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El guache camina perdido en la sabana durante la noche, buscando regresar a su asentamiento. Teme los peligros nocturnos como osos e insectos. Considera refugiarse bajo hojas o zarzas, pero decide seguir caminando para mantenerse despierto. Se cae por un hueco oscuro al ceder el suelo bajo sus pies, rompiéndose las costillas. Yace herido, sangrando y sufriendo el frío, contemplando su posible muerte.
El guache camina perdido en la sabana durante la noche, buscando regresar a su asentamiento. Teme los peligros nocturnos como osos e insectos. Considera refugiarse bajo hojas o zarzas, pero decide seguir caminando para mantenerse despierto. Se cae por un hueco oscuro al ceder el suelo bajo sus pies, rompiéndose las costillas. Yace herido, sangrando y sufriendo el frío, contemplando su posible muerte.
El guache camina perdido en la sabana durante la noche, buscando regresar a su asentamiento. Teme los peligros nocturnos como osos e insectos. Considera refugiarse bajo hojas o zarzas, pero decide seguir caminando para mantenerse despierto. Se cae por un hueco oscuro al ceder el suelo bajo sus pies, rompiéndose las costillas. Yace herido, sangrando y sufriendo el frío, contemplando su posible muerte.
Se desvanece el terco espejo averiado de las sombras
que forman el camino de regreso al guache. Su cara permanece calma aunque la angustia se acumula en su pecho, quizá por miedo de hacer aún más turbia la tiniebla. En vano busca luz alguna en un improbable horizonte de la llanura que le indique un dónde ir, pues ignora que su madre ha dado a todos en el asentamiento la orden de apagar el más mínimos fuego o brasa, así como de callar incluso las voces de los pasos en el espesor de la hierba y las hojas. La guaricha, en definitiva, no quiere que el regreso de su desobediente hijo sea uno fácil y corto. El guache, entonces, camina adivinando el terreno azaroso, encontrando, unas veces, tierra húmeda, y otras, ardiente ortiga. Piensa en buscar un asomo de terraplén para acurrucarse con el escaso calor de sus ropas y su cuerpo, pero el recuerdo de posibles osos e impacientes aguiluchos le quita la idea de la cabeza. También piensa buscar abrigo cubriéndose de hojas de frailejón, pero lo retiene el temor a los dioses. Piensa que, si bien caminar significa enfrentar más peligros, estar despierto disminuye su vulnerabilidad. Decide seguir haciéndose camino entre los matorrales (en algún lugar todos han decidido acostarse, orando por el perdido Guerrero). Aprieta los dientes al caer sobre las espinas de un arrume de zarzas de mora. Se pregunta si no será mejor quedarse ahí, protegido por las espinas que ahora penetran tras el algodón su espalda y sus brazos. Cierra los ojos luego de contemplar las estrellas sobre él, e intenta vencer el frío que se enjuta en los huesos e ignorar el sufrimiento del cuerpo esquivando la vigilia. Sueña con una serpiente tan grande y ágil como un río, que arrastra sobre su lomo los lodos acumulados de las montañas e hinchados cadáveres que se enredaron a su paso con sus cauces, esquivada por hombres profundamente distintos a él, pero cercanos de algún modo. Un vacío lo saca del sueño. Siente que la tierra cede bajo los brazos del zarzo. Cae rasgando la piel y sus ropas en un oscuro hueco. La caída es seca. Aunque pudo haber muerto cae, rompiéndose las costillas. sobre un costado. La sangre brota de su cuerpo. No logra reprimir un sordo sollozo y piensa con envidia en los cuerpos desmembrados sobre la serpiente de su sueño. Respira con dificultad, su nariz llena de mocos, sus huesos un helado horno y en su boca la saliva espesa que se mezcla con amargas flemas.