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El ocaso se derramaba en luces doradas sobre la montaña. El auto estaba por llegar al
último recodo del camino y Annie sabía que pronto podría ver el Hogar de Pony en la
lejanía. Cada mes hacía el mismo viaje desde Chicago para ver a sus dos madres y a
Candy. No importaba cuantos problemas le causara el gesto. La Sra Britter no acaba de
resignarse con la insistencia de su hija en continuar haciendo esos viajes que, según su
opinión, echaban por tierra todos sus esfuerzos por hacer de Annie una dama respetada
en sociedad. No obstante, la joven había aprendido que solamente estando en paz con
su pasado y en contacto constante con quienes amaba podía su corazón estar en paz
consigo mismo.
Pronto esos viajes no serían ya problema, porque estaría casada con Archibald Cornwell
y sería por fin dueña de sus actos, sin tener que dar cuentas a sus padres adoptivos.
Para ello faltaban apenas dos meses y aunque había estado trabajando en los
preparativos por casi un año, todavía sentía que tenía muchísimas cosas pendientes que
arreglar antes de la fecha. Ese precisamente había sido uno de los argumentos de su
madre para tratar que ella desistiera de visitar el Hogar de Pony esta vez:
- Pues tendrá que darse tiempo para viajar conmigo a Lakewood y tomarse las
medidas ƛse dijo Annie echando otra mirada al paquete que descansaba inocentemente
en el asiento trasero del auto. Era la seda brocada más hermosa que había encontrado
en su almacén favorito. En aquellos días de postguerra era un verdadero milagro
conseguir seda china y en cantidades suficientes para hacer dos vestidos. Un paquete
igual había sido enviado a Florida para la Srta. Patty OƞBrien y el otro sería para Candy.
Annie volvió a sonreír. Un segundo después la torre del Hogar de Pony pudo
distinguirse en el horizonte.
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- ¿Qué conserva están haciendo ahora? ƛpreguntó Annie a Candy mientras esta
última volvía a servir más té en su propio vaso.
- Llegaron ayer con el correo. La cosa más extraña ƛañadió Candy sin
misterios en la voz.
Sin poderse resisitir Annie abrió el sobrecito para encontrarse con una simple tarjeta
que tenía el sello del florista y el nombre de Candy sin remitente o mensaje alguno.
- No dice quién las envió ƛcomentó Annie aún más intrigada y Candy no pudo
evitar divertirse con la expresión de desilusión de su amiga.
- Así es. Por eso te digo que es la cosa más rara ƛagregó la rubia poniéndose
de pie para acercarse a su amiga.
- ¿Hacer? ¿Qué tendría que hacer algo? ƛse rió Candy volviendo a colocarse el
mandil a la cintura.
- Pues averigüar quién es el admirador que te las manda, por supuesto ƛ
sugirió Annie sin poder creer la falta de curiosidad femenina de su amiga.
- Si así fuese te habrían mandado fruta o algo así, no flores. Mira la tarjeta,
son del único florista que hay en Lakewood. ¡Vamos, Candy! Si tus pacientes no te
pueden pagar la visita que les haces, menos aún podrían mandarte un regalo tan caro ƛ
contestó Annie comenzando a exasperarse por la falta de romanticismo de su amiga.
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- No, pero .....-un pinchazo discreto que Candy le propinó sin que el florista
se diera cuenta, le hizo recordar que le había prometido a Candy no revelar su
identidad-. Se trata de una amiga mía. Como usted comprenderá se encuentra muy
intrigada y me mandó a preguntar ƛdijo Annie pensando que no estaba mintiendo del
todo.
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Candy se sentó frente a su sencillo tocador mientras se cepillaba los rizos. Sus labios se
plegaron en una leve sonrisa al recordar los eventos del día. Annie era incansable
cuando se trataba de salir de compras y visitar modistas. Su amiga no estuvo satisfecha
hasta que cada detalle del ajuar de su dama de compañía hubo sido seleccionado y
empacado. Ahora sólo faltaba que el vestido estuviera listo para la primera prueba. A
Candy le gustaban los sombreros de plumas y los encajes de Bruselas al igual que a
cualquier muchacha, pero hacía mucho tiempo que no se permitía esas indulgencias.
No, la vida no le daba tiempo para pensar en esas cosas.
Con la Srta. Pony y la Hermana María haciendo planes para ampliar las instalaciones
del Hogar de Pony no había mucho tiempo para pensar en frivolidades. Ambas damas
habían confiado en ella varias de las responsabilidades que antes ellas mismas llevaban,
mientras se dedicaban a organizar sus planes de crecimiento. Candy sentía que no
podía fallarles. Así que se ocupaba de los niños y de sus pacientes sin dejar mucho
espacio para sí misma. Candy se miró al espejo una vez más.
- No, los sombreros, los guantes y las sombrillas de encaje no son para mi. No
hay tiempo para esas cosas ... o para admiradores misteriosos ƛse rió de buena gana
frente a su reflejo.
Tuvo que repetirle a Annie más de mil veces que no conocía a nadie en Indiana que
pudiera haberle enviado las rosas. La pobre Annie finalmente tuvo que resignarse a que
nunca averiguarían quién había mandado las flores y Candy pensó que era mejor
desistir en el intento.
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La joven se levantó del banquillo donde se había sentado para ordeñar la vaca. Tomó
la cubeta de leche y con una palmadita cariñosa al costado del animal se despidió de
ella dirigiéndose hacia el exterior del establo.
Candy pensó que esa era una pregunta que todo mundo le venía repitiendo demasiado
seguido últimamente.
- Está bien. Sólo para que ustedes dos estén tranquilas ƛdijo la joven
sonriendo mientras sacaba la notita del sobre. Sin embargo, esta ocasión, la historia fue
distinta a la de antes. Los ojos de la joven se abrieron con sorpresa al tropezarse con
algo más que solamente su nombre.
La anciana calló y el silencio se cernió entre las tres mujeres. Sin decir más, Candy salió
corriendo por la puerta trasera de la cocina y se perdió pronto en el camino rumbo a la
colina.
- ¿Entonces por qué Candy salió corriendo como alma que lleva el diablo? ƛ
preguntó la religiosa confundida.
- Tal vez la nota le dice algo.
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- Es sólo una coincidencia ƛse repetía Candy al llegar jadeando hasta las
raíces del Padre Árbolƛ. No . . . no puede ser ahora . . . es imposible.
- Es tal vez una broma de mal gusto ƛpensó la joven sintiendo que un
líquido cálido le corría por las mejillasƛ. Quizás Eliza quiso divertirse un poco a costa
mía . . . ¿Pero cómo puede saber ella . . .? Ese poema . . .
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Los días continuaron transcurriendo y de nuevo la inevitable visita de Annie volvió a
tocar las puertas del Hogar de Pony. Faltaban solamente tres semanas para su boda.
La joven observó desde el primer momento de su llegada que otro ramo de rosas rojas,
gemelo del anterior, continuaba en la mesa, pero la Señorita Pony haciéndole señas a
espaldas de Candy consiguió que la muchacha no dijera nada sobre el asunto.
- ¿Entonces ya saben quién las manda? ƛpreguntó Annie aún más intrigada.
- No, hija. Las flores siguen llegando sin remitente, pero ƛla vieja dudo un
momentoƛ cierta vez trajeron un poema que puso a Candy muy inquieta y desde
entonces cada vez que llega otro bouqué, viene acompañado de un mensaje críptico
que Candy no comparte y que la pone triste o de mal humor. Ella dice que no es nada,
pero no puede engañarnos.
Annie se quedó callada. Por un momento su mente llegó a la misma conjetura a la que
la Hermana María y la Señorita Pony habían llegado antes, pero al igual que ellas, la
desechó inmediatamente. No podía ser . . . y si así fuera, sería triste y lamentable.
- Tal vez sea alguien que Candy conoció alguna vez ƛse atrevió a decir en
voz bajaƛ. Quizá alguien en quien ella no está interesada y le hace sentir mal su
insistencia. El hombre se aburrirá y la dejará en paz después de un rato.
- Tal vez, hija, tal vez -contestó la vieja pero ninguna de las dos mujeres
quedaron satisfechas con la explicación.
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La carreta marchaba ruidosa a través del camino de regreso al hogar. La noche cálida
caía ya sobre la campiña y los aromas primaverales poblaban en silencioso ambiente.
Hundida en sus cavilaciones Candy volvía a su casa.
La mente de la joven había aprendido de memoria cada uno de los mensajes recibidos,
atormentándose en repetirlos en las horas silentes de la noche. Cada nuevo mensaje la
castigaba, la llenaba de esperanzas olvidadas y la volvía sumir en desesperanza.
ƠJamás olvidaré las primeras partículas de luz iluminando tu forma bajo el cielo estivalơ
ƠLa lluvia se funde en la superficie del la bahía. Todos los años pasados se diluyen igual
en mi memoria y regresan al último instante que te vi . . . Tú, todo se reduce a ti.ơ
Finalmente esa misma mañana un último mensaje había terminado por confundirla aún
más:
ƠHan pasado 1216 días de entonces. Hoy es 20 de abril. Dentro de poco dejaré de
contar los días.ơ
Candy supo que el mensaje insinuaba un plazo impreciso, pero plazo al fin. Al mismo
tiempo ansiaba y temía el día de su cumplimiento.
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Candy tamborileaba la mesa con su mano enguantada. Amaba Chicago pero había
perdido la costumbre del paso agitado de las grandes ciudades. Odiaba la insistente
mirada de los parroquianos del café que la había seguido desde su entrada al
establecimiento, sabiendo bien quién era y en cuánto se cotizaba su herencia. Odiaba la
presión del corsette, el murmullo de los refajos almidonados bajo su falda mientras
caminaba y la imposibilidad de pasar desapercibida cuando afrontaba su identidad de
hija de los Andley. Pero por Annie estaba dispuesta a soportar todo eso mientras sorbía
con elegancia el té que le habían servido. Después de todo, solamente en unos días
más sería la boda y después podría regresar al retiro apacible de su vida en las
montañas.
- No sabes lo linda que te ves con ese color ƛle decía Annie orgullosa de su
elecciónƛ. El rosa malva es el color de las rubias.
- ¡Eres imposible! ƛse quejó Annie blandiendo la cucharita con que se había
servido un terrón de azúcar.
Girando los ojos en señal maliciosa Candy estaba a punto de sacarle la lengua a su
amiga olvidando la compostura que debía guardar en público cuando el camarero se
acercó a ella nuevamente con una bandejilla de plata.
- Este mensaje es para usted ƛdijo el hombre dejando en la mesa una hoja
de papel doblada por la mitad y retirándose en seguido discretamente.
Intrigada, Annie miró a su amiga interrogándola con los ojos. Candy estaba paralizada.
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Candy levantó la mirada y buscó entre las mesas del café. Observó las siluetas de cada
hombre, siguió las líneas de cada espalda masculina y no encontró el ángulo particular
que buscaba. No estaba ahí, pero había estado.
- ¿Qué dice, Candy? ƛinsistió Annie aún más preocupada por la palidez del
rostro de su amiga.
- Es sólo una nota de. . . del administrador del restaurante ƛcontestó Candy
tartamudeando.
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Detestaba esa sensación incómoda que no la había dejado en los dos meses anteriores.
Por tres años su vida había transcurrido plácida y tranquila, llena de proyectos
cotidianos y pequeñas metas. Había logrado vivir ajena a las palpitaciones e inquietudes
de otros tiempos . . . todo había sido así hasta la llegada de las rosas rojas, los poemas,
las notas y ahora el inquietante mensaje que le había entregado el mesero.
Ahora ya no le quedaban dudas de quién estaba detrás de todo aquello. No, después
de ver su letra impresa con impúdica naturalidad, con inconfundible carácter en cada
línea del mensaje. Restaba sólo averiguar por qué había él decidido romper el silencio
pactado de manera tan melodramática.
La joven no pudo evitar que una sonrisa irónica se le dibujara en los labios. Era clásico
de él usar esos recursos novelescos y si la situación no fuera tan triste seguramente ella
encontraría que la situación era a la vez cómica y halagadora. Pero siendo las cosas
como realmente eran, ella sabía que toda aquella charada sólo podía terminar al igual
que cada uno de los episodios amorosos de su vida. Cuando él decidiera hacerse
presente, ella tendría que hacer lo que le correspondía; renunciar y dejar ir
nuevamente. Al final, todo sería un desastre aún más doloroso que el anterior. Lo
odiaba. Lo odiaba por irresponsable e irreverente y se odiaba a sí misma porque su
propia naturaleza la obligaba a no perder el sentido de lo que era correcto.
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- ¿Te había dicho ya que luces tan preciosa que si no fueras mi hija adoptiva
mi corazón estaría en peligro de muerte? ƛsusurró Albert al oído de la joven mientras le
ofrecía su brazo para entrar a la iglesia.
ƠArchie y Annie han viajado juntos por una larga senda,ơ meditó Candy al observar las
miradas de ternura que se intercambiaban los novios frente al altar. Ella sabía que
durante los primeros años el corazón de Archie no había estado comprometido en aquel
noviazgo. Sin embargo, la devoción constante de Annie había terminado por ganar sus
afectos de la manera más contundente posible. Sí, Archie y Annie se casaban por el
amor más puro y real que podía existir entre un hombre y una mujer. Su cariño era
prueba indubitable que el corazón puede cambiar de rumbo.
¿Por qué entonces ese otro corazón que ella creía hasta hace unos meses ajeno y
distante, se obstinaba en volver el rostro hacia pasiones que debían estar ya muertas?
Era verdaderamente enervante que semejantes consideraciones estuvieran arruinándole
el gusto de ver consumada su primera gran victoria como casamentera . . . y era una
horrible desgracia amargarse el momento pensando que ella misma no podría nunca
ocupar el lugar que ahora Annie tenía . . .
ƠEn cierta forma siempre ha sido así,ơ pensó Candy molesta consigo misma, ƠElla
siempre ha terminado teniendo todo lo que yo una vez quise para mí, pero es curioso
que nunca antes de ahora me había sentido verdaderamente celosa de su suerte . . . Ơ
Si Annie no hubiese querido tanto a Candy tal vez se habría sentido desplazada al darse
cuenta de que su amiga se estaba convirtiendo en el centro de atención. Sin embargo,
para la romántica imaginación de Annie esa era una oportunidad espléndida para que
Candy conociera al hombre de su vida y se olvidara de una vez por todas de su terca
resolución de convertirse en la sucesora de la Señorita Pony. Tal vez con un poco de
suerte hasta su ramo podría traerle la magia y hacer el truco perfecto esa misma
noche.
Sin embargo, Eliza fue más rápida y resultó la ganadora ufana del trofeo floral llegado
el momento. Annie se volvió buscando el rostro de Candy como recriminándola por su
lentitud. Candy sólo sonrió alzando los hombros inocentemente, como dándole a
entender a su amiga que cuando Eliza se proponía algo, no había fuerza humana que la
detuviese.
"Espero que se case pronto" pensó Candy riéndose para sus adentros, ƠAsí tal vez se
cure de su amargura."
Algo sumamente desusual ocurrió entonces que interrumpió los pensamientos de Candy
y la diversión de toda la concurrencia. Las jóvenes estaban aún emocionadas
contemplando el hermoso bouqué de orquídeas y azahares que Eliza había ganado,
cuando cuatro de los sirvientes de la casa Andley entraron al salón cargando un ramo
descomunal y lo colocaron al centro del salón. Las voces se corrieron especulando si
aquel era un exuberante regalo del novio para la recién casada, aunque era extraño
que el joven hubiese elegido las rosas rojas para semejante ocasión.
Un quinto hombre vestido de uniforme siguió al ramo preguntando en voz alta y nítida:
Ơ ¡No puede ser!ơ se dijo Candy deseando en ese momento que la Tierra se abriera bajo
sus pies y se la tragara por completo.
- Para servirle ƛalcanzó ella a decir, resignada con la idea de que el asunto
era ahora del dominio público.
- Señorita, estas cuatrocientas rosas son para usted, quien las manda me ha
ordenado decirle que para quien espera los meses se hacen años y los años siglos -dijo
el hombre entregando a Candy un sobre después de lo cual hizo una leve reverencia y
salió del salón dejando tras de sí una estela de murmullos.
- ¡Qué hermoso gesto! ƛse oía decir a algunos.
Los murmullos continuaban y Candy permanecía en el centro del salón apretando entre
las manos el sobre que le habían entregado. Por un segundo no supo si debía reír,
llorar o dejar libre todo el enojo que aquel despliegue público le había causado. Sin
embargo, algo en el fondo de su razón apeló por la compostura recordando que aquella
era la fiesta de bodas de Annie y Archie. Lo último que quería era que se arruinara con
semejante desplante melodramático.
- Bueno, tal parece que alguien quiere darse a notar esta noche ƛdijo la
joven dirigiéndose a la concurrencia con el semblante serenoƛ. No creo que debamos
darle mucha importancia cuando nos reúne hoy aquí un motivo más relevante ƛy
diciendo esto último Candy tomó una copa de champaña de la charola que sostenía uno
de los meseros-. Propongo un brindis. Alcemos nuestras copas y bebamos a la salud del
amor verdadero y el señor y la señora Cornwell.
- ¿Qué más podía hacer? No íbamos a quedarnos ahí parados toda la noche
especulando quién había tenido semejante ocurrencia ƛcontestó ella tratando de
restarle importancia al asunto.
- Pero sospecho que tú sí sabes de quién se trata ƛafirmó Albert con una
leve sonrisa que comenzaba a dibujarse en la comisura de sus labios.
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Tenía que reconocerlo. Ardía en deseos de abrir el sobre que le habían entregado. Pero
Candice W. Andley había aprendido a guardar la elegante compostura de una dama
cuando era requerido, así que esperó hasta que la embarazosa escena había pasado al
olvido entre la música, la champaña y las felicitaciones, para retirarse a uno de los
salones adyacentes de la casa y abrir la misiva:
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ƠNo sé por qué estoy haciendo estoơ se dijo nuevamente Candy mientras el auto
avanzaba por la amplia avenida. Por más que todo esto le parecía una locura no había
podido evitar escabullirse de la fiesta. Primero había solicitado un taxi por teléfono y
luego, mientras esperaba la llegada del chofer, había redactado una muy breve carta
para Annie, con la que esperaba explicar su ausencia de la manera más coherente
posible, aunque de sobra sabía que después de lo ocurrido esa noche, seguramente
Annie no le creería nunca.
Candy pagó al taxista por su trabajo y miró como el auto se perdía en la lejanía
dejándola en medio de aquel paraje solitario, parada justo a las puertas de aquella casa
desconocida. Con manos nerviosas la joven extrajo la llave de su bolso y la introdujo en
la cerradura de la puerta principal. La puerta se abrió inmediatamente.
- Es prerrogativa del bello sexo tomarse su tiempo para acudir a una cita. Son las
diez treinta ƛdijo una voz desde el interior del vestíbulo a penas iluminado por un par
de lámparas de pared. Candy supo entonces que no había estado equivocada en cuanto
a la identidad de quien la había citado esa noche.
La joven aguzó la mirada para poder distinguir una figura oscura en medio de la
penumbra del amplio recibidor de la casa. Sin decir palabra, la joven caminó unos pasos
al interior de la habitación cerrando la puerta tras de sí, hasta estar frente a frente con
el hombre que la esperaba.
La luz se fue abriendo paso entre la penumbra permitiéndole al fin observar los
contornos fuertes de un hombre joven, más alto y corpulento de lo que ella recordaba,
pero aún así de líneas esbeltas y elegantes. Candy sintió de nuevo un familiar golpeteo
bajo el pecho que había permanecido dormido durante años. El hombre entonces
terminó de colocar la pantalla de la lámpara y se volvió para mirarla. Cuando los ojos de
él se encontraron con los de ella, la joven se odió nuevamente por haberse atrevido a
jugar un juego tan peligroso. ¡Dios, aún tenía los más hermosos ojos azul mar que ella
podía recordar!
- Siento mucho que haya sido así ƛcontestó ella desviando la mirada,
incapaz de sostener el intercambioƛ. Yo siempre quise que fueras feliz.
- Al menos he guardado una ƛdijo ella al fin caminando hacia uno de los
divanes de la estancia, el ruido de los encajes almidonados bajo su falda llenando el
ambiente silenciosoƛ y esa ha sido el permanecer apartada. Tú deberías respetar eso.
¡Ya! Estaba dicho. Seguramente eso sería el inicio del fin de aquella entrevista tan
embarazosa ƛpensó la muchacha, decidida a recordarle al hombre que había lealtades
que no podían, no debían traicionar.
- Debería tal vez aquí decir que siento mucho haber interrumpido tu apacible
vida ƛcontestó el hombre con una triste sonrisa. No había, sin embargo, ni amargura ni
enojo en su acentoƛ pero no es así. La condena que he llevado ha sido larga y
suficiente para expiar cualquier pecado que pueda haber cometido jamás. Ha sido cruel
. . . ha sido humillante.
- Hay dolores mayores que el propio. Piensa en tu esposa. . . ella no se
merece esto. . . no se merece que le hagas la corte y envies flores a otra mujer que no
sea ella ƛse apresuró la joven a contestar atrincherándose detrás del respaldo de un
sillón.
- No juegues, bien sabes que es así ƛcontestó ella tratando de sonar dura sin
mucho éxito-. El simple hecho de que estemos tú y yo aquí, solos y hablando de cosas
que se deben callar es una ofensa para ella. No debes pisotear su honor de esa
manera.
- Creo que aquí es forzoso hacerte una serie de confesiones sobre hechos
bastantes penosos, de los que casi nadie está enterado . . . al menos por ahora.
¿Podrías tomar asiento y dejarme explicarte? Por eso te he pedido venir aquí esta
noche -pidió el joven sentándose el también en el loveseat.
- Por favor, modérate. No veo por qué tienes que contarme algo tan privado
ƛinterrumpió ella sintiendo demasiadas emociones contradictorias al escuchar las
palabras de él. No podía seguir escuchando.
- No hay mujer ilusionada que resista eso por mucho tiempo. Ni siquiera
Susannah. Ella sobrellevó nuestra frialdad durante un año o dos. Por su incapacidad
para caminar llevaba una vida recluída y serena; pero también solitaria. Sin embargo,
cuando se decidió al fin a usar una prótesis su vida cambió significativamente. Volvió a
recibir visitas, a salir más seguido y a involucrarse en distintas causas y eventos. Yo me
envolvía cada vez más en el teatro y ella en diversas actividades de beneficencia.
Fuimos creando entre nosotros mayores distancias hasta que a ella dejó de importarle
mi presencia. Tal vez así hubiéramos seguido toda la vida, de no ser por los
resentimientos que ella comenzó a albergar en su corazón en contra mía.
- ¡Una venganza!
- ¡Es horrible! -gimió Candy llevándose una mano a la boca, incapaz de creer
que Susannah, esa joven dulce y triste que había conocido alguna vez, hubiera llegado
a la pérdida total del respeto de sí misma.
- Sé que es difícil de creer. Yo mismo fui ciego a la situación por quién sabe
cuánto y tal vez por eso su venganza dejó de satisfacerla con el tiempo. Entonces buscó
una nueva clase de revancha y finalmente huyó con uno de sus amantes saqueando
mis cuentas bancarias hace unos seis meses.
El joven había dejado el loveseat frente a Candy y se había arrodillado frente a ella. La
muchacha, abrumada por la información confusa no atinaba a moverse siquiera.
- Podrías haberme escrito una carta ƛdijo ella al fin, sintiendo los ojos del
joven quemándole las mejillas.
- Pensé. . . pensé tantas cosas ƛdijo ella levantando el rostro, luchando por
detener las lágrimas que se le comenzaban a agolpar en los ojos- inclusive creí por un
segundo que alguien me estaba haciendo pasar una broma de mal gusto, pero luego
recapacité porque nadie . . . nadie podía saber lo de ese soneto. Sólo tú y yo. Entonces
me enojé contigo.
- Imaginé que así sería ƛrepuso él naturalmenteƛ. Sabía que me odiarías por
remover el pasado y romper la promesa de silencio.
- ¿Le preguntabas por mí? ƛindagó ella sin saber si debía sentirse alarmada
o feliz.
- En cada carta y él nunca me negaba la dicha. No obstante, jamás le
pregunté si aún me amabas. No tenía el derecho, pero tu vida recluída y mi corazón me
decían que así era. Yo por mi parte, sólo he vivido por ti y para ti, para ninguna otra ƛ
dijo él sellando su juramento con un beso casto sobre los dedos blancos y delgados de
ella.
El silencio reinó entonces en la habitación. Candy, que aún creía estar viviendo en una
especie de sueño bizarro, liberó al fin las lágrimas humedeciendo sus mejillas. Detrás
del velo acuoso, la muchacha observó cada línea del rostro que la miraba con
vehemencia. Extendiendo la mano que le quedaba libre la joven trazó con dedos
temblorosos la quijada firme del hombre, acarició tímidamente su mejilla y despejó su
frente de las hebras rebeldes que le cubrían. Dónde había existido un jovencito, había
ahora un hombre.
El joven sintió que el corazón se le expandía de extremo a extremo del pecho mientras
la mano de ella le prodigaba caricias en el rostro. Aunque hubiese deseado no
establecer comparaciones que por sí solas eran improcedentes, no podía evitar
admirarse ante el profundo efecto de aquel contacto que tenía el poder de cimbrarle el
alma con tan sólo un roce. Cómo palidecían ante aquel simple gesto tres años de vida
marital insípida.
El sentimiento que flotaba en el aire era profundamente misterioso. Ahí estaban. Dos
personas que no se habían visto en casi cuatro años; que habían jurado no volver a
verse jamás; que habían imaginado el resto de sus vidas marchar por sendas
divergentes y de repente se sentían como si nunca se hubiesen separado. Como si tan
sólo ella hubiera recién regresado a casa después de un día de trabajo. Era la cosa más
extraña. Un sentimiento de familiaridad abrumador en medio de un evento
extraordinario.
La voz de la joven sonaba tan firme y su mirada tenía ese brillo de inexorable
resolución que él bien conocía. Años atrás había leído en sus ojos que su decisión de
renunciar a él era inamovible, ahora podía comprender en ellos todo lo contrario.
- ¡Dios sólo sabe que no he vivido hasta este momento! ƛexclamó entonces
él tomándola entre sus brazos.
¡Ah! El poder del lenguaje no alcanza para describir el indescifrable misterio del beso
que siguió después. Fue un beso de franqueza total, de entrega honesta, de
generosidad y confianza; en suma, un beso de amor.
ƠTus labios son severos y sombríos en el enojo, en la distancia que marcas con el
mundo; pero sobre los míos tu boca es tizón y es húmeda seda,ơ alcanzó ella a pensar
al sentir la íntima caricia. Hacía tiempo Candy había dedicado algún pensamiento a los
incomprensibles lazos que llegan a unir a un hombre y una mujer, pero las
consideraciones habían quedado dormidas, perdidas en la autonegación. Ahora, en un
único gesto físico él volvía abrir la puerta hacia ese mundo desconocido y ella se sentía
dispuesta a entrar en él.
- Nos creí perdidos . . . el uno al otro ƛdijo ella al fin cuando él la liberó de
su beso.
ƠSoñé muchas veces que cerrabas tus ojos de esa forma, Candy. Soñé que te cobijaba
en mi abrazo como ahora y tú no me rechazabas.ơ Se dijo Terry envolviéndose en el
aroma de la joven. La misma agua de rosas de siempre, la misma boca pequeña y
suave abriéndose ahora sin reservas.
ƠTu boca es de vino y de cerezas, tu piel palpita bajo mi mano y toda tú tiemblas contra
mi cuerpo. No puedo más. . . no debo.ơ
Un sonido ahogado y suave salió de la garganta de ella. Candy comprendió que era su
propio gemido al sentir los labios de Terry, tibios, muy tibios dejando un rastro mojado
por su quijada y hasta el cuello. Las sensaciones fueron entonces aún más violentas y la
fuerza de los dedos de él corriendo por su espalda atizaron aún el febril fuego del
momento.
La piel que cubría el pecho blanco que el vestido apenas revelaba era firme y suave al
mismo tiempo y palpitaba agitadamente bajo el pulso de un corazón cada vez más
alterado. Pronto todo él, manos, boca y mente, estaba vertido en la adoración física del
cuerpo de la joven.
Con ansiedad nerviosa los botones del vestido verde fueron dando paso a la mano de
él. No había pensamientos, sólo la acucible necesidad de abrirse paso, desatar las
cintas del corsette, y al sentir apenas que la prenda perdía su fuerza, hundirse entre los
nudos aún no totalmente sueltos.
Abajo del corsette, la ligera suavidad de la camisola de algodón y bajo de ella, la tibia
certeza de la piel de Candy. La boca buscó de nuevo la boca, las mejillas, la garganta;
la gloria de los hombros que con los mismos labios él fue desnudando lentamente.
Aún de pie, agitada y sin atreverse a abrir los ojos, Candy sentía la boca de Terry sobre
sus hombros, los brazos rodeándole la espalda y ella misma hundiendo sus dedos en la
nuca de él, ahí justo donde el vello más suave y delgado crecía. Después de eso ya no
hubo nada más que la mente pudiera registrar con coherencia.
Él, en cambio, se debatió por más tiempo entre los hilos endebles de un autocontrol
desvencijado y la fuerza natural del sentimiento. Sin embargo, el momento llegó en que
ni siquiera pudo tener consciencia de quién había finalmente ganado la batalla. De
pronto todo fue una extensión suave de piel blanca, nerviosa, que palpitaba bajo sus
manos ávidas de aquel contacto cálido.
ƠTu cintura es breve y se agita al tacto, tibia ave huidiza. Es tu contorno la suave y
sinuosa línea de unas caderas que voluntariamente me vienen al encuentro, se abren
generosas y me abrigan.ơ
Candy pudo percibir que las sábanas del lecho era de algodón muy suave. Lo supo
porque su espalda que descansaba sobre ellas se lo dijo. El resto era la sensación del
cuerpo desnudo del hombre al lado de ella, sus manos reconociéndola toda, haciéndole
perder la noción del tiempo y la cordura. Si tan sólo él la hubiese tomado
violentamente, seguramente ella hubiera rechazado el embate, pero la seducción de
quien ama suavemente tiene un poder irresistible.
ƠNo puedo ya pensar en otra cosa que no seas tú . . . tú en mi corazón, yo entre tus
brazos, tú en mi boca y toda tu fuerza en mi.ơ
Las manos de Candy se hundieron en la espalda amplia del joven y él ya no tuvo más
pensamiento que la posesión. Al segundo siguiente ya no había distancia entre los dos
y ella ya no era más una doncella.
Terry se alzó sobre su codo derecho. Junto a él, Candy yacía plácidamente vistiendo
solamente la más hermosa sonrisa. Pasado el ardor que había nublado cualquier otra
consideración más allá del vínculo inevitable que los unía, con la luz de la mañana y la
vuelta a la cordura cotidiana se despertaron en Terry las realidades amargas que
empañaban el resultado de dejarse llevar por los impulsos. En un solo instante el peso
agobiante de lo sucedido la noche anterior cayó con toda su fuerza sobre sus espaldas.
- ¡No! ¡No digas eso! Yo lo quise tanto como tú ƛrespondió ella con firmeza
comprendiendo enseguida a lo que él se refería.
Terry sintió entonces cómo ella se reclinaba sobre su espalda, su toque suave y
natural. La nariz pequeña se hundía y acariciaba la línea de su espina. "No soy digno
de ella, no soy digno de una devoción semejante" pensó.
- Creo que eso ya había quedado decidido, antes, amor. Por lo que a mi
respecta ya eres mi marido, pero con gusto firmaré para dejarlo por sentado.
¿Contento?
- ¿Así te sentiste?
Candy le miró insegura por un instante. No estaba segura si debía dar voz a su
duda.
- No tienen por qué verlo así. Lo que pasó es sólo nuestro y nadie tiene por qué
enterarse.
- Pero ahora tendremos que apresurar las cosas . . . no debemos arriesgarnos a
esperar hasta que pase el escándalo que se soltará cuando se sepa lo de mi divorcio . .
. lo que vivimos anoche puede tener consecuencias. ¿Lo has pensado?
- Será escándalo tras escándalo entonces -dijo ella sonriendo-. ¿No ha sido
siempre ese nuestro deporte favorito?
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Luego vino la noticia del nuevo matrimonio. Eso sí fue sensación de primera plana.
Haber guardado un divorcio en secreto para luego volver a aparecer casado con otra,
era un verdadero gusto de nota escandalosa. El cotilleo no paró en mucho tiempo, la tía
abuela Elroy estuvo a punto del colapso nervioso y las revistas semanales tuvieron tema
para varios meses. Luego, como sucede con todas las historias irritantemente felices,
quedó en el olvido.
Cada año, sin embargo, el mismo día del aniversario de los Cornwell, llegaba
siempre un ramo con cuatrocientas rosas como presente de Terruce G. Granchester
para la única esposa que su corazón había tenido jamás.
D %
2+
3
+
4 0
g
g
5%
3
6