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El psicoanálisis es una
conversación entre
mujeres
Ensayos sobre el fin de la histeria
 
El psicoanálisis es una conversación entre mujeres. Ensayos sobre el fin
de la histeria / Luciano Lutereau /
Editor literario Leticia Martin
1ª edición. Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Qeja ediciones, 2020
192 páginas 15 x 13 cm
ISBN 9789874970091
1. Psicoanálisis. 2. Teorías psicoanalíticas. 3. Histeria.
I. Martin, Leticia Griselda, ed
II. Título
CDD 150-195
 
Qeja ediciones
Acuña de Figueroa 156 PB B
(1180) Buenos Aires
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Idea y dirección: Nazareno Petrone, Leticia Martín, Gerardo Montoya Edición:
Leticia Martin Diseño de cubierta: Zim Hernández Diseño de interiores:
Marivi Urdaneta Ilustración: Marivi Urdaneta Fotografía: Alejandra Miguez
Diseño web: Gerardo Montoya
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 / Derechos
reservados. Prohibida su reproducción parcial o total.
Impreso en Argentina.
 
 

El psicoanálisis es una
conversación entre
mujeres Ensayos sobre el fin de la
histeria
 
 
Luciano Lutereau
 
 
 
“¿Acaso todavía hay mentes lo suficientemente ingenuas
para pensar que las teorías sirven para ser creídas?
Las teorías sirven para irritar a los filisteos, para seducir a
los estetas y para que los demás se rían.”
Amélie Nothomb, El sabotaje amoroso
“¿A dónde se han ido las histéricas de antaño, esas
maravillosas mujeres?
Es por haberlas escuchado que Freud inauguró un modo
enteramente nuevo de la relación humana.
¿Qué es lo que reemplaza a esos síntomas histéricos de
otros tiempos?
¿No se ha desplazado la histeria en el campo social?”
Jacques Lacan, 26 de febrero de 1977
Prólogo
 
Este libro podría pensarse como un retrato sobre la escucha
analítica. Es algo que se revela en el título, al nombrar como
“conversación” eso que pasa entre un paciente y un
analista.

En los años que conozco a Luciano, me fui enterando de la


forma particular en la cual él escucha en (y a) la clínica.
Pienso que la escucha analítica no se trata tanto de una
forma de posicionarse del analista (como podría ser la
abstinencia), sino más bien del modo en que la teoría entra
en tensión con la práctica clínica (no tiene sentido por fuera
de ella). Este libro lo demuestra desde la primera página.
Las preguntas que se hace Luciano no son de índole teórica
sino que surgen del encuentro con el analizante en el
consultorio. Es ese encuentro el que guía la elaboración
teórica.

Así es como el analista hace un movimiento sutil en el cual


plantea categorías para luego desarmarlas a partir de la
escucha clínica. El título del libro enuncia, al menos, dos
cuestiones polémicas. Una es que la histeria como
estructura clínica está en crisis. Sin embargo, el libro
¡comienza retratando dos casos de histeria! Allí donde
declara el fin de la histeria, comienza el escrito con dos
casos actuales. Entonces, ¿a qué se refiere Luciano cuando
declara el fin de la histeria? La idea del libro es polémica.
Supone que “la histeria hoy en día no está en el cuerpo de
las mujeres, sino en el discurso social”. ¿A qué apunta esta
afirmación? Históricamente, el síntoma histérico se
identifica en la conversión, se encuentra en el cuerpo de las
mujeres (o de los y las analizantes). Luciano plantea que
algo de las fantasías histéricas pareciera haberse
desplazado al campo del discurso social, como una forma
particular de armar lazo. Se contraste o no, esta idea que
conduce a algunas preguntas importantes en cuanto a lo
que sucede dentro del consultorio. ¿Cómo se trabajaría o se
desarmaría un síntoma histérico que no se encuentra en el
cuerpo, sino en un discurso social? ¿Cómo se trabaja sobre
las contradicciones entre este discurso y lo que se vive en el
cuerpo? Y una —no menos importante— pregunta más:
¿cómo lo hace un analista heterosexual cis sin caer en la
categoría de machirulo? Son preguntas a atender, aunque
no se resuelvan fácilmente. Opacarlas (por políticamente
incorrectas) tendría efectos contundentes sobre la práctica
clínica.

La segunda afirmación polémica que se desprende del título


es que el psicoanálisis es una conversación entre mujeres.
¿Entre qué mujeres? Entre el analista y el analizante. ¿Por
qué dice entre mujeres, entonces? Porque plantea que la
presencia del analista es femenina. ¿Y para qué hace esta
distinción? Para pensar una forma de ubicar coordenadas
clínicas basadas en detectar a quién es que le habla el
analizante y desde qué posición lo hace. Quizás sea a partir
de esta presencia que se despliega la escucha analítica. Se
trata de encontrar las huellas de un análisis en la relación
transferencial con el analizante y para hacer eso, es
necesario poner el cuerpo, dejarse tomar por el encuentro.
Me parece que, justamente por eso, es que el psicoanálisis
es una conversación, una suerte de espacio entre
winnicottiano. El juego de afirmaciones que hace Luciano,
para luego cuestionarlas, no es un palabrerío teórico, sino
un abrir la ventana para ver cómo funciona la experiencia
analítica, tanto en el consultorio como en espacios de
formación.

¿Qué significa poner el cuerpo? Yo atravesé dos embarazos


siendo analista. ¿Cómo pensar la abstinencia ante una
panza embarazada que irrumpe en el espacio analítico?
Recuerdo un paciente que no hizo referencia a mi embarazo
hasta que le comenté que me iba de licencia ¡a dos
semanas de parir!. También acompañé a una pareja en el
duelo de no poder concebir un embarazo, con mi panza que
crecía de semana a semana. Un analista no es un casillero
vacío, sino una persona en un cuerpo y es a partir de esa
presencia, (con sus síntomas) y del encuentro con el
paciente, que se puede empezar a responder la pregunta
que plantea Luciano, acerca de si hoy en día estamos
realmente analizando.

A partir de la conversación este libro cuestiona no solo la


práctica psicoanalítica, sino su lugar en el debate sobre el
feminismo y el modo en que este ha afectado las categorías
de lo masculino y lo femenino (y, por ende, las estructuras
clínicas como la neurosis obsesiva y la histeria). A estos
fines es que Luciano recorta el lugar particular de un
psicoanálisis que no piensa y lee estas categorías de modo
sociológico o político, sino que lo hace a partir de una
escucha que captura el modo en que estos cambios tocan
los cuerpos, generan conflictos y se despliegan en los
vínculos (incluyendo el vínculo analítico).

Esta compilación de clases dictadas es también un retrato


de la experiencia analítica, de la escucha analítica, de una
conversación que se da con palabras que tocan el cuerpo.
Esos dos cuerpos que componen a la relación analítica.

 
Daniela Frankenberg
 
 
Clase 1. ¿Para qué sirven los
síntomas?
 
 
Quiero hablarles sobre los síntomas, porque a veces tengo
la impresión de que se perdió la vía del análisis. Es decir,
que los psicoanalistas estamos más cerca de un uso
determinista de la experiencia, antes que para situar
conflictos y deseos. Me explico un poco mejor: es posible
que lo que le pasa a alguien se relacione con su vida
anterior, pero establecer esa relación no tiene nada que ver
con el psicoanálisis. Lo fundamental es poder ubicar la
situación actual que motivó una represión que llevó a la
aparición de un síntoma. Lo voy a explicar con un caso, para
ser más claro.

Se trata de una mujer que, en su sesión semanal, me


cuenta que al regresar el fin de semana pasado de una
fiesta, se peleó con su pareja. Cuando regresaban en el
auto, ella le propuso que quería comprar un chocolate y,
como estaban en una zona lejana, él le dijo que no daba
para frenar. Así fue que empezaron a discutir en el auto y ya
en la casa terminaron peleándose hasta que se planteó el
fin de la relación. En la sesión, ella se da cuenta de que su
pedido insistente de un chocolate no fue más que una
excusa –puede verlo mejor ahora–, pero en ese momento
estaba embarcada en una acción que no podía frenar
(¡síntoma!).
El punto es que me cuenta que, al día siguiente, llamó a su
amiga (en cuya casa había sido la fiesta) para contarle que
se había peleado con su pareja. Le pregunto, entonces,
sobre la relación con esta amiga y ella me cuenta que se
trata de una compañera de la facultad con la que se
hicieron muy cercanas, incluso antes de que ambas
conocieran a sus maridos. En efecto, me cuenta también
que cuando conocieron a sus parejas, ellos provenían de un
mismo grupo de varones y, la verdad, no entiende qué hace
hablando de esto en este momento (¡así funciona la
asociación libre!); me cuenta que en un primer momento a
ella le había gustado más el que luego se convirtió en novio
de su amiga. Como ese estaba perdido fue que, entonces,
se enganchó con un amigo de aquél. Pienso entonces que
esta es una buena indicación: se emparejó con el amigo del
novio, es decir, a falta de poder amar al primero, se quedó
con el sustituto. Pero no digo nada y sigo escuchando.

Ella continúa y me cuenta que, además, este marido de su


amiga no dejó de tirarle onda de vez en cuando, incluso
estando en pareja con su amiga. Pero ella nunca le dio
lugar, por más que le haya gustado en primer término.
Incluso creyó que se había olvidado de todas estas cosas, ya
que todo esto pasó hace muchos años. Le pregunto
entonces cuál fue el motivo de aquella fiesta y ahí ella me
da una pista fundamental: ¡era para celebrar la noticia del
embarazo de su amiga! A partir de ese momento las
cuestiones pudieron ordenarse un poco mejor, porque ya no
era tan importante que en sus primeras asociaciones ella
hubiese recordado, en relación a su pedido insistente de un
chocolate, que cuando era niña tenía la costumbre de
tirarse en el piso en los kioscos del camino de regreso a su
casa, cuando volvía del jardín. Sin duda este dato es valioso,
pero no es determinante. Se lo podría usar de manera
determinista y haberle dicho: “claro, le hacés a tu pareja la
misma escena que le hacías a tu mamá cuando eras chica”,
pero ¿saben qué? Eso no sirve para nada, es más: eso no es
analizar.

Esa es incluso la teoría del trauma de la que Freud se


desentendió muy prontamente. Es la teoría que supone dos
escenas: una actual que se explica por una pasada, pero
que Freud muy pronto se dio cuenta de que llevaba al
determinismo más simplón (y si abandonó la teoría del
trauma no fue porque no creyese que las escenas del
pasado no hubiesen pasado, sino porque si prefirió darle
mayor valor a la fantasía… es porque ¡la fantasía es ahora
lo traumático!) Este caso lo muestra perfectamente porque
permite ubicar cómo el capricho en el auto, esa especie de
antojo, es la expresión de una fantasía de embarazo que, a
partir del momento en que surge la pelea con su novio y le
avisa a su amiga, le otorga al síntoma un propósito: ya no
tiene solo un sentido que viene de la infancia, sino que
rectifica una situación actual; es como si dijese: “si ahora mi
amiga está embarazada y estará ocupada con un bebé,
entonces nosotros (ella y el marido de su amiga) podremos
tener algo, porque si estoy separada, entonces soy una
mujer libre”.
¡Qué sutil se ha vuelto el síntoma histérico! Ya no
encontramos grandes ataques que parecen epilépticos, sino
pequeños caprichos, a veces una ligera “incomodidad” –
esta es una idea de mi mujer Estefanía, que es muy hábil
para escuchar a mujeres en análisis–, síntomas mínimos que
muestran que aún quedan algunas histéricas, pocas, es
cierto, pero cada tanto alguna llega al análisis.

De todos modos, lo que me importa subrayar a partir de


esta disquisición sobre el síntoma, es qué lugar le estamos
dando en los tratamientos. ¿Estamos analizando hoy en día?
¿No ocurre que a veces escuchamos presentaciones de
casos que, con términos bien lacanianos, no hacen más que
exponer una práctica no solo sugestiva sino determinista?
Porque la idea de que lo que le pasa a alguien es por algo –
teoría del trauma, que Freud abandonó– no es privativa del
psicoanálisis, sino que es lo que –creo– también piensan
terapeutas de otras orientaciones (cognitivistas, sistémicos,
etc.). En realidad, si hay algo propio del psicoanálisis, es
ubicar que el síntoma viene a ser la respuesta a un conflicto
del presente y, además, un conflicto de carácter sexual; que
el síntoma es un acto que realiza un deseo (no es una
conducta inadecuada, un patrón desadaptado) de manera
desfigurada, disfrazada, a partir de un pensamiento que fue
reprimido. Es lo que Freud llamó “representación
inconciliable” en 1894, incluso mucho antes de escribir
sobre la interpretación de los sueños, la psicopatología de la
vida cotidiana, la pulsión, etc. Y, sin embargo, es la idea
más básica de Freud, lo que nos hace psicoanalistas, buscar
esa representación-pensamiento que fue desalojado de la
conciencia porque era insoportable, como en este caso: la
idea de que ella podría estar ahora con el marido de su
amiga. Por qué ese “ahora” es un ahora, es la pregunta con
que concluyó esa sesión, pero lo interesante es cómo
retomar ese pasado en que ella sofocó su interés por ese
hombre y pasó más bien a un amigo.

Analizarse es doloroso, pero es el camino hacia una vida


más auténtica. Es lo que quizá permite entender que
algunas decisiones tomadas (como la conformación de una
pareja) se pueden haber tomado a partir de un deseo
reprimido. En el caso en cuestión, esto permitió entender
por qué para esta mujer durante mucho tiempo la propuesta
de su pareja de tener un hijo era algo que ella rehuía y, si
bien tenía el deseo, no se imaginaba más que sola. Es claro
en este punto que ese “sola” era para proteger la sutil
presencia latente de otro. Lo mismo que sus miedos a ser
dejada no eran otra cosa que el retorno de fantasías de
separación con las que sostenía la pareja; como si pensase:
“Si él se diera cuenta de que en el inconsciente amo a otro,
¿seguiría conmigo?”. Y la fantasía de ser dejada no hacía
más que unirla. Esta sesión fue fundamental para su
análisis, creo que más bien “ahora” ya emprendimos el
camino que lleva a la curación. No sé qué pasará con su
vida, pero eso ya tiene que decidirlo ella. El análisis no es
para realizar los deseos de que creímos olvidarnos en el
pasado, sino para hacer algo con ellos, más aún si no se
realizaron, de cara al futuro.

En este punto, no solo quiero hablarles del síntoma, sino


también de la asociación libre y acerca de cómo el
inconsciente –como le gustaba decir a Lacan– “es huella y
camino”. Un camino que a veces puede implicar
sufrimiento, pero también una gran liberación, porque sirve
para descubrir que nuestra vida no está digitada, sino que
podemos tomar otra posición, elegir de otra manera, a
pesar de que la neurosis nos haya costado mucho, que
hayamos perdido muchas cosas, que el esfuerzo psíquico de
tener una vida más o menos fácil sale caro, que no todo lo
que brilla es oro.

Comentaré ahora otro caso, para entender mejor cómo


funciona la lógica de las dos escenas y la represión. Vuelvo
a mostrarles ese esquema: se trata de una mujer que llega
a la sesión con el comentario de que ese día se despertó
con una fuerte jaqueca. Parece un síntoma físico como
cualquiera, pero igual valió la pena preguntarle al respecto,
porque comentó que la noche anterior había cenado con su
familia y, cuando comen carne, suele producirle dolor de
cabeza, quizá porque el asado estaba demasiado ahumado,
por el humo del carbón, etc. Las explicaciones ya indican un
efecto encubridor. La cuestión es que la cena no fue un
encuentro armónico, porque esa noche volvió a cenar con
su familia después de una discusión con su padre en la
semana. Era una especie de reconciliación que, por lo visto,
la dejó mareada.

¿Por qué había discutido con su padre? En la semana ocurrió


que, en su casa, se quedó sin agua. Al rato el agua volvió,
pero ella igualmente –como siempre– llamó a su padre para
contárselo. En alguna ocasión yo le había dicho a esta mujer
que para ella los hechos contaban recién cuando se los
podía contar a su padre; como si de alguna manera las
cosas que pasaban permanecieran en un estado
indeterminado, hasta que se los contase a él. De esta
forma, ella encontraba un tiempo intermedio, un entre-
tiempo en el que vivir, entre que algo pasaba y se volvió
realidad. El padre es para ella ese otro al que, cuando se le
cuenta algo, entonces ahí cuenta como verdad. Por eso, por
ejemplo, pudo conocer a varios chicos, pero recién sintió el
peso de lo que era estar con alguien, cuando lo presentó en
la casa del padre. Sin el veredicto paterno, nada es real.
En el análisis esto se verifica en el modo en que pasó por un
primer momento de gran desconfianza hacia mí –
desconfianza que se traducía en una idealización que la
volvía impermeable, ya que lo que yo decía le parecía
“interesante” o algo que “no había pensado” (formas de la
intelectualización)–, para luego medir bien lo que decía y,
por lo tanto, hacer un uso discreto de la asociación libre, es
decir, para guardar los detalles más significativos para el
final de la sesión o para la siguiente –es común que a veces
diga: “Hay algo que no te conté la vez pasada”. Pero vuelvo
a lo anterior, al motivo de la pelea con su padre. El punto es
que ante la pérdida de agua –llamémosla así, ¿de acuerdo?–
ella decidió llamar al padre y éste, como siempre, le quiso
dar una mano… hundiéndola (¡como siempre, también!). El
padre es de esos varones que no puede dejar de ayudar, ni
siquiera cuando entorpecen; y así fue que le dijo que un
amigo suyo, plomero, iría a la casa enseguida para ver si no
era “aire en las cañerías” (me llamó la atención la
expresión, que utilizara esta expresión que parece casi
técnica o, al menos, que tomó directamente de la voz del
padre). La cuestión es que el amigo del padre no solo llegó
tres horas más tarde, sino que desarmó un par de grifos y,
finalmente, se fue dejando un problema irresuelto.

¿Para qué sirve un padre si no es para ser la causa de los


problemas? De otro modo, ¡los problemas tendrían un
origen misterioso! Pero me importa subrayar lo siguiente,
que cuando la pareja de esta mujer llegó a la casa, se armó
un gran revuelo y discutieron porque “qué tiene que venir tu
viejo a meter mano en mi casa” (esta expresión también me
pareció significativa, pero no hice ningún señalamiento). Así
es que volvemos a la escena inicial, en la que ella va a
cenar sin su pareja a la casa paterna.

Hasta aquí podríamos volver a explicar la situación con el


mismo esquema del trauma que utilicé antes: una escena
precede a la otra, pero éste no es el punto. Si nos
quedáramos aquí el análisis no estaría concluido, porque no
se entendería el propósito del síntoma. Sí podríamos
reconstruir que es una defensa respecto de una fantasía de
seducción con el padre, pero ¿por qué un síntoma histérico?
Aquí es cuando ella comenta algo más, ese detalle que
aclara la situación. Esa misma noche, luego de la cena
familiar, ella tiene un sueño muy particular –que recién
ahora recuerda (¡amnesia histérica!)–, que ya tuvo otras
veces: sueña que su madre está muerta. No puede decir
mucho más, porque es un sueño de mucha angustia. Ante el
silencio, apenas puedo decir algo para que siga hablando y
se me ocurre el refrán que dice: “A Rey muerto…”. La
verdad es que no sé por qué se me ocurrió ese dicho, que
además habla de un Rey y no de una Reina, pero lo
significativo es que a ella le sirve para recordar un
pensamiento que tuvo alguna vez en su juventud: si su
madre muriese primero, ella tendría que hacerse cargo del
padre. Le pregunto entonces si en estos días volvió a pensar
en esta situación, pero claramente la respuesta es que no,
aunque sí le parece importante contar que antes del
episodio de las cañerías, los días previos, su pareja le había
dicho que si todo seguía bien –como iba– entonces podrían
proyectar casarse… ¡ahí está la clave! Ahora sí se entiende
mejor el conflicto al que responde el síntoma: ¿cómo es que
ella se va a casar si tiene que hacerse cargo del padre?

En este punto es que ahora sí puede entenderse la


secuencia que lleva del síntoma a la fantasía y a la situación
que busca rectificar. También es que se advierte la eficacia
del pensamiento que fue reprimido (si mi madre muriese…).
El síntoma, entonces, no es solo una defensa contra la
seducción paterna –en la que se refugia– sino una manera
de marearse, de confundirse y poder actuar sin estar en la
escena. Por cierto es bastante común esta actitud
confusional –aturdirse, estar desbordada, decir: “no sé, no
sé”– como formas equivalentes de la jaqueca y la migraña
en la histeria (jaqueca y migraña que, a su vez, son
variaciones de ese síntoma fundamental que es el asco).
Quizá por eso los psiquiatras clásicos decían que las
histéricas eran histriónicas o simuladoras, de la misma
manera que hoy se dice que se hacen “las tontas” (o, de
acuerdo con el nombre de la banda, “Las taradas”) para
poder actuar sin consecuencias.

¿Para qué sirve un síntoma? Para actuar. Aunque para


actuar a medias, para hacer las cosas por la mitad, sin que
se note, sin terminar de estar ahí, o bien sin que los efectos
nos toquen demasiado. Creo que de esto les voy a hablar la
próxima, del acto, no solo del acto que implica el síntoma,
sino también de cómo el acto está en el analista, es decir,
sintomáticamente. ¿O ustedes creen que los analistas no
tienen síntomas? ¿O que se libraron de sus síntomas para
practicar el psicoanálisis? Pero eso lo vamos a dejar para la
próxima.

 
 
Clase 2. El síntoma del analista
 
 
Vamos a empezar a hablar del acto. Dejo de dar vueltas,
pero les aseguro que de estos temas no se puede hablar
más que dando vueltas. Además, ¿son temas? ¿Hablo de
temas? Es lo que trato de evitar, decir sobre tal o cual tema;
más bien prefiero contarles cosas y que lo dicho sea una
excusa para que algo aparezca, se muestre, pase.

A veces tengo la impresión de que hoy se habla de todo,


pero todo se vuelve muy discursivo, explicativo, razonante
y, la verdad, me parece un embole. Porque no siento
consecuencias en lo que se dice; es decir, se dicen cosas,
pero siempre se cae en cómo las cosas deberían ser y se
pierde el sentimiento, la vida en las palabras; se genera una
especie de confianza intelectual, de reconocimiento
pensante… eso es lo que aburre hoy en día. Demasiados
discursos y pocas intuiciones.

Para empezar a hablar del acto, voy a recordar una


anécdota. Hace unos 7 años me acuerdo que
presentábamos en Buenos Aires un libro de Gérard
Pommier. Recuerdo que nos conocimos en ocasión de un
libro anterior Cómo las neurociencias demuestran el
psicoanálisis, del que yo había sido traductor con un amigo.
En esta ocasión íbamos a presentar Qué quiere decir hacer
el amor y nos encontramos un rato antes para tomar un
café.

En la charla previa, Gérard me contó un detalle de su


análisis con Lacan: en cierta oportunidad Lacan se equivocó
el nombre de mi amigo. Cuando este todavía no había
llegado a enojarse, Lacan le preguntó: “¿por qué le cuesta
ser otro?”. Ya en la presentación del libro, Gérard relató otra
anécdota muy linda del día en que le contó a Lacan que iba
a ser padre. Fue entonces que su analista le preguntó:
“¿está contento?”.
Estas dos situaciones me parecen muy elocuentes
porque muestran a un analista vital, dispuesto al tropiezo,
que puede apropiarse de la equivocación y usarla para el
análisis. ¿Quién de nosotros no se avergonzaría al decir mal
el nombre de un paciente? Ahora bien, lo interesante es que
donde está ese tropiezo del analista es que nace la mejor
intervención.

Cuando hace poco contaba esta anécdota en otro contexto,


una colega recordó haberse equivocado el nombre de una
paciente, ¡la llamó con el nombre de la amante de su
marido! Eso demuestra, recuerdo que le dije, que es un caso
de histeria. Porque el diagnóstico no lo hace una capacidad
lúcida u objetivante del analista, como si fuera un gurú que
a partir de lo que el paciente dice puede ubicar a la
perfección qué le pasa. Más bien, diría, el diagnóstico lo
hace el tropiezo del analista, ese punto en que puede llegar
a sintomatizarse. Por eso, para hablar del acto, es inevitable
hablar de los síntomas del analista.

Hay dos cuestiones que me gustan de la anécdota de Lacan


con Pommier: por un lado, que en la primera secuencia
Lacan no cede a ofrecer el reconocimiento narcisista; no se
disculpa inmediatamente y dice el nombre “real” (¿cuál
sería?) de su paciente; por otro lado, en la segunda
circunstancia, antes que dejarse llevar por la emoción del
momento, que podría hacer que felicite al futuro papá,
apunta al deseo en que se sostiene el acto, porque no es
obvio que decir que nacerá un hijo sea motivo de alegría.
No por suspicacia, sino porque como acto indetermina al
sujeto: ¿alcanza que nazca un hijo para devenir padre?
Decir que se será padre, ¿quiere decir que antes se era hijo?
En fin. Esta última anécdota es muy graciosa para mí,
porque recuerdo que en ese entonces le conté a Pommier
que yo estaba por ser padre. A los meses me escribió un
mail para saludarme por el nacimiento de Joaquín.

Ahora bien, para continuar esta secuencia clínica, como


apertura a la cuestión del acto, quisiera contarles que hay
dos tipos de casos, en las consultas actuales, que me
interesaría destacar. Digo “tipos de casos” porque no se me
ocurre otra forma mejor de nombrarlos. Me refiero a motivos
de consultas recurrentes, a modos del sufrimiento que
tienen una presentación que no es común en las neurosis.
En efecto, diría eso: que no se trata de casos que luego se
revelen incluso como neurosis. Y lo más llamativo es que
hay una distinción relativa al género en el asunto. Me
explico mejor.

Por un lado, me encuentro en la consulta con mujeres que


presentan una escisión en su vida cotidiana, en la que
tienen una vida de familia, con un marido o pareja estable,
junto con un amante más o menos regular. En realidad, no
se trata de un amante, sino de un varón con el que viven
una vida amorosa, de complicidad, compañerismo, diálogo,
que justamente en nada se parece a la relación con alguien
en la que está primero lo sexual. En algún momento pensé
que esto podía ser parecido a lo que ocurre en la división
masculina entre amor y deseo, pero no es así; los varones sí
tienen amantes (para decirlo en general) Estas mujeres, no;
más bien se trata de relaciones sostenidas durante un buen
tiempo, en las que ellas –por decirlo así– crecen, se
desarrollan, incluso diría: es como si con estos varones se
animaran a ser esas mujeres que no pueden ser en su vida
pública, en la que tienen que vivir como esposas, madres,
profesionales, etc.

Lo más interesante es que aquí no hay ningún conflicto:


jamás piensan –como sí lo haría un varón obsesivo– que
quizá tengan que separarse de uno para estar con el otro.
No. Eso está bien así; solo que quizá sus maridos no les
sirven para ser esas mujeres que se pueden gustar a sí
mismas. De más está decir, que se trata de mujeres que
aman a sus maridos y tienen eventualmente vidas felices
con ellos. Además, ¿quién podría juzgarlas? Un analista
seguro que no. Y una forma de no juzgarlas es no tratar de
neurotizar o considerar como síntoma lo que ni siquiera se
planteó como conflicto. Esta es una idea muy importante
para mí. Quizá es, justamente, porque se dan cuenta de que
no las juzgaría, que están dispuestas a hablar de esto –con
un analista varón–, que no debe ser un fenómeno tan
novedoso. A veces incluso el analista se puede convertir en
ese varón con el que se animan a ser esas mujeres que se
gustan, en una relación sublimada, ¿no es por eso que sus
maridos, sin saberlo, se molestan porque van a análisis? No
se trata de que estén celosos, es otra cosa.

Insisto en esta idea: se trata de mujeres que aman a sus


maridos, incluso los aman más después de cada encuentro
con el varón de la otra relación; es como si vivieran de
acuerdo con la lógica de la superficie y la raíz: crecen
subterráneamente; o de acuerdo con otra metáfora, es
como si tuvieran que ir a una fuente a refrescarse antes de
volver al hogar. Porque son mujeres de su hogar. Quizás en
otro tiempo esto que hoy se actúa podía vivirse mejor en la
fantasía o, como alguna vez escuché también, en la
conversación con algún primer novio o ex pareja. En este
punto, es como si hubiera algo subterráneo en ellas. No se
trata para nada de una forma de sufrimiento histérico.
Algunos de esos varones son casados también, y no se trata
tampoco de la típica posición de amante de la histeria. Ellas
no son amantes ni tienen amantes. Esa es una lógica
masculina. Aquí pasa otra cosa. En todo caso, si tuviera que
hacer un diagnóstico, diría que son mujeres que se han
subjetivado para ser esposas. Es una subjetivación cada vez
menos frecuente, pero aún vigente; están acostumbradas a
habitar en el mundo público a través de sus maridos, a
partir de sus actos, es decir, actuando a través suyo, incluso
cuando se trata de mujeres que profesionalmente pueden
ocupar lugares destacados. Pueden ser exitosas, pero su
posición subjetiva se define a partir del lazo con ese varón
que es su marido.

Por ejemplo, pienso en el caso de una de ellas que


recientemente se ha separado luego de un matrimonio que
concluyó por causas episódicas. Ahora ella se encuentra con
que empezó a salir con un tipo que también está divorciado
y nota que le cuesta un montón pensarse en un vínculo de
pareja sin reconducir aquel lugar de esposa que dejó. Es en
este punto que aparecen una suerte de síntomas que podría
llamar “histéricos” –en un sentido muy amplio–, en relación
a los celos no por la ex mujer de su pareja, sino por el
vínculo de él con sus hijas. Sin embargo, insisto en esta
cuestión: no se trata de mujeres con síntomas histéricos
típicos, defensivos respecto del lazo con un varón; al menos
no en el punto en que la histeria femenina padece ocupar el
lugar de esposa, porque lo vive como una pérdida, como un
sofoco, un ahogo, una disminución de su interés respecto
del deseo. Histérica es la que quiere ser la única, pero para
el deseo, no en la casa, no la que tiene que –por ejemplo–
soportar las regresiones infantiles de ese marido que, a
veces, no puede tomar una decisión sin ella. La histérica
quiere el deseo del varón, pero no su castración; es decir,
ese punto en que él se muestra débil, torpe, como un niño
que se vuelve un boludo. Las pocas histéricas que quedan
hoy en día lo dicen claramente: “venía todo bien, pero se
me cayó cuando hizo…” tal o cual cosa, es decir, cuando se
encontraron con que el deseo de un varón está atravesado
por su síntoma y, de este último, la histérica no quiere saber
nada.

En los casos que comento se trata de otra cosa, de mujeres


que no tienen problemas para ocupar ese lugar de esposas;
es más, es como si no supieran cómo orientarse por fuera
de esa posición. Quizá todo esto sea un efecto de algo que
vengo notando: los varones ya casi no tienen amantes,
porque no tienen esposas. Y ellas, que pueden ser la esposa
de un varón, pero también de otra mujer, de una profesión o
de lo que sea, no pueden llegar a crecer en ese vínculo. No
pueden ser otras que sí mismas en esos vínculos. Y si en
otra época estaban las telenovelas, las fantasías y otras
formas imaginarias para estimular esa capacidad, lo cierto
es que hoy lo actúan sin mayores problemas. Seguramente
esto sea un efecto del empoderamiento femenino. Hoy
pueden actuar sus fantasías con menos culpa, o sin ella.

Esto me recuerda algo que hace muchos años contó Serrat,


el cantante. Resulta que estaba en la salida de un concierto
y se acercó un tipo con una mujer; dejó a la mujer a un lado
y se le fue al humo, para decirle algo que Serrat entendió
como “…lo que usted le hizo a mi mujer”. Entonces se puso
muy nervioso y pensó si acaso había estado con esa mujer
en alguna ocasión; ya estaba queriendo disculparse cuando
el marido de la mujer lo abrazó y le agradeció: con sus
canciones, su mujer era otra, más feliz, entonces se animó a
pedirle un favor: si acaso podía darle un beso… ¡a su
esposa! Es en verdad una anécdota muy linda.

 
Dije antes que los varones ya no tienen amantes. Quizá a
alguno de ustedes le llamó la atención; pero es cierto y
sirve para introducirlos en el segundo punto al que quería
referirme en esta ocasión. Ya no es tan habitual, al menos
en mi práctica, escuchar a varones que tienen una esposa y,
por otro lado, una amante. Es que –como dije– ni siquiera
llegan a tener una esposa. ¿Qué es una esposa? Una mujer
elegida entre otras. Sí escucho varones que pueden amar a
muchas mujeres, o que les gusta estar con una y otra (y
otra), sin que eso implique promiscuidad alguna. No estoy
moralizando. Digo más bien, que no se les plantea el acto
de tener que elegir una mujer. Me explicaré mejor.

Hace algunos años había una revista que se llamaba La


mujer de mi vida. Era una revista muy buena, que cruzaba
literatura y psicoanálisis. Creo que la expresión nombra algo
concreto, es decir, esa mujer que no es como las demás,
que no entra en serie, ante la cual un varón no solo siente
amor y/o deseo, sino que es la mujer a la que necesita
volver. Es posible que a lo largo de la vida haya diferentes
“mujeres de mi vida”. Es claro que no es lo mismo el
enamoramiento juvenil que la elección de una pareja
conyugal unos años después. Tampoco es lo mismo el amor
que el amor después del amor. Pero la estructura es la
misma, aunque se presente en diferentes fenómenos,
porque siempre se trata de esa mujer que –como dice la
canción de Travis– es “one in a million”.

Decía, entonces, que en mi práctica no es tan común


escuchar varones atravesados por esta estructura, es como
si permanecieran en una posición más relativa a propósito
de un acto que los determine en un vínculo y esto lleva a lo
que quisiera mencionar como una coordenada corriente en
un conjunto de casos: se trata de varones que suelen
consultar por disfunciones sexuales, es decir, en su mayoría
impotentes. Pero esto no es lo fundamental, porque esa
impotencia es circunstancial; diría más bien que lo relevante
es otra cosa. Lo diría así: se trata de varones que sufren
porque la mujer con la que están saliendo tuvo una historia
previa. Se preguntarán: ¿qué mujer no tuvo una historia
previa? Es claro, entonces, que los celos que padecen esta
clase de varones no se justifican por algo que la mujer haga.
Es otra cosa, más bien se trata de que viven acosados por la
fantasía de que el otro varón fue el que hizo gozar a la
mujer con la que están. En este punto se juega una
comparación implícita con el otro. No se trata de
competencia ni rivalidad, tan claras en la neurosis obsesiva
masculina; aquí más bien es como si el varón fuese el otro,
el que en la fantasía está con la mujer con la que ellos se
acuestan… antes que elegir una mujer, ¡ellos están con la
de otro! Si para las mujeres que mencioné en primer
término quisiera proponer el “Complejo de Serrat”, para
estos varones propongo el título “Complejo de Casanova”.
Pero, ¿desde qué posición estos infieles para sí mismos
están con las mujeres?

En este punto podrían argüirse todos los motivos clásicos de


la inseguridad, la baja autoestima, etc., pero el asunto es
otro. Pienso en el caso de un varón que estaba celoso no de
los ex novios de la chica con la que salía, sino de aquellos
varones con que ella había salido cuando no estaba de
novia; es decir, de aquellos con los que solamente se había
acostado… lo no asimilable, entonces, es algo vinculado con
el placer que puede sentir una mujer. En este tipo de casos,
si hay algo constante, es la posición instrumental que los
varones asumen en la relación sexual: están ahí para
trabajar para el goce de las mujeres. ¿Cómo no van a
devenir impotentes de vez en cuando, si ellos mismos
toman la posición de consoladores?
Recuerdo que uno de ellos, aquejado de impotencia,
comenzaba una sesión con el relato de un partido de fútbol
en el que había terminado a las piñas. Le pasa eso, se
“calienta” y termina a las piñas en cualquier ocasión
propicia. Esta calentura, luego la nombró como “irritación” y
no fue más que subrayarle la palabra para que recordara
que de niño habían tenido que tratarlo por irritación genital,
efecto de la masturbación. Así fue que en el análisis empezó
a hablar de su autoerotismo, que no coincidía con que
todavía se las arreglara manualmente, sino con ese punto
en que él mismo devenía un falo irritado en el encuentro
con otro. Sin embargo, no quiero detenerme en esta
cuestión, sino en el modo en que es algo de la masculinidad
lo que no termina de consolidarse para estos varones. Es
como si siguieran en una posición de niños, que trabajan
para un goce que, más que el de una mujer, es el de la
madre. Quieren complacer, satisfacer, que ella los elija por
lo bien que hacen las cosas. Sin duda no están ahí por un
deseo que los apasione.

 
Esta coordenada me recuerda el caso de otro muchacho, en
la misma serie, pero diferente, de cuyo tratamiento puedo
contarles algunas referencias. En cierta ocasión, en el curso
de una sesión, me decía que había conocido a una mujer
que se llamaba como su madre. Me aclara, una vez más,
que la mujer se llama como su madre. Le digo, entonces,
que la aclaración me parece significativa, ya que siempre lo
destaca y, por cierto, que no creo que se deba a que crea
que yo puedo haberme olvidado el nombre de su mamá;
está diciendo otra cosa, como si ese nombre fuese solo para
una mujer, es decir, la frase “se llama como mi mamá”
ubica a esta última en un lugar de única mujer, respecto de
la cual, todas las demás (con el mismo nombre) son dobles
o copias. En este punto, su primera asociación es volver a
decir que él es hijo único. Luego sigue hablando de esa
mujer que conoció –se trata de un varón que, aunque en
pareja, conoce a diferentes mujeres con las que tiene
relaciones que no puede dejar de consumar, ya que no la
pasa nada bien en esas conquistas– y plantea lo irresistible
que es para él que una mujer le diga que es un buen
amante. “Un buen amante es un ser de excepción”, le digo
en chiste; pero lo interesante es que él escucha otra cosa:
“¿Por qué decepción?”. A partir de esta indicación se
produce un cambio de vía en relación a lo que antes había
dicho sobre la madre: ¿cómo no va a ser decepcionante un
hijo único, que no tiene con quien compararse, que todo lo
que diga o haga va a ser tomado como maravilloso? Esta es
la historia de la relación con su madre. ¡Qué decepción!

Ahora bien, en este punto es que se aclaran algunos


aspectos de la relación con su pareja, con quien tiene lo que
él considera una relación excelente, pero en la que nunca
termina de estar. Quiere estar con ella, pero no puede dejar
de estar con otras mujeres. No es que se evada de una con
otras. No es como el histérico de la canción de Sabina que
dice: “Cuando duermo sin ti, contigo sueño; y con todas si
duermes a mi lado”. No, más bien diría que es poco
neurótico lo que le pasa a este muchacho, vinculado en
todo caso con lo que antes llamé cierta dificultad para la
asunción de la masculinidad. No es algo sintomático, no hay
conflicto en juego en esta coyuntura, sino una especie de
acto o conducta inevitable y un ciclo que se reinicia: la
decepción de ser el único, algo que signa su relación con
otros varones, ante los cuales él deja que sean quienes
tomen la palabra. Esto ocurre, por ejemplo, cuando en una
reunión suele situarse a partir de lo que otro dijo, como si
hablara con las palabras del otro, para conseguir ubicarse
como excepción… pero con el costo de perder su
masculinidad. En la relación conmigo esto es especialmente
notorio, como cuando lee algún texto y viene y parafrasea
lo que yo pude haber escrito, al estilo “Vos sos el que dice”,
como si necesitara que sea el otro el que habla, para recién
entonces decir algo él. Recuerdo que, por ejemplo, hace un
tiempo me dijo “vos decís que amar solo se puede amar a
un varón”, en relación a la homosexualidad constitutiva de
la heterosexualidad, pero lo que quería era destacar otra
frase en la que yo afirmaba algo que podría pensarse como
si fuera heteronormativo. De alguna manera, quería indicar
que había una contradicción entre el machismo que me
adscribía y el homoerotismo. “Es que para ser macho hay
que ser muy puto”, me acuerdo que le dije en chiste.

En la sesión siguiente comenzó por destacar que yo había


usado la palabra “puto”, con una suerte de juicio adverso:
¿cómo es posible que yo hubiese usado esa expresión de
machirulo? Acaso, ¿yo lo era? En ese punto me pregunté si
no había algo del análisis que exigía que yo fuese ese
macho que él podía mirar desde afuera, y respecto del que
quedar en una posición pasiva. Porque si, por un lado,
puede ser un gran seductor de mujeres, lo cierto es que, por
otro lado, esta actividad compensa un postulado que dice
que el varón está en otra parte. ¿No hay algo de esto que
ocurrió en su pareja, cuando durante un tiempo ella tuvo un
ingreso mayor al suyo? Nunca se acrecentaron tanto sus
conquistas como en ese tiempo. Sin duda se trata de un
erotismo reactivo el suyo, creería que no puede terminar de
elegir a su mujer como tal, porque ella no deja de encarnar
al padre que lo pasiviza o, mejor dicho, dado que no puede
disfrutar de ser pasivizado por una mujer, tiene que recurrir
a la fantasía de un padre sodomita.

Me resulta interesante este último punto, que muestra que


el padre no es solamente el que las neurosis nos enseñan;
por ejemplo, si aquí se tratase de un caso de obsesión, nos
encontraríamos con la fantasía de parricidio, con un deseo
hostil hacia el padre; en cambio, aparece el fantasma de un
padre que lo somete, del que escapa seduciendo a
sustitutos de la madre… que nunca son su mujer, a la que
no termina de tomar como tal, porque no se deja tomar por
ella. Si teníamos el “Complejo de Serrat” y el de Casanova,
para este caso voy a proponer el “Complejo de Don Juan”.
Es un caso éste del que sería propicio que pueda contarles
otras precisiones, sobre todo del complejo paterno, pero es
muy extenso y lo principal que quería decirles ya está
ilustrado. En particular, de los dos tipos de casos que
mencioné en esta ocasión me interesa destacar la posición
del analista. Me llama la atención que en ambas series se le
habla a un varón, pero no creo que esto sea así porque yo
en mi vida cotidiana me perciba como tal. En efecto,
muchas veces tengo la impresión de poder ser algo muy
distinto cuando practico el psicoanálisis. Más de una vez me
encontré conversando con una mujer, en un tono risueño y
distendido, cercano al confesional (que en mi día a día es de
lo más extraño). Lo que me interesa subrayar es cómo hay
algo así como “hablarle a un varón” que pareciera una
coordenada transferencial en esta serie de casos, y que
quizá se deba a que no se trata de neurosis.
Los neuróticos, alguna vez recuerdo haberlo dicho, les
hablan a figuras femeninas: a la madre, a la mujer en sus
diversas variaciones, etc. Por ejemplo, la histérica le habla a
la madre que no la quiso mujer y poco importa si el analista
es varón, porque transferencialmente no lo será; incluso en
el amor de transferencia, cuando la paciente se enamora
del analista, ni siquiera éste ocupa el lugar de un varón o
sustituto del padre; no, diría más bien que es la madre a la
que se muestra que se puede estar con un varón.

Hay un principio de la práctica del psicoanálisis que yo


explicaría de esta forma: dado que la presencia del analista
es femenina, es que en la fantasía nos encontramos con
versiones del padre (seducción, robo, agresión, etc.). Lo
mismo que dije antes de la histeria podría decirlo de la
obsesión: si la histérica le habla a la madre, la obsesión le
habla a la mujer que no es la madre y que, por lo tanto,
inquieta. Esa mujer, cuyas demandas no se entienden,
fastidian, etc.; y que por eso mismo es ella la privilegiada
que puede ocupar el lugar del padre. Es lo que podría haber
ocurrido en el caso que les comenté, si es que se tratase de
un obsesivo. Y aquí hay algo que me interesa: podría
parecer un obsesivo, desde el punto de vista descriptivo,
pero en la relación con el analista aparece algo diferente: le
habla a un varón, esa dimensión es ineliminable.

Me pregunto si esto no es algo que debamos pensar mejor.


Lo diré de otra manera, con un formulismo trivial y
provisorio que quisiera que piensen. Recuerden que siempre
tengo presente sus intervenciones y, en cierta forma, lo que
voy desarrollando no es más que la conversación que surge
entre nosotros. Nunca sé de qué hablaré la siguiente vez y
está bien así. Mis fórmulas: la histeria le habla a la madre de
los abusos del padre, por eso su pregunta en análisis es por
la mujer con la que no puede identificarse. La obsesión le
habla a la mujer de los abusos del padre hacia una madre
con la que se identifica. Estas dos escenas analíticas están
siempre en el análisis de las neurosis, pero en los casos que
mencioné, que no son de neurosis, vemos que se le habla a
un varón. ¿Cuál puede ser el sentido de esto? ¿Qué acto se
espera de un varón? Porque no nos olvidamos que todo esto
es para hablar del acto y, en particular, el acto del analista.
Sí es claro que me interesa ubicar que se trata de casos en
los que el actuar tiene un matiz diferente. No es el actuar de
las neurosis, los actos neurotizados, son otra forma de
sufrimiento. Espero sus comentarios y retomamos la
cuestión la próxima.

 
 
Clase 3. La escucha analítica
 
 
Empezaré esta vez con una serie de observaciones que se
desprenden de algunas de sus intervenciones. En primer
lugar, quisiera decir algo muy simple en relación a la
escucha analítica: lo que un analista escucha nunca es algo
literal. Por ejemplo, en un análisis es posible que alguien
cuente cosas terribles tan solo con el propósito de seducir a
su analista. ¡Sí! ¡Victimizarse puede ser una estrategia de
seducción! Esto es lo que implica que el psicoanálisis sea
una forma de tratamiento basada en la relación de
transferencia, es decir, en la que el vínculo con el analista
es la superficie para situar qué es lo que se está analizando.

Lo digo de otra forma, puede ser que alguien nos diga que
su madre era una mujer desalmada, que nunca lo quiso lo
suficiente, que no lo prefirió ante sus hermanos, pero así no
hace más que poner a su analista en el lugar de una madre
que lo prefiere por todos aquellos desaires que le tocó vivir.
O, con otro ejemplo, puede ser que alguien nos cuente que
nunca vio un signo de amor entre sus padres, que su padre
despreciaba a su madre; pero así es posible que hable de la
represión del erotismo de la pareja conyugal, que es
constitutiva de la infancia normal, tanto como exprese una
actitud culpable con el vínculo con su madre, ya que si el
padre la despreciaba, ¿no justifica eso, entonces, que él
fuese el niño que la consuela?
Esto me recuerda una situación del sábado pasado, cuando
vinieron a casa unos amigos de mi hijo a dormir. Uno de
ellos trajo un muñeco con el que se acostó en la cama y le
contó a los demás: “tengo este muñeco desde antes que
nací (sic), es que se lo regaló mi papá a mi mamá cuando
ella se casó”. “¿Cuándo ella se casó con quién si no con el
padre?”, podríamos preguntarnos risueñamente. De esta
forma es que aquella mujer suplía al padre como varón, lo
reducía a ser un mero instrumento para un don (un hijo) y el
goce de la pareja quedaba reprimido. Se nota que el niño es
un niño sano, porque hizo el trabajo psíquico que la infancia
requiere.

Al día siguiente fuimos a la plaza y, en un momento, los


chicos se pararon frente a la fuente de una nereida. “¿Está
desnuda?”, dijo uno. El otro se acercó despacito para
mirarla mejor y así fue que salieron corriendo al grito de:
“¡está desnuda! ¡Nos va a castigar!”, yendo a esconderse.
Como verán, la fantasía de una mujer enojada como motor
del erotismo masculino es un recurso que se puede adquirir
en la niñez.

Pasemos a lo siguiente. A partir de las preguntas que me


hicieron, creo que hay precisiones que debería hacer. En
realidad, se trata de cuestiones no desarrolladas, por eso
agradezco mucho las inquietudes, porque nos permiten
avanzar. Por ejemplo, un punto que surgió fue la cuestión de
la edad de las mujeres que mencionaba y, la verdad, para
mí es cada vez más importante el tema de la edad. Porque
socialmente es cierto que vivimos en una cultura que
supone una juventud prolongada, que eterniza el erotismo
de los 20 años. Pero, en lo concreto, hay muchas formas de
sufrimiento relativas al impacto de ya no tener esa edad
dorada y creer que se la tiene. Me explico mejor. Ya saben lo
que pienso acerca de los varones de 40 años. En efecto,
próximamente saldrá mi libro sobre el tema. Les adelanto el
título: Galanes (in)maduros. ¿Se acuerdan de cómo se usaba
esa expresión en otra época? ¿Qué pasó con los varones,
después de cierta edad, cuando la potencia empieza a
flaquear al punto de que empiezan a recurrir cada vez más
jóvenes al Viagra? ¿Esto también implica una pérdida en el
deseo? ¿A dónde quedó la llamada “crisis de los 40”?
Bueno, no les adelanto más, pero les iré avisando cuando
esté listo. Lo que sí les cuento es que lleva un prólogo del
genio de Massimo Recalcati y capítulos de casos clínicos de
algunos queridos amigos y colegas.

Vuelvo a lo que decía sobre la edad, me explico


nuevamente: un varón de 40 años seguramente tenga
expectativas amorosas muy definidas. Dicho de otra forma:
hoy en día es común escuchar que varones que ya
conformaron alguna vez una familia, no estén muy
interesados en volver a tener otra. Quizá se sientan
cómodos pensándose a partir de la separación y se auto-
definan como “separados”, incluso cuando esta separación
pudo haber ocurrido hace años y hayan tenido algunas
parejas en el camino. Entonces, con los años, lo que hay
que atender es el modelo de pareja que alguien tiene.
Quiero que recuerden esta expresión: “modelo de pareja”,
es muy útil clínicamente… y lo que es útil para la clínica es
útil para la vida.

Lo digo de nuevo: quizá un varón, después de haber


conformado una familia, tenga un modelo de pareja en el
que le alcance con una novia de fin de semana; porque para
él su familia son sus hijos y hasta eventualmente su ex. Esto
es algo cada vez más frecuente. Escuchar casos de varones
que se llevan fantástico con su ex, no solo porque ella sea la
madre de los hijos, sino porque el proyecto familiar se
constituyó desde la búsqueda de estos y, por lo tanto, en
ausencia de una conyugalidad efectiva. Diría que hoy en día
este podría ser el modelo más común de armado de pareja:
la parentalidad reemplaza progresivamente a la
conyugalidad. Entonces, así se tolera mejor una separación
y quedan en los mejores términos. Ya empiezan a ser de
otra época las separaciones escandalosas, de ex que no
pueden ni verse… eso implicaba que se amaban mucho, no
solo como padres, sino como varón y mujer. Cuando al otro
se lo eligió desde la parentalidad, o cuando se pudo alojar la
conyugalidad en el rol parental, la cosa se vuelve más fácil:
se puede prescindir un poco más del otro como pareja
sexual, se convierten en amigos o hermanos.

Decía, entonces, que el modelo de pareja de un varón en


estas circunstancias puede ser muy específico, que le
alcance con una compañera eventual, pero eso no hace una
esposa. Y ustedes me dirán, pero ¿si ella no quiere ser una
esposa? Entonces, yo les voy a responder: aunque ella diga
que no quiere serlo, si ella quiere ser su principal referente
en lo cotidiano, alguien con quien él planifique sus
proyectos, a quien consulte antes de tomar una decisión
importante, con quien él pase las fiestas o se vaya de
vacaciones, entonces, mis amigos, ella quiere ser su
esposa. Y, como ya les dije, muchos varones de hoy en día
ya no quieren esposas. Tienen otro modelo pareja.

En la reunión anterior veíamos que hay mujeres que


claramente se ubican en ese lugar y viven de acuerdo con
las condiciones y limitaciones que implica esa posición.
También hay mujeres que quieren serlo y no encuentran con
quien. Y aquí viene lo importante, es posible que un tipo
quiera un montón a una mujer, pero tal vez no pueda hacer
el cambio que implica tomarla como esposa, porque su
modelo de pareja es diferente y, a veces, no reformulable.
En varones de cierta edad, aunque sea duro decirlo así –
como ya lo dije alguna vez– pesa mucho más la inercia
narcisista y la expectativa de tener una vida estable, que el
sacrificio que impone el amor.

Les confieso, no sin mucha esperanza, que en estos años he


visto a muchos varones dejar pasar a una mujer que
amaban porque eso hubiera implicado un movimiento
personal al que no se sentían dispuestos o no podían hacer.
Si quieren llamar a eso cobardía, no tengo problema. Soy el
primero en decir que yo también fui cobarde mil veces y
que la historia de la masculinidad es una historia de niños
miedosos. Así lo escribí en mi novela Los santos varones
(¡que ya cumplió 10 años!), o como dice la canción de
Sabina: “deja pasar la tentación, dile a esa chica que no
llame más”.

En este punto, si bien a veces soy criticado por dar


consejos, lo haré una vez más. Freud daba consejos, las
galletitas chinas de la fortuna también lo hacen. ¿Por qué no
lo haría yo? Además, no subestimo nunca a mi interlocutor
como para creer que va a hacer lo que digo. Confío en que
sacará sus propias conclusiones. Entonces, digo: después de
cierta edad no solo es importante prestar atención a si el
otro te quiere mucho, si le rompés la cabeza, si se muestra
enamorado, etc., porque todo eso no vale nada, no dice
nada de la capacidad de actuar en un varón, de lo que
puede llegar a hacer cuando ya no están juntos. Después de
cierta edad, el deseo no mueve la aguja del acto de un
varón, si es que acaso antes la movió. Y, si además se trata
de alguien con síntomas neuróticos arrastrados desde la
juventud, mucho menos.

Por eso, vuelvo a lo anterior: la importancia de prestar


atención al modelo de pareja, que, por supuesto, no es
estable ni definitivo. Desde un principio puede tenerse una
conjetura o alguna intuición de para qué está el otro,
independientemente de lo que diga o prometa –sabemos
que las promesas de amor no son para ser cumplidas, ¿se
imaginan algo más horroroso que alguien que cumpla todo
lo que nos promete? Esto es algo que me sorprende al
escuchar a mujeres en análisis, y en la vida: su capacidad
para creer o ilusionarse. No considero que esto tenga que
ver con la histeria, con la antesala de declararse luego
estafada, seducida y abandonada. Es como si fuera un
rasgo más bien femenino (perdón si no es el término, pero
no sé cómo decirlo).

Freud decía, a partir de un viejo mito acerca de la diferencia


de los sexos, con el relato de un niño y una niña que se ven
desnudos, que varón era el que no creía en la castración,
mientras que la mujer lo hacía de inmediato. Quizá Freud
estuviera hablando de algo de esto que digo, de cómo las
mujeres pueden ser muy ilusas. Por eso la defensa más
básica que despliegan ante la creencia febril es la
desconfianza extrema. Cuando analizo mujeres (con o sin
pene, permítanme el chiste) siempre tengo la impresión de
que rondamos en torno a lo que son capaces de creer o de
lo que pueden sospechar. Si antes hablé de la aguja de los
varones, diré que éste es el hilván femenino.
Paso ahora a un segundo aspecto, relacionado también con
otra cuestión que me preguntaron a propósito de la reunión
anterior. La vez pasada mencioné la situación de aquellos
varones, eventualmente impotentes en el encuentro con
una mujer, para los que esto no era lo definitivo, varones
que quedan posicionados respecto de aquella en una
demanda materna, a la que buscan reintegrar su goce. En
este punto, quisiera mencionar el caso de un varón que –
después de haberse presentado en una posición semejante–
en el análisis advierte que sus celos hacia la chica con la
que está saliendo dependen de algo que es inasimilable en
ella, es decir, que ella defrauda esa actitud materna que él
supone y que, por decirlo así, no lo necesita. Dicho de otra
manera, si él se va de viaje, ella no lo persigue con
mensajes para ver qué está haciendo; si él tiene una fiesta,
ella sale a cenar con amigas. En fin, hace la suya, diríamos.

Se trata de un varón que viene de una familia tradicional,


que ya tuvo otras parejas que venían también de familias
conservadoras y que, por esta vía, pudo ubicar que se
trataba de mujeres que jamás le despertaron celos… porque
eran mujeres que nunca hicieron nada diferente de lo
esperado. Estaban siempre donde tenían que estar; si él
salía, ellas esperaban. Es más, con ellas es que él no podía
dejar de tener relaciones paralelas con otras mujeres. Aquí
podríamos situar lo que ya Freud desarrolló en torno a la
división tradicional entre amor y deseo en el varón.
Quisiera aclarar que, sobre esta división, Freud jamás dijo
que fuera del obsesivo, sino que refería al varón. Esto es
muy importante, ya que es una forma de decir que estamos
frente a un conflicto estrictamente masculino, del que hoy
podríamos preguntarnos si continúa teniendo vigencia en
tiempos del auge del feminismo y el empoderamiento de las
mujeres. En todo caso, me parece interesante pensar lo
siguiente: las elecciones precedentes de una pareja para
este varón estaban condicionadas por lo que él llamaba:
“una buena persona”, es decir, la pregunta que cabe
restituir es: ¿qué quiere decir “buena” en este contexto?
Que diga “persona” ya es notable, de alguna manera,
porque opera como una suerte de desexualización. Una
persona no es varón ni mujer. ¡Cómo no iba a salir a buscar
otras mujeres si a la que tenía a su lado la había convertido
en un ser neutro!

Entonces, ¿qué significa esa apelación a la “bondad”


femenina? Con el análisis y las asociaciones, esta condición
se especificó como una manera de que ella no fuese alguien
capaz de interpelarlo. Apenas la escuchaba, ya sabía lo que
ella iba a decir. Esto me recuerda un caso de Jacques Lacan
en su escrito: La dirección de la cura y los principios de su
poder, en el que cuenta la situación de un varón impotente
que vuelve a recuperar su potencia a partir de un sueño de
su mujer. “Ella le habla tan bien como lo haría un analista”,
dice Lacan. Por lo tanto, ¿para qué continuar el análisis? Me
parece una conclusión preciosa: que un tipo sea capaz de
escuchar a su mujer y ya no ponerla en ese lugar de
demanda materna, puede ser una buena coordenada para
pensar en la conclusión de un tratamiento.

Ahora bien, de regreso al caso que mencionaba, me resulta


interesante situar que es algo que justamente se rompe en
la serie de mujeres tradicionales lo que precipita un
conflicto para este varón. Ya no son ellas las celosas, sino él,
en un marco de relaciones que definiría de esta manera: su
mujer no lo necesita, más bien desea y eso es lo difícil de
asumir por él, quien hasta hace un tiempo prefería una
mujer que lo reclamase desde la necesidad, aunque eso
llevara a despreciarla. No hay nada demasiado neurótico en
este caso, que más bien se fue resolviendo en la medida en
que se pudo despejar el conflicto en cuestión e ir ubicando
un movimiento que irrealizó lo que primero fueron
conductas de reproche hacia ella –resultado de sus celos–,
para poder pensarse mejor él, en situación. Si alguno
quisiera llamar a esto “deconstrucción”, yo no me opondría.
A veces tengo la impresión de que este término nombra
algo que en psicoanálisis hacemos hace tiempo.

 
Por último, en esta ocasión quiero situar algunas
consideraciones relativas al análisis de la histeria femenina.
Si bien, como ya dije en otras oportunidades, se trata de un
tipo clínico cada vez menos frecuente, todavía quedan
algunas histéricas. Y lo que quisiera destacar es algo que
más bien incumbe a los practicantes de psicoanálisis. Hasta
hace un tiempo los analistas varones estábamos
acostumbrados a las seducciones de las histéricas, mientras
que las analistas mujeres que trataban varones hablaban
más bien de esos pacientes que las buscaban como
referentes de ternura, en una línea más bien materna. Sin
embargo, lo que hoy en día escucho en la práctica de
colegas mujeres es que se están encontrando con la
seducción de los varones. Sospecho que esto también
puede deberse a un cambio en la posición social de la
mujer, es decir, a que el deseo de una mujer esté más
autorizado públicamente. Por ejemplo, hace poco una
analista me contó el caso de un paciente varón que le tiró
un lance y, cuando de manera calculada, ella lo invitó a que
probara en realizar su intención, el tipo retrocedió y la
empezó a retar: “vos no te podés enamorar de un
paciente”. Así se manifiesta la condición de su flirteo: como
ella no puede, entonces él la avanzó.

Esto me hace acordar a una situación que me contó un


paciente hace unos años, cuando estaba en un bar con un
amigo y, desde la mesa, decían cosas a las chicas que
pasaban. Entonces una se dio vuelta y les respondió
aceptando la propuesta. Entonces el amigo dijo: “rajemos,
acá las minas dan bola”. No diría que esta coordenada es la
de la histeria masculina, pero sí que hay un uso histérico de
la relación con el otro.
Lo llamaría más bien una histerización de la transferencia,
mientras que la histeria es otra cosa. Para mí la histeria hoy
en día no está en el cuerpo de las mujeres, sino en el
discurso social. Creo que una forma de demostrarlo es que
la indignación –una de las más neuróticas de las pasiones–
se haya vuelto el modo de lazo por excelencia. ¿No los
cansa ver que las redes, por ejemplo, no se usan más que
para eso? Todas las semanas hay un tema nuevo sobre el
cual hay que expresarse, manifestarse, repudiar, tomar una
posición abstracta, porque nadie hace nada más allá de esa
queja artificial. Me gustaban más las redes cuando
subíamos fotos de animales y de las vacaciones. Entonces,
si algo es la histeria para mí, es un modo de relación con la
verdad. Me explico mejor: en la histeria todo el tiempo se
gira en torno a la verificación de un hecho. Lo voy a
desarrollar con la situación que me contó un amigo esta
semana. Él labura en una institución que cerrará sus
puertas a fin de año; entonces, como suele ocurrir, faltando
poco para ese momento, la tarea empieza a desleírse y –
como suele ocurrir también– cobra protagonismo la fantasía
de cada miembro del grupo.

En este contexto, ocurre que un compañero le dice a una


chica un comentario muy desafortunado, porque incumbe a
su relación con la sexualidad. Para ella la cuestión resultó
inadmisible y pidió la activación de un protocolo de género
en la institución. Para mi amigo esta coyuntura representó
la precipitación de un conflicto: ¿de qué lado estaría?
Porque él entiende que el comentario del compañero fue
grotesco, pero es cierto que –sin que esto lo disculpe– se
trata de un tipo medio bruto, sin demasiada formación y
que, por cierto, no fue con intención de acoso… aunque
para ella se interpretó de esa manera. Y mi amigo quisiera
tomar partido por ella, aunque también es cierto que la
conoce hace muchos años –en efecto, él empezó a trabajar
en la institución cuando ella salía con un amigo suyo, quien
los presentó para que ella llevara su cv a este trabajo– y
tiene presente que sus relaciones con los varones nunca
terminaron bien, es decir, como si ella necesitase encontrar
un motivo abusivo que justifique su decisión de irse de un
vínculo o, en este caso, una institución.

Por eso decía que no es raro que estas cosas ocurran


cuando la institución está por cerrar. No solo porque me
parece claro que para ella se actualizó una fantasía histérica
que la dejó en las puertas de una denuncia como forma de
resolver su malestar, sino que el compañero seguramente
también hizo un acto grotesco y desafortunado como vía de
encontrar su salida (¿quizá que lo despidan para que lo
indemnicen mucho mejor? ¿Quizá hacerse echar antes de
que lo despidan?); y mi amigo, como pueden ver, no deja de
estar afectado por la circunstancia: ¿de qué lado estoy? He
aquí su versión obsesiva, su manera de dudar, donde lo
interesante es que esta secuencia restituye algo que
nombra muy bien: si hay un punto de complicidad con el
compañero, es en aquel en que siente que podría haberle
pasado a él también.

Me parece que se trata de una coordenada interesante:


porque eso muestra que él ahí está implicado como varón.
Voy a decirlo de esta manera: la histérica busca al varón,
pero no le habla. Más bien cuando se lo encuentra, huye.
¿Qué es lo que llamo “histérico” de esta anécdota? Que
todo gire en torno al establecimiento de un hecho: es lo que
este compañero hizo: algo inapropiado. Todos podríamos
coincidir en que sí, lo hizo. ¿Pero es algo tan inapropiado?
Esta es la pregunta fundamental. ¿No decían los psiquiatras
clásicos que las histéricas de antaño era “simuladoras”,
“histriónicas”, “mentirosas”? Hoy diríamos que son
“exageradas”, que “agrandan las cosas”, que se dan
“manija” por poco, pero lo fundamental permanece; me
refiero a que el punto crucial con la histeria es que siempre
nos estamos preguntando hasta qué punto un episodio es
tan grave o no. Dicho de otro modo, la histeria siempre se
trata de la confirmación de una verdad. Este es el uso
confirmatorio de la verdad que, para mí, es lo más propio de
la histeria.
Por ejemplo, en otro caso una mujer habla de sus celos y, en
un momento, agrega que su pareja hace muchas cosas para
que ella sea celosa, que le da motivos, sin los cuales ella no
lo sería. No hace falta más para diagnosticar la histeria,
porque alcanza con esa intromisión de los motivos, esa
atribución de motivos al otro, como garantía de la verdad de
su síntoma. La histeria no es más que la delimitación de un
hecho a partir de una verdad que necesita ser confirmada.
En este punto, cuando el analista siente que padece esa
pregunta –como la sintomatizó mi amigo en la institución en
que ocurrió ese episodio– ya no se necesita mucho más
para diagnosticar un caso de histeria. Lo que quisiera
destacar es cómo este diagnóstico incluye al analista, es
decir, no es en función de un signo abstracto, de algo que
dice el paciente, sino de cómo el analista queda tomado por
lo que cuenta.

Ahora bien, de regreso a la circunstancia que mencioné, me


interesa destacar algo más sobre la histeria: cada vez son
menos los casos en que nos encontramos con que esta
circunstancia se hace carne en el cuerpo de una mujer; esta
coyuntura es hoy el modo de vida en la sociedad. Nos
pasamos el tiempo en busca de hechos, siempre atentos, en
modo: “¿viste lo que dijo fulanito o fulanita?” y hacemos de
una declaración una especie de confirmación definitiva.
Creo que esto se advierte también en cómo el modo de
pensamiento generalizado se parece más bien al periodismo
sensacionalista. ¡Todos periodistas! Somos todos panelistas
de un programa de chimentos. Así funciona el lazo social en
el siglo XXI y, no sé para ustedes, pero para mí es
agobiante. La histeria colectiva con que diagnostico a
nuestro tiempo está asociada a un estado de queja
permanente, e impotencia, que no tiene parangón.

 
Voy a empezar a concluir por hoy. En último término me
refería a dos aspectos de la histeria; por un lado, a su
relación con la seducción y cómo ésta se establece en la
relación con el analista; por otro lado, a su modo de servirse
de la verdad. Ambas cosas están conectadas y son
fundamentales para el diagnóstico, mucho más que el relato
de tal o cual episodio. Si tuviera que decir de qué hay que
curar a una histérica, diría que: de su relación con la verdad,
de ese punto en que un hecho puede revelarse como el
motivo de una confirmación. ¿Por qué? Porque en el
inconsciente esa verdad siempre tiene que ver con la
seducción. Dicho de otra manera, una mujer cuenta que un
hecho fue muy grave, pero la gravedad no depende del
hecho, sino de que en el inconsciente tiene el valor de un
abuso –por ejemplo, puede realizar una fantasía de
violación. Esto es lo más delicado del tratamiento de la
histeria, porque el hecho sin duda fue abusivo, pero no por
sí mismo –por eso alrededor muchos dicen que es algo
exagerado– sino por aquella significación que confirma.

El problema de la histeria colectiva o generalizada es que


lleva a un modo de vida en que “todo es denunciable”, con
la pérdida de respeto y legitimidad que eso implica para
quienes han sido víctimas de atropellos, abusos o
violaciones y que, por ser tales, no se victimizan. Por eso,
muchas veces en casos de este tenor es preciso un trabajo
muy grande con la víctima para que pueda dar el paso de
denunciar.

Nos vamos metiendo en temas complejos y áridos. Espero


desarrollar de manera más sistemática algunos puntos en la
próxima reunión. Mi preocupación hoy en día es un modo de
vida en el que presiento que vamos hacia un tipo de
subjetividad para la cual todo aquello que no gusta puede
ser sancionado como malo. Este es un tipo de sujeto muy
infantil. Sigamos conversando, quizá podamos hacer algo en
nuestra vida concreta para revertir esta posición y no solo
quejarnos.
 
 
Clase 4. Seducción de transferencia
 
 
En esta ocasión voy a comenzar con el relato de un breve
fragmento de una consulta, para ilustrar algo de lo que
conversamos la otra vez acerca de cómo escucha un
analista. Me refiero a que no se trata de una escucha literal,
aunque sí podamos decir que se trata de una escucha “a la
letra”. ¿A qué me refiero con esto? A que la significación en
esta escucha debe ser esclarecida a partir de la relación con
el analista.

Cuando alguien nos habla en análisis, nos cuenta un


montón de cosas, pero lo más importante de esa
información es la significación de lo que dice, esa que no se
resume en el significado de sus palabras, sino en la fantasía
que se pone en juego en la relación con el analista, en lo
que llamamos “transferencia”. En última instancia, la
transferencia es la superficie sobre la cual se van
desplegando los síntomas y las fantasías de un paciente y,
créanme, si no fuera por este despliegue, el psicoanálisis no
sería más que puras palabras.

No es que el psicoanálisis no sea “puras palabras”, pero


éstas son eficaces como tales porque ponen en acto los
síntomas y las fantasías de alguien. Creo que por esta vía es
que empezamos a llegar a un resultado en estas reuniones;
recuerden que nuestro inicio fue con la cuestión del
síntoma, luego pasamos a la fantasía, al acto y aquí nos
detendremos, para poder esclarecer la perspectiva del
tratamiento, aquellos movimientos que hacen que un
psicoanálisis sea tal y no otra cosa.

La consulta de que les hablé es la de un varón de alrededor


de 50 años, que viene del mundo de la música, del rock en
particular, que hace años toca con una estrella de nuestro
país. Es muy simpática la presentación, ya que lo más
notable es que hablaba de su pertenencia a la banda de
esta estrella de rock como si fuera un matrimonio; quería
decirle que ya no quería seguir tocando y no sabía cómo. No
es extraño que se lamentara de no haber podido armar una
pareja estable en todos estos años, cuando –esa fue la
primera interpretación– estuvo casado con su jefe musical.

Sin embargo, esta no es la cuestión central. En todo caso,


ese movimiento inicial sirvió para generar un lazo de
confianza, para hablar de lo importante. Imagínense que
tratándose de alguien que viene del rock y, sobre todo, de
la noche asociada al rock, no pude menos que
sorprenderme cuando me contó que su preocupación
principal era que su hija estuviera en pareja con otra mujer.
De ella cuenta que también es música, incluso mucho mejor
que él –lo cual le da mucho orgullo–, pero que salga con
mujeres le parece inadmisible. No lo tolera y no sabe por
qué, porque él está acostumbrado a estas cosas por el
ambiente del rock, lo vio desde siempre, ¿cómo puede ser
que le moleste?
Es claro, en este punto, que su posición desmiente la de la
imagen tradicional del rockero. Esto me parece interesante.
Cualquiera pensaría que un músico que arrancó en el under
es un reventado, metido en la joda hasta el cuello, en fin:
sexo, drogas y rock n’ roll. Pero la verdad es que se trataba
de un neurótico obsesivo tradicional, de los pocos que
quedan, con problemas para separarse sin culpa de su
esposa-jefe, que hizo de la música un modo de estar
ocupado todo el tiempo, para trabajar permanentemente,
para estar siempre en deuda y que vive aquejado por su rol
como padre, sobre todo después de la muerte de su propio
padre, cuando a él le toca asumir el lugar de “último varón”
de la familia.

Entonces, aquí viene lo que quería contar. Respecto de su


hija, en cierta ocasión, mientras se lamentaba por la
relación de su hija con una mujer, dice: “¿qué hice mal para
que ella no quiera estar con un varón?”. Es una expresión
curiosa, hasta freudiana podría decirse, porque es como si
tradujera el saber popular del Complejo de Edipo, es decir,
que la niña toma al padre como objeto erótico. Ahora bien,
¿qué es lo que yo escuché en esta confesión culposa? Que
la culpa escondía un deseo incestuoso, es decir, al atribuirse
haber hecho algo malo, ¿no estaba confesando su propio
deseo por su hija? Es decir, quiso referirse a que no pudo
ser deseable por ella, pero ¿no estaba ahí explícita otra
interpretación del motivo? ¿Se trataba de que fue un padre
que no se privó de un deseo con ella, al punto de asquearla?
Sin duda no es lo mismo para una niña encontrarse con que
el deseo hacia el padre esconde un deseo fantaseado del
padre, que encontrarse con su presencia efectiva. Para
algunas mujeres, esto deja consecuencias irremediables –en
su relación con los varones– me refiero al no haber sido
niñas que pudieran despertar un deseo; es lo que se
escucha en casos de algunas de ellas que se presentan
como con “baja autoestima”, porque sufren de que no se
imaginan quién puede llegar a quererlas. También es cierto
que decir “soy fea” puede ser una forma de seducir. Por otro
lado, son irremediables las consecuencias que pudo haber
despertado el deseo efectivo del padre, es decir, el hecho
de que este deseo se realice (en lugar de quedar solamente
en una representación de una fantasía). Pero, en fin, de
regreso al caso que les comentaba, lo que me importa
destacar es que el análisis llevó a ciertas cuestiones de su
posición de varón deseante, que se alejaron luego de lo
específico de la relación con su hija. Pero el punto de torsión
estuvo en ese momento en que dijo algo y, al escucharlo “a
la letra”, la significación fue otra.

Antes de pasar a otro punto, quisiera hacer una reflexión


general de un caso en la misma dirección que el fragmento
anterior, pero sobre un aspecto que consideré en torno a
una incidencia específica del analista en la escucha.

Empiezo por el fenómeno clínico: me resulta muy valioso


que los pacientes hablen de películas. Cuando Freud inició
su práctica, el cine no era un medio popular, pienso que por
eso le daba tanta importancia a los recuerdos; aunque hay
un texto muy cinematográfico de Freud, me refiero a aquel
sobre los “recuerdos encubridores”, que literalmente se
conocen como “recuerdos-pantalla”, es decir, se trata de
recuerdos que tienen una especial hiper nitidez y en los que
el paciente puede verse a sí mismo… ¡es como una película!

Ahora bien, ¿qué me interesa de este fenómeno? Que con el


cine ocurre siempre que los pacientes tienen una o dos
películas que son sus favoritas. Y esas películas hay que
poder interpretarlas como recuerdos encubridores. Por
ejemplo, recuerdo el caso de una chica que consultó luego
de un tratamiento por consumo, como resultado del cual
había permanecido en una vida reactiva, muy adaptada a la
circunstancia, para que nada la toque demasiado, en fin,
vivía con un esfuerzo psíquico enorme. Me interesa ubicar
esto: no consumió más, pero eso no quiere decir que sea
una persona sana. En todo caso, como primer movimiento
del análisis pudimos situar cómo su vida de consumo
empezó en circunstancias que requirieron una mayor
exposición de su parte.

Hago aquí una breve disquisición sobre la “exposición”,


porque es una palabra que suele decirse mucho en las
consultas, con todas sus variantes, pero sobre todo como
temor angustioso; por ejemplo, “me da miedo quedar
expuesto”. Es interesante que se trata de un término
espacial, que remite a una afuera (ex-), que lo prefigura
como una raíz fóbica. Es la fobia mínima del sujeto en
relación con una mirada (puesto fuera), pero que no tiene
tanto que ver con ser visto, sino con dejar de verse, con no
poder verse con los ojos del otro: es estar fuera de uno
mismo para la mirada. Por eso quienes tienen miedo a la
exposición quieren saber qué ven los demás, qué ven
cuando los ven, sin parar de mirar.

Algo de esta mirada acechante fue con lo que se encontró


esta chica cuando empezó con el consumo. En efecto, lo
notable es que para consumir se aislaba, es decir, se
encerraba en el baño y se quedaba ahí a oscuras durante
horas. Pero, ¿qué es lo que me interesa subrayar? Que en
cierta ocasión ella me comentó que había dos películas que
le gustaban mucho: una es Zelig, de Woody Allen y la otra
es Amadeus. Respecto de la primera podría decir que
resumía todo un tiempo de su análisis, es decir, la manera
en que ella se identificaba siempre con personajes
conformistas, situacionales, luego de su tratamiento por
consumo, como una forma de aislarse; de esta forma…
¡conseguía quedar aislada! Entonces le pregunté por la
segunda y así fue que me contó, luego de desarrollar un
poco el argumento, que se identificaba con el personaje de
Salieri y su odio por Mozart. ¿Qué motivaba esa
identificación? Me dijo que a Mozart lo habían ayudado los
padres. Es una buena conclusión, observé, porque permite
reconocer que el talento no es suficiente, además hay que
estar en una situación propicia. Nos reímos así un poco de
aquello que se llama “meritocracia”, pero luego dije algo
más: que en la película, que Mozart fuese talentoso era una
manera de encubrir el odio de Salieri, es decir, de que sea
injustificable y, por lo tanto, hacerlo repudiable… aunque es
aquello con que más el espectador se identifica.

En este punto es que ella comenzó a hablar de algo que


apenas había mencionado en otra ocasión, respecto de la
relación con su hermana menor, preferida de los padres,
etc. Hubiera sido una tontería decirle que estaba enojada
como Salieri, restituir un odio reprimido. Además ella no
quería hablar de este tema y rápidamente cambió de tema
y me contó que había ido a tramitar el pasaporte. Entonces
dijo: “Listo, tengo todo en regla” y, en ese punto, yo no
pude dejar de escuchar que hablaba de otra regla, es decir,
de la regla femenina y le pregunté por su desarrollo sexual y
así fue que ella me contó que menstruó por primera vez a
los 16 años. Es un dato que seguramente había contado en
algún otro momento, pero ahora se volvía relevante para el
análisis. Esta me parece una idea fundamental: lo que
escuchamos de los pacientes no son datos, sino palabras
que se van encadenando con cierta necesidad, por eso es
que a veces recordamos cosas que ya fueron dichas y las
traemos tiempo después, o bien volvemos a preguntar algo
que ya se dijo, porque ahora es el momento en que cobra
significación psíquica.
En este punto, quisiera contarles cómo es que pensé en la
regla femenina, porque no fue por efecto de la palabra
nomás. En ese momento, cuando ella usó la expresión “en
regla” yo tuve en mi cabeza una imagen de mi mujer.
Resulta que ella me dijo el otro día que sentía que estaba
gorda. La verdad es que no está gorda, sino igual que
siempre y, entonces, pensé que era una típica queja
femenina y la desestimé. Pero cuando esta paciente usó esa
expresión, recordé la frase de mi mujer y se me vino a la
cabeza una foto suya de los 15 años, cuando era una
jovencita y ahí pensé: “Mi mujer está volviendo a tener el
cuerpo núbil de una adolescente”; entonces fue que separé
ese pensamiento personal, pero me quedé con lo que había
traído, aquello para lo que había sido un medio, para que yo
pudiese escuchar algo del momento en que se habría paso,
para esta paciente, el encuentro con su sexualidad. De este
modo fue que ella me contó que también tuvo su primera
relación después de menstruar, ya que antes no se había
dado la oportunidad. No parece algo casual, dije y ella
respondió: “Se dio así”. Le pregunté en chiste: “¿Cedió así?
¿Qué cosa pudo ceder?” y esto llevó a que me hablara de
cómo hasta esa edad había entrenado en natación, con un
entrenador que era muy exigente, “¿Cuya mirada era muy
exigente?” le pregunté y, entonces, fue que ella me
comentó algo que nunca había contado y es que, al bañarse
en el vestuario después de practicar, ella siempre tenía la
impresión de que él la espiaba.

Esta impresión es la que se escondía bajo el reproche a su


hermana, preferida por sus padres. Asimismo, por esta vía
es que se resignificó su consumo de sustancias, con un
consumo previo, el deportivo. Ahora bien, ¿qué la llevó a
interrumpir el deporte? No la mirada de este entrenador,
sino que su hermana se desarrollase. En efecto, la menor se
desarrolló primero que la mayor y, en ese punto, ella dejó
de entrenar y, luego de su menarca, tuvo su primera vez,
pero algo en la sexualidad –que evitaba con el deporte o,
mejor dicho, que quedaba demasiado ligado a una mirada
intrusiva– fue fuente de un conflicto difícil de transitar y,
entonces, empezó su consumo tóxico.

 
Pasemos a otro punto. De la vez anterior me pareció, por
algunas preguntas que me llegaron, que es necesario
aclarar la cuestión de la transferencia en los varones. Dije la
vez pasada que hoy en día nos encontramos con que la
seducción –en la relación de pacientes varones con analistas
mujeres– puede ser más directa, que esto es algo con que
nos encontrábamos más comúnmente en la histeria
femenina y que, hoy en día, que hay menos histéricas y las
mujeres han cobrado un lugar más destacado en el espacio
social, los varones en el consultorio se animan a ser más
efusivos.

Antes de avanzar con la cuestión, quisiera hacer algunas


aclaraciones respecto del inicio del tratamiento. Cuando
alguien nos consulta, en un primer momento es que nos
cuenta diversas cuestiones, diría que “habla” sin más; pero
a partir de cierto momento es que ya comienza a hablarnos
a nosotros, es decir, la dimensión del interlocutor pasa a un
primer plano e incluso condiciona lo que se dice; es decir, lo
que se dice vale porque se lo está diciendo a esa persona
en particular. Esto es lo que llamo “seducción”, porque en
última instancia seducir es hablar para alguien y, de manera
más o menos consciente, aunque por lo general se trata de
una estrategia inconsciente, producir un efecto. Así fue que
antes dije, por ejemplo, que victimizarse puede ser una
forma de seducir, si es que así alguien busca hacerse
reconocer como amable por su interlocutor debido a los
males que le tocó atravesar.

En el dispositivo analítico, a esta seducción de transferencia


se la puede llamar “histerización”, porque es a través de la
histeria que conocimos la entrada en análisis por la vía
seductora. Por eso la vez pasada hablé de transferencia
histérica en el varón y no de transferencia de un varón
histérico. Son cosas diferentes. Ahora bien, lo que me
importa destacar es que, en otro momento histórico, con
analistas mujeres los varones se comportaban de otra
manera. No es que no las sedujeran, sino que lo hacían de
forma más bien indirecta. Por favor recuerden en este punto
lo que dije en una reunión anterior sobre hablarle a una
mujer o hablarle a un varón, las fórmulas que propuse,
porque es necesario tenerlas presentes en lo que sigue. Me
explico mejor.
¿Cómo seducía un varón a su analista mujer en otro
momento? Una vía podía ser a través de los celos. Cuento
casos que he escuchado en supervisiones en estos años: un
paciente le dice a su analista que, desde que sale con una
mujer, ya no tiene tanto dinero para ir a análisis, porque
¡debe pagar hoteles! La analista le dice que su análisis es
un espacio muy importante y que debe cuidarlo. ¡No hizo
más actuar celosamente! Eso es lo que la llevó a supervisar
el caso, el enojo que sintió por sentir que este paciente no
estaba cuidando el espacio, es decir, a ella.

Otra vía podría ser a través de la curiosidad. Yo no tengo


dudas de que los analistas varones somos menos curiosos
que las analistas mujeres. Algunas de mis colegas son
mujeres que sin duda han llegado al dispositivo para espiar
algo de la vida privada de sus pacientes. Pienso en el caso
de una colega que me contaba que durante las primeras
entrevistas no podía concluir las sesiones de un varón,
hasta que un día él vino y le dijo que no tenía nada para
decirle. Es claro que su dificultad para dar por terminado
cada encuentro dependía más de ella que de lo que el
paciente dijese. El efecto es que es como si él le dijera: “Si
tanto querés escuchar, entonces me callo”. Por fin,
¡seducción de transferencia!
Es como si un paciente así dijese “Ya que vos querés
escuchar, siento que lo que hablo me lo querés sacar,
entonces te doy silencio, pero así no hago más que
incentivar más tu interés”. Con esta secuencia alcanza para
diagnosticar la obsesión de un varón, cuyos silencios
pueden deberse más a una forma de hacer demandar que a
no tener nada para decir. Me interesa que noten este
aspecto, cómo aquí se implica lo que decía antes a
propósito de cómo cobra relevancia la función del
interlocutor y, por cierto, ese otro al que se le habla no es
neutro, no es cualquiera, sino que muchas veces incluye un
aspecto sintomático del analista que el paciente percibe. Si
tuviera que decirlo de manera simple y vulgar, lo diría así: la
transferencia del paciente es hacia el síntoma del analista,
por eso un analista se da cuenta del inicio del análisis de un
paciente cuando hay algo de su síntoma que le avisa.

Mencioné dos típicos síntomas histéricos de las analistas


mujeres: los celos y la curiosidad. Sería interesante en algún
momento hacer un rastreo de los síntomas de los analistas
varones, a partir también de los tipos clínicos de histeria y
obsesión. Para el caso, el narcisismo es un síntoma típico
del analista obsesivo, que puede hacer lazo por muchos
años en el análisis de una mujer. Incluso diría, aquí puede
verse otra forma de seducción directa en la histeria
femenina: conozco casos de mujeres que han elegido a sus
analistas varones porque pensaron que ellas podían
gustarles, porque incluso es que lo supieron o confirmaron
en la primera vez que lo vieron. Puede ser que esto se diga
de manera más sublimada, por ejemplo: “Yo siento que a mí
me quiere, que es bueno conmigo”, pero esta formulación
no es más que un velo para nombrar un deseo erótico y, por
cierto, la otra cara de “ser deseada” puede ser un analista
que se hace reconocer narcisísticamente como deseante, lo
que puede ser muy tentador para un varón después de
cierta edad, ¡es la posibilidad de desear a muchas al mismo
tiempo! Sin tener que cargar con las consecuencias de
desear a una.
 
A propósito de la seducción indirecta que habitualmente
realizaban los pacientes varones hacia las analistas
mujeres, creo que también es importante una situación que
hace poco me comentó una colega en supervisión: su
paciente le cuenta que en una reunión con amigos les dijo a
estos que su analista era una mujer muy linda. Otra vez,
alcanza con este detalle para diagnosticar neurosis
obsesiva. Es como si le dijera, en el modo irrealizado en que
suelen hablar los obsesivos: “Si yo te dijese de salir a tomar
algo, ¿vos qué dirías?”. Como suelo decir, los obsesivos
hablan en subjuntivo, porque es la mejor manera de que el
acto quede en suspenso, no realizado, es como cuando
algunas pacientes nos cuentan que los varones de hoy les
dicen “Estaría bueno vernos” o “Un día de estos podríamos
salir” y, entonces, ellas responden “Bueno, ¿cuándo?” y
ellos arruinan todo con un “Te llamo la semana próxima” o
“Vamos viendo”. En fin, el acto queda en el camino, en mera
intención.

Creo que por esta vía es que, en los casos de obsesión


masculina, es común que si eligen mujeres analistas, se
trate de mujeres de edad avanzada, que puedan
representar a un sustituto materno, pero sobre todo para
poder seducirlas de manera indirecta. Si la otra vez les dije
que la obsesión le habla a la mujer de los abusos del padre
hacia una madre con la que se identifica, esta madre con la
que identificarse era el lugar de la analista, cuyas
expectativas había que realizar. No es raro escuchar que
colegas mujeres cuenten que sus pacientes varones todo el
tiempo buscan actuar de “buenos pacientes”, de alumnos
obedientes, cuyos logros en análisis son para ponerlas
contentas.

Ahora bien, otra cuestión es la que está pasando hoy en día


cuando nos estamos encontrando con varones que eligen
analistas jóvenes, que no tienen reparos en querer
seducirlas de manera directa, que las invitan a salir, que les
dicen algo relativo a cómo les queda una remera, un
pantalón, un collar. Lo que me interesa destacar en este
punto es que este movimiento en la transferencia masculina
trajo como resultado un aumento en el diagnóstico de
perversión o psicopatía. ¡Es seducción! Horrible como puede
serlo la seducción cuando no es consentida, pero seducción
al fin; porque, como ya dije, la seducción es que alguien te
diga algo o, mejor dicho, que supedite lo que quiere decir al
hecho de decírtelo a vos. Puede ser muy incómodo estar en
el centro de un deseo, sobre todo cuando se realiza de
manera tan directa. Si vuelvo a lo que dije antes sobre el
caso de la analista histérica, imagínense que será la primera
en sancionar que eso está mal, que no debe ocurrir, que se
trata de un paciente zarpado, un psicópata, un perverso que
no respeta el encuadre y que solo quiere angustiarla. Sin
embargo, todo esto hablará más de la analista que del
paciente.
 

A partir de lo que venimos conversando, me interesa ubicar


un recorrido que se viene perfilando: cómo a partir de
hablar del acto, pasamos del paciente al analista, del
síntoma en el paciente al modo sintomático de practicar el
psicoanálisis. Para concluir esta vez, quisiera decirles que el
psicoanálisis es un método para que una persona le pueda
decir algo a otra persona. Es lo que nunca ocurre en la vida
cotidiana, en la que hay todo tipo de estrategias para que
eso no pase, simples pero muy eficaces; por ejemplo,
anticiparse, como cuando no se deja terminar de hablar al
otro porque (se cree que) ya se sabe lo que va a decir. O
más comúnmente, victimizarse. Es claro que no es lo mismo
una víctima que alguien que se victimiza; por lo general, las
víctimas nunca se victimizan, por eso son tales. Quien se
victimiza, en cambio, rápidamente desautoriza lo que otro le
dice: "¡No podés decirme eso!" y ya no le interesa qué dijo
el otro sino su acto de decir, desde arrogante hasta
traumático. Hay otras estrategias más, miles diría, como
completarle las frases al otro, traducirlas, atribuirles
intenciones, etc. Todas ellas se reproducen en el consultorio.
Se llaman “transferencia”. Por eso el análisis usa la
interpretación contra la transferencia. La interpretación es
que, de vez en cuando, alguien le pueda decir algo a
alguien. La interpretación es cuando hay “diálogo”. Vamos a
seguir con esto la próxima.

 
 
Clase 5. De la histeria a la voz pública
 
 
En esta ocasión voy a retomar sobre todo a partir de
consideraciones que ustedes fueron haciendo en sus
intervenciones. Eso le da a nuestro intercambio el valor de
una conversación efectiva.

Por un lado, a partir de una pregunta de la vez pasada,


acerca de cómo incide el pensamiento espontáneo del
analista en el tratamiento, quisiera contarles el caso de una
mujer que al concluir una sesión –en la que habló
principalmente de cómo sexualmente no quería ser vista, es
decir, en la cama cerraba los ojos–, al despedirse, de
repente me preguntó si me gustaba el vino. Pensó en
hacerme un regalo, me dijo; pero cuando ella mencionó el
vino, yo no pude dejar de pensar en la expresión femenina
“me vino” y se lo dije. Quizás esto es lo que lo relaciona con
el caso de la vez anterior, el de la chica que se había
desarrollado sexualmente después que su hermana menor,
ya que también giraba en torno a la menstruación.
El punto es que a la sesión siguiente, ella retomó la cuestión
y se puso a hablar de la vez en que se indispuso por
primera vez, cómo lo confundió con un haberse cagado
encima y, por lo tanto, no se lo dijo a nadie. En particular no
se lo quiso decir a su madre, quien cuando se enteró lo dijo
en todas partes y, para ella, ser nombrada como “señorita”
fue algo horrible. Se sentía muy niña para eso aún. En
efecto, se desarrolló temprano, pero ¿qué es temprano?
¿Cuándo es a tiempo? Si lo comparamos con el caso
anterior, podría decir que todo lo que tiene que ver con la
sexualidad es demasiado pronto o demasiado tarde, nunca
ocurre en un preciso momento. Por eso lo sexual es
traumático por definición, ya que nunca se está preparado
para eso, o bien se lo espera tanto que se lo vive como una
suerte de déficit.

 
Retomo el caso. La mirada de su madre, que la nombró de
esa forma, dejó para ella una relación particular con los
nombres. Esconderse detrás de ellos. Nombrarse como
hermana, como profesional, como pareja de un varón, pero
no como mujer. De alguna manera esto la dejó en una
posición específica, la de mirar siempre desde afuera su
vida, es decir, según cómo otros la ven, de acuerdo con el
rol que tiene que cumplir. En última instancia, dedicarse a
cumplir con lo esperado, a hacer lo que hay que hacer, es
una forma subrepticia de camuflar el deseo. Hacer las cosas
porque hay que hacerlas, puede ser una manera de decir:
“no es que yo quería”, o sea, de ausentarse para el acto, de
ponerlo a cargo de una demanda exterior. Es “lo que
correspondía”, como también se dice a veces.

Esta posición no es algo aislado en ella, sino que se juega –


sobre todo– en su vida sexual. En la cama, ella está y no
está. Por un lado, está porque pone el cuerpo, pero por otro
lado, también está en su fantasía, a la que necesita recurrir
para excitarse. No voy a darles detalles de esta última, pero
sí exponer su estructura básica: ella es vista por un varón
que realiza alguna tarea manual. De esta forma, ella es
vista (en la fantasía) donde no ve (en la cama), pero acaso:
¿en su fantasía no es ella quien ve? La cuestión es un poco
más compleja, entonces, porque ella ve a alguien que la ve.
Es como dice la canción de Jorge Drexler: “quisiera verte
mirándome mirar”.

Este es un circuito interesante, que perfila bien su modo de


relación con el placer. Por un lado, ella esconde y disfruta
subrepticiamente en el acto; por el otro, está lejos de ser
una mujer pasiva, sino que es muy activa en su fantasía,
como si de alguna manera lo que estuviera en juego fuera
una dificultad para que algo de su satisfacción pase hacia el
otro, es decir, puede ser activa en la medida en que eso no
hace lazo, queda oculto. Por eso en su fantasía “que la
miren” esconde su propia mirada.

En efecto, se trata de una mujer que suele quedar prendada


de muchas miradas, no solo porque en redes a veces le
ocurre que compulsivamente mira la vida de personas que
no le interesan en absoluto (¿para qué otra cosa son las
redes?) sino, también, porque se siente terriblemente
incómoda cuando la miran, por ejemplo: si un varón se fija
en cómo está vestida. Le dan ganas de huir. En este punto,
me pregunto: ¿hay algo más femenino que la huida? Las
mujeres –alcanza esto para reconocer a una– siempre están
en fuga. Así dice, si no me equivoco, la canción de los
Beatles If I Fell: “si confío en ti, no corras a esconderte
(don’t run and hide)” y hasta creo que hay una canción de
otra banda que se llamó directamente Don’t run and hide.
Quizá por eso entre las fantasías femeninas, la forma más
básica de la escena de seducción sea el rapto (piensen si no
en la escultura de El rapto de Perséfone, de Bernini) que
permite entender que la metáfora tradicional de la mujer
como botín no es para ver a la mujer como objeto sino para
situar la necesidad de una persecución como modo de
acceso al deseo.

Pero no me quiero desviar del caso. Este es un tema al que


ya me aproximé en mi libro Fantasías fundamentales. Decía,
entonces, que para ella es muy incómodo que la miren con
interés sexual, y aquí es que vuelve la situación de su
desarrollo, porque también en ese entonces fue que se
empezó a encontrar con la mirada que despertaba en los
varones. Por cierto, para muchas mujeres la feminidad es
algo que se descubre más o menos estrepitosamente
cuando se camina por la calle; digo esto no tanto para
hablar del acoso callejero, sino para situar que la sexualidad
–si no tiene tiempo adecuado, si es demasiado pronto o
demasiado tarde– más que provenir de una maduración
interna, viene de afuera. De ahí su relación con la mirada,
que es el sentido enajenante por excelencia, por eso a lo
sumo podemos ver siendo vistos o, dicho de otra manera,
cuando creemos ser vistos no hacemos otra cosa que
reprimir nuestra propia visión. Esa superposición de la visión
es lo que llamo “mirada”, me refiero al circuito de una visión
que termina en otra.
Me demoro, doy vueltas para hablarles del caso. ¿Estaré
jugando con su mirada, es decir, los tiento para ver y les
sustraigo luego el objetivo? Puede ser, pero para dejar de
hacerlo voy al grano. Lo incómodo de que la miren es, para
ella, sentir que podría haber hecho algo para causar ese
interés. Este pensamiento toma la forma de un reproche
algo culposo. Piensa que quizá no tendría que haberse
puesto esa remera, que tal vez esa pollera era muy corta.
Es interesante notar cómo el deseo de producir deseo, para
ella, se vive como algo extraño y aquí es donde retorna
nuevamente la mirada de su madre que, al nombrarla como
señorita, la expropió –por decirlo así– de su capacidad
femenina. Solo con el tiempo es que recién pudo ubicar el
carácter irónico que tuvo ese nombre materno, que de
alguna forma la expuso y también funcionó como una
suerte de imperativo: “no causarás deseo en un varón” o,
mejor dicho, es como si esa sanción se hubiera traducido en
una interpretación del estilo: si un varón te desea, es
porque algo hiciste.

De este modo es que se entiende que esta mirada materna


internalizada, encubierta por la mirada de los varones, no
habilitó la asunción de una posición sexuada. Acaso ¿podría
haberlo hecho? En última instancia, poco importa aquí la
madre real. Más importa saber por qué en la narración
biográfica esa autorización impedida tiene como referente a
la madre. Es lo más común, que en sus análisis para
referirse al camino que lleva del descubrimiento de la
sexualidad, a la asunción de una posición femenina, las
mujeres se encuentren con un reproche a la madre. ¿Cómo
podemos explicar esto?

La castración para la mujer quiere decir que no hay


transmisión de la feminidad de mujer a mujer. Esto explica
por qué una niña puede jugar a la mamá, identificándose
con la propia, pero no a ser mujer; incluso con el tiempo le
reprochará a su madre que no le haya transmitido eso que
supone un secreto. La odiará por eso, tendrá envidia de
otras mujeres. La castración para una mujer no es que no
tenga pene, sino que no hay referente para la feminidad y,
para descubrirse como tal, una mujer necesita pasar por el
deseo del padre. En este pasaje puede ser que lo rechace, o
que lo ame. En cualquiera de los dos casos, es traumático.
El deseo del padre es el trauma, al punto de que no
podemos pensar traumas sin suponer el deseo de un padre
maligno y culpable. Este es un aspecto en la sexuación
femenina y masculina: dependen del deseo del padre. La
diferencia es que la masculinidad resuelve el trauma de la
misma manera: con el parricidio; y las mujeres hacen las
cuentas una por una con el padre. La castración, para las
mujeres, es que no haya filiación femenina y que cada una
tiene que encontrar su manera de llegar a ser mujer.
Lo diré de otra manera. Una diferencia entre la madre y el
padre, como funciones psíquicas, es que lo materno habla
en bloque, son dichos lapidarios a veces, mientras que lo
paterno se dice entre líneas. Es la diferencia entre lo dicho y
el decir, entre el enunciado y la enunciación. Las cosas que
dicen las madres a sus hijas –para recordar esa novela de
Jeanmaire que siempre recomiendo leer– son más o menos
conocidas. Qué dice un padre es un enigma, es decir,
requiere interpretación. Por ejemplo, una mujer recuerda
que su papá le dijo: “a vos nadie te va a querer...” y no hace
falta mucho trabajo de análisis para restituir la parte no
dicha de la sentencia “...como te quise yo”. O incluso
recuerdo una entrevista a una chica trans en la que
recordaba con odio a su padre, porque él le había dicho, las
primeras veces que se vistió de mujer: “vas a aparecer
muerta en una zanja”. ¡Padre terrible! ¡Malvado! Pero algo
no se entendía: “¿‘muerta’ en femenino dijo tu papá?” y ya
quedaba claro quién fue el primero en autorizar la feminidad
de ese cuerpo nacido varón; a pesar del machismo de ese
padre bruto, ahí estaba su deseo feminizante, ¿no encubría
el odio al padre la denuncia más perfecta de su erotismo?
Ah, pero el erotismo no es lindo, se habla con el idioma de
la muerte, al punto de que desearle la muerte a alguien no
deja de ser –aunque no nos guste– una forma de desearlo.

Asimismo, el reproche a la madre encubre que esa


autorización podría provenir de otro. De ahí la interpretación
culposa del deseo, cuyo fundamento es la presuposición de
que podría hacerse alguna cosa para causar un deseo.
Dicho de otro modo, lo que esta interpretación supone es
que si se tiene la culpa es porque algo se hizo, pero ¿eso no
es creer que algo podría hacerse con ese fin? Si así fuera,
¡el deseo no sería traumático! Esta versión es, entonces, un
efecto de la represión: para velar el trauma del deseo, del
descubrimiento de la sexualidad, se supone que algo faltó,
que alguien podría haber hecho algo mejor, que uno podría
hacer algo para evitarlo.

Pondré otro ejemplo. Una amiga me cuenta del fastidio que


le produce que su mamá se queje de su nuevo marido y
que, después, se vaya contenta a atenderlo. Le parece que
es una sometida. Le digo que no creo que lo sea y le cuento
algo que me dijo otra amiga: que algunas mujeres no
cuentan su felicidad ante otras mujeres, para que no las
envidien. Entonces, cuentan siempre desgracias y se quejan
de lo que tienen, para que nadie lo quiera. Ella se ríe y
pregunta por qué su mamá le hablaría a ella así... ¿cómo a
otra mujer y no a una hija? ¿Sus padres no se habían
separado en su adolescencia? ¿Cuánto tiempo después de
desarrollarse sexualmente? Al poco tiempo, ¿no era su papá
quien le contaba de sus conquistas con otras mujeres?
¿Otras? ¿Cómo su mamá no le va a hablar como una mujer,
ante la que degrada a su marido, no sea cosa que ella se lo
robe como al padre? Se escribe mucho en psicoanálisis
sobre el estrago materno, de madres a hijas, pero poco
sobre el erotismo con que las hijas seducen a los padres
para castigar a sus madres.

En última instancia, estas referencias que menciono son


para ubicar lo que más bien llamaría la subjetivación
femenina en una sociedad patriarcal. Es la interiorización de
la voz materna, con carácter superyoico, que hace de la
otra mujer una rival o alguien que podría dirigir una mirada
envidiosa. Lo que me interesa subrayar, en todo caso, es
que esta circunstancia no tiene nada que ver con lo que
habitualmente, y por mucho tiempo, se consideró: “histeria
femenina”. Diría que es algo femenino, pero no tiene nada
de histérico. Es muy importante que un analista se
acostumbre a revisar sus categorías. Porque la histeria sin
duda es la respuesta a una coyuntura sociohistórica, aunque
no creo que tenga vigencia en el siglo XXI. Podría referirme
a esta cuestión en otra ocasión, ahora quisiera detenerme
en otro caso para ilustrar mejor esta idea acerca de la
subjetivación femenina.

Se trata de una mujer que en una sesión reciente me cuenta


un episodio trivial: discutió con su marido por una “pavada”;
¿no sabemos los analistas que las peleas más importantes
de una pareja son aquellas que se desencadenan por
motivos menores? Es en esas peleas tontas que se puede
reconocer la dinámica interna de la relación. Y bien, lo que
ocurrió en este caso fue que él había hecho un comentario
sobre la opinión de un amigo, que dijo algo despectivo para
sentirse inteligente y, entonces, ella respondió: “bueno,
pero él tampoco es Einstein”. Él se ofendió mucho y ella fue
lo suficientemente lúcida como para saber que si el marido
se había reconocido en la opinión del amigo, entonces
también lo había insultado a él.

Es cierto que se trababa de un insulto menor, una


trivialidad, pero ¿qué es lo que importa de la situación? Que
ella se dio cuenta de que podría no haber dicho eso, que es
algo que suele pasarle: no puede dejar de hacer ese
comentario irónico que tanto irrita al otro. Entonces, la
pregunta es: ¿por qué no la puede dejar de pasar? En
principio, es claro que la posición de él es típica, no es más
que un varón que se afirma narcisísticamente. ¿A qué me
refiero con esto? A que se trata de un tipo que cree la
boludez que está diciendo y, por cierto, es muy importante
que se trate de una boludez, porque si fuera un juicio
fundado no estaríamos hablando de esto, porque más que
de la justificación; de lo que se trata es de su creencia. Esa
pavada que dice, él necesita creerla. Eso es, en último
punto, afirmar el narcisismo. Y es una estrategia
típicamente masculina.

Quizá los varones no hagamos mucho más que afirmar


nuestro narcisismo. Por ejemplo, un marido compra vasos,
los deja en casa y, cuando llega su mujer y agarra uno para
tomar agua, él dice: “¿viste que compré vasos?” o, más
holgadamente, puede ser capaz de decirle a sus hijos
alguna vez: “si no fuera porque yo compro vasos, nadie
tendría cómo tomar agua acá”. Eso es una afirmación
narcisista, los varones no hacemos otra cosa y, a decir
verdad, esta escena reconduce a ese mito freudiano del que
ya les hablé alguna vez: del niño y la niña frente a frente,
mirándose los genitales. Ahí está el pequeño, orondo con su
pitito que puede tomar por un falo y que lo hace sentir
orgulloso, tanto que quiere afirmarlo en cada acto, en cada
estúpida y trivial acción que le permita reconocerse como
alguien que “tiene.” Esta mujer y su marido, en la discusión
que mencioné, no son muy distintos al niño y la niña del
mito de Freud.
Él se afirma narcisísticamente y ella no puede dejar de
objetarlo con ironía, pero no se vaya a creer que por eso ella
es una histérica. Hay una vulgata psicoanalítica en torno a
esta cuestión, que hace de la mujer que cuestiona una
histérica serial. A veces se lo dice con terminología
lacaniana, como cuando se dice: “ella quiere borrar al Otro”,
pero es una pavada decir algo así (¡son afirmaciones
narcisistas de lacanianos!), porque de lo que se trata es del
punto en que una mujer se encuentra con el complejo de
castración en su vida cotidiana y puede ser que no le caiga
bien que los varones estén más autorizados que las mujeres
para decir boludeces, y que se las crean. Dicho de otra
forma: en el nudo del mito freudiano también hay una
escena de poder, que puede declinar en diferentes
situaciones, como en el caso en cuestión, en el que se
interpreta como rivalidad y lleva incluso a la fantasía de
complicidad: si él dice una boludez y no digo nada, me
convierto en una boluda también.

Esta interpretación del complejo de castración está en


muchas mujeres que tienen el temor permanente de que las
tomen por boludas (que las estafen, que las engañen, etc.),
casi como un delirio de perjuicio en el modo de relación con
el otro y que no se debe a algo propio de la histeria sino de
la subjetivación femenina en torno a una voz desautorizada.
Entonces la cuestión es significativa por el sesgo que le
pude imprimir al tratamiento: no se trata de descifrar un
síntoma, sino que –diría– se trata de recuperar esa voz y,
por cierto, no tendría problema en decir que el análisis es
para empoderar la voz de la mujer. No para que una mujer
discuta con su marido y no le deje pasar ni una de sus
boludeces; si fuera una histérica ¡seguramente se
enamoraría de esas boludeces! A las histéricas les encantan
los boludos porque necesitan su palabra para situar que esa
no es la palabra de un varón “de verdad”; en fin, tampoco
se trata de eso y, más bien, antes que hacer de un boludo
un varón disminuido, quizá esté la chance de situar en la
palabra masculina esa cuota de boludez que, por cierto,
puede ser la medida para una palabra diferente, que haya
que buscar un poco finamente, a expensas de competirle al
narcisismo masculino.

Resumo entonces el desarrollo anterior. En el mito


freudiano, el niño y la niña miran sus genitales y él cree que
tiene y ella no. La castración es, entonces, asunto de
creencia y no de órganos anatómicos. El varón cree en lo
que tiene. Aunque sea poquito le da aires de falo. Esa
creencia se expresa, por ejemplo, en la necesidad masculina
de afirmar su narcisismo. Aunque sea una tontería, lo dice
con convicción. Así afirma que “tiene”, aunque no sea más
que una opinión. Y la tratará como si fuera una verdad. Todo
varón es un poco fundamentalista, a partir de su relación
con el falo. Es que si no la afirma narcisisticamente, su
creencia fundamental (en el falo) se vuelve apenas una
opinión chiquita (un pitito blando). El punto es cómo a
algunas mujeres las irrita esa necesidad masculina de
afirmar su narcisismo. Y es irritante. Allí se ubica el complejo
de castración en la mujer: la altanería de ellos, les recuerda
que ellas no tienen... necesidad de creer en el falo. Por eso
se las arreglan mejor con el narcisismo (salvo en los casos
en que entran en la lógica masculina de competencia y
rivalidad). Asumir la castración, para una mujer, no es
asumir que le falte algo, sino dejar de irritarse con la
boludez del narcisismo masculino, con la necesidad
masculina de creer en boludeces como si fueran verdades.

¿Por qué se irritan tanto algunas mujeres con la boludez


masculina? Creo que porque sienten que si no reaccionan
ante eso, quedan ellas como unas boludas también. Esto es
lo que me interesa situar: cómo una versión del complejo de
castración en la mujer está en el temor a que las tomen por
boludas (o que las engañen, estafen, etc.). Es un temor
específicamente femenino, según mi práctica, que le suma
una cuota importante a las relaciones amorosas. El “te
pensás que soy boluda” es equivalente al “te creés que
estoy castrada”. Si en análisis una mujer logra atravesar
este temor, enganchándose menos en la boludez masculina,
es que resolvió el complejo de castración. Y, por cierto, en
relaciones de pareja nunca se enojan tanto las mujeres
como cuando se las quiere tomar de boludas. A veces
importa menos el hecho, que esa pretensión. Como en la ley
del arrepentido, la pena suele ser menor cuando se confiesa
directamente. Tomar por boluda a una mujer suele producir
efectos imperdonables. También esto se explica por el
complejo de castración.
 
Para concluir esta secuencia en torno a la subjetivación
femenina, quisiera contarles dos cuestiones más. En primer
lugar, algo que noté hacen muchas mujeres, y que para mí
es esperanzador. Cuando me encuentro con alguna que lo
ejercita, recupero la fe. Es como una especie de acto
femenino que, cuando más lo realizan mujeres que
consultaron por síntomas histéricos, más alivio dan con
respecto al pronóstico.

Lo digo y ya: me refiero a equivocarse los nombres propios,


un olvido que pueden justificar con coquetería, como falta
de memoria, o de las más diversas maneras. Esto puede
afectar a apellidos, pero también a títulos de películas,
libros, etc. Es claro para mí que eso que parece déficit es un
acto resuelto, una forma de castigar la nominación que, por
ahora (al menos en nuestras sociedades), es masculina.
Puede ser que, de este modo, una mujer se vengue de un
padre, que ofenda a los amigos de su marido, etc. Este acto
puede realizarse de distintas maneras y, por lo general, en
los varones produce irritación. No conozco a ninguno que
sea indiferente, que no desespere siquiera un poco. Y allí lo
esperanzador.

Si es una paciente en análisis, uno ahí tiene la seguridad de


que se va a curar. Sobre todo si al principio no lo hacía y
empezó a hacerlo. Una vez, una mujer me dijo que fue a
una librería a comprar un libro mío y se equivocó el título y
se llevó otro. ¡Qué alivio! Por fuera del análisis, esa irritación
es un rechazo de algo que seduce. Esa forma equivocada de
hablar, es la antesala de una voz femenina. Con un poco de
tiempo puede volverse una voz pública.

En segundo lugar, una observación con respecto al cuerpo.


Lo digo con una anécdota: después de conversar con una
joven preocupada por la llegada del calor y la vergüenza de
que la inviten a piletas y no querer sacarse la remera, me
quedé pensando algunas cuestiones sobre las mujeres y el
cuerpo. Por un lado, esa vergüenza no me parece
sintomática; no hay nada mejor en suponer el ideal de que
le guste estar en malla frente a otros. Más bien, permite
entender que el cuerpo femenino no se muestra, es íntimo,
porque ni cuando se ve en el espejo una mujer se ve como
mujer. A lo sumo se ve como falo. Y una mujer puede tener
un falo tremendo, pero si eso alcanzara no estaríamos todos
preocupados por cuánto le va a durar el marido a Pampita.
El falo no feminiza y con el tiempo los tipos cambian de falo,
porque es un goce aburrido. Por eso son tan poco eróticas
las mujeres que se exhiben en redes: los varones se
calientan con ese falo que ellas muestran, pero un ratito
nomás, eso no hace lazo. Las mujeres, en cambio, no se
calientan con el falo, ninguna mujer salió corriendo a
masturbarse con la foto de Luciano Castro.

El cuerpo femenino, por otro lado, es otra cosa: es un


cuerpo velado, es un cuerpo que tiene como condición el
velo. ¿No sigue pasando que algunas mujeres cierren los
ojos en la cama? Habrá otras que todavía piden que se
apague la luz. El cuerpo femenino es invisible, incluso
algunas necesitan desarmarse de sus atributos fálicos (una
pulsera, los aros) para pasar a la cama. También a veces
para acostarse en el diván. Es un indicador importante. El
cuerpo femenino es esquivo a la mirada, aparece recostado,
entre almohadones, como en tantas pinturas. Un cuerpo
femenino se desnuda, pero nunca se lo ve desnudo. Una
“mujer desnuda” es una contradicción. El desnudo es un
arte masculino, porque ellos también se esconden detrás
del falo.

No hay nada sintomático en una adolescente que no se


quiere sacar la remera. Se está descubriendo como mujer.
Es mejor eso a que se falicice idiota o histéricamente. Con
tiempo ya sabrá qué mostrar, cuando aprenda a
desaparecer.
 

Antes de despedirme –creo que hoy ya hablé demasiado–


retomo algo del caso que mencioné en primer término y que
para mí fue la pista que permitió el curso asociativo en
torno a la mirada. En determinado momento, recostada en
el diván, ella quiso referirse a la sesión anterior, aquella en
la que yo había subrayado lo del vino. Cuando quiso decir
“como habías dicho”, dijo: “como vos habías visto”. Este
pasaje a la relación con el analista de una visión imposible,
ya que además se encuentra en una posición en que yo
puedo verla, pero ella no a mí, da cuenta de cómo ella me
ve mejor que nadie… ¡con su fantasía! Me ve mirarla, diría,
porque es gracias al dispositivo analítico que aquello de lo
que habla no son solo palabras, sino también la puesta en
acto de aquello que se dice.

Ahora sí, para terminar, diré que el analista en sesión –no


hay otro– tiene que tratar de ser una persona. Es decir,
tiene que dejar entre paréntesis sus identificaciones
habituales, sobre todo la de analista, y prestar su capacidad
de integración psíquica (eso que solo tiene cuando es
persona y nunca tiene en su vida cotidiana: cuando es
padre o madre, docente, analista, etc.). Porque del análisis
propiamente dicho se ocupa el inconsciente, cuyo uso con
fines analíticos es algo que resulta de su propio análisis, y
no algo que se pueda proponer. La voluntad del analista no
sirve para nada, entonces conviene que la use para no
obstaculizar el proceso terapéutico, es decir, que sea una
persona y que no reaccione disociativamente a lo que
escucha. En fin, que sea receptivo, porque su capacidad de
integración –a contrapelo de sus identificaciones y
disociaciones– es lo que va a permitir que el inconsciente
haga su trabajo.
 
 
Clase 6. La subjetivación femenina
 
 
Luego de la última reunión, creo que ya es momento de
empezar a decantar algunas conclusiones y pasar a otra
cosa. A partir de algunas preguntas que surgieron, vamos a
avanzar sobre algunas ideas más –espero que precisas–
acerca de lo que presenté en términos de subjetivación, a
partir de la feminidad, pero que desborda hacia un campo
más amplio.

En primer lugar, quiero decir que en análisis no decimos qué


debe ser la feminidad, ni pensamos cómo las mujeres tienen
que ordenar su vida. En todo caso, desarrollamos nuestras
nociones a partir de nuestro dispositivo clínico, es decir,
hablamos de ciertos fenómenos tal como se nos presentan
en la experiencia. Sin duda eso presupone una teoría, pero
no con fines prescriptivos o normativos; en efecto, estamos
todo el tiempo revisándola, poniéndola en cuestión, ¿no es
lo que hacemos en esta conversación? Por ejemplo, cuando
empezamos a hablar de la histeria –noción fundacional del
invento de Freud– para situar sus límites en el mundo
actual.

El psicoanálisis se encontró con la subjetivación patriarcal


de la mujer, eso es lo que llamamos “histeria”, pero en los
tiempos que corren empezamos a encontrarnos con otras
figuras femeninas, con otras posiciones y sobre esto nos
encontramos dialogando aquí; se hizo necesario empezar a
ponerlas en palabras, a situar aquello que las traía a la
consulta y, eventualmente, qué respuesta les dábamos
como analistas; en un mundo que además se volvió
permeable al feminismo y, por lo tanto, que plantea la
pregunta: ¿qué psicoanálisis después de la ola feminista? En
fin, a esta cuestión creo que me voy a dedicar en la clase
que viene, para hacer un cierre de esta primera serie,
cuando les hable de la histeria, el patriarcado y el analista.

 
Volvamos ahora a nuestro eje, para que pueda retomar a
partir de algunas preguntas que surgieron. En principio, la
cuestión del acto, es decir, sobre cómo el psicoanálisis pone
en acto aquella realidad de la que habla. Se podría tener la
idea difusa de que en un análisis se trata de palabras y esto
es cierto en la medida en que no se olvide que esas
palabras producen cosas. Lo explicaré con una secuencia
clínica.

La interpretación en un análisis es una lectura al revés. En


sentido contrario a la opinión de sentido común. Lo que
suele parecer causa, entonces, se revela como efecto. Por
ejemplo, la semana pasada hablé sobre cómo las hijas
seducen a sus padres. Me escribieron para criticarme; ¿esa
no es la proyección del deseo adulto? Pero, ¿no es por esto
que fue censurada Lolita de Nabokov? En este sentido el
psicoanálisis está más cerca de la literatura que del sentido
común, porque expone deseos y fantasías que para éste
quedan reprimidas (por ejemplo, la sexualidad infantil). Eso
explica la necesidad de la literatura para el psicoanálisis.
Además, hay mil ejemplos de esta lectura a contrapelo, que
llamamos “interpretación”; por ejemplo, para el sentido
común un varón engaña a su mujer y por esto ella lo deja,
por culpa de su infidelidad. En análisis, la mayoría de las
veces se verifica que un varón que no puede separarse, por
la culpa que le produce dejar a su mujer, el daño que piensa
puede producirle, erotiza la relación con otra mujer –recurso
típicamente masculino: la sexualización de todo vínculo–
para ligar la culpa a una transgresión que ya no tiene más
que confesar o dejar que ella lo descubra. Es culpable de
infidelidad, pero porque fue infiel por culpa.

Esta última distinción me parece crucial. En análisis,


muchas veces, descubrimos que el efecto es una causa.
Pero esto no quiere decir que la causa sea un fin o, mejor
dicho, que el efecto se presente como una finalidad. Esta
también es una versión de sentido común y, por cierto,
bastante trágica, del estilo: es lo que tenía que pasar o bien,
si pasó es por algo o, más en formato new age, si sucede
conviene. En este punto, la lectura a contrapelo de la
interpretación, desanda todo determinismo, no verifica un
destino sino que, todo lo contrario, ubica que eso que
ocurrió… podría haber no sido. Sí, lo digo con esta expresión
rara –en lugar de decir “podría no haber sido”. Este uso
diferente de la negación tiene un sentido específico, que
permite distinguir entre algo que era posible (o no posible) y
una contingencia. Para explicarlo mejor sitúo otro ejemplo,
el de una mujer que se dedica a esta práctica y, en una
supervisión, me cuenta que a veces se descubre pensando
que quiere que un paciente no venga. Se sentía culpable,
pero ¡no es lo mismo “no querer que venga” que “querer
que no venga”! En el primer caso se trata de una falta de
ganas –por decirlo así–, mientras que en el segundo es toda
una forma de querer, paradójica, extraña, por la negativa
(“querer que no”), al punto de que hace de esa negatividad
una condición que, por cierto, habla del síntoma de esta
analista con este paciente que, por cierto, fue lo que hubo
que supervisar.

Entonces, ¿qué me interesa destacar? Que en psicoanálisis,


la causa es siempre lo que viene después. Por ejemplo, cada
vez que X se pelea con su pareja, se va a dormir a la casa
de su mamá; la interpretación es clara: es la relación con su
mamá la que hace que se pelee con su pareja. Esto explica
por qué –como dije recién– el psicoanálisis no se basa en
determinismos, porque no hay nada antes y cada acto
establece su causa como posterior. En este sentido, el
psicoanálisis es también postmetafísico. Por lo tanto, como
ejercicio clínico, importa no lo que una interpretación
debiera ser, no me interesa la teoría de la interpretación,
sino cómo funciona a partir de casos concretos. Y para esto,
es fundamental revisar la noción de causa. Es decir, la
interpretación recorta que “la causa siempre viene
después”. Esto es ir contra el sentido común. Demos ahora,
entonces, un paso más: en la interpretación, la condición se
vuelve propósito. Por ejemplo, X se queja de que la relación
con Y la sofoca, pero que cuando Y se aleja lo extraña;
entonces, podría decirse que la ausencia de Y es una
condición del deseo de X, pero en la interpretación, el
resultado es otro: X extraña para desear y, en ese punto, ya
no se trata de la presencia/ausencia de Y (en la medida en
que interpretar esto sería culpabilizante), sino de la causa
del deseo que, en este caso, tiene que ver con cierta fijación
en la añoranza. Así es que la interpretación va contra el
mecanismo sintomático (en este caso, como se imaginarán,
es propio de la histeria).

 
Sigo ahora con el tema de la subjetivación. En la clase
anterior hablé de la castración femenina y quisiera aclarar
lo siguiente. Una cosa es la clínica de lo femenino y otra es
la clínica del complejo de castración en mujeres. Son
distintas y, por lo general, esta última casi no se tiene en
cuenta. Sin embargo es muy importante, ya que pensar una
sin la otra puede llevar a cierto elogio cuasi místico de la
feminidad, prescriptivo y a veces alienante (en mujeres
analistas esto es notorio a veces). Entonces la pregunta es
cómo se planteó el complejo de castración para cada mujer,
de manera singular; a sabiendas de que con la castración se
pueden hacer muchas cosas, por ejemplo, seducir. Ninguna
mujer seduce como mujer. Esto no lo digo yo, sino que lo
dicen todas esas mujeres que en análisis cuentan cómo los
varones huyen hoy del deseo femenino (cuando ellas van al
frente). Es que la seducción femenina es una contradicción.
Una mujer seduce solamente como castrada. ¡Los varones
también! Por eso suele ocurrir que el varón que se cree
seductor, al final del día se descubre como seducido. La
pregunta masculina es por qué un varón necesita reprimir
su “ser seducido” para creerse “seductor”. Esa creencia es
lo importante (como ya lo dije el otro día a partir de lo que
llamé “afirmación narcisista”). Pero de regreso a la
castración en la mujer, también hay modos típicos en los
que se presenta. Se trata de la castración cada vez que una
mujer se encuentra frente a una opción binaria y queda
dividida: ¿por qué eligen a las malas y no a las que somos
más comprensivas? O, más comúnmente, si una mujer tiene
una hermana: ella es la linda y yo la inteligente.
Linda/inteligente es una interpretación habitual de la
castración de la mujer en nuestra sociedad. Es claro que es
cultural y que se relaciona con una subjetivación patriarcal,
pero ninguna sale de esa división con un coaching que le
diga que es hermosa e inteligente a la vez, porque el mundo
no se cambia con charlas TED y, en lo íntimo, donde los
conflictos de palabra tocan la carne, es la experiencia del
análisis la que produce un convencimiento.

En efecto, es tan cultural esta división que, en nuestra


sociedad, se desprecia a las mujeres sensuales y lúcidas.
Ayer se hablaba de la “rubia tarada”, hoy de la “feminista
incogible”. Desde el punto de vista público podemos
repudiar estas expresiones, pero ¿cómo modificar su
incidencia en la sensibilidad? Por ejemplo, una mujer
inteligente puede hacer de ese rasgo la causa de la relación
con su padre, quizás entonces se sienta fea para su madre
(como castigo por la seducción) o la linda sea su hermana.
Hay tantas variantes como mujeres en el universo, pero sin
llegar a esas coordenadas singulares, es difícil realizar un
movimiento; que es complejo aun cuando ese movimiento
es respecto de un espacio público que hoy sigue siendo
masculino (es decir, que reproduce la relación con el padre).
Lo femenino es otra cosa, pero antes de llegar a ese punto
es preciso el análisis del complejo de castración.

Ahora bien, a partir de estas cuestiones quisiera ubicar la


secuencia de dos tramos de análisis para ilustrar: 1) cómo
es que en un tratamiento se pone en acto la palabra con
esa función que es la de la interpretación –por algunas
intervenciones de ustedes, tengo la impresión de haber
hablado mucho de la transferencia en las reuniones previas
y poco de este recurso, por eso ahora me detengo en esto–
y 2) el modo en que el analista tiene que maniobrar con un
aspecto de la subjetividad femenina.
Por un lado, se trata del caso de un varón que en las últimas
sesiones habló de sus hijos, para luego hablar de su esposa
y finalmente de su madre (es decir, que atravesó la serie
hijo-padre-marido-hijo), que llega a la consulta y plantea
que no entiende bien en qué consiste el psicoanálisis, de
qué trata, qué es. Un practicante en los inicios quizá se
preocuparía, pensaría que el tratamiento vacila y es
verdad… vacila pero ¡de manera propicia! Antes que
preocuparme por el hecho de que este varón quisiera
interrumpir el tratamiento, le pregunté qué lo inquietaba del
psicoanálisis. Entonces, él respondió que el nombre. ¿El
nombre?, le pregunté. A continuación, habló sobre los
nombres de sus padres, que no eran llamados por tales sino
por apodos y, de repente, no supo por qué estaba hablando
de eso, suponiendo que debería hablar de algo más
importante (¿a eso lo manda su mujer?), por ejemplo, de las
peleas conyugales: cuando discuten, su esposa lo enrosca
con palabras y él se confunde, no sabe qué decir... algo de
ese mareo sintió después de la última sesión, en la que se
soltó a hablar... Así se llega a una interpretación: ¿cómo
escuchar una palabra que fracasa como nombre? Es una
interpretación, entre otras posibles, cuya importancia
depende de que surge de la transferencia y enhebra el
síntoma en acto, esos dolores de cabeza de los que, hasta
ese momento, apenas había dicho algo. Ahora no cabe duda
de que son síntomas con una causa psíquica.

Esta coyuntura, antes de pasar al caso siguiente, me


recuerda una novela que leí en estos días. En El hombre
sentimental, de Javier Marías, hay una secuencia que ilustra
muy bien el trabajo de un analista. Sentados ambos en un
bar, un tipo le cuenta a otro que sabe todo sobre una mujer
a la que acompaña; bien puede ser que ella no le cuente
todo, dice el otro, pero el primero responde: si no me lo
cuenta, no existe, pero no porque no lo sepa, sino porque no
ocurrió. Suena ridículo, dice el segundo. Entonces el primero
aclara que no es el marido de la mujer, sino quien la
acompaña, por indicación de su marido. El segundo
igualmente destaca que no entiende cómo sabría eso que
quizás ella no dice. El primero explica entonces que no se
trata de que conozca un secreto (si ella quiere tenerlos que
los tenga) pero insiste en que “si no me lo cuenta no
existe”. El segundo queda perplejo. “¿Es usted casado?”,
pregunta el primero. El segundo responde que no. Luego
piensa por qué no le dijo que hace unos años vive con una
mujer. No se lo quiso ocultar, simplemente no se lo dijo.
Entonces, se pregunta si realmente existe su pareja. De
repente se encuentra viviendo aquello que el otro le decía.
Está a punto de contárselo, pero no puede. ¿Es él, entonces,
marido de una mujer? En principio se ubicó como mujer de
su interlocutor. El marido de la mujer que este varón
acompaña es alguien a quien enviarle mensajes. ¿Qué
mensajes recibe él de su pareja, a la que niega cuando se
niega él mismo como marido? “Tal vez por eso no me
entienda: tratar con un matrimonio es como tratar con una
sola persona contradictoria y desmemoriada”, dice el
primero y se despide.

Vuelvo al aspecto de subjetivación femenina que quiero


desarrollar. En realidad, lo presentaré a partir de una serie
de casos. Primero, me referiré al análisis de una mujer que,
en ciertas ocasiones, me pidió que, por favor, yo entendiese
que una situación de maltrato que vivió en un divorcio no se
debió a algo que la implicase; podría haberle preguntado
por qué era necesaria la aclaración, pero esa suspicacia no
me gusta en mi trabajo, porque la cuestión era más
compleja. Su pedido era muy lamentado y yo lo traduje
(para mí) en estos términos: esta mujer me está diciendo
que el suyo no es un caso de histeria, que no se trata de
una situación que generó y de la cual no se quiere
responsabilizar. En efecto, con el tiempo pude entender que
aquel matrimonio no lo era en sentido estricto, es decir, no
era lo que se dice una relación conyugal; o al menos había
dejado de serlo cuando ella se convirtió en madre y el
vínculo tomó otra forma. No es algo extraño. En toda pareja,
la relación conyugal (cuando acontece) tiene un equilibrio
inestable. Con el tiempo este se olvida y, por cierto, se
privilegian los aspectos regresivos e infantiles en la relación
con el otro.

Hago una digresión, para contarles algo más respecto de


esto último, el caso de otra mujer que, durante un año,
mantuvo un noviazgo con un muchacho del que estaba
enamorada. Cuando empezaron a convivir, la cosa cambió
rotundamente. Ella tenía un trabajo de docente en dos
escuelas y, entonces, dejó uno para retomar sus estudios
universitarios. Así fue que él pasó a aportar el mayor
ingreso a la casa y, cuando ella quiso un auto, él lo compró
y colaboró también con el gasto. No es que antes tuvieran
una equidad en términos económicos, pero sí a partir de
este momento la desigualdad tuvo un valor más libidinal:
ella empezó a pedirle a él que la apoyara, cada vez más,
mientras que él empezó a distanciarse y, en definitiva, la
relación fue perdiendo su erotismo.

El punto no es que él no quisiera ayudarla, sino el modo en


que para ella eso se convirtió en objeto de una demanda
que naturalizaba un pacto de la relación, como si le fuera
debido; algo del estilo: “vos ganás más, entonces me tenés
que…”, pero esto que puede parecer algo completamente
razonable, tenía una raíz inconsciente, que era la regresión
de ella a una posición infantil, desde la cual lo demandaba
como padre o, mejor dicho, le pedía a su pareja que le diese
eso que el padre no le dio (¡y después dicen que la envidia
del pene no existe!). Recuerdo la vez que vinieron ambos a
mi consultorio y el trabajo de sesiones que nos llevó
destrabar algo de esta encrucijada. Él ya no quería seguir
aunque la quería, mientras que ella estaba muy enojada y
se justificaba con un discurso que cargaba las tintas en la
desigualdad social, pero sin tener presente el acuerdo
implícito en que la pareja se había fundado. Por suerte,
después de un tiempo de análisis con ambos, pudieron
reencontrarse desde otro lugar, porque eran dos personas
que no dejaron de quererse a pesar de todo. Pero lo que
quería ubicar es cómo la relación conyugal siempre está
amenazada por los aspectos regresivos (infantiles, la
posición de hijo) de cada uno de la pareja.

Bueno, pero retomo el caso anterior, el de la mujer que


atravesó una situación de maltrato en el momento de su
separación y recuerdo haberle dicho que le creía, que no
tenía que pedírmelo, porque estaba seguro de que ella
había dejado de ser una mujer en una relación y, desde mi
punto de vista, eso asegura las mayores violencias contra
las mujeres. Lo digo de otra forma, con la maternidad la
relación con su pareja se había reformulado y ella había
quedado en una posición de temor respecto de su marido
que, a su vez, había sintomatizado la paternidad de un
modo muy preciso: culparla. Esto es algo notorio, muchas
veces. El tipo escucha a la mujer durante un noviazgo,
cuando la relación se afianza (por ejemplo, cuando se van a
vivir juntos, cuando ella es madre, etc.) pero luego no la
escucha nunca más, no le presta el menor oído. Sospecho
que algo así había pasado en este caso. Por eso se lo dije. Y
la respuesta a la interpretación fue de lo más interesante:
se mostró molesta; recuerdo que ese día nos despedimos de
una manera algo incómoda.

Por suerte, creo, con esta mujer nos tenemos confianza. En


su consulta inicial, ella venía de una relación prolongada
con un muchacho con el que no terminaba de armarse
nada. Un primer momento del tratamiento consistió en que
cayera algo de la conformidad que suponía esa relación,
para que volviese a quedar interpelada por un varón y, en
efecto, algo de eso ocurrió. Por eso pienso que pudo
bancarse lo que le dije, aunque no estuvo para nada de
acuerdo. ¿No era lo más interesante ese desacuerdo? Me
explico mejor: la interpretación no estaba para ser
aceptada. En la sesión siguiente vino y me dijo que ese día,
antes de entrar al consultorio, se había cruzado en el pasillo
con la mujer que salía de sesión y había pensado que era
linda, lo cual la había ofuscado de alguna manera. ¿Por qué
había pensado eso? Al mismo tiempo, durante la sesión, en
cierto momento había descartado algo que yo dije porque
recordaba algo similar en un texto mío, es decir, pensó que
le estaba diciendo… ¡lo que digo a otros! Dicho de otra
forma: “¡Eso será lo que le decís a todas!”. Estos celos
transferenciales hablan entonces de que me encuentro
frente a una mujer; es decir, que finalmente esa mujer que,
en un primer momento me parecía más bien una niña,
ahora se revelaba con una potencia femenina. Y esos celos
transferenciales, por cierto, no tienen nada de histéricos,
sino que dan cuenta de un cambio de posición en su
análisis.

Apresuradamente, alguien podría pensar que se trata de un


caso de histeria. Pero yo no encuentro nada histérico en
esta mujer. Más bien, como dije, creo se trata del
movimiento de una mujer que vuelve a encontrarse con
algo de su posición. Es una mujer de 30 años, aún tiene
toda una vida por delante.

Propongo a continuación otro caso, el de una mujer de 40


años, que a primera vista puede parecer una obsesiva, pero
nuevamente se trataría de un acto apresurado hacer ese
diagnóstico. ¿Qué mujer no es una obsesiva a los 40 años?
Les cuento una breve secuencia del tratamiento y, luego,
les comento algunas observaciones.
En una sesión esta mujer me cuenta que está muy enojada
con su ex, padre de sus hijos, porque ella hace todo en la
crianza de los niños y aquél aparece cada tanto, para la foto
de un viaje, etc. Sin embargo, no es preciso mucho rodeo
para dejar en claro que ese fue un acuerdo entre ellos en la
separación; dicho de otro modo, que el marido se la “lleve
de arriba” –como dice– es una consecuencia de la ganancia
narcisista que para ella tiene ser la que “hace todo”. De
esta forma, la queja que le supone a él un “pasarla bárbaro”
reprime su posición sacrificial, pero ¿qué sostiene esta
actitud? Mientras habla de esta cuestión, recuerda un
accidente que le tocó presenciar en la semana; de repente
vio a un auto cruzar mal y, antes de que ocurriese, pudo ver
el choque. Este es un rasgo típicamente suyo, esa visión
anticipada que la hace esperar lo peor… este pensamiento
atormentado, del que se defiende con acciones de control,
que no le permiten delegar o, al menos, que la tienen
supervisando que las cosas se hagan de acuerdo con su
forma de hacerlas, como una especie de reacción a evitar
sorpresas, podría aparentar una neurosis obsesiva, pero no
lo creo así. Nuevamente considero que se trata de un rasgo
típico de la subjetivación femenina, en relación al espacio
público, es decir, al modo en que, por lo general, una mujer
suele temer equivocarse mucho más que los varones. Para
ellas es más difícil el “ensayo y error”, porque la experiencia
de aprender a los tropiezos es más de los varones.

Si quieren pensar en un ejemplo más cotidiano de esta


cuestión, no hay más que recordar cómo a las mujeres les
cuesta mucho más rendir exámenes, mientras que a los
varones se les da mejor por la chantada, por el tirarse a la
pileta, ¿consiste en otra cosa la masculinidad? Mientras que,
como efecto del complejo de castración, para una mujer los
resultados de un acto impactan sobre su ser de manera
totalizante; para un varón, en cambio, la castración apenas
recorta una parte del cuerpo (el falo, cuyo valor siempre es
parcial) mientras que para la mujer la vergüenza de hacer
algo que está mal en el ámbito público puede ser
paralizante. Si además esta mujer tiene 40 años, su posición
puede ser mucho más exigida. Esto es algo que siempre me
llamó la atención, cómo con los años los diques psíquicos de
las mujeres (pudor, vergüenza, etc.) se acrecientan y las
llevan a juzgarse mucho más. Mientras que los varones se
vuelven más inimputables, ellas están siempre a un paso de
hacer lo inadecuado, de parecer ridículas. Por eso creo que
solo entre mujeres escuché la expresión “fingir demencia” o
“con la inimputabilidad que dan los años”, como si lo que
autorizara cierto riesgo fuese la vejez, es decir, cuando una
mujer ya no se considera tal.

Por último, para cerrar la serie, les cuento el caso de una


mujer, pero esta vez de 50 años, que consulta en un
momento en que se está por separar cuando descubre que
su marido tiene un escarceo virtual con otra mujer. Ya se
trata de una pareja con hijos que son grandes, en la que
tanto ella como él están un poco en la suya, seguros del
vínculo, pero también algo adormecidos. Y si digo
“escarceo” es porque, cuando ella descubre el affaire que él
tiene con esa otra mujer, es claro que no ha pasado nada;
pero para ella, sin embargo, es algo inasimilable. No hace
falta más que un rato para advertir el hilván que explica por
qué ella está tan enojada: previamente a este matrimonio,
ella rompió un compromiso con un novio cuando descubrió
que éste le había sido infiel. Lo que fue interesante de tener
en cuenta a partir de esa circunstancia, es que la fidelidad
se había convertido en la condición inexpugnable de su
segundo matrimonio. ¿Cómo “segundo”? Es que ahí fue que
metió la pata el inconsciente, para situar que “ése que no
fue, contó como un primer casamiento”. Pero ¿con quién se
casó si no fue con el novio al que abandonó? Por esta vía
fue que inició el análisis y lo interesante es cómo, en este
momento –después de la menopausia– se hizo presente
para esta mujer una resignificación completa de su pasado.
Lo que quisiera destacar es lo que importa para nuestro
recorrido: la elección de un analista joven para ese
momento. Cuando se enteró de que yo tengo 40 años se
sintió algo desilusionada, ¡esperaba que tuviese alrededor
del 25! En fin, la edad del analista es un tema aparte: los
más jóvenes, cuando empiezan a practicar, se sienten
acomplejados por una especie de descalificación implícita
que podría pesar sobre el joven y, la verdad, la edad es algo
que nunca se puede situar, porque depende de la apariencia
y siempre tiene un valor libidinal para el paciente.

Este caso, ahora que lo pienso, me hace acordar a otro. El


de una mujer que cuando consultó, ya en mitad de la quinta
década, estaba volviendo a verse con un ex del que se
había separado. Se querían, pero después de muchos años
juntos, cuando ella empezó a dedicarse a otras tareas
además de trabajar –es decir, cuando la vida ya no se
dedicó a la supervivencia y el deseo de hijo se transformó
en deseo a secas–, él no se lo bancó. Resumo la
circunstancia: ella empezó a estudiar Bellas Artes y se
prendó con un profesor de filosofía, pero no por un interés
sexual, sino porque le gustaba escucharlo e ir detrás suyo.
Su marido no pudo menos que ponerse celoso, pero ¿cómo
se iba a poner celoso de un tipo al que, además, no le
gustaban las mujeres? La interpretación fue trivial y literal:
los celos, entonces, ¿no hablaban de la homosexualidad de
su marido? En este punto, ella recordó que en los orígenes
de la pareja, cuando eran jóvenes, se decía que su marido
era un tanto afeminado, si no gay. Por cierto, si llegó a mi
consulta es porque leyó un libro que escribí con Marina
Esborraz que se llama justamente Amar a un varón. Clínica
de la homosexualidad masculina. Así es como la pregunta
por el amor de un varón retorna en la elección de un
analista capaz de encarnarla, a quien se la puede transferir.
Pero la cuestión central es la siguiente: ¿qué tiene esa etapa
de la vida para que resurja la misma condición de
enamoramiento?

Si bien la serie ya está cerrada, quisiera agregar una última


referencia. El caso de una mujer de 65 años, que consultó
por síntomas corporales muy severos –dado que apenas
podía caminar– en un momento cercano a su jubilación.
Llevaba ya de licencia unos meses, por lo cual su retiro
aconteció con la excusa de una enfermedad. No quiero
abundar en la exploración del caso, pero sí diré que esos
síntomas no eran histéricos, sino que con el tiempo es
notable cómo esta mujer recuperó la potencia de su cuerpo,
en la medida en que pudo resignificar lo que implicaba dejar
de trabajar, sin tener que convertirse en una “dulce
abuelita”. Lo que más me llamó la atención de este análisis
es cómo a partir de cierto momento, los sueños invadieron
la escena analítica: uno detrás de otro, que profusamente
planteaban una regresión a una etapa juvenil. Sueños
basados en la figuración de una menarca, como si volviera a
ocurrir para ella un relanzamiento del erotismo.

En este punto, creo que se esclarece la serie. Plantearé esta


hipótesis para que la puedan pensar en los días siguientes:
la histeria es una enfermedad de la mujer a los 20 años,
después de los 30 las mujeres sufren por otros motivos y, a
diferencia de los varones, cuyo cuerpo tiende a la inercia
narcisista, para ellas, con la liberación del deseo de hijo,
comienza una posibilidad reapropiante que es un
renacimiento corporal. “Las mujeres no son lagartos”, decía
Jacques Lacan, porque para ellas no se trata de perder un
pedazo del cuerpo –la cola, como metáfora de la
castración–, pero no tengo dudas de que sí viven
eventualmente un cambio de piel.
 
 
Clase 7. El psicoanálisis después del
feminismo
 
 
Llegamos a nuestro último encuentro. Hoy quiero concluir y
pasar a otra serie de cuestiones. Tenemos por delante un
tema complejo. Lo que llamé con el controvertido título de
“subjetivación patriarcal”. En efecto, creo que es extraño un
título semejante porque que obliga al cruce del psicoanálisis
con ciertos fenómenos sociales. El riesgo en este tipo de
avances es redundar en una especie de psicoanálisis
aplicado o de interpretación psicoanalítica de lo social.

No me interesan ninguna de esas dos vías, por eso vamos a


permanecer en el campo específico de la clínica. Y cuando
digo “clínica” no me refiero a un uso general de la palabra,
como cuando se confunde clínica con atender pacientes, o
simplemente con la experiencia del análisis –que, por cierto,
no tiene nada de simple. No. Cuando digo que vamos a
hacer clínica me refiero a que vamos a partir de algunas
preguntas concretas, por ejemplo, ¿qué podemos decir de la
sexualidad masculina desde el punto de vista de las
consultas que recibimos? ¿Se sigue verificando lo que hasta
hace unos años era una suerte de hábito clínico: que la
mayoría de los varones sean neuróticos obsesivos? ¿Tiene
pervivencia la neurosis en nuestro tiempo? Porque, en este
punto, no podemos dejar de atender a ciertos rasgos que
eran los propios de la sociedad patriarcal de Freud, en la
que se esperaban ciertos actos de los varones (y, por
supuesto, también de las mujeres).

 
Sin duda, estas preguntas surgen en un contexto específico,
el nuestro, en el que nos estamos haciendo distintas
preguntas, quizá las mismas que plantean muchos de
nuestros pacientes. Estos últimos años fueron muy
importantes en nuestro país, sobre todo porque en la última
década el feminismo alcanzó un estado público, una
incidencia en la voz pública que ya no tiene retorno. Antes
se decían cosas que hoy ya no se dicen tan fácilmente.
Estamos más atentos a nuestros prejuicios, para poder
exponerlos como tales. Y el psicoanálisis no está exento de
prejuicios. En particular, me llama la atención cómo los
psicoanalistas inicialmente hemos discutido al movimiento
feminista y, a decir verdad, creo que esto no se debió a
causas epistémicas, sino a una disputa de poder. Con el
auge de los feminismos, los psicoanalistas perdimos la
posición privilegiada en torno al saber sobre el sexo. Mucho
más, porque quedamos observados como reaccionarios y
conservadores. Hoy ya no es posible dar una clase sobre
histeria en la Facultad y decir que la histeria tiene un deseo
insatisfecho sin que eso genere resquemor. No me parece
mal. El feminismo puso a los analistas en el banquillo –para
usar la expresión de Lacan–, algo que los analistas habían
dejado de hacer. Así que, bienvenido el desafío de tener que
volver a pensar el psicoanálisis y la interpelación de un
discurso extraño que nos vuelve extraños a nosotros
mismos. Ya nada volverá a ser igual después del feminismo.
¡Por suerte! Porque ya éramos demasiado nosotros mismos,
estábamos demasiado seguros del psicoanálisis.

Este es el momento en que hay que aprender a escuchar y


no quejarse más de lo que traen los feminismos. Por
ejemplo, hace poco leía a varios colegas quejarse de que en
espacios feministas se hable de “empatía”, “responsabilidad
afectiva”, etc. Por supuesto que la manera de cuestionar
estos términos era en base a citas de Lacan, porque se les
atribuía un contenido psicologista; en fin, es una torpeza
hacer algo semejante, porque deslíe que lo verdaderamente
importante es entender qué fenómenos vienen destacando
las perspectivas feministas de un tiempo a esta parte. Para
mí, es crucial tener presente que estos términos nombran
cierta desprotección que padecen muchas mujeres. En la
sociedad patriarcal, por ejemplo, conocer a una mujer era
conocer a la hija, hermana o algo, de algún varón ante el
cual era preciso responder en caso de no comportarse de
una manera respetuosa. Hoy en día, cuando las formas de
hacer lazo en el amor –sobre todo a partir de aplicaciones
digitales– son más impersonales, ¿qué obliga a uno en la
relación con el otro? ¿Por qué no borrarse? ¿Por qué no
mentir? ¿Por qué no tratar al otro sin darle más
explicaciones, como un objeto de descarte? Sin lugar a
dudas, estas circunstancias entran al consultorio
cotidianamente. Las mujeres de hoy cuentan este
sufrimiento y, por ejemplo, decirle a una mujer que el tipo
que salió es un boludo, no es suficiente, porque eso es lo
mismo que decirle que ella es una boluda. El psicoanálisis
cool, bienpensante, puede ser muy agresivo y cruel
también, si no se pone en cuestión.

Después de este rodeo general, comencemos propiamente


con nuestro tema. ¿Qué es la masculinidad? ¿Cómo
podríamos dar una definición básica, la que tenga la menor
cantidad de presupuestos?

En principio, creo que todos podríamos estar de acuerdo en


que varón es el que, llegado a cierta edad, tiene que
realizar un acto que demuestre su potencia. Esta edad
puede ser variable, según la cultura; tanto como el tipo de
acto, que varía incluso en diferentes momentos de una
misma sociedad. Por ejemplo, hasta hace unos años en
nuestro país ese pasaje se realizaba con la llegada de los
pantalones largos o el servicio militar obligatorio. Entre los
ritos de pasaje de la masculinidad, había incluso uno que
era privilegiado: el debut sexual, a partir de que un varón –
un padre o sustituto del padre (ya sea un tío, amigos, etc.)–
lleve a un joven a iniciarse con una prostituta.

Esta circunstancia es especialmente interesante. De


acuerdo con una interpretación analítica, hay una
consecuencia inmediata: si el padre permanece fuera de la
habitación en que el joven debuta es porque, entonces, ¡la
relación no es con él! Pero, también es cierto que alcanza
con decir que algo no es… para que sea lo reprimido. Por lo
tanto, lo relevante en esta secuencia es que el debut sexual
busca reprimir que el erotismo de la masculinidad depende
del encuentro de un varón con otro varón. Por cierto, no hay
más que recordar lo que distintos varones en análisis
cuentan respecto de su iniciación con una prostituta y notar
que no suelen haberla pasado muy bien. Por lo tanto, el
encuentro con la prostituta está ahí para suplantar al padre.
O, mejor dicho, ¿no deberíamos decir que la prostituta
esconde el erotismo masculino porque, a su vez, esto
encubre algo más? Lo diré de otra manera: por un lado, el
erotismo entre varones es fundamental para la
heterosexualidad masculina. Éste es un tema que hemos
trabajado con Marina Esborraz en nuestro libro Amar a un
varón, al retomar la concepción freudiana de la
bisexualidad, para exponer que lo homo y lo hetero no se
oponen, sino que la heterosexualidad hunde sus raíces en la
homosexualidad; de donde toma sus fuerzas (como lo
demuestran ciertos fenómenos clínicos como la elección de
objeto). Por ejemplo, recuerdo siempre el caso de un varón
que, prendado de la sonrisa de una mujer, se horrorizó
cuando descubrió que ella se reía igual que su padre. El
rasgo que más lo excitaba de una mujer, provenía de un
varón. Era un aspecto masculino.

Por otro lado, de acuerdo con una coordenada tradicional (o


patriarcal, si quieren llamarla así), si un varón se hace varón
frente y para otros varones, es porque debe realizar un acto
imposible y esto es lo que simboliza también el debut con la
prostituta. Con ella el varón vela el erotismo entre varones,
porque también este encuentro encubre la exhortación a un
acto misógino: la prostituta no es la mujer idealizada, sino la
más degradada. Pero, ¿no encontramos aquí la misma
lógica de la negación? Que “no sea la más idealizada” ¿no
encubre que quizá sí lo sea? Acaso, ¿no habrá alguna íntima
relación entre la prostituta y la madre? Desde este punto de
vista, entonces, el debut sexual consiste en humillar a la
madre ante los ojos del padre. Pero no vayamos tan rápido,
me explicaré un poco mejor.

Que entre la madre y la prostituta puede haber una


estructura homogénera es una idea freudiana. Por ejemplo,
en su artículo sobre la degradación de la vida amorosa,
Freud distingue entre condición de amor y condición de
seducción. Suele pensarse que en ese texto Freud dice que
la división del erotismo masculino es entre la madre y la
puta, pero no es así: más bien distingue entre la esposa y la
mujer fácil. Es una distinción que podríamos preguntarnos si
hoy, que los varones ya no buscan esposas, aún sigue
vigente. En todo caso, me interesa la referencia a lo “fácil”.
No se trata de que la mujer lo sea, no es un juicio moral,
sino que ahí está la condición de seducción. Es lo
irresistible, mientras que su esposa es la mujer a la que un
varón se resiste todo el tiempo (y, por lo tanto, a la que
ama). Entonces, la condición de seducción no tiene que ver
con la posición de seductor, sino con la de seducido. En otro
tiempo, era común que si no tenían amantes, los varones
ubicaran lo “fácil” en un equipo de fútbol (al que seguir a
todos lados), en la relación con los amigos (sublimación del
homoerotismo), en un hobbie, etc. De algún modo, para
estar con la mujer difícil (esposa), había que depositar el
goce de ser seducido en otra parte. Hoy ésta ya no parece
una vía común, más bien se resuelve lo “fácil” con una
inversión: de seducido a seductor, con rechazo de la esposa;
por eso ni siquiera es común que los varones de hoy tengan
amantes y les alcance con las conquistas, como si ser
reconocido como deseante (seductor) fuese suficiente para
no confirmar que se fue seducido. Porque si la esposa es un
sustituto de la madre, la mujer fácil lo es del padre (no es
raro encontrar en análisis que esas mujeres por las que se
siente debilidad llevan huellas de vicios paternos), es decir,
con la mujer fácil el varón goza de la pasividad con el padre,
por eso si la llama “puta” no es más que una proyección de
su propia fantasía con el padre a cuyas perversiones se
entrega: ¡él es la puta del padre! Sin esa identificación los
varones no tendrían amantes.

Pero decía que hoy ya no es común que las tengan; porque


el seductor huye con terror de ser la puta de una mujer,
mejor dicho, no puede estar con una sin sentirse tal, por eso
explica: “no busco nada”, “no estoy para una relación”,
aclaraciones que no son fóbicas, sino que implican un déficit
de subjetivación de la pasividad con el padre, porque el
fundamento por el que un varón puede desear a una mujer
es jugando a ser su puta. Recuerdo que hace unos años, el
músico Emmanuel Horvilleur fue padre, luego de la
separación de su banda con Dante Spinetta (Illya Kuryaki &
the Valderramas), casi diría que es como si hubiese tenido
que rescindir esa relación con su amigo de toda la vida para
poder ser padre y, por cierto, ¿cómo se llamó la primera
canción del disco solista que sacó? “Soy tu nena”. Sin duda
alguien capaz de cantar una canción así estaba en
condiciones de embarazar a una mujer.

 
Hice una digresión. Pero volvamos a lo anterior, a la relación
entre la madre y la puta. Decía que Freud no distingue entre
una y otra; quizá si suele creerse que sí es porque es una
forma de desmentir –en el saber popular, de la conciencia y
la vulgata analítica– el lazo íntimo que hay entre ambas. Por
ejemplo, decimos “puta madre”, lo que indica una relación
entre ambas. La idea consciente de su pureza, no hace más
que confirmar su putez en el inconsciente. Es que puta es la
mujer a la que se le paga para que haga creer que se es
causa de su goce. Su posición, entonces, es idéntica a la de
la madre; a la que el niño le paga con su papel dibujado
para que ella diga: “qué hermoso, vamos a pegarlo en la
heladera”. Lo difícil de aceptar, es que la prostitución es
condición de la maternidad. Por eso también hay varones a
los que les gustan las mujeres que son madres, como
condición excluyente. Mientras que la mujer decepciona
respecto de la causa de su goce. Nunca es un objeto. Quizá
pueda serlo otro goce. Es el goce el que causa el goce (unos
pocos objetos apenas causan el deseo). Por eso, algunos
varones son impotentes con sus mujeres y prefieren
prostitutas, o al menos las necesitan en la fantasía (como
en el porno, que supone un sujeto infantil: por eso algunos
varones se masturban incluso después de tener relaciones
sexuales). Asimismo, “puta” se le dice a la mujer “infiel”,
pero eso no hace más que demostrar que la expectativa de
fidelidad supone un otro materno, que podría
intercambiarnos como causa del goce. Los celos masculinos
no se explican solamente por fijación homoerótica, sino
también por el erotismo con la madre, como defensa
respecto del encuentro con una mujer.

Esta es una idea muy importante. Lo repito: hijo es todo


aquel que cree que causa el goce de su mamá. De la misma
manera que prostituta es la que le hace creer al varón que
él es causa de su goce. Ambas, la madre y la prostituta,
cobran por eso. Quizá por eso es común que la histeria
femenina se queje de no querer ser la madre de su pareja y
que su síntoma fundamental sea la frigidez –que no se
confunde con no acabar, sino con un modo general de
relación con la satisfacción; para el caso, la histérica de
nuestro tiempo reclama que él se ocupe más y mejor y, si él
es un buen niño, así lo hará –por cierto, ¿quién podría
cuestionar que los varones sean más atentos?–, pero el
resultado es conocido: más se ocupa de su goce, más el
orgasmo falta a la cita (aunque se acabe). Esto es lo que se
verifica en la consulta actual de muchos varones
impotentes, sea que logren o no una eventual erección;
trabajan para el goce femenino, pero así no hacen más que
reprimir el goce de la mujer. Es que no es lo mismo ser un
obrero del goce (posición infantil, impotente, eventualmente
perversa) que gozar del goce de una mujer. Esto último es
la castración, porque no hay varón que pueda gozar del
goce de una mujer sin una defensa: algunos se sienten
gozados y se enojan; otros interpretan que si gozan del
goce de una mujer, entonces también son mujeres (a veces
esto se traduce en fantasías de homosexualidad), etc. Esta
distinción –entre el hijo y la castración– es el núcleo de la
sexualidad masculina, para ubicar que solo se desea (y se
es potente) como castrado.

Retomo, entonces, mi argumento principal: en el debut


sexual con una prostituta el varón tiene que realizar un acto
misógino que, en realidad, ¡es renegatorio! Porque así el
varón no hace más que acostarse con su madre. Se advierte
así la doble ficción de la masculinidad: por un lado, el
encuentro con la mujer para velar la pasividad respecto del
padre que, como vimos antes, puede desplazarse a una
amante, el fútbol, los amigos, etc.; pero esta velo encubre,
por otro lado, que esa mujer es un sustituto de la madre, a
la que supuestamente se deja, pero con la que no hace más
que confirmar la relación. Por eso, como dije más arriba, los
varones resisten a sus esposas –cuando las tienen–, porque
si no ¡cederían al deseo incestuoso! Lo interesante es cómo,
entonces, habría una relación directa asimismo entre la
madre y la esposa, con la consecuencia que ya mencioné
para la histeria femenina.
Resumo lo que dije hasta aquí. La subjetivación masculina
implicaría, entonces, el movimiento de recurrir al padre,
para dejar a la madre; claro que, como dije, es un acto
imposible. No se deja nunca a la madre, por eso el acto
misógino en realidad se basa en una desmentida. Es como
el refrán que reza “Dime de qué te jactas y te diré de qué
careces”; es decir, si actúa la ficción de dejar a la madre,
con una misoginia acentuada por identificación viril, pero
que encubre la máxima dependencia. Dicho de otro modo,
los más misóginos, en última instancia, son los más nenes
de mamá.

La subjetivación patriarcal es, sin más, la subjetivación


edípica. Y, ¿cómo es que se reconoce el Edipo? Es claro que
no se reconoce a partir de un deseo simple, el de querer
acostarse con la madre, sino por su condición incestuosa. El
incesto con la madre es la fijación en el discurso materno.
Porque, ¿qué es la madre en psicoanálisis? Es un discurso.
Es ese discurso para el cual las cosas se hacen de una sola
manera, sin matices, aquel que se confunde con la realidad.
Toda apelación a la realidad, como lo que es de un modo y
no puede ser de otro, es una dependencia respecto del
discurso de la madre. Cada vez que alguien dice “Esto es
(así)” no hace más que escuchar la voz de la madre. Y esto
aplica tanto a quien no cree que pueda haber más que una
sola forma de hacer un asado tanto como el psicoanálisis se
practica de una sola manera.

En este punto, a propósito de lo materno, quisiera hacer un


rodeo. Hace un tiempo tengo una hipótesis sobre algo que
ocurre con mujeres que atraviesan procedimientos de
fertilización. Algunas de ellas suelen estar muy tomadas por
el discurso biológico: leen, investigan y si bien es cierto que
la ansiedad que despierta el anhelo del embarazo se puede
calmar con el saber científico, la pregunta clínica es: ¿cuál
es la fuente de esa ansiedad que responde con un discurso
tan monolítico y sin sujeto? La interpretación es evidente
para mí: solo el decir de una madre es tan monolítico y
desubjetivado (de ahí su carácter superyoico habitual);
como la ciencia, las madres dicen “lo que es real”. Por eso
no suele tener mucho sentido tratar de que estas mujeres,
que así confirman su posición de hijas, no lean o se
interioricen del tema. ¡No pueden dejar de hacerlo! Y si un
analista le dijera: sugiero no hacerlo, no le hace bien, ¿no
sería también un sustituto de esa madre severa? Con todo,
la madre sigue siendo la debilidad para la posición analítica.
El punto, entonces, es otro; es que el analista ubique la
posición sintomática: no es la biología, es una hija tomada
fantasmáticamente respecto de una madre que la culpa. Así
nunca quedará embarazada. Eso es lo que es preciso
analizar, lo típico en algunos casos, que es preciso
reconstruir luego en coordenadas singulares; ahí ya cada
análisis es diferente. Y los embarazos llegan.

 
Hasta aquí, entonces, hemos visto cómo el mandato
imposible para todo varón –la paradoja de la masculinidad–
es dejar a la madre y este propósito se realiza de acuerdo
con dos vías: por un lado, la necesidad de un acto; por otro
lado, el lazo renegatorio con la madre. Ambas coordenadas
sirven para explicar por qué la obsesión masculina es la
subjetividad patriarcal por excelencia.
Porque si el varón depende de la realización de un acto, la
forma más simple de sintomatizarlo es ponerlo en duda y
así llegamos al síntoma fundamental de la obsesión
masculina. ¿Lo hice o no lo hice? ¿No es lo que todo el
tiempo está tratando de verificar el obsesivo? La otra cara
de esta duda incumbe a la mujer, que se piensa –con el
modelo de la madre– como única, ¿es la adecuada o no? ¿Es
con ella o no? ¿Estoy enamorado o no? ¿Me caso o no?

Más arriba me referí a la importancia del ritual de debut


sexual y aquí podría decirse que esta práctica ha
desaparecido de un tiempo a esta parte, o que no todos los
varones vivieron de acuerdo con este ritual. Sin embargo,
más allá de que su presencia empírica pueda diferir o no
estar, lo que importó fue su valor estructural para ubicar
una coordenada específica. Cualquier otro acto puede
reemplazar ese debut en que el varón se alejaba de la
madre, para devenir seducido por el padre, seducción ésta
de la que se defendía con la fantasía estructural de la
masculinidad: el parricidio. Pero éste es otro tema. Lo que
me importa destacar es que justamente si hay síntoma
obsesivo es porque cualquier acto puede estar en el lugar
de esa simbolización. Y coincido en la idea de que esta
simbolización está en retroceso, ya que –como dije antes–
cada vez menos varones están interesados en elegir una
esposa. En este sentido es que antes también me referí al
desarrollo de la seducción, de la posición seductora no como
forma de identificación con el padre (para velar la pasividad
con él) sino como vía de hacerse reconocer como deseante.
Esta modificación implica un cambio significativo en las
consultas actuales de varones, cuando cada vez nos
encontramos con menos obsesivos. Los varones de hoy en
día no parecieran ya estar subjetivados patriarcalmente, es
decir, con la misma lógica edípica. En cierta medida, mi
planteo es que el varón de nuestro tiempo ya no se
masculiniza a través del padre, sino contra la madre; de ahí
que de un tiempo a esta parte la misoginia sea mayor.
Dicho de otra forma, el debilitamiento de las instituciones
patriarcales no pareciera traer una mayor liberación, sino un
odio más grande hacia las mujeres, por la vía de un
reforzamiento de la posición infantil que mencioné más
arriba; es decir, la caída del patriarcado –que no será tal,
sino una lenta agonía– en principio estaría implicando una
mayor desprotección y vulnerabilidad de las mujeres.

Creo que esto es algo claro si pensamos también en una


institución propia del Patriarcado: que la violencia era
atributo de los varones –por eso ellos iban a la guerra–; este
principio se expresaba en que a las mujeres no se les
pega… públicamente. Porque sabemos también que éste es
un principio hipócrita, porque la violencia patriarcal por
excelencia es la violencia doméstica. Sin embargo, lo
llamativo es cómo hoy en día cualquier espacio puede ser
violentado y lo más inquietante de algunos femicidios es
cómo muestran que a las mujeres se las mata en el espacio
público.
Otra variable para avanzar en este recorrido sería desplegar
lo que he planteado ya en otras ocasiones respecto de los
celos. Es algo que ya expuse hace unos años en Celos y
envidia, pero también en mi otro libro Ya no hay hombres.
No voy a desarrollar este punto en esta ocasión, pero sí me
interesa destacar que no es lo mismo ubicar a la mujer
como objeto de deseo –principio patriarcal– que situarla
como sujeto de un goce que, para muchos varones, se
vuelve insoportable (como lo demuestran fantasías del
estilo “ella quiere joderme”, “lo único que quiere es
arruinarme”, etc.) y que termina con las peores
consecuencias.

No continuaré por esta vía en esta ocasión, sino que los


reconduzco a los libros que mencioné y la noción que
propuse en su momento: la destitución masculina.
Estas modificaciones relativas a la posición del varón en
nuestra época, es decir, que el varón ya no esté concernido
por un acto en la realización de su masculinidad, también
produjo efectos en las mujeres. Creo que el principal es la
relativa desaparición de la histeria. Con la destitución
masculina, la histeria se vuelve algo del pasado porque, si –
como dije antes– el varón ya no busca una esposa –un
sustituto para el incesto con la madre–, ¿por qué no podría
estar con varias mujeres? Así llegamos no solo al poliamor,
que es claramente una avanzada de varones –aunque
algunas mujeres puedan elegirlo–, sino también a lo que
muchas otras mujeres relatan, me refiero al sufrimiento de
no ser elegida, a la pregunta que se puede volver
permanente: ¿por qué no se queda?
Si la histeria ponía en cuestión la identificación con el lugar
de la madre, en busca de un deseo que no implicara ese
sofocamiento (¿no era el ahogo un síntoma común en la
histeria?), el quedar presa en la relación incestuosa con un
varón, ya fuese porque se podía ausentar respecto del goce
–como ocurre en la frigidez–, hoy en día aparece más bien
una suerte de desconcierto. Dicho de otra manera, si la
histérica gritaba “me quiere solo para coger”, la mujer de
nuestro tiempo más bien a veces dice, “ni para coger me
quiere”; porque se encuentra con varones que no están
dispuestos al acto, que se quedan a mitad de camino. Les
pregunto, entonces: ¿cuántos varones conocen que hoy
todavía pasan a buscar a una mujer por su casa en una
cita? En la actualidad prima el “encontrémonos a mitad de
camino”.

Y no es cierto que los varones están perplejos por el avance


del feminismo. Eso no es verdad. Eso sería reducir el
feminismo a la histeria, porque es la histérica la que, por
ejemplo, se niega a dejarse invitar a cenar, o pagar un taxi,
porque padece la fantasía de que un varón que paga la
cena, o un viaje, de alguna manera la está comprando o
corrompiendo (¡fantasía de prostitución!) cuando, en
realidad, cabría preguntarse por qué se siente obligada, qué
la interpela en ese rechazo que, por cierto, es una de las
formas del asco histérico.

Para ir concluyendo, entonces, vuelvo al comienzo y a


ubicar que el feminismo más bien vino a mostrarnos que
hay ciertas categorías clásicas del psicoanálisis que están
en crisis, que las consultas se ordenan de una forma
diferentes, que, por mencionar otro ejemplo, el amor ya no
está asegurado histéricamente; las mujeres ya no se hacen
desear, porque ¡se quedan solas! Si una mujer hoy corriese
al bosque a esconderse –para usar una típica imagen de
cuento infantil–, ¿quién iría a buscarla? ¿Quién sería capaz
de raptarla? Un varón seguro que no. Por eso en el
feminismo, de un tiempo a esta parte, se empezó a hablar
de criticar el amor romántico. No para que se pierda el
romanticismo –el poco romanticismo que le queda a nuestra
sociedad– sino para revisar esa forma del amor basada en la
dependencia, la espera, la demostración y otras formas de
las puesta a prueba que hoy implican un sufrimiento
distintos para las mujeres.

Después de todo, no es otra cosa lo que propuso el método


que Freud inventó. En última instancia, como vía de
tratamiento, el psicoanálisis avanza contra la subjetividad
patriarcal, constituida y realizada a través de síntomas. En
este sentido, es como si el psicoanálisis hubiese sido una
primera forma del feminismo, un feminismo antes del
feminismo. Por lo tanto, no me parece extraño pensar que el
feminismo es una especie de continuación orgánica del
psicoanálisis. Y, por cierto, nada más interesante que un
psicoanálisis permeable al feminismo.

 
 
Apéndice
 
 
El deseo y el poder

 
 
El deseo y el poder son irreductibles. Aunque haya un poder
del deseo y un deseo de poder, lo cierto es que la ganancia
en uno implica pérdida en el otro.

Nada menos deseante que el poderoso, nadie usa menos su


poder que quien desea. Esta es la idea de Lacan en La
dirección de la cura y los principios de su poder. Para ser
deseante siempre hay que ser un poquito impotente (por
eso la histeria necesita impotentizar al otro, para que
desee) y quienes buscan el poder, lo pagan con su deseo:
les encanta mandar, decir lo que hay que hacer, pero no les
da el cuerpo para avanzar en nada. Son dos polos, deseo o
poder, y cada uno de nosotros está en una zona intermedia,
más cerca de un extremo que del otro.

Una pareja es una relación de deseo, pero mucho más una


relación de poder. El más fuerte de los dos no es quien más
grita, porque se puede gritar de impotencia, tampoco quien
tiene un ingreso mayor, ya que la cuestión es quien
administra y, a veces, quien administra lo hace para otros;
en fin, el más poderoso es quien decide de qué lado de la
cama duerme. Esa decisión inicial, primera, en la que uno
decide por el otro, es el modelo de todas las demás.

El más básico de los síntomas masculinos –el más


generalizado en nuestro tiempo– demuestra que el deseo
nace de la impotencia. La histeria femenina, ya lo dije,
impotentiza para buscar en el amo eso que su poder no
puede explicar: el deseo. ¿Cómo se relacionan deseo y
poder cuando no se puede trazar una equivalencia directa?
¿Cómo pensarse como deseante cuando el deseo escapa al
poder que se puede tener sobre él? También es cierto que
nos defendemos del deseo con el poder, como cuando
buscamos controlarlo. El deseo, una vida de deseo, es algo
cada vez más extraño. La última mascarada del micro-
poder, vuelto sobre la propia persona, es la idea loca de
“saber lo que se quiere”, “tener las ideas claras”, “cumplir
los objetivos propuestos”, incluso, “ser realista”. El deseo
como fuerza inquietante es cosa del pasado. Otra forma
defensiva del poder de nuestro tiempo es que proliferan
teorías del amor, que estemos tan obsesionados con
delimitarlo, medir su alcance, establecer sus reglas. La
obviedad en que cayó el deseo –que es cualquier cosa
menos una positividad– es un gran síntoma de nuestra
época.

En este punto, por ejemplo, acuerdo con Rita Segato en que


la violación no tiene que ver con una cuestión de deseo sino
con un asunto de poder (de disciplinamiento femenino). Sin
embargo, como psicoanalista, tengo que complementar su
idea, con otra que proviene del método clínico: así como
Oscar Wilde decía que todo tiene que ver con sexo, salvo el
sexo que se relaciona con el poder, en el erotismo todo
tiene que ver con la violación salvo la violación; es decir, la
violación es el modelo erótico de la sociedad patriarcal, tal
como Freud lo descubrió y eso es algo que todavía es
escandaloso y difícil de entender.

Para el sentido común es inadmisible que el amor incluya


componentes agresivos, pero los analistas escuchamos
todos los días a personas cuyas condiciones eróticas
incluyen una moción hostil. Ejemplos abundan. Una pareja
discute y luego se acuesta. Un varón no consigue su
erección si una mujer no lo maltrata. Una mujer no se excita
si él no la posee con algo de brusquedad. ¿Diremos que
estas son personas enfermas? ¿Tienen que curarse de Eros?
Podemos pensar el patriarcado de mil modos, pero un deseo
no se decide, sí en ciertos casos, se desestima. Es un tema
complejísimo. El riesgo es patologizar toda la sexualidad.
Eso sería pre-freudiano. Mejor asumir –con Freud– que la
normalidad no es generalizable. Coincido, entonces, con
algunas feministas que dicen que la penetración es una
forma de violación. ¡Esta es una idea freudiana también!
Ahora, una de las fantasías fundamentales, según Freud, es
la de seducción: su variación inmediata es la violación. La
complejidad del planteo de Freud está en advertir que nadie
quiere aquello que desea (en la fantasía), incluso cuando no
puede erotizarse sin esa condición. Así y todo hay
penetraciones consentidas, éste es el misterio: el del amor,
como aquello que permite al goce condescender al deseo. A
100 años del libro Más allá del principio del placer, no hay
que olvidar la connivencia del orgasmo con la pulsión de
muerte; pero dejemos la cuestión del orgasmo para otro
momento.
 

Sigamos con el poder. Pensemos lo siguiente: el conflicto de


potencia es típicamente masculino. Eso no quiere decir que
las mujeres no tengan ese tipo de conflicto, ni dejen de
sentirse impotentes. Sin embargo, no por eso son
masculinas. En otro tiempo no lo padecían mucho, hoy lo
hacen cada vez más. El poder es una forma de escapar del
deseo; por eso el varón más deseante suele quedar
impotente. Por eso la histérica impotentiza, pero hay cada
vez menos histéricas. La histérica feminiza al varón al
buscar en él un deseo que se confunda con su potencia. Es
claro: porque solo se puede desear a una mujer –como
insisto hace rato. Pero entre las mujeres de hoy hay pocas
que quieran desear a una mujer. Algunas prefieren amar a
los varones –porque solo se puede amar a un varón. Sin
embargo, amar a un varón tiene un costo altísimo. Es el
caso de esas mujeres que parecen algo obsesivas (aunque
no lo son. Ellas están obsesivizadas nomás, fanatizadas con
el control), tanto, que no pueden descansar más que
yéndose a dormir (porque solo con un sueño pueden
reencontrarse con un deseo), que padecen severamente al
sentirse impotentes.

Y si no son obsesivas, tampoco es que sean masculinas. Son


mujeres que solamente aman a los varones. Es cierto que a
veces este varón puede ser una mujer, pero incluso en ese
caso no la desean; cuando aman el deseo de una mujer,
estamos frente a una de las formas clínicas de la
homosexualidad femenina. Otra de las formas es desear el
deseo de una mujer. Pero nada de esto se entiende si no se
parte de los axiomas: ¨amar solo se puede amar a un varón;
desear sólo se puede desear a una mujer¨. Estos axiomas –
que presentamos con Marina en el libro Amar a un varón–
distribuyen de manera clara y distinta las diferentes
posiciones subjetivas, para quien quiera aprender algo
nuevo y no solo repetir lo que ya sabemos. Es muy útil,
además, para entender las presentaciones actuales del
sufrimiento psíquico.

Por otro lado, a veces se piensa que el deseo posesivo del


varón es violento, agresivo, etc. Esta es una fantasía
histérica. Nunca es tan pasivo el varón como cuando desea
posesivamente. Escuchen la alegría que siente un joven
cuando la chica que le gusta le da pelota. Es ella la que le
da. O el clásico de jazz “No puedo creer que estés
enamorada de mí”. Solo así cree el varón, sin poder creerlo,
es decir, como impotente. Pero el mejor ejemplo, el más
emocionante, es el del tema “El día que me quieras”, en
cuya letra un varón hace gala de su pasividad en que, al fin,
“dirán que ya eres mía”, la más completa destitución de la
actividad.

Entonces, lo que se llama “piropo”, no es una escena de


seducción, sino una situación de poder. Podemos ir
pensando cómo en muchas escenas que creíamos de deseo,
se revela un ejercicio de poder; pero incluso cuando
hayamos desbrozado todos los matices microfísicos del
poder, igualmente el deseo permanecerá irreductible a una
simetría. Esta es la paradoja de algunas perspectivas de
género. Se dice: “ahí hay poder”; y sí, sin duda lo hay,
pensemos otro lazo, pero si es de deseo tampoco será entre
iguales; no solo porque entre quien desea y es deseado hay
un intervalo, sino porque ni siquiera quienes desean lo
mismo lo desean de la misma manera. En última instancia,
existe un deseo de poder tanto como un poder del deseo.
Deseo y poder son categorías últimas, irreductibles,
entrelazadas. La de deseo no se puede entender sin una
buena teoría de la seducción, cuyo basamento es que solo
se desea como seducido.

Otro tema sobre el que deberemos volver es la seducción,


pero antes diré algo: la seducción es un poder… que no se
ejerce. Por ejemplo, un varón seduce cuando le deja el lugar
a una mujer; podría hacerlo directamente, pero le dice “por
favor”. Es cortés. La cortesía es una forma de seducción.
Podría haberle dicho “disculpe” y dejarla pasar; pero ¿por
qué le pide perdón? Por algo que no hizo pero que está
representado en la fantasía: el poder. En la renuncia al
poder, se lo estetiza; es decir, seduce. Rita Segato,
entonces, como decía antes, tiene razón: la violación es un
acto de poder, no de deseo; pero el erotismo tiene como
modelo una escena de seducción basada en la violación
como poder que no se ejerce. Esa es la raíz inconsciente del
“disculpe” anterior: ese varón pide perdón por aquello que
no hizo por la fuerza. Esto implica por qué muchos varones
hoy se persiguen: ¿podrían acusarme de algo? La
explicación inconsciente es la que sigue: todo varón es
violador en la fantasía de seducción. También esto explica la
difícil frontera para distinguir un disgusto y un delito. En una
escena de deseo, se estetiza el poder. ¿Alcanza con la
estética para definir el erotismo? No. Sí, para la
construcción de la escena, el armado de la fantasía. Pero la
estética no explica su motor (pulsional), que es la
agresividad, distinta de la agresión. La agresividad es
también una estetización de la agresión, mejor dicho: una
sublimación fallida.

Por otro lado, hace un tiempo, noto cierto modo del


tratamiento de la histeria que rechaza lo más fundamental
de este tipo clínico, incluso lo que muestra su posición de
salida respecto de la neurosis: que el deseo sea el deseo del
Otro. Nadie mejor que el histérico para mostrar este aspecto
propio del desear humano. La histeria lo sintomatiza y así,
entonces, puede querer que el Otro quiera, ponerlo a
prueba, identificarse a un deseo para actuar y perderse en
deseos vacíos que caen ni bien se realizan. “Ahora ya no lo
quiero”. “Me doy cuenta de que no era eso”, en fin, las
defensas habituales de la histeria. Sin embargo, lo notable
de esta forma de tratamiento es el modo en que se busca
despegar un deseo del deseo del Otro, como si fuera
posible, y así surgen preguntas del estilo: “bueno, pero ¿vos
qué querés?”, “lo importante es tu deseo, no el del Otro”, y
demás. Preocupante, la verdad. Como si pudiera haber un
deseo propio o que no venga de afuera.
Ahora bien, esta coordenada se replica en la transferencia y
da cuenta de cómo el sujeto histérico impotentiza al
analista. Si la histeria produce impotencia, es porque quien
escucha está en lugar masculino. Porque solo un varón vive
como sintomática la impotencia, el conflicto de si la
cuestión va a funcionar o no, si se va a poder o no. De este
modo, el síntoma de transferencia más habitual de la
histeria, como respuesta a una interpretación que rechaza
el deseo (como deseo del Otro), restituye el deseo… en el
analista que, como impotente, nunca es más deseante y,
por ejemplo, busca supervisar el caso. Cuando cae el deseo
del analista, aparece el deseo en el analista. Es una
coordenada típica de la histeria que, quizá, no se pueda
analizar de otra manera. Porque ese síntoma de
transferencia es la puerta de entrada a la fantasía de
seducción.

Pero este es otro tema. Lo que me importa destacar es otra


cosa: por un lado, que la transferencia en la histeria tiene
esa orientación hacia el síntoma del varón; por lo tanto,
tarde o temprano, el sujeto histérico siempre termina
masculinizando al analista; por otro lado, que analizar una
histeria no implica esperar que tenga un deseo propio ni
que se feminice, sino que pueda realizar su deseo a través
de la feminidad del analista, lo que muchas veces es más
fácil de hacer con un varón que con una mujer, ya que como
la fantasía de la mujer impotente: no existe, eso lleva a la
omnipotencia materna.

Otro punto. No es lo mismo una mujer que sea causa de


deseo que una que es causa de impotencia. Algunos
varones eligen mujeres no para desear, sino para poder
ciertas cosas. Estas mujeres funcionan como una especie de
tótem. Este uso totémico de la mujer, basado en el poder
que transmite, no se confunde tampoco con la mujer-
fetiche, que es condición de deseo, pero no su causa. Otro
rasgo de la mujer-tótem es que no desea, y si en ella
aparece algún deseo, tiene que ser localizado, historizado,
interrogada su génesis. “¿Te gusta cómo me pinté los
labios?”, pregunta ella, que quiere ser deseable para desear.
Él responde: “¿cuándo compraste ese lápiz labial?” ¿Por qué
te los pintaste así?”. Parecen fóbicos, pero son totemistas.
El totemismo es un hábito cada vez más frecuente de la
posesividad masculina.

La contracara de este fenómeno es otra pregunta: ¿por qué


muchas mujeres no pueden distinguir entre un hombre de
deseo y un hombre poderoso? No es que el poder no se
pueda desear, pero si se lo desea no se lo tiene; es decir, el
hombre de deseo no tiene, el hombre de poder no desea.
Quizá por escapar del deseo es que un hombre busca el
poder. Es una defensa habitual. Lo cierto es que a muchas
mujeres (cada vez más) hay que avisarles que ése en que el
que se fijan no desea, solo le interesa un ejercicio del poder.
¿Por qué no se dan cuenta solas? Quizá sea otra defensa.
Les cuento ahora algo de lo que hablé en Coronel Suárez.
“Sola” para una mujer no es lo mismo que para un varón.
Por más que sepamos todas las determinaciones sociales
que tiene la palabra, aun así, alguna elaboración se tiene
que hacer del término, para que no le pese tanto. Puede ser
que ella esté contenta sola, pero incluso en ese caso le va a
molestar la opinión ajena, la mirada insidiosa, etc.
En un análisis, a veces, se verifica cómo “sola” puede
representar una fantasía de abandono, el miedo a no ser
deseable, la tristeza comparativa con otras mujeres, etc.
Nada de eso se resuelve intelectualmente, porque duele en
el cuerpo. Pero éste es otro tema. Lo que me importa es
que, sin atravesar esas fantasías, una mujer queda
expuesta al mayor desvalimiento y a la dependencia
amorosa, porque le otorga al otro un poder enorme: el
poder de hacerla sentir bien consigo misma, si es amada.

Esto no les pasa a los varones, por lo general. Sí les pasa


que viven la demanda de amor como una fantasía de
sometimiento: siempre es excesivo lo que se pide, exige
una renuncia, se lo quiere doblegar. Es otra fantasía de
poder atribuido al Otro. Lo que me resulta interesante es
que estas fantasías, en torno a la omnipotencia del otro,
bastante frecuentes hoy en día, poco tienen que ver con el
deseo. En la actualidad se hace poco lazo con el deseo del
otro. En la pareja, el poder reemplazó al deseo. Mejor dicho:
hay más deseo de poder, antes que descubrimiento del
poder del deseo.

El deseo y el poder –vuelvo al comienzo– son irreductibles,


pero se relacionan a través de mediadores: uno de ellos, el
dinero. El dinero –como decía Lacan– es el significante vacío
por excelencia. En el inicio de una relación, puede funcionar
para expresar deseo: alguien invita a salir al otro, paga y
puede ser que así invierta o pierda dinero. Lo sacrifica más
o menos por interés sexual. En la conquista, el dinero se
ofrenda, se dona, se acepta o se rechaza (¿se cree que por
pagar me puede coger?), al menos así era hasta hace un
tiempo. Hoy se intercambia. Como significante del deseo, el
dinero es don o intercambio. Así funciona en una pareja en
el inicio.

Como significante de poder, por ejemplo, en una pareja


consolidada, es conflicto. Mejor dicho, una pareja no se
consolida sin pelearse por dinero. Es lo que permite pasar a
una economía compartida y, sin lo “común” económico, no
hay pareja consolidada. Hasta hace unos años, para el
varón esto implicaba el pasaje del seductor al proveedor: el
más generoso en las citas, demostraba su avaricia final.
¿Existe un proveedor que no sea mezquino? Si yo proveo, yo
decido en qué. La figura del proveedor tenía como correlato
a la mujer mantenida: ella puede gastar, con permiso, más
o menos a escondidas. Él siempre se va a quejar de que ella
gasta mucho, ella va a reclamar su parte por aquello que no
se le reconoce en la casa. En la conquista-deseo, se paga;
en la pareja-poder, se gasta. El marido es un dosificador del
gasto, la esposa también, salvo cuando se enoja. Son
clichés. Es la vida cotidiana. Pero, todavía hay gente que
sufre por esto.
Aunque hoy ellos ya no quieren proveer y ellas buscan su
autonomía económica, estas figuras permanecen en las
parejas que parecen más equitativas: la fantasía masculina
de que ellas quieren “sacarles plata” sigue vigente; el
reproche femenino de que ellos “no ceden”, continúa. Antes
era que no daban lo que tenían, ahora es que no dan lo que
no quieren dar. Sin embargo, así se produce una inversión
dialéctica: a veces ellas no quieren un proveedor, pero
terminan pidiendo uno; ellos apoyan la autonomía
económica de ellas, pero esperan el comportamiento de
“mantenidas”. La estructura marido-esposa y su traducción
en escena de poder (proveedor-mantenida) sigue vigente.
No se la reconoce, pero ahí está en las fantasías y
demandas inconscientes. En fin, un matrimonio se consolida
como sociedad de deseo, pero mucho más de poder.

Para concluir, haré una reflexión sobre la situación de mi


país, Argentina, que en esta semana tuvo la asunción de un
nuevo presidente electo. Dicen que el poder saca lo peor de
algunas personas. Es verdad. También saca lo mejor de
otras. Asumir un lugar simbólico transforma a quien tiene
que poner el cuerpo para ocuparlo. Con la paternidad es
muy claro eso: varones que permanecieron juveniles, con la
llegada de un hijo perdieron pelo, ganaron panza, etc. El
poder no se tiene, sino que actúa también sobre quienes lo
tienen que encarnar. Hay ejemplos conocidos: Pepe Mujica,
el Papa Francisco. Presiento algo parecido con Alberto
Fernández. Me resulta inevitable notar que se alfonsiniza
cada día más y me sorprende ver qué canoso está en tan
poco tiempo. Ocupar roles de autoridad es mortífero, no
solo por la presión y responsabilidad, sino por lo que saca
de quien tiene que ocuparlo: lo mejor o lo peor.
¿Pueden los varones ejercerlo sin recrear los fantasmas del
padre terrible o el abuelo tierno (el parecido entre Alberto y
el papá de Pinocho me impactó, quizás sean los anteojos
redondos)? Le tengo fe y como la fe es irreflexiva, solo
puedo decir: porque está dispuesto a envejecer. Como Pepe
y como Francisco, Alberto entró en la serie del gesto tras
gesto. Los gestos son sanadores, incentivan un pacto moral,
emocionan y convierten el ánimo. Confío en que también lo
vamos a ver actuar con decisión cuando llegue el momento
de ajustar privilegios.

Me despido con una frase con la que les propongo resumir


nuestro encuentro de hoy y este seminario: “el deseo se
realiza con actos, al poder le alcanzan los gestos”. Por eso,
si me permiten, les daré un consejo: que no les vendan
gestos por actos, que no les bajen el precio.
 
 

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Índice
 
 
 
El psicoanálisis es una conversación entre mujeres
Prólogo
Clase 1. ¿Para qué sirven los síntomas?
Clase 2. El síntoma del analista
Clase 3. La escucha analítica
Clase 4. Seducción de transferencia
Clase 5. De la histeria a la voz pública
Clase 6. La subjetivación femenina
Clase 7. El psicoanálisis después del feminismo
Apéndice
 
 
 
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Este libro se terminó de diseñar en Buenos Aires, Argentina,


durante el mes de marzo de 2020.
 
 
 
 
 

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