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Los males son universales y equiparables

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01/07/2010

En su pretendido descargo de toda responsabilidad, los espectadores alegan que los males
que consienten son universales y además equiparables entre sí. Que el mal sea universal
puede entenderse como un corolario de aquella necesidad metafísica o teológica del mal
arrigada en la doctrina del pecado original. Siempre habrá mal, nunca nos libraremos de
él, allá donde creamos haberlo vencido reaparecerá bajo sus múltiples rostros. Se
escuchan así discursos teñidos de “entreguismo” que representan una escapatoria de
quien prefiere continuar en su pasivo papel al contemplar el daño público.

Serían como diversas variantes del nadie es perfecto. Una consiste en hacerse fuerte en la
barata réplica del tu quoque, que aún conserva gran acogida en la dialéctica cotidiana:
nadie ha de levantar la voz mientras pueda serle reprochado que él tiene asimismo algo
que ocultar, que incurre (o incurrió) en parecido pecado. O bien salta el reflejo automático
del y tú más, que vendría a ser una modalidad cuantitativa del anterior. Y recuérdese de
cuántas maneras pueden ambos argumentos (¿) ponerse al servicio del espectador pasivo:
o bien inhibiendo su capacidad de juicio o de denuncia, porque tampoco él está libre de
culpa; o bien rechazando cualquier acusación de quien le solicite una respuesta más
comprometida.

De aquella pregonada universalidad cabe inferir también la sesgada conclusión de que el


daño particular con el que nos topamos es uno más junto a otros muchos que también
ocurren. Y que, mientras no nos rebelemos contra los infinitos que asolan el mundo, se
nos niega el derecho a arremeter ahora contra este nuestro. El mal propio sólo será
denunciable cuando se haya pasado revista y denunciado a todos y cada uno de los males
ajenos. Uno tiene que probar así previamente su voluntad impecable y ganarse su
derecho al reproche, que de otro modo le sería denegado. Como si existiera una
indubitable jerarquía de males y hubiera que comenzar siempre por los peores o los más
lejanos. Como si el daño propio disminuyera por el hecho de venir precedido por (o
enmarcado en) la enumeración y condena de todos los demás. Eso explica el silencio
cómplice de quienes evitan juzgar cualquier horror, y del que Primo Levi escribe: “es el
silencio de quienes, viéndose invitados o forzados a expresar un juicio, tratan por todos
los medios de desviar la discusión y sacan a colación las armas nucleares, los bombardeos

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indiscriminados, los juicios de Nüremberg y los problemáticos campos de trabajo
soviéticos; (…) argumentos del todo irrelevantes si se pretende dar con ellos una
justificación moral de los delitos fascistas”.

Ocurre también como si, en busca de una improbable equidistancia, sirviera la excusa de
no condenar un mal por no repudiar con la misma vehemencia un mal paralelo. A
propósito del mensaje navideño de Pío XII en 1942 se sabe que, al serle comunicada la
decepción del Presidente norteamericano, “el Papa declaró que le era imposible nombrar
a los nazis sin hablar también de los comunistas” (…). El Papa era incapaz de resolver su
dilema. Para él, criticar a un campo significaba que daba su aval al otro”. Ante condenar a
todos o a ninguno, se impone por lo común la opción del “ninguno”: se evitan más
disgustos.

A esa mirada los males son asimismo equiparables. En cierto sentido, es un corolario de
esa universalidad del mal, una de sus enseñanzas implícitas. Se trata de un argumento
que suele nacer de la desvergüenza o del cinismo de quien sabe que no va a ser
desmentido en razón del interés compartido de los muchos espectadores. Esta
estratagema busca disminuir la cantidad o calidad del daño que se causa o se consiente a
base de comparar unos daños con otros y decidir equipararlos: unos salen rebajados y los
otros engrandecidos.

A esta táctica, que procura que todos los daños sean pardos, puede aplicarse hasta una
cabeza tan privilegiada como Heidegger. Se lo echará en cara Marcuse el 13 de mayo de
1948 al acusarle de igualar males y sufrimientos manifiestamente desiguales. Heidegger
nunca accedió a dar su parecer sobre los asesinatos masivos de los nazis porque, bajo el
‘dominio universal de la voluntad de poder en términos planetarios’, todo viene a parar en
lo mismo: se llame comunismo, fascismo o democracia universal’. Así se pronunciaba en
1945, y es lo que Habermas denominó una y otra vez abstracción por vía de
esencialización. “Bajo la mirada niveladora del filósofo del Ser, incluso la aniquilación de
los judíos aparece como un suceso intercambiable a voluntad”. Ese crimen puede
entenderse y saldarse porque los demás -presuntamente- han hecho otro tanto de lo
mismo…

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