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ANSELM GRÜN

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Introducción: La espiritualidad de la peregrinación

1. Partida

2. Andar

3. Indicadores

4. Albergue

5. Vuelta / Conversión

6. Seguimiento

7. Llegada

Conclusión

Bibliografía

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LA ESPIRITUALIDAD DE LA PEREGRINACIÓN

EN el presente libro queremos reflexionar sobre la sabiduría que lleva consigo la


peregrinación. La palabra alemana «weise» (raíz del término «Weisheit», «sabiduría»)
viene de «vidi», «he visto». En su camino, el peregrino ve muchas cosas. Pero lo que le
caracteriza no es el mucho saber. El peregrino ve con mayor profundidad. Es capaz de
relativizar las cosas que ve. Ve la realidad. En griego, «sabiduría» se dice «sophia».
Originariamente, para los griegos, sabia era la persona diestra en su oficio, o el poeta en
su composición de versos. Pero, posteriormente, los sabios pasaron a ser quienes llevan
una vida buena. Sócrates llama sabio a quien sabe que no sabe nada. El peregrino, que ve
muchas cosas, relativiza el saber. No le importa el saber, sino entender el ser en general,
sumergirse en los misterios del ser. Para Platón, la sabiduría le corresponde únicamente a
Dios.
Sabia es la persona que ve el bien y la belleza en el mundo, y en ellos reconoce el
reflejo de Dios. Los latinos traducen «sophia» con «sapientia». Este término viene de
«sapere», «saborear», «gustar». Sabio es aquel que es capaz de saborearse a sí mismo,
que está en armonía consigo mismo. Quien está reconciliado consigo mismo irradia buen
sabor también hacia fuera. En su camino, el peregrino desea penetrar cada vez más
profundamente en el misterio del ser, en el misterio de la vida. Y con ese camino desea
dejar atrás todo desgarro para llegar a estar en armonía consigo mismo.

El fenómeno de la peregrinación se da en todas las religiones y culturas. Al ponerse


exteriormente en peregrinación, uno expresa que el ser humano es, por su propia esencia,
peregrino. Vive y camina en esta tierra. Pero esta vida no es definitiva, sino tan sólo el
paso a otra vida. El peregrino sabe que no puede establecerse para siempre en la tierra.
Mientras vive, está de camino. En cuanto ser humano, es peregrino. Con bastante
frecuencia, sin embargo, parece poner casa en esta tierra. Los primeros monjes hicieron
suya la idea de la peregrinación. No querían asentarse. Tan sólo vivían en celdas
sencillas que abandonaban continuamente para trasladarse a otro lugar aún más
adentrado en el desierto. Y hubo monjes que peregrinaron du rante toda su vida.
Entendían su camino espiritual como un peregrinar «propter Christum» - por Cristo-. No
querían echar raíces. Querían estar siempre en movimiento hacia Cristo. Cuando más
tarde los monjes - sobre todo debido a la influencia de san Benito - hicieron voto de
«stabilitas», de permanencia en un lugar y en una comunidad fijos, no se deshicieron de
su condición interior de peregrinos. Más bien entendieron el silencio como la verdadera
peregrinación. «Peregrinatio est tacere», dicen: la verdadera peregrinación es callar. Con
el silencio salimos de la vivienda de la palabra. Pues la palabra es como una casa en la

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que podemos habitar. Quien calla abandona la seguridad de la palabra. Emprende el
viaje interior del silencio.

Casi en todas las religiones hay rutas de peregrinación. Los griegos acudían a los
lugares donde había oráculos, en los que esperaban recibir las instrucciones de Dios. Los
judíos acudían al Templo de Jerusalén. Los salmos de peregrinación describen la
fascinación que los peregrinos sentían al acercarse a Jerusalén. Su corazón latía entonces
con más fuerza, porque esperaban la gloriosa cercanía de Dios. Los budistas
peregrinaban a los lugares donde Buda realizó su actividad. Tanto en el Tíbet como en
China hubo tradiciones de peregrinación ya antes del budismo. En todas las religiones, la
gen te se ponía en camino hacia determinados lugares en los que se podía experimentar
de manera especial la cercanía de Dios. Al mismo tiempo se pretendía escapar del
entorno habitual. En todas las religiones existe el barrunto de que el ser humano tiene
dos polos. Un polo es el del sedentarismo. El ser humano se construye una casa para
habitar en ella. Cultiva los campos para vivir de ellos. El otro polo es el polo de la vida
errante y la peregrinación. El ser humano está siempre en camino. En última instancia
está en camino hacia Dios. Y aquí en la tierra no se puede alcanzar nunca a Dios. Por
eso, la vida es un camino continuo, una permanente peregrinación.

Para muchos, peregrinar es una forma de autorrealización humana. La peregrinación


es un símbolo arquetípico para todo ser humano. «El peregrino es el arquetipo del
cambio, la figura que aparece en la psique cuando es tiempo de partir otra vez a buscar
un mundo nuevo» (Arnold, p. 125). El peregrino confiesa que no conoce la respuesta a
los interrogantes más profundos de su vida. Va a correr mundo para encontrar la
respuesta a sus preguntas. De vez en cuando se apodera de nosotros el arquetipo del
peregrino. Entonces, como Abrahán, tenemos que dejar todo lo conocido y familiar para
seguir nuestro anhelo interior. Peregrinar signifi ca seguir el camino del anhelo. El
anhelo, sin embargo, nos lleva más allá de este mundo. Nos muestra que en nosotros hay
algo que sobrepasa este mundo. Al peregrinar entramos en contacto con nuestro anhelo.
El anhelo es la huella que Dios ha impreso en nuestro corazón. Para sentirlo, debemos
seguir las huellas que otros peregrinos han dejado en este mundo.

Estar en contacto con el arquetipo del peregrino forma parte necesariamente de


nuestro proceso de humanación. Cuando el arquetipo del peregrino cobra vitalidad en
nosotros, debemos irnos para dejar atrás lo habitual y lo ya alcanzado. De otro modo nos
anquilosamos interiormente. De otro modo agotamos nuestra energía en aferrarnos al
statu quo y en vigilar con miedo para que todo siga igual. Para obtener vitalidad,
necesitamos al peregrino que hay en nosotros. Sólo así seguimos en camino, tanto
interior como exteriormente. Pero, al mismo tiempo, el peregrino tropieza con
numerosos obstáculos interiores y exteriores. Muchas personas tienen miedo a ponerse
en camino, porque partir las llevaría a la soledad. El peregrino tiene la sensación de que

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el mundo se ha vuelto extraño para él. Pero no sabe lo que le aguarda en el camino. Los
cuentos y los mitos de los pueblos han contado desde tiempos inmemoriales que al
peregrino le aguardan peligros que debe superar. Pero, al mismo tiempo, los cuentos y
los mitos dicen que quien ha emprendido el camino del peregrino encuentra también
acompañantes protectores. Éstos pueden ser hadas o animales, o bien un ermitaño o un
cazador que vive en el bosque. Siempre son símbolos de que al peregrino su inconsciente
le proporciona fuerzas que le alimentan, le protegen y le indican el camino.

No por nada numerosos autores espirituales han descrito el camino espiritual como
una ruta de peregrinación. Quien desea permanecer vivo espiritualmente debe emprender
la peregrinación hacia Dios. No tiene a Dios como posesión. Va al encuentro de Dios.
Viajando se hace entendido; andando, llega a ser una persona experimentada. Y al
caminar, cambia para que Dios tome cada vez más posesión de él. Por eso, para muchos
la peregrinación es ante todo un camino espiritual. En su camino, los peregrinos quieren
abrirse a Dios. Quieren desprenderse de todo cuanto les separa de Dios. Y en la meta de
su peregrinaje quieren experimentar, de manera especial, la cercanía sanadora de Dios.

La palabra alemana «Pilger», «peregrino», viene del término latino «peregrinus».


Éste contiene a su vez la raíz de «ager», «campo». «Peregrinatio» significa: estar en el
extranjero, estar en el campo, allí donde habitualmente no se vive, precisamente en tierra
extraña. Para la «peregrinatio» es esencial la ausencia de hogar, de casa y de patria. El
término puede denotar tanto el proceso de caminar y viajar, como también la estancia, el
habitar, en tierra extranjera. El latín traduce con «peregrinatio» la palabra griega
«xeniteia». «Xenos» es el forastero, el extranjero, pero también el huésped. Pues el
forastero, que es diferente, incomprensible, que infunde miedo e inquietud, debe ser
acogido de manera hospitalaria. En el forastero experimentamos que nosotros mismos
somos forasteros en esta tierra. Por eso, todas las religiones han tenido siempre el
mandato de acoger al forastero, que al principio carecía de derechos. Pues - según las
religiones - el forastero está bajo la protección especial de los dioses.

En su condición de peregrinos, los seres humanos sienten la imposibilidad de


acomodarse sencillamente allí donde viven. En ellos habita algo más. Habita el barrunto
de la lejanía y la libertad. Lo extraño es siempre lo que les fascina, lo que aún les falta en
su realización como personas. Los peregrinos desean vivir experiencias nuevas. Jesús
cita en el evangelio de Lucas un proverbio que también los griegos conocían: «Las
zorras tienen guaridas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene don
de reclinar la cabeza» (Lucas 9,58). Jesús contrapone el ser humano a los animales que
ciertamente van y vuelan de aquí para allá, pero luego tienen guaridas y nidos donde
pueden descansar. El ser humano, sin embargo, por su propia esencia carece de hogar.
En última instancia, está en casa únicamente en Dios. Lucas, el griego, seguramente
piensa aquí en Platón, quien afirmó que el verdadero hogar del alma no es el mundo de

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la materia. El alma tiene su hogar y patria en Dios.

En nuestro tiempo, ser peregrino ejerce una fascinación nueva en la gente. Desde
hace años, la ruta de peregrinación a Santiago de Compostela es cada vez más apreciada.
Este camino lo recorren numerosos peregrinos, viejos y jóvenes, cristianos y no
cristianos, miembros de la Iglesia y personas ajenas a ella. En su camino buscan el
misterio de su vida. Tienen la impresión de que deben dejar sus viejas costumbres. En el
camino experimentan la esencia de la condición humana. Pues ser persona humana
significa esencialmente estar en camino. El camino ha sido desde siempre un símbolo
primordial de lo que constituye al ser humano.

El ser humano es esencialmente alguien que está en camino. Se mueve. No


permanece parado. Para la Biblia, el camino se convirtió en la imagen primordial de la
fe. Abrahán, que salió de su tierra, de su parentela y de su casa paterna, se convirtió en
modelo para todos los creyentes, y para todos los peregrinos. Los primeros monjes
vieron la triple salida de Abrahán como un símbolo de su propio camino. Por eso
entendieron los tres lugares de los que salió Abrahán como tres maneras de salir:

1.La salida de la tierra significa: salgo de los apegos y dependencias, de costumbres que
me tienen preso, de relaciones en las que no soy libre. Dejo atrás las ataduras que me
limitan, las imágenes que otros me han puesto encima, las expectativas que me
coartan. Salgo de la tierra que me resulta conocida, con la que he llegado a estar
familiarizado. Me desprendo de las relaciones. Puedo imaginarme cómo al caminar
dejo atrás todas las sogas, por decirlo así, que pretenden retenerme y sujetarme.

2.La salida de la parentela significa para los monjes: salgo de los sentimientos del
pasado. Esto significa en primer lugar: me desprendo de las heridas que he recibido
a lo largo de mi vida, ante todo de las recibidas de mi padre y mi madre. Renuncio a
utilizarlas como pretexto para no poder seguir mi propio camino. Y renuncio a
utilizarlas para hacer reproches a quienes me han herido. No acuso a nadie. Dejo
atrás las heridas. Pero también salgo de los sentimientos hermosos del pasado. Hay
personas que giran siempre y únicamente en torno a su infancia. Salir significa: dejar
atrás el pasado y estar ahora en este instante, dedicándome a lo presente.

3.La salida de la casa paterna significa: salgo de lo visible, de lo que me ofrece una
patria. En última instancia salgo del mundo. Me dirijo a Dios. El camino es, en
definitiva, un camino interior, un camino hasta Dios. Lo visible denota también las
posesiones. Salgo de las posesiones. Emprendo el camino de la pobreza espiritual.
No quiero poseer nada más que a Dios.

Un dicho de la espiritualidad judía del jasidismo interpreta la triple salida de

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Abrahán como una salida de las ofuscaciones que nos desfiguran nuestra verdadera
imagen, la originaria y genuina, la que Dios se ha hecho de nosotros. La primera salida
es la salida de las ofuscaciones que nuestro padre nos ha ocasionado al proyectar sobre
nosotros sus propios problemas. La segunda salida: salimos de las ofuscaciones que nos
ha ocasionado nuestra madre al introducir en nosotros partes no vividas de sí misma. Y
la tercera salida significa: salir de las ofuscaciones que nosotros mismos nos hemos
ocasionado, de las imágenes que hemos echado sobre nosotros mismos, de las imágenes
de nuestra ambición, de nuestra megalomanía, de nuestra inferioridad, de nuestra
desvalorización o nuestra vana ostentación de nosotros mismos. Salir significa liberarse
de todas las ofuscaciones, entrar en la figura originaria y genuina que Dios nos ha
destinado. Soren Kierkegaard, el filósofo danés de la religión, experimentaba el salir
como una liberación personal. En una ocasión dijo que no conocía ninguna preocupación
de la que no pudiera liberarse. A veces, nos tienen presos nuestras emociones, nuestras
decepciones, nuestra amargura, nuestro enfado, nuestros celos. Por más que
reflexionemos, sencillamente no nos libramos de los vehementes sentimientos que nos
asaltan. Entonces, el hecho de andar puede ser una salida de ese caos interior. Nos
liberamos de todo lo que nos determina, hasta que nos sentimos y llegamos a nosotros
mismos.

El segundo aspecto de la peregrinación es la transformación. Caminar tiene que ver


con cambio. Quien camina cambia. Nuestra vida consiste en una transformación
permanente. Quien no cambia se estanca interiormente. No se desarro lla, se vuelve
rígido. Vivir significa que estamos continuamente en movimiento, que no podemos
reposar en los éxitos obtenidos, en las posesiones que hemos adquirido, en el grado de
madurez hasta el que nos hemos desarrollado. Debemos ponernos continuamente en
camino para llegar más lejos interior y exteriormente. Sólo quien camina cambia. Y sólo
quien cambia sigue vivo. Nunca se puede decir: «Ya sé cómo funciona la vida». La vida
está llena de sorpresas. Sólo si estoy dispuesto a mantenerme en camino me mantendré
vivo. De otro modo, las palabras con las que hasta el momento he respondido a los
interrogantes de la vida se volverán insípidas. Me detendré y me negaré a confiarme al
río de la vida.

El tercer aspecto de la peregrinación es la meta. Nos dirigimos hacia una meta. Pero
la meta no es sólo una meta exterior que hemos escogido en el mapa. Novalis formuló la
famosa pregunta: «¿Adónde vamos, entonces? - Siempre a casa». En última instancia,
siempre estamos en camino hacia un hogar definitivo, hacia una patria en la que
podamos estar completamente en casa. Y este hogar nunca es un mero albergue que nos
cobija por un tiempo ofreciéndonos seguridad, sino, en última instancia, un hogar eterno.
Pablo expresa la expe riencia de Novalis con estas palabras: «Nuestra patria está en el
cielo» (Filipenses 3,20). Estamos en camino hacia una patria celestial. Los peregrinos
siempre han caminado hacia una meta espiritual, hasta un oráculo griego, hasta una

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iglesia situada sobre un monte. Allí han experimentado, en medio del camino, algo de la
patria en la que podrían estar para siempre en casa. Su ruta de peregrinación tenía una
meta: era una meta situada en un lugar lejano, en el que sentían a Dios especialmente
cerca. Pero, en última instancia, la meta era siempre también el punto de partida. El
peregrino se ponía en camino para llegar al lugar de donde procedía, para averiguar el
origen de su condición humana. Llegado a la meta, regresaba a su patria. Esperaba
regresar transformado, como aquel que originariamente era desde el punto de vista de
Dios. El camino de peregrinación había de conducirlo hasta la imagen absolutamente
única que Dios se había hecho de él.

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«La distancia no importa. Lo difícil es dar el primer paso».

MARQUESA DU DEFFAND

EL peregrino se pone en camino. Se marcha de viaje. Para mí, ésta es una imagen
maravillosa. No necesito más que seguir las asociaciones que me sugiere la raíz alemana
«brechen» («romper») - presente en «Aufbruch» («partida»), y en «aufbrechen»
(«partir», «marcharse», «abrir(se)» - en algunas palabras derivadas: «abbrechen»
(«romper[se]», «cortar[se]»), «ausbrechen» («escapar»), «einbrechen» («irrumpir») o
«zerbrechen» («romper», «quebrar»). Me preparo para la partida. Parto. Corto
(«abbrechen») viejas vinculaciones para poder partir. Partir incluye siempre la valentía
para hacer algo nuevo, para una aventura. En vacaciones, muchos viajeros parten para
descubrir y vivir cosas nuevas. Pero partir también tiene que ver siempre con cortar. Para
que la partida tenga éxito, debo cortar con el curso habitual de la vida cotidiana. La
partida se sitúa al comienzo de un camino. Aún no sé lo que me aguarda en el camino.
Es frecuente que la gente aplace la partida. Sienten que deben partir. Pero al mismo
tiempo tienen miedo a dejar atrás lo habitual y a adentrarse en el camino hacia lo
desconocido y lo alejado de lo que hasta el momento resultaba familiar.

«Un corazón inquieto es la base del peregrinar. En el ser humano


habita un ansia».

SAN AGUSTÍN

Cuando parto, también escapo («ausbrechen») de relaciones estrechas, de la


angostura del hogar, de la familia, de la empresa. Escapo de la prisión para sentir la
libertad. Para poder escapar, debo romper («zerbrechen») los barrotes de la puerta de la
prisión. Para Pablo, la fe es el camino a la libertad. Con la fe rompo la visión habitual de
las cosas para contemplar lo que está oculto detrás. Con la fe rompo los criterios de este
mundo, los criterios del rendimiento y el reconocimiento. Parto hacia un país
desconocido. El país de la fe es un país de la promesa. Pero todavía no veo qué es lo que
hay realmente en él. Confío en que la partida tenga éxito y merezca la pena, en que
conduzca a la meta.

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Jesús se dejó romper por nosotros en la cruz para sanar y unir en nosotros lo roto y
quebrado, para juntar de nuevo los fragmentos y pedazos de nuestra vida. En la
Eucaristía, el sacerdote parte el pan para recordar el rompimiento de Jesús en la muerte.
Y parte el pan porque en la muerte Cristo se abrió («aufbrechen») completamente al
Padre, para dejarse caer en sus manos. La fracción del pan pretende también abrir lo que
en nosotros hay de endurecido, para que nos abramos interiormente al misterio del amor
de Dios. Así, lo mismo que forzamos una cerradura cuando no encontramos la llave,
Cristo nos abre porque hemos perdido la llave que da acceso a nuestro interior. Jesús fue
herido por nosotros en la cruz. Un soldado abrió su costado con una lanza, para abrir el
blindaje con que hemos rodeado nuestro corazón. Hay muchas personas que se han
acorazado para reprimir sus sentimientos y no sentir ya la relación con los demás. En
esas situaciones es necesario que nos abran.

Otras se esconden detrás de máscaras y roles. Henri Nouwen, el sacerdote y


psicólogo holan dés, dijo una vez lo siguiente con ocasión de la inauguración de una casa
de retiros: la Eucaristía, en la que el sacerdote parte el pan, nos recuerda que todos
somos personas rotas. Pero allí donde estamos rotos quedan quebrantados nuestros roles
y máscaras. Allí quedamos abiertos a lo auténtico. Allí conseguimos tener acceso a
nuestra verdadera esencia, a nuestro núcleo interior. Y allí quedamos abiertos a Dios y al
inconcebible misterio de su amor. Y quedamos abiertos a nuestros prójimos.
Conseguimos tener un nuevo acceso a ellos. La partida pretende abrir al peregrino a su
verdadera imagen. Pretende abrirlo a Dios. Y pretende abrirlo de manera nueva a quienes
están con él en el camino - sea como acompañantes o como personas del ancho mundo-,
con quienes él se siente vinculado porque tanto ellos como él están en camino.

Si una persona se atreve a partir, algo nuevo irrumpe («einbrechen») en su vida. No


es un intruso hostil que saquea su casa. Lo que irrumpe es más bien algo que enriquece y
adorna su casa interior. Resulta interesante que también la palabra alemana «Pracht»,
«esplendor», provenga de «brechen». Quien parte ve que en él irrumpe la gloria de Dios,
entra en contacto con el resplandor originario que ha recibido de Dios, descubre en sí el
esplendor que Dios le ha otorgado. La partida nos recuerda nuestra propia fragilidad y
debilidad. Pero al mismo tiempo nos abre al esplendor que Dios nos ha regalado, a la
belleza del alma y a la belleza que nos sale al encuentro en la creación.

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«Vayas adonde vayas, ve con todo tu corazón».

CONFUCIO

EL peregrino se pone en camino. Anda su camino. En la Biblia, el andar está lleno de


simbolismo. Nuestra vida se entiende como un andar. Basta con que hagamos una lista
de los pasajes de la Biblia donde se habla del andar. La Biblia dice que andemos en la
Ley del Señor (Éxodo 16,4) y que sigamos el camino del Señor (Deuteronomio 8,6).
Andar, caminar y cambiar son acciones íntimamente unidas. Quien camina cambia. No
hemos de caminar en las tinieblas, sino en la luz (Isaías 1,5). Hemos de caminar con
humildad ante nuestro Dios (Miqueas 6,8). Pablo habla incluso de que hemos de caminar
en «novedad de vida» (Romanos 6,4) o en el amor (Romanos 14,15). Y también dice
que, aquí en la tierra, andamos nuestro camino en fe y no en visión (2 Corintios 5,7). En
todos estos pasajes, nuestra vida se entiende como un camino que debemos andar. En
este camino vivimos las experiencias más dispares. Nos sentimos amenazados. Pero
también confiamos en que en el camino estamos protegidos. En medio de los peligros de
nuestra vida podemos andar con el versículo del salmo: «Aunque camine por cañadas
oscuras no temo, porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan» (Salmo 23,4).

«Nadie puede recorrer el camino, con el corazón encogido. Aunque el camino


sea estrecho, que tu corazón sea grande».

AMBROSIO DE MILÁN

No sólo hemos de andar en una realidad determinada, sino también con Dios y ante
Dios. Dios le mandó a Abrahán: «Anda en mi presencia y sé íntegro conmigo» (Génesis
17,1). No hemos de andar simplemente nuestro camino, sino además tener siempre
presente que hemos de andar ante Dios. Los cristianos decimos que andamos nuestro
camino con Cristo. No andamos solos nuestro camino. Él va con nosotros, como fue con
los discípulos de Emaús, para interpretarnos nuestra vida de manera nueva. Cuando
Cristo va con nosotros, no nos extraviamos, no corremos en vano, sino que caminamos
en la luz. Entendemos el sentido de nuestro camino. Por más que a veces dicho camino
parezca ser un rodeo o una senda equivocada, en el diálogo con Cristo, que va con
nosotros, entendemos, como los discípulos de Emaús, el sentido de todo cuanto vivimos

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en el camino.

En el camino hay peligros. Pero Dios nos promete que él nos protegerá. En el
profeta Isaías se dice: «Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te
anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti» (Isaías 43,2).
Podemos meditar estas palabras al tiempo que andamos. Andar nos llevará entonces a
importantes experiencias espirituales. Al andar, podemos decirnos versículos de salmos,
y sólo entreveremos realmente su sentido al andar. En el Salmo 18, por ejemplo, se dice:
«Me sacó a campo abierto, me quería y me salvó. Dios me ha ceñido de fuerza, me
garantizó un camino sin tropiezos. Al andar, ensanchas mis pasos, mis tobillos no se
tuercen». Palabras así me hacen andar de otra manera. Andando experimento mi propia
fuerza. Dios me regala esa fuerza. Y Dios me protege en mi camino, como nos lo
promete el Salmo 91: «Él ordenará a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos.
Te llevarán ellos en sus manos, para que tu pie no tropiece en la piedra. Pisarás sobre el
león y la víbora, hollarás al leoncillo y al dragón».

Siendo un joven monje, estuve caminando durante una semana por el bosque de
Steigerwald con un grupo de jóvenes. En la caminata introducíamos siempre un rato de
silencio. A veces, en él reflexionábamos sobre un texto bíblico que yo antes les
explicaba. A veces invitaba a los jóvenes a andar en silencio rumiando un versículo de
un salmo. El primer día, tras una larga caminata, tuvimos que subir a un monte. Al pie
del monte les di como materia de meditación este versículo del Salmo 18: «Contigo
asalto la muralla, con mi Dios salto el muro» (18,30). Antes de que los jóvenes hubieran
sentido de verdad las fatigas del camino, estaban ya en lo alto del monte. Ese versículo
dio fuerza a sus pasos. Subieron el monte de manera distinta de como lo habrían hecho si
hubieran andado quejándose de lo empinado que era.

Desde siempre, «andar» ha tenido una estrecha relación con «orar». No sólo porque
al andar se ha orado, sino porque el andar como tal era un modo de oración. Los
peregrinos andaban orando su camino, y andando oraban. El científico de la religión
Thomas Ohm ha investigado la conexión entre orar y andar en las distintas religiones. Se
camina para hacer la ora ción; se parte, se abandona el mundo y las actividades
mundanales, y se va hacia Dios. Quien va hacia Dios sale de la estrechez de su ego y se
abre a Dios. En muchas religiones, el andar como tal es oración. En el budismo, entre los
distintos métodos de meditación se conoce también el del andar. El sentido del andar en
la oración es dar expresión al deseo de Dios, al anhelo de Dios. Para los chinos, «Tao» es
el camino. Y en la India se habla de «marga», del camino de salvación, que es un camino
de obras, conocimiento y ejercitación. La mística cristiana conoce el triple camino de la
transformación: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva. La meta del andar es
la purificación interior. Andando, uno puede liberarse de tensiones internas, de todas las
ofuscaciones que desfiguran nuestro verdadero yo. La meta del andar es la iluminación,

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la aclaración de la existencia y la unión con Dios.

Al andar, no tenemos necesariamente que orar para vivir la experiencia espiritual


del peregrino. El andar como tal es ya oración. Está lleno de simbolismo. Con cada paso
toco la tierra y al mismo tiempo levanto el pie para ponerlo de nuevo un poco más allá.
Este movimiento es una imagen de que ciertamente caminamos por la tierra, pero en
última instancia vamos más allá de ella. Somos peregrinos y lo rasteros en la tierra
(Hebreos 11,13). No tenemos aquí patria definitiva.

O bien, como lo expresa la carta a los Hebreos: «No tenemos aquí ciudad
permanente, sino que buscamos la futura» (13,14). Al andar, podemos imaginarnos que
salimos de todos nuestros apegos. Estamos en camino. No nos quedamos parados, sino
que seguimos siempre adelante. Tenemos que cambiar durante toda la vida. Salimos del
mundo para dirigirnos, más allá de él, a una patria eterna. Quien se pone a andar vive
todas las experiencias que la carta a los Hebreos cuenta del pueblo peregrino de Dios que
son los cristianos. Estamos en camino hacia Dios, hacia la patria del cielo. En dicho
camino estamos acosados. Salimos de la ciudad estable. La carta a los Hebreos nos
exhorta: «Así pues, salgamos hacia él, fuera del campamento, cargando con su
ignominia» (13,13). El peregrino no tiene nada de lo que hacer gala. No puede llevar
consigo sus posesiones ni su reputación. Está expuesto a las injurias de la gente. Sale con
Cristo fuera del campamento y vive con bastante frecuencia la experiencia de no ser
entendido. Pero al mismo tiempo anda lleno de confianza, porque ha oído dentro de sí
una voz a la cual sigue. La carta a los Hebreos pretende fortalecer la confianza de unos
peregrinos que se habían cansado: «Corramos con constancia la carrera que se nos
propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (12,1-2). Al andar,
miramos a aquel que nos ha precedido en la fe y la confianza. Al mirar a Jesús, nos
figuramos su imagen para, en virtud de dicha imagen, entrar en contacto con nuestro
verdadero yo, con el núcleo más íntimo que corresponde a nuestra verdadera esencia. Al
andar, hemos de desechar todas las imágenes extrañas que nos limitan, y con los ojos
puestos en la imagen de Jesús descubriremos en nosotros la imagen propia, originaria y
genuina que Dios se ha hecho de nosotros. En última instancia, nos dirigimos siempre
hacia la verdad, hacia nosotros mismos, hacia nuestro verdadero yo.

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«Andando he descubierto adónde tenía que ir».

THEODORE ROETHKE

EN el camino necesitamos indicadores para no equivocarnos y extraviarnos. Dichos


indicadores están en el camino. Nos señalan la dirección. Pero también las personas que
nos encontramos por el camino pueden ser indicadores para nosotros. Les preguntamos
el camino y nos indican la dirección correcta. El filósofo católico Max Scheler, con su
filosofía de los valores, fue en la década de 1920 un indicador importante. Pero su vida
no correspondía a su sublime filosofía. Cuando se le hizo notar que con su vida no
respondía a los valores que proclamaba, respondió: «El indicador señala la dirección en
que debemos ir. Pero él no sigue el camino». Hoy en día, esta respuesta no nos satisface.
Sólo estamos dispuestos a seguir a alguien cuando confiamos en que también él sigue el
camino que nos señala.

La imagen del indicador fue muy apreciada en la filosofía y la mitología griegas.


Heracles se encontró ante una encrucijada. Se decidió por el camino de la virtud y contra
el camino de la molicie. La encrucijada, el cruce de caminos, fue desde siempre un lugar
importante de encuentro con poderes trascendentes, con dioses y espíritus. La
encrucijada nos invita a pasar a algo nuevo, a una nueva fase vital, a pasar de la muerte a
la vida o de la vida a la muerte. Indica que nuestra vida es finita y peligrosa. También
podemos equivocarnos al decidir. Para que el paso resultara bien, muchas religiones
colocaron en las encrucijadas obeliscos, altares o piedras. Los cristianos pusieron con
frecuencia en estos lugares cruces, estatuas marianas o imágenes de santos en forma de
calvarios o pequeñas capillas. En medio de la consideración de los distintos caminos,
todas esas cosas tienen como finalidad invitarnos a que nuestra decisión se decante por el
camino correcto. Para los germanos, las encrucijadas eran puntos de encuentro de brujas
y demonios malvados. Poniendo allí los símbolos de su fe, los cristianos pretendían
protegerse contra su poder. La cruz de Cristo era un símbolo apropiado. Pues la
encrucijada es también un cruce. La cruz de Cristo indica que Cristo llena los cuatro
puntos cardinales con su amor y su salvación. Cristo nos acompañará en todos los
caminos. Con bastante frecuencia, los peregrinos llevaban consigo un bastón en el que
estaba grabada una cruz. Una antigua canción, surgida en torno al año 1600, alaba la
cruz con estas palabras: «Tú eres el bastón de los peregrinos, en el que seguros
ondeamos, sin vacilar ni caer».

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«La fe es un oasis al que jamás llegará la caravana del
pensamiento».

KHALIL GIBRAN

«Si buscas las fronteras del alma, nunca las encontrarás aunque recorras todos
los caminos hasta el final, porque su esencia es muy profunda».

HERÁCLITO

Con frecuencia nos encontramos ante intersecciones o bifurcaciones sin saber qué
camino nos conduce a la meta. Lucas pintó la imagen de Jesús teniendo en cuenta este
anhelo del indicador correcto. Para el griego Lucas, Jesús es el guía que lleva a la vida,
el que nos ha precedido en el camino que también nosotros hemos de andar. Con su vida
nos ha mostrado que también nuestro camino se ve estorbado continuamente por toda
clase de aprietos. Pero la meta de nuestro camino es la gloria de Dios, la «doxa», el
resplandor originario que Dios nos ha asignado a cada uno, la imagen auténtica de
nuestro verdadero yo, a la cual hemos de acostumbrarnos. En el evangelio de Lucas,
Jesús es el caminante divino que anda con nosotros nuestros caminos y que nos explica a
cada uno cuál es el nuestro de manera que lo entendamos. Resucitado, camina con los
discípulos de Emaús y les explica cuál era el sentido de su camino hasta ese momento y
cómo sigue éste después. En el camino se detiene una y otra vez para comer con
nosotros y conversar sobre el sentido de nuestra vida.

Jesús mismo habla del camino estrecho y del ancho: «Entrad por la puerta estrecha,
porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos
los que entran por ella. En cambio, es estrecha la entrada y angosto el camino que lleva a
la vida, y pocos son los que lo encuentran» (Mateo 7,1314). El camino ancho es el
camino que siguen todos. No es necesariamente el camino del pe cado, sino el camino
que todos siguen inconscientemente. El camino estrecho es el camino que sólo está
destinado a mí. Y la puerta estrecha es la puerta por la que únicamente yo he de pasar.
Cada persona es única. Debemos encontrar el camino en el cual desarrollemos los dones
que Dios nos ha dado. No hemos de limitamos a regimos por los demás, yendo detrás de
ellos, sino seguir nuestro propio camino. Sólo entonces llega a ser fecunda y auténtica
nuestra vida.

Franz Kafka contó la hermosa parábola del castillo. Un hombre va al castillo para
penetrar en su interior a través de la puerta. Pero la puerta tiene un guardián. Éste impide
al hombre entrar. El hombre espera y espera ante la puerta. Los años pasan. Finalmente,
el hombre enferma y está a punto de morir. Entonces el portero cierra la puerta y le dice

19
al que esperaba: «Esta puerta estaba destinada sólo a ti. Ahora, dado que te estás
muriendo, puedo cerrarla». La puerta estrecha es la puerta que sólo está destinada a mí.
He de reflexionar sobre qué puerta me lleva a la vida. ¿Cuál es mi identidad más
profunda? ¿Qué camino debo seguir? La puerta me indica el camino. Pero debo
reconocerla y tener el valor para atravesarla. Pues lo que me aguarda al otro lado de la
puerta es desconoci do y extraño. Y me da miedo. Por eso, se necesita un indicador
fiable que me dé valor para pasar por la puerta, aun cuando algunos porteros intenten
impedírmelo o algunas voces traten de convencerme de que de todas maneras no haré el
camino. Y se necesita el valor para decidirse. Cuando atravieso la puerta que me está
destinada, cuando en la encrucijada sigo el camino que he reconocido como correcto
desde mi voz interior, excluyo otros caminos y otras posibilidades. Hay personas que,
tras decidirse, dudan continuamente de si han tomado la decisión correcta. No avanzan
en su camino. Miran continuamente hacia atrás, cavilando sobre si su camino es
realmente correcto. La psicología nos dice que debemos hacer duelo por las
posibilidades que hemos excluido con nuestra decisión. Sólo entonces entraremos en
contacto con la fuerza que está en nosotros. Y podremos seguir con vigor el camino
estrecho por el que nos hemos decidido. Entonces, éste nos conducirá a terreno ancho.
San Benito le promete al monje que se ha decidido a seguir el camino estrecho de la
salvación que para él el camino se ensanchará: «No abandones enseguida, sobrecogido
de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo
estrecho. Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la
dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios»
(RB, Prólogo 48-49).

«Sólo al caminar se ensancha el horizonte y danzan los espacios intermedios.

Sólo al caminar se ven las manzanas en el


árbol.

Sólo el caminante tiene la cabeza sobre los


hombros».

PETER HANDKE

En el evangelio de Juan, Jesús dice estas célebres palabras: «Yo soy el camino, la
verdad y la vida» (14,6). Jesús no es sólo el indicador, sino el camino mismo. ¿Cómo
hemos de entender esto? Cuando entiendo a Jesús, cuando creo en él, estoy en el camino
que lleva a Dios y en el camino que lleva a la verdadera vida. No puedo meditar sobre
Jesús sin ponerme interiormente en camino.

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Pero también se puede decir lo contrario: quien está en camino, quien tiene el valor
de seguir siempre adelante, ése entiende el misterio de Jesús, aun cuando no lo confiese
con la boca. Todo aquel que se pone en camino se abre en su corazón al misterio de
Jesús. En lo profundo de su corazón reconoce a Jesús como aquel que le empuja al
camino.

Jesús es - así lo dicen también sus palabras sobre el camino - orientación en el


camino. Me muestra cómo mi vida puede tener buen éxito. Precisamente hoy en día
anhelamos un camino que nos conduzca realmente hacia la vida. Se nos ofrecen y
recomiendan tantos caminos que resulta difícil escoger. Cuando viajo para dar mis
conferencias, agradezco los indicadores claros que puedo seguir. Pero a veces también
me enfado porque los indicadores no son claros. No está claro si debo desviarme ahora o
después. O bien a veces deja de haber indicadores. Entonces me pregunto si he pasado
por alto alguno. Si no consultara el plano, no sabría qué dirección seguir para llegar al
lugar de destino. Así nos pasa con los muchos indicadores que hoy en día se nos ofrecen
en el mercado espiritual y psicológico. Cuando Jesús dice que él mismo es el camino,
esto para mí significa: yo medito sobre Jesús, intento entenderlo. Entonces sé que estoy
en el camino correcto hacia Dios. Jesús es el auténtico camino hasta Dios. Esto no
significa que yo piense que quienes tienen otras creencias no están en camino hacia
Dios. Confío en que también ellos encuentren a Dios. Pero agradezco que Jesús me
regale claridad acerca de mí mismo y de este mundo, y que en él encuentre yo a Dios
mismo. «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 14,9). Cuando miro a Jesús,
comprendo a Dios. En el rostro de Jesús brilla la gloria de Dios. Allí comprendo la
verdad. En griego, «verdad» se dice «aletheia», y significa «desvelamiento». El velo que
todo lo cubre es retirado, y yo miro. Contemplo el fundamento del ser.

Jesús dice otra frase más en relación con el camino: «Yo soy la puerta» (Juan 10,7).
Con estas palabras, Jesús quiere decir: cuando mires a la puerta descubrirás quién soy.
Por mí se abre la puerta que lleva a ti y a tu interior. Por mí encuentras la puerta que
lleva al corazón de otras personas. Y yo soy la puerta que te posibilita el acceso al
camino que has de andar. Yo soy la puerta por la cual llegas hasta Dios. Si aplicamos
esta metáfora de Jesús a la imagen del indicador, para mí significa: cuando medito sobre
el indicador, comprendo el misterio de Jesús y el misterio de mi propio camino. Mi vida
es un camino. Pero no todo camino conduce a la meta. Necesito indicadores que me
permitan ahorrar energía. Pues de lo contrario tendré que recorrer cada camino hasta el
final para darme cuenta de adónde conduce. El indicador es, por tanto, un economizador
de energía. Y me prote ge de caminos errados que no sólo no conducen a la meta, sino
que podrían resultar peligrosos. Si en la montaña paso por alto el indicador, puedo
fácilmente ir a parar a un terreno equivocado en el que de repente ya no pueda seguir o
me encuentre ante un precipicio.

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Así, cada indicador que descubrimos en nuestro camino nos invita a reflexionar
sobre el misterio de nuestro camino y sobre el misterio de Jesús, a quien Dios envió a
nosotros como el indicador de la verdadera vida, un indicador que, sin embargo, no
permanece quieto, sino que anda con nosotros nuestros caminos, nos levanta cuando
caemos, nos alienta cuando ya no tenemos ánimo para seguir adelante y cura nuestras
heridas cuando nos hemos hecho daño.

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«Al llegar a la meta de tus deseos, siempre echarás algo en falta: tu camino
hacia la meta».

BARONESA MARIE VON EBNER-ESCHENBACH

EN el camino, los peregrinos desean una y otra vez hospedarse. Buscan un albergue
donde poder pasar la noche, donde saberse protegidos y seguros. La palabra alemana
«Herberge», «albergue», procede en su origen de «Heerlager», «campamento militar».
El ejército acampaba en la montaña. Allí estaba protegido de ataques enemigos. Pero
muy pronto «Herberge» empezó a denotar el lugar donde el forastero podía permanecer
durante la noche, donde le daban comida. Hoy en día ya sólo se habla de albergues
juveniles. Nos referimos a un alojamiento sencillo para personas que están en camino y
desean descansar. Los albergues juveniles tienen un encargado que se ocupa de los
jóvenes y les proporciona seguridad y apoyo en su camino.

A Martín Lutero le gustaba la palabra «albergue». En Belén, María y José no


encuentran albergue. Lucas describe así el nacimiento de Jesús: María «lo envolvió en
pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue» (2,7). Jesús nace
como un forastero, sin la protección de un albergue. Jesús mismo cuenta la historia del
samaritano misericordioso, que cargó en su montura al hombre medio muerto que yacía
al borde del camino y lo llevó al albergue (Lucas 10,34). El albergue es el lugar donde el
herido recibe asistencia y cura. Lucas piensa aquí, no sólo en una fonda que se convierte
en albergue para el hombre herido, sino también en Dios. Pues, según una explicación de
los Padres de la Iglesia, Cristo mismo es el samaritano, el extraño, que a nosotros, que
yacemos malheridos al borde del camino, nos carga en su montura, su cuerpo, para
llevarnos hasta el albergue de Dios. Dios mismo curará nuestras heridas. El albergue al
que el samaritano lleva al hombre medio muerto se ha convertido también, sin embargo,
en un símbolo para muchos peregrinos. En el camino, éstos necesitan un albergue para
reponerse de sus esfuerzos, pero también para curar sus heridas, que se les han producido
durante el viaje. Con frecuencia necesitan un buen encargado que se ocupe de ellos y
vende sus heridas. Pero no pueden permanecer en el albergue. Tienen que proseguir de
nuevo el camino.

Jesús quiso celebrar la última Cena en un albergue, en una fonda en la que está a
solas con sus discípulos. Lutero traduce así la pregunta que Jesús manda hacer a los

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discípulos: «¿Dónde está el albergue en el que pueda comer el cordero pascual con mis
discípulos?» (Lucas 22,11). Jesús desea un espacio protegido donde poder celebrar con
sus discípulos la cena pascual, donde poder ofrecerles, con el pan partido y con la copa
llena del vino vertido, su cuerpo y su sangre. La intimidad del amor que Jesús muestra a
sus discípulos en la última Cena requiere la protección del albergue.

La palabra alemana «Herberge» tiene una resonancia tierna. Suena a seguridad. En


el albergue nos ponemos a salvo junto a personas amables que cuidan de nosotros. El
forastero encuentra entre buenos amigos un albergue donde se sabe aceptado y querido.
La palabra «Herberge» se convierte en la imagen de un lugar de refugio al que puedo
huir para protegerme de peligros hostiles. Así, un lugar de refugio no tiene por qué ser
siempre una casa. También el corazón de una persona amable puede convertirse en un
albergue donde puedo ponerme a salvo, donde soy entendido, donde puedo ser tal como
soy.

De camino, de viaje, un albergue es siempre un alojamiento meramente temporal.


Juan interpreta a Jesús como la Palabra que se hizo carne y acampó entre nosotros. Aquí,
en la tierra, Jesús no se creó ningún hogar. Únicamente acampó. Una tienda de campaña
es un albergue que sólo vale cuando se va de viaje. El peregrino sabe que en el albergue
no puede permanecer más que por breve tiempo. Si permanece demasiado en el
albergue, pierde el empuje para seguir adelante. De este peligro nos hablan los cuentos.
En uno de ellos, el rey envía a su hijo para que le traiga el agua de la vida. Pero el primer
hijo y el segundo se quedan en el albergue. Comen y beben y olvidan la misión que el
padre les ha encomendado. Sólo el tercer hijo escapa al peligro de quedarse atrapado en
el albergue. Emprende de nuevo el camino. Así, el albergue es hogar tan sólo por un
breve período de tiempo. Luego, el peregrino debe partir de nuevo para seguir adelante.

En el prefacio de Difuntos, la liturgia habla del albergue de la peregrinación terrena:


«Al deshacerse el albergue de nuestra peregrinación terrenal, adquirimos una mansión
eterna en el cielo». Por eso, el albergue en el que podemos hospedarnos en el camino nos
remite desde el principio a la morada eterna en la que estare mos para siempre en casa.
Los albergues nos protegen en el camino. Pero sólo estaremos seguros para siempre
cuando seamos acogidos en la morada que Jesús nos ha preparado. Jesús entendió su
muerte como un camino hasta el Padre: «Voy a prepararon una morada» (Juan 14,2).
Toda morada en la que aquí nos sentimos «en casa» lleva en sí la promesa de otra
morada en la que estaremos para siempre en casa. Sólo se puede estar en casa allí donde
habita el misterio. En la morada donde habita Dios, el Misterio, experimentamos el
verdadero hogar.

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«Cuando no se encuentra la paz en uno mismo, es inútil buscarla en otra
parte».

FRANCOIS DE LA ROCHEFOUCAULD

LA predicación de Jesús empieza con estas palabras: «El tiempo se ha cumplido, el


Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el evangelio» (Marcos 1,15). La palabra
griega «metanoein» significa propiamente «cambiar de mentalidad». A tenor de esta
palabra, el cambio del ser humano comienza, según la Biblia, ante todo con un
pensamiento renovado. El ser humano ha de pensar de otra manera, ha de mirar lo que
está detrás de las cosas y no adoptar simplemente el modelo de pensamiento de su
entorno. La mayoría de los traductores piensan, sin embargo, que la mejor manera de
expresar lo que Jesús quiso decir es utilizar la palabra «volver» (o «convertirse»). Volver
significa dar la vuelta. La vuelta es el cambio. Le doy la vuelta a todo. No sigo
simplemente adelante como hasta ahora. Me vuelvo del camino que conduce al extravío
y sigo el camino que me conduce a la meta. La Biblia conoce otra palabra aplicable a
esta vuelta o conversión: «epistrephein». Esta palabra griega significa «volverse,
convertirse», pero también «dirigirse, volverse a alguien, modificar el modo de pensar».
Y el sustantivo denota la conducta moral. Con ello se expresa que el ser humano debe
cambiarse, girarse, darse la vuelta, convertirse, durante toda su vida. Con la palabra
«epistrephein» exhorta Pedro a sus oyentes en el Templo: «Arrepentíos, pues, y
convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el
tiempo de la consolación» (Hechos de los Apóstoles 3,19). Como ejemplo más claro de
conversión, Lucas nos narra en el libro de los Hechos la conversión de Saulo en Pablo.
Es un caso en el que una persona realmente gira en redondo, da media vuelta. Hace
precisamente lo contrario de lo que hasta entonces ha hecho. En lugar de perseguir a los
cristianos, empieza a anunciar por todas partes el mensaje de Jesús y es a su vez
perseguido por su causa.

Los latinos traducen a menudo «cambiar de mentalidad» («metanoein») con


«poenitemini» («hacer penitencia») y «convertirse» («epistrephein») con «convertere».
«Convertere» significa propiamente hacer juntos un viraje, o bien dar la vuelta de
manera que se junte de nuevo lo que hasta el momento ha andado separado. La vuelta /
conversión, por tanto, pretende reparar algo que antes estaba roto. Y «convertere»
significa dar la vuelta a la vida de tal manera que todo concuerde. Al caminar, mi vida ha

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de cambiar de manera que yo me ponga en armonía conmigo mismo y con todo lo que
es. En el monacato, esta noción se aplicó luego como «conversatio» al modo de vida
monástico. En este término se incluye no sólo el modo de vivir del monje, sino también
la idea de que su vida cambia constantemente, de que es un proceso de transformación.
La meta de este camino de transformación es que el monje se haga cada vez más uno
consigo mismo y con Dios.

La peregrinación siempre tiene que ver con vuelta y conversión. La partida del
peregrino es ya una vuelta. El peregrino vuelve de los caminos seguidos hasta el
momento. La vuelta ha de ayudarle a convertirse, a darle un giro a su vida. Quien se
convierte confiesa con ello que el camino que seguía hasta entonces no era bueno. La
Biblia entiende nuestro camino como un camino constante de conversión. Algunos
narran sus vivencias de conversión con grandes palabras. Antes, todo era nada. Y
entonces, en un instante, se convirtieron, y ahora todo es per fecto y maravilloso. Yo, sin
embargo, siempre soy escéptico ante tales vivencias de conversión. En ellas se salta a
menudo por encima de la auténtica vuelta. La conversión es un acontecimiento
permanente.

La psicología se ha ocupado del tema de la conversión y de la vuelta. En la vida del


ser humano se dan con frecuencia vivencias radicales de conversión. Éstas son, en la
mayoría de los casos, reacciones ante una crisis que pone todo en tela de juicio. De golpe
se rehace un equilibrio interior. El ser humano encuentra en sí una profunda paz interior
y la certidumbre acerca de su camino. No obstante, la psicología también es crítica con
respecto a tales vivencias de conversión. Pues a veces en ellas sólo cambian las
ideologías. La ideología siempre guarda relación con el propio superyó. En esos casos se
reemplaza una droga por otra. También Dios puede convertirse en la droga con la que se
sustituye la droga del alcohol. Pero Dios está en otro plano. Cuando sólo se le utiliza
como droga, no se produce transformación alguna. Una verdadera conversión es siempre
un proceso de transformación del ser humano. La vieja condición humana se transforma
en la nueva. El criterio para determinar que una conversión ha salido bien es siempre la
amplitud y la libertad interiores del converso, y la paz que brota de él. Pero también
conocemos el rigorismo de algunos neoconversos. En estos casos se advierte que un
«ideal de superyó» simplemente ha sido sustituido por otro. Es un cambio en el dominio
de las ideas, pero no una transformación real. La conversión a la que desea llevarnos la
vuelta del peregrino es un proceso de transformación. Es un camino. El peregrino
emprende el camino para volver de caminos errados. Pero sabe que esta vuelta
presupone un largo camino. Dicha vuelta acontece en el camino. Pero el peregrino debe
seguir volviendo también tras el regreso a casa, porque el regreso a casa puede resultar a
menudo una vuelta atrás. Es verdad que se ha andado un camino, pero se ha vuelto con
la vieja condición humana. No se ha dado la conversión interior. La vuelta del peregrino
es una ayuda para la conversión. Pero no la garantiza.

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«Quien camina despacio ve más».

STEN NADOLNY

Para el peregrino, sin embargo, la vuelta también puede significar otra cosa. A veces
debe dar media vuelta en su camino porque ha seguido caminos equivocados. Se ha
fiado del ca mino, pero no se ha fijado para nada en el lugar adonde éste conduce. Así,
algún peregrino ha vivido profundas experiencias andando todo un día en dirección
equivocada y teniendo luego que dar media vuelta y recorrer el doble de camino. Tales
experiencias no se quedan sencillamente en algo exterior. Están llenas de simbolismo.
Nos muestran que en la vida cotidiana también creemos, con bastante frecuencia, estar
en el camino correcto. Y sólo una persona que nos aborda nos hace ver que hemos ido en
la dirección equivocada. Así, nuestra vida es una constante vuelta y conversión. Y es un
continuo cambio de mentalidad («metanoia»), una ejercitación en otro modo de pensar,
en un modo de pensar que ve detrás de las cosas y distingue lo verdadero en todo.

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«Sal del mar como las nubes. ¡Viaja! Porque, si no viajas, jamás te
convertirás en una perla».

FARIDUDDIN ATTAR

LA sabiduría cristiana ha entendido siempre la peregrinación como una ejercitación en el


seguimiento de Jesucristo. Para la Biblia y para la tradición cristiana, la noción de
seguimiento es fundamental. Describe la esencia de lo cristiano. No estamos
simplemente en un camino. En dicho camino seguimos a Jesús. Según la Biblia, Jesús es
el caminante divino que desciende del cielo para andar con nosotros nuestros caminos y,
en el camino, instruirnos en el misterio de nuestra vida y en el misterio de Dios. En el
evangelio de Lucas, Jesús es el caminante que en su viaje se hospeda una y otra vez en
casa de la gente. Va delante de los discípulos. Es el «archegos tes zoes», el guía que
lleva a la vida. Su camino conduce a la gloria de Dios pasando por la cruz. Así, también
nuestro camino nos conducirá al reino de Dios pasando por muchos apuros. La mirada
puesta en Jesucristo nos hace andar con brío y confianza nuestro camino, aun cuando
éste a veces sea fatigoso.

Los evangelios relatan cómo llama Jesús a los discípulos al seguimiento. Marcos
nos cuenta cómo Jesús iba caminando por la orilla del mar de Galilea y vio a los dos
hermanos Simón y Andrés echar sus redes. Les dice: «Venid conmigo, y os haré llegar a
ser pescadores de hombres» (1,17). Jesús les exige a los dos hermanos que dejen su
oficio y su parentela para seguirle. Pero Jesús también les promete algo. Quiere
convertirlos en pescadores de hombres. Va a elevar a otro plano lo que han hecho hasta
ese momento. Ya no pescarán peces, sino que ganarán para Dios seres humanos. La
reacción de los dos hermanos es sorprendente: «Al instante, dejando las redes, le
siguieron» (Marcos 1,18). Una llamada interior así se necesita también para decidirse a
hacer una ruta de peregrinación. Uno no se pone en camino igual que se va de
vacaciones. Se necesita una llamada. A menudo, dicha llamada es muy suave, un
barrunto interior. Pero hay ocasiones en las que se tiene la sensación de que en ese
momento uno tiene que atreverse a emprender el camino, no sólo por un día, sino por
más tiempo. Se trata de una ejercitación en el seguimiento de Jesús. Para poder seguir la
voz interior en el propio corazón, debo dejar atrás las redes, las redes de mi trabajo, pero
también las redes de relaciones y las redes en las que estoy metido y de las cuales ya no
sé salir.

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En tiempos de Jesús, el seguimiento tenía un significado muy concreto: marchar con
él por Galilea y ser enviados por él a anunciar el mensaje del Reino de Dios. Hoy en día,
el seguimiento tiene otro significado. Toda persona ha de seguir la llamada interior.
Cristo le habla en su corazón y le llama a un camino en el que puede convertirse en
bendición para los demás, en el que puede dejar su huella totalmente personal en este
mundo. Todo el mundo sigue a otros en su camino. Querámoslo o no, otros nos han
precedido. A veces, sólo seguimos la rutina de los otros. A veces seguimos nociones
ajenas, las ideas que otros nos han inculcado. La palabra alemana «folgen», «seguir»,
procede originariamente del deber feudal de asistencia militar («Heeresfolge»). Quien se
enrola en el ejér cito debe seguir las leyes del ejército, debe seguir las órdenes del oficial.
Así, «folgen» guarda a menudo relación con «befolgen», «obedecer, ser obediente». La
palabra alemana «folgen» tiene además otros significados. No sólo denota ir detrás de
alguien, sino que también tiene un significado temporal. Un día sigue a otro. E indica
una conexión causal. De esta o aquella idea se sigue otra cosa. Si esto es así, se sigue que
debo organizar mi vida conforme a ello. El seguimiento tiene a menudo una
consecuencia interior. Si sigo a Jesús, debo regirme por él. Por eso, la tradición espiritual
también ha vinculado a menudo el seguimiento con la imitación («imitatio»).

«Lo importante es el camino que se ha hecho, la jornada que se anduvo; si


tienes conciencia de que estás prolongando la contemplación; es porque te
observas a ti mismo, o, peor aún, porque esperas que te observen».

JOSÉ SARAMAGO

Los evangelistas nos transmiten muchas palabras de Jesús sobre el seguimiento.


Éstas son tan válidas hoy para nosotros como lo fueron entonces para los discípulos.
Tenemos, por ejemplo, esta frase de dura resonancia: «Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lucas 9,23). En tiempos de
Jesús, cargar con la cruz significaba contar con la muerte violenta en la cruz. Cuando
Lucas habla de la cruz «cotidiana» se refiere a otra cosa. El seguimiento supone contar
con que nuestros planes se vean una y otra vez desbaratados, con que algunos de nues
tros proyectos se vean contrariados, con que se nos cargue y se nos exija algo. Cargar
con la cruz significa entonces decir sí a lo que se me cruza y me sucede desde fuera,
transformar la experiencia exterior en un acto de entrega. Negarse a sí mismo no
significa deformarse o desvalorizarse, sino llegar a ser libre del señorío del ego, entrar en
contacto con nuestro verdadero yo, seguir la suave voz interior de Jesús y no las fuertes
voces que irrumpen en nosotros desde fuera. Quien quiera seguir a Jesús debe liberarse
del señorío del propio ego y de la concepción que se ha hecho de la vida. Debe salir del
propio ego y estar dispuesto a implicarse en lo que le suceda en su camino.

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El seguimiento requiere libertad respecto al propio ego, pero también libertad
respecto al apego a los padres. Cuando Jesús le pidió a un joven que le siguiera, éste le
respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre. Jesús le dijo: "Deja que los muertos
entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios"» (Lucas 9,59-60). Quien
quiera emprender el camino como peregrino, y seguir la voz interior de su corazón, no
puede aguardar hasta que sus padres le dejen ir. Debe seguir la llamada interior. Jesús -
dice C.G.Jung - tomó en serio, como ningún otro fundador de religión, la condición
única de cada ser humano. Le anima a seguir su propio camino y a no regirse por las
expectativas de la familia. Naturalmente, la frase de que los muertos han de enterrar a los
muertos se debe entender de manera simbólica. Sin duda, Jesús no pretende prohibir la
piedad para con los difuntos. Pero esperar a seguir el propio camino cuando el padre
haya muerto hace que el hijo o la hija como tales estén interiormente muertos. La voz
interior del propio corazón es más importante que la voz del padre o la madre.

De manera parecida suenan las siguientes palabras de seguimiento: «También otro


le dijo: "Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa". Le dijo
Jesús: "Nadie que pone la mano en el arado mira hacia atrás es apto para el Reino de
Dios"» (Lucas 9,61- 62). Veo a muchos jóvenes que quieren realmente seguir su propio
camino. Pero también desean, no obstante, que sus padres y su familia aprueben dicho
camino. Queremos asegurarnos desde todos los puntos de vista de que seguimos el
camino correcto. Ser peregrino es otra cosa. Significa seguir el impulso interior y no
andar pidiendo permiso a todos para ver si puedo o no seguir el camino de la
peregrinación. El peregrino se dirige a una meta. No puede mirar atrás constantemente
reflexionando acerca de si no hubiera sido mejor quedarse en casa, dado que allí había
tantas cosas importantes que hacer. El seguimiento significa dirigir la mirada hacia
delante y andar el camino al que uno se siente llamado dentro de su corazón. A quien
controla demasiado su camino se le tuercen los surcos. Se requiere la valentía de dejar
atrás lo viejo y mirar hacia delante. El peregrino no pone los ojos en el pasado, sino en el
futuro.

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«Sólo cuando salimos de nuestro origen podemos reconocerlo y sentirlo como tal».

KARL OTTO HONDRICH

LA meta de la ruta de peregrinación es llegar. La meta exterior es con frecuencia un


lugar de peregrinación hacia el que uno se ha puesto en camino. Pero también puede ser
una meta interior. Los monjes se entendían como peregrinos, aunque no hicieran el
camino hacia ningún lugar de peregrinación. Para ellos, el peregrinaje consistía en estar
continuamente en camino sin llegar a una meta. La meta de los monjes era el cielo, que
alcanzaban en la muerte. Pero también los peregrinos que han marcado a su camino una
meta exterior ven siempre el lugar de peregrinación o su punto de destino como símbolo
de una llegada interior. En última instancia, con su ruta de peregrinación desean llegar
hasta sí mismos. Desean entrar en sí mismos. Han emprendido el camino porque han
sentido que están divididos interiormente, que no están en sí. Andan largos caminos
exteriores para emprender el camino interior hasta sí mismos, con la esperanza no sólo
de encontrar la meta exterior, sino de encontrarse a sí mismos, descubrir en sí su
verdadero yo y entrar en contacto con él.

A quien, tras una larga caminata, llega al lugar de peregrinación le embargan


sentimientos intensos. No sólo tiene la sensación de haber conseguido algo. Es un
barrunto de que en ese momento ha llegado a un lugar sagrado y de que allí se
experimentará a sí mismo de manera nueva. Hoy en día, muchos lugares de
peregrinación son santuarios marianos. Tras la larga caminata, un santuario mariano
ofrece un lugar de seguridad, un seno materno, por decirlo así, en el que uno puede
descansar, en el cual uno nace de nuevo. Pues la meta de la peregrinación es un nuevo
nacimiento. Así, en la Edad Media, el viaje de peregrinación a Santiago de Compostela
duraba nueve meses. Lo mismo que un niño permanece nueve meses en el seno materno,
el peregrino camina hasta que llega de nuevo a casa como una persona renacida.

El peregrino pretende llegar a la meta. Pero también quiere llegar de nuevo a casa
sano y renovado. La palabra latina equivalente a «llegada» es «adventus». Nosotros
celebramos un tiempo específico de Adviento en el que festejamos la llegada de
Jesucristo - la llegada hace dos mil años, la venida de Jesús al fin del mundo y su venida
en cada instante-. La palabra «aventura» viene de «adviento». Quien tras largos caminos
llega a la meta ha vivido muchas aventuras. En la Edad Media, la ruta de peregrinación
estaba siempre llena de peligros. Y llegar perfectamente no era algo que se diera por

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sobrentendido. Pero toda ruta de peregrinación está, también actualmente, llena de
aventuras. No habrá ya bandoleros a los que se escape felizmente. Pero para quien
emprende el camino interior del viaje de peregrinación hay bastantes aventuras
interiores. En el camino, el peregrino se ve enfrentado constantemente a sí mismo, a sus
límites y debilidades, y también a nuevas posibilidades y capacidades que de repente
descubre en su interior.

«Que Dios, que conoce tu camino y los lugares donde descansas, esté
contigo; que mientras esperas, sea Él la buena noticia y te guíe
eternamente».

THE IONA COMMUNITY (COMUNIDAD DE LONA)

La palabra alemana «Ankunft», «llegada», se utilizaba también frecuentemente en


la Edad Media en el sentido de «Abkunft», «procedencia», «origen». Quien llega a la
meta llega también, en última instancia, a su origen. De repente percibe de dónde viene.
Llega al lugar de donde viene. Distingue su fundamento último, su origen. En definitiva,
viene de Dios. Dios es la meta de su camino, pero también el origen del que parte.
Cuando llega a sí mismo, llega también a Dios. Y llega a su propio nacimiento. Al fin y
al cabo, en la peregrinación nace de nuevo. Entra en contacto con la imagen originaria y
genuina que Dios se ha hecho de él.

En alemán, la palabra «Ankommen», «llegar», se utiliza también de otra manera. De


una persona que goza del aprecio de otras decimos que «ankommt» bien, que «llega» a
los electores, a los empleados o a los oyentes. Les toca el corazón. Les llega al corazón.
Así, el peregrino está marcado por el anhelo de llegar no sólo a sí y a Dios, sino también
a los demás. Quien ha llegado hasta sí es capaz también de llegar a los demás, de
llegarles al corazón. Emana algo agradable. Se le nota que ha llegado a sí mismo. Cerca
de él, uno se siente a gusto. Junto a otro que todavía no ha llegado a sí mismo se siente
más bien malestar. De él sale inquietud, divi Sión, confusión. Uno prefiere evitarle. Así,
el anhelo de llegar a la meta, a Dios, a uno mismo, es al mismo tiempo la promesa de
que también las relaciones con las personas se modificarán.

Esta palabra tiene aún otro significado en alemán: «depender», «dejar en manos
de». En este caso, se deja en manos de alguien que una fiesta tenga lugar o no. Si se nos
pregunta cómo juzgamos unas circunstancias, a menudo respondemos: depende de cómo
se aborde la cosa, de cómo se mire. Así, se podría decir: el peregrino deja en otras manos
que su vida tenga buen éxito. Lo importante de su llegada es precisamente que su ruta de
peregrinación le haya transformado, que haya reconocido lo esencial de su vida, que se
haya encontrado a sí mismo, la clave de su vida, y que haya encontrado a Dios, que

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bendice su llegada y ahora le hace proseguir su camino como una persona nueva.

La mística cristiana ha descrito la llegada del peregrino como una entrada en la


ciudad santa. Jerusalén equivale a la ciudad santa que hace al ser humano perfecto y
completo. En la ciudad santa - tal es la esperanza de la mística cristiana - nos hacemos
uno con Dios. La ciudad es un símbolo maternal, un símbolo del Dios que nos regala
seguridad. A menudo es la ciudad situada sobre el monte. Hay que subir hasta ella. La
entrada en la ciudad santa no es, por tanto, una regresión a la seguridad maternal, sino un
ascenso a un plano superior, al plano de la unión con Dios. El libro del Apocalipsis, el
último libro de la Biblia, habla de la ciudad santa de Jerusalén que desciende del cielo,
«llena de la gloria de Dios» (21,11). En esta ciudad no hay templo. «Porque el Señor, el
Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su santuario» (Apocalipsis 21,22). Esto es un
símbolo de que, en la ciudad santa, el peregrino es uno con Dios. La meta del peregrino
es la unión con Dios. Por eso, la espiritualidad de los peregrinos es siempre una
espiritualidad mística. El peregrino emprende el camino de devenir él mismo para llegar
a ser uno consigo mismo, para llegar a sí. Pero también anda su camino para llegar a
Dios, para hacerse uno con Dios. En esta unión con Dios experimenta la satisfacción del
anhelo que le ha empujado al camino.

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EL ser humano es, por su propia esencia, peregrino, alguien que está en camino. No
tiene aquí morada definitiva. La muerte pone en tela de juicio toda acomodación aquí en
la tierra. La muerte le indica al ser humano que en el mundo él es, en el fondo, un
forastero, alguien que emprende el camino hacia la patria eterna. Pero el peregrino no
expresa sólo su anhelo de la patria eterna. Ya aquí desea llegar. Se pone en camino para
llegar a la meta de su peregrinaje, a los lugares de peregrinación que desde hace siglos
están cargados de energía, de esperanza, de seguridad, de confianza en que allí Dios está
más cerca de uno que en casa, de que allí se puede encontrar a Dios, que nos aclara a
cada uno el misterio de nuestro propio camino. No obstante, el peregrino tampoco puede
acomodarse en la meta de su viaje de peregrinación. Llega allí para llegar a sí. Pero
también regresa de nuevo al lugar del que partió. Alberga en sí, sin embargo, la
esperanza de llegar a casa de otra manera, como una persona transformada, como alguien
que se ha hecho sabio, que ha contemplado el fundamento del mundo.

Al caminar, el peregrino ha experimentado que siempre ha de seguir adelante en su


camino, que no puede quedarse parado sin dejar de ser uno consigo mismo. Si quiere
permanecer fiel a sí mismo, el peregrino debe andar. Si quiere llegar a ser persona
humana, debe cambiar caminando para quedar completamente impregnado y
transformado en la muerte como cambio definitivo de la vida. Entonces habrá cumplido
su destino, entonces habrá llegado a casa. En sí mismo, el ser humano no está en casa,
sino que está en camino a casa. Pero mientras está de camino se siente sin hogar. Sólo
encontrará una patria en la que poder asentarse cuando salga de sí mismo y se ponga en
camino hacia Dios, que le atrae mandándolo al mismo tiempo al camino, hasta que ya no
se detenga en lo pasajero, sino que llegue a Dios mismo y con él esté eternamente en
casa. Así, siempre resulta más claro para el peregrino que para quien se queda en su casa
el misterio de la existencia humana, a saber, que en última instancia siempre estamos en
camino, en camino hacia el hogar: «¿Adónde vamos, entonces? - Siempre a casa».

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ARNOLD, Patrick M., Mcinnliche Spiritualitcit. Der Weg zur Stcirke, München 1991.

FISCHEDICK, Heribert, Der Weg des Helden. Selbstwerdung im Spiegel biblischer


Bilder, München 1992.

GRÜN, Anselm, Auf dem Wege. Zu einer Theologie des Wanderns, Münsterschwarzach
20029 (trad. esp.: Caminar. Hacia una teología del peregrinar, Madrid 2007).

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Índice
Introducción: La espiritualidad de la peregrinación 6
1. Partida 12
2. Andar 14
3. Indicadores 17
4. Albergue 22
5. Vuelta / Conversión 24
6. Seguimiento 27
7. Llegada 30
Conclusión 33
Bibliografía 34

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