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Ha bajado la noche sobre la sabana.

Se desvanece el terco espejo averiado de las sombras


que forman el camino de regreso al guache. Su cara permanece calma aunque la angustia se
acumula en su pecho, quizá por miedo de hacer aún más turbia la tiniebla. En vano busca
luz alguna en un improbable horizonte de la llanura que le indique un dónde ir, pues ignora
que su madre ha dado a todos en el asentamiento la orden de apagar el más mínimos fuego
o brasa, así como de callar incluso las voces de los pasos en el espesor de la hierba y las
hojas. La guaricha, en definitiva, no quiere que el regreso de su desobediente hijo sea uno
fácil y corto. El guache, entonces, camina adivinando el terreno azaroso, encontrando, unas
veces, tierra húmeda, y otras, ardiente ortiga. Piensa en buscar un asomo de terraplén para
acurrucarse con el escaso calor de sus ropas y su cuerpo, pero el recuerdo de posibles osos e
impacientes aguiluchos le quita la idea de la cabeza. También piensa buscar abrigo
cubriéndose de hojas de frailejón, pero lo retiene el temor a los dioses. Piensa que, si bien
caminar significa enfrentar más peligros, estar despierto disminuye su vulnerabilidad.
Decide seguir haciéndose camino entre los matorrales (en algún lugar todos han decidido
acostarse, orando por el perdido Guerrero). Aprieta los dientes al caer sobre las espinas de
un arrume de zarzas de mora. Se pregunta si no será mejor quedarse ahí, protegido por las
espinas que ahora penetran tras el algodón su espalda y sus brazos. Cierra los ojos luego de
contemplar las estrellas sobre él, e intenta vencer el frío que se enjuta en los huesos e
ignorar el sufrimiento del cuerpo esquivando la vigilia. Sueña con una serpiente tan grande
y ágil como un río, que arrastra sobre su lomo los lodos acumulados de las montañas e
hinchados cadáveres que se enredaron a su paso con sus cauces, esquivada por hombres
profundamente distintos a él, pero cercanos de algún modo. Un vacío lo saca del sueño.
Siente que la tierra cede bajo los brazos del zarzo. Cae rasgando la piel y sus ropas en un
oscuro hueco. La caída es seca. Aunque pudo haber muerto cae, rompiéndose las costillas.
sobre un costado. La sangre brota de su cuerpo. No logra reprimir un sordo sollozo y piensa
con envidia en los cuerpos desmembrados sobre la serpiente de su sueño. Respira con
dificultad, su nariz llena de mocos, sus huesos un helado horno y en su boca la saliva
espesa que se mezcla con amargas flemas.

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