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Cartas sobre autoformación

Romano Guardini

Carta Primera

Sobre la alegría del corazón

Queremos tratar de tener un corazón alegre. No divertido, que es algo totalmente diferente.
Ser divertido es algo exterior, ruidoso, fugaz. En cambio la alegría vive en el interior, silenciosa, con
raíces profundas. Es la hermana de la seriedad; donde está una, se halla también la otra.
Ahora bien, existe ciertamente una alegría sobre la que no se tiene domino. Me refiero a esa
alegría que lo invade a uno, grande y profunda, de la cual dice la Sagrada Escritura que es como un
río; o esa alegría sonriente que todo lo transforma, todo lo baña de luz: esta alegría viene y se va a su
antojo. Frente a ella lo único que nos cabe es recibirla cuando viene y resignarnos cuando se va. O
esa alegría que brota de la fuerza y la confianza en la juventud; o esa otra, poco común, que se da en
hombres elegidos y que brilla desde la claridad interior de su ser; sobre esta clase de alegría uno no
tiene domino: se da o no se da. Sin embargo, aún aquí está en nuestras manos el cuidarla o el
desperdiciarla.
Pero aquí vamos a hablar de una alegría a la que se le pueden preparar los caminos. De una
alegría que todos podemos tener, independientemente del carácter de cada uno. Una alegría
independiente de las horas buenas y malas, de días en que nos sentimos llenos de energía o cansados.
Vamos a reflexionar, pues, sobre cómo abrirle camino a esa alegría. No procede del dinero, de una
vida confortable o de los honores, aún cuando todo esto pueda influir sobre ella. Su origen está más
bien en cosas nobles: un buen trabajo, una palabra amable que se ha oído o que uno mismo ha dicho,
el haber luchado con valentía contra algún defecto o el haber logrado una visión clara en una
cuestión difícil.
Pero todavía no es esto tampoco la auténtica fuente de la alegría. Esta fuente se halla más
honda aún, en el corazón mismo, en su interior más profundo. Allí mora Dios, y Dios mismo es la
fuente de la verdadera alegría. La alegría que interiormente nos ensancha y nos da claridad; que nos
hace ricos y fuertes e independientes de los acontecimientos externos. Cuanto nos sucede
externamente ya no nos puede afectar, si interiormente estamos alegres. El que es alegre tiene una
adecuada postura frente a todas las cosas. Lo que es bello lo percibe en su verdadero resplandor. Lo
duro y difícil lo recibe como prueba de su fuerza; se enfrenta valientemente con ello y lo supera.
Puede dar generosamente a los demás sin empobrecerse. Pero posee también un corazón abierto para
poder recibir en la debida forma.

Pero si la alegría viene de Dios y Dios habita en nuestro corazón, ¿por qué no la sentimos?
¿por qué estamos tantas veces de mal humor, tristes y oprimidos? Sencillamente, porque la fuente de
donde mana está enterrada.
¿Cómo, pues, se abre cauce a la alegría? ¿cómo hacer que irrumpa en el alma? Esta es la
cuestión.
Es necesario unir nuestro ser más íntimo con Dios. Para ello hay muchos medios. Se puede
procurar intimar con Dios en el fondo del alma; tornarse frecuentemente a El y luego quedarse allí a
solas en el silencio interior. Quizá tú mismo sepas aún otros caminos. Yo, por mi parte, quisiera
proponerte el siguiente, que es particularmente apropiado.
Lo íntimo nuestro lo determina nuestra voluntad. Allí debemos estar en unión con Dios;
entonces su alegría puede entrar en nosotros. Tan pronto como nos dirigimos a Dios y le decimos
sinceramente: “Señor, yo quiero lo que Tú quieras”, queda franco el camino a la alegría de Dios. Y
una vez que hayamos logrado pensar siempre así y que nuestra voluntad más íntima esté orientada
sincera y constantemente hacia Dios, entonces seremos alegres, pase lo que pase afuera.

Por cierto que este dirigirse a Dios debe tener ya algo afín a la alegría: debe ser espontáneo,
no receloso o desconfiado. Tiene que ser libre y animoso. Hemos de decir llenos de gozosa
confianza: “Dios fuerte, lo que Tú quieras eso quiero yo”. Se trata, pues, de luchar por unir nuestra
voluntad con la de Dios.

Pero, ¿dónde vemos lo que Dios quiere? Para eso no precisamos largas consideraciones y
grandes planes. Lo encontramos en lo más ordinario: en el momento presente. Habrá que tomar a
veces también decisiones importantes y trazar proyectos de alto vuelo. Entonces es el “momento”
para ello. Vale por lo tanto lo que decíamos: lo que es necesario ahora, lo que es mi obligación, eso
es la voluntad de Dios. Si hacemos eso, Dios nos llevará de una acción a otra. Porque cada momento
con su obligación es un mensajero de Dios. Si le escuchamos, nos disponemos para comprender y
cumplir bien el próximo mensaje. De esta forma realizamos paso a paso la obra de nuestra vida.

Así, pues: captar claramente lo que Dios quiere de mí ahora. Darle un “sí” decidido y libre y
manos a la obra. Entonces seremos alegres.

Ahora hemos llegado al punto de poder comenzar. Por lo demás, debes seguir reflexionando
por ti mismo. Resumamos, pues, lo que encontramos hasta aquí en una firme decisión.
Preguntémonos con frecuencia durante el día, por ejemplo, antes de cada labor o cuando ocurre algo
nuevo: ¿qué quiere Dios de mí? Para descubrir su voluntad miremos lo que está delante de nosotros;
no busquemos lo que se nos acomoda o nos resulta más grato. Preguntémonos honradamente: ¿qué
tengo que hacer yo ahora? Pero en esto cuidemos de no dejarnos engañar. ¿Engañar? ¿Por quién?
¡Por nosotros mismos! Por nuestro capricho, nuestra inconstancia y nuestra pereza. Debemos
volvernos incorruptibles. Debemos querer ver bien claro cómo la cosa es en realidad.

Después, decisión: “¿esto tengo que hacer yo ahora? Sí, Señor, ¡gustoso!” La última palabrita
es la decisiva. De ella depende todo. No a disgusto; no porque no hay más remedio; no a desgano,
sino con gusto. Esta palabra hay que pronunciarla con el interior, no sólo con el pensamiento o
simplemente con los labios. Hay que decirla con la voluntad y cada vez más adentro. ¿Comprendes
esto? Tiene que penetrar cada vez más profundamente en el corazón. Porque dentro reside mucha
repugnancia que se le opone. Repugnancia que es necesario vencer con la palabrita “gustoso”. Allí
donde hay todavía apatía y pereza tiene que ir penetrando la palabra como una luz clara y potente,
cada vez más profundamente, más radicalmente, hasta que todo sea claridad delante de Dios: “Señor,
yo quiero”. Entonces te sentirás alegre.

Así hizo Nuestro Señor. Toda el alma de Jesús era sincera y de alegre disposición. “¡Yo hago
siempre la voluntad de mi Padre!” Y luego, manos a la obra: trabajo, obligaciones, un juego, una
renuncia… ¡Lo que sea!

Créeme: si logras hacer así “de buena gana” todas las cosas, adquirirás una fuerza alegre que
puede con todo sin límite alguno. ¡Porque Dios está en ello! Eso sí, es necesario renovar
constantemente esta predisposición, sobre todo cuando a uno se le hace difícil, cuando empieza a
frenarse el primer impulso, cuando algo adverso se pone de por medio. Repetir con energía: ¿qué
importa? ¡Con mucho gusto! ¡Y a ello!
Pero también tenemos un cuerpo que no debemos olvidar. Cuando el hombre está abatido,
¿qué hace el cuerpo? Se relaja. En cambio cuando el hombre está alegre, el cuerpo se pone erguido.
Esta es la alegría del cuerpo: una postura erguida.

Otro ejercicio, pues, ha de ser este: mantener nuestro cuerpo erguido. La cabeza elevada, la
frente abierta a la luz, los hombros hacia atrás; al andar mover con libre naturalidad los pies y no
apoyarse sin necesidad al estar sentado.

Pero también erguidos interiormente, no sólo por fuera. El cuerpo tiende de suyo a relajarse;
y entonces todo se torna apático y difícil. Por eso hay que erguirse también interiormente. Y cuando
nos hallamos abatidos, con más razón. Firmemente erguidos exterior e interiormente. Y luego
limpieza en el alma. Cuando se entra en un cuarto sucio, maloliente, sin ventilar, se abren puertas y
ventanas; que entre aire y luz y luego se barre. ¡Fuera con la basura y el polvo, fuera!

Pues exactamente así hay que hacer dentro con el aposento de nuestra alma, hasta que todo
quede resplandeciente y limpio. ¡Así! Y ahora: ¿qué hay que hacer? ¿Esto? ¡Con gusto! Y
valientemente manos a la obra…

Todavía otra cosa: también hemos de procurar tener en nuestro cuarto una fuente de alegría.
¿Qué puede ser? Por ejemplo, una planta. Alegra verla crecer, verdecer y florecer. Puede también ser
un cuadro alegre, un paisaje que uno conoció. Llénate con ello los ojos de tanto en tanto: “¡qué
inmensidad! ¡Qué fresco está el bosque! ¡Qué claro el cielo! ¡Qué despejadas las cumbres! ¡Esto es
mío; todo mío!” … Puede ser una canción. ¡Cántatela! Enseguida sentirás claridad en el alma. O una
bella poesía; viene a ser como un refresco en un viaje largo y polvoriento. ¡Después otra vez a la
tarea!
Demos ahora una mirada a los grandes enemigos de la alegría. El dolor no pertenece a ellos.
El dolor da fuerza y hondura. Capacita para el verdadero gozo. Déjalo entrar tranquilo en el corazón.
De él hablaremos en otro momento.
Hay dos verdaderos enemigos, que es necesario exterminar: el mal humor y la melancolía. El
mal humor procede de las pequeñas contrariedades del día; de un corazón sensible que todo lo toma
a mal, siempre quejoso, que no puede reír ni perdonar ni pasar por alto tantas cosas… ¡Fuera con él!
¡Son alimañas en el alma! Hay que echarlas fuera, y al principio, tan pronto como aparezcan,
inmediatamente.

El otro es la melancolía. Un poder siniestro que corroe el alma, cuando se le da cabida. Pero
se la puede dominar, créeme. ¡Se puede! Sólo con una condición: en cuanto se la localiza, al instante
contra ella, como decíamos antes. Pero ¡al instante! Y no andarse con bromas. Una vez que logra
instalarse adentro, no te dejará en paz durante el día, y aún quizá a lo largo de varios días.

Y para concluir, una pequeña ayuda: por la noche, al acostarnos, digámonos tranquilos y
confiados: mañana viviré alegre. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres, erguidos y
libres a lo largo del día, trabajar, jugar, tratar con la gente: “¡Así seré yo mañana todo el día!”.
Digámonos esto varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará toda la noche silencioso
en el alma, pero seguro, como los duendes de los cuentos. No lo notamos; pero al despertar está todo
mucho más claro… Entonces repitamos lo mismo: “Hoy viviré todo el día alegre”. Todo el día
contigo, Señor, y siempre alegre. Y esto cada mañana, cada noche; sin dejarnos desanimar por
ningún fracaso. Al concluir el día, examinémonos: ¿he luchado hoy bastante? Hagamos cuentas con
nosotros mismos, y luego renovemos el propósito: ¡mañana seré mejor!
Ahora algunas cosas sobre las que puedes meditar o platicar con otros. No son más que
brevísimas indicaciones: Evangelio de San Mateo, 6, 16-18. Cuando se ve lo poco que se ha hecho
en el pasado y cuánto hay de desacorde en uno mismo. –Cuando no se logra lo que se pretende. –
Cuando no se es comprendido en casa, en la escuela o en cualquier parte. –Cuando lo que exige el
momento es demasiado difícil. –Cuando algo nos repugna. –El desaliento. –La enfermedad. –Cuando
ya nada produce alegría. –Falsas alegrías. –De cuántas cosas podemos todavía alegrarnos. –La
gratitud para con las alegrías del momento. -¿Cómo se echa a perder una alegría?
CARTA SEGUNDA

Sobre la veracidad de la palabra

Toda la juventud auténtica y vital está bajo el signo de la veracidad. Cuanto de grande y
duradero hay en ella ha nacido del espíritu de veracidad. Sólo aquél que está animado por una
voluntad seria, fuerte y alegre de veracidad, posee auténtico espíritu juvenil. Debe sentir el afán de
salir de toda mentira, de tornarse auténtico en su sentir y de no engañarse a sí mismo; debe luchar por
formarse una opinión bien definida acerca de lo que es natural y puro; debe hacerse sencillo en su
manera de ser, sincero con Dios, los hombres y consigo mismo. Debe tener valor para mirar las cosas
de frente y responder de sus convicciones.
Pero tal resolución de ser veraz no debe implicar arrogancia. No debe significar el afán de
imponerse, de constituirse en juez de todo, de saberlo y juzgarlo todo y de exponer el propio sentir y
parecer como infalible. Esto no sería veracidad, sino soberbia. Nuestra veracidad tiene que estar al
servicio de Dios. El ser veraz no tiene otro sentido que aproximarnos a Dios. Queremos hacer
verdadero nuestro ser y nuestra vida para conformarlos a El. El debe gobernar en todo cuanto
hacemos y somos. Debe venir a nosotros su Reino. Y esto sucede por la veracidad, pero sólo cuando
es humilde. No debemos buscarnos a nosotros mismos en ella, sino a Dios, porque El es la verdad.
Entonces es cuando nuestra vida se hace Reino de Dios. Cuando uno, por ejemplo, contesta
sinceramente a una pregunta, en la palabra está Dios. Cuando uno sirve a una gran causa sin
segundas intenciones, en su obra reina Dios. Cuando dos personas mantienen fielmente una amistad,
en esa amistad reina Dios. En aquellos hombres pues, que son veraces y obran, hablan y piensan con
veracidad, está el Reino vivo de Dios.

He aquí una maravillosa misión: hacer una morada en el mundo humano para el Dios de la
verdad, extender su Reino para que en él pueda vivir y reinar. ¿Cómo? Trabajando para que en todas
partes reine la verdad. Hay en el mundo mucha mentira e inautenticidad, falsedad, ficción e
hipocresía. Donde ellas están no reina Dios, porque allí está el reino de las tinieblas. Contra este
reino tenemos que luchar nosotros. Tenemos que extender el reino de la luz de Dios. Pero ¿de qué
manera? No pronunciando discursos contra la mentira. Esto no tiene ningún objeto. Hemos más bien
de cuidar que todo lo que nosotros decimos y hacemos, todo nuestro modo de ser sea verdadero.
Cada palabra que decimos, cada obra que realizamos son una batalla ganada para la causa de Dios.
Cada una de ellas conquista para su reino un palmo de tierra humana.

¿No es esto magnífico? ¡Cuán repetidas veces el Salvador habló de la verdad…! De los
hombres que proceden de la verdad y de los que proceden de la mentira… Es ciertamente una cosa
muy grande el haber sido elegidos para luchadores de Dios, para ensanchar con cada obra su reino y
protegerlo con valentía. Para instaurarlo todo en la verdad, para que todo sea reino viviente del Dios
de la verdad. ¡Y cuánta alegría le produce a uno pensar en esto! ¡Qué fuerte y seguro del triunfo se
siente uno! Es como si una luz esplendorosa penetrara en el alma e hiciera todo grande y luminoso.

Ahora tenemos que buscar el lugar exacto en el reino de las tinieblas en donde con mayor
garantía de éxito podamos clavar una cuña que haga saltar en pedazos su poder. Este lugar es distinto
en cada uno de los hombres. Para muchos acaso se trate de decir la verdad. ¿Cómo se explica que
uno no la diga? Por ejemplo, por temor. Se ha cometido una falta y se ven venir ya las desagradables
consecuencias. Entonces se cede: se miente. Otro caso: se está ridiculizando una cosa; se hacen
chistes sobre un individuo, sobre la religión o sobre cualquier otro tema. Por ahí alguien hace una
pregunta y uno en realidad debería responder conforme a su convicción, pero teme las caras burlonas
y reniega de sus convicciones. También la vanidad puede conducir a la mentira. Por ejemplo, uno
pretende ser alguien, en casa o entre los compañeros. Pero lo que en realidad es y sabe, no es
suficiente para ello pues los demás dicen que no es nada extraordinario; entonces agranda las cosas.
Otro es envidioso y celoso, por eso denigra a los que son más capaces y fuertes que él. O uno quiere
sacar ventajas en el juego y por eso tergiversa las cosas. Hasta la fidelidad puede llevar a la mentira.
Un amigo padece una necesidad y uno se cree obligado a ayudarlo aún a costa de una mentira.

Tales mentiras pueden ser groseras, desfigurando totalmente la realidad. Así, por ejemplo,
decir: “yo no fui”, en vez de “sí, fui yo”, “lo he hecho todo”, en lugar de “no he hecho absolutamente
nada”. También pueden ser más sutiles, como cuando se dice: “he estado allí muchas veces”
debiendo decir tan sólo “algunas veces”, “vendré ciertamente”, en vez de “acaso”. Y pueden ser
ligerísimas, como un suave céfiro, que corre rápido sobre el espejo de agua. Pueden estar en el modo
de decir una palabra, en el tono, en la expresión del rostro. En todos estos casos han triunfado las
tinieblas sobre la luz. En este punto hay que atacar.

Decir siempre la verdad; en lo grande y en lo chico. Así cada palabra será una victoria de la
causa de Dios.

Esto no es cosa fácil. ¡De verdad! Cuando amenaza una humillación en la clase, cuando todos
alrededor miran a uno, cuando se espera una escena en casa o se quisiera eludir una discusión con los
amigos; cuando vemos que nuestras convicciones son contrarias a las de los demás, entonces se nota
qué fuerza tiene el reino de las tinieblas. Sensibilidad, temor, interés, cuidado, deferencia, amor,
fidelidad: todo puede confabularse contra uno; todo lo malo y todo lo bueno, hasta tal punto que se
ahogue la verdad antes de llegar a los labios.

En el momento que logremos romper esa malla, habremos abierto para Nuestro Divino Señor
una amplia brecha por entre las filas de los enemigos. Habremos prestigiado la verdad. Y el Dios de
la verdad podrá hacer su entrada.

Pero hay algo más. La verdad es una espada que se esgrime por Dios. Puede llevar a cabo grandes
hazañas, pero también ser un instrumento de destrucción. El Señor dijo un día una sentencia muy
significativa: Nos advirtió que debes ser “simples como palomas y prudentes como las serpientes”.
¿Qué quiso decir con esto?

Debemos ser “simples”. Es decir, no falsos y dobles. Nuestra palabra debe ser sencilla y
sincera. Hasta aquí es fácil de entender. Pero también exige que tenemos que ser “prudentes”, lo cual
no significa “ladinos” o “astutos”. ¿Qué pues? Yo lo entiendo así: la palabra es algo fuerte, agudo…
Cuando hablamos no se dirige nuestra palabra a una pared fría o al duro suelo, sino a un viviente
corazón humano. Allí puede producir diversos efectos. Puede liberar, alentar, alegrar. Puede también
herir y abatir. Por ejemplo, alguien tiene un amigo que cometió una falta. Si uno ahora le manifiesta
francamente a aquél lo que piensa sobre su amigo, ciertamente no es más que la pura verdad. Peor
¿qué efecto produce?

El Señor dice: “Di la verdad, pero dila prudentemente. Atiende a quien la dices. Sé cuidadoso,
para no herir a nadie. Y cuanto más duro sea lo que has de decir, tanto más cauto has de ser”.

Más aún: la verdad es algo precioso. Algunas verdades son particularmente delicadas y
santas. Ciertas personas son incapaces de comprenderlas. Al menos en ciertos momentos, como
cuando están de juerga o airados. O cuando están muchas personas juntas, por lo general no tienen
comprensión para una verdad sutil porque la masa vuelve fácilmente inculta a la gente. Una canción
íntima no es apropiada a una marcha por la carretera. O cuando todo desborda de alegría a nadie se le
ocurrirá leer una profunda poesía. De la misma manera hay muchas oportunidades en que una
hermosa verdad está fuera de lugar. Por eso dice el Señor: “Di la verdad, pero dila en tiempo
oportuno. No la digas cuando no tiene ningún objeto, cuando no sería comprendida, cuando con ella
harías más daño que provecho. También la verdad tiene su tiempo y su lugar. Hay ocasiones en que
es preciso saber callar”.

Todo esto significa ser “prudente”. Se ha de decir la verdad cuando es oportuno. Y si esto es
así, no se puede hablar al buen tuntún, sino que hay que ponerse en contacto –a través de los ojos y
del alma- con aquél a quien se habla. Hay que tender las antenas del espíritu, para palpar el ambiente
y adivinar el efecto que producirán nuestras palabras en el que las oiga. Hemos de saber advertir
oportunamente si hieren. Si lo notamos, naturalmente no debemos mentir –esto es claro-; pero nos
esforzaremos para hablar con tal tino que el otro caiga en la cuenta que llevamos las mejores
intenciones. Entonces no le herirá la verdad. También debemos notar a tiempo cuando una verdad
valiente o una verdad sutil no halla comprensión o es totalmente inoportuna. Si lo notamos, no
debemos mentir, ciertamente, pero debemos callar. Todo esto es difícil pero se logra poniendo buena
voluntad. Y aquí tenemos que reflexionar un poco más profundamente sobre la veracidad. Mira, hay
hombre que quieren la verdad. Pero la usan como un garrote y no se preocupan del daño que pueden
causar con él. Pero debemos aprender a ser realmente veraces y a la vez delicados. Otros la exponen
a cualquiera, juegan con ella y la arrojan como una mercancía sin valor. Debemos decir siempre a
verdad, pero también tenerla en gran estima. Y esto se aprende queriendo el bien de ella. También
puede ser de otra manera. A veces se llama a algo veracidad y, en el fondo, no es más que afán de
dominar, espíritu de contradicción, atropello. Cuántas veces se dice al verdad, sí; pero entre ella y
una bofetada no existe ninguna diferencia, únicamente que en un caso se hiere con la mano y, en el
otro, con la palabra. Pero en ambos tenemos la misma dureza en los ojos y en el corazón. Otras veces
se dice la verdad, pero por pura vanidad. También con la veracidad puede uno vanagloriarse. Cuando
uno quiere mostrar a todos que no tiene miedo, que es todo un hombre. “Decir la verdad” puede
convertirse en una especie de deporte.

Semejante veracidad no edifica, sino destruye. Procede de egoísmo, vanidad y violencia.


Hiere y abate. Piensa en tantas conversaciones donde se habló con “franqueza”. ¿A veces no se
asemejaban después los corazones a un campo de batalla: llenos de heridas, amargura y destrucción?

Ahora bien, esto no quiere decir que uno tenga que ser blando y tener miedo a
enfrentamientos. De ninguna manera. Una lucha con las blancas armas del espíritu es estupenda. Lo
que hay que decir, se dice por duro que sea; esto es claro. Y si alguno no puede aguantar la verdad,
no se le puede ayudar. Pero también es bueno examinarnos a nosotros mismos para ver si nuestras
expresiones proceden realmente de “la verdad”. Debemos decir la verdad pero “con prudencia”, que
en este caso equivale a decirla “con amor”. Entonces lograremos también no deshonrar la verdad.
¿No has sentido a veces la impresión de que una verdad delicada, sublime, es arrojada a un lodazal?
Es que fue dicha a destiempo, en ocasión no propicia. Muchos llaman a esto “ser franco”, y en
realidad no es más que un zamarreo de cosas serias e íntimas que deben mantenerse dentro o
hablarse muy raras veces y en ocasiones especiales. Algunos piensan que tiene que decir a toda costa
esto o aquello, porque la veracidad lo exige. Pero en realidad no es más que un charlatanear
imprudente que simplemente no puede contenerse. Repito que todo esto no quiere decir que debamos
ser temerosos. Lo que haya que decir se dice, le caiga bien o mal al interlocutor. Y hay que estar
también preparado para aceptar las consecuencias. Pero es bueno analizar si lo que decimos tiene su
raíz en “la verdad”. La verdad debe ser dicha; pero con prudencia, que ahora significa decirla “con
respeto”.

Quizá tengas la impresión de que aquí siempre se dice: “así y también así. Por un lado y por
otro”. Quizás preferirías que se dijera: di la verdad contra viento y marea, dila sin consideración, a
cualquiera, en cualquier lugar y a toda costa. Cierto, esto sería más fácil. Incluso tendría visos de más
grandioso y decidido. Y tampoco se necesita esforzar mucho la inteligencia y el corazón. Pero piensa
simplemente en las consecuencias que esto reportaría. Enseguida verás que no puede ser. Esto es
justamente lo difícil: que no se puede separar la verdad del amor.

Dios no es solamente la verdad, sino también el amor. Y sólo mora en la verdad que brota del
amor. Y Dios no es solamente la verdad, sino también el respeto vivo en persona. Y Él se alegra
únicamente de la verdad que está unida al respeto.

Esa falsa veracidad no tiene consistencia y se derrumba el día menos pensado. Solamente
tiene consistencia la que brota de una intención pura y se esfuerza por permanecer en el amor a los
demás y en el respeto a la nobleza de la verdad misma.

Tratemos, pues, de ser incondicionalmente veraces teniendo al mismo tiempo consideración


por el prójimo. Ser incondicionalmente veraces, pero saber también cuándo es hora y oportunidad de
hablar y cuándo no. Con tal veracidad construiremos el reino de Dios.

¿Y no podernos encontrar algún medio para esto, para que el cuerpo también coopere? El
cuerpo puede mucho; tanto para el bien como para el mal.

Te daré un consejo: en la conversación mira al interlocutor en los ojos. ¿Por qué esto? Ante
todo porque así tenderemos un puente entre él y nosotros. Esta mirada franca está diciendo: debes
ver que no se oculta ninguna segunda intención detrás de mis palabras, y yo quiero saber esto mismo
de Ti. Ambos queremos saber a qué atenernos el uno respecto del otro. El que miente evita la mirada
del otro, si es que no ha perdido ya toda vergüenza. Teme que el otro pueda leer en sus ojos que se
encubra algo detrás de sus palabras. El mirarse siempre abiertamente a los ojos es una expresión
viva de la voluntad incondicional de ser sincero.

Además, de esta manera entramos en estrecho contacto con quién hablamos, pues observamos
el efecto que nuestras palabras van produciendo. Vemos cuándo hemos ido demasiado lejos y
podemos subsanarlo. Notamos cuándo nuestras palabras no han encontrado un suelo propicio y
podemos callar.

Tampoco esto resulta sencillo. Puede uno ser sincero de corazón y, sin embargo, no poder
mirar al interlocutor firmemente en los ojos. Esta firmeza es en gran parte cosa de los nervios. Por
eso debemos ejercitarnos. No como un deporte puramente corporal, sino para ayudar a la voluntad en
sus deseos de ser sincera.

¿Y sabes dónde se aprenden cosas respecto a la veracidad de la palabra que no se descubren


en ninguna otra parte? En el silencio y la soledad. Las palabras tienen una fuerza propia. Una vez
sueltas, empiezan a rodar por sí solas como las piedras por la pendiente. Las palabras encierran una
gran tentación. Aquel a quien ellas llegan a dominar, se torna mentiroso sin saber cómo. Entonces se
dicen las palabras por las palabras mismas; por lo que en ellas brilla y suena, traicionando de este
modo la realidad. En cambio, Si sabemos vivir en silencio, las palabras pierden ese poder y nos
situamos frente a la cosa. Ella nos habla, la oímos y notamos si la hemos servido o hemos jugado con
ella.

Quizás hayas hecho ya esta experiencia. En el colegio ha habido una discusión. Se formó un
grupo; te entusiasmaste y echaste a discursear; las palabras fluían incontenibles y sonaban poderosas
y magníficas; estabas como arrebatado. Un par de días más tarde pensaste en silencio sobre aquello.
De pronto se te abrieron los ojos. Caíste en la cuenta de cuán vacías eran esas palabras. ¡Palabrería
teatral! Sentiste cuán injustas fueron con los demás, cómo revelaron cosas demasiado preciosas para
esa ocasión. ¡Oh, en esos momentos puede presentarse todo esto tan claro, tan dolorosamente claro
que se nos arde el alma de vergüenza e ira!

La otra fuerza que nos lleva a la mentira es la proximidad de los hombre. Junto a ellos es
donde se despierta la vanidad, la envidia, el interés, el egoísmo, todo lo malo que arrastra a la
mentira. En la soledad, en cambio, todo esto se desprende y nos quedamos desnudos ante Dios y
nuestra conciencia. Entonces nos sentimos libres y vemos claro.

Estamos por ejemplo en un grupo y se cuenta una cosa cualquiera. ¡Qué fuerte la tentación de
deformar la verdad para hacer un chiste con el único fin de provocar la risa de los demás! ¡O de
fanfarronear para que los demás nos admiren! Al encontrarse uno después solo, desaparece por
completo el hechizo. Se lleva uno la mano a la cabeza: “¿Cómo pudiste hablar así? ¡Por una risa, por
una mirada de admiración…!”

Aprendamos, pues, el arte de callar. Ya en la conversación no digamos nada de que no nos


sintamos seguros. A veces incluso conviene callar, por más seguridad que se tenga; y en vez de
hablar, escuchar y pensar.

Vayamos algunas veces a la soledad, lejos de los hombres. Solos en un viaje: solos en nuestro
cuarto; solos en una iglesia y permanezcamos allí en un verdadero silencio. Existe también un
parloteo interior. Aún éste debe callar: solo ante Dios y mi conciencia. Y ahora reflexionemos sobre
algo importante. Pero dejemos que la cosa hable. Esto significa: contemplarla, abrirle nuestro
corazón, tratar de entenderla verdaderamente. Esto torna nuestra palabra, cuando tenemos que hablar,
más plena y verdadera.

O si hemos tenido alguna conversación , preguntémonos en la soledad: ¿Señor, cómo fue?


¿He hablado para Ti o para mí? ¿He dicho la verdad o no? ¿La he dicho con respeto o amor? Así
aprendemos en la soledad a estar con los hombres como es debido. Y el silencio nos enseñará a
hablar bien.

Por la noche preguntémonos otra vez: ¿cómo me he conducido hoy, esta mañana en la clase,
en las conversaciones, en casa? Seamos severos con nosotros mismos, pero sin angustiarnos. Si
tienes tendencia de escrúpulos deja el examen de la noche. Si no la tienes, examínate atentamente:
¿He luchado por el reino de Dios? ¿He contribuido a que crezca su reino o he abandonado mi puesto
en la lucha? ¿He dicho la verdad con amor o la he dicho sin consideración alguna? ¿La he dicho con
respeto o la he desperdiciado a destiempo? ¿He trabajado por la verdad o he contribuido al
escándalo, la disensión, la violación? Da cuenta de todo a Dios y pídele fuerza para hacer mejor las
cosas al día siguiente. Y antes de dormir hunde profundamente en el alma un pensamiento creador:
mañana seré todo el día veraz… mañana tendré limpia la mirada… la palaba franca y serena… seré
prudente, considerado, pero firme… Esta será mi conducta de mañana.

Para reflexionar: ¿qué harías si vieses a un amigo en necesidad y se te ocurriese que podías
solucionar sus cosas con una mentira? –L mentira junto a la cama del enfermo. –Las mentiras de
cortesía. –Los modos de hablar del ambiente que nos rodea. –Cuando uno siente antipatía hacia
alguien. –Prudencia y astucia. –Consideración y respeto humano. –Consideración y falta de
confianza en sí mismo. –En la conversación: lucha recia y alegre y caballerosidad con el adversario. -
¿Cuándo hay que decir a uno lo que se piensa de él? –El callar paciente. –Callar por amor. –Callar
por humildad. –Hablar implica actuar.

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