad “de Dios”. En una, viven
los “impíos”. En la otra, los “santos”.
Pero lo interesante del pensamiento
agustiniano está en que estas “ciudades” no
son verificables históricamente, en el sentido
de identificarse plenamente con una u otra
realidad secular. La ciudad de Dios,
claramente, no es la Iglesia visible: muchos
de la ciudad celestial están en la Roma
pagana, y muchos de la terrena, en la Iglesia
cristiana. Las “ciudades” son entidades
escatológicas: recién en el Juicio Final
podrán visualizarse con sus perfiles
definidos, como la cizaña y el trigo después
de la cosecha. Mientras tanto, aquí en la
historia, están inextricablemente
entremezcladas. Lo “secular” es la existencia
histórica de las dos ciudades. Si
escatológicamente ellas son mutuamente
excluyentes, en cambio, en el saeculum, el
tiempo mundano, no pueden ser
adecuadamente distinguidas y separadas. La
línea divisoria pasa... por la libertad de los
seres humanos, personal y colectiva.
¿Por qué traigo a colación estos antiguos
pensamientos de un obispo del siglo V? Por-
que nos enseñan una manera de ver la
realidad. La historia humana es el ambiguo
campo donde se juegan múltiples proyectos,
ninguno de ellos humanamente inmaculado.
Pero a través de todos ellos, podemos
considerar que se mueven el “amor
inmundo” y el “amor santo” de los que
hablaba san Agustín. Fuera de todo
maniqueísmo o dualismo, es legítimo tratar
de discernir viendo por una parte los
acontecimientos históricos como “signos de
los tiempos”, las semillas del Reino y, por
otra parte, las realizaciones que –
desvinculadas de la finalidad escatológica–
sólo abonan la frustración del más alto
destino del hombre. Es decir, percibir la
realidad a través de una valoración teológica
y espiritual, desde el punto de vista de las
ofertas de gracia y las tentaciones al pecado
que se presentan al libre albedrío.
Teniendo en cuenta este criterio evangélico
me atrevo a compartir con ustedes estas
reflexiones acerca de la realidad actual de
nuestro país y, sobre todo, de los valores que
están en juego en ella. Valores o “amores”:
aquello que atrae y moviliza nuestros deseos
y nuestras energías, orientándonos a la
gracia o al pecado, haciéndonos miembros de
una u otra “ciudad”, conformando el
entramado profundo de nuestra realidad
histórica secular; y –por lo tanto– el camino
concreto de salvación que Dios nos pone
ante nuestros pies. Intentaré entresacar, de
los acontecimientos recientes, algunas
direcciones fundamentales que parece
necesario ubicar, a fin de colaborar con una
búsqueda comunitaria de discernimiento y
conversión, como nos lo propuso Juan Pablo
II.
Conclusión: palabra y
amistad
Finalmente, citemos aquella estrofa en la
cual hemos vista tan reflejado el
mandamiento del amor en circunstancias
difíciles para nuestro país. Aquella estrofa
que se ha convertido en lema, en programa,
en consigna, pero que debemos recordar una
y otra vez:
Los hermanos sean unidos,
porque esa es la ley primera.
Tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea,
porque si entre ellos pelean
los devoran los de ajuera
Estamos en una instancia crucial de nuestra
Patria. Crucial y fundante: por eso mismo,
llena de esperanza. La esperanza está tan
lejos del facilismo como de la pusilanimidad.
Exige lo mejor de nosotros mismos en la
tarea de re-construir lo común, lo que nos
hace un pueblo.
Estas reflexiones han pretendido solamente
despertar un deseo: el de poner manos a la
obra, animados e iluminados por nuestra
propia historia. El de no dejar caer el sueño
de una Patria de hermanos que guió a tantos
hombres y mujeres en esta tierra.
¿Qué dirán de nosotros las generaciones
venideras? ¿Estaremos a la altura de los de-
safíos que se nos presentan?
¿Por qué no?, es la respuesta. Sin
grandilocuencias, sin mesianismos, sin
certezas im-posibles, se trata de volver a
bucear valientemente en nuestros ideales, en
aquellos que nos guiaron en nuestra historia,
y de empezar ahora mismo a poner en
marcha otras posibilidades, otros valores,
otras conductas.
Casi como una síntesis, me sale al paso el
último verso que citaré del Martín Fierro, un
verso que Hernández pone en boca del hijo
mayor del gaucho, en su amarga reflexión
sobre la cárcel:
Pues que de todos los bienes,
en mi inorancia lo infiero,
que le dio al hombre altanero
Su Divina Magestá,
la palabra es el primero,
el segundo es la amistá.
La palabra que nos comunica y vincula,
haciéndonos compartir ideas y sentimientos,
siempre y cuando hablemos con la verdad.
Siempre. Sin excepciones.
La amistad, incluso la amistad social, con su
“brazo largo” de la justicia, que constituye el
mayor tesoro, aquel bien que no se puede
sacrificar a ningún otro. Lo que hay que
cuidar por sobre todas las cosas.
Palabra y amistad. “La Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). No hizo
rancho aparte; se hizo amigo nuestro. “No
hay amor más grande que dar la vida por
los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen
lo que les mando. Ya no los llamo
servidores, porque el servidor ignora lo que
hace su señor; yo los llamo amigos, porque
les he dado a conocer todo lo que oí de mi
Padre” (Jn 15,13-15). Si empezamos ya
mismo a valorar estos dos bienes, otra puede
ser la historia de nuestro país.
Clave de lectura para trabajar
a solas o en grupo
Reflexionamos
– Como un pequeño registro personal,
confecciono una doble columna...
... y anoto en ella los cambios producidos en
mis acciones concretas a lo lar-go de este
itinerario en relación con mi vocación
educadora y con mi inserción en la escuela
católica: ¿Se fortaleció el compromiso? ¿Se
plasmó en algún aconte-cimiento nuevo?
¿Modifiqué alguna acti-tud?¿Me identifico
más o menos que antes con el ideario
institucional? ¿Superé dificultades? ¿Hubo
nuevos aportes de mi parte a la comunidad?
¿Mejoraron mis relaciones interpersonales?
– ¿Estoy venciendo la tentación de obrar por
conveniencia, poniéndome en el camino de
la verdad y del bien?
– ¿Me esfuerzo por construir fraternidad con
mis colegas y superiores?
– ¿Transmito el conocimiento como servicio
y no como lugar de poder?
– ¿Estoy atento “a los más débiles” de mi
comunidad?
Leemos
“Yo, que estoy preso por el Señor, los exhorto
a comportarse de una manera digna de la
vocación que han recibido. Con mucha
humildad, mansedumbre y paciencia,
sopórtense mutuamente por amor. Traten de
conservar la unidad del Espíritu, mediante
el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y
un solo Espíritu, así como hay una misma
esperanza, a la que ustedes han sido
llamados, de acuerdo con la vocación
recibida.”
Efesios 4,1-4
Pensamos
“...La Iglesia está plenamente convencida de
que la Escuela Católica, al ofrecer su
proyecto educativo a los hombres de nuestro
tiempo, cumple una tarea eclesial,
insustituible y urgente. En ella, de hecho, la
Iglesia participa en el diálogo cultural con
su aportación original a favor del verdadero
progreso y de la formación integral del
hombre. La desaparición de la Escuela
Católica constituiría una pérdida inmensa
para la civilización, pa-ra el hombre y para
su destino natural y sobrenatural.”
La Escuela Católica I,15
Oramos
“Oh Dios, tú que siempre has llevado
la vida a su perfección plena
mediante el paciente crecimiento,
dame paciencia para guiar
a mis alumnos a lo mejor en la vida.
Enséñame a usar los móviles
del amor y el interés;
y sálvame de la debilidad de la coerción.
Ayúdame a vitalizar la vida
y a no limitarme a ser un mercader de
hechos.
Que yo sea tan humilde
y que me mantenga tan joven
que pueda continuar creciendo
y aprendiendo mientras enseño.
Que pueda aprender las leyes
de la vida humana tan bien que,
redimido de la insensatez
de la recompensa y el castigo,
pueda ayudar a cada uno de mis alumnos
a encontrar una devoción
suprema que los impulse a darse por entero.
Y que esa devoción concuerde
con tus propósitos para el mundo.
Concédeme la gracia de luchar, no tanto
para ser llamado maestro sino para serlo;
no tanto para hablar de ti sino para revelarte;
no tanto para referirme al amor
y al servicio humano, sino para poseer
el espíritu del amor y el servicio;
no tanto para referirme a los ideales de Jesús
sino para revelarlos en cada acto
de mi enseñanza.
Líbrame de sumergir mis labores
en la mediocridad
ayudándome a tener siempre presente
el pensamiento de que,
de todas las actividades humanas,
la ENSEÑANZA es en gran medida,
la tarea que tú has estado haciendo
a través de todas las generaciones. Amén.
Wallace Grant Fisk
Del mismo autor:
HAMBRE Y SED
DE JUSTICIA
Desafíos del Evangelio para
nuestra patria