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Jesús
Autor: Gustavo Daniel D´Apice

3.1 Cómo es el hombre, el Hijo de Dios

Lo primero que tenemos que decir es que en Jesús hay dos naturalezas, una humana y otra divina, que se unen en la
Persona del Hijo de Dios, del Verbo Eterno, sin mezcla ni confusión, cada una con sus propiedades y operaciones
propias, que confluyen en un Solo Sujeto o Verbo encarnado (CEC 467).

La unión en la Persona es la más íntima y profunda que existe, y se la llama hipostática (del latín hipóstasis, que quiere
decir Persona).

Entonces, en Jesús no hay dos hipóstasis o personas, sino Una Sola, que es Nuestro Señor Jesucristo, Uno de la
Trinidad, Dios mismo Él también, presente en medio de nosotros.

Por lo tanto, todo en la humanidad de Jesús debe ser atribuido a su Persona Divina como a su propio sujeto, y no
solamente las cosas grandes y poderosas, como los milagros o la resurrección corporal, sino también sus limitaciones,
sus sufrimientos, y aún su misma muerte.

Es lo que en teología se llama la “comunicación de idiomas”: Jesús hizo milagros y resucitó, por lo tanto, Dios hizo
milagros y resucitó. Pero ahora viene lo más difícil de aceptar y comprender: Cuando decimos Jesús sufrió, tuvo
hambre, sed, murió en la cruz y fue sepultado, nos cuesta decir que “Dios sufrió, tuvo hambre, sed, murió en la cruz y
fue sepultado”.

Pero esto resulta claro de la comprensión de que Jesús era, es y será Dios. Si Él es Dios, Dios hizo milagros y resucitó,
pero también sufrió, padeció, tuvo limitaciones y murió. O era Dios para todo o no era Dios para nada, así de simple.

Sino caeríamos en que su naturaleza fue “aparente” en el momento del límite y el sufrimiento, algo que no es cristiano.
Ése fue el error de los docetas, el docetismo. De aquí viene la cuestión también de si la Virgen María fue Madre de Dios
o no. La Iglesia afirma que sí, simple y sencillamente porque Jesús era, es y será Dios. Claro que dio a luz a su
naturaleza humana, pero esta naturaleza humana no existía por sí misma, sino unida a la naturaleza divina y ambas a
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y los hechos y actos se adjudican a la Persona, no a la naturaleza. ¿O
alguno de nosotros somos naturalezas caminando por las calles, votando o ejerciendo actos administrativos públicos o
privados? No. Siempre se habla de personas, y en Jesús lo mismo. Y su Persona es Divina.

Eso no significa que en su muerte dejara de existir la Segunda Persona como Verbo Único y Eterno de Dios junto al
Padre y al Espíritu, pero sí afirmamos por lo expuesto que el de Jesús era el cadáver de Dios, y que su alma
descendiendo a los infiernos (1) era el alma de Dios.

Y que ambos volvieron a reunirse en el momento de la resurrección corporal del Hijo de Dios, que siempre fue y es
igual al Padre, Dios verdadero y no creado.

Engendrado desde toda la eternidad como Luz de Luz y de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho
y que por nosotros y por nuestra salvación bajo del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó en María, la Virgen, y
se hizo hombre.

Tampoco significa que, al nacer Dios de María (porque Jesús es Dios), el Verbo Eterno haya dejado de proceder desde
siempre del Padre. Sino simplemente que en la encarnación, Dios fue concebido en su naturaleza humana en el seno
de la Virgen, y por ser Él Dios, ella es su Madre, la Madre de Dios.

Nos queda ver cómo conocía y amaba Jesús. Y si su cuerpo y afectos eran verdaderos. Y, más aún, si tenía pasiones.
Pero lo dejaremos para otra ocasión.

(1) “Descendió a los infiernos”: No se refiere al infierno actual de los condenados, sino al sheol, también llamado en el
judaísmo “seno de Abraham”. Es ese lugar de paz donde los santos del Antiguo Testamento aguardaban al Mediador
entre Dios y los hombres –al Pontífice, “puente”- que iba a conducir sus almas al Paraíso

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3.2 Cómo conocía y amaba Jesús

Jesús conocía de tres maneras:

1. Como Dios: Tiene ciencia divina, llamada omnisciencia, por lo que podía conocer los pensamientos de las personas
sin que nadie le diga nada, e incluso saber dónde se encontraba alguien antes de ir a su encuentro. O tener los mismos
pensamientos que el Padre. Esta ciencia, fuera de Él, no la puede tener ninguna persona humana; sólo Él, cuya
Persona es Divina, en la que están unidas sus dos naturalezas, divina y humana, sin mezcla ni confusión.

2. Luego está su conocimiento humano, fruto de la experiencia y de la observación cotidiana. Veía los sembradores, los
viñateros de su tiempo, los pescadores. María lo educaba y con José le enseñaban las Sagradas Escrituras. Aprendía
el oficio de carpintero con su padre virginal. Todo esto lo meditaba, lo reflexionaba, lo incorporaba a su vida, y después
lo transformaba en enseñanzas y parábolas al comenzar su vida de Maestro itinerante. Este tipo de conocimiento lo
comparte con todos nosotros.

3. Por último, aunque sin querer establecer precedencias, ya que distinguimos para unir, está en Él el conocimiento
infuso. Esto es que, como verdadero hombre, actuaban en Él los dones e inspiraciones del Espíritu Santo, como
cualquiera de nosotros que se convierte y vive en la gracia o vida de Dios.

Por lo que así actuaba su inteligencia.

Pero veamos ahora su voluntad

Jesús tiene una voluntad humana y otra divina. No opuestas, sino cooperantes.

La voluntad humana sigue dócilmente los dictados de la divina, dicen algunos teólogos.
Aunque en su agonía de Gestsemaní, le costó adaptar su voluntad humana a la divina gruesas gotas de sangre, sudor
y angustia, y por tres veces pidió al Padre que se aparte el horror de la pasión de su vida, aunque siempre
condicionándolo al cumplimiento de la voluntad de Dios, encontrando la paz en su realización, aunque sus discípulos
no pudieran acompañarlo por el sueño, el cansancio y el miedo.

De la misma forma, nosotros, para obtener la paz y la dicha, debemos conformar nuestra humana voluntad con aquella
que procede de Dios, aunque nos cueste y nos resulte dificultosa. Jesús nos dejó ejemplo. Hagamos nosotros los
mismo.

¿Y cómo amaba Jesús?

Según una famosa encíclica de Pío XII, “Haurietis Aquas” (“Sacaréis Aguas con gozo de las Fuentes de la
Salvación...”), un triple amor brota del corazón de Jesús Resucitado.

1. El Amor Divino. Propio de Dios. Que no podemos compartir ni entender, sino solamente atisbar. El que lo lleva a
hacerse hombre y sufrir por amor hacia la humanidad perdida. El que lo lleva a olvidar la falta del pecador arrepentido y
cargarlo sobre sus hombros para llevarlo a la Casa del Padre, que “ansioso” espera su venida. El que busca a aquel
que se extravió como si fuera una moneda de oro, y lleno de alegría comparte su gozo cuando lo halla.

2. El amor humano. Lleno de cariño y de ternura. Que besa a los niños y los bendice, que es audaz y simpático, sin
miedos reprimidos ni sexualidades dudosas. Fuerte y viril, pero compasivo y manso, que no teme ponerse del lado de
una prostituta cuando los hipócritas de su tiempo pretenden apedrearla o lincharla, en un lenguaje más actual. No
necesitó acusarla, y se lo dijo (“Yo tampoco te acuso”) para hacerle ver que aquello estaba mal y querer quedar bien
con los demás. El que lo hace querer a su familia y a su Patria, queriendo lo mejor para ellas. Es el que comparte con
nosotros y tenemos por naturaleza.

3. El amor sobrenatural o infuso. Aquel que fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado (Rm 5,5). De éste también nosotros podemos hacernos acreedores si nos preparamos con devoción, y oramos y
ponemos los medios necesarios para recibirlo.

Por último podríamos preguntarnos si Jesús tenía pasiones:

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Y tenemos que responder que sí, las doce que se encuentran en todos los manuales de antropología cristiana: amor,
deseo, gozo, tristeza, aversión, cólera, audacia, temor, angustia, alegría...

Pero todas confluían en el cumplimiento de lo que su inteligencia veía que tenía que hacer de acuerdo a lo que Dios
quería de Él, es decir, estaban al servicio de su voluntad, humana primero y divina después.

Esto nos cuesta mucho a nosotros, por el desorden que tenemos en nuestras pasiones, que hace que nos condicionen
de tal manera que parece imposible dejar de someterse a sus influjos. Pero una inteligencia lúcida y una voluntad
decididas las ponen a su servicio.

3.3 Quién es Jesús


(Mt. 16, 13-15; Mc. 8, 27-29; Lc. 9, 18-20)

Seguiremos a Marcos:

Es la pregunta que Jesús hace a sus discípulos al llegar a Cesarea de Filipo, allí donde nace el río Jordán. El Señor va
a comenzar su “subida” a Jerusalén, y quiere ver qué tal le ha ido con su predicación y milagros, qué resultados ha
obtenido, tanto en sus discípulos como en las demás personas. Es una pregunta sobre su “identidad”.

Podríamos decir que pregunta sobre la “esencia” de su persona, qué se ha entendido de Él. Cuando se habla de qué
han entendido los demás, se lo hace en tercera persona: “Dicen...”. Pero al grupo de los discípulos la pregunta va en
segunda persona: “ustedes, qué dicen...?”

Hay un movimiento del amor en la develación de la identidad, en llamar al otro por el nombre. Implica conocerlo. Y es
recíproco: Y así se da, de Pedro a Jesús y, correspondiéndole, de Jesús a Pedro.

Uno en esto se expone: “-¿Qué dicen los demás de mí?”. Implica abajamiento y riesgo. Juegan mucho las apariencias.

En la segunda persona, es más realista, implica un compromiso personal y una involucración con el otro, sujeta a
replanteos y explicaciones.

Este episodio tiene un origen inmediato en el capítulo 6 (14-16). Luego de una serie ininterrumpida de milagros de
Jesús que dejan a todos pasmados, hasta al mismo rey Herodes, quién se preguntaba por Jesús, pensando que era
Juan el Bautista, al que había mandado decapitar, resucitado y operando en él poderes milagrosos. Otros decían que
era Elías o algún profeta.

Seguidamente Jesús hace más milagros, pero es significativo para nuestro tema la curación de un sordomudo (7,
31ss.) y de un ciego (8. 22ss.). Cura a alguien que no escucha y que no puede hablar, y luego a otro que no puede ver.
Enseguida hace la pregunta a sus discípulos: “-¿Quién dice la gente que soy Yo?”. “-Y ustedes, quién dicen que soy
Yo?”.

Como para ver, después de tantos milagros y curaciones, si ellos ahora también pueden ver y oír, y proclamar lo que
sus ojos ven y sus oídos oyen. Los de “afuera”, los otros, para los discípulos, creen ver en Jesús a Juan el Bautista,
Elías o un profeta, tal como había ya aparecido en el episodio de Herodes. Son personajes positivos, pero del pasado.
Nadie se imagina en Jesús a Dios, que “viene del futuro”.

Podríamos agregar otras cosas, generalmente positivas, que dicen muchos sobre Jesús:

El fundador del comunismo.

Un guerrillero ejecutado.

Un filántropo, predicador de la paz y del amor.

El súper-star (la súper-estrella).

Un maestro (rabí judío), un profeta.

Un gran hombre.

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Un entretenimiento histórico, hacedor de prodigios (Herodes: Lc. 23, 8-12).

Un entretenimiento científico: si existió o no existió, si murió en la India, si se casó y tuvo hijos, si se puede comprobar
tal o cual cosa, aunque la respuesta sea positiva... –el canal “Infinito”-).

Un multiplicador de comida, de pan, de prosperidad. Un Jesús ecónomo.

Alguien que arregla los problemas de pareja: Jesús psicólogo o sexólogo.

Un personaje que ejerce el curanderismo, aún ahora.

Pedro hace una confesión de fe adecuada acerca de la identidad de Jesús, pero no completa.

Jesús a su vez profesa su amor a Pedro devolviéndole el reconocimiento.

Para Pedro es el Mesías (el Cristo), el Ungido de Dios, el Hijo de Dios.

Jesús es Uno de la Trinidad. Manifiesta también la pluralidad de Personas en Dios.

Y Jesús, en el Evangelio de Mateo, le devuelve el piropo, y le dice a Pedro quién es él y su misión en la vida.

Le da las llaves del Reino, lo que implica dominio de las situaciones y de la vida.

Ubicación en ella.

Conocimiento del Plan de Dios sobre la vida personal, y sobre la misión que tiene para cada uno. Orden de prioridades
y de afectos.

Plan de vida para entrar en el Reino. Seguimiento de Jesús incondicional para abrir las puertas del Cielo.

Pero inmediatamente Jesús anuncia el camino de la pasión para su glorificación, y Pedro rechaza el Plan de Dios.

¿Se quedó en el plano de las ideas, y no lo bajó a las obras?

Hay que reconocer la divinidad de Jesús, pero también su plan y su forma de vivir.

No hay gloria, resurrección, vida abundante, sin cruz y sufrimiento entregado y por amor.

Son como las dos caras de una misma moneda:


De un lado está la cruz, del otro la Resurrección y la Vida en abundancia. Aquí se dan mezclados, no podemos, aunque
queramos, dejar de sufrir. En la eternidad sólo se dará una moneda de dos caras: La de la resurrección y la gloria.

Podemos decir que Jesús es el rey de mi vida y de mi corazón, mi amigo, mi Señor y Salvador.

¿Pero llevo la vida que a Él le gusta?

¿Le soy agradable?

¿Encuentro en Él, como Dios, la fuente de mi felicidad?

¿Experimento la Vida en abundancia que me vino a traer?

¿Soy testigo de lo que digo creer sobre la identidad de Jesús, tanto con mis palabras como con mis obras?

Terminamos con lo que Jesús dice de Sí mismo:

“-Yo Soy el Mesías” (Jn. 4, 25-26).

“-Yo Soy el Pan de vida” (Jn. 6, 35, 41. 48, 51)

“-Yo Soy la Luz del mundo” (Jn. 8. 12; 9, 5)


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“-Yo Soy la Puerta” (Jn. 10, 7.9).

“-Yo Soy el Buen Pastor” (Jn. 10, 11. 14-15)

“-Yo Soy la Resurrección y la Vida” (Jn. 11, 25)

“-Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn. 14, 6)

“-Yo Soy la Vida verdadera” (Jn. 15, 1. 5)

“-Yo Soy Jesús” (Hch. 9, 5)

“-Yo Soy el Alfa y la Omega” (Ap. 22, 13)

“-Yo Soy” (Jn. 6, 20; 8, 24. 28; 13, 19; 18, 5-6.8)

Es el mismo Nombre de Dios que YHWH le revela a Moisés, cuando éste le pregunta su Nombre en Ex. 3. 14.

Jesús tenía plena conciencia de su identidad divina.

3.4 Las venidas del Mesías

San Bernardo dice que podemos distinguir Tres Venidas del Salvador: la histórica de Belén, la última al final de los
tiempos, y la intermedia entre estas dos.

Una es la histórica, cuando apareció pobre y humilde en Belén, habiendo comenzado ya el misterio de la Encarnación,
naciendo junto a María y a José, sus padres virginales, entre los animales y su cálido aliento (el burrito y el buey de Is.
1,3), y siendo visitado para adorar primero por los pastores, representantes del pueblo elegido, y luego por los magos
de oriente, en quienes estamos simbolizados todos los que no pertenecemos al antiguo pueblo de Israel, asociándose
en el Anuncio Gozoso los ángeles del cielo de Lucas 2, 13-15 y los elementos de la naturaleza (la estrella que guió a
los magos astrólogos de Mateo 2,10).

Ésta es la época en que recorrió los polvorientos caminos de Palestina: Nazareth, Galilea, Jerusalén, anunciando la
Buena Noticia del Evangelio y realizando portentos y milagros. Cuando fue injustamente juzgado y condenado. Burlado,
crucificado, muerto y sepultado. Pero resucitando glorioso, inmortal, incorruptible, repleto de luz, con un cuerpo de
suma claridad, ágil, y sutil, al Tercer Día.

La Última Venida es la que llamamos “la Segunda Venida Gloriosa”. Es también lo que se llama “el fin del mundo” o el
“Juicio Final”, que lejos de ser catastrófico, será un día de dicha sin fin, en que los muertos resucitarán incorruptibles y
el universo será transformado e inmortalizado, gozándonos en la contemplación de Dios y en la compañía de unos con
otros, donde no existirá ya el llanto ni el dolor, y donde no habrá ninguna maldición. No existirá la noche, porque el
Señor Dios será la Luz Eterna, tal como se dice en los últimos capítulos del Apocalipsis, principalmente desde el
número 21, donde se narran los “Cielos nuevos y la tierra nueva”:

El mundo creado bueno en un principio, no está destinado al fracaso y a la destrucción, sino a ser inmortalizado desde
dentro, y renovado con una claridad superior e incorruptible.
Jesús aparecerá glorioso así como ahora está, resucitado con su propio cuerpo y lleno de “Poder y Majestad”, en su
postrera y definitiva manifestación, llamada también “Parusía”, es decir, Venida Final.

Entre estas Dos Venidas, está la Venida Intermedia. Ésta todos la podemos percibir (no sólo los “elegidos”), y es
cuando Jesús nos visita para darnos algún consuelo, cuando nos da una sensación intensa de felicidad interior, o de
seguridad, o de ternura inefable, o de dicha no por las cosas terrenas solamente, sino por un consuelo celestial.
Principalmente, sí, la perciben sus amigos íntimos, esos que le abren la puerta cuando Él golpea, y cenan con Él,
según el Apocalipsis 3,20. De éstos tenemos que tratar de ser.

Esta Visita se percibe cuando se quiere cumplir su Voluntad, lejos de la corrupción y de la coima, de la deshonestidad y
de la lujuria, del robo y de la mentira. Se está cerca de experimentarla cuando se transita el camino de las virtudes.

María acompañó fielmente la Primera Venida histórica, desde el fiel consentimiento cuando le dijo que “-Sí” al Ángel
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que le anunciaba que sería la Madre de Dios (en la “Anunciación”), hasta ofrecerlo al Padre en el Altar de la Cruz,
donde de pie y sin desesperarse, aunque con un dolor afligido, entregó a su Hijo para la salvación de todos.

También la Virgen vendrá con Jesús en la Segunda Venida Gloriosa al final de los tiempos, ya que es la única de la que
podemos asegurar con plena fe que está glorificada corporalmente con Jesús.
Así estaremos nosotros, y lejos de ser una contemplación estática y aburrida, también el cuerpo gozará de las alegrías
del Cielo.

Y en la Visita Intermedia, que continúa la Primera Venida en la pobreza humilde de Belén y prepara la Majestad de la
Segunda, también está presente la Madre, ya que con la fuerza irresistible de su intercesión nos procura la unión con
Jesús, fuente y cumbre de nuestra única, auténtica y verdadera felicidad.

Para gozar de una Verdadera Navidad con las Tres Venidas de Jesús, el camino es permanecer unidos a María, y, por
qué no, también a José, su padre virginal, semejante a María en todo.

Ellos nos transportarán a la dulzura inenarrable de Belén, nos prepararán con una esperanza gozosa e inclaudicable
para la Majestad de la Segunda Venida, y nos proporcionarán la experiencia espiritual de la Visita Intermedia entre las
dos, esa que nos transforma y nos cambia a semejanza del Modelo Divino que es Jesús.

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