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Ya no habrá llanto
ni dolor
SAL TERRAE
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Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista
por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Traducción:
María del Carmen Blanco Moreno
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Nota del Editor
En la presente edición española de este libro nos hemos permitido –previo acuerdo,
que agradecemos profundamente, con la editorial alemana original, Kreuz Verlag– unir
en un solo volumen dos breves textos de Anselm Grün que, por la temática que abordan
uno y otro, así como –¿por qué no decirlo?– por la ya citada brevedad de los mismos,
aconsejaba publicarlos conjunta e inseparablemente.
Uno y otro constituyen las dos partes de que consta la obra: «Hasta que en el cielo
nos veamos» (Bis wir uns im Himmel wiedersehen) y «Si solo me quedara un día de
vida» (Wenn ich nur noch einen Tag zu leben hätte).
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Hasta que en el cielo
nos veamos
DECIR adiós a una persona querida nos hace sufrir. Aunque una y otra vez hayas
intentado convencerte de que debías contar con su muerte, de que ella tendría que morir
algún día, no puedes eludir el dolor de la despedida. Tienes que soportarlo y sufrirlo. Ya
no puedes hablar ni mantener una conversación agradable con ella. Ya no puedes mirarla
a los ojos. Nunca más podrás abrazarla ni sentir el olor de su piel. Ella ya no estará
cuando te sientas solo, cuando busques su apoyo. No volverá a entrar en tu cuarto ni se
acercará a ti. La habitación en la que vivió está ahora vacía.
Despedirse implica separarse. Son muchas las cosas que te han unido a la persona
amada. En algunas de ellas habéis crecido juntos. Pero te la han arrebatado. Es como si
una parte de tu cuerpo, de tu propio corazón, hubiera sido separada de ti.
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MUCHAS personas que están en duelo tienen la sensación de que, al morir el ser
querido, les han quitado el suelo bajo los pies, de que todo carece de fundamento. Están
entrampadas en las arenas movedizas de su duelo, se ahogan en un mar de lágrimas. El
salmista expresa esta vivencia con estas palabras:
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ALGUNOS sienten angustia ante la posibilidad de tocar el fondo de su tristeza.
Tratan de encontrar un apoyo firme dirigiendo su atención a lo más urgente, organizando
el funeral y dejándose absorber por las necesidades materiales. Pero inmediatamente
después del funeral caen en un hondo vacío. Cuando vuelven al ritmo cotidiano, se
sienten arrollados por una aflicción abismal. Hay quienes tratan entonces de salir de ese
sufrimiento, pero otros no quieren admitirlo porque lo perciben como una amenaza.
Ahora bien, quien no elabora el duelo sentirá que se convierte para él en un pantano
insidioso que, bajo la superficie de realidades exteriores aparentemente sólidas, de algún
modo erosiona la tierra firme y la arrastra hacia el fondo.
Afronta el abismo de tu duelo aunque te haga sentir angustia. Aun cuando las
lágrimas no se agoten, aunque no sientas el suelo bajo tus pies y caigas a lo más hondo,
allí estarán las manos de Dios. Puedes abandonarte a tus lágrimas confiando en que sus
manos te sostendrán con amor. No te hundirás.
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TÓMATE tiempo para tu duelo. No hay una norma que prevea cuántas semanas debe
durar. El duelo puede transformar el dolor, puede transformarte a ti mismo. Puede darte
a conocer tu profundidad, mostrarte lo que podría desarrollarse y florecer en ti. Pero
mientras te encuentras en el proceso de duelo sigues sufriendo. Y te haces una y otra vez
las mismas preguntas: «¿Por qué ha tenido que suceder así? ¿Por qué precisamente esta
muerte? ¿Cómo ha podido Dios permitirlo? ¿Por qué me ha hecho esto?».
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NO te asustes de tus sentimientos. En el duelo tienes que esclarecer aún tu relación
con la persona difunta. Y a veces saldrá a la superficie también algún rasgo que no era
ideal. ¡Deja que sea así! Entonces la relación podrá cimentarse sobre una base nueva. Da
cabida también a la desesperación que a veces te asalta. ¡Pero exprésala! Habla sobre ella
con las personas que están cerca de ti, preséntasela a Dios en la oración. Pon ante Dios tu
corazón herido para que pueda ser sanado por su cercanía amorosa.
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HOY hemos desterrado de nuestras oraciones el lamento. Pensamos que
deberíamos aceptar de inmediato la voluntad de Dios cuando un ser querido nos es
arrebatado. No, Dios mismo da la razón a Job cuando se lamenta. También nosotros
podemos presentar ante Dios nuestra queja: «¿Por qué me has hecho esto? ¿Qué sentido
tiene? ¿Acaso no me he esforzado por vivir todos los días según tu voluntad? ¡Y ahora
me sucede esto!». Ten valor para lamentarte así, aun cuando tu formación religiosa tal
vez rechace estas expresiones. Y si no encuentras palabras para lamentarte, entonces
puedes orar con las del salmista:
Surgen en ti cuestiones como estas: «¿De cuántas otras cosas debería haber hablado
con el difunto? ¿No tendría que haberlo tratado de otra manera? Me pregunto si le he
causado alguna herida, si he vivido de espaldas a él, si he dejado de hacer algo por él o
por qué no he dado una y otra vez el primer paso».
¡Deja que las preguntas angustiosas como estas afloren en ti! Pero guárdate de
disculparte, porque si lo hicieras, tendrías que encontrar permanentemente nuevas
razones para explicar por qué no tienes la culpa y por qué lo has hecho todo bien.
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LAS generaciones pasadas desarrollaron ritos para el tiempo de luto que tenían la
función de servir de ayuda para expresar el dolor y encontrar, a través del duelo, una
nueva alegría de vivir. Hoy nos resulta difícil realizar esos ritos. Pero tal vez tú mismo
puedas crear ritos que te hagan bien en la elaboración del duelo: ritos de separación, de
reconciliación o de perdón. En hojas distintas podrías describir los encuentros y las
vivencias que has tenido con la persona difunta y que recuerdas de buen grado, aquello
que suscita en ti sentimientos de culpa, las ocasiones en que ella te hirió, las heridas que
tú le causaste y aquello que hoy desearías decirle. Puedes poner por escrito las
experiencias tenidas con ella por las que quieres dar gracias a Dios. Tal vez después
quieras reflexionar sobre lo que vas a hacer con esas hojas. Es posible que decidas
conservarlas y ponerlas en el lugar de oración donde sueles meditar. Entonces la oración
transformará todo lo que has escrito. Pero también puede ser que decidas quemar las
hojas y celebrar de ese modo la despedida de todo lo que ha sido. Y luego podrías
formular una oración para pedir a Dios que te libere del pasado y seas capaz de acoger lo
que desearía decirte hoy a través de la persona difunta, dando gracias a Dios al mismo
tiempo por todo lo que te ha regalado a través de ella.
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UNA madre en duelo por la pérdida de su hija, que había fallecido en un accidente
de tráfico, se sentía afligida sobre todo por la idea de que su hija había dejado de ir a la
iglesia. Se atormentaba preguntándose cómo habría juzgado Dios a su hija y si la habría
condenado. Y se hacía muchos reproches por haber cometido numerosos errores en la
educación religiosa que le había dado. Si estás afligido por pensamientos como estos, ten
confianza en que tu ser querido se ha encontrado con Dios al morir. Aun cuando en el
momento de morir no le hayas oído pronunciar palabras de fe, aunque aparentemente
haya perseverado en la incredulidad, en el momento de morir se le han abierto los ojos.
En ese preciso instante se ha encontrado con Dios como es verdaderamente. Y se le ha
iluminado el amor de Dios con toda claridad. Puedes confiar en que se ha entregado,
abandonándose, al irresistible amor de Dios. Al encontrarse con el Dios que es amor, se
le ha esclarecido todo lo que era imperfecto, lo que era causa de su extravío y de su
encerrarse en sí mismo. Confía en la palabra que nos ha transmitido el anciano Juan:
«Pues, aunque la conciencia nos acuse, Dios es más grande que nuestra conciencia
y lo sabe todo»
(1 Juan 3,20).
El corazón de Dios está abierto a todos los seres humanos. Su misericordia es más
grande que nuestra culpa. Él nos la ofrece a cada uno de nosotros. Y si las dudas te
atormentan, en tu oración presenta ante la misericordia de Dios a la persona difunta. Él
la acogerá en sus brazos amorosos.
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EL duelo se elabora a través del recuerdo. Aunque te duela, comparte tus recuerdos
con otras personas que hayan conocido también al difunto. Cuéntales cómo se te ha
revelado el secreto de la persona querida. ¿Cuáles eran sus palabras y sus gestos
inconfundibles? ¿Qué vivencias has tenido con ella? ¿Qué era lo que más anhelaba?
¿Cuál era su pasión? ¿Por qué sufría? ¿De qué se alegraba y cómo expresaba su alegría?
¿Qué hacía de buen grado y cómo ha dejado grabada su huella en tu casa?
No tengas miedo de las lágrimas que brotarán en ti, suscitadas por estos recuerdos.
Son signos de tu amor. Solo si compartes vivencias de la persona querida, puede ella
hacerse presente entre vosotros. Y entonces, una vez que se ha creado comunión en torno
a ella, puede comunicaros el mensaje que quería anunciar con su vida. Pronto
descubrirás que también a los demás les hace bien escuchar tus recuerdos y tener la
posibilidad de hablar sobre el difunto. Puede suceder que escuches algo por primera vez
y comprendas quién era la persona que ha vivido a tu lado. Y tal vez a través del relato
tomes conciencia del tesoro que Dios te ha regalado a través de ella.
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CUANDO pienses en la persona difunta, no te conformes con los recuerdos aislados.
Pregúntate más bien qué quería comunicarte verdaderamente con su vida, cuál es el
mensaje que deseaba transmitirte. ¿Qué ha configurado su vida? ¿Cuál era su verdadera
identidad, oculta bajo la capa protectora que se formó sobre sus heridas? ¿Qué fue lo que
quiso comunicarte continuamente, aunque muchas veces no lo consiguió porque le
faltaron las palabras o porque la situación no lo permitió? ¿Qué huellas ha dejado
impresas en este mundo?
Piensa que el ser querido que te ha dejado está ahora junto a Dios y ha encontrado
su verdadera identidad. La imagen originaria que Dios se ha formado de él se irradia
ahora sin ningún velo que la oculte. Él se ha encontrado por entero a sí mismo y han
caído todos los ropajes que te habían deformado su imagen. A continuación escucha en
tu interior y observa las imágenes que afloran en ti. ¿Cuál es el aspecto de su rostro
originario? ¿Qué asociaciones de ideas se forman en ti? En ese momento pregunta a la
persona difunta qué desearía decirte ahora, qué mensaje desearía mostrarte sobre tu
camino, porque esto es ciertamente lo que Dios quería y quiere transmitirte por medio de
ella.
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UNA manera de llenar de sentido tu duelo consiste en orar por el difunto. Puedes
rezar para que en el encuentro con Dios se deje caer completamente en sus brazos y se
deje inundar por su amor y su misericordia, para que se entregue a Dios y pueda
experimentar así su gloria.
Tu oración no debe estar dominada por el miedo. No has de temer que Dios pueda
juzgar al difunto como podría hacerlo un contable. Dios le ofrece su amor y, si él se
abandona a este amor, está salvado, está en el cielo. Tu oración es el último acto de amor
por tu ser querido difunto, es una intercesión para que su muerte tenga sentido, para que
el último momento de su vida terrena, de la que has sido testigo, no sea el final de todo.
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PUEDES orar por el difunto, pero también puedes presentar tu oración por medio de
él. Si podemos rezar a los santos y pedirles que aboguen por nosotros, también nos está
permitido pedir la intercesión ante Dios de aquellos difuntos de quienes creemos que
están junto a Dios, que ya han sido salvados y santificados para siempre. Pide al difunto
que te acompañe en tu camino, que te proteja de los pasos en falso, que te diga lo que es
importante en tu vida. También puedes pedirle que se presente en tus sueños para
transmitirte un mensaje. Puedes confiar en que los difuntos no desaparecen, sino que se
encuentran junto a Dios y, por estar en Dios, se hallan también cerca de ti.
El objetivo del duelo es establecer una nueva forma de relación con el ser querido
difunto. La oración dirigida a la persona difunta es una expresión concreta de esta nueva
relación. En la oración experimentamos que ella nos acompaña interiormente. Si nos
dirigimos a ella en la oración, viviremos esta comunión de un modo más consciente.
Tendremos la vivencia de que la relación con el difunto no se ha roto, sino que
únicamente se ha desplazado a otro nivel. Dirígele tu oración y, en Dios, él recorrerá
contigo todos tus caminos.
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LA herida de la separación te recuerda cada día que solo puedes contar contigo
mismo y que has de desarrollar tu propia personalidad. El adiós entendido como
separación, como división, como desunión mutua, tiene como consecuencia que ahora
percibes con más claridad quién eres y cuál es tu individualidad más profunda. No
puedes retener al difunto. Estar en duelo significa despedirse verdaderamente de la
persona querida que ha fallecido. El objetivo de tu duelo es entablar una nueva relación
con el difunto, una relación que no pretende retener, sino que te deja libre y te permite
aceptar con gratitud que él te acompañe desde el cielo.
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EN ti existe también el espacio donde Dios mismo habita. En él puedes encontrar
refugio, hogar y seguridad. Allí donde Dios, el misterio, habita en ti, allí también tú
puedes sentirte en casa.
Cuando Jesús comprendió que tenía que morir, se despidió de sus discípulos con
estas palabras de consuelo:
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LO que nosotros creemos de Jesús podemos decirlo también de los seres queridos
que nos han precedido en la muerte. También ellos nos preparan un lugar junto a Dios.
Cuando una persona querida muere, se lleva consigo todo lo que hemos compartido con
ella y lo presenta ante Dios: los diálogos, el amor, las experiencias de nuestra vida
cotidiana en común. Con estas experiencias, el difunto lleva consigo una parte de
nosotros y la pone en la presencia de Dios. Con el difunto, por tanto, una parte de
nosotros está ya junto a Dios y en Dios. Cuando morimos, no vamos a parar a una
realidad desconocida, sino que somos acogidos en la morada que Cristo y las personas
queridas que nos han precedido en la muerte han preparado para nosotros. Allí
encontraremos nuestra morada definitiva y nos sentiremos para siempre en casa.
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CADA vez que en nuestra abadía fallece un hermano de nuestra comunidad
monástica, realizo mi rito de duelo personal escuchando el aria del Mesías de Händel:
«Yo sé que mi Redentor vive y que se alzará en el último día sobre la tierra. Aunque los
gusanos destruyan mi cuerpo, mis ojos verán a Dios». Es posible que también tú tengas
ritos de duelo personales. Uno recorre una y otra vez el camino que el difunto querido
había recorrido a menudo con él. Otro, en cambio, escucha las cantatas o las sinfonías
que tanto gustaban al difunto. Y, al escucharlas, se siente uno con él. Estos ritos no se
realizan para retener al muerto, sino para expresar el duelo de un modo que introduzca
en una relación nueva. Para mí, la música es una ventana que da al cielo. Me sumerjo en
la música e imagino que resuena ahora junto a Dios de un modo nuevo e inaudito. Así,
mi escucha me une a los seres queridos que en el cielo escuchan la palabra de Dios, no
solo con los oídos sino con todo su ser, y para los cuales esta escucha es
bienaventuranza.
Selecciona la pieza musical preferida por el difunto, sumérgete en ella y deja que te
lleve hasta Dios, a quien ahora la persona querida puede contemplar sin que sus ojos
estén cubiertos por velo alguno.
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A algunos moribundos les he oído decir: «Volveremos a vernos en la eternidad».
Estaban convencidos de que su muerte era un camino que los introducía en la gloria de
Dios y que en ella volverían a ver a las personas a quienes habían amado en la tierra. Los
relatos de experiencias cercanas a la muerte, es decir, de vivencias tenidas por personas
que han estado a punto de morir, confirman la creencia en que precisamente quienes
están más cerca de nosotros en esta vida nos esperan junto a Dios. Tal vez tengas dudas
acerca de si podrás ver de nuevo a tu querido difunto. Quizá pienses que aquellas
palabras que me dijeron fueron solo una promesa de consuelo, una afirmación hecha
para confortarme o para hacer soportable la despedida definitiva. Confía, por el
contrario, en el anhelo profundo de tu corazón. Este anhelo es confirmado por la fe de
muchos cristianos. Y es confirmado también por la promesa que Jesús hizo en la cruz al
ladrón crucificado a su derecha:
«Te aseguro
que hoy estarás conmigo
en el paraíso»
(Lucas 23,43).
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EN muchos de nuestros cantos litúrgicos se expresa el deseo del cielo. Ante la
muerte de una persona querida, algunos cantos resuenan como una invitación a ir más
allá de la vida terrena marcada por el sufrimiento y las separaciones, la soledad y las
necesidades, como una invitación a mirar más allá, al momento en que también nosotros
estaremos junto a Dios. De este modo no se te pide que huyas de la aflicción causada por
la muerte de la persona querida. Esto sería una huida de las tareas que nos plantea la vida
sobre la tierra. Hoy tienes una misión importante. Dios quiere hacer visible ahora, a
través de ti, algo de su amor y de su misericordia. Si comprendes correctamente la
esperanza anhelante de los primeros cristianos en la venida del Señor, esta podrá librarte
de tener la mirada fija en lo que está en primer plano. Tu deseo del cielo te permitirá
elevarte por encima de este mundo, porque no estás aferrado a las penas que hoy te
atormentan. Estas penas son una realidad y no puedes cerrar los ojos ante ellas. Pero no
son toda la realidad. En ti hay algo que va más allá de ellas, que está ya en el cielo.
Esta confianza te libera del peso de la existencia en esta tierra y te regala la libertad
divina de la eternidad.
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MIENTRAS estés de luto experimentarás con frecuencia que algunas personas de tu
entorno se alejan de ti. Se sienten inseguras y no saben cómo comportarse contigo.
Tienen miedo de hablar contigo sobre el difunto. Tal vez teman tus lágrimas, tu dolor, tu
duelo. ¡Pero no te dejes condicionar por sus temores! Aunque te resulte difícil, trata de
encontrarte con ellas. Cuéntales lo que estás viviendo. Ten el valor de hablar con ellas
sobre tu dolor. Tal vez se sientan contentas de poder hablar contigo. Lo que pasaba era
que tenían miedo de no encontrar las palabras adecuadas. No era mala voluntad, sino
incapacidad y angustia, temor e incertidumbre. Puede suceder que tu luto les haga
recordar un duelo que ellas vivieron hace algunos años. Intentaron hacer caso omiso de
él y reprimirlo, pero ahora sale de improviso a la superficie. O tal vez se den cuenta de
que deberían empezar a reflexionar sobre su propia muerte. Pero sienten angustia frente
a ella y prefieren cerrar los ojos. Inspírales confianza para que piensen en su muerte,
porque solo si viven frente a su propia muerte podrán llevar una existencia honrada y
consciente. Todo lo demás es huir de la muerte y es también, en definitiva, huir de la
vida.
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EL duelo por la pérdida de una persona querida te hace revivir todo el dolor que
has experimentado a lo largo de la vida y que no has podido elaborar por falta de tiempo
o de fuerzas. Puede suceder que aflore en ti el dolor que experimentaste cuando, en la
infancia, te dejaban solo, cuando llorabas en la cuna. O puede ser que el duelo te haga
recordar las situaciones en las que te han herido y se ha hecho añicos definitivamente la
imagen positiva que tenías de tus padres. O que te recuerde de improviso el final de una
relación de amistad o de amor. En aquella situación no fuiste capaz de afrontar el dolor
que te produjo aquel fracaso porque era superior a tus fuerzas. Pero ahora surge de
nuevo. Y sientes angustia ante la posibilidad de que tu duelo no termine nunca y tus
lágrimas no cesen jamás. Por eso preferirías retenerlas también ahora. Pero de este modo
impides que tu duelo sea elaborado y se transforme en vida nueva que pueda florecer en
ti. Cuanto más desees contener el duelo, tanto más te distanciarás de la vida. Deja que el
dolor fluya. Entonces cesará, se transformará y te introducirá en una nueva alegría de
vivir. Déjate llevar por el ritmo de tu duelo y no te sometas a la presión de superarlo
antes de que se cumpla el tiempo que necesita tu alma. Pero en medio de tu aflicción
confía también en las palabras de la Escritura:
«Les enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni
dolor. Todo lo antiguo ha pasado»
(Apocalipsis 21,4).
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¿HAS soñado ya con el ser querido difunto? Si la respuesta es negativa, entonces
pide a Dios que te conceda encontrarte con el difunto en tus sueños. Soñar con las
personas difuntas suele ser una gran ayuda para esclarecer nuestras relaciones con ellas.
Una mujer me contaba que su difunto padre se le aparecía en sueños muy triste, porque
quería comunicarle algo, pero no conseguía decirle ni una palabra. Este sueño la animó
para reflexionar sobre la relación que había mantenido con su padre, para prestar
atención a todo lo que no se habían dicho, a todo lo que había quedado pendiente entre
ellos, y para iniciar un nuevo diálogo con él.
A veces los sueños nos revelan que el difunto se encuentra bien. Se aparece a
nosotros rodeado de luz o lo vemos como una persona sana y sonriente. Estos sueños nos
dan la certeza de que el muerto se encuentra junto a Dios y está en paz. Son sueños que
pueden transformar nuestro duelo y llenarnos de confianza y de esperanza.
A veces el difunto nos habla. Sus palabras son siempre inestimables. En ocasiones
parecen un testamento y nos indican el camino para adentrarnos en nuestro futuro. El
difunto recapitula una vez más en ellas lo que siempre quiso decirnos en el pasado. Y en
esas palabras descubrimos el mensaje totalmente personal que tenía reservado para
nosotros. Conozco algunas personas para las cuales tales palabras se han convertido en
una guía preciosa, en una promesa de que su vida tendrá éxito.
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SI en el duelo te despides de tu querido cónyuge, no sufrirás solamente porque te
ha dejado, porque ya no puedes hablar con él y tienes que arreglártelas sola. Tal vez
surja en ti también el dolor por todo lo que no has vivido en la relación con él, porque en
el trajín de la vida cotidiana has olvidado los sueños de tu amor hacia él. Hacer duelo
significa siempre despedirse también de la vida no vivida. A veces has vivido
olvidándote no solo de él, sino también de ti misma. La despedida trae a tu memoria todo
lo que has dejado de vivir en tu vida. Te duele tener que constatar que ya hace mucho
tiempo que has sepultado la mayoría de los sueños en los que anhelabas una vida vivida
en plenitud. Tal vez algún sueño se haya roto en el choque con la dura realidad de tu
vida. No has podido realizarlo ni siquiera esforzándote al máximo. El hecho de decir
adiós a tu ser querido te invita a despedirte conscientemente también de todo lo que no
has vivido. La despedida es dolorosa, pero constituye la condición previa para que pueda
brotar en ti nueva vida, para que puedas mirar con confianza al futuro y para que te
atrevas a soñar de nuevo una vida que corresponda a tu singularidad y unicidad, y que
haga realidad el sueño que Dios ha soñado para ti.
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CUANDO pienses en la persona difunta con la que has vivido durante años, no debes
dirigir tus pensamientos solo al pasado. Pregúntale también qué desearía decirte hoy,
pídele que te encamine hacia lo que es verdaderamente importante para tu vida.
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EXPERIMENTARÁS que el adiós a la persona amada es verdaderamente definitivo
cuando ordenes su habitación y tengas que pensar en lo que vas a hacer con su ropa y
con todos los objetos que la han acompañado a lo largo de los años, objetos que te
recuerdan acontecimientos que habéis vivido juntos. Muchos tratan de retrasar esta
despedida definitiva todo lo posible. Es muy doloroso deshacerse de todas aquellas cosas
con las que el difunto estaba tan encariñado. Conviene que conserves algunos objetos
como recuerdo. Pero no puedes crear un museo con todo lo que el difunto ha dejado. Si
lo hicieras, en vez de vivir en primera persona, dedicarías el resto de tu vida a servir
como guardián del museo. Y ciertamente eso no es lo que quería el difunto. Aunque
tengas confianza en que volverás a verlo junto a Dios, la despedida aquí en la tierra es
definitiva. No puedes restituirle la vida al difunto. Y tampoco puedes vivir siempre en el
pasado. La despedida te abrirá los ojos para que aceptes el desafío del momento presente
y puedas vivir tu vida personal. Y te dará sensibilidad para comprender lo que la persona
difunta quiere hoy de ti y qué misión te confía. Conseguirás vivir por entero como ella
desea si tienes el valor de ser tú mismo.
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CONOZCO a un creyente que está convencido de que por el hecho de ser cristiano
no puede estar en duelo, porque sabe que el difunto se encuentra junto a Dios.
Es posible que también tú interpretes estas palabras de san Pablo a los cristianos de
Tesalónica como una prohibición de estar triste. Pero no hay que entenderlas de este
modo. Jesús mismo nos dio un ejemplo distinto, porque lloró ante la tumba de Lázaro.
Derramó lágrimas de aflicción, aun sabiendo que iba a resucitarlo. La certeza de que el
difunto tendrá vida eterna no nos exime de experimentar dolor por la pérdida de la
persona amada. La aflicción de la despedida tiene su razón de ser. Y no debes
reprocharte nada si, aun cuando creas firmemente, experimentas tanto dolor, si las
lágrimas no cesan de brotar de tus ojos.
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LA fe en la resurrección no te libra del dolor, pero quita a la pena su carga de
sinsentido. Y de este modo se hace soportable. Para Pablo, la certeza según la cual a
través de la muerte llegamos a Dios para permanecer siempre con él nos consuela en
medio del sufrimiento. Él no nos prohíbe estar tristes, pero nos exhorta:
La versión latina dice: Consolamini, es decir, permaneced con quien está solo en la
aflicción, compartid su dolor. Entonces este se transformará.
«Cuando una mujer va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora. Pero cuando
ha dado a luz a la criatura, no se acuerda de la angustia, por la alegría de haber traído
un hombre al mundo. Así vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os
llenaréis de alegría, y nadie os la quitará»
(Juan 16,21-22).
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JESÚS compara su muerte con el nacimiento de una criatura. La muerte lleva
consigo dolor y sufrimiento, como el nacimiento. Pero cuando el nuevo ser ha nacido,
reina una alegría que nadie puede quitarnos. También la elaboración del duelo es como
el nacimiento de una nueva vida en ti. Este proceso está lleno de sufrimientos y de
temores. A menudo es oscuro como el canal del parto. Nos parece que no hay salida. Es
un camino estrecho y lleno de obstáculos. Pero una vez que lo hemos recorrido hasta el
final, nuestro corazón se ensancha y vemos una nueva luz que nos ilumina. Nos sentimos
libres, como si hubiéramos nacido de nuevo.
Te deseo que recorras lleno de confianza el proceso del duelo, que asumas tu dolor
porque sabes que te espera una nueva vida, porque sabes que si elaboras el duelo,
volverás a nacer y llegarás a ser lo que verdaderamente eres ante Dios, y harás realidad
la imagen única e irrepetible que Dios se ha formado de ti.
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MARÍA Magdalena nos muestra qué es el duelo. Jesús había expulsado de ella siete
demonios. Gracias a Jesús tuvo una nueva vida y descubrió su valor personal. Con la
muerte de Jesús todas sus esperanzas se hicieron añicos. Aquel en quien ella había
puesto toda su esperanza murió ignominiosamente en la cruz. Así, «muy temprano,
todavía a oscuras» (Juan 20,1), se puso en camino para ir a buscar a aquel a quien amaba
su alma (Cantar 3,1). Pero el sepulcro está vacío. María se siente desconsolada porque
no halla ni siquiera el cadáver de aquel a quien ama. Entonces se detiene junto al
sepulcro, llora y repite tres veces su lamento:
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TAL vez te lances reproches porque tu duelo no ha concluido todavía. No eres
capaz de salir de él. Piensas que, después de tantas semanas, debería haberse
transformado. Pero no hay una norma que establezca durante cuánto tiempo aún llorarás
la muerte del ser querido. Este dolor seguirá haciéndose presente. Pero poco a poco se
transformará en una realidad distinta. Se convertirá en tu guía interior que te conduce
hasta lo más profundo de tu ser y te impide contentarte con permanecer en la superficie.
Te recordará que solo puedes vivir auténticamente si tienes presente la muerte y que por
la muerte de la persona amada tienes que situarte de un modo nuevo frente a ti mismo
para descubrir las fuentes de la vida que brotan en ti. Tal vez puedan ayudarte las
palabras del profeta Isaías:
No puedes decir cuánto durará aún la noche de tu duelo. Pero sabes que vendrá una
nueva mañana. Parece que la noche no va a terminar nunca, pero llegará el alba y
transformará tu luto en alegría. De improviso, descubrirás en tu corazón una nueva luz,
una luz que ya nada, ni siquiera la oscuridad de la noche, podrá expulsar de tu corazón.
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Si solo me quedara
un día de vida
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CUANDO imagino que solamente me queda un día de vida, no lo hago por el deseo
de morir ni por estar cansado de las penas de esta vida. Más bien quiero aprender a vivir
con más intensidad, a saborear todos los instantes, a seguir el rastro del misterio de mi
vida y a vivir cada día de modo atento y consciente. Parece irreal que un día pueda
despertarme y saber con exactitud que solo me queda esa jornada de vida. Pudiera ser
que el médico me presentara un diagnóstico según el cual solamente tendría medio año o
un año de vida. Pero que alguien pueda decirme que hoy es el último día de mi
existencia parece bastante irreal. Sin embargo, tiene mucho sentido hacerse esta pregunta
y meditarla. De hecho, si imagino concretamente que no me queda más que un día de
vida, vislumbro algo del misterio de la existencia, me ejercito en el arte de vivir
totalmente en el instante presente y de existir de modo consciente y atento allí donde me
encuentro. Para obtener este fruto merece la pena que yo me pregunte qué haría si no
tuviera más que una jornada de vida.
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SI no me quedara más que un día de vida, pensaría ante todo en las personas con
quienes me gustaría encontrarme hoy. Al pensar en las personas con las que pasaría de
buen grado mi última jornada, me resultará claro cuáles son las relaciones importantes
para mí y cuándo he vivido de espaldas a otros. A continuación me imagino que voy a
buscar a esas personas o que las llamo por teléfono y les digo lo que significan para mí,
lo que han suscitado en mi vida y qué recuerdos son importantes para mí. Y les doy
gracias por todo lo que he experimentado y aprendido gracias a ellas, por lo que han
puesto en movimiento dentro de mí y por la manera en que me han abierto los ojos para
ver lo que es auténtico. Les comunico también cómo las veo y qué detalles únicos y
especiales reconozco en ellas. A algunas de ellas tal vez les diría también cuál podría ser
su misión y su tarea, y qué huella deberían dejar impresa en este mundo.
Con mi mirada interior me imagino el encuentro con la persona a la que más amo.
La contemplo y le sostengo la mirada en silencio. En esta mirada está ya dicho todo. En
ella hay amor y fluye algo entre nosotros. En ella hay comprensión, gratitud y asombro
por el misterio del amor que nos une mutuamente. Al mirarnos, nos sentimos unidos. Es
una vivencia de pura presencia. Y yo sé que nuestra amistad no puede ser destruida por
la muerte, que sobrevive a la muerte, que dura hasta la eternidad. En el encuentro ante la
muerte se revela el misterio de esta amistad, el misterio del amor, que es más fuerte que
la muerte y para el cual no existe el límite de la defunción.
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EN esta mirada silenciosa desearía expresar cuanto he querido comunicar con toda
mi vida y qué quiero dar, como despedida, precisamente a la persona a la que amo. No
me resulta fácil formular estas palabras. Percibo cómo de pronto suenan demasiado
solemnes o demasiado patéticas, demasiado vacías e insignificantes. Desearía decir
palabras que sobrevivan a la muerte, que nos mantengan unidos más allá de esta
existencia. Tienen que ser palabras que sostengan nuestra amistad a través de la muerte,
al igual que los discursos de despedida de Jesús, que sobreviven a su partida; palabras
que la persona querida pueda recordar cuando yo haya fallecido, que permanezcan para
ella como mensajes presentes y vivos, como expresión de nuestro amor que supera
también los límites de la muerte.
Y tienen que ser palabras que expresen aquello que ha sido importante para mí en
esta vida, cuál ha sido la motivación más profunda de mi existencia y cuál el anhelo más
hondo de mi alma. Cuando medito sobre lo que he querido expresar con mi vida, me
vienen a la mente expresiones como estas: «He querido ser receptivo para el amor de
Dios. He deseado mostrar a todas las personas que las amo, que son importantes para mí,
que son únicas. He tratado de tener un corazón grande».
Tal vez a algunos les haya parecido que mi corazón ha estado muy distante o ha
sido muy poco accesible. Sé que mi corazón ha estado a menudo bastante cerrado, lleno
de rencor y de irritación. Pero en medio de las decepciones y de las amarguras he tratado
siempre de abrir mi corazón al amor de Dios. He querido comunicar a las personas que
son amadas por Dios en todo y por todo, que son preciosas y únicas. Y he querido
decirles que deben confiar en el amor de Dios, que Dios las libera de la preocupación por
sí mismas, que Dios mantiene su mano amorosa sobre ellas y quiere librarlas de la
angustia. Lo más importante no es cómo te va la vida. Abandónate al inconmensurable
amor de Dios. En él estás protegido y sostenido, liberado de toda angustia causada por ti
mismo y por tu vida.
37
SI me quedara un solo día de vida, pensaría qué me queda aún por resolver. ¿Qué
hay en mi existencia que todavía no está claro o que suscita malentendidos en otros?
¿Qué conflictos me siguen oprimiendo? ¿Qué quiero impulsar aún para que algo llegue a
término? Sé que no puedo resolver todo esto en un solo día. Así que me limitaría al
conflicto personal que más me oprime. Llamaría a esa persona y trataría de arrojar luz
sobre lo que no está claro entre nosotros. Si no consigo contactar con ella, le escribiría
para comunicarle que lamento nuestra incomprensión y nuestro conflicto. Me disculparía
por mis fallos y pediría perdón. Y le diría que le perdono todo y que en lo profundo de
mi corazón estoy ya en paz con ella, que la comprendo y que quiero atravesar la muerte
con un corazón lleno de amor hacia ella.
Siempre me han fascinado los hermanos que antes de morir nos piden perdón una
vez más. Por medio del abad nos comunican a todos que nos piden perdón y que también
ellos han perdonado a quienes les han ofendido. De este modo consiguen morir en paz.
Conozco a muchas personas cuya relación con su padre, su madre, su hijo o su hija
está completamente rota. Ya no es posible ninguna comunicación entre ellos. Todos los
intentos de hacer las paces han fracasado. Estas personas suelen sentir una angustia
inmensa frente a la muerte. Tienen la sensación de que no pueden morir antes de haber
puesto orden en esa relación. A menudo he experimentado cómo en el lecho de muerte
se ha producido la reconciliación.
38
ME siento contento porque no arrastro ningún conflicto pendiente con otros. Pero
no tengo garantía alguna de que no voy a caer en un enfrentamiento con otra persona que
me resulte imposible de resolver. Si me encuentro en esa situación, para mí sería
importante hacer todo lo posible, en el último día de mi vida, para ir al encuentro de la
muerte reconciliado con esa persona. No obstante, comprendo que en ese último día no
podré esclarecer todos los malentendidos ni resolver todos los problemas planteados con
los demás. Confío en que Dios mismo tome en sus manos los problemas y en que, a
través de mi muerte, ilumine lo que ha quedado poco claro y resuelva algunos conflictos.
Lo único que yo puedo hacer es crear paz en mi corazón y poner todos los
enfrentamientos en las manos de Dios. Allí donde yo pueda hacer algo lo haré. Pero no
me someteré a la presión de tener que resolver todos los conflictos. De hecho, la muerte
me libera también de la obligación de tener que justificarme ante los demás. No tengo
que decirles una vez más a todos que he actuado con buena intención. Mi muerte
mostrará también cuánta dureza e intransigencia había en mí. Pero cuando yo expire, se
destruirá y se transformará todo lo rígido y lo duro. Así, presentaré ante Dios mis
conflictos y mostraré a mis seres queridos mi disponibilidad para la reconciliación y el
perdón. Pero no renegaré de mí mismo y no perderé mi dignidad pidiendo y mendigando
a todos que acepten mi perdón.
39
DESEARÍA morir en libertad, libre también de la presión de hacer que todos me
comprendan, de tener que justificarme por todo, de querer aclarar todo lo que he querido
expresar con mi comportamiento y con mis palabras. No tengo que ser comprendido por
todos. No debo dejar una imagen intachable. Está bien que quede algo defectuoso e
imperfecto. La muerte es la gran transformadora. Ella llevará a cumplimiento todo lo que
yo dejo aquí solamente esbozado. Reunirá lo que en mí era fragmentario. Unirá lo que en
mí estaba roto y dividido y formará con ello la imagen de mí que existía desde la
eternidad.
Así, en mi último día no dependeré del juicio humano, sino que entregaré a Dios mi
vida rota y le dejaré que decida qué hacer con ella. Mi reputación no es ya importante.
Lo único decisivo para mí es abandonarme en el amor rico en perdón de Dios y
descargar en este amor misericordioso todo lo que aún me pesa. Y confío en que mi
corazón reconciliado en la muerte pueda abrir brecha en aquello que no está aún
reconciliado en las personas que me rodean para colmarlas de paz.
40
A veces, cuando me pregunto sobre el último día, me pongo a pensar en todo lo
que aún me queda por hacer. Entonces siento cómo me someto a presión una vez más,
cómo se abre paso mi viejo modelo de tener que hacerlo todo del mejor modo posible.
Pero en ocasiones, mientras medito sobre esta pregunta, siento también una profunda
libertad interior. No necesito hacer nada. No tengo que formular de nuevo qué ha sido
importante en mi vida y cuál es el último mensaje que quiero dejar a los demás. La
muerte me libera de esta presión interior. Sencillamente, no tengo que hacer nada más.
No debo resolver ninguno de los conflictos que el mundo tiene planteados. A quien
ocupe mi puesto de trabajo no he de advertirle sobre todas aquellas cosas a las que debe
estar atento. No tengo la obligación de salvar al mundo con buenos consejos ni de hacer
felices a los demás con mi sabiduría. Me entrego a Dios. Él pondrá cada cosa en su sitio.
En esta libertad interior puedo vivir con plena conciencia el último día de mi vida.
Me doy perfecta cuenta de todo lo que realizo. Respiro de manera totalmente consciente
y percibo el misterio de mi respiración. En ella penetra en mí el amor de Dios. Y este
amor seguirá llenándome también cuando haya exhalado mi último aliento.
41
LO que me viene de continuo a la mente en la meditación sobre el último día de mi
vida son palabras como tranquilidad, libertad y desasimiento. Pensar en la muerte me da
serenidad. Puedo desprenderme de todo lo que ha sido. Contemplo con gratitud mi vida
una vez más. La dejo libre, la pongo en las manos de Dios. Recorro los lugares donde he
vivido: mi monasterio con los diferentes cargos que he desempeñado, la administración,
la casa de retiro, la hospedería y el locutorio, donde he acompañado a diferentes
personas. Me despido de todos estos lugares y se los ofrezco a Dios. Le doy gracias por
todo el bien que he podido hacer, porque he podido ayudar a muchas personas, por los
éxitos del trabajo en la administración, por los proyectos que hemos llevado a cabo, pero
también por los fracasos. También estos han sido importantes. En este clima de
tranquilidad no necesito hacer nada más, no tengo que dar nuevos consejos ni añadir más
comentarios. Dejo que todo sea como es. No lo mancho con mis intereses particulares.
La muerte es para mí una gran maestra que me enseña a dejar las cosas en su verdadera
realidad, en su belleza, en su autenticidad, en su verdad.
42
RECORRO la iglesia y me despido de todas las experiencias tenidas en las
celebraciones comunitarias y en la oración en silencio, donde siempre he podido intuir la
presencia salvadora de Dios y sentir su amor infinito. Doy gracias a Dios por todo lo que
me ha dado en el espacio sagrado de la iglesia, pero no me aferro a él. Todo lo que he
experimentado allí ha sido solo un anticipo de cuanto es verdadero, ha sido solamente un
destello del cielo que ahora me espera. Y me imagino cómo celebraré la liturgia eterna
en el cielo, cómo se me abrirán allí los ojos, contemplaré para siempre la gloria de Dios
y saborearé su amor eterno. Y desde el cielo estaré presente cuando mis hermanos sigan
cantando las alabanzas de Dios. Desde el cielo les revelaré de un modo nuevo las
palabras que han expresado aquí, en la peregrinación de esta vida, mi deseo más
profundo, las palabras que ya aquí me han abierto continuamente el cielo.
43
RECORRO mi celda y me despido de todo lo que ha sucedido en ella, de las horas
silenciosas en oración, de la gran cantidad de libros que he leído, de la música que he
oído y que muchas veces ha despertado en mí el deseo de escuchar para siempre aquello
que suena en ella. Y me despido de los libros que he escrito. Tal vez también yo diga,
con santo Tomás de Aquino, que todo lo que he escrito es solo paja comparado con lo
que me encontraré en el cielo. En ese momento, no me preocupará que mis libros sean
leídos o no. Lo dejaré en las manos de Dios y le daré gracias si algunas de las cosas que
he escrito han consolado a alguna persona y le han infundido nuevas ganas de vivir. Y
confiaré en que Dios será capaz, con palabras mías o de otros, de despertar la vida en los
seres humanos.
44
DESEARÍA vivir los últimos días de mi vida con plena libertad. Deseo ser capaz de
percibir una vez más todas las cosas y de desprenderme de ellas. La muerte me libera de
la obligación de tener que aclarar todavía algo, llevar a término algún proyecto o realizar
aún algún plan. Me desprendo de todo, pero sabiendo que todo ha sido bueno. Ahora
bien, yo no debo guardar o conservar nada. Todo pertenece a Dios. Yo mismo
pertenezco a Dios y, por tanto, todo es bueno tal y como es. Ya no lucho con Dios para
que me conceda algún día más de vida, de modo que yo pueda escribir esto o aquello,
pueda ayudar todavía a otras personas. Estoy conforme con los días que Dios me ha
dado, con el término que él ha establecido para mí. Y sé que él hará buenas todas las
cosas.
Para mí, de esta libertad forma parte también la libertad frente a la angustia de no
ser suficientemente bueno ante Dios. En mi juventud, cuando pensaba en la muerte, tenía
siempre miedo de no ser capaz de presentar una cantidad suficiente de buenas obras, para
que la balanza se inclinase a mi favor. Y conozco a muchas personas atenazadas de
continuo por la angustia frente a la condenación. Dios me ha liberado de esta angustia.
Sé que me presentaré ante Dios con las manos vacías, pero que su amor infinito llenará
mi vacío. Ya no tengo que pedirle perdón para que en la hora de la muerte perdone mis
pecados. Contemplo mi vida ante Dios y se la ofrezco. Y sé que él hará buenas todas las
cosas. No tengo que purificarme para ser digno del cielo. Dios mismo me transformará
con su amor. Al morir caeré en el amor de Dios. Esta certeza me libera de la angustia
que me asalta al pensar si he hecho lo suficiente por Dios. Él mismo lo hará todo por mí.
Esto me basta.
45
SI pienso en las conversaciones que deberé mantener en el último día de mi vida,
entonces siento en mí dos tendencias: la primera, elegir cuidadosamente las palabras
para ser capaz de formular el mensaje más importante que he querido comunicar con
toda mi existencia. La segunda, no inquietarme en modo alguno por la manera en que
podré expresar la fe en Dios con un lenguaje adecuado. Yo desearía más bien estar con
plena libertad junto a los demás. No me preocuparía por lo que debería decir. Desearía
simplemente estar presente. Y confío en que me vendrán las palabras adecuadas en el
momento preciso. Durante la meditación se me han ocurrido palabras como: «¡Déjalo
estar! ¡No te preocupes! ¡Vive en paz contigo mismo! Reconcíliate contigo y con tu
vida. Tiene que ser así. Está bien que sea así».
46
PIENSO que frente a la muerte todo queda relativizado. Ya no es tan importante
desarrollar estrategias inteligentes para vivir con sentido nuestra vida, para superar
nuestros problemas y poder reconciliarnos con nuestras heridas. Ya no me interesa si
esta o aquella acción tiene éxito o fracasa. Que mi estrategia en la dirección de la
administración y que mi política económica hayan sido acertadas son cosas que ya no
tienen importancia. Frente a la muerte no tiene ningún sentido que yo me pregunte si he
ganado mucho o poco dinero para el monasterio, si he dejado mucho o poco en herencia
a mis familiares. Si pienso en mi último día, empiezo a comprender de modo nuevo lo
que Pablo escribió a los filipenses: «No busco una justicia mía… [Lo que deseo es]
conocerle a él y el poder de su resurrección» (Filipenses 3,9-10). No se trata de quedar
bien ante los demás. No tengo que justificarme a toda costa. No necesito que mi vida sea
perfecta para que pueda resistir frente a la historia. Todo esto es basura (3,8). Puedo
renunciar a ello. No tengo que ser justo, correcto, cabal, equilibrado y maduro
psíquicamente. No estoy obligado a mirar atrás y ver una vida llena de éxitos. No
necesito devanarme los sesos para ver si todo lo he hecho bien en mi vida. Se trata
únicamente de dejarlo todo para ganar a Cristo y estar unido a él (3,8-9). Pensar en la
muerte me permite ejercitarme en esta gran libertad.
47
LO que queda relativizado frente a la muerte no es solo mi vida personal; también
aparece bajo otra luz aquello que los demás me cuentan. Muchas de las cosas que
preocupan a las personas me parecen poco importantes. Algunas experiencias que
parecen enormemente atroces, que deprimen y doblegan a algunos, se reducen a nada si
se comparan con la muerte.
A veces desearía poner a salvo, en la vida cotidiana, aquello que de vez en cuando
puedo percibir (en la meditación sobre el último día) como lo realmente auténtico.
Entonces encaminaría de otra manera las conversaciones con quienes buscan ayuda.
Entonces podría enderezar los criterios con los que valora su propia vida quien pide
ayuda. Tal vez algún conflicto se resolvería. Podríamos reírnos con confianza de algunos
problemas. Siento que con ello mejoraría la calidad del acompañamiento. Mi ceguera se
curaría y yo llegaría a ver cuál es su verdadera causa. Y tal vez sería capaz de expresarlo
con palabras que podrían abrir los ojos también al otro, para que lo vea todo sub specie
aeternitatis –desde la perspectiva de la eternidad– bajo otra luz.
48
DESEO vivir muchos años. Me imagino todo lo que podría hacer si con ochenta
años mi mente estuviera todavía lúcida, cómo podría ayudar aún a muchas personas. Sin
embargo, cuando reflexiono sobre mi último día, también la duración de mi vida se
relativiza. La vida ¿es valiosa solo si dura mucho tiempo? ¿No permanecen durante largo
tiempo en la memoria precisamente algunas personas que han muerto en plena juventud,
por ejemplo las que durante el Tercer Reich murieron por su fe, las que en la batalla
derramaron su sangre por otras? La duración de mi existencia es relativa. ¿Cuál es la
verdadera esencia de mi vida? No es lo que he producido, ni la cantidad de libros que he
escrito ni el número de conversaciones mantenidas. Lo que importa más bien es que yo
haya vivido y que las personas que me rodean sientan mi vitalidad, mi irradiación
personal, mi corazón.
49
AUNQUE vivo de buena gana, reconozco en mí también el deseo de la muerte.
Cuando todo se me hace demasiado penoso, pienso: en la muerte dejaré todo esto.
Entonces podré finalmente encontrar paz frente a los numerosos deseos que irrumpen
sobre mí desde todos los lados y me desgarran. Pero siento que la meditación sobre el
último día no puede provenir de este deseo de morir. Si así fuera, estaría limitándome a
huir de los problemas que la vida me plantea. Quiero vivir de verdad, quiero entregarme
a la vida hasta la última gota de mi sangre. Quiero darme a la vida, ofrecerme por las
personas. Me gustaría que a quienes piensan en mí les vinieran a la mente las palabras de
Jesús: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (Juan 15,13).
Este debe ser el sabor que difundan mi vida y mi muerte. Este ha de ser el rastro que yo
deje tras de mí.
50
CUANDO pienso en mi último día, se me presenta siempre esta imagen: con mi vida
dejo impreso en este mundo un rastro que es imperecedero. Y deseo dejar grabado este
rastro de forma consciente. Debe ser visible, experimentable, palpable, perceptible, de
modo que otros puedan proseguirlo y encontrar su propio camino. Mi rastro más
personal no consistirá en grandes obras, sino más bien en la irradiación personal que
proviene de mí. Y espero que esta sea buena, que invite a los demás a encontrar en ella
paz y calor. El pintor holandés Vincent van Gogh escribe en una carta que en nuestra
alma arde un gran fuego, pero nadie se acerca a calentarse junto a él. Sin embargo,
debemos custodiar pacientemente el fuego interior. Antes o después llegará un momento
en que alguien se calentará en el hogar de nuestro fuego interior. Henri Nouwen, que cita
esta carta, afirma que Vincent van Gogh es un ejemplo significativo de fidelidad a este
fuego interior. Aun cuando durante toda su vida nadie fue a sentarse junto a su corazón,
hoy millares de personas encuentran fuerza y consuelo en sus dibujos, en sus cuadros y
en sus cartas.
51
CUANDO reflexiono sobre mi último día, me imagino que no debo cumplir un
programa preciso. Pienso que en esa jornada no realizo nada especial, pero hago todas
las cosas consciente y atentamente, y disfruto de cada instante hasta el fondo,
percibiendo y dando forma a cada acto de vida con plena conciencia. Empiezo el día
dándome perfecta cuenta de que se trata de una nueva jornada. ¿Qué significa iniciar un
nuevo día que es la última jornada? ¿Qué es el día? Surge la luz. Y en la luz del nuevo
día resplandece para mí la resurrección de Cristo. Me levanto conscientemente. ¿Qué
significa levantarse? ¿Levantarse de la muerte a la vida, de la noche al día, de las
tinieblas a la luz? Todo lo que haga el último día me resultará nuevo. Presto oído al
misterio de todos los actos de mi vida, por ejemplo al misterio de levantarme, de
lavarme, de vestirme. Lavo mi cansancio, lo que me mancha, lo que oculta la imagen
que Dios se ha formado de mí. Al lavarme, toco mi cuerpo. Soy mi cuerpo. Este cuerpo
morirá, pero también resucitará. En la muerte quedará transformado. Toco mi cuerpo con
profundo respeto y asombro, como si lo tocara y lo acariciara por primera vez. Estoy por
entero en este cuerpo; en él está condensada mi vida entera. En mi cuerpo brilla la gloria
de Dios. Me pongo mi hábito de monje. Es el signo de que en el bautismo me he
revestido de Cristo, de que he crecido con Cristo. Cristo es la verdadera vestidura que
me embellece. Vivo con él ahora, en este día, pero también en el momento en que mi
vestidura terrena se deshará.
52
ACUDO caminando a la oración de un modo más consciente. En cada paso siento
que toco la tierra y que, inmediatamente después, me distancio de nuevo de ella: es una
imagen de mi vida, que se desarrolla por entero sobre la tierra y, sin embargo, se separa
de ella. Camino hacia la patria eterna. «¿Adónde vamos? Siempre a casa». Con estas
palabras expresa Novalis esa experiencia del caminar. Así, yo desearía vivir con plena
conciencia todos los actos de mi vida, como si fuera la primera vez que los realizo. Oro
los salmos y sé que rezaré las mismas palabras también en el cielo. Canto en las
celebraciones litúrgicas. Al cantar, voy ya más allá de este mundo. Me incorporo al
eterno canto de alabanza de los ángeles. Celebro la eucaristía. Me alimento del pan que
baja del cielo, el cuerpo de Cristo, cuya gloria contemplaré por toda la eternidad. Así, en
cada momento, la tierra se abre al cielo, lo terreno se empapa de lo divino. En cada
instante están unidos el tiempo y la eternidad, el cielo y la tierra, Dios y el ser humano.
Me encuentro con personas. ¿Qué significa realmente encontrarse con una persona
cara a cara? ¿Qué veo cuando miro a una persona a los ojos? ¿Intuyo algo de su misterio
que se extiende hasta Dios? ¿Qué sucede cuando hablo con otra persona? ¿Le hablo en el
vacío o, por el contrario, mientras conversamos nace una comunión, una comprensión,
un presentimiento del cimiento común que nos sostiene, una intuición de Dios como el
fundamento último del que vivimos? ¿Hablo al otro de modo que el cielo se abra sobre él
o con mis palabras le quito toda esperanza, de manera que todo se cierra en él?
53
¿QUÉ sucede cuando trabajo? Configuro este mundo, le doy una forma, soy
creativo. Colaboro en la eterna creación de Dios. Pero mi actividad creadora es siempre
un trabajo inacabado, que será transformado por la muerte, en la que Dios hace nuevas
todas las cosas. Mi actividad queda relativizada en la nueva creación de la muerte. Ya no
cuenta lo que he hecho, sino lo que Dios hace con ello y cómo lleva a cumplimiento lo
que he iniciado.
54
AL pasear, percibo el aroma de las flores, la belleza de las praderas y de los
bosques. Escucho los trinos de las aves. Me siento junto a un arroyo y observo el agua,
que fluye continuamente y parece que brota de una fuente inagotable. Por todas partes
percibo el rastro de Dios en este mundo. ¿Qué experimentaré de todo esto en el cielo?
Algunas personas se sienten tristes al despedirse porque saben que esta será la última
primavera que vivirán en esta tierra. Pero ¿es realmente así? ¿O es posible que yo
perciba aquí solamente aquello que en la eternidad se me revelará en toda su belleza? La
belleza de una flor que se abre ¿no es solo un reflejo de la gloria que contemplaré en
Dios? No tengo, por tanto, necesidad de despedirme de este día de primavera, de la
plenitud del verano, del áureo otoño, del sol del invierno, que ilumina con sus rayos el
paisaje nevado. De manera consciente acojo todo lo que percibo en mí mismo como
prenda de lo que contemplaré en la muerte. No me despido, no me separo, sino que
contemplo, a través de todo cuanto percibo, el fundamento verdadero y la promesa que
se halla en todo.
55
CUANDO me acuesto, no sé si volveré a levantarme o me quedaré dormido para
siempre, es decir, si me despertaré en el otro mundo. No es casual que el sueño sea
llamado hermano de la muerte. En el sueño caigo en las manos amorosas de Dios, para
descansar en él y recibir nueva fuerza para el día siguiente. Hay en él, por tanto, una
imagen de la muerte. También cuando expire caeré en los brazos de Dios que, llenos de
amor, me acogerán para siempre y en los cuales podré descansar y gozar de la paz del
verdadero amor, para siempre. Por ello, cada vez que nos dormimos conscientemente
ejercitamos el sueño eterno, que es al mismo tiempo una vigilia eterna. «Duermo, pero
mi corazón vela junto a ti», dice el salmo.
56
AL concluir los ejercicios, a veces escribo una carta como resumen de aquello que
he experimentado en la quietud. Su función es recordarme que he de vivir de la
experiencia que he tenido durante los ejercicios. Porque después de intensas vivencias
espirituales, a menudo vuelvo rápidamente al trajín diario. Y se pierde todo lo que he
descubierto durante los ejercicios. Cuando en mi vida cotidiana leo de nuevo la carta de
los ejercicios, entro nuevamente en contacto con las características de la vida que he
percibido en mí durante el tiempo de la oración en silencio. Así, al final de la meditación
sobre el último día de mi vida deseo escribir una carta que me recuerde también en
medio de la vida de cada día cuál es el misterio de mi existencia y cómo puedo
corresponder a él.
57
NO se trata de que te agotes ni de que trabajes y produzcas lo más posible. Lo
importante es más bien que seas transparente para Dios, para su amor y su ternura, para
su misericordia y su infinitud. Olvida las ideas, que a veces te atormentan, de ser capaz
de realizar todo aquello que se espera de ti, de estar a la altura de las exigencias de la
vida. Esto no es tan importante. Ten siempre presente que tu tarea más importante es que
en todo cuanto eres, haces, dices y escribes, tienes que dejar que brille algo del mundo
del más allá –en el que estás verdaderamente en casa–, algo de Dios –a quien tu corazón
desea–, algo del cielo –sin el cual la tierra queda privada de morada y de patria–. En vez
de dejarte determinar por los compromisos, piensa siempre que ahora, en el instante
presente, dejas un rastro en este mundo. Lo que piensas y sientes no es indiferente. Si
piensas en las personas con amor, si en la oración te abres a Dios, entonces un poco de la
luz de Dios se derrama sobre este mundo, entonces el mundo que te rodea se hace más
cálido y más luminoso. Pero esto no debe someterte a presión, como si tuvieras que estar
siempre lleno de amor. Debe recordarte únicamente que tienes la misión de dejar
impreso tu sello en este mundo. Y ciertamente querrás dejar un sello que las personas
consideren bueno. Tu vida es única y, por tanto, es también importante para este mundo.
58
Y acuérdate siempre también de que lo más importante no es cuántos años vives,
sino solamente si vives de modo intenso y auténtico. ¡Deja de preocuparte por ti!
¡Confíate al instante presente! Ahora está sucediendo aquello que es decisivo. Ahora está
Dios en ti. Ahora quiere Dios tomar forma en este mundo a través de ti. Caerás una y
otra vez de tu centro. Te dejarás determinar una y otra vez desde fuera, pero no permitas
que haya ni un solo día en el que no seas por completo tú mismo al menos por un
instante, uno por entero contigo y con Dios, totalmente transparente para Dios, que
quiere obrar a través de ti y quiere hacerse visible en este mundo con su amor infinito,
que llega a todos los seres humanos. No tienes que esforzarte por amar a todos. No lo
conseguirás nunca, pero sé consciente cada día por un momento de que el amor de Dios
penetra en ti, el amor de Dios entra en ti cuando inspiras para que puedas difundirlo en
este mundo cuando espiras. Si crees en ello, entonces conoces el verdadero misterio de
tu vida. Entonces eres libre de la obligación de rendir y te consideras valioso. Entonces
sientes qué significa la vida y, a través de ti, este mundo se hace un poco más luminoso y
más cálido, más humano y más habitable.
59
Índice
Portada 2
Créditos 3
Nota del Editor 4
Hasta que en el cielo nos veamos 5
Si solo me quedara un día de vida 34
60