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LA CONTROVERSIA
A CONTRACORRIENTE
Una educación
La calle: los solares inmensos con la tierra calcinada por el sol; las pistas de futbito con el
cemento resquebrajado a las que accedíamos furtivamente saltando por encima de una
valla oxidada. Salir al mundo era abandonarse a la improvisación. Todo era inmediato,
directo, de una tonalidad casi primaria. No mediaban artilugios en el curso de nuestras
relaciones, nada de esa parafernalia tecnológica a la que ahora parece que hemos
trasvasado el entero uido de la existencia. Nos hablábamos a la cara, discutíamos de
frente, nos insultábamos con un timbre de encrespamiento creciente en las voces. Y con
la misma facilidad y la misma ausencia de premeditación y dobleces, nos
reconciliábamos en la franca inmediatez de una proximidad que disolvía por completo los
agravios.
Nos hablábamos, compartíamos vivencias a través del gesto y la palabra, nunca sobre la
super cie gélida de una pantalla. Poco a poco, aprendíamos a controlar el alcance de
nuestras emociones. Por nosotros mismos, imitando las pautas del sentido común que
por aquella época prevalecía en casi todos los ámbitos de la vida cotidiana, nos
instruíamos en la manera de lidiar con nuestras frustraciones y de acabar encauzando
decorosamente el curso de nuestros estallidos de euforia.
“
Se ha institucionalizado un culto a la infancia entendido como una suerte de estadio
ideal en el devenir de la vida susceptible de prolongarse durante el mayor espacio
de tiempo posible
Las cosas eran concretas, tangibles, más escasas que ahora y precisamente por eso
dotadas a nuestros ojos del sentido de un valor irremplazable que ya nos resulta casi
imposible comunicar a nuestros hijos. Las personas, en especial las más ancianas,
existían en la encarnación de una presencia rebosante de densidad y matices, lo que les
confería un aura semisagrada. Era la forma de respeto que se nos había inculcado. El
universo de lo virtual nos resultaba aún inimaginable. Palpábamos la realidad, la
gozábamos, nos hería. Nadie vivía en ese ensimismamiento fanático en el que tantos de
nuestros semejantes deambulan hoy día, conectados a unos auriculares o con la mirada
absorta en la pantalla de un móvil, en plena huida de sí mismos, como si se trasladaran
por el mundo en el interior de una campana de vacío.
“
Se extiende, pese a la abundancia de bienes materiales y al festín perpetuo de
experiencias excitantes y de amistades innúmeras diseminadas por todo el ancho
del orbe virtual, una epidemia de insatisfacción generalizada
Pero uno se pregunta qué clase de felicidad puede encontrar nadie en esta situación de
completa dependencia, de servidumbre ciega en realidad, que es el resultado de haber
delegado en otros el cumplimiento de nuestras aspiraciones más íntimas. Se extiende,
pese a la abundancia de bienes materiales y al festín perpetuo de experiencias excitantes
y de amistades innúmeras diseminadas por todo el ancho del orbe virtual, una epidemia
de insatisfacción generalizada. Cada vez con más frecuencia, en los rostros de chavales de
12 o 13 años es posible ver impreso un mohín indeleble de hastío, quién sabe si el signo
incipiente de una futura caída en los abismos de las más dramáticas claudicaciones
vitales. Entonces –no puedo evitarlo– me acuerdo de las calles que hace ya una eternidad
acogieron nuestras explosiones de generosidad y entusiasmo, y de los jardines de
parterres desbaratados que contemplaron el luminoso prodigio de una fraternidad
irrepetible. Y me pregunto si la única felicidad posible estuvo siempre allí, en la plenitud
de aquellos rostros congestionados por el calor y por el ansia de exprimir las
posibilidades de dicha contenidas en cada instante. Allí, en la verdad de aquellas
emociones. En los lugares a los que sé que no regresaré nunca.
CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ ha sido columnista durante diez años en prensa regional (‘La
Verdad’, Murcia). Es escritor y autor de ‘Fragmentos’ (Editorial Sinderesis, 2017)
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