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Por fin sintió los guijarros de la otra orilla bajo los pies y
luego la roca sólida, y entonces se permitió detenerse y
respirar agitadamente. Se aferró al primer árbol con el que
se topó, apretó la frente contra la corteza y se echó a reír.
Había interpuesto el traicionero río entre ella y la oscuridad
de la que huía; se rio porque descubrió que estaba
plenamente viva.
El árbol que abrazaba olía a dulzor y a almizcle y a la
savia que se agitaba en lo más profundo de sus anillos,
porque el árbol sabía que pronto llegaría la primavera y que
después de ese sueño blanco se elevaría el verdor de la
vida nueva.
Y ella no estaría muy lejos cuando el manto blanco del
hielo fluvial se rompiera por completo.
No lo vería resquebrajarse, pero sí lo oiría mientras
avanzara por el bosque, el boom del hielo al romperse. Y se
imaginaría una avalancha, un alud de rocas al caer por un
desfiladero, quizá incluso el estruendo de una tormenta
invisible fraguada en las nubes.
Si bien era cierto que el río había puesto una barrera entre
los hombres del fuerte y ella, la chica sabía, por más que
tratase de olvidarlo, que eso no la protegía de los hombres
que moraban en estas otras tierras, quienes podían estar en
cualquier parte, quienes podían estar vigilándola en ese
preciso instante. Tembló. El miedo a esos hombres era el
miedo a lo desconocido, dado que los había visto muy poco,
solo una vez en otoño, cuando los powhatan habían sido
amigos de los del asentamiento, aunque a regañadientes.
Una chiquilla lista y risueña que según los rumores era hija
del rey powhatan había llegado con sus sirvientes para
obsequiarles con venado y cestas de maíz; era tan enérgica,
tan segura de sí misma, que había retado a los muchachos
del fuerte a dar volteretas y se había puesto a dar volteretas
con ellos en su radiante desnudez, con el largo mechón
trenzado en la parte posterior de la cabeza, por lo demás
rapada, dando coletazos sin parar. El pastor, el marido de la
señora, la estuvo observando desde la puerta de la iglesia, y
al notar que la mirada sarcástica de su esposa lo veía mirar
a la chica, se había ruborizado y había siseado: Qué
vergüenza que esa criatura lasciva muestre sus partes
pudendas ante los ojos de los hombres.
Y la señora, cuya lengua siempre había sido como una
daga, dijo: Ay, qué vergüenza que mires las partes
pudendas de una niña.
Y el clérigo escupió y se quedó quieto, y tras un largo
silencio también se echó a reír, ya que al principio del largo
y oscuro invierno todavía le quedaba una vena de oro
dentro.
Había sido por detrás de los hombros de sus señores por
donde la chica había observado con admiración a aquella
niña tan libre y a los jóvenes y fuertes porteadores que
llevaban la comida, todos ellos con un lado de la cabeza
afeitado y palos colgando de la cintura y tatuajes en la cara,
y uno incluso tenía una serpiente amarilla de mascota y un
pendiente ensartado en la oreja. Y aunque la chica, desde
dentro de la iglesia, había sentido una inmensa curiosidad y
había querido acercarse a hurtadillas a aquellos jóvenes, no
tuvo tiempo, porque se marcharon casi tan pronto como
habían llegado. Así que se quedó sin saber nada de ellos,
salvo lo poco que le habían contado.
En cuanto la relación con el pueblo de los powhatan
empezó a agriarse, se propagaron los rumores sobre sus
oscuras artes, y el temor cundió en el corazón de los
colonos al saberse entre enemigos que eran muy superiores
a los ingleses en número, unos enemigos que, además,
comprendían la tierra mucho mejor y tenían costumbres
envueltas en sombra. Eran desconocidos y, por lo tanto,
extraños. Esos rumores se desbordaban por los alrededores
y regresaban a los oídos de la chica en oleadas de terror, de
modo que las historias que oía por casualidad o le contaban
por la mañana siempre volvían a ella por la noche para ser
relatadas de un modo infinitamente peor.
Porque una de ellas, reflexionó mientras caminaba tan
rápido que casi parecía que corriese, era la historia de aquel
soldado al que le arrancaron la cabeza del cuerpo para
luego meterle pan en la boca, como para burlarse de la
desgarradora hambruna que todos los colonos sufrían.
Porque otras eran las numerosas historias de los hombres
que tenían que volver arrastrándose al fuerte después de
los ataques o de salir a hacer trueques, con las manos
apretadas sobre la coronilla para evitar que la sangre
manara a borbotones, pues les habían arrancado el pelo y la
piel hasta dejar a la vista el hueso del cráneo.
Y porque aún otra, la peor, era una historia que se
remontaba a la primera oleada de colonos, cuando los
caballeros que habían llegado a esas tierras se habían
negado a mancharse las manos con el imprescindible
trabajo duro y los soldados tenían sed de tesoros y no
hacían otra cosa que buscar oro, algo que no encontraron.
En esa época sin dios, había existido un soldado que se
había topado con una de las chicas powhatan en el bosque,
y enloquecido por las ansias de la compañía de una mujer,
había tirado al suelo a la chica y se había apoderado de su
cuerpo mientras ella chillaba y lloraba, y tras abusar de ella,
la dejó allí tirada, sangrando entre la tierra y el polvo.
Transcurrió algún tiempo, y entonces, un día en que ese
mismo hombre estaba en la bahía recogiendo ostras,
levantó la mirada y descubrió que sus compañeros no
estaban cerca, que habían desaparecido como si alguien les
hubiera dicho que huyeran, e incluso los pájaros en los
árboles guardaban silencio y esperaban. Entonces, como si
salieran por arte de magia de la niebla que flotaba sobre las
aguas, varias mujeres empezaron a tomar forma a su
alrededor y se fueron acercando hasta acorralarlo en
silencio. Antes de que pudiera gritar, le pusieron una tira de
cuero en la boca para que estuviera callado y no chillara,
luego lo arrastraron lejos por la cabellera, y esa misma
noche, cuatro mujeres lo ataron desnudo como un recién
nacido a los árboles gemelos que se veían desde las puertas
del fuerte, con las piernas y los brazos bien abiertos y el
cuerpo tan estirado que casi le chasqueaban las
articulaciones. Después encendieron una hoguera delante
de él, de modo que su piel pálida relucía contra la oscuridad
que había a su espalda, y soltaron la mordaza para que sus
alaridos se oyeran incluso en el corazón del fuerte.
Entonces, de repente, más mujeres surgieron del bosque
con afiladas conchas de ostra en las manos. Con esas
conchas a modo de cuchillo, las mujeres fueron
despellejando lentamente al hombre, y lo primero que le
arrancaron fueron los párpados para que no tuviera más
remedio que ver lo que le estaban haciendo. Después, le
desollaron los brazos, las piernas y la barriga, y fueron
tirando la piel al fuego ante sus ojos en carne viva. Luego le
arrancaron la lengua de la boca para que, aunque no
pudiera pronunciar palabra ni rezar a su dios, todavía fuese
capaz de gritar a través de esa boca anegada en sangre.
Luego le quitaron sus partes pudendas. Primero los
testículos, después el miembro viril. En ese momento, por
fin, perdió el conocimiento por completo, y ellas esperaron a
que se despertara de nuevo, cantando y riéndose, antes de
hacerle contemplar cómo arrojaban sus inútiles partes
masculinas al fuego devorador que no paraba de crepitar.
Solo entonces tuvieron piedad de él y le rebanaron el
pescuezo y dejaron que su sangre caliente cayera formando
vapor sobre el suelo helado.
Esa historia se contaba entre murmullos como prueba de
la impiedad y el ateísmo que reinaba entre esas gentes,
pero los pensamientos de la chica ya habían quedado
atrapados por una atrocidad anterior, la cometida contra la
muchacha de las gentes del lugar a la que habían tirado al
suelo y violado; era como si ella misma pudiera sentir la
tierra en la boca, la presión del pesado cuerpo del hombre
sobre sus huesos, porque esa brutalidad de los cuerpos de
los hombres... ella, sí, ella misma, también la conocía.
Y a la vez, mientras los hombres del fuerte susurraban y
contaban esas historias de miedo, había una parte de la
chica que se resistía, que cantaba un bajo contrapunto, para
recordarle el puente que cruzaba el río en la ciudad que la
vio nacer y el modo en que los enemigos de la difunta reina
habían acabado con la cabeza clavada en picas a la vista de
todos, las barbas ondeando al viento y la boca abierta
incluso muertos, como si gritaran en silencio. Y mientras
tanto, bajo ese alarde de violencia, las carretas cargadas de
verduras, con sus nabos y sus coles, avanzaban sin
inmutarse, y los campesinos pensaban en la cerveza y el
pan que les esperaba y ni se fijaban en esos horribles
símbolos de muerte.
Porque, en efecto, la impiedad, el ateísmo y el asesinato,
como bien sabía la chica, no estaban en absoluto limitados
a los habitantes de ese nuevo país.
Ocurrió también, cuando algunas mujeres y niños del
fuerte desaparecieron durante la larga y abyecta hambruna,
que los hombres del consejo dijeron enfurecidos que los
hombres del lugar se habían deslizado en el fuerte, sigilosos
e invisibles como el viento, y los habían secuestrado. Pero la
chica siempre se preguntó si de verdad había sido así, si no
podía ser que las mujeres más inteligentes, al ver el peligro
en ambos bandos y sopesarlo, hubieran agarrado a sus hijos
y se hubieran fugado para unirse a la vida de los otros,
incluso aunque eso implicase que las emplearan como
esclavas. Porque era cierto que las madres, habiendo
perdido ya su libertad cuando parieron a esos hijos,
habiendo quedado atadas a la tierra a través de ese nuevo
cuerpito tierno y suave que ahora debían proteger para
siempre, eran las únicas que comprendían el delicado
equilibrio entre el precio de la libertad y el precio de la vida
de sus retoños.
Hubo un tiempo, durante los mayores sufrimientos por la
renuncia de la pequeña Bess, en que la propia chica estuvo
a punto de hacer lo mismo, agarrar a su querida niña,
cargársela a la espalda y huir con ella lejos del fuerte para
tratar de salvar su frágil vida.
Y sin embargo, existía una vergüenza tan honda que no
podía admitirse a plena luz, pero que casi todo el mundo
sabía y susurraba: que algunos de los hombres de la otra
gente, aquellos que conocían el terreno y vigilaban el fuerte
y sitiaban a los ingleses desde el territorio de los powhatan,
habían nacido en realidad con nombres como John y Peter y
Richard, habían conocido las campanas de la iglesia y el
estrépito de los caballos y las carretas por el empedrado.
Que esos hombres habían sido ingleses que se habían
fugado del fuerte cuando los colonos empezaron a morir,
que habían dado la espalda a la luz de dios y entregado sus
almas al diablo en un desesperado trato por mantener sus
cuerpos con vida. Se decía que esos ingleses apóstatas
conocían perfectamente las debilidades de sus semejantes
y el ridículo alcance de sus provisiones, y que habían
ofrecido ese conocimiento a cambio de su vida.
5
Adiós, mi dulce barca, dijo en voz alta. Has sido una buena
sirvienta y te he querido mucho.
La embarcación despidió un resplandor oscuro desde el
fondo del río, como aliviada de poder regresar al reino de la
madera muerta.
La chica cogió el remo hecho de un tablón, que la había
arañado y causado ampollas y transportado durante
muchas leguas, y al que, a cambio, sus propias manos
ensangrentadas habían pulido hasta dejarlo liso y
reluciente, y se apoyó en él como si fuese un bastón con el
que ayudarse a sortear el rocoso terreno mojado que tenía
ante sí.
Caminó.
Pie de fuego tras pie de fuego.
El cuerpo entero en llamas. Encendido. Extático.
Un paso más. Un paso más.
Hasta el crepúsculo caminó. Se le cerraron los ojos, pero
avanzó sin ver.
Fuera de ella se cernió la oscuridad de la noche.
Dentro notó una oscuridad fruto de la nada de dios.
En una ocasión abrió los ojos en un claro iluminado por la
luna, con los árboles abrazados a su alrededor formando un
ardiente bosque vigilante; la tierra revuelta por la primavera
desprendía un olor tierno en la noche plateada, y espesando
el cielo con su luz más discreta estaba el aro casi disuelto
de la luna.
Movió los dedos de las manos; movió los dedos de los pies.
Manos y pies, brazos y piernas.
Se dio la vuelta y miró hacia arriba. El precipicio por el
que había caído apenas era más alto que un hombre subido
a un taburete. Había resbalado por una ladera cubierta de
musgo. Una caída no muy prolongada, y después un
aterrizaje más blando que el agua.
Y el musgo y los insectos y los pájaros le cantaron hasta
que se durmió otra vez.
Tenía una silla que había fabricado con sus propias manos
un invierno, tallándola con el cuchillo a partir de un buen
roble macizo, con un asiento de tiras de caña alisadas y
entretejidas, hondo y cómodo, un asiento tan bueno como el
del gobernador inglés del asentamiento, en otra vida.
Arrastraba la silla al sol y se sentaba a contemplar el juego
de la luz sobre las sombras y el movimiento de las nubes, y
dejaba que las voces le hablaran sin cortapisas.
Las órdenes y las bromas de su señora, el balbuceo de la
pequeña Bess, las ocurrencias de los pretendientes y los
músicos y los poetas, los ininteligibles sonidos del idioma
del soplador de vidrio susurrados en su oído.
Y fue entonces, en su visión de un final alternativo,
cuando la más antigua y más extraña de las voces regresó a
ella, aunque estaba segura de que era el eco de una
conversación extinguida mucho tiempo atrás.
El fin está cerca, decía la voz. ¿Te arrepientes del rumbo
que ha tomado tu vida renacida?
No, dijo ella tras pensarlo. Porque soy una mujer con
buena suerte.
Y ¿te arrepientes de haber perdido a tu dios en la
espesura salvaje?
No sé mucho de números, la verdad, pero sé que nada
menos nada sigue siendo nada.
¿Lamentas dejar este lugar, que te ha permitido estos
años de vida?
No, contestó, porque la plaga de los ingleses llegará
también a este lugar remoto. Se expandirá por esta tierra y
la infestará, y devorará a la gente que estaba aquí antes; la
masacrará, la diezmará. El hambre que hay dentro del dios
de mi gente solo puede saciarse con la dominación.
Dominarán hasta que no quede nada, luego se comerán a sí
mismos. Yo no pertenezco a ellos. No lo haré.
Y ¿hay algo que podrías haber hecho para cambiar el final
de tu historia?
¿Yo, que nací siendo nada y soy nada? ¿Con este cuerpo
insignificante y esta vida insignificante?
Podrías haber acudido a los otros, a las gentes de esta
tierra, que han ayudado a hombres y mujeres y niños del
fuerte y los han mantenido con vida.
Y pensó en eso, en la larga vida que habría podido tener
entre la otra gente con sus costumbres y sus dioses y sus
alimentos y su idioma, y sintió pena y rabia hacia sí misma,
porque el miedo a los otros había superado el miedo a lo
salvaje.
La crítica ha dicho:
«Absolutamente envolvente».
Booklist
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial, a partir del diseño
original de Henry Petrides
Ilustración de portada © Joe McLaren
ISBN: 978-84-663-7575-7
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Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Agradecimientos
Créditos