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Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Porque hay que contarlo…
Khünbish…
PRIMERA PARTE
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SEGUNDA PARTE
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42
43
44
45
46
47
48
49
50
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TERCERA PARTE
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70
71
72
73
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Álex Prada
Alerta y libre hasta el final,
guiado sólo por un aroma
E. CHILLIDA
Sigamos adelante
para admirar la nieve
hasta llegar al sitio donde caigamos
BASHO
y me tocaré
y si mi cuerpo sigue siendo
la parte blanda de la montaña
sabré
que aún no soy la montaña
JOSÉ WATANABE
Porque hay que contarlo. Porque siempre hubo y siempre
existirán los relatores que construyen la realidad usando con
exactitud los mismos colores de la realidad y para ello
imaginaron las palabras más certeras y a la vez más
arbitrarias pero de algún modo había que contarlo, habrá que
contarlo, esta historia por ejemplo, este viaje en el que apenas
había palabras o miles de palabras construidas en tantos
idiomas, quizá algún rugido que anuncia la metamorfosis, un
crujido filtrado al lenguaje, quizá las onomatopeyas como
barro por tomar aún su forma, el gesto inaugural, el objeto
como presente y como mensaje, aquel mundo en el que no se
había hilado gramática alguna pero sí estaban ya la luna y el
riachuelo que antes fue nieve y antes fue nube y antes fue mar
y acaso el caracol ya envuelto en su espiral y el orégano
cumpliendo cada una de sus etapas. Riachuelo, nieve, nube,
mar, caracol, orégano, por decirlo de algún modo. Porque hay
que contarlo y lo vamos a contar así, con estas palabras que
no existieron o que ya existían pero con otros envoltorios,
hijas de otros aromas, de otras pestes, tantas palabras que ya
estaban ahí en forma de moldes, de perfiles palpables, reno,
azagaya, melena, colmillo, ladera, terror. Mamut. Y se nos
permitirá decirlo de este modo y no de otro, porque así fue
exactamente.
(Desembocadura del río Yuribéi,
península de Yamal,
año 2002 d. C.)
—Mi hijo mayor, Ogodei, salió ayer hacia los Tsaatan para
acompañar a un equipo de televisión sueco. Ha aprendido
inglés leyendo los libros olvidados o regalados por los turistas
que vienen a dormir a esta yurta. Y hablando con ellos. Tiene
el don de la palabra. Nadie se sentó a explicárselo. Lo hizo
todo él.
—No hará falta ningún guía. No me será difícil seguir el
camino de todos modos.
—Quizá los encuentre todavía en Morön. Iban a estar unos
días ahí antes de subir al norte.
—Puedo llevarle algún mensaje si lo cree oportuno.
Kublai no dice nada y le da un sorbo a su vaso de té.
Khünbish ha pasado su primera noche en la yurta donde
Kublai vive junto con su mujer y sus hijos. El pequeño ha
desayunado el primero y está voceando a las ovejas,
organizándolas para el ordeño, la otra forma de sobrevivir que
tienen además del hospedaje de viajeros. De turistas. La yurta
es un museo de banderolas de distintos países del mundo,
Khünbish distingue la americana, la china, una que podría ser
de Italia o México, por supuesto la rusa, algunas que le suenan
pero que no sabría ubicar correctamente. En las repisas que
pueblan los distintos rincones de la yurta, Kublai ha ubicado
miniaturas de distintos monumentos: varias torres Eiffel,
alguna torre inclinada de Pisa, la fuente de Roma con sus
figuras retorcidas, un Drácula de yeso del país de donde sea
Drácula… Para cumplir con los requisitos, tienen un libro de
firmas y testimonios en una pequeña mesita junto a la entrada
de la yurta con varios lápices y bolígrafos esparcidos a su
alrededor, también ceras de colores rotas y gastadas. Khünbish
se ha parado en algunos de los textos del libro y distingue
sobre todo inglés, algunos idiomas que desconoce totalmente y
varios dibujos de aves, ovejas y flores que a Khünbish le
resultan demasiado entusiastas para el lugar en el que se
encuentra. Ojalá él pudiera dejar algo esperanzador, trazarlo
con esa alegría infantil con la que están hechos todos esos
dibujos de colores, porque Khünbish entiende que por aquí no
pasarán muchas familias haciendo turismo con niños.
—¿Vienen niños por aquí?
—No es lo habitual.
—Nunca se sabe. A estas alturas, nunca se sabe.
Junto a la mesa de firmas tienen un cesto de mimbre lleno
de guantes, orejeras, gorros de lana, bufandas e incluso algún
jersey sucio.
—Puedes coger lo que quieras. Para eso están. Se los dejan
aquí y otros se los llevan. Así de sencillo.
Khünbish mira por encima el montón de ropa y decide
dejarlo como está. Se siente descansado, hacía meses que no
se levantaba con la mente tan limpia, sin sueños que le
atormenten. Como si de repente no tuviera miedo, como si la
distancia que ya ha recorrido fuera la suficiente para sentirse
verdaderamente un hombre fuerte, alguien que lleva grabado
en su frente, con nitidez, el objetivo que le ha hecho huir.
Porque ahora se atreve a sentirlo así, también como una huida.
—Pregunta por Otgonbayar. Estará todavía en el
campamento de invierno. Él te dará cobijo, él te encontrará el
caballo adecuado. No dejes de tomar su pan casero. Cómprale
si puedes algunas piezas para tu viaje. Y escucha todas las
historias que te cuente. Es descendiente de los Tsaatan, por su
sangre corre aún su sabiduría.
Kublai parece destensarse con el té y empieza a usar frases
más prolijas, más adornadas, hablándole a Khünbish de los
Tsaatan, sobando la historia que probablemente haya
compartido tantas veces. Cuenta la superioridad de su forma
de vida, la paz con la que llegan y se van de este mundo y,
entretanto, lo transitan, su relación con las estaciones y con la
continua aparente hostilidad que los rodea.
—Los viajeros, esos suecos que vienen con sus cámaras,
piensan que lo extraordinario de los Tsaatan es lo innecesario
de sus vidas, la absurda fijación de quedarse a vivir en un sitio
como ese, de una forma como esa, con un metro de nieve bajo
sus pies. Se preguntan por qué no se van a zonas más cálidas, a
lugares donde encontrar la comida ya elaborada o clasificada
en envases. Pero ellos vienen de un sitio peor. Mucho más
inhóspito. El movimiento tendría más sentido al revés, los
Tsaatan yendo a esas ciudades para intentar comprender el
porqué de tanta cosa innecesaria. Quizá debería haberles
avisado de que el verdadero trabajo con sus cámaras tenía que
ir en sentido contrario.
Khünbish compra a la familia algo de carne seca antes de
ponerse en camino. Sus botas y su ropa interior parten
calientes. Desde la puerta de la yurta, sin saber muy bien por
qué, alza el brazo derecho para despedirse del hijo pequeño,
que en ese momento está persiguiendo a un corderillo que no
tendrá un mes de vida. Khünbish no acierta a adivinar si el
niño persigue al animal por puro juego, sin motivo concreto o
si por el contrario le dará cuchillo esta misma mañana tras
agarrarlo. El niño, que repara en el aspaviento de Khünbish a
lo lejos, se detiene, lo mira y vuelve a su carrera sin
responderle.
9
Para qué un mundo tan grande; tanto para unos seres tan
diminutos.
Cuando Dira dice, o piensa, lo de «seres diminutos» no está
hablando, o pensando, solamente en dimensiones, en
envergaduras, en pies o manos, en manadas o en hormigueros,
también está calculando los inmensos espacios, las explanadas
recorridas por el viento, o también la fragilidad, cómo es capaz
de crujir el caparazón de un escarabajo, la complejidad de la
raspa de un salmón que lo mantiene inhiesto y que a su vez
puede quebrarse con tanta facilidad. Realmente, Dira, cuando
mira desde allá arriba, delante ya de lo que la cortina escondía
al otro lado, en lo que está pensando es en Lud, Lud muerto en
sus brazos, tanto mundo para tanto dolor, tanto espacio para
tan escaso, tan precario tiempo.
Todo es lo mismo.
Como cuando encuentra su rostro en el agua en calma,
aquel otro lado de la cortina es una copia exacta de su lado, del
lado conocido.
Habrá otros poblados, otras Diras. Pero no habrá otros
como Lud. Tanto infinito para tanta finitud.
Hay que bajar. Ha pasado dos noches dentro de la cortina,
suficientes para vencerla, para que quede a su espalda el fin
del mundo. Ya no puede distinguir si es su imparable ansia de
avanzar la que de repente es capaz de resumir en un ligero
esfuerzo el haber llegado hasta allí, el haber desmontado el
monstruo que cada día marcaba el horizonte allá en el poblado,
el monstruo que todavía lo está marcando a todos aquellos que
ha dejado atrás. El admirable monstruo. El misterio
indescifrable. Ha tuteado a los dioses y ya no se acuerda.
Porque Dira, allí arriba, demorando aún sus siguientes pasos,
toma aire profundo y es todo futuro, ha olvidado los senderos
cerrándose en zarzas que se pegaban a sus brazos y sus piernas
para no dejarla pasar, la pendiente en la que tuvo que avanzar
a cuatro patas, aquella piedra que cedió bajo su pie derecho y
casi la hace caer desde una altura suficiente como para
romperse varios huesos. Las serpientes, los murciélagos por la
noche. Y el alimento, la trampa vacía, la piedra que no atinaba,
inmediatamente el milagro, cuando parecía todo perdido, de
un nido a un alcance razonable, el sabor de los huevos de
quién sabe qué bichos y aquellas dos langostas que tuvo que
masticar, aún vivas, para sentir que seguía alimentándose. Y el
miedo de la segunda noche, el vértigo de saberse perdida
dentro del estómago de algún animal mastodóntico, perdida
para siempre. Dira no sabe todavía lo que es un laberinto y
aquello acaba de ser una intuición ya. Pero Dira está marcando
la posición del sol, busca algunas sombras en la llanura que
tiene delante, solo repara en lo venidero. Sus armas están
afiladas. Sus pies están fuertes y decididos. Hay que bajar.
Me engañaron.
Los primeros pasos, sin embargo, los da rota, enojada, a
pecho descubierto, sin medir distancias, atropellada. Dira está
bajando llena de odio y se asusta por la idea que acaba de
inundarla por dentro. Me engañaron. Precisamente la cortina.
Solo había que descorrerla y al otro lado estaba, está todo esto,
lo negado.
Son unos cobardes.
Dira podría cerrar los ojos y seguir bajando a ciegas.
Porque ha perdido toda prudencia. No ve una piedra
fuertemente adherida al suelo y se golpea con ella en su pie
derecho, cae al suelo sin remedio. Se levanta. Se sacude.
Siente cómo le crece un escozor a la altura de la pierna
izquierda, debajo de la rodilla. Le robaron el mundo allí en su
poblado, dentro de sí mira las caras de todos y cada uno de los
miembros de aquel lugar que ahora le parece soñado y siente
por ellos asco y odio, odio y vergüenza, vergüenza y miedo.
Todavía le queda luz al día, ya está al pie del otro lado. Ahora,
de nuevo, la llanura, inversa, remota, virgen.
Malditos cobardes. Aquí estoy.
Mientras el camino llano va reduciendo las pulsaciones de
Dira, el zumbido de sus sienes, donde se le había condensado
la ira, acaba por desaparecer y Dira de repente quiere
deshacerse del ataque, necesita serenar su rencor, hace
esfuerzos por entender que no puede ni tampoco necesita
buscar lo que no necesita encontrar, esa idea de que alguien
alguna vez tenía que haberle contado todo aquello, las
eventualidades de cualquiera de los puntos cardinales. La
posibilidad de andar en línea recta y no en círculos. Pero fue
ella, tuvo que ser ella y nadie más que ella quien salió aquella
vez, quien supo entender al Humano que piaba, quien no dejó
su mensaje pudrirse dentro de sí, quien fue a Brah y lo sacudió
hasta que dejó caer sus frutos maduros. Quien encontró la
excusa, aquella, esta, como pudo, como puede ser otra, para
avanzar, para abrir el camino. La montaña que se mueve. La
última montaña que se mueve y que igual pronto va a
desaparecer.
La cortina no existe.
15
La luz.
Y ahí delante, de nuevo, nunca se ha ido, es la de siempre
pero ahora tiene más cuerpo, más hondura, la luz. El mundo.
Lo que entra por los ojos. Dira se palpa las órbitas, cierra,
abre, ejercita los párpados buscando el acierto, el error, la
ranura por la que entender la luz, lo que entra por los ojos. O
lo que sale de ellos. El pino torcido que crece casi paralelo a la
tierra, tullido pero tan orgulloso, único, lleno de vida,
vehemente, lo tiene delante, lo tuvo delante y ya quedó atrás,
se sentó sobre él para entenderlo, para agradecerlo, sigue cada
día ahí, en la montaña, en sus ojos, creciendo
milimétricamente. Lo que entra por los ojos. Lo que irradian.
Los pájaros.
De qué están hechos los ojos de los pájaros, cómo saben
encontrar a su presa desde allí arriba, qué matices pueden
llegar a discernir. Ruro, el hombre al que ponían siempre en la
vanguardia durante las partidas de caza, era capaz de localizar,
entre todos los verdes y todos los marrones, aquel que
palpitaba conformando un cuerpo blando, aquel al que había
que ensartar. Dira quiere encontrar dónde reposa todo eso que
está ahí afuera pero que entra dentro de ella cada jornada, cada
intento, cada descuido. El sol yendo o recién llegado, la línea
del horizonte, el polvo allá lejos, el minúsculo polvo que a
veces parece envolver el mundo. O quizá vaya todo al revés y
son sus ojos los que dibujan el perfil de las montañas, el
blanco retorcido de los abedules. El mundo naciendo de sus
ojos.
Los peces.
Los peces bordeando las piedras en su loca carrera, río
arriba o siguiendo la corriente como si fueran parte de ella,
como si fueran agua. Los peces huyendo, jugando la partida de
la muerte, entre sus piernas. De cerca, cuando alguno de ellos
ya está palpitante en sus manos, los ojos de los peces parecen
estar hechos del fondo del río, como si el río entrara y saliera
de ellos continuamente. Dira se golpea la frente, introduce el
dedo meñique por el oído y no consigue llegar demasiado lejos
buscando el pino, la montaña, la yegua luchando contra los
niños, la bandada de pájaros que ayer entró por sus ojos y
todavía ve. Los ojos. Si los cierra todo desaparece. Nada
existiría si no fuera por sus ojos. Pero cuánto penetra por su
boca abierta al relente de la mañana, de qué forma se entera de
lo que le rodea con su nariz, cuánto sabe su oído de cada
atardecer. De los grillos. De toda esa luz.
Las sombras.
Frente a ella está su cuerpo hecho sombra, como cada tarde.
Apenas le queda ya luz al día. Por sus ojos entra un bosque
que ahora, ya sí, trae flores nunca vistas, diminutas cabezas
moradas con millones de delgados pétalos arracimados
desordenadamente, inhiestas campanillas blancas y elegantes
al final de un tallo de un verde puro, enredaderas que atrapan
en su fluir los troncos de los árboles, enormes pétalos blancos
que Dira recoge del camino, ya caídos de su formación, y
estudia, carnosos, algunos más amplios que su propia mano.
Muerde uno. Lo mastica pensando en la intoxicación, en la
fuente de la eterna juventud. Quiere pararse con cada
acontecimiento, con cada regalo que le traen sus ojos. O su
nariz. O los vellos que adornan su piel y que también saben
dar su respuesta a lo externo. Huele a lluvia. Efectivamente las
primeras gotas caen decididas contra las enormes hojas de los
árboles que la rodean y que todavía no tienen nombre.
La lluvia. Para qué huele la lluvia. Dónde huele dentro de
mí. Cómo se pronuncia.
Y Dira se intuye, sin entenderlo, pero creándolo sobre una
masa informe, en el centro del mundo, en el corazón de algo
que todavía no lo es pero que ya es el mundo definido dentro
de sus contornos. Los pájaros, los peces, las sombras, la lluvia.
La luz. La última montaña que se mueve. Todo lo que viene a
buscar aquí, a este lugar inexistente pero tan palpable. Y su
poblado, mientras va cayendo la noche más lentamente que
ningún otro día de la existencia, le parece ahora lejano en su
justa medida, necesariamente lejano, y Dira aprieta los puños
orgullosa de haber seguido caminando hacia delante, siguiendo
el rastro de todos estos motivos.
Lud. Lo portaremos todo en nuestras manos.
Al fondo, porque este mundo hecho de estos contornos a
veces también actúa con benevolencia, sus ojos, ciertamente,
sus dos ojos, le dan una pared de piedras contra la que se
aprietan altos árboles de amplias copas. Allí tendrá su cobijo
esta noche.
24
Bum. Hay que preguntar por un tal Bum en el bar del hotel.
Hotel Khuvsgul, en pleno centro de Morön. No serán ni las
nueve de la mañana. Una jauría de perros callejeros olfatea la
fachada en busca de un lugar adecuado donde mear. Alguno
parece realmente enfermo. En cuanto traspasa la puerta
principal, Khünbish se da cuenta de lo sucio y de lo poco
apropiado que va para entrar en un hotel. Y eso que es solo el
principio de este largo camino de ir deshaciéndose. Pero ya
está dentro y, pese a que todo tiene un aire a medias casero y a
medias insoportablemente frío, Khünbish no logra quitarse esa
sensación de intruso. Para alivio suyo, ni siquiera necesita
preguntar por el bar porque enseguida lo tiene a su izquierda.
Y una vez allí tampoco necesita interaccionar con alguien para
preguntar por «un tal Bum» porque en aquel lugar
excesivamente iluminado por fríos neones que tiene el mismo
aire incómodo de una sala de espera de hospital hay una sola
persona dejándose caer en un taburete de la barra. El tipo que
seguramente sea Bum consume un brebaje rojo que bien
podría ser jarabe para la tos, viste pantalones y camisa de
camuflaje militar rematado todo con unas sandalias de verano
totalmente desubicadas para el frío que todavía hace. De todos
modos, sus pies parecen tan tumefactos y curtidos como las
patas de un rinoceronte. En el pelo lleva una cinta como la de
los karatekas de las películas. Es chino. O coreano. O
tailandés. O todo junto.
—¿Tienes ya lo de tu welcome drink?
Bum ha sido el primero en hablar. Sin preámbulos ni
presentaciones. No puede ser de otra manera.
—¿Perdón?
—Yo te la gestiono. ¿Cerveza o blanco? El tinto no te lo
recomiendo. Si aspiras a algo más allá, hay que pagar. Este
veneno tampoco te lo recomiendo.
El veneno es el jarabe para la tos vertido en una copa de
champán horizontal que ahora levanta Bum por encima de la
cabeza como un trofeo. Sus manos son absurdamente
delgadas, casi femeninas.
—Vengo a lo de los portes.
—Primero la welcome drink y luego los negocios. Oh my
Buddha. Necesitas tu cupón.
Khünbish piensa en mensajes en clave, en espías, en la
policía, en que lo mismo se ha olvidado algún paso previo que
contenía la información necesaria para enterarse de lo que
ahora mismo le está hablando este estrafalario que se supone
que le tiene que pasar por la frontera y llevarle a través de las
llanuras del sur de Rusia.
—No me contaron nada de…
—En recepción. Diles que Bum dice que hay que dar la
bienvenida como Buda manda. Cerveza o blanco.
—Son las…
—Tinto no te lo recomiendo.
Khünbish entiende que no tiene más remedio que seguir las
indicaciones de Bum.
—Has llegado el primero en este porte. Por eso te toca el
uno.
Khünbish le vuelve a mirar de arriba abajo, sin entender
nada de lo que está pasando, percibiendo que lo mismo todo
ha sido, está siendo, un error. Uno más de los muchos que le
esperan.
—Y puedes elegir asiento, claro.
Khünbish duda qué hacer, si salir corriendo por la puerta y
no volver a saber nada de todo aquello o por el contrario
seguir las grotescas indicaciones de Bum. Todo coincide con
lo que le contaron. Pero. Más por vergüenza que por ganas,
decide acercarse a la recepción y accionar el timbre dorado
para ser atendido.
—Dígame.
—Aquel señor de allí me dice que…
—¿Está usted alojado aquí?
—Eh, no, eh, la verdad es que no.
—Entonces…
—Ese señor…
La señora de la recepción, una enorme mole con brazos
excesivamente cortos, pone cara de resignación y asco y saca
de debajo del mostrador un cupón rojo en el que se lee en
letras doradas WELCOME DRINK. Khünbish coge la
cartulina y vuelve sobre sus pasos para seguirle el juego a
Bum.
—Cerveza o blanco.
—Cerveza.
—Bum dispone. Tú tranquilo, Número Uno, si sigues lo
que Bum dispone va a salir todo bien. Nos espera un camino
largo.
—Me llamo…
—Para, para. Mejor que no lo cuentes. Número Uno está
bien.
Khünbish tiene delante su cerveza de las 9.30 de la mañana.
Bum remata su última intervención escupiendo en el suelo del
bar del hotel con la confianza que da la familiaridad de ciertas
costumbres. Oh my Buddha.
—Además de los que van y vienen, tenemos un Número
Dos fijo que hay que recoger a orillas del lago. Va con
muletas. Creo que tiene una pierna de las dos que
habitualmente tienen los seres humanos. Una mina. La gente
con taras siempre facilita las cosas. El policía de la aduana se
entretiene mirando la manga o la pierna del pantalón vacías, se
compadece, piensa que menos mal que a él no, que qué suerte
tener dos brazos y el papeleo se le olvida.
Khünbish lo intenta con la cerveza. Está caliente y agria.
—Por el camino habrá pocas de estas, Número Uno, así que
aprovecha y te la bebes. Pero tampoco nos faltará té caliente.
Te han contado todo sobre dinero y condiciones, ¿verdad? En
dos días estamos metidos en Rusia. Luego todo seguido. Bebe.
Y Bum, que sigue actuando como si fuera un funcionario
del servicio postal nacional, con su misma mezcla de hastío y
agilidad por el trabajo mil veces repetido, sigue contando y
haciendo preguntas que él mismo se responde mientras
Khünbish bebe pequeños sorbos de su cerveza.
Salen a la calle. Morön empieza a cobrar vida, el sol va
calentando sus rincones, los perros no dejan de perseguir sus
sombras y los rastros de porquerías que puedan mantenerles
vivos un día más. Bum se desplaza chancleteando
desagradablemente, con el cuerpo echado hacia atrás y la
prominente panza haciendo contrapeso hacia delante,
deambulando como si el mundo estuviera entero a su
disposición. Cruzan dos manzanas y enseguida encuentran el
Mercedes de Bum.
—Este es. Este coche nos va a enterrar a ti y a mí. El
ingeniero alemán que lo diseñó y los esbirros que atornillaron
cada pieza pueden estar tranquilos porque hicieron bien su
trabajo. Espero que estén en la gloria más absoluta.
El primer olor que le viene a Khünbish ya dentro del
Mercedes es el de la atmósfera a la vez acogedora y maloliente
de un ajado refugio de montaña.
25
—Rusos…
La introducción de Bum se queda un rato flotando en el
Mercedes como una mosca que acomoda su vuelo a la inercia
del coche tras entrar por la ventana, se palpan los puntos
suspensivos, se enlentece la pausa justo antes de concretar el
argumento. Lleva puesto un casete de unos horribles cantos
guturales mongoles que sin embargo se acompasan
perfectamente con las cunetas atestadas de nieve. A Khünbish
la música le aplana los sentimientos. Bum se lamenta en
silencio diciendo «no» exageradamente con la cabeza, como
haciendo esfuerzos para no soltar todas las barbaridades que se
le están ocurriendo. Hoy le toca exhibirse. Tiene uno de esos
días.
—Estos endemoniados rusos. Mejor ni preguntar. Mejor
pasar de largo. Yo os dejo donde hemos acordado y me vuelvo
sin bajarme de este trasto.
Lo dice como si fuera la primera vez que recorre esas
tierras, como si Khünbish y Número Tres fueran las primeras
personas que han contratado sus servicios.
Número Tres va detrás, sigue aferrado a su petate caqui.
Cada vez que mueve la bolsa sale de ella un desagradable olor
entre pescado podrido y orina acartonada. Al principio Bum le
pidió que echara el bulto al maletero pero tanto Khünbish
como el chófer ya se han acostumbrado a los olores que
desprenden Número Tres y sus pertenencias. Número Tres es
chino, se llama en realidad Jian. En cuanto tuvo una
oportunidad en una parada mientras Bum corría a mear detrás
de unos árboles, Jian le dijo su nombre y su procedencia a
Khünbish, como si con eso se sintiera más seguro, menos
estafado.
Jian, aquel que está lleno de energía, aquel que se
caracteriza por su buen estado de salud. Todo eso le contó en
un chino lento y detallado para que Khünbish no perdiera ni
una sola de las palabras. Khünbish sin embargo cree que este
Jian debe de estar podrido desde dentro. La excepción que
confirmará la regla.
—Generalizar siempre, ciertamente, cualquier mongol
perdido en el desierto puede saber esto, generalizar siempre es
un juego arriesgado. Pero esas cosas existen, los caracteres, los
principios… Las tradiciones. Todo el mundo sabe,
especialmente los rusos lo saben, que un mongol es, con
muchas probabilidades, un auténtico chapucero. Un chapucero
torpe aunque eso sí, barato y poco exigente. Debes
perdonarme, pero es un hecho. Luego habrá el esperable
Einstein mongol, eso no puedo discutirlo.
Jian mira por el retrovisor interior a Khünbish, que ni se
inmuta en el asiento de delante. Sigue adormilado por el viaje
y por la música. Además, los discursos de Bum le anestesian
con tanta eficacia que ni siquiera aquellos contenidos
supuestamente hirientes le hacen reaccionar de manera
ofuscada.
—Nuestro amigo mongol es un buen conversador, sin duda.
Para mí que es japonés en vez de mongol. Habla como los
haikus. Poco pero bien rimado.
Y Bum se jalea su propio chiste.
—Así que dejadme generalizar un poco, no os pongáis tan
serios. Es bueno para la salud. Generalizar, quiero decir.
Disminuye las probabilidades de tener cáncer.
Y Bum les da otra pausa, quizá esperando el aplauso, para
inmediatamente continuar el discurso correspondiente a esa
mañana.
—Malditos rusos. Tienen sus escritores y sus poetas como
todo el mundo. ¿Hay poetas en Mongolia, por cierto? Los
chinos no contáis, que lo habéis inventado todo. Pero todos
esos que andan por ahí metidos en estos pueblos sucios,
abandonados. De tanta nieve y tanto frío se han congelado por
dentro. Son capaces de llegar a una maldad inimaginable para
el resto de los mortales. Mejor no pararse, mejor que no se nos
pare el Mercedes y no haya que mantener una conversación
con ellos.
Y Bum usa una vez más su cabeza enmarañada para indicar
a un lado y a otro hacia dónde tienen que dirigirse sus
palabras.
—Tú pareces un poco ruso. Tienes mentón de ruso.
Sin dejar de mirar la carretera, Bum mueve todos los
músculos de su rostro cuando recibe la inesperada frase de
Jian. El chino sabe hablar. Directo al mentón. Tras varios
segundos de silencio, Bum lanza una de sus carcajadas contra
la luna delantera y le responde a Jian.
—Precisamente, Número Tres. Endemoniados chinos.
Pasan en ese instante por un puente de tablas de madera que
traquetean dentro del coche mientras el cantante mongol del
casete llega a un éxtasis cavernoso, áspero. Los tres habitantes
del Mercedes de repente se notan extrañamente cercanos,
unidos por la conversación. Khünbish cree que es el momento
adecuado para fumar.
—Vamos a fumar.
Jian y Bum acatan las palabras de Khünbish sin decir nada.
A los pocos minutos, Bum está orillando el Mercedes. Se
detienen junto a un templo levantado con modestia, más bien
una ermita de piedra entre pueblos olvidada hace años por sus
fieles. Las enredaderas y las placas de musgo parecen querer
hacer suya la piedra de los gruesos muros. Delante de la ermita
hay un banco. La mañana, por supuesto, es fría pero un tímido
sol se extiende abarcando la hierba y el banco de piedra y
parte de la fachada de la ermita y hace que la parada sea más
llevadera.
—Fumaría incluso.
Jian le ofrece a Bum de su bolsa. Jian lleva tabaco de liar.
—Es una forma de hablar. Jamás. Pero parece como si yo
mereciera menos esta pausa que vosotros. Si me pongo
filosófico mirando el horizonte, los árboles, las nubes pero sin
fumar se me pone más aspecto de loco que a vosotros que
estáis con el tabaco. No es justo. Miradme aquí con los brazos
cruzados. Un loco sin remedio.
Los tres se acomodan en el banco de piedra, que gracias al
sol ha ganado algo de temperatura. Los tres miran el Mercedes
aparcado a un lado de la carretera, miran los alrededores
cubiertos de humedad, los árboles con algunos restos de hielo,
un cercado de forja con lápidas, un camino de tierra que se
pierde curveando detrás de la ermita.
Cruza sobre ellos un aguilucho llevando en sus garras algo
correoso, algún tipo de serpiente pequeña.
—Los rusos. Espero que no aparezca ninguno. Leí el otro
día en algún periódico, quién sabe dónde, cómo se estaba
recuperando la fauna en Chernóbil al estar vacía de humanos.
Solo Buda sabrá qué mutaciones tendrán esos pobres animales
pero decía la noticia que de repente están registrando lobos y
ciervos y águilas donde antes no había ni rastro. Tendríamos
que aprender de vosotros, ahí en Mongolia, siendo tan pocos.
Sobramos más de la mitad. Rusos, chinos y polacos y de todo.
En el artículo venía una foto de un lobo, mitad blanco, mitad
gris, mirando a la cámara en la estepa, en el bosque, lo que
fuera aquello. Tendríais que verlo, qué impresionante animal.
—Yo voy a salvarle la vida a un ruso.
Es Khünbish el que verdaderamente se sobresalta con la
inesperada intervención de Jian. Bum la recibe en silencio,
asumiendo la intención de su cliente chino. Después de todos
esos días juntos en la carretera, Khünbish, inconscientemente,
ha subido a Bum a un pedestal casi infalible y ahora el filósofo
conductor que siempre tiene la palabra correcta va a recibir
una lección. O al menos eso parece que va a ocurrir.
—Qué llevas en esa mochila.
—Su remedio. Lleva un año en la cama. Soy su última
oportunidad. Siempre soy la última oportunidad.
—Debería fumar. Debería empezar a fumar hoy mismo.
Mientras da las últimas caladas a su pipa, Khünbish cae en
la cuenta de que en todo ese tiempo no le ha dado ni un solo
detalle a Bum de cuál es su última parada, de por qué está
haciendo ese largo viaje. Khünbish mira el rostro bonachón de
Bum y en su interior le agradece su discreción, su pausada
sabiduría.
—Entonces eres un chamán. Apunta, Número Uno, apunta
esta, estamos transportando a un chamán hacia el lugar donde
va a llevar a cabo su milagro. Voy a tener que subir las tarifas.
Estoy seguro de que no sabíais que la palabra chamán la
inventaron estos tipos que nos rodean, los rusos,
concretamente los siberianos. De tanto frío y tanto tiempo
solos esos tipos se van volviendo locos, histéricos y
transparentes y empiezan a hacer convulsiones y a ver donde
nadie es capaz de ver y todas esas cosas. Oh my Buddha.
—Tendremos que creerte una vez más.
Jian, aquel que posee una salud de hierro. El ruso al que va
a curar tiene algún tipo de cáncer terminal, de estómago o de
intestino. Jian habla, mientras disfruta al sol de su tabaco, de
alguna obstrucción que le hace vomitar todo tipo de porquería.
No cuenta cómo contactaron con él, tampoco qué tipo de
servicios ofrece y mucho menos cuál es su tarifa. De
vagabundo maloliente, por culpa de todo lo que cuenta, Jian se
convierte en una especie de ninja o de gurú que conoce cada
planta que le rodea, cada humor, cada designio celestial.
—Efectivamente, Número Tres, mi bisabuela de la línea
materna era rusa. Lo adivinaste porque eres un chamán. Quizá
fueran los chinos los que inventaran la palabra. Seguramente
fueran los chinos. Oh my Buddha, conduciría ahora mismo con
vosotros tres a Chernóbil a ver todos los animales salvajes que
habrán prosperado estos años sin humanos. Ojalá que no se
nos cruce ningún humano en todo este tiempo.
46
—Toma un trago.
Akim el barquero le acerca en un jarro de latón el agua que
acaba de sacar del río. Será esa su manera de ofrecer una
welcome drink. O de ponerle a prueba y averiguar por dónde
tiene que ir con él. Todo el mundo sabe, incluso Khünbish lo
sabe, que el Obi fluye rodeado de minas de carbón y de
petróleo y de gasoductos y que beber de aquellas aguas tiene
que ser sin duda una experiencia que no deja indiferente. De
todos modos, para que no haya dudas, el barquero bebe en
primer lugar, profundamente, sin dudarlo. Disfrutándolo
incluso. Khünbish no tiene más remedio que acompañarle y se
termina lo que queda en el jarro de latón.
—Llevo cuarenta años bebiendo esta agua. Y cada vez
estoy más sano.
A Khünbish le parece que el barquero efectivamente es el
arquetipo de ruso de piel blanca y cara roja, dispuesto a
agarrar por el cuello a cualquiera y reducirlo hasta la muerte
sin despeinarse, a beber un litro de licor de una vez y seguir
una conversación seria sin desviarse ni un milímetro.
El río tiene todavía algunas finas láminas de hielo que se
van rompiendo con el simple roce de la barca. El aire es suave,
ancho, acaricia con manos frías el rostro de Khünbish. De
nuevo es el primer pasajero pero, según le informó Bum antes
de marcharse, habrá trasiego de gente subiendo y bajándose de
la barca de aquí hasta la desembocadura. En las orillas se
amasan pinos y todavía las últimas nieves, de vez en cuando
alguna cabaña de pescadores, muchas de ellas abandonadas,
otras con algún solitario habitante detenido frente al agua,
como si fuera un poste de madera más, observando con
quietud el fluir de la barca río arriba. El barquero no da mucha
más conversación y Khünbish lo agradece, se deja sobar por el
monótono ruido del motor, por la cadencia de la barca
abriendo las aguas a un costado y a otro, por los paisajes
eternos, detenidos, hechos fotografía si no fuera por algún
pájaro sin nombre que de repente decide despintarse de la
rama de algún árbol o del techo de alguna casucha derruida. Se
supone que no llegarán a pasar la noche en trayecto, si todo va
bien estarán en el destino al final del día. De este día que está a
punto de abrirse y que todavía es la noche del anterior.
52
La salida esta vez se prolongó dos días con sus dos negras
noches, negras hasta la ceguera absoluta, durante los cuales los
doce miembros de la partida estudiaron el asentamiento más o
menos estable de una manada de bisontes, extendida a una
media jornada a pie del poblado y su río. Estuvieron
sobreviviendo con manzanas agrias que fueron encontrando y
las truchas habituales llevadas desde el poblado, con el agua
que transportaron adrede en bolsones hechos de tripas de
onagros, el agua sagrada de su río, bendecida como toda agua
destinada a ser bebida por los cazadores. En la segunda noche
el hombre palo y Dira se aparearon, apartados del grupo,
metidos en un pozo de oscuridad absoluta, de una manera
bruta y a la vez consensuada, sin poder distinguir quién fue el
que tomó la iniciativa, el que forzó al otro, que realmente ya lo
estaba esperando de todos modos. La tarde de la contienda,
lograron aislar a tres bisontes renqueantes y fatigados, el resto
de la manada se quedó al margen pero lo suficientemente cerca
como para podérsela distinguir como mera masa espectadora,
hierática, resignada, falta de iniciativa. Lanzas primero, lluvia
de piedras después, una corta persecución sobre uno de ellos,
el menos torpe, alguna arremetida pronto sofocada, luego ya
las hachas cortas y los gritos grupales de desahogo y alabanza.
Ruro, el líder una vez más de la partida, hizo los honores en el
rito del respeto, aquel juego que nadie supo cómo llegó a ser
indispensable cada vez que algún pez o algún cuadrúpedo era
abatido para convertirse en alimento.
Ya no estás. Gracias por la lucha.
Y metía la mano dentro de las tripas por una incisión
previamente realizada con el cuchillo reservado al rito y
sacaba algo de sangre, algo de tripas, algo de grasa, un tendón,
un cartílago y lo lamía con parsimonia y sumisión y luego
marcaba el lomo de la víctima con aquel trozo de carne o con
aquella sangre todavía caliente y repetía las palabras y
entonces aquello ya estaba preparado para el
descuartizamiento y el transporte.
Tres veces lo hizo, tres veces el grupo de hombres y la
manada de bisontes, pintada en su pausa a unos pasos de la
escena, vieron la consagración de las víctimas. Posteriormente,
el grupo preparó las pieles y las cornamentas y las quijadas y
los trozos de carne y algunos huesos especialmente robustos y
fue distribuyéndolos para el viaje de vuelta. A Dira le tocó
cargar uno de los cráneos, puro adorno extravagante, y un
trozo de carne todavía goteando sangre pero no sentía el peso,
igual que el resto del grupo, todavía envuelta en las
emociones. Atrapada entonces por aquella nube de sangre y
ritos que acababa de presenciar, se sorprendió mirando a lo
alto de unas montañas que iban dejando a un lado en su
camino de vuelta. Mantuvo la mirada un buen rato en aquella
cumbre, intentaba entenderla en sus brumas y en sus
matorrales y en sus formas dudosas, quizá una cabra detenida,
quizá solo una piedra con forma de cabra, quizá simplemente
una sombra o un muerto que desde allí, desde el otro lado,
hecho denso espectro, los espiaba. Tanto quiso entender lo que
le quería decir todo aquello que tuvo que detener por un
instante su avance.
Las luces. Las sombras. Allí. Hay que verlo.
Y de repente sintió la necesidad de tirar allí mismo su
carga, dejar a un lado el camino marcado por el grupo y
dirigirse directamente hacia aquella cumbre que cambiaba una
y otra vez de iluminación.
Hay que verlo. Hay que ver este suelo desde arriba.
El grupo empezaba a alejarse, Dira sabía que no podía
seguir allí parada. Ranu, el hombre palo, se percató de que
Dira no avanzaba y se dio la vuelta para mirarla, se detuvo por
unos segundos esperando que ella retomara su ritmo pero esto
no terminaba de ocurrir. Con su mirada, Dira todavía trazó un
posible sendero practicable hasta la cima desde sus pies.
Voy a subir.
Y retomando el paso, volviendo al grupo mientras el
hombre palo se cercioraba a lo lejos de que Dira finalmente
volvía en sí, se imaginó allí arriba y tomando la decisión de
seguir hacia el otro lado, de vencer a la montaña no solo para
ver su altura, con sus sombras y sus luces cambiantes, sino
para superarla y dejarla atrás.
Voy a subir. Y ver esto desde allí. Y ver lo que no es esto
desde allí.
Y siguió caminando pero ya no caminaba de la misma
manera que antes.
60
Luna.
La luna. Exacta. Fiel. Invencible. Dueña de los cuerpos.
Dueña de la luz. Primera palabra.
La luna la inventaron los niños.
Dira opinaba que la luna la inventaron los niños. A fuerza
de nombrarla. Barbo, el hijo de Fi, era siempre el primero en
encontrarla a plena luz del día, cuando no era más que una
nube casi transparente, un acertijo. Barbo la veía entre los
árboles siendo apenas una línea creciente. Barbo la atrapaba
dentro del río o en las mejillas de su madre. Y decía su nombre
una y otra vez, como si fuera la única palabra que existiera.
Barbo creía que la luna era un disco de hielo, que como el
hielo se congelaba y se hacía una pieza dura y amarilla para
luego ir derritiéndose hasta desaparecer en agua. Y de nuevo
otra vez a empezar.
Luna.
Está dormida.
Está muerta.
Está despierta.
Está viva.
A Brah se le encrespaba el pelo muy por encima de la
cabeza, dándole un aspecto mucho más severo, fuerte,
decidido de lo que en realidad era. Dira iba a veces sola, a
veces con Lud. Aquella mañana Brah trabajaba con su piedra
afilada sobre un trozo de leña de roble. Eran incontables ya las
lunas desde que Brah salió del poblado a su apartamiento para
no volver. No pudo aguantar demasiado estar rodeado de los
demás tras la muerte de su hija Cala. Tampoco supo ir en
busca de su propia muerte. Ahora estaba allí, solo, luchando
por encontrar el rostro de Cala en la madera. Nunca mejor
dicho solo, único habitante que había tomado la decisión por sí
mismo de abandonarse a su propia suerte, de poner tierra y
agua entre él y el resto de seres vivos.
Está tranquila.
Primero Brah le daba forma de cabeza o de huevo o de una
cabeza con forma de huevo al tocón de madera, abedul unas
veces, roble otras, cada árbol daba sus matices, su palidez o su
rugosidad o su delicadeza o su dolor, que Brah estudiaba
lentamente con sus manos, con trágico entusiasmo. Una vez
que tenía ya la forma pasaba a trabajar los detalles de la
expresión, las insinuaciones en las que se transformaba la
anatomía. Sus sentimientos reducidos a la mínima expresión
con aquella herramienta de su inventiva, una punta de lanza
afilada que se encajaba perfectamente en su mano y con la que
iba sacándole a la madera la curva que ya era la cuenca del ojo
de Cala, la línea precipitándose que conformaba la nariz, el
suave promontorio de la frente o los pómulos.
Está feliz.
A Dira le parecía que efectivamente la expresión de la niña
en la madera era de calma, de alegría. No dejaba de
sorprenderle la habilidad de Brah para hablar de Cala con
cuatro líneas certeras, unas cuantas rasgaduras en la leña y ya
estaba allí la delicadeza de aquella niña que se fue para no
volver.
Qué traes hoy. Pregunta.
Ir a ver a Brah, además de la calma, además del abrigo y la
huida del devenir diario del poblado, además del confortable
olor de la madera trabajada, representaba para Dira una
respuesta, siempre acertada, a cualquier pregunta que le cayera
encima. El simple ejercicio de dejar atrás las cabañas hasta que
no quedara ni uno solo de sus habituales sonidos, ni uno solo
de sus reconocibles olores, atravesar el profundo silencio de
los matorrales bajos donde empezaba el sendero, luego el
cañaveral escondiéndola del mundo, más allá abriéndose el
lago en su cristal detenido y tanto cielo encima. Allí Dira se
tomaba su tiempo, se paraba frente a aquello, tan ancho, tan
nuevo, tan abandonado. Todo aquel trayecto ya lo notaba
dentro del pecho, sanándola.
Qué traes.
Por un momento Dira se sintió avergonzada. Avergonzada
de su pregunta, de aquella inquietud que ni siquiera había
planteado todavía a Brah. No solo por lo que tenía de
innecesaria, de gratuita, también porque se le escapaba de las
manos, sentía todo aquello como si fuera un pez recién sacado
del río y que luchaba contra ella para volver al agua; qué
necesitaba exactamente, qué era lo que la hacía retomar una y
otra vez aquel camino, pararse frente al lago y aguzar su vista
para intentar encontrar al otro lado aquello que no iba a
encontrar si no se tiraba al agua y nadaba y nadaba y nadaba
hasta alcanzar lo que aún desconocía. O hasta ahogarse.
Adónde llegaría si caminara y caminara y caminara sin
parar. Una luna, quince lunas. Siempre.
Dira dejó su pregunta en el aire y se puso a mirar entre las
ramas de los árboles que daban sombra al abrigo de Brah
como si estuviera arrepentida de lo que acababa de decir. Brah
cogió del suelo una de las cabezas humanas de madera y
mientras la acariciaba y la pulía con otra de sus misteriosas
herramientas le dio a Dira lo que venía a buscar. Una
respuesta. Una certeza.
Aquí mismo. Verás lo inimaginable, lo que nadie del
poblado puede entender. Y volverás aquí mismo de nuevo.
Dira miraba las manos de Brah yendo y viniendo por el
huevo de madera, delicado, poniendo cada movimiento en su
sitio, cada corte, cada silueta, mientras era consciente de que
en ese momento no entendía nada pero a la vez intuía aquel
mensaje como un huevo, un huevo sembrado en la orilla, en la
más alta de las ramas, del que brotaría el siguiente pez, la más
nueva de las lechuzas.
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