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Luciano Lutereau

Marina Esborraz

Celos, seducción
y vergüenza
Proust, Kierkegaard, Sartre
Lutereau, Luciano y Esborraz, Marina
Celos, seducción y vergüenza : Proust, Kierkegaard, Sartre
- 1a ed. - Adrogué : Ediciones La Cebra 2019.
96 p. ; 21,5x14 cm.

ISBN 978-987-3621-64-2

1. Ensayo Argentino.
I. Título.
CDD A864

© Luciano Lutereau y Marina Esborraz

© De esta edición,
Ediciones La Cebra, 2019

Editorxs
Ana Asprea y Cristóbal Thayer

edicioneslacebra@gmail.com
www.edicioneslacebra.com.ar

Esta primera edición de Celos, seducción y vergüenza, se terminó


de imprimir en el mes de julio de 2019 en Encuadernación
Latinoamérica, Zeballos 885, Avellaneda
Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
Índice

Introducción
Por amor a la literatura 7
Clínica de la mirada 10
Clínica y literatura 13

Amor, deseo y goce en la vida amorosa 17


El deseo en el hombre 20
El goce de la mujer 23
Interpretaciones del deseo 26
Una mujer lacaniana 28

Proust y los celos 35


Variedad clínica de los celos 37
Celos y envidia 41
Los celos proustianos 45

Kierkegaard y la seducción 53
La fascinación y el flechazo 57
El donjuanismo 63
El seductor kierkegaardiano 67

Sartre y la vergüenza  73
Vergüenza, pudor y timidez 76
Actualidad de la vergüenza  79
Vergüenza y mirada 82
La vergüenza sartreana 89

Bibliografía 95
Introducción
Por amor a la literatura

Este seminario surge de un poema del escritor argentino


Ignacio Molina:

Volvamos por favor


aunque sea por un instante
a nuestro idioma anterior

(ahora que para comunicarnos


usamos el idioma que usan todos
se me hace imposible mirarte)

El título del poema –que es también el título del libro en que


se encuentra incluido– “El idioma que usan todos” (2012)
permite trazar un conjunto de distinciones preliminares al
propósito de abocarse a la cuestión de la vida amorosa.
En primer lugar, el poema busca dar cuenta de ese idioma
singular que se descubre en la vida amorosa –cargado de re-
ferencias personales que los oyentes extraños no comparten
(por ejemplo, los apodos amorosos, que, eventualmente, re-
sumen cierta degradación, en el sentido freudiano, del par-
tenaire; esto es, su reducción a un objeto: “Gordo”, “Bicho”,
“Chanchi”, etc.)–. Ese idioma del amor se constituye con los
signos de la intimidad, y quizá difícilmente se lo pueda llamar
un lenguaje: en última instancia, quien lo aprende inventa un

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Celos, seducción y vergüenza

idioma nuevo, el de una experiencia irreductible, que resiste a


ser puesta en palabras. No obstante, en el límite del discurso,
el enamorado busca todo el tiempo el recurso a la palabra,
por ejemplo, en las teorías que puedan elucidar el nacimiento
de su amor –con las cuales, cada pareja, al igual que los niños
con las teorías sexuales infantiles, fragua sus propios mitos de
origen (acerca del modo en que se conocieron, el día en que se
vieron por primera vez, etc.), donde importa menos la exac-
titud del relato que la verdad de la ficción que se propongan
vivir–.
En segundo lugar, el poema de Molina esclarece la distan-
cia entre ese idioma íntimo y un idioma común. Este último
es el que sirve a los fines de la comunicación, esto es, se trata
de un idioma práctico, el idioma que una pareja debe utili-
zar para, una vez separados, resolver cuestiones concretas:
¿quién se quedará con los cuadros? ¿A dónde irán los mue-
bles? ¿Cómo se repartirán los “objetos” que eran de los dos
(los libros, las fotos, la cama)? En el límite del amor, el duelo
se presenta como esa experiencia en que cada uno habrá de
encontrar lo que esa pareja se llevó… y lo que a cada uno le
queda como resto del tiempo vivido juntos.
En el pasaje del idioma íntimo al idioma común se regresa
a un mundo de medios y fines, que denota –de modo indi-
recto– el carácter “inútil” de la vida amorosa: todo enamora-
do sabe, de alguna manera, que el deseo es mucho más una
apuesta que una garantía; que el amor requiere del esfuerzo
de estar a la altura de una coyuntura, antes de reducirlo a un
mero sentimiento; que el goce –y, ocasionalmente, es necesa-
rio un análisis para advertir este efecto– es aquello que retor-
na, muchas veces, para poner entre paréntesis la homeostasis
del yo enamorado.
Porque el amor, dado este carácter de singularidad irreduc-
tible, dista mucho de ser un estado de reposo placentero. Sólo
quienes escriben sobre el amor pueden ensalzarlo, y realizar
elogios (generalmente en función de recuerdos de otro tiem-

8
Introducción. Por amor a la literatura

po), pero quienes lo padecen –quienes lo viven en acto– suelen


experimentar afectos y pasiones de las que suelen testimoniar
“a corazón abierto”: la fascinación, la espera, la envidia, los
celos, la vergüenza, la seducción, etc. En este seminario nos
ocuparemos de estas tres últimas “posiciones subjetivas”
–así preferimos llamarlas–,1 dando a esta expresión el senti-
do que Lacan anticipara en el seminario 11 (Cf. Lacan, 1964,
254-255) al pensar en su seminario del año siguiente –titulado
“Problemas cruciales para el psicoanálisis”–, donde elabora-
ría la cuestión con mayor precisión: la expresión “posición
subjetiva” remite a la “conjugación” (Lacan, clase del 16 de
junio de 1965) de tres términos (sujeto, saber y sexo) que se
enlazan en la división –en el imposible saber sobre el sexo
intrínseco al sujeto–. De acuerdo con este planteo, sostendre-
mos que la vergüenza, la seducción y los celos permiten leer
posiciones del sujeto, modos de división respecto del saber y
la verdad (lo íntimo y lo público, el goce y el deseo, etc.) y, en
última instancia, respecto del Otro y la satisfacción (objeto a).
Una última referencia del poema de Molina interesa en
este rodeo que se propone dar cuenta de la inspiración de
que nace este seminario: la mirada. En el último verso se
habla de la imposibilidad de la mirada una vez concluido
el amor. Podría invertirse la secuencia y afirmar que la vida
amorosa es un campo privilegiado para encontrar forma-
ciones de la mirada. Quizás esto sea evidente en la fasci-
nación, y en el instante en que dos personas se ven “por
primera vez” –aunque puedan conocerse desde hace años
y haberse visto muchas veces–. No obstante, aquí avan-
zaremos un poco más, con el objetivo de demostrar que
tanto los celos, la seducción y la vergüenza son fenómenos
sostenidos en esa estructura que Lacan delimitó para dar

1.  Los tres primeros fenómenos –la fascinación, la espera, la envidia–,


como habrá de verse en el desarrollo, podrían reconducirse a variaciones (o
distinciones) respecto de las tres posiciones que nos interesan.

9
Celos, seducción y vergüenza

cuenta de la mirada: “dar a ver”. Ahora bien, en cada uno


de estos casos será necesario determinar la especificidad
del circuito escópico que se pone en juego, para lo cual es
preciso articular el “dar a ver” con los invariantes que cir-
cunscriben una posición subjetiva: el saber, la verdad, el
Otro, el objeto a.

Clínica de la mirada

Siempre hay algo extraño en el intento de realizar afirmacio-


nes generales acerca de la vida amorosa. Después de todo, el
enamorado suele reconocerse en una situación excepcional.
Así, por ejemplo, en sus Fragmentos de un discurso amoroso
(1977), R. Barthes partía de afirmar el carácter solitario del
sujeto que busca hablar de amor:

…el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad.


Es un discurso hablado tal vez por miles de personas
(¿quién lo sabe?), pero al que nadie sostiene; está com-
pletamente abandonado por los lenguajes circundan-
tes… (Barthes, 1977, 11)

Puede notarse la cercanía entre la posición de Barthes y lo


enunciado por Molina en su poema: la posición del sujeto
enamorado no condesciende fácilmente al idioma que usan
todos, incluso cuando todos puedan usar –eventualmen-
te– el idioma del amor –que nadie usa de la misma manera
que otros–. De ahí que intentar una suerte de teoría del amor
siempre suele ser algo más o menos ridículo (como lo es la
singularidad en la vida amorosa). En este punto, puede ser
importante, entonces, especificar en qué sentido hablaremos
de una clínica de la vida amorosa que en absoluto tiene pre-
tensiones de alcanzar el estatuto de una teoría.
Son conocidas las palabras de Lacan en la “Apertura de la
sección clínica” (1976):

10
Introducción. Por amor a la literatura

¿Qué es la clínica psicoanalítica? No es complicado, la


clínica tiene una base: es lo que se dice en un psicoaná-
lisis. (Lacan, 1976, 37)

En este sentido, cabe distinguir dos cuestiones: por un lado,


la clínica no es la experiencia analítica, sino su redoblamiento
conceptual, es decir, la posibilidad de pensar esa experiencia
con el propósito de elucidar coordenadas estructurales en los
fenómenos que se presentan; por otro lado, la clínica tiene
como “base” lo que se dice, esto es, el cumplimiento de la
regla fundamental, y las formaciones del inconsciente como
modos de tropiezo o fractura del discurso del yo. No obstante,
hay otras formas de manifestación que se exponen en el límite
de lo que puede decirse, al punto de interrumpir la asociación
libre. Podríamos pensar inmediatamente en el acting out como
conducta mostrativa –en otro contexto hemos desarrollado
esta cuestión también respecto del sueño y el recuerdo en-
cubridor (Lutereau, 2012)–, pero no habría más que recordar
un artículo freudiano como “Puntualizaciones sobre el amor
de transferencia” (1915) para advertir que el amor mismo
puede ser una vía de interrupción del decir en el dispositivo
analítico. De este modo, podría proponerse una clínica de lo
que se muestra en el análisis, o bien una clínica de la mirada,
que también sería extensible a la vida amorosa. Como hemos
anticipado, este derrotero es el que seguiremos al ocuparnos
de los celos, la seducción y la vergüenza. Por lo tanto, con
este criterio nos ocuparemos de estas formaciones de la vida
amorosa. Por cierto, sin pretensión de exhaustividad, aunque
habiendo justificado el hecho de haberlas agrupado.
Asimismo, hay otro aspecto de interés clínico por el cual
cabe ocuparse de la vida amorosa. Esta vez, el punto corres-
ponde a la política del psicoanálisis, y al modo en que ha-
bitualmente se puede entender la dirección de la cura. Con
cierta recurrencia suele preguntarse: ¿es preciso separarse
de una pareja para poder modificar la relación con ciertos

11
Celos, seducción y vergüenza

modos de satisfacción? En este punto, quisiéramos sostener


que quienes responden afirmativamente a esta pregunta no
entienden en absoluto el camino que se recorre en un análi-
sis. En última instancia, el alcance de un análisis se encuentra
en las condiciones de amor de una persona –y en la posición
subjetiva que se actualiza en el modo de desear y la satis-
facción asociada a esas condiciones–. Llegado un momento,
el analizante podría decidir si quiere o no esas coordena-
das más o menos fijas que lo motivan, pero este resultado
es independiente de lo que alguien quiera hacer o no con
su pareja. En todo caso, podríamos pensar que incentivar
desde el análisis una separación es no sólo abrir la puerta
al retorno en la repetición, sino que es confundir analizar
la posición del sujeto respecto del Otro con un análisis que
hace consistir una versión fantasmática del Otro.
Por esta última vía, en segundo lugar, puede reconocerse
otra forma de extravío en la consideración analítica de la vida
amorosa: eventualmente los analizantes nos demandan que
confirmemos una versión del Otro de la cual se han separado
(por lo general, este enunciado se resume con la forma: “No
era para mí”). No obstante, ¿por qué un analista habría de
proponerse como garante de este saber que, en definitiva, no
está al servicio sino de justificar lo injustificable, es decir, el
acto (al que se opone la neurosis)? La posición del analista
frente a esta demanda no podría ser distinta de la que toma
ante otras coyunturas: interrogar el encuentro que hubo, que
llevó a diversas elecciones, a determinados desarrollos de
verdad, a un saldo de saber, etc., porque, después de todo,
¿sostener que “no hay relación sexual” no implica que “no
hay nadie que sea necesariamente para nadie” y, en definiti-
va, haber renunciado al mito de la media naranja?
Luego de esta doble consideración pueden dejarse a un
lado dos prejuicios habituales que los enamorados sienten
cuando sus parejas comienzan a analizarse –sino ellos mismos,
cuando se enamoran en el curso de un análisis–: por un lado,

12
Introducción. Por amor a la literatura

no es cierto que el psicoanálisis avance en la dirección de “ha-


cer que la gente se separe”; por otro lado, así como el analista
nunca podría ser un avalista del carácter necesario del amor,
tampoco podría refrendar su imposibilidad concreta en deter-
minados casos. De hecho, suele ocurrir que las parejas vayan
cambiando de posiciones en el curso de un análisis, que un
enamorado pueda reorganizar su relación con determinados
signos del deseo del Otro, que su pareja se disponga a otras
expresiones y formas de vivir del amor, y que aquellos que
alguna vez se encontraron vuelvan a encontrarse, pero desde
otro lugar. En definitiva, que vuelvan a inventar el amor que
alguna vez los sorprendió. Si hay una lección irrevocable del
psicoanálisis es que todo encuentro es, en última instancia, el
que precipita en un reencuentro.

Clínica y literatura

Anteriormente nos hemos referido a la excepcionalidad del


sujeto en la vida amorosa. Por eso, como segunda vía metódi-
ca para especificar la noción de clínica que aquí proponemos
elaborar, recurriremos a la literatura.
Luego de una presentación general de las formas del deseo,
el amor y el goce en la vida amorosa, en las clases dedicadas
a los celos, la seducción y la vergüenza, tomaremos tres obras
literarias –En busca del tiempo perdido, de M. Proust; Diario de
un seductor, de S. Kierkegaard; A puerta cerrada, de J.-P. Sartre–
para circunscribir un aspecto singular de los fenómenos en
cuestión. De este modo, no utilizaremos la literatura con un
propósito de ejemplificación o meramente ilustrativo. En todo
caso, estamos de acuerdo con P. Bayard (2004)2 en la idea de
que se puede aplicar la literatura al psicoanálisis, con el objeti-

2.  Este acuerdo se sostiene en los términos generales del planteo, ya que
hay puntos específicos de su argumento que creeríamos que sería propicio
discutir. No obstante, no es éste el lugar para abocarse a semejante tarea.

13
Celos, seducción y vergüenza

vo de buscar “formas” y “modelos” que permitan ampliar las


intuiciones clínicas que se desprenden de la práctica.
Antes que una interpretación de la obra, atenta a signifi-
caciones inconscientes o aspectos biográficos del escritor, se
trata de tomar ciertos personajes literarios como “casos” de
cuya singularidad puede aprenderse y hacer avanzar el psi-
coanálisis. En este sentido, creemos, es que deben entenderse
las consideraciones de Lacan acerca de Hamlet (1958-59) y
Joyce (1975-76), o bien el conjunto de estudios sobre escritores
realizado por C. Millot (1991) en un libro más reciente.
Podría objetarse que en este último caso, así como en la lec-
tura lacaniana de Joyce, se trata de la vida del escritor, con lo
cual se habría trasgredido el alcance de la obra. No obstante,
el motivo determinante radica en la noción de caso. Cuando
Millot estudia la obra de Flaubert, Sade, etc., o bien Lacan la de
Joyce –y podría añadirse su artículo sobre A. Gide (1958)– no
lo hace con afán biográfico, sino con el propósito de deslindar
formas concretas de la división subjetiva. En este punto, que-
da aún por escribir un estudio exhaustivo acerca de la lógica
del caso y su relación con los géneros literarios, que podría
preguntarse cuestiones como las siguientes: ¿cómo se narra la
clínica? ¿Qué dispositivos literarios se encuentran implícitos
en determinados modos de testimoniar la experiencia? ¿Qué
lugar para el narrador en un caso clínico? No es este el lugar
para desembrollar interrogantes de este tenor, que requerirían
una elaboración independiente. No obstante, ¿no es llamativa
la influencia que eventualmente puede encontrarse en los his-
toriales freudianos de la novela de formación (Bildungsroman)
del siglo XIX y que nadie haya escrito un libro al respecto?
Nosotros tampoco lo haremos. En todo caso, nuestro aporte a
la cuestión se encuentra en la primera clase de este seminario,
en cuyo final analizaremos una breve referencia clínica pro-
puesta por Lacan en el seminario 10, que ofrecerá el modelo
del método de análisis que utilizaremos luego con los casos
de las obras literarias.

14
Introducción. Por amor a la literatura

En conclusión, de acuerdo con esta perspectiva, la noción


de clínica que hemos deslindado permite, a un tiempo, aten-
der a la condición de singularidad que caracteriza al psicoa-
nálisis –y a la voz del sujeto enamorado como excepcional–,
y ampliarse según un enfoque estético –cercano al que, por
ejemplo, puede encontrarse en Crítica y clínica (1993), de G.
Deleuze– que considera también el modo en que ciertas es-
tructuras sensibles o formas de sensibilidad pueden alcanzar
a través de la obra de arte un estatuto “ejemplar” –en lugar
de reducirse a instancias de ejemplificación–. Como ya hemos
destacado desde un comienzo, el hilo conductor en la descrip-
ción de estas formas sensibles será la noción de mirada, según
ciertas variantes en que esta modalidad de satisfacción puede
presentarse en la vida amorosa.

15
Amor, deseo y goce en
la vida amorosa

En la segunda de las Contribuciones a la psicología del amor,


titulada “Sobre la más generalizada degradación de la vida
amorosa” (1912), Freud circunscribe ciertas coordenadas es-
tructurales de una condición de amor en el deseo del hombre:
la escisión entre la amada idealizada y la mujer que despierta
interés sexual. Esta estructura puede resumirse en los siguien-
tes términos:

Cuando aman no anhelan, y cuando anhelan no pue-


den amar. Buscan objetos a los que no necesitan amar,
a fin de mantener alejada su sensualidad de los objetos
amados. (Freud, 1912, 176)

Es notable que Freud comience este trabajo con la descrip-


ción de un síntoma, la impotencia psíquica del hombre, que
es reconducido a un interrogante respecto de la propiedad
del objeto que lo motiva. De este modo, la inhibición de la
potencia viril es esclarecida a partir del influjo inhibitorio
de ciertos complejos psíquicos que se actualizan en dicho
objeto: el hecho de que cierta persona conlleve una elevada
estima psíquica no desemboca en la excitación dado que las
corrientes tierna y sensual del amor no confluirían. Este re-
sultado es el efecto de un avatar edípico, que Freud describe
con el desarrollo del surgimiento de ambas corrientes –la
tierna, más antigua, en la infancia; mientras que en la puber-

17
Celos, seducción y vergüenza

tad se añade con fuerza la corriente sensual–, y el tropiezo


de la sensualidad con la barrera del incesto.
Ahora bien, el desasimiento de los objetos parentales
–primeros referentes de estas corrientes amorosas– puede
fracasar debido a dos factores: por un lado, la eventual frus-
tración en la elección de un nuevo objeto; por otro lado, la
relativa intensidad de la atracción de las imagos infantiles.
Por esta vía, las elecciones sensuales posteriores estarían
gravadas con la sobrestimación arcaica de los objetos pri-
mordiales, que sólo podrían ser amados a condición de no
desearlos (dada la eficacia del incesto); o bien, dicho de
otro modo, el deseo requiere que el objeto sea degradado
para que no sea un sustituto de aquellos referentes idea-
lizados (la madre, la hermana, etc.). Como un ejemplo de
esta escisión que condiciona la vida amorosa no habría más
que recordar el caso del Hombre de las ratas –que, afortu-
nadamente, enferma para no consentir el plan familiar de
un matrimonio digitado (“afortunadamente”, dado que un
casamiento en estos términos no indicaría más que un sus-
tituto materno)– o, como contrapunto, el del Hombre de los
lobos –y el particular encanto que encontraba en las nalgas
de las sirvientas.
Dos observaciones pueden destacarse del planteo freu-
diano: en primer lugar, que la descripción del síntoma tiene
como efecto la delimitación de una posición del hombre ante
el deseo, o, mejor dicho, del modo “hombre” de desear. Esta
inferencia se valida en el texto freudiano mismo, en la me-
dida en que –en la segunda parte del artículo– Freud afirma
lo siguiente:
Sustentaré la tesis de que la impotencia psíquica está
mucho más difundida de lo que se cree, y que cierta
medida de esa conducta caracteriza de hecho la vida
amorosa del hombre de cultura. (Freud, 1912, 178).

18
Amor, deseo y goce en la vida amorosa

En segundo lugar, podría añadirse –como contracara– que


Freud interpreta edípicamente esta condición de amor, al
punto de que cabría preguntarse si acaso con este movimien-
to no debilita el hallazgo. Después de todo, circunscribir que
en la estructura del deseo del hombre se recorta la función
de un objeto parcial (que resiste al influjo del ideal), podría
no necesitar la introducción genética de la referencia al amor
incestuoso por la madre y la frustración de la realidad –ya
que, en cierto modo, se habilita la posibilidad de plantear un
argumento contrafáctico que no podría ser corroborado–, una
vez que ya se aislaron los elementos de la estructura.
Podría decirse, entonces, que esta decisión de no interpre-
tar edípicamente la sexualidad (aunque sí destacando el pa-
pel del falo como operador estructural), ha sido el paso dado
por Lacan en el seminario 10 (1962-63) –en una elaboración
que anticipa en muchos términos los desarrollos posteriores
acerca de la sexuación alrededor del seminario 20 (1972-73)–.
Asimismo, cabría agregar que más allá del artículo “El tabú
de la virginidad” (1918), Freud no se ocupó demasiado de las
coordenadas del deseo de la mujer,1 y en dicho caso podría
decirse que sus observaciones, realizadas desde la perspec-
tiva fálica, terminan por construir una especie de fantasma
masculino de la literatura romántica del siglo XIX: la mujer
como enigma.
En esta clase nos dedicaremos, en un primer momento, a
localizar las coordenadas del deseo del hombre a través de su
articulación con el falo, con el objetivo de situar sus relaciones

1.  Es cierto que podrían considerarse aquí los otros artículos canónicos
de Freud sobre la feminidad –“Sobre la sexualidad femenina” (1931), “33º
conferencia: La feminidad” (1933), y otras indicaciones laterales en otros
textos–. No obstante, cabe apreciar que dichos trabajos se encuentran
delimitados desde la vía fálica y en función de salidas fálicas para el deseo
y el goce. En última instancia, la concepción freudiana de la mujer como
“continente negro” (Freud, 1926), o bien el interrogante perpetuo de “¿Qué
quiere una mujer?”, son tópicos literarios propios del romanticismo alemán.

19
Celos, seducción y vergüenza

con el goce y el amor. En segundo lugar, consideraremos las


relaciones con el goce de la mujer –también según el modo en
que este último es planteado en el seminario 10–; en tercer tér-
mino, retomaremos la cuestión de la interpretación fálica del
deseo (y las versiones del deseo que sostienen algunos fan-
tasmas masculinos y femeninos “literariamente” conocidos),
para concluir con la consideración de una breve referencia
clínica que Lacan menciona en su seminario.

El deseo en el hombre

Una de las observaciones más prolíficas del seminario 10 de


Lacan radica en la distinción entre una falta reductible al
significante y, por lo tanto, sustituible (llamada “–φ”) y la
función del agujero como causa que denota la acción estruc-
tural de lo simbólico en el viviente. Ahora bien, esta forma
de castración suele representarse imaginariamente a través
de la pérdida corporal de un objeto fálico, y ciertas metáforas
literarias del amor –por ejemplo, “me arrancó el corazón”–
dan cuenta de ello. De este modo, la representación de la falta
en lo imaginario ofrece formas privilegiadas para expresar el
valor del objeto amado.
Aunque lo mismo ocurre con la angustia. En este semina-
rio, la angustia es el paradigma de la defensa –respecto del
objeto a– a través de la división subjetiva. Tanto el amor como
la angustia son modos de poner de manifiesto la incidencia
de ese agujero estructural, aunque con distinto alcance: en la
angustia la falta se reduce al cuerpo, en el amor se encarna
en el partenaire. Y, particularmente, el amor es una forma de
defensa de la angustia a través del deseo. Después de todo, la
falta irreductible del sujeto puede intentar colmarse no sólo a
través de significantes (ideales), sino también de objetos (en el
fantasma) en la vía del amor.
No obstante, en este punto de articulación de amor y deseo,
cabe introducir también la dimensión del goce. En términos

20
Amor, deseo y goce en la vida amorosa

generales, el estatuto del goce en la neurosis es lo que mejor


permite entrever el tipo de amor que la caracteriza: el neu-
rótico separa deseo y goce; este último queda reservado en
el síntoma, y el deseo permanece suspendido en una hiancia
fantasmática, relativa a un goce añorado y supuesto. En estos
términos, el análisis no podría tener otro cometido que el de
libidinizar el deseo o, dicho de otro modo, hacer del síntoma
la causa del acto.
Asimismo, de acuerdo con esta disyunción entre deseo y
goce en la neurosis Lacan sostiene que “el a, en cuanto tal,
y ninguna otra cosa, es el acceso, no al goce, sino al Otro”
(Lacan, 1962-63, 194); es decir, cada vez que el sujeto quiere
acceder a la dimensión de la alteridad, al campo del Otro,
sólo encuentra el a. Por eso es que también podría decirse que
“desear al Otro, A mayúscula, nunca es más que desear a”
(Lacan, 1962-63, 194), o bien, según un neologismo de Lacan,
que el deseo aíza al Otro.
En este punto, es notable que Lacan haga menciones a los
Erniedrigungen, las degradaciones de la vida amorosa, por las
cuales se cuela cierto goce que escapa a la ecuación fálica:
Ahí está la hiancia [entre deseo y goce] que no preten-
demos enmascarar, si, por otra parte, pensamos que
complejo de castración y Penisneid, que en ella flore-
cen, no son en sí mismos los últimos términos para
designarla. (Lacan, 1962-63, 99)

De este modo, en las degradaciones no se trataría de ir a


buscar el falo que al neurótico le faltaría, no serían sólo una
forma de recuperación fálica. Por lo tanto, hay una vertiente
del amor que es marginal respecto de la idealización del par-
tenaire. Pero, ¿puede plantearse que las cosas sean del mismo
modo en hombres y mujeres? Es evidente que en este planteo
lacaniano que recupera el artículo de Freud sobre la impoten-
cia psíquica se está hablando del hombre, y que el modo de
situar su especificidad respecto del deseo radica en localizar

21
Celos, seducción y vergüenza

el falo como su operador capital. Para la mujer, en cambio, el


vínculo con el deseo puede sortear este elemento:

La mujer demuestra ser superior en el dominio del


goce, porque su vínculo con el nudo del deseo es
mucho más laxo. La falta, el signo menos con que está
marcada la función fálica para el hombre, y que hace
que su vínculo con el objeto deba pasar por la negati-
vización del falo y el complejo de castración –el esta-
tuto del (–φ) en el centro del deseo del hombre–, he
aquí algo que no es para la mujer un nudo necesario.
(Lacan, 1962-63, 200)

En consecuencia, el –φ está en el centro del deseo del hombre


(aunque haya una vía no fálica en la degradación), tal como
demuestran la dimensión del riesgo, el ansia (si se tendrá
éxito o no), etc., que suponen la dimensión del falo y su nega-
tivización. Dicho de otro modo, que el deseo del hombre esté
atravesado por la negatividad implica que está condicionado
por la falta (de valores fálicos: dinero, libertad, etc., o cual-
quier otro sustituto para esta falta reducible). Por eso, podría
decirse que con el falo se trata de “la limitación que le impone
al hombre su relación con el deseo, que inscribe el objeto en la
columna de lo negativo” (Lacan, 1962-63, 201).
Ahora bien, esta limitación puede ser entendida en un do-
ble sentido: por un lado, como hemos dicho, podría pensarse
en la relación con la negatividad, que confronta al deseo con
el “no” –que puede encarnarse en el desafío, en la expecta-
tiva de los otros (tan habitual en los hombres que sienten la
mirada ajena como un agente que podría volverlos pasivos,
por ejemplo, tildándolos de “maricón”), en definitiva, en todo
aquello que lo subtiende con la posibilidad de la castración
a través de la vía del “tener”–; pero también, por otro lado,
cabría destacar que en la vía del goce el deseo se encuentra
con otra forma del “no”, ya que el goce fálico, como goce de
lo “contable”, si bien supone la suma (uno más) no es más que

22
Amor, deseo y goce en la vida amorosa

para designar el vacío que indica la resta (uno menos) –podría


pensarse aquí en esa dimensión de hazaña del deseo masculi-
no que busca cuantificar la cantidad de mujeres con las que se
estuvo, fantasma que por cierto hoy en día parece desplazado
también a las adolescentes en una suerte de identificación viril
que quizá motive algunos de los excesos a que se encuentran
dedicadas–. De este modo, a través de esta relación entre el
deseo y el goce, la vía fálica naturalmente separa deseo y goce.
Así, la realización fálica del deseo encuentra en el goce fálico
(y su eventual carácter enloquecedor) su principal limitación.
Este esclarecimiento permite entender un castigo ejemplar
de que habla la historia de la literatura: el de Tiresias, quien
–dado que había sido mujer durante siete años– es llamado a
testimoniar frente a Júpiter y Juno para dar cuenta de la pro-
porción de goce que corresponde a cada sexo en el acto sexual.
Y, si bien Tiresias no deja de enfatizar el carácter limitado del
goce del hombre frente al de la mujer, es notable que sea cas-
tigado por el mero hecho de indicar una comparación posible.
Asimismo, por si fuera necesario decirlo, las distinciones que
aquí trazamos son independientes del sexo biológico, en la
medida en que remiten a posiciones subjetivas. Por ejemplo,
bien podría considerarse la espera amorosa de la mujer –por
ejemplo, en torno a un llamado telefónico, como lo demuestra
La voz humana de Jean Cocteau–, como un caso de deseo fálico
que comparte los rasgos anteriormente indicados.

El goce de la mujer

En este mismo seminario 10, luego de establecer la estrecha re-


lación entre el falo y el deseo del hombre a través de la falta en
el “tener”, Lacan considera los avatares del deseo femenino:

La vasija femenina, ¿está vacía o está llena? Qué impor-


ta, si se basta a sí misma […] No le falta nada. En ella la
presencia del objeto está, por así decir, por añadidura.
¿Por qué? Porque esta presencia no esta vinculada a la

23
Celos, seducción y vergüenza

falta del objeto causa del deseo al (–φ) con la que está
ligada en el hombre. (Lacan, 1962-63, 206)

Mientras que el complejo de castración está en el núcleo del


deseo del hombre, a la mujer poco le importa la relación con la
falta –lo que no quiere decir que no sepa maniobrar con ella–.
Dicho de otro modo, mientras que “la angustia del hombre
está ligada a la posibilidad de no poder” (Lacan, 1962-63, 206),
propia de la castración en su relación con el objeto (cualquie-
ra sea el modo en que se piense esta relación, pero siempre
en función del esfuerzo de negativización desarrollado en el
apartado anterior), a la mujer le interesaría más directamente
la relación con el deseo, independientemente del objeto; o,
mejor dicho, en una relación más laxa con el objeto. Por eso
el vínculo de la mujer con el deseo ofrece “posibilidades in-
finitas” (Lacan, 1962-64, 207), que no se reducen –en última
instancia– a la premisa fálica. En definitiva, es sabido que las
mujeres disfrutan de muchas cosas más que los hombres –de
quienes la literatura humorística suele decir que sólo piensan
en una cosa–.
Por esta vía, el modo de acceso de la mujer al deseo cir-
cunscribe otras coordenadas:
Ella se tienta tentando al Otro […] cualquier cosa le sir-
ve para tentarlo, cualquier objeto, aunque para ella sea
superfluo, […] es suficiente para que ella, el pececito,
haga picar al pescador de la caña. Es el deseo del Otro
lo que le interesa. (Lacan, 1962-63, 207)

De acuerdo con esta perspectiva, que aprecia una relación


más laxa entre la mujer y el objeto, la mujer desea a través de
causar el deseo, con el recurso a la tentación, en la que los más
diversos expedientes son válidos (desde una manzana hasta
un portaligas, o un brillo en la nariz). De este modo, la idea
de un masoquismo femenino termina siendo un fantasma
masculino, que interpreta fálicamente el goce de la mujer, es

24
Amor, deseo y goce en la vida amorosa

decir, que le atribuye a esta última el rasgo propio del deseo


del hombre –y, de hecho, suele ocurrir que una mujer que
confirme este fantasma produzca la más terrible angustia en
el hombre–:

En este fantasma, y en relación a la estructura maso-


quista imaginada en la mujer, es por procuración como
el hombre hace que su goce se sostenga mediante algo
que es su propia angustia. (Lacan, 1962-63, 208)

Esta forma de “procuración” indica el traspaso imaginario


que supone que la mujer encontraría satisfacción en el dolor;
por cierto, un dolor que no es cualquiera, sino aquel que el
hombre se encargaría de extraer en una suerte de “búsqueda
sádica” (Lacan, 1962-63, 217) –cuando más no sea por “hacer-
la gritar”– que haga emerger el objeto a –en este caso, bajo la
forma de la voz–.
Para la mujer, en cambio, “el deseo del Otro es un medio
para que su goce tenga un objeto” (Lacan, 1962-63, 208). Su
relación es directa con este deseo –en el que radica, a su vez,
su punto de angustia– incluso cuando deba recurrir a modos
de la mascarada para causar la tentación. En este punto, es a
través de un “dejar ver” propio de la mirada que la mujer se
relaciona con el deseo, en el que fundamentalmente se trata de
dejar ver lo que hay, incluso cuando pueda negativizarlo (por
ejemplo, a través de un escote); mientras que para el hombre
se trata de dejar ver su deseo a través de lo que no hay, es
decir, según alguna forma de la falta, de lo que no tiene, que
pueda permitir que la mujer se sitúe como objeto del deseo. Un
fantasma colectivo que demuestra esta dimensión –también
utilizada en diversas referencias literarias, especialmente en
las novelas amorosas de principios de siglo XX que fueron el
fundamento de las telenovelas actuales– se puede parafrasear
con la frase que afirma que las mujeres siempre se prendan de
los “malos”; y, con alguna justeza clínica más estricta, podría

25
Celos, seducción y vergüenza

tenerse presente el efecto irresistible que suele producir un


hombre que muestra su falta (por ejemplo, cuando se permite
llorar frente a una mujer… ¡aunque no por ella!).

Interpretaciones del deseo

Una mujer sabe que no le falta nada; o, mejor dicho, que su


modo de relacionarse con la falta no es través del tener. Es
a través de fantasmas masculinos que suele expresarse la
interpretación de que a una mujer le faltaría algo –dinero,
sexo (como bien lo expresa el mote de “mal atendida”), etc.–
que se resolvería con un sustituto fálico. En todo caso, según
Lacan, al hombre se le podría dar una suerte de consejo muy
concreto:

Se trata precisamente de esto, que él se dé cuenta de


que no hay nada que encontrar, porque lo que es el
objeto de la búsqueda para un hombre, para el deseo
macho, sólo le concierne, por así decir, a él. (Lacan,
1962-63, 217)

Ahora bien, si la interpretación fálica es el decurso habitual


del deseo de la mujer para el hombre –que no descarta que
ciertas mujeres, por ejemplo, en una práctica común de la
histeria de nuestros días, asuman fantasmas habituales de
aízamiento (a través de una identificación) como los que sos-
tienen el streaptease, aunque desconociendo que muchas veces
el objeto fálico reúne a los hombres para contrabandear otros
goces (como lo demuestra que en los casinos, para satisfacerse
analmente con el dinero, los hombres se escuden en mujeres
vistosamente fálicas)– también hay fantasmas femeninos que
interpretan el modo de relación con el hombre. El caso de
Don Juan podría ser paradigmático al respecto, y merecería
su estudio en un análisis pormenorizado de la cuestión de la
seducción en psicoanálisis. Aquí podría mencionarse también
el fantasma de “la enamorada de los curas” (Lacan, 1962-63,

26
Amor, deseo y goce en la vida amorosa

220), al que podríamos resumir en el afán de “calentar una


heladera”, y que supone la expectativa –al igual que en el
caso de los “malos”– de una forma de la falta en el hombre
(“no puede”, “le da miedo”, “en el fondo es…”) aunque más
no sea la falta de interés. Es por esta vía que habitualmente
las histéricas –quizá habría que reconocer que la expresión
“fantasma femenino” es una especie de oxímoron– suelen
prendarse con un partenaire perverso. O, mejor dicho, este
tipo de fantasmas suelen determinar la especificidad perver-
sa de diversas relaciones amorosas en las mujeres (así como
la escritura de varios argumentos de novelas recientes de ese
género actual y algo posmoderno llamado “Chik lit”).
Asimismo, cabría preguntarse si acaso la envidia del pene
no es un concepto que, pensado como originario, resumiría
una concepción del análisis desde la perspectiva del hombre.
A esta posición responde Lacan con una observación que me-
rece ser tenida en cuenta:
Si resulta que ella se interesa propiamente en la cas-
tración (–φ), es en la medida en que entra en los pro-
blemas del hombre. Es secundario. Es deutero-fálica.
(Lacan, 1962-63, 219)

De este modo, no sería cuestión de desconocer la relación de


la mujer con el falo, sino su carácter secundario. Por eso, si
bien es innegable que para la mujer también hay una constitu-
ción del a como objeto del deseo, esto no quiere decir que este
a entre fácilmente en la ecuación fálica (como, por ejemplo, lo
demuestra el hecho de que varias mujeres puedan comprarse
un nuevo par de zapatos sin que sea uno “más”, sino otro,
distinto, diverso y resistente a la colección).

27
Celos, seducción y vergüenza

Una mujer lacaniana

En la sesión del 20 de marzo de 1963, luego de una crítica a


Piera Aulagnier, Lacan presenta una observación2 de su clí-
nica con el propósito de introducir la relación de las mujeres
con el goce y el deseo. Expondremos la secuencia de acuerdo
con una enumeración analítica de los elementos del material
clínico:
1. El anhelo: Se trata de una mujer que “un día me dice que
su marido, cuyas insistencias son, por así decir, fundantes en
su matrimonio, la desatiende…”. Sin embargo, la mujer for-
mula el efecto inverso del drama esperado (esto es, la mujer no
se queja de la “desatención” del marido) sino que afirma: Poco
importa que me desee, con tal de que no desee a otras. Nuevamente
puede formulase un efecto inverso: lo que importa es que no
desee a otras. Luego retomaremos esta cuestión que, desde
ahora, podemos entender como una “posición”3 frente al de-
seo del Otro.
2. El efecto en el cuerpo: Lacan afirma que el caso de esta mu-
jer (a la que no designa con un nombre) pone de manifiesto
que la tumescencia no es un privilegio del hombre. En situa-
ciones de sobresalto (por ejemplo, cuando está manejando y
aparece sorpresivamente frente a ella un auto) le acontece una
suerte de hinchazón vaginal. El fenómeno tiene la forma de
una respuesta y, por lo tanto, cabría preguntarse si se trata
de un síntoma histérico o una respuesta corporal de angustia.

2.  Sería demasiado intentar nombrar esta observación con el nombre de


“caso”, dado que apenas se trata del comentario del material de una sesión,
sin coordenadas sintomáticas, ni precisiones acerca de la dirección de la
cura. Por lo tanto, cumple apenas con un propósito ilustrativo, aunque
valioso para la presente exposición.
3.  Todas las comillas, donde no se indique lo contrario, remiten a la pp.
205-207 de la edición de Paidós (2007). Las cursivas reponen la lectura de las
notas en que Lacan consignaba los dichos de su paciente.

28
Amor, deseo y goce en la vida amorosa

Nada permite concluir una postura al respecto, a menos que


se tenga en cuenta el momento posterior de la secuencia.
3. La mirada: “Entonces –y me fastidia seguir con lo que
voy a decirle, dice ella, esto no tiene ninguna relación, por su-
puesto [en esa negación debiera leerse el índice freudiano del
cumplimiento subrepticio de la regla fundamental]– me dice
que cada una de sus iniciativas está dedicada a mí, su analis-
ta”. Es notable la distinción que se establece en esta dedicato-
ria: “No puedo decir consagradas, eso significaría hacerlo con
una determinada finalidad, pero no, cualquier objeto me obli-
ga a invocarlo como testigo, ni siquiera para obtener de lo que
veo su aprobación, no, simplemente la mirada […] digamos
que esta mirada me ayuda a hacer que cada cosa adquiera
un sentido”. Entonces, no se trata de una mirada aprobatoria,
que podría pensarse a nivel del Otro que soporta la imagen
especular, erguido en la posición del Ideal al cual se conceden
los beneficios imaginarios del yo, esperando su asentimiento.
En otro nivel, la presencia del analista, en el caso de esta mu-
jer, toma la forma de una mirada que da sentido. Es preciso
elucidar qué clase de puntal establece esa mirada soportada
en el analista.
Ya en el caso Dora, Freud advertía de las dificultades de
un analista para adivinar (colegir) la transferencia, especial-
mente cuando ésta no se propone haciendo serie en la vía del
significante (Cf. Freud, 1905, 102). Pero es preciso avanzar un
poco más con la secuencia de la observación, antes de sacar
conclusiones apresuradas acerca de la revelación del objeto
encarnado por el analista para la mujer en cuestión.
4. El analista: La mujer continúa sus asociaciones con la
evocación del título de una obra de su juventud: Viviré un
gran amor. Lacan interviene: “¿Conoció esta referencia en al-
gún otro momento de su vida?”. Entonces la mujer se remite
a su primer amor, concentrado en un estudiante “del que se
vio pronto separada, pero con quien continuó manteniendo
una correspondencia, en el pleno sentido de la palabra”. Y

29
Celos, seducción y vergüenza

todo lo que ella le escribía era un “tejido de mentiras. Creaba


hilo a hilo un personaje, lo que yo deseaba ser para él sin serlo
en modo alguno… hasta envolverme en una especie de capu-
llo”. Entonces la mujer regresa en sus dichos a la persona de
Lacan, para emitir una media verdad acerca del engaño en la
relación transferencial: “Es todo lo contrario lo que aquí me
esfuerzo por ser. Me esfuerzo por ser siempre verdadera con
usted”. Media verdad que revela y oculta el uso de la regla
analítica como una variedad de tejido en acto, en el cual las
asociaciones se encuentran subtendidas por la dedicatoria a
su analista. En el lugar del novio prontamente separado, el
analista juega el papel del soporte imaginario en el que su
labor de tejedora se excusa.
Sin embargo, no sólo el analista soporta esa dimensión es-
pecular, o bien simbólica si la transferencia se presiente como
un tejido de palabras. Resta incorporar en la trama el hallazgo
del punto anterior, porque no se trata de la reversibilidad
imaginaria ver-ser visto, dado que “lo que ella quisiera, des-
pués de todo, no es tanto que yo la mire, sino que mi mirada
sustituya a la suya propia”. En tanto mirada que otorga sen-
tido, el analista se propone como una sustitución. Antes que
una mirada de angustia, se trata de la función sustitutiva de
un objeto que la rescata de esa angustia. Cabe tener presente
que la palabra “sustitución” nombra habitualmente en la en-
señanza de Lacan el mecanismo de la metáfora, que podría
ser asimilado teóricamente a la operación de separación en la
causación del sujeto. No desarrollaremos el recorrido teórico
que justificaría esta asimilación, pero podría entenderse de
acuerdo con la afirmación de que el objeto a es la metáfora
del “sujeto del goce” (Lacan, 1962-63, 190). Como hemos di-
cho anteriormente, el objeto a delimita “el acceso, no al goce,
sino al Otro”; por lo tanto, el objeto a (en tanto objeto caído
del cuerpo y cedido al campo del Otro en la transferencia) es
el resultado de una operación de sustitución que “proyecta
la topología del sujeto en el instante del fantasma” (Lacan,

30
Amor, deseo y goce en la vida amorosa

1964, 815). Sólo cabría criticar esta circunscripción al advertir


que el objeto a no tiene tesitura significante, mientras que la
metáfora es una operación entre significantes exclusivamente.
Importa regresar al recorte clínico en el próximo punto.
5. El goce: El analista como objeto mirada es el soporte de la
satisfacción femenina de tejer palabras de amor, palabras con
las que tienta el deseo del Otro, y con las que, a su vez, ella se
tienta, a través de una mediación. Esta observación reformula
la máxima hegeliana que afirma el deseo como deseo de un
deseo, en la medida en que pone de relieve que el deseo fe-
menino no está causado directamente por un deseo (y esto la
diferencia de la histeria), sino por un objeto con el que tienta
al Otro. Resta explicitar que el acceso al deseo en la feminidad
se realiza a través del goce (rechazado en la histeria).
El interés de la mujer por el deseo del Otro no es el del su-
jeto histérico que busca la manifestación de ese deseo a través
del desafío, la querella y otras formas de la insatisfacción; sino
que dicho interés se realiza a través de un goce específico.
De ahí que Lacan pueda sostener, como hemos destacado en
un apartado anterior, que en el caso de una mujer la relación
al deseo transcurre siempre en un “dejar ver” lo que hay. A
ella lo que interesa es pescar un deseante, sea con cualquier
objeto, o bien, cualquier tejido.
6. El deseo: Ya hemos afirmado que la mujer es “superior”
en el dominio del goce, porque su vínculo con el nudo del de-
seo es mucho más laxo. Quiere decir esto que para la mujer la
relación al deseo puede no estar signada por la negativización
propia de la castración (sea en la amenaza y demás versiones
de la falta). Por lo tanto, el goce en cuestión no se incardina
en la cuenta del goce fálico. Es en la vertiente fálica que pue-
de plantearse la disyunción entre el deseo y un goce siempre
en menos, y por lo tanto recuperable “con cuenta gotas”. De
este modo, la respuesta del hombre al deseo del Otro suele
realizarse con fantasmas fálicos (así, Lacan puede proponer
en este seminario que la omnipotencia es “siempre” un fantas-

31
Celos, seducción y vergüenza

ma que responde a la impotencia). Respecto del deseo de las


mujeres, Lacan subraya, por otro lado, que aquél se encuentra
signado por “posibilidades infinitas”, en cuanto el falo puede
no ser su única referencia.
De este modo, por el contrario, en las mujeres, deseo y
goce se muestran enlazados en un nudo que no es el de la cas-
tración. No obstante, no quiere decir esto que las mujeres no
se angustien. En este punto es imprescindible volver al caso
presentado por Lacan.
7. La angustia: ¿De qué se angustia la mujer del recorte
clínico? Es muy difícil saberlo, pero no cuenta en un ensayo
de hipótesis cargar las tintas contra lo fragmentario de la ob-
servación en cuestión. Por lo tanto, proponemos la siguiente
reconstrucción:

a. El sobresalto y la hinchazón vaginal podría ser interpre-


tado como un signo (y no un síntoma) de la presencia de
un objeto que no debería aparecer, recortado en el campo
escópico (¿a quién puede parecer inesperado que un auto
aparezca de golpe cuando se está manejando?) en el que
encuentra su lugar propio la vivencia de falta de la falta.
b. El estado de la transferencia en el momento del relato ubi-
ca al analista en posición de objeto mirada, operando como
causa de deseo. Esto última se verifica en la afirmación si-
guiente: “Cuando estoy con usted no escribo una novela.
La escribo cuando no estoy con usted”.
c. Que se trate de un goce femenino testimonia de la par-
ticular relación con el deseo del Otro, del que, antes que
degradado a una forma de la demanda, o a la alienación
fantasmática que lo hipoteca, puede gozar causándolo y,
entonces, desear a su turno.

Respecto de este último punto cabe considerar una referencia:


a Lacan le disgusta (“sólo quiero extraer una palabra de mal

32
Amor, deseo y goce en la vida amorosa

gusto que se le escapa”) que la paciente diga sentirse telediri-


gida. Puede entenderse la contrariedad de Lacan en la medida
en que la mujer atribuye, finalmente, al Otro la causa de su
deseo.
9. Finalmente, puede relanzarse el punto de partida y pre-
guntar por esa posición a la que importa menos la disfunción
propia que la articulación del deseo del Otro con otras mu-
jeres en el caso del marido. La afirmación inicial confirma el
rasgo que diferencia la feminidad de la histeria. No se trata de
la queja de unos celos que reclaman un deseo extraviado en
otro objeto, sino de la función de la causa, tentada al tentar,
“porque no era como de un deseo enfermo como nuestra pa-
ciente de hace un momento hablaba del deseo de su marido”.
En todo caso, Lacan propone una afirmación central: “Que
le importe, eso es el amor. Que no le importe tanto que él lo
manifieste, eso no es obligatorio, pero forma parte del orden
de las cosas”, esto es, una mujer que ocupa el lugar de la cau-
sa del deseo de un hombre puede muy bien desconocer esa
posición (y el margen del desconocimiento es lo que delimita
el grado de su amor). Sin embargo, si a la mujer puede inte-
resarle menos que su marido le manifieste su deseo, que el
hecho de que no se lo demuestre a otras, no es sino “para que
no se diga que eso le es negado”.

33
Proust

y los celos

Los celos son una referencia constante en la vida amorosa. Sin


embargo, distan de ser un elemento unívoco. No sólo porque
podría decirse que hay tantas formas de celos como celosos en
el mundo –lo cual es algo evidente, pero que no desmiente la
posibilidad del concepto–, sino porque tampoco sería posible
establecer una definición clínica anticipada de este fenómeno.
Hay modos diversos de ser celoso en función de determina-
das coordenadas amorosas; o, mejor dicho, hay distintas po-
siciones para el celoso en el amor. Por lo tanto, la cuestión de
una definición (que no sea unilateral, y apenas considere una
de estas posiciones) sólo podría plantearse luego de realizar
una fenomenología de la vida amorosa de los celos.
Asimismo, cabe destacar que esta dificultad –esta diversi-
dad– no radica exclusivamente en que los celos son un fenó-
meno trans-estructural (esto es, que pueden presentarse en
cualquier estructura: neurosis, psicosis, perversión). Es cierto
que cabe distinguir, y eventualmente precisar, la variedad de
los celos en las psicosis y en las neurosis –por ejemplo, así lo
hace Lacan en el seminario 3–,1 aun con fines de orientación
diagnóstica, pero aquí quisiéramos atenernos a distintos mo-
dos de adoptar una posición celosa que podrían darse incluso

1.  En términos generales, Lacan distingue los celos neuróticos –aquejados


por la suposición– de los celos psicóticos –fundados en la certeza– (Cf.
Lacan, 1955-56, 63-67).

35
Celos, seducción y vergüenza

más allá del tipo clínico. Elaboraciones que consideren los


celos en la histeria, la obsesión, etc. deberían desarrollarse a
posteriori, luego de atravesar la descripción general que aquí
nos proponemos.
En tercer lugar, es notoria la poca bibliografía sobre la cues-
tión en el campo psicoanalítico. Apenas unos pocos artículos
(entre ellos, el más interesante es el de S. André, “Clínica de
los celos en Marcel Proust”) y un libro en dos tomos, La jalou-
sie amoureuse (1947), de D. Lagache, que combina un enfoque
descriptivo de la experiencia vivida de los celos junto con la
perspectiva psicoanalítica, son las referencias insoslayables
para intentar una aproximación a la cuestión.2 Aunque, si
consideramos las fechas de publicación de dichos materiales
(el artículo de André es de 1988), cabría apreciar que los celos
no han sido un tema recurrente en la bibliografía analítica de
nuestro tiempo. No queremos decir con esto que se los haya
desvalorizado, sino que simplemente no se los ha vuelto a
considerar. Y quizá pueda haber motivos específicos para esta
actitud. Ocasionalmente, los celos suelen ser entrevistos como
el resultado de una identificación proyectiva, a la cuenta de
los mecanismos propios de lo imaginario; y, si bien este es
un aspecto que cabe evaluar en un estudio acerca de las for-
mas de los celos, el prejuicio que subtiende esta aproximación
parcial radica en hacer de lo imaginario un terreno farragoso
e inconsistente, que sólo podría desorientar al analista en su
práctica y al clínico en su afán de formalización. En otro con-
texto ya hemos demostrado que lo imaginario en Lacan dista
de ser un dominio sin leyes propias e inútil para la práctica y
la clínica psicoanalítica (Cf. Lutereau, 2012).

2.  También cabría mencionar el libro de D. Lachaud (1998), aunque


apreciando que se trata de un ensayo breve y sostenido en la idea de que
el fundamento de los celos es la proyección. De este modo, se reemplaza
un problema con otro problema, ya que el concepto de proyección –como
noción descriptiva y metapsicológica– no es menos complejo (Cf. Sami-Ali,
1982)

36
Proust y los celos

Para avanzar en este seminario sólo restaría añadir que,


independientemente de la preocupación psicopatológica
o diagnóstica que pueda despertar el estudio de los celos,
un análisis estricto de sus modos de manifestación también
puede dar cuenta de diversas posiciones que el sujeto podría
adoptar en su forma de vivir el amor. Dicho de otro modo,
no nos interesaría tanto en esta clase desplegar y dilucidar el
mecanismo propio (si lo hubiera) de los celos, sino atender a
su variedad fenoménica, donde esta indicación al fenómeno
no es independiente de un interés estructural ya que se trata
de aprehender las coordenadas estructurales en que dichos
fenómenos se producen.
En un primer momento, consideraremos la variedad clíni-
ca de los celos, de acuerdo con un célebre planteo freudiano;
luego, expondremos una diferencia clínica de relativa impor-
tancia, entre celos y envidia; por último, elucidaremos un
tipo específico de celos, de acuerdo con un análisis de ciertos
pasajes de En busca del tiempo perdido, de M. Proust, con el pro-
pósito de construir un fantasma escópico que los subtiende.
Que Proust puede ser un clínico riguroso para la elabo-
ración de la cuestión de los celos es algo que no sólo André
y Lagache demuestran en sus respectivos estudios –anterior-
mente mencionados–, sino que el propio Proust esclarece
cuando sostiene afirmaciones como la siguiente, en la que
reconoce la variedad clínica del fenómeno:
Los celos son una de esas enfermedades intermitentes
cuya causa es caprichosa, imperativa, siempre idéntica
en el mismo enfermo, a veces, enteramente distinta en
otro. (Proust, 1925, 30)

Variedad clínica de los celos

La concepción tradicional de los celos –y, hoy en día, de


sentido común– que se suele atribuir al psicoanálisis (ya sea
porque diferentes autores, especialmente los posfreudianos,

37
Celos, seducción y vergüenza

la han afirmado explícitamente) sostiene que estos son el re-


sultado de la proyección de un deseo homosexual. No obstan-
te, esta noción no se encuentra elaborada unívocamente en la
teoría de Freud. En todo caso, resume un modo específico de
entender los celos en la paranoia, en cuyo fundamento Freud
advertía una revuelta contra la homosexualidad (Cf. Freud,
1911). Sin embargo, más allá de lo discutible de esta última
tesis, cabe destacar que este modo de entender los celos no
expresa aquello que Freud llamara “celos normales”.
En “Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la
paranoia y la homosexualidad” (1922), Freud distingue tres
tipos de celos. Por un lado, cabe considerar los celos normales,
a los que también llama “de competencia”, cuyo fundamen-
to suele ser algún duelo, esto es, la pérdida de un objeto de
amor, asociado a la herida narcisista que implica esta última.
En resumidas cuentas, el yo no acepta dejar de ser amado. Y
el trasfondo de esta dificultad radica en una posición infantil
referida al complejo de Edipo y el complejo fraterno: el rival
actual encarna la figura del hermano –real o imaginario– que,
en la infancia, habría desplazado al yo respecto del amor ex-
clusivo de la madre. Una inferencia puede desprenderse de
esta actitud: la enamorada ocupaba entonces un lugar espe-
cífico para el deseo, vale decir, la madre respecto de la cual el
amante se ubicaba como falo. Por lo tanto, este duelo actualiza
una posición que –más que de amante– remite a la demanda
de ser amado de la cual todo neurótico debería aprender a
deshacerse (o, al menos, no padecer) en un análisis.
Ahora bien, una segunda inflexión del planteo freudiano
es de particular importancia en la descripción de los celos
normales. Freud enuncia esta particularidad en los siguientes
términos:
Comoquiera que fuese, es digno de notarse que en
muchas personas son vivenciados bisexualmente, esto
es: en el hombre, además del dolor por la mujer amada

38
Proust y los celos

y el odio hacia los rivales, adquiere eficacia de refuerzo


también un duelo por el hombre al que se ama inconsciente-
mente y un odio hacia la mujer como rival frente a aquel.”
(Freud, 1922, 217, cursiva añadida)

En este punto, podría pensarse que Freud está introduciendo


el paradigma de la homosexualidad latente –que, a su vez,
sería el centro de la noción de los celos paranoicos–; no obs-
tante, ese “duelo por un hombre” cuyo correlato es la rivali-
dad con la mujer implica –como afirma a continuación– “tras-
ladarse inconscientemente a la posición de la mujer infiel”
(Freud, 1922, 217-218), es decir, suponer un goce de la mujer
al que el hombre quisiera acceder –y lo hace, a través de la
fantasía de cómo goza el partenaire–. De este modo, los celos
ofrecen una segunda coordenada, además del enquistamien-
to en la demanda fálica: un interés en un goce supuesto, y
con una consistencia plena y atormentadora para el celoso.
Podríamos preguntarnos, ¿qué tipo de deseo se sostiene en
esta suposición de goce? Volveremos más adelante sobre este
interrogante, que intentaremos despejar a través de la obra
proustiana.
Asimismo, esta indicación autoriza a plantear la pregunta
por los celos en las mujeres, ya que en la afirmación anterior
Freud afirma la cuestión para los hombres. No obstante, an-
tes que plantear la cuestión en términos de “género” (para
usar el nombre actual para designar estos motivos acerca de
la diferencia biológica de los sexos), podría decirse que Freud
deslinda una forma de interrogar el goce que se le supone a
La Mujer –cuya existencia se fantasea– desde la perspectiva
fálica, esto es, un goce que no estaría afectado por la cas-
tración; por lo tanto, no sería extraño –y, de hecho no lo es,
especialmente en la histeria, que organiza su sufrimiento en
función de la Otra– encontrar mujeres que también fantaseen
con el goce de las amantes de sus parejas.

39
Celos, seducción y vergüenza

Una verificación clínica de esta última concepción de los


celos normales se encuentra, por ejemplo, en el historial del
Hombre de las ratas, en una situación que desencadenaría
–como efecto de la defensa– un mandamiento obsesivo: el
impulso a adelgazar, surgido con motivo de que la amada
estuviese en compañía de su primo. Freud advierte la motiva-
ción inconsciente del mandamiento en el desplazamiento que
reconduce el apodo de este último, “Dick”, al significado de la
palabra en alemán: “gordo”, pero también podría observarse
en el adelgazamiento cierta asunción de un rostro habitual de
la histeria a partir de la forma de un goce de la frustración y el
sostén del deseo en la insatisfacción.
De esta observación podría desprenderse que los celos
feminizan al hombre o, mejor dicho, lo llevan a asumir una
posición pasiva (más allá de todas las demostraciones y ac-
tuaciones que puede llegar a hacer un hombre celoso). Por
eso suele ocurrir que esta posición no produzca efectos de
seducción en una mujer. Por ejemplo, como respuesta a su ser
celoso, un hombre podría intentar celar a una mujer, esto es,
desdoblar especularmente su sentimiento; y, eventualmente,
pavonearse con otra mujer frente a su amada. Pero, ¿por qué
en estos casos los efectos suelen ser más bien estrepitosos, o
bien de rechazo, por parte de la celada? Ocurre que el recurso
a una posición de objeto, tal que demuestre que puede causar
un deseo, a partir de una identificación fálica que lo muestre
como deseado –ocasionalmente, incluso histerizándose un
poco– es una actitud que en el hombre siempre sienta con al-
guna ridiculez, dado que desde este punto de vista el hombre
se disputa con la mujer (con la celada) el lugar de causa del
deseo de la mujer aunque confundiéndose con el partenaire
agalmático (como si ser deseado fuera lo mismo que causar
un deseo). Esta confusión expone el traslado inconsciente al
lugar de la mujer a través de querer confrontar a la celada
con un supuesto goce que se le podría estar escurriendo, sin
tener en cuenta que apenas se trata de un goce fálico marca-

40
Proust y los celos

do por un deseo de insatisfacción. Por esta vía el hombre da


consistencia al supuesto goce de La Mujer, pero reduciéndolo
a una versión histérica, sin poder distinguirlo de esta última,
y desconociendo que a la mujer celada quizá le hubiese inte-
resado mucho más el alcance del goce de un oscuro objeto de
los celos que podría haber encontrado en una competidora si
el hombre no hubiera disputado ese lugar para él.

Celos y envidia

Desde la perspectiva lacaniana, la concepción de los celos


tiene diversas aristas que cabe considerar. Conocidos son los
desarrollos del seminario 3, a los que hemos hecho referencia
en la introducción. No obstante, a diferencia de Freud, quien
se ocupó de realizar una descripción pormenorizada de tipos
de celos, ubicando sus coordenadas estructurales, en la obra
Lacan –y no sólo en la enseñanza del seminario–, en todo caso,
podría decirse que hay un modelo paradigmático al que, en
repetidas ocasiones, se hace mención. Se trata de un fragmen-
to del libro primero (capítulo VII) de las Confesiones de San
Agustín, en el que se expone la contemplación recelosa que
un niño tiene de su competidor, quien es amamantado por
la madre. Es en el artículo “La agresividad en psicoanálisis”
(1948) –aunque una primera mención se encuentra en “Acerca
de la causalidad psíquica” (1946)–, donde Lacan expone la
cuestión con los siguientes términos:

‘Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo


presa de los celos. No hablaba todavía y ya contem-
plaba, todo pálido y con una mirada envenenada, a su
hermano de leche’. Así anudaba imperecederamente
[...] la situación de absorción espectacular: contempla-
ba, la reacción emocional: todo pálido, y esa reactiva-
ción de las imágenes de la frustración primordial: y
con una mirada envenenada, que son las coordena-

41
Celos, seducción y vergüenza

das psíquicas y somáticas de la agresividad original.


(Lacan, 1948, 107)

Cabría preguntarse si la presentación que Lacan realiza de


este fenómeno corresponde efectivamente a la experiencia de
los celos. En principio, ya hemos visto que los celos pueden
actualizarse en función de cualquier objeto de amor –y la fi-
gura de la madre era un primer sustituto privilegiado para
frustrar el narcisismo del celoso–. De este modo, en términos
generales, podría pensarse que aquí nos encontramos con
el caso princeps de la posición edípica ante los celos, con el
consecuente desencadenamiento de la tensión agresiva dada
por la identificación narcisista. Sin embargo, Lacan enfatiza el
“resentimiento” (Lacan, 1948, 107) y la “mirada envenenada”
con que el niño asiste al espectáculo, que parecieran indicar
también un matiz diferente. Cabría recordar, asimismo, que
la exposición se realiza en el contexto de una descripción
de la “estructura paranoica del yo” (Lacan, 1948, 106), que
ya había sido entrevista en el estudio del caso Aimée en la
tesis de doctorado De la psicosis paranoica y sus relaciones con la
personalidad (1932). En esta estructura, que determina el carác-
ter alienado de la constitución yoica, cuyo fundamento es el
desconocimiento, se trataría de la proyección –en un sentido
amplio, sin darle a este proceso el estatuto de un mecanismo
psicopatológico, ya que también cabe a la posición del alma
bella que denuncia, con indiferencia, el malestar de un mun-
do sin reconocer su parte en ese embrollo– que se realiza en
el otro del kakón del propio ser. Este término “kakón” (cuyo
significado es “Mal”) designa un punto de goce supuesto –o,
mejor dicho, transferido– al partenaire especular, en que el yo
no puede reconocerse aunque le pertenezca. Es conocido el
caso de los odios acérrimos en que para cualquiera es notorio
que los rasgos por los que alguien odia a determinada perso-
na –y en función de los cuales la acusa de gozar de un modo
u otro– no hacen más que describir su propia posición. Es por

42
Proust y los celos

esto que el caso Aimée fuera paradigmático (como los escritos


previos al comienzo de la enseñanza de Lacan lo demuestran)
para dar cuenta de la estructura del registro imaginario, y sus
leyes de organización, antes que de la especificidad de una
categoría nosológica.
En esta experiencia que relatara San Agustín, entonces,
pareciera tratarse de otras coordenadas de manifestación, y
de ninguna de las aisladas por Freud para referirse a los celos.
No es una estructura que pueda reconducirse a la exclusión
edípica –de hecho, tal como Lacan desarrollara el complejo
fraterno de intrusión en el artículo Los complejos familiares
(1938), el complejo de Edipo y la intervención del padre
tendrían una función pacificante respecto del transitivismo
narcisista–, ni a la suposición del goce de La Mujer, ni a la
proyección de la infidelidad temida, ni la acepción específica
que Freud encontraba en los celos de la paranoia (dado que
la estructura paranoica del yo no se confunde con la concep-
ción psicopatológica de la paranoia). Por eso sería mucho más
ajustado describir este fenómeno con el nombre de envidia.
De hecho, es lo que hizo Lacan en el seminario 11, cuando vol-
vió a considerar el caso de esta situación paradigmática:
Para comprender qué es la invidia, en su función de
mirada, no hay que confundirla con los celos. El niño,
o quien quiera, no envidia forzosamente aquello que
apetece. ¿Acaso el niño que mira a su hermanito to-
davía necesita mamar? Todos saben que la envidia
suele provocarla comúnmente la posesión de bienes
que no tendrían ninguna utilidad para quien los envi-
dia, y cuya verdadera naturaleza ni siquiera sospecha.
(Lacan, 1964, 122)

De este modo, Lacan distingue ambas experiencias, y aquí


precisa la relación que la envidia tiene con la mirada, a través
de destacar que invidia viene de videre. Se trata –en conso-
nancia con lo presentado en 1948– de una “mirada amarga”

43
Celos, seducción y vergüenza

(Lacan, 1964, 122) que le “produce a él el efecto de una ponzo-


ña” (Lacan, 1964, 122), esto es, una mirada envenenada. Pero,
¿de dónde proviene este veneno, que no se vincula con el de-
seo que desplaza al competidor, ni reclama el amor del Otro?
La referencia temprana al kakón puede permitir ampliar esta
indicación, conservando aún su vigencia: se trata de la mos-
tración de un goce ignorado del cual el envidioso se siente
privado, pero que supone realizado en el partenaire especular.
No se trata de que se desee el objeto del deseo del semejante,
sino que se envidia la satisfacción supuesta:

Esa es la verdadera envidia. Hace que el sujeto se


ponga pálido, ¿ante qué? –ante la imagen de una com-
pletitud que se cierra, y que se cierra porque el a mi-
núscula, el objeto a separado, al cual está suspendido,
puede ser para otro la posesión con la que se satisface,
la Befriedigung. (Lacan, 1964, 122)

De este modo, podría pensarse en el caso del neurótico que –


al haber desplazado al campo del Otro la búsqueda del objeto
perdido, a la espera de que le sea reintegrado a través de la
demanda–, encuentra en la envidia un cortocircuito para la
realización del deseo a través del desconocimiento imagina-
rio o, mejor dicho, de la puesta en forma de una escena que
interrogue su posición subjetiva. En este punto, el planteo
de Lacan es convergente con lo que alguna vez sostuviera
Spinoza, respecto de la que envidia sólo puede darse entre
pares, a lo que cabe añadir –luego de este planteo sobre la mi-
rada– que esta coordenada imaginaria es no sólo la condición
que la vincula a la agresividad, sino también a la suposición
de un goce “dado a ver” en que el sujeto no se reconoce (dado
que el yo lo desconoce) como causa.
Dos conclusiones pueden destacarse de este rodeo a través
de la comparación entre los celos y la envidia: por un lado,
las condiciones de esta última implican una coordenada

44
Proust y los celos

estructural semejante a la de los celos, pero no idéntica. En


los celos hemos destacado la suposición de un goce de otro
orden, articulado a diferentes posiciones (según la diversidad
de los celos en cuestión); por otro lado, y aunque parezca una
conclusión trivial, podría decirse que la envidia es un afecto
“triste” –en el sentido spinoziano– para el analizante neuró-
tico, sin siquiera un valor didáctico, como el que podría tener
eventualmente la angustia, y sostenido en la cobardía de des-
conocer la posición de objeto en el deseo.
Dejaremos de lado aquí la pregunta de si la envidia puede
manifestarse, y cómo lo haría, en las psicosis y las perversio-
nes, para retomar el hilo principal de esta clase dedicada a los
celos.

Los celos proustianos

En busca del tiempo perdido, de M. Proust, ha pasado a la histo-


ria de la literatura universal, entre otros motivos, por su com-
pleja teoría de los celos. Al respecto, H. Bloom, en su libro El
canon occidental (1994), formula una indicación metodológica
que vale como punto de partida de este análisis:

Freud es el rival de Proust, no su maestro, y la narra-


ción proustiana de los celos es muy personal. Aplicar
el freudismo a Proust en el tema de los celos es tan
reductor y engañoso como analizar la visión de la ho-
mosexualidad que aparece en La busca de una manera
freudiana. (Bloom, 1994, 408)

Asimismo, cabría recordar que la obra proustiana ha sido


objeto de análisis desde distintas perspectivas próximas
del psicoanálisis, con estudios más cercanos a la lingüística
(Cf. Genette, 1970), pero también con el interés específico de
psicoanalistas abocados a una interpretación de la obra (Cf.
Kristeva, 1994). Incluso, en la enseñanza de Lacan pueden en-
contrarse referencias ocasionales a la erótica proustiana:

45
Celos, seducción y vergüenza

Recuerden ustedes el prodigioso análisis de la ho-


mosexualidad que desarrolla Proust en el mito de
Albertina. Poco importa que este personaje sea feme-
nino, la estructura de la relación es eminentemente
homosexual. Le exigencia de este estilo de deseo sólo
puede satisfacerse en una captura inagotable del deseo
del otro, perseguido hasta en sus sueños por los sue-
ños del sujeto.” (Lacan, 1953-54, 323)

En este punto, cabe apreciar que la indicación de una homo-


sexualidad en Proust –más allá de la homosexualidad decla-
rada del autor, y todos los datos que podrían vincular su obra
con personas y amantes “reales”–, debería ser entendida en
términos de una forma específica de deseo: el deseo fálico,
que siempre es homosexual (en la medida en que es un deseo
marcado por un valor fálico).
Una segunda mención del nombre de Proust en la obra de
Lacan se encuentra en el artículo sobre Gide (1958), donde
cabe trazar una comparación sobre la función diferencial del
deseo en ambos escritores:
La obra del propio Proust no permite rebatir que el
poeta encuentra en su vida el material de su mensa-
je. Pero, justamente, la operación constituida por este
mensaje reduce los datos de su vida a su empleo de
material… (Lacan, 1958, 721)

Si el caso de Gide tiene el propósito de esclarecer el carácter


fijo de la constitución del deseo, articulado a su condición
fetichista –C. Millot se ha ocupado de volver sobre esta cues-
tión (Cf. Millot, 1996)–, la obra de Proust podría iluminar
otra condición que lo motivaría: los celos. En busca del tiempo
perdido es un tratado exquisito acerca de los movimientos y
transformaciones que puede sufrir el deseo en el curso de una
vida. El motor de este deseo se encuentra en la experiencia del
celoso. No obstante, los celos distan de ser algo unívoco en

46
Proust y los celos

la obra de Proust. Así, por ejemplo, se podría considerar un


cierto tipo de celos en los que aquejan a Saint-Loup respecto
de Rachel, desarrollados en la primera sección de La parte de
Guermantes (1921-22), y que podrían ser reconducidos al mo-
delo freudiano de los celos en que el celoso acusa recibo de su
propia infidelidad (potencial o efectiva) a través de entreverla
en los gestos de su amada.3
Respecto de su amante, la posición de Rachel no es menos
encendida, ya que ella busca deliberadamente causar su de-
seo a través de hacerse celar (por ejemplo, al coquetear con
otros hombres); no obstante, tampoco podría decirse que se
trata de una mujer decidida a sostener un lugar exclusivo,
como lo demuestra la siguiente afirmación que requiere de la
participación de otra mujer que, eventualmente, descargue su
lugar de ser el centro del deseo:
Ahora bien, a veces le parecía a ella que Robert había
tenido tan buen gusto en sus sospechas, que acababa
incluso dejando de pincharlo para que se tranquilizara
y consintiera en ir a hacer un recado a fin de disponer
de tiempo para trabar conversación con el desconoci-
do, fijar una cita, a veces tener una aventura incluso.”
(Proust, 169)

En esta referencia puede verse cómo el lugar de la Otra no


es necesariamente el de una persona concreta, ya que en este
rodeo se destaca cómo Rachel busca ser esa mujer que Saint-

3.  “Las costumbres sociales han saldado cuentas sabiamente con este
universal estado de cosas permitiendo cierto juego a la coquetería de la
mujer casada y al donjuanismo del marido, con la esperanza de purgar
y neutralizar así la innegable inclinación a la infidelidad. La convención
establece que las dos partes no han de echarse en cara estos pasitos en
dirección a la infidelidad, y las más de las veces consigue que el encendido
apetito por el objeto ajeno se satisfaga, mediante un retroceso a la fidelidad,
en el objeto propio. Pero el celoso no quiere admitir esta tolerancia
convencional…” (Freud, 1922, 218)

47
Celos, seducción y vergüenza

Loup haría consistir en su fantasma de infidelidad. Cuando


ella advierte que su deseo tiene alguna pertinencia, acepta
la apuesta y se permite actuar esa suposición de goce en la
cual podría no ser lo que ella sabe de sí. De este modo, puede
notarse cómo los celos organizan la vida amorosa de ambos
personajes y el drama del deseo que los une.
Sin embargo, no nos detendremos en esta experiencia de
los celos, que ya puede resultar relativamente conocida, sino
que avanzaremos en la vía de los celos del protagonista por
Albertina. Al tomar esta vía, el propósito elucidar una arti-
culación entre celos y saber. En La prisionera (1925), el prota-
gonista afirma que “los celos son una sed de saber” (Proust,
1925, 87). Asimismo, en el volumen titulado Albertina desapa-
recida (1927), esta relación es planteada desde un comienzo en
los siguientes términos:
Resulta asombrosa la poca imaginación de los celos,
que pasan el tiempo haciendo suposiciones falsas,
cuando de lo que se trata es de descubrir la verdad.
(Proust, 1927, 23)

Los celos proustianos no tienen como fin cercar la verdad,


sino disfrazarla con el saber. El celoso no es un amante del
conocimiento, sino de la suposición; y ya en un apartado an-
terior hemos destacado que el goce de La mujer puede ser un
supuesto esclarecedor de estas formaciones. En esta misma
dirección se expresa el protagonista cuando afirma que “lo
que yo mismo llamaba pensar en Albertina era pensar en la
forma […] de saber lo que hacía” (Proust, 55), donde “lo que
hacía” tiene un referente explícito: saber del goce de Albertina
con otras mujeres, aunque no sólo representárselo, sino tam-
bién exponerlo:

…no me bastaba con conocer dicha falta, me habría


gustado que ella lo supiera. Por eso, si bien en aquellos
momentos lamentaba que no volvería a verla, esa pena

48
Proust y los celos

llevaba la marca de mis celos y, por ser muy diferente


de la –desgarradora– de los momentos en que la ama-
ba, era la de no poder decirle lo siguiente: “Tú creías
que no me enteraría nunca de lo que hiciste […] pero,
mira, lo sé todo”. (Proust, 120).

Es interesante, por este motivo, que el goce de Albertina sea


expresado como un goce homosexual entre mujeres. Aquí
podría decirse lo mismo que ya hemos dicho respecto de la
homosexualidad de Proust; así como en este caso se trata del
deseo y el goce fálico, en el caso del goce de Albertina se supo-
ne –antes que el deseo por otra mujer– un goce de otro orden.
Eso es lo que el protagonista quiere alcanzar, el goce femeni-
no a través del saber. He aquí, entonces, el punto de imposi-
bilidad en que sucumben los celos. S. André ha destacado con
precisión este imposible que los celos buscan desmentir con
el deseo de saber:

Así, pues, el síntoma revelado por los celos parece fun-


dado, más allá de la impotencia para captar la verdad,
en una imposibilidad de decir lo real. Es así el signo de
la realidad misma de la castración y de la irremediable
división del goce. (André, 1988, 93)

Esta división del goce remite a la condición básica del celoso:


“él (ella) cree en la consistencia de lo que le es ocultado, él
(ella) se cree despojado de un deseo desconocido, de un goce
inaudito que él (ella) supone en su partenaire o en su rival”
(André, 1998, 93). En última instancia, los tipos de celos que
aquí describimos apuntan a aprehender –con el saber, como
herramienta fallida– eso que, supuestamente, una mujer ex-
perimenta… y, luego, calla.
De este modo, el celoso se ubica, respecto del partenaire –
como lo expone con brillantez el volumen La prisionera– en
posición de “celoso y juez” (Proust, 1925, 59), dado el “senti-
miento inquisitorial” (Proust, 1925, 58) que lo caracteriza. Y

49
Celos, seducción y vergüenza

su método de poner en forma el saber se apoya en la búsque-


da de la confesión, como dispositivo que siempre puede ofre-
cer en falta la información buscada: las confesiones “dejaban
entre ellas, en la medida en que se referían al pasado, gran-
des intervalos en blanco” (Proust, 1925, 100). De este modo,
la confesión es un dispositivo que necesita de la mentira; o,
mejor dicho, la confesión es un dispositivo acerca del saber
de la mentira:
Al contrario, los mentirosos raras veces son descubier-
tos y, más en particular, las mujeres a las que amamos.
Ignoramos adónde ha ido, lo que allí ha hecho, pero
en el momento mismo en el que habla, en el que habla
de otra cosa que oculta lo que no dice, se advierte la
mentira instantáneamente y los celos resultan inten-
sificados, ya que sentimos la mentira y no logramos
saber la verdad.” (Proust, 1925, 182)

Asimismo, en la observación proustiana “mira, lo sé todo”


cabe apreciar un rasgo suplementario: la articulación del de-
seo de saber con la mirada. El celoso es aquel que quisiera
“verlo todo”. En esta coyuntura, saber y visión coinciden. El
“deseo de saber” (Proust, 1927, 111) que acicatea al celoso
se especifica como un deseo de ver; o, dicho de otro modo,
los celos están al servicio de impulsar un deseo escópico.
Nuevamente la obra de Proust es ejemplar para dar cuenta
de este aspecto:

Vivamos totalmente con la mujer y dejaremos de ver


todo lo que nos ha hecho amarla; cierto es que los celos
pueden ajustar de nuevo los dos elementos desunidos.
(Proust, 1921-22, 362)4

4.  “Albertina había perdido todos sus colores, junto con todas las
posibilidades que tenían las otras de poseerla. Poco a poco había perdido
su belleza. Necesitaba yo paseos como aquél, en que la imaginaba sin

50
Proust y los celos

De esta última referencia pueden desprenderse dos indi-


caciones: por un lado, que el celoso sostiene el afán de ver
todo… pero a condición de no confirmar su acto. De ahí que
sus objetos predilectos sean las pistas, las sugerencias y todos
los signos (Cf. Deleuze, 1972) que velan aquello que podría
confirmar el engaño. En todo caso, el celoso es el principal
suscriptor del engaño mismo, que encubre la verdad que
prefiere permanezca como invisible. De este modo, la invisi-
bilidad es condición del mundo visible (un gesto, una sonrisa
que parece dedicada a otro, etc.) en que el celoso se satisface
escópicamente. Por lo tanto, los celos, antes que un arranque
posesivo, son una estructura de la mirada, en la que se pone
en juego un complejo sistema de ocultación y develamiento.
Por otro lado, el celoso no sólo es quien desea ver todo, sino
que articula este deseo a las condiciones de su propia forma
de desear. Esta visión recorta un circuito que degrada la al-
teridad del Otro para encontrar sólo un resto, que habla más
de un goce que el celoso desconoce en sí mismo y, por eso,
fantasea. En definitiva, aunque el celoso sea un firme militan-
te del goce de La Mujer, no deja atrapar más que sus propias
condiciones, cedidas al campo del Otro. Afirma la existencia
de ese goce, pero le da la consistencia de su propio interés
fálico. Podemos concluir este último punto con una nueva
observación de Proust, quien verifica que para el deseo fálico
el acceso al Otro está mediado por el objeto a:

No tenemos de nuestro propio cuerpo, al que afluyen


perpetuamente tantos malestares y placeres, una si-
lueta tan nítida como la de un árbol o una casa o un
transeúnte y tal vez mi error [el extravío de los celos]
había consistido en no haber intentado conocer mejor
a Albertina en sí misma. (Proust, 1927, 87)

mí y abordada por una mujer o un joven […] deseada por otros, volvía a
parecerme hermosa.” (Proust, 1927, 177)

51
Kierkegaard

y la seducción

La seducción no es un tópico especialmente considerado por


el psicoanálisis. Quizá porque se la podría considerar parte
de la vida amorosa calificada como “normal”. No obstante,
desde Freud sabemos que no es necesario esperar a que un
fenómeno se vuelva “patológico” para reclamar la atención
del psicoanalista. De hecho, la obra freudiana apunta, precisa-
mente, a trazar una relativa indistinción entre la salud y la en-
fermedad. Pero este argumento no parece ser el más eficiente
para justificar el particular descuido de la cuestión, porque,
de modo ocasional, nos encontramos con sujetos cuya posi-
ción de seductores “natos” es particularmente incómoda. La
mayoría de la veces se trata de hombres que no pueden dejar
de inmiscuirse en diversos deseos con los que se cruzan, al
punto de que luego, no pocas veces, terminan quejándose del
particular esfuerzo que les requiere estar a la altura de lo que
han generado. En última instancia, y como contrapunto, es
una queja corriente de las mujeres de nuestra época hablar de
una “histeria” masculina, como un modo de referirse a esos
hombres que sólo se erotizan preliminarmente –que disfrutan
de la seducción– y, luego, en el momento de condescender al
deseo, desaparecen.
Asimismo, si la cuestión de la seducción no ha desperta-
do demasiado interés en la teoría psicoanalítica, esto puede
deberse también a un motivo estructural: por lo general,
cuando se interroga la vida amorosa, se intenta esclarecer

53
Celos, seducción y vergüenza

las condiciones del objeto deseado, y no tanto la posición del


deseante. Así, por ejemplo, en la primera de las Contribuciones
a la psicología del amor, titulada “Sobre un tipo de elección de
objeto en el hombre” (1910), Freud elucida un tipo particular
de interés en el deseo del hombre que requiere la conjunción
de diversas “condiciones de amor”: a) la condición del “terce-
ro perjudicado”, por la cual se elije como objeto de amor a una
mujer que no esté “libre”, sino a una sobre quien otro hombre
puede reclamar “derechos de propiedad” (Freud, 1910, 160);
b) la mujer que ejerce atracción es aquella cuya castidad pue-
de suponerse en cuestión, o bien a la que puede reputarse una
conducta disoluta o infiel; c) estas condiciones, asociadas con
una sobrestimación del objeto amado, se repiten varias veces
en la historia de la vida amorosa del hombre formando lo que
Freud llama “una larga serie” –podríamos añadir que se trata
de esos hombres que se enamoran siempre “por última vez”,
es decir, para los cuales la última es siempre la “primera”
(“ahora sí estoy enamorado de verdad”); d) en los amantes
de este tipo suele exteriorizarse una tendencia particular a
querer “rescatar” a las amadas.
De esta presentación de los rasgos de amor de este tipo
de elección, sólo la segunda condición de las mencionadas
se encuentra vinculada, según Freud, con la cuestión de los
celos, sin que quede del todo claro por qué la primera de ellas
no lo estaría. En todo caso, podría suponerse que el “derecho
de propiedad” cancela el carácter erótico de la mujer para el
reclamante, es decir, no es en tanto objeto de deseo que la
reclama ese vínculo –podría pensarse aquí, por ejemplo, en la
novela El túnel, de E. Sábato, en la que el hecho de que María
Iribarne se encuentre casada no es el principal desencade-
nante de los celos enloquecedores del protagonista–, como sí
ocurría en el caso de la suposición de un amante (en la segun-
da condición). Quizá por eso, eventualmente, los hombres
pueden bromear y decir, a una mujer casada, “no soy celoso”,

54
Kierkegaard y la seducción

mientras que enloquecen con la posibilidad de que su amante


esté con otro… que no sea su marido.
A propósito de la tercera de las condiciones, cabría apreciar
que se vincula directamente con la fascinación del encuentro
amoroso, eso que habitualmente llamamos “el flechazo”, que
ubica inmediatamente al objeto amado en un rango diferen-
cial respecto de los demás objetos. Habremos de detenernos
más adelante sobre las condiciones de un encuentro de estas
características.
En relación a la cuarta condición, quizá parezca un poco
“desusado” el fantasma de “salvación” de la amada –dema-
siado próximo, tal vez, a ciertos dramas narrativos del siglo
XIX, como en la novela Naná de E. Zola–; no obstante, podría
pensarse en figuras actuales, como la del hombre que se con-
vierte en una suerte de manager de su amada, a la que asiste
e intenta orientar en sus proyectos, etc.; en definitiva, de lo
que se trata en esta cuarta condición es de la ternura –como
moción libidinal– y de cierto desvalimiento que se le supo-
ne al objeto de amor. “¿Qué sería de ella (sin mí)?”, podría
parafrasearse esta condición, que no hace más que iluminar
en su último tramo el sostén narcisista que la funda –y que
actualmente se verifica en aquellos hombres que no pueden
dejar de “apoyar” (económicamente, emocionalmente, etc.) a
sus ex-parejas incluso muchos años después de separados–.
Por lo demás, es conocida la vía freudiana de interpreta-
ción de esta condición de amor. Freud reconduce su eficacia
al complejo de Edipo:
…cae bajo el imperio del complejo de Edipo. No per-
dona a su madre, y lo considera una infidelidad, que
no le haya regalado a él, sino al padre, el comercio
sexual. (Freud, 1910, 164)

No obstante, no pareciera ser necesario dar ese paso –de edi-


pización de la elección de objeto– cuando se advierte la lógica
fálica que la subtiende. Hace algunos años, J.-A. Miller, en

55
Celos, seducción y vergüenza

unas conferencias que luego fueron publicadas bajo el título


Lógicas de la vida amorosa (1991), intenta una aproximación es-
tructural a esta condición de deseo en el hombre:

Cuando se dice Dirne [prostituta] se trata de la siguien-


te condición de amor: que la mujer en cuestión no sea
toda para el sujeto, es una versión de la exigencia de
que la mujer no sea toda para poder reconocerla como
mujer. […] De este modo, las mujeres son infieles, aun
cuando sean fieles. Son esencialmente infieles. (Miller,
1991, 28)

Las mujeres son esencialmente infieles al falo, a la captura en


un goce marcado por la castración. De hecho, según Miller,
esto es lo que podría interpretarse respecto de la primera con-
dición, que resume que la mujer “pertenece” a otro hombre:
ese otro no es un doble del sujeto, sino el propietario legítimo,
pero si no despierta celos es porque tener derecho a una mu-
jer cancela el goce:

Quizás sea una estupidez, una burla, una ingenuidad


necesaria decirle a una mujer: ‘Tú eres mi mujer’.
Lo único serio que se le puede decir, y esto es una
generalización de lo que Freud presenta con la con-
dición del tercero perjudicado y la condición de la
Dirnennhaftbarkeit es: ‘Tú eres la mujer del Otro, siem-
pre, y yo te deseo en tanto eres la mujer del Otro’. Todo
lo dicho por Freud sobre la vida amorosa confluye en
la temática de que la mujer, para ser reconocida, debe
serlo del Otro. (Miller, 1991, 28)

Dos observaciones se desprenden de esta referencia de Miller:


por un lado, que la interpretación edípica puede ser recondu-
cida a una lógica estructural, de la cual aquella no es más que
una particularización; por otro lado, que este tipo de elección
de objeto verifica una pregunta acerca del goce de la mujer,
a través de aquello que en ella no puede ser apresado en la

56
Kierkegaard y la seducción

“fidelidad” al falo. No obstante, podríamos preguntarnos


si acaso esta elección de objeto es la única vía de interrogar
esta condición estructural de la feminidad. Después de todo,
Freud no deja de indicar que junto a estos hombres orientados
hacia mujeres del Otro, perdidas a las que habría que rescatar,
también se encuentran aquellos que se interesan por la mujer
“casta e insospechable” (Freud, 1910, 160). Sin embargo, no
desarrolla esta elección, quizá porque no sería fácilmente re-
conducible a una interpretación edípica.
En esta clase nos propondremos esclarecer este motivo
de una elección de objeto de otro orden, tomando como hilo
conductor una descripción general de la seducción de acuer-
do con tres figuras asociadas: en un primer momento, una
presentación general de la cuestión del flechazo, como propio
de la concepción fálica del deseo; en segundo lugar, conside-
raremos los desarrollos lacanianos sobre el donjuanismo, de
acuerdo con su interpretación como un fantasma femenino;
por último, realizaremos una lectura del Diario de un seductor
(1843), de S. Kierkegaard, que permitirá construir un concep-
to elaborado de las condiciones de amor del seductor.

La fascinación y el flechazo

Con el propósito de dar cuenta de la fascinación, como un


modo de relación con el objeto propio del deseo del hombre
(fálico), tomaremos una doble vía, según la enseñanza de
Lacan: por un lado, consideraremos los desarrollos del se-
minario 8 acerca del ágalma; por otro lado, la articulación del
objeto con la mirada, de acuerdo con el seminario 11, habida
cuenta que la etimología misma de la palabra sugiere esa re-
lación (del latín fascinum, “encanto”).
En el seminario 8, en el contexto de un comentario de El
banquete, de Platón, Lacan presenta el ágalma como un objeto
precioso (ornamento, adorno, joya) que se pone en juego en
el amor. Todavía no se trata del objeto a como causa, pero

57
Celos, seducción y vergüenza

bien puede considerarse un antecedente de este último –espe-


cialmente a partir de los desarrollos del falo simbólico que se
encuentran en la última parte del seminario–. A propósito de
la importancia de este objeto para el analista, Lacan sostiene
lo siguiente:
Por el solo hecho de que hay transferencia, estamos
implicados en la posición de ser aquel que contiene el
ágalma, el objeto fundamental que está en juego en el
análisis del sujeto, en cuanto vinculado, condicionado
por la relación de vacilación del sujeto que nosotros
caracterizamos como aquello que constituye el fantas-
ma fundamental, como aquello que instaura el lugar
donde el sujeto puede fijarse como deseo. (Lacan,
1960-61, 223)

Que el ágalma no es aún el objeto a (como causa de deseo)


implica dos cuestiones: en primer lugar, que todavía Lacan
piensa dicho objeto fascinante como correlato intencional del
sujeto –“aquello a lo que se apunta”–; en segundo lugar, que
el ágalma es otro modo (a partir del seminario 10 se podría in-
cluir también la función de la causa, con desarrollos que enfa-
tizan la perspectiva del goce) de dar cuenta de las condiciones
del deseo. En este punto, podría pensarse que el conjunto de
clases del seminario 8 dedicadas a la demanda y el deseo en
los estadios oral y anal serían el equivalente lacaniano de las
contribuciones freudianas a la vida amorosa. Lacan sostiene
esta orientación con las siguientes palabras:

En un más acá que es lo que llamamos deseo, con


aquello que lo caracteriza como condición y que lla-
mamos su condición absoluta en la especificidad del
objeto al que concierne. (Lacan, 1960-61, 229)

Ahora bien, este objeto puede asumir distintas formas. En el


caso del objeto oral, a la demanda de ser alimentado responde
la demanda de dejarse alimentar, en cuyo circuito el sujeto

58
Kierkegaard y la seducción

asume una posición de rechazo de la satisfacción, como forma


de evitar desaparecer como deseo con el contentamiento de la
demanda. Podría pensarse, por ejemplo, en el caso de la Bella
Carnicera y su modo particular de frustrarse de su bocado
favorito (Cf. Freud, 1900). De este modo el objeto oral se sos-
tiene como un vacío, una especie de nada, en un deseo que se
conserva a través de la negación. En el caso del objeto anal, en
cambio, el deseo se articula con la demanda del Otro, a la que
se responde oblativamente. El contrapunto de esta posición
oblativa es la identificación con el excremento en el uso fun-
damental que hace el obsesivo de su fantasía –por ejemplo, no
hay más que pensar en esos reclamos apasionados que suelen
solicitar no ser abandonados, y en función de los cuales el
obsesivo se degrada en las más diversas escenas, que pueden
producir vergüenza ajena, como aparecer sorpresivamente en
el trabajo de la amada con un ramos de flores, poner un pasa-
calles, asediarla con su nuevo amante y forzar una pelea, etc.,
y otros modos en que el sujeto se muestra como resto caído–;
no obstante, es importante destacar que en estas coordenadas,
a pesar de identificarse con el excremento, el sujeto conser-
va cierto reaseguro narcisista (a través del supuesto control
de la escena, de la cual se cree organizador). De este modo,
puede notarse cómo la participación del falo en los modos
oral y anal de manifestación del deseo no es accidental. El falo
viene investir de cierto valor esas formas del objeto. Después
de todo, ya Freud decía que la masturbación venía a soldarse
con el autoerotismo. Lacan expresa esta misma idea del modo
siguiente:

El objeto fálico, como objeto imaginario, no puede en


ningún caso prestarse a revelar de forma completa el
fantasma fundamental. En efecto, sólo puede, a la de-
manda del neurótico, responderle con lo que podemos
llamar, en líneas generales, una obliteración. (Lacan,
1960-61, 239)

59
Celos, seducción y vergüenza

El falo “oblitera” las otras formas del objeto. Dicho de otro


modo, el estatuto fálico que puede tomar un objeto le otorga
un valor agalmático que condiciona el deseo del sujeto. Una
tesis semejante se encuentra también, por ejemplo, en el artí-
culo freudiano sobre el fetichismo, donde un “brillo/mirada”
en la nariz funciona como condición erótica de un hombre
(Cf. Freud, 1927).
Sin embargo, si bien por esta vía Lacan vincula el falo
con el ágalma, en una descripción de la fascinación, también
hay otra concepción distinta del falo en este seminario, como
presencia real del deseo. No se trata en este nuevo derrotero
del deseo en el sentido anteriormente entrevisto –las formas
neuróticas de desear, que encontrarían su punto culminante
en las fórmulas del fantasma obsesivo e histérico (en las clases
del 19 y el 26 de abril de 1961)–, sino de un deseo respecto del
cual el falo opera como límite, que refuerza la idea anterior
del falo como defensa ante un deseo de otro orden. Así, por
ejemplo, es que Lacan sostiene que “más precioso aún que el
propio deseo es conservar su símbolo, que es el falo” (Lacan,
1960-61, 263). De ahí que Lacan afirme una separación entre
quedarse con el deseo o con el falo; o, dicho de otro modo, que
el único modo de entrar en la vía de la realización del deseo es
a través de la pérdida del objeto fálico.
De esta observación puede desprenderse una considera-
ción clínica fundamental: la fascinación en el flechazo muchas
veces suele tener un carácter defensivo. Dicho de otro modo,
es un modo de degradar la presencia real del deseo en una
forma de la demanda que puede expresarse de diversas ma-
neras: la idealización del partenaire, al cual se consagran los
más diversos obsequios, y del que se acepta todo –en una es-
pecie de “todo para el otro” (Lacan, 1960-61, 235)–, o bien las
respuestas más atentas al rechazo explícito de ese deseo, por
ejemplo, en la formulación de contrapropuestas que de algún
modo lo “insultan” (Cf. Lacan, 1960-61, 282) –piénsese, para

60
Kierkegaard y la seducción

el caso, en esa práctica habitual del obsesivo que siempre tie-


ne algo mejor que proponerle a su pareja, con lo cual aniquila
el más leve signo del deseo en ella–.
A través de este rodeo puede concluirse que el ágalma,
oscuro objeto del deseo fascinado, implica una degradación
fálica de la presencia real del deseo. Este doble estatuto del
deseo es designado por Lacan con una duplicación del valor
del falo, ya sea en su vertiente imaginaria (agalmática) o sim-
bólica (presencia real). De este modo, puede notarse también
cómo la fascinación encuentra un primer esclarecimiento en
la vía fálica. A esta descripción habría añadir lo propio de
la mirada, ese punto en que el objeto encanta y embelesa al
sujeto.
Habitualmente, el objeto agalmático suele expresarse en
la vida amorosa a través de expresiones que hablan de un
“no sé qué” que tendría el objeto amado. Difícil de poner en
palabras, resistente al discurso, el agálma encarna un menos
(–φ) que muchas veces los interlocutores del enamorado inte-
rrogan: “Pero, ¿qué le viste?”. Y, entonces, las palabras faltan
para describir lo que el amante ha visto, justamente porque el
objeto amado no es un objeto de percepción, sino una forma
de la mirada. En el seminario 11, Lacan considera en los si-
guientes términos ese carácter fascinante del objeto:
… el fascinum, es aquello cuyo efecto es detener el mo-
vimiento y, literalmente, matar la vida. En el momento
en que el sujeto se detiene y suspende su gesto, está
mortificado. El fascinum es la función antivida, anti-
movimiento, de ese punto terminal, y es precisamente
una de las dimensiones en que se ejerce directamente
el poder de la mirada. (Lacan, 1964, 124)

A pesar de su sesgo dramático –que recuerda el trabajo freu-


diano sobre las palabras antitéticas (Cf. Freud, 1910), en la
medida en que el contrapunto del “encanto” de la fascinación
podría ser el “mal de ojo”–, la formulación de Lacan aprecia

61
Celos, seducción y vergüenza

el poder de la mirada que, eventualmente, anonada al sujeto


enamorado, que lo detiene y suspende de un hilo, donde deja
de ver para ser mirado. Después de todo, no pocos amantes se
han declarado “hechizados” frente a su amada en un primer
encuentro; o bien, es una expresión corriente la que sostiene
el “embrujo” de unos, o miradas que “matan”.
Para Lacan, el estatuto de la satisfacción escópica se resu-
me en una estructura específica: “dar a ver”, como forma de
manifestación de un deseo que se muestra al Otro. No se trata
de “algo” que se muestra, sino de un mostrar que puede asu-
mir diversos modos: a través de un velo (como en el caso de
una minifalda, que muestra ocultando y, por lo tanto, sugie-
re), de una pantalla (que muestra a través de una refracción,
como suele ocurrir con los gestos; por ejemplo, en una sonrisa
que muestra mucho más que un conjunto de dientes) o de una
escena (donde lo que importa no es tanto lo que se expone,
sino que el sujeto forme parte de la misma, que pueda verse
viendo desde esa mirada que se le impone, como ocasional-
mente ocurre en los flechazos que surgen al bailar). Que se
trate de un “dar a ver” al Otro, indica en esa función de la
alteridad que el trasfondo del objeto agalmático es el objeto a
como causa del deseo: la mirada no es del sujeto, sino un cir-
cuito pulsional que enlaza la satisfacción en un rodeo del cual
el sujeto escópico es un efecto: esa división que se expresa en
la ausencia de palabras para decir eso que pudo verse, en una
visión que fue causada desde otro lugar. Ocasionalmente los
hombres pueden relatar ese momento en que por primera vez
vieron a una mujer… y, luego, las mujeres pueden reconocer
que, para ese entonces, ya los habían mirado –algunas dicen
“fichado”– mucho antes.
Asimismo, si la aparición de la mirada en la fascinación
no produce angustia, espanto u otro afecto tenebroso, es jus-
tamente por su entrelazamiento con el falo imaginario (y su

62
Kierkegaard y la seducción

negativización simbólica), por el cual toma la forma de lo que


Lacan llama “instante de ver”:

El instante de ver sólo puede intervenir aquí como


sutura, empalme de lo imaginario y lo simbólico, y es
retomado en una dialéctica, ese tipo de progreso tem-
poral que se llama la prisa, el ímpetu, el movimiento
hacia delante, que concluye en el fascinum. (Lacan,
1964, 124)

Antes que un encuentro traumático con lo real, que pone en


cuestión las coordenadas simbólicas habituales en que al-
guien se reconoce imaginariamente, el instante de ver de la
fascinación denota ese momento fuera-del-tiempo (que mu-
chas veces las películas románticas exponen con un recurso a
la cámara lenta) en que el sujeto enamorado quedó capturado
por el brillo de una mirada. Este punctum –para nombrarlo
con un término de R. Barthes (1980)– también viene de lo real
y, por lo tanto, también divide al sujeto, pero con un afec-
to distinto: el flechazo de un enamoramiento repentino que
causa del deseo de ver, y que empuja al intento de poner en
palabras esa esencia invisible que el amor –como defensa o
modo de volver ego-sintónico– reduce a la contemplación.

El donjuanismo

Como corolario de este impacto de la mirada en la escena


amorosa, una fantasía se desprende como privilegiada: la del
Don Juan, es decir, aquel que sería capaz de ver la singulari-
dad de cada mujer; o, dicho de otro modo, ese hombre que
podría apreciar a cada mujer como única, para el cual sólo
existirían las mujeres y nunca buscaría en una los rastros de
otra.
No obstante, este hombre no existe. Y, según Lacan, habría
que entreverlo como un fantasma femenino:

63
Celos, seducción y vergüenza

Si el fantasma de Don Juan es un fantasma femenino,


es porque responde al anhelo de la mujer de un ima-
gen que desempeñe su función, función fantasmática
–que haya uno, un hombre, que lo tenga– lo cual, en
vista de la experiencia, es un desconocimiento de la
realidad –todavía más, que lo tenga siempre, que no
pueda perderlo. Lo que implica precisamente la posi-
ción de Don Juan en el fantasma es que ninguna mujer
puede arrebatárselo, he aquí lo esencial. Es lo que él
tiene en común con la mujer, a quien, por supuesto,
no puede serle arrebatado porque no lo tiene. (Lacan,
1962-63, 219)

La mujer imagina que podría haber un hombre que no estu-


viese atravesado por la castración. Sería un hombre, entonces,
al que nada le faltaría… como a la mujer –he aquí por qué
Lacan dice que se trata de un fantasma femenino, aunque se-
ría más correcto decir que se trata de un fantasma neurótico
que imagina en el hombre un goce simétrico al de la mujer–.
Podría pensarse, por ejemplo, en el caso del padre de la histé-
rica, cuya castración es objetada por el síntoma, en la medida
en que este último le está ofrendado. El síntoma histérico es
un monumento a la idealización del padre, a la potencia del
padre (aunque más no sea para demostrar la inscripción de su
impotencia, como lo demuestra el caso Dora; cf. Freud, 1905,
42), el primer seductor que admitiría la estructura.
Cabe recordar que, ya en el comienzo de su práctica, Freud
se encontró con la cuestión de la queja respecto de la seduc-
ción en la histeria (Cf. Freud, 1906), al punto de apreciar que
se trataba de una fantasía y no de un hecho efectivamente
vivido –o bien, independientemente de lo acontecido, lo que
importaba era la posición pasiva asumida por el sujeto en la
fantasía–. Ese Otro seductor no es el partenaire al que muchas
veces la histérica ataca furiosamente (y que, eventualmente,
suele representar el lugar de competencia fálica con algún
hermano), ni el seductor efectivo que puede piropearla en la

64
Kierkegaard y la seducción

calle (y al que puede responder con diversas actitudes, desde


la indiferencia hasta la sonrisa), sino que se trata de una fun-
ción de reserva fálica, que sostiene un ideal de existencia de
“uno que no” (no afectado por la castración). Por eso, incluso
podría pensarse que el mito freudiano del padre de la Horda
–elaborado en Tótem y tabú (1913)– es una suerte de fantasma
femenino, que supone que habría un padre que gozaría de
todas las mujeres o,1 mejor dicho, que podría gozar de todas
la mujeres sin verse afectado por la detumescencia, por el ca-
rácter discontinuo del goce fálico, asociado a la insatisfacción.
Ese lugar que la histeria suele reservar al padre, en el amor,
puede ocasionalmente encarnarlo el partenaire en la figura de
esos maridos que requieren todo tipo de atenciones; que, a
primera vista, son todo lo contrario a un seductor, pero sos-
tienen esta función fantasmática de la excepción.
De este modo, puede verse cómo el donjuanismo no está
asociado a la delicadeza o al mero coqueteo de que puede
hacer gala el hombre. En todo caso, estas actitudes remiten
al pavoneo fálico con el que un hombre puede “vestirse” –su
relativa impostura– para demostrar su interés por una mujer.
Pero el caso del Don Juan, como fantasía femenina, remite a
ese punto en que ese hombre –que se supone que existe– no
estaría interesado por ninguna. Al igual que al padre de la
Horda, le corresponderían todas, pero este no sería sino un
modo de indicar que desea a ninguna. En este punto, cabría
trazar una distinción entre Don Juan y el padre de la Horda:
Casi parece un camelo subrayar la relación de Don
Juan con la imagen del padre en tanto que no castrado.
Quizás lo sea señalar que se trata de una pura imagen
femenina. (Lacan, 1962-63, 209)

1.  Una elaboración complementaria de este planteo, que parte del


esclarecimiento de la posición del Amo en la histeria y la vincula con el padre
de la Horda y la función estructural del padre en la neurosis, se encuentra en
la dos primeras partes del seminario 17 (1969-70).

65
Celos, seducción y vergüenza

El argumento de Lacan no parece concluyente. ¿Por qué el


hecho de que se trate de un fantasma femenino debería lle-
var a distinguirlo de la función del padre de la Horda? En
principio, porque este último es una función estructural de
todo fantasma neurótico. En todo caso, cabría pensar que el
Don Juan es la versión histérica del padre de la Horda. Así
parece entreverlo Lacan en el seminario 10 cuando describe la
práctica mítica del derecho de pernada y otros ritos de desflo-
ración. Curiosamente, quien se encargaba de estos actos era
el sacerdote de una sociedad, a un tiempo representante de la
función paterna, pero también de quien se esperaría que no
sea un galán, sino que haga su trabajo. Por eso, la función del
donjuanismo no nombra lo que habitualmente llamamos un
“Don Juan” –el mujeriego–, sino una condición estructural:

La huella sensible de lo que les planteo acerca de Don


Juan es que la compleja relación del hombre con su ob-
jeto está borrada para él, pero a costa de aceptar su im-
postura radical. El prestigio de Don Juan está ligado a
la aceptación de dicha impostura. (Lacan, 1962-63, 209)

Dado que para él está borrada la relación con el objeto,


por lo tanto, Don Juan no es un hombre deseante. De este
modo, cumple asimismo –como todo fantasma– una función
defensiva:

Hay que decirlo, no es un personaje angustiante para


la mujer. Cuando sucede que una mujer siente que es
verdaderamente el objeto en el centro de un deseo,
pues bien, créanme, de esto es de lo que en verdad
huye. (Lacan, 1962-63, 210)

En definitiva, el fantasma de Don Juan es una forma de defensa


contra el interés (y el deseo) que un hombre podría manifestar
por una mujer. Una deriva de este ponerse a resguardo se da a
través de la idealización del hombre, al cual se le supone que

66
Kierkegaard y la seducción

podría tener a todas las mujeres, como un modo de indeter-


minar el carácter singular del deseo. Otra deriva podría estar
en un fantasma de celos y, en este caso sí, en la suposición de
que el hombre es un mujeriego, como una manera de salir
del “centro”. Ambos aspectos podrían resumirse en la idea de
que la habitual acusación de donjuanismo que las mujeres re-
prochan a los hombres aúna un componente celotípico tanto
como cierta idealización. Por esta vía, es curioso advertir que
la atribución de un más allá de la castración termina siendo
un modo de rechazar una condición deseante; o bien, es un
modo de volver a notar que, en psicoanálisis, la castración es
constitutiva del deseo.

El seductor kierkegaardiano

Luego de esclarecer el carácter del flechazo en la fascinación


y de considerar el donjuanismo como un fantasma femenino
(o histérico), nos detendremos en una referencia literaria, el
Diario de un seductor, de S. Kierkegaard, con el propósito de
elucidar una posición subjetiva específica, la del seductor que
conquista a las mujeres para, después, en el momento de con-
descender al deseo, elegir sustraerse.
El Diario de un seductor pertenece a los escritos del momen-
to estético de la obra de Kierkegaard (que debería ser supera-
do por el momento ético y, luego, por el religioso) y, junto con
el comentario de Don Juan, de Mozart, constituye uno de los
capítulos centrales de la obra O lo uno o lo otro (1843).2 En el
centro del momento estético se encuentra la noción de placer,
pero no se trata aquí de una noción unívoca: mientras que
Don Juan encarna la sensualidad en su sentido más inmedia-
to, el seductor se inclina por una conquista “intelectual”. Si
para el primero el placer se confunde con la posesión de la

2.  Para una descripción sugerente, aunque suele ser criticada por los
estudiosos, del momento estético kierkegaardiano, cf. Adorno (1966).

67
Celos, seducción y vergüenza

mujer amada, el seductor busca montar un escenario de sig-


nos desde el cual alcanzar el deseo de la mujer amada. Según
Kierkegaard, el momento estético debería ser superado en
función de su propia abolición, a partir de su límite intrín-
seco en el aburrimiento. Podría pensarse, para el caso, en esa
posición habitual de la histeria (en hombres y mujeres) que,
de insatisfacción en insatisfacción, se desplazan en “deseos
vacíos”3 –hoy el gimnasio, mañana la danza, pasado el ikeba-
na– que les permitan evitar el peso de la existencia.
En el Diario, el protagonista –cuyo nombre también es
Juan–, se encarga de conquistar a una joven muchacha, que
encarna una condición de amor bastante precisa:
…porque una chiquilla que tome parte en muchas
diversiones, en general, no merece ser cortejada.
Normalmente le falta esa ingenuidad que es y seguirá
siendo, para mí, conditio sine qua non. (Kierkegaard,
1843, 38)

Por un lado, puede notarse que esta ingenuidad es una con-


dición distinta de las condiciones establecidas por Freud en el
tipo de elección de objeto esclarecida en el primer ensayo de
sus Contribuciones. Por otro lado, esta ingenuidad es elevada
al nivel de un rasgo ideal, es decir, se trata de una muchacha
que debe desconocer el mundo del erotismo, a la cual el se-
ductor debe enseñarle a amar, encontrando en este artificio su
propio límite:

Una vez que haya dispuesto todo de forma que ella


haya aprendido qué significa amar y qué significa
amarme, entonces el noviazgo, como forma imperfecta
se romperá. (Kierkegaard, 1843, 87)

3.  La expresión “deseos vacíos” es utilizada por Lacan en el seminario 11


para referirse a esos deseos reactivos, que no tienen asidero pulsional, que
no se sostienen en un anclaje corporal (Cf. Lacan, 1964, 199).

68
Kierkegaard y la seducción

De esta indicación podría pensarse que –en el deseo de ser


amado– el seductor es aquel que busca edípicamente el lu-
gar de falo del Otro; no obstante, avanzar en este derrotero,
como suele ocurrir con las interpretaciones edípicas, sería un
empeño reduccionista, ya que la estructura de deseo del se-
ductor tiene una complejidad mayor. En todo caso, más que
ser amado, el seductor se propone despejar cierto deseo en la
muchacha desde el cual hacerse amar. Ahora bien, este deseo
tiene, a su vez, un tercer rodeo, ya que el protagonista sostiene
que “me limito a enseñarle continuamente lo que de ella tuve
que aprender” (Kierkegaard, 1843, 101). Entonces, el deseo
de ser amado, como forma de hacerse amar desde un deseo,
tiene como propósito final restablecer en la muchacha ciertas
condiciones de deseo que ella desconocería de sí misma. Así
lo sostiene el protagonista cuando, por ejemplo, sostiene que
“aprendí a bailar por la primera jovencita que amé, aprendí
francés por una bailarina” (Kierkegaard, 1843, 56). De este
modo, el seductor apunta no meramente a buscar un Otro del
deseo –cuestión que podría emparentarlo con una forma de la
histeria–, sino que también hay cierto goce supuesto en esta
dirección, algo que la muchacha desconocería de sí misma y
debe aprender a través del ejercicio de la seducción.
Quizá podría pensarse que esta última determinación
acerca la posición del seductor a la del perverso, que busca
reintegrar al Otro un goce al que se encuentra consagrado.
No obstante, en este caso la función del objeto en el deseo no
es la misma que en la perversión: en esta última el sujeto se
convierte en instrumento del goce del Otro. En la seducción,
en cambio, el objeto se encuentra cedido al Otro, se le supone,
en todo caso, una función de causa del deseo. La misión del
seductor sería adelantarse a esa función y, antes que tentar
al deseo, restarse para que la muchacha descubra un goce
que ignora… pero un goce con el que puede causar el deseo.
Quizá podría decirse que el seductor es aquel que conserva

69
Celos, seducción y vergüenza

del histérico su interés por el deseo del Otro; y que asume la


posición de competir con la función de la causa; pero que su
modo de suponer el goce de La Mujer implica una versión
fantasmática de la feminidad: si bien en su caso no se trata
del deseo (fálico) de poseer, este deseo apunta a un goce que
interpreta fálicamente. El fantasma del seductor sostiene que
la mujer necesita del hombre para descubrir su feminidad, es
decir, que se trata de un deseo que necesita del falo como lla-
ve maestra y que, además, el goce femenino puede enseñarse
y compartirse.
El interés del seductor por muchachas ingenuas puede ser
esclarecido de acuerdo con este último lineamiento. Si el se-
ductor se presenta como alguien que estaría en una posición
excepcional –“yo no me preocupo nunca de escribir mi nom-
bre donde muchos otros han escrito el suyo” (Kierkegaard,
1843, 49)– es porque su estrategia es la de ser ese hombre que
podría amar a cualquiera, pero que no demostraría interés en
ninguna en particular y, por lo tanto, el correlato de la inge-
nuidad estaría en que se trate de una mujer que no podría
ser degradada (en el deseo). En este punto, su posición sería
semejante a la del padre de la Horda; o bien, de acuerdo con la
distinción trazada en el apartado anterior, podría proponerse
que el seductor es alguien que asume el fantasma femenino
del Don Juan. No es en absoluto un hombre dedicado al placer
sensual –como podría serlo ese Don Juan que tampoco exis-
te–, sino alguien dedicado a encarnar cierta cancelación de la
forma fálica de desear para proyectarse en el fantasma de su-
poner cómo goza una mujer más allá del falo. Curiosamente,
este goce es pensado en articulación con la insatisfacción:
Cuanto más entrega se pueda aguantar en un amor,
más interesante se hace… [Es el] goce auténtico.
(Kierkegaard, 1843, 52)

No obstante, no sólo se trata del deseo histérico de gozar con


la insatisfacción, sino que ese goce también se encuentra arti-

70
Kierkegaard y la seducción

culado fálicamente en la medida en que la mujer gozaría con


un objeto más o menos fijo: bailar, hablar un idioma, etc. En la
creencia de que cada mujer estaría destinada a un goce nom-
brable se encuentra la suposición fálica de que en el comienzo
de los tiempos los goces fueron distribuidos a cada una en
función de su nombre propio. Por eso, si bien el seductor
asume, como posición inicial, un fantasma femenino, la con-
sistencia del goce que supone en la mujer lleva la huella fálica
de la degradación de la alteridad a una condición específica.
En definitiva, el seductor piensa el goce femenino como una
versión del deseo fálico.
En función de estos términos es que puede entenderse que
junto a la condición de ingenuidad se destaque una condición
de idealidad en las muchachas elegidas:
La imagen que conservo de ella oscila vagamente en-
tre su verdadera figura y la ideal. Y yo dejo que esta
figura se me muestre, ya que su fascinación consiste
precisamente en la posibilidad que tiene de ser la mis-
ma realidad […] Esta posibilidad es condición para
que su imagen, la auténtica, se me pueda mostrar.
(Kierkegaard, 1843, 44)

De este modo, la fascinación en la ingenuidad, asociada al


efecto de idealización de la muchacha, es una manera de in-
vestir a esta última con cierto valor fálico:

Si desde la primera mirada una joven no nos causa


una impresión tan profunda que nos evoque el Ideal,
entonces, en general, la realidad no es particularmente
digna de ser deseada. (Kierkegaard, 1843, 45)

Asimismo, como esta última indicación demuestra, la fascina-


ción se encuentra enlazada al dominio de la mirada. De hecho,
podría decirse que todo el territorio de la seducción se reparte
en signos dedicados a la mirada. El seductor es aquel que se

71
Celos, seducción y vergüenza

aproxima al deseo del Otro en función de pequeños índices


que se dan a ver. Diversas afirmaciones del protagonista del
Diario exponen esta particular captación, por ejemplo, cuando
el protagonista sostiene que “una mirada de soslayo es mucho
más peligrosa que una gerade aus [de frente]” (Kierkegaard,
1843, 27); o bien, que “daría cien taleros por ver la sonrisa de
una jovencita en la calle…” (Kierkegaard, 1843, 36). Sin em-
bargo, lo fundamental es que dichas mostraciones obedecen a
un principio fundamental: “cuando se quiere ver algo, no se
debe bajar totalmente el velo” (Kierkegaard, 1843, 27). Todos
estos gestos y manifestaciones tienen como propósito conser-
var el goce supuesto de la mujer como algo invisible, siendo
también esta invisibilidad la posición misma del sujeto, el
punto de desvanecimiento en que el seductor busca ver sin
ser visto –“intentaba verla sin que me viera” (Kierkegaard,
1843, 43)–, por ejemplo, cuando rechaza acompañar a las mu-
chachas en un paseo y se presenta, luego, sorpresivamente,
dejándose ver como un paseante más. El seductor, entonces,
no es el caballero que se ofrece a la muchacha con el afán de
conquistarla a partir de sus emblemas fálicos, más o menos
interesantes, sino que es quien busca implementar una “tram-
pa” (Kierkegaard, 1843, 51), que muchas veces tiene como
hilo conductor el fingimiento de la indiferencia. El seductor se
da ver a condición de no ver –con el velo del soslayo–, atento
al gesto esquivo que hablaría de un goce escondido. De este
modo, el seductor cultiva su invisibilidad –“mientras yo estoy
visiblemente presente es invisible y cuando estoy invisible-
mente presente es visible, soy yo” (Kierkegaard, 1843, 91)–
como una forma de convertirse en “enigma” (Kierkegaard,
1843, 61), cuyo correlato es el misterio del goce femenino, al
que trata de hacer condescender a una formación de la mira-
da (el velo), y del que abjura cuando lo supone hecho de la
misma materia que el goce fálico.

72
Sartre

y la vergüenza

En los últimos años distintas publicaciones han comenzado a


ocuparse de la cuestión de la vergüenza. Si bien el término no
cobra en Freud (quizá sí en Lacan) el estatuto de un concepto,
estas recientes publicaciones avanzan en la vía de delimitar
formas y variantes de su estructura. De hecho, podría decirse
que este criterio es el que permite distinguir los trabajos que
se aproximan al tema con alguna gravedad, y afán sistemáti-
co, de aquellos que permanecen en una mera paráfrasis des-
criptiva o un breve comentario de citas.
Por ejemplo, podrían mencionarse los trabajos contem-
poráneos de S. Tisseron, La vergüenza. Psicoanálisis de un lazo
social (1992), y V. de Gaulejac, La fuentes de la vergüenza (1996),
que –propuestos desde una perspectiva psico-sociológica–
vinculan la vergüenza, el primero, con el objeto materno, y el
segundo con el desfallecimiento de la imagen del padre. No
obstante, a pesar de este lineamiento fundamental y diver-
gente, ambos trabajos apuntan –a través del estudio clínico de
“casos paradigmáticos” o “trayectos de vida”– a complejizar
la noción, intentando precisar distintas aristas intrínsecas a su
consolidación. De este modo, de Gaulejac distingue formas de
la vergüenza en función de la condición existencial del sujeto:
corporal (relacionada con la fealdad), sexual (relativa a la in-
timidad), psíquica (respecto de la estima de sí), moral (propia
de la hipocresía, la mentira, etc.), social (en los casos de estig-
matización a causa de una identidad, raza, etc.), ontológica

73
Celos, seducción y vergüenza

(en la que el sujeto está confrontado a lo inhumano como es-


pectador), etc. En este punto, su trabajo se encuentra próximo
de ciertas referencias filosóficas clásicas, entre las que cabría
considerar a M. Heidegger (y la “vergüenza de ser”) y, más
recientemente, el tercer capítulo de Lo que queda de Auschwitz
(1998), de G. Agamben, titulado “La vergüenza, o del sujeto”
–y que estudia este afecto, desde una perspectiva no psico-
lógica, en los sobrevivientes–. También cabría observar que
aquí la cuestión de la vergüenza se cruza con el motivo de la
culpabilidad (también analizada por Heidegger y Agamben).
Un libro reciente que retoma este aspecto es Vergüenza, culpa-
bilidad y traumatismo (2007) de A. Ciccone y A. Ferrant.
Dos observaciones pueden desprenderse de este apretado
repertorio bibliográfico: por un lado, el campo de estudios
sobre la vergüenza desborda la perspectiva psicoanalítica, e
incluso en este último territorio dista de tratarse de un afecto
que pueda ser definido unívocamente; por otro lado, es pre-
ciso partir de distinguir la vergüenza de otros afectos para
poder realizar una primera aproximación.
Esta última orientación fue llevada a cabo por C. Soler en
su libro Los afectos lacanianos (2011):
La vergüenza es un afecto más complejo, más sutil
que la cólera y también más ligado al inconsciente. Es
difícil de delimitar. […] el dominio del fastidio y la pe-
sadumbre en nuestro discurso actual hace eco a la falta
en gozar, del goce que hay o que no hay; la tristeza o el
gay saber inscriben el rechazo del saber o sus límites in-
trínsecos; la cólera ratifica las inadecuaciones de lo real
a lo simbólico. Por lo que se refiere a la vergüenza […]
Lacan habló de la vergüenza a menudo, pero sus desa-
rrollos más consistentes y, sobre todo, más novedosos
sobre este sentimiento se encuentran hacia el final del
seminario El revés del psicoanálisis… (Soler, 2011, 89)

74
Sartre y la vergüenza

Entonces, es importante distinguir la vergüenza en el contex-


to de otros afectos (como la cólera, la tristeza, el fastidio, etc.),
para luego detenerse en su especificidad; y, como sostiene
Soler, es el seminario 17, en apenas una de sus lecciones, donde
se encuentran los desarrollos más importantes de Lacan sobre
este tema. A esta elaboración dedicaremos un momento espe-
cífico de esta clase, con el propósito de elucidar la estructura
discursiva de la vergüenza.
Asimismo, en una publicación reciente –Livre compagnon de
«L’envers de la psychanalyse» (2007), varios de cuyos artículos
han sido traducidos por Pablo Peusner y comentados en su
artículo “Vergonzontología” (2011)– dedicada a una lectura
del seminario 17, y que consta de varios análisis de esta clase
mencionada, Anne Oldenhove-Calberg, distingue la vergüen-
za de la culpabilidad en los siguientes términos:
Me parece importante distinguir la culpabilidad de la
vergüenza: en efecto, si la culpabilidad surge cuando
el sujeto no estaría en orden con el ideal paterno, la
vergüenza vendría más bien a testimoniar del momen-
to en que algo del goce privado hace irrupción en el
espacio público. (Oldenhove-Calberg, 2007, 229)

De acuerdo con la perspectiva de esta autora, cabe añadir a la


distinción entre vergüenza y culpa, distintas formas de la ver-
güenza en la vida amorosa: por ejemplo, la vergüenza de ser
rechazado –ser visto como alguien que no fue amado, lo que
eventualmente lleva al acting out de la destreza de la seducción
compulsiva en el hombre, o al deseo prevenido que interac-
túa en condiciones de anonimato (como en las redes sociales
y otros modos de virtualidad), o la inhibición ocasional en la
mujer– y la vergüenza que se puede sentir frente a la iniciativa
de otro –ocasionalmente vinculada a la “vergüenza ajena” o
al impudor del partenaire–. No obstante, dado su carácter de
breve comentario de una clase de Lacan, ciertas distinciones
quedan solapadas o apenas introducidas. En este punto, sería

75
Celos, seducción y vergüenza

aconsejable, antes de detenerse en un análisis de la estructura


de la vergüenza en la vida amorosa, deslindar el alcance de
tres conceptos que suelen superponerse: vergüenza, pudor, ti-
midez. Este será el primer paso que realizaremos en esta clase,
luego del cual expondremos las coordenadas de una genealo-
gía de la vergüenza, tal como se las presenta en el seminario 17;
por último, nos detendremos en la estructura de la vergüenza,
en función de su articulación con el objeto mirada.
Finalmente, concluiremos el seminario con la considera-
ción de una obra de J.-P. Sartre, A puerta cerrada (1944), para
retomar una perspectiva conjunta de estos elementos.

Vergüenza, pudor y timidez

La vergüenza es un afecto crucial en la práctica analítica. En


principio, porque es un indicador prístino de la división subjeti-
va, al punto de que el sujeto avergonzado vacila en la situación
de sentirse descubierto y, eventualmente, se detiene en su decir
y calla. Por lo tanto, a primera vista, la vergüenza pareciera una
especie de obstáculo concreto para el cumplimiento de la regla
fundamental del psicoanálisis, la asociación libre, ya que facilita-
ría cierto “disimulo” por parte del analizante. En estos términos
lo entendía Freud –para quien el cumplimiento de la regla impli-
caba una “promesa de sinceridad” (Freud, 1913, 136)–, cuando
se refería a la “insinceridad consciente” que puede estar a la base
del carácter fragmentario y reticente del discurso del neurótico:

En efecto, esa falla [la incapacidad para dar una expo-


sición ordenada de la propia biografía] reconoce los
siguiente fundamentos: En primer lugar, el enfermo,
por los motivos todavía no superados de la timidez y
la vergüenza (o la discreción, cuando entran en cuenta
otras personas), se guarda consciente y deliberada-
mente una parte de lo que le es bien conocido y debe-
ría contar; es sería la contribución de la insinceridad
consciente. (Freud, 1905, 17)

76
Sartre y la vergüenza

No obstante, cabría preguntarse si acaso la timidez y la ver-


güenza realizan la misma contribución, cuando podría pen-
sarse que no son idénticas entre sí. Asimismo, podría añadirse
un tercer elemento en la consideración y pensar, por ejemplo,
en el pudor. ¿Cuáles son las coordenadas estructurales de la
vergüenza, la timidez y el pudor? En sus Tres ensayos de teoría
sexual, Freud se refiere en diversas ocasiones a la vergüenza,
como una de las resistencias ante la pulsión, esto es, como
uno de los diques psíquicos que se constituyen en el período
de latencia y que inhiben la sexualidad, al punto de calificar a
la vergüenza como una formación reactiva (Cf. Freud, 1905b,
146-7; 149; 161-2). Vergüenza, asco y escrúpulos morales son
el saldo de este modo de sublimación –aunque puede haber
sublimación por otras vías no reactivas–; y, entonces, cabe
preguntarse si acaso el asco no indica una referencia indirecta
al pudor,1 es decir, la violencia ejercida contra el pudor suele
producir ese efecto: con estas coordenadas podría conside-
rarse el síntoma del asco en el caso Dora, cuando el Sr. K. le
solicita que lo espere junto a la puerta que daba a la escalera
y, a al pasar, junta su cuerpo contra el de ella y le estampa un
beso que produce, en la joven muchacha, un “violento asco”
(Freud, 1905, 26). Podría pensarse que esta escena demuestra
que el pudor –al igual que la vergüenza– también requiere de
la participación del otro, pero sus coordenadas serían distin-
tas.2 Si en la vergüenza, la barra recae sobre el avergonzado

1.  Una referencia de Lacan que distingue vergüenza y pudor, e introduce


el motivo del asco, se encuentra en la clase del 3 de junio de 1959 en el
seminario inédito “El deseo y su interpretación”: “El objeto tiene esta
función, precisamente, de significar ese punto donde el sujeto no puede
nombrarse, donde el pudor, diría, es la forma regia de lo que se efectiviza en
los síntomas de la vergüenza y el asco.”
2.  Desde un punto de vista descriptivo, podría decirse que la vergüenza es
una forma de sanción subjetiva de la transgresión del pudor. De este modo,
el pudor precedería a la vergüenza y sería una suerte de barrera o inhibición
objetiva contra aquella. Cf. Scheler (1913)

77
Celos, seducción y vergüenza

de modo directo, frente al sentimiento de sentirse mirado, en


el pudor es precisa una condición suplementaria: que el otro
actúe una forma de transgresión (incluso cuando dicho acto
no sea más que la realización de un deseo). En estos térmi-
nos puede entenderse una referencia de Lacan en “Kant con
Sade” (1962), cuando sostiene el carácter amboceptivo del
pudor, que para ser violentado en uno no necesita más que
un acto en el otro:

…el pudor es ambo­ceptivo de las coyunturas del ser:


entre dos, el impudor de uno basta para constituir la
violación del pudor del otro. (Lacan, 1962, 751)

De este modo, el asco –el ataque al pudor– es un efecto de


la presencia ante un modo de satisfacción en el otro, un su-
puesto goce en el Otro, que no puede reconocerse como pro-
pio. En la vergüenza, en cambio, la división del sujeto tiene
la dimensión de lo in fraganti, de una revelación súbita de la
intimidad, en la que es sorprendido un goce escondido o un
deseo inesperado.
Por último, respecto de la timidez, cabría añadir que se
trata de una posición subjetiva que prácticamente no ha sido
estudiada en psicoanálisis, con la excepción de unos pocos
artículos, entre ellos, uno de Winnicott, quien distingue una
timidez normal (ligada, eventualmente, a la retracción de un
duelo) y una patológica, o sintomática, vinculada a cuestio-
nes persecutorias (Cf. Winnicott, 1938). En este último caso, la
timidez responde a temores de ser perseguido –nuevamente,
es la dimensión omnipresente de la mirada la que se pone
en juego–. Quizá podría pensarse aquí en un resabio de ese
temor infantil, patente en el Hombre de las ratas, de que
los padres supieran sus pensamientos sin que él los hubie-
ra declarado (Cf. Freud, 1909, 131). Aunque también podría
pensarse una nueva dimensión de la timidez, articulada esta
vez a la inhibición –tal como este concepto es definido en

78
Sartre y la vergüenza

Inhibición, síntoma y angustia (1926), de acuerdo con una limi-


tación de una función yoica– cuyo propósito sería evitar el
desarrollo de angustia que motivaría el esfuerzo represivo y
la formación de síntoma. De este modo, el sujeto se sustrae de
la división subjetiva que implicaría el encuentro con el otro,
queda en reserva (como bien indica nuestro idioma cuando
nos permite decir de alguien que es “reservado”, pudiéndole
dar a esta palabra una segunda acepción que denota el goce
fantasmático que su posición podría implicar). En función de
este último desarrollo, una tercera vía para aprehender cier-
tas coordenadas de la timidez podría radicar en la precaución
del deseo que caracteriza al fóbico, que necesita “tantear”
y ensayar garantías antes de dar un paso en su realización.
En definitiva, esta breve exposición sobre la timidez permite
entrever que también nos encontramos en este caso con una
noción expansiva, con diferentes matices, para la cual sería un
extravío cercar condiciones estrictas.

Actualidad de la vergüenza

En la clase del 17 de junio de 1970, en el seminario 17, Lacan


presenta la idea de una “vergonzontología”, neologismo que
juega en francés con los términos “vergüenza” (honte) y “on-
tología” (ontologie). Para el psicoanálisis, la ontología se de-
frauda en la vergüenza, en la medida en que el estudio del ser
del sujeto siempre queda confrontado con la falta, dado que el
significante no puede decir su ser íntimo, aquella satisfacción
a la que está fijado y, ocasionalmente, desconoce.
En este seminario, Lacan articula la vergüenza con el dis-
curso universitario. En términos generales, el discurso univer-
sitario puede ser definido a partir de la imposición del trabajo
de tener que develar las coordenadas que un saber encubre.
No obstante, y esto es lo que diferencia esta estructura del
discurso del Amo –en el que el saber se encuentra expuesto–,
lo que se produce en el discurso universitario es la división

79
Celos, seducción y vergüenza

subjetiva de aquel que, en posición de objeto, no hace más que


verificar su falta respecto de este saber. El que quiere saber
–o, mejor dicho, quien debe saber–, todo el tiempo descubre,
como su verdad, que no sabe (tanto como lo esperado). Y esto
también obedece a motivos estructurales, ya que el discurso
universitario tiene como agente la represión de las coordena-
das del saber en cuestión.
Este modo de discurso, que articula una relación específica
entre el saber y la verdad, podría otorgar títulos aproximados a
las formas de sensibilidad que, esporádicamente, pueden repre-
sentarlo. Al agente del saber se lo suele llamar “profesor”, del
que Lacan sostenía que se caracteriza por “enseñar sobre ense-
ñanzas” y, por lo tanto, es incapaz de producir una enseñanza
propia. Al esclavo que acompaña esta partida Lacan le concedió
el nombre de “astudé”, neologismo que condensa una referencia
a la palabra “estudiante” aunque también a la palabra “estúpi-
do” –por lo tanto, se trata de aquel que sólo verifica, una y otra
vez, su estupidez frente a un saber respecto del cual está en falta.
En el seminario 17, Lacan introduce la idea de una vergüenza
“propia” del discurso universitario de esa época, que denomi-
na “vergüenza por vivir” y que marca “una degeneración del
significante amo”. Esta vergüenza estaría asociada a ciertas
coordenadas que pueden resumirse en la expresión “morirse
de vergüenza” (Lacan, 1960-70, 195), es decir, la situación en
que alguien preferiría la muerte a quedar expuesto a la reve-
lación de su división –en nuestro idioma, nos referimos a esta
posibilidad cuando decimos “que me trague la tierra”–. Para
Lacan existió una época, ya pasada, en que al rebajamiento de
los ideales se prefería la muerte. Pero, según Lacan, los tiem-
pos han cambiado. Y podría decirse que hoy en día no sólo los
alumnos no se avergüenzan (lo cual puede tener su costado
saludable), sino que también en la vida amorosa encontramos
una manifestación acusada de actitudes “des-vergonzadas”:
por ejemplo, pensemos en que los adolescentes actuales no
sólo recurren al alcohol como factor de desinhibición para

80
Sartre y la vergüenza

acercarse a la chica que les gusta, sino que la “previa” suele


producir mucho más que sujetos en(valen)tonados –por así
decirlo–, sino que a veces estos jóvenes parecen autómatas
deshabitados del riesgo de desear; o bien, podría pensarse en
la identificación histérica de alguna muchachas que se vuel-
ven ardientes acosadores de hombres, pero que olvidan que
bien puede entregarse un cuerpo vacío.
En este punto, la vergüenza es un indicador de la pre-
sencia del sujeto, de que ese cuerpo es “habitado”, como lo
demuestran el rubor, bajar la mirada, en definitiva, no saber
detrás de qué esconderse, cuando el sujeto se siente mirado
desde todos lados.
Desde la perspectiva Lacan, la vergüenza hoy en día se
convirtió en una “vergüenza por vivir tan finamente” (Lacan,
1969-70, 198). Actualmente, lo que avergüenza es vivir una
vida que nunca merece la muerte, dado que falta su inscrip-
ción en la genealogía de un S1. Todo se reduce a lo trivial, al
vacío, lo que se suele llamar “tiempo líquidos”. Y cada vez
más el sujeto amoroso se presenta desesperado por la falta
de intereses comunes con el partenaire –esa situación habitual
que se reduce a que en las primeras preguntas de una cita
se apunte a buscar los significantes amos compartidos bajos
los cuales dos personas pueden verse como “amables” (si no
fuera así, ¿para qué se le preguntaría el signo a un desconoci-
do?)– y un denodado afán de búsqueda de emociones fuertes
que hagan que alguien pueda sentirse vivo. A su vez, esta
nueva forma de vergüenza estaría asociada a cierta impudicia
generalizada: desinterés por ofender al otro, por reducirlo a
un mejor medio descartable, etc.
No obstante, el diagnóstico y la descripción de Lacan no es
pesimista, ya que también propone una nueva forma de ver-
güenza, una posición que podría asumirse (y que, de hecho, él
recomienda a los estudiantes a los que hablaba en esa ocasión,
en la época del mayo del ’68 y la declamación de la abolición
de los amos), y C. Soler parafrasea del modo siguiente:

81
Celos, seducción y vergüenza

En cierto modo, es posible una vergüenza buena que


haga pasar al acto de una rectificación de la impuden-
cia avergonzada, aquella que él mismo podría inspirar
cuando llega a ‘darles vergüenza’ por su ejemplo. Este
valor de la vergüenza fue percibida por otros, Kertész
por ejemplo, al referirse a Jaspers: ‘Haga lo que haga,
siempre me avergüenzo; y eso es, aún así, lo mejor que
tengo’. Allí reconocemos para la vergüenza el compo-
nente ético, siempre presente en todas las considera-
ciones de Lacan sobre el afecto. (Soler, 2011, 96)

Por lo tanto, hay cierto valor ético de la vergüenza que permite


retomar una consideración realizada anteriormente. Cuando
el analista prescribe atravesar el dique de la vergüenza con el
cumplimiento de la regla fundamental, no lo hace en función
de violentar lo más íntimo del sujeto, de encarnar una transgre-
sión –que, por ejemplo, podría acercar su acto al del perverso
(Cf. André, 1995); o bien, podría reconducir su dispositivo al de
la confesión–; por el contrario, podría decirse que ese más allá
de la vergüenza no implica una degradación del significante
amo (como el que sí acontece en la vergüenza contemporánea
según Lacan). En todo caso, podría decirse que el analista re-
trotrae el sentimiento de “morirse de vergüenza”, con el fin de
interrogar la división subjetiva antes que producirla. Respecto
de la vida amorosa, entonces, podríamos proponer que en al-
gunos casos se trata de recuperar esa dimensión vergonzosa
que ocasionalmente falta al sujeto contemporáneo, expuesto a
la impudicia generalizada de una sexualidad a veces desborda-
da, pero sin erotismo, o a un anonimato que cancela el interés
por conocer a alguien con quien hablar de amor.

Vergüenza y mirada

La relación entre vergüenza y mirada es presentada por


Lacan desde el comienzo de su enseñanza. Así, por ejemplo,
en el seminario 1 se afirma la idea de una “fenomenología de

82
Sartre y la vergüenza

la vergüenza, del pudor, del prestigio, del temor particular


engendrado por la mirada” (Lacan, 1953-54, 314). En este con-
texto, el referente específico para dar cuenta de la cuestión es
J.-P. Sartre y el apartado “La mirada” de El ser y la nada (1943).
No obstante, antes de este apartado específico, la cuestión
de la vergüenza se plantea en desde el inicio de la tercera par-
te del El ser y la nada, dedicada al problema de la existencia del
otro. Contra la posición idealista, para la cual el solipsismo es
un punto de partida, y que requiere demostrar la existencia
del prójimo a través de la presentación de su cuerpo como un
objeto más del mundo, la fenomenología sartreana encuentra
en el ser para otro un punto de partida, una estructura que no
puede ser deducida. La vergüenza se inscribe en el tipo de
experiencias que exponen esta situación radical:
…aunque ciertas formas complejas y derivadas de la
vergüenza puedan aparecer en el plano reflexivo, la
vergüenza no es originariamente un fenómeno de re-
flexión. En efecto, cualesquiera que fueren los resulta-
dos que puedan obtenerse en la soledad por la práctica
religiosa de la vergüenza, la vergüenza, en su estructura
primera, es vergüenza ante alguien. (Sartre, 1943, 250-51)

Por un lado, esta observación introduce la noción de que la


presencia del otro no necesariamente requiere de su presen-
cia física. Podríamos pensar, por ejemplo, que dicha inje-
rencia se efectúa eventualmente a través de la participación
de ideales desde los cuales, sólo secundariamente, alguien
reflexiona (se ve a sí mismo). Por otro lado, la vergüenza
requiere una forma específica de manifestación ante alguien:
la mirada. Para Sartre, “soy como el prójimo me ve” (Sartre,
1943, 251), donde el énfasis puesto en el ser indica que el
sujeto se reduce a un objeto para la mirada del otro, esto es,
queda fijado en alguna actitud “evidente”. Asimismo, cabe
aquí una aclaración, para matizar la idea de que esta fijación
deba toda su responsabilidad al Otro:

83
Celos, seducción y vergüenza

…este nuevo ser que aparece para otro no reside en el


otro: yo soy responsable de él, como lo muestra a las
claras el sistema educativo consistente en ‘avergonzar’
a los niños de lo que son. Así, la vergüenza es vergüen-
za de sí ante otro; estas dos estructuras son inseparables.
(Sartre, 1943, 251)

De este modo, el sujeto no deja de ser responsable de su ser


para el otro. Y la vergüenza, para el caso, es un índice de que
en esa objetivación se compromete algo de su intimidad.
Podríamos añadir, entonces, que en la vergüenza se realiza
ese traslado de lo íntimo a lo privado que no se corresponde
estrictamente con la mirada de una persona concreta, sino con
una posición subjetiva –porque, así como la mirada puede ma-
nifestarse en soledad, también podemos imaginar situaciones
en las que alguien no se sienta aludido por los semejantes a
su alrededor (y, por ejemplo, se sentiría tocado ante la imagen
de una fotografía de su amada ausente)–. Sartre expresa estas
distinciones en los siguientes términos:

…si aprehendo la mirada, dejo de percibir los ojos […].


La mirada del otro enmascara sus ojos, parece ir por
delante de ellos. (Sartre, 1943, 286)

Esta última indicación permite apreciar que la mirada no se


confunde con la visión –cuestión que habría de retomar Lacan
en el seminario 11–. Para tomar el ejemplo paradigmático de
Sartre, podría considerarse el caso del celoso que espía detrás
de una puerta hasta que siente unos pasos en la escalera. No
es necesario que sea visto por unos ojos, porque –por decirlo
así– ya fue visto por la mirada; en esta situación, el sujeto que-
da asumido como celoso, objetivado incluso para sí mismo,
confundido “con este ser que yo soy que la vergüenza me
descubre” (Sartre, 1943, 289).
El “ser descubierto” de la mirada es sólo un modo de
respuesta ante la mirada del otro; también podría haberse

84
Sartre y la vergüenza

pensado en el orgullo –y así lo propone Sartre, junto con la


posibilidad del miedo–, como una forma de responder a la
división subjetiva de la mirada. De hecho, desde la perspecti-
va psicoanalítica, es conocida la inflación narcisista –aquello
que Lacan llamara “infatuación” (Cf. Lacan, 1946, 146) como
un modo de encubrir la angustia–. Y, en la vida amorosa, el
despliegue del recurso a la batería de estandartes fálicos –la
identificación del yo con el falo– es un modo habitual en que
el hombre intenta conquistar a una mujer –que no es lo mis-
mo que seducirla–. Este tipo de conquista, muchas veces, no
apunta a mucho más que impresionarla y, ocasionalmente, no
reproduce más que la situación infantil de proponerse como
objeto a ser amado. Ahora bien, sólo pocas mujeres –y no las
más despiertas– suelen encontrarse a gusto en este tipo de
conquista, que las ubica como garantes de un ideal materno
(que deberían festejar); o bien, que las reduce a objetos inter-
cambiables a los que ellas –en el caso de las histéricas– opo-
nen el más firme rechazo.
Resumamos, entonces, el planteo sartreano de la estructu-
ra de la mirada, con una nueva consideración:
…la mirada, como lo hemos mostrado, aparece sobre
fondo de destrucción del objeto que la pone de mani-
fiesto. Si ese transeúnte gordo y feo que avanza hacia
mí con paso saltarín de pronto me mira, adiós su feal-
dad, su obesidad y sus saltitos: durante el tiempo que
me siento mirado, es pura libertad mediadora entre yo
y yo mismo. (Sartre, 1943, 304)

La vergüenza es un modo de respuesta ante la mirada del Otro.


No obstante, la mirada no es la visión de un semejante concre-
to, sino que plantea una trascendencia respecto del partenaire
especular y supone una nueva dimensión: el otro como objeto
de semejanza, o de eventual agresividad, queda suspendido,
entre paréntesis –como lo demuestra la referencia anterior–,
y el sujeto queda reducido a un objeto para alguien que no es

85
Celos, seducción y vergüenza

o, mejor dicho, para Otro que es “pura libertad”, como la que


tiene la mantis religiosa en el ejemplo propuesto por Lacan en
el seminario 10 para hablar de la angustia (Cf. Lacan, 1962-63,
14). En este punto, podría decirse que la vergüenza supone
un pasaje por la angustia, propio de la división subjetiva,
pero también es una respuesta a esta última, en la medida en
que hace consistir un modo de satisfacción en que el sujeto
se reconoce como descubierto. En última instancia, lo que ca-
bría añadir es que dicho “dar a ver” se realiza ante una forma
indeterminada del Otro. “¿Qué va a pensar de mí?”, suele
preguntarse el avergonzado. Y en el caso del sujeto amoroso,
esta consistencia se expresa con afirmaciones del estilo: “Va a
pensar que soy un baboso porque me vio mientras le miraba el
escote” (donde el deseante es sorprendido in fraganti en pleno
acto de satisfacción); o bien, “Me avergüenzo con la idea de
estar aquí, donde es posible que X aparezca, porque podría
creer…”, pero sin que sepa que es lo que él o ella efectivamen-
te piensa o pensaría –ya que se trata de una suposición, dado
que si lo supiese con efectividad no se sentiría avergonzado–.
De acuerdo con esta última indicación, es significativo
advertir que la vergüenza, especialmente en la vida amoro-
sa, no deja de tener una referencia al saber, aunque más no
sea porque lo pone en falta. Es un saber supuesto, articulado
a una fantasía respecto de qué objeto se sería para el otro.
Dicho en resumidas cuentas, en la vida amorosa la vergüenza
se manifiesta con la suposición de que el otro puede saber el
fantasma del sujeto –y en un análisis se sabe del tiempo que
requiere que un analizante tome el coraje de hablar de alguna
de sus fantasías–. En un artículo como “El creador literario
y el fantaseo” (1908) Freud ya se había referido al paseante
que camina por la calle envuelto en sus ensoñaciones, con
una sonrisa dibujada en el rostro. Se trata de una situación
harto conocida, a la que cabría añadir el detalle de que estos
fantaseadores suelen esconder sus gestos al caminar (miran

86
Sartre y la vergüenza

para abajo, desvían la mirada, etc.). Ahora imaginemos la po-


sibilidad de que uno de ellos sea sorprendido e interrogado
por alguien que le dijera: “¡Qué bonito reírse de esas cosas!”.
El efecto no se dejaría esperar: la más inclemente vergüenza
inundaría el rostro del sujeto enamorado. Esta intervención,
que se yergue como una referencia a un saber supuesto en
el Otro, restituye el goce de la mirada. En todo caso, podría
decirse que si el goce de la visión consiste en la metonimia de
apuntar a lo que no se ve –a través de un develamiento con-
tinuo–, la mirada –en este caso, a través de la vergüenza– es
una forma de restitución del objeto perdido:
La mirada es ese objeto perdido y, de pronto, re-en-
contrado, en la conflagración de la vergüenza […].
Hasta ese momento ¿qué busca ver el sujeto? Busca,
sépase bien, al objeto como ausencia. […] Busca, no
el falo, como dicen, sino justamente su ausencia, y a
eso se debe la preeminencia de ciertas formas como
objetos de su búsqueda. (Lacan, 1964, 189)

De este modo, podría imaginarse una escena en que el deseo


del hombre se va deteniendo en la contemplación de cada
una de las prendas que una mujer se va quitando –después
de todo, el streaptease es un dispositivo ajustado al deseo fá-
lico–; pero, repentinamente, la mujer renuncia al juego y se
desnuda íntegramente: no es el horror a la castración lo que
se presenta en esta escena (la contemplación de los genitales
femeninos), sino la conflagración de ese deseo escópico que
el hombre venía reservando, demorado en un placer de ver
a condición de que algo quede oculto, y que la desnudez
altera. En estos términos puede entenderse que incluso Ch.
Bukowski –conocido como poeta “maldito”, y gran cultiva-
dor de la “obscenidad”– haya podido decir, en una carta de
su correspondencia con S. Martinelli: “No hay nada más feo
que una mujer desnuda”. En este punto, sólo cabría añadir
que la mirada no radica en la visión del cuerpo desnudo, sino

87
Celos, seducción y vergüenza

en que el desnudamiento apresurado de la mujer implica la


suposición de estar al tanto de las coordenadas del deseo del
hombre, y ahí es donde la mirada hace su presencia; a través
de esta restitución de un saber supuesto al goce. Esto es lo que
la desnudez en la mujer desnuda en el hombre.
Para concluir, cabría explicitar la corroboración de estos
elementos (el deseo, el saber, el goce) en la interpretación que
realiza Lacan de la concepción sartreana de la mirada en el
seminario 11:
La mirada se ve –precisamente, la mirada de la que
habla Sartre, la mirada que me sorprende y me redu-
ce a la vergüenza ya que éste es el sentimiento que él
más recalca. […] Si leen su texto verán que no habla
en absoluto de la entrada en escena de la mirada como
algo que atañe al órgano de la vista […]. Una mirada lo
sorprende haciendo de mirón, lo desconcierta, lo hace
zozobrar, y lo reduce a un sentimiento de vergüenza.
[…]. ¿No queda claro que la mirada sólo se interpone
en la medida en que el que se siente sorprendido no es
el sujeto anonadante, correlativo del mundo de la ob-
jetividad, sino el sujeto que se sostiene en una función
de deseo? (Lacan, 1964, 92)

Junto con la referencia anteriormente citada, esta indicación


de varios motivos, confirma la continuidad entre el análisis
sartreano de la mirada y la perspectiva de Lacan, en una enu-
meración de cuatro puntos: a) la articulación entre mirada y
vergüenza; b) la mirada no es la visión; c) la mirada se expresa
en la sorpresa, en la sensación de sentirse descubierto; d) lo
que se descubre es una posición deseante del sujeto. En nues-
tra exposición hemos ampliado una consideración acerca del
matiz de este descubrimiento del deseo del sujeto a través de
una referencia al saber que se supone en juego. En este punto,
no se trataría de una mirada ciega, sino una mirada omnis-
ciente a cuya merced el sujeto se supone indefenso.

88
Sartre y la vergüenza

La vergüenza sartreana

Suele afirmarse que el teatro sartreano es un “teatro de situa-


ciones”. En efecto, esta consideración se sostiene en la función
del teatro para Sartre, quien pensaba que dicha forma artística
debía desplegar las variantes que toma la libertad del hombre
en diversas situaciones paradigmáticas –en las que se pone
en juego su capacidad de elegir, de acuerdo con coordenadas
que alterarían el destino–.
A puerta cerrada es un claro exponente de este carácter
ejemplar del teatro sartreano. Estrenada en París, en mayo de
1944, se trata de una obra con una estructura relativamente
sencilla: tres personajes en un escenario permanente, que
no es más que un salón estilo Segundo Imperio con el que
Sartre representa el infierno. Los personajes –Inés, Estelle y
Garcin– son tres condenados… a estar juntos. En términos ge-
nerales, la obra apunta a exhibir ciertas posibilidades que se
desprenden de la dimensión para otro, diversas actitudes que
pueden asumirse frente a los demás. Una primera intención
significativa, entonces, se desgaja de esta condición –y que re-
corre toda la obra, hasta que es enunciada en la conclusión–:
el infierno está en la mirada de los otros.
Podría pensarse que el hecho de que los personajes estén
muertos tiene un valor simbólico preciso: se trata de seres
para quien la libertad se ha cristalizado, dado que ya sus posi-
bilidades se encuentran fijadas, ajenos al mundo y sometidos
a la mera exterioridad de ser significados por los otros –por
ejemplo, pueden ver y oír lo que en la tierra se dice de ellos–.
Los muertos se han convertido en seres exteriores, apresados
desde afuera, por los demás, sin poder controlar sus actos. Así
también es que se encuentra a los personajes en el escenario,
exteriores a su libertad y en busca de definirse (y justificarse) a
través de los otros. Por eso es interesante que Sartre haya pro-
puesto la situación de un “trío”, dado que en estos términos
la significación nunca va a ser estable, al no poder reducirse al

89
Celos, seducción y vergüenza

mero fenómeno especular –ya que siempre habría un tercero


que podría objetar el sistema construido–.
Los tres personajes fueron condenados por un acto íntimo,
cuyo efecto retorna como una predicación sobre el ser del su-
jeto: Inés es una lesbiana, Garcin es un cobarde y Estelle una
infanticida. Cada uno habría actuado en circunstancias que
llevaron a la muerte de otras personas; pero no son cuestiona-
dos por estos hechos, sino por la posición que asumieron ante
la contingencia (convertida, entonces, en algo necesario). He
aquí el sentido de que sean circunscritos desde esta condición
y de que en la obra se interrogue la particular posición subje-
tiva que cada uno habría tomado.
En principio, dado que los personajes no se conocen, cada
uno se presenta como habiendo actuado con motivos, según
una determinación que podría ser objetivamente fundada.
Se niegan a verse a sí mismos a partir de sus actos y buscan
determinarse como objetos de una voluntad ciega que se les
escurre. No obstante, se trata de tres formas de existir que
son resistentes a los ideales, dado que han muerto en la flor
de sus pecados, justamente por los actos que realizaron –que
en absoluto implican que hayan “muerto de vergüenza”–. La
obra transcurre con el propósito de que se desarrolle una pro-
gresiva caída de los velos que esconden la desnudez de sus
goces, encubiertos con versiones imaginarias que los mues-
tran como amables a los demás. De este modo, la vergüenza
recorre –con una intensidad dramática patente– todos los
diálogos de los personajes, planteándose en un doble nivel:
por un lado, el develamiento de aquello que han hecho; pero
también, por otro lado, en los afectos y pasiones que surgen
de la interacción que se da entre ellos por estar en ese salón.
Así, a la vergüenza por el descubrimiento de la intimidad,
se añade la vergüenza en acto en esta situación “de a tres”,
donde se expone una disputa amorosa: Inés quiere conquistar
a Estelle, quien, a su vez, busca ser deseada por Garcin.

90
Sartre y la vergüenza

Detengámonos brevemente en las posiciones de cada per-


sonaje. Inés se muestra como una mujer resuelta: ella se afir-
ma en su condición y sostiene que tiene merecido el infierno.
A diferencia de Estelle y Garcin, no busca encubrir lo que ha
hecho. En efecto, expone una suerte de “honestidad brutal”,
desde la cual acecha a los otros personajes solicitándoles la
confesión de sus faltas. Es un personaje que claramente de-
muestra el carácter amboceptivo del pudor, ya que al exhibir-
se produce el rechazo de los otros, especialmente el de Estelle,
quien se reconoce como una mujer pudorosa y acomodada a
los semblantes de la coquetería femenina. Este carácter deci-
dido de Inés se manifiesta también en el desencanto con que
asume que se encuentran en el infierno, en el modo en que lo
enrostra a los demás, a sabiendas de que están perdidos y sin
más recursos que ellos mismos –“El verdugo es cada uno de
nosotros para los otros dos” (Sartre, 1944, 11)–. Su acechanza
llega a tomar la forma de la ironía, como un ejercicio retórico
de trasgresión que busca la división subjetiva:
El azar. Entonces esos muebles están ahí por azar. El
que el canapé de la derecha sea verde espinaca y el de
la izquierda burdeos, es por azar… ¿Verdad que sí?
Está bien; pues intenten cambiarlos de sitio y ya me
dirán lo que ocurre… (Sartre, 1944, 12)

Asimismo, es un detalle significativo que el salón no posea


espejos ni ventanas. De este modo, los tres personajes están
expuestos a la mirada inquisitorial del otro, no sólo en la
búsqueda del reconocimiento, sino en la suposición de que
el saber se consolida fuera de la identidad personal: lo que
cada uno sabe de sí mismo, lo recibe de un Otro que ya no
es un mero semejante. Así, por ejemplo, Garcin sostiene lo
siguiente:

Después de todo, siempre he vivido entre muebles que


no me gustaban y en situaciones falsas […]. Bueno; en

91
Celos, seducción y vergüenza

fin, no hay nada que ocultar; ya le digo que conozco


perfectamente mi situación. (Sartre, 1944, 3-4)

No hay nada que ocultar… porque el ocultamiento (o la eva-


sión) es imposible. A lo sumo, puede haber una estrategia con-
sentida en el desconocimiento, como la que propone Garcin
cuando sugiere que “debemos conservar entre nosotros una
extremada cortesía. Ello constituiría, creo yo, nuestra mejor
defensa” (Sartre, 1944, 8). Pero el trío resiste a esta posibilidad
de engaño, el desequilibrio es permanente, y la cobardía de
Garcin es confesada al poco tiempo. En este punto, su posi-
ción de rechazo de la verdad (hacerse ver como un héroe) se
invierte en una certeza que lo avergüenza (haber maltratado
a su mujer). Caído este velo, Garcin se vuelve un personaje
lúcido, y es quien avanza en las conclusiones hasta el final de
la obra:

Todas esas miradas que me devoran… (Se vuelve


bruscamente) ¡Cómo! ¿Solo sois dos? Os creía muchas
más. (Ríe) Entonces esto es el infierno. Nunca lo hu-
biera creído… Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera,
las parrillas… Qué tontería todo eso… ¿Para qué las
parrillas? El infierno son los demás. (Sartre, 1944, 35)

Si la posición defensiva de Inés ante la vergüenza se resolvía


en el recurso a la trasgresión del pudor, a través de la ironía,
Garcin toma otra actitud frente a su “desnudez”: acepta su
falta, deja de taparse los ojos, elige saber. De este modo, puede
notarse que una misma estructura –la vergüenza– toma for-
mas distintas, y que si bien la división subjetiva queda encar-
nada en los tres casos, cada uno se orienta de modo distinto en
la situación. Así, esta obra es el punto de partida para pensar
una fenomenología de la vergüenza –como la propuesta por
Lacan– que no sólo considere su estructura, sino su variedad
clínica, esto es, los diversos modos de avergonzarse y que no

92
Sartre y la vergüenza

dependen de la situación ni del goce en cuestión, sino de la


posición que el sujeto asume en la división.
De acuerdo con esta perspectiva es que también cabe pen-
sar la posición de Estelle, quien inicialmente se presenta con
aires de ingenuidad y cierto infantilismo. No obstante, una
vez caído el velo de su acto, y barrido el límite de la vergüen-
za, se muestra conquistadora y atrevida en busca del deseo
de Garcin. En esta decisión refuerza su perseverancia en ser
un objeto para la mirada del hombre, al punto de afirmar: “Es
todo lo que quiero” (Sartre, 1944, 27). No obstante, ofrecerse
al deseo es una manera de evadir una posición específica:
¿Quién de ustedes se atrevería a decir que yo soy agua
pura? A ustedes no se les puede engañar; ustedes sa-
ben que yo soy una basura, un desperdicio… (Sartre,
1944, 25)

De este modo, Estelle recurre a la estrategia de motivar fáli-


camente un deseo para disfrazar su lugar de resto caído. Sin
duda, es el personaje más vulnerable de la obra, ya que para
ella la vergüenza impulsa una huída en un erotismo vacío. De
todos modos, la posición de Inés no es menos problemática,
ya que si bien se asume resueltamente como homosexual –en
un cortejo que recuerda mucho a la joven homosexual freu-
diana y su afán de gozar a porfía de un hombre (Cf. Freud,
1920)–, esta asunción tiene cierto gesto impostado, una espe-
cie de obstinación que hace consistir su ser con cierto propó-
sito canalla. Inés refrenda la mirada descarnada que el otro le
ofrece (afirma su ser objeto, pero con un estatuto “degrada-
do” que proviene de la sanción de los demás), no busca una
imagen amable, sino que restituye el carácter de desperdicio,
por ejemplo cuando afirma: “Ya estamos desnudos, como gu-
sanos” (Sartre, 1944, 23). Desde ese lugar desengañado es que
Inés intenta conquistar a Estelle, denunciando la impostura
fálica con que esta última busca refugiarse en Garcin –con

93
Celos, seducción y vergüenza

el propósito de avergonzarlos del artificio de su condición


deseante–.
De acuerdo con esta última consideración, la obra desa-
rrolla una nueva forma del pasaje de lo íntimo a lo público
a través de la mirada y la vergüenza, al poner en acto –en la
situación misma de flirteo– la vacilación de las posiciones que
cada uno asumiría. En este punto, podría observarse nueva-
mente cómo aquello que puede ser objeto de vergüenza no es
meramente la explicitación de un hecho, sino la posición del
sujeto.
Por último, no deja de ser importante destacar que la posi-
ción subjetiva, en el caso de los personajes de A puerta cerrada,
se construye en función de la vida erótica (una homosexual,
un cobarde que hace sufrir a su mujer, una coqueta perezosa
y tonta). De este modo, podría concluirse que Sartre invita
a pensar que esa dimensión del ser que eventualmente se
acompaña de vergüenza –la vida amorosa– está hecha de la
misma materia con que se realizan los actos que pueden ele-
gir la libertad o la condena en el infierno de los demás.

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