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El regalo de los reyes magos

O. Henry (Adaptación)

Delia miraba con tristeza el dinero ahorrado durante todo el año: un dólar y
ochenta y siete centavos. Eso era todo. Todo lo que había conseguido
reunir con su esfuerzo y su trabajo diario. Y los miraba con lágrimas en los
ojos. Su sueldo, de veinte dólares al mes, solo le había dado para pagar los
gastos mensuales. Y poco más. Y al otro día era Nochebuena y ella solo
tenía un dólar y ochenta y siete centavos ahorrados.
Regresó a su casa, a un humilde apartamento de ocho dólares al mes. Con
su mínimo espacio, sus humedades y un triste y alargado espejo en el
dormitorio. Abajo, en los buzones, el nombre de Jim estaba algo
desgastado. Su querido Jim, al que tanto quería… ¿Qué regalo iba a
hacerle con un dólar y ochenta y siete centavos? Él, que se lo merecía todo.
Y al otro día era Nochebuena y ella no tenía aún su regalo.
Delia y Jim tenían dos tesoros a pesar de su pobreza: Jim guardaba con
mimo un reloj de oro que fue de su padre y en su día, de su abuelo. A
veces lo llevaba en el bolsillo, pero lo sacaba con pudor porque no tenía
cadena, y lo llevaba con una cuerda que no le hacía justicia. Y Delia,
tenía una hermosa cabellera. Tan linda y sedosa que era la envidia de toda
la comunidad. Jim estaba orgulloso de su cabello y le encantaba acariciarlo
con suavidad
La joven se miró con firmeza en el espejo. Se soltó la horquilla que retenía
el pelo y la cabellera cayó de golpe y se balanceó de un lado a otro. Le
llegaba hasta las rodillas y era de un color rubio ceniza muy hermoso. Los
ojos se le llenaron de lágrimas y ella recogió de nuevo su cabello de forma
apresurada. Buscó su abrigo y salió de nuevo, con paso firme y las ideas
claras.
¿Qué otra cosa quería hacer? ¡Solo tenía un dólar con ochenta y siete
centavos para el regalo de Jim! ¡Su Jim! Y él se merecía más, mucho más.
Así que entró en la peluquería de Madame Sofronie.
– Quiero vender mi cabello– dijo muy segura Delia.
– Vaya, déjame ver- contestó la señora Sofronie.
Delia se soltó el pelo y la mujer lo observó con admiración.
– Te daré veinte dólares por él.
Y Delia se sentó y dejó que la señora Sofronie hiciera su trabajo.
La joven ya sabía lo que buscar para su querido Jim. Lo tenía claro: quería
una cadena para su reloj. Y sabía dónde encontrarla. Fue a una pequeña
joyería cercana y escogió una sencilla y elegante cadena de platino.
– ¡Es perfecta para mi Jim!- dijo entusiasmada. Y pagó veintiún dólares por
ella.
Regresó a casa con ochenta y siete centavos, el pelo corto y una inmensa
sonrisa en el rostro. Tomó las tenacillas e intentó arreglar su cabellera.
– Espero que Jim no se disguste demasiado y me siga queriendo igual… No
tenía otra opción- dijo para sí la joven.
Así que puso la mesa y esperó paciente e ilusionada a que llegara su joven
marido. Y a las nueve de la noche, llegó él.
El joven llevaba un paquete entre las manos y al entrar, se quedó totalmente
petrificado. Tanto es así, que no podía ni moverse del sitio.
– Oh, Jim… ¡No te disgustes! He tenido que hacerlo. He tenido que
cortarme el pelo… No tenía dinero para tu regalo, y no quería dejarte sin él.
¡Es Navidad! El pelo crecerá en unos meses, y volveré a tenerlo largo…
Pero me quieres igual, ¿Verdad?
– ¿Te lo has cortado?
El joven seguía estupefacto, con la mirada perdida, pero tras unos segundos
de angustia, reaccionó.
– No te equivoques- dijo entonces él- Yo nunca dejaría de quererte. Pero
es que… Bueno, te había comprado este regalo de Navidad…
Y Jim le tendió el paquete que llevaba en las manos. Delia lo tomó
ilusionada y comenzó a abrir con delicadeza el papel de seda que lo
envolvía. ¡No podía ser! ¡El juego de peinetas de carey que tanto había
admirado cada vez que pasaba por la vitrina de una tienda de Broadway!
¡Son tan hermosas! Pero Jim, no te preocupes, que el pelo crecerá y podré
usarlas algún día. Tenía que hacerlo porque… mira, este es mi regalo y sé
que te encantará. Sacó delicadamente del bolsillo la cadena que había
comprado para Jim:
-Es perfecta para tu reloj, ahora puedes sacarlo sin vergüenza.
Pero Jim se dejó caer en el sofá con un gesto confundido, pues había
vendido su reloj para poder comprar el regalo de Delia.
Y los jóvenes cenaron. Aquella Nochebuena en la que ambos, sin tener
suerte con sus regalos, demostraron ser los más sabios, los verdaderos
Reyes Magos.

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