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OPINIÓN

24 MAY

Coger está sobrevalorado. La pareja en el siglo XXI


por Luciano Lutereau
Este texto se basa en una charla dictada el viernes 22 de mayo de 2020 en el
ciclo Revoluciones íntimas, organizado por la editorial Letras del Sur, con el
título "La pareja en el siglo XXI".

Me interesa hacer un comentario de una frase polémica de Freud. Quisiera que esta
frase sea la ocasión para conversar acerca de la pareja contemporánea. Vayamos a
la cita, entonces: “El matrimonio mismo no está asegurado hasta que la mujer haya
conseguido hacer de su marido también su hijo y actuar la madre respecto de él”.
Todo en la frase puede ser criticado, pero para criticar alcanza con ser más o
menos ingenioso (que es lo mismo que ser un idiota con inteligencia). Vamos a
desplegar los puntos que la frase incluye y notar que Freud dice algo muy
interesante, que escapa a la lectura literal y que permite, además, situar algunas
coordenadas para nuestra época.
En la preparación de esta charla dije algunas cosas. Dije que la pareja es un
problema. En efecto, el último modelo “exitoso” para asegurarla fue el matrimonio.
Pero en esta época, de crisis de lazo simbólico con el otro, la pareja está en crisis,
quedó incluso separada del amor. Por ejemplo, el neurótico obsesivo –varón de
otro tiempo– sufría porque amaba en su pareja y deseaba en otra parte. El fracaso
de la pareja contemporánea, en cambio, se debe a que ya ni siquiera está asegurada
por el síntoma matrimonial, el amor está en otra parte. En el siglo XXI todos
fracasamos en la pareja, porque la pareja quedó reducida a algo que se tiene o no –
como si no existieran parejas infelices, como si la infelicidad no fuera intrínseca a
la pareja misma.
¿Cuál es la traducción actual de la infelicidad? La preocupación permanente por la
fidelidad. En este siglo, se teme a la soledad y se la busca conjurar con una pareja
–como si estar con otro no fuera a veces la mejor manera de estar solo. Entonces,
¿no sería mejor volver a pensar el amor y, si hace lazo, se trae una pareja, sea
como efecto, por añadidura? ¿Cuándo y por qué tener pareja se nos volvió más
importante que amar? ¿Por qué el anhelo de ser amados (que el otro quiera estar
con nosotros) reemplazó el deseo de dar (sin delirios posterior de traición)?
Asumir el fracaso en la pareja tal vez sea el primer paso para un nuevo amor.
Empecemos.
Hay una idea de sentido común respecto del Edipo. Se cree que alguien reproduce
con otra persona la relación que tuvo con su madre. Sin embargo, no hay nada más
lejos del Edipo que esto. En el núcleo de la concepción freudiana está en el
requisito de que sea de acuerdo con una sustitución. Muchas veces lo dice Freud,
que el otro sea un sustituto materno y esto quiere decir que en absoluto sea una
continuidad de la relación que se tuvo con la madre.
Esta distinción es crucial, porque permite situar la diferencia entre el infantilismo
amoroso y lo que quisiera llamar –freudianamente– la madurez. Me refiero a que
esta última se basa en poder encontrar en otro alguien con quien reeditar el vínculo
con el objeto temprano, porque básicamente implica dos funciones: el cuidado (la
madre) y la protección (el padre).
Hablaré un poco más del cuidado hoy. La idea es sencilla: no es que la madre
cuida, sino que la función materna se desprende del cuidado. Pensemos que al
nacer se trata de que otro nos cuide. ¿Quién podría prescindir de eso? Y el cuidado
más básico consiste en que nos alimenten. Ningún bebé puede alimentarse solo.
Esto puede parecer trivial, pero ¿qué ocurre si lo desplazamos a la vida adulta?
¿Cuántos hay que se dejan dar de comer? ¿Quién no come parado, sobre la mesada
de la cocina, cuando está solo? ¿Por qué las citas comienzan (o comenzaban) con
un “ir a comer”?
Recuerdo el caso de un muchacho, seductor empedernido, con algo de cínico en su
posición también (ya que cumplía con el refrán “pájaro que comió, voló”) que me
contó que una vez conoció a una chica y se quedó en su casa a dormir. Al día
siguiente, luego del desayuno se quedaron charlando y, llegado el mediodía, ella se
puso a cocinar. Pasó casi toda la sesión hablando de la rica comida que ella había
cocinado. De más está decir que se terminó enamorando. Y no por nada está el
saber popular para decir que a un varón se lo conquista por el estómago. Así como
está el meme que circula en redes y dice que una pareja son dos personas
preguntándose “¿Qué comemos hoy?” hasta que uno muere.
Esta última es una linda idea, porque recuerda qué poco investida eróticamente está
la alimentación hoy. Incluso en la pareja contemporánea está más presente el coger
que funciona como performance, pero con poco alcance erótico. Más bien creería
que algo de esa función de cuidado ya no se juega en el vínculo amoroso hoy y se
desplazó hacia otras personas, por ejemplo, los grupos de pares. Hasta hace unos
años, era común leer que a los adolescentes les tocaba “salir de la identificación
horizontal” para pasar al lazo con el otro del amor, pero ¿no es la nuestra la época
de “los pibes” y “las chicas”? Esta es la idea que me interesa enfatizar: la ternura
pareciera haberse desplazado del vínculo de pareja hacia otros, entonces ¿qué
queda en la relación de pareja cuando no se puede hacer del otro alguien con quien
vivir la dependencia del cuidado? Porque esto es lo más importante de la cuestión,
que no poder jugar la dependencia con otro tiene como efecto un temor enorme a
depender. ¿No es lo que escuchamos en los casos de personas que, antes de que
una relación empiece, quieren asegurar que se va a continuar? ¿No es lo que
también cuentan aquellos que, sin que nadie les haya dicho nada, aclaran que no
están buscando nada serio? El amor es dependencia y su origen es la posibilidad de
un vínculo tierno con otro. Es comprensible que todo el mundo viva hoy con
miedo, ya que la ternura perdió sentido en las relaciones amorosas.
Voy a ser más explícito con la secuencia anterior. El Edipo no es querer que el otro
sea tu mamá, sino que sea “como si (fuera tu mamá)”; es decir, en el Edipo está
incluida la trascendencia de la relación edípica. La función del Edipo es ir más allá
de sí mismo, incluir lo que no es Edipo, para que la ternura se desplace a otros. Por
ejemplo, un tipo de 40 años que dice que la mejor comida del mundo la hace su
mamá, no es un sujeto edípico, sino un infantil capturado en un vínculo materno
(diferente de maternal). El fin del Edipo, en el doble sentido de conclusión y
propósito, es poder transferir hacia otros el cuidado que provino de la madre, para
cuidar a los demás, para maternar a otros.
En este punto, además, tengo que hacer una observación teórica. Aunque se podría
matizar, en general para Freud la ternura era un derivado de la sexualidad. Yo creo
que es al revés. Creo que más bien la ternura es la fuente erótica del sexo. En ese
sentido me siento más cerca del Che Guevara (que también era freudiano), quien
decía que era el más revolucionario de los afectos. Porque la ternura enciende el
cuerpo, porque no hay modo de ser tierno sino es con otro, ¿quién es tierno con su
teléfono al final del día y le agradece todos los mensajes que pudo mandar? Esto
parece una tontería, pero en estos días en que se debate el sexual virtual no es un
comentario anodino, ya que por esta vía se puede comprobar que lo virtual del sexo
no es que sea con aparatos tecnológicos, en la medida en que es posible hacer de
otro cuerpo un objeto en el que satisfacer un goce que no hace lazo. Recuerdo
todavía a aquella mujer que estaba muy molesta porque su marido le decía que
hacía mucho que no cogían, que tenía que entender que él tenía que “descargar”.
No puede haber propuesta menos erótica, ¿no?
Decía, entonces, que la ternura es la fuente del erotismo que, de manera
secundaria, se vuelve sexual (en el sentido genital). Para Freud la ternura era el
resultado de una inhibición, pero yo creo que es al revés. El mundo actual es el
más propicio para darse cuenta de que –como dijo una vez un usuario de Twitter–
“coger está sobrevalorado”. Al menos en el sentido de que se volvió el modelo del
encuentro con el otro, a costa del erotismo. Es notable cómo en el consultorio se
escucha a mucha gente quejarse de las aplicaciones de citas, porque son
básicamente para tomar un vino y coger. Con tiempo es que algunos encontraron
otras modalidades: un café a la tarde, un paseo en la plaza, pero convengamos: son
los menos. Porque hay una mayoría que responde al imperativo de sexo que
caracteriza a nuestra época. Y lo que se vive como obligatorio, tiene como costo el
erotismo, que es juego libre, como puede demostrarlo una conversación, una
mirada, un chiste, todo eso que la seducción excluye. Las llamadas “aplicaciones
del amor” no son más que dispositivos de seducción, pero esta no hace lazo: la
seducción es sólo para corroborar la posición deseante, sin un lazo efectivo con el
otro. Por eso los seductores terminan siendo impotentes después. ¿No es común
escuchar que hoy en día la impotencia masculina es un síntoma común en la
consulta? ¿No es habitual que las mujeres nos cuenten que salieron con un tipo y
“mucho chat, mucho chat, pero después no le funcionó”?
A propósito de la ternura, recuerdo el caso de un varón que me comentó algo que
le pasó hace unos años. En una relación ocasional, con una chica que había
conocido en un espacio común, se encontró con algo que lo asustó muchísimo: en
la cama, ella varias veces le dijo “Qué hermoso que sos”. Nunca más la llamó, pero
el efecto de las palabras quedó. Este recuerdo llegó como resultado de unas
asociaciones que partían de una duda respecto de su relación con los hombres: ¿no
sería acaso homosexual, si le gustaba ver la belleza de algunos de ellos? Ahora
bien, ¿por qué admirar cuán hermoso es un varón se vería acompañado de un
deseo? En efecto, ese encuentro –cuyo saldo sexual fue más bien secundario– tuvo
como resto que él pudiera apropiarse de una mirada que hasta ese entonces era
intrusiva. No digo que asumiera una mirada femenina, pero sí que ser visto por una
mujer –que no es su madre, pero se reveló como un sustituto– tuvo como efecto
una ampliación de su erotismo. Y digo que fue un sustituto, porque si bien nunca
más llamó a esta mujer (para una cita), sí siguió en contacto con ella y siempre
estuvo cerca de ella en los momentos en que estuvo embarazada. Él resume su
relación con ella con la expresión “una inmensa gratitud”. Me parece justo, porque
demuestra que lo tierno –como relevo de lo maternal– es lo que produce ese
agradecimiento que reconoce una deuda, operación simbólica que hace del otro un
otro en sentido estricto y no un mero objeto –como un celular o una computadora.
Como ya dije, nadie le agradece a las máquinas que funcionen.
Esta última consideración sobre las máquinas nos lleva a otro asunto, a la manera
en que nuestros modos de vida son cada vez más funcionales, tendientes a una
mayor comodidad. Ya perdimos el encanto de la resistencia de los objetos y, por lo
tanto, de los cuerpos. El erotismo supone siempre un cuerpo que resiste. Hace poco
vi la película Her, que muestra estas cuestiones, incluso anticipadamente (ya que
es del 2013). Se trata de un mundo hiperfuncionalizado, en el que la gente camina
por la calle y desde un auricular responde correos; entra a la casa y las luces se
prenden solas, ¿cómo alguien no habría de encontrar en un sistema operativo su
mejor pareja? Ahora bien, ¿no es ésta una metáfora perfecta de cómo las
condiciones narcisistas ganan terreno por sobre las eróticas? No es casual que
antes de instalarse en su computadora, el programa pregunte por la relación del
usuario con su madre. Aquí falla la sustitución edípica, que incluye en definitiva
también la diferencia del otro; en esta sociedad del futuro (que es también la
nuestra) gana la fantasía ampliada, como rechazo del cuerpo. Hay una escena muy
interesante, cuando el protagonista conoce a una mujer y, en camino a la casa, ella
le dice cómo besarla (“No metas tanto la lengua, mejor más con los labios”), la
resistencia del otro cuerpo –que puede revelarse como intrusivo– es sancionada
como inadecuada. De la misma manera, cuando el protagonista –que es un pobre
niño atado a la demanda del otro; que es un tonto seductor dispuesto a darle al otro
lo que pide: cartas de amor, una recitado que le produzca la chance de acabar en
una hotline– pasa una noche sexual con su software, ¿qué ocurre? ¡Necesita
aclararle que no son nada! La interpretación es inmediata: es un mundo en que los
otros son un objeto y no otros, en el que la chance del encuentro erótico está
proscrita, que nos encontramos con la inquietud por cómo hacer con la pareja, de
qué manera darle un estatuto al vínculo, ya sea asegurándolo o aclarando que no es
tal. Este es un mundo sin ternura, a no ser la que se vive con los amigos, como le
ocurre al protagonista con su mejor amiga –también en compañía de un sistema
operativo, luego de separarse. Ese es el futuro, cada quien con su sistema, que no
es más que decir que no hay más pareja que la de la fantasía, sin lazo con el
cuerpo, con aquello que nos puede conmover.
Es interesante cómo en esta película se confirma también no hay nada peor que la
confirmación de la propia fantasía. Se podría creer que eso lleva a la felicidad,
pero en realidad es todo lo contrario: cuando el protagonista se enamora de su
sistema operativo, deja de ser un seductor para transformarse en un celoso. Le
pregunta si acaso ella habla con otros y la respuesta es maravillosa: claro, habla
con miles de personas. Y, acaso ¿se enamora de alguien más? Por supuesto, de
cientos. Es una secuencia maravillosa, porque muestra cómo seducción y celos son
reversibles, como el seductor es tal para no ponerse celoso, para escapar al síntoma
de los celos, que a veces son la forma más desesperada de que la alteridad del otro
se nos presente. Los celos no son siempre un síntoma neurótico, sino que a veces
son el síntoma típico de las parejas a las que les cuesta encontrar un afuera, es
decir, cuyo espesor no puede incluir la ausencia y recaen una y otra vez en la
simbiosis, en el pegoteo, en el reclamo de presencia.
¿No es éste el modelo de la pareja contemporánea? La pareja del siglo XXI, ¿no es
la pareja acosada por delirios de traición, por la fantasía de separación permanente,
por el anhelo de transparencia? Ahí donde al matrimonio le alcanzaba con el
respeto, este modelo actual impone el control sobre el deseo, es decir, la fidelidad
en su versión más grotesca, ya que supone saber todo sobre el otro. Como la
llamaba Silvina Ocampo en un poema: “la tediosa y vulgar fidelidad”, de esta
época en que se hackean cuentas, se revisan teléfonos y demás. En que dejamos de
escuchar al otro para espiarlo.
La pareja de este siglo que comienza, pareja post-matrimonial, acosada por el
temor a no ser amado lo suficientemente, a ser dejado, a que nos abandonen, que
deja de lado el erotismo y la ternura –el erotismo de la ternura– es la pareja que
nace de la búsqueda de un compañero sexual y termina en el sillón mirando
Netflix; es una pareja de niños frente al televisor, sin diferencia sexual, sin que
haya lo otro del sexo, porque ambos, los dos, han continuado con la relación con la
madre, sin sustitución. Son parejas de lo materno (con la madre), antes que de lo
maternal; es decir, de quienes se han podido apropiar de la capacidad de cuidar, de
dar cuidado y protección, ese amor que se es tal cuando reconoce que después de
amar y temer, a veces toca dejar partir.
Para concluir, voy a contar un caso, con el que situar la importancia de la ternura y
de desplazar el eje de la pareja –si se tiene o no– a la cuestión del amor, a su
fundación erótica. Voy a retomar también una inquietud planteada sobre la
impotencia masculina, ya que esta última puede tener diversos sentidos psíquicos:
puede ser un indicador de deseo, algo que ya desarrollé en un libro; pero también
hay una lectura que hice de la impotencia en términos de una insuficiente
erotización –muy común hoy en día en varones, como dije antes. La primera idea la
propuse en mi ensayo Ya no hay hombres; la segunda en mi capítulo para la
compilación Matar al macho.
Todavía estoy de acuerdo con ambos puntos de vista, nombran fenómenos
distintos. Una coordenada se relaciona con el varón para el que la ternura y el
deseo van por vías distintas y, por ejemplo, cuando se enamora, no puede. ¿Qué lo
hace más deseante? Esto indica que esa mujer no es una más, es diferente a las
otras, no está ahí solo para calmar un impulso corporal. En la segunda coyuntura
tenemos, para el caso, al joven muchacho que no termina de hacer de una mujer la
causa de su deseo, porque permanece apegado a su narcisismo de seductor, más
apegado al erotismo de la masturbación (en la que no es impotente) que al
encuentro con otro cuerpo.
Ahora bien, a partir de lo que hoy desarrollé sobre el erotismo, quisiera proponer
una tercera vía, la que ocurre en ciertos varones cuando no se trata de que sean
impotentes de entrada, sino que este síntoma aparece en un momento de
transmutación erótica. Para ser más claro, quisiera contarles el caso de este varón
que –resumo– conoce a una mujer y empieza a tener una vida sexual regular con
ella. En principio, la cosa va bien, incluso él se empieza a enganchar. Cuenta que
el cuerpo de esta mujer le resulta muy placentero, que le gusta mucho verla
desnuda, que en la cama la pasan bárbaro. Se enamora, pero aún así no se revela
como impotente; el sexo es algo que él sabe manejar, se jacta de saber cómo “coger
a una mujer”. Le parece más bien que ella tiene menos experiencia, que se aviene
demasiado a lo que él propone, como si ella se prestara a ser un objeto para su
satisfacción. Entonces, sorpresivamente, aparece una impotencia transitoria.
Trae la cuestión al análisis. No entiende qué pasa, si todo está bien. Está contento
con esta mujer, ¿cómo puede ser que de repente se haya deserotizado así? ¿Quiere
decir que ya no le gusta? Sin embargo, él no siente eso. En este punto, cuenta que
nunca fue del todo impotente, sino que más bien le cuesta arrancar, pero que
después se “mentaliza” y la cosa sale bien. Le pregunto al respecto y con algo de
vergüenza me dice que recurre a ciertas fantasías. Piensa en alguna película porno
que vio en la semana, pero también en esta misma mujer, se la imagina en alguna
otra escena. Le digo que su impotencia se puede deber a que quizá no quiera estar
en la cama con ella como en una película porno… que a lo mejor usa para
masturbarse. Así es que reconoce una diferencia interesante: él sabe cómo coger a
una mujer, había dicho antes, pero en realidad esa situación es un tanto solitaria,
no es cierto que conecte tanto con el cuerpo del otro cuando recurre a esta
“técnica”. Puede coger, sí, pero ¿coge con otro? Un poco avergonzado me dice que
esta mujer le gusta mucho, pero que también hay algo que lo asusta, cierto temor
que no puede precisar.
Un diagnóstico inicial podría haber sido el de histeria masculina, pero a mí esas
cosas no me conforman. No creo que haya diagnosticar a nadie cuando está
enamorado (por cierto, ¿qué enamorado no es un poco histérico?) y este varón
estaba tocado por el encuentro con esta mujer. Era llamativo lo que había
nombrado como la anuencia de ella a una posición de objeto. ¿Sería algo así? ¿No
sería quizá el lugar que él también le había dado? Es lo de menos, puede ser
realidad o no; es decir, es posible que ella tuviera una actitud complaciente con el
deseo del varón; el punto es que ¡no es lo que quería! Más bien es como si para él
se hubiera planteado la pregunta de estar con una mujer de un modo diferente; no
solo a los varones que antes estuvieron con ella, sino incluso a él mismo. Sin duda
el amor es algo transformador.
Dicho de otra forma, es como si a él no le hubiera alcanzado con ser potente. ¿Qué
otra opción más que la impotencia le queda para dar cuenta de este movimiento?
La verdad es que es algo extraño. Dije antes que tildaría de histérico sería ridículo.
¿Se lo podría llamar “varón feminizado”? Al menos en el punto en que pareciera
renunciar al goce del falo, o de ir más allá. Habrase visto, un varón que no sólo
quiere cogerse a una mujer, ¿qué más puede querer? En fin, designar como
femenino lo que se debe al efecto del amor sería prejuicioso. Hace falta dar un
paso más.
 Un tiempo después este varón me contó que había algo que le resultaba un
incordio en las relaciones sexuales con esta mujer. En realidad, se trataba de algo
que le daba placer, tal vez demasiado: adoraba besarla. Podía pasarse largos
minutos besándola; no sólo en los labios, que le gustaba chupar y morder, sino
recorrer su espalda con la lengua, cercar sus costillas, la ingle, bajar hasta lo más
profundo de su cadera y demorarse. Ella podía no pedirle mucho más y, durante un
tiempo, el sexo propiamente dicho –si es que existe algo así– quedó reemplazado
por este goce oral.
Me parece interesante este desplazamiento, como si él hubiera pasado de un goce
masturbatorio con el cuerpo de otro (que llamaba “saber coger”) a un goce
autoerótico y oral; pero esta regresión, antes que una perversión –no más perversa
que cualquier otro placer preliminar– indicase una redescubrimiento del erotismo.
Me explicaré mejor.
En cierta ocasión este paciente vino y me contó que había recuperado el interés por
la penetración en las relaciones sexuales con esta mujer que, para entonces, ya era
su novia. En realidad no lo dijo así, sino que para referirse a una situación puntual
en la que habían tenido sexo en el fin de semana, dijo: “Qué bien me cogió”. Noté
el cambio respecto de la expresión original (en la que él es activo y coge), al lugar
pasivo que se nombraba. Le pregunté y me dijo que algo había cambiado en ella;
dicho de otra forma, es curioso que le atribuya a ella esta iniciativa, ¿quién puede
decir si no fue un cambio suyo? Poco importa. La cuestión es que él comentó que,
desde hace un tiempo, ella empezó a tocarlo; no sólo cuando estaban en la cama,
sino cuando estaban en la cocina, en algún ascensor; es decir, ella –para
parafrasear un giro que él usó– se hizo amiga de eso que él lleva entre las piernas.
Es interesante esta distinción, entre él y su falo, para situar cómo ella ya no está en
esa posición de objeto que espera un acto; ella directamente se dirige a quien
manda y deja de hablar con su representante. Para decirlo con una frase de Lacan:
ella se volvió “la dueña de su erección”. No obstante, no importa hablar de ella –
dado que no fui su analista– sino de lo que implicó para él este movimiento.
En todo caso, para terminar, situé una suerte de deconstrucción erótica en este
paciente: del goce fálico al goce oral, para luego regresar a un goce que incluye el
falo, pero que enlaza con el otro. No sabría muy bien cómo dar cuenta de lo que le
pasó a este varón en el encuentro con esta mujer, pero sí que su vida fue distinta.
Es claro que el motor del movimiento está en el amor, pero toca la relación con el
deseo y el goce. De este último ya dije algo, pero del deseo es importante decir
algunas cuestiones: su deseo es viril, pero ya no es (solo) un deseo posesivo, sino
que también es receptivo. Lo diría de este modo: él encontró un cuerpo en el
cuerpo de esta mujer; en la medida en que ella también quiso ocupar otro lugar
para su cuerpo y no solo “dejarse coger” –perdón por ser tan bruto para hablar de
estos temas, pero ya estamos en el final.
Quizá no haya mucho más para decir, aunque quizás alcance con agregar que se
trató de dos personas que se quisieron conocer, que se animaron a la ternura; que
quisieron construir un erotismo, que es un movimiento mucho más profundo y
prolífico que coger. 

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