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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Porque hay que contarlo…
Khünbish…
PRIMERA PARTE
1
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5
6
7
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31
32
33
34
35
36
37
38
39
SEGUNDA PARTE
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
58
TERCERA PARTE
59
60
61
62
63
64
65
66
67
68
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Sinopsis

En algún lugar de Centroeuropa, en torno al 6.000 a.C,


en plena transición al neolítico, Dira, una mujer
cazadora, decide seguir su innata curiosidad y salir más
allá de su poblado en busca de pruebas que demuestren
aquello de lo que hablan distintas leyendas: que los
mamuts están desapareciendo de la tierra. Su intención
es ver el último ejemplar de esa majestuosa criatura solo
comparable a una montaña en movimiento, aunque ello
ponga en peligro su vida. Mongolia, siglo XXI, Khünbish,
un paria aplastado por todo tipo de calamidades, es
informado del negocio de los colmillos de mamut
enterrados en el permafrost siberiano colindante al
círculo polar ártico y decide agarrarse a esta última
oportunidad para cambiar su suerte.
La parta blanda de la montaña narra el fascinante
viaje sin retorno de dos personajes separados por siglos
de historias y culturas, un periplo físico y espiritual que
los llevará a transitar las fronteras entre lo vivo y lo
inerte, entre lo que desaparece para siempre y lo que la
tierra nos devuelve tras haber estado enterrado durante
siglos.
Álex Prada vuelve a hacer gala de un lenguaje lírico
propio y, partiendo de elementos de la novela histórica y
la novela de aventuras, invita al lector a reflexionar
sobre nociones como la extinción, la lucha de las
especies o la explotación de recursos naturales en una
trama sobre la búsqueda de sueños imposibles y la
pugna del hombre contra las fuerzas de la naturaleza
que evoca a Werner Herzog y Cormac McCarthy.
LA PARTE BLANDA DE LA
MONTAÑA

Álex Prada
Alerta y libre hasta el final,
guiado sólo por un aroma
E. CHILLIDA
Sigamos adelante
para admirar la nieve
hasta llegar al sitio donde caigamos
BASHO
y me tocaré
y si mi cuerpo sigue siendo
la parte blanda de la montaña
sabré
que aún no soy la montaña
JOSÉ WATANABE
Porque hay que contarlo. Porque siempre hubo y siempre
existirán los relatores que construyen la realidad usando con
exactitud los mismos colores de la realidad y para ello
imaginaron las palabras más certeras y a la vez más
arbitrarias pero de algún modo había que contarlo, habrá que
contarlo, esta historia por ejemplo, este viaje en el que apenas
había palabras o miles de palabras construidas en tantos
idiomas, quizá algún rugido que anuncia la metamorfosis, un
crujido filtrado al lenguaje, quizá las onomatopeyas como
barro por tomar aún su forma, el gesto inaugural, el objeto
como presente y como mensaje, aquel mundo en el que no se
había hilado gramática alguna pero sí estaban ya la luna y el
riachuelo que antes fue nieve y antes fue nube y antes fue mar
y acaso el caracol ya envuelto en su espiral y el orégano
cumpliendo cada una de sus etapas. Riachuelo, nieve, nube,
mar, caracol, orégano, por decirlo de algún modo. Porque hay
que contarlo y lo vamos a contar así, con estas palabras que
no existieron o que ya existían pero con otros envoltorios,
hijas de otros aromas, de otras pestes, tantas palabras que ya
estaban ahí en forma de moldes, de perfiles palpables, reno,
azagaya, melena, colmillo, ladera, terror. Mamut. Y se nos
permitirá decirlo de este modo y no de otro, porque así fue
exactamente.
(Desembocadura del río Yuribéi,
península de Yamal,
año 2002 d. C.)

Khünbish. Aquel que no es humano. El viento le rodea, le


encara allá donde tuerce su rostro, le golpea sin clemencia en
el pecho trayendo consigo millones de minúsculas partículas
de mar. Pero Khünbish ya no ve ni oye ni siente nada más allá
de sus manos y la pala y la tierra negra que tiene delante. Una
lluvia helada va y viene en cortinas sobre su espalda. La tierra
salta con cada golpe de pala, a un lado y a otro, abriendo su
olor a moluscos y algas. En todo este tiempo ha aprendido que
los presentimientos no son más que un juego de la fe, un juego
perverso y agrio. Pero no puede evitar volver a tenerlos, esta
vez sí, esta vez la pala va a chocar con aquello que ha venido a
buscar. Ha perdido la cuenta de los días que lleva trabajando
aquel palmo de tierra, solo, vigilante, agazapado, casi un
fantasma, con la furiosa cadencia del mar acechándole día y
noche. Con la única certeza de un pálpito. Khünbish pierde
definitivamente todo contacto con lo que le rodea y sigue
luchando encorvado contra la arena. Ahora ya ha olvidado el
imparable bramido del mar, ese mar al que llegó después de
tanto, ese mar gris, sucio de espuma, ese fin del mundo. Ha
olvidado el cielo y su lluvia y su nube eterna y su desasosiego.
Ha olvidado el camino, de dónde venía e incluso el motivo que
lo ha traído tan lejos.
Ahora todo su cuerpo es una pala.
(Desembocadura del río Yuribéi,
península de Yamal,
en torno al 6000 a. C.)

Es orina. Lo que huele Dira, el rastro que lleva dirigiendo


sus pasos desde que amaneció, tiene que ser orina. Pero es un
olor insólito, tiene un tamaño mucho mayor que el olor de
otras orinas que Dira, entrenada en las cimas y las hondonadas
de la caza, sabe perfectamente individualizar. La orina del reno
tiene más el borboteo caliente de la espuma, la del uro delimita
el cerco de su intemperancia, la del jabalí es sucia y ácida y
fresca a partes iguales. Pero ahora Dira sabe que hay algo
inédito en esa nube agria que la guía. Y es justamente en ese
instante cuando su corazón bombea casi saliéndose del pecho,
es ahora precisamente cuando a ambos lados de su cabeza hay
un pulso galopando de locura. Y sigue apartando maleza y
sigue sin cálculo alguno de dónde apoya sus pies, de dónde se
ayudan sus manos para avanzar. Ahora solo hay una enorme
sombra al fondo, lejos aún, donde todavía no llegan las lanzas
y las piedras; una montaña de presencia innombrable al final
de todo este olor. Es orina. Y ahora también el mar. La
innecesaria hazaña que la ha traído hasta este instante parece
que se puede condensar de pronto en un suspiro, en una gota
de rocío. Y el mar, tanto camino para llegar a este mar, a esta
lluvia que será lluvia o también el mar alzándose sobre sus
golpes y Dira ya no siente nada de eso, el mar de repente
parece detenido en su enojo, apartado a la espera. Y al fondo,
en el claro que ha dejado la maleza, rodeada de una luz de
polvo propia de un milagro, de justo ese milagro con toda su
paradójica quietud, ya la tiene.
La montaña que se mueve ha dado un ligero paso al frente
que la diferencia de lo inerte.
PRIMERA PARTE
1

Abrigo de piel de oveja, aquella oveja que su padre señaló


con el dedo, aquella oveja que sigue presente con su olor cada
vez que eleva los brazos o se golpea con las manos para
vencer el frío. Dentro, una camiseta interior de algodón que se
trajo del mercado de Naran Tuul cuando no tuvo más remedio
que salir del campamento y pasar unos días en Ulán Bator, una
camiseta lo suficientemente usada como para que se adhiera
como una piel más. Pantalones de piel de oso con relleno de
lana, ancho cinturón ceñido donde caben la botella de vodka y
el arma, cuando hicieran falta; arriba, gorro de piel de vaca,
siempre cuidadosamente blanco, cayendo a ambos lados
cubriéndole las orejas, enmarcándole un rostro con cierto aire
de niño ingobernable. O herido sin remedio. A los pies unas
gutuls que ya perdieron el aire de la ceremonia, que ahora
presentan la pátina de la contienda. Una manta de piel de
bisonte enrollada y atada a la espalda.
El zurrón con la comida, alimento para tres jornadas, un
chusco de pan de centeno, tiras de carne seca de caballo,
cuatro manzanas, una bolsa de arroz. Cubiertos de campaña,
un jarro de latón, la pipa hecha de brezo que encontró olvidada
en aquel tren, tabaco para dos semanas.
Y la Fortuna, el intangible refugio solidificado en una talla
de madera de un soldado que se llevó de casa de su padre
cuando salió de allí para no volver.
Y una navaja.
2

Un pellico de reno macho adornado en la pechera con el


jugo de pétalos de pensamientos azules, cayéndole hacia
delante y hacia atrás con el pelaje aún vivo, ceñido en las
mangas hasta las muñecas. Pantalones de gamuza hasta los
tobillos. Botas impermeables de piel de lobo. Lud secó e
hilvanó los tendones a lo largo de brazos y piernas con su
habitual precisión. Por encima, un poncho de piel de bisonte
que también había moldeado Lud antes de irse para no volver.
Una manta de piel de bisonte enrollada y atada a la espalda.
Collar de molares e incisivos de oso de las cavernas. El grito
silencioso del maquillaje, para creer en una misma y que la
crean los demás, esos que quizá estén al otro lado de la
cortina, al otro lado de las arboledas: dos líneas negras de
carboncillo y grasa de ciervo trazadas con el índice y el
corazón debajo de los ojos, otra en perpendicular desde la
frente hasta la base de la nariz, las manos untadas con barro y
hierbas de la margen del río. Zurrón de piel de gamuza con
cierre de hueso pulido; dentro, comida para tres jornadas,
truchas al inicio, carne de caballo seca para el resto, trozos de
panal envueltos en hojas frescas, ramas de romero para
ahuyentar los malos olores y los malos presagios. Dira no lleva
malos presagios. Para los malos vientos entonces, los que
puedan aparecer detrás de las sombras, esos que vienen de
alguna gruta de ponzoña.
Y las armas. Su lanza de madera rematada con la punta de
los arpones, si atraviesan la piel de plata de las truchas podrán
atravesar aquello que se presente como impedimento. El hacha
corta, de la justa medida de su mano, como Brah le enseñó
cuando hablaron de las distancias y las dimensiones y las
formas del hueso y de la piedra. La azagaya, con el fémur de
lince y la pluma de águila, hija sumisa del viento.
Y la Fortuna, el intangible refugio solidificado en dos
guijarros de río, líneas blancas dibujando en sus costados la
espiral de sus antepasados, antídotos del miedo y de la duda.
Y una flauta.
3

La inercia de las hogueras. Es lo único que le queda vivo a


esa hora al campamento. Cuando sale de la yurta no hay
colores ni sonido alguno, solo una densa niebla que lo congela
todo. Khünbish lleva todavía pegados al cuerpo los últimos
arrullos del sueño, la manta aferrada dentro de los puños, el
picor en la piel del lado del cuerpo más cercano a la hoguera,
el peso casi etéreo de su esposa Enkhtuya, rayo de paz, a su
lado, que respira confiada, como si aquella fuera una noche
como otra cualquiera. Pese a todo, ha podido dormir varias
horas y lo agradece porque lleva la mente limpia, abierta, es
capaz de reducir los millares de kilómetros que le quedan por
delante dentro de una mano, resumirlo todo en un anhelo
diminuto, simple, detrás del que se ensombrecen las enormes
contrariedades que le esperan irremediablemente.
—Padre, mañana saldré con usted.
Khünbish, que ya está lo suficientemente lejos como para
perder cualquier señal del campamento, sabe que Dorji, rayo
de energía o diamante, no lo decía a la ligera. Que es ya un
hombre pese a sus doce años, que sabe reconocer qué escasea
y qué guerra hay que empezar. Acaso no tenga todavía el
músculo pero ya le ha crecido la voluntad. Lo ha dejado
dormido, estuvo atento, todavía unos segundos, quién sabe si
por última vez, al mecanismo de su pecho respirando el
misterioso aire de la noche.
—Tendrás que ir a la escuela. Ese es tu trabajo ahora.
Los primeros pasos ya los da Khünbish orientado hacia el
lugar remoto al que llegará dentro de algunas semanas, quizá
meses. Cada recodo incipiente es crucial, está justificado. A la
hora de camino nota el primer sudor por debajo de las pieles
que le protegerán del frío. Cuando la niebla se ha disipado y
aparece finalmente el paisaje, la enorme llanura que parece no
tener fin, Khünbish siente el vértigo que le estaba esperando,
el miedo necesario, natural, que tarde o temprano tenía que
ocurrir, un enorme nudo en el mismo centro del estómago que
por unos momentos le hace sentir que todo esto es una locura,
que tiene que volver, que seguro que algo sale en el
campamento de Gantulga, con los caballos o con los yaks. Que
no está preparado para la lucha que acaba de asumir. Pero
sigue. Los dos primeros días serán a pie y eso le templará las
dudas. Se encontrará con Otgonbayar para que le prepare un
caballo a un precio razonable. Y luego el coche del chófer
Bum y luego todo se difumina en varios viajes en autobús o
tren o quizá remontar algún río en barca y otra vez a pie o
quién sabe qué. La escalera de postas que tiene por delante, y
que ha estado trazando en secreto durante meses, se le aparece
resumida como si fuera un simple salto de un lado a otro de un
charco y esa simplificación es lo que le salva de no mirar atrás,
de no darse la vuelta. El cielo ya se ha abierto sobre su cabeza
con sus mil tonos azules, con sus blancos y sus grises y sus
haces de luz dorada, compensando en su infinita variedad la
monotonía del camino.
—A qué olerán los colmillos una vez puestos en la
superficie, tantos siglos allí enterrados. Cómo será su tacto,
mármol, madera, hueso podrido.
Llevará andando ininterrumpidamente unas seis horas.
Khünbish se detiene casi por inercia y le cae encima un
silencio infinito. Mete la mano derecha dentro de su zurrón y
comprueba por enésima vez que está todo en su sitio. A unos
metros ve un puente de madera como última referencia de lo
conocido. Una vez estuvo con una partida de caballos por esta
zona, reconoce el extenso pinar al oeste, el torrente helado
donde la manada tomó agua durante varias horas. A partir de
ahí todo será nuevo para él. Nunca ha viajado tan al norte
como lo va a hacer ahora. Decide que antes de seguir tomará
su primera comida. Se sienta sobre una piedra y observa el
agua que ya empieza a bajar con los primeros golpes del
deshielo, mientras tira mecánicamente guijarros al río. No va a
volver atrás. Tiene que ponerse en pie y seguir adelante.
Cruzar el puente y avanzar. Ir al otro lado de este río y a partir
de ahí solo mirar adelante. De repente le invade el casi
invencible arrebato de gritar, de mandar todo lo que tiene
dentro al aire, sacarlo en forma de bocanada desesperada.
—Esta vez no. Va a salir bien. Ahora. Esta vez no voy a
perder.
Khünbish, aquel que no es humano, Khünbish el eterno
perdedor, la víctima siempre, no ha conseguido gritar pero al
menos le está hablando al río, al viento del norte, a las nubes, a
los pinos. Nunca fue capaz de creerse las letanías que le
enseñaron de pequeño, nunca ha sido bueno en eso de
confiarse a ídolos, dioses, «sí lo lograré, oh, todopoderoso, yo
también lo lograré», pero al menos está articulando todo
aquello que en realidad no es más que un hablarse a sí mismo,
un empujón que nadie le va a dar. Y entonces recoge el zurrón
del suelo, recompone su abrigo y pone su primer pie en el
puente.
—Yo también lo lograré.
Khünbish siente el picor en su mano derecha. Cierra el
puño apretando ese mensaje de buen augurio que hace tanto
que no experimentaba. Sobre el puente, tiene un último aliento
para su esposa, para su hijo; a esta hora ya habrán leído su
carta de despedida, su escueta justificación. «Lo hago por
nosotros, por un futuro…», y todavía no termina de creerse sus
propias palabras, nosotros, futuro. Con la mente en otra parte,
ya ha cruzado el puente, el picor de su mano le habla ahora
con mayor intensidad. Todavía le quedan algunas horas de luz
para llegar a su primer refugio, la yurta para turistas de un tal
Kublai. Y no llueve y no tiene frío y no se siente cansado. Y
está seguro de que va a volver con un futuro. «Futuro.»
—Cuánto pesarán, echados al hombro, esos condenados
colmillos.
4

El poblado con su cerca de grillos, el imparable cinturón de


los grillos. Dira los olvida dentro de su ir y venir pero de
pronto se acuerda, se detiene y los recupera, satisfecha. Por
última vez. Los grillos, que todavía son aire, alguna vez fugaz
presencia negra, brillante y escurridiza pero casi siempre aire
que suena.
Sin ellos no hay noche.
Dira escucha los últimos grillos antes de que abra más la
mañana, detenida sobre sus pies, en calma, firme. Algunos
fuegos todavía humean delante de las cabañas. Repasa
mentalmente todo su equipaje, palpa el zurrón, se palpa el
pecho, se palpa la cara, mira hacia un lado y hacia otro, ve la
cortina al fondo.
Lud, vámonos.
Y cierra el puño apretando el recuerdo de Lud, que ya se
fue para no volver.
Enseguida Dira traspasa los últimos límites del poblado,
negándose a mirar atrás. El poblado termina cuando el río y
sus piedras ya no se oyen. Antes ya había probado a salir sola,
varias veces, antes había explorado por un máximo de tres
noches con sus tres días, cerca de los pies de la cortina, en los
recodos inauditos a ambos lados de la llanura, sin necesidad de
un motivo, sin la parafernalia de una partida de caza, sin este
arrojo de ahora que siente distinto, más indomable. En uno de
esos amagos de aventura encontró a aquel Humano que piaba
que le contó por primera vez la existencia de las montañas que
se mueven. Pero en esta ocasión sí, ahora ya se va, más allá,
con un nudo en la garganta, con todo ese silencio inédito que
se condensa hasta hacerse cuerpo, con un galope en el pecho,
con un temblor en las rodillas.
Yo iré.
Y no va a mirar atrás, esta vez es un principio sin final. Y
allí, al fondo, allí donde más lejos pueden llegar sus ojos, está
la cortina, sigue estando la eterna cortina como límite de toda
su existencia, una masa puesta en pie de azul, nubes, brumas,
líneas grises que caen en picado. Y la piedra, la montaña. Dira
lo ve todo yendo hacia arriba, el cielo es vertical en su mirada
y sabe que detrás de aquel telón se extiende el camino hacia
otro lugar, exactamente hacia el lugar que busca dentro de sí
misma. Y avanza y la cortina sigue sin moverse al fondo, va
cambiando sus colores, se hace ahora cristalina, brilla casi
hasta desaparecer pero sigue estando ahí de pie, esperándola y
a la vez yéndose todo el tiempo.
Yo veré la montaña que se mueve antes de que desaparezca,
como hiciste tú, para no volver.
Dira ya ha situado al sol primero, tal y como le indicó aquel
Humano que piaba, marca en sus ojos un pico con forma de
hocico de lobo, un claro de árboles que asciende por la ladera.
Al final del día, el sol siempre te dará en la espalda y
delante de ti vivirá tu sombra.
Así lo interpretó luego Brah, así lo completó para ella.
Brah, mago sin magia, olvidado sabio que consigue entenderlo
todo desde la inmovilidad allá en su cueva a los pies de la
laguna. En esto piensa Dira mientras avanza buscando algún
sendero ya abierto por los renos o los caballos. El resto
necesita los golpes, caer de rodillas, conocer, con la sorpresa
del dolor, el peligro de las púas y las piedras. O el castigo o el
indolente avance o la desorientación o la inconsciencia del
principiante. Brah no. Brah está sentado delante de su cueva,
alejado del resto del poblado, los ojos bien abiertos, los oídos
siempre alerta, las manos con las palmas hacia el cielo o hacia
la tierra, reconociendo todo lo que le rodea y todo lo que está
alejado, todo lo palpable y todo lo infinito.
El sol viene siempre. El sol viene siempre por la misma
montaña. El sol se va siempre. El sol se va siempre por la
misma llanura.
No lo iba a hacer. Pero mira hacia atrás. Ya no ve el
poblado. Y esta vez no está segura de si volverá, no hay plan,
no hay cálculo trazado. Solo el camino que tiene delante. O ni
eso. La mañana es benévola, la mañana es comprensiva con
Dira y la deja llenarse de esperanza pese al vértigo primero. El
frío en el rostro es saludable, las manos todavía no están
maltratadas por el viento, por la lluvia, por la impotencia. La
masa de los días por venir aún no tiene forma.
Alguien hizo antes ese camino. Alguien ya supo antes.
Otras veces nos toca ser los primeros.
Las enseñanzas de Brah las lleva frescas, inmaculadas
todavía, llenas de su indudable utilidad. Brah conoce los
senderos sin necesidad de recorrerlos, sus escollos, sus
altibajos, maneja las estrellas y los vientos, ha estudiado los
accidentes y las repeticiones, lo que es inmutable y lo que se
deforma hasta perder todos sus principios. Y ahora Dira va a
usar esa teoría para ir en busca de la montaña que se mueve.
Tienes que olerlos antes de que ellos te huelan a ti. Escucha
a los árboles.
Dira sube una cuesta empinada casi hasta la verticalidad,
avanza en algún momento a cuatro patas, desde un rellano
vuelve la vista atrás y ni siquiera hay ya hogueras. Solo el
cielo, la inmensa masa azul diaria. Al otro lado sigue la
cortina, que ahora se ha embrutecido como si estuviera
consumiéndose en llamas. Pero cada vez le distingue mejor
algún árbol en una de sus cimas, cuanto más cerca la tiene más
posibles senderos se le abren y calcula que en cuatro o cinco
noches con sus cuatro o cinco días llegará a estar dentro de
ella, sea lo que sea aquello que le espera sin remedio y que
ahora ya no va y viene, ahora ya se ha congelado dentro de su
mirada.
Al otro lado deberás usar lo mismo que a este lado.
El primer animal que Dira encuentra, o la primera Dira que
aquel animal define, es un majestuoso onagro de grueso pelaje
blanco y cola negra. Todavía no necesitan pelear y ambos se
observan como haciéndose preguntas que ninguno de los dos
sabría componer ni responder. Dira no lo pierde de vista,
conoce la fuerza de los cuartos traseros de esas bestias. El
onagro, plantado en el suelo como si fuera un árbol, también
va virando la cabeza y deja a Dira seguir su camino.
Al otro lado deberás empezarlo todo de nuevo.
5

—Con uno de esos colmillos te resuelves diez o doce años


por lo menos, si uno se sabe administrar, claro. Mírame a mí,
por ejemplo, que tengo los bolsillos llenos de agujeros. Aquí
sigo como un ancla.
Khünbish no puede recordar a qué nombre atendía pero lo
que es imborrable es la pestilencia de vómito reseco mezclado
con aguardiente que le salía con cada palabra a aquel que le
contó por primera vez el negocio de los colmillos de mamut.
Estaban, como cada noche, en lo más parecido a una cantina
que había a cien kilómetros a la redonda, intentando recuperar
la sensibilidad de las manos y una mínima compostura después
de casi doce horas de trabajo en el cementerio de barcos.
—El cambio climático, el calentamiento, bla, bla, bla…
Están por todas partes. Pero de todas las catástrofes salen
buenos negocios, y cuando digo negocios, digo en general.
Oportunidades, vamos a llamarlo. De eso no hablan los
expertos, los que inventan todas esas alarmas, todas esas
mentiras. Como lo de los elefantes africanos lo tienen tan
controlado, con leyes y toda la maquinaria, abrieron el negocio
de los mamuts. Oportunidades, quiero decir. Esas bestias, que
por lo visto eran más mansas de lo que nos las han pintado
tantas veces, estaban por todas partes. Habría millones, y
según cuentan los que saben de esto y de lo otro, estarán
sepultados miles o millones, debajo de los hielos, sobre todo,
del permafrost ruso. A estas alturas uno no habla por hablar.
Aquello es un campo sembrado de colmillos de mamut y ese
marfil se vende en China a precio de oro. Tampoco es
necesario preguntarse qué es lo que hacen con él, eso ya no
nos incumbe, amigo mío, figuritas absurdas, porquerías que se
llenan de polvo en cuatro muebles de caoba de cuatro ricos
con mal gusto… Precisamente, tan inútil como el oro. Pero eso
no tiene importancia, ya te digo, no es nuestro problema.
Cuántos ciegos y mancos y tíos metidos en cajas de madera
volvieron de aquello de la fiebre del oro. Si uno encuentra uno
de esos colmillos y es capaz de venderlo… y luego no meterse
en la cantina a gastarlo, se ahorra unos cuantos años de
trabajar.
Khünbish sentía que aquellas palabras, aunque viniendo de
aquel interlocutor tan dudoso y desubicado, o precisamente
por eso mismo, estaban hechas directamente para él, en
exclusiva, conformando una revelación; que era, por fin, ese
tipo de encrucijada que todo el mundo espera que le llegue
tarde o temprano y que orientará los siguientes pasos a dar,
aunque el borracho seguía haciendo su parlamento como si
tuviera público, como si estuviera en la universidad o en la
iglesia predicando, como si salvara a la humanidad entera.
—Lo complicado no es llegar, lo complicado no es el
camino, tampoco el frío, porque si uno se organiza para el
verano no es peor que cualquier invierno que conozcas allí en
tu país. Lo malo no es porfiar con los otros furtivos que
merodean por aquellas tierras. Lo malo es que a uno lo cojan
los policías o el ejército o los que manden en aquel lugar
apartado del mundo, que tienen helicópteros y cualquiera sabe
qué más aparatos, y como sean capaces de detenerte llevando
uno de esos colmillos, no lo cuentas.
El borracho luego le concretó a Khünbish, para que todo
tuviera más veracidad, la historia de un primo lejano suyo que
había sido detenido por el ejército ruso a dos días del
campamento donde se vendían los colmillos. Hacía diez años
que no sabían nada de él.
—Moriría en alguna celda de neumonía o congelado en
medio de la nada picando piedras. Sería cómico verle la cara
que se le habrá quedado conservada en hielo. Esa cara que
tenía como deformada, mal hecha, detenida allí para siempre.
La familia recibió un paquete con unas alpargatas, un machete,
una bufanda y una carta de dos líneas en la que simplemente
se les informaba de que estaba detenido por tráfico de marfil.
No tuvieron más noticias. Cuentan que usan los huesos de los
presos que van muriendo para que agarre mejor el asfalto en
las carreteras. Quién sabe.
—Rusos.
Khünbish lo dijo creyendo que tenía que darle algo al
borracho para que siguiera, un prejuicio, una obviedad,
cualquier palabra que no resultara estridente.
—Hasta me contaron que algunos oriundos de alguna isla
casi en el Polo Norte, de esas que los rusos llenan de
disidentes y de presos políticos, vieron un mamut vivo. Salió
en la prensa. Sería otra cosa. Quién sabe. Me contaron que la
foto que iba en la noticia era indescifrable. Pero sería otra
cosa. Sería otra cosa.
Khünbish continuaba rumiando las palabras del borracho en
la quietud del bar. Tras una breve pausa para tomar un trago y
recargarse de historias, el borracho afirmó que había
escuchado que incluso los nazis dejaron constancia del
avistamiento de un mamut en una expedición quién sabe
dónde. «Estaban en todas partes, los nazis, historia que
cuentas, historia en la que salen.» Estas divagaciones las
mezclaba con otras que de repente le parecían a Khünbish
demasiado concretas para ser ciertas, datos sobre qué zonas de
Siberia estaban siendo más trabajadas por los buscadores de
marfil o qué maquinaria era necesaria para sacarle a la tierra el
ansiado tesoro.
—Lo habrá visto en un documental de la televisión, lo
mismo lo vio aquí incluso. Me suena esa canción de los
nazis…
El indio afeminado que hacía de camarero al otro lado de la
barra terminó de aclarárselo todo a Khünbish mientras
señalaba con hartazgo y desprecio al borracho, que ya daba
cabezadas medio dormido.
—Ya me acuerdo, sí, va a tener razón pese a lo borracho
que está siempre, o igual justo por eso. Lo vio aquí, yo
también vi algunas imágenes mientras iba y venía, era un
documental donde salían unos tíos llenos hasta arriba de fango
con unas enormes mangueras. Tiraban agua a presión contra
unas montañas y sacaban los colmillos de mamut de allí. Todo
muy exagerado, se veía claramente que lo habían preparado
para contarlo mejor. El presentador era el típico americano que
no paraba de decir «oh my God» mirando a cámara con cara de
falsa sorpresa. Era en Rusia, efectivamente. Dónde si no.
6

Mirando de frente al sol que nace.


El animal sobre dos patas que piaba a lo lejos se acercaba a
Dira con parsimonia. Todavía no estaba al alcance de una
piedra, no parecía peligroso ni de un tamaño inasumible. Pero
su canto ya llegaba a los oídos de Dira, un canto que jamás
había sido escuchado antes. Dira no le distinguía aspavientos
que hablaran de violencia o temor o hambre, sus movimientos
eran en cambio armoniosos, amables. Era la segunda vez que
salía más allá de los límites reconocibles del poblado, sola,
furtiva, sin un motivo razonable; había calculado un avance de
tres noches con sus tres días hacia la cortina, quizá tocar sus
pies, quizá sus alrededores, lo suficiente para apagar la
irremediable sed de novedades que llevaba en el pecho desde
hacía tanto. Al menos eso quería pensar Dira. Vio agua caer de
la pared de una montaña, un agua cristalina y vehemente que
no cesaba ni de noche ni de día. Dejó en su más profundo
interior la promesa de futuras incursiones para ir a buscar el
primer sitio de donde podría brotar el ilimitado fluir. Vio
estirados insectos verdinegros que sembraban las llanuras con
un aleteo abrumador. Persiguió a un cuadrúpedo de pelaje
blanco, enorme cornamenta y barba durante un tiempo
indefinido, sin el apremio de la lucha, simplemente por el
mero hecho de aprender su rastro, sus precisos ademanes,
hasta perderlo para siempre en la maleza. Pasó una mañana
entera observando el pico más alto de un macizo rocoso para
verle algún movimiento, para entender en qué momento exacto
y con qué silenciosos retorcimientos crecen las montañas. Se
detuvo a observar la tarde cayendo ante una extensa planicie
que desembocaba también en la cortina, una planicie pura que
parecía no tener accidentes. Todo hecho con la innombrable
satisfacción de disponer de los días con todos sus instantes y
toda su luz y todas sus siluetas y todos sus sobresaltos, el
mundo conformado exclusivamente para ella, sin órdenes ni
necesidades. Dira durmió aquella noche resguardada tras unos
matorrales, desvelándose a cada momento por la duda de
seguir adelante y ver qué había más allá de ese infinito —o
más bien comprobar si tenía fin— o por el contrario volver al
poblado como le dictaba su lado prudente. Y entonces
apareció aquel caminante, que ya se definía humano, más bajo
pero más ancho que Dira, más viejo pero más robusto, más
seguro pero menos ágil. Porque el Humano que piaba también
había distinguido a Dira apostada en su camino y no llegó a
hacer ni un solo gesto de miedo, desaprobación o lucha.
Simplemente siguió su paso mientras agarraba con ambas
manos una caña que parecía de consistencia dura y enfilada
hacia los labios. De ese artilugio o de su boca o de la cadencia
elegante de sus pasos o de todo a la vez salía el intrigante
canto de pájaro que, con la oscilación de apenas dos, tres
notas, lograba una letanía pegadiza que ablandaba la mañana.
Cuando estaban a la distancia de dos brazos humanos
extendidos, ambos se apostaron el uno delante de la otra,
reconociéndose confiadamente, oliéndose, estudiando ropajes
y artilugios. Dira abrió los ojos todo lo que pudo a la vez que
señalaba con su mano derecha la caña mágica que piaba.
Pájaro.
El Humano que piaba negó con el mismo gesto con el que
Dira había visto decir que no otras veces.
Hueso. Colmillo. Montaña peluda.
Dira dedujo que el Humano que piaba sabía algo que ella
aún desconocía. Barruntaba lo inédito, que al fin y al cabo era
el motor principal de su aventura. El Humano que piaba
adornó innecesariamente sus expresiones llevándose primero
una mano hacia el rostro, señalando a ambos lados de su nariz,
y posteriormente dibujando con sus brazos, en el espacio justo
delante de él, una montaña que le rebasaba en tamaño.
Miel.
El Humano que piaba recibió el presente a la vez que se
disculpaba con un gesto sutil por no tener nada que ofrecer a
cambio.
Oí de vosotros. Conozco algunas de vuestras palabras.
Conozco la miel.
Dira quería saber más y por eso intentaba ganarse el
conocimiento del Humano que piaba con una interesada
camaradería dulce. Dira escuchó los jirones de la historia de
un cuadrúpedo más alto y más robusto que cualquier animal
que sus ojos hubieran podido ver. El Humano que piaba refirió
una falda tupida de pelos negros que le caía a ambos lados del
cuerpo, contaba con un enorme brazo blando saliendo justo de
su zona frontal y enmarcando dicho brazo dos imponentes
colmillos que atravesarían a siete hombres puestos en fila.
Hueso. Colmillo. Montaña peluda. Montaña que se mueve.
La montaña que se mueve. Y el Humano que piaba dejó
que Dira examinara el artilugio del que salía la letanía
misteriosa. El hueso llevaba dos agujeros escarbados en una de
sus caras y estaba hueco en su totalidad, dejando entrada y
salida para el aire.
Hueso. Colmillo. Viento.
Y entonces el Humano que piaba enseñó a Dira por dónde
tenía que aplicar el aire de sus pulmones y cómo tenía que
organizar sus dedos para que ese hálito incoloro y silencioso
cobrara vida dentro del artefacto de mamut.
Tengo que ver la montaña peluda, la montaña que se
mueve.
El Humano que piaba explicó que había un camino largo,
duro, quizá infinito, quizá inútil, que la llevaría hasta el animal
que pobló aquellas tierras hacía incontables lunas y que ahora
seguiría pastando en latitudes remotas. Por qué no. O tal vez ni
siquiera quedaba uno vivo después de tanta sangre derramada.
Hay que avanzar. Nadie sabe cuánto. Siempre mirando de
frente al sol que nace.

Dira ya podía volver al poblado, ahora había encontrado lo que


andaba buscando su pecho. O su estómago. Un motivo. La
tarde que hizo el camino de regreso llevaba en las manos un
vuelo de dedos ansiosos, que mesaban su pelo, que
preguntaban al aire, que tocaban flautas imaginarias y
palpaban lomos peludos incorpóreos. Dira reflexionaba sobre
el pájaro humano que ya veía desaparecer en el camino,
preguntándose si había sido real o soñado, si quizá lo habían
inventado su mente, su ansia, y no sabía hacerse una idea de
hacia dónde iba y de dónde había partido, de qué poblado sería
si es que pertenecía a algún sitio, con qué motivo contaba para
que sus pasos siguieran adelante, uno detrás de otro, en paz,
uno detrás de otro, manteniendo un ritmo lento pero firme. De
dónde había recibido tantas historias, de dónde trajo la música.
Tengo que ver la montaña que se mueve.
Y luego, oyendo ya el juego de los niños del poblado,
oliendo el río y las hogueras familiares, adivinando la silueta
de su cabaña, imaginando a Lud en su interior.
Iré a Brah. Él sabrá qué hacer.
7

Piensa que el alzarse de las copas, recortadas sobre el


inmenso azul, en su retícula parduzca, que alternan yemas
todavía prietas con hojas ya bien definidas, remeda el
irrefrenable crecimiento hacia lo oscuro de las raíces. Está
debajo de una arboleda que se cimbrea mínimamente.
Tumbarse, la pausa, el pasto está seco, la capa de rocío ya se
ha disuelto, el cuerpo se acomoda a su hueco, al vientre de la
tierra. Se ha deshecho de sus pertenencias, se ha desatado los
pesados ropajes, el sol ayuda con su sábana de calor. Entre los
dedos el manoseo incesante de las dudas, justo ahí, al inicio,
justo aquí, cuando todavía es posible volver. Pararse, a un lado
del camino, adentrarse en la espesa maleza, apartar las zarzas,
probar con los pies y las manos el lecho, estudiar la deriva de
las luces y las sombras de esa hora, de justamente esta hora, la
del descanso, comprobar que no hay madrigueras ni
hormigueros ni otros indicios de perturbación o peligro.
Incluso aquí está el agua, de nuevo cerca, la cadencia del
riachuelo a los pies de la arboleda que ayudará en el reposo.
Sale del camino para entenderlo mejor, para trazarlo, desde
allí, con mayor certeza. Para creer en él, ahora o nunca.
8

—Mi hijo mayor, Ogodei, salió ayer hacia los Tsaatan para
acompañar a un equipo de televisión sueco. Ha aprendido
inglés leyendo los libros olvidados o regalados por los turistas
que vienen a dormir a esta yurta. Y hablando con ellos. Tiene
el don de la palabra. Nadie se sentó a explicárselo. Lo hizo
todo él.
—No hará falta ningún guía. No me será difícil seguir el
camino de todos modos.
—Quizá los encuentre todavía en Morön. Iban a estar unos
días ahí antes de subir al norte.
—Puedo llevarle algún mensaje si lo cree oportuno.
Kublai no dice nada y le da un sorbo a su vaso de té.
Khünbish ha pasado su primera noche en la yurta donde
Kublai vive junto con su mujer y sus hijos. El pequeño ha
desayunado el primero y está voceando a las ovejas,
organizándolas para el ordeño, la otra forma de sobrevivir que
tienen además del hospedaje de viajeros. De turistas. La yurta
es un museo de banderolas de distintos países del mundo,
Khünbish distingue la americana, la china, una que podría ser
de Italia o México, por supuesto la rusa, algunas que le suenan
pero que no sabría ubicar correctamente. En las repisas que
pueblan los distintos rincones de la yurta, Kublai ha ubicado
miniaturas de distintos monumentos: varias torres Eiffel,
alguna torre inclinada de Pisa, la fuente de Roma con sus
figuras retorcidas, un Drácula de yeso del país de donde sea
Drácula… Para cumplir con los requisitos, tienen un libro de
firmas y testimonios en una pequeña mesita junto a la entrada
de la yurta con varios lápices y bolígrafos esparcidos a su
alrededor, también ceras de colores rotas y gastadas. Khünbish
se ha parado en algunos de los textos del libro y distingue
sobre todo inglés, algunos idiomas que desconoce totalmente y
varios dibujos de aves, ovejas y flores que a Khünbish le
resultan demasiado entusiastas para el lugar en el que se
encuentra. Ojalá él pudiera dejar algo esperanzador, trazarlo
con esa alegría infantil con la que están hechos todos esos
dibujos de colores, porque Khünbish entiende que por aquí no
pasarán muchas familias haciendo turismo con niños.
—¿Vienen niños por aquí?
—No es lo habitual.
—Nunca se sabe. A estas alturas, nunca se sabe.
Junto a la mesa de firmas tienen un cesto de mimbre lleno
de guantes, orejeras, gorros de lana, bufandas e incluso algún
jersey sucio.
—Puedes coger lo que quieras. Para eso están. Se los dejan
aquí y otros se los llevan. Así de sencillo.
Khünbish mira por encima el montón de ropa y decide
dejarlo como está. Se siente descansado, hacía meses que no
se levantaba con la mente tan limpia, sin sueños que le
atormenten. Como si de repente no tuviera miedo, como si la
distancia que ya ha recorrido fuera la suficiente para sentirse
verdaderamente un hombre fuerte, alguien que lleva grabado
en su frente, con nitidez, el objetivo que le ha hecho huir.
Porque ahora se atreve a sentirlo así, también como una huida.
—Pregunta por Otgonbayar. Estará todavía en el
campamento de invierno. Él te dará cobijo, él te encontrará el
caballo adecuado. No dejes de tomar su pan casero. Cómprale
si puedes algunas piezas para tu viaje. Y escucha todas las
historias que te cuente. Es descendiente de los Tsaatan, por su
sangre corre aún su sabiduría.
Kublai parece destensarse con el té y empieza a usar frases
más prolijas, más adornadas, hablándole a Khünbish de los
Tsaatan, sobando la historia que probablemente haya
compartido tantas veces. Cuenta la superioridad de su forma
de vida, la paz con la que llegan y se van de este mundo y,
entretanto, lo transitan, su relación con las estaciones y con la
continua aparente hostilidad que los rodea.
—Los viajeros, esos suecos que vienen con sus cámaras,
piensan que lo extraordinario de los Tsaatan es lo innecesario
de sus vidas, la absurda fijación de quedarse a vivir en un sitio
como ese, de una forma como esa, con un metro de nieve bajo
sus pies. Se preguntan por qué no se van a zonas más cálidas, a
lugares donde encontrar la comida ya elaborada o clasificada
en envases. Pero ellos vienen de un sitio peor. Mucho más
inhóspito. El movimiento tendría más sentido al revés, los
Tsaatan yendo a esas ciudades para intentar comprender el
porqué de tanta cosa innecesaria. Quizá debería haberles
avisado de que el verdadero trabajo con sus cámaras tenía que
ir en sentido contrario.
Khünbish compra a la familia algo de carne seca antes de
ponerse en camino. Sus botas y su ropa interior parten
calientes. Desde la puerta de la yurta, sin saber muy bien por
qué, alza el brazo derecho para despedirse del hijo pequeño,
que en ese momento está persiguiendo a un corderillo que no
tendrá un mes de vida. Khünbish no acierta a adivinar si el
niño persigue al animal por puro juego, sin motivo concreto o
si por el contrario le dará cuchillo esta misma mañana tras
agarrarlo. El niño, que repara en el aspaviento de Khünbish a
lo lejos, se detiene, lo mira y vuelve a su carrera sin
responderle.
9

Dira ya está dentro de la cortina. Ha necesitado


exactamente cuatro noches con sus cuatro días. Justo antes de
internarse en ella quiso recuperar la visión que tanto estaba
esperando y desde allí distinguir su cabaña, su poblado, la
hoguera de Ri mientras asa truchas, como si fuera obligatorio
para la cortina devolverle todo lo suyo de la misma forma que
desde el poblado se la contempla en su absoluto
extrañamiento, en toda su inmensidad. Pero allí al fondo, a su
espalda, donde estaba cayendo ya el sol, solo encontró llanura
y cielo, infinita llanura, infinito cielo, que se tragaban todo lo
que encontraban en su camino, todos los ríos y los poblados
conocidos y por conocer. Como si el mundo le negara sus
equivalencias.
Dónde están. Dónde estoy.
Llegó antes del mediodía a los pies de las montañas. Antes
de meterse en ellas las ha estudiado, buscando el mejor paso
para llegar al otro lado, sintiéndose como una vulgar hormiga
a punto de ser aplastada. Ahora la cortina se descompone en
sus mil piezas, enormes macizos de rocas que parecen estar a
punto de caer, muchos de ellos coronados con enormes pinos
que eran imposibles de dimensionar desde abajo; senderos de
bestias que se pierden en pasillos de rocas impracticables,
paredes verticales desde las que se desprenden buitres y otras
rapaces, la luz eligiendo escenarios donde posarse. La parte
azul de la cortina sigue allí arriba, ahora detallada de nubes
llamativamente quietas, como si estuvieran atadas a los riscos.
Hay conjuntos de pinos que forman bosques interminables.
Quizá uno de ellos podría llevarla al otro lado. Pero cuál.
Hay que pasar la noche dentro de la cortina.
Lo dice o lo piensa no como una necesidad, no como una
obligación, sino más bien como una venganza. Como una
prueba necesaria. Como un registro. Sigue avanzando y ahora
no hay principio ni fin. Está en las entrañas de la cortina,
oliendo cada matorral, estudiando cada pared, escuchando
cada matiz, asombrada por los ecos y las sombras y los
repentinos murmullos y los inesperados destellos. Ha supuesto
algunos cervatillos huidizos, conejos, cuervos, todavía nada
peligroso.
Tendrías que verlo, Brah.
Pero para qué si en el poblado y sus alrededores está todo lo
necesario para seguir vivo. Brah le diría que llegar hasta aquí,
hasta la cortina, hasta este horizonte imposible de rocas y
cielo, solo es necesario para algunas personas que tienen el
espíritu de las garzas, que como ellas desaparecen con el frío y
consuman su inimaginable aventura. La garza Dira. Ahora está
rodeada de paredes que dejan ver un pequeño fragmento de
azul que cada vez es más negro.
Dónde estoy. Por qué.
La noche se le cierra ya casi en su totalidad, sus ojos apenas
distinguen dos pasos de distancia y entonces elige un entrante
de una de las paredes y allí se acomoda para pasar la noche.
Mañana encontrará el sendero adecuado para seguir
avanzando. Al otro lado.
10

—Algo va a romperse. Será hoy o nunca.


Como ese absceso lleno de porquería que ya no aguanta
más y por fin explota y sale lo malo más allá de sus paredes.
Dorji volvió de la escuela vomitando, con el pelo pegado a la
frente de tanto sudor de fiebre. Lo metieron directamente en la
cama para sus friegas en el estómago. Iba a tener mala noche,
eso estaba asegurado. Khünbish porfiaba, vara en mano, con el
rebaño, que también sabía que sí, que algo iba a romperse, que
era el día señalado y se afanaba como un solo organismo en un
desorden inaudito, una torpeza irremediable que se contagiaba
de una oveja a otra y Khünbish veía los infructuosos abanicos
que formaban las bestias que no atinaban a entrar todas al redil
y en cada embestida siempre había alguna que se quedaba
despistada y él la azuzaba con la vara pero nada, el resto del
rebaño volvía a salirse y otra vez el caos.
—Es como si tuvieran miedo de algo, como si las rondara
un lobo invisible.
Un lobo invisible.
La noche engullía la luz a un ritmo extrañamente rápido.
Los contornos familiares se iban juntando en una masa negra.
Khünbish no encontraba a Enkhtuya. Gritaba su nombre al
hoyo negro de la noche. «Un intento más y el rebaño va a
enfilarse», de repente la ola de lomos blancos decidió
embocarse en el cerco y Khünbish pudo cerrar la puerta con
todas ya recogidas. Una cortina de sudor le corría por dentro
de la ropa. Se alejó de la yurta adentrándose en lo oscuro,
gritando el nombre de su esposa, Enkhtuya, Enkhtuya.
—Yo también hubiera huido. Igual ha huido.
En dirección al pozo, Khünbish distinguió un sobresalto, un
aleteo de agua, un removerse de animal marino que luchaba
por retornar a su fondo. Dudó si volver sobre sus pasos para
hacerse con la linterna y con la escopeta o bien avanzar sin
demora y vivir de la luz que apenas quedaba, y eligió casi
inconscientemente esta segunda opción. Ya estaba en el pozo,
entonces vio el pañuelo de Enkhtuya.
—Dorji va a necesitar agua. Aquí no queda más que barro.
Barro.
En cuestión de segundos, los ojos de Khünbish se
acostumbraron a la velada estampa de Enkhtuya luchando
contra el pozo. «Algo se está rompiendo» y eso precisaba los
contornos y aclaraba la visión y, juntando lo que veían los ojos
con lo que adivinaba el corazón con lo que atisbaba el
estómago, Khünbish compuso la ira definitiva, la gota que
colmaba la madre de su río interior y entonces todo se le
desbordó por dentro, la ola de sudor se convirtió en ola de
tragedia, notó que algo ya se había roto por fin y con una
violencia inusitada metió medio cuerpo en el pozo y agarró
por los brazos a Enkhtuya que enseguida se vio elevada y dejó
de hacer pie e inmediatamente ya estaba en la superficie
intentando recomponerse y gritarle.
—Qué intentas, qué quieres. Hay que llevar ag…
Khünbish no la dejó terminar y la obligó a volver a la yurta.
No dijo nada para comunicar todo aquello. Quizá se había
quedado mudo para siempre y a partir de ahora solo los gestos
y los empujones iban a conformar su lenguaje. Cuando por fin
estuvo solo, rodeado de oscuridad, se dejó caer entre las
piedras al barro del pozo, recuperó la pala con la que Enkhtuya
estaba forcejeando y prosiguió, ciego de violencia y torpeza, la
lucha por arreglar el atasco y conseguir algo de agua. Casi una
hora le llevó llenar una de las garrafas de latón. Desorientado,
se dejó guiar por su instinto para volver a la yurta. Cuando
entró al calor, Enkhtuya y Dorji estaban profundamente
dormidos. Khünbish se acercó a su hijo y le tocó la frente.
Estaba ardiendo. El pecho del niño tiraba de las costillas con
una desagradable energía. Khünbish se dio cuenta de que
todavía llevaba en la otra mano la inútil garrafa repleta de agua
sucia.
—La última vez. Esta es la última vez.
Algo se acababa de romper. Inundado por dentro de
vergüenza, Khünbish agarró una manta y se dejó caer en un
rincón apartado de la yurta, lejos del fuego, lejos de la cama
donde Enkhtuya y Dorji descansaban respetando el hueco para
él.
—La última vez. Mañana mismo empiezo.
Y antes de dormirse sobó las palabras de aquel borracho del
cementerio de barcos que le habló de un golpe de suerte, uno
solo, de los colmillos de mamut enterrados en el hielo, de un
mercado negro. De una aventura demencial. De una salida.
11

Dira, miel escondida. Aquella mañana Dira y Lud salieron


del poblado por el sendero de los bambúes. Dentro del callejón
vegetal fueron asaltados, de un lado y del otro, por
intermitentes rayos de luz. Lud miraba el juego de los destellos
en la espalda de Dira, que avanzaba casi a saltos, siempre tan
impaciente, siempre tan acorde con los designios del cielo.
Porque la mañana se estaba abriendo azul y clara tras una
noche de tormenta y ahora todo aparecía limpio, recién
brotado, oliendo a verde. Ya que no había tareas concretas en
las que afanarse, ya que se habían escapado, iban a encontrarse
con Brah allá al otro lado de la laguna, Brah, el brujo de las
formas, el repudiado. Dira salió la primera del cañaveral,
todavía atropellada, y de repente se detuvo. Una bandada de
patos respondió levantándose a su repentina presencia en la
explanada que precedía a la laguna. Dira se volvió para
cerciorarse de que detrás iba Lud, con su caminar lento, que no
cesaba de avanzar mientras saboreaba desde la distancia cada
prodigioso movimiento de Dira.
Le pediremos a Brah que saque tu pelo de la madera.
Bordearon la laguna. El agua en calma solo era
interrumpida por el inesperado impulso de algún pez que
retozaba en la superficie para volver a caer. Dira se dejaba
sorprender por todos y cada uno de estos sobresaltos y cada
vuelo era igual de emocionante que el primero. Entonces
vieron ya, al final del sendero que recorría todo el contorno de
la laguna, la cabaña de Brah, acomodada entre poderosos
abedules cuyos troncos habitualmente Brah usaba para ensayar
sus figuras. Cuando llegaron, Brah estaba sentado en la puerta
de su cabaña trabajando sobre un hueso.
Miel.
Del zurrón que llevaba colgado a un costado, Dira sacó una
hoja de higuera en la que iba envuelto un trozo de panal.
Venir es suficiente.
Brah respondió de esta manera a los jóvenes visitantes
mientras levantaba su cabeza hacia ellos, recogiendo
cuidadoso el panal envuelto en su hoja aún verde y mirándolos
con la serenidad con la que solo alguien que ya está de vuelta
puede mirar. Dira, tras cerciorarse de que Brah continuaba
sobreviviendo en su lejana soledad, de que su delgadez y la
palidez de sus mejillas no habían ido a más, se fue acercando a
su lugar preferido de todo aquel extraño apartamiento.
Hay ocho más hoy. Esta es la más cercana de las nuevas.
A los pies de Dira se extendían infinitos tacos de madera
moldeados en forma de huevos del tamaño de una cabeza
humana. Eran exactamente eso, cabezas humanas, más bien
una misma cabeza humana repetida hasta la enajenación.
No estoy de acuerdo. Es aquella la más cercana.
Brah se levantó, cogió uno de los tacos y lo acarició como
si fuera un conejo recién atrapado. Del taco se desprendió un
olor sano de madera mojada. El huevo tenía algunas incisiones
que sugerían esquemáticamente una nariz, dos cuencas sin
ojos y una boca entreabierta esbozada con apenas cuatro
líneas.
Si toco aquí, regresa.
Brah pasaba su dedo índice por la lisa superficie que
representaba una mejilla, donde no había hecho más que
retirar lo rugoso y dejar un paso limpio entre las cuencas y la
boca. Brah iba y venía con su dedo sobre el huevo humano y
de repente sonrió como trayendo algo de los días ya ocurridos.
Dira y Lud no preguntaron, simplemente dejaron a Brah viajar
a aquel pasado donde Cala, flor salpicada de lluvia —Cala y
sus mejillas y su nariz y las cuencas de sus ojos y su cabeza
entera—, estaba viva y daba sus gritos inconfundibles de
entusiasmo cuando Brah, su padre, la lanzaba por los aires
para volver a recogerla justo antes de caer al suelo.
Desde su piedra ella te manda sus manos.
Lud aún no había hablado pero, tras aquella primera frase,
indicaba con la dirección de su rostro hacia la piedra pintada
con espirales blancas y azules que marcaba el lugar de
enterramiento de Cala, la hija que Brah perdió cuando aquella
apenas había experimentado tres o cuatro sangrados lunares.

La ausencia. Desaparecer. Había algunas flores amarillas que


Brah siempre distinguía en las márgenes de los senderos.
Siempre explotan cuando el sol calienta con más fuerza,
cuando se le siente más cercano.
Esas flores amarillas vivían apenas unos días, luego se
convertían en penachos blancos que a la mínima brisa se
esparcían en una lluvia de milimétricas plumas, seguidamente
se marchitaban y luego volvían a aparecer en la siguiente
temporada de sol, repitiendo las mismas etapas cada año. Brah
se preguntaba si serían siempre las mismas, dónde iba a brotar
de nuevo Cala. O las piedras. Brah conoce bien las piedras en
las que todo animal muerto se convierte. Una noche en la que
su soledad se quebró y pudo más la desesperación que su
habitual sobriedad, retiró la roca pintada con espirales blancas
y azules bajo la que había enterrado a Cala y cavó con sus
propias manos esperando encontrar algo que ni él mismo sabía
qué podría ser exactamente. Un milagro condensado en niebla,
un charco de agua cristalina, barro, hojas secas, simplemente
silencio… Pero, detrás de un olor que ya no era ni siquiera
desagradable sino algo peor, como hueco, como resonante, una
espada de olor, encontró las mismas piedras alargadas en las
que se convertían los lobos o los ciervos. Brah miraba las
piedras de las laderas, las piedras de la orilla de la laguna y
pensaba que serían los restos de otros que ya estuvieron allí
antes, mucho antes, y se fueron hace tanto que el paso del
tiempo las había ido redondeando, volviéndolas irregulares,
puntiagudas, groseras. Como las piedras que ahora sería Cala
allí abajo.

Tengo que ver la montaña que se mueve.


Brah esperaba aquello de Dira, sabía que esta vez no venía
a su apartamiento cumpliendo rutina. Brah había visto a Dira
tirar las primeras piedras para así medir el mundo, entonar los
gritos iniciales, encarar cada cosa nueva que encontraba de
niña, un caracol, una zarza, un relámpago.
Sus ojos están llenos de esa luz, de ese nervio.
Entendía entonces que tarde o temprano iba a hacer alguna
pregunta como esa, sabía a lo que aspiraban sus manos y sus
brazos cuando se dirigían hacia algo que todavía no tenía
nombre ni tacto ni peso bien definidos. La pregunta que le
hizo era esa como podría haber sido otra cualquiera. Brah
reconoció que el contenido de aquel planteamiento no era lo
importante, más bien la pregunta en sí, casi como un objeto
físico, como un monumento sagrado, algo palpable que
llevaba dentro de Dira tanto tiempo y que gracias a una
circunstancia como otra cualquiera por fin se había
condensado en algo transmisible. Brah tenía guardada en su
mente la historia de los últimos ejemplares de las montañas
que se mueven, las enormes moles peludas con patas; Brah
recibió la leyenda de sus antepasados, la leyenda sobre la gran
caza que arrasó con aquellos animales negros que medían casi
tres cuerpos y que estaban rellenos de la piedra más blanca y
pura que jamás existió. Aquella piedra formaba dos enormes
colmillos, dos asombrosos caprichos de la naturaleza que le
salían a la montaña en su rostro, a ambos lados del enorme
brazo blando que formaba su nariz.
Al otro lado de la cortina puede que quede alguna. No es
imposible que quede alguna.
Brah estaba ya de pie. Se cuadró solemne ante los dos
jóvenes, que entendían que algo nuevo iba a pasarles, algo que
de todos modos era inevitable que tarde o temprano pasara.
Era el momento. Era el día. Con los mínimos gestos, Brah
ordenó a Dira y a Lud que le siguieran. Fueron campo a través,
cuesta arriba, en algún tramo los tres tuvieron que inclinarse
por debajo de un tupido follaje que guardaba aquello cuyo
único habitante hasta entonces había sido Brah. Y llegaron a
una ladera de algún collado que parecía surgir de la nada y en
cuya violenta pared se abría una gruta de apenas un cuerpo de
alto por algo más de un palmo de ancho.
Ahora todo cambia para siempre.
Después de acceder de costado, los tres se encontraron en
una sala donde algo goteaba y algo batía alas en un eco
infinito. Tras dar unos pasos en la absoluta oscuridad, Brah,
que iba el primero marcando cada exacto movimiento, se
detuvo y se agachó para buscar, palpando, algo en la humedad
del suelo. Tras una breve pausa en la que Dira y Lud oyeron
tenues chasquidos rocosos a sus pies, repentinamente se hizo
la luz. Brah se había puesto de pie con una lámpara esculpida
en una pequeña piedra de donde emergía una milagrosa llama.
Los tres encontraron la sorpresa de sus caras y enseguida Brah
obligó a los otros dos a llevar su mirada hacia arriba. En el
techo de la sala había unas líneas oscuras que delimitaban
formas negras que parecían correr hacia la salida, como una
manada de montañas de las que salían esquemáticas piernas.
Enormes colmillos adornaban cada una de esas montañas
corredoras en uno de sus límites.
En estos campos hubo de aquellas montañas que se movían.
Al otro lado de la cortina puede que quede alguna.
Brah narraba otro tiempo, transmitía a Dira y a Lud que
aquella tierra suya también vio manadas de enormes moles
peludas con grandes colmillos sobresaliendo de su rostro.
El hambre abre el orden.
Luego les describió una caza organizada, desesperada,
contó que estuvo flotando el olor a sangre durante semanas,
que nadie sabía exactamente cuántas lunas hacía de eso, que
hubo una emboscada, gritos, ya la historia iba arrastrando los
equívocos adornos de cada generación, que se llevó a caballos,
uros, renos y mamuts, que ni entonces ni en ese momento en
que Brah estaba contándoles tenían esas formas de ser
nombrados, a una gran hondonada y allí cayeron quebrándose
algunos las espinas dorsales, otros tantos los cráneos, los
menos alguna pierna, y que desde allí los guerreros que
formaron la organizada turba de cazadores fueron sacando el
alimento por el que tanta desesperación les hizo pelear de
aquella manera tan hosca y a la vez tan armonizada.
Estos ojos tienen que verlo. Ver la última que quede.
Dira pronunció aquello más para sí misma que para que los
otros lo recibieran mientras hacía verdaderos esfuerzos por
esconder su retozo. Lud todavía no se atrevía a pestañear
observando, con el cuello tenso de emoción, la inaudita
estampa del techo de aquella gruta que parecía inventada por
unos dioses enloquecidos. Brah reconoció que no era obra
suya, que la encontró una noche en la que necesitó guarecerse
de la lluvia o del lamento, que algún otro Brah anterior tuvo la
necesidad de contar con aquellas pinturas todo aquello a sus
congéneres y a los que vendrían después, o simplemente a él
mismo, a su soledad, a su desahogo, a su plegaria. La carrera
de bestias de enormes colmillos terminaba amontonándose
hacia la salida de la cueva, que representaría el agujero fatal al
que fueron llevados en aquella caza última.
Tendrás que ir al otro lado de la cortina.
Mirando de frente al sol que nace. Eso me dijo el Humano
que pía.
Dira le contó aquello del Humano que piaba, aquello del
hueso que sacaba música del aire. Lud pareció despertar con el
eco de las palabras de Brah y Dira. Después de la sorpresa
inicial, cayó atrapado en la imagen de la última de las
montañas con patas, en la más cercana al abismo de la entrada
a la cueva, concretamente en la mancha que intentaba ser su
rostro, con unos esquemáticos ojos, que estaban llenos de un
pavor que Lud jamás había visto pero que sabía reconocer.
Tras esto, volvió a su estado natural y miró a Brah y a Dira
como si fuera la primera vez que los veía. Regresaba de algún
sitio lejanísimo y fue capaz de comunicarse de nuevo con
ellos.
Yo también iré.

En el camino de vuelta, Dira, que no era Dira sino una niña


explotando de entusiasmo, compartió más detalles con Lud de
su encuentro con el Humano que piaba y, mientras lo contaba
de nuevo, sintió que todo estaba lo suficientemente cerrado,
que ahora ella también estaba condenada, como Brah, a irse
del poblado, a seguir el camino sin retorno.
Ver la última que queda. Antes de que desaparezcan. Ahora
todo cambia para siempre.
12

Cada cambio de altura parece el último, pero después de


ese cambio viene más camino y luego más camino y un poco
más allá, más camino. Khünbish ha dudado ya varias veces de
si había tomado la orientación correcta, de si aquella
indicación fue entendida al revés, de si la última granja en
realidad tenía otro nombre. Sus fuerzas están llegando al
límite, también su frío, también su hambre. Pero decide seguir
adelante, va a apostar todo a que el lugar al que va permanece
en el mismo sitio de siempre, que no se ha ido más lejos o a
otra latitud, que es él el problema, su propio hastío, su
cansancio, su dolor, todo lo que le impide ver con serenidad el
equitativo paso del tiempo y del espacio. Entonces escucha el
primero de los ladridos.
—Usan los perros para protegerse de los lobos. Todavía no
me he topado con ningún lobo.
Y se lleva la mano al cinturón donde porta su navaja.
Todavía mira hacia atrás. Allá a su espalda ya es de noche.
Delante tiene la primera yurta, no puede ser otro lugar que el
referido por Kublai. Detrás de los perros llegan las mujeres,
dos exactamente, que con sus manos haciendo de visera ya
están distinguiendo la figura de Khünbish. Las mujeres
enseguida reconocen su cansancio, su evidente esfuerzo por
recorrer los últimos metros, y bajan apresuradas a ayudarle.
—Adónde va a estas horas.
—Vengo desde la yurta de Kublai.
—Eso es de dónde viene.
Khünbish se detiene, toma un poco de aire, se deshace de
su zurrón y lo apoya en el suelo mientras sigue su respuesta.
—Me manda para hablar con Otgonbayar y arrendar uno de
sus caballos. Tengo que llegar a Morön para seguir mi camino.
—Eso será ya mañana. Hoy comerá algo y dormirá aquí
con nosotros.
—Esa era mi intención.
El recuerdo de su hogar. Si algo ha aprendido Khünbish
durante toda su vida es a huir, mejor dicho a seguir adelante,
mejor dicho a luchar para seguir vivo pese a todo,
maquinalmente casi. La cárcel, el cementerio de barcos, el
asilo de impedidos, este viaje. Pero ahora no tiene fuerzas para
el odio, ahora no quiere apretar los dientes. Mientras entra en
una de las yurtas del campamento y siente el calor del fuego y
de la cena cocinándose, recuerda el único lugar en el mundo
donde ha conocido la paz, el único que ha llegado a
convertirse justo en eso, en fuego, en hogar. La figura de su
esposa, el punzante relámpago de recordar a su hijo justo en
ese momento le hacen sentirse mucho más fuerte, mucho más
seguro de que lo que va a hacer es lo correcto. Lo necesario.
Su pecho respirando mientras duerme. Sus manos agarrando
por primera vez un hacha. Esta vez sí.
—El hijo de Kublai llegó hace unos días pero no nos dijo
nada de que vendría alguien más.
—Perdón si les incomoda esta visita inesperada. Voy
calculando la ruta y los días según avanzo.
Khünbish también ha aprendido, después de tanto, que no
siempre hay que contarlo todo, que le conviene por ahora
mostrarse como un incierto aventurero que está de paso.
Una de las señoras ha ordenado a uno de los niños que van
y vienen por el campamento que avise a Otgonbayar.
—Nadie sabe más de caballos que él en todo el país. Es un
monumento vivo. No se engañe con el hecho de que tenga su
yurta aquí, tan apartada. Precisamente eso le hace más grande.
Tiene sangre Tsaatan.
—Eso mismo escuché allí donde me informaron.
—Llegará sin problemas a Morön con uno de sus caballos.
¿Va a visitar a unos parientes?
—Efectivamente.
La señora no hace más preguntas. Con eso tiene bastante y
va a asegurarse de que la carne y el arroz estén en su punto.
—Quién necesita a Otgonbayar.
Junto a una violenta bocanada de aire frío entra un enorme
señor, tirando a gordo, vistiendo un deel ajado de lana beis y
un deslucido gorro de ceremonia, de alguna ceremonia que
ocurriera hace años. Casi no deja hablar a nadie, mucho menos
al recién llegado Khünbish.
—Es usted. Bienvenido. Nunca es mala hora para venir a
visitarnos. Aquí le daremos de comer, le prepararemos ese
caballo que me cuentan que necesita, le organizaremos todo lo
que usted tenga pendiente. Esperamos sobre todo que se
encuentre como en su casa. Luego iremos a mi yurta y le
enseñaré todos los trofeos y todas las fotos y dormirá allí con
nosotros, conmigo y con mi esposa y con mis hijos, hay sitio
para usted, no se preocupe. Y desayuno. Y mañana hay mucho
trabajo con los renos, ya lo sabe usted, además están los
suecos, que van camino del norte para encontrarse con mis
paisanos, con mis hermanos, igual me voy con ellos y les digo
cómo son realmente las cosas, estos suecos vienen con esa
idea occidental de buscar las cuatro fotos adecuadas pero
nosotros aquí más al sur también tenemos mucho que
contarles. A mí todavía no me han entrevistado pero tendrán
que sacar mis trofeos. Y mi tapiz. Luego verá el tapiz que
tenemos en casa lleno de caballos. Bueno, veo que tomará la
cena aquí, es el mejor sitio donde comer reno y arroz de todo
nuestro campamento. Dígale a Zayaa que le ponga una de esas
cebollas que quién sabe de dónde saca. Tiene un mercado
negro ahí donde la ve. Y yogur Tsaatan, que le pongan yogur
Tsaatan. La semana pasada trajeron. Sus manos podrían
fermentar cualquier cosa. ¡Le fermentarían a usted en un
segundo!
Y se ríe con sus propias ocurrencias. Cuando señala
moviendo la cabeza a la culpable de que la yurta huela tan
bien, sus pómulos se bambolean cómicamente. Otgonbayar
recibe la mirada resignada y risueña de la señora y se la
devuelve con socarronería antes de desaparecer. A Khünbish,
Otgonbayar le parece un alcalde, un líder, un presidente que se
gana su puesto con naturalidad porque no hay otro que pueda
superarle de manera evidente.
Khünbish cena con la señora y sus tres hijos. El marido está
al norte, a medias con los suecos, a medias preparando los
primeros movimientos de caballos ahora que el deshielo está
empezando. Después de una sobremesa donde todos se
cuentan los unos de los otros, Khünbish hace el gesto de dejar
algo de dinero para sus anfitriones pero todos, incluidos los
niños, se niegan con una elegante firmeza.
—En algún momento tendrá que invitarnos usted a otra
comida.
Ojalá pudiera creer en esas justicias. Khünbish se dirige, a
oscuras ya y ayudado por una linterna que la señora le ha
prestado, hacia la yurta de Otgonbayar. Está deseando echarse
a dormir, ya no puede más. Pero en cuanto entra en la yurta
indicada, entiende que eso no va a ser tan sencillo.
—Adelante.
Khünbish dice su nombre completo, de dónde viene.
—No cuente más. Yo le preparo el caballo pero no me hace
falta saber más de usted. De todos modos no tiene pinta de
maleante.
Y echa al aire de la yurta una risotada que retumba por las
paredes. Después de presentarle a su familia, que saluda a
Khünbish y enseguida sigue cada uno a lo suyo, Otgonbayar
empieza a contar lo del tapiz y lo de los caballos. Todo le
huele a leche a punto de malograrse. Todo huele a excremento
de caballo.
—Me lo hicieron a medida precisamente en Morön. Les
llevé una foto de mi rancho y de mis caballos y me lo tejieron
en dos meses. Trabajo fino. Mi dinero me costó. Pero para qué
está el dinero sino para gastarlo en estas maravillas. Los
suecos todavía no lo han grabado pero tendrán que hacerlo
tarde o temprano. No encuentras estos monumentos tan
fácilmente por aquí. ¿Comió yogur?
—Delicioso.
—Mis hermanos del norte traen la leche casi cada mes y se
llevan de aquí vegetales y arroz. Un día de estos me voy allá
con ellos, a la taiga, bien adentro. Pero aquí tiene uno la
familia. Y los caballos. Y su gente. Y su tierra…
Otgonbayar se pone de pie como poseído por su duda,
eterna canción que le conforma, y mira sin mirarlo hacia el
tapiz. Allí dentro pastan cuatro caballos en distintos puntos de
un paisaje medio nevado, surcado de amarillos, marrones y un
riachuelo al fondo que le da una profundidad infantil a toda la
escena. El cielo es gris. Khünbish distingue en una de las
esquinas del tapiz un punto suelto donde alguna vez ocurriera
alguna tragedia irreparable.
—Somos un pueblo elegido. Los Tsaatan. No quisimos la
guerra y nos fuimos del sur de Rusia para evitar que nos
llevaran a luchar. Si la mitad del mundo hubiera hecho eso
mismo en su momento… Qué íbamos a hacer allí más que
morir por algo que no era nuestro. Y vinimos a este país y
debajo de nosotros creció el oro pero no lo quisimos, para qué
queremos el oro si tenemos la leche y de la leche salen el
queso y el yogur. Un vaso de esa leche vale más que cualquier
cámara de esos suecos. Eso es lo que deberían contar cuando
vuelvan a sus países.
Otgonbayar habla como si estuviera en un tipi Tsaatan en
medio de la taiga. Sus ojos están allí ahora, sus manos
contándolo todo. Quiere seguir. Pero se da cuenta de la hora
que es, repara en el cansancio de Khünbish y empieza a
organizar el día siguiente.
—Se va a llevar a Dug. Ese caballo es un viejo que lo sabe
ya todo. Harán buena pareja. A las afueras de Morön le estará
esperando mi paisano Nergüi, le dejaré las señas y en el mapa
veremos la ruta. No hay pérdida. Le hará buen tiempo, ya está
yéndose la nieve y vienen días apacibles. Ese viejo caballo.
Vino conmigo en el noventa y cuatro al Naadam de aquel año.
Nos robaron el primer premio. No saqué la navaja porque mi
mujer no me lo permitió. Y estaban mis hijos allí. Terminamos
terceros. Ese viejo. Nergüi lo entiende como si lo hubiera
criado. Se alegrará cuando llegue con él. Hace ya meses que
no lo ve. Estará toda la mañana cepillándolo y contándole todo
lo que le habrá pasado desde entonces. Sin perder detalle.
Como si lo entendiera. Seguro que lo entiende todo ese viejo
caballo. Usted háblele, cuéntele lo que necesite contarle. Él le
va a escuchar y siempre sienta bien desahogarse.
13

La nieve. Que atesora el agua. Que encuentra la tierra. Que


engendra el barro. La avena loca. El gusano. La nieve. Que
oculta el camino, que entierra la montaña, que detiene el río.
El diente de león. Luego, siempre, la mariposa. Y la nieve.
Está delante, se queda atrás llena de huellas, encuentra el
sombrero y lo delinea, se agarra a la barba y la pudre. Y la
hace más augusta. La nieve y sus monumentos efímeros.
Primero avisa fina, luego se condensa en golpes secos, más
tarde cruje bajo el peso de los insectos y las pisadas. La nieve.
Hoy ha clausurado el mundo. Hoy lo ha cubierto todo para que
el mundo duerma. La nieve. Hay que detenerse y arrodillarse
ante ella. Y temerla. Y agasajarla. Y beberla. Y masticarla. Ya
está aquí la nieve. Lo sumerge todo en silencio. Todo va a ser
suyo.
14

Para qué un mundo tan grande; tanto para unos seres tan
diminutos.
Cuando Dira dice, o piensa, lo de «seres diminutos» no está
hablando, o pensando, solamente en dimensiones, en
envergaduras, en pies o manos, en manadas o en hormigueros,
también está calculando los inmensos espacios, las explanadas
recorridas por el viento, o también la fragilidad, cómo es capaz
de crujir el caparazón de un escarabajo, la complejidad de la
raspa de un salmón que lo mantiene inhiesto y que a su vez
puede quebrarse con tanta facilidad. Realmente, Dira, cuando
mira desde allá arriba, delante ya de lo que la cortina escondía
al otro lado, en lo que está pensando es en Lud, Lud muerto en
sus brazos, tanto mundo para tanto dolor, tanto espacio para
tan escaso, tan precario tiempo.
Todo es lo mismo.
Como cuando encuentra su rostro en el agua en calma,
aquel otro lado de la cortina es una copia exacta de su lado, del
lado conocido.
Habrá otros poblados, otras Diras. Pero no habrá otros
como Lud. Tanto infinito para tanta finitud.
Hay que bajar. Ha pasado dos noches dentro de la cortina,
suficientes para vencerla, para que quede a su espalda el fin
del mundo. Ya no puede distinguir si es su imparable ansia de
avanzar la que de repente es capaz de resumir en un ligero
esfuerzo el haber llegado hasta allí, el haber desmontado el
monstruo que cada día marcaba el horizonte allá en el poblado,
el monstruo que todavía lo está marcando a todos aquellos que
ha dejado atrás. El admirable monstruo. El misterio
indescifrable. Ha tuteado a los dioses y ya no se acuerda.
Porque Dira, allí arriba, demorando aún sus siguientes pasos,
toma aire profundo y es todo futuro, ha olvidado los senderos
cerrándose en zarzas que se pegaban a sus brazos y sus piernas
para no dejarla pasar, la pendiente en la que tuvo que avanzar
a cuatro patas, aquella piedra que cedió bajo su pie derecho y
casi la hace caer desde una altura suficiente como para
romperse varios huesos. Las serpientes, los murciélagos por la
noche. Y el alimento, la trampa vacía, la piedra que no atinaba,
inmediatamente el milagro, cuando parecía todo perdido, de
un nido a un alcance razonable, el sabor de los huevos de
quién sabe qué bichos y aquellas dos langostas que tuvo que
masticar, aún vivas, para sentir que seguía alimentándose. Y el
miedo de la segunda noche, el vértigo de saberse perdida
dentro del estómago de algún animal mastodóntico, perdida
para siempre. Dira no sabe todavía lo que es un laberinto y
aquello acaba de ser una intuición ya. Pero Dira está marcando
la posición del sol, busca algunas sombras en la llanura que
tiene delante, solo repara en lo venidero. Sus armas están
afiladas. Sus pies están fuertes y decididos. Hay que bajar.
Me engañaron.
Los primeros pasos, sin embargo, los da rota, enojada, a
pecho descubierto, sin medir distancias, atropellada. Dira está
bajando llena de odio y se asusta por la idea que acaba de
inundarla por dentro. Me engañaron. Precisamente la cortina.
Solo había que descorrerla y al otro lado estaba, está todo esto,
lo negado.
Son unos cobardes.
Dira podría cerrar los ojos y seguir bajando a ciegas.
Porque ha perdido toda prudencia. No ve una piedra
fuertemente adherida al suelo y se golpea con ella en su pie
derecho, cae al suelo sin remedio. Se levanta. Se sacude.
Siente cómo le crece un escozor a la altura de la pierna
izquierda, debajo de la rodilla. Le robaron el mundo allí en su
poblado, dentro de sí mira las caras de todos y cada uno de los
miembros de aquel lugar que ahora le parece soñado y siente
por ellos asco y odio, odio y vergüenza, vergüenza y miedo.
Todavía le queda luz al día, ya está al pie del otro lado. Ahora,
de nuevo, la llanura, inversa, remota, virgen.
Malditos cobardes. Aquí estoy.
Mientras el camino llano va reduciendo las pulsaciones de
Dira, el zumbido de sus sienes, donde se le había condensado
la ira, acaba por desaparecer y Dira de repente quiere
deshacerse del ataque, necesita serenar su rencor, hace
esfuerzos por entender que no puede ni tampoco necesita
buscar lo que no necesita encontrar, esa idea de que alguien
alguna vez tenía que haberle contado todo aquello, las
eventualidades de cualquiera de los puntos cardinales. La
posibilidad de andar en línea recta y no en círculos. Pero fue
ella, tuvo que ser ella y nadie más que ella quien salió aquella
vez, quien supo entender al Humano que piaba, quien no dejó
su mensaje pudrirse dentro de sí, quien fue a Brah y lo sacudió
hasta que dejó caer sus frutos maduros. Quien encontró la
excusa, aquella, esta, como pudo, como puede ser otra, para
avanzar, para abrir el camino. La montaña que se mueve. La
última montaña que se mueve y que igual pronto va a
desaparecer.
La cortina no existe.
15

—Aquí no te va a ver cuando entre. Le cogerás por la


espalda. Tsolmon y yo vamos a estar a un grito de distancia.
Recuerda la palabra que tienes que decir si sientes que se te va
de las manos, repítela, repítela.
—Pomelo. Pomelo. Pome…
—Ya. Para. La tienes. Pero debes aguantar. Tú creerás que
el tiempo no avanza pero todo será cuestión de minutos.
Segundos. Piensa en todo lo que vamos a tener a partir de
entonces. Lo que va a tener madre.
—Pomelo.
—Eso. Para. Acuérdate de cómo lo hicimos con el cerdo.
Búscale primero esta parte de la cabeza, mantén las dos manos
como si fueran una pieza más del palo, como si estuvieras
hecho tú también de madera. Tsolmon, Gaanbatar y yo vamos
a cuidar de ti, estaremos en deuda eternamente.
—Por qué yo. Por qué pomelo.
—Escúchame bien, Khünbish. Presta mucha atención. Toda
la atención. Si algo sale mal, todo será más sencillo en tu caso.
Tienes trece años. No te meterán una bala en el cuello.
—Madre qué dijo.
—Concéntrate, que será esta noche. Como hicimos con el
cerdo. Aquí, dale aquí, hombre de madera. Luego sacas esto,
pálpalo, prueba a sacarlo, a ver cómo lo sacas, que no se atore,
y se lo clavas bien adentro en el bazo. Como hicimos con el
cerdo. Entonces serás todo espada, de la cabeza a los pies.
—No sé dónde está el bazo. Para qué sirve el bazo.
—Sí que lo sabes.
—No lo sé.
—Del resto nos encargamos nosotros.
—No estoy de acuerdo.
—Con qué.
—Con que le ataquemos por la espalda.
16

Dira ha encontrado por fin un torrente de agua, se deshace


del zurrón y del pellico primero, luego del resto de la ropa y
las botas, el escozor de las picaduras es mucho más poderoso
que el frío y ya está dentro del pequeño riachuelo, rociándose
agua y buscándose las heridas. El alivio es escaso pero el picor
se hace más llevadero con el frío, Dira reconoce tres picaduras
en el brazo derecho, una en la mano izquierda, dos en las
nalgas y se toca el ojo derecho abultado, nota cómo le palpita
y se le va cerrando cada vez más hasta casi dejar de ver por él.
Se detiene, no hay parte de su cuerpo que no se estremezca por
la mezcla de frío y calor que le va y le viene de la cabeza a los
pies. Un grito se le escapa de la garganta y sale rebotando
entre los árboles, un grito que también la ayuda a sentirse más
aliviada. Más viva.
Todavía rascándose el brazo y tuerta del ojo derecho,
vuelve a vestirse y empieza a reconstruir todo lo que ha
pasado. No va a seguir hasta que no lo entienda. Primero oyó
el zumbido, reconocible, similar al de los panales donde
consiguen la miel en su poblado, enlenteció su paso y miró en
los árboles, de repente notó blanda una de sus pisadas y un
crujido y entonces vino el ataque y la carrera hacia ninguna
parte. Dira no recuerda haber visto antes un panal en el suelo.
Seguirá allí. Crecerá.
Dira, ya recompuesta para seguir su camino, decide sin
embargo volver atrás. Recuerda dónde ha sido, atajará por la
maleza y volverá a la parte del sendero previa al panal. Ahí
está ya, acercándose con precaución al lugar de su mala
pisada. Mira a su alrededor, encinas, robles, pinos, romero,
rocas. Nada distinto a lo que ha recorrido, a lo que le queda
por recorrer.
Otro puede pasar. Otro como yo.
Podría desmontar a pedradas el panal, podría prenderle
fuego para hacerlo desaparecer y dejar franco el camino.
Además de para vengarse, por el puro placer de ver su
destrucción. Pero quién es ella para tanta osadía. Entonces
elige una roca lisa, amarillenta, y con su hacha de mano rasca
varias líneas horizontales, bien visibles, en la piedra y unos
pasos antes del panal hace un túmulo de rocas y encima del
túmulo coloca el anuncio de la piedra rasgada. Mientras lo
hace, vigila atenta al panal, que sigue bullendo a unos pasos de
ella.
Otro como yo.
Y Dira retoma el camino a través de la maleza y cuando el
mecanismo de su avance pone en marcha de nuevo la rueca de
su pensamiento, empieza a recordar todos los lugares en los
que tuvo que tomar una decisión y no otra, en los que erró el
paso o tropezó o cayó al suelo derribada o incluso en aquellos
en los que, por un golpe de suerte, su avance se vio favorecido.
Y decide que a partir de ahora va a hablarles de alguna manera
a aquellos que vendrán detrás de ella. Y también a dar las
gracias a todo lo que por ella vela, el cielo, las estrellas, el
viento, los robles, todo lo que hace que su camino no deje de
avanzar. Incluidas las abejas.
17

Khünbish ve a lo lejos las inconfundibles telas azules,


ondeando al viento, una de ellas descollando atada a lo que
parece una caña de bambú. Hace que su caballo Dug aminore
el ritmo del trote. Khünbish casi lo tiene delante ya, va tan
lento como puede, sabiendo que el ovoo que ya distingue con
todo detalle le va a obligar a tomar una decisión, de todos
modos incómoda: o cumplir el rito y confiar sus dudas, sus
miedos, sus esperanzas en él o atreverse a seguir adelante sin
más. Desearía haber elegido otro derrotero. Pero ya es tarde.
—El camino es el que es. No va a cambiar nada que tire
unas piedras y dé unas vueltas a ese montón de porquería.
El todo y su alma. La madre, la madre naturaleza. El
espíritu del cielo. Darle gracias a una montaña. Bendecir el
camino. Santificar el caballo. El camino es el que es. El viejo
caballo tiene su corazón y sus venas y sus ojos y estallarán
cuando lo crean oportuno. El todo, como si de verdad existiera
algo parecido a la clemencia, a la justicia. Khünbish se detiene
y mira el ovoo. Su madre lo llevaba al más cercano a su casa
los días previos al inicio del otoño y allí ataban cuerdas y
trapos azules y dejaban galletas y piedras y se sentaban y
daban gracias por todo lo que tenían y pedían para que el
invierno fuera benévolo con ellos y con los animales y con el
cielo y con la tierra y con los antepasados. Khünbish mira el
ovoo mientras se le va llenando el pecho de incertidumbre. O
tal vez de odio.
—Es solo un montón de piedras, un asqueroso montón de
piedras con un asqueroso montón de jirones azules. Si no
hubiera tenido tan mala suerte no estaría aquí delante de esta
basura ahora mismo.
El caballo de Khünbish empieza a inquietarse, quiere
moverse, se acerca al ovoo, que efectivamente no es más que
un montón de piedras y telas azules, altar donde los viajeros
piden y dan gracias al cielo, a la montaña, al sol, al camino, a
la madre naturaleza. Dug husmea agachando su cabeza hacia
el ovoo, en su olfato se estarán mezclando los sudores y las
palmas de las manos y las ofrendas de todos los que habrán
pasado por ahí con sus anhelos y sus suspiros.
—Hay que darle tres vueltas en el sentido de las agujas del
reloj. Eso dice la tradición. Cobardes.
Khünbish se da cuenta de que sigue hablando en voz alta,
de que ahora le está explicando a la bestia que monta lo que le
explicaron a él hace años, el rito necesario para que la suerte
sea favorable al que por allí pasa.
—Por mí puedes hacer lo que quieras. Yo voy a seguir mi
camino.
El caballo parece entender todo lo que Khünbish le cuenta
porque levanta la cabeza, mira ligeramente a ambos lados y
regresa al camino sin necesidad de golpe de riendas. Viejo
sabio. En cuanto han rebasado toda la hilera de piedras y telas
azules, a Khünbish le sale sin remedio escupir al suelo y
maldecir para sus adentros. Por un instante incluso se imagina
yendo a más, prendiéndole fuego al ovoo, con todos sus
anhelos y sus desgracias dentro, como si el monumento tuviera
la culpa de lo que le ha ido ocurriendo hasta ahora en su
tumultuosa existencia. Y no, no puede reconocer que algo de
miedo está sintiendo al ignorar lo que el ovoo podría ofrecerle,
no va a permitirse ni mirar atrás ni detenerse, ni siquiera
plantearse que lo mismo se está equivocando.
18

La ausencia, con su hueco, con su silueta colmada de vacío,


pesa más que lo tangible. Dira se incorporó como si le tiraran
bruscamente del torso y de los brazos y se quedó sentada sobre
el lecho. La repetida armonía de la mañana, con los pájaros y
los primeros golpes de piedra sobre piedra y el viento entre los
árboles y el arrastre del río, se mezclaba con una presencia
agria que le llenaba la boca.
Hay mal olor. Lud no está.
Dira primero creyó que era un olor, algo pútrido que se
colaba entre las pieles de su cabaña, un invisible vertido que la
estaba rodeando con su inmundicia. Pero era más. Una
inquietud. Un pálpito desagradable. Le parecía imposible salir
de la parálisis que la mantenía sentada, tenía miedo de
moverse porque sabía que tendría que acercarse a algo malo, a
una pila de asco. Pero finalmente se incorporó y salió a la luz.
Mecánicamente se dirigió al río y se lavó la cara y el pelo,
sintiendo que el agua helada amortiguaba la sucia atmósfera
que sin embargo la seguía rodeando.
El río también lo sabe.
Dira comprendía en su interior que todo lo que la rodeaba,
la arboleda, el viento, el humo del poblado, los primeros
pájaros del día, todo lo vivo y lo inerte conocía el lugar exacto
donde estaba Lud, agazapado entre piedras o tumbado mirando
al cielo, qué rumiaba, si sentía dolor, si la más elevada de las
dichas. Pero Dira no sabía preguntarles, no contemplaba
detenerse porque ya estaba sacudiendo la cabeza a un lado y a
otro, forzando su olfato, rastreando con sus manos la tierra
movida, la hierba pisada, la rama quebrada. Cuando tuvo un
camino, lo siguió como sigue el río su madre, sin pausa,
entendiendo que estaba en el trayecto adecuado, y cuando se
sintió suficientemente sola, empezó a gritar su nombre.
El olor también sigue este camino.
Dira continuó repartiendo el nombre de Lud por las
montañas, contra los troncos, dentro de la hierba, pateó ramas
muertas, movió rocas o las saltaba o las apretaba con su mano
tratando de sacarles una huella, un aroma, una brizna de pelo
descuidada. Algo le picó o le mordió en el gemelo pero no se
detuvo a averiguar, no llevaba armas ni casi abrigo pero no
reparó en distancias.
No sigas. Detente.
Pero Lud no la estaba oyendo, no recibía los mensajes que
Dira le enviaba desde su más sagrado silencio interior.
No sigas. Espérame. Aún no, estoy a punto de llegar.
Dira se detuvo en un claro. Daba vueltas sobre sí misma. Su
nariz no paraba de buscar, abierta de par en par hacia el
bosque. De pronto quiso transformar todo lo ocurrido. Estará
recogiendo moras. Lud simplemente se ha levantado antes de
lo habitual para coger las mejores moras y luego compartirlas
con ella. Ni siquiera ha perdido el camino, está murmurando
una de esas melodías que se inventa cuando está feliz mientras
coge moras. Claro que sí, moras. Dira se detuvo. Quería
sonreír. Todo había sido un mal sueño, un desajuste de su
instinto. Moras. No es tiempo de moras. Ni siquiera estarán las
flores aún. Espárragos. Es tiempo de espárragos. Pero a Dira
ya se le estaba derrumbando la esperanza y vio algo moverse
entre los árboles y enseguida corrió hacia aquello, sin reparar
en que Lud igual estaba buscando espárragos y aquel moverse
de ramas podría ser un leopardo hambriento que iba a
encontrarla desarmada, a la deriva, enajenada. Pero el grito
cuando estaba casi a tiro de piedra hizo saltar a un reno, que se
alejó ceremonioso.
El olor también corre. No es tiempo de moras.
Volvió a detenerse. A esas alturas, Dira necesitaba una
señal, un mensaje, ordenar sus pasos. Encontrar el camino
correcto. Lud nunca sale solo de esta forma pero también se
adentra el leopardo a tomar el agua de su río en ocasiones y
abandona su surco y su rastro, por sed, por aburrimiento, por
la llamada de lo oculto. Lud. Ven. Regresa. Dira cerró los ojos
y esperó que algo le hablara, que su desesperación encontrara
su remedio. Pero el silencio la envolvió, peor, el rumor
continuo del bosque con sus crujidos y sus arrastramientos y
su imparable destruirse y recomponerse. Y volvió al azar,
tomó el camino por donde intuyó que iba a encontrarse con las
laderas rojas, allí donde en ocasiones Lud y ella se habían
refugiado del mundo. El sol se colaba entre los troncos, cegaba
e iluminaba intermitentemente el camino a Dira, que se
desplazaba casi de memoria. Una certeza le subió de repente
desde el suelo a la garganta.
Hay mal olor. Ahí está Lud.
Los últimos pasos los dio atrapada por la desesperación,
casi arrepentida de haber acertado el camino. Palpó dentro del
primer recoveco de las laderas rojas y nada. Metió casi todo su
cuerpo en la boca oscura del segundo, un roedor o un conejo
salió huyendo. Nada. Pero enseguida el gemido. Inequívoco.
Algo que no tiene regreso.
Que no va a regresar. La voz de Lud anunció su no retorno,
su camino determinante hacia el fin. Lud estaba ante Dira y
era una esfera que borraba brazos y piernas, una roca blanda
que aún palpitaba, un amasijo encogido por el dolor, por un
silencioso sufrimiento. Un feto de nuevo, pidiendo que
acabara el tránsito. Lud lo sabe. Dira lo sabe. El fin. Con todo
eso delante, Dira no era capaz de acercarse, de buscar algún
espacio por el que unir el tacto de su palma con el dolor de
Lud. Había algo en su abdomen, algo que estaba pidiéndole
demasiado al resto del organismo, allí se llevaba Lud sus
manos y las abría en son de paz, tratando de llegar a un
acuerdo con la punzada, pero nadie le escuchaba ya a esas
alturas. Y para colmo ahora tenía delante a Dira.
Aléjate. Quiero ser el de anoche.
Pero tuvo que entender que ya era tarde y que Dira lo había
encontrado pese a todo. Quizá por eso eligió las laderas rojas,
para que lo encontrara. Y despedirse. La tenía delante y eso
era bueno, al fin y al cabo. Y estaban solos. Y olía a hojas
descomponiéndose.
Dru. Se llama Dru. Tiene el pecho inexpugnable.
La ceremonia de despedida está hecha con el futuro. Y se
articula con gestos, se transmite con los ojos, se recibe en las
manos. Así lo han hecho siempre en el poblado, así lo
aprendieron de Brah. Las palabras no pueden ni deben tomar
parte. Lud imaginó a su hijo futuro, a su ya imposible vástago,
hombre de amplio pecho, erguido y seguro. Dru. Como el grito
que detiene a las fieras. Dira, por su parte, estaba viendo la
laguna camino del apartamiento de Brah, sus peces voladores,
su sábana naranja del final del día, su silencio. Dira jugaba con
la hija de Brah, que ahora la notaba como si hubiera salido de
su vientre, criatura, criatura viva, Lud caminando a su lado en
un atardecer que ya era infinito. Entonces el cansancio pudo
con Lud, que se destensó para ir recuperando su cuerpo entero
más allá de su vientre. Empezaba la entrega. El dolor ya no
podía con el sosiego de morir. De mudarse, de cambiar de
camino, de marchitarse para renacer de la ceniza.
Saldremos juntos más allá de la cortina.
Y Dira apretó, toscos y familiares, los pies de Lud, casi sin
vida ya, contándole el futuro, que el camino sería largo y que
igual sin posibilidad de retorno y que el camino sería su hogar
y que verían animales y plantas que ningún otro habitante del
poblado había visto jamás, ni siquiera Brah, animales y plantas
y laderas y amaneceres y estrellas… Y Dira por un momento,
embriagada por el futuro de la despedida, olvidó la verdadera
causa de todo aquello para inmediatamente volver de nuevo en
sí, al cuerpo moribundo de Lud que se agitaba con otro
episodio de dolor en el vientre, quizá el último.
El rito se había cumplido. Y justo entonces Lud se vació.
Nube oscurece el ojo.
Arena inunda la boca.
Fuego quema las manos.
Y luego al dios río.
Después de lo llovido
limpia tu fondo
limpia tu superficie
volveré a ver los peces
las piedras mi rostro.
La letanía del dolor. La letanía de la esperanza, del eterno
irse y volver, la inacabable rueca del agua y del fuego, de la
carne muerta, de la carne recién nacida. Dira escuchó el
silencio del pecho de Lud, cogió sus manos, había cumplido el
rito del futuro y el rito de las letanías. También había
acariciado su pelo, que todavía seguía vivo más allá de Lud, le
cerró los ojos, le gritó al bosque, se puso de pie y deambuló en
círculos varias veces sin poder cumplir con el rito de la calma,
de la comprensión. Y la noche finalmente los envolvió y Dira
entonces puso sobre su hombro derecho el cuerpo vacío de
Lud y se encaminó de vuelta al poblado, con las mismas
fuerzas de siempre, con una fuerza inaudita.
Vendrás. Veremos juntos la montaña que se mueve.
Cuando llegó al poblado era noche cerrada, todo estaba en
silencio, las hogueras humeaban ya extinguidas, el río seguía
su curso casi en silencio. A Dira le pareció una crueldad
intolerable cómo la noche se extendía tan limpia, tan sosegada,
tan colmada de belleza, con cada estrella y cada brisa exacta
en su lugar. Dira entró en la cabaña y tendió a Lud sobre el
lecho, como si todavía necesitara descansar dentro del
descanso final. Incluso llegó a taparlo con la piel de reno.
Entonces se dio cuenta de que no iba a poder echarse a su
lado, que algo peor al dolor la obligaba a salir y quedarse a la
intemperie todo lo que quedara de noche.
Después de lo llovido
limpia tu fondo
limpia tu superficie
volveré a ver los peces
las piedras mi rostro.
Dira entendía, ahogada de dolor, que el río, corriendo sin
descanso a un costado del poblado, no tenía ni la más remota
idea de que Lud acababa de morir.
Vendrás conmigo. Al otro lado de la cortina. Veremos
juntos la montaña que se mueve.
19

—Serán dos, máximo tres meses. Cuando acabe el verano


tendré que volver.
Batbayar, aquel que es feliz pese a todo, miraba desde el
camastro a Khünbish, que había ido a que le devolvieran el
favor.
—De aquí a tres días vas y se lo explicas todo a Enkhtuya.
Lleva tus cosas y las dejas allí, así no podrá echarte. Primero
se negará en redondo. Cuidado porque igual consigues que te
dé algún garrotazo. Es una mujer con mucha fuerza. Con Dorji
no te hará falta demasiado. Él lo va a entender. Lo malo es su
mirada. Hay veces que ese niño te mira y estás sentenciado.
Pero podrás con ello. Sobre todo porque no es tu hijo, porque
no necesitas sus juicios.
Khünbish sospechaba que Batbayar se había cansado de
oírle a mitad de su parlamento. La yurta de Batbayar apestaba
a sudor, a pies, a vodka, a mantas apelmazadas contra otras
mantas cubiertas de mugre. Batbayar, feliz pese a todo, su
mujer y sus tres hijos huyeron a la capital haría casi medio año
y él no había sabido aún cómo salir de la cama y ponerse en
marcha, fuese cual fuese la dirección a tomar.
—No sé si voy a poder…
—Vas a poder. Me lo debes. No tienes opción.
Khünbish se ahorró decirle que para él mismo tampoco
había otra opción. Batbayar se removió debajo de las mantas,
maldijo en sus adentros el día que, se frotó el rostro con sus
manos grasientas, se rascó la cabeza como si buscara algo
entre su pelo, todo lentitud, todo desgana, luego bostezó
largamente dando la impresión de que simplemente iba a
volver a dormirse. Estuvo a punto de hacerlo pero Khünbish
no se lo permitió, zarandeándolo por el hombro.
—No me obligues a sacarte de la cama. Preparo un té y te
lo explico todo. Y te lavas.
—Hay kumis. Y vodka.
Khünbish prefirió no averiguar dónde guardaba Batbayar el
kumis y en qué estado se encontraba teniendo en cuenta el
desorden de la yurta. Tardó un buen rato todavía en encontrar
los utensilios para preparar el té. Mientras oía cómo hervía el
agua, Khünbish se esforzó en no pensar, en no calibrar ni
medio segundo todo aquello, su huida, las escasas
posibilidades de que saliera bien su viaje, aquel viaje que se
sostenía tan débil en las palabras de aquel borracho en el
cementerio de barcos. Chapucero. Y encima aquello, la idea de
que el inútil de Batbayar fuera la única persona con la que
podía contar para que, mientras él faltara, mientras él ascendía
hasta el más norte de los nortes en busca de aquellos colmillos,
su mujer y su hijo tuvieran dos brazos más para seguir
adelante hasta que su suerte cambiara. Cuando volvió sobre
sus pasos, Khünbish vio que el andrajoso Batbayar se había
sentado en la cama y que miraba hacia la nada con ojos bien
abiertos, intentando entender de dónde le venía aquella
maldición repentina.
—Y dónde vas esta vez. Espero que hayáis arreglado el
pozo.
Pese a todo, en el rostro que ya empezaba a resucitar de
Batbayar, Khünbish distinguió por un instante que aquel favor,
ahora sí, iba a serle devuelto con creces.
20

El relincho atraviesa el bosque y rompe el monótono


avance de Dira, que lleva media jornada andando sin
detenerse, sin contratiempos ni obstáculos en su camino.
Volviendo en sí de tal ensimismado progreso, Dira reconoce
que viene del otro lado de una suave colina cubierta de
majestuosos pinos y que inmediatamente el relincho se
multiplica, se asalvaja más si cabe y se mezcla con gritos
humanos. Los primeros que oye desde que ha salido de su
cabaña.
Hay una lucha.
Y quiere verla. El camino es eso justamente, llegar también
pero trazarlo primero, con toda su partitura, con todo su
armazón. Deja el camino que trae, olvida su avance y se
adentra por la maleza para ir acercándose sigilosamente al
lugar donde de nuevo se repiten relinchos y risas, arengas y
brutalidades. En esa tierra apenas quedan ya trazos de nieve a
los pies de las matas más profusas, hay espinos con flores
amarillas que no recuerda haber visto antes, ha sorprendido a
varias serpientes también de extraños colores y retorcimientos
y todavía no se ha cruzado caza mayor, bestias que entrañen
algún peligro.
Hay un pulso. Y es alegre.
Antes de verlos, Dira los ha distinguido ya en sus voces,
suenan tres hombres, suenan jóvenes, casi niños, están
jugando, hay palabras, réplicas, las hay, indescifrables, es una
lucha pero es un juego y en medio de esto el caballo,
probablemente la yegua, que estará rodeada porque no ceja en
su pugna, porque no encuentra aire para escapar. Y entonces
los ve. Y la escena es tal cual la describían sus sonidos: tres
hombres, en realidad tres niños, en realidad tres jóvenes, y sus
palabras y sus voceríos, tres casi hombres que mantienen a una
yegua entre ellos, hay un látigo o una cuerda o una cadena que
para Dira es mágica, casi irreal, nunca vista en su
conformación, uno de los jóvenes tira de ese hilo que pasa
alrededor del cuello de la bestia atrapada y los otros dos saltan
yendo y viniendo del círculo de patadas traseras que a veces se
alargan hasta rozar casi la cabeza de alguno de ellos. Además
de la lucha contra el animal, Dira, entre los árboles que la
ocultan, ve la lucha entre los muchachos, que se retan en su
demostración de quién es el más capaz.
La lucha, innecesaria, tan útil.
El más fuerte es el más bajo de los tres. Dira reconoce
enseguida que va a ganar, sea lo que sea ganar. En su turno
agarrando el hilo que rodea el cuello del animal, tira de él
hasta que la yegua se queda parada, le da vueltas al hilo dentro
de su puño y bracea humillándola. La yegua resopla, echa
humo y mucosidades por sus enormes narinas, que se abren en
son de paz, del belfo caen goterones de espuma, el recortado
cuerpo tiembla, es recorrido por horizontales fasciculaciones.
Y sin que ninguno de los presentes lo esperara, ni los otros
muchachos ni Dira ni la bestia, el niño hombre más bajo y más
fuerte, haciendo apoyo con un tirón en el hilo mágico, se eleva
sobre sí mismo y cae a horcajadas sobre el lomo de la yegua.
Ahora es otro animal. Ahora es otra bestia.
El ganador aguanta varias embestidas arriba de la yegua,
dan tres vueltas juntos, sobre sí mismos, pero el jinete no cae,
corren hacia un claro, dan algunos saltos tirando patadas al
aire, patadas la yegua, patadas el pequeño gran hombre, hasta
que finalmente el animal queda libre, la soga colgándole del
cuello mientras desaparece al fondo de la escena. El hombre
niño se levanta del suelo palpándose el brazo derecho con la
mano izquierda, los otros dos van en su ayuda. Cuando se
reúnen, primero se aseguran de que todo está bien y enseguida
están vociferando y empujándose, bravos y alegres. El más
delgado de los tres vuelve sobre sus pasos y del suelo donde se
inició todo recoge otro hilo y se vuelve al grupo ondeándolo
en el aire, haciendo molinos de viento a un lado y a otro de su
cuerpo. Dira cree distinguir desde su escondite el silbido que
hace la cuerda volando contra el aire. El niño hombre delgado
maneja los nudos arriba y abajo, los nudos, parecidos a los que
allá en el poblado van y vienen en las redes de su río.
Ahora es otro animal. Ahora es otro hombre.
Dira los sigue con la mirada. Los tres jóvenes se encaminan
por donde ha huido la yegua con la intención evidente de
seguir su guerra, su juego, de encontrar la manada y aislar otra
de las hembras y primero hacerse con su cuello y luego con su
energía y su sudor y luego subirse a ella y así hasta que los dos
sean uno en el camino, un solo espíritu, un solo cuerpo.
21

—Dug. Lo llevo escuchando desde hace media hora.


El viejo Nergüi tiene los ojos extrañamente claros,
Khünbish entiende que no son así de manera natural, que
algún tipo de enfermedad ha ido desdibujándolos.
Simplemente el paso del tiempo, hundiéndolos en una ciénaga
azul cristalizada. El viejo ni lo mira, solo repara en el caballo,
que sigue tan fuerte como si no hubieran pasado los kilómetros
por él. Efectivamente, la bestia ha estado la última media hora
de camino relinchando extrañamente, pasando del sumiso
silencio a un brío diferente, a una antesala de la celebración,
del reencuentro. Barruntando la querencia, el hogar.
—Sigue tan apuesto… Todavía podría competir en la
capital.
Y le cuenta, sin presentarse, sin ni siquiera invitarle a
descabalgar, que cuando muera van a embalsamarlo, ya lo
tienen todo previsto Otgonbayar y él, van a ponerlo en algún
lugar donde puedan ir a visitarlo y tocarle el lomo, ese lomo
no puede enterrarse, no puede pudrirse, ese cuello, su crin, su
careta alegre… «A la mierda Lenin y su momia», llega a decir
entre dientes el viejo, como si fueran a oírle desde allí los
rusos. Cuanto más dice del caballo, más claros le parecen a
Khünbish los ojos del viejo, como si se tornaran más y más
jóvenes dentro de sus cuencas, como si regresaran a aquellos
días donde casi fueron campeones.
—Podrá contarlo a sus nietos. Que montó a Dug.
Pero aquel no es un lugar para un caballo ganador.
Siguiendo exactamente las indicaciones de Otgonbayar,
Khünbish ha llegado a las afueras de Morön, desde allí no
habrá más de veinte minutos andando hasta el lugar donde ha
quedado con el conductor que le hará cruzar la frontera. El
hogar del viejo Nergüi, donde tiene que entregar a Dug y
donde pernoctará antes de su cita, no pasa de ser una chabola
dentro de un cerco de barro donde cabecean desnortados
cuatro caballos hambrientos y un potro que no tendrá más de
dos meses y que ya está empezando a perder su lustre. La valla
que delimita todo aquel desastre está remendada de mil formas
distintas, chapas de amianto de algún tejado desmontado hace
años, carcomidos travesaños de madera cruzados entre sí sin
orden lógico, rejas de forja arrancadas de quién sabe qué
edificio en ruinas, planchas de aluminio mil veces abolladas,
todo atado con cuerdas a punto de dar de sí para siempre,
alambres retorcidos de manera brusca, clavos enmohecidos.
Cuando se le agota el embeleso al viejo, hace las necesarias
presentaciones, retira los arreos de Dug y dispone el lugar
donde Khünbish va a pasar la noche. La cena no es más que
una sopa aguada que tiene un lejano sabor a nabo o a cebolla
podrida o a col pasada y un trozo de pan que a Khünbish le
sabe, contra todo pronóstico, a gloria. El viejo le cuenta las
mismas historias que Otgonbayar pero mucho más exageradas,
mucho más mitológicas. El viejo vive solo, tiene en la chabola
varias fotos de joven levantando algunos trofeos de latón. A
Khünbish le parece imposible que aquella persona casi
triunfadora, en pleno apogeo, sea la misma que le está
hablando en ese momento. No puede ser el mismo, no puede
ser. El viejo no es más que un mendigo, piensa Khünbish justo
antes de retirarse a su jergón. El viejo no es más que un
perdedor, peor que eso, Otgonbayar y el viejo son perfectos
ejemplares de ese ejército de personas a las que les está vedada
la victoria. Por mucho que hagan, por mucho que inviertan,
tienen sobre sus hombros, dentro de sí mismos, en lo más
profundo de sus esencias, un obstáculo atávico que los
convierte en impedidos, impedidos para la gloria. Cuando
parece que la van a alcanzar, algo invisible se la arrebata.
—Los reconozco porque yo soy uno de ellos.
Desde la ventana donde el viejo le ha dispuesto su jergón,
ve a lo lejos las luces de Morön componiendo una estampa
triste, traicionera, obscena, desordenada, innecesaria, una
ciudad en medio de todo aquello, por qué, una mole de casas
sucias y calles sucias y humanos sucios e inevitablemente
perdedores. Peor que perdedores. Como él. Incapaces de
escapar de su aciago destino. Incapaces de componer algo
digno. Mucho peor, incapaces de dejar de creer. Mucho peor,
incapaces de desaparecer.
22

Antes de estas palabras de ahora, de este lenguaje


reconocido por libros y siglos, siglos y gargantas, gargantas
recién nacidas, gargantas pudriéndose bajo tierra como
catedrales de cartílagos hundidos, Khünbish se ve, más bien se
intuye desde dentro, emitiendo los sonidos pretéritos con los
que su voz, que es la suya pero otra distinta, reconoce y
nombra y da vida a lo que le rodea en ese momento que no
tiene tiempo, que no tiene espacio.
Khünbish siente primero el frío en los pies, está dentro de
un río, el vaivén incesante le llega ligeramente por debajo de
las rodillas, el río está helado, pero él, por algún motivo, qué
importan los motivos en esto de los sueños, no puede salir de
ahí. Los sonidos primeros, de su interior sale un extraño
lenguaje lleno de cristalinas palabras que todavía no son
palabras pero que son ya un mensaje, un acuerdo entre los
hombres que de repente le rodean dentro del río. Fulminantes
rayos plateados los desbordan a derecha e izquierda en el agua,
a él y a sus compañeros, porque son eso, individuos como él
que como él están plantados por los pies al fondo del río para
hacerse con sus frutos y uno de ellos arroja súbitamente su
lanza sobre uno de los rayos plateados y lo ensarta y a la
superficie aparece el aleteo del pez que todavía quiere escapar
y Khünbish ve el brote de la sangre del costado del animal, el
brote de una sangre que vuelve a caer al río y dibuja una
mancha ilusoria en su superficie y entiende que ahora es su
turno y lo va a hacer pero en ese momento un ronco aviso, otra
palabra que ya cierra un mensaje concreto de uno de sus
hombres, anuncia que a la derecha del grupo viene alzando los
brazos un enorme oso que no tiene intenciones de parar hasta
alcanzarlos y el guerrero más adelantado arroja su lanza al
costado del animal y allí se queda clavada y la bestia se
detiene estupefacta por unos segundos, lo suficiente para que
Khünbish se vea a sí mismo, o se intuya desde dentro, desde
una masa oscura, levantando piedras del fondo del río y
arrojándolas a la cabeza del oso, que va recibiendo los
impactos y entonces los sonidos primeros, antes de estas
palabras de ahora, de este abecedario, que saca su garganta de
la nada, son de alegría porque la recompensa de hoy será
doble, los peces que están por llegar y esa piel de oso de la que
saldrá el remedo de la pared de una de las cabañas del
poblado; y carne para al menos tres días y un corazón fresco
con el que agradecer a los dioses la dicha de este momento.
Y entonces Khünbish se despierta.
23

La luz.
Y ahí delante, de nuevo, nunca se ha ido, es la de siempre
pero ahora tiene más cuerpo, más hondura, la luz. El mundo.
Lo que entra por los ojos. Dira se palpa las órbitas, cierra,
abre, ejercita los párpados buscando el acierto, el error, la
ranura por la que entender la luz, lo que entra por los ojos. O
lo que sale de ellos. El pino torcido que crece casi paralelo a la
tierra, tullido pero tan orgulloso, único, lleno de vida,
vehemente, lo tiene delante, lo tuvo delante y ya quedó atrás,
se sentó sobre él para entenderlo, para agradecerlo, sigue cada
día ahí, en la montaña, en sus ojos, creciendo
milimétricamente. Lo que entra por los ojos. Lo que irradian.
Los pájaros.
De qué están hechos los ojos de los pájaros, cómo saben
encontrar a su presa desde allí arriba, qué matices pueden
llegar a discernir. Ruro, el hombre al que ponían siempre en la
vanguardia durante las partidas de caza, era capaz de localizar,
entre todos los verdes y todos los marrones, aquel que
palpitaba conformando un cuerpo blando, aquel al que había
que ensartar. Dira quiere encontrar dónde reposa todo eso que
está ahí afuera pero que entra dentro de ella cada jornada, cada
intento, cada descuido. El sol yendo o recién llegado, la línea
del horizonte, el polvo allá lejos, el minúsculo polvo que a
veces parece envolver el mundo. O quizá vaya todo al revés y
son sus ojos los que dibujan el perfil de las montañas, el
blanco retorcido de los abedules. El mundo naciendo de sus
ojos.
Los peces.
Los peces bordeando las piedras en su loca carrera, río
arriba o siguiendo la corriente como si fueran parte de ella,
como si fueran agua. Los peces huyendo, jugando la partida de
la muerte, entre sus piernas. De cerca, cuando alguno de ellos
ya está palpitante en sus manos, los ojos de los peces parecen
estar hechos del fondo del río, como si el río entrara y saliera
de ellos continuamente. Dira se golpea la frente, introduce el
dedo meñique por el oído y no consigue llegar demasiado lejos
buscando el pino, la montaña, la yegua luchando contra los
niños, la bandada de pájaros que ayer entró por sus ojos y
todavía ve. Los ojos. Si los cierra todo desaparece. Nada
existiría si no fuera por sus ojos. Pero cuánto penetra por su
boca abierta al relente de la mañana, de qué forma se entera de
lo que le rodea con su nariz, cuánto sabe su oído de cada
atardecer. De los grillos. De toda esa luz.
Las sombras.
Frente a ella está su cuerpo hecho sombra, como cada tarde.
Apenas le queda ya luz al día. Por sus ojos entra un bosque
que ahora, ya sí, trae flores nunca vistas, diminutas cabezas
moradas con millones de delgados pétalos arracimados
desordenadamente, inhiestas campanillas blancas y elegantes
al final de un tallo de un verde puro, enredaderas que atrapan
en su fluir los troncos de los árboles, enormes pétalos blancos
que Dira recoge del camino, ya caídos de su formación, y
estudia, carnosos, algunos más amplios que su propia mano.
Muerde uno. Lo mastica pensando en la intoxicación, en la
fuente de la eterna juventud. Quiere pararse con cada
acontecimiento, con cada regalo que le traen sus ojos. O su
nariz. O los vellos que adornan su piel y que también saben
dar su respuesta a lo externo. Huele a lluvia. Efectivamente las
primeras gotas caen decididas contra las enormes hojas de los
árboles que la rodean y que todavía no tienen nombre.
La lluvia. Para qué huele la lluvia. Dónde huele dentro de
mí. Cómo se pronuncia.
Y Dira se intuye, sin entenderlo, pero creándolo sobre una
masa informe, en el centro del mundo, en el corazón de algo
que todavía no lo es pero que ya es el mundo definido dentro
de sus contornos. Los pájaros, los peces, las sombras, la lluvia.
La luz. La última montaña que se mueve. Todo lo que viene a
buscar aquí, a este lugar inexistente pero tan palpable. Y su
poblado, mientras va cayendo la noche más lentamente que
ningún otro día de la existencia, le parece ahora lejano en su
justa medida, necesariamente lejano, y Dira aprieta los puños
orgullosa de haber seguido caminando hacia delante, siguiendo
el rastro de todos estos motivos.
Lud. Lo portaremos todo en nuestras manos.
Al fondo, porque este mundo hecho de estos contornos a
veces también actúa con benevolencia, sus ojos, ciertamente,
sus dos ojos, le dan una pared de piedras contra la que se
aprietan altos árboles de amplias copas. Allí tendrá su cobijo
esta noche.
24

Bum. Hay que preguntar por un tal Bum en el bar del hotel.
Hotel Khuvsgul, en pleno centro de Morön. No serán ni las
nueve de la mañana. Una jauría de perros callejeros olfatea la
fachada en busca de un lugar adecuado donde mear. Alguno
parece realmente enfermo. En cuanto traspasa la puerta
principal, Khünbish se da cuenta de lo sucio y de lo poco
apropiado que va para entrar en un hotel. Y eso que es solo el
principio de este largo camino de ir deshaciéndose. Pero ya
está dentro y, pese a que todo tiene un aire a medias casero y a
medias insoportablemente frío, Khünbish no logra quitarse esa
sensación de intruso. Para alivio suyo, ni siquiera necesita
preguntar por el bar porque enseguida lo tiene a su izquierda.
Y una vez allí tampoco necesita interaccionar con alguien para
preguntar por «un tal Bum» porque en aquel lugar
excesivamente iluminado por fríos neones que tiene el mismo
aire incómodo de una sala de espera de hospital hay una sola
persona dejándose caer en un taburete de la barra. El tipo que
seguramente sea Bum consume un brebaje rojo que bien
podría ser jarabe para la tos, viste pantalones y camisa de
camuflaje militar rematado todo con unas sandalias de verano
totalmente desubicadas para el frío que todavía hace. De todos
modos, sus pies parecen tan tumefactos y curtidos como las
patas de un rinoceronte. En el pelo lleva una cinta como la de
los karatekas de las películas. Es chino. O coreano. O
tailandés. O todo junto.
—¿Tienes ya lo de tu welcome drink?
Bum ha sido el primero en hablar. Sin preámbulos ni
presentaciones. No puede ser de otra manera.
—¿Perdón?
—Yo te la gestiono. ¿Cerveza o blanco? El tinto no te lo
recomiendo. Si aspiras a algo más allá, hay que pagar. Este
veneno tampoco te lo recomiendo.
El veneno es el jarabe para la tos vertido en una copa de
champán horizontal que ahora levanta Bum por encima de la
cabeza como un trofeo. Sus manos son absurdamente
delgadas, casi femeninas.
—Vengo a lo de los portes.
—Primero la welcome drink y luego los negocios. Oh my
Buddha. Necesitas tu cupón.
Khünbish piensa en mensajes en clave, en espías, en la
policía, en que lo mismo se ha olvidado algún paso previo que
contenía la información necesaria para enterarse de lo que
ahora mismo le está hablando este estrafalario que se supone
que le tiene que pasar por la frontera y llevarle a través de las
llanuras del sur de Rusia.
—No me contaron nada de…
—En recepción. Diles que Bum dice que hay que dar la
bienvenida como Buda manda. Cerveza o blanco.
—Son las…
—Tinto no te lo recomiendo.
Khünbish entiende que no tiene más remedio que seguir las
indicaciones de Bum.
—Has llegado el primero en este porte. Por eso te toca el
uno.
Khünbish le vuelve a mirar de arriba abajo, sin entender
nada de lo que está pasando, percibiendo que lo mismo todo
ha sido, está siendo, un error. Uno más de los muchos que le
esperan.
—Y puedes elegir asiento, claro.
Khünbish duda qué hacer, si salir corriendo por la puerta y
no volver a saber nada de todo aquello o por el contrario
seguir las grotescas indicaciones de Bum. Todo coincide con
lo que le contaron. Pero. Más por vergüenza que por ganas,
decide acercarse a la recepción y accionar el timbre dorado
para ser atendido.
—Dígame.
—Aquel señor de allí me dice que…
—¿Está usted alojado aquí?
—Eh, no, eh, la verdad es que no.
—Entonces…
—Ese señor…
La señora de la recepción, una enorme mole con brazos
excesivamente cortos, pone cara de resignación y asco y saca
de debajo del mostrador un cupón rojo en el que se lee en
letras doradas WELCOME DRINK. Khünbish coge la
cartulina y vuelve sobre sus pasos para seguirle el juego a
Bum.
—Cerveza o blanco.
—Cerveza.
—Bum dispone. Tú tranquilo, Número Uno, si sigues lo
que Bum dispone va a salir todo bien. Nos espera un camino
largo.
—Me llamo…
—Para, para. Mejor que no lo cuentes. Número Uno está
bien.
Khünbish tiene delante su cerveza de las 9.30 de la mañana.
Bum remata su última intervención escupiendo en el suelo del
bar del hotel con la confianza que da la familiaridad de ciertas
costumbres. Oh my Buddha.
—Además de los que van y vienen, tenemos un Número
Dos fijo que hay que recoger a orillas del lago. Va con
muletas. Creo que tiene una pierna de las dos que
habitualmente tienen los seres humanos. Una mina. La gente
con taras siempre facilita las cosas. El policía de la aduana se
entretiene mirando la manga o la pierna del pantalón vacías, se
compadece, piensa que menos mal que a él no, que qué suerte
tener dos brazos y el papeleo se le olvida.
Khünbish lo intenta con la cerveza. Está caliente y agria.
—Por el camino habrá pocas de estas, Número Uno, así que
aprovecha y te la bebes. Pero tampoco nos faltará té caliente.
Te han contado todo sobre dinero y condiciones, ¿verdad? En
dos días estamos metidos en Rusia. Luego todo seguido. Bebe.
Y Bum, que sigue actuando como si fuera un funcionario
del servicio postal nacional, con su misma mezcla de hastío y
agilidad por el trabajo mil veces repetido, sigue contando y
haciendo preguntas que él mismo se responde mientras
Khünbish bebe pequeños sorbos de su cerveza.
Salen a la calle. Morön empieza a cobrar vida, el sol va
calentando sus rincones, los perros no dejan de perseguir sus
sombras y los rastros de porquerías que puedan mantenerles
vivos un día más. Bum se desplaza chancleteando
desagradablemente, con el cuerpo echado hacia atrás y la
prominente panza haciendo contrapeso hacia delante,
deambulando como si el mundo estuviera entero a su
disposición. Cruzan dos manzanas y enseguida encuentran el
Mercedes de Bum.
—Este es. Este coche nos va a enterrar a ti y a mí. El
ingeniero alemán que lo diseñó y los esbirros que atornillaron
cada pieza pueden estar tranquilos porque hicieron bien su
trabajo. Espero que estén en la gloria más absoluta.
El primer olor que le viene a Khünbish ya dentro del
Mercedes es el de la atmósfera a la vez acogedora y maloliente
de un ajado refugio de montaña.
25

Barbo, aquel que se escurre, se agazapaba siempre en el


mismo rincón de la cabaña, gustoso, oliendo su cerco para
asegurarse de que todo estaba en su sitio. Los días que se
sentía más lleno de juegos, incluso lamía las piedras de las
paredes y acto seguido dejaba ver una sonrisa plena a Dira y
Lud. Barbo todavía mamaba por aquel entonces. No tendría
más de tres inviernos. Porque había nacido en pleno invierno y
era de piel llamativamente lustrosa, como si siempre estuviera
untado en aceite o agua, y se deslizaba como aquellos peces de
lomo grueso entre las rocas, esquivándolas, jugando con ellas
a vida o muerte.
Qué le hace venir.
Barbo no avisaba, por supuesto no decía nada cuando
entraba en la cabaña, ningún rito de recién llegado, de
agradecimiento, no necesitaba saciar ningún apetito, ni comer,
ni desahogar su llanto, ni siquiera un abrazo o una mano en su
cabeza, solo quería su rincón. Ninguno de los dos, ni Dira ni
Lud, podía recordar cómo y cuándo fue el primer día que
ocurrió porque ahora era un continuo natural, una inercia que
parecía eterna en su sencillez. Tampoco jamás vinieron sus
padres a preguntar por él, a recuperarlo.
Un día de aquellos, por buscar alguna novedad, por la
necesidad de aportarle algo valioso al niño, Dira y Lud
colocaron dos pieles recién curtidas y que hacían del rincón un
lugar más caliente y confortable. Pero el niño, sin decir nada,
con la parsimonia del experto, las retiró y dejó su espacio
como había estado siempre.
Todavía no distingue las formas.
Dira lo vio una mañana de pie, llevaría poco tiempo
despierto, mirando fijamente una línea de luz filtrada sobre las
piedras de la pared. Barbo, con sus manitas aún desprovistas
de huesos adultos, intentaba atrapar el haz como si fuera una
rama o un conejo, no cejaba en su empeño, tampoco se dejaba
llevar por la impotencia, simplemente lo intentaba una y otra
vez quizá esperando a que en una de ellas la luz se hiciera
sólida en sus manos. Cuando supo que Dira estaba también
despierta y lo miraba, el niño se volvió hacia ella y con una
levísima sonrisa le preguntaba que dónde estaba el error, que
qué más podía hacer para conseguir lo que aún no había
conseguido.
Todavía piensa que puede atraparla.
Presenciando aquel juego con las formas y las apariencias
del niño Barbo, Dira pudo revivir aquella lucha, de cuando ella
era pequeña, por detener el río. Aquella agua que nunca vio
detenida, invariablemente se le fugaba entre los dedos, creyó
incluso en su empeño que intentándolo en el caño que se
concretaba más arriba del poblado y que caía casi blanco sería
más sencillo, como si aquello fuera una rama asible, pero esta
corría y corría todo el tiempo hasta que un día algo cambió y
de repente se hizo natural que el agua nunca pudiera agarrarse.
Si lo intenta será por algo. Para algo.
Barbo seguía en su empeño, sin perder los nervios en
ningún momento, hasta que finalmente cambió de idea y
dirigió sus pasos hacia donde Dira y Lud almacenaban los
comestibles.
Algún día lo entenderá.
Lud lo dijo y luego quiso matizar la tristeza con la que lo
había dicho. Su decepción. Lud estaba hablando su mismo
idioma, como casi siempre, ambos entendían que aprender no
era ganar, que desmontar todo aquello haría más fuerte a
Barbo. Pero menos humano.
26

—Pomelo. Pomelo. Pome…


El padre llegó bravucón, una vez más, ridículamente
pendenciero. Desde antes de entrar, en la calle, fue acercando
su ajuste de cuentas al aire. Mentaba una deuda, se acordaba
de un enemigo, insultaba a un policía que ya no estaba
presente, maldecía la suerte del universo entero. Khünbish
pensaba que eran ladridos lo que su padre balbuceaba mientras
buscaba la llave para entrar. «Es como un perro sarnoso, peor,
es como un chacal, como una hiena. Peor.» Khünbish podía
encontrar excusas para cualquier bestia pero no para su padre.
Sentía el corazón en la garganta. No iba a poder gritar la
palabra acordada en caso de peligro. Pomelo. Pomelo. Aquello
lo vieron en algún anuncio hacía años. Khünbish se rio sin
motivo aparente al oír la palabra. No tendría más de cinco
años. Era un zumo, una fruta, algo inaudito. Luego, era la
palabra escudo, la palabra salvavidas que rompía cualquier
tragedia con sus hermanos. Pero ahora era realista, no iba a
poder articular sonido alguno porque el corazón le ocupaba
toda la garganta. «Soy de madera. Soy un cuchillo. Soy una
espada.» Intentaba jugar a la letanía para calmarse. El padre
dejó de ladrar con un patético silbido. Dio sus primeros pasos
dentro de la casa, manteniendo el mismo volumen en las
calumnias que arrastraba de la calle. Los otros nunca
existieron para él. «Asqueroso chacal. Basura. Maldito hijo
de…» Khünbish fue consciente de que justo en ese momento
estaba pasando por el hueco del pasillo, era la consigna, el
padre se dirigía a la cocina y si salía ahora de su escondite, con
tres zancadas que diera, tendría a tiro de palo la cabeza calva
de su padre. El primer paso de sus piernas casi le pilló por
sorpresa, no lo reconoció suyo, no lo llegó a controlar por
entero. Y de repente lo vio. Llevaba el pantalón rociado de
algo marrón, barro o excrementos o ambas cosas. El cuerpo,
casi anciano ya, se cimbreaba en su avance. Khünbish sostenía
el palo levantado sin poder remediarlo. Pomelo. Era decirlo y
todos saltaban a carcajadas. Y justo entonces el guion se
rompió, porque su padre, avisado por quién sabe qué instinto,
se dio la vuelta y vio a su benjamín convertido en un hombre
de madera rematado con un enorme palo por encima de la
cabeza.
—¡Hazlo!
Ahora, en sus recuerdos, siempre es Tsolmon el que dio el
espantoso grito que le hizo llevar a término la hazaña. Pero sus
hermanos siempre le hicieron creer que no fueron ellos sino su
ángel de la guarda, su protector silencioso y espectral que en
aquel momento tomó las riendas a viva voz. Khünbish, un
hombre todo hecho de madera, un niño atravesado por un
rayo, descargó toda su tensión sobre la cabeza del padre, que
inmediatamente crujió como la espalda de una cucaracha
pisoteada. Y el viejo borracho, con los ojos fuera de sus
órbitas, fue a caer como si también estuviera hecho de una sola
pieza.
27

Aquello que va creciendo al fondo no es una nube. Dira,


como cualquier miembro de su poblado, entiende de nubes, las
ha estudiado, comprende su lenguaje, las conoce altas y
hundidas, condensadas, preñadas, otras van dejando su rastro
mientras se van descomponiendo, algunas se deslizan por
encima de otras, con una carrera extrañamente ágil, como si
tuvieran prisa por alcanzar alguna montaña, algún río que
espera su agua. Aquello que va creciendo al fondo no es una
tormenta, no tiene su entereza, su determinación, es un fluido
más deshecho, más transparente, más anárquico. Dira se
detiene para intentar entenderlo, para darle tiempo a que se
defina mejor, a que deje de dar miedo. Pero aquella masa gris,
que a borbotones se hace negra, no para de crecer y ensuciar el
cielo de una manera que Dira jamás había experimentado en
esa magnitud.
Fuego. Montaña.
Dira recuerda entonces el humo de algunas hogueras de su
poblado, aquello comparte quizá su naturaleza pero en un
tamaño y una violencia que parecen imposibles. Reanuda el
paso con esa idea, ahora tendrá que ir a verlo, averiguar qué
es, qué accidente, qué fuerza es capaz de ocultar de esa manera
el cielo.
Montaña de fuego. Nubes de fuego.
Elige un camino que va elevándose suavemente, primero
denso entre enormes pinos y hayas donde Dira llena sus
pulmones con su agradable aroma a resinas y hojas que
empiezan a secarse para luego ir encontrando algunos claros,
islas de luz, y ya ese otro olor, esa alarma dispuesta para que
se tensen los músculos y los ojos se concentren preparados
para el ataque. O para la huida. Fuego. Y cada vez más
autoritaria la nube negra. Cuando se le acaba el camino y tiene
delante un pequeño acantilado, se asoma a su límite y abajo
encuentra el nacimiento de la nube gris. Como si un dios
gigante lo hubiera dibujado, un fuego perfectamente
encuadrado dentro de un cerco rectangular está en su máximo
apogeo. Enormes lenguas suben y bajan avivadas desde la
base. Y no solo recibe el fuerte olor, que asusta y a la vez atrae
como los fuegos del poblado, también los crujidos e incluso lo
que parecen pequeñas explosiones que saltan de repente de las
entrañas más profundas del incendio. Y gemidos. Angustiosos
gemidos que no distingue si humanos o no.
Los Dueños del fuego.
Porque entre los cúmulos negros y grises de humo, Dira ha
visto siluetas moverse, agitadas, dando saltos y haciendo
exagerados aspavientos con los brazos, arriba, abajo, con
carreras que arremeten contra las llamas y luego se alejan de
igual manera. Cada vez son más o cada vez ella distingue más
siluetas. Son ya humanas. Es una danza. O una caza. Dira
reconoce el orden, la repetición de aquellos hombres que ahora
llevan lo que parecen enormes abanicos que portan inhiestos y
que de repente descargan a los pies del fuego como queriendo
cortar su avance.
Están danzando con el fuego, están luchando con el fuego.
Dira mira a su alrededor y encuentra a los pies de un pino
un buen lugar donde acampar y esperar los siguientes
acontecimientos, esperar hacia dónde decide el fuego avanzar
o hacia qué intención consiguen esos humanos conducirlo.
Desde allí arriba puede verlos, puede estudiarlos sin ser
descubierta y así valorar si sería o no adecuado acercarse hasta
aquello. Sea lo que sea.
Los Dueños del fuego. Quiero verlos.
28

—Apostaría lo que me pidieran a que es el único que queda


en este país. En el mundo no porque el mundo es demasiado
grande, mucho más grande incluso que este país desierto y
aburrido. Estoy seguro de que habrá algún conde alemán, Von
bla bla bla, que tiene uno de estos en su garaje y que se lo
limpian cada dos por tres los criados y se lo preparan por si el
conde quiere salir con él pero Von bla bla bla siempre tiene
cosas que hacer, una recepción con los marqueses de no sé
qué, un cóctel en la embajada tal, una carrera de caballos en
beneficio de esto o lo otro, así es que lo tendrá como recién
salido de fábrica al pobre cacharro, reluciente, con las bujías
sin una mota de grasa.
Bum coge el volante con las dos manos bien apretadas,
como si quisiera hacerle entender al Mercedes que está
hablando de él, que hoy toca contar su historia al tripulante de
turno. A Número Uno.
—Mercedes uve doble, ciento veintitrés. Al principio creía
que la uve doble era por algo más técnico, alguna pieza
especial que llevaba la máquina dentro. Pero no. Viene de
wagen, que simplemente significa «auto». Eso sí, al principio
los números tenían un porqué relacionado con las
características del motor. Lo del ciento veintitrés no tengo ni
idea de a qué se refiere. Y no creas que no lo he preguntado a
todo el que me parecía que lo podía saber, mecánicos de aquí y
de allá, embusteros que alquilan coches, rusos, chinos, un
turista alemán que llevé una vez, pero aquel tío era escritor o
periodista o algo así y no sabía distinguir un destornillador de
un martillo. Lo mismo lo sabes tú. Me caería de espaldas si de
repente me contaras la historia de esos tres numeritos tan bien
puestos en su orden, uno, dos, tres. Yo a veces creo que es por
eso mismo, porque este cacharro irrepetible tiene cada cosa en
su sitio, puesta en orden, cada tornillo, cada pistón, cada lo que
sea como se llame, el uno primero y luego el dos y luego por
supuesto viene el tres…
Khünbish se encoge de hombros, arquea las cejas, emite
algún ruido de asentimiento, sabiendo que a Bum tampoco le
hace falta nada de eso, que si fuera solo probablemente
también contaría la historia en voz alta. Han comido en una
cabaña de pescadores en la misma punta del lago Khovsgol,
cerca de Khatgal, algo de río o de lago, algo parecido a
anguilas, y Khünbish nota dentro del estómago como si los
pescados hubieran resucitado y estuvieran yendo y viniendo
allí adentro.
—¿Quieres saber la historia de cómo llegó esta milagrosa
máquina a manos de Bum? Da igual que quieras oírla o no
porque te la voy a contar de todos modos. Antes de que
recojamos al pobre tullido en el resort. A Número Dos. Si se te
ocurre mejor cosa que hacer mientras recorremos este
aburrimiento de camino lo dices y podemos llegar a un
acuerdo. O no.
Y Bum, por supuesto, empieza a contarla, un lío de idas y
venidas a Francia, a Alemania, alguien, una mujer, que
atravesó medio mundo con el Mercedes, Khünbish va
perdiendo los detalles, cada vez más mareado, Bum pronuncia
Kazajistán, le habla de un agujero en medio de un desierto que
da directamente al infierno, de unas monjas italianas, de los
atardeceres en el Tíbet, prosigue describiendo cadáveres que
flotan en ríos de la India hasta que de repente aquella dueña
primera aparece varada con el Mercedes en algún lugar remoto
cerca de Ulán Bator, justo donde estaba Bum esperando su
destino. Con cada palabra Khünbish siente crecer las náuseas
en su interior.
—Igual tenemos que parar.
Bum, sin embargo, sigue agarrado a su volante, mirando al
frente, pero en realidad a todo aquel pasado quizá real, quizá
inventado, y no repara ni en las palabras de Khünbish ni en su
palidez creciente.
—Porque tú sabes dónde está Francia, ¿no? Lejos. Igual
nos da Marte que Francia si miramos desde aquí el mundo.
Desde allí iría trayendo el olor. Cuando me metí por primera
vez en este coche encontré todos los olores juntos en uno, el
curry, el cuero, los escupitajos, los muertos flotando en los
ríos, la espuma de la boca de los caballos kazajos, el fuego
quemando la arena del desierto, aquel tabaco, todo, todo junto
y ese olor ya no se lo saca nadie al cacharro. Lo tiene metido
en el tuétano. Llevo esperando todo este tiempo a que me
preguntes por este olor.
—Voy a vomitar.
Y más bien por el sonido de la primera arcada que por las
propias palabras de Khünbish, el chófer Bum por fin se
acuerda de su cliente Número Uno.
—Tienes muy mal color. Espera.
Y enseguida detiene el coche a un lado de la carretera.
Khünbish se baja como puede y no llega a dar más de dos
pasos cuando está por fin vomitando. Bum, desde dentro del
coche, mira la escena con calmada resignación.
—No serás de esos. De los que están todo el tiempo
haciéndome parar.
Khünbish le oye ya erguido, aliviado, liberado del peso de
la comida, de pronto encontrándose con el destello del lago,
que apenas se mueve en su inmensidad. El aire frío que parece
nacer del agua le llega como un bálsamo impagable. Justo
antes de que la nostalgia se apodere de él decide volver al
coche, y siente unas repentinas ganas de salir cuanto antes de
allí.
—Vamos a cruzar ya esa frontera o lo que sea eso a lo que
vamos.
Khünbish, renovado, ubicado de nuevo en su puesto de
Número Uno, recorre con la mirada el techo del Mercedes,
mira la tapicería, los recovecos entre asientos, los detalles del
salpicadero, intentando encontrar esos olores de lo que Bum le
ha estado contando, una mancha que haga las veces de mapa.
No encuentra absolutamente nada.
En ese momento Bum pisa el acelerador y el coche, como si
acabara de salir de la planta de montaje, responde con fuerza
dejando atrás pinos y más pinos. Khünbish, que ya a estas
alturas de la historia no necesita saber si todo eso fue verdad o
simplemente una historieta más del confuso Bum, se imagina
por un segundo que está en Francia y que el lago que queda a
la izquierda del Mercedes es en realidad el mar, con su vientre
salado y sus olas y sus brillos de luz.
—Mil novecientos setenta y cinco. Fue el primer coche que
tuvo frenos con el sistema ABS, el primero que tuvo velocidad
de crucero controlable, mira, es aquí, si le das se pone a
funcionar. Faros ajustables con esto, carrocería deformable
para que no nos matemos si chocamos con algún camión ruso.
Bum sigue un rato más contando los detalles técnicos y las
efemérides del coche, cómo hizo para comprárselo
prácticamente regalado a aquella primera dueña, cómo su
primo encontró aquella pieza y la otra para volver a ponerlo en
marcha.
—Y qué mejor uso que este, llevarte donde quiera que
vayas. A ti y a quien se presente.
29

De la cortina, que es ahora un abismo negro sin


irregularidades, más cortina de lo que jamás llegará a ser, lisa
estampa que cierra el mundo, van descendiendo unas luces,
dos potentes luces amarillas y redondas, cadenciosamente,
haciendo un camino de eses como si usaran efectivamente
algún sendero de cabras para llevar a cabo su movimiento. Un
ruido ronco y continuo va llegando con ellas. No es un río
cayendo violento, no es un animal clamando a la oscuridad, así
funciona esto de los sueños, y ese ruido desciende y crece
cuanto más descienden y crecen las dos luces, que siguen
viajando paralelas, como dos ojos de una bestia jamás vista
que viene a su encuentro. Dira se ve a sí misma detenida al pie
de la cortina, de la cortina ya rebasada hace días o de cualquier
otra cortina que pueda existir en el mundo, obligada a esperar
a que las luces terminen su descenso. Entonces hay otras dos
allá arriba, e inmediatamente otras dos y otras dos más y la
tela negra que conforma, ahora sí, la cortina se va infestando
de paralelas luces que bajan y bajan y se van uniendo en un
mismo sendero, formando una fila de luces matemáticamente
ordenadas, unas detrás de otras, unas detrás de otras, un atasco
de bestias inmundas, una serpiente al final que repta hacia los
pies de Dira. Y el ruido es cada vez peor, más abrumador, el
rugido de unas luces se junta con el rugido de las siguientes y
de los focos más violentos de repente salen otros sonidos
puntuales como balidos guturales que intentan atacar al resto
de las luces. Y luego viene el humo, una nube de humo que
emana de la serpiente de luces, un humo que envuelve a Dira y
la hace toser y siente fuego en sus pulmones y entonces Dira
se observa ya rodeada de esos extraños animales de cuatro
patas con dos luces como ojos, potentes luces amarillas que la
ciegan y a sus espaldas llevan otras dos luces del color de la
sangre, de alguna sangre demasiado roja, nunca vista,
demasiado brillante; y el rugido le está reventando los oídos y
los bramidos y los extraños animales aceleran hacia Dira y uno
de repente la golpea y otro le pasa por encima con sus cuatro
patas hechas de macizos rodamientos negros jamás vistos,
como si los que usan para transportar troncos allá en su
poblado hubieran sido esculpidos, perfeccionados por una
mano infalible y demoniaca y entonces Dira ya no puede
respirar porque se está ahogando por el humo, que no es un
humo nacido del fuego, es un humo hecho de otro cuerpo
mucho más corrosivo y también se está quedando ciega por
culpa de las luces amarillas y color sangre y sorda por los
bramidos y aplastada por la manada de bestias rodantes.
Y justo entonces, todavía jadeando, Dira despierta.
30

Al monstruo ya dormido le queda una neblina sucia por


encima. Dos noches ha durado y ahora ya solo es un enorme
rectángulo de cenizas. Donde estuvo el fuego, Dira ahora ve
un páramo de líneas negras y parduzcas, son troncos tumbados
y calcinados, es la tierra, algunos bultos que podrían ser
animales atrapados que han perdido definitivamente su forma
natural. Al principio no lo pudo distinguir pero ahora cae en la
cuenta de que todo está cercado de una zanja de tierra
cuarteada, de un río seco que empieza y termina en sí mismo
como un cinturón que apretó con fuerza las llamas sin dejarlas
escapar. Como las cortinas de tripas amarradas a un lado y a
otro de su río haciendo de trampa para los peces, igual esta
trampa para el fuego. Los peces. El fuego. Se queda todavía un
instante mirando todo aquello, esperando que las siluetas
vuelvan. Tienen que volver, tienen que recoger su resultado,
sea cual sea.
Los Dueños del fuego. Ese río no existía por sí solo.
Dira estudia el barranco desde el que ha estado vigilando.
Tendrá que volver sobre sus pasos y atajar el desnivel por uno
de sus costados para encontrar el camino hasta el cerco de
cenizas. En el trayecto busca algunos presentes con los que
poder ganarse la confianza de los Dueños del fuego. Así los ha
bautizado. No le queda miel. Reconoce una mata de romero,
recuerda haber visto conejos pero ahora ya no se le vuelven a
cruzar, cuando ya casi está delante del cerco reconoce unas
flores que se amontonan en racimos rojos y amarillos, como si
estuvieran hechas de fuego, extrañamente vivas para ubicarse
tan cerca de las cenizas. Con el romero y las flores compone
su presentación, que lleva apretada en su puño derecho. El
puño de la guerra.
Ya está a los pies de aquello. No ve a ninguna de las
siluetas y eso la pone en alerta, deja en el suelo el ramo
mientras reubica sus armas para tenerlas preparadas, tratando
de equilibrar la hostilidad y la curiosidad que la invaden. Dira
estudia el cerco. Efectivamente es un río de casi medio cuerpo
de profundidad, delineado adrede, donde hubo agua o quién
sabe qué brebaje maravilloso que ha dejado su rastro en
diminutos cercos de barro y cenizas. Dira sopesa meter la
mano en uno de esos charcos y probar aquello para
comprenderlo mejor.
Atrapar el fuego. Atrapar los peces.
Y entonces oye el primer rumor. Dira lo ubica en un soto de
alerces que se extiende en uno de los costados de donde estuvo
el fuego. Los árboles están ligeramente tiznados, lo cual es
otro motivo más de lo inexplicable que le parece todo a Dira.
Aquella destrucción tan efectiva, tan someramente organizada.
Los Dueños del fuego.
Con su mano derecha recupera el ramo de romero y flores
del incendio mientras en su mente dibuja cada detalle de la
azagaya y el hacha corta. De la tupida maraña del soto aparece
un hombre. Un Dueño del fuego. Está tiznado de arriba abajo,
ropas, rostro, pelo, brazos, que lleva expuestos pese al frío. En
su mano derecha, la de la guerra, porta una lanza casi tan alta
como él mismo. De lejos Dira nota su tensión, su defensiva, su
pregunta. Antes de que todo explote sin control, Dira decide
elevar el ramo y agitarlo como si ya se estuviera rindiendo
antes de la lucha.
Qué ruido será aquí el de la paz.
En su poblado existe la mansa bienvenida igual que el
epílogo de la guerra. En la primera es el silencio y la mano
derecha abierta de par en par, muy delante, para que se
distinga su vacío, su limpieza, y luego esa mano se va al pecho
y se cierra en un puño y luego vuelve adelante mientras va
abriéndose de nuevo.
Aquí tienes mi paz, aquí me guardo mi guerra.
Si se pretende luchar o al menos imponerse como primera
intención, no hay más que imitar al lobo que se siente
acechado, mostrando dientes y gruñendo y sacando el arma
más poderosa para que brille alta y adelantada. La guerra viene
sola, la paz hubo que crearla. Hay que estar creándola todo el
tiempo.
Silencio. Flores.
Por un instante se estudian a distancia. Ninguno de los dos
quiere dar el siguiente paso. Una ráfaga de aire levanta una
nube pasajera de humo que se cruza entre ambos y deja su
rastro de olor. Dira se sabe la recién llegada, la extranjera, y
decide finalmente insistir en su ofrecimiento. Las facciones en
el Dueño del fuego parecen destensarse ligeramente hasta que
por fin deja la lanza en el suelo y se acerca. Cuando están a la
distancia de un brazo extendido se detienen frente a frente.
Primero los ojos, se miran de arriba abajo, a grandes rasgos no
encuentran tantas diferencias en su forma de guarecerse del
exterior, de aplicarse en las zonas más delicadas. Luego se
olfatean. Dira percibe el fuego, el humo, la ceniza, el sudor. El
Dueño del fuego encuentra lo familiar del romero, la
advertencia de las axilas, el aroma de un largo camino
recorrido.
31

Número Dos es de color amarillento, las venas se le marcan


en el cuello, en las sienes, en los brazos, parece recién salido
de un naufragio, pero más bien como si su figura conjuntara
los aislados trozos de tela y carne que quedaran de alguna
víctima tendidos sin vida en la orilla. No es mongol. Tampoco
chino ni ruso. Parece más bien búlgaro o rumano.
—Tú eres de Albania. No nos hace falta saberlo ni que nos
lo cuentes, pero se te ve de lejos.
Bum juega a que se sienta confortable mientras el Mercedes
avanza hacia la frontera pero Número Dos no para de mirar
hacia un lado y hacia otro ubicado en la parte de atrás, en el
lado derecho, detrás de Khünbish, dejando caer con
desconfianza su mano izquierda sobre la destrozada maleta
que porta como único equipaje. Número Dos parece a punto de
morir, en cualquier momento podría pasarle, sudorosa la
frente, corrompido el aliento. Igual se dirige a morir a algún
sitio, piensa Bum cuando lo observa por el retrovisor. La
última voluntad. A Bum, en el fondo, le gusta la idea, ayudar
de alguna manera en ese trance, ser el mensajero útil, el último
barquero.
—Albania es como esto, como todo este santo país. A nadie
le importan estos desiertos en los que nos hemos criado.
Mucho mejor. ¿Has visto alguna vez un periódico que cuente
algo de Mongolia?
Han recogido a Número Dos en una barraca cerca de un
resort de turistas a la orilla del lago. Pastaban unas vacas
gigantes alrededor, Número Dos las miraba de reojo como
temiendo que alguna se tirara sobre él, sabiendo que no podría
correr demasiado con una pierna menos y unas muletas de
madera remendadas hasta la ruina. Esperaba con la postura del
que quiere salir cuanto antes de ese lugar, como si estuviera
temiendo que apareciera alguien que le entorpeciera el plan de
huida.
—Has cruzado más veces la frontera por este paso,
¿verdad? A mí ya me conocen. Espero que a ti lo justo. No
estés nervioso, hombre, que aquí nunca pasa nada. Sobre todo
espero que no esté el tipo ese gordo que parece un cerdo a
punto de morirse de un infarto o de tres infartos a la vez.
Siempre se pone pesado, tiene fijación por Bum y su
Mercedes. Está deseando cogerme en algún descuido.
En poco más de tres horas de silencioso viaje llegan a la
estación fronteriza. En el vaivén turístico de los alrededores de
Khankh dejaron el lago a su izquierda y se metieron de lleno
en la aburrida recta que desemboca en la frontera. Bum hizo
un alto en el camino en una granja para hacerse con unos
pasteles de miel y rellenar su termo con té. Le trataron con la
amabilidad propia que merece alguien que ha pasado por allí
incontables veces, que deja siempre una sonrisa, siempre una
historia distinta que exagerar. Una extraña vaca, o al menos
eso parecía, tan cubierta de pelos y tan limitada en su andar
que bien podría ser un bisonte tullido o el engendro deforme
de un mamut enano resucitado, se les interpuso en la carretera
y Khünbish y Bum tuvieron que bajarse para empujarla a un
lado. Ahora tienen las barracas del paso fronterizo a poco más
de un kilómetro. Número Dos tensa el cuello intentando que
no se le escape nada, como si de repente hubiera aparecido el
ejército de Gengis Kan al fondo dispuesto a arrancarles la
cabeza.
—Veo que está aparcado el todoterreno de Gavrel. Hemos
tenido suerte. De todos modos, si yo fuera uno de esos tipos
que trabajan en este sitio en medio de la nada estaría el triple
de loco que ellos. ¿Cuántas personas vendrán por aquí al cabo
del día? En una semana, ¡en un mes! Gavrel es el que lleva
pistola. Precisamente él, el que tiene menos cerebro de todos
los tipos que he visto trabajar aquí. Pero así suelen ser las
cosas. De todos modos tener cerebro es algo ciertamente
sobrevalorado. Igual podemos echar un rato pegando tiros a
unos bidones o a algunas ratas. A veces se trae una caja con
ratas de su casa, vive como a una hora de la frontera, de aquel
lado, en medio de la nada, solo. Un prototipo, Gavrel. Un
ángel, como su nombre indica.
El primero que asoma la cabeza por la ventanilla de Bum es
precisamente Gavrel, al que no le queda nada de ángel en su
aspecto. Se le nota que reconoce a Bum pero intenta no
mostrarse demasiado efusivo. Lleva en el dorso de su mano
derecha, la de la pistola, un tatuaje demasiado enrevesado
como para ser entendido de un solo vistazo, Khünbish
distingue unas alas de águila, una especie de lanza de la que
brota algún tipo de líquido, sangre o simplemente agua, unas
llamas que envuelven la escena, un puño cerrado anunciando
un golpe… Gavrel pide pasaportes, mira a Khünbish y a
Número Dos como miran en las películas americanas los
guardias de los pasos fronterizos y se lleva a una de las garitas
todos los papeles para manosearlos, doblarlos y redoblarlos,
forzarlos en sus costuras, timbrarlos, apuntar en su interior
números con sentidos ocultos. Al rato vuelve y entrega los
documentos a Bum, que los reparte como si fuera el padre de
las criaturas. Gavrel echa otro vistazo a los tripulantes y sin
previo aviso se permite el lujo de reírse mientras suelta unas
frases en ruso a Bum.
—Este amable señor, este ser dulce y repleto de bondad,
nos invita a un trago de bienvenida. Yo no soy nadie sin mi
welcome drink, amigos. Así que hay que beber.
Khünbish y Número Dos todavía se quedan unos segundos
dentro del Mercedes W123 mientras Bum y Gavrel se dirigen
a una mesa plantada en una explanada en medio de la nada, de
la nada rusa ya, donde, como si fuera un rito preparado de
antemano, una botella con un líquido transparente y espeso
está rodeada de cuatro vasos diminutos.
32

Más allá del bosque de abedules, esos dioses de pecho


blanco y heridas de guerra que se reúnen en un ejército
invencible de sombras, vadeando el río por un recodo donde
fluye a ras de suelo como una lámina pintada de verdes y
pizarras entre un puente de rocas, siguiendo un estrecho
sendero que a veces es invadido por las zarzamoras, allí por
fin se llega a un salón en cuyo centro se eleva una bola de
piedra, un canto casi perfecto en su esfericidad que unas
manos que ya no están trajeron desde alguna parte elevada del
río, elegida por su milagrosa singularidad. La hierba nunca
abandona el suelo y es pulcramente recortada alrededor de la
piedra por los que van y vienen, altar cuya presencia eleva el
sitio y lo distingue del resto de lo que lo rodea, lo marca con la
presencia humana, con una inconfundible intención. Las
paredes del salón son robles y hayas que ahí justo quisieron
dejar vacíos el suelo y el cielo para que los hombres se
sentaran en la esférica roca a llorar.
Tras un tiempo indefinido de absoluto entumecimiento,
Dira desembocó en el apartamiento de los llantos. Ya estaba
allí cuando ella nació, ya fue ubicado por aquellos que ya se
fueron en un tiempo del que nada queda, solo la oralidad con
la que los padres lo suelen mostrar a sus hijos cuando ocurre
su primera crisis. Dira quiso saborear el camino, estuvo
recogiendo nieve de las zarzas y libándola con ahínco, dejó
que sus manos se arrastraran por las rugosidades de los
abedules, admiró la transparencia del río entre el puente de
rocas. A las copas de los árboles, desde su pequeñez, les
estuvo preguntando qué debieron sentir aquellos primeros
visionarios que crearon de la nada aquel rincón tan necesario,
qué motivación les hizo sacar un trozo de bosque del desorden,
de su salvaje continuidad, y consagrarlo a tal artificio. Dira
llegó incluso a arrepentirse de cierta energía que volvía a
brotar en su interior, como si estuviera traicionando a Lud, que
ya se fue para no volver, con su entusiasmo. Inmediatamente
se sentó en la esfera de piedra como su padre le enseñó hacía
tanto, hace casi nada, se apoyó donde otros muchos se habían
apoyado antes, la piedra lo cuenta en la horma de su desgaste,
y frente al bosque se detuvo a permitirse el lujo de la soledad,
del desconsuelo, del dolor.
El viento, alto y denso, lento en su elegancia, el aparato
incesante de las chicharras, la luz que bailaba en el suelo la
danza de las copas, a través de sus ojos y de sus oídos Dira
absorbía el bosque en su totalidad, abría sin miramientos su
pecho. Primero son los ojos, los ojos de Lud, hechos con la
misma materia que el fondo del río allí donde más se hunde,
en las pozas donde la piedra arrojada canta más grave. Dira
recreaba el juego de la correspondencia de las formas y
encontró la turgencia del costado de Lud en la de los potros
que a veces aparecen a la carrera en manada, la palma de sus
manos masculinas, potentes, recorriéndole la espalda con el
mismo frío y la misma suave firmeza que los cantos rodados
de la orilla del río allí donde casi nunca recibe el sol. La
proximidad de su sexo a algunas pulpas y a ciertos tallos era
sencilla y a su vez dolorosa, la sustancia de sus lunares sería la
misma de la que están hechas las pipas del interior de algunas
frutas, Dira vaticinaba que igual todo podía construirse con
unos ingredientes finitos con infinitas combinaciones, que la
misma materia con la que se compuso el fondo de los ojos de
Lud pasó a conformar las espaldas de los escarabajos o las
inexplicables vetas oscuras de algunas cuevas. Y que Lud
estaría, está, estará en todo ahora y siempre y que el todo
estuvo inmerso en Lud.
Dira, después de aquello, de tanto, necesitó casi
involuntariamente ponerse de pie, implorar sin saber entonces
cómo se hacía eso y tampoco a quién o qué, acuclillarse de
dolor, dar una vuelta a la piedra, volver sobre ella, rescatar el
pelo de Lud como esas hierbas submarinas que se mecen casi
congeladas con la corriente allí donde el río no llega más de la
rodilla. Y entonces sí, entonces algo se rompió en su interior y
comenzó a llorar. Que para eso había ido hasta allí, hasta el
salón del llanto. Y lloró creyendo que igual no iba a parar
hasta el fin de sus días, lloró hasta que sus ojos estuvieron
cansados, sudó de tanto llorar, los pómulos blandos y sus
brazos vencidos y su pecho vaciándose y llenándose y
volviéndose a vaciar. Lloraba y sentía la mastodóntica ayuda
del bosque para que pudiera llorar, su impulso, su
comprensión. Lloró hasta acercarse a la alegría.
Y cuando todo se hubo calmado, cuando el cauce de sus
lágrimas volvió a serenarse y la tormenta dejó paso al suave
goteo de la calma, un golpe de viento inesperado, una ráfaga
que cimbreó los árboles más débiles, respondió a todo lo que
Dira acababa de darle al bosque, a todo su llanto, a todo su
vacío. Y Dira lo supo entender, distinguió que una vez más los
que ya no están se acercan al salón de los llantos a llevar su
intento de consuelo. Y, cómo no, Lud también estaba allí para
decirle adiós. Para cantarle que adelante.
33

Gansükh, hacha de acero, llevaba el pelo rapado, tenía


sobre los hombros la cabeza más grande que jamás había visto
Khünbish en sus dieciséis años de vida. Gansükh, para
controlar sus nervios, aspiraba de vez en cuando el olor de
trapos impregnados en gasóleo que algún carcelero le traía
furtivamente. Gansükh mató a un granjero chino y a su esposa
mientras robaba unas patatas. Una historia más de las muchas
que escuchó Khünbish en sus ocho años de presidio, una y otra
vez la sangre haciéndose cada vez más grande en el suelo de
madera bajo los cuerpos de aquellos infelices.
—El tío gritó como un cerdo marica. La señora tuvo más
dignidad. Creo que le dio tiempo a rezar, si es que los chinos
tienen algo que rezar.
Gansükh sonreía todo el tiempo, mostrando con orgullo el
hueco sin dientes a ambos lados de su boca, como en las
dentaduras de los caballos o más bien de los burros, sonreía
independientemente del contenido de lo que estuviera
haciendo o diciendo. Khünbish se pegó a él o alguien los unió
o quizá el azar o quizá el aburrimiento o quizá un instinto que
ninguno de los dos supo controlar. El caso es que había que
juntarse con alguien y gracias a aquello Gansükh le sacó de
varios aprietos en esos años. Por esto y por muchos otros
motivos, porque tampoco Khünbish había encontrado a otra
persona con la que desahogarse y no podía mantenerlo más
tiempo dentro de sí convirtiéndose en una piedra de dolor, en
un tumor puntiagudo, le contó el motivo por el que estaba allí
encerrado.
—Mi padre, aquel borracho maloliente. Teóricamente tenía
que rematarlo con el cuchillo. Lo peor fue que le salió una
sonrisa. Al gran mísero hijo de Satanás le salió una sonrisa un
segundo antes de caerse de espaldas y rematarse el cuello
contra una silla que quién sabe de dónde salió. Lo maté en el
pasillo, venía borracho como siempre. Mis hermanos me
entrenaron para que lo hiciera.
Y Gansükh se volvió a reír, más bien a sonreír, mientras oía
el desahogo de Khünbish sobre el motivo de su
encarcelamiento. Se rascaba la cabeza rapada y sonreía
alelado. Gansükh era un cráneo pelado, un cráneo viviente
pegado a un pequeño cuerpo musculoso.
—Me entrenaron apaleando y acuchillando cerdos. Decían
que habían visto no sé dónde que por dentro son los animales
más parecidos al hombre. Que el bazo sangra muy rápido y
que te mata sin remedio. Esos hijos de mala madre, mis
hermanos quiero decir, me prometieron que iban a estar a mi
lado. Siempre. Pero después de aquello no volví a verlos.
Cogieron todo lo que pudieron y adiós. Madre apareció a los
dos días. Estuve todo aquel tiempo sin comer ni beber,
congelado en el hueco de la escalera, con el saco muerto de
padre en aquel pasillo asqueroso. La sangre se hizo sólida.
Gansükh no dijo nada. No hizo preguntas. No cuestionó
qué ganaban con todo aquello, con engañarle, por qué había
que matar a aquel hombre, qué les había hecho. Ni dinero, ni
venganza, ni justicia ni simplemente odio. Nada de eso. O todo
junto. Para qué. Ocho años en el correccional, ocho años que
nadie le iba a devolver a Khünbish, ocho años gracias a que
tuvo un abogado que, contra todo pronóstico, puso interés en
su caso. Khünbish salvó el cuello de milagro, por ser menor de
edad, probablemente por la trágica o, mejor dicho, vacía
expresión de su rostro que ya no pudo borrar desde el mismo
día que mató a su padre y que ablandó el corazón de abogados,
fiscales, jueces, guardias que lo llevaron y lo trajeron en todo
aquel periplo. Gansükh no decía ni planteaba nada de todo eso.
Simplemente lo reducía a una idea: una acción tan valerosa
como aquella no necesitaba de profundas justificaciones.
—Tuviste agallas.
—Ya no lo distingo.
Gansükh carecía de edad concreta. Nunca la tuvo. Era un
muchacho con toda la vida por delante y al mismo tiempo un
anciano que ya transitaba su camino de vuelta. Pese a todo, le
tuvo que hacer la pregunta.
—¿Y ella? Tu madre.
Pero en aquella ocasión Khünbish no supo o no quiso
escuchar la pregunta y siguió su hilo, absorto, como si de
repente se hubiera transportado a aquellos días, como si
realmente estuviera, por fin, contándoselo a sí mismo, delante
de un espejo, sin nadie más a su alrededor.
—El muy cabrón, el muy cabrón se desnucó con aquella
silla que ahora que lo pienso nunca había visto antes. O
llevaba allí toda la vida, yo qué sé. Creo recordar, o quizá me
lo imagino ahora, que se quedó tieso, con la lengua fuera, una
lengua demasiado grande, mucho más grande que la que tenía
cuando estaba vivo.
—La puñalada te la ahorraste, entonces.
—Nada de eso.
34

El poblado de los Dueños del fuego está a medio hacer. O a


medio derribar, como si lo hubieran puesto en pie hace mucho
tiempo y todo funcionara bien hasta que de repente una
catástrofe, de la cual todavía se están recuperando, lo hubiera
derribado todo. Los hombres y mujeres están cubiertos de una
capa de humo que parece innata, en sus rostros apenas se
distinguen las expresiones, andan muchos de ellos encorvados,
como si todos fueran ancianos, incluidos los niños, como si
sobre ellos pesara algo intangible y a la vez demoledor.
Tienen más y a la vez menos que allá en nuestro río.
En algún momento que Dira no ha podido presenciar, han
amarrado el romero y las flores del fuego en lo más alto de la
puerta de entrada del edificio de piedra que preside el poblado
en su centro. Dicho frontal está lleno de exvotos, trofeos de
caza, incluidos algunos trozos de carne en avanzado proceso
de putrefacción, artilugios que se van amontonando y que Dira
trata de interpretar en lo más remoto de su mente. Lo que más
la atrae de todo es una cabellera negra que parece humana, que
no puede ser de otra naturaleza que no sea la humana. Y en
aquel cuadro de honor, el ramo de Dira. Otra vez extraída de la
nada, la paz. Porque hombres, mujeres y niños salen de sus
cabañas para ver a la visitante. Viene sola. Trae armas
pequeñas y anticuadas. Nadie pasa hambre en este poblado,
pese a su atmósfera ruinosa, como si todo aquello que los
rodea estuviese inmerso en una muerte que va a traer algo
nuevo, más fuerte, como esos árboles a los que se les parte una
rama y al año siguiente vienen otras más esbeltas, más
capacitadas para el fruto. Además, la visitante, Dira, lleva el
brillo natural e inofensivo de su curiosidad dibujado en el
rostro y los instintos están antes que cualquier habilidad, son
más ágiles en su capacidad de convencimiento, de controlar la
respuesta de un brazo que agarra una piedra y sopesa la guerra
pero ve que efectivamente, por esta vez, no es necesaria. Por
lo tanto nadie puede tener miedo de ese nuevo ser que acaba
de llegar a sus lindes.
Están a medio camino, destruyendo algo para construir
sobre las cenizas.
Es el que parece el jefe del poblado el que intenta explicar
con mímica y rugidos lo que aquello significa. Dira entiende
un cuchillo cortando un cuero cabelludo, alguien que se ha ido
para no volver y que asciende al cielo o que se hunde en la
tierra, alguien con un pecho invencible o unas espaldas anchas,
alguien importante y unas lágrimas en los ojos del jefe que
rematan la importancia de aquel que alguna vez portó en su
cabeza aquella mata de pelo tan lustrosa. Con igual esfuerzo
de gestos, Dira intenta preguntar o agradecer que su ramo sea
digno de aquel recopilatorio de trofeos. Acto seguido, el jefe
invita a Dira a entrar debajo de lo que el monumento cobija,
planteado con enormes piedras verticales que sostienen piedras
horizontales más ligeras a modo de techumbre. Tras bajar una
pequeña rampa escarbada en el suelo, a Dira la invaden el
romero y las flores pisoteadas y que empiezan a pudrirse y
otros matices de mil matas que se amontonan a ambos lados
del monumento, dejando en medio un hueco libre de tierra
removida y un cerco redondo de guijarros. Hay una palabra
que se repite una y mil veces en la boca del jefe, es el centro
de toda aquella gente, es el fuego. Porque el jefe saca de
alguna doblez de su vestimenta un afilado palo de madera,
contorneado adrede para ganar sutileza a la hora de dibujar
sobre la arena primero el fuego, luego el esquema de un
humano, de un Dueño del fuego, enseguida el acto de la
muerte, enseguida la pira y el procedimiento. Aquello es el
crematorio, el fin y el principio. El jefe, que Dira adivina que
responde al nombre de Bur, le invita a tocar con su mano
abierta el centro del círculo de guijarros y luego a llevarse a la
lengua aquella mezcla de tierra, cenizas y hormigas.
Es el sabor de los muertos. El sabor del fuego.
Luego conduce directamente su mano, todavía con ceniza y
tierra y ahora mezclada con su saliva, al centro del pecho y ahí
Bur obliga a Dira a dibujarse un círculo y luego de nuevo lleva
la palma de la mano para recoger más tierra y más ceniza y
con aquello le indica que se unte las piernas y los brazos y
hasta el cabello y que cierre los ojos y que ajuste dos líneas en
sus párpados para poder verlo todo mejor y que luego se
escupa sobre las manos y se las frote y las vuelva abiertas
contra el círculo de guijarros y es entonces cuando el jefe Bur
entona una monotonía de sílabas que van y vienen en un
himno funerario que a Dira le parece terrorífico a la vez que
sanador.
Ellos se entregan a la tierra. Nosotros al río.
Antes de ofrecerle cobijo y comida, Bur y el resto de su
comitiva, que está formada por dos silenciosos hombres casi
una cabeza más altos que Dira y que Bur, con pechos y muslos
que parecen tallados en madera, llevan a Dira a los campos.
Primero vuelven sobre sus pasos y, delante del cerco recién
incendiado, Bur hace un gesto enmarcando un círculo entre
sus dos manos intentando con su insistencia que Dira se quede
en su memoria con dicha visión. Luego le indican el camino
hacia otro lugar apartado en el que varios hombres hacen
surcos en otro cerco que parece haber sido arrasado hace
muchas lunas por el fuego pero que ya empieza a recuperar su
nuevo verdor. Con el índice, Bur intenta llamar la atención de
Dira sobre un árbol que ha quedado en pie justo en medio del
cerco donde hubo el fuego y ahora se retoma la vida. Bur, sin
dejar de indicar hacia el árbol y su milagro, repite los gestos
con los que habló del héroe cuya cabellera perdura como
exvoto en el monumento funerario. El cielo, la tierra, espaldas
y pecho anchos, un remedo de lágrimas, un encogimiento en el
rostro lleno de respeto.
El árbol es un superviviente. Ahora es otro monumento.
Sin previo aviso, Bur da varios gritos dirigidos a varios de
los hombres que trabajan la tierra, con la inequívoca intención
de ordenarles algo. Inmediatamente uno de ellos se acerca y
abre su mano enseñándole unos granos amarillentos a Dira.
Bur, meticuloso, coge uno de los granos entre el índice y el
pulgar y le indica a Dira que lo acompañe hasta el interior del
cerco. Cuando han avanzado apenas unos pasos, Bur se agacha
y penetra la tierra con sus dedos, llevando el grano hasta las
profundidades. Justo entonces mira a Dira preguntándole con
nitidez si lo ha entendido. Dira no sabe qué decir, qué hacer,
qué rostro suyo merece tal extravagancia. Seguidamente
aparece otro hombre portando lo que parecen las tripas de
algún animal haciendo las veces de cantimplora. Con sumo
esmero, el hombre vierte un hilo metálico de agua en el mismo
lugar en el que Bur ha plantado su grano. Incorporado ya, el
jefe aplasta con su pie el charco, hace una reverencia a la tierra
e invita a Dira a seguirle.
El tercer lugar lo cierra todo y ahora Dira ya tiene delante
de sus ojos el campo amarillento, pálido, de oro, el fruto
espigado que nace del fuego, que nace del surco, que nace del
grano, que nace del agua. Bur, henchido de orgullo ante tanto
prodigio y tanto orden, hace como el que arroja algo con
ambas manos al mar de trigo y luego al cielo, repitiendo el
bucle varias veces hasta rematarlo con un rugido y un último
ofrecimiento hacia arriba. Bur entonces deja de ser el brujo y
desciende al meticuloso estudiante que encuentra certero el
grano, de nuevo el grano, de la cabeza de una de aquellas
pálidas espigas.
Tengo que seguirles.

El fuego, el grano, el árbol que sobrevive hecho héroe, las


espigas. El pan. El grano otra vez. Y los cercos negros del
fuego. Bur y los suyos han dejado de oír lo que los rodea y han
pasado a que lo que los rodea los oiga a ellos. Como si allá en
su poblado hubieran cambiado el rumbo del agua, se hubieran
apropiado de su fluir, de su transparencia, de su fuerza, y ahora
estuviera en sus manos acotarla para que sea otra cosa distinta.
Y gracias a eso consiguieran otros peces, o los mismos peces
pero de mayor tamaño o de otros colores o en vez de peces
otros alimentos, otras naturalezas todavía no inventadas. El
pan. Bur sigue de maestro de ceremonias, pocas veces tiene
este tipo de oportunidades para dejarse ver, para vanagloriarse,
ante una extraña que mira todo con tanto interés, de lo que es
capaz su gente. De lo que se ha ido inventando, allí,
generación tras generación y es él, ahora, quien ha sacado del
fuego esa piedra blanda que Dira tiene en su mano en este
momento. La obligan a partirla en trozos, la instan a llevársela
a la boca y masticarla. Luego tragarla, más tarde a compartir
sus emociones. La piedra blanda. Es el pan, todavía ácimo
pero ya ha nacido. Para siempre.
Qué podrá surgir, allí, cuando vuelva, del agua sometida a
los cercos.
35

—¿Cómo cambia uno su suerte?


Bum está en su tiempo de silencio. Hoy es día de avanzar,
de hacer kilómetros y más kilómetros dejando atrás ríos y
árboles y montones de nieve sucia derritiéndose a ambos
costados de la carretera y dejar un cruce y cambiar de rumbo y
un pueblo y su iglesia brillando a lo lejos y otro pueblo y su
iglesia y su brillo y otro y otro más. Han dejado a Número Dos
en una aldea. Nadie vino a recogerlo. Bum y Khünbish
esperaron hasta estar seguros de que se refugiaba en algún
sitio concreto pero como eso no terminaba de ocurrir tuvieron
que arrancar y seguir su camino.
Por tanto silencio, quizá porque ya no puede aguantarlo
más dentro, quizá porque el hueco dejado por Número Dos
sigue pesando dentro del Mercedes, Khünbish se lo suelta a
Bum sin más rodeos.
—En algún momento mi suerte tiene que cambiar.
—Eso no deja de ser una opinión. Quizá no. No tiene por
qué cambiar. Matemáticamente es posible una infinita miseria.
—No puede llover eternamente. En algún momento
escampa.
—Las metáforas no van a salvarte.
—¿Por qué?
—Pregunta errónea.
Khünbish detiene por un momento su encadenamiento de
preguntas y mira por la ventana. Un viejo cubierto con ropas
de abrigo está luchando contra un montón de paja. No sabe si
odiar o agradecer tanta filosofía cuando de repente se
organizan esas conversaciones con Bum.
—Dime algo que no sepa.
—Adónde vas exactamente.
—Lejos. A cambiar mi suerte.
—No me lo vas a contar, claro. Mejor así. Cuanto más
ilegal sea eso que vas a hacer, más probabilidades tendrás de
que cambie tu suerte. Para bien o para mucho peor. Pero
cambiará.
Khünbish asiente, se vuelve a quedar en silencio y asume la
mezcla de dolor y alivio que le provoca la conversación.
—Mañana vamos a recoger a un tipo chino que tampoco
me ha dado demasiados detalles de por qué necesita a Bum. Y
ya sabes que eso es política de la empresa. Cuanto menos
sepamos los unos de los otros, mejor. Cuando inventen un
Mercedes con piloto automático será perfecto. Buda sabrá
cómo lo llamarán, equis, jota, no sé qué. Escuche nuestras
plegarias, oh, señor Benz. Yo de centinela de algo así como
una cápsula para transportar a gente de un lado a otro. Nada
más. O ni siquiera harán falta mis servicios, seguramente,
quizá en los primeros modelos, pero en cuanto esos ingenieros
alemanes hagan cuatro cuentas, adiós, Bum, oh my Buddha,
estos ojos ya no lo verán.
A Bum se le dibuja una sonrisa que le hace rejuvenecer por
unos segundos mientras da unas cariñosas palmadas al
salpicadero del Mercedes, haciéndole partícipe de sus palabras
y sus plurales. Avanzan otro trecho en silencio mientras la
tarde va apagándose en el horizonte.
—No hay otra. Ahora ya tiene que dejar de llover. Qué he
hecho yo para merecer todo esto que me lleva cayendo encima
tanto tiempo.
El cuerpo de Khünbish se curva sobre sí mismo como si
efectivamente le estuviera cayendo una pesada viga sobre los
hombros. De repente Bum es un sacerdote aceptable, un
hombro donde recostarse.
—Si fuera por merecerse las cosas. Si eso tuviera algo que
ver.
—Tiene que contar.
—Lo dices sin pensarlo realmente. No tiene por qué contar.
El tema de las recompensas es para los niños. O los perros.
—Ya pagué todas mis facturas. Tiene que contar.
A Khünbish se le hace un nudo en la garganta que le impide
seguir hablando. Vuelve su mirada a la margen de la carretera
y se encuentra con un grupo de niños que paran su partido de
fútbol para decirles adiós con sus pequeñas y heladas manos
rusas.
36

El agua sometida a los cercos. Dira, tras pasar la noche con


los Dueños del fuego, retoma su camino. En la ceremonia de
bienvenida, una vez que Dira logró, con aspavientos, rumores
y esquemáticas figuras, transmitir su mensaje, su motivo para
estar allí, Bur y algunos otros ancianos del poblado le
contaron, con más gestos y más pinturas sobre la tierra, las
historias que fueron oyendo de sus antepasados sobre los
mamuts, sobre aquellas montañas vivas tan enormes como
mansas y lentas, tan expuestas y tan útiles por su carne y sus
pieles y sus colmillos. El que parecía más viejo de todos cogió
de la mano de Bur el palo que hacía las veces de pincel y sobre
el esquema de una de esas enormes bestias trazó líneas
desordenadas para que la imagen del animal se deshiciera.
Desaparecieron de allí hace años. Mataron al último y no
volvieron a aparecer más. Dira les explicó que iba en busca de
algunos que aún podrían seguir morando en zonas más frías
pero ninguno de los Dueños del fuego supo darle más datos.
Aquella noche comieron conejos y pequeñas aves que todavía
se conservaron entre las llamas acompañados con más piezas
de pan ácimo. El incendio, además de dejar franca una buena
extensión de tierra para sembrar las semillas, dejaba leña y
ascuas y un rastro de animales muertos que daban de comer al
poblado durante varias semanas.
El fuego sometido a los cercos. Dira ha situado el punto de
orientación de hoy a la salida del sol y allí se encamina,
dejando atrás a los Dueños del fuego en el desorden de su
aldea, en plena lucha por llegar al siguiente lugar tras tanto
humo y tanto fuego, revolucionada por los millones de ideas
que se agolpan en su cabeza por culpa de todo lo que ha visto,
por todo lo que ha creído entender, preguntándose hasta dónde
pueden llegar las manos de unos hombres que obligan a la
tierra a engendrar ordenadamente plantas justo donde ellos
deciden. Dira mira a su alrededor y, hasta donde se pierde su
vista, distingue más árboles y más collados y más senderos y
más hierba donde se podría aplicar el fuego y luego la semilla
y los surcos y luego el agua y luego el pan.
Todo en nuestras manos. Todo cabe en ellas, todo puede
nacer de ellas.
Cuanto más alejada de los surcos y de los campos de trigo,
más abrumada se siente, hasta que tiene que detener su marcha
y sentarse en una piedra. La mañana le rodea esperanzadora,
soleada, no siente frío ni tampoco calor, sus articulaciones
están ya rodadas, dispuestas a hacer camino un día más.
Entonces Dira repara en los árboles, que se agitan llenos del
rumor continuo de los pájaros, encuentra una rapaz que surca
el cielo majestuosa y todavía sin la necesidad de la lucha, ve
las matas del romero y las esparragueras y los otros muchos
matorrales vivos en su verde y en sus espinas. Dira piensa en
el fuego, en el fuego arrasando todo aquello. Y se acuerda de
su poblado y del río que sigue su curso y que siempre lleva o
trae lo necesario y lo imagina también muerto, seco, desviado
por diques o muros, herido en su transparencia.
Todo en nuestras manos. La vida, nueva. La destrucción.
37

—Dicen que tuvo más de mil mujeres. Y que donde ponía


el ojo ponía la bala. No solamente en la guerra, que claro, por
aquel entonces ni habría balas ni proyecto de inventarlas. Pero
tú me entiendes, quiero decir que donde ponía el ojo ponía la
flecha, quiero decir que la que pasaba por su cama se quedaba
embarazada, así, de una vez. Y de eso hace siglos, no años
sino siglos, pero muchos tendremos parte de él en las entrañas
y así nos va.
Era la hora de televisión diaria de la cárcel, si todo salía
bien, que no era lo habitual. Khünbish atendía a medias al
programa de turno mientras Gansükh lo iba comentando todo,
encarándose incluso a voces con el malo de la película o con
algún dato que no le cuadraba como si pudieran oírle al otro
lado. En esos momentos, Gansükh siempre hacía lo mismo, no
podía evitarlo, como si nadie más que él entendiera lo que allí
se estaba contando. Khünbish ya estaba hecho a aquella manía
y le dejaba hacer. Suponía que lo hacía con buena intención,
para que todo el que estaba a su lado se fuera con la
información bien clara.
—De todos modos, ya está bien, siempre hablan de lo
mismo, ¿no hay otros personajes históricos en este maldito
país más que Gengis Kan? Mil mujeres. Vaya un mérito, a
golpe de cuchillo… Así hasta yo lo haría, con esta cara y estos
dientes…
Y se quedó por un segundo callado, como si esperara los
anuncios, como si le exigiera algún tipo de comentario al
silencioso de Khünbish, como si lo que realmente quisiera
fuera que estuviera allí presente el mismísimo Gengis Kan y le
diera su versión de los hechos. Pero nada de eso ocurrió.
Como si no hubiera pasado el tiempo desde la pregunta de
Gansükh hasta ese mismo día, como si hubiera estado
preparando su respuesta todos aquellos meses, poniendo y
quitando recuerdos, detalles, punzadas de dolor, montañas de
rabia, retirando las hojas muertas y limpiando el escenario del
crimen, Khünbish le contó en ese preciso instante lo de su
madre.
—Ella entró a la casa usando su propio juego de llaves. Mi
enajenación era tal que al principio no supe quién era, la miré
desde el suelo, donde me había quedado petrificado, todavía
cubierto de la sangre acartonada de padre, y la vi más vieja y
más lejana que nunca, como si ya estuviera también muerta y
me visitara desde la tumba. Ella, sin embargo, me miró
sabiendo mejor que en toda su vida quién era yo, qué me iba a
ocurrir a partir de ese momento. Porque al pasar a mi lado se
pegó a la pared de enfrente como si yo fuera una cucaracha o
un ratón a punto de tirarme a sus pies, como si tuviera la rabia
o algo contagioso y repugnante, dio varias vueltas por la casa,
preparó algunas bolsas con ropa y no sé qué más, estuvo
trasteando un poco en la cocina, como si el cadáver de su
marido y el trozo humano de su hijo se hubieran pulverizado.
No sé si estuvo cinco horas o cinco minutos, recuerdo que dejó
algo de comida preparada y que al irse, al pasar de nuevo por
mi lado, sí se detuvo e intentó mirarme con pena, pero era,
hasta yo lo entendí entonces, una pena forzada, una pena que
lindaba y se inundaba con el desahogo, más bien era eso, como
un desahogo. «Tienes que comer.» Creo que dijo eso. O no
dijo nada y me lo estoy inventando. Y se fue. Ni siquiera se
preocupó de si estaba herido, si toda aquella sangre era en
parte mía. Lo había hecho y eso era lo importante.
Gansükh había dejado de atender al documental de la
televisión, toda su enorme cabeza estaba concentrada en lo que
Khünbish le estaba confesando. Tenía que decir algo, era el
momento de decir algo.
—Fue ella quien te delató.
Khünbish no necesitó girarse hacia Gansükh para decirle
que estaba de acuerdo con aquella hipótesis, que
probablemente se lo estaba contando para que le dieran justo
esa misma respuesta.
38

En todo camino estas cosas tienen que ocurrir. Están


escritas antes de empezar a andar. Igual que la tierra que se
pisa, igual que el horizonte, igual que el fuego encendido cada
noche. En todo recorrido, en toda búsqueda, estos episodios
son inevitables. Cuando el viajero rebasa la linde de sus
dominios, cuando empieza a caminar, las primeras siluetas que
el sol dibuja entre los árboles, las inaugurales nubes que suelen
correr a favor del caminante, los trinos todavía conocidos, no
dejan ver, quizá por suerte, también por necesidad, que estos
escollos van a presentarse tarde o temprano. Que el sendero se
pondrá demasiado cuesta arriba. Que el cielo no tendrá piedad
a veces y tirará piedras o ranas.
A la derecha del camino, pues, Dira ve el fémur, pulido
entre la hierba. Por puro aburrimiento se detiene a
contemplarlo. Parece humano. Mejor no plantearse, mejor no
buscarle sonido dentro ni probar una nueva variante de flauta.
Dira levanta la vista y enseguida ve la caja torácica, limpia ya
de carne, como una jaula de la que sobresalen vigorosos
matojos verdes rematados en sus puntas con frágiles flores
amarillas. Siente que le crece un absurdo dolor en el pecho
mirando aquel vestigio.
No queda ningún olor.
Dira sigue entonces el juego de recomponer el resto del
esqueleto. Enseguida da con el sacro, atravesado de lombrices
y caracoles. A Dira ese bloque óseo siempre le ha parecido la
parte más enigmática, más inaudita, de todos los esqueletos de
humanos o de animales que ha visto, con sus agujeros y sus
crestas y su promontorio arriba y su rudimentaria cola al otro
extremo.
Alguna vez tendré que probar qué dice el viento dentro de
esto.
Tras mirarlo un buen rato, disfrutando del misterio del
artefacto óseo, decide no moverlo del sitio donde lo encuentra.
Algún tipo de respeto la invade y le impide modificar todo
aquello. Lo siente como un símbolo, como un homenaje.
Avanza unos pasos y lo siguiente con lo que topa es con una
pequeña falange, parecería fácil confundirla con una
piedrecilla cualquiera del suelo pero el hueso tiene algo
inexplicable que lo saca de lo que le rodea. Dira se agacha y
tantea la falange ligeramente con el pie, haciéndola rodar. Y
justo cuando va a acariciarla oye el movimiento al fondo.
Tienes que olerlos antes de que ellos te huelan a ti. Tienes
que oírlos antes de que ellos te oigan a ti.
Dira lleva todos sus sentidos al lugar de donde le viene el
ruido, consciente de que es un arrastrarse, un peso demasiado
evidente de peligro. También es consciente de que está en zona
abierta y de que la amenaza está tan cerca que no le queda ni
tiempo ni espacio para huir. Tiene que esperar un golpe de
suerte. Que la confundan con una piedra más. O luchar. El
ruido viene de una zona donde las matas son más altas y más
tupidas, todavía no ve a su enemigo. Ya puede llamarlo así.
Dira palpa la azagaya a un costado de su zurrón, la tiene ya
preparada. El hacha corta de mano al otro costado, también a
su alcance. Siente el peligro animándola por dentro,
borboteando en sus sienes, hirviendo en la garganta,
hormigueándole en la nuca.
Cuatro patas. Pesado. Cómo no lo he oído antes.
El miedo, el punzante sentimiento de culpa. El flujo
caliente de la supervivencia. Lo primero que ve de la bestia es
su cola inconfundiblemente felina, flotando majestuosa,
elegante, pulcra, como si avanzara despegada del cuerpo. El
misterioso animal se detiene. Luego aparece por el lado
contrario de la mata y ahí está. Completo. Parece un macho.
Con ademanes de ancianidad. Parece avanzar con calma, como
si estuviera dando un aburrido paseo. Como si ya hubiera sido
abandonado a su suerte. Sigue sin ver a Dira, que está
petrificada en cuclillas, con cada músculo tensado para el
ataque, como si fuera ella el felino y el felino la
despreocupada hembra humana.
No es de los más grandes. Parece lento como un anciano. Si
acierto a la primera puedo ganarle.
La pesada cabeza del animal gira lenta y con esmero hacia
el bulto que es Dira, la acaba de ver y cambia su rumbo
directamente hacia ella. Sin prisas acerca toda su impoluta
elegancia, su cadencioso cuerpo del color del pasto cuando
pierde su vitalidad allá donde el sol perdura más.
Dira no deja sitio en su mente para la muerte. No contempla
la derrota, que su camino acabe aquí, de esta forma, después
de tanto. Quizá esa es su arma más poderosa. Cuando está a
apenas cinco zancadas, el felino tensa terriblemente sus
facciones y da por comenzada su lucha, primero con su
apariencia, agrandando su tamaño a base de erizar su hermoso
pelaje y emitir su primer rugido, que se prolonga cavernoso y
temible.
De donde brota la sangre.
Dira recuerda el sitio exacto donde está la fuente de la que
nace la sangre. El primer golpe siempre era el más importante
cuando por fin las partidas de caza del poblado se encontraban
con su presa. Entonces trabajaban en grupo. Ahora tiene que
usar todo aquello para condensarlo en sus dos brazos, en su
única espalda. Dira es capaz de discernir, inmediatamente
antes de su inicio, el salto del felino sobre ella y con esa
insignificante ventaja gana su adecuada posición para recibir
el golpe pero no las garras. Y es entonces cuando desliza su
azagaya y la clava justo donde tenía que hacerlo, allí donde
brota la sangre. Será un golpe definitivo pero en su inútil
retirada, justo cuando siente la inesperada llegada del dolor, el
felino tira su zarpa delantera derecha y logra impactarle a Dira
en el cuello. Inútil ya ese movimiento defensivo pero Dira ha
notado el calor de su piel abriéndose e inmediatamente el
pañuelo templado de su sangre bajando hacia su pecho.
Los dos no podemos morir.
Y por un instante imagina al siguiente caminante
escrutando todos aquellos huesos mezclados, los suyos y los
del felino, intentando reconstruir lo que pudo pasar años atrás.
Los dos no podemos morir.
39

Romeo tenía una lupa de esas de relojero que se aguantan


haciendo presión con la cuenca del ojo. Romeo dormía con
una redecilla en el pelo y unos potingues con brillantina que le
dejaban para todo el día un olor como a culo de bebé, sucio y
limpio a un tiempo. Le pillaron llevándose un buen botín de la
joyería en la que trabajaba en la capital.
—Me quedé con las ganas de meterle en el cuello una
navaja a aquel hijo de puta del dueño. Cuando salga de aquí
me voy a quitar esa espina.
En su forma de decirlo todo el mundo del correccional
entendía sin dudarlo que aquella amenaza era ya un hecho
consumado, no un farol. Romeo traía su nombre de Filipinas.
Nadie sabía cómo llegó a un país como Mongolia, qué
carambola lo trajo a Ulán Bator, a una joyería, a aquella cárcel.
Romeo nunca había leído a Shakespeare pero era, entre otras
muchas cosas, el profesor oficial de inglés de la cárcel.
—Cuando salga en las noticias y os pregunten, decidles que
sí, que estuve diciendo toda la puta condena, todos y cada uno
de los días que estuve aquí, que iba a matar a ese cerdo.
Ir a ver a Romeo no era solo pura utilidad aunque siempre
era por algo útil por lo que se acudía a él. También era ir a ver
un espectáculo. El momento culmen era cuando sacaba el
trapo donde guardaba sus herramientas y empezaba a darle a
cada una de ellas su exacto uso con su exacta palabra técnica.
Minúsculos botes de tinta negra, puntas plateadas de distintos
calibres, sellos de innumerables instituciones con
empuñaduras de madera, papel secante, sobres con cartulinas
de concretos gramajes según el trabajo requerido. Pasaportes,
visados, certificados médicos, cualquier documento que se le
pidiera a Romeo estaría listo en pocos días a un precio
bastante razonable.
Aquel día trabajaba en una baraja de cartas. Sería su legado,
al menos eso decía siempre que confeccionaba alguna. Nunca
las cobraba, por supuesto.
—Estas corren por cuenta de Romeo.
Y los presos, Khünbish y Gansükh incluidos entre ellos, se
amontonaban alrededor de la mesa de trabajo del artesano
filipino para ver cómo iban brotando las picas y los rombos de
su esmerado pulso. Luego el juego no sería ni la mitad de
emocionante que era ver salir de las plumas de Romeo todas
aquellas cartas. Uno de los habituales de aquellos
espectáculos, Jambal el camionero, con pulcras maneras y
previa solicitud de beneplácito a Romeo, escogió el cuatro de
corazones, lo alzó y lo tiró contra la mesa como si estuviera en
el punto álgido de una partida.
—Perfectamente afinada.
Y no se aplaudió como si estuvieran en la ópera por no
abusar de la sufragada confianza de los carceleros pero se
miraron unos a otros con satisfecha aprobación.
—Esta noche habrá partida.
Unos iban, otros venían, uno trajo té, otro un aguardiente en
un bote de champú con su inevitable sabor jabonoso al final
del trago. Los naipes iban saliendo uno a uno de las manos de
Romeo. Con el joker se esmeró hasta la apoteosis, «mi legado,
aquí queda», trabajando los rombos de su pecho y los
cascabeles de su sombrero con una delicadeza que mantenía al
grupo, por unos minutos, en un sacrosanto silencio. Al final de
la tarde, cuando el mazo ya estaba prácticamente sentenciado,
incluidos los dieces, por si acaso, quedaban con Romeo apenas
tres o cuatro presos consumidos en su aburrimiento, entre ellos
Gansükh y Khünbish.
—Cuando salgas de aquí olvídate de matar. Tienes un don.
Si vuelves aquí, yo personalmente te rajo el estómago.
La cabeza rapada de Gansükh de repente se transformó en
una estatua de sabiduría, un busto presocrático que había
cobrado vida para dejar su meditado consejo al artesano
Romeo.
—No te daré ese gusto. Lo siguiente me llevará
directamente a la horca. Ya está escrito. Y ustedes qué van a
hacer.
—A eso vinimos.
Khünbish se incorporó para que Romeo lo distinguiera con
más detalle. El artesano filipino levantó la mirada de un dos de
tréboles que estaba casi rematado y todavía con la lupa
enmarcada en su ojo derecho encaró a Khünbish.
—Tú mataste a tu padre. Pareces sacado de una tragedia
griega.
—Quiero aprender el inglés.
—Ya sabes el precio y las condiciones.
—Empezaremos cuando digas.
—No es mi negocio saber para qué pero todo eso que tienes
en el rostro es tan desconcertante que me provoca curiosidad.
Khünbish intuyó a qué se refería Romeo, entendió que no
estaba hablando de arrugas o cicatrices palpables.
—Simplemente desaparecer. Hundirme en el hoyo más
oculto que exista. Y para eso me irá bien comunicarme lo
mejor posible. Aprendí algo de chino y de ruso pero creo que
será más sencillo si además puedo hablar lo que sea de inglés.
—¿Tienes alguna idea? Yo tengo algunas para eso.
—¿Entrarán dentro del precio?
—Cortesía de la casa.
—Lo más importante es quedarme lejos de la venganza.
—Tu lugar es el cementerio de barcos. Cuando llegue el
momento te daré las indicaciones oportunas. Serás bienvenido
allí. Adoran tener gente como tú, con todo eso en la cara.
Involuntariamente Khünbish se llevó la mano derecha al
rostro y no encontró nada que no hubiera encontrado ya en él.
Romeo ya no tenía más que decir y volvió al contorno de uno
de los tréboles diminutos del extremo del siguiente naipe. Iba a
ser el tres. El busto presocrático de Gansükh recuperó su aire
distraído y miraba a ambos sin entender demasiado,
preguntándose qué sería eso de un cementerio para barcos.
SEGUNDA PARTE
40

—Aquí había manglares, cómo vas a saber tú lo que es un


manglar viniendo de donde vienes. Algún día me contarás
cómo has llegado hasta aquí. Yo sé decir manglar en muchos
idiomas. Lo mismo igual en todos los idiomas. Porque es una
palabra, quiero decir, es algo que llena todas las palabras
posibles para nombrarlo con su maleza y su densidad.
Mangrove. Mangrovo. Mikoko. Puede parecer que las palabras
llevan ahí toda la vida pero supongo que también las tuvieron
que inventar y el primero que las dijo las sacaría de algún
ruido, que yo no soy profesor de nada pero tampoco imbécil,
esas cosas salen del borboteo del agua entre las raíces y el
fango, mongrov, mongrroffff, mngrrvvv, o de los animales
pululando entre las hojas, arrastrándose, buscando con quién
aparearse, ni idea… Mikoko es en suajili. En italiano se dice
mangrovia. Mira, así dicho lo mismo suena como el nombre
de un país, un país de aquellos que salieron cuando
destrozaron la URSS. Y sería eso, como si fuera una nación,
así de concreto es un manglar, como un mundo propio, único,
cerrado, completo. Y vinieron, quién sabe quiénes fueron
porque esto lo tuvo que hacer alguien alguna vez, que ahora
puede parecer que existe de toda la vida este cementerio, este
caos de chatarra, este infierno de fango, como si estuviera aquí
antes que los barcos incluso, antes que los humanos, desde el
mismo primer día que el dios que sea separara la tierra del
agua. En resumen, que me pierdo, vinieron y lo arrancaron
todo, el país entero del manglar, supongo que sin ningún tipo
de contratiempo ni técnico ni gubernamental ni sentimental,
probablemente les hizo soleado como casi siempre hace aquí,
probablemente fueron destripando la naturaleza disfrutando de
días apacibles, parando a la hora del almuerzo, volviendo a los
barracones a descansar en las noches, informando a sus
familiares desde algún teléfono de la ciudad más cercana o con
postales, para colmo, con fotos de los manglares, que todo
estaba yendo según lo previsto, que estamos comiendo bien,
que en dos meses volvemos… Y la más alta de las tecnologías
puesta a su disposición, máquinas ideadas y engranadas por
mentes brillantes que estuvieron años y años en departamentos
de universidades europeas o americanas haciendo cálculos
matemáticos para poder ser lo más efectivos que se pudiera a
la hora de aplastar manglares allá donde existan los dichosos
manglares. Me contó un tipo que había sido marinero antes
que sepulturero de barcos que manglar viene de algún idioma
caribeño y que significa «árbol retorcido». Quién sabe, las
palabras, qué cosa misteriosa. Árbol. Ahora es hasta gracioso.
Un chiste. Si ves algún árbol por aquí alguna vez me avisas y
vamos juntos a verlo.
Khünbish miraba el transcurrir del humo que salía de su té
con aguardiente y se dejaba arrullar por el atildado discurso de
Ruso. El tipo llevaba estancado en el cementerio de barcos
media vida, como mínimo el tiempo suficiente para poder
filosofar sin miramientos, con sorprendente brillantez, con la
puntería de un ingeniero o un capitán de barco. O un poeta.
Khünbish sospechaba que no tenía otro sitio donde ir, que
estaría, como todos los que trabajaban en aquello del
cementerio de barcos y no eran de la zona, escondido o
huyendo de algo. Como él mismo. Ruso tenía una mezcla de
indio y chino, quizá filipino, quizá kazajo. Mejor era no
preguntar.
—Me gustaría ver todo esto desde el aire. Coger un
helicóptero o un globo y ver toda esta basura de un solo golpe.
Tiene que ser devastador. O cómico, quién sabe. O incluso
bonito. Emocionante. Todos estos monstruos de chatarra ahí
varados, como les pasa a las ballenas. Hay tíos especialistas en
vararlos, ¿lo sabías?
Ruso no esperó a que Khünbish le respondiera y siguió con
sus argumentos mientras servía más té.
—Esos tipos son perros viejos, capitanes de barco que
habrán salido ya de todas, los contratan para dejarnos el barco
lo más cerca posible de la costa, maniobran hasta dejarlos aquí
aposentados a nuestro alcance, las hormigas que los
desmontaremos, a saber para qué. Si no te largas de aquí
pronto, alguna vez podrás ver uno de esos espectáculos.
Merece la pena. Esos capitanes podrían moverte un país
entero. Mangrovia entera. Cuando ves uno de esos
espectáculos tienes esa misma impresión, que el mundo se está
moviendo delante de tus narices.
Ruso llevó su vista hacia el techo del bar con satisfacción,
lentamente, regocijándose, como si le estuviera llegando la
inspiración para componer un poema épico o una balada de
marineros.
—Sería bonito verlo desde el aire.
41

La barca iba en su límite de peso como casi siempre, con


dos intocables autóctonos, el soldador que también había
nacido cerca del cementerio y Khünbish. Ese día tenían que
desmontar varias piezas de una de las enormes cocinas del
Heimdall, nombre de aquella mole que nadie sabía si hacía
alusión llanamente a la compañía naviera o quizá era un
cariñoso recuerdo a una novia islandesa de alguno de los
magnates que lo habían mandado construir y posteriormente
desguazar. Los intocables, el último escalón del sistema de
castas hindú, se encargaban en el cementerio de barcos,
inevitablemente, de las tareas más sucias y peligrosas. Cada
barca que aproximaba trabajadores a los barcos llevaba su
dotación de intocables, en cada partida, por si acaso surgían
situaciones demasiado desagradables. Los intocables
trabajaban descalzos. Vivían las veinticuatro horas del día
descalzos. Khünbish no lograba entender de qué tendrían
hechas las plantas de los pies, cómo lo hacían para
encaramarse a las cornisas de hierro, andar entre tornillos y
aguas cenagosas y llenas de porquería de toda naturaleza y no
morir de un mal corte infectado. Antes de partir, el encargado
les había recordado algo que ya deberían saber a esas alturas,
«que en las cocinas hay sistemas de gas que tienen que ser
cuidadosamente manipulados para evitar desagradables
accidentes». El soldador, ya en la barca, iba dando algunas
indicaciones al grupo mientras se iban acercando a la pasarela
por donde entrarían al barco. Khünbish se preguntaba de
dónde llegarían todas esas órdenes, quiénes eran los que
disponían, desde lo más alto, que ese día era una cocina y al
día siguiente el armazón metálico de la cubierta y al otro
planchas del casco. El soldador era, de todos los tripulantes de
la barca, el que conocía la tarea de ese día, el que disponía,
había sido uno de los encargados de la orilla el que se lo había
explicado a él. Pero Khünbish no había visto nunca qué había
más allá de aquel encargado. Dónde desembocaba todo el
producto de aquella inmensa locura de sitio. Todo el dinero.
Pegaron la barca al costado del Heimdall y los cuatro
treparon por una escalera adherida a la chapa del barco,
cargando como pudieron con el material necesario para la
tarea. El soldador iba primero, se suponía que conocía el
camino aunque en algún tramo llegó a dudar y cambiar de
dirección. Enseguida se vieron rodeados por el habitual vaivén
y el crujir de paredes y techos. Cada sonido hacía un eco
misterioso que se deslizaba a lo largo de los corredores.
Llegaron a la cocina.
—Un mongol aquí.
—Por qué no.
—A los rusos les encanta hacer chistes con vosotros.
—Por qué no.
—Dicen que sois unos tarados. Y unos tramposos.
—Dime algo que les guste a los rusos.
—El vodka.
—Por qué no.
El soldador tiró al aire una carcajada exagerada mientras
manipulaba una enorme cocina con hornillos diseñados para
ollas gigantes.
—Aquí no vienen habitualmente mongoles. Los rusos los
tienen haciendo estadios de fútbol y gasoductos.
—No sé qué es peor.
—El otro día vinieron de alguna televisión, creo que de
algún sitio de Europa. Los echaron casi a tiros. Un día de estos
salimos todos volando por los aires.
—Conocí a un filipino en la cárcel. Con él aprendí algo de
inglés. Adivinó que mi intención era irme al peor sitio
imaginable. Y me contó de este cementerio.
—En la cárcel. Eso me lo cuentas otro día. Y sitios
inmundos, los hay peores, te lo aseguro. Y no muy lejos de
aquí. Este país es un paraíso para los sitios inmundos. Ahora
entiendo lo que has venido a hacer aquí. No es mal sitio para
lo que persigues.
—Dímelo tú.
—Si ya lo sabes. Has venido a purgarte. Alguna penitencia.
El soldador, con dos gestos casi imperceptibles, quitándole
importancia a lo que acababa de decir, ordenó a los intocables
que ayudaran a Khünbish a transportar un horno ya
descuartizado del resto de la estructura hasta la zona de
desembarco. Entre los tres iban arrastrando la pesada pieza por
distintos corredores sin mediar palabra. Alguna penitencia.
Los intocables casi nunca entablaban conversación, más allá
de la que mantenían entre ellos en una lengua imposible de
intuir. Cuando Khünbish volvía a la cocina después de soltar el
armatoste, molido y resoplando por el esfuerzo, sin entender
muy bien de dónde le venía la repentina curiosidad, se
sorprendió a sí mismo adelantándose a los intocables y
desviándose del camino para meterse por un pasillo que se
perdía casi en el infinito. Anduvo unos metros hasta llegar a
una zona en la que a un lado y a otro del corredor oxidado se
abrían pequeñas puertas que daban a camarotes, algunas
cerradas, otras medio abiertas, otras directamente arrancadas
de su hueco. Entró en uno de los camarotes y no encontró más
que el esqueleto de una diminuta cama fijado al suelo. Se
asomó desde allí por el ojo de buey y vio varias barcas en las
que más operarios abordaban otros barcos a desguazar. La
mañana estaba bien avanzada ya. Decidió seguir probando
suerte, por puro aburrimiento. El soldador y los intocables ya
le estarían buscando a esas alturas.
—Que esperen.
Se decidió por una de las puertas que estaban cerradas, la
forzó y enseguida dio de sí chirriando. Aquel camarote estaba
intacto, como si el tripulante que dormía en él aún estuviera
por allí, con todos sus utensilios habituales congelados en una
pátina de polvo, único dato que hablaba del abandono y del
paso del tiempo.
—Habrá salido a lavarse los dientes o a hacerse un café y
estará a punto de volver.
Varios libros con letras de un alfabeto de alguna variante
cirílica, unas toallas perfectamente apiladas para ser usadas
con una pastilla de jabón encima, una cama todavía hecha, una
gorra de béisbol o de camionero con la silueta de un ciervo en
su frontal, una baraja de cartas… Como si no tuviera suficiente
con todo aquel espejismo, Khünbish se agachó para husmear
por debajo del pequeño camastro. Y allí estaba aquella cosa.
—Pobre. Andará todavía buscándola.
Alargó la mano y la sacó de allí. Era la parte superior de
una dentadura postiza.
—Este fósil se podrá vender en el pueblo.
Volvió a la cocina como si volviera de una expedición de
antropólogos, sobando en su bolsillo aquel resto a la vez
humano y artificial. El soldador estaba de pie mirando algo
con el soplete encendido en su mano derecha.
—¿Dónde te habías metido?
—¿Tanto tiempo hace que inventaron estos cacharros que
ya hay cementerios de ellos?
Ninguno de los presentes dijo nada después de aquellas
preguntas inconexas que habían dejado Khünbish y el soldador
en el aire, como si fueran las estrofas de una copla que se
canta mientras se trabaja. Delante tenían una manguera de un
sospechoso color anaranjado. No tenían más remedio que
averiguar de qué se trataba.
42

Aquella otra mañana reseñable entre la interminable trama


de días en el cementerio de barcos, que Khünbish no podía
distinguir como de lunes o de domingo, aquella mañana en la
que se rompió todo en pedazos irreconciliables, los intocables
que tocaron en suerte no dejaban de hacer bromas entre ellos.
Esta vez el encargado era un tipo gordo y peludo que,
encaramado sobre una tribuna de tablas, disponía con una
descarada pereza por dónde tenía que dirigirse la ida y venida
de la mercancía. A veces, rompiendo la habitual distancia de la
que solían estar rodeados, los intocables miraban a Khünbish
como intentando que él participara de sus disimulados juegos,
pero a este no le salía más que una cordial mueca. Khünbish
trataba de entender de dónde sacaban las agallas, o más bien la
indolencia, para poder mantener un aire alegre en un sitio
como aquel cementerio en medio de la nada. Y con ese calor.
Y con ese olor a putrefacción. Y descalzos. Y rodeados de
aquel mar que hacía tanto que ya había dejado de ser el mar
para convertirse en una balsa salada y marrón de inmundicia.
Porque el mar, aquel mar, en algún momento, había sido azul.
O verde. O incluso negro a veces. Pero aquello en lo que
estaban sumergidos hacía mucho que había dejado de
parecerse al mar.
La tarea del día consistía en transportar por una pasarela de
madera barriles de combustible desde la bodega del carguero
bautizado como Felicia hasta la orilla, amontonarlos allí hasta
que viniera una camioneta a por ellos. El trabajo se hacía entre
dos, cada pareja tenía que hacer rodar el barril pasarela abajo,
haciendo esfuerzos por no ir ni demasiado rápido ni demasiado
lento y que el barril no cayera al agua. El compañero de
Khünbish no dejaba de gritar improperios y bromas a los que
iban detrás y a los que tenían por delante.
—Vamos a caernos.
El intocable miró a Khünbish con una enorme sonrisa en su
rostro cetrino y siguió a lo suyo, doblado contra el barril que
rodaba. Tras entregar este último en la orilla, Khünbish y su
compañero subieron a pie la pasarela para esperar en la
abertura del barco a que los operarios de dentro sacaran otro
barril para ellos.
—Con esa cara duele más la espalda.
En su interior, Khünbish reconocía que esos hombres, pese
a estar en el último escalón de la humanidad, pese a estar
condenados de nacimiento a encargarse de los peores trabajos
jamás imaginados, mantenían una admirable firmeza. Quizá
era aquello justo lo que había ido a buscar en un sitio como
aquel. Esa valentía incondicional.
Mientras hacían estiramientos y recolocaban sus vértebras
en la abertura de la bodega para seguir su tarea con el
siguiente barril, una explosión, seguida de una inesperada
onda expansiva de calor, brotó de la nada a no más de veinte
metros de ellos.
—¡El Kamchatka!
—¡Vayan avisando!
Khünbish primero notó un silbido en los oídos que le dejó
sordo por unos segundos. Hacía muecas con su mandíbula,
agitaba la cabeza, intentaba orientarse, encontrar con su
mirada dónde había ocurrido el accidente, qué había
explotado, dónde crecía el fuego. Lo primero que vio después
de la turbación inicial fue una mancha roja que iba naciendo
del magma marrón que era el mar, aquello que alguna vez fue
el mar. Varios operarios se habían lanzado ya al agua, justo
donde la mancha roja seguía creciendo como crecen las
manchas rojas del mar en las películas. Tras varias
inmersiones fallidas, dos de ellos sacaron algo parecido a un
ser humano, primero una pierna, luego un brazo, ya tenían el
cuerpo entero del herido. Junto a ellos flotaba una enorme
plancha metálica. Habrá salido disparada por la explosión y se
lo ha llevado por delante. Khünbish llegó casi el último a la
orilla. Los más lanzados ya estaban sobre el hombre
accidentado intentando taparle alguna herida, buscando el
pulso, pidiendo agua y la asistencia que no llegaba, que quizá
ni siquiera existía. Entre varios cuerpos que se acumulaban
alrededor del herido, antes de retirarse de allí, Khünbish le
pudo ver la cara. Pálida. Muerta ya. Lo conocía. Estuvo con
ese hombre en la cantina del pueblo, estuvo a su lado tomando
cerveza. Él esperaba a otros operarios, Khünbish no esperaba a
nadie. Cruzaron algunas palabras por pura educación o por
puro aburrimiento. Luego le vio saludar con efusión a los
suyos, le vio siendo cordial como solo los intocables saben ser
cordiales. Vio cómo echaba el brazo por encima del hombro de
uno de ellos, que estaba recibiendo algún tipo de homenaje.
Ahora estaba en el suelo mugriento de aquel infierno, cubierto
de sangre, claramente muerto. Inmediatamente Khünbish
entendió que ya no había nada que hacer, que todo se pararía
por unas horas, así que lentamente, como queriendo quedarse,
se fue apartando de la multitud.
—Es hora de volver.
En su camino de regreso hacia el barracón donde vivía
entendió que algo se estaba rompiendo en su interior, un dique
que de repente ya no aguantaba más y finalmente se deshizo,
dejando fluir la catarata que segundos antes era un lago de paz.
Un mar muerto. A su lado, saliendo casi del recinto del
cementerio, pasó una rudimentaria furgoneta que hacía las
veces de ambulancia.
—Será un milagro si el cacharro llega antes de estropearse
a quién sabe qué hospital o clínica o cementerio.
Khünbish empezaba a distinguir su indiferencia, su sana
frialdad, por fin, algo parecido al descanso. Quizá ya estaba
preparado para volver, tal vez su huida había llegado a su
culmen, ahora reconocía con sus manos la textura real del
fondo al que había caído, lo estaba tocando y era el momento
de impulsarse desde allí y salir a la superficie. Su penitencia
había terminado.
—Es hora de volver.
Reteniendo todavía la cara del operario muerto en su
mirada, tirado de cualquier forma, dislocado, exangüe, allá en
la orilla, usando esa nueva indiferencia que le invadía, la
ausencia total de sentimientos, ya podía perdonar a su padre, a
sus hermanos, a su madre, incluso a sí mismo. Y qué si ese
pobre infeliz ha saltado por los aires con una plancha metálica
golpeándole en el pecho, y qué si pese a estar ya muerto
remató con la navaja a su padre, buscándole el bazo, siguiendo
cada instrucción que le dieron sus hermanos. Y qué si luego
estuvo solo contra todo. En ese momento ya no importaba
aquello, Khünbish comprendía que una absoluta e
indestructible nada se extendía como una densa niebla sobre el
operario y su cadáver repentino, sobre su padre apaleado y
acuchillado, sobre sus hermanos, sobre sí mismo. Fue el
tiempo o fue la distancia o fue el viaje hacia ninguna parte o
fue por fin la sangre extendiéndose en un mar ya muerto. O
todo junto unido a impalpables motivos, de una forma o de
otra, Khünbish lo acababa de entender y se sentía, finalmente,
liberado.
—Es hora de volver.
43

Se puede luchar hasta la extenuación, sudar de esfuerzo,


desearlo con todos los músculos a una y sin embargo no llegar
a sentir nada, ni acercarse al verdadero objetivo del
sentimiento más profundo. O, mucho peor, experimentar algo
falso, impostado, parcial. Pero de repente, en la más concreta
monotonía, con cualquier objeto que nos visita a diario, y la
expresión objeto incluye un silbido a lo lejos, quizá un tren,
quizá un niño que está aprendiendo a silbar; incluye una ráfaga
de luz atravesando un amontonamiento de hojas caídas en el
suelo; incluye además el desagradable aroma que se levanta de
un campo recién abonado o el moratón de una pierna que se
deja ver por un segundo en el compañero de vagón, infinitas
posibilidades, en definitiva, que aleatoriamente brotan delante
de nosotros y desatan, por fin, ya era hora, la cascada de los
remordimientos, de las victorias pasadas, de ese profundo
dolor que no veía el modo de aflorar y por fin está nítido en
nuestros ojos, evocando ya los puños apretados, la sonrisa
plena en la cara, una tarde entera de lágrimas.

Khünbish no se ha permitido mirar atrás desde hace tiempo,


podría ser cruel, podría ser inexplicable, pero ahora, delante de
esa florista que lentamente, quizá por su paz innata, quizá
porque está extenuada, recoge el género para cerrar su tienda,
puede ser que por culpa de las flores rojas que está
conjuntando para darles otra oportunidad mañana, quizá por el
pañuelo que cubre su cabeza, quizá por la precisión con la que
lleva a cabo cada uno de sus movimientos, el resultado es que
Khünbish nota que por dentro se libera algo y ahora sí, ahora
ya va a acordarse de Enkhtuya.
—Demasiado cobarde. O demasiado valiente.
Bum le ha dejado vagabundear por el pueblo mientras hace
«unas compras innegociables», dijo textualmente al aparcar el
Mercedes en una calle apartada del centro. Están a dos
jornadas de que termine su viaje juntos. «Ya lo sabes. Media
hora y salimos. Cuantos menos rusos nos crucemos, mejor.»
—Enkhtuya.
Khünbish no va a encontrar motivo pero ahora ya da igual,
va a volver a sentirla cerca, a saber que lo acompaña. Y fue
cobardía, mejor no acercarse a ese fuego porque la mano se
quema. Y fue valiente, la única opción posible es seguir
adelante pese a todo. Dorji, el hijo valeroso, sí ha ido haciendo
el camino con él, ha estado presente como si estuviera
espiándolo, como testigo de cada movimiento, de cada
decisión, de cada acierto y cada error. Khünbish va
necesitando de vez en cuando su aprobación, su motivo, su
orgullo. Pero Enkhtuya había estado al fondo de todo, oculta
detrás de una pesada cortina oscura, ni siquiera en las noches
había echado en falta el calor de su cuerpo y ahora Khünbish
mezcla el alivio de su vuelta con el remordimiento del olvido.
—Demasiado difícil. Demasiado doloroso.
Será porque es lo más inestimable. Lo más frágil.
La florista está vertiendo en la alcantarilla los restos de un
agua turbia, amarillenta con restos de arena y hojas muertas de
los jarrones que van a quedar limpios de flores ya marchitas.
Quién va a comprar flores en este páramo, cómo llegan hasta
aquí, para qué sirven exactamente en esta nada rusa. Khünbish
se esfuerza en inventarse la idea de algún bravucón de los que
viven por aquí portando un ramo de alguna de esas flores que
tendrán nombres retorcidos o luminosos, camino de su casa,
camino de algún aniversario o alguna otra buena noticia que
celebrar.
—Demasiado cobarde. O demasiado valiente. En los
cementerios también hacen falta flores.

Cuatro o cinco años antes, Khünbish vio en el mercado de


Ulán Bator a una anciana tapada en mil vueltas de mil telas
que a su tenderete de frutas había añadido varios cubos de
plástico con flores. Flores, qué extravagancia. Qué absurda
valentía. Aquí en medio de la nada rusa como entonces en
Ulán Bator. Era el último día de Khünbish en la capital, tenía
algunas horas antes de que lo recogieran para llevarlo de
vuelta al campamento donde habían ubicado su yurta
Enkhtuya y él, tras varias semanas en las que intentó concretar
un negocio con un veterinario de la zona. Al inicio fue quizá
solidaridad con la anciana, ganas de justificar tanto esfuerzo
para que hubiera unas flores en su tenderete, de dónde las
había sacado, cómo sabía cuánta agua necesitaban, quién las
iba a comprar en aquel sucio barullo de la capital. Luego fue la
insensata idea de llevarlas a Enkhtuya, el viaje de vuelta era lo
suficientemente largo como para que llegaran muertas y a la
vez lo suficientemente corto como para que quizá tuvieran una
mínima oportunidad de sobrevivir si escogía las más verdes.
Apenas había gastado en dos comidas al día y alguna cerveza
y el viaje de regreso a su yurta estaba incluido cuando
organizaron el viaje. Eso no era problema. Luego estaba la
estampa inaudita de pasearse por todas aquellas calles y
aparecer en el sitio donde lo recogían con aquel armatoste
hecho de agradables colores y olores. Khünbish siguió
adelante, le dio dos vueltas a un tenderete de zapatos, luego a
otro de abrigos que todavía olían a ganado, observó cómo un
poco más adelante terminaban de asar unos pollos, o algo
parecido a pollos, volvió a la carpa de la abuela frutera, miró
las flores, se arrepintió, volvió a bajar sin rumbo en sentido
contrario la hilera de tenderetes, luego retomó sus pasos y allí
estaba por tercera vez mirando aquel penacho de enormes
flores blancas y rosas, algunas ya abiertas de par en par, otras
todavía con los pétalos cerrados sobre sí mismos.
—Tengo un viaje de casi diez horas.
La señora le habló de algo parecido a un envoltorio de
plástico con azúcar dentro y si paraban que las pusiera unos
minutos en algún recipiente con agua, un lavabo, un pesebre,
lo que fuese…
—A estas les quedan todavía unos días para abrirse y son
las más fuertes.
—Cómo se llaman.
La anciana se encogió sobre sí misma y no dijo ni una sola
palabra para decir que no lo sabía y que sentía no saberlo.
Khünbish miró a la anciana y justo cuando parecía que se iba a
llevar un ramo se imaginó a sí mismo en la furgoneta con el
resto de los pasajeros con aquel cachivache en sus manos.
—Gracias pero otro día.
Y se alejó del tenderete y ya no volvió más sobre sus pasos
y casi inconscientemente compró algo de pan, unos embutidos
y una botella de cerveza para el trayecto.
El viaje le acunó, le aburrió lo suficiente como para que la
absurda idea de las flores quedara en el olvido. Hasta que lo
dejaron en el último pueblo antes de su campamento, todavía a
casi una hora andando. Y había amanecido poco antes de que
empezara a andar, solo ya tras despedirse de los que todavía
seguían su camino, con los músculos tan cansados que ya no
los sentía, envuelto en una asombrosa paz que aquella mañana
de primavera acentuaba con una temperatura agradable y un
sol compasivo y una brisa que estaba cargada de armonía y no
faltaron por supuesto los pájaros que celebraban aquel milagro
de que otro día empezaba y que todo hacía prever que iba a ser
un bonito día. Azul como solo pueden ser los días azules en el
páramo mongol. Apenas quedarían dos kilómetros para llegar
a su yurta cuando vio las flores. Unas eran diminutas pero de
un fuerte amarillo, otras eran rojas pero parecían tan endebles
que seguramente nada más despegarlas del suelo se desharían
en su mano; también había otras más altas y que parecían
aupadas en tallos mucho más rígidos, tanto que Khünbish tuvo
miedo de que provocaran picor o irritación en sus manos. Él
las había visto antes pero jamás se planteó acercarse a ellas. Y
juntarlas para un regalo mucho menos. De nuevo estuvo en
cuclillas mirándolas, haciéndose una idea de cómo disponerlas
para que parecieran decentes y no una birria, probó primero
con las amarillas, se arrancaban bien sin necesidad de navaja y
se mantenían aceptablemente. Las moradas efectivamente
estaban demasiado rugosas y podrían herir las manos de
Enkhtuya. Las rojas también cumplieron en su mayoría con su
apariencia y de cinco que intentó solo quedaron presentables
dos. Al final con unas avenas silvestres todavía verdes y otras
malas hierbas innombrables juntó su ramo. Y allá que anduvo
hasta que vio el campamento y vio su yurta y vio sus cabras y
vio su pozo y unos segundos antes de que al fin se encontrara
con su esposa y su hijo, en un movimiento tan instintivo que
casi le sorprendió a sí mismo que viniera de su propia mano,
como si se quitara de encima un desagradable insecto, arrojó el
ramo a unas cabras que ramoneaban entre un puñado de
basura. Antes de que entrara en su yurta, las cabras habían
acabado casi en su totalidad con el ramo de Khünbish. En la
mano todavía sentía el polen mezclado con su sudor.
—¡Papá ha vuelto!
Aquella noche Khünbish, por supuesto, mientras intentaba
dormirse al lado de Enkhtuya, se arrepintió enormemente de
no haber traído aquellas flores que no tenían nombre del
mercado de Ulán Bator. Las imaginó incluso, orgullosas,
sobrevivientes, dentro de alguna tetera con agua en el centro
de la mesa donde habitualmente tomaban las comidas.
—Demasiado cobarde.

La florista rusa le da dos vueltas a la llave del candado de la


puerta principal y se aleja arrastrando lentamente su paz o su
cansancio. El sitio se queda con un olor a hojas podridas y
agua sucia. Por qué tanto miedo a las cosas que son
inevitablemente bellas. Por qué tanto miedo a unas
insignificantes flores. Khünbish no entiende nada y se lamenta
pero al menos ahora sí, ahora va a recordar, ahora va a
recuperar a Enkhtuya para el resto de su viaje.
—Vámonos. Misión cumplida. Tenemos que recoger
todavía a Número Tres.
Bum aparece levantando una bolsa de plástico delante de sí,
en su interior Khünbish adivina unas raíces o algún tipo de
mata compuesta de varias ramas puntiagudas. En la otra mano
lleva otra bolsa de plástico con algo pesado, una especie de
cubo envuelto.
—Mejor no preguntar.
—Exacto.
Bum y Khünbish salen del centro en busca del Mercedes.
Todavía quedan dos pueblos más antes de llegar a la casa
donde pasarán la noche.
—Esto lo debía donde vamos a dormir. Esta noche Bum
invita a todo.

Enkhtuya, tan liviana cuando ya está desnuda al final del día,


en el aseo, antes de la ropa de dormir, viniendo de esa pesada
figura de ropajes y abrigos que brega durante el día con el
rebaño, con el pozo, con las cercas, con la lluvia y con el sol y
con el viento y con los achaques. Enkhtuya en sus brazos, un
segundo antes de dormirse.
44

—En la cárcel. En un cementerio de barcos… Ahora en el


asilo de impedidos. Limpiando culos. Y qué más.
El resumen iba cayendo como un saco de piedras sobre la
espalda de Enkhtuya, que se hundía más y más en su silla.
Khünbish, sin embargo, recibía cada una de las palabras del
señor Baatar como si fueran el enunciado frío de la megafonía
de una estación de tren relatando, una por una, las distintas
estaciones venideras.
—Dígame qué ganamos con esto.
Detrás de aquella enumeración, de aquella pregunta sin
tono de pregunta, detrás del inevitable papel de guardián,
Khünbish podía intuir que el señor Baatar no iba a poner
trabas al casamiento, era demasiado evidente que aquel
hombre bajito y miope hasta casi la ceguera ya había hablado
antes con Enkhtuya, ya había escuchado sus sentimientos y no
tenía mucho más que hacer. Khünbish, de todos modos, tiró de
recurso fácil, limpio y sincero.
—Un hogar.

No supo hablarle a Enkhtuya hasta la cuarta vez que la vio.


Tenía contadas perfectamente las tres primeras, las guardaba
con cada detalle, con cada torpeza. Hasta entonces Khünbish
no había reparado en todo aquello, en la extrañeza de la
atracción, en la inutilidad de ciertos movimientos, absurdos
rodeos o repeticiones para coincidir, para encontrarse, para
responder las preguntas que de repente brotaban en su interior.
Una vez de vuelta, la inercia de todo aquel periplo, el ataque a
su padre con su entrenamiento previo y su charco de sangre, la
cárcel, la ida y vuelta del cementerio de barcos, se agolpaba en
su interior como una masa de ruidos y silencios que le habían
mantenido impedido durante unos meses. Pero a la cuarta
oportunidad supo reconducir, al menos rudimentariamente,
todo el enredo y de ahí vino un paseo, Enkhtuya antes de
empezar su turno de noche en la limpieza del asilo, Khünbish
terminando ya su jornada de tarde, el jardín del asilo con sus
macetones de piedra vacíos, sus caminos de grava, algún
paciente desubicado que todavía no se había ido a dormir.
—Unos brazos. Tiene dos brazos, padre. Y los usa bien.
Eso tiene que valer.
Enkhtuya no tuvo más remedio que salir de su vergüenza y
su letargo y empezó a dar sus argumentos para que el acuerdo
avanzara. A Khünbish una de las cosas que más le
impresionaron de ella fue precisamente eso, su determinación,
su habilidad para deshacer las formas, su por qué no y su sí,
por supuesto. Después de aquel paseo inicial dieron otros
paseos, ya fuera del asilo, tomaron alguna cerveza cuadrando
turnos, cumplieron las etapas necesarias e innecesarias para
llegar a aquella mesa, a aquel té en casa de Enkhtuya donde
vivía, en las afueras de la capital, con su padre, dos hermanos
menores que ella y el retrato de su difunta madre. A aquella
petición de mano.
—Podría haberme mentido. Pero me lo contó todo desde el
principio. De todos modos ni él ni yo tenemos mucho tiempo
por delante si queremos tener hijos. Un hogar. Y mire qué
brazos, padre, mire, si han sobrevivido a todo eso que cuenta
servirán para montar una granja. Ya tenemos visto el terreno.
Y apalabrado el rebaño. Y la yurta.
—Podríais haberme mentido a mí al menos, mentir en su
justa medida es sano.
Y el viejo, que a veces sonaba a campesino y a veces a
filósofo, casi llegó a reírse pero se contuvo. Se lamentó para
sus adentros con un ligero bamboleo de la cabeza, dio otro
sorbo a su vaso de té, meditó por unos segundos para luego
romper el silencio disponiendo, sin previa introducción, los
preparativos para la fiesta y para la mudanza y este dinero de
aquí y este otro de allá.
—Podéis quedaros un tiempo aquí hasta que todo esté listo.
Ahora cuénteme alguna historia de la cárcel o del cementerio
ese de barcos.
Y, como un niño que espera su fábula antes de acostarse,
rellenó de nuevo los vasos de té y cogió la bandeja de dulces y
la ofreció primero a su hija y posteriormente a su futuro yerno.
45

—Rusos…
La introducción de Bum se queda un rato flotando en el
Mercedes como una mosca que acomoda su vuelo a la inercia
del coche tras entrar por la ventana, se palpan los puntos
suspensivos, se enlentece la pausa justo antes de concretar el
argumento. Lleva puesto un casete de unos horribles cantos
guturales mongoles que sin embargo se acompasan
perfectamente con las cunetas atestadas de nieve. A Khünbish
la música le aplana los sentimientos. Bum se lamenta en
silencio diciendo «no» exageradamente con la cabeza, como
haciendo esfuerzos para no soltar todas las barbaridades que se
le están ocurriendo. Hoy le toca exhibirse. Tiene uno de esos
días.
—Estos endemoniados rusos. Mejor ni preguntar. Mejor
pasar de largo. Yo os dejo donde hemos acordado y me vuelvo
sin bajarme de este trasto.
Lo dice como si fuera la primera vez que recorre esas
tierras, como si Khünbish y Número Tres fueran las primeras
personas que han contratado sus servicios.
Número Tres va detrás, sigue aferrado a su petate caqui.
Cada vez que mueve la bolsa sale de ella un desagradable olor
entre pescado podrido y orina acartonada. Al principio Bum le
pidió que echara el bulto al maletero pero tanto Khünbish
como el chófer ya se han acostumbrado a los olores que
desprenden Número Tres y sus pertenencias. Número Tres es
chino, se llama en realidad Jian. En cuanto tuvo una
oportunidad en una parada mientras Bum corría a mear detrás
de unos árboles, Jian le dijo su nombre y su procedencia a
Khünbish, como si con eso se sintiera más seguro, menos
estafado.
Jian, aquel que está lleno de energía, aquel que se
caracteriza por su buen estado de salud. Todo eso le contó en
un chino lento y detallado para que Khünbish no perdiera ni
una sola de las palabras. Khünbish sin embargo cree que este
Jian debe de estar podrido desde dentro. La excepción que
confirmará la regla.
—Generalizar siempre, ciertamente, cualquier mongol
perdido en el desierto puede saber esto, generalizar siempre es
un juego arriesgado. Pero esas cosas existen, los caracteres, los
principios… Las tradiciones. Todo el mundo sabe,
especialmente los rusos lo saben, que un mongol es, con
muchas probabilidades, un auténtico chapucero. Un chapucero
torpe aunque eso sí, barato y poco exigente. Debes
perdonarme, pero es un hecho. Luego habrá el esperable
Einstein mongol, eso no puedo discutirlo.
Jian mira por el retrovisor interior a Khünbish, que ni se
inmuta en el asiento de delante. Sigue adormilado por el viaje
y por la música. Además, los discursos de Bum le anestesian
con tanta eficacia que ni siquiera aquellos contenidos
supuestamente hirientes le hacen reaccionar de manera
ofuscada.
—Nuestro amigo mongol es un buen conversador, sin duda.
Para mí que es japonés en vez de mongol. Habla como los
haikus. Poco pero bien rimado.
Y Bum se jalea su propio chiste.
—Así que dejadme generalizar un poco, no os pongáis tan
serios. Es bueno para la salud. Generalizar, quiero decir.
Disminuye las probabilidades de tener cáncer.
Y Bum les da otra pausa, quizá esperando el aplauso, para
inmediatamente continuar el discurso correspondiente a esa
mañana.
—Malditos rusos. Tienen sus escritores y sus poetas como
todo el mundo. ¿Hay poetas en Mongolia, por cierto? Los
chinos no contáis, que lo habéis inventado todo. Pero todos
esos que andan por ahí metidos en estos pueblos sucios,
abandonados. De tanta nieve y tanto frío se han congelado por
dentro. Son capaces de llegar a una maldad inimaginable para
el resto de los mortales. Mejor no pararse, mejor que no se nos
pare el Mercedes y no haya que mantener una conversación
con ellos.
Y Bum usa una vez más su cabeza enmarañada para indicar
a un lado y a otro hacia dónde tienen que dirigirse sus
palabras.
—Tú pareces un poco ruso. Tienes mentón de ruso.
Sin dejar de mirar la carretera, Bum mueve todos los
músculos de su rostro cuando recibe la inesperada frase de
Jian. El chino sabe hablar. Directo al mentón. Tras varios
segundos de silencio, Bum lanza una de sus carcajadas contra
la luna delantera y le responde a Jian.
—Precisamente, Número Tres. Endemoniados chinos.
Pasan en ese instante por un puente de tablas de madera que
traquetean dentro del coche mientras el cantante mongol del
casete llega a un éxtasis cavernoso, áspero. Los tres habitantes
del Mercedes de repente se notan extrañamente cercanos,
unidos por la conversación. Khünbish cree que es el momento
adecuado para fumar.
—Vamos a fumar.
Jian y Bum acatan las palabras de Khünbish sin decir nada.
A los pocos minutos, Bum está orillando el Mercedes. Se
detienen junto a un templo levantado con modestia, más bien
una ermita de piedra entre pueblos olvidada hace años por sus
fieles. Las enredaderas y las placas de musgo parecen querer
hacer suya la piedra de los gruesos muros. Delante de la ermita
hay un banco. La mañana, por supuesto, es fría pero un tímido
sol se extiende abarcando la hierba y el banco de piedra y
parte de la fachada de la ermita y hace que la parada sea más
llevadera.
—Fumaría incluso.
Jian le ofrece a Bum de su bolsa. Jian lleva tabaco de liar.
—Es una forma de hablar. Jamás. Pero parece como si yo
mereciera menos esta pausa que vosotros. Si me pongo
filosófico mirando el horizonte, los árboles, las nubes pero sin
fumar se me pone más aspecto de loco que a vosotros que
estáis con el tabaco. No es justo. Miradme aquí con los brazos
cruzados. Un loco sin remedio.
Los tres se acomodan en el banco de piedra, que gracias al
sol ha ganado algo de temperatura. Los tres miran el Mercedes
aparcado a un lado de la carretera, miran los alrededores
cubiertos de humedad, los árboles con algunos restos de hielo,
un cercado de forja con lápidas, un camino de tierra que se
pierde curveando detrás de la ermita.
Cruza sobre ellos un aguilucho llevando en sus garras algo
correoso, algún tipo de serpiente pequeña.
—Los rusos. Espero que no aparezca ninguno. Leí el otro
día en algún periódico, quién sabe dónde, cómo se estaba
recuperando la fauna en Chernóbil al estar vacía de humanos.
Solo Buda sabrá qué mutaciones tendrán esos pobres animales
pero decía la noticia que de repente están registrando lobos y
ciervos y águilas donde antes no había ni rastro. Tendríamos
que aprender de vosotros, ahí en Mongolia, siendo tan pocos.
Sobramos más de la mitad. Rusos, chinos y polacos y de todo.
En el artículo venía una foto de un lobo, mitad blanco, mitad
gris, mirando a la cámara en la estepa, en el bosque, lo que
fuera aquello. Tendríais que verlo, qué impresionante animal.
—Yo voy a salvarle la vida a un ruso.
Es Khünbish el que verdaderamente se sobresalta con la
inesperada intervención de Jian. Bum la recibe en silencio,
asumiendo la intención de su cliente chino. Después de todos
esos días juntos en la carretera, Khünbish, inconscientemente,
ha subido a Bum a un pedestal casi infalible y ahora el filósofo
conductor que siempre tiene la palabra correcta va a recibir
una lección. O al menos eso parece que va a ocurrir.
—Qué llevas en esa mochila.
—Su remedio. Lleva un año en la cama. Soy su última
oportunidad. Siempre soy la última oportunidad.
—Debería fumar. Debería empezar a fumar hoy mismo.
Mientras da las últimas caladas a su pipa, Khünbish cae en
la cuenta de que en todo ese tiempo no le ha dado ni un solo
detalle a Bum de cuál es su última parada, de por qué está
haciendo ese largo viaje. Khünbish mira el rostro bonachón de
Bum y en su interior le agradece su discreción, su pausada
sabiduría.
—Entonces eres un chamán. Apunta, Número Uno, apunta
esta, estamos transportando a un chamán hacia el lugar donde
va a llevar a cabo su milagro. Voy a tener que subir las tarifas.
Estoy seguro de que no sabíais que la palabra chamán la
inventaron estos tipos que nos rodean, los rusos,
concretamente los siberianos. De tanto frío y tanto tiempo
solos esos tipos se van volviendo locos, histéricos y
transparentes y empiezan a hacer convulsiones y a ver donde
nadie es capaz de ver y todas esas cosas. Oh my Buddha.
—Tendremos que creerte una vez más.
Jian, aquel que posee una salud de hierro. El ruso al que va
a curar tiene algún tipo de cáncer terminal, de estómago o de
intestino. Jian habla, mientras disfruta al sol de su tabaco, de
alguna obstrucción que le hace vomitar todo tipo de porquería.
No cuenta cómo contactaron con él, tampoco qué tipo de
servicios ofrece y mucho menos cuál es su tarifa. De
vagabundo maloliente, por culpa de todo lo que cuenta, Jian se
convierte en una especie de ninja o de gurú que conoce cada
planta que le rodea, cada humor, cada designio celestial.
—Efectivamente, Número Tres, mi bisabuela de la línea
materna era rusa. Lo adivinaste porque eres un chamán. Quizá
fueran los chinos los que inventaran la palabra. Seguramente
fueran los chinos. Oh my Buddha, conduciría ahora mismo con
vosotros tres a Chernóbil a ver todos los animales salvajes que
habrán prosperado estos años sin humanos. Ojalá que no se
nos cruce ningún humano en todo este tiempo.
46

Una oscuridad sin esperanza le está envolviendo. Ha caído


dentro de un hueco infinito. Es una noche larga, ancha, alta.
Después de la pregunta inicial, dónde estoy, que flota sin
formas a su alrededor, inmediatamente deja de sentirse
incómodo. Así funciona esto de los sueños.
Soy un pez en el agua.
Los peces. En algunas partes del río el fondo no se
distingue y allí vivirán los peces en una oscuridad como esta.
Khünbish aguza la mirada buscando un fondo, una
delimitación, alguna arista de la oscuridad. Pero no hay nada.
Lo oscuro también se ha hecho con el sonido, lo oscuro ha
engullido el silencio y lo que queda es un paso más, la
siguiente región, un vacío absoluto, incontestable. Khünbish
decide andar, si es que no lo estaba haciendo desde el
principio, dirigirse hacia cualquier parte sabiendo que andar es
una de las formas más certeras de hacer preguntas que puedan
responderse. Anda, anda más, todavía un poco más. No siente
miedo, tampoco cansancio. Sigue preguntando con los pies, un
paso, otro paso, siempre dentro de la misma oscuridad, como
si estuviera andando sin desplazarse. Cuanto más anda, es
decir, cuanto más pregunta y cuanto menos encuentra, más
tranquilo se siente en su interior. Incluso llega a reconocer una
brisa que le refresca el rostro, que le acaricia los cabellos,
largos, sucios, embarrados, un viento que se le mete por dentro
de las pieles rudimentarias que son sus ropajes, limpiando el
sudor y los malos olores. Pasado un tiempo que no se puede
contar en horas o en minutos, así funciona esto de los sueños,
Khünbish se detiene, se detiene porque por fin lo ha entendido
todo.
Esta es, simplemente, es así, la verdadera entraña del
mundo.
Entonces se despierta.
47

Lo primero que siente Dira, que se sabe tumbada casi


contra su voluntad en alguna extraña superficie demasiado
confortable, es la implacable ceguera de la luz. Porque
enseguida ha sido invadida por la luz, es atacada desde arriba
por la luz como una cortina de lluvia, desde abajo como una
inundación que crece de un golpe, a ambos lados de su cuerpo
yacente como si las paredes que la envuelven estuvieran
acercándose la una a la otra, amenazando con aplastarla. Una
losa de luz que aprisiona su pecho, una nube de luz que sus
ojos al principio no logran atravesar pero poco a poco se van
acomodando hasta finalmente distinguir el lugar en el que se
encuentra. Es un cubículo delineado en todas sus aristas con la
mayor de las exactitudes posibles, completamente cerrado en
todos sus límites, paredes sin irregularidad alguna, sin verdina
ni líquenes ni goteras ni asperezas puntiagudas de roca.
Esta cueva no tiene salida.
La luz emana de un sol, más bien de una luna llena y
atrapada en el techo dentro de una urna fabricada con lo que
parece una lámina de hielo como las que tapizan los charcos
de lluvia allá en su poblado. Dira intenta incorporarse pero
nota sus brazos conectados a extraños hilos que llevan y traen
líquidos desde el mismísimo interior de su cuerpo a bolsas
colgadas a ambos lados de su lecho, líquidos rojos, líquidos
transparentes, líquidos opacos.
Como flores corrompidas.
Así le sabe la boca, como aquellas flores que en su primera
tentativa ya anuncian su indigestión, la boca seca ahora llena
de asco y secreciones agrias. Justo en ese instante, sin puerta o
ventana de la que provenir, así funciona esto de los sueños,
aparece ante sus ojos la figura, cubierta con un hábito blanco,
de un hombre con pelo y barba pulcramente arreglados. Su
mirada es cándida, comprensiva, amable.
—Cómo se encuentra hoy.
Dira intuye que no es su idioma, que no son sus palabras
familiares pero a la vez ha entendido todo o al menos se ha
construido, con el tono de voz y los ademanes del extraño, un
mensaje de cuidado, de sincero interés, de benevolencia.
—Con esto se sentirá mejor.
Y el extraño le acerca al rostro su mano, primero cerrada en
un puño y ahora ya abierta y dentro de ella brota un minúsculo
grano rojo, quizá una semilla que aún no se ha secado lo
suficiente, quizá una baya aplastada y endurecida, compactada
en alguna asombrosa materia que el hombre de blanco ahora le
mete en la boca a Dira para luego terminar el proceso con un
recipiente transparente y flexible lleno de agua cristalina.
Entonces, Dira cae, dentro todavía de los límites del sueño,
en un profundo, negro y apacible descanso.
48

Tiene cerrada la mano derecha, apretando un puñado de


tierra, como agarrándose a ella para no caer a lo profundo. Se
reconoce tumbada en un claro entre arbustos, boca abajo,
intenta moverse y lo primero que siente es un escozor tirando
en el cuello, una costra seca, una punzada que la marea hasta
casi volver a perder el conocimiento.
Agua.
Mientras trata de incorporarse va ubicando sus recuerdos.
Ya está sentada, nota las piernas débiles, duda si podrá
levantarse sobre ellas. La bestia. El felino viejo. La azagaya
hundiéndose en su pecho, allá donde brota la sangre, el calor
repentino en el cuello, el golpe al caerse, la oscuridad
apoderándose de todo.
Estoy viva.
O podría ser la muerte pero todo huele y brilla con
demasiada intensidad a su alrededor. Necesita agua. Los
muertos no necesitarán ya el agua. Sabe que ha perdido mucha
sangre pero no la suficiente como para morirse. Precisamente
a su lado hay un pequeño charco de sangre ya coagulada,
líquida, espesa, mezclada con la tierra.
Dónde estás.
Sabe que si el felino hubiera seguido vivo la habría
rematado y no estaría despierta ahora. No tendría sed. Pero
necesita encontrar su cadáver para sentirse completamente a
salvo. Mira hacia un lado, mira hacia otro, recorre el círculo
que la rodea, no ve nada entre los arbustos, tampoco en el
cielo hay carroñeros. La noche se intuye inminente, a su
espalda está cayendo el sol por detrás de las montañas.
Dónde estás.
Prueba a ponerse de pie. Con cada movimiento, la punzada
en el cuello se intensifica. Se palpa. Nota una tumoración
blanda que rezuma un líquido caliente en cuanto le aplica una
mínima presión. Se mira la mano cubierta de sangre.
Hay que tapar la herida. Hojas. Agua.
Da los primeros pasos, casi va a caerse pero aguanta, un
escalofrío de debilidad la atraviesa de arriba abajo. Sus
pertenencias están esparcidas por la tierra. No hay nada
dañado. Encuentra la azagaya cubierta de sangre, grasa y
pelos.
Primero encontrarte. Luego la herida.
Si ella se ha despertado también el felino podría
despertarse, herido pero capaz, también con sed, necesitando
encontrarla a ella para asegurarse de que su enemiga está
muerta. Antes de seguir, recupera la azagaya y el hacha corta
por si hay que volver a pelear. Inmediatamente encuentra el
rastro de sangre y pegajoso moco amarillento, de repente lo
pierde, más adelante otro coágulo hasta que finalmente da con
el animal destripado.
Todavía no han venido a por él.
Mira a su alrededor, todo está en silencio. Apenas algunas
moscas. Sabe que es cuestión de tiempo. Tiempo y viento,
olores, el misterioso mensaje llevado en el misterioso
recipiente invisible que avisa a los carroñeros de que hay algo,
ya no nadie sino algo, muerto, dispuesto para ser descuartizado
hasta el tuétano. Dira sabe que tendrá que cortar algunos
trozos grandes de carne, llevársela de allí y ahumarla
tranquilamente al reparo de la noche. Eso y lo que pueda de la
piel.
Antes de iniciar el trabajo con el hacha corta, mira de arriba
abajo al felino muerto, se palpa la herida tumefacta y dentro le
nace una necesidad compuesta de miedo y agradecimiento, de
reconocimiento a la valentía de su adversario, de comprender
que en la lucha, en cada una de ellas, en cualquier momento en
el que haya ocurrido, esté pasando en ese instante o vaya a
suceder en un futuro, el límite entre el vencedor y el vencido
es difuso y maleable, depende de decisiones casi
imperceptibles, de un error en su justo momento, de un acierto
que finalmente no llega o que surge brillando de la nada.
Entonces, inevitablemente, decide que todavía hay tiempo para
una ofrenda con su flauta.
49

El Mercedes acaba de sacarles de la tormenta, en la enorme


luna delantera y en las ventanillas laterales corren, en sentido
contrario a la marcha, las últimas gotas de lluvia. Atrás ha
quedado el túnel de nubes grises y viento, el aguacero que les
ha atacado desde arriba, desde ambos lados, desde abajo. Bum
no ha dicho nada en horas, como si además de para la acción
estuviera capacitado para la melancolía. Khünbish agradece
esta forma de avanzar en silencio, mira por el retrovisor de su
lado y ve al fondo la tormenta atravesada, que sigue allí,
esperando a los que vengan.
—Vamos a parar. Y le damos un bocado a esa carne y a ese
pan.
Bum lleva el Mercedes a un lado de la carretera. El
conductor no deja su asiento y desde ahí se vuelve a la parte de
atrás para coger la comida. Khünbish necesita salir y estirar las
piernas. Y fumar.
—Voy a salir.
—Yo me quedo. Está demasiado húmedo para mi reuma.
—Me llevo la comida y ahora vuelvo.
Khünbish escoge un chusco de pan, unas longanizas de
cabeza de vaca y su pipa y se adentra en el bosque que le
queda a la derecha de la carretera. Tras recorrer un trecho entre
los árboles, enseguida desemboca a un claro que se abre junto
a un arroyo en cuyas orillas todavía queda nieve. Elige una
roca y se sienta. La tarde está detenida, es una postal casi, el
silencio que le rodea es absoluto. Con lento esmero pone las
longanizas sobre el trozo de pan, Bum sabe dónde parar en
cada momento para conseguir el mejor pan, la mejor carne, el
mejor té, el más sabroso y seco de los tabacos. Animal
rastreador motorizado. Después de todo, piensa Khünbish,
cuando se separe mañana de Bum lo echará de menos. Supone
Khünbish que para alguien como Bum es la forma concreta de
relacionarse con el mundo, estando tan cerca y tan lejos a la
vez que se vuelve imprescindible, inolvidable. Animal
superviviente. De alguna forma, un semejante. Enseguida
termina su comida y ya está prensando el tabaco en la pipa, le
pone fuego con una de sus cerillas y justo al final de la primera
calada nota el crujido al otro lado del arroyo. Primero es un
resquebrajarse seco y amortiguado, inmediatamente crece su
estupor y finalmente llega el estruendo, el golpe último que
deja a lo largo de la silenciosa postal su trágico eco. Khünbish
está de pie casi sin darse cuenta, en posición defensiva, con la
pipa colgándole del labio inferior echando su primer humo a la
tarde. Lo ha visto. Un enorme álamo ha dicho basta. Y
Khünbish está aquí para verlo, acertando una entre la
millonésima de posibilidades que tenía de efectivamente estar
ahí y verlo. Khünbish mira a un lado, al otro, mira hacia el
camino por donde ha llegado desde el Mercedes de Bum. No
hay nadie, no se mueve nada, la divina quietud de la postal ha
vuelto a condensarse delante de él. Ni un rayo, ni una
repentina ventolera, ni un movimiento sísmico. Por qué se ha
caído entonces ese viejo álamo de casi un metro de diámetro
en su tronco. Khünbish deja sus cosas abandonadas en la
piedra donde ha estado sentado y dirige sus pasos hacia el
arroyo para ver mejor el cadáver que deja el árbol. Ha caído
limpio, él solo en todo su recorrido, desde la raíz, que aparece
todavía húmeda en la superficie, recorrida de insectos
subterráneos. Y ese ha podido ser uno de los motivos: su
soledad. Pero Khünbish no está pensando poéticamente, un
álamo sin competencia por el suelo ni por el sol, anómalo
huraño que ha crecido demasiado y hoy decide que ya no
aguanta más tanta rama, tanta copa, tanta abundancia. Desde
este lado del arroyo Khünbish no le ve ningún síntoma de
hongos u otras infecciones, tampoco distingue grietas ni
enfermedades en su tronco o en sus ramas o en su todavía
incipiente follaje.
—Se ha dejado caer. Yo te he visto.
Khünbish piensa en el resto de años que hoy mismo
empiezan para ese álamo tumbado allá en la hierba, la nueva
vida que entrará y saldrá de él mientras se prolongue todavía
unos meses su circulación interior. Cuánto tiempo pasa desde
que un árbol cae hasta que definitivamente está muerto.
Clínicamente muerto. Cuándo es el momento adecuado de
hacerlo leña.
—Simplemente era su hora. Y se ha dejado caer. Yo te he
visto.
Khünbish de repente recuerda que tiene que volver con
Bum. Se les va a hacer tarde. Tienen que llegar a su etapa
final. A partir de ahí hará un tramo en barca remontando un río
y luego quizá de nuevo a pie hasta el campamento base de los
buscadores de marfil. Recupera sus pertenencias de la roca y
antes de volver al bosque echa una última mirada hacia el
álamo yacente.
En el Mercedes, Bum está poniendo en su jarra de lata agua
del termo, que todavía se mantiene caliente.
—¿Todo bien? Tomamos este té caliente y seguimos.
Khünbish agradece la temperatura del té, metido su jarro
entre las manos.
—Qué tal esa longaniza. Anya nunca falla, tiene una mano
para hacer ese embutido…
Khünbish asiente en silencio.
—No terminaste de fumar tu pipa. Si quieres la puedes ir
saboreando un poco con la ventana abierta mientras
avanzamos algo.
Khünbish vuelve a asentir. No dice ni una palabra. No va a
contarle nada a Bum. Todo aquello va a quedarse en su interior
para siempre, no necesita ser compartido ni mucho menos
narrado. Entonces Bum arranca y el Mercedes va volviendo
renqueante a la serpiente de asfalto mientras Khünbish
imagina el silencio retomado alrededor del álamo, las
hormigas y los ratones y las arañas supervivientes
reconociendo la textura y el olor de ese nuevo gigante que va a
empezar a vivir entre ellos a ras de suelo.
—No creas que el tipo de la barca de Surgut te va a invitar
a té y a una welcome drink. Será un milagro que cruce más de
dos palabras contigo. No te sientas incómodo. No encontrarás
mejor conductor, el Obi lo dibujó él. Y luego lo llenó de agua
helada. Disfruta de las vistas, disfruta del fresco en la cara, del
Obi de punta a punta. Algún día me contarás qué tal la
experiencia. Algún día.
Surgut es su parada final junto a Bum. La tienen a menos
de dos horas. A partir de ahí Khünbish remontará el río Obi en
barca hasta el mismo pie de la península de Yamal. Eso le
tiene organizado Bum. El resto del trayecto lo hacen en
silencio, un silencio que huele a té, tabaco de pipa y
despedida. Cuando llegan a la ciudad, el alumbrado eléctrico
ya está encendido, está a punto de cerrarse la noche sobre sí
misma. Se ven todavía algunas personas haciendo las últimas
compras del día. Bum detiene el Mercedes junto a una estatua
de un extraño pez inflamado con partes humanas incrustadas
en sus costados.
—Rusos. Esta ciudad es un museo a la intemperie. Un
museo de basuras. Este es el «monumento a la sonrisa». No
me lo invento. Tienen otro «a la enfermera», otro «al
constructor» o algo así, otro más «al petróleo». Luego te llevo
a ese, no puede contarse con palabras. Este pez, según
cuentan, vivía en un lago de por aquí. Y se le veía sonreír.
Algo así. A quién le entran ganas de sonreír en un sitio como
este. Ni siendo tan tonto como un pez. Oh my Buddha. Espera
un segundo aquí.
Bum sale del Mercedes y desaparece en la negrura que ya
se les ha echado encima. Khünbish no tiene prisa, no sabe
todavía dónde va a pasar la noche, qué planes tiene Bum para
cerrar todo aquello. Al cabo de unos minutos aparece el chófer
con dos latas de cerveza grandes y un par de bocadillos.
—La good bye drink. Terminamos esto, vemos el del
petróleo y enseguida estamos en el hostal de mi buen amigo
Sergei. Dormirás allí y él mismo te indicará cómo encontrar al
tipo de la barca. Creo que se llama Akim. O eso suele decir él.
—¿Te quedas aquí unos días?
—Ni loco. Mañana mismo tengo un buen Número Uno. Es
un tipo deformado por un incendio o algo peor. Lo tengo que
llevar cerca de la frontera con Kazajistán porque lo casan con
otra deformada de por allí. Otra buena epopeya.
Bum golpea con cariño el salpicadero del Mercedes como
si golpeara el lomo de su caballo, luego abre las dos latas de
cerveza y le da una a Khünbish.
—Salud.
—Salud.
—Oh my Buddha, qué tendrán todos estos tipos dentro de la
cabeza, todos estos que se sientan en los despachos a esto y a
lo otro. Qué horror de estatua.
50

El agua y su sabor. Tantos sabores como aguas. El río, allí


en el poblado de Dira, trae su agua siempre fría, ligera, casi
hecha de aire, se mete entre los dientes buscando los recodos
como hace entre las piedras en su descenso. El agua. En el
pozo del campamento de Khünbish el agua llega después de la
lucha con la tierra y por eso sabe a tierra y a sudor y por eso es
un tesoro más valioso que cualquier oro. El agua. Abrir la boca
contra el cielo y que se llene de lluvia, esa agua como moscas
hechas de agua que se mastican y se rompen antes de ser
tragadas. El agua. El agua, bendita, bendecida cuando se ha
detenido en el vaso que forma una roca en su vientre y que se
llena de sabor vegetal, del vertido de los helechos y los
líquenes. De religión. El agua última de un charco, que se
reniega tanto como se venera, que se bebe como beben las
serpientes, caliza, gruesa, prodigiosa. El agua. En el
cementerio de barcos el agua es metálica, negra,
inevitablemente salada. La reparten en unas garrafas rojas y
blancas por las casuchas del barrio. El agua de los Dueños del
fuego viene de un riachuelo teñido de cenizas y hace espuma
cuando es vertida para ser bebida.
De repente aquí, tan lejos, tan distinta de aquella del hogar,
de aquella primera, el agua, nunca se sintió tan descarnada la
distancia como con este sorbo de esta agua tan extraña, tan
inaudita, hecha de tragedia y de milagro.
51

—Toma un trago.
Akim el barquero le acerca en un jarro de latón el agua que
acaba de sacar del río. Será esa su manera de ofrecer una
welcome drink. O de ponerle a prueba y averiguar por dónde
tiene que ir con él. Todo el mundo sabe, incluso Khünbish lo
sabe, que el Obi fluye rodeado de minas de carbón y de
petróleo y de gasoductos y que beber de aquellas aguas tiene
que ser sin duda una experiencia que no deja indiferente. De
todos modos, para que no haya dudas, el barquero bebe en
primer lugar, profundamente, sin dudarlo. Disfrutándolo
incluso. Khünbish no tiene más remedio que acompañarle y se
termina lo que queda en el jarro de latón.
—Llevo cuarenta años bebiendo esta agua. Y cada vez
estoy más sano.
A Khünbish le parece que el barquero efectivamente es el
arquetipo de ruso de piel blanca y cara roja, dispuesto a
agarrar por el cuello a cualquiera y reducirlo hasta la muerte
sin despeinarse, a beber un litro de licor de una vez y seguir
una conversación seria sin desviarse ni un milímetro.
El río tiene todavía algunas finas láminas de hielo que se
van rompiendo con el simple roce de la barca. El aire es suave,
ancho, acaricia con manos frías el rostro de Khünbish. De
nuevo es el primer pasajero pero, según le informó Bum antes
de marcharse, habrá trasiego de gente subiendo y bajándose de
la barca de aquí hasta la desembocadura. En las orillas se
amasan pinos y todavía las últimas nieves, de vez en cuando
alguna cabaña de pescadores, muchas de ellas abandonadas,
otras con algún solitario habitante detenido frente al agua,
como si fuera un poste de madera más, observando con
quietud el fluir de la barca río arriba. El barquero no da mucha
más conversación y Khünbish lo agradece, se deja sobar por el
monótono ruido del motor, por la cadencia de la barca
abriendo las aguas a un costado y a otro, por los paisajes
eternos, detenidos, hechos fotografía si no fuera por algún
pájaro sin nombre que de repente decide despintarse de la
rama de algún árbol o del techo de alguna casucha derruida. Se
supone que no llegarán a pasar la noche en trayecto, si todo va
bien estarán en el destino al final del día. De este día que está a
punto de abrirse y que todavía es la noche del anterior.
52

Dos gemidos que quieren ser uno. En algún momento no se


distinguen, forman un solo dolor, pero siguen siendo dos
gemidos, cada uno por entero. Uno suena más rudimentario en
los oídos de Dira, más desesperado, más último. El otro aspira
a nacer del consuelo, un querer acompañar al que realmente le
está tocando sufrir. Qué papel puede tener un tercero en todo
lo que oye, ella llegando a la escena, quizá traiga un alivio
inesperado, el milagro, o tal vez rompa el hechizo de una
despedida única. Pero como su camino está hecho, se está
haciendo con estos encuentros, como ahonda en su escucha
todavía desde lo oculto y no logra encontrar lo peligroso, ese
mal olor de lo que es preferible evitar, se encamina hacia la
pareja que sigue dentro de su llanto. Es un niño, un niño y su
extraño animal yaciendo de costado, moribundo. Porque desde
el principio no hay duda, es su animal. El niño tiene rota la
cara de dolor, un dolor inalcanzable, una mueca que a Dira lo
primero que le produce es miedo, tanto que duda en seguir
acercándose.
Es un lobo. Lo que está muriendo.
Lo ha matado innecesariamente, lo ha matado por
accidente. Lo ha encontrado ya muriendo por sí solo y alguna
extraña empatía se ha apoderado de él hasta lo insano, algo
que quizá en los niños todavía es posible y que el tiempo va
extirpando, lento pero firme, de cada humano que se hace
adulto. Dira, precisamente, aún no conoce la palabra
clemencia, nunca la ha oído, jamás la vio hecha cuerpo. Quizá
Ru y Kol en aquella pelea por una red de lo alto del cauce que
de pronto desapareció y nadie supo de ella ni de lo que tenía
en su interior. Ru encontró culpable a Kol, Kol entendía que
aquello podía ser de su propiedad si quisiera pero que esta vez
no, allí mismo se inició una contienda que no iba a tener
sorpresas, Kol era descaradamente superior y así fue pero al
final de todo, cuando la cara de Ru estaba hinchada de sangre
abotargada, Kol, innecesariamente, con sus manos abarcando
el cuello de Ru para el esfuerzo final, miró al hombre vencido
que esperaba su muerte en el suelo y supo, de algún modo
inesperado, parar. Dira recuerda toda la escena con una
lentitud exagerada, innatural, como si el mundo estuviera
contemplando aquella novedosa decisión de alguien tan
predecible como Kol. Tenía que matarlo y no lo hizo y nadie
entendió por qué pero dentro de cada uno de los que allí
estaban algo saltó con fuerza, algo se clavó hasta lo más
profundo, una decepción. O una esperanza.
El niño entonces la ve.
Puedo ayudarte.
Las palabras. Siempre son útiles aunque no sean bien
reconocidas. Dira lleva demasiados días avanzando en silencio
y ahora, al recuperar una voz que se va acomodando poco a
poco a su garganta, no puede dejar de sentir un saludable
extrañamiento. El niño no se deja asustar por la aparición de
Dira. Tampoco detiene su dolor. Como respuesta, se acerca al
animal, se sienta a su lado y lo acaricia, quizá lo está
protegiendo, pese a que ya está muerto, de la extraña que
acaba de aparecer, quizá por culpa de una magia inaudita que
forma ya parte del cortejo funerario; el niño le enmarca el
hocico a su protegido entre sus pequeñas manos y lo mira y le
suplica que no se vaya allí de donde no puede volver y el
animal parece que se esfuerza en no defraudar al niño humano
pero enseguida se cansa y se da por vencido.
Es un lobo. No es un lobo.
A Dira le faltan algunos atributos para estar segura de que
es un lobo como aquellos que acechan su poblado, como los
que ha ido encontrando, casi siempre esquivos, bellísimos, en
su camino. Ese espécimen moribundo tiene precisamente el
hocico más corto y menos peligroso, un cuerpo más suavizado,
una manera de caerse del lado de la muerte más mansa.
El niño se pone de pie, desconsolado, le llega a Dira a la
altura del pecho, se tapa y se destapa los ojos como queriendo
detener el llanto sin llegar a conseguirlo. De repente Dira y el
niño se encuentran de frente, estudiándose en silencio,
compartiendo su impotencia ante la inevitable muerte del
animal que da sus últimas bocanadas de aire a sus pies. Es
mediodía, ellos ahora no lo saben pero es mediodía. Dira
entiende que ese pequeño humano que tiene delante acaba de
notarlo, como siempre pasa con la muerte, se ha puesto de pie
porque ha llegado el final. Y efectivamente, Dira mira al
extraño pariente de lobo y justo entonces este suspende su
jadeo y muere. Dira le distingue un reguero de sangre que
parece densa, coagulada, saliendo como un hilo burbujeante de
la boca, sin saber si acaba de expulsarlo o ya estaba allí y
ahora brilla más nítido.
Ha reventado por dentro. Ahora qué hay que hacer.
En el poblado se desollaría al animal para curtir la piel, se
desmembraría y se haría parte en carne para secar y parte para
comer fresca. Sería todo un golpe de suerte. Los dientes, por
otro lado, se preservarían cuidadosamente para que el chamán
los recibiera y los convirtiera en joyas y amuletos, así como en
polvo como ingrediente esencial para conjuros y potingues.
Pero en esta ocasión, aquí, tan lejos de su río, en este rincón
del mundo tan apartado de aquel presente, no va a ocurrir nada
de eso.
Son familia. Se conocen desde hace mucho.
El niño entonces, olvidándose de nuevo de la extraña
humana adulta que de repente ha aparecido de la nada, se pone
en cuclillas junto al animal muerto, lo vuelve a acariciar con
lenta delicadeza, le dice unas palabras que Dira no entiende
pero que intuye rituales, repetidas de generación en generación
en procesos como este, en tránsitos hacia aquel otro lugar del
que no se vuelve. De repente el niño se calla y, mientras rompe
a llorar de manera irrefrenable, se dispone a levantar del suelo
al animal inerte para llevárselo. Dira, sin poder remediarlo, se
acerca a ambos para intentar ayudar.
Va a dar honor a su cadáver. Es su familia.
El niño se deja ayudar, quizá no es capaz de razonar la
anormalidad de todo lo que le rodea, su perro lobo muerto, la
sangre expulsada por la boca, el llanto que le ha invadido y
que parece no cesar, esta extraña hembra humana que parece
venir de muy lejos, casi irreal en su erguirse, que se presenta
evidentemente curtida por un largo viaje y que de repente está
levantando por los cuartos traseros a su insustituible compañía
mientras él se encarga de la parte delantera. Por lo tanto, no le
queda más que dirigir con gestos y sonidos los pasos de la
comitiva hacia el lugar donde ha pensado enterrar a su perro
lobo, aquel sitio abierto entre brezos donde jugaban a
perseguirse, a esconder y encontrar señuelos, a entrenar una y
otra vez su amistad.
Aquí.
Por primera vez el niño la mira a los ojos. Dira no puede
refrenar su asombro ante esos párpados amoratados de tanto
llorar, ante la mirada rota, ante el labio quebrado, ante el
imposible consuelo. Decide seguir ayudando en silencio y
esperar a que llegue el momento en el que aquel niño le
explique cómo pudo llegar a un pacto de tal envergadura con
ese lobo que ya no es un lobo. Cómo acordaron no dañarse.
El niño todavía no tiene nombre. Tampoco es necesario
ubicar mejor a Dira. Simplemente han asumido hacerse
compañía en un momento tan secreto.
Quizá no es su primer lobo familiar.
En el claro donde ha marcado el lugar del enterramiento, el
niño primero ha limpiado las malas hierbas, mima hasta el
ínfimo detalle cada partícula de tierra, la trabaja hasta dejarla
lisa y bien reconocible. Virgen. Yerma. Es justo ahí donde
echan al perro lobo, que parece ya descansar definitivamente
en paz tras las últimas contracturas de la muerte. Acto seguido,
el niño recorre los alrededores y va yendo y viniendo en el
afán de acumular cuatro o cinco enormes piedras con las que a
duras penas ha podido desplazarse. Dira le ha ayudado
adivinando los momentos en los que el niño no se sintiera
invadido en su rito. Tras un momento de silencio en el que el
niño se ubica de pie delante de su amigo ya muerto, con los
ojos entornados y la paz propia de un experto en estas
situaciones, inesperadamente agarra una de las rocas y la
estampa contra el cadáver del perro lobo, que por la fuerza del
impacto recibido entre pecho y abdomen da un patético rebote
contra el suelo.
De manera involuntaria, asustada por el golpe, Dira da un
paso hacia atrás sin entender muy bien lo que está ocurriendo.
El segundo impacto es en los cuartos traseros. Dira puede
distinguir el crujido de los huesos rompiéndose, observa cómo
las patas van perdiendo su forma natural contra la piedra que
sigue cayendo. El niño repite una y otra vez la maniobra,
recuperar una de las piedras, que ya están cubriéndose de grasa
y sangre, levantarla por encima de su cabeza, tirarla
violentamente contra el amigo muerto, que con cada impacto
se va aplanando cada vez más contra el suelo como si fuera ya
solo piel, cubierta, envoltorio hueco.
Que no le quede nada a la muerte.
Que no les quede nada a los espíritus oscuros.
Podría tomar parte de la ceremonia. Dira duda si sería bien
recibido o no algún gesto por su parte. Y entonces se acuerda
de su flauta. Le va a regalar su música. Al niño, a su perro
lobo familiar. Dira recupera de su zurrón el instrumento, lo
limpia soplando a su través y enseguida entona una melodía
que intenta sonar triste. El niño primero mira al cielo
intentando encontrar el lugar de donde mana la música. Luego
se percata de que es su acompañante la que está sacando de su
cuerpo aquellos sonidos cadenciosos. Es entonces cuando el
niño le sonríe, para inmediatamente continuar con su tarea
mortuoria.
53

—Aquí se me ahogó el hijo. Todavía estará por ahí abajo.


No lo encontraron. Cuando hay dinero y tiempo me monto en
la barca de Akim y voy y vengo hasta que se acaban el tiempo
y el dinero. Si ve algo me avisa. Algún día tendré que ver algo.
Llevaba una chaqueta negra, que eso igual puede confundirse
con cualquier cosa. Pero la camisa de abajo, esa ayudará a
encontrarlo. Vaya mirando, por si acaso. Era de rayas verdes y
blancas, algo raro por aquí. Se la trajo de Alemania una vecina
que lo quería mucho y ese día la llevaba como la llevaba casi
todos los días desde que se la trajeron. Yo creo que aquella
señora compró la camisa creyendo que se la iba a poner su
nieto pero claro, una vez vista aquí no le cuadraba con ninguna
cosa y por eso nos la dio. No digo que fuese tampoco caridad.
Pero fue así seguramente. Si ve algo sospechoso me avisa.
Verde y blanca, a rayas así.
La señora se marca con el dedo índice el recorrido vertical
de las rayas sobre su pecho. Khünbish la tiene delante al otro
lado de la barca, habla casi a gritos, van los dos solos ahora
con Akim manejando el motor en silencio, Obi arriba, siempre
arriba. Khünbish ha ido juntando las palabras que ha podido
entender y rellenando los huecos para reconstruir la historia
completa en su cabeza. Están a poco más de dos horas del final
del trayecto. Khünbish mira a la señora, arrugada debajo de un
pañuelo que le cubre toda la cabeza y del que se escapan
algunos mechones pastosos de pelo cano con algunas hebras
todavía morenas. Mientras la oye, Khünbish piensa que la
tristeza de la historia no es tan abrumadora como el aspecto de
la propia señora que la cuenta, sus manos moldeando
trágicamente el aire, su cara cubierta de arrugas, la sombra de
un bigote, la inmensa pena que los colores y el tacto y la forma
de anudarse del pañuelo de la cabeza emanan. Justo cuando
Khünbish va a intentar preguntarle algún detalle más a la
señora, más por cortesía que por ganas de seguir hablando, ella
retoma su discurso.
—Hace ya ocho años. Ocho años, cuatro meses y veintidós
días.
Akim mira de reojo a sus tripulantes, lamentándose en
silencio, quizá simplemente hastiado de la repetida pena de su
clienta habitual.
—¿Ha visto algo esta semana, señor Akim?
Khünbish y la señora miran directamente al barquero,
esperando su respuesta, que no pasa de un lento y sutil
movimiento de cabeza diciendo «no» sin apartar la vista del
río.
—¿Qué edad tenía?
Khünbish casi lo ha gritado. Pero la señora ya no oye la
pregunta, entre el ruido del motor que ha acelerado justo en
ese instante para ganarle a la corriente y un viento que se
levanta y que cruza la barca llevando una ráfaga de gotas de
agua. La señora se ha dado la vuelta y está escudriñando las
ondas del río y las placas de hielo, los matorrales de la orilla,
los recovecos entre arbustos y nieve de la tierra firme y
deshabitada que van dejando atrás.
—Señor Khünbish, en esa bolsa lleva el mapa y las
indicaciones para encontrar el poblado de los operarios del
gasoducto. Todavía está a tiempo de arrepentirse. Los
mosquitos van a empezar a llenar todo esto en breve. Dormirá
hoy en la cabaña de Pyotr, tiene que andar no más de una hora
desde donde le voy a dejar. Pyotr no va a estar, no es
temporada todavía. La llave la tiene debajo de un tocón de
leña que hay detrás de la cabaña. El dinero me lo deja a mí y
ya se lo entrego yo. ¿Seguro que quiere continuar?
Khünbish mira la bolsa de plástico en el suelo de la barca
entre una maraña de cuerdas, bolsas de lona, chalecos
salvavidas desinflados y otros utensilios de los que ignora su
utilidad. Por puro aburrimiento, también por evitar pensar en
los siguientes días en los que tendrá que andar por la tundra
hasta llegar al asentamiento de los buscadores de colmillos,
dirige su mirada al agua, a la orilla donde igual podría estar el
chico de la chaqueta negra y la camisa verde y blanca de rayas
verticales. Enseguida ve un bulto negro entre unos juncos,
hace esfuerzos con sus ojos para poder distinguirlo mientras le
palpita el corazón en la garganta. El viento mueve el objeto, un
trozo de plástico negro enganchado entre los ramajes. Luego
hay sombras en la superficie, sombras que igualmente podrían
estar en su cabeza y no existir, de repente la imagen de un reno
petrificado, estatua de piedra que solo está viva cuando de su
hocico sale y entra un golpe de vaho que se espesa en nube
blanca. La presencia del animal hace más grande la soledad de
las tierras que están atravesando.
—Enkhtuya no haría esto. No podría. No sabría hacerlo.
Lamentarse como esta señora. Quedarse anclada. Estaría con
la pala luchando con el pozo. Estaría con la vara llevando y
trayendo a su antojo al rebaño. Seguiría adelante si de repente
nos faltara Dorji.
De nuevo Khünbish lo intenta, porque en la barca ya no
pasa nada diferente, Akim sigue fijo en el río, en silencio,
dejando que pasen las horas y los kilómetros de agua. Y la
señora ya no se aparta del borde de la barca, quedándose casi
ciega del esfuerzo en su búsqueda. De nuevo Khünbish lo
intenta y hay una nutria detenida entre los matorrales que de
repente se delata y ya deja de ser la posible chaqueta o quizá la
cabeza todavía corpórea de aquel joven ahogado; o una
coincidencia de luces y sombras y reflejos que podrían igual
ser aquella camisa pero al instante no y luego de nuevo
posiblemente sí pero no es y la barca sigue su camino y queda
detrás aquella masa que mejor no remover más.
—Tenía dieciséis años. Dieciséis años y veintidós días.
54

La limpieza de los gestos. El niño ha echado el último


puñado de tierra sobre el túmulo de su perro lobo, se ha secado
las lágrimas y los mocos de la cara con el antebrazo derecho,
se ha erguido y ha invitado a Dira a que lo acompañe con dos
sencillos gestos de cabeza y manos. Ha vuelto a sonreír para
indicar el camino, han tomado un sendero que se interna entre
pequeños árboles retorcidos e inmediatamente encuentran los
primeros monumentos. Dira se detiene ante la imponente
presencia de las moles de piedra. El niño, cada vez menos niño
y más adulto en su andar, en la forma de invitar a Dira en su
avance, deja, con su silencio, que Dira pregunte congelada en
su incredulidad, con la boca abierta, que algo así no puede
nacer de la tierra por sí mismo, que de qué están hechos,
dónde tienen su raíz, su nacimiento. El niño todavía no dice
nada mientras Dira se acerca con precaución y respeto a las
moles para que sus manos puedan empezar a medirlas.
Las montañas. Las montañas que se mueven.
El niño ha escuchado los sonidos que salen de la boca de
Dira y cree reconocer en ellos una presentación. Entonces
entona varias veces su nombre mientras se lleva la palma de la
mano abierta hacia el abdomen.
Grac. Grac. Grac.
Y mirando y señalando luego a las moles.
Mohú. Mohú. Mohú.
El último de los sonidos que entona es ya casi un remedo
animal. Acto seguido el niño acaricia una de las moles como si
fuera el lomo de un cuadrúpedo, le habla en uno de sus
costados con susurros, hace una reverencia justo antes de
agacharse para coger un puñado de hierba y ofrecérsela como
alimento.
No vive. La montaña.
Mohú. Mohú.
Y Dira repite mientras presenta sus respetos cogiendo otro
puñado de tierra y restregándolo por el monumento. Ambos
juegan, inmediatamente, a aullarlo.
Mohú.
La mole es más alta que Dira y que el niño, se eleva maciza
y se alarga liviana como si tuviera cola y cabeza,
evidentemente artificiales, moldeada por la mano de los
hombres. Los costados están coloreados de manchas blancas y
amarillas, líquenes que han ido adhiriendo el frío y la humedad
y el simple fluir del tiempo. Además tienen estampadas con
algún pigmento rojo las siluetas de manos y pies
evidentemente humanos. Dira observa a su alrededor que hay
otras moles similares, toda una manada de montañas hieráticas
que representan un ejército muerto.
Grac.
El niño, para sacar de su asombro a Dira, tira de su mano y
la devuelve al camino. Todavía andan un largo trecho dejando
a un lado y a otro todo el museo de piedras moldeadas y
pintadas hasta que les llega el olor de la primera hoguera.
Fru.
Y el niño señala al humo pero también a los techos de las
cabañas o quizá a todo el conjunto del poblado, Dira no puede
distinguir a qué parte concreta de todo lo que tienen delante
hace alusión la palabra articulada por el niño. Dira observa la
última de las moles de piedra, ya dentro del perímetro del
poblado. En su lomo se yergue la escultura vertical de algún
humano que se para sobre la montaña orgulloso de su altura.
De su dominio. El poblado. O algo mucho más complejo, más
laberíntico, más acabado, como si la naturaleza ya no estuviera
presente y se hubiera quedado detrás de sus pasos, como si
aquello que ahora se yergue dentro de sus ojos fuera algo
impuesto realmente antes de que existieran el suelo, las rocas,
las nubes, el azul del cielo, el viento mismo. El poblado como
si tuviera raíces incrustadas en la tierra. Dira había tratado de
entender la matemática linealidad de los panales de las abejas
con los que se deleitan allá en su poblado, cada casilla
exactamente calculada como su adyacente. O los anillos de los
tocones que dejan al descubierto las entrañas del árbol abatido.
Delante de ella están las cabañas del poblado al que la ha
conducido el niño, alineadas una al lado de otra, formando
grupos según tamaños, separadas y a la vez comunicadas por
pasadizos en los que el suelo ha sido limpiado o aplastado
hasta hacer desaparecer cualquier irregularidad. El niño Grac y
ella ya están dentro del laberinto y se van encontrando con los
distintos moradores de las cabañas, todos se detienen a su paso
y los observan con una expresión de curiosidad que no llega a
ser hostil en ningún momento. Enseguida están delante de una
explanada donde parece organizarse el mundo común de los
habitantes, con dos partes bien distinguidas. A un lado hay un
cerco construido con troncos de árboles trabados donde se
apiñan cabras y ovejas privadas de libertad para elegir su
senda, su risco. Al otro, el templo. Y en medio, el horror,
inesperado para Dira y a la vez tan integrado dentro del paisaje
para el niño, representado por dos hombres y una mujer, más
bien solo sus cabezas, aún vivas, rugiendo clemencia o la
muerte. Dira supone que el resto de sus cuerpos está debajo de
la tierra, castigados quién sabe si temporalmente o hasta que
finalmente se pudran de hambre, sed y dolor. El niño sigue
hablándole pero ella ya no puede retener sus sonidos para
intentar darles formas concretas y se deja llevar por la inercia
de su intuición. Dejan atrás a los enterrados vivos y se dirigen
al templo, una fortaleza laberíntica que desde el suelo no es
más que un muro de piedra formando primero un profundo
pasadizo con una abertura sin puerta, pasadizo que luego se
abre a ambos lados formando una planta circular. Grac indica a
Dira que entre por la abertura hasta el pasillo, ya están dentro,
lo recorren para desembocar en un laberinto señalizado por
enormes bloques de piedra en los que hay talladas figuras
semihumanas, otras monstruosas, otras bellísimas en su
simpleza esquemática. Triángulos, facies, engendros mitad
humanos, mitad peces, cabras y ovejas en rebaños planteados
con elocuentes curvas y rayas. Grac intenta llevar la atención
de Dira hacia unas planchas de piedra ubicadas a ras de suelo,
tálamos que parecen dispuestos para albergar a seres
durmientes. En una de las revueltas del laberinto encuentran a
dos mujeres portando un cuenco tallado en madera del que van
extrayendo con un palo rematado en una de sus puntas con lo
que parece crin de caballo un líquido rojo y espeso con el que
van marcando algunos de los lechos de piedra. Grac les dice
algo a las mujeres que Dira no entiende y aquellas le sonríen
con temor y expectación contenidos. Dira, que intuye que
aquella pintura espesa es sangre y que puede servirle para
interpelar a las mujeres y al niño, muestra sus respetos y su
incertidumbre enseñando sus palmas vacías, llevando el puño
de la guerra al pecho, así varias repeticiones hasta que pide
permiso para empuñar una de las brochas. Cuando por fin la
entiende, una de las mujeres le ofrece su palo mojado en
sangre. Dira, por respeto a lo que puedan estar haciendo en
aquellos lechos de piedra, decide buscar alguna otra roca
aparentemente nimia y sobre ella esquematizar aquellas
montañas que se movían en huida en la gruta a la que Brah le
llevó junto a Lud. Cuando termina su esbozada representación
la mira en perspectiva y entiende que su mensaje ha quedado
suficientemente claro.
Mohú.
Dira y Grac salen por uno de los pasadizos del laberinto.
Grac va delante, sigue marcando el camino hacia lo siguiente,
dejan atrás el poblado y se internan por una zona de árboles
bajos y retorcidos, Dira reconoce los abedules pero de un
tamaño llamativamente pequeño, como si hubieran sido
encogidos por una mano divina o por una lluvia mágica o por
una enfermedad masiva. Enseguida están frente a una pared de
piedra que forma en su pie un abrigo de escasa profundidad.
Dira enseguida reconoce la sangre y sus formas.
Mohú.
Será la misma mano que pintó aquello que Brah les enseñó
en la gruta, la huida de las montañas que se mueven, el pavor
comunitario de una especie perseguida, será un solo pintor
omnipresente el que hizo el mismo tránsito que está haciendo
ahora ella. O quizá viajó el mensaje por sí solo, de mano a
mano, en todas direcciones, el mensaje de la sangre
esquematizada en las paredes y extendido en otros muchos
abrigos como este, el mensaje trazado en el suelo arenoso con
palos y piedras. La actitud de los animales que tienen delante
ahora y que Grac nombra con ese ruido, mohú, mohú, mohú,
es más pausada que la de los de la gruta de Brah, no presentan
una huida desesperada y unívoca, algunos están pastando en
pequeños grupos, otros sí que corren con hombres y armas
sobrevolando a su alrededor. Llama la atención uno que parece
envuelto en llamas o en una lluvia de sangre que mana de sus
pies hasta cubrirle medio cuerpo. Dira distingue los colmillos,
la trompa, el enorme lomo, como las piedras a la entrada del
poblado pero ahora dibujados con un pigmento rojo que parece
haber palidecido por el paso de los años, del viento, de las
nieves y las lluvias.
Tengo que verlas.
Mohú.
Dira se ha llevado su mano derecha con todos los pulpejos
unidos en un mismo movimiento a sus ojos para que Grac
pueda comprender el mensaje de sus palabras. El niño la deja
hacer, la observa, le indica que no se mueva de ahí y
desaparece para volver acompañado de una anciana cubierta
de pieles.
Kadik.
55

Obligar a la piedra. A ponerse de pie, a ganar la vertical, a


posicionarse, a tomar el centro para que pueda ser vista desde
cualquier punto. Para mandar. Para interpelar al cielo ahora
que está erguida. Para hablarles a los infiernos. Es una
pregunta. Es una respuesta, de pronto ubicada en el sitio donde
todos pueden saber de su presencia, manosearla, rodearla sin
necesidad pero sin remedio. He aquí el monumento. Por fin. O
simplemente es un hastío. También es un sueño que se sueña
despierto, un alarde. Siempre es un alarde. También
reconocimiento. Pertenencia. Yo soy esta piedra, todos somos
esta piedra, tarde o temprano. El primero tropezó con la
piedra, allá adentro del bosque, mientras huía, mientras
perseguía, mientras simplemente paseaba sin rumbo. En ella,
allí tirada, todavía horizontal, todavía tupida de hierba, al
abrigo de los helechos, vio lo reconocible, o peor, lo
inimaginable pero al fin y al cabo una forma, tal vez unos
labios, tal vez un sexo de hombre o de mujer, también podría
ser la forma, ahora sí exacta, de un equívoco que buscaba su
piedra para concretarse. O un consuelo. Aquello que queda
más allá o más acá de Dios. O exactamente Dios, en su perfil
más sincero.
Este es mi desasosiego.
—Este es mi abrazo aún no dado.
Y ese mismo que encontró la piedra, el único de todos los
primeros, la obligó a levantarse, la arrancó de su lecho
milenario y la cargó sobre su hombro para que el resto de los
del poblado la vieran. La habitaran en su centro. Multitud de
hormigas y gusanos quedaron a la intemperie para siempre en
aquel hueco y la piedra perdió su inocencia, su yacimiento
para bautizarse en diosa.
Llena eres de gracia.
—Vaso de lágrimas.
Si no hay ninguna explicación posible, si no hay modo
alguno de saber de dónde, por qué las nubes, para qué este
rayo que incendió el bosque, esta piedra podrá aglutinar todas
las soluciones en su vientre. Madre de la luna. Hija de la tierra.
Démosle forma.
—Saquémosle su rostro.
Efectivamente uno le pone brazos, otro le cuelga
guirnaldas, aquel cree que merece ya unas flores frescas a sus
pies. Los siguientes le cantan y le bailan alrededor y
finalmente llega, vendrá el trovador y le confeccionará su
mito, su prodigioso nacimiento, su eterno sentido.
Desahogo.
—Desahogo.
He aquí la piedra, delante de todos nosotros. Ahora forma
parte de nuestro pueblo. Ahora ya somos ella. ¿Por qué esa y
no la de más allá? De qué planeta cayó, de qué accidente vino.
Pero en ella estaba, antes, ahora y para siempre, insertado ya,
el monumento.
Guíame.
—Perdóname.
56

La noche. Las hogueras ceremoniosamente ubicadas. El


manto de estrellas sobre sus cabezas, con su mapa
impenetrable. Rodeando el templo circular aparecen hombres,
mujeres y niños, todos envueltos en sus pieles, hace un frío
húmedo, escurridizo, todos están entonando melodiosos ruidos
que se van encadenando en una letanía ronca y misteriosa. La
anciana llamada Kadik porta el cuenco de madera con la
brocha y con ella va marcando sobre el pecho a los elegidos.
Dira cree reconocer la misma marca de los lechos de piedra
del templo, tratando de entender el verdadero motivo de la
ceremonia. Cuando termina, la propia anciana se hace la marca
en el pecho y en la frente para terminar bebiéndose el
contenido que aún queda en el cuenco. Una inesperada salva
de gritos guturales se levanta de repente mientras se va
deshaciendo la formación humana. Los miembros del poblado
van entrando uno a uno en el laberinto del templo. Dira,
acompañada de Grac, entra la última y observa la escena del
siguiente acto, en el cual los marcados en su pecho con sangre
van encontrando su lecho de piedra para recostarse con
lentitud y exageración en él. Kadik los va ayudando con
mesura, con algunos incluso se tumba durante unos segundos
compartiendo piedra. La escena está iluminada por algunas
hogueras estratégicamente dispuestas en algunos rincones del
laberinto. Las figuras labradas en la piedra van y vienen con
los embates del fuego como si estuvieran vivas. Acto seguido
entra al laberinto un hombre que apoya su andar en una lanza
de madera. Es el guía de un rebaño de cabras, ovejas y lobos
amansados como el que enterró Grac. La anciana Kadik tiene
de repente otro cuenco con sangre y va marcando a los
animales uno a uno en sus lomos.
Todos comparten la marca. Todos comparten su destino.
Enseguida la solemnidad del momento se desvanece y
todos los habitantes van saliendo a la superficie para ir a
buscar algo de alimento previamente preparado. Kadik queda
libre de su protagonismo por unos instantes y se acerca a Grac
y a la invitada Dira.
Mohú.
Lo dice la anciana Kadik mientras apoya su mano abierta
en el centro del tórax de Dira. Ordena inmediatamente a Grac
y a la propia Dira que la sigan y tras una breve caminata en la
fría noche se encuentran delante de un artefacto elevado sobre
el suelo, formando un arco de piedra sobre cuya punta más alta
se apoya la imagen de una estrella.
Dracon. Mohú.
Y la anciana marca una dirección, marca el camino a
seguir, envuelve la imagen de la estrella nombrada Dracon
entre sus dedos y repite una y otra vez la dirección para que
Dira comprenda que la siga igual que siguió al primer sol del
día.
Dracon. Mohú. Dracon. Mohú.
Y Dira quiere tocar la punta del arco de piedra para ver si la
imagen deja un charco de agua o de luz o si realmente está allí
prendida como si fuera una roca iluminada por dentro, por sí
misma, desde sus entrañas. Y no hay reparos en dejarla hacer y
se alza sobre sí misma y palpa la piedra en su tacto áspero y al
fondo sigue la estrella, la silueta de luz, impasible, ignorante
de todo lo que allí abajo, entre las hogueras y las cabras, está
ocurriendo. Porque el cielo siempre es el mismo, allí en su
poblado, encima de su río y aquí en esta tierra donde ahora
pisa, a un lado y a otro de la cortina; el cielo es el camino sin
accidentes, sin el viento que borra las huellas, sin la lluvia que
forma corrientes y mueve piedras y árboles y senderos, el cielo
es lo que permanece y así lo saben los que lo han estudiado,
Brah y el Humano que piaba y la vieja Kadik y ahora Dira lo
entiende en su interior, ahora toda aquella inmensidad que
tiene a diario sobre su cabeza, sin remedio, es un mapa
infalible, dibujado para ella y para todo aquel que pretenda
entenderlo, usarlo como guía, como otra arma más. Como un
artefacto ya inventado que había que inventar.
La mano siempre extendida hacia el mapa del cielo.
Antes de volver a los festejos, Kadik señala su marca de
sangre, el escudo de sus dominios y le indica a Dira que todo
aquello que lleva la marca se irá con ella a la tierra, que como
mujer principal le corresponde aquel séquito al irse para no
volver y Dira vislumbra al fondo de su entendimiento, o de su
inacabable inventiva, un tiempo venidero, un día concreto que
podría ser mañana mismo o dentro de diez, veinte años, en el
que Kadik, la anciana guía, dejara de respirar y aquellos lechos
de piedra marcados fueran llenándose con todos aquellos que
ya estaban elegidos, encadenadas sus desapariciones a la de la
anciana Kadik, necesaria compañía hacia el otro lugar de
donde no se vuelve.
Dracon. Mohú.
En la mente o en la lengua o en el paladar o en las manos
Dira lleva las palabras repetidas, grabadas ya, unidas por una
misma intención, y con esa letanía se deja llevar por las
ceremonias de la comida y la sangre sabiendo que cuanto antes
deberá partir de allí para continuar su camino.
Los pies siempre obedeciendo los caminos del cielo.
En algún momento de los festejos Dira se reencuentra con
las cabezas de los enterrados vivos, que ahora duermen o quizá
ya están muertos mientras el resto de los habitantes del
poblado van y vienen como si aquel trágico sueño solo
estuviera dentro de los ojos de Dira.
57

El más corpulento de los dos contrincantes se está quitando


la casaca con parafernalia, como si estuviera en el teatro
delante de su público, como si fuera un atleta a punto de tener
su oportunidad. El otro, más alto y más delgado, lo mira
fijamente y le deja hacer desde el otro extremo de la
explanada, tenso, preparado ya para lo que haga falta, para lo
que parece que tienen ya dispuesto. Khünbish los ha
observado primero de lejos, dos sombras erguidas en medio de
la nada, contra el crepúsculo, y se ha acercado lo justo para
poder distinguir sin ser visto qué traman exactamente estos dos
hombres que se reconocen puramente rusos, puramente
curtidos, de pie uno frente al otro.
—No veo armas.
Porque desde lejos ya adivinó que estaba a punto de ocurrir
un duelo. Un duelo premeditado, a tal hora en tal sitio por
culpa de esto o de aquello. Khünbish, después de pasar en la
cabaña de Pyotr una noche incómoda y helada hasta lo atroz,
después de andar varias horas intentando recuperar la
sensibilidad de sus articulaciones, todavía tiene unas horas de
luz para alcanzar la aldea de los operarios del gasoducto y no
se le ocurre mejor plan por el momento que dejarse llevar por
el espectáculo.
—Una mujer. Unas lindes.
El motivo no lo va a saber. Tampoco el límite, si a muerte,
si al primero que sangre, si al primero que diga «basta». Ya
están los dos frente a frente, se miran por un segundo hasta
que sin previo aviso el alto y delgado se abalanza con una
corta e intensa carrera sobre el otro y le suelta en pleno rostro
todo el brazo cerrado al final con un puño sólido. El más
gordo, quizá resignado, quizá sopesando el ritmo de la pelea,
quizá simplemente sorprendido, se deja golpear. Su cabeza se
ha visto cimbreada pero no llega a perder la verticalidad. Sin
embargo, el que ha golpeado primero, como si hubiera
arremetido contra una estatua de bronce, ha caído al suelo con
el brazo todavía tieso. Ni un ruido distingue Khünbish. La
lucha ha empezado en completo silencio, sin un grito, sin
ninguna haraganería, limpia de plegarias. El más gordo se
inclina, chulesco, para observar al otro tirado en el suelo, sin
palabras todavía le sopla en el rostro, le invita a que se levante,
esto no ha hecho más que empezar. El del suelo primero se
asegura de que su mano no está separada de su cuerpo, la
palpa con la sana y luego hace por levantarse. Ya están de
nuevo frente a frente, parsimoniosos, observadores.
—Le toca al gordo.
Todavía dan una vuelta en círculo manteniendo las
distancias antes de volver a embestirse y efectivamente es el
más gordo el que se tira sobre el otro con una maquinaria
desordenada de golpes que encuentran la cara y los costados
del más alto y delgado. Este va retrocediendo como puede y se
intenta proteger del ataque con resignación, como si esperase a
que dejara por fin de llover pero sin encontrar un techo donde
aliviar dicha espera. Cuando el más gordo empieza a acusar el
cansancio, el más alto y delgado agarra el cráneo del otro con
una sola mano y lo impulsa hacia atrás, zafándose por fin de
los golpes. Sin dejar que el otro se recupere, el alto y delgado
se encorva hacia delante y ataca como si fuera un jugador de
rugby entrando a una melé, como un toro arrancándose contra
su presa y esta vez sí consigue llevarse al más gordo al suelo.
Ambos ruedan agarrados, forcejeando, Khünbish cree
distinguir que uno de ellos ha intentado morder al otro en un
hombro a la desesperada, ambos hombres empiezan a estar
rebozados en fango y pasto hasta que por fin el más gordo
logra enganchar un puñetazo en la cara de su contrincante y
este queda noqueado boca abajo.
—Ha ganado. Lo que sea.
El ganador se pone de pie. Se sacude y se recoloca las
ropas. Mira a su alrededor como si supiera que alguien los está
mirando. Le falta hacer una reverencia como si fuera el actor
principal, piensa Khünbish. Va a la roca donde dejó su casaca
y la recoge sin llegar a ponérsela de nuevo. Luego se acerca a
su rival, que sigue tumbado en el suelo. Se inclina hacia él, le
da dos palmadas suaves en la cara para corroborar que no lo ha
matado y a continuación le echa por encima su casaca, como si
estuviera arropando a un hijo. Acto seguido se va de allí con
paso firme. Quién sabe hacia dónde. Khünbish supone que los
luchadores serán operarios del gasoducto y que el ganador
estará haciendo ya su camino de vuelta hacia su cama caliente,
una vez terminado aquel ejercicio tonificante, aquel
estiramiento, aquel remedio contra el aburrimiento.
—Esto ocurrirá cada cierto tiempo. No ajustan cuentas.
Están simplemente divirtiéndose.
Todavía quedarán dos o tres horas para que caiga la noche.
Según el mapa de Akim el barquero, llegará con suficiente
tiempo al poblado de los operarios del gasoducto, último
territorio con seres vivos antes del asentamiento de los
buscadores de colmillos. Khünbish prosigue su camino sin
quitarle ojo al perdedor, que cuando casi es una línea más en el
horizonte, se incorpora por fin y todavía se queda un tiempo
allí sentado, mirando hacia la nada, sopesando qué siguiente
paso dar.
58

Afuera ya, la niebla se espesa en una banda alargada de


apenas medio cuerpo de ancho que flota sin tocar el suelo.
Dira ha salido de la cabaña donde ha pasado parte de la noche.
No puede recordar los últimos momentos de la ceremonia,
cómo dio los pasos necesarios para alcanzar la cabaña, abrir su
puerta, acomodarse en el jergón. Aquella sangre vertida en los
cuencos de madera no sería solo sangre. O quizá fueron las
hojas que masticaron y se fueron pasando de boca a boca. Aún
es de noche. Dira siente que tiene que partir. Todavía
tambaleándose da varias vueltas a la cabaña hasta ubicar sus
pertenencias. No falta nada. Las tuvo que dejar allí al volver,
incluso parece como si las hubiera colocado ordenadamente
antes de perder cualquier atisbo de cordura. Ahora es el
momento de partir. Todo el poblado parece dormido, como
recompensado por tanta celebración. Incluso el ganado dentro
de su cerco. En algún momento perdió a Grac y ahora le es
imposible elegir un lugar donde encontrarle para despedirse.
Aunque todo está oscuro, Dira puede encontrar los pasadizos,
el camino de vuelta e incluso distingue los regueros de sangre
sobre las paredes, el rastro en el suelo, las manos dejando sus
huellas sobre las rocas y los troncos de los árboles.
Alguien me mordió.
Se echa la mano derecha sobre el omoplato izquierdo y con
la punta de los dedos recorre la silueta de los dientes
marcados. Escuece. Tira. No sangra. De ahí reconoce en su
recuerdo la cara de su acompañante, cómo salió de la
oscuridad para abarcarla y enseguida su olor y más tarde un
gruñido, un golpe, un abrazo. Lo primero fue una mano áspera
y como ungida en algún líquido viscoso, miel o sangre,
cogiéndola del tobillo con tal poder que a partir de ahí ya no
pudo seguir adelante. Luego yacieron desnudos, se separaron a
golpes, se volvieron a unir con violencia, Dira palpa su sexo y
recuerda cómo primero fue forzada y luego cómo ella exigió
más, la penetración se alargó hasta la última exhalación. En
algún momento vino, viene el olor de Lud, su calor sobre la
nuca, la materia de la que estaba esculpida su barba.
Quizá el otro esté muerto. Yo sigo viva.
Se detiene. Cierra los ojos y el camino y su banda de niebla
desaparecen. Con los ojos cerrados oye mejor lo que la rodea,
entiende con más claridad dónde tiene que dar su siguiente
paso. Necesitaría venganza. Necesita más. Volver. Y con los
ojos cerrados vuelve a la sangre, a la sangre en cada piedra, en
cada mano, en cada rostro. Logra entender que este poblado
que ya va a dejar atrás ha ido un paso más allá de los Dueños
del fuego, sus habitantes han alcanzado otro orden más alto y a
la vez más perverso, como si en su avance, en su complejidad
creciente, estuvieran aproximándose a su vez a la violencia
más remota de los animales. Pasa en su recorrido todavía
tambaleante por el lugar donde estaban las cabezas vivas de
los cuerpos enterrados y no queda rastro de ellos, solo los
agujeros de donde fueron extirpados. Vivos o muertos,
perdonados o ungidos por un castigo eterno. Gracias al frío de
la madrugada, Dira se va sintiendo algo más despejada y ya
puede recordar las palabras. Dracon. Mohú. Antes de
marcharse todavía vuelve al arco de piedra que ubica la
estrella, recuerda el mensaje oculto, retoma su guía y pronto
reconoce que tiene que salir de ahí antes de que la echen en
falta y quizá la obliguen a quedarse para ser enterrada viva o
junto al séquito de Kadik, o a servir a algún hombre hasta su
gloria o su muerte. Así que avanza, dañada, aliviada, dolorida,
complacida. Con ansias de volver y seguir entendiendo, al
menos intuyendo, con necesidad de seguir.
Perseguir a Dracon y encontrar a Mohú.
Y avanzar para Dira es, una vez más, escuchar al camino y
a sus habitantes, descifrar sus mensajes, manosearlos hasta
entenderlos o quizá ni siquiera eso, quizá tan solo inventar en
su interior un mensaje erróneo pero ya suyo, hecho con los
ingredientes que recibe y entonces seguir sus designios. Ahora
ya ha corregido su dirección y va directamente hacia lo que ha
ido a buscar tan lejos de su hogar. Al menos en eso confía. En
eso y en el mapa del cielo.
Espérame. Aún no te vayas para no volver. Estoy llegando.
TERCERA PARTE
59

El monstruoso hombre demasiado alto y demasiado


delgado, patológicamente pálido, de dedos finos con venas
transparentándose, los párpados y los labios morados ante la
mínima exigencia, sus piernas siempre a punto de ceder y
romperse para siempre, aquel extraño ser que sin embargo era
uno más aunque corría siempre el último del grupo y seguía
vivo salida tras salida, jadeante pero voluntarioso, igual que
Dira, que no era la única mujer que se aventuraba a salir de
caza pero sí la más valiosa, la más destacada, la más
indispensable. Los dos extraños, el hombre palo llamado Ranu
y ella, formaban una solidaria retaguardia que simplemente
con la mirada se informaba de cuándo apretar el paso, cuándo
detenerse y agazaparse detrás de un matorral o un árbol,
cuándo preparar la azagaya porque el momento había llegado.
En una de aquellas salidas consiguieron entre los dos un
caballo, lustroso todavía pese a su edad y su lucha, que
despistado, confiado, se había entretenido lejos de la manada
hasta quedar atrapado en una espesa ciénaga que ya le negaba
para siempre la huida. Al principio los tres, Ranu, Dira y el
caballo, se observaron en completo silencio, sopesando la
clemencia, por unos segundos conectando sus miradas en algo
parecido a la fraternidad.
Podríamos ayudarle a salir.
Pero Dira, todavía con el peso de la profunda mirada del
caballo nublándole la vista, tomó partido rompiendo la tregua
con un golpe certero de hacha corta sobre el cuello del animal.
Hoy celebrarán por nosotros.

La salida esta vez se prolongó dos días con sus dos negras
noches, negras hasta la ceguera absoluta, durante los cuales los
doce miembros de la partida estudiaron el asentamiento más o
menos estable de una manada de bisontes, extendida a una
media jornada a pie del poblado y su río. Estuvieron
sobreviviendo con manzanas agrias que fueron encontrando y
las truchas habituales llevadas desde el poblado, con el agua
que transportaron adrede en bolsones hechos de tripas de
onagros, el agua sagrada de su río, bendecida como toda agua
destinada a ser bebida por los cazadores. En la segunda noche
el hombre palo y Dira se aparearon, apartados del grupo,
metidos en un pozo de oscuridad absoluta, de una manera
bruta y a la vez consensuada, sin poder distinguir quién fue el
que tomó la iniciativa, el que forzó al otro, que realmente ya lo
estaba esperando de todos modos. La tarde de la contienda,
lograron aislar a tres bisontes renqueantes y fatigados, el resto
de la manada se quedó al margen pero lo suficientemente cerca
como para podérsela distinguir como mera masa espectadora,
hierática, resignada, falta de iniciativa. Lanzas primero, lluvia
de piedras después, una corta persecución sobre uno de ellos,
el menos torpe, alguna arremetida pronto sofocada, luego ya
las hachas cortas y los gritos grupales de desahogo y alabanza.
Ruro, el líder una vez más de la partida, hizo los honores en el
rito del respeto, aquel juego que nadie supo cómo llegó a ser
indispensable cada vez que algún pez o algún cuadrúpedo era
abatido para convertirse en alimento.
Ya no estás. Gracias por la lucha.
Y metía la mano dentro de las tripas por una incisión
previamente realizada con el cuchillo reservado al rito y
sacaba algo de sangre, algo de tripas, algo de grasa, un tendón,
un cartílago y lo lamía con parsimonia y sumisión y luego
marcaba el lomo de la víctima con aquel trozo de carne o con
aquella sangre todavía caliente y repetía las palabras y
entonces aquello ya estaba preparado para el
descuartizamiento y el transporte.
Tres veces lo hizo, tres veces el grupo de hombres y la
manada de bisontes, pintada en su pausa a unos pasos de la
escena, vieron la consagración de las víctimas. Posteriormente,
el grupo preparó las pieles y las cornamentas y las quijadas y
los trozos de carne y algunos huesos especialmente robustos y
fue distribuyéndolos para el viaje de vuelta. A Dira le tocó
cargar uno de los cráneos, puro adorno extravagante, y un
trozo de carne todavía goteando sangre pero no sentía el peso,
igual que el resto del grupo, todavía envuelta en las
emociones. Atrapada entonces por aquella nube de sangre y
ritos que acababa de presenciar, se sorprendió mirando a lo
alto de unas montañas que iban dejando a un lado en su
camino de vuelta. Mantuvo la mirada un buen rato en aquella
cumbre, intentaba entenderla en sus brumas y en sus
matorrales y en sus formas dudosas, quizá una cabra detenida,
quizá solo una piedra con forma de cabra, quizá simplemente
una sombra o un muerto que desde allí, desde el otro lado,
hecho denso espectro, los espiaba. Tanto quiso entender lo que
le quería decir todo aquello que tuvo que detener por un
instante su avance.
Las luces. Las sombras. Allí. Hay que verlo.
Y de repente sintió la necesidad de tirar allí mismo su
carga, dejar a un lado el camino marcado por el grupo y
dirigirse directamente hacia aquella cumbre que cambiaba una
y otra vez de iluminación.
Hay que verlo. Hay que ver este suelo desde arriba.
El grupo empezaba a alejarse, Dira sabía que no podía
seguir allí parada. Ranu, el hombre palo, se percató de que
Dira no avanzaba y se dio la vuelta para mirarla, se detuvo por
unos segundos esperando que ella retomara su ritmo pero esto
no terminaba de ocurrir. Con su mirada, Dira todavía trazó un
posible sendero practicable hasta la cima desde sus pies.
Voy a subir.
Y retomando el paso, volviendo al grupo mientras el
hombre palo se cercioraba a lo lejos de que Dira finalmente
volvía en sí, se imaginó allí arriba y tomando la decisión de
seguir hacia el otro lado, de vencer a la montaña no solo para
ver su altura, con sus sombras y sus luces cambiantes, sino
para superarla y dejarla atrás.
Voy a subir. Y ver esto desde allí. Y ver lo que no es esto
desde allí.
Y siguió caminando pero ya no caminaba de la misma
manera que antes.
60

Luna.
La luna. Exacta. Fiel. Invencible. Dueña de los cuerpos.
Dueña de la luz. Primera palabra.
La luna la inventaron los niños.
Dira opinaba que la luna la inventaron los niños. A fuerza
de nombrarla. Barbo, el hijo de Fi, era siempre el primero en
encontrarla a plena luz del día, cuando no era más que una
nube casi transparente, un acertijo. Barbo la veía entre los
árboles siendo apenas una línea creciente. Barbo la atrapaba
dentro del río o en las mejillas de su madre. Y decía su nombre
una y otra vez, como si fuera la única palabra que existiera.
Barbo creía que la luna era un disco de hielo, que como el
hielo se congelaba y se hacía una pieza dura y amarilla para
luego ir derritiéndose hasta desaparecer en agua. Y de nuevo
otra vez a empezar.
Luna.

Dira y Lud la estaban viendo aparecer en lo más alto de la


cortina. Estaba naciendo allí aquella noche. En un abrir y
cerrar de ojos ya había sacado todo su cuerpo, su círculo
carnoso, esa noche llena, y ya reinaba arriba de la incipiente
oscuridad su insignia de luz.
La luna. Por qué la necesitan los niños.
Luna. En la boca, en las primeras palabras, a la misma
altura que «mamá». Hacía una noche tan apacible que Dira y
Lud se creían inmortales, con todo el tiempo del mundo bajo
sus pies, entre sus manos, para que de sus vientres naciera un
niño, otro hijo de la luna.
La necesitarán para saberse vivos.
Dira tenía aquella explicación como podía tener otras. Dira
no lo sabía, Lud tampoco podía definirlo pero ambos habían
visto cómo todos los niños del poblado poseían un hilo directo
que los unía a la luna, una de sus primeras certezas, uno de sus
primeros balbuceos.
La necesitan para entender por qué existen.
Dira de pronto se vio atraída por el calor de Lud y estrechó
su distancia. Ambos iban juntando una sola sombra delante de
la cabaña. La luna, tras nacer de la cortina, siguió subiendo y
cuanto más de noche era, más pequeña se la veía. Y era el
mismo espectáculo de siempre pero parecía único, recién
estrenado. Y era la misma esfera de cada ciclo pero Dira y Lud
la admiraban como si fuera un cometa que viene y va una vez
cada cientos de años. Aquella noche única en su eterna
repetición.
La necesitan para entrenar la garganta.
O para nada. Igual no la necesitaban para nada y era uno
más de sus juguetes, como esos huesos que sobaban y
olvidaban al momento. Como esas piedrecitas sin valor que
defendían a vida o muerte y luego abandonaban en su camino
con el resto de las piedras.
La noche ya estaba completa. Así llamaban en el poblado a
ese momento en el que no quedaba rastro alguno de luz solar.
Como si la noche fuera un caudal colmado de agua negra. Dira
y Lud todavía apuraron el frío sobre sus cuerpos antes de
volver al calor de su cabaña, donde el fuego calentaba desde
hacía tiempo. Podría ser una noche propicia para que naciera
dentro de ellos un niño, una luna, un hijo de la luna. Dira
continuó explicándole a Lud, aunque por el alcance de sus
palabras, por el resplandor de su rostro, parecía como si se lo
estuviera contando a la noche, a la noche allá en su pozo más
inacabable, allá dentro de los árboles donde los animales
estarían vagando como sombras incorpóreas, pastando una
hierba negra, frotando sus lomos negros contra negros troncos
y negras piedras cubiertas de negros líquenes.
La necesitamos para nacer, la necesitamos para luego seguir
creciendo.
Dira buscó la mano de Lud como si fuera una serpiente
desvelada, sintió la tierra fría primero entrando entre sus dedos
y luego ya la piel de su compañero, explicando con su tacto
todo aquello de que la luna conforma los cuerpos, cada perfil,
esta mano que ahora envuelve con la suya, también hecha de
luna. Lud se agarró vehemente a Dira y entre ambos creció la
hoguera.
Ella decide quién viene. Ella purifica todo lo que vive.
Ella. Porque de un modo o de otro, con la torpeza de un
lenguaje todavía lleno de aristas puntiagudas por pulir, la luna
era ya femenina, con su vientre, con su luz, con su elegante
traje inmaculado, no podía ser otra cosa más que ella, mujer.
Madre.
Las piedras que nos mantienen por dentro están hechas de
ella. Su luz nos rellena. Su leche amarilla.
61

Está dormida.
Está muerta.
Está despierta.
Está viva.
A Brah se le encrespaba el pelo muy por encima de la
cabeza, dándole un aspecto mucho más severo, fuerte,
decidido de lo que en realidad era. Dira iba a veces sola, a
veces con Lud. Aquella mañana Brah trabajaba con su piedra
afilada sobre un trozo de leña de roble. Eran incontables ya las
lunas desde que Brah salió del poblado a su apartamiento para
no volver. No pudo aguantar demasiado estar rodeado de los
demás tras la muerte de su hija Cala. Tampoco supo ir en
busca de su propia muerte. Ahora estaba allí, solo, luchando
por encontrar el rostro de Cala en la madera. Nunca mejor
dicho solo, único habitante que había tomado la decisión por sí
mismo de abandonarse a su propia suerte, de poner tierra y
agua entre él y el resto de seres vivos.
Está tranquila.
Primero Brah le daba forma de cabeza o de huevo o de una
cabeza con forma de huevo al tocón de madera, abedul unas
veces, roble otras, cada árbol daba sus matices, su palidez o su
rugosidad o su delicadeza o su dolor, que Brah estudiaba
lentamente con sus manos, con trágico entusiasmo. Una vez
que tenía ya la forma pasaba a trabajar los detalles de la
expresión, las insinuaciones en las que se transformaba la
anatomía. Sus sentimientos reducidos a la mínima expresión
con aquella herramienta de su inventiva, una punta de lanza
afilada que se encajaba perfectamente en su mano y con la que
iba sacándole a la madera la curva que ya era la cuenca del ojo
de Cala, la línea precipitándose que conformaba la nariz, el
suave promontorio de la frente o los pómulos.
Está feliz.
A Dira le parecía que efectivamente la expresión de la niña
en la madera era de calma, de alegría. No dejaba de
sorprenderle la habilidad de Brah para hablar de Cala con
cuatro líneas certeras, unas cuantas rasgaduras en la leña y ya
estaba allí la delicadeza de aquella niña que se fue para no
volver.
Qué traes hoy. Pregunta.
Ir a ver a Brah, además de la calma, además del abrigo y la
huida del devenir diario del poblado, además del confortable
olor de la madera trabajada, representaba para Dira una
respuesta, siempre acertada, a cualquier pregunta que le cayera
encima. El simple ejercicio de dejar atrás las cabañas hasta que
no quedara ni uno solo de sus habituales sonidos, ni uno solo
de sus reconocibles olores, atravesar el profundo silencio de
los matorrales bajos donde empezaba el sendero, luego el
cañaveral escondiéndola del mundo, más allá abriéndose el
lago en su cristal detenido y tanto cielo encima. Allí Dira se
tomaba su tiempo, se paraba frente a aquello, tan ancho, tan
nuevo, tan abandonado. Todo aquel trayecto ya lo notaba
dentro del pecho, sanándola.
Qué traes.
Por un momento Dira se sintió avergonzada. Avergonzada
de su pregunta, de aquella inquietud que ni siquiera había
planteado todavía a Brah. No solo por lo que tenía de
innecesaria, de gratuita, también porque se le escapaba de las
manos, sentía todo aquello como si fuera un pez recién sacado
del río y que luchaba contra ella para volver al agua; qué
necesitaba exactamente, qué era lo que la hacía retomar una y
otra vez aquel camino, pararse frente al lago y aguzar su vista
para intentar encontrar al otro lado aquello que no iba a
encontrar si no se tiraba al agua y nadaba y nadaba y nadaba
hasta alcanzar lo que aún desconocía. O hasta ahogarse.
Adónde llegaría si caminara y caminara y caminara sin
parar. Una luna, quince lunas. Siempre.
Dira dejó su pregunta en el aire y se puso a mirar entre las
ramas de los árboles que daban sombra al abrigo de Brah
como si estuviera arrepentida de lo que acababa de decir. Brah
cogió del suelo una de las cabezas humanas de madera y
mientras la acariciaba y la pulía con otra de sus misteriosas
herramientas le dio a Dira lo que venía a buscar. Una
respuesta. Una certeza.
Aquí mismo. Verás lo inimaginable, lo que nadie del
poblado puede entender. Y volverás aquí mismo de nuevo.
Dira miraba las manos de Brah yendo y viniendo por el
huevo de madera, delicado, poniendo cada movimiento en su
sitio, cada corte, cada silueta, mientras era consciente de que
en ese momento no entendía nada pero a la vez intuía aquel
mensaje como un huevo, un huevo sembrado en la orilla, en la
más alta de las ramas, del que brotaría el siguiente pez, la más
nueva de las lechuzas.
62

La mancha roja. Puntual. Dira sabía que después de que el


frío amainara y la lluvia se volviera más benévola en su
temperatura pero más vehemente en su forma de caer, después
de que el cielo se desordenara entre nuevos días calurosos
seguidos de sorprendentes jornadas oscuras y húmedas y otra
vez el sol y de nuevo el hielo, después de que se hubiera ido la
nieve pero se arrepintiera y aún tuviera más tardes para
extenderse lánguida entre las rocas, iba a volver la mancha
roja.
Es la sangre. Que vuelve.
Dira la miraba siempre desde lo alto, buscaba un risco
cercano al poblado y allí estaba la mancha extendida sobre la
llanura que se abría hasta los pies de la cortina, en esos días en
los que la piel se ablanda, las noches se entregan como una
flor recién nacida, el cielo está más limpio, los brazos, al final
de la tarde, pesan menos, son más ágiles, están más adecuados
a la alegría.
Es la sangre, que florece.
Si lo que hay dentro de cada animal, ese río, si lo que hay
dentro de cada humano tenía aquel color rojo, aquello que
volvía cada año no podía ser más que eso, lo que viene de
dentro, lo que fue derramado. Aquella vez Dira había llevado a
Lud a verlo y él, que lo conocía de siempre, nunca supo
advertirlo desde allí arriba, nunca como se lo daban los ojos de
Dira. Su mano indicando, midiendo cada destello.
Son solo flores. También las hay blancas. Violetas.
Amarillas.
Quizá no había palabras aún pero tenía que haberlas porque
unas flores venían primero, otras más tarde, unas al agitarse
cubrían todo con su aroma y otras en cambio se mantenían
impasibles sin dejar rastro alguno en la nariz o en la boca;
debían tener su voz de alarma aquellas que al tocar una pierna
la irritaban, otro ruido bucal, incluso algunas su propia canción
o su verso para que fuera reconocida tanta gracia, tanta
presencia.
Las de pétalos blancos nos devuelven a los que cayeron
ancianos. Las amarillas son los niños. Estas rojas, que se
agitan elegantes, son un campo de batalla.
Lud no sabía distinguir si aquello que Dira exponía era una
letanía milenaria o algo que acababa de nacer del pecho y de la
cabeza y de las manos de ella. Aquella mancha roja que de
pronto le brotaba al verdor de la llanura no podía quedarse sin
su mito, sin su historia, sin su Dira mirándola desde la cumbre
haciéndole preguntas, buscándole su fuente, inventándole su
causa, que ya no podía ser otra más que aquella.
Alguna vez naceré allí. Y tendrás que venir a saludarme. A
olerme.
Las que se rodeaban de púas venían de cuerpos que
estuvieron llenos de maldad y no consiguieron la paz antes de
caer. Las moradas hablaban de una muerte lenta, casi hermosa.
63

Dónde va la música. Dira todavía no sabe nombrarla así,


unir las evocaciones de cada instrumento que entrega la
naturaleza en un solo concepto. Dónde van los sonidos, el aire
coloreado que sale de su flauta, las invenciones que unen a sus
pulmones con sus labios, con su lengua, con sus ojos y sus
dedos yendo y viniendo por el costado liso y agujereado del
hueso. Dónde se detienen los sonidos. Dónde se apagan. Dira
piensa en la lluvia, que también nace de algún lugar oculto, de
un arrebato, va cayendo sobre el mundo para posarse en los
charcos que primero están vivos, brillantes para luego ir
desapareciendo lentamente, quizá sepultados para siempre en
la tierra, quizá prendidos invisibles en el aire. Los sonidos,
evaporados, llegarán a lo más alto de los árboles, entre las
ramas, mueven las hojas, seguirán más arriba, a las nubes, los
distingue rebotando sobre las piedras más inaccesibles. Allí la
ve posada, a la música, su música, para luego desaparecer.
Irá contigo y tú irás con ella y habrá un momento en que
hablaréis con las mismas palabras.
Brah le pidió el hueso de la pata de un lince y aquella vez
Dira pudo conseguirlo tras hacerse con el cuarto trasero del
animal en una batida con Lud, Ranu y el resto de los cazadores
del poblado. Brah trabajó el hueso hasta dejarlo liso y
admirablemente blanco, como si jamás hubiera estado dentro
de un animal.
Este hueso lleva la carrera dentro.
Dira reprodujo la forma y los detalles que supo recordar del
instrumento de aquel Humano que piaba, Brah había conocido
algún artefacto similar cuando era pequeño, un viejo del
poblado lo usaba alguna noche para ahuyentar los malos
vientos. Pero ahora era la primera vez que iba a esculpir una
flauta.
Dos agujeros. Aquí y aquí.
Cuando quieras hablarme, hazlo desde aquí.
Y Brah señalaba la abertura por donde Dira debía soplar.
Cuando lo terminó, Brah se lo puso en las manos a Dira y esta
sopló y sopló hasta que al fin salió de aquello algo que
empezaba a parecerse a una melodía.
Irá contigo y tú irás con ella.

Dira, empuñando su flauta, ya fuera del zurrón, sigue


avanzando, preparada para la siguiente batalla, quién sabe si la
definitiva, deja atrás la última línea de árboles, que cada vez se
han ido haciendo más pequeños desde aquellos que rodeaban
el campamento del niño Grac y los suyos. Algunos ejemplares,
para asombro de Dira, crecen horizontales ya, buscándole al
suelo lo que no puede darles la cada vez más escasa luz. Dira
observa la llanura infinita que tiene delante intuyendo que está
cada vez más cerca. Antes de seguir detiene su paso,
consciente, una vez más, del mensaje de la transición, de la
frontera. Se sienta en una roca e implora benevolencia a la
llanura y reclama, con una consecución de sonidos en los que
intenta sonar valiente a la vez que diáfana, la esperada
presencia ante sus ojos de la montaña que se mueve.
Vas a venir. Ya estamos cerca.

Dónde va la música cuando no hay árboles donde enredarse,


cuando no hay montañas con las que pelear, dónde está yendo
todo este sonido, cómo avanza, quién la está percibiendo allá
al fondo, donde el cielo y la tierra son la misma línea de polvo
y azul.
64

La lluvia ha traído más nubes negras y las nubes negras van


trayendo más lluvia y las nubes y la lluvia traen antes de
tiempo esta noche que corre, que se despeña, que engulle sin
piedad el mundo, el mundo en su totalidad. Las piedras.
Khünbish avanza por la ladera de una zona sobreelevada que
intuye como última frontera antes del mar, le está llevando un
sendero de cabras que ahora también es un sendero para todos
aquellos enajenados que quieren llegar a aquel fin del mundo
apuntado aquí y allá con flechas y mojones la mayoría de las
veces confusos, quién sabe por qué manos antepasadas
colocados aquí y allá con alguna intención ya diluida en el
tiempo. Khünbish tiene que vigilar dónde y cómo coloca los
pies para no despeñarse, piedras, malditas piedras que le hacen
resbalar a cada paso, no le dijeron nada de las piedras cuando
le recomendaron este camino elevado en vez del rodeo
siguiendo el río. Cada cierta distancia aparecen tramos
abrigados entre paredes de roca en los que la tierra firme le da
un respiro, fangosa, pegajosa pero al menos limpia de piedras.
Khünbish se siente rodeado de montaña, extravagante
accidente de la llanura antes de volver a ser llanura, tendrá que
detenerse, encontrar algún lugar donde acomodarse para poder
hacer fuego y pasar la noche. En el zurrón todavía queda algo
de arroz, tiras de pollo y un ramo de hojas verdes de la ladera
del río que fue juntando antes de meterse en la montaña.
—Siempre la lluvia. Siempre la noche. Ya está aquí la sal.
Porque ya le rodea el olor del mar, que estará rompiendo no
muy lejos de allí. Cuando la noche ya parece
irremediablemente cerrada hasta el día siguiente, el camino le
da un abrigo. Solo tiene que auparse por un pequeño terraplén
para alcanzar la cornisa, primero para dejar sus pertenencias,
luego para juntar yesca y madera. Con tanta oscuridad le será
imposible avanzar, así que se resigna a llegar ya al día
siguiente al poblado de los operarios del gasoducto.
—Maldito pastor.
La noche se va encajando en su propia densidad, la lluvia
ha cesado, Khünbish distingue el goteo de las ramas y el correr
de los torrentes, los mochuelos desperezándose, el rastro a
través de la maleza de los animales que aprovechan la
oscuridad para ir a buscar agua o alimento, toda esa suave
agitación que pone en marcha la noche, enmarcado todo con
su silencio abismal. Khünbish mira al mundo desde lo alto,
desde aquel abrigo que tendrá al menos dos metros de
profundidad, la chispa ya ha saltado y el fuego casi termina de
dibujar su cuerpo completo.
—Maldito mentiroso.
Khünbish lo tiene ahora mismo nítido en su recuerdo, al
pastor sin dientes delanteros que, cogiendo una palabra de
cada idioma, le explicó que para pasar al otro lado de la ladera
y alcanzar donde viven los operarios del gasoducto, sería más
rápido por el sendero de la montaña que siguiendo el curso del
río. Dijo algo que sonaba a minutos o a horas, habló de un
refugio, de la lluvia. No dijo nada de piedras. Finalmente, el
pastor cerró su confusa explicación con una enorme y
bobalicona sonrisa sin dientes. Podría haber seguido el rastro
de los duelistas, hubiera sido más cómodo. Si es que
efectivamente eran operarios del gasoducto. Si es que
efectivamente existieron y no fue en realidad una pelea de
fantasmas.
Acomodado ya en el abrigo, Khünbish mezcla en el cazo
metálico el arroz con las tiras de pollo, las hojas del río y algo
de lluvia para que haga caldo, lo calienta todo en la hoguera y
cena. Antes de tumbarse bajo su manta de piel de bisonte,
toma una piedra de la cornisa, la examina casi por puro
aburrimiento, hace girar su redondez, la eleva unos
centímetros en el aire para volverla a recoger antes de que
caiga al suelo, como si fuera un niño perdido, como si la
estuviera pesando en un mercado. Un cuervo alarga su
graznido, parece que con intención de hacer más profunda la
ira de Khünbish. Entonces, como si quisiera hacerle callar,
como si quisiera medir el mundo en su profundidad, como si
deseara destruirlo en su totalidad, arma su brazo derecho y
arroja la piedra al infinito.
—Malditas piedras. Maldito viejo mentiroso.
El cansancio de todos modos puede más que las preguntas
que se agolpan en su cabeza y finalmente se queda dormido
hasta que un sol nuevo, justo delante, marcando el camino, le
despierta sin clemencia. El sol, otro día más, en su exacto sitio,
por unas escasas horas pero ahí está, maldito sea. Khünbish se
incorpora, nota su cuerpo derrotado. Se asoma a la cornisa
donde ha pasado la noche. No ve la piedra. La montaña está
cubierta de piedras. Khünbish nota eso otra vez, el vacío de la
mañana, el hueco en su interior. Mientras arma de nuevo sus
pertenencias, unas marcas en las paredes del abrigo le llaman
la atención. Anoche no pudo verlas pero ahora tiene delante
unas rasgaduras en forma de ángulo recto, como esos pájaros
esquemáticos que dibujan los niños en la escuela. Porque no
hay duda de que las líneas no nacieron espontáneas de las
entrañas de la roca sino dejadas allí intencionadamente por
otras manos previas a las suyas. Las formas parecen resaltadas
con una leve sombra oscura, ligeramente metálica. Mica.
Khünbish se agacha y pasa un dedo por aquella bandada de
pájaros rudimentaria.
—Malditas piedras. Malditos pájaros.
65

Andar es una solución tan valiosa como la inmovilidad de


Brah. Una solución para el mismo problema. Dira ha
alcanzado una zona sobreelevada y avanza por una ladera,
utilizando un sendero de cabras que a veces desaparece entre
malezas y en el que apenas caben sus dos pies a la vez. Dira
tiene que vigilar cada uno de sus pasos para no despeñarse.
Piedras. El suelo está cubierto de guijarros blancos, pulidas
rocas del tamaño de una mano cerrada que se sueltan con las
pisadas de Dira y la hacen resbalar. Cada cierta distancia
aparecen tramos abrigados entre paredes de roca en los que la
tierra firme le da un respiro, fangosa, pegajosa pero al menos
limpia de piedras. Dira está rodeada de montaña, extravagante
accidente de la llanura antes de volver a ser llanura, y el sol ya
está a su espalda, empieza a hacer frío, flota en el aire que la
rodea un olor que se parece en su fondo al de la sal de las
rocas que allá en su poblado usan para condimentar las
comidas. Pero ha estudiado con sus uñas y su lengua algunos
ejemplares de roca sin encontrar el sabor de aquello que la
envuelve cada vez con mayor intensidad. Hoy ya no alcanzará
a salir de ahí, por lo que en algún momento tendrá que
encontrar un lugar donde acomodarse para hacer fuego y pasar
la noche. En el zurrón todavía queda algo de conejo de la
noche anterior y un ramo de hojas verdes que fue juntando de
las márgenes del río antes de meterse en la zona más
escarpada.
Las piedras de los que ya se fueron para no volver.

En su poblado, cada piedra tiene un origen humano. Esa es la


historia que reciben desde que tienen uso de razón. Cada niño
que tire una piedra tiene antes que apretarla entre sus manos
para traspasarle su calor y dar las gracias por su vuelo, su
puntería y su resultado, ya sea llegar más lejos que la piedra de
otro niño en alguna competición espontánea o bien en el
acierto para que caigan del árbol las almendras que todavía
quedan en lo más alto. Cuando alguien muere, cuando se va
para no volver, se bendicen ocho piedras del lugar de su
enterramiento, se decoran con pigmentos a base de grasa de
animal y polvos minerales y se arrojan al torrente del río para
que así puedan tener su espacio las rocas por venir de ese
cuerpo difunto.
Y si yo fuera la primera en estar aquí. Y si estas piedras
pertenecieran a la montaña y no a los que ya pasaron.
Dira se detiene y recoge una de las piedras del suelo,
admira su blancura, su rugosidad, la soba en su redondez, la
agita en el aire, la huele. En vez de devolverla a su exacto
lugar, decide llevarla consigo y estudiarla más tarde cuando se
detenga para pernoctar, por lo que realiza el rito del calor entre
sus manos y el agradecimiento por su utilidad. Con ella en la
mano retoma su avance.
Andar es una solución valiosa. Tan valiosa como la
inmovilidad. La noche ya está anunciada al horizonte y Dira
encuentra un abrigo en la ladera al cual trepa primero para
dejar sus pertenencias y luego para subir yesca y leña.
Siempre hay un abrigo. Siempre hay fuego.
La noche se va encajando en su propia densidad, Dira
distingue los mochuelos desperezándose, el rastro a través de
la maleza de los animales que aprovechan la oscuridad para ir
a buscar agua o alimento, toda esa suave agitación que pone en
marcha la noche, enmarcado todo con su silencio abismal y el
incesante olor salado. Dira mira al mundo desde lo alto, desde
aquel abrigo que tendrá al menos dos zancadas de
profundidad, la chispa ya ha saltado y el fuego casi termina de
dibujar su cuerpo completo. Mientras el conejo se termina de
hacer en su armazón de ramas, Dira saca de su zurrón la piedra
que cogió del camino, ya bendecida, ya recuperada con el rito
para el mundo de lo útil. Dira la mira de arriba abajo, la
moldea entre sus dedos, la hace rodar por la cornisa del abrigo,
moja la punta de su dedo índice y la rasca hasta sacarle un
ligero polvillo blanco que Dira se lleva a la boca.
Es solo montaña.
Dira aparta la roca a un lado, adereza el conejo con las
hojas del río, una rama de romero que todavía le dura viva y
un poco de agua de lluvia y cena mientras rumia, preocupada,
todo aquello que está en conflicto dentro de su cabeza.
Es solo montaña. Aquí no hay nadie.
Y vuelve a recoger la roca pulida con sus manos, la pone
frente a sí, entre el abismo y su abrigo, la vuelve a oler, la
lame y asqueada escupe a la oscuridad.
Es solo montaña. Aquí no hay nadie. Aquí nunca pasó
nadie.
Entonces una fuerza nueva se apodera de ella. Brah no tiene
razón. Reno el chamán no tiene razón. Todos le han mentido.
El río le ha mentido. La tierra, el cielo, cada uno de los peces,
cada brizna de hierba. Dira, sentada frente al mundo, que
ahora es un lago negro agujereado de estrellas, agarra con su
mano derecha la roca y desoyendo el miedo que viene de sus
adentros, la arroja con furia lo más lejos que puede, como si
con eso rompiera la superficie de algo sagrado.
Es solo montaña. Aquí no hay nadie. Aquí nunca pasó
nadie. Soy la primera.
El cansancio, de todos modos, puede más que las preguntas
que se agolpan en su cabeza y finalmente se queda dormida
hasta que un sol nuevo, justo delante, marcando el camino, la
despierta con sus primeras caricias. El sol, otro día más, en su
exacto sitio. ¿En eso también puede equivocarse Brah? Dira se
incorpora, nota su cuerpo descansado. Se asoma a la cornisa
donde ha pasado la noche. No ve la piedra. La montaña está
cubierta de piedras. Dira siente una energía diferente, algo
nuevo en sus brazos. El aire más limpio, como si algo virgen
le brotara dentro. Decide que ese abrigo será otro monumento
del camino.
Como los pájaros, una flecha que avanza siempre, ligera.
Baja al camino, va y viene por él, examina los alrededores
y encuentra algunas piedras oscuras, ligeramente metálicas,
brillantes. Esas le servirán. Se sube con ellas al abrigo, hace
fuego y dentro de otra piedra con una oquedad en forma de
cuenco raspa polvo de la piedra oscura, que mezcla con los
restos cenizos y grasientos del conejo de la noche anterior.
Calienta todo el amasijo mientras lo va agitando y mezclando.
Cuando tiene la pasta en su justa textura se va al interior del
abrigo y en una de sus paredes deja la marca de su nuevo
nacimiento.
Como los pájaros. Flotar.
Con su hacha de mano traza una serie de ángulos rectos
paralelos, como una bandada de aves dibuja emigrando en el
cielo, triangular, afilada, como la esquemática representación
del eterno movimiento, de la punta que abre camino. Sobre las
incisiones aplica el pigmento negro metálico.
Como los pájaros. Siempre adelante.
Andar es una solución. Una solución valiosa. Dira, mientras
baja al camino y emprende su marcha, dejando allí la marca de
su nueva revelación, concluye que si alguna vez vuelve, Brah
estará orgulloso de haberse equivocado.
66

Una mole gris. Lo que tiene Khünbish delante no puede


catalogarse como pueblo. Ni siquiera aldea. Podría más bien
ser un «campamento» pero tampoco le haría justicia con el
desorden con el que se extienden todas las chabolas de madera
y lonas, además de, las menos, improvisadas casuchas de
piedras unidas descalabradamente. No distingue calles,
tampoco otro tipo de orden entre las viviendas. Poblado.
Arrabal. El infierno.
—Una sola cerilla podría acabar con todo este lío en medio
día.
En el poblado de los operarios del gasoducto, último lugar
que podría considerarse más o menos civilizado antes de lo
que tiene ahora delante, lo llamaron «el barrio de los
mineros». Al menos eso entendió en su precario ruso. Le
pareció un eufemismo poco ingenioso pero suficiente. Desde
aquel lugar, compuesto de barracas metálicas rodeadas de
intrigante maquinaria y de un circuito geométricamente
alineado de enormes tubos en los que reverberaba el brillo de
la nieve, Khünbish ha tenido que andar varios kilómetros por
una pista de piedras por donde van y vienen camionetas
desvencijadas. Ya en el campamento de los buscadores de
colmillos, en «el barrio de los mineros», lo único que parece
formar parte primitivamente de la naturaleza es la brisa,
marina ya. El resto es una masa gris y artificial tomando mil
formas y tonalidades.
Khünbish no sabe por dónde empezar. Los operarios del
gasoducto le dejaron una referencia, «pregunta por Milyutin el
paleontólogo, es una especie de alcalde. Él te podrá alquilar un
sofá o incluso una habitación». Por más que buscó con la
mirada, con la intención de cerciorarse de que efectivamente
no fue un sueño o un espejismo lo que sus ojos presenciaron
en la llanura, no distinguió a los duelistas entre aquellos
hombres azotados por el frío y el trabajo físico. Decide por fin
entrar al caos de chabolas y hacer un primer recorrido. El
ritmo de los habitantes es pausado, algunos están afilando
herramientas a la puerta de sus chabolas, otros simplemente
dejan pasar el tiempo delante de una taza de algo humeante,
con la mirada perdida. Khünbish repara en un hombre de casi
dos metros y enorme barriga que tira de un carro de dos
ruedas. En el carro lleva una montaña de plumas blancas. Son
gaviotas. Aplastadas, muertas, unas sobre otras. Khünbish
sigue con la mirada al enorme ruso del carro hasta que se
detiene delante de lo que parece una sucia casa de comidas,
anunciada por un oxidado cartel de alguna bebida rusa. El
hombre del carro pega un grito y de dentro sale un hombrecillo
que parece chino cubierto con un delantal lleno de pringue.
Con las manos ocultas por unos guantes amarillos, el chino de
la casa de comidas va metiendo al establecimiento las tiesas
gaviotas. Khünbish prefiere no interrumpirlos y avanza un
poco más. Llega a la zona de chabolas hechas de piedra,
muchas de ellas adornadas en su parte frontal con enormes
fragmentos de esqueletos, cráneos, sacros, fémures de algo
más de un metro de largo. Delante de una de esas viviendas,
Khünbish se encuentra con un anciano irremediablemente ruso
que está limpiando con una manguera lo que parece su ropa de
faena, botas y capa impermeables. De ellas salen cuajarones de
barro negro. Ensayando una vez más su ruso, Khünbish se
acerca y le pregunta.
—Buenos días, perdone la interrupción, busco al señor
Milyutin.
—Buenos días. Todo el mundo busca siempre al señor
Milyutin.
El anciano, mientras sigue con su tarea, ágil pese a su edad,
le da las señas a Khünbish. No parece lejos. Khünbish se
encamina y enseguida está en un claro abierto al final del
barrio, cubierto de incipiente hierba alternando ya entre la
nieve. En el centro del descampado, llamativamente limpio en
comparación con el resto de lo que le rodea, se eleva una
cabaña hecha de piedras tapizadas de musgo y más hierba,
como si el suelo se hubiera permitido el capricho de elevarse y
fabricar allí en medio una vivienda, la vivienda de un topo
gigante. En la parte delantera de la cabaña, Khünbish se
encuentra con un amontonamiento de enormes colmillos
blancos. Distingue al menos cinco, además de otros huesos de
gran envergadura. En uno de los costados de la cabaña
descansa un piano con las maderas abombadas por la
humedad, como si hubiera reventado desde dentro, como si
hubiera caído de la bodega de un avión, como si fuera un
meteorito varado.
—Hemos empezado con buen pie este año. Lo que no
quiere decir que vaya a ser así a diario. Dicen que la suerte hay
que ir a buscarla. Pero a veces no es tan sencillo. No eres ruso.
—Tampoco usted lo parece.
—De dónde vienes. De qué sur.
—Mongolia.
—Es la primera vez que veo un espécimen mongol. Por lo
que se cuenta, no se le ven los rasgos de entrada. Están
profundos.
—Supongo que de tanto ir y venir uno va perdiendo la
forma.
—Solo en parte. Los fósiles, incluso los ídolos esculpidos
en piedra, pueden rodar durante siglos y sin embargo siempre
tienen algo que sirve a los expertos para clasificarlos. Algo
indiscutible.
—Me dijeron que para ubicarse primero hay que hablar con
usted.
—Supongo que a base de permanecer aquí me he ganado
ese suplicio.
—No tengo prisa. Pero no voy a irme sin lo mío.
—Dicen muchas cosas de los mongoles.
—No creo que tantas. A quién le importa ese trozo de tierra
abandonado.
—Precisamente por eso.
—Puro cuento. Dicen muchas cosas de todo el mundo, cada
uno tiene lo suyo.
—Por qué aquí. Tenía más posibilidades con la lotería.
Todavía están fuera de la cabaña, con los enormes colmillos
a sus pies. La cosecha. Milyutin invita a Khünbish a entrar. A
esas alturas de la conversación, mientras van entrando al calor
de la vivienda, Khünbish está dividido en dos: por un lado
intuye que Milyutin es un alcalde benévolo, un anfitrión que
sabe manejar su mano derecha con tanta precisión como su
mano izquierda. Su presencia además es la de un hombre ya
mayor pero que todavía conserva en sus brazos la posibilidad
de llevar a cabo cualquier exigencia inoportuna sin ponerse a
temblar. Por otro lado, le crece dentro una impaciencia
inaudita, no la tuvo en el cementerio de barcos, no la tuvo en
la granja de caballos ni en el asilo de impedidos pero ahora
está a punto de mandar callar al viejo alcalde y exigirle que se
ahorre su filosofía barata y le dé por fin una cama,
herramientas y un mapa.
—Está bien. Te daré un sitio donde dormir, herramientas y
un mapa. Y te explicaré las condiciones de trabajo.
Khünbish hereda el sofá que acaba de dejar, no hace ni una
semana, un sucio oriundo kazajo que se ha ido como ha
venido, al menos eso le cuenta Milyutin. Khünbish estudia el
mueble donde va a tener que descansar los próximos días,
algunas manchas aceitosas y el desnivel de los cojines. Se
acerca para tocarlo pero un fuerte olor a tela sucia le detiene.
Vómito reseco. O sudor. O simplemente la presencia con sus
humores, condensada en el tejido, incrustada para siempre.
Pese a todo lo desagradable, lo inesperado, lo desconocido,
Khünbish logra intuir en lo más profundo que el lugar de
Milyutin es un hogar, un hogar con todos sus ingredientes, por
lo que intenta mantener viva la conversación.
—Cómo es saberse rodeado de tanta nada.
Milyutin hace sus preguntas con el aire cuidadoso y
concentrado de un científico. Khünbish no logra entender a la
primera a qué se refiere, por lo que continúa mirando a su
alrededor en silencio. Milyutin decide dejar su comentario
flotando sin exigir su respuesta y retoma sus indicaciones.
—Simplemente ten cuidado con los desniveles. Aquel tipo
kazajo lleva partido algún hueso de la pierna. Probablemente
el peroné. Yo no soy médico, Dios me libre de esa carga, pero
algo en su pierna derecha no dejaba de dolerle y a la vez no
era un dolor lo suficientemente poderoso como para impedirle
al menos andar de un lado a otro. Digamos que tenía la lesión
justa para no matarle pero tampoco dejarle vivir. No sé si me
entiendes. Ese pobre diablo no podía seguir más tiempo aquí.
Khünbish reconoce que Milyutin se arrepiente con gestos
de haberle llamado «pobre diablo» al sucio kazajo que acaba
de dejarle su privilegiado sitio para pernoctar. Porque quedarse
ahí, Milyutin no lo dice con palabras directas pero sí deja ver
que quedarse ahí, en la mismísima cabaña del alcalde, del
patriarca, solo está al alcance de unos pocos.
—Por esta vez tuviste suerte. Las cuentas las iremos
ajustando. No te preocupes que de un modo o de otro a
Milyutin siempre le salen las cuentas.
Milyutin se nombra a veces a sí mismo cuando habla pero,
al contrario de lo que suele pasar, a él no le suena pretencioso,
más bien, natural. Pese a su aura de hombre principal, su casa
no es la casa de un alcalde, tampoco la de un cazador, es más
bien la guarida que cualquier científico enajenado se montaría
lo más cerca posible de su objeto de estudio. No lo cuenta pero
se le nota que lleva ahí años, que, a diferencia de todo lo que
le rodea, él permanece. En las paredes de su cabaña apenas
queda espacio libre sin una foto, todas enmarcadas de una
manera sencilla pero a la vez noble, dejando ver que Milyutin
no las ha puesto por rellenar sino porque en cada una de ellas
hay una larga historia que merece ser contada, perdurar.
Khünbish se detiene, porque no puede remediarlo, es sin duda
la foto más magnética de todas, en una en la que se ven dos
jóvenes fibrosos desafiando a la cámara con su pose, ambos de
pie y uno apoyado con delicadeza en el otro, con fuertes
piernas desnudas, peinados con elegancia y dejadez y en el
instante inmediatamente antes de romper a reír con
exageración.
—Uno soy yo. El otro es mi hermano Varlam.
Milyutin le resume la historia que hay detrás de la imagen
con cuatro frases, que no era su hermano pero sí, que heredó
de él el cargo de «alcalde» de todo aquello, que los pantalones
cortos eran porque entonces estaban en no sé dónde de Francia
viendo unas excavaciones, que de repente desapareció y hasta
hoy, que su primera noche en el campamento de los
buscadores de marfil fue también en un sofá, no, en una manta
en el suelo, en fin, en el primer rincón en el que pudo caerse
de cansancio.
—Un día de estos me cuentas cómo son esas llanuras sin
fin. Cómo es eso de saberse rodeado de tanta nada, cómo
funcionan los relojes allí en tu país con tanta cosa vacía. Un
día igual me voy contigo a verlo.
Cómo funcionan los relojes allí en su país. Khünbish
necesita unos segundos para reponerse del impacto de aquella
imagen, en su mente recupera el reloj de la cocina donde vivía
con sus padres y sus hermanos, también aquel que trajo
Enkhtuya con su ajuar heredado de su bisabuela. Y en medio
de tanto recuerdo, Khünbish de repente adivina de dónde le
viene lo que le evoca el olor que flota en la casa de Milyutin.
Khünbish se ve niño en la escuela, concretamente en el cuarto
donde el profesor atesoraba el diccionario «donde está todo
escrito» y aquel señor lento, gordo y siempre sonriente le
ponía delante de sus narices un aburrido mamotreto cubierto y
relleno en su interior de polvo donde se suponía que estaba
escrito todo lo necesario para sobrevivir en aquel país vacío,
cosas como nombres de ríos y arroyos y ciudades y soldados
valerosos y batallas y dioses y hombres e incluso alguna mujer
que habían dejado su nombre grabado allí para siempre y
cuando el profesor abría aquel libro imposible salía de él un
olor que se había trasladado íntegro a la atmósfera de
Milyutin, hecha de paneles con insectos disecados, láminas
anatómicas de mil seres vivos diferentes, extinguidos o no,
libros y legajos repartidos en estanterías y hasta un
microscopio que tenía su lugar de honor rodeado de luces y
sillas ajustadas a su conveniencia.
—Hay que decidir por dónde empezar. La zona de las
mangueras está ahora bastante concurrida. Puede decirse que
es menos inhóspita. Tendrías que caerle bien a alguno de los
que mandan por allí, les puedes decir que estás durmiendo en
mi cabaña y eso igual puede ayudarte. O quizá todo lo
contrario. El equipo es más costoso al principio pero igual a la
larga se cubren bien las deudas con otros trabajos por la zona.
No sé cómo aguanta en pie todo aquello con la guerra que
están dando. Porque cuando uno llega allí por primera vez
piensa en eso, en una guerra.
Milyutin da algunos detalles más a Khünbish sobre la
técnica del agua a presión sobre laderas y enormes bloques de
piedras y barro donde se pueden encontrar incrustados los
colmillos de mamut. Está preparando té en un enorme samovar
que tendrá cinco siglos. Cuando lo tiene listo ofrece una taza a
Khünbish sin preguntar, sin pedirle demasiados detalles de si
azúcar o limón.
—Luego tienes la opción de ir a tu ritmo. Eso implica
andar, un pie delante del otro, horas y horas, morirte de frío, lo
peor son los dolores de las articulaciones con tanto frío y tanto
andar, tendrás que encomendarte a la suerte o la diosa Fortuna
o a los Budas que consideres o a Cristo o a la luna o a lo que
sea en lo que creas. Sobre todo nunca estés demasiado lejos de
un lugar donde puedas desaparecer si escuchas acercarse algún
helicóptero. Apenas vienen ya por aquí pero si esos te cogen
perderé todo lo que me debes.
Y Milyutin se ríe sin miramientos mientras da pequeños
sorbos a su té. Antes de tragar, Khünbish observa el fondo de
su vaso, donde distingue una especie de barro que se agita
espeso por encima de la parte líquida.
—Luego damos un paseo y te enseño la cantina, la casa de
socorro, el taller y el cementerio, por si acaso. Un mongol, lo
que me faltaba por ver.
67

Por qué una cabaña, Lud.


El sendero, el sol que todavía manda bien arriba, el sendero
transcurre en la llanura en la que se ha convertido el mundo
bajo sus pies, ya no ve un solo árbol, todo es hierba y
matorrales bajos, algunas veces un suelo gris con diminutos
brotes rojos o naranjas, como si fuera el primer o el último
suelo de la historia. Hay un riachuelo de un azul violento al
otro lado de su camino que va y vuelve por tramos. Los
montones de nieve que aún quedan cuajados crujen
deshaciéndose frente al sol. Se ha cruzado con un grupo de
renos que ha ignorado su presencia, luego una huidiza bandada
de cuervos la ha seguido entre saltos y pequeños vuelos un
buen tramo hasta que se aburrieron y decidieron quedarse a
graznarle a la mañana.
Por qué juntar un poblado.
Antes de salir hoy puso dos trampas y esperó, enseguida
tenía un conejo, suficiente para pasar el día y ahora lo lleva
colgado a un costado, aún con todo su pelaje, intacto en su
elegancia.
Aquí también podría vivir. Una, cinco noches con sus cinco
días. Aquí también hay agua y peces y esos peces tienen sus
tripas y esas tripas también podrán convertirse en condimento.
El camino va creciendo dentro, el camino, lentamente, va
poniendo diminutas presencias en cada paso y las va juntando
hasta que sedimentan y entonces eres el camino, otro camino
que se abre a medida que se continúa dentro del camino y Dira
esta mañana, siguiendo el punto que trazó al amanecer, se nota
llena de camino, inundada de camino y se lo quiere contar
todo a Lud, al aire que es Lud y ya se lo cuenta, quiere
demostrarle que algo ha nacido dentro de ella, algo que ya
intuía como un minúsculo brote entre enormes árboles, una
primera yema, una primera hoja, una primera rama, una
primera flor y ahora es un árbol ya, uno más y único,
completo, fragante, es el camino hecho con lo que le daba, con
lo que le está dando cada piedra, cada curva, cada huella del
camino.
El hogar siempre nace, continuamente.
Y Dira recuerda el fuego, su fuego, y recuerda la
plataforma de piedras dentro de su cabaña donde encerraban el
fuego y la intenta ver desde la distancia, desde esta llanura,
desde este sendero que la rodea, cómo será ahora, distingue la
plataforma abandonada, tal vez con un nuevo fuego de alguien
que la ha ocupado, ojalá sea así, ojalá siga viva por culpa de
otros. Y Dira mira a su alrededor ahora, el río que ha vuelto, la
llanura que sigue condensando su silencio, hay piedras con las
que buscar la chispa, hay yesca seca, hay hojas, hay maleza, el
fuego está por todas partes, en cada tramo del camino, en cada
recodo un hogar.
Más adelante, atrás. Todo cabe en esta mano.
Es el agua la que abre el camino, viniendo de la nieve,
viniendo de la montaña, naciendo del cielo, brotando de las
entrañas de la tierra, tirándose de bruces contra el mundo; es la
manada de caballos buscando un nuevo pasto, una nueva
llanura más cálida, es el reno desorientado bramando por
alguna hembra, es el grupo de cabras que encuentra el paso
más sencillo para dejar atrás la montaña y seguir, al otro lado,
dibujando la ruta que atravesará el pozo del tiempo, seguir
hasta que el camino ya está trazado para siempre. Y ahí está
Dira, en el centro mismo del camino, llevándolo hacia delante,
retomándolo, afirmándolo, sentenciando su existencia.
Manteniendo vivo su hilo. Y más que nunca se sabe elegida
para ser parte del camino, ser el propio camino, inventar el
camino, hollarlo para que siga su trazo, añadirle sus pisadas,
sus inquietudes, sus errores y sus descubrimientos.
Esta es mi cabaña. Está en todas partes. Y tú estás aquí
siempre.
Y como todo camino tiene su desembocadura, su fin, su
entrega al precipicio o al mar o al bosque o a otro camino que
lo acoge en su centro, Dira entiende que no puede, que no sabe
volver, que ese será también su fin, que así tendrá que ceder su
cuerpo al final de todo y que cuando llegue su hora de irse
para no volver, se dejará a un lado del camino, se echará allí
donde esté su lugar y será una piedra más, un matorral, un
amasijo suculento para hormigas y escarabajos y cuervos y
todo aquel acompañante del camino que quiera homenajearla
con su lengua y con sus dientes y sus flautas y sus rezos.
No estamos lejos, Lud, ahora ya no.
Y Dira se detiene junto a un meandro del riachuelo, la
llanura se ensancha en su quietud, elige unas piedras y un
recodo cómodo donde hacer fuego, donde encender, una vez
más, el hogar de siempre.
68

—Hay ingenieros que han inventado algo parecido a una


masilla y con ella pegan un trozo con el otro de la cadera de un
tipo cualquiera al que se le ha roto o se le ha quedado
inservible. Yo jamás he visto esa masilla pero me contaron que
si te pones un trozo en la mano, recién hecha, y la frotas, solo
eso, frotarla, se pone hirviendo hasta sentir que tienes que
deshacerte de ella si no quieres que te quede una buena
quemadura en la mano.
—Y…
—A qué has venido entonces. Mira esto.
Sasha acciona con el pie el torno que tiene delante y sobre
él aplica el trozo de marfil que lleva en su mano derecha. Está
dando los últimos detalles a la forma de un colmillo diminuto
que hará de colgante o de broche.
—Imagínate a qué escote irá esta miseria. Hacer un
colmillo de marfil con el marfil de un colmillo. Para eso tanto.
El taller de Sasha está dentro del campamento, algunos
colmillos defectuosos o menos valiosos para salir directamente
al mercado chino terminan vendiéndose allí para convertirse
en la primera de las artesanías. Milyutin ha llevado a Khünbish
al taller por puro aburrimiento, como si aquel lugar envuelto
en polvo blanco fuera una visita obligada del recorrido
turístico.
—¿Cuántas salidas llevas? Tanto sacrificio para esto.
Mírate. A qué has venido. Si al menos el marfil sirviera para
pegar una prótesis. Has visto a todos estos harapientos que
viven aquí, tomándose un asqueroso té en la puerta esperando
quién sabe qué. Todo para que un multimillonario gordo le
regale un collar a su gorda esposa para cerrar un matrimonio
aburrido que acabará a los pocos meses. De aquí no sale nada
más que miseria, una loca miseria humana.
—Ese no es mi problema.
Milyutin, que hasta ese momento no ha dicho nada y vaga
por el taller con su inagotable curiosidad, toqueteando
herramientas y descartes de marfil, tercia intentando suavizar
la incredulidad lapidaria de Sasha.
—Es ley de vida, Sasha, siempre ha sido así. Adornarse o
fabricarse figuritas con santos o dioses lo hemos estado
haciendo desde que dimos el primer aullido. Esto no es más
que una repetición de lo mismo de siempre.
Milyutin, para justificar sus palabras, enseña a Sasha y a
Khünbish un caballo de ajedrez de marfil que ha escogido de
entre todas las figuras de un cajón de madera. Como si no
fuera con él, Sasha sigue con su reiterada pregunta, como si de
verdad le importase la respuesta.
—A qué has venido entonces, porque esto está lejos de
todas partes. Y no es precisamente el Caribe.
—Ha venido a escuchar a tipos como tú. A darte trabajo.
Sasha recoge la respuesta de Milyutin con una sonrisa
desganada y vuelve a su trabajo con el torno. Todavía
Khünbish y Milyutin merodean un poco por el lugar, Khünbish
se queda mirando una fotografía a color que parece
directamente recortada de una revista y pegada a la pared con
un clavo atravesando su parte superior. En la foto aparece un
taller donde varios chinos trabajan sobre un enorme colmillo,
sacando de él una especie de partida de caza con varias figuras
humanas llamativamente peludas, a pie o sobre extraños
caballos enanos, portando lanzas y rudimentarias herramientas
y vestidos con harapos y pieles de animales. Al final de la
hilera humana que se extiende por toda la superficie del
colmillo, un mamut les encara desafiante.
—Vamos a buscar algo de té caliente. ¿Necesitas algo,
Sasha?
El artesano no responde y tras unos segundos de espera en
el quicio de la puerta, Milyutin y Khünbish vuelven
silenciosos al frío de la mañana.
69

La noche. Para qué sirve. Dónde se lo lleva todo. Dónde lo


conserva. Es el descanso. También nutre sus batallas la noche,
tantas alimañas que tienen su guerra al caer el sol. Tantos seres
prodigiosos. La noche. El mapa necesario de la noche. Para
que podamos ver las estrellas y rememorar lo pequeños que
somos. O lo enormes. La noche. Las estrellas caben entre el
índice y el pulgar. Dónde viven las estrellas, dónde se
engarzan. Para qué tanta oscuridad. Refrigerar el mundo,
devolver a la tierra su temperatura. La noche. Adónde huyen
las copas de los árboles, qué se guarece en sus entrañas, qué
duerme allí dentro. El río, los contornos allá arriba, donde
estuvo la montaña en la tarde, el azul. La noche. Todo se
limpia, todo fallece para volver a nacer. Más fuerte, más
decidido. La noche. Inevitable, tan esperada, tan consabida,
tan misteriosa, repetida, única. La noche sirve para que nos
inunden los sueños, se nos entierren dentro y nos desmonten,
nos desahucien. Para engendrar las ideas más concisas, en
pleno frío de la noche.
Noche. Demos gracias.
—Noche. Pidámosle lo siguiente.
70

El jaleo de fuera despierta a Khünbish. Por unos segundos


no puede recordar dónde está, qué ha podido hacer para sentir
entumecido todo el cuerpo, como si hubiera estado durmiendo
debajo de una montaña de piedras. Enseguida distingue el olor
del té y nada más abrir los ojos, una nueva lámina de Milyutin
donde un colmillo de mamut da sus características revueltas
sobre sí mismo, elegante, trazado a carboncillo sobre un papel
amarillento. Afuera, tras una breve pausa, varios hombres
retoman sus bravuconadas y exageraciones que Khünbish
intuye entendiendo una de cada cinco palabras. Entre ellos
distingue a Milyutin, que se nota forzado para seguir el tono
de sus visitantes. También Khünbish distingue una hoguera
crujiendo, una hoguera que no lleva demasiado tiempo
encendida, y alguien que da golpes sobre algo macizo. Apenas
se sienta en el sofá que le hace de cama, el dolor en todo el
cuerpo se hace más lancinante. En los pies nota un escozor y
recuerda que cuando se fue a la cama, quizá hace unas diez o
doce horas, los tenía en carne viva. Se lleva las manos allí y
distingue varias ampollas y algunas zonas de su piel
maceradas y cuarteadas.
—Hay que empezar, como sea, pero empezar.
Tres días con sus tres noches. Noches cerradas que parecían
definitivas, la última cada vez, el final del mundo. Khünbish
salió con la referencia que Milyutin le marcó en su mapa,
había una cabaña escarbada en una roca a menos de cien
metros del mar y desde ahí podía moverse por una zona que
todavía estaba bastante poco trabajada. Por cosas como esa
Khünbish sigue preguntándose por qué Milyutin está siendo
tan generoso con él prácticamente todo el tiempo, dándole
cobijo en su casa, facilitándole el acceso a las herramientas y a
las rutas más beneficiosas. Khünbish intuye que el ser un
exótico ejemplar mongol le hace especial a los ojos ansiosos
de investigación de Milyutin, sin importarle sentirse uno más
de los especímenes que guarda en frascos o dibuja en trozos de
papel mal recortados.
—Hiciste bien en venir aquí. Y más siendo mongol. Lo de
Yakutia es una feria, es un circo, es una indecencia. Ha salido
en todas partes, en revistas y televisiones de todo el mundo, es
Venecia, llena de turistas. Y lo controlan cuatro mafiosos y si
hubieran visto a un mongol por allí te hubieran hecho la vida
imposible. Los rebuscadores están trabajando para las agencias
de viajes y llevan a los yanquis y a los japoneses a enseñarles
cómo sacan los colmillos del fango. Estoy seguro de que
tienen dos o tres colmillos asquerosos y manoseados o incluso
de cartón piedra y que los ponen cada noche allí o aquí para ir
a buscarlos al día siguiente, sacarlos, un poco de limpieza, un
oh, oh, oh y muchas fotos de los turistas y luego otra vez a
enterrarlos. Estoy seguro de eso. Podría apostar lo que me
pidieran a que hacen ese tipo de cosas allí. Es peor que
Venecia.
Khünbish supone, con toda aquella aclaración, que
Milyutin conoce las ferias y los circos y cómo viajan los
americanos y los japoneses por el mundo y qué se cuece en
Venecia. Khünbish recuerda la foto de Milyutin de cuando
recorría Francia en busca de pinturas y restos arqueológicos.
Khünbish le mira las manos a veces a Milyutin y se pregunta
cuántas cosas extraordinarias habrán sopesado.
—Te ubicas en la cabaña y te planteas rutas de seis, ocho
horas, diez quizá, no más. Esto contando la ida y la vuelta.
Que no se te ocurra estirar el paseo más. Siempre paralelo al
mar, con la cuchilla dando golpes al suelo, a veces hay que
meterse en la orilla y patear y darle bien a la cuchilla por si
notas algo duro abajo. Y las laderas, fíjate bien en las laderas.
Al principio no serán más que macizos negros en los que no
distingues nada pero poco a poco se te harán los ojos y si hay
un colmillo incrustado ahí lo vas a ver. Más te vale que lo
veas. Para eso tienes el pico.
El pico. La pala. La cuchilla bien afilada incrustada al final
de un palo para ir sondeando la tierra mientras se camina. Un
catalejo. Botas de agua, ropa impermeable, cantimplora.
Linterna. Tres días con sus tres noches. Nada. En dos
ocasiones chocó con subsuelo duro, una vez una roca, por
supuesto, la otra sí fue hueso, un enorme hueso con pinta de
ser de un brazo o de una pierna, quién sabe de qué animal.
—No es de mamut.
Tampoco aclaró más Milyutin cuando lo vio y le hizo
entender a Khünbish, con un solo gesto en el que usó casi todo
su cuerpo, que para qué lo había cargado de vuelta, que lo
tirara donde primero viera. Khünbish lo guardó cercano a su
sofá, quizá como amuleto, quizá como lección iniciática.
Cuando no tuvo más agua ni más que comer, emprendió el
camino de vuelta.
Intentando recobrar algo de calor con un vaso de té, Khünbish
sale a la explanada que rodea la cabaña de Milyutin y se
encuentra a un grupo de siete u ocho hombres alrededor del
fuego que oyó desde dentro. Todos tienen ese aire mugriento
de los habitantes del campamento. Cuando reparan en él,
Khünbish los saluda mínimamente con la cabeza. No sabe si
volverse a la cabaña o unirse. Entonces Milyutin resuelve,
como siempre, la situación.
—Aquí tenemos al espécimen. Soy consciente de que
vosotros no sabéis distinguir una gaviota de un pez espada
pero en cuanto lo vi lo supe.
Milyutin tiene esa extraña habilidad de, mientras te está
tratando con dudosos modales, parecer que a la vez está siendo
indudablemente cordial contigo. Y que te está salvando una
vez más la vida.
—Viene a mesa puesta. Lo estás tratando demasiado bien,
Milyutin, te has enamorado de él.
El grupo jalea la broma que ha hecho un enorme ruso con
rasgos asiáticos y cuerpo de luchador. Después de la cárcel,
después del cementerio de barcos, después del asilo de
impedidos, Khünbish ya sabe perfectamente distinguir cuándo
un grupo se mueve con hostilidad y cuándo, debajo de tanta
fachada, hay cierta cordialidad, casi milagrosa. Khünbish
entiende que, probablemente gracias a la fuerte influencia de
Milyutin, aquel grupo alrededor del fuego va a tener un hueco
para él. Un pastor siempre sabe qué rayo recorre al rebaño en
cada momento. Así que se acerca a ellos y se presenta.
—Tienes que estar muerto de hambre. Hoy te vamos a
bautizar, has tenido suerte porque nos ha llegado una buena
mercancía y esto no pasa todos los días, ya verás.
Suerte. Precisamente suerte. Delante de ellos tienen una
mesa plegable donde apoyan sus botellas de cerveza y de vino
y de vodka, sus toscos cuchillos y platos de latón con chuscos
de pan, patatas cocidas y trozos de carne gris violácea que
parecen preparados para hacerse al fuego.
—Esto es ciervo. Esto es mamut.
Khünbish primero cree que todavía no se ha despertado del
todo y que después de tanto tiempo andando, tanto frío, tanto
dolor y tantas horas en ese inmundo sofá, sus sentidos no
deben de estar todavía funcionando adecuadamente. Han dicho
«mamut». Sabe suficiente idioma ruso como para haberlo
distinguido todo. Ciervo y mamut. Ciervo y mamut. Ni le da
para preguntarles porque enseguida están concretándole los
detalles. El rebaño entra en la coreografía.
—El primer bocado es realmente asqueroso. Pero tienes
que aguantarlo un poco. Luego parece que se va a poder tragar
pero entonces sabe mucho peor y ahí es cuando tienes que
hacer todo lo posible por no escupirlo, pensar en otras cosas y
terminártelo entero. Sobre todo no pienses en lo primero que
se te va a venir a la mente, eso, eso mismo, en cuanto se te
ocurra cambia de idea y así irá mucho mejor.
—No todo el mundo tiene la suerte de bautizarse con esto.
Eres un tipo con suerte, sin duda lo eres y después de esto lo
vas a ser mucho más.
Un tipo con suerte. Precisamente.
Uno de los comensales recoloca unas ascuas aparte del
fuego y pone encima una parrilla. Otro le acerca los platos de
carne y los van haciendo con delicadeza. Un golpe de apenas
segundos y a servir.
—Si encuentras algún hueso dudoso en el que todavía
quede carne pegada, se lo tienes que traer a Milyutin y ya me
encargo de organizar el resto. Hay de bisontes pero de los
esteparios, que ya se extinguieron, también hemos probado de
rinocerontes lanudos y de caballos salvajes. Mamut no es
habitual pero tampoco imposible, tampoco es esta la primera
vez.
Milyutin le ha echado el brazo por encima de los hombros a
Khünbish mientras le explica todo eso con total naturalidad,
como si le estuviera hablando de palas o de mapas. El
espécimen. Funciona.
—Es tu turno.
Uno de los hombres le acerca un plato de latón con un
minúsculo trozo de carne renegrida.
—Ponte una cerveza cerca por si acaso.
Todos le están mirando. Khünbish entiende que no tiene
elección y coge con un tenedor el trozo de carne y se lo lleva a
la boca. Primero quema ligeramente, luego cruje y no sabe a
nada. Luego viene la humedad, la orina. Sabe a orina. No hay
que pensar en la orina. Una arcada le sube primero pero se
acuerda de las instrucciones que le acaban de dar y aguanta.
Va a aguantar. Se le revuelve el estómago, el trozo ya está
masticado lo suficiente y se lo traga. Justo antes del vómito
pide con gestos la cerveza y le da un trago. El grupo le jalea
con bronca.
—¡Espécimen valiente!
Mejor no preguntar. Ciervo rociado en orina o realmente
mamut o gaviota podrida o perro con sarna, qué más da. El rito
está hecho y a partir de ahí todo va a salir mejor. Un tipo con
suerte. Precisamente.
71

El bramido ha ido creciendo, predecesor, y Dira ahora solo


tiene que asomarse para ponerle forma, para explicarlo. Los
golpes se repiten cadenciosos aunque no del todo iguales entre
sí, alguno parece ser el último y estar hecho para quebrar el
mundo definitivamente con su vehemencia, otros se quedan en
un anuncio, en un llegar difuso que se apaga antes de existir.
Es agua aunque es algo más enorme que el agua. Más bárbaro.
Precisamente el río ha hecho sus últimos recodos, ya
asalvajado, ya cuesta abajo, ensanchándose desesperado, como
cayendo a su fin al otro lado de estas rocas donde Dira se
agarra, más allá de esta última tierra que hay que escalar. Por
encima de su cabeza intuye un viento que arrasa, una bocanada
que parece venir del fin del mundo.
Es el fin del mundo. He llegado.
Da su último esfuerzo, un grito involuntario remata el
movimiento y ya está arriba, azotada en su pecho, en el rostro,
en su pelo por la corriente de agua y viento que no cesa.
Delante, como lo único que parece existir a partir de ahora,
tiene, por primera vez en su vida, el mar.
Aquí terminamos.
Su primera reacción, ahora se da cuenta, ha sido sonreír.
Algo en su interior hecho de incertidumbre y también de
pánico ha desembocado en una nerviosa sonrisa mientras
intenta entender qué es toda aquella masa de agua, quién la
puso allí, cómo ha surgido aquel infinito negro, gris,
espumoso, aquella guerra de agua que parece puesta en
marcha eternamente.
Ahí está nuestro río. Ahí están nuestros peces.
Es terror. También es tragedia. Se lleva las manos a la
cabeza y sigue por un tiempo indefinido en aquella cumbre
mirando detenida, esperando que pase algo pero lo que en
realidad ocurre es que no deja de pasar todo el tiempo el mar,
su fluir, su temible terremoto. Dira, después de volver en sí,
estudia los alrededores, encuentra abajo una playa cubierta de
redes negras de algas que entran y salen del mar, también
algunos bultos marronáceos que parecen reptar sobre la arena,
más allá otras cumbres quebradas y redondeadas por el viento,
detrás de ella la llanura infinita, como si en aquel punto
elevado estuviera justo entre dos nadas hechas de tierra y agua.
El final del mundo, dónde si no para que desaparezcas.
Pero no encuentra lo que busca. Sabe que no está lejos,
quiere creer que ha alcanzado el lugar que buscaba. Pero,
después de cansar sus ojos escudriñando aquel mundo que
tiene bajo sus pies, sigue sin ver a la montaña que se mueve.
Estás aquí. Tan cerca.
72

Y la Fortuna, el intangible refugio solidificado en una talla


de madera de un soldado que se llevó de casa de su padre
cuando salió de allí para no volver. Khünbish manosea el
soldado dentro del bolsillo, lo ha ido encontrando durante todo
el viaje allá al fondo cada vez que escondía sus manos del frío
o buscaba alguna moneda que ya no tenía, siempre
apartándolo inconscientemente, dejándolo en un segundo
plano, tampoco como un estorbo, ni siquiera como un estorbo.
Pero hoy, que anda desorientado, otra vez zarandeado por el
mar, el mar y su viento, hoy que carga el peso del mundo con
toda su masa gris aplastándole sobre los hombros, que lleva
los huesos calados de humedad, en esta salida en la que igual
tampoco ocurre, ha decidido sacarlo al exterior, se ha detenido
un momento y lo ha mirado, lo tiene delante, tosco, ridículo en
su chapuza, apenas se le distinguen ya las distintas partes del
rostro, todo es una masa informe debajo del casco de campaña,
a la espada cruzada contra el pecho le falta la mitad de su
cuerpo.
—Qué haces aquí.
Khünbish siente que quizá ha llegado a una esquina cerrada
del mundo, mira a su alrededor y todo parece muerto.
Arrasado. Comprende que ir hacia delante es el mismo
desvarío que volver sobre sus pasos.
—Dime para qué has llegado hasta aquí.
El soldado de madera ya no puede mirarle porque no tiene
ojos, ya no puede entenderle porque ha perdido toda estructura
humana. Khünbish no podría recordar cómo ni con qué
motivación se paró a cogerlo y a guardarlo en su bolsillo al
salir de la casa, todavía con el cadáver de su padre abandonado
en el suelo sobre su propia sangre extravasada.
—Un tipo con suerte. Tanto para qué.
Y entonces, con una rabia desgastada, con un cansancio
cobijado ya en lo más profundo del alma, Khünbish encara al
mar, al mar con todo su viento, levanta el soldado por encima
del hombro y lo arroja lo más lejos posible.
—Así nadie podrá encontrarte.
Apenas sabe ubicarlo, pero en su interior, Khünbish,
después de todo, se siente reconfortado con un calor que se
parece demasiado al alivio.
73

Y la Fortuna, el intangible refugio solidificado en dos


guijarros de río, líneas blancas dibujando en sus costados la
espiral de sus antepasados, antídotos del miedo y de la duda.
Dira les ha ido dando el último sol de las tardes para que sus
cuerpos mantengan su firmeza, tal y como le había explicado
Brah y ahora ya han llegado al final de su cometido.
Cuando estén desnudas.
Porque las piedras, siempre presentes al fondo del zurrón de
Dira, saludándose entre ellas con un ligero chasquido cuando
había que saltar alguna zanja o apretar el paso, ya han perdido
los motivos familiares pintados en su momento con raspadura
de caliza blanca y resina pinácea, ahora ya vuelven a tener su
piel original, limpiada por el tiempo y sus vientos y entonces
es el momento de ofrecerlas de nuevo al camino.
Volverán al agua. A la madre de todas las aguas.
Dira abandona el sendero de arena más compacta y ya está
en la orilla del mar, sintiendo bajo sus pies cómo la tierra
negra se hunde blanda y agradecida. Primero ofrece los dos
guijarros al cielo cubierto de nubes, luego los acerca a su
pecho y finalmente se los regala a la orilla, a las olas que
inmediatamente, como queriendo reconocerle el gesto a Dira,
lamen y revuelcan y engullen las dos piedras para hacerlas
desaparecer dentro de su infinitud.
También son para ti, Lud, que te fuiste para no volver.
Dira, aguantando las lágrimas, lleno el pecho con el aire
frío que nace del mar, retoma sus pasos para seguir la línea de
la costa.
(Desembocadura del río Yuribéi,
península de Yamal)

Ha olvidado el camino, de dónde venía e incluso el motivo


que lo ha traído tan lejos. Ahora todo su cuerpo es una pala.
Retira tierra y debajo de esa tierra, negra, ablandada por la
lluvia, por los siglos, hay más tierra y debajo de esa tierra
sigue habiendo tierra. Tierra y conchas que chasquean contra
el metal de la pala y Khünbish no va a parar hasta que
encuentre el golpe definitivo. Esta vez sí.
—Esta vez sí.
Es orina. Lo que huele Dira, el rastro que lleva dirigiendo
sus pasos desde que amaneció, tiene que ser orina. Y el mar. Y
al fondo, en el claro que ha dejado la maleza, rodeada de una
luz de polvo propia de un milagro, de justo ese milagro con
toda su paradójica quietud, ya la tiene. La montaña ha dado un
ligero paso al frente que la diferencia de lo inerte. Y deja en el
aire un manso bramido, como irradiado hacia dentro, más de
satisfacción que de lucha. Dira da unos primeros pasos
precavidos, como si el más leve descuido pudiera asustar al
enorme animal que tiene al fondo. No es polvo, es una cortina
de agua, quizá lluvia, quizá la espuma del mar que salta con
cada golpe, probablemente todo mezclado haciendo círculos
perfectos que ruedan sobre sí mismos, esa cortina cayendo
sobre el costado profusamente peludo de la negra montaña con
colmillos.
Hola.
Khünbish se endereza un instante para descansar, ha creído
oír un bramido dócil colgado del aire, nacido directamente de
las entrañas del aire, y está mirando al fondo, a ese mismo
fondo y por un segundo ha visto la fantasmal silueta, calcada a
las que aparecen en los libros de arqueología, Milyutin tiene
láminas por todas partes, una montaña peluda con enormes
colmillos, ese aire de indefensión, de bondad, por qué no
suponerlo así.
—Todos están muertos. Todos están aquí, enterrados.
El mar. Golpea, gris, negro casi, no cede ni un segundo,
ignora todo lo que pueda estar pasando ahora y entonces,
entonces y ahora, y ambos, Khünbish y Dira, lo están mirando,
quieren preguntarle al mar pero no aciertan a entender qué
quieren saber de él exactamente. Del agua. De ella.
—Cómo te fuiste para no volver. Quién te mató.
Dira ve que la montaña peluda ha dado dos pasos más en
dirección a un abrigo hecho de matorrales y arena donde el
mar llega más calmo. No quiere perderla de vista, no quiere
que de repente el animal se asuste y vuelva sobre sus pasos
maleza adentro. Ya lo ha visto pero ahora quiere estudiarlo
más de cerca. Tan lejos todo esto de su poblado, tan cerca todo
esto de sus manos. Acelera sus movimientos ligeramente pero
sigue cuidando cada palmo de tierra y de aire, sigilosa, todo su
cuerpo es un tigre, todo su cuerpo es músculo y silencio.
Tú eres la última. Lo entiendo ahora.
Khünbish vuelve a encorvarse y hunde la pala una y otra
vez, una y otra vez, no hay dudas de que es justo aquí. El aire
lo repite. De tantos kilómetros y tantas horas recorridos ha
aprendido cómo se esparce la tierra, cómo crecen las malas
hierbas, cómo hace remolinos el viento hablándole de dónde
no, dónde quizá, dónde tiene que intentarlo, dónde seguir
hacia delante, y ahora todo cuadra justo aquí. También está lo
intangible, lo irracional, el picor en la mano derecha cuando se
barrunta la buena suerte, y en este lugar inhóspito su mano se
ha puesto casi roja de premonición.
—Ya lo tengo, ya vuelvo Enkhtuya.
La lluvia vuelve, o siempre estuvo pero ahora se hace más
presente, lenta, benévola, les cae sobre las cabezas, sobre los
hombros, ambos la reciben como si ya nunca más fuera a parar
de llover. Dira se ha acomodado entre dos enormes masas de
matorral y tiene al mamut a la distancia de una pedrada. El
enorme animal parece ensimismado con el bramido del mar,
luego retoma su rutina y se encorva buscando brotes o algo
crujiente con lo que alimentarse. Dira recuerda los dibujos que
Brah les enseñó en aquella cueva, aquel movimiento de lucha,
de huida que ahora es algo muy distinto, ahora la montaña que
se mueve está rodeada de paz. Dira piensa que a su vuelta
tendrá que enseñarles a los del poblado toda la estampa,
dejarla grabada en la sala de los rezos, y esfuerza su mirada
para conservar cada detalle en su interior. Es el último, Dira lo
sabe, el mamut también lo sabe, su andar lento, su quietud, su
dejarse llevar lo dicen y ese último tendrá que quedar para
siempre en su dibujo, con toda su pausa, con toda su entrega al
inevitable fin. Como un tributo, como un homenaje, como un
testimonio de algo que ya no volverá.
Lud, aquí la tienes. Aquí la tenemos, la montaña. La llevaré
de vuelta, para siempre.
Entonces es el golpe definitivo. La pala ha encontrado la
resistencia, el chasquido mucho más intenso, y ahora trabaja la
tierra para ir liberando la pieza, manos y pala, pala y manos,
primero es una sucia roca amarillenta, luego un largo cuerpo
liso en su blancura, inmediatamente la curvatura esperada, el
colmillo de principio a fin. La lluvia. Las lágrimas.
—Ahora puedo llorar. Ahora.
Después del forcejeo, Khünbish extrae la mole y la extiende
en la superficie, blanco retorcimiento sobre la tierra negra. El
viento se embrutece entre los matorrales. Dira observa cómo el
mamut se ha girado hacia ella, muy lento, notando su
presencia, buscándola con la punta de su olfato, Dira incluso
cree que la está mirando, que le está dando la bienvenida y
también el adiós, que le está agradeciendo que haya andado
tanto para esto. Para esto, precisamente para esto, piensa
Khünbish arrodillado frente al final de su camino, sabiendo
que termina aquí y empieza el otro, el de vuelta. El
reencuentro. La sanación. En su pecho, en lo profundo, por fin,
nota que todo aquello que tanto tiempo lleva doliéndole de
pronto se ha curado.
—Ahora puedo volver. Ahora puedo empezar.
Ahora ya te tengo para siempre.
Dira y Khünbish, recortados en la espuma, se vuelven
ligeramente hacia el mar, que sigue rompiéndose una y mil
veces contra las rocas, contra la orilla, contra el viento, una
cortina de mar, una cortina gris casi negra que los envuelve y
ambos entienden que todo aquello, los mamuts y los colmillos
y las gaviotas y su largo camino hasta esta orilla, todo, la tierra
en sí, con sus incendios y sus cuevas, con sus cementerios y
sus llanuras desnudas, después de tanto, afortunadamente, no
los tiene para nada en cuenta.
La parte blanda de la montaña
Álex Prada

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Diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño


© de la fotografía de la portada, Floris Smeets

© Álex Prada, 2022

© Editorial Planeta, S. A., 2022


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Primera edición en libro electrónico (epub): octubre de 2022

ISBN: 978-84-322-4131-4 (epub)


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