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LOS SUFRIMIENTOS MORALES

DE CRISTO
ORATORIUM MUSICI

ORATORIO DE SAN FELIPE NERI DE ALCALÁ DE HENARES


ENSEMBLE PRAETERITUM
«El mundo no es capaz de contener los recuerdos de su amor»

JOHN HENRY NEWMAN,


Sermones Parroquiales II, 32

Portada:
LUCA DI LEIDA (1494-1533)
LOS SUFRIMIENTOS MORALES
DE CRISTO
ORATORIUM MUSICI

Música de VIVALDI.
A cargo de ENSEMBLE PRAETERITUM:
Pablo Suárez, violín solista
Laura Delgado y Pablo Prieto, violines
Paula García, viola
Marco Pannaría, cello
Laura Asensio, contrabajo
Pedro Jesús Gómez, tiorba.

Texto de: JOHN HENRY NEWMAN, “Los sufrimientos mentales de Cris-


to”, en: Discourses to Mixed Congregations (London, 1849). En español
en: Discursos sobre la fe (Madrid, 2000). Preparado para este Oratorium
musici por HELENA FACCIA.

Introducción y edición del P. Enrique Santayana C.O.


Congregación del Oratorio de san Felipe Neri
Alcalá de Henares, marzo, 2018.
SOBRE EL TEXTO Y LA MÚSICA
DE ESTE ORATORIUM MUSICI

Este oratorio musical, que celebramos en la víspera del Domingo de


Pasión, tiene como objeto la contemplación de los sufrimientos mora-
les de Cristo. Así se titula el sermón de J. H. Newman que nos sirve de
referencia, publicado en un volumen con el título Discourses to Mixed
Congregations, (Discursos a congregaciones mixtas), título que hace re-
ferencia a los grupos de católicos romanos y anglicanos a los que iban
dirigidos. Newman los escribió y los publicó en 1849, el mismo año en
que dio comienzo en Birmingham la Congregación del Oratorio. Fue su
primer libro de contenido espiritual después de su conversión a Roma.

Por otro lado, la música que escucharemos es de Vivaldi. En concreto,


cinco de sus conciertos para violín. La interpreta ENSEMBLE PRAETERITUM,
que ya se han hecho habituales entre nosotros.

Como es costumbre, no aplaudiremos a los músicos sino al final, des-


pués de la bendición, para no romper el clima de la oración y la medita-
ción.
ENTRADA

En el nombre del Padre…

Tendemos a imaginar los padecimientos de Cristo como si no fuesen totalmente


reales, como si en el fondo no los sufriese el Hijo de Dios, como si la única persona
divina del Hijo quedase a salvo del sufrimiento, como si su humanidad fuese solo
una epidermis que lo salvaguarda. No llegamos a comprender que la única persona
que en Cristo se alegra y padece es el Hijo. ¡Que se hizo hombre para poder sufrir
como hombre!

¡No, no hay nada que sea mera apariencia en la pasión de Cristo! ¡No hay nada
que sea mera apariencia en su vida! Lo que de él se dejaba ver, lo que de él se deja-
ba oír, su aspecto, su voz, sus gestos, sus palabras…, no eran un burladero, no eran
los ropajes ficticios de una representación teatral. Si reía, el Verbo hecho hombre es
el que reía. Si hacía milagros, los hacía el Verbo hecho hombre. Si padecía, era el
Verbo hecho hombre el que padecía. El que murió fue el Verbo hecho hombre. Y,
como dice santo Tomás de Aquino, el Verbo permaneció en el cuerpo sepultado y el
Verbo descendió con el alma a los infiernos.

¡Nada es mera apariencia en Cristo! ¡Ni siquiera la apariencia que nos enseña
algo verdadero! Muchas veces escuchamos: en la Cruz Dios nos mostró que nos
amaba. Es cierto eso, pero es poco. Hay que decir más: en la Cruz Dios nos amó
humanamente hasta la muerte. No es mera manifestación de un amor que ya exis-
tía, el de Dios. Es la realización humana de ese amor. El Hijo de Dios «habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Se
había hecho hombre para llegar a este amor extremo; y esa perfección en el amor
humano del Verbo de Dios se cumplió paso a paso en la Pasión, hasta que «exhaló
su espíritu».

Ahora, después de afirmar que en Cristo no hay nada que sea mera apariencia,
que es el Hijo de Dios el que sufre humanamente, que sus padecimientos son to-
talmente reales, ahora se abre ante nosotros un abismo insondable, porque si todo
lo humano de Cristo lo decimos del Verbo eterno, del Hijo eterno, de Uno de la
Trinidad, de quien es Dios verdadero, entonces ¡Qué mar infinito e inescrutable se
abre ante nosotros! Toda la eternidad en la contemplación misma de Dios no bastará
para agotarlo.
Newman nos introduce en este misterio. No son palabras que se puedan escu-
char con espíritu distraído. Cuando aún era joven había dicho: «Jesucristo no dijo
palabras en vano. La eterna Sabiduría de Dios no dejó oír su voz para que nosotros
aprehendamos sus palabras de modo rápido y fácil, pensemos que las hemos com-
prendido al instante y pasemos adelante sobre ellas. Su palabra, por el contrario,
permanece para siempre y posee una hondura de sentido que es apta para todo
tiempo y lugar, y que se entiende solo con esfuerzo y dolor. Los que creen haber
entrado fácilmente en esa hondura pueden estar seguros de no haber entrado en
absoluto».
Intentemos nosotros contemplar el misterio que hoy se nos ofrece: el de los su-
frimientos morales de Cristo, sabiendo que no agotaremos su comprensión, que este
misterio permanece ahí ante nosotros para siempre, no como algo externo, y en el
fondo ajeno, sino como nuestra verdadera morada. Descansaremos en esta morada
eterna del amor de Dios hecho hombre. «Puso su tienda entre nosotros» al tomar
carne, al hacerse hombre; y ahora esa humanidad suya es nuestra morada eterna. El
Verbo Eterno que se hizo hombre, que padeció, que murió, que resucitó, «se ha con-
vertido en nuestro refugio», en nuestra morada. «Allí descansaremos y contemplare-
mos», sin agotar jamás la insondable profundidad y belleza del misterio de su amor.
Allí encontraremos, siempre nuevo, lo que hoy podemos empezar a contemplar.
¡Que el encontrar no signifique el fin de la búsqueda de quien ama! «Descansare-
mos y contemplaremos. Contemplaremos y amaremos. ¡Amaremos y alabaremos!»

VIVALDI
Concierto para violín, cuerda y clave en G menor, R 325
allegro molto
largo
presto

I. ENCARNACIÓN E INTENSIDAD ESPIRITUAL


DE LOS DOLORES DE CRISTO

Cada uno de los episodios de la vida de Nuestro Señor y Salvador es de tan


insondable profundidad que nos proporciona inagotable materia de contemplación.
Ciertas épocas del año, especialmente la de Pasión, nos inducen a considerar cuida-
dosa y minuciosamente aquellos pasajes del Evangelio considerados como los más
sagrados.
Bien sabéis que Nuestro Señor y Salvador, aunque era Dios, era también verda-
dero hombre; por lo tanto, poseía no solamente un cuerpo, sino también un alma
como la nuestra, aunque exenta de toda mácula. Jesucristo no tomó el cuerpo sin
alma, porque entonces no hubiera sido verdadero hombre. Cuando nuestro Creador,
por una condescendencia inefable, se revistió de nuestra naturaleza, tomó alma y
cuerpo. Dios mismo creó el alma que había de tomar para sí, mientras que su cuerpo
lo tomó de la carne de la bendita Virgen María, su madre. De este modo, Dios se
convirtió en hombre perfecto, con cuerpo y alma. No solo tomó un cuerpo de carne
y nervios que admitiese las heridas y la muerte y fuese capaz de sufrimientos, sino
también un alma susceptible de las penas y amarguras propias del alma humana.
De esta forma, pudo sufrir tanto en su cuerpo como en su alma la Pasión que nos
redime.
Consideremos que no existe verdadera pasión, aunque haya un sufrimiento apa-
rente, cuando se carece de sensibilidad interna o espiritual, verdadero centro o nú-
cleo del sentir y del padecer. Un árbol, por ejemplo, tiene vida, crece y decae, pue-
de ser dañado e inutilizado; se seca y muere, pero no sufre, porque no tiene alma, ni
principio sensitivo espiritual. Mas donde existe este don del principio inmaterial, es
posible el verdadero padecer. Si careciéramos de espíritu, sentiríamos lo que siente
un árbol; si careciéramos de alma racional, no sentiríamos el dolor más de lo que
lo siente un animal. Sin embargo, siendo hombres, experimentamos el dolor como
solamente lo sufren aquellos que poseen alma.
Por ende, el dolor es una prueba tan penosa que no podemos apartar el pen-
samiento de él, mientras nos acosa. Capta por entero nuestra atención, se apropia
de nuestro espíritu, se adueña de nuestros pensamientos para fijarlos en sí. Si logra-
mos distraer la mente, parece que el dolor se amortigua; por eso los amigos tratan
de entretenernos cuando el dolor nos atormenta. Podemos soportar un instante de
dolor, pero este, si persiste, se torna intolerable. La percepción del alma hace que
cada momento de dolor se acumule sobre el siguiente y así el padecer se vuelva
cada vez más agudo. Por eso, cada instante adicional de dolor tiene toda la fuerza,
la creciente fuerza, de todos los instantes de dolor que le han precedido. Por el con-
trario, los animales no padecen el dolor que sienten, por carecer de reflexión y de
conciencia. Ellos no toman en consideración su existencia, no reflexionan acerca de
sí mismos, no miran ni al pasado ni hacia el futuro, pues cada instante a medida que
va sucediendo comprende su todo. Tienen memoria, pero no la memoria del alma
racional. Lo que otorga especial poder y agudeza al dolor del cuerpo es, justamente,
la percepción que tiene de él el alma.
En estos días solemnes nos encontraremos primera y muy especialmente con los
sufrimientos corporales de Jesús: la prisión, su caminar ante los jueces, los golpes
y heridas, los latigazos, la corona de espinas, los clavos… la Cruz. Todo eso se nos
pone directamente ante la vista y la contemplación. Sin embargo, los padecimientos
de su alma están más allá de lo que podemos contemplar con claridad, aunque lo
cierto es que estos sufrimientos del alma precedieron a los del cuerpo: la agonía,
que es un dolor del alma, constituyó, en realidad, el primer acto de su tremendo
sacrificio: «Mi alma siente angustia de muerte» (Mt 26,38), dice Jesús antes de que
empezasen los dolores del cuerpo. Y más tarde, todo lo que sufría su cuerpo también
lo padecía en su alma. Su cuerpo era el conducto por el cual se vertían todos sus
sufrimientos en el verdadero centro de su pasión: su alma. Era el alma el verdadero
centro de los sufrimientos del Verbo Eterno.
¿Recordáis cuando se le ofreció vino mezclado con mirra, en el instante de su
crucifixión? No quiso beberlo. ¿Por qué? Porque tal bebida habría adormecido su
mente y Cristo estaba decidido a sufrir el dolor en toda su amargura. Jesús gustosa-
mente hubiera escapado de ellos si hubiese sido la voluntad de su Padre: «Si es posi-
ble –reza– aparta de mí este cáliz» (Lc 22,42), pero dado que no era esa la voluntad
de su Padre, Jesús declara con calma y decisión: «El cáliz que mi Padre me ha dado,
¿no lo voy a beber?» (Jn 18,11).
Si tenía que sufrir, Él mismo se entregaría al sufrimiento, se enfrentaría a él, lo
acometería, para que hasta la más pequeña porción de dolor cumpliera su cometido
causándole la debida huella. Y esto era así porque su alma estaba tan absolutamente
en su poder, tan libre de distracciones, tan entregada al dolor y a la pena, tan abso-
lutamente sujeta al sufrimiento, que bien se puede decir que sufrió la totalidad de su
pasión en cada instante de la misma.
Nuestro Señor era en este aspecto diferente a nosotros, pues aunque hombre
perfecto, sin embargo existía en Él un poder superior a su alma, que la gobernaba,
pues Cristo era Dios. El alma de los hombres mortales está sujeta a sus deseos, sen-
tidos, impulsos, pasiones y perturbaciones; sin embargo, el alma de Cristo estaba
sujeta únicamente a su Eterna y Divina Persona. Quiere esto decir que nada le acon-
teció a su alma por azar o repentinamente. Nuestro Señor nunca fue sorprendido,
nada le afectó sin haberlo Él deseado antes, nunca padeció pesares, ni temores, ni
deseos, ni regocijos de espíritu, sin que Él no hubiese deseado estar apesadumbra-
do, o temeroso o deseoso o regocijado. Cuando Cristo quería temer, temía; cuando
quería acongojarse, se acongojaba. Por consiguiente, cuando se decidió a soportar
los dolores de su Pasión, lo hizo —como afirma la Escritura— «con toda su fuerza»
(Qo 9,10), no a medias. No apartó su mente del dolor, como solemos nosotros hacer.
Cristo tomó cuerpo mortal para poder sufrir, se hizo hombre para poder sufrir
como hombre. Y cuando hubo llegado su hora, aquella hora de Satanás y de tinie-
blas, en la cual el pecado iba a derramar toda su malicia sobre Él, sucedió que se
ofreció completamente en holocausto.
VIVALDI
Concierto para violín, cuerda y clave en D, R 217
allegro
largo
allegro

II. PASIÓN ACTIVA DE CRISTO

Y así como todo su Cuerpo pendería de la Cruz, así también entregó a sus ver-
dugos toda su Alma, dándose cuenta plenamente, con total conocimiento y mente
despierta, colaborando activamente y con total intensidad. Su Pasión no fue un mero
estado pasivo, sino verdadera acción. Cristo vivió enérgica e intensamente mientras
languidecía, se desmayaba y moría. No murió sino por un acto de su voluntad, pues
al inclinar su cabeza, hizo una señal con la que mandaba y, al tiempo, se sometía.
Dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu». Cristo dio la orden: entregó su
Alma, no la perdió.
El dolor de una persona se mide por su capacidad para experimentarlo y asumir-
lo. Aquí es Dios, con toda su potencia, el que sufre con su naturaleza humana. Los
sufrimientos pertenecían a Dios y eran apurados hasta el fondo, no eran gustados o
sorbidos de modo ligero o incompleto. No eran disimulados o camuflados. Cristo
apuró el cáliz hasta el final.
Nuestro Señor nos dice al comienzo de su agonía: «Mi Alma siente angustia de
muerte» (Mt 26,38) . Todavía podéis haceros, hermanos míos, esta pregunta: ¿es que
acaso no poseía Cristo algún consuelo peculiar, desconocido para los demás, que
disminuyera e impidiera la angustia de su Alma y que le hiciera sentir, por consi-
guiente, menos que a cualquier mortal?
Por ejemplo, diréis, Cristo poseía una seguridad y certeza de su inocencia cual
ninguna otra víctima podía tener. Incluso sus perseguidores, el apóstol mendaz que
lo traicionó, el juez que lo sentenció y los soldados que lo ejecutaron atestiguaron
su inocencia. «He pecado, entregando la sangre de un inocente», dijo Judas. «Yo soy
inocente de la sangre de este Justo», afirmó Pilato. «En verdad que este hombre era
un justo», exclamó el centurión. Si incluso todos esos, que eran pe¬cadores, fueron
testigos de su inocencia, ¡cuánto más lo captaría su alma! Incluso a nosotros, pe-
cadores, nos ocurre que somos más capaces de soportar las calumnias cuando nos
sabemos inocentes. ¡Cuánto más, me diréis, habrá compensado el sufrimiento y la
humillación de Nuestro Señor, esa certeza de santidad intrínseca!
También podéis plantear una segunda objeción: que Cristo sabía que sus sufri-
mientos durarían poco y que su resultado sería glorioso, mientras que la incertidum-
bre por el futuro, en cambio, es uno de los tormentos que más angustia al hombre;
por lo cual parecería que Cristo apenas podría sufrir angustia, pues Él no experimentó
vacilación o dudas. Se observa, ciertamente, una seguridad y una calma maravillosa
en todo lo que hace y en sus palabras. Eso es verdad, Cristo fue siempre él mismo:
nunca perdió el perfecto equilibrio que lo distinguía. Pero eso no hace sino subrayar
lo antes dicho: que lo que Cristo sufrió, lo sufrió porque se situó a sí mismo, delibe-
rada y tranquilamente, bajo el sufrimiento. Igual que dijo al leproso: «quiero, queda
limpio» y al paralítico: «tus pecados te son perdonados»; y así fue. También en el
momento preciso Cristo descorrió los cerrojos, abrió las compuertas y el torrente se
precipitó sobre Él con toda su fuerza. «Llegaron al huerto llamado Getsemaní, y dijo
a sus discípulos: “Sentaos aquí mientras Yo rezo”. Y llevándose a Pedro, a Santiago y
a Juan comenzó a atemorizarse y angustiarse». Ved cómo actuaba deliberadamente.
Él se aparta a un lugar próximo y allí pronuncia la voz de mando, retira de su alma el
apoyo de la Divinidad y entonces la desesperación, el terror y la tristeza hacen presa
de Él. Cristo penetra en una agonía mental de acción tan definida, como lo serían
para el cuerpo humano el fuego o el potro.

VIVALDI
Concierto en Fa mayor para violín, RV 295
allegro
larghetto
allegro

III. EL HORROR DEL PECADO

No es justo decir que Cristo estaba sostenido durante su prueba por la certeza de su
inocencia y la anticipación del triunfo, pues la prueba que padecía consistía precisamente
en la retirada total de esa seguridad de su inocencia y de la anticipación de su victoria. Lo
cual no era efecto de impulsos que le viniesen de fuera, sino el resultado de su resolución
interior. Así como los hombres con dominio sobre sí mismos pueden trasladar su pensa-
miento de uno a otro asunto y concentrarlo en aquello que quieren, mucho más Jesús: se
negó a sí mismo cualquier consuelo y se saturó de amargura. En ese momento apartó su
Alma de cualquier pensamiento sobre su inocencia o sobre su futura victoria y se centró en
la abrumadora carga que había venido a tomar.
Ahora, hermanos míos, preguntémonos: ¿qué carga era esa?, ¿qué era eso que Cristo
tenía que cargar cuando abrió su Alma al torrente de la pena ya predestinada? Jesús tenía
que soportar lo que nosotros conocemos bien, lo que parece tan nuestro como la piel, lo
que nos es tan familiar… pero que para Él era un mal indecible. Tenía que tomar sobre sí
aquello que para nosotros es tan fácil, tan natural, tan aceptable, que no pensamos mínima-
mente que pueda ser algo inaguantable y digno de castigo; pero que para Él tenía el aroma
y el sabor del veneno de la muerte. Cristo tenía que soportar el peso de nuestros pecados,
los pecados de la humanidad entera.
El pecado es cosa fácil para nosotros; pensamos muy poco en él y no comprendemos
cómo pudo preocupar tanto al Creador; no podemos creer, ni siquiera forzando nuestra
imaginación, que merezca castigo. Pero considerad lo que es el pecado en sí mismo: es
la rebelión contra Dios; su rechazo y su desprecio; la acción de un traidor cuyo fin es el
destronamiento y la eliminación de su Soberano. El pecado es el mortal enemigo del Dios
tres veces santo. De modo que Dios y el pecado no pueden nunca convivir; y así como el
Altísimo lo arroja de su presencia a las tinieblas, de la misma manera si Dios fuera menos
que Dios, sería el pecado quien tendría el poder de reducir a Dios a la nada.
Pues bien, observad lo que ocurrió en el Huerto de los Olivos. Entonces, en aquella
triste hora, se arrodilló el Salvador del mundo, se desprendió de las prerrogativas de su Di-
vinidad, despidió a los Ángeles, que por millares estaban preparados a su llamada, y abrió
sus brazos. Desnudó su pecho, puro como era, al asalto de su enemigo —un enemigo cuyo
aliento era pestilente y cuyo abrazo era una agonía—. Se arrodilló, inerte y mudo mientras
la vil y horrible fiera vistió su espíritu con el ropaje odioso y atroz del crimen humano, que
se prendió en su corazón, llenó su conciencia e invadió todos sus sentidos y cada rincón de
su mente. Extendiendo sobre Él una lepra moral hasta que Cristo se sintió casi convertido en
lo que Él nunca podría ser: un hombre corrompido por el pecado.
¡Qué horror cuando al mirarse no se reconoció y se sintió cual impuro y aborrecible
pecador, a través de la vívida percepción de aquella masa de corrupción que se derramaba
sobre su cabeza y se esparcía hasta la orla de sus vestiduras! ¡Oh, qué confusión cuando
encontró sus ojos, manos, pies, labios y corazón como si fueran miembros del maligno y
no de Dios!
¿Eran estas sus manos antes inocentes, pero ahora teñidas de sangre de diez mil accio-
nes crueles? ¿Son estos sus labios que ya no se abren para alabar, orar, bendecir, sino que
están manchados con juramentos, blasfemias, mentiras y doctrinas demoníacas? ¿Y sus ojos,
pro¬fanados por todas las visiones diabólicas y fascinaciones idólatras por las cuales los
hombres han abandonado a su adorable Creador? ¡Y sus oídos! Vibra en ellos el sonido de
las orgías y las disputas entre hermanos. Su corazón está yerto por la avaricia, la crueldad y
la falta de fe; y su misma memoria se halla colmada con todos los pecados que han sido co-
metidos desde la caída del hombre en todos los rincones de la tierra. Su alma se ve anegada
por el orgullo de los antiguos gigantes, y la lujuria de las cinco ciudades, y la obcecación de
Egipto, y la ambición de Babel, y la ingratitud y la burla de Israel.
¿Quién no conoce la turbación que trae un mal pensamiento que nos ronda conti-
nuamente a pesar de que tratamos de rehuirlo; que persiste en asaltarnos aún cuando no
nos pueda dominar? ¿O quién no ha experimentado la insidia de una odiosa y enferma
imaginación, no nuestra, pero que es introducida en nuestras mentes por fuerzas extrañas y
diabólicas? ¿O el hostigamiento de los conocimientos satánicos alcanzados con o sin culpa
del hombre y por cuyo desprendimiento y olvido pagaría el hombre un alto precio?
Adversarios como estos se reunieron a tu alrededor, Bendito Señor, en número de millo-
nes. Vienen en tropeles más numerosos que las plagas enviadas contra el Faraón. Allí están
presentes todos los pecados de los vivos y de los muertos. Asaltan su alma los pecados de los
que aún no han nacido, de los que se han perdido y de los que se han salvado, de tu pueblo
y de los gentiles, de pecadores y de santos.
Solo una mujer, Santa María, no añade sus pecados a ese tumulto de los que merodean
y asaltan el corazón de Cristo.

VIVALDI
Concierto E-Flat mayor para violín, RV 251
allegro ma poco
largo
alegro

IV. LA TRISTEZA DE MUERTE

Todos te cercan anegándote con sus pecados, acusándote de una culpa que has
querido tomar como tuya, ¡tú, verdadero e inocente Job! Solo falta una persona, y
no estaba porque Ella, que no tuvo parte en el pecado, era la única que podía con-
solarte; por eso no estaba entre los pecadores que merodean tu alma. Santa María
estaría cerca de Ti en la Cruz y lejos de Ti en el huerto. Ha sido tu compañera y tu
confidente durante tu vida; intercambió contigo los puros pensamientos y las santas
meditaciones de treinta años, pero su oído virginal no puede percibir, ni su corazón
inmaculado concebir, lo que ahora se te presenta cual visión delante de tu vista.
Solo Dios pudo soportar tal prueba. Algunas veces has mostrado a tus Santos la
imagen de un pecado, tal como realmente aparece a la luz de tu mirada, no ya mor-
tales, sino tan solo veniales; y ellos nos han dicho que verlos así, como tú los ves,
como son realmente, les acarreó todos los horrores menos la muerte y los hubiera
matado, si no hubieran sido instantáneamente retirados de esa visión. La Madre de
Dios no podría haber soportado ni una parte de aquella innumerable progenie de
Sata¬nás que ahora te oprime. Es la larguísima historia del mundo y sólo Dios puede
soportar su peso. Las esperanzas marchitas, los juramentos quebrantados, la lasci-
via satisfecha, los consejos despreciados, las oportunidades perdidas, la inocencia
traicionada, la juventud encallecida, los pecadores reincidentes, los justos derrota-
dos, los ancianos echados a perder, los falsos argumentos del error, la terquedad de
la pasión, la obstinación del orgullo, la tiranía de los malos hábitos, el cáncer del
remordimiento, la fiebre agotadora de la concupiscencia, la angustia de la desespe-
ración, los espectáculos crueles y lastimosos, las escenas repugnantes, detestables y
enloquecedoras. Aún más: los rostros macilentos, los labios convulsos, las mejillas
arrebatadas, el ceño fruncido, el gesto crispado de los que voluntariamente se han
hecho esclavos del demonio. Todo este mal se halla ahora delante de Cristo, pesa
sobre Él, está dentro de Él. Ocupa el lugar de aquella paz inefable que ha habitado
en su Alma desde el momento de su concepción. Se halla ahora sobre Cristo y pare-
ce pertenecerle como propio.
Jesús clama a su Padre cual si fuera el criminal y no la víctima. Su agonía toma
la forma de culpa y de arrepentimiento. Cristo hace penitencia, Cristo se confiesa,
Cristo se ejercita en la contrición, con una realidad y virtud infinitamente mayores
que la de todos los santos y penitentes juntos, pues Él es la única víctima, la única
redención, el verdadero penitente; todo, menos el ver¬dadero pecador.
Cristo se levanta lentamente de la tierra y se vuelve para enfrentarse con el trai-
dor y sus secuaces que ya rápidamente se acercan en medio de sombras profundas.
Cristo se vuelve, y hay sangre en sus ropas y en las huellas de sus pasos. ¿De dónde
proceden estas primicias de la Pasión del Cordero? Todavía ningún soldado ha azo-
tado su cuerpo, ni sus manos ni pies han sido taladrados por el verdugo. Hermanos
míos, Cristo sangró antes de recibir las heridas en su cuerpo. Ha sido su Alma agó-
nica la que ha roto su carne y ha hecho fluir la sangre. Su Pasión comenzó desde
dentro. Aquel atormentado corazón, sede de ternura y de amor, comenzó a fatigarse
y a latir con tal vehemencia que el rojo fluido vital circuló tan abundante y vigo-
rosamente por todo su cuerpo que, desbordando sus venas y estallando a través de
sus poros, se depositó como copioso rocío sobre su sacrosanta piel, convirtiéndose
luego en gotas pesadas que empaparon la tierra.
«Mi corazón siente angustia de muerte» (Mt 26,38), dijo el Salvador. Así se
describe aquella terrible peste que se cierne sobre todos cuando llega la muerte, sin
posibilidad de esquivarla y que lleva a nuestra disolución. Pues bien, con esta an-
gustia ya en sí misma mortal dio comienzo el Sacrificio que nos redimió. Si entonces
Cristo no llegó a morir fue porque su voluntad omnipotente no permitió el colapso
de su corazón ni la separación del Alma y del Cuerpo, cosa que no debía ocurrir
hasta que padeciese en la Cruz.
No; Cristo no había aún apurado aquel cáliz rebosante hasta los bordes ante el
cual su debilidad natural se quiso apartar. Su captura y las acusaciones, la bofetada
del guardia, la prisión, el juicio, las mofas, la peregrinación de tribunal en tribunal,
el látigo, la corona de espinas, el penoso camino hacia el Calvario y la Crucifixión
tenía aún que padecerlas. Tenía antes que transcurrir una noche y un día completos,
hora tras hora, tiempo terriblemente largo antes de que llegara su fin y de que cum-
pliera su misión.
Y al fin, cuando el momento señalado hubo llegado y Cristo lo ordenó, así como
su Pasión había comenzado en su Alma, en su Alma terminó. Cristo no murió de
agotamiento o de dolor corporal. Cuando Jesús lo ordenó, su atormentado Corazón
se quebró y encomendó su Espíritu al Padre.
Amén.

VIVALDI
Concierto en B menor, Op. 9, Nº 12, RV 391
allegro non molto
largo
allegro

SILENCIO

BENDICIÓN
«TODO ES VANIDAD, SINO CRISTO»
– SAN FELIPE NERI –

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