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FUNDAMENTOS DE LA FE CRISTIANA
El objeto de este currículo, una vez estudiada la doctrina de Dios, es llevar al
estudiante a la Doctrina del Hombre y sus relaciones con Dios. Los aspectos
propiamente antropológicos, desde una perspectiva que combina ciencia y
teología, se verán en la materia de antropología en el plan de estudios de
Facter. Por eso en general nos limitaremos más bien a dar los rudimentos de la
Doctrina del Hombre en una perspectiva teológica integral.
1. Doctrina del hombre
Del relato bíblico se desprende que el hombre, término aquí no restrin-
gido únicamente al varón, sino utilizado como designación del ser
humano en general sin distinción de género, es el punto culminante
de la creación de Dios. El pronunciamiento de Dios en cuanto al resultado
de su obra de creación se encuentra inserto en el relato del Génesis sobre
los orígenes en dos oportunidades el tercer día (Gén. 1:9, 12), una vez en el
cuarto (Gén. 1:18), una vez en el quinto (Gén. 1:21), y una vez en el sexto
(Gén. 1:25), y es siempre el mismo: “Y Dios consideró que esto era bueno”.
Pero únicamente al final del sexto día, cuando ha concluido su obra de crea-
ción y ésta se encuentra ya completa, coronada magistralmente con la crea-
ción del ser humano (Gén. 1:26-30), éste pronunciamiento se intensifica para
indicar que lo hecho, visto en su conjunto, no es solamente bueno, sino: “…
muy bueno” (Gén. 1:31). ¿Qué sucedió, entonces, para llegar a lo que ve-
mos hoy y a través de toda la historia humana, que no podría de ningún mo-
do catalogarse ni siquiera en el mejor de los casos como muy bueno? Para
responder a ello la tradición reformada distingue tres motivos que sub-
yacen siempre en la revelación bíblica y que moldean toda la teología
cristiana. Estos tres motivos son: Creación, Caída y Redención.
En relación con el ser humano estos tres motivos podrían traducirse,
siguiendo el comentario del Dr, Campbell Morgan al Génesis, con tres
palabras claves y equivalentes, en su orden: Generación, Degeneración
y Regeneración.
1.1. Generación
La creación o generación del ser humano es de tal singularidad en
el relato bíblico al contrastarla con la creación de los demás seres de la
tierra y del universo en general, que le confiere al hombre una supe-
rior y especial dignidad al poseer características únicas o exclusivas
no compartidas de ningún modo por el resto de seres relacionados en el
relato de la creación. Esta dignidad especial procede del hecho de que
el ser humano es el único ser de quien se dice que fue creado a la
“imagen y semejanza” del mismo Dios (Gén. 1:26-27), y también el
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único de quien se afirma que Dios “sopló en su nariz hálito de vida”


(Gén. 2:7).
No entraremos aquí en la discusión del significado exacto de la expre-
sión “imagen y semejanza”, pues algunos comentaristas distinguen entre
ambos términos haciendo precisiones algo especulativas y forzadas so-
bre cuál sería la imagen y cuál la semejanza de Dios en el ser humano.
Los católicos, con base en estas distinciones sostienen, por ejemplo,
que cuando el hombre pecó perdió la semejanza, que sería la justicia y
santidad original como reflejo de la justicia y santidad divinas, pero re-
tuvo la imagen, que consistiría entonces en las facultades humanas na-
turales incluidas en la noción de “persona” con las que el ser humano
nace y que lo distinguen drásticamente de los demás seres vivos que no
poseen personalidad, a diferencia de Dios, del ser humano y de los
ángeles (que ameritan tratamiento aparte en la teología).
Otros comentaristas, a los cuales optamos por seguir, no hilan tan
delgado y prefieren ver la imagen y la semejanza como simples
términos intercambiables que reiteran la misma idea, a pesar de que,
con posterioridad a la caída, el término “imagen” parece preferirse en el
relato bíblico a su complemento “semejanza” (ver Gén. 9:6; 1 Cor. 11:7;
St. 3:9, exceptuando únicamente Gén. 5:1), pero no parece que deba in-
terpretarse como si después de la caída la semejanza se hubiera perdi-
do mientras se conservaba la imagen, sino que debe verse como una
simple alusión sintética a la expresión “imagen y semejanza” revelada en
el Génesis, de donde la imagen incluiría también la semejanza, como es
evidente en Génesis 1:27.
Antes de enumerar y considerar grosso modo las facultades exclu-
sivas del ser humano, producto de la imagen y semejanza divi-
nas, que lo distinguen de los demás seres vivos, hay que decir que,
sin perjuicio de todo lo que el ser humano comparte con ellos, las dife-
rencias entre aquel y estos no son diferencias simplemente cuanti-
tativas o de grado, sino que son cualitativas, es decir de diferente
calidad, clase o categoría. En otras palabras, no es simplemente que el
ser humano es, por ejemplo, más inteligente que cualquier otro ser vivo
(diferencia de grado), sino que su inteligencia es de tan singulares carac-
terísticas que no admite ni siquiera comparación con la inteligencia de
los animales superiores (diferencia de clase), pues es una inteligencia de
un tipo eminentemente diferente y posee rasgos por completo ausentes
en los animales superiores.
Se consideran, pues, reflejos de la imagen y semejanza de Dios en el
ser humano las siguientes facultades humanas:
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 Capacidad de razonar (la razón es algo exclusivo de la inteligencia


humana, ausente por completo de los animales superiores)
 Capacidad para expresar sus pensamientos y elaborar nuevos pen-
samientos por medio del lenguaje articulado, hablado en primera
instancia, pero también escrito.
 Una conciencia clara y distinta de sí mismo, de su individualidad y
de su distinción del entorno en que se encuentra (conciencia del yo).
 Conciencia moral o capacidad innata para distinguir el bien del mal
 Libertad. Dentro de este concepto encontramos la capacidad de deli-
berar, elegir, decidir y responder por sus actos, lo cual nos lleva a las
siguientes facultades humanas.
 Voluntad autodeterminada
 Capacidad de amar
 Responsabilidad
 Espiritualidad. Conocimiento intuitivo y anhelante por la inmortalidad,
o más exactamente, por la trascendencia; es decir, la posibilidad de
relacionarse con Dios en términos concientemente personales.
Dando ya por sentada la doctrina de la Trinidad que revela una plurali-
dad de tres personas subsistentes en la indivisible unidad esencial de
Dios (tema tratado ya en la materia de Teología Básica), la teología
también ha visto tradicionalmente reflejada una pluralidad en uni-
dad en la constitución del ser humano, como parte de esa imagen y
semejanza divinas que en mayor o menor grado se proyecta en no-
sotros. Históricamente han existido al respecto dos posturas:
1.1.1. Dicotomía
Esta postura distingue dos elementos constitutivos en el ser
humano: uno material: el cuerpo; y otro inmaterial al cual
podría llamársele indistintamente alma o espíritu. Si bien es
cierto que en numerosos pasajes bíblicos, −sobre todo del Anti-
guo Testamento en donde las distinciones entre ambos términos
hebreos son muy vagas y ambiguas−, el término “alma” puede
muy bien intercambiarse con “espíritu” sin que implique una dife-
rencia clara entre ellos, como lo señalan acertadamente los cre-
yentes dicótomos, no siempre es así, pues hay pasajes en donde
se da a entender una diferencia sustantiva entre ellos que no se
puede obviar y son estos pasajes los que brindan apoyo a la pos-
tura tricótoma que veremos enseguida.
Por otra parte, las objeciones que los cristianos dicótomos
plantean a los cristianos tricótomos pueden ser resueltas sin
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abandonar la tricotomía. Mientras que la dicotomía plantea


problemas de más fondo para la comprensión bíblica de la
condición humana en toda su dignidad. Es así como, con todo
y que la dicotomía reconoce una pluralidad dual (material e
inmaterial) en la unidad constitutiva del ser humano y está,
por tanto, muy lejos del materialismo unidimensional propio de la
ciencia y el pensamiento secular moderno; esta dualidad no es
análoga o equivalente a la pluralidad divina que se revela en
la Trinidad. Y si Dios plasmó en el ser humano su imagen y
semejanza sería lógico esperar que esta pluralidad en unidad
propia del ser humano sea análoga a la pluralidad en unidad
propia de Dios.
Además, la postura dicótoma tiene dificultades para precisar
entonces en qué se diferencia el ser humano de los animales
desde el punto de vista constitutivo, pues éstos también pose-
en un aspecto material: el cuerpo, y uno inmaterial, el principio vi-
tal conocido como ánima o alma (de donde viene la palabra ani-
mal). Y no explica entonces por qué se menciona de manera par-
ticular y exclusiva a Dios soplando hálito de vida sobre el ser
humano únicamente, hecho que no tendría razón de ser o no sig-
nificaría nada cualitativamente diferente para el hombre si éste
consistiera sólo en cuerpo y alma, como los animales.
Paradójicamente, la postura dicótoma niega explícitamente espíri-
tu a los animales, pero al no distinguir claramente entre el espíritu,
como algo propio del ser humano y ausente en los animales, y el
alma como algo común a ambos; se ve ante la disyuntiva de o te-
ner que negarles también el alma a los animales para atribuirla al
ser humano con exclusividad, algo que no pueden hacer sin
desvirtuar el uso de este término en la Biblia y sin traicionar la
misma etimología, desarrollo, uso y significado actual de la pala-
bra alma y de la palabra animal1, o de asignarles un alma que no
se diferenciaría cualitativamente en nada del alma humana, de ser
alma y espíritu términos bíblicos que pueden ser sistemáticamen-
te intercambiables.
Es por eso que, a diferencia de los católico romanos oficialmente
dicótomos, los protestantes que suscriben la dicotomía material-
inmaterial en el ser humano diferencian a pesar de todo entre al-
ma y espíritu, aunque no afirman que esta diferencia sea sustanti-
va sino a lo sumo meramente funcional. Es decir que a la parte
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Aunque hay que reconocer que la etimología castellana de la palabra “alma” hace referencia al
latín y no al hebreo que reserva el término hebreo nephesh (traducido como “alma”) no sólo al
ser humano, como se afirma también más adelante al abordar el alma en el marco de la trico-
tomía.
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inmaterial del ser humano sería más adecuado llamarla espíritu


cuando se menciona en el contexto de la relación del ser humano
con Dios, mientras que se llamaría alma cuando se menciona en
el contexto de la relación del ser humano con el mundo en el que
se encuentra.
Sea como fuere, todos los cristianos (dicótomos o tricóto-
mos) reconocen que el ser humano no es meramente materia
o cuerpo físico y que como quiera que se entienda, éste po-
see un aspecto material (el cuerpo) y uno inmaterial (el alma
y/o el espíritu), independiente de que algunos de ellos (dicó-
tomos radicales) no distingan entra alma y espíritu, mientras
que otros hagan distinciones apenas funcionales o contex-
tuales entre ambos términos (dicótomos moderados), en con-
traste con los tricótomos que hacemos distinciones claras y
sustantivas entre ambos términos.
Por último, los creyentes dicótomos están en mayor peligro que
los tricótomos de caer en un dualismo al estilo de la antigüedad
griega que veía una oposición irreconciliable entre materia y espí-
ritu, siendo la materia mala y el espíritu bueno, en contravía con la
revelación bíblica que considera que toda la creación material de
Dios es buena, según lo leíamos repetidamente en el Génesis, ra-
tificado en el libro de Eclesiastés (Ecl. 3:11; 7:29). De hecho, a los
señalamientos que los dicótomos dirigen a los tricótomos en el
sentido de que la noción de tricotomía es una idea griega introdu-
cida artificialmente en el cristianismo por los Padres griegos,
−idea si no equivocada, si por lo menos inexacta y que debe ser
matizada de una manera menos simplista−, se puede anteponer
igualmente la facilidad con la que ideas procedentes del dualismo
griego de los gnósticos pueden hallar acogida en contextos dicó-
tomos poco ilustrados.
Por eso, ya sea que se suscriba la dicotomía o la tricotomía,
siempre debemos recordar que el pensamiento bíblico enfati-
za ante todo la unidad del ser humano, de donde la dicotomía o
tricotomía pueden a lo sumo distinguir pero nunca separar al ser
humano en los elementos constitutivos identificados dentro de ca-
da una de estas posturas. Y en el propósito de expresar la unidad
del ser humano hay que decir que la palabra “alma” es la que tal
vez posee el sentido más amplio para hacer referencia a esta uni-
dad con mayor frecuencia, siendo así que en muchos casos la
mención del alma humana incluye no solo el alma en sí misma en
su significado teológico más restringido, sino en un sentido más
existencial, abarca también al cuerpo y al espíritu humanos con-
vergiendo juntos en la noción de vida, como puede observarse en
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multitud de pasajes bíblicos en donde alma es sinónimo de vida


humana.
1.1.2. Tricotomía
La postura tricótoma que suscribimos distingue tres elementos
constitutivos en la unidad del ser humano: uno material: el
cuerpo; y otros dos intangibles o inmateriales: el alma y el
espíritu. Se apoya para ello, entre otros, en pasajes como Hebre-
os 4:12: “Ciertamente, la palabra de Dios es viva y poderosa, y
más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo
más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los
huesos, y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón”,
pero en especial en 1 Tesalonicenses 5:23: “Que Dios mismo, el
Dios de paz, los santifique por completo, y conserve todo su ser
espíritu, alma y cuerpo irreprochable para la venida de nues-
tro Señor Jesucristo”.
Sin perjuicio del hecho de que en otros pasajes el alma y el espíri-
tu humano puedan ser términos intercambiables entre sí, es muy
difícil negar que en estos pasajes en particular el alma y el espíritu
son realidades distintas que, al decir del apóstol Pablo, convergen
ambas, junto con el cuerpo en la constitución unitaria e indivi-
dual del ser humano. Un principio fundamental de interpreta-
ción bíblica es que si dos o más pasajes bíblicos hablan del
mismo asunto, pero uno de ellos añade algo adicional y deta-
llado al otro más genérico, vale la añadidura.
Por eso es que no se puede argumentar que por el hecho de que
en múltiples pasajes bíblicos tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento el alma y el espíritu humanos no se distingan entre sí
de manera clara, entonces cuando esta distinción se hace explíci-
ta y clara deban subordinarse los pasajes específicos y claros so-
bre el tema a los pasajes más generales y ambiguos. La trico-
tomía es, además, una expresión más fiel y concreta de la
“imagen y semejanza” divinas en el ser humano, pues así
como Dios es trino, el ser humano es tripartito de manera
análoga.
Y justifica de paso el que Dios haya soplado sobre el ser humano
hálito de vida para otorgarle una vida cualitativamente diferente a
la de los demás seres vivos, una vida que no se limita a lo aními-
co, sino que incluye la espiritualidad procedente del soplo divino
traducido en el espíritu humano que perdura más allá de la muerte
para volver a Dios en su momento (Ecl. 12:7). Veamos, pues, es-
tos tres componentes del ser humano a vuelo de pájaro:
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1.1.2.1. Cuerpo. Llamado en griego soma (de donde vienen pa-


labras como somático) fue formado del polvo de la tierra
(Gén. 2:7). Es la parte propiamente material, visible y
palpable del ser humano. La extensión física de su ser
inmaterial, vehículo de todo lo que el hombre hace hacia
fuera en el mundo natural. Se expresa a través de los
sentidos.
1.1.2.2. Alma. En griego psiqué (de donde vienen palabras como
psicológico, psíquico, etc.). Con ella se alude a la vida
natural propiamente, es decir, aquella que es el objeto
de estudio de la biología y que abarca tanto al ser
humano como a los animales, ambos designados en la
Biblia con el término “alma”, como puede deducirse del
uso que el Antiguo Testamento hace de la palabra
hebrea nephesh (traducida también de manera habitual
como “alma”), referida indistintamente a seres humanos
y animales. Y sin perjuicio de las diferencias cualitativas
entre el alma (vida) humana y el alma de los animales,
en cualquier caso es el alma la fuente de donde sur-
gen, y en donde residen y se manifiestan las tres fa-
cultades conocidas como mente, emociones y volun-
tad.
1.1.2.3. Espíritu. El soplo divino en el hombre, que se conoce en
el hebreo como ruash y en el griego como pneuma. En
ambos casos significa, según el contexto, espíritu o vien-
to, soplo. En el Nuevo Testamento es evidente que la
comunión consciente y personal con Dios sólo es posible
a través del espíritu, aunque a la postre y en virtud de
su unidad, todo el ser del hombre, espíritu, alma y
cuerpo, pueda participar de ella. Es el espíritu el que
confiere al ser humano sus facultades especiales
exclusivas superiores y cualitativamente diferentes a
las de los animales, debido a ello englobadas común-
mente con el término “espiritualidad”.
Ahora bien, los dicótomos argumentan en contra de la tricotomía
planteando dos objeciones básicas a la misma. En primer lugar la
Biblia se refiere a aspectos humanos evidentemente inmateriales
con términos como “corazón”, “mente”, “voluntad” y “conciencia”,
pero el pasaje de Pablo en Tesalonicenses no los incluye, de
donde, o el pasaje no es realmente tan exhaustivo o incluyente
como se pretende cuando Pablo se refiere a “todo su ser”, o estos
términos son hasta cierto punto intercambiables con “alma” y
“espíritu”, por lo cual estos últimos también podrían ser igualmen-
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te intercambiables y no reflejar una distinción sustantiva entre sí,


sino únicamente expresar diferentes matices o facultades de la
misma y única realidad inmaterial del ser humano.
En segundo lugar, la analogía entre la tricotomía humana y la Tri-
nidad divina en la cual el espíritu humano correspondería al Pa-
dre, el alma al Hijo y el cuerpo al Espíritu Santo (en un evidente
contrasentido), trasladaría a Dios equivocadas relaciones jerár-
quicas y de subordinación entre las tres personas de la divinidad
al hacer al Padre superior al Hijo por cuanto en la tricotomía popu-
lar el espíritu sería superior al alma; a la vez que el Padre y el Hijo
serían superiores al Espíritu Santo, por cuanto en la tricotomía
popular el espíritu y el alma serían superiores al cuerpo.
Como respuesta a la primera objeción debe sostenerse que el
apóstol Pablo manifiesta expresamente que su descripción
tripartita del ser humano es exhaustiva y completa, pues al
mencionar el espíritu, el alma y el cuerpo, previamente ha dicho
que estos tres elementos constituyen todo nuestro ser. El pasaje
no está transmitiendo la idea de reiteración, a la manera del para-
lelismo típico del pensamiento y la literatura judía en donde se en-
fatiza una idea previa repitiéndola enseguida de formas diferentes;
sino que transmite la idea de descripción o relación de los ele-
mentos o aspectos sustantivos que constituyen el ser del hombre.
Por lo tanto, el hecho de que “mente”, “corazón”, “voluntad” y
“conciencia” no se mencionen aquí no puede utilizarse como ar-
gumento en contra del carácter exhaustivo y completamente in-
cluyente de esta descripción. Entre otras, porque los tricótomos
creemos que el alma consta a su vez de mente, emociones y
voluntad, así que estas tres facultades inmateriales del ser
humano están abarcadas por el término “alma”.
Pero el punto es que los dicótomos no pueden hacer inferencias
fundadas en presunciones tácitas e implícitas para negar lo que el
pasaje afirma de manera expresa y explícita. Por otra parte, es
igualmente factible que cuando encontramos pasajes bíblicos
que utilizan alma y espíritu como términos intercambiables, la
intención del autor sagrado no es hacer descripciones ex-
haustivas del ser humano como la que hace Pablo, sino reite-
rar y hacer alusión con indistintos términos afines a la consti-
tución inmaterial del ser humano.
Como respuesta a la segunda objeción basta decir que las ana-
logías pueden tener cierta utilidad gráfica para ilustrar, orde-
nar y comprender algunas ideas difíciles, abstractas y com-
plejas; pero una analogía no hace nunca completa justicia a
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la realidad que pretende explicar. Por tanto los tricótomos so-


mos conscientes de que no se pueden trasponer arbitrariamen-
te detalles de la analogía utilizada (el ser humano) a la reali-
dad que aquella pretende reflejar (Dios), más allá de la decla-
rada intención que persigue la analogía, que es simplemente
señalar en el hombre una característica de su ser que refleja
y se asemeja a un aspecto característico del ser de Dios co-
mo lo es la Trinidad y no encontrar equivalentes precisos en
los elementos de la analogía entre Dios y el hombre.
Además, el hecho de concebir al ser humano como una tricotomía
no obliga a subordinar o a ver al cuerpo como inferior al alma y/o
al espíritu, a no ser que se identifique sistemáticamente al cuerpo
con lo que la Biblia llama la carne, identificación que no encuentra
sustento bíblico, pues la carne (llamada naturaleza pecaminosa
en la NVI) es una tendencia o inclinación al pecado con la que na-
ce el ser humano en su unidad integral (ver el pecado original en
el siguiente capítulo) y nada en la Biblia permite afirmar que la
carne opere exclusivamente en el cuerpo al punto de poderse
identificar con él.
Por el contrario, la carne o naturaleza pecaminosa influye ne-
gativamente en la totalidad del ser humano, es decir, tanto en
su cuerpo como en su alma, e incluso en su espíritu (con minús-
cula, en alusión directa al espíritu humano individual); siempre en
oposición a la influencia positiva del Espíritu (con mayúscula, en
alusión directa al Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad.
Ver Gal. 6:7-8), y no está, por tanto, circunscrita a ninguno
de estos tres componentes del ser humano en particular.
Quien asocia la carne con el cuerpo exclusivamente está evi-
dentemente influido por el dualismo griego ya mencionado y
no entiende que el ser humano es una totalidad o un micro-
cosmos que por conflictivo, dividido y desgarrado interna-
mente que se encuentre (St. 4:1-3), siempre converge en últi-
mas en la unidad centrada del individuo que la Biblia llama
corazón2, que es el que tipifica el carácter personal del indi-
viduo.

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La concepción del “corazón” propia del romanticismo moderno se ha terminado imponiendo ar-
tificialmente a la Biblia, de donde muchos piensan que el corazón hace referencia en la Biblia,
en oposición a la razón, a la parte afectiva, emocional o pasional del ser humano, tradicio-
nalmente asociada de manera simbólica (y a veces nefastamente literal) al órgano del corazón.
Pero en la Biblia el corazón designa mucho más que los afectos, sentimientos o emociones, in-
cluyéndolos de cualquier modo. En la Biblia el corazón es lo que el psicoanálisis llama el ego
de la persona.
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En otras palabras cuando un ser humano peca, peca todo él y no


sólo su cuerpo, su alma o su espíritu. Y cuando un hombre acierta
en la práctica de la virtud, acierta también todo él y no su espíritu
únicamente. Por eso útiles y comprensivas analogías como aque-
lla de Justino Mártir que dice: “Como el cuerpo es la casa del al-
ma, así el alma es la casa del espíritu”, deben, de cualquier modo,
verse de manera crítica y con beneficio de inventario una vez se
han sometido de manera metódica a la revelación bíblica. De igual
modo hay que hacerlo con ilustraciones antiguas como la que
comparaba el cuerpo a una carroza, el alma a los caballos que ti-
ran de ella y al espíritu con el conductor de la misma, pues si la
carroza se desboca puede deberse por igual tanto a su propio im-
pulso, al ímpetu de los caballos, y/o a la impericia o insensatez del
conductor indistintamente.
La postura tricótoma está recibiendo apoyo incluso de la
ciencia, pues la llamada “logoterapia” o “terapia existencial” del
psiquiatra judío Víctor Frankl, sobreviviente de los campos de
concentración nazis y considerado el padre de la tercera escuela
de psicoanálisis de Viena, después de Freud y Adler brinda sóli-
do soporte a la tricotomía, como se verá en su momento con más
detalle en la materia de psicología incluida dentro del programa de
estudio.
1.2. Degeneración
La caída en pecado de nuestros primeros padres, representantes
legítimos de todo el género humano en el Edén, trae como consecuen-
cia la degeneración de la imagen y semejanza de Dios plasmadas
en el ser humano. No entraremos aquí a detallar las consecuencias in-
mediatas de la caída según se lee en el capítulo 3 del Génesis. Baste
decir que todas las relaciones del ser humano se vieron negativa y
drásticamente afectadas: su relación con Dios, su relación con su próji-
mo, su relación consigo mismo y su relación con la naturaleza. El dete-
rioro, el antagonismo, el conflicto, el temor, la animosidad, el ansia des-
bordada de dominio y de poder y el engaño comienzan a marcar y a
manchar todas estas relaciones buenas en principio. Sin hablar de la
muerte y la condenación eterna a la que el hombre se hace merecedor.
Sin embargo, la imagen y semejanza divinas en el hombre no se ha
perdido. Sigue presente en todo ser humano al margen de su con-
dición. Aunque esté encubierta, manchada, distorsionada, deformada,
malograda, degradada sigue de todos modos presente. El pecado pue-
de, y de hecho lo hace, desfigurar la imagen divina y empañar seve-
ramente su brillo, pero no puede destruirla definitivamente. La imagen
podrá estropearse gravemente, pero nunca borrarse del todo. El ser
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humano caído sigue, a pesar de ello, ostentando una dignidad es-


pecial. Toda vida humana, aún la más envilecida, es por tanto valio-
sa y sagrada y no se puede disponer de ella arbitrariamente (Gén.
9:6). No sólo por ser un don divino, sino porque de algún modo ella es
en sí misma un reflejo de la vida divina. El valor de los seres humanos,
aunque se encuentren caídos en pecado, degenerados; sigue descan-
sando en la gloria misma de Dios. Por eso R. C. Sproul dice: “Si no hay
gloria divina, no hay dignidad humana”. Ya se ampliará este punto al
abordar la doctrina del pecado.
1.3. Regeneración
Dios no desecha al pecador. Podría hacerlo y estaría obrando en plena
justicia y en pleno derecho, pero no lo hace así. No lo deja a su propia
suerte para que termine con mucha probabilidad envilecido por comple-
to. Por amor, considera que el ser humano no es un caso perdido y
se toma el trabajo de regenerar lo degenerado. De hecho “regenera-
ción” es el nombre de una doctrina central del cristianismo asociada a la
salvación llevada a cabo por el Señor Jesucristo. Por eso sólo señala-
mos aquí que esa regeneración únicamente pudo llevarla a cabo Dios
mismo, pues ningún ser humano caído está en condiciones de sobrepo-
nerse por sí mismo a la influencia perniciosa del pecado fomentado de-
ntro de sí mismo por la carne y exteriormente por Satanás, ni de revertir
las consecuencias nefastas que el pecado acarrea sobre el género
humano y el universo en general, ni de reparar la grave ofensa que el
pecado representa para Dios y su justicia. Sólo Dios pudo hacerlo en la
persona de Jesucristo.
Por eso este tema será ampliado al abordar la doctrina de la salva-
ción en sus diferentes aspectos que, de manera inevitable y necesa-
ria, se superpone a la doctrina de Cristo ya abordada de manera tangen-
cial en la materia Teología Básica en el capítulo sobre la Trinidad y que
será ampliada en su momento con mayor detalle y profundidad en la ma-
teria de Cristología y Teología de la Palabra incluidas hacia el final de
nuestro plan de estudios.
Cuestionario de repaso
1. Ser que representa el punto culminante de la creación de Dios
2. Motivos que subyacen a lo largo y ancho de la revelación bíblica y moldean
toda la teología cristiana
3. Facultades exclusivas del ser humano que lo distinguen cualitativamente de
los demás seres vivos
4. Diferentes posturas teológicas que han coexistido a través de la historia
acerca de los distintos elementos que constituyen al ser humano
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5. Aquello en que están de acuerdo los cristianos dicótomos y tricótomos, sin


perjuicio de sus diferencias
6. ¿Cuáles son los términos griegos y/o hebreos para designar el cuerpo, el
alma y el espíritu?
7. Elementos que conforman el alma según la postura tricótoma
8. Útiles y comprensivas analogías o comparaciones utilizadas desde la anti-
güedad cristiana para explicar cómo se relacionan el cuerpo, el alma y el
espíritu humanos en el marco de la postura tricótoma.
9. Corriente psicológica actual que brinda apoyo a la postura tricótoma desde el
campo de la ciencia.
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2. Doctrina del pecado


El pecado no tiene un origen humano, sino angélico. Satanás fue el primer
pecador, cuya caída en pecado tuvo lugar en un momento indefinido en el
tiempo que no viene al caso precisar (Isaías 14:12-14; Eze. 28:11-19), pero
que con toda certeza es anterior a la creación del hombre sobre la tierra,
pues no se explicaría de otro modo que para el momento de la creación del
ser humano Satanás ya aparezca como el instigador que hizo pecar a Adán
y Eva en el Edén, pues la Biblia lo identifica inequívocamente como la ser-
piente antigua (Apo. 12:9, 15). Sea como fuere, para el cristiano es indis-
pensable tener un concepto correcto sobre la gravedad y profundidad
del pecado humano, puesto que esta comprensión es fundamental y di-
rectamente proporcional a la comprensión y el valor asignado a la obra
de salvación llevada a cabo por Cristo.
En otras palabras, la grandeza de la salvación es directamente proporcional
a la gravedad y profundidad del pecado, de donde tratar el pecado superfi-
cialmente conlleva tratar con la misma superficialidad la salvación. Una ex-
presión de esta necesidad podemos verla en el típico y acertado esquema
luterano de “ley3 y evangelio”, que sostiene que en toda la Biblia, tanto
en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se entremezclan de tal mo-
do estos dos elementos de la revelación de Dios que no pueden llegar a
separarse en la predicación si es que deseamos que ésta produzca
como fruto auténticas conversiones en todo el sentido de la palabra.
La razón es que si se administra el evangelio sin la ley, el individuo no ve en-
tonces la necesidad de éste y lo rechaza menospreciándolo o, en el mejor de
los casos, lo acepta sin cumplir con los requisitos bíblicos establecidos
(humildad, arrepentimiento, confesión, fe) para poder beneficiarse del ofre-
cimiento de perdón y la efectiva justificación provista por Cristo para el peca-
dor arrepentido que deposita su confianza en Él y en su obra consumada en
la cruz. Esta parece ser la tendencia que se impone en nuestros días por
cuanto la gente de hoy quiere “alivio sin arrepentimiento”4.
Por otra parte, si se administra la ley sin el evangelio, las personas se ven
abocadas a la desesperación y la desesperanza. Max Lucado lo expresó
bien desarrollando y complementando tal vez una frase pronunciada origi-
nalmente por Blas Pascal: “Ver el pecado sin la gracia produce desesperan-
za. Ver la gracia sin el pecado produce arrogancia. Verlos juntos produce
conversión”. Lo cierto es que la ley duele porque diagnostica nuestra condi-
ción caída dejando expuesta sin excusas ni atenuantes nuestra naturaleza

3
Bíblicamente, la ley cumple justamente el propósito de poner en evidencia el pecado (Rom.
3:20; 5:13; 7:7-11; 1 Cor. 15:56)
4
Lema publicitario que se utilizó recientemente para promover la venta de un fármaco que pro-
mete el alivio de la resaca producto de la juerga de la víspera, sin fomentar ningún tipo de arre-
pentimiento por los excesos en los que se incurrió.
14

pecaminosa en toda su ofensiva crudeza, gravedad, profundidad y universa-


lidad (Rom. 1:18-32; 3:9-19; 1 Tim. 1:9-11), y sólo contra este trasfondo se
puede apreciar en toda su magnitud la gracia del evangelio que provee la
medicina para superar y dejar atrás esta trágica situación de la humanidad:
“En lo que atañe a la ley, ésta intervino para que aumentara la transgresión.
Pero allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom. 5:20). De
nada sirve al diagnóstico sin la consecuente medicina correspondiente, co-
mo tampoco sirve la medicina sin un diagnóstico previo. Por eso: “la ley vino
a ser nuestro guía encargado de conducirnos a Cristo, para que fuéramos
justificados por la fe” (Gál. 3:19, 24)
Además, una comprensión correcta de la doctrina del pecado y su gra-
vedad puede ser también uno de los mejores incentivos para que el
creyente se consagre a una búsqueda permanente de la santificación.
Pero conviene diferenciar el pecado original de los pecados personales y vo-
luntarios.
2.1. Pecado original
Si hay algo que sobresale en medio de las diferencias entre iglesias cris-
tianas acerca de muchos detalles o asuntos doctrinales periféricos o se-
cundarios es que, no obstante, todas ellas sostienen la doctrina del
pecado original. Puede que difieran en su entendimiento de la misma,
pero ningún cristiano puede prescindir de esta doctrina, pues la condi-
ción humana actual y el presente estado de cosas por sí solos, aún sin
acudir a la revelación bíblica, demandarían alguna explicación del por
qué somos esta mezcla tan ambigua, paradójica y en gran medida trági-
ca de lo mejor y lo peor de la creación, tan bien descrita por Pascal así:
“¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Que novedad, qué monstruo, que
caos, que motivo de contradicción, qué prodigio! ¡Juez de todas las co-
sas, imbécil gusano de la tierra, depositario de la verdad, cloaca de in-
certidumbre y de error, gloria y oprobio del Universo!”, corroborado tam-
bién por Cornelius Plantinga Jr. en estos términos: “… los seres huma-
nos son criaturas indescriptiblemente complejas en quienes a menudo
cohabitan un gran bien y un gran mal, a veces en compartimientos sepa-
rados y bien aislados, y a veces en un contubernio tan profundo e intrin-
cado que nunca podemos llegar a ver un aspecto moral sin ver el otro.
‘Lo que somos’, dice Lewis Smedes, ‘es un conjunto de contradicciones
ambulantes’.”
Todo esto suscita la pregunta de ¿dónde se originó todo esto?, ¿dónde
comenzó la confusión y el drama de la historia humana que más parece
una “fe de erratas” que una historia ascendente? Y es aquí cuando la
doctrina del pecado original provee una respuesta coherente. Des-
echar, pues, la doctrina del pecado original es incurrir de inmediato en la
unánimemente condenada herejía del monje Pelagio (llamada por ello
15

pelagianismo), quien de manera equivocada, ingenua y utópicamente


idealista negaba el pecado original. El teólogo cristiano de la escolástica
medieval, el gran Anselmo de Canterbury, afirmaba con gran acierto
que: “El pecado original se llama así porque existe en el origen de cada
persona”, pero su colega y predecesor irlandés Juan Escoto Erigena ya
había hecho la siguiente necesaria y oportuna precisión: “El pecado ori-
ginal no pertenece a nuestro estado natural, sino a nuestro estado exis-
tencial: desde que nacemos nos inclinamos hacia tesoros ilusorios, hacia
lo que no es”.
Dicho de otro modo, el “pecado original” no hace referencia a un pe-
cado específico del cual todos sin excepción seamos personalmen-
te culpables desde que nacemos. Tampoco señala necesariamente
al primer pecado de la humanidad, pues aunque existe una relación
de causa entre ellos, el pecado original alude más bien a la corrup-
ción de nuestra naturaleza humana primordial. Es decir que, más
que a la desobediencia de Adán y Eva, el pecado original se refiere
a las consecuencias que este hecho tiene en todos y cada uno de
los hombres: un estado de permanente propensión a la desobe-
diencia, una originaria, innata y radical inclinación al pecado.
Observar a un niño basta para dejar constancia de ello (Pr. 22:15). Sin
perjuicio de las virtudes que el Señor Jesucristo señaló en ellos, co-
locándolos incluso como ejemplo de la actitud no maliciosa y confiada
que debe caracterizar al creyente respecto de Dios (Mr. 10:15; Lc.
18:17), lo cierto es que los niños no necesitan que les enseñen la
desobediencia. Más bien nacen con esta inclinación incorporada y lo
único que puede refrenarla para permitirles al menos la sana convivencia
en sociedad es la instrucción y la disciplina correctiva. Además, su in-
madurez unida a su arraigado egoísmo también refuerza su patológica
desobediencia. En ese sentido tal vez haya que darle la razón a quien di-
jera: “En realidad nunca crecemos. Únicamente aprendemos a compor-
tarnos en público”.
En efecto, tanto la moralidad secular como el legalismo religioso llegan a
ser con frecuencia una mascarada del adulto inmaduro para encubrir im-
punemente el pecado, tanto fuera como dentro de la iglesia, con la con-
ciencia tranquila. No por nada Martin Buber decía que nada oculta más
el rostro de nuestro prójimo que la moralidad (fuera de la iglesia), y nada
oculta más el rostro de Dios que la religión (dentro de la iglesia). Pero
con todo y lo censurable que pueda ser, aún esta hipocresía que bus-
ca encubrir y disimular el pecado en el fondo de un marco formal-
mente virtuoso implica el reconocimiento de que la virtud es siem-
pre superior al pecado. El pecado no puede presentarse de manera
abierta, pues será rechazado aún por los pecadores.
16

El pecado debe corromper la virtud y enmascararse en ella para poder


atraer, como lo hace el queso en la trampa del ratón. La virtud es, en
muchos casos, el señuelo del pecado, puesto que si bien la virtud puede
existir por sí misma, el pecado no. El pecado es un parásito que se
alimenta corrompiendo la virtud y enmascarándose en ella. El mal
no puede subsistir con independencia del bien. Como lo afirma el
teólogo reformado Cornelius Plantinga Jr.: “Para lograr el daño mayor, el
mal necesita lucir de la mejor forma. El mal tiene que gastar mucho en
maquillaje”. Ya lo dijo La Rochefoucauld en sus Máximas: “La hipocresía
es el homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Por eso, continua dicién-
donos Plantinga: “Los vicios tienen que enmascararse como virtudes…
un rasgo significativo del mal: para prevalecer, el mal no sólo tiene que
robarle al bien poder e inteligencia, sino también credibilidad… No sor-
prende, entonces, que las personas malas traten de guardar las aparien-
cias… no quieren ser buenas, pero si quieren parecer buenas… Desea-
mos mantener al menos nuestra ‘imagen’ de la imagen de Dios. Desea-
mos mantener las mascaras incluso dentro de nuestro corazón. Resulta
extraordinario que el fenómeno del autoengaño dé testimonio de
que nosotros, seres humanos, incluso cuando hacemos el mal, so-
mos totalmente partidarios del bien. En algún nivel de nuestro ser
sabemos que el bien es tan plausible y original como Dios, y que,
en la historia del género humano, el bien es más antiguo que el pe-
cado”.
Por eso, si bien el pecado es una condición que nos afecta desde que
nacemos, heredada solidariamente de nuestros primeros padres por to-
da la humanidad (Sal. 51:5; Rom. 5:12), esto no significa que la inclina-
ción al pecado, con todo y su universalidad, sea algo inseparable e in-
herente a nuestra condición humana como tal. En otras palabras, el pe-
cado original no es un requisito forzoso para ser hombre. Cristo fue
hombre verdadero (Heb. 2:14, 17-18), sin participar del pecado ori-
ginal5, resistiendo además la tentación cuando ésta hizo aparición en su
camino (Heb. 4:15; 1 P. 1:19; 2:22). Dicho de otro modo, la naturaleza
humana no es esencialmente pecaminosa. Si así fuera Jesucristo
nunca hubiera sido verdadero hombre, pues en él no hay pecado y si pa-
ra ser hombre se debe ser necesariamente pecador, pues Jesucristo no
hubiera podido serlo.
El pecado o la naturaleza pecaminosa que todos (con excepción de Cris-
to) hemos heredado tiene ciertamente alcance universal y no respeta ni
siquiera a la iglesia, por el contrario, por su misma naturaleza como su
enemiga acérrima, ella es su blanco más codiciado, pero no es algo

5
En virtud de su nacimiento virginal que, de un modo todavía abierto a la especulación teológi-
ca, lo libró de la herencia que llamamos “pecado original” que se traduce en la adquisición con-
creta, personal e individual de lo que la Biblia llama “la carne” o la “naturaleza pecaminosa”
17

esencial a nuestra naturaleza humana, sino que es, por decirlo así, algo
coyuntural a nuestra naturaleza, siendo la caída de nuestros primeros
padres la coyuntura en que éste (el pecado) hizo aparición en el género
humano. Pero Adán y Eva fueron seres humanos aún antes de que
el pecado hiciera aparición en el mundo6, por lo cual se concluye que
el pecado no es algo esencial a nuestra naturaleza y que, por lo mismo,
es posible que la naturaleza divina se una a la humana, como de hecho
sucedió en Cristo, sin que sean mutuamente excluyentes o se repelan
entre sí por causa del pecado humano y la santidad divina respectiva-
mente.
Sin embargo, para no prestarnos a equívocos, debemos suscribir lo di-
cho por el teólogo R. C. Sproul en su serie de conferencias en video bajo
el título: Una Imagen Destrozada, en el sentido de que el pecado, aun-
que no sea esencial a nuestra naturaleza, a partir de la Caída es un
flagelo universal en la historia humana que no nos afecta única-
mente de manera superficial, contingente o accidental, sino que
contamina de raíz (es decir de una manera radical) todo nuestro ser,
desde el centro hacia la periferia y toca todos los aspectos de nues-
tra vida manchando todo lo que toca. Es por eso que este teólogo
afirma que todos los seres humanos padecemos una corrupción radical
(es decir, de raíz), que no se limita a la superficie de nuestro ser sino
que surge de nuestro propio corazón, según lo reveló el mismo Señor
Jesucristo (Mt. 15.19; Mr. 7:21), de tal modo que aún las mejores y
mas encomiables acciones del ser humano caído y no redimido
están siempre, en último término, manchadas por motivaciones e
intenciones pecaminosas en algún grado, lo cual las descalifica ante
los ojos de Dios.
Y es que los seres humanos nacemos de tal modo con una inclinación
innata a pecar (pecado original) que de manera inevitable pecaremos a
la primera oportunidad una y muchas veces, aunque esos pecados no
siempre alcancen la gravedad que tiene un crimen y sean por ello más

6
San Agustín describe muy bien la relación del ser humano con el pecado antes de la Caída (en
la llamada dispensación de la inocencia), después de la Caída (a partir de la dispensación de la
conciencia), después de la redención (en la dispensación de la gracia), hasta el establecimiento
del reino (en la dispensación milenial). En la primera, en el Edén, el ser humano (representado
federalmente en cabeza de Adán y Eva) puede pecar y puede no pecar. En la segunda, des-
pués de la Caída, el ser humano puede pecar y no puede no pecar (en lo que la Biblia llama la
“esclavitud al pecado” del inconverso). En la tercera, una vez verificada la conversión a Cristo
del creyente, éste recobra las facultades de antes de la Caída, es decir que de nuevo puede
pecar y puede no pecar (debiendo ejercitar diligentemente más la última que la primera, pero
haciendo, aún en el mejor de los casos, ambas cosas, aunque por lo general en proporción ca-
da vez más favorable a la virtud), si bien las opciones en el primer sentido son mucho más nu-
merosas que las que tuvieron ante sí Adán y Eva, haciendo nuestras decisiones mucho más
difíciles que las de ellos. Y en la cuarta y última el pecado será por completo erradicado del
género humano redimido, pues a partir de ese momento el ser humano redimido estará habili-
tado así: puede no pecar y no puede pecar. Es decir la libertad y el amor plenos y perfectos.
18

sutiles y hasta socialmente tolerados (por aquello del resignado y medio-


cre reconocimiento de que “errar es humano”) e incluso descaradamente
promovidos como algo bueno en muchas culturas, promoción exacerba-
da por la publicidad actual en los medios masivos de comunicación. Pero
todos estos factores engañosamente paliativos no los hacen menos pe-
cado ante los ojos de un Dios Santo. En otras palabras, no somos pe-
cadores porque hemos pecado, sino que hemos pecado porque
somos pecadores.
Aún modernos pensadores ateos como el existencialista alemán Martín
Heidegger reconocen este hecho al afirmar: “Ser culpable no es el resul-
tado de un acto culpable, sino a la inversa, el acto es posible sólo porque
hay un ‘ser culpable’ original”. En efecto, nuestra culpabilidad no procede
de nuestros pecados (en plural) particulares e individuales, sino del pe-
cado original (en singular) corporativo que nos afecta a todos por causa
de nuestra solidaridad de género con nuestros primeros padres, Adán y
Eva, quienes obraron en representación de toda la especie humana.
Muchos nos sentiremos tentados a protestar por ello argumentando que
no estuvimos bien representados y que, de haber sido nosotros y no
Adán y Eva, lo hubiéramos hecho mejor (lo cual no deja de ser un sofis-
ma).
De hecho el existencialismo ha infiltrado a la teología cristiana liberal
procurando dejar sin piso nuestra de cualquier modo injustificada indig-
nación contra Adán y Eva al llevar a algunos teólogos a hacer afirmacio-
nes como ésta: “Adán deja de ser aquel primer ancestro contra el que
todos nos indignamos a causa de su pecado, para convertirse en el per-
sonaje que todos encarnamos” (Antonio Salas). En palabras más senci-
llas: “todos somos Adán”. Esta afirmación vale hasta cierto punto. Pero si
vamos a suscribirla es necesario hacerle la salvedad de que eso no sig-
nifica que Adán no hubiera sido un personaje histórico real, como algu-
nos equivocadamente lo pretenden, sino tan sólo una figura simbólica o
mítica contra la que sería improcedente indignarnos pues sería como in-
dignarnos contra nosotros mismos, pues supuestamente Adán única-
mente sería un símbolo de todos y cada uno de nosotros.
Porque lo cierto es que para los cristianos Adán fue un personaje históri-
co real: el ancestro común de toda la humanidad y si ponemos en tela de
juicio su existencia histórica tendríamos que poner también en tela de
juicio la sobradamente documentada existencia histórica de Cristo, habi-
da cuenta de los paralelos bíblicos que el Nuevo Testamento hace entre
Adán y Cristo (Rom. 5:12-19, 1 Cor. 15:45-49), pues si uno de los dos
polos de la comparación es una figura simbólica, por simple lógica com-
parativa el otro polo también debería serlo. Y puesto que nadie puede
discutir que Cristo fue un personaje histórico real, Adán también
19

tiene por fuerza que serlo para que los paralelos entre ambos per-
sonajes tengan el debido fundamento.
Además, todas las referencias bíblicas a Adán posteriores al Génesis
dan a entender que fue un personaje histórico real y concreto (1 Cr. 1:1;
Job 15:7; 31:33, Ose. 6:7; Lc. 3:38; 1 Tim. 2:13-14, Jud. 14). Por último,
los cristianos somos los menos indicados para protestar por la re-
presentación que Adán hizo de todos nosotros, pues aunque nos
pueda parecer injusto cargar corporativamente con la culpa de Adán y
aunque apelemos incluso a la Biblia para fundamentar nuestra protesta
citando al profeta Ezequiel cuando dice en el versículo 20 del capítulo 18
de su libro: “… ningún hijo cargará con la culpa de su padre, ni ningún
padre con la del hijo…”, lo cierto es que, como lo dice R. C. Sproul: “El
principio de Ezequiel permite dos excepciones: la Cruz y la Caída...”
añadiendo enseguida: “De alguna manera no nos importa la excepción
de la Cruz. Es la Caída la que nos irrita”. Así que, si ya nos hemos bene-
ficiado de la excepción de la Cruz, no podemos ser tan inconsecuentes
como para impugnar la otra excepción: la de la Caída.
Ahora bien, los niños son inocentes, no porque no hereden la ten-
dencia a pecar (el pecado original) de nuestros primeros padres, si-
no porque no se les puede inculpar todavía en pleno por cometer
pecados particulares como producto de esta tendencia universal-
mente heredada (de hecho los cometen), pues no son todavía ple-
namente conscientes de ellos, es decir que no tienen todavía des-
arrolladas las facultades que les permiten asumir en propiedad su
responsabilidad por sus actos. Y de todos es sabido que aún un cri-
minal a quien se le diagnostica demencia, no puede ser inculpado por
los crímenes que cometió y se le declara inocente, no porque no los
haya cometido, sino porque no puede hacérsele responsable de ellos
debido a que no tenía conciencia clara de lo que estaba haciendo.
En la inocencia de los niños, entre otras consideraciones escriturales,
afirmada por el Señor en estos términos: "Dejen que los niños vengan a
mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como
ellos" (Mr. 10:14; Lc. 18:16), se ha apoyado la teología protestante para
no requerir el bautismo de infantes e impugnar de paso la doctrina cató-
lica del "Limbo", por completo antibíblica (aclaramos aquí que no todas
las denominaciones protestantes han abandonado la práctica del bau-
tismo de infantes, pero todas niegan la doctrina del Limbo). De cualquier
modo, su inocencia (la del niño) no es de ningún modo garantía de que,
a las primeras oportunidades que tenga, no termine pecando, como lo
demuestra la experiencia de cualquier padre.
Sin embargo, al ir creciendo el niño adquiere conciencia de sus ac-
tos. No se puede establecer rígidamente en que momento se alcanza la
20

llamada "edad de la responsabilidad", edad en que ya se puede tener


conciencia clara de nuestros actos. El catolicismo quiso ubicar esta fa-
cultad a los siete años, pero en buena hora desechó este vano intento
pues esto difiere de una persona a otra. De insistir en este punto, cuan-
do cada niño cumpliera siete años sería procedente felicitarlo como lo
hizo una niña de 5 años con su hermanito mayor, una vez le habían ex-
plicado a ella este concepto que, por lo que parece, entendió muy bien, a
juzgar por la felicitación que dirigió a su hermano en estos términos:
"¡Felicitaciones... ya puedes irte para el infierno!".
En nuestra iglesia acostumbramos no bautizar a nadie antes de los do-
ce años, edad en que de no mediar nada extraordinario, todo niño
ya tiene uso de conciencia y puede requerir el bautismo por sí
mismo con un satisfactorio conocimiento de lo que significa, a la
manera en que los judíos llevan a cabo su ceremonia de "Bar mitzvá"
(hijo del mandamiento), por la cual el niño se convierte a los trece años
en responsable ante la ley. En efecto, en uso de conciencia y puesto que
"todos pecamos", toda persona a los 12 años puede sentir ya "con-
vicción de pecado", pues a estas alturas las distinciones que en con-
ciencia podemos ya establecer entre el bien y el mal nos dejan a todos
en mayor o menor grado convictos de pecado.
Pero reiteramos que la inocencia de los niños concierne únicamente
a su incapacidad para responder por sus actos, no a una presunta
impecabilidad de su parte. Y aunque, desde una perspectiva eterna,
no les sea vedada la entrada al reino de Dios por causa de los pecados
que ya cometen sin plena consciencia de ello; deben de cualquier modo
asumir en un significativo número de casos la pena impuesta sobre el
pecado en el contexto temporal de nuestro mundo, que no es otra que la
muerte. En este sentido el pecado corporativo heredado (pecado ori-
ginal) y la culpa y consecuente pena a causa del mismo penden so-
bre ellos desde que son concebidos.
Al fin y al cabo, todos los días mueren niños en el mundo, muchos de
ellos recién nacidos e incluso nonatos en el vientre de su madre, por lo
que este trágico registro sigue siendo representativo aunque excluyamos
de él las muertes de niños ocasionadas directa o indirectamente por ter-
ceros a su alrededor. Y si los niños fueran inocentes en un sentido
absoluto no deberían morir mientras aún son niños, puesto que la
muerte es la paga por el pecado (Rom. 6:23). No sería lógico ni justo
que seres que no han cometido pecados (en plural), y de quienes se
presume que tampoco han heredado el pecado original mueran a pesar
de ello. Éste es el contundente y concluyente argumento paulino en el ya
citado capítulo 5 de Romanos, versículos 12 y 14: "Por medio de un solo
hombre el pecado entró en el mundo, y por medio del pecado entró la
muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad, porque
21

todos pecaron... sin embargo, desde Adán hasta Moisés la muerte re-
inó, incluso sobre los que no pecaron quebrantando un mandato,
como lo hizo Adán".
2.2. Pecados voluntarios
Una vez establecida la doctrina sobre el pecado original es procedente
abordar, ahora sí, los múltiples pecados conscientes y voluntarios come-
tidos por los individuos que dan pie a la declaración paulina en el sentido
de que todo ser humano caído llega a estar “vendido como esclavo
al pecado” (Rom. 7:14). Ahora bien, el hombre nace en pecado, pero no
nace esclavo del pecado sino que voluntariamente permite que el peca-
do lo esclavice. Su voluntad lo hace esclavo del pecado, aunque no haya
nacido en esta condición (Rom. 6:16). Dejemos, pues, en claro que la
esclavitud al pecado es inevitable en todo ser humano, pero no es
innata, sino que se adquiere por la práctica recurrente de los pecados
individuales y particulares a los que nos conduce esa inclinación univer-
sal al pecado con que nacemos que hemos llamado “pecado original”.
En otras palabras si para Adán y Eva en el Edén antes de la Caída el
pecado era algo posible pero no necesario, después de la Caída el pe-
cado se convierte en algo tan probable para el ser humano, que en el
caso del individuo no regenerado esa probabilidad llega a ser rápida-
mente del 100% haciendo del pecado algo necesario para él, como
esclavo del pecado que llega a ser, probabilidad que si bien no se eli-
mina en el creyente, nunca tiene para éste carácter necesario, siendo en
este caso mucho menor proporcionalmente hablando7 y con un potencial
decreciente al mismo tiempo que aumenta la posibilidad para la virtud,
hasta que ésta llegue a ostentar una mayor probabilidad que el pecado,
probabilidad susceptible de seguirse incrementando día a día.
La esclavitud al pecado en sus múltiples formas es una constatación tan
universal que a la ya citada convicción popular en el sentido de que “na-
die es perfecto”, que, utilizada como fácil disculpa o excusa, suele
hacer alusión a nuestros pecados conscientes o inadvertidos más que a
nuestros errores o equivocaciones moralmente indiferentes, le hemos
añadido a manera de complemento casi sistemático la expresión “… y
perdonar es divino”, como si el perdón fuera una obligación que Dios tie-
ne para con el ser humano en vista de nuestra ineludible y radical imper-
fección moral, aún al margen del arrepentimiento.
Y debido a que los “errores” son equiparables a los pecados en un
gran número de casos, hay que señalar también el modo en que

7
Si asignáramos porcentajes a la condición del creyente descrita por Agustín en el sentido de
que éste, como Adán y Eva en el Edén antes de la Caída, puede de nuevo tanto pecar como
no pecar, por simple lógica las probabilidades matemáticas para cada una de estas dos posibi-
lidades deberían ser en el inicio 50% y 50% respectivamente.
22

hemos llegado al extremo de que, con tal de encubrir nuestro peca-


do y eludir infructuosamente el veredicto condenatorio de nuestra
conciencia sobre él, utilizamos muchos eufemismos para referir-
nos al pecado tratando de mitigar su alcance y gravedad (el más di-
fundido es el movimiento inverso de cambiar el término pecado por el
término “error”). Algunas escuelas modernas de psicología pretendieron
incluso eliminar la palabra y la noción de pecado de nuestro lenguaje,
como si fuera una palabra anacrónica, un atavismo primitivo que habría
que eliminar, en un ejercicio tan estéril y peligroso como el ilustrado
gráficamente con la difundida creencia acerca del avestruz que, ante el
peligro, supuestamente esconde su cabeza en tierra.
Porque negar el pecado con convenientes eufemismos o, peor aún,
eliminando el concepto y declarándolo obsoleto no es más que en-
terrar la cabeza para no ver lo evidente hasta que nos golpee de lle-
no destructivamente y sin atenuantes. Y lo más grave es que la teo-
logía liberal cristiana del siglo XIX le hizo el juego a esta iniciativa. Pero
en vez de resolver el problema lo que terminó fue agravándolo, a juzgar
por el lamentable estado actual de cosas en el que hemos desemboca-
do, caracterizado por un elevado grado de inmoralidad de todo tipo que
socava y amenaza las bases mismas de nuestras sociedades y civiliza-
ciones. Llama la atención que personajes declaradamente ateos y críti-
cos de la religión como el popular científico norteamericano Carl Sagan,
ya fallecido, no haya encontrado una palabra más apropiada para refe-
rirse a los errores de juicio, a las motivaciones equivocadas y a los peli-
grosos sesgos subjetivos de sus colegas que la palabra “pecado” en el
momento de tener que ponerle título al capítulo 16 de su libro El Mundo
y sus Demonios, capítulo introducido finalmente con este título: “Cuando
los científicos conocen el pecado”.
Y es que el manejo de la culpa no concierne solamente al hombre reli-
gioso, sino también a las personas sin religión, agnósticas e incluso ate-
as. Con el agravante de que éstas, precisamente por su irreligiosidad, no
tienen como tratar con ella eficaz y concluyentemente. Usualmente en
estos casos la única alternativa es negar la culpa, junto con su causa,
que no es otra que el pecado humano en sus múltiples formas. Pero
negar la culpa es eliminar tan sólo el síntoma sin tratar con la en-
fermedad, y negarlos ambos es aún más necio, pues no por eso el pro-
blema desaparece, sino que a lo sumo se difiere y acrecienta. Esto ex-
plica el hecho referido por John Stott acerca de la novelista y humanista
atea Marghanita Laski quien poco antes de su muerte en 1988, en un
momento de franqueza sorprendente en la televisión, dijo: “Lo que más
les envidio a ustedes los cristianos es el perdón; yo no tengo nadie que
me perdone”.
23

La mejor manera de comprender la enorme gravedad del pecado es


mirar algunas de las ideas o imágenes que la Biblia utiliza para refe-
rirse al tema. El pecado no es lo que muchos piensan, o suponen, o dan
por sentado; el pecado es lo que Dios dice que es el pecado. Es así co-
mo debemos coincidir una vez más con Cornelius Plantinga Jr. al reco-
ger estas ideas cuando afirma: “Las Escrituras presentan el pecado
usando ciertos conceptos principales como la rebeldía y la infidelidad
que los expresa por medio de toda una gama de metáforas: el pecado
es no dar en el blanco, apartarse de la senda, alejarse del rebaño. El
pecado es un corazón endurecido y un cuello rígido. El pecado es
ceguera y sordera. Es tanto sobrepasar un límite como fracasar en
alcanzarlo, pues el pecado es tanto transgresión como omisión. El
pecado es una bestia agazapada a la puerta. El pecado hace que las
personas ataquen, evadan o descuiden su llamado divino. Estas y
otras metáforas nos sugieren una desviación: aún cuando sea conocido,
el pecado nunca es normal. El pecado transtorna la armonía de la
creación y luego se opone a la restauración divina de dicha armon-
ía. Pero sobre todo, el pecado rompe y resiste la relación humana
vital con Dios…”.
Pero es más adelante cuando este lúcido teólogo, reiterando estas ide-
as, llega tal vez a lo que podríamos designar como la síntesis de todas
estas gráficas metáforas: “…en la visión bíblica del mundo, el pecado
nunca es visto como algo normal, incluso cuando resulte corriente. El
pecado es, en última instancia, algo irracional, ajeno, extraño. El pecado
es siempre un apartarse de la norma y se valora en esa luz. El pecado
es aberrante y perverso, una injusticia o iniquidad o ingratitud. El peca-
do en la literatura del Éxodo es desorden y desobediencia. El pecado es
infidelidad, rebeldía, impiedad. El pecado es tanto sobrepasar una línea
como no llegar a alcanzarla, tanto transgresión como deficiencia. El pe-
cado es no dar en el blanco, echar a perder bienes, manchar ropas, un
tropiezo en el andar, un apartarse de la senda, un fragmentar el todo. El
pecado es lo que de manera culpable perturba el shalom8.”
Estamos en este punto ya satisfactoriamente preparados para abordar el
concepto de salvación. Porque repetimos lo dicho en el inicio del tema: del
concepto que el hombre tenga sobre el pecado dependerá el concepto
que tenga sobre su necesidad de salvación. Únicamente así puede en-

8
“El entretejido íntimo formado por Dios, los seres humanos y toda la creación en justicia, pleni-
tud y deleite es lo que los profetas hebreos llamaron shalom. Nosotros lo llamamos paz, pero
significa mucho más que la simple paz de espíritu o cese de fuego entre enemigos. En la Biblia,
shalom significa florecimiento, integridad, y deleite universales, una situación pletórica en la
que se satisfacen las necesidades naturales y se utilizan con provecho los dones naturales;
una situación que nos inspirará un asombro gozoso ante el Creador y Salvador que abre puer-
tas y acoge a las criaturas en las que se deleita. Shalom, en otras palabras, es como deber-
ían ser las cosas”. (Cornelius Plantinga Jr.)
24

tenderse la grandeza del hecho de que en la cruz del Calvario Jesús, Dios
hecho hombre por amor a nosotros, cargue sobre su cuerpo todos los peca-
dos de todos los hombres de todas las épocas. No en vano la Biblia llama a
este momento histórico trascendental: “la hora… cuando reinan las tinieblas”
(Lc. 22:53; Mt. 27:45). Porque es justamente gracias a la maravillosa pero
cabalmente incomprensible misericordia divina que Jesucristo se encargó de
pagar todas nuestras facturas en el misterio de la Redención, que examina-
remos en lo sucesivo.
Cuestionario de repaso
1. Razón por la cual aún la vida humana más envilecida sigue siendo no obs-
tante sagrada.
2. ¿Por qué es tan importante una buena comprensión sobre la gravedad del
pecado?
3. Además de estar revelada en la Biblia, ¿por qué otra razón de tipo eminen-
temente práctico es necesaria la doctrina del pecado original?
4. ¿A qué hace referencia la doctrina del pecado original?
5. ¿Por qué afirmamos que el pecado es un parásito?
6. Dada su universalidad e innata condición ¿es el pecado algo esencial o co-
yuntural a la naturaleza humana? Justifique su respuesta.
7. Si el pecado no es esencial a la naturaleza humana, ¿significa que es algo
que nos afecta únicamente de manera superficial? Justifique su respuesta
8. ¿Por qué todo el género humano es solidario con Adán y Eva en la caída en
pecado en que ellos incurrieron?
9. ¿En qué sentido los niños son inocentes y en qué sentido son culpables?
10. ¿Cuál es uno de los eufemismos más comunes para hacer referencia al pe-
cado?
11. ¿Cuál es una de las mejores maneras de comprender la gravedad del pe-
cado?
25

3. Doctrina de la predestinación
Predestinación es una palabra ofensiva para muchos. Y lo es porque, en
la medida en que indica el acto por el cual Dios, de manera soberana, desti-
na para ser salvos a algunos miembros seleccionados de la raza humana
antes de siquiera crearlos, parece reñir o cuestionar uno de los pilares
del humanismo moderno como lo es el concepto de libertad, una noción
colocada por el pensamiento moderno occidental en un pedestal y defendida
a capa y espada contra cualquier amenaza contra ella, entre las cuales la
doctrina cristiana de la predestinación se ve como una de las principales.
Es entendible que el pensamiento secular levante todas sus defensas y dirija
toda su artillería contra la doctrina de la predestinación. Lo que sorprende es
que amplios sectores del cristianismo también estén en contra de ella, pues
esta doctrina se encuentra claramente documentada y revelada en la
Biblia en pasajes como Romanos 8:29-30: “Porque a los que Dios conoció
de antemano, también los predestinó a ser transformados según la imagen
de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los
que predestinó, también los llamó; a los que llamó, también los justificó; y a
los que justificó, también los glorificó”, y Efesios 1:5 y 11: “nos predestinó
para ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, según el
buen propósito de su voluntad… En Cristo también fuimos hechos herede-
ros, pues fuimos predestinados según el plan de aquel que hace todas las
cosas conforme al designio de su voluntad”, sin mencionar la gran cantidad
de versículos que sin mencionarla, la implican y dan por sentada.
Los cristianos que honran la Biblia no pueden, entonces, decir que no
creen en la doctrina de la predestinación, pues la Biblia cierra esta op-
ción. Lo que sí pueden es tener entendimientos diferentes, más o menos
acertados, de esta doctrina, como sucede en el campo del pensamiento pro-
testante que enfrenta en este tema a los calvinistas, seguidores del pensa-
miento del reformador francés Juan Calvino y a los arminianos, seguidores
del teólogo holandés Jacobo Arminio, quien lideró una disidencia dentro del
calvinismo centrada alrededor de un entendimiento diferente al de los calvi-
nistas clásicos acerca de la doctrina de la predestinación.
3.1. Elección incondicional
Los arminianos, defensores a ultranza del albedrío o capacidad de de-
cisión del ser humano, sostienen que la predestinación es simple-
mente el acto por el cual un Dios que todo lo sabe, conociendo al de-
talle y desde la eternidad todas y cada una de las decisiones que los
hombres tomarán en el curso de sus vidas a lo largo de toda la historia
humana, “predestina” para que lleguen a ser salvos a los que en su
momento tomarán la decisión de creer y poner toda su confianza en
Jesucristo y en lo hecho por Él a su favor en la cruz del Calvario.
26

Esta posición, además de ser altamente especulativa y carecer de un


fundamento bíblico concreto e inequívoco, no es más que negar con
un juego de palabras la predestinación, pues traslada la iniciativa al
ser humano y coloca a Dios en una ofensiva posición secundaria al
asignarle el papel de ratificar simplemente las decisiones humanas antes
de que estas tengan lugar. Porque si Dios es el que predestina, es Él
quien debe tener la iniciativa por encima de las decisiones humanas.
Los calvinistas, elaborando sobre el pensamiento de Tomás de Aquino,
de Agustín de Hipona y del mismo apóstol Pablo, afirman, por el contra-
rio, que la decisión divina de destinar previa y soberanamente a un
número limitado de seres humanos para ser salvos en Cristo, no
está condicionada a ninguna acción, mérito o decisión humana, si-
no que él elige a algunos: “según el buen propósito de su voluntad…
según el plan de aquel que hace todas las cosas conforme al designio
de su voluntad” (Efesios 1:5, 11). Así, la postura calvinista acerca de
la predestinación se caracteriza fundamentalmente porque la elec-
ción soberana por la cual Dios predestina a quienes han de ser sal-
vos es totalmente incondicional y no está, entonces, condicionada a
decisiones humanas de ningún tipo.
Las voces de protesta se levantan aquí de manera estridente en contra
de esta doctrina por parte de los defensores de la libertad que acusan a
la predestinación de no ser más que una forma de fatalismo o determi-
nismo revestidos de ropaje cristiano que hace de los seres humanos títe-
res sin voluntad propia, incapaces de responsabilizarse de las decisio-
nes que toman. Por eso, sin pretender resolver los aspectos misteriosos
involucrados en esta doctrina que han excedido siempre a las más gran-
des mentes a lo largo de la historia, si podemos aclarar algunos ma-
lentendidos que surgen del calor de la controversia y la consecuente
falta de disposición de los contradictores de esta doctrina a considerar
estos asuntos con la debida atención y cabeza fría.
3.1.1. Libertad y justicia
El meollo del asunto está, una vez más, en definir qué es lo
que entendemos cuando hablamos de nociones como “liber-
tad” y “justicia”. Porque si lo que entendemos por esta última
es, simplemente, la obligación de otorgar un trato igualitario y
equitativo a todos los seres humanos, por supuesto que la doctri-
na de la predestinación sería injusta, pues implica un trato diferen-
te y notoriamente favorable de Dios hacia los elegidos o predesti-
nados, por contraste con los demás, quienes son entonces pasa-
dos por alto.
Pero en realidad, la noción de justicia se define mejor como
“dar a cada cual lo que cada cual se merece”. Y en esta ópti-
27

ca la predestinación no incurre en injusticia alguna, pues si de


méritos o deméritos se trata, la verdad es que todos los hom-
bres merecemos en justicia la condenación, por cuanto: “«No
hay un solo justo, ni siquiera uno; no hay nadie que entienda, na-
die que busque a Dios. Todos se han descarriado, a una se han
corrompido. No hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno so-
lo!»… pues todos han pecado y están privados de la gloria de
Dios” (Rom. 3:10-12, 23).
Así, la predestinación no incurre en injusticia alguna, pues a los
no elegidos Dios les da justicia estricta al condenarlos por
sus propios pecados y su consecuente incredulidad, mien-
tras que a los predestinados les ofrece misericordia al con-
ducirlos a la fe salvadora con tan sutil eficacia que en ningún
momento lo hace sin el consentimiento de nuestra voluntad y el
ejercicio consciente de nuestra capacidad de decisión. Y la mise-
ricordia es algo que, en sana lógica, Dios no está obligado a
otorgarle a todos, pues: “«Tendré clemencia de quien yo quiera
tenerla, y seré compasivo con quien yo quiera serlo.»”, de modo
que: “la elección no depende del deseo ni del esfuerzo humano
sino de la misericordia de Dios” (Rom. 9:15-16).
Y en cuanto a la preciada libertad que queremos salvaguardar de
la presunta amenaza de la doctrina de la predestinación, lo cierto
es que no somos en realidad libres, aunque engañosamente
creamos serlo. Más bien, sin Cristo cada uno de nosotros está:
“vendido como esclavo al pecado” (Rom. 7:14), de manera que
únicamente: “… si el Hijo los libera, serán ustedes verdaderamen-
te libres” (Jn. 8:36). Ya se ahondará un poco más en esto al estu-
diar la doctrina de la redención. Por lo pronto, es a la vista de todo
esto que la doctrina de la predestinación comienza a adquirir
todo su sentido y esplendor, incentivando al creyente a dejar
sus prejuicios para adentrarse en ella y descubrir todas sus
maravillosas bondades, sin que ninguna de ellas lesione el
albedrío humano.
En conclusión, lo más que podemos decir, es que: “Creemos por
igual en la absoluta soberanía de Dios y el libre albedrío del hom-
bre, los cuales no son contradictorios, sino complementarios”.
Complementaridad que no riñe con el hecho de que, con miras a
la salvación, la fe libremente ejercida es, sin duda alguna, una
condición necesaria, pero la predestinación divina es la con-
dición verdaderamente determinante, pues por razones que se
caen de su peso el libre albedrío de la criatura humana no puede
estar nunca por encima de la soberanía del Dios Creador.
28

3.2. Corrupción radical


Aunque ya hemos tratado previamente la doctrina del pecado, conviene
aquí detenerse nuevamente en algunos aspectos de esta doctrina impor-
tantes para comprender la doctrina de la predestinación. La postura
calvinista se distingue por cinco puntos, de los cuales el primero
recibe el nombre de “depravación total” 9. Para entender de qué se
trata la siguiente reflexión de William Ospina es muy útil: “La razón por la
cual a los seres humanos nos cuesta tanto trabajo encontrar las causas
de los males, es porque lo último que hacemos es mirar nuestro co-
razón. Siempre miramos el corazón del vecino para encontrar al culpa-
ble, y nos aturdimos con la presunción infinita de nuestra propia inocen-
cia”.
Ciertamente, las dificultades para ubicar la fuente de muchos de
nuestros males son dos. En primer lugar, que siempre buscamos y
señalamos a los culpables más allá de nosotros mismos, prefiriendo
mirar por la ventana antes que contemplarnos en un espejo. Desde la
caída en pecado de nuestros primeros padres ha sido así (Gén. 3:12-13;
Mt. 7:3-5; Lc. 13:2-5), de tal modo que nuestra inclinación a culpar a
otros y a no asumir nuestra responsabilidad es tan endémica en la raza
humana que ha llegado a refinarse y convertirse casi en una creencia
axiomática que afirma la contradictoria e insostenible idea de que “el
hombre nace puro y la sociedad lo corrompe”10, la versión secular de la
ya aludida herejía de Pelagio.
Pero por otro lado, cuando por fin decidimos o nos vemos forzados
a mirarnos a nosotros mismos, nos quedamos únicamente en la
superficie, ubicando nuestros males en la periferia de nuestro ser,
como algo que nos afecta de manera más bien tangencial sin llegar
a corrompernos realmente y no como lo que es: el misterio de la mal-
dad (2 Tes. 2:7) que nos afecta y corrompe hasta el centro de nuestro
ser y surge, por tanto, de nuestro propio corazón, que constituye el te-
rreno abonado y el caldo de cultivo ideal para que el mal germine y se
manifieste externamente en nuestros pensamientos y conductas (Jer.
17:9). Así nos lo revelan las Sagradas Escrituras (Mt. 15:16-20) y lo con-
firma la experiencia humana cuando la evaluamos con honestidad.
A esto es a lo que la tradición calvinista designó como una “depra-
vación total” que afecta a todo ser humano, entendida la expresión
no como si todos manifestáramos el grado más extremo de maldad
del que somos capaces, sino más bien como el reconocimiento de
que, a pesar de nuestras fachadas de respetabilidad y moralidad, en

9
El segundo es la llamada “elección incondicional” que, por conveniencia, hemos abordado
aquí en primer lugar.
10
Conocida frase que representa y sintetiza el pensamiento del filósofo Juan Jacobo Rousseau
29

el fondo todos padecemos una corrupción radical11 o de raíz que


debemos reconocer con humilde arrepentimiento. Nuestra corrupción
radical es, entonces, la que explica que, dejados a nuestra suerte, la
esclavitud del pecado sea la condición universal de todo ser huma-
no de modo que nuestra presunta libertad es un engaño, como lo señaló
Agustín al establecer que el ser humano posee libre albedrío, pero no
tiene libertad, algo que ya comentamos también en el tratamiento de la
doctrina del pecado.
Y esto es lo que hace también necesario que Dios tenga que pre-
destinar soberanamente uno a uno, aún antes de crearlos, a un
número determinado de seres humanos en los que su misericor-
diosa e inmerecida influencia (Jer. 20:7; 31:3; Ose. 11:4; Jn. 12:32)
romperá este ominoso y tiránico condicionamiento con el que el
pecado se impone sobre nuestras voluntades, obnubilando nuestra
visión de modo que no podamos ni queramos ver la luz y el esplendor
del evangelio de Cristo (Jn. 3:19-21; 2 Cor. 4:3-4). Esto explica lo dicho
por el Señor en el sentido de que: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae
el Padre que me envió” (Jn. 6:44) y que, en consecuencia, una vez que
Dios quita en los predestinados el velo que les impedía apreciarlo y pese
a cualquier resistencia inicial, sus voluntades terminan inclinándose de
forma consciente, dócil y convencida a la fe en Cristo que nos salva y
nos libera.
3.3. Expiación limitada
El tercero de los puntos que define al calvinismo en relación con la
doctrina de la predestinación es la llamada “expiación limitada” a la
que Loraine Boettner, uno de los más emblemáticos defensores recien-
tes de la postura calvinista a este respecto, se refiere así: “Hay un senti-
do en que Cristo murió por la humanidad en general… Sin embargo, es-
to no significa que él murió por todos igualmente y con el mismo propósi-
to”. Para entenderlo mejor debemos tener en cuenta que en el momen-
to en que Dios decidió crearnos como personas con capacidad de
elegir, renunció en el acto a la posibilidad de forzar la voluntad de
ninguno de nosotros, puesto que Él sabe bien que aunque pueda de
sobra imponerse por la fuerza sobre toda la humanidad, esto no le ga-
rantiza la adhesión voluntaria de nadie a Su voluntad.
Es por eso que la Biblia afirma que, si bien Dios desea que todos los
hombres sean salvos (1 Tim. 2:4; 2 P. 3:9), no todos llegan a serlo (Mt.
22:14). De manera consecuente, es apenas lógico que el alcance de

11
Ya indicamos al citarlo anteriormente que el teólogo reformado R. C. Sproul postula la expre-
sión “corrupción radical” para sustituir y corregir los malentendidos a los que la expresión clási-
ca “depravación total” pueden dar lugar y nosotros lo seguimos en este respecto, como ya se
vio en el tratamiento de la doctrina del pecado en el que ya habíamos suscrito esta expresión.
30

lo hecho por Cristo en la cruz abarque potencialmente a toda la


humanidad. En este sentido, todo el que lo desee puede salvarse, al
confiar en lo hecho por Cristo a su favor (Jn. 3:16; 7:17). El problema es
que, a juzgar por la experiencia acumulada de 20 siglos de historia de la
iglesia, no todos lo desean, ni lo desearán. Estas consideraciones mati-
zan la expresión típicamente calvinista que afirma la “expiación limita-
da”12, que pareciera establecer limitaciones al poder y alcance de la
obra de Dios, como si Él se viera en cierta manera frustrado en el al-
cance de sus propósitos redentores para la humanidad.
En realidad, Dios ya había previsto y calculado lo anterior, de tal modo
que podemos conceder que la expiación es, evidentemente, limitada
en sus efectos concretos en la historia, pero no lo es ni lo ha sido
nunca en su potencial alcance ni en los resultados finales previstos
por Dios para ella (Sal. 135:6; Isa. 14:24-27; 53:10-11). Es, precisa-
mente, para que la expiación no se vea totalmente limitada al punto de
dar lugar a la absoluta frustración divina por la cual, dejados a nuestra
suerte y para nuestro perjuicio, nadie aceptaría voluntariamente los be-
neficios invaluables de la redención que tanto le costó a Dios; que la
predestinación se hace necesaria para que Dios se asegure de que,
sin violentar nuestra voluntad sino inclinándola mediante convin-
cente y amorosa persuasión, algunos de nosotros los inmerecida e
incondicionalmente elegidos nos beneficiemos de la redención, re-
conociendo humildemente nuestra necesidad de ella, deseándola y
aceptándola por fe.
3.4. Gracia eficaz
La expresión “gracia irresistible” es el cuarto de los cinco puntos
que caracterizan la comprensión que el calvinismo tiene de la doc-
trina de la predestinación. Expresión, sin embargo, algo equívoca,
pues puede dar a entender que cuando la gracia salvadora de Dios se
manifiesta en la vida de una persona, ésta no puede resistirse a aquella,
lo cual degrada la gracia de Dios al hacer de ella una fuerza coactiva
que llevaría a las personas a actuar de forma compulsiva, aún en contra

12
Es decir que, en el decreto eterno de Dios, los efectos de la expiación estaban previstos para
obrar únicamente en los elegidos y no en toda la humanidad, algo que, por supuesto, a la luz
de los hechos se cae de su peso, pues no todos se salvan. Así, pues, el universalismo por el
cual todos a la postre se salvarían es claramente desmentido no sólo por las Escrituras, sino
por la experiencia de la iglesia. El problema con la expresión no es, entonces, ni siquiera el
carácter engañosamente discriminatario que parece implicar que es lo que molesta a mu-
chos; sino el peligro de que esta limitación se entienda como una incapacidad por parte de
Dios que le impidiera salvar a todos con base en lo hecho en la cruz, sino únicamente a algu-
nos, pues la expiación no alcanzaría para todos. La limitación en el alcance de la expiación no
debe verse, pues, como una incapacidad o impotencia de la misma para salvar a todos, sino
como una expresión de la soberana voluntad de Dios que elige a unos por encima de otros y
nada más.
31

de su propia voluntad, algo muy alejado de la revelación bíblica acerca


de la responsabilidad y el libre albedrío humano y de la correspondiente
experiencia del creyente que ejerce voluntariamente y en conciencia su
albedrío cuando decide creer en Cristo (Isa. 6:8).
Ahora bien, lo que la expresión “gracia irresistible” quiere, en reali-
dad, expresar, no es que la gracia que Dios ofrece a sus elegidos
actuando en ellos para conducirlos a la fe no pueda ser resistida
de hecho nuestra historia y nuestra experiencia personal deja constan-
cia de que en mayor o menor grado nos resistimos en su momento a
ella; sino que no puede ser resistida indefinidamente y de forma
absoluta, de tal manera que en algún momento la benéfica influencia de
la gracia y los argumentos que la acompañan vencen nuestra resistencia
al punto que los elegidos terminamos tarde o temprano rindiéndonos vo-
luntariamente y de buena gana a ella.
Es por eso que, junto con el teólogo R. C. Sproul, nosotros preferimos
la expresión “gracia eficaz” para referirnos a este punto del calvi-
nismo clásico porque, pese a que la gracia puede ser resistida, es
al final tan sutilmente insistente y convincente que cumple su cometido y
derriba todas nuestras prevenciones hacia ella, siendo eficaz en el
propósito que persigue que no es otro que nuestra salvación. Es en
este sentido que, para sus elegidos, Dios es ineludible, a la manera
de lo revelado en el salmo 139, uno de los más sublimes del salterio;
idea ratificada de forma sucinta y contundente por el apóstol cuando di-
ce: “porque las dádivas de Dios son irrevocables, como lo es también su
llamamiento” (Rom. 11:29).
Aún personajes al margen de la fe como el escritor francés Roger Vai-
lland hicieron incidental referencia a esto en declaraciones algo irreve-
rentes como esta: “Dios es un círculo vicioso del que no se puede salir”.
Y decimos “irreverentes” porque, en honor a la verdad, no es ni apropia-
do ni afortunado referirse a Dios como un “círculo vicioso”, no obstante lo
cual hay que conceder que esta frase tienen un sustrato de verdad
en el sentido en que Dios ronda a sus elegidos de una manera tan
sutil pero insistente y envolvente que, aunque su influencia pueda
ser resistida por un tiempo indefinido, es finalmente eficaz en el
propósito que persigue, como lo corroboran el apóstol Pablo (Hc.
26:14) y el ya mencionado profeta Jeremías (Jer. 20:7). Es en este sen-
tido que Dios es ineludible y que la gracia, finalmente, es eficaz en lo
que tiene que ver con la salvación de sus escogidos.
3.5. Perseverancia de los santos
Por último, el calvinismo es identificada por este quinto punto: la
llamada “perseverancia de los santos”. Porque la perseverancia es
una virtud muy especial que la Biblia atribuye a los auténticos cristianos.
32

Esa misma que, en el marco de la paciencia como fruto del Espíritu,


cobra forma concreta en la constancia que el creyente manifiesta
de un modo u otro a lo largo de toda su vida cristiana, pero sobre
todo en la perseverancia requerida, precisamente, cuando las cir-
cunstancias nos son adversas. La expresión “fe de carbonero” suele
ser peyorativa, pues se usa para designar una fe ciega y no razonada,
pero aún así la fe de carbonero puede contener algo rescatable por
cuanto implica también perseverar en lo que se cree, sin prestar aten-
ción a aquellas circunstancias adversas que puedan atentar contra la fe.
Existe, pues, algún mérito en la fe de carbonero, no en el sentido de
cerrarse a las razones, sino de no claudicar en lo que se cree aún
en medio de la adversidad. Podría decirse que, en este último sentido,
la fe cristiana si debe ser una fe de carbonero, o mejor, una fe que per-
severa en medio de la oposición. Algo a tomar en cuenta, pues si bien el
llamado “fruto del Espíritu Santo” (Gál. 5:22-23), describe las virtudes
que definen y distinguen el carácter del cristiano, no podemos olvidar
que la perseverancia es algo así como el “cemento” que une todas
esas virtudes de manera que no sean algo fragmentario u ocasional
que se desvanezca con facilidad, sino que, por el contrario, perdu-
ren en el tiempo, afirmándose aún más a medida que éste transcu-
rre.
Sin embargo, la llamada “perseverancia de los santos” no alude
propiamente a una virtud heroica atribuible de suyo a la fortaleza
del creyente, como si fuera un mérito que sólo unos pocos especial-
mente dotados pueden alcanzar; sino que es una virtud que procede
de la fortaleza otorgada por Dios a los suyos y del ejercicio de la
misma por parte de éstos. La perseverancia es, pues, una dotación
de la gracia divina. Es Dios quien nos otorga la fortaleza para per-
severar, de donde si lo hacemos así, es únicamente porque Dios
nos preserva para ello (Fil. 2:13; Heb. 13:20-21). Es en este contexto
que debe entenderse la promesa del Señor Jesucristo cuando se refirió
a las dificultades que caracterizan los últimos tiempos: “pero el que se
mantenga firme hasta el fin será salvo” (Mt. 24:13).
Ahora bien, la constancia y consecuente perseverancia del creyente
no mantiene siempre un nivel parejo de rendimiento, sino que es inevi-
tablemente ondulante, como lo sostiene C. S. Lewis: “Los humanos
son anfibios: mitad espíritu y mitad animal… Como espíritus, pertenecen
al mundo eterno, pero como animales habitan el tiempo… Lo más que
puede acercarse a la constancia, por tanto, es la ondulación: el re-
iterado retorno a un nivel del que repetidamente vuelven a caer, una
serie de simas y cimas”. Pero aún así, los elegidos perseverarán en el
espíritu de lo dicho en el libro de Proverbios: “… siete veces podrá caer
el justo, pero otras tantas se levantará…” (Pr. 24:16). Razón por la cual
33

Sproul concluye este punto diciendo: “Creemos que los verdaderos


cristianos pueden caer grave y radicalmente. No creemos que pue-
dan caer total y finalmente”. Lo cual nos conduce al siguiente tema,
que depende en gran medida del entendimiento que tengamos de la
doctrina de la predestinación.
3.5.1. La seguridad de la salvación
Una de las discusiones doctrinales más intensas al interior
de la iglesia cristiana evangélica es la que gira alrededor de la
posibilidad o imposibilidad de perder la salvación una vez
que se ha recibido. Las razones para ello son más que obvias,
pues es un tema que concierne a lo que tal vez es el asunto
práctico más importante de la esperanza cristiana y que, por lo
mismo, interesa profundamente a todo creyente.
Y una vez más, los dos polos de la discusión están represen-
tados por la posición arminiana que, siguiendo las ideas del
teólogo holandés Jacobo Arminio, afirma la posibilidad de
perder la salvación y la posición calvinista que, en defensa
del pensamiento del gran reformador Juan Calvino, la niega.
Ambos lados suelen tener su propio arsenal de textos bíblicos de
prueba a favor de su postura y está más allá de nuestros propósi-
tos relacionarlos y ocuparnos de ellos uno a uno.
3.5.1.1. Los motivos del arminiano
Sea como fuere, para darle a cada una de las partes el
debido reconocimiento, debemos conceder a los armi-
nianos su legítima preocupación por la santidad de la
iglesia, pues no puede negarse que afirmar la seguridad
de la salvación conlleva el riesgo de no entender correc-
tamente esta doctrina y verla como una patente de corso
para pecar impunemente, llegando a dar pie a una censu-
rable laxitud y tolerancia hacia el pecado incompatible con
el carácter santo de Dios revelado en las Escrituras y en
Jesucristo.
Así, pues, toda defensa de la seguridad de la salvación
que afirme la imposibilidad de perderla una vez reci-
bida, tiene que poner salvaguardas para no fomentar
de ningún modo lo anterior y, para este efecto, debe en-
tonces considerar también con la seriedad del caso los
textos bíblicos esgrimidos por los arminianos que parecen
dar la impresión de que la salvación se puede perder,
pues así no pueda concluirse de ellos lo que los arminia-
nos pretenden al citarlos, en el peor de los casos todos
34

son una advertencia solemne para no tomar a la ligera


el pecado y poner toda nuestra voluntad en romper
con él en un ejercicio responsable de la libertad cris-
tiana.
De hecho, la experiencia cristiana madura y bíblicamente
documentada sabe bien que el pecado no reporta
ningún beneficio duradero a la vida de las personas
sino todo lo contrario: dolor y desdicha. Por lo tanto,
para promover la santidad entre los creyentes no es ne-
cesario negar la seguridad de la salvación como un
disuasivo contra el pecado, sino simplemente señalar
todas las indeseables consecuencias que el pecado
acarrea para quien lo practica, no sólo para el destino
eterno de los no creyentes, sino para la calidad de vida
del creyente en este tiempo. Dicho de otro modo, el peca-
do pasa su dolorosa e indeseable cuenta de cobro a quien
lo comete ahora, en esta vida, creyentes con especiali-
dad y no sólo después de ella, como sucederá con los
no creyentes.
3.5.1.2. La coherencia del calvinista
Hecha esta concesión y reconocimiento a las motivacio-
nes correctas de los arminianos debemos hacer lo pro-
pio con los calvinistas, pues en honor a la verdad los
textos bíblicos de prueba a favor de su postura son
no sólo más numerosos que los de los arminianos,
sino también más contundentes, claros y coherentes
entre sí a la hora de interpretarlos y ubicarlos en el gran
marco de la sana doctrina. Entre otras cosas debido a que
la gloria del evangelio es decir lo que lo distingue y lo
coloca en una categoría aparte entre todas las religiones
de la historia humana es, precisamente, esta certeza
que Cristo brinda a las ovejas de su rebaño, los con-
vertidos o nacidos de nuevo comprendidos dentro de
su iglesia, en el sentido de que: “… yo les doy vida eter-
na; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi
mano”, pues: “Mi Padre que me las dio, es mayor que to-
dos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”
(Jn. 10:28-29).
Pero más allá de estas verdades bíblicas incontroverti-
bles, la postura arminiana, además de desvirtuar el
evangelio y despojarlo de su gloria al rebajarlo al nivel
de todas las demás religiones, enfrenta otras dificul-
35

tades lógicas, como lo es determinar la circunstancia


o circunstancias que llevan a la pérdida de la salva-
ción de quienes presumiblemente ya la disfrutan. En
otras palabras: ¿cuál es el pecado o los pecados que aca-
rrean la pérdida de la salvación? ¿qué gravedad deben
revestir? ¿con qué frecuencia se deben cometer para pri-
varnos de la salvación? Preguntas para las cuales la Bi-
blia está lejos de proveer alguna respuesta puntual e in-
equívoca, como si fueran preguntas improcedentes.
Porque, dejando aquí de lado la discusión particular alre-
dedor de la blasfemia contra el Espíritu Santo e incluso
del indefinido “pecado de muerte” de 1 Juan 5:16; lo cierto
es que para no caer en una clasificación no bíblica de los
pecados similar a la emprendida por el catolicismo con su
distinción entre pecados capitales y veniales, los armi-
nianos deben, si quieren ser lógica y bíblicamente
consecuentes, afirmar que incurrir en cualquier peca-
do por parte del creyente acarrea para él por lo me-
nos de manera momentánea y previa al eventual arre-
pentimiento y confesión del caso la pérdida de la
salvación, puesto que la Biblia declara tajantemente en
Romanos 6:23 que la paga del pecado (todo pecado, al
margen de su mayor o menor gravedad o frecuencia) es
muerte.
Así, pues, dado que nosotros los creyentes, si bien no
hacemos ya del pecado la práctica continua de nuestras
vidas (1 Jn. 3:9), no por eso dejamos de pecar de una
manera absoluta, según lo confirma el apóstol Juan (1 Jn.
1:8-10); en la postura arminiana eso nos conduce
lógicamente a sostener que de un modo u otro todos
los creyentes estamos perdiendo y recuperando de
manera recurrente nuestra salvación, lo cual va en
contravía con la certeza, la paz y el reposo que el
evangelio anuncia para los cristianos, pues tal estado
de cosas nos sume inevitablemente en un estado de an-
gustia, agonía e incertidumbre permanentes similar al que
padecía Martín Lutero antes de su conversión y conse-
cuente defensa de la doctrina de la justificación por la fe.
3.5.1.3. ¿La gracia o las obras?
Precisamente, hablando de Lutero, aquí encontramos de
manera más palpable la inconsecuencia lógica de la
postura arminiana, pues si la salvación se obtiene por
36

gracia mediante la fe y no por obras, no se puede en-


tonces perder por obras. O la gracia y fe consecuente
están al comienzo y al final, o las obras lo están, pero la
gracia y la fe no pueden estar al comienzo, para luego
ser relevadas por las obras al final. Si la iniciativa al
comienzo es de Dios, la garantía al final también debe
ser de Él, máxime teniendo en cuenta el elevado costo
que Cristo mismo tuvo que pagar en la cruz para hacer
esto posible.
En conclusión, no sólo las Escrituras sino la experien-
cia cristiana y la misma lógica inclinan la balanza
hacia la seguridad de la salvación, sin perjuicio de los
pasajes bíblicos problemáticos para esta postura que de-
ben ser abordados y explicados diligentemente por los
calvinistas, sin tener que negar por ello de manera nece-
saria la gloriosa seguridad de la salvación que todo cre-
yente ostenta. Valga decir que un entendimiento de la
predestinación a la manera arminiana hace insostenible la
defensa de la seguridad de la salvación, de donde un ar-
miniano que quiere ser consecuente debe negar la
seguridad de la salvación. Al mismo tiempo, un calvi-
nista consecuente debe defender la seguridad de la
salvación, como lo hacemos nosotros en este caso.
Cuestionario de repaso
1. ¿Por qué la predestinación es una doctrina ofensiva para muchos?
2. ¿Por qué todos los cristianos deben creer en la predestinación?
3. ¿Cuáles son las posturas enfrentadas en el protestantismo alrededor de la
doctrina de la predestinación?
4. ¿Cuál de los cincos puntos que caracterizan al calvinismo es el principal a
la hora de marcar diferencias y distancias con los arminianos en la com-
prensión de la doctrina de la predestinación?
5. ¿Alrededor de qué conceptos surgen los malos entendidos acerca de la
doctrina bíblica de la predestinación? Explique por qué
6. ¿Qué significa la expresión “depravación total” en el calvinismo que hace
necesaria la predestinación?
7. ¿En qué sentido la expiación llevada a cabo por Cristo es limitada y en qué
sentido no lo es?
8. ¿Por qué, en relación con la predestinación para salvación, es preferible
calificar la gracia de Dios de “eficaz” y no de “irresistible”?
37

9. ¿Por qué decimos que la perseverancia de los santos no es propiamente


una virtud heroica atribuible de suyo a la fortaleza del creyente?
10. ¿Qué hay de rescatable en los motivos del arminiano en relación con la
doctrina de la seguridad de la salvación?
11. ¿Por qué no es necesario negar la doctrina de la seguridad de la salvación
como disuasivo contra el pecado?
12. ¿Cuál es la gloria del evangelio que lo distingue y lo coloca en una categor-
ía aparte entre todas las religiones de la historia humana?
13. ¿Cuáles son las contradicciones lógicas en las que incurre la postura armi-
niana en relación con la doctrina de seguridad de la salvación?
38

4. Doctrina de la redención
Tal vez la primera doctrina particular que hay que abordar para comen-
zar a comprender el concepto bíblico de salvación es la doctrina de la
redención. En efecto, salvación, el vocablo más usado y conocido popu-
larmente para referirse al ofrecimiento hecho por Dios a la humanidad en
general en la persona y en la obra de Cristo, es un término demasiado
genérico, amplio e incluyente en la Biblia (y por lo mismo difuso), por cuya
causa la mejor forma de comprenderlo es desglosarlo en varias doctrinas de-
rivadas, dentro de las cuales la más importante y concreta sería la reden-
ción.
La salvación pasa entonces en primera instancia por la redención, pero
no concluye en ella. Y decimos que la doctrina de la redención es muy
concreta, porque el significado concreto del verbo redimir es, sencilla-
mente, rescatar o liberar a alguien mediante el pago de un precio. Habr-
ía, pues, que estar de acuerdo con Rudolf Steiner cuando dijo: “Es imposible
comprender la idea de una humanidad libre sin la idea de la salvación de
Cristo”. Sin embargo, no basta con afirmar lo anterior para comprender de
qué se trata, pues es necesario establecer con precisión de qué o de
quién hemos sido liberados por Cristo los creyentes.
Y lo es en primer lugar porque el concepto de libertad, tan llevado y traído
por unos y por otros en la era moderna, ha sido muy malentendido por mu-
chos, al punto que habría que darle la razón a Madame Roland cuando, de
camino al cadalso para ser ejecutada durante la época de la Revolución
Francesa, pronunció con amarga sorna su célebre frase: “¡Libertad, libertad,
cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. Por lo tanto, lo primero que
hay que dejar establecido aquí es la que liberación o rescate efectua-
dos por Cristo a nuestro favor nos libera o redime fundamentalmente
de ese ominoso e impersonal tirano que acecha y echa a perder el sha-
lom de manera recurrente y sistemática. El mismo al que hemos llama-
do pecado en ese sombrío cuadro que hemos hecho de él previamente.
No olvidemos lo ya dicho y citado en la Biblia en relación con el hecho de
que sin Cristo, cada uno de nosotros se encuentra “vendido como esclavo
al pecado” (Rom. 7:14). Es por eso que, en el estudio sistemático de la re-
dención conviene tomar en cuenta las principales palabras griegas emplea-
das que se traducen como redención al español, pues son variadas y dife-
rentes y no todas significan exactamente lo mismo de modo tal que la com-
prensión de la gran riqueza de matices contenidos en ellas abre nuestro en-
tendimiento en relación con esta doctrina.
4.1. La etimología del término
39

Es así como Scofield refiere en la famosa Biblia anotada que lleva su


nombre cómo esta doctrina, la de la redención, se presenta de ma-
nera completa en tres palabras griegas que se traducen como tal:
 Agorazo, que significa “comprar en el mercado”13, en este caso
de esclavos.
 Exagorazo, es decir “comprar y sacar del mercado” sin estar
nunca más expuestos a la venta.
 Lutroo, que quiere decir, “soltar” o “poner en libertad mediante
el pago de un precio”.
Esta redención llevada a cabo por Cristo, motivada por un sublime e
inmerecido amor de su parte hacia nosotros; un amor que sobrepasa de
lejos nuestro más excelso conocimiento (Efe. 3:19), fue conmovedora y
dolorosamente ilustrada de forma muy gráfica por el profeta Oseas,
cuyo registro puede leerse sin dificultad en su homónimo libro en el Anti-
guo Testamento en sus tres primeros capítulos. Dando por descontada
la lectura de esta porción por parte del estudiante, vale de todos modos
la pena referirse al comentario que Malcolm Smith, mediante una acer-
tada composición de lugar, hace a estos hechos protagonizados por
Oseas, hablando del amor de Dios hacia nosotros.
4.2. Oseas y el alcance de la redención
Así se refiere Malcolm Smith a lo hecho por Oseas: “En realidad, no
puede expresarse esa clase de amor en ningún idioma, de manera que
en el Antiguo Testamento Dios llamó a uno de sus profetas, Oseas, para
mostrar el ‘ágape’ mediante sucesos de su propia vida. En calidad de
representante de Dios, el nombre de Oseas era conocido en cada casa
de Israel. Todos observaban a Oseas y su familia.
Dios llamó a Oseas a casarse con Gómer, una mujer con infidelidad en
el corazón. No pasó mucho tiempo después del matrimonio antes que
comenzara a hacerse manifiesta su infidelidad. Se le veía con diferentes

13
El ágora era la plaza de las ciudades griegas en la cual se realizaban manifestaciones políti-
cas, eventuales obras teatrales y, sobre todo, el mercado público. En éste último existía la
compraventa de esclavos, ilustrada de manera más cercana a nosotros por la esclavitud mo-
derna de las poblaciones africanas, popularizada por la televisión gracias a la puesta en esce-
na de la excelente serie Raíces de Alex Haley, en donde se puede ver la deshumanización
producto de la esclavitud y también la angustia, incertidumbre y vejaciones a las que era some-
tido el esclavo que se hallaba en venta en el mercado de esclavos, pues el simple hecho de
hallarse esclavizado y a la venta como simple mercancía, es ya degradante para su condición
humana. Pero el hecho de ser comprado por un nuevo dueño no garantizaba una mejoría en
sus condiciones de vida, sino muchas veces un empeoramiento, sin mencionar que siempre
conservaba su condición de mercancía en permanente circulación. Es contra este trasfondo
que se puede valorar mejor lo hecho por Cristo a nuestro favor al redimirnos y sacarnos de la
circulación en este nefasto mercado, para dejarnos finalmente en la libertad de decidir si que-
remos voluntariamente ponernos a su servicio, dado el carácter amoroso, justo y santo de
nuestro redentor revelado a nuestros corazones.
40

hombres en las fiestas de Samaria, y toda la nación de Israel comenzó a


contemplar el melodrama expuesto ante sus ojos.
Por último, abandonó a Oseas y se convirtió en una prostituta. A los ojos
de las personas decentes, estaba poniendo en ridículo a su esposo. To-
das sus acciones ponían en claro que despreciaba a Oseas y quería
avergonzarlo delante del Israel que lo observaba.
Después sus muchos amantes se cansaron de ella, y se encontró te-
niendo que vender su cuerpo en las calles, esclava de un proxeneta,
quien finalmente la puso en el mercado de esclavos para venderla al me-
jor postor.
Oseas había sido ofendido profundamente. Se siente solitario y sus
lágrimas fluyen a raudales de la irritante vergüenza del escándalo públi-
co. Ahora su esposa está a la venta en el mercado, y Dios le dice que
vaya y la compre y la vuelva a hacer su esposa: ‘Ama a la mujer que te
ha avergonzado y despreciado, procura su mayor bienestar, llévala a tu
casa, protégela y cuídala’.
Cuando Oseas iba por las calles poco transitadas de Samaria rum-
bo al marcado de esclavos, cada paso estaba grabando en la mente
de Israel la naturaleza del amor que Dios tiene por nosotros”.
Es posible que este comentarista haya introducido al relato algunos de-
talles propios de nuestro contexto actual que serían mas bien ajenos al
Israel de la época, pero aún así su comentario conserva toda su vigen-
cia, pues ésta es una de las lecciones más destacadas que Oseas
nos brinda en relación con Dios: la naturaleza y el alcance de su
amor para con nosotros que lo llevó a redimirnos contra toda lógica
y pronóstico. En efecto, a semejanza de Gómer, la esposa adúltera del
profeta Oseas que, como resultado de su vida licenciosa y perdida no
sólo había avergonzado y ofendido profundamente a su esposo, sino
que al ponerse voluntariamente por fuera de su tutela y protección ter-
minó siendo vendida en el mercado de esclavos de Samaria; todos no-
sotros también hemos ofendido e insultado a Dios con nuestro re-
chazo e indiferencia hacia Él, de quien nos hemos además alejado
voluntariamente sólo para terminar expuestos a la destrucción,
vergüenza y al escarnio público en condición de esclavos del peca-
do en sus múltiples formas.
El pecado es sin lugar a dudas un tirano que paga con la muerte a quie-
nes le sirven. Pero al igual que Oseas (Ose. 3:1-2), Cristo acude al
mercado y, en una inconcebible demostración de amor, nos redime,
rescata o libera (agorazo), para no volvernos a ofrecer en venta
(exagorazo) y dejarnos finalmente en libertad (lutroo). En el ejercicio
de esa libertad tenemos dos opciones: Volver a hacernos esclavos del
41

pecado al alejarnos de nuestro redentor, o permanecer voluntariamente


y para siempre con él como esclavos de la justicia (Rom. 6:15-23), con-
firmando así la afirmación de Franz Kafka en el sentido de que el hom-
bre sólo es libre para escoger su propia cadena. El creyente actúa en-
tonces como aquellos esclavos de la antigüedad que, una vez liberados,
preferían seguir voluntariamente y para siempre como esclavos del amo
justo que les había dado buen trato, como señal de lo cual se les hora-
daba la oreja con un punzón (Éxo. 21:2-5; Dt. 15:16-17; Sal. 40:6-8; Isa.
50:5).
4.3. Liberación: redención del pecado y esclavitud de la justicia
Paradójicamente, es el servicio incondicional y voluntario a la justi-
cia lo que nos hace verdaderamente libres, en línea con la afirmación
hecha por el poeta y escritor francés Víctor Hugo, quien sostenía que:
“No hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia”. Y es
que la verdadera libertad es permanecer voluntaria, amorosa y obe-
dientemente al servicio de Dios y su justicia: “En efecto, habiendo si-
do liberados del pecado, ahora son ustedes esclavos de la justicia”
(Rom. 6:18)
La doctrina de la redención está, por tanto, íntimamente ligada a un con-
cepto muy enfatizado pero frecuentemente malentendido en el contexto
de las revoluciones modernas: la libertad. Pero la libertad tal cómo ésta
se entiende en la Biblia. Y a este respecto debemos estar de acuerdo
con Paul La Cour al declarar: “No existe libertad. Existe liberación”. Es
decir que antes de disfrutar de libertad verdadera, todos los seres
humanos requerimos ser liberados previamente, pues el pecado
nos ha hecho perder nuestra libertad original, de donde la libertad
que el ser humano caído pretende poseer no es más que una presunta
pero falsa libertad.
A este respecto ya hemos visto como la libertad era una de las faculta-
des originales y exclusivas del ser humano en la creación material de
Dios que se hallaban implícitamente contenidas en la “imagen y seme-
janza” divinas plasmadas en el hombre (uno de los atributos relativos o
comunicables de Dios). Pero con la Caída la libertad, junto con todas las
demás excelsas facultades humanas recibidas en la creación, también
se malogró. Sin embargo, al igual que lo sucedido con las leyes natura-
les (físicas, químicas, biológicas, instintivas, etc.), las cuales, a pesar de
la Caída, siguen operando y rigiendo favorablemente el funcionamiento
de todas las criaturas, tanto las inanimadas como las animadas pero
irracionales (los animales), el ser humano caído y no redimido, no
obstante no ser ya libre en el sentido original, conserva de cual-
quier modo su capacidad de decisión, llamada comúnmente “libre
42

albedrío”, o de manera más equívoca e inexacta (bíblicamente


hablando), “libertad”.
El ser humano conserva ciertamente la capacidad de elegir a voluntad de-
liberando, decidiendo y respondiendo por sus actos, y el propio Dios respe-
ta esta facultad que Él mismo nos confirió. Pero lo que hemos pasado
por alto es que el ser humano, a partir de la Caída y según nos lo re-
vela la Biblia y la experiencia humana está sometido, a su pesar, a
muchos condicionamientos externos, pero sobre todo internos, que
no nos permiten ejercer la libertad de la manera en que fue diseñada
en un principio por Dios. Es por eso que en la Biblia, y más exacta-
mente en el contexto de la redención, se justifica el término “libera-
ción” por encima del de “libertad”.
La diferencia entre ambos radica en que el último hace tan sólo referencia
al hecho de que el hombre es libre “para” materializar a voluntad las posibi-
lidades que tiene por delante, mientras que el primero enfatiza que antes
de eso el hombre debe ser libre “de” las condiciones que coartan e impi-
den la realización de estas posibilidades. La liberación tiene, pues, prela-
ción sobre la libertad, ya que de otro modo no se explicarían las repetidas
hazañas liberadoras que Dios emprendió en el Antiguo Testamento a favor
de Israel14. Pero también es cierto que a la luz del evangelio lo que coar-
ta e impide la realización de las potencialidades del hombre no son
fundamentalmente los condicionamientos externos; sino sobretodo
los internos, que son los que constituyen aquello que la Biblia llama
“pecado”, de tal modo que los condicionamientos externos de índole
político, económico o social no son sino consecuencias de aquellos
y cederán mucho más fácilmente en su momento, una vez seamos li-
berados por Dios de los primeros.
A esto se refería San Agustín cuando sostenía que, sin la gracia de Dios,
el hombre tiene libre albedrío (los reformadores, como Lutero preferían in-
cluso hablar de albedrío, a secas, sin el calificativo de “libre”), pero no tiene
libertad. Es decir, que puede elegir, pero elige siempre mal15. Y aquí radica
lo maravilloso de la doctrina de la redención, pues fue para romper este si-
no trágico que Cristo se encarnó como hombre y proclamó a los cuatro
vientos: “y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres. Nosotros
somos descendientes de Abraham le contestaron, y nunca hemos si-
14
Evidentemente, los israelitas gozaron de muy pocos periodos de libertad política, debido funda-
mentalmente a su desobediencia a Dios que los dejaba a merced de los antiguos imperios paga-
nos crueles y tiránicos que los acechaban, conquistaban y oprimían con despotismo tan pronto
tenían la oportunidad de hacerlo.
15
Que no es más que otra forma de decir lo ya expuesto en relación con la doctrina del pecado
al sostener junto con R. C. Sproul la corrupción radical del ser humano en estos términos: “aún
las mejores y mas encomiables acciones del ser humano caído y no redimido están siempre,
en último término, manchadas por motivaciones e intenciones pecaminosas en algún grado, lo
cual las descalifica ante los ojos de Dios”.
43

do esclavos de nadie. ¿Cómo puedes decir que seremos liberados?


Ciertamente les aseguro que todo el que peca es esclavo del pecado
respondió Jesús. Ahora bien, el esclavo no se queda para siempre en
la familia; pero el hijo sí se queda en ella para siempre. Así que si el
Hijo los libera, serán ustedes verdaderamente libres” (Jn. 8:32-36).
No cabe entonces duda, a la luz del anterior pasaje, que la libertad de la
que la humanidad cree disfrutar es una libertad engañosa y aparente
que encubre la esclavitud al pecado de la que todos somos víctimas.
Únicamente Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida (Jn. 14:6), puede
liberarnos o, más exactamente, redimirnos verdaderamente, no
solo de la pena que nuestro pecado merece (la muerte y la conde-
nación eterna), sino también del poder que el pecado ejerce sobre
nosotros actualmente.
4.4. El pariente redentor
Valga decir que la redención era algo con lo que Israel estaba familiari-
zado gracias a la figura del go’el o pariente redentor contemplado en la
ley mosaica. Éste era un pariente cercano (el más cercano disponible),
que cumplía varias funciones que tipificaban, guardadas las proporcio-
nes, lo hecho por Cristo a nuestro favor. Es así como el go’el podía,
siempre mediante el pago de un precio16:
 Rescatar la tierra o posesión familiar de un israelita que, por física ne-
cesidad, hubiera tenido que venderla a un tercero (Lv. 25:23-25)
 Rescatar a alguien que, también por física necesidad, hubiera tenido
que venderse como esclavo a un tercero (Lv. 25:47-48)
 Finalmente, el go’el o pariente redentor podía vengar la muerte de un
pariente asesinado (en este caso el go’el era designado como “el
vengador de la sangre”, tal como lo registra Nm. 35:11-34 y Lv. 19:4-
6, 10-13)17 en el marco de estricta justicia de la Ley del Talión.
Las funciones e imágenes asociadas al go’el apuntan, pues, a lo
hecho por Cristo a nuestro favor, llevado a cabo por Él de manera
superlativa como el Redentor potencial por excelencia de la huma-
nidad en general, pero de una manera concreta y real y no mera-
16
Aquí, por lo menos, en los dos primeros casos relacionados. Recordemos que el pago de un
precio o rescate es fundamental en la noción de redención.
17
Cabe señalar que el homicida involuntario que se refugiaba en alguna de las seis ciudades de
refugio para estar a salvo del go’el o “vengador de la sangre”, no podía abandonarla so pena
de exponerse, bajo su propia cuenta y riesgo, a las legítimas represalias del go’el. Pero curio-
samente, cuando moría el sumo sacerdote vigente para todo Israel, el homicida involuntario
podía regresar a su ciudad sin que el go’el pudiera ya sorprenderlo fuera de la ciudad de refu-
gio para vengar el crimen conforme a la ley, pues en este caso, parece ser que gracias a la
muerte del sumo sacerdote, el homicida involuntario era por completo indultado, lo cual no deja
de aludir a Cristo como nuestro Sumo Sacerdote (Heb. 3:1), quien, también con su muerte, nos
indulta por completo de la pena de muerte que merece nuestro pecado.
44

mente potencial, de la Iglesia en particular. Él es quien, en efecto,


rescata y nos devuelve nuestra perdida herencia original (Rom. 8:17;
Efe. 1:14, 18), nos rescata a nosotros mismos de la esclavitud que pa-
decemos y venga también la afrenta cometida por Satanás en el Edén
contra la criatura humana: el hombre, que es también una afrenta contra
su Creador: Dios.
Por cierto, el libro de Rut ilustra bellamente en un caso concreto las fun-
ciones del go’el. Es así como a través de los acontecimientos que culmi-
naron con el matrimonio entre Booz y Rut (Rut 2:20; 3:12-13; 4:1-6), se
evoca de manera profética la obra redentora consumada por Cristo a fa-
vor de su Iglesia, siendo entonces Booz no sólo un antecesor (Mt. 1:5;
Lc. 3:32), sino también un personaje que tipifica en muchos aspectos a
Cristo. Y Rut, a su vez, tipifica a la Iglesia como esposa del Señor, ele-
vada y restaurada a esta dignidad únicamente por la misericordia y el
soberano amor de Dios (Isa. 54:4-6; 62:3-5, 12)18.
4.5. El precio de la redención
Si bien hemos hablado de la redención como un acto de liberación, de-
bemos recordar que la noción de liberar se queda corta para abarcar
todo el significado del verbo redimir. En otras palabras, redimir im-
plica siempre una liberación, pero liberar no implica siempre una
redención, puesto que puede efectuarse una liberación por la fuerza
y sin el pago de un rescate, pero no se puede efectuar una reden-
ción sin este pago. La redención implica en sí misma una liberación
mediante el pago de un precio de rescate, mientras que la mera li-
beración puede llevarse a cabo sin el pago estricto de un precio de
rescate, por lo menos no un pago sustantivo que vaya más allá del
mismo esfuerzo o fuerza requerida para llevar a cabo la liberación.
En el caso de nuestra redención y el precio pagado por ella por Cristo,
debemos tomar siempre en consideración que la redención tiene como
objetivo liberarnos de una tiranía tan universal, opresiva, poderosa y
destructiva como la del pecado, respecto del cual la Biblia establece que:
“... sin derramamiento de sangre no hay perdón [de pecados]” (Heb.
9:22); además de la declaración hecha por el salmista en el sentido de
que: “Nadie puede salvar a nadie, ni pagarle a Dios rescate por la vida.

18
La llamada “ley del levirato”, establecida para preservar la descendencia y el nombre de un
varón casado que hubiera fallecido sin haber concebido hijos con su correspondiente esposa,
obligaba en primera instancia al cuñado o cuñados de la viuda, hermanos del difunto, a casarse
con ella y darle una descendencia (el primer hijo) que, aunque no fuera hijo biológico del difun-
to sino de su hermano, era sin embargo considerado legalmente hijo del difunto y su viuda
(Gén. 38:1-26; Dt. 25:5-6; Rut 1:12-13; Mt. 24:23-28; Mr. 12.18-23; Lc. 20:27-33). Y todo pare-
ce indicar que esta ley se extendía en la práctica y en ausencia de cuñados al pariente más
cercano al difunto y en casos como el de Rut, podía llegar a ser considerado un deber o fun-
ción más del go’el.
45

Tal rescate es muy costoso; ningún pago es suficiente” (Sal. 49:7-8). De


ello resulta claro que ningún ser humano puede redimirse a sí mismo
ni a otro, y es por eso que nuestra única esperanza era que Dios
pagara el precio por nosotros, como lo hizo Cristo a nuestro favor.
Ahora bien, ese precio no se le paga de ningún modo a Satanás19,
como lo postuló en su momento el gran teólogo alejandrino de la anti-
güedad: Orígenes, quien si bien fue un gigante de la fe y un teólogo ex-
cepcional, no por eso acertó en todo y su excesiva tendencia especulati-
va y alegórica en la interpretación de las Escrituras, muy propia de su
contexto cultural, lo llevó a postular explicaciones como ésta que han si-
do condenadas posteriormente por no corresponder con la revelación de
Dios en Cristo y en las Escrituras20. Procuraremos ampliar esto cuando
abordemos la doctrina de la expiación. Baste decir por lo pronto que, en
concordancia con lo anterior, el precio pagado por Cristo para redi-
mirnos fue nada más y nada menos que su propia vida (Mt. 20:28;
Mr. 10:45; 1 Tim. 2:5-6; Tito 2:14), o como lo dijo el apóstol Pedro para
dejar las cosas en claro: “Como bien saben, ustedes fueron rescatados
de la vida absurda que heredaron de sus antepasados. El precio de su
rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino
con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y
sin defecto” (1 P. 1:18-19. Compare con Apo. 5:9)
Y esto lo hizo voluntariamente: “Por eso me ama el Padre: porque en-
trego mi vida para volver a recibirla. Nadie me la arrebata, sino que
yo la entrego por mi propia voluntad. Tengo autoridad para entregar-
la, y tengo también autoridad para volver a recibirla. Éste es el manda-
miento que recibí de mi Padre" (Jn. 10:17-18), movido por su inextingui-
ble amor por nosotros: “A la verdad, como éramos incapaces de sal-
varnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los malvados. Difícilmen-
te habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a
morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor por noso-

19
El dominio que Satanás ejerce en la vida de los seres humanos en general no es un dominio
que ejerza por derecho, puesto que él no tiene ningún derecho previo o a priori sobre el indivi-
duo humano que el mismo individuo no le haya cedido en su momento, ya sea de manera
consciente y voluntaria o, más comúnmente, bajo engaño. El dominio que él ejerce sobre el
género humano caído es, pues, tan sólo un dominio de hecho, pero no en derecho. El sabe
aprovechar muy bien la condición caída del ser humano para fomentar o promover aún más el
pecado y exacerbar su práctica. En otras palabras, él sabe muy bien “pescar en río revuelto”,
pero debido a que, sea como fuere, ese dominio es un dominio de hecho y no en derecho, no
puede exigir ningún precio de rescate que deba pagársele, pues ni el hombre ni mucho menos
Dios le deben algo en derecho.
20
No obstante, algunos grupos heterodoxos y algo sectarios de la actualidad siguen echando
mano de esta explicación y elaborando sistemas teológicos tan descabellados y contrarios a
una sobria interpretación de la Biblia que siempre terminan derribando con el codo lo poco que
hayan logrado construir con la mano.
46

tros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo mu-


rió por nosotros” (Rom. 5:6-8. Ver también Jn. 3:16; 15:13).
Tiene que ser así, pues la libertad, con todo lo valiosa y deseable que
pueda ser, no es un fin en sí misma, sino un medio para el amor, que
por definición debe otorgarse libremente, siendo el amor un fin en sí
mismo, puesto que Dios es amor y Dios debe ser siempre un fin, el fin de
la vida humana y nunca un medio para obtener algo más. En síntesis, es
al amor de Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo simultáneamente), el
que hace todos estos sublimes arreglos para satisfacer sus de-
mandas de justicia conforme a la Ley y poder redimirnos a cabali-
dad a un costo tan elevado como el pagado.
4.6. Los tiempos de la redención
Ahora bien, la redención es un hecho cumplido e irreversible en la vida
del creyente, pero sus efectos y beneficios aún no se disfrutan a plenitud
por parte del cristiano. Esto es debido a que la Biblia revela una progre-
sión en los tiempos de la redención, así:
3.6.1. Redención pasada
En lo que a Dios concierne, la redención es un hecho consumado
que no requiere ningún tipo de añadidura ni depende ya de nada
que nosotros podamos o no podamos hacer. Ese es el sentido
que encontramos en pasajes como estos: “Cristo nos rescató de
la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros, pues está
escrito: «Maldito todo el que es colgado de un madero»” (Gál.
3:13); “Como bien saben, ustedes fueron rescatados de la vida
absurda que heredaron de sus antepasados…” (1 P. 1:18). Se di-
ce incluso que aquellos que se oponen y rechazan lo hecho por
Cristo a nuestro favor y no se benefician, por tanto, de la reden-
ción de manera personal, también fueron ya potencialmente res-
catados por Cristo: “En el pueblo judío hubo falsos profetas, y
también entre ustedes habrá falsos maestros que encubiertamen-
te introducirán herejías destructivas, al extremo de negar al mismo
Señor que los rescató…”.
Por último, está idea también está implícita en lo dicho por el
apóstol Pablo a los Corintios así: “Ustedes fueron comprados
por un precio; no se vuelvan esclavos de nadie” (1 Cor. 7:23) y
“fueron comprados por un precio. Por tanto, honren con su cuer-
po a Dios” (1 Cor. 6:20). Tal vez el pasaje más claro en lo que tie-
ne que ver con este aspecto pasado de la redención es éste: “pe-
ro por su gracia son justificados gratuitamente mediante la reden-
ción que Cristo Jesús efectuó” (Rom. 3:24)
3.6.2. Redención presente
47

No obstante lo anterior, es evidente que el pecado, el tirano que


nos esclavizó antes de ser redimidos por Cristo, sigue presente
aún en la vida de la Iglesia en un grado tal que acarrea, por una
parte, una inevitable vergüenza para la iglesia no sólo delante de
Dios, sino también delante del mundo que la observa escrutado-
ramente, perdiendo por esta causa credibilidad ante el mismo. Y
por otra parte, de manera simultánea, le reporta sonoras y signifi-
cativas victorias parciales a nuestro enemigo el diablo en su en-
frentamiento con Dios y con su Iglesia.
En otras palabras, el pecado y su principal agente instigador: el
diablo, ya han sido vencidos al punto que ya no pueden ejercer su
dominio sobre la iglesia, el conjunto de los han sido redimidos por
Cristo del poder del pecado y del dominio de hecho que Satanás
ejerce sobre la humanidad caída; pero pueden de todos modos
continuar influyendo en ella de una manera que no debe tampoco
subestimarse.
Se explica esto por cuanto la Biblia también nos revela que, en el
presente, la vida cristiana es un combate, una lucha perma-
nente, y que debemos entonces ser conscientes de que el cris-
tiano se encuentra en medio del fuego cruzado de un conflic-
to cósmico anterior a nuestra historia que involucra a mucho
más que la humanidad. Involucra a Satanás y sus demonios.
Lo que la redención llevó a cabo (pasado) en este contexto de lu-
cha fue rescatarnos del dominio de nuestros enemigos21 e incor-
porarnos de manera libre, voluntaria y oficial en el ejército que tie-
ne la victoria final asegurada, el ejército de Dios, pero eso no sig-
nifica que la guerra haya concluido. Y nosotros somos soldados
en el frente de batalla (1 Tim. 6:12; 2 Tim. 2:3-4).
Por eso, si bien los resultados de la redención son definitivos y
completos desde que se consumó en la cruz del Calvario en el
pasado histórico de la Iglesia (Jn. 19:28, 30), todavía no disfruta-
mos cabalmente de todos sus inherentes beneficios. Y no lo
haremos mientras la batalla no concluya con el regreso de Cristo.
Mientras tanto, con base en lo ya obtenido en la redención pa-
sada a nuestro favor, debemos esforzarnos en el presente
por no dejarnos vencer por el mal en las escaramuzas actua-
les y recurrentes en que nos vemos a diario involucrados, si-
no al contrario, vencer el mal con el bien (Rom. 12:21).

21
Eramos, por decirlo así, “prisioneros de guerra”, ya fuera en una condición de inerme impo-
tencia o peor aún, obligados mediante el engaño y tiranía del pecado (Heb. 3:12-13) y las arti-
mañas de Satanás (2 Cor. 2:11) a combatir, a nuestro pesar o aún sin plena conciencia, a favor
de nuestros enemigos.
48

Así lo expresó el apóstol: “Él se entregó por nosotros para resca-


tarnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedi-
cado a hacer el bien” (Tito 2:14) en una dinámica siempre pre-
sente, progresiva y continua, a la manera del pueblo de Israel al
establecerse en la Tierra Prometida: “Las siguientes naciones son
las que el Señor dejó a salvo para poner a prueba a todos los is-
raelitas que no habían participado en ninguna de las guerras de
Canaán. Lo hizo solamente para que los descendientes de los is-
raelitas, que no habían tenido experiencia en el campo de batalla,
aprendieran a combatir” (Jc. 3:1-2), es decir, para adiestrarnos en
el combate mediante el sometimiento de esos reductos de resis-
tencia omnipresentes, contribuyendo de paso al rescate o re-
dención efectiva de otros mediante la predicación del evange-
lio y un buen testimonio de vida caracterizado por buenas
obras en nuestro paso por el mundo.
3.6.3. Redención futura
Aquí tenemos el fundamento de la sublime esperanza cristiana.
La certeza que tenemos del regreso de Cristo para consumar
nuestra redención en todos sus aspectos, efectos y beneficios.
Ese estado futuro en el cual, siguiendo a Agustín de Hipona,
podremos no pecar y no podremos pecar, porque recibiremos,
mediante la resurrección o la transformación de nuestros cuerpos
mortales corruptibles, cuerpos gloriosos e incorruptibles a seme-
janza de nuestro Señor, Salvador y Redentor Jesucristo.
No debemos olvidar nunca que la esperanza cristiana no es la
simple inmortalidad del alma, pues de ser así no nos diferen-
ciaríamos en nada de los cultos pero paganos griegos de la anti-
güedad que también la sostenían; sino que la esperanza cris-
tiana va mucho más allá de esto y tiene su expresión más
acabada en la resurrección del cuerpo (1 Cor. 15:35-58), que
no es otra cosa que lo que la Biblia llama la “redención del
cuerpo” (Rom. 8:23), que es el punto culminante que indica que
nuestra redención ha sido alcanzada ya en grado superlativo.
Así, pues, cuando el Nuevo Testamento se refiere a la redención
como algo futuro está aludiendo a este aspecto específico de la
redención, como cuando al relacionar las señales de los últimos
tiempos, el Señor Jesucristo declara: “Cuando comiencen a suce-
der estas cosas, cobren ánimo y levanten la cabeza, porque se
acerca su redención” (Lc. 21:28). Este es también el sentido de
pasajes como los siguientes: “Éste [el Espíritu Santo] garantiza
nuestra herencia hasta que llegue la redención final del pueblo
adquirido por Dios, para alabanza de su gloria” (Efe. 1:14); y “No
49

agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron sellados pa-


ra el día de la redención” (Efe. 4:30).
Cabe anotar que este aspecto futuro de la redención no con-
cierne únicamente a los creyentes, sino a toda la creación,
puesto que la Biblia nos indica que el pecado de ángeles y seres
humanos ha tenido nefastas consecuencias no sólo para la condi-
ción y el destino personal de ambos tipos de seres, sino también
para todo el universo, según nos lo revela el apóstol Pablo en lo
que algunos teólogos designan como “las consecuencias cósmi-
cas de la caída” que explican en buena medida la vigencia univer-
sal de la ley de la entropía, la segunda ley de la termodinámica 22;
así como la ocurrencia de muchas catástrofes naturales en la his-
toria humana inexplicables a primera vista en las que no ha habi-
do ni mediación ni responsabilidad directa ni indirecta del hombre
(descontando, por supuesto, la caída en pecado de nuestros pri-
meros padres), pero que de cualquier modo han ocasionado ab-
surdas y masivas pérdidas de vida y serios perjuicios que se anto-
jan injustos o caprichosos y nos hacen sentir a veces a merced de
una naturaleza hostil a nosotros.
No olvidemos la sentencia sobre el pecado pronunciada por Dios
en estos términos: “Al hombre le dijo: «Por cuanto le hiciste caso
a tu mujer, y comiste del árbol del que te prohibí comer, ¡maldita
será la tierra por tu culpa! Con penosos trabajos comerás de
ella todos los días de tu vida. La tierra te producirá cardos y
espinas, y comerás hierbas silvestres. Te ganarás el pan con el
sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual
fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás.»” (Gén.
3:17-19).
Y es justamente contra este trasfondo que se valora mucho más
este aspecto futuro de la redención que, teniendo en la resurrec-
ción o redención del cuerpo de los creyentes su punta de lanza 23,
se extiende también de manera maravillosa a toda la creación, en
las inequívocas e inspiradas palabras del apóstol: “De hecho,
considero que en nada se comparan los sufrimientos actuales con
la gloria que habrá de revelarse en nosotros. La creación aguar-
da con ansiedad la revelación de los hijos de Dios, porque
22
En términos coloquiales, esta ley lo que dice es que todo lo que existe tiende de manera in-
evitable e irreversible al desgaste, al desorden, al caos y que cualquier orden que pueda surgir
o implementarse dentro del universo en un tiempo y lugar concreto y determinado genera un
desorden siempre mayor proporcionalmente hablando en alguna otra parte del universo.
23
Los creyentes redimidos somos, por lo pronto, las primicias o el comienzo de lo que la Biblia
llama “nueva creación” (2 Cor. 5:17), pero la conclusión de ella no tendrá lugar sino con el re-
greso glorioso de Cristo cuando venga a consumar nuestra redención en esos aspectos inclui-
dos en lo que aquí hemos llamado “redención futura”.
50

fue sometida a la frustración. Esto no sucedió por su propia vo-


luntad, sino por la del que así lo dispuso. Pero queda la firme
esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la
corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa li-
bertad de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación to-
davía gime a una, como si tuviera dolores de parto. Y no sólo ella,
sino también nosotros mismos, que tenemos las primicias del
Espíritu, gemimos interiormente, mientras aguardamos nuestra
adopción como hijos, es decir, la redención de nuestro cuer-
po” (Rom. 8:18-23).
Es así como el glorioso aspecto futuro de la redención no concier-
ne únicamente al ser humano redimido (implicaciones antropoló-
gicas), sino también al universo (implicaciones cosmológicas) y es
descrito así por el apóstol Pedro: “Pero el día del Señor vendrá
como un ladrón. En aquel día los cielos desaparecerán con un
estruendo espantoso, los elementos serán destruidos por el
fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será quemada.
Ya que todo será destruido de esa manera, ¿no deberían vivir us-
tedes como Dios manda, siguiendo una conducta intachable y es-
perando ansiosamente la venida del día de Dios? Ese día los cie-
los serán destruidos por el fuego, y los elementos se derre-
tirán con el calor de las llamas. Pero, según su promesa, es-
peramos un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite
la justicia” (2 P. 3:10-13), marcando de este modo el inicio pleno
del reino de Dios en la tierra, en el cual: “… Ya no habrá muerte,
ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque las primeras cosas han de-
jado de existir” (Apo. 21:4).
En síntesis: hemos sido redimidos (redención pasada), estamos
siendo redimidos (redención presente), y seremos redimidos (re-
dención futura).
Cuestionario de repaso
1. ¿Qué significa “redimir”? y fundamentalmente, ¿de qué o quién hemos sido
redimidos por Cristo?
2. ¿Qué significan y cuáles son las tres palabras griegas más usadas en el
Nuevo Testamento traducidas como redención o redimir?
3. ¿Cuál es una de las lecciones más destacadas que nos brinda el libro del
profeta Oseas en relación con la redención llevada a cabo por Cristo a nues-
tro favor?
4. ¿Con qué concepto muy enfatizado en la modernidad está íntimamente rela-
cionada la doctrina de la redención en la Biblia?
51

5. Bíblicamente cuál de los siguientes dos conceptos tiene prioridad: ¿la liber-
tad o la liberación? Justifique su respuesta
6. ¿Cómo tipifica el go’el a pariente redentor en el Antiguo Testamento lo
hecho por Cristo a nuestro favor?
7. ¿Por qué decimos que se puede liberar sin redimir, pero no se puede redimir
sin liberar?
8. ¿Cuál fue el precio pagado para redimirnos y cuáles son los tres tiempos de
la redención?
52

5. Doctrina de la regeneración
Regenerar significa literalmente volver a generar o generar de nuevo.
En razón de ello, se considera que la doctrina de la regeneración guarda una
estrecha relación de identidad con la doctrina del nuevo nacimiento, pues
tanto la primera como la última expresión se encuentran en la Biblia.
En lo que tiene que ver con la última designación (nuevo nacimiento), el Se-
ñor Jesucristo fue muy enfático con Nicodemo en cuanto a la necesidad del
nuevo nacimiento para siquiera poder ver o entender lo concerniente al reino
de Dios (al respecto leer también 1 Cor. 2:14), y también para poder acceder
a su presencia en el reino de Dios en ventajosas e inmejorables condicio-
nes: “De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el
reino de Dios dijo Jesús. ¿Cómo puede uno nacer de nuevo siendo ya
viejo? preguntó Nicodemo. ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el
vientre de su madre y volver a nacer? Yo te aseguro que quien no nazca
de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios respondió
Jesús. Lo que nace del cuerpo es cuerpo; lo que nace del Espíritu es espíri-
tu. No te sorprendas de que te haya dicho: «Tienen que nacer de nuevo.»”
(Jn. 3:3-7).
En relación con la regeneración, el Señor Jesucristo se refirió a ella como al-
go que únicamente se consumaría en el futuro escatológico: “Y Jesús les di-
jo: De cierto os digo que en la regeneración24, cuando el Hijo del Hombre
se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también
os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt.
19:28 RVR), no obstante lo cual Pablo hace alusión a ella como algo, si no
ya cumplido plenamente, si por lo menos iniciado sin ninguna duda en la ex-
periencia pasada del creyente con estas palabras dirigidas a su discípulo Ti-
to hablando de Dios nuestro Salvador: “él nos salvó, no por nuestras propias
obras de justicia sino por su misericordia. Nos salvó mediante el lavamien-
to de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo” (Tito 3:5).
5.1. Conversión y regeneración
Regenerar y nacer de nuevo son, pues, expresiones equivalentes e in-
tercambiables entre sí. Ahora bien, ¿cómo se alcanza este estado de-

24
La Nueva Versión Internacional no traduce aquí literalmente como “regeneración” sino que di-
ce: “en la renovación de todas las cosas”. La Biblia de Jerusalén se inclina por el término
“regeneración”, pero en el comentario de pie de página opta por aclarar el sentido del vocablo
en este versículo, así: “Se trata de la renovación mesiánica que se manifestará al fin del mun-
do, pero que comenzará ya, de un modo espiritual, con la Resurrección de Cristo y su Reino en
la Iglesia”, o dicho de otro modo, se señala aquí con el término “regeneración” o con la expre-
sión “renovación de todas las cosas” indistintamente a la nueva creación que se consumará
con nuevos cielos y nueva tierra asociados al aspecto futuro de nuestra redención ya tratado
anteriormente que incluirá, por supuesto, la redención de nuestro cuerpo o, lo que es lo mismo,
la resurrección de los creyentes fallecidos y/o la transformación de nuestros cuerpos corrupti-
bles en cuerpos gloriosos e incorruptibles semejantes a los de nuestro Señor resucitado.
53

seable en lo que concierne a nosotros? Es claro en la Biblia que, sea


como fuere, la regeneración o nuevo nacimiento involucra como condi-
ción imprescindible la conversión a Cristo por parte del individuo. Pero
esta condición (la conversión), con todo y su innegable necesidad, no es
por fuerza la condición más determinante o decisiva para nacer de nue-
vo o ser regenerado. Y esto es así porque lo más determinante en la
regeneración o nuevo nacimiento es la acción e iniciativa divinas en
el contexto de su gracia (St. 1:18), mientras que el acto de conversión
es algo que obedece más a una iniciativa humana de carácter conscien-
te y volitivo (es decir, de carácter voluntario).
Veamos esto con más detenimiento intercalando con algunos comenta-
rios los siguientes dos versículos bíblicos: “Más a cuantos lo recibieron,
a los que creen en su nombre [es decir, a los creyentes convertidos a
Cristo], les dio el derecho de ser hijos de Dios [la conversión es, pues,
necesaria para alcanzar la condición de hijos de Dios. Sin embargo con-
tinúa diciendo el apóstol que...]. Estos no nacen de la sangre, ni por de-
seos naturales, ni por voluntad humana [lo cual significa que con todo y
lo necesaria que pueda ser, la conversión como acto propio de la volun-
tad humana no es lo más determinante para que tenga lugar la regene-
ración o nuevo nacimiento], sino que nacen de Dios [es decir que la ini-
ciativa divina, y no la humana, es lo más determinante para nacer de
nuevo y la condición de auténtico hijo de Dios no se recibe a través de
herencias biológicas o por esfuerzos o méritos naturales del ser humano,
sino fundamentalmente por una gratuita decisión soberana y por la ac-
ción sobrenatural de Dios]” (Jn. 1:12-13).
Dicho de otro modo, convertirse no implica necesariamente nacer de
nuevo o ser regenerado, pero el haber sido regenerado (o lo que es
lo mismo, haber nacido de nuevo) si implica necesariamente el
haberse convertido. No obstante, se sigue discutiendo si la regenera-
ción tiene prelación desde el punto de vista lógico25 y cronológico26 so-
bre la conversión o viceversa. Sin entrar a pronunciarnos sobre ello en
este lugar para no desviar el tema a asuntos que tienen mucha tela de
donde cortar, lo cierto es que sea como fuere conversión y regenera-
ción o nuevo nacimiento, si bien están relacionadas, tienen un sig-
nificado distinto y no es correcto confundirlas o igualarlas entre sí.

25
Esto es, tratar de establecer si la regeneración debe ir primero que la conversión en el orden
lógico revelado en las Escrituras.
26
Lo cual consiste en afirmar, siendo consecuentes con su aspecto lógico, que la regeneración
debe suceder en el tiempo antes que la conversión.
54

La conversión, como todo acto humano, puede ser auténtica o espuria


(falsa)27, pero la regeneración o nuevo nacimiento, como acto propio de
la soberanía divina, es siempre auténtica. Es por eso que nunca se en-
fatizará lo suficiente la necesidad de la regeneración, pues sin ella,
sencillamente la iglesia se llena de convertidos que no son más que
simples simpatizantes, puesto que como ya se ha dejado establecido,
una persona no se puede regenerar sin haberse convertido, pero mu-
chos pueden convertirse sin regenerarse.
En respaldo de ello podría argüirse que, considerando el papel que el
Espíritu Santo desempeña en la regeneración, es posible incluso que los
doce apóstoles se hubieran convertido a Cristo durante sus tres años y
medio de ministerio público, pero no hubieran sido verdaderamente re-
generados sino hasta cuando recibieron el Espíritu Santo en Pente-
costés, lo cual podría explicar en algo la traición y defección de Judas, la
negación de Pedro e incluso el abandono que hicieron de Cristo todos
los demás apóstoles (con la excepción de Juan), aunque esto no deja de
ser meramente conjetural.
5.2. La regeneración a la luz de la experiencia
La necesidad de la regeneración también resulta evidente partiendo
de la experiencia humana en general. Porque de la respuesta que dio
Jesús al desconcertado Nicodemo, se deduce con claridad que no es a
un nacimiento literal físico o biológico (tipo reencarnación), sino a un re-
nacimiento espiritual a lo que Cristo estaba aquí haciendo alusión. Ahora
bien, ¿qué significa esto?
Podemos responder a este interrogante con otra pregunta: ¿a quién no
le atrae la idea de poder nacer de nuevo, pudiendo capitalizar constructi-
vamente el bagaje de la experiencia que ya tenemos? ¿No es esta una
expresión a la que acostumbramos acudir en situaciones límite de nues-
tras vidas? Veamos un ejemplo típico. Aquella persona que se ve con-
frontada cara a cara con la muerte en un momento dado de su vida y
después, contra todo pronóstico, logra salir avante e ileso, o por lo me-
nos vivo de estos trances extremos, cuando luego se le pregunta que
sintió en ese momento suele decir: “Fue como nacer de nuevo”.
¿Quién no ha pasado en su vida por una experiencia similar o equivalen-
te a ésta, en la cual se haya sentido como si, literalmente, hubiera naci-
do de nuevo con un agradecido y profundo suspiro de alivio ante la nue-
va oportunidad recibida? No es entonces tan difícil entender de qué se
trata. Porque esas contadas y significativas experiencias de nuestra

27
Como por ejemplo cuando grandes multitudes hacen un acto mecánico o puramente emocio-
nal de conversión en grandes campañas públicas y, pasado un corto tiempo, vuelven a su vieja
vida porque no han sido regenerados.
55

existencia en las cuales nos hemos sentido como si hubiéramos


nacido de nuevo, no son sino un pálido reflejo de lo Cristo nos pro-
pone aquí. ¡Nacer literalmente de nuevo en un sentido espiritual pe-
ro muy real y definitivo! Tener una segunda oportunidad en la vida.
O dicho de manera más exacta, no tener una segunda oportunidad
en la vida, sino más bien la segunda oportunidad por excelencia. La
única requerida.
Por eso, entre otras muchas razones, es que es necesaria la regenera-
ción. Esta nos confiere una naturaleza adecuada para acceder y com-
prender los asuntos espirituales revelados en las Escrituras y en Cristo y
también para poder ingresar al reino de Dios en condición de hijos su-
yos. Porque si el pecado corrompe radicalmente o de raíz al ser humano
desde el centro hacia la periferia, lo que se requiere aquí para revertir
esta estado de cosas no es algo superficial. No basta con hacerle enton-
ces algunas mejoras a la naturaleza caída y pecaminosa del inconverso.
No basta con un maquillaje o reforma meramente externa (recordemos,
entre otros, lo dicho por Plantinga en el sentido de que el pecado tiene
que gastar mucho en maquillaje), pues la naturaleza caída del ser
humano, inclinada de manera irremediable hacia el pecado, sigue siendo
caída por más que se la logre mejorar, maquillar o reformar externamen-
te.
Es aquí cuando cobran plena vigencia refranes populares tales como: “el
hábito no hace al monje” y “aunque la mona se vista de seda, mona se
queda”. En otras palabras, los hijos de Dios no se hacen, nacen por
voluntad divina a través de la regeneración o nuevo nacimiento. Lo
dicho por el Señor Jesucristo en el sentido de que: “Nadie remienda un
vestido viejo con un retazo de tela nueva, porque el remiendo fruncirá el
vestido y la rotura se hará peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en odres
viejos. De hacerlo así, se reventarán los odres, se derramará el vino y
los odres se arruinarán. Más bien, el vino nuevo se echa en odres nue-
vos, y así ambos se conservan” (Mt. 9:16-17), puede ser ilustrativo para
comprender también la necesidad de la regeneración.
Porque, como se ha dicho razonablemente, la regeneración no es un
nuevo traje para el hombre redimido, sino un nuevo hombre para el
traje, o mejor aún, siguiendo la enseñanza de los odres nuevos y el
vino nuevo: un nuevo hombre en un nuevo traje. Pero el nuevo traje
únicamente será provisto en propiedad con la resurrección de los muer-
tos: “De hecho, sabemos que si esta tienda de campaña en que vivimos
se deshace, tenemos de Dios un edificio, una casa eterna en el cielo, no
construida por manos humanas. Mientras tanto suspiramos, anhelando
ser revestidos de nuestra morada celestial, porque cuando seamos re-
vestidos, no se nos hallará desnudos. Realmente, vivimos en esta tienda
de campaña, suspirando y agobiados, pues no deseamos ser desvesti-
56

dos sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Es
Dios quien nos ha hecho para este fin y nos ha dado su Espíritu como
garantía de sus promesas. Por eso mantenemos siempre la confianza…”
(2 Cor. 5:1-6).
5.3. Regeneración, muerte y vida
Por lo pronto, por su fe en Cristo y la acción poderosa y sobrenatural
de Dios en su vida, el creyente ha nacido ya de nuevo de manera
irreversible, ha sido ya regenerado en lo que tiene que ver con su
ser interior, su aspecto inmaterial (alma y/o espíritu), pero este even-
to marca el punto de partida de un proceso de maduración (o renovación
continua, para usar el término bíblico más adecuado), que se prolongará
durante toda su vida y únicamente terminará con su resurrección y/o
transformación de su cuerpo corruptible natural en un cuerpo incorrupti-
ble espiritual (1 Cor. 15:42-44; 51-54).
Mientras tanto, ese proceso no deja de ser paradójico y, por lo mismo,
no exento de altibajos que, sin embargo, no deben desanimarnos ni mu-
cho menos, pues como el apóstol lo expresa bien: “Por tanto, no nos
desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando
[es decir, el cuerpo, cuya redención aún no ha tenido lugar y sigue sien-
do por lo pronto víctima de la entropía que afecta a toda la creación físi-
ca o material], por dentro nos vamos renovando día tras día [el alma y el
espíritu renovándose continuamente a partir del momento en que expe-
rimentamos la regeneración o nuevo nacimiento]” (2 Cor. 4:16).
Valga decir aquí que la regeneración o nuevo nacimiento incluyen en
primera instancia la muerte al pecado por parte del creyente. En el
bautismo cristiano en agua se simboliza todo lo anterior: “¿Qué
concluiremos? ¿Vamos a persistir en el pecado, para que la gracia
abunde? ¡De ninguna manera! Nosotros, que hemos muerto al pecado,
¿cómo podemos seguir viviendo en él? ¿Acaso no saben ustedes que
todos los que fuimos bautizados para unirnos con Cristo Jesús, en
realidad fuimos bautizados para participar en su muerte? Por tanto,
mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin
de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también
nosotros llevemos una vida nueva. En efecto, si hemos estado unidos
con él en su muerte, sin duda también estaremos unidos con él en su re-
surrección. Sabemos que nuestra vieja naturaleza fue crucificada con
él para que nuestro cuerpo pecaminoso perdiera su poder, de modo
que ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado”.
Así, pues, hay que morir primero con Cristo al pecado para poder enton-
ces de manera prácticamente simultánea nacer de nuevo o ser regene-
rado en virtud de su resurrección, llegando a tener de este modo, según
lo expresa el apóstol Pedro: “… parte en la naturaleza divina” (2 P. 1:4).
57

La regeneración implica morir a la vida pasada, que no era vida real-


mente sino una pobre falsificación o caricatura de ella, para comenzar a
vivir la verdadera vida, la vida de calidad que Dios diseñó para nosotros
en unión con Él, al autor de la vida (Hc. 3:15). Esto explica también la
razón por la cual la condición del creyente antes de convertirse y nacer
de nuevo se describe así en la Biblia: “En otro tiempo ustedes estaban
muertos en sus transgresiones y pecados… Pero Dios, que es rico en
misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo,
aun cuando estábamos muertos en pecados…” (Efe. 2:1, 4-5).
Porque ser regenerado o nacer de nuevo es recibir en Cristo la auténtica
vida y no la vida aparente que encubre como simple fachada nuestra re-
al condición de muertos en nuestros pecados28. El apóstol Juan también
ratifica esta idea con su clara alusión al paso de la muerte a la vida ex-
perimentado por el creyente al convertirse y ser regenerado (1 Jn. 3:14).
Porque si bien todo lo que existe fue creado por medio de Cristo en su
condición de Verbo o Palabra de Dios (Jn. 1:3, Col. 1:15-16; Heb. 1:2),
incluyendo, por supuesto, a todos los seres vivos en general (vivos en un
sentido meramente biológico); ahora, adicional al hecho de haber sido
todos creados originalmente por medio de Cristo, los creyentes en parti-
cular hemos sido, por así decirlo, recreados en Cristo Jesús para buenas
obras (Efe. 1:10), en virtud de la regeneración o nuevo nacimiento que
nos concede la verdadera vida espiritual de la que carecíamos antes (St.
1:18; 1 P. 1:3, 23)29.
5.4. Beneficios de la regeneración
Ahora bien, la novedad de vida en la que el creyente es introducido a
través de la regeneración o nuevo nacimiento trae adosados notables
privilegios entre los cuales pueden enumerarse: una nueva filiación
y consecuente parentesco (Gál. 4:6; Efe. 1:5; 2:19; Heb. 2:11; 10:21),
aún a riesgo de ser repetitivos en este punto dada la mención previa que
se ha hecho de ello al citar Juan 1:12, repetición en la que sin embargo
no le importa al apóstol Juan incurrir en vista de que a veces parece que

28
Esto explica la declaración de Cristo cuando le dice a alguien: “Deja que los muertos [perso-
nas que, no obstante lo dicho y sin perjuicio de ello, se encontraban biológicamente vivas] en-
tierren a sus propios muertos” (Lc. 9:60)
29
Es por ello que la Biblia se refiere a Cristo como “el primogénito de toda creación” (Col. 1:15)
y no simplemente como el primogénito de la creación, pues la Biblia nos revela que hay dos
creaciones: la primera, es decir la antigua, registrada en los dos primeros capítulos del Géne-
sis, fue sometida a corrupción por causa del pecado de ángeles y seres humanos (Rom. 8:19-
20); mientras que la última, la nueva creación será por completo incorruptible. Y él tiene la prio-
ridad o preeminencia sobre ambas creaciones (eso es lo que significa el término “primogénito”
en la mentalidad judía), debido a que todas las criaturas, incluyendo a los seres humanos, fui-
mos creados por medio de él en la primera o antigua creación; mientras que en la segunda o
nueva creación, gracias a la regeneración o nuevo nacimiento, hemos sido creados en él, de
modo que en ambas creaciones su iniciativa y su papel ha sido lo verdaderamente determinan-
te.
58

no la valoramos ni comprendemos en su real dimensión, por lo que el


apóstol debe ponerse en el trabajo de reiterárnoslo de forma por demás
exaltada (1 Jn. 3:1-3).
Así mismo, una nueva ciudadanía (Efe. 2:12-13; Fil. 3:20); una nueva
naturaleza (Efe. 4:24; Col. 3:10-11), mediante la ya mencionada partici-
pación del creyente en la naturaleza divina (2 P. 1:4); pero por sobre to-
do una nueva mente o forma de pensar (Rom. 12:2; Efe. 4:23), que
nos conduce a cultivar nuevos afectos e intereses y que nos permite
también ir desarrollando de manera gradual y creciente la misma pers-
pectiva que Cristo tiene de la vida (1 Cor. 2:16). Y, por supuesto, un
nuevo destino: la vida eterna en comunión con Dios en su reino (Jn.
3:15-16; 5:24; 6:40, 47; 17:3; 1 Jn. 1:1-3; 2:25; 5:11, 13).
Por último la Biblia identifica dos señales o evidencias que confirman
la regeneración o nuevo nacimiento del creyente. Una evidencia o
señal interna: el testimonio interior y directo del Espíritu Santo a
nuestro espíritu confirmando de una manera cabalmente indefinible pero
no por eso menos real nuestra condición de hijos de Dios (Rom. 8:16); y
una evidencia o señal externa: el positivo cambio de conducta del
regenerado producto de una nueva manera de pensar que reordena las
prioridades del creyente y las subordina de buena gana a los intereses
del reino de Dios y al sistema de valores propio del evangelio, en clara
oposición al sistema de valores promovido por Satanás en el mundo, en
un proceso comúnmente conocido como “santificación” que merece tra-
tamiento aparte.
Cuestionario de repaso
1. ¿Cuál es la otra expresión bíblica en el Nuevo Testamento que hace refe-
rencia a la doctrina cristiana de la regeneración al punto que pueden inter-
cambiarse entre sí?
2. ¿Qué significa regenerar?
3. ¿Es lo mismo conversión que regeneración? Justifique su respuesta
4. ¿Qué pasos simbolizados en el bautismo en agua implican para el cristiano
la regeneración o nuevo nacimiento?
5. Privilegios o bendiciones derivados de la regeneración o nuevo nacimiento.
6. Señales o evidencias interna y externa que confirman la regeneración o nue-
vo nacimiento.
59

5. Doctrina de la justificación
Antes de ocuparnos de la doctrina de la justificación, una de las doctrinas
más centrales asociadas a la salvación, es necesario entender algunos as-
pectos de la noción de justicia tal y como ésta se revela en las Escrituras en
general y en el evangelio en particular. Y es que el concepto de justicia es
tan crucial en las Escrituras que habría que estar de acuerdo con Her-
bert Lockyer al afirmar que: “La justicia humana y divina, forma la tra-
ma y urdimbre de las Escrituras. La justicia práctica y la doctrinal nos
salen al encuentro casi en cada página”, razón por la cual, continúa di-
ciéndonos este autor en declaración que debemos también suscribir: “La ne-
cesidad imperiosa de nuestros días es una recta comprensión de la justicia,
por su asociación con la relación del alma con Dios y por sus responsabili-
dades con otros”. Walter Scott recoge todo lo anterior de manera más sucin-
ta y puntual: “La justicia es la piedra angular del arco de la revelación divina”.
Enumeremos entonces algunos aspectos relativos a la justicia que cobran
importancia para entender la doctrina de la justificación.
6.1. La justicia de Dios
La justicia es un atributo inseparable de Dios mismo. Una justicia en-
tendida tanto en el ser como en el actuar. Es así como Dios es justo y,
en consecuencia, actúa siempre con justicia. En otras palabras, Él hace
siempre lo que es correcto. Lockyer recoge la siguiente definición de
justicia que podría aplicarse muy bien a la justicia de Dios: “rectitud en la
posición y relación de una persona con respecto a los demás”. En este
orden de ideas, Dios no puede cometer injusticias porque su carácter
es eminente y absolutamente justo. Y dado que su esencia es siem-
pre la misma, su carácter tampoco cambia nunca (St. 1:17; Heb. 13:8),
como se ha visto ya (en Teología Básica) al considerar la inmutabilidad o
invariabilidad como el atributo de Dios que garantiza la permanencia de
todos los demás atributos asociados a Él.
Así, pues, la convicción que se encuentra siempre en el trasfondo de to-
da la Escritura es que Dios es justo, y es precisamente esa justicia in-
herente a su ser la que da pie a su enojo, mejor conocido en la Bi-
blia con la expresión “la ira de Dios”, contra el ser humano por
causa del pecado: “Dios es juez justo, Y Dios está airado contra el imp-
ío todos los días” (Sal. 7:11 RVR). La justicia de Dios es algo tan esta-
blecido en las Escrituras y en su trato con la humanidad a través de la
historia que desde la temprana época de Abraham o de Job ya se da por
sentada. Abraham, por ejemplo, intercede ante Dios en su conocido re-
gateo por Sodoma y Gomorra apoyándose en el carácter justo de Dios,
ya para entonces bien conocido: “… ¿De veras vas a exterminar al jus-
to junto con el malvado?... ¡Lejos de ti el hacer tal cosa! ¿Matar al justo
60

junto con el malvado, y que ambos sean tratados de la misma manera?


¡Jamás hagas tal cosa! Tú, que eres el juez de toda la tierra, ¿no
harás justicia?” (Gén. 18:23, 25).
Bildad también interpela a Job con estas preguntas retóricas: “¿Acaso
Dios pervierte la justicia? ¿Acaso tuerce el derecho el Todopoderoso? Si
tus hijos pecaron contra Dios, él les dio lo que su pecado merecía”
(Job 8:3-4). Los teólogos especulan acerca de qué tanto del cuadro
completo ignoraban Abraham, Bildad o Job, pero coinciden en que la
inspirada afirmación de justicia que ellos hacen respecto a Dios no pue-
de discutirse. Otra cosa es que la injusticia de los hombres termine “pe-
lando el cobre” o llegando a su colmo atribuyendo con atrevimiento injus-
ticia a Dios para tratar infructuosamente de justificar las faltas humanas
(como se dice popularmente. “los pájaros tirándole a las escopetas”):
“»Ustedes dicen: ‘El SEÑOR es injusto.’ Pero escucha, pueblo de Israel:
¿En qué soy injusto? ¿No son más bien ustedes los injustos?” (Eze.
18:25, 29), alegato humano totalmente improcedente e insostenible de
manera objetiva y consistente y que tan sólo demuestra, en el mejor de
los casos, la ofuscación y obnubilación de quien así argumenta.
David hace una honesta confesión basado en su propia experiencia que
debería ser suscrita por todos cuando nos sintamos tentados a atribuir
injusticia a Dios reprochándole sus actuaciones: “Contra ti he pecado,
sólo contra ti, y he hecho lo que es malo ante tus ojos; por eso, tu sen-
tencia es justa, y tu juicio, irreprochable” (Sal. 51:4). En realidad,
nuestros vanos y airados intentos por justificarnos atribuyendo injusticia
a Dios contribuyen más bien a reafirmar la justicia de Dios, puesto que
aún: “La furia del hombre te alabará…” (Sal. 77:10 Texto Masorético),
como lo reitera el apóstol Pablo citando, por cierto, el salmo 51: “… Dios
es siempre veraz, aunque el hombre sea mentiroso. Así está escrito:
«Por eso, eres justo en tu sentencia, y triunfarás cuando te juz-
guen.» Pero si nuestra injusticia pone de relieve la justicia de Dios,
¿qué diremos? ¿Qué Dios es injusto al descargar sobre nosotros
su ira? (Hablo en términos humanos.) ¡De ninguna manera! Si así
fuera, ¿cómo podría Dios juzgar al mundo?” (Rom. 3:4-6).
La justicia de Dios y la injusticia de los hombres nos deja a todos ante Él
como reos de condenación, puesto que con todo y el hecho de que Dios
sea: “… lento para la ira y grande en amor…”, de cualquier modo: “…
jamás dejas impune al culpable, sino que castigas la maldad…”
(Nm. 14:18) y “… El SEÑOR no deja a nadie sin castigo…” (Nah. 1:3). Es-
to pone a Dios ante una encrucijada aparentemente irresoluble en
relación con el género humano. Su justicia exige nuestra condenación,
pero su amor o misericordia no desea condenarnos: “¿Acaso creen que
me complace la muerte del malvado? ¿No quiero más bien que abando-
ne su mala conducta y que viva? Yo, el SEÑOR lo afirmo… Yo no quiero
61

la muerte de nadie… ‘Tan cierto como que yo vivo afirma el Señor om-
nipotente, que no me alegro con la muerte del malvado, sino con que
se convierta de su mala conducta y viva…” (Eze. 18:23, 32; 33:11 Ver
también 1 Ti. 2:4; 2 P. 3:9).
Sin embargo, en ejercicio de su misericordia y aún si nos volvemos
a Él arrepentidos, Dios no puede simplemente perdonarnos e indul-
tarnos sin más vulnerando el sentido y las exigencias de su justicia,
expresadas de manera inequívoca con estas palabras: “La persona que
peque morirá… Todo el que peque, merece la muerte…” (Eze. 18:4,
20). Porque el arrepentimiento y la conversión por sí solos no borran
nuestros pecados ni eliminan la posibilidad de que, eventualmente, pe-
quemos de nuevo. No obstante, nos resistimos obstinadamente a reco-
nocer todo lo dicho y nos empeñamos en tratar de establecer nuestra
propia, precaria, engañosa y supremamente imperfecta justicia, que lo
único que hace es agravar nuestra ya perdida condición. Veamos esto
con más detalle.
6.2. La justicia humana
La engañosa autojustificación fue el primer mecanismo de defensa
del ser humano después de caer en pecado y se ha mantenido vi-
gente a través de toda la historia de la humanidad. Adán no recono-
ció su falta sino que intentó justificarse culpando a Eva y ella hizo
lo propio con la serpiente. Y así hemos continuado todos a partir de
ellos.
Ahora bien, los seres humanos pueden argumentar justicia relativa en
muchos casos particulares incluidos dentro del gran marco de las rela-
ciones interpersonales con su prójimo, pero nunca puede argumentar
una justicia absoluta delante de Dios sin incurrir en un insostenible y pe-
ligroso sofisma sin ningún fundamento. En los Salmos David clamaba a
Dios y le pedía vindicación en muchos casos particulares en que se de-
claraba justo en el contexto de algunas de las relaciones conflictivas con
sus semejantes que caracterizaron su vida y su reinado, pero nunca ar-
gumentó esta justicia relativa como pretexto para salir justificado delante
de Dios, sino sólo para pedirle a Dios que mostrara que él (David) había
actuado con más justicia que sus adversarios en situaciones concretas.
Pero por otro lado, cuando se trata de comparecer ante Dios, David pre-
fiere orar de este modo: “No lleves a juicio a tu siervo, pues ante ti na-
die puede alegar inocencia” (Sal. 143:2). En consecuencia, pueden
existir personas más justas o injustas que otras en su conducta y
en su trato con sus semejantes, pero en último término, cuando to-
dos comparecemos ante Dios las comparaciones entre nosotros
pierden toda su razón de ser.
62

No por nada dice la sabiduría popular que las comparaciones son odio-
sas. A pesar de ello, tenemos una tendencia natural a compararnos con
los demás, con la esperanza de salir mejor librados que aquellos con
quienes nos comparamos, imaginando ingenuamente que tal vez así po-
dremos desviar la atención de Dios de nosotros mismos para dirigirla al
otro. Somos como los niños pequeños que al ser sorprendidos comiendo
las galletas de lo alto del estante; señalan y culpan al que sostiene en
sus manos el recipiente que las contiene, olvidando que los restos de
galleta en sus propios rostros los delatan.
Pero el hecho es que el Dios Justo no se deja enredar en estos necios e
infantiles sofismas de distracción urdidos por el hombre para tratar de
justificarse. Él no evalúa por comparación, curvas ni promedios,
pues de este modo tendría que hacer concesiones inadmisibles a la
justicia propia de su carácter al tener que nivelar a la humanidad
por lo bajo; sino que más bien establece, de manera consecuente con
su propio carácter, la norma absoluta y superlativa a la luz de la cual de-
bemos evaluarnos si queremos ser merecedores de su aprobación y fa-
vor: perfección (Mt. 5:48) o santidad (Lv. 19:2, Heb. 12:14).
Si somos honestos tendremos que admitir nuestra impotencia para lo-
grarlo, como lo hace Salomón al afirmar concluyentemente que: “No hay
en la tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque” (Ecl. 7:20). A
la vista de esto las comparaciones terminan siendo algo fútil e inofi-
cioso y la única alternativa real y viable es dejarlas de lado siguiendo el
ejemplo paulino: “No nos atrevemos a igualarnos ni a compararnos con
algunos que tanto se recomiendan a sí mismos. Al medirse con su
propia medida y compararse unos con otros, no saben lo que
hacen” (2 Cor. 10:12). Las comparaciones son únicamente paliativos
que buscan encubrir el hecho de que ante Dios: “«No hay un solo justo,
ni siquiera uno… Todos se han descarriado, a una se han corrompido.
No hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo!»… pues todos han
pecado y están privados de la gloria de Dios” (Rom. 3:10, 12, 23).
Pero los estériles esfuerzos por autojustificarse siguen a la orden del día
en variadas formas, entre las cuales ha venido a ser proverbial o repre-
sentativo el fariseísmo tipificado por los judíos, quienes: “No conociendo
la justicia que proviene de Dios, y procurando establecer la suya propia,
no se sometieron a la justicia de Dios” (Rom. 10:3). En efecto, a seme-
janza de los judíos que, en la práctica, terminaban extraviados colocan-
do su confianza más en sus esfuerzos con arreglo a la ley que en la gra-
cia y la elección divina de la que habían sido objeto en el pacto suscrito
por Dios con ellos como nación; así también la humanidad ha tratado
inútilmente y de muchas maneras de confiar más en sus propios
esfuerzos para salvar el insalvable abismo que se interpone y la se-
para de Dios. Moralidad, buenas obras, filosofía, religiosidad y aún
63

ciencia (conocimiento), son los nombres que reciben algunos de


estos precarios esfuerzos que esconden motivaciones religiosas en
sus estratos más profundos.
Pero esto es lo que la Biblia dice en cuanto al resultado final de estos in-
tentos: “todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia”
(Isa. 64:6), añadiendo además: “Hay caminos que al hombre le parecen
rectos, pero que acaban por ser caminos de muerte” (Prov. 14:12). Cabe
señalar también aquí un acto llevado a cabo por nuestros primeros pa-
dres, Adán y Eva, que simboliza gráficamente los inútiles intentos de au-
tojustificación por parte de ser humano. Se trata del intento de cubrir su
vergonzosa desnudez30 tejiendo para sí delantales de hojas de higuera
(Gén. 3:7). Porque la historia de la humanidad caída podría resumir-
se en un continuo ejercicio de autojustificación que se refleja en la
búsqueda universal y permanente por encontrar algo con lo cual
cubrir nuestra desnudez espiritual, nuestra vergüenza, nuestra cul-
pa, no propiamente ante los ojos de los demás hombres; sino ante
los de Dios (Gén. 3:10).
6.3. La justicia de Dios imputada al hombre (justificación)
Imputar significa atribuir o contar como perteneciente a alguien algo de
lo cual esa persona está desprovista y que, en principio, no le pertenece.
La imputación es el mecanismo de la doctrina de la justificación. En
este sentido la justicia no solo es algo que caracteriza a Dios, sino
que es algo que Dios puede otorgar, justificando judicialmente a
quien no es justo, colocando a su cuenta o a su favor una justicia
que no le pertenece. Ese es el claro sentido de la frase paulina “la
justicia que proviene de Dios” (Rom. 1:17; 10:3)31.
Es aquí, entonces, donde se ubica propiamente la doctrina de la
justificación. Pero hay que anotar antes de proseguir que la justificación
es una idea meramente forense32. Ahora bien, volvamos a la encrucijada
o callejón sin salida en que Dios parece hallarse en el sentido de que, en
vista del pecado humano, Él no puede ser justo y misericordioso al mis-
mo tiempo, dilema que da lugar a la siguiente disyuntiva: Si es justo de-
be condenarnos, pero deja de ser misericordioso. Y si es misericordioso
30
Que, por cierto, no era vergonzosa sino hasta después de la Caída (Gén. 2:25)
31
De hecho ésta es la idea que domina en toda la epístola a los Romanos y en los escritos pau-
linos en general cuando él se refiere a “la justicia de Dios” a secas (ver, por ejemplo, Romanos
3:21-22). En otras palabras, esta frase en la pluma de Pablo (“la justicia de Dios”), evoca por lo
general más exactamente a “la justicia que proviene de Dios” y no propiamente la justicia por la
cual Él mismo es justo, aunque en último término el contexto es el que indica cual de los dos
sentidos es el que se aplica.
32
Es decir, que tiene que ver fundamentalmente con los foros o tribunales de justicia y no con la
experiencia cotidiana previa y/o posterior de quien es justificado, contexto en el que debemos
hablar más bien de la doctrina de la santificación, abordada más adelante en el programa de
este curso.
64

puede perdonarnos, pero comprometería su propio carácter al tener que


dejar de ser justo, pues su justicia exige nuestra condenación, aunque
en su amor o misericordia Él no desee condenarnos.
Pero Dios resuelve magistralmente el asunto creando una tercera
opción. A ella se refiere el teólogo Charles C. Ryrie de este modo: “Si
en Dios, el Juez, no hay injusticia y es completamente justo en todas
Sus decisiones, entonces ¿cómo puede Él declarar justo a un pecador?
Y todos somos pecadores. Dios solamente tiene tres opciones cuando
los pecadores comparecen ante Su tribunal: Condenarlos, comprometer
Su propia justicia para recibirlos tal y como están, o transformarlos en
personas justas. Si el puede ejercer esta tercera opción, entonces los
puede declarar justos”. Y el evangelio consiste en revelarnos y poner
a nuestra disposición todos los sublimes arreglos que fue necesa-
rio llevar a cabo por parte de Dios para hacer posible esta tercera
alternativa que resuelve el dilema.
No por nada, tal vez una de las más poéticas y hermosas descripciones
de esa especie de síntesis de conceptos aparentemente irreconciliables
que tendría lugar en el evangelio es la registrada de forma anticipada y
profética en el salmo 85:10: “El amor y la verdad se encontrarán, se be-
sarán la paz y la justicia”. Paradójico versículo que tiene cumplimiento en
el evangelio en línea con lo dicho por Henry Stob: “Dios no puede...
amar a expensas de la justicia. Dios, en su amor, va en verdad más allá
de la justicia, pero en ese amor no hace otra cosa que justicia. La cruz
de Cristo... es, al mismo tiempo, una cruz de juicio y una cruz de gracia.
Revela la paridad de la justicia de Dios y de su amor. Es de hecho el
establecimiento, en un solo evento, de ambos”.
Del mismo modo afirma el teólogo Lewis Chafer: “El triunfo del evangelio
no radica en que Dios haya tratado con lenidad el pecado; sino más bien
en el hecho de que todos los juicios que la infinita justicia tenía necesa-
riamente que imponer sobre el culpable, el Cordero de Dios los sufrió en
nuestro lugar, y que este plan que procede de la mente del mismo Dios
es, de acuerdo a las normas de su justicia, suficiente para la salvación
de todo el que cree en Él. Por medio de este plan Dios puede satisfa-
cer su amor salvando al pecador sin menoscabo de su justicia in-
mutable”.
6.4. Ilustraciones y ejemplos bíblicos de imputación
Continuando con lo ya dicho, la imputación en sí no es algo desconocido
en las Escrituras. Ya hemos visto, por ejemplo, que la Caída y la Reden-
ción son destacadas excepciones al principio de la responsabilidad per-
sonal e individual revelado en Ezequiel (Eze. 18:20). En la Caída el pe-
cado de Adán es imputado de manera corporativamente solidaria a toda
la raza humana. Y en la Redención, el pecado de toda la humanidad es
65

imputado a Cristo cuando Él se ofrece voluntariamente como ofrenda por


el pecado del mundo, aunque únicamente se beneficien de ello los que
creen y se hallan unidos solidariamente a Cristo mediante la fe en Él pa-
ra llegar a constituir a la Iglesia como el “cuerpo de Cristo” del cual Él es
la cabeza (Efe. 1:22-23; Col. 1:18).
Recordemos también que en el ritual sacrificial del Antiguo Testa-
mento, todo el que quería ofrecer un sacrificio para expiar su peca-
do personal, debía imponer sus manos sobre el animal sacrificado
para imputar a él sus pecados, una vez hecho lo cual la víctima sa-
crificada sustituía al oferente al morir en su lugar. Sin embargo, la
imputación era hasta aquí de tipo más bien negativo y no positivo. En
otras palabras lo que claramente se imputaba era el pecado y no la justi-
cia. El pecado de Adán imputado sobre toda la humanidad. El pecado
del oferente imputado sobre la víctima sacrificada. Y el pecado de la
humanidad imputado sobre Cristo.
Por eso la epístola de Pablo a Filemón nos brinda una clara ilustra-
ción de lo que es la imputación no solo por demérito (el pecado),
sino también por mérito (la justicia). Pablo solicita a Filemón, desta-
cado líder cristiano de la ciudad de Colosas convertido a través de Pa-
blo, que reciba de nuevo a su esclavo Onésimo, un fugitivo que había
huido de su amo Filemón en censurable actitud, pero que ahora regresa
a él de manera dócil y voluntaria, remitido por Pablo, después de haber-
se convertido al cristianismo también por mediación del apóstol en Ro-
ma. Veamos, pues, las recomendaciones del apóstol a su discípulo Fi-
lemón en relación con Onésimo, su nuevo hermano en la fe:
 Imputación por mérito: “De modo que, si me tienes por compañero,
recíbelo como a mí mismo” (Flm. 17)
 Imputación por demérito: “Si te ha perjudicado o te debe algo,
cárgalo a mi cuenta… te lo pagaré” (Flm. 18-19)
Cristo hace lo mismo con todos y cada uno de los creyentes. Nos pre-
senta ante Dios Padre como si nosotros fuéramos Él mismo, o dicho de
otro modo, como si su justicia fuera nuestra. Nos imputa su propia justi-
cia. Y al mismo tiempo, permite que nuestra injusticia (es decir, nuestro
pecado) le sea imputada a Él y cargada a la cuenta por Él saldada con
suficiencia en la cruz del Calvario.
Valga decir que la justicia de Cristo incluye tanto la divina (puesto
que Él es Dios y la “justicia de Dios” es, por tanto, atributo suyo, así co-
mo también “la justicia que proviene de Dios”, proviene también de Él),
como la humana, pues al asumir la condición de hombre, Cristo fue per-
fecto o impecable en todo lo que hizo de tal modo que no sólo ostenta la
“justicia de Dios” por derecho propio, sino que también es el único hom-
66

bre que, no obstante ser tentado, cumple cabalmente la norma de per-


fección, santidad o justicia absoluta establecida por Dios para los seres
humanos (Heb. 4:15).
Jesucristo es, pues, el Justo por excelencia, no solo por derecho di-
vino, sino también por mérito humano: “Rechazaron al Santo y Justo
[Jesucristo], y pidieron que se indultara a un asesino [Barrabás]” (Hc.
3:14); “¿A cuál de los profetas no persiguieron sus antepasados? Ellos
mataron a los que de antemano anunciaron la venida del Justo, y ahora
a éste lo han traicionado y asesinado” (Hc. 7:52); “Luego dijo: "El Dios
de nuestros antepasados te ha escogido para que conozcas su voluntad,
y para que veas al Justo y oigas las palabras de su boca” (Hc. 22:14).
Por eso es importante tener en cuenta que la justicia imputada al creyen-
te no es simplemente “la justicia de Cristo” (expresión que no se encuen-
tra en las Escrituras), entendida exclusivamente como los méritos
hechos por Cristo en su condición humana durante su paso histórico por
el mundo; sino “la justicia que procede de Dios” que incluye los méritos
de Cristo como ser humano pero de ningún modo se limita a ellos, pues
trasciende la condición humana de Cristo para remitirnos a su divinidad y
la justicia inherente a ella. De nuevo Pablo lo deja bien establecido: “…
No quiero mi propia justicia que procede de la ley, sino la que se obtiene
mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios, basada en la fe”
(Fil. 3:9).
Para ser más exactos, bíblicamente la justicia que proviene de Dios
es Cristo mismo, o dicho en términos bíblicos: “… ‘El SEÑOR es nuestra
justicia.’ ” (Jer. 33:16), gracias a lo cual Pablo llega a afirmar: “… Cristo
Jesús, a quien Dios ha hecho nuestra sabiduría es decir, nuestra
justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1:30). La doble imputa-
ción pecado/justicia que tiene lugar entre el creyente y Cristo en su
muerte y resurrección es bien remarcada en pasajes muy conocidos del
Nuevo Testamento como éste: “Porque Cristo murió por los pecados una
vez por todas, el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a
Dios” (1 P. 3:18) y este otro que es clásico y concluyente: “Al que no
cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para
que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21).
No obstante, parece ser que la imputación de nuestro pecado en Cristo
se consuma en su muerte, mientras que la imputación de la justicia de
Dios (Cristo) en los creyentes se consuma en su resurrección: “Él fue en-
tregado a la muerte por nuestros pecados [imputación de pecado en su
muerte], y resucitó para nuestra justificación [imputación de justicia por
su resurrección]” (Rom. 4:25). Sea como fuere, lo cierto es que Cristo
es, en su condición divina, el Justificador por excelencia y con exclu-
sividad; y al encarnarse como hombre Él llega a ser propiamente “la
67

justicia que proviene de Dios” otorgada al ser humano por gracia me-
diante la fe en Él: “…Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado
por alto los pecados; pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo
para manifestar su justicia [entendida aquí tanto en el sentido de la justi-
cia de Dios como en el de la justicia que proviene de Dios]. De este mo-
do Dios es justo [con la justicia de Dios] y, a la vez, el que justifica [con
la justicia que proviene de Dios] a los que tienen fe en Jesús” (Rom.
3:25-26).
La doctrina completa es, pues, como lo entendieron los reformado-
res: la justificación por la fe (por supuesto, siempre en el contexto del
amor, la misericordia y la gracia de Dios33), siendo el patriarca Abraham
el ejemplo más antiguo, explícito y representativo de la justificación por
la fe: “Abram creyó al SEÑOR, y el SEÑOR lo reconoció a él como justo”
(Gén. 15:6). La justificación, como puede verse, es mucho más que un
simple perdón de pecados: “… porque el perdón es la cancelación de la
deuda del pecado, mientras que la justificación es la imputación de justi-
cia. El perdón es negativo (supresión de la condenación), en tanto que la
justificación es positiva (otorgamiento del mérito y posición de Cristo)” (L.
S. Chafer).
Y aprovechando que Chafer hace referencia en el texto citado a la posi-
ción de Cristo, hay que puntualizar de nuevo que la justificación afecta
de manera cabal únicamente la posición del creyente al comparecer
ante Dios (doctrina forense) y no su estado o condición en el mun-
do, en el cual los creyentes distan mucho aún de ser perfectos o absolu-
tamente justos. La justificación es perfecta sólo en el foro o tribunal de
Dios de modo que nuestra posición allí es la de justos sin matices de
ningún tipo. Judicialmente hemos sido constituidos justos sin ate-
nuantes (Rom. 5:19), y así somos declarados por el propio Juez que
no es otro que Dios mismo.
Pero si bien la justificación forense que hemos recibido tiene consecuen-
cias muy favorables en la existencia cotidiana (como lo veremos al abor-
dar la doctrina de la santificación, que es precisamente consecuencia de
la justificación), en éste último contexto, el de la existencia cotidiana,
nuestra condición o estado no ostenta la perfección que ostenta nuestra
posición en el tribunal de Dios. Y la vida cristiana consiste en ajustar ca-
da vez más, con la ayuda del Espíritu Santo, nuestra conducta, condi-

33
Un sencillo pero claro intento de definición de conceptos relacionados con la doctrina de la
justificación afirma escuetamente que Justicia es darle a cada cual lo que se merece. Miseri-
cordia es no darle a alguien el castigo que justamente se merece. Y Gracia sería darle a al-
guien favores que de ningún modo se merece. De hecho, la justicia que proviene de Dios y
gracias a la cual los creyentes somos justificados ante Él, es claramente una gracia o un don
divino: “Pues si por la transgresión de un solo hombre reinó la muerte, con mayor razón los que
reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia reinarán en vida por medio de un solo
hombre, Jesucristo” (Rom. 5:17).
68

ción o estado existencial a nuestro estado judicial de personas justifica-


das ante el tribunal de Dios.
En otras palabras, nuestro hacer (justicia) debe corresponder cada vez
más a nuestro ser (justos). Es por eso que el siguiente esquema de Her-
bert Lockyer identifica bien los diferentes aspectos involucrados en la
justificación que, si bien no pueden separarse, deben de cualquier modo
distinguirse. Lockyer sostiene, pues, con acierto que un pecador sólo
puede ser justificado de la siguiente manera:
 Judicialmente, por Dios: “¿Quién acusará a los que Dios ha escogi-
do? Dios es el que justifica” (Rom. 8:33)
 Meritoriamente, por Cristo: “… aunque nunca cometió violencia
alguna, ni hubo engaño en su boca… Después de su sufrimiento,
verá la luz y quedará satisfecho; por su conocimiento mi siervo jus-
to justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos” (Isa.
53:9, 11 Ver también Rom. 5:18-19)
 Instrumentalmente, por la fe: “En consecuencia, ya que hemos sido
justificados mediante la fe…” (Rom. 5:1)
 Evidencialmente, por las obras: “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a
uno alegar que tiene fe, si no tiene obras?... la fe por sí sola, si no
tiene obras, está muerta… yo te mostraré la fe por mis obras… a
una persona se le declara justa por las obras, y no solo por la fe”
(St. 2:14, 17-18, 24).
Por último, asociados a la justificación existen algunos aspectos de la
obra de Cristo que, por lo mismo, cobran importancia para la vida del
creyente y que ameritan siquiera una más o menos detallada reseña. Es-
tos aspectos son los siguientes.
6.5. La expiación
Definamos primero el término. La expiación es la acción y el efecto de
expiar y expiar es, según el diccionario, borrar las culpas por medio
de algún sacrificio y/o cumplir un condenado una pena impuesta
por sentencia judicial. Ambos significados son ciertos en relación
con lo hecho por Cristo. Él expió nuestro pecado al borrar nuestras
culpas por medio de su sacrificio y cumplió así la pena capital que la jus-
ticia de Dios establece en inobjetable sentencia judicial sobre todos y
cada uno de los seres humanos.
Ya hemos visto como: “… sin derramamiento de sangre no hay perdón”
(Heb. 9:22), pero también se nos dice en la misma epístola que: “… es
imposible que la sangre de los toros y machos cabríos quite los peca-
dos” (Heb. 10:4), en clara alusión al elaborado ritual sacrificial ordenado
69

por Dios en el Antiguo Testamento y llevado a cabo por los sacerdotes y


levitas a favor del pueblo de Israel.
Justamente, del ritual correspondiente al día de la expiación (Lv. 16),
señalado como el décimo día del mes séptimo de cada año (Lv. 16:29-
31), surge la conocida expresión “el chivo expiatorio” que en la
mentalidad actual apunta a alguien no necesariamente inocente, pe-
ro con la particularidad de que su pecado o crimen es tan visible y
representativo del de toda la comunidad que se considera, en un
engañoso pragmatismo de fría pero inmoral conveniencia, que es
justo que él pague no sólo por su pecado, sino también por el pe-
cado de toda la comunidad para acallar impunemente la conciencia
de los demás involucrados.
Es así como, por ejemplo, en Colombia el expresidente Ernesto Samper
fue en el reciente contexto nacional y al margen del mayor o menor gra-
do de culpabilidad que haya tenido en ello, una especie de “chivo expia-
torio” que acalló en algo la ya manchada conciencia del grueso de la na-
ción por la generalizada participación, tolerancia, laxitud y beneficios ob-
tenidos por todo el país de los abundantes dineros del narcotráfico que
durante décadas venían infiltrando y afectando cada vez más a fondo
todos los estamentos de la sociedad, la cual, con muy pocas excepcio-
nes, hacía calladamente la vista gorda al asunto en la medida en que
pudiera beneficiarse en algo de esta bonanza mal habida en típica acti-
tud de doble moral.
Pero la noción del “chivo expiatorio” es una distorsión de la noción
de expiación tal y como ésta se nos revela en las Escrituras y en el
cristianismo, más que de “chivos expiatorios” que nos evitan “convenien-
temente” el tener que arrepentirnos asumiendo nuestra responsabilidad
personal en el asunto, debemos hablar más bien del “… Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo!” (Jn. 1:29), que no es otro que el
mismo Señor Jesucristo. De hecho el término “expiación” en el Anti-
guo Testamento significa sencillamente “cubrir” (de la raíz hebrea
kipper)34.
Esto explica por qué se dice que la sangre de los toros y machos cabríos
sacrificados en el ritual del Antiguo Testamento no pueden quitar los pe-
cados. Porque lo único que lograban era cubrirlos, que sigue siendo lo
máximo que puede obtenerse a través de un “chivo expiatorio”. Sin em-
bargo, aún así en el ritual del Antiguo Testamento estaba contem-
plado el reconocimiento de la condición de pecador y de la conse-
cuente culpa personal por parte de quien ofrecía un sacrificio expia-
torio, como se deduce de la imposición de manos que el oferente hacía
sobre la víctima sustitutoria que moriría en su lugar, algo que, de manera
34
También puede significar “pasar sobre” o “pasar por alto”.
70

nefasta, se ha perdido del todo en el entendimiento actual de la expre-


sión “chivo expiatorio”.
Porque hoy por hoy se acude de forma reiterada a todo tipo de “chivos
expiatorios” para justificarse sin necesidad de arrepentimiento, ni de con-
fesión, ni de humilde quebrantamiento, ni de corrección; pero la verda-
dera justificación únicamente es posible en virtud del sacrificio ex-
piatorio consumado en la cruz por Cristo, el Cordero de Dios sin
mancha y sin defecto (Jn. 1:29; Heb. 7:26), ante quien sólo cabe la
humillación, el quebrantamiento, la confesión, el arrepentimiento, el
abandono del pecado, la fe y la confianza, la gratitud inextinguible y el
servicio incondicional.
La expiación cabal y completa está, por tanto, muy bien definida por el
profeta: “… El Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos noso-
tros… como cordero… le dieron muerte…” (Isa. 53:6-8). Es necesario,
pues, comprender que la expiación en el Antiguo Testamento era al-
go provisional que tenía el propósito de anticipar el eficaz derra-
mamiento de la sangre de Cristo en la cruz. La sangre de las vícti-
mas en el Antiguo Testamento expiaba el pecado en el sentido de
cubrirlo hasta que la sangre de Cristo lo quitara definitivamente. La
expiación en el Antiguo Testamento era un pacto de promesa que anun-
ciaba el día en que Cristo vendría a tratar en forma definitiva con el pe-
cado del mundo.
No se explican de otro modo estas declaraciones paulinas: “Pues bien,
Dios pasó por alto aquellos tiempos de tal ignorancia, pero ahora
manda a todos, en todas partes, que se arrepientan” (Hc. 17:30), reitera-
do y aclarado aún más así: “Cristo Jesús… Dios lo ofreció como sa-
crificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre, para así de-
mostrar su justicia. Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado
por alto los pecados; pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesu-
cristo…” (Rom. 3:24-26). En ambos pasajes “pasar por alto” hace alusión
a los pecados provisionalmente cubiertos por la sangre de las víctimas
del siempre imperfecto ritual sacrificial veterotestamentario a la espera
del sacrificio expiatorio perfecto y definitivo del Señor Jesucristo35.
6.6. La sustitución
El sacrificio expiatorio de Cristo es, además y de manera obvia, un
sacrificio vicario o sustitutorio (es decir, en lugar nuestro o como
nuestro sustituto, reemplazándonos personalmente a todos y cada uno
de nosotros en el patíbulo de la ejecución). En cuanto al carácter sustitu-

35
Ver al final de las conferencias el apéndice sobre las diferentes teorías históricas que se han
planteado para explicar la manera en que se lleva a cabo la expiación, cada una de ellas cen-
trada en algún aspecto que se considera el más determinante en la obra de Cristo y sujetas to-
das ellas a una crítica y discusión teológica nunca del todo dirimida.
71

torio de la expiación, éste parece tan evidente que no habría necesidad


de indicarlo, a no ser porque un significativo número de comentaris-
tas bíblicos modernos se escandalizan ante la idea de una expia-
ción por sustitución calificándola de crudo, primitivo y rudo tran-
saccionalismo que, según ellos, deberíamos dejar atrás y desechar
de manera definitiva, despojando a la muerte de Cristo de esta pre-
suntamente inconveniente connotación.
Pero lo cierto es que una abrumadora mayoría de los pasajes en que
el Nuevo Testamento utiliza la preposición “por” o la expresión
“por nosotros” en relación con la expiación, implican con suficien-
cia que, más allá del hecho obvio de que la expiación de Cristo
haya sido hecha “a favor de nosotros” o “en beneficio de noso-
tros”, también fue hecha “en lugar de nosotros” o “en vez de noso-
tros” (expresiones que, de manera inequívoca, conllevan la idea de sus-
titución)36, al punto que la preposición “por” o la expresión “por nosotros”
podría indicar sustitución sin que los versículos en cuestión pierdan su
sentido original, sino tal vez aclarándolo aún más. Veámoslos entonces:
 “así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para ser-
vir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 20:28; Mr. 10:45).
 Idea ratificada por Juan cuando menciona lo dicho por el sumo sacer-
dote Caifás: “No entienden que les conviene más que muera un solo
hombre por el pueblo, y no que perezca toda la nación. Pero esto no
lo dijo por su propia cuenta sino que, como era sumo sacerdote ese
año, profetizó que Jesús moriría por la nación judía” (Jn. 11:50-51).
 A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo seña-
lado Cristo murió por los malvados. Difícilmente habrá quien muera
por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una
persona buena. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto:
en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por noso-
tros” (Rom. 5:6-8).
 “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él,
todas las cosas?” (Rom. 8:32)
 “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como
pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21)

36
Las expresiones “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros” no riñen de ningún modo
en estos versículos con “en lugar de nosotros” o “en vez de nosotros”, pues aunque no sea el
único, no puede negarse que el más inmediato favor o beneficio de Dios recibido por los cre-
yentes en la expiación de Cristo es el hecho de que Él es castigado y muere en lugar o en vez
de nosotros, sustituyéndonos en la cruz.
72

 “Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por


nosotros, pues está escrito: «Maldito todo el que es colgado de un
madero.»” (Gál. 3:13)
 “y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por
nosotros como ofrenda y sacrificio fragante para Dios” (Efe. 5:21)
 “Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y puri-
ficar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien” (Tito 2:14)
 “Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes, dándo-
les ejemplo para que sigan sus pasos” (1 P. 2:21)
 Porque Cristo murió por los pecados una vez por todas, el justo por
los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios…” (1 P. 3:18)
 “En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su
vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida
por nuestros hermanos” (1 Jn. 3:16)
Ahora bien, no se trata de negar en estos pasajes el sentido más amplio
y general de la preposición “por” y de la expresión “por nosotros” enten-
dida como “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros”, sentido
que es el que debe prevalecer en muchos de estos versículos. Pero
tampoco podemos ignorar que la noción concreta y particular de sus-
titución también cabe o se encuentra implicada en estos versículos
y en algunos de ellos es incluso requerida por el mismo contexto,
siendo éste el sentido que debe prevalecer en textos como el de Mateo
20:28 y Marcos 10:45, en donde la preposición “por” es traducción de la
palabra griega anti que significa literalmente “en lugar de” o “en vez de”.
Pero para no tener que entrar en consideraciones exegéticas del griego
que a veces confunden más de lo que aclaran, lo cierto es que la noción
de sustitución no surge propiamente del uso de las preposiciones
en el Nuevo Testamento, sino del mismo ritual sacrificial de los jud-
íos contemplado en la Ley Mosaica y de los actos ordenados en es-
te ritual (verbi gratia la imposición de manos del oferente sobre la
víctima) para transmitir de forma inequívoca las ideas de imputa-
ción y expiación sustitutoria por parte de la víctima sacrificada, ide-
as que emanan entonces de este ceremonial de manera natural y es
siempre dentro de este contexto que debe verse el sacrificio de
Cristo, como el cumplimiento perfecto de todo lo requerido por la
ley ceremonial para poder no sólo cubrir nuestros pecados, sino
quitarlos de manera definitiva37.

37
Los dos sentidos: “a favor o en beneficio de nosotros” y “en lugar o en vez de nosotros” (susti-
tución) se concilian perfectamente cuando entendemos que, según se nos revela a lo largo y
ancho de la epístola de los Hebreos: Jesucristo es al mismo tiempo el sumo sacerdote habilita-
73

6.7. La propiciación
La propiciación está muy ligada a la expiación, pero no es lo mismo.
Podría decirse que es un aspecto de la expiación que amerita un trata-
miento particular. Se puede definir la propiciación como la acción y
el efecto de aplacar o satisfacer la ira de Dios por medio del sacrifi-
cio expiatorio de Cristo. Y es aquí donde un buen número de comenta-
ristas bíblicos modernos, con prejuicios típicamente liberales, encuentran
las mayores dificultades para aceptar la necesidad de la propiciación y
mediante ejercicios e interpretaciones pseudoeruditas de la Biblia quie-
ren negarla a toda costa.
Valga decir que estos son los mismos eruditos bíblicos que por razones
similares rechazan también las ideas clásicas de expiación y sustitución
abordadas tradicionalmente por la teología cristiana ortodoxa. A ellos se
les antoja totalmente inadmisible la idea de un Dios airado que necesita
ser aplacado (lo cual dicho así de manera tan escueta, no deja de ser
una caricatura del carácter de Dios revelado en Cristo y en las Escritu-
ras). Dicen ellos que esto no compagina con el Dios de la Biblia sino con
los dioses de las mitologías paganas que exigían arbitrariamente sacrifi-
cios humanos de sus seguidores para otorgar así sus favores.
No se equivocó el teólogo neo-ortodoxo norteamericano Richard Niebuhr
cuando describió así, con manifiesta mordacidad, la teología liberal de
su época contra la cual estaba reaccionando38: “Un Dios sin ira, lleva a
gente sin pecado, a un reino sin juicio, mediante la obra de un Cristo sin
cruz”. Porque les guste o no a estos teólogos la ira divina, el pecado del
hombre, el juicio de Dios, y la expiación en la cruz, han sido siempre te-
mas puntuales en el evangelio, asociados en su orden con Dios, con la
humanidad, con el reino y con la redención.
Lo que sucede es que hoy muchos argumentan que estos temas hieren
u ofenden su “civilizada” sensibilidad, pues supuestamente nociones
como éstas son propias de mentalidades primitivas que deben ser supe-
radas y están por lo mismo mandadas a recoger. Es así como, sin negar
el cristianismo se termina entonces con una versión atenuada y comple-
tamente diluida del mismo, sintetizada acertadamente por Niebuhr en la
frase citada, que disuelve la radicalidad de su mensaje en conceptos e
ideas aceptables para el hombre moderno.

do para ofrecer el sacrificio “a favor o en beneficio de nosotros” y la víctima sacrificada “en lu-
gar o en vez de nosotros”.
38
En realidad, la reacción de la neo-ortodoxia contra el liberalismo teológico reinante no fue lo
suficientemente firme, y aún la neo-ortodoxia no es lo ortodoxa que sería de desear, sino que,
aún a su pesar, sigue muy ligada a los postulados liberales contra los que reaccionó. Veremos
esto con más detalle en la materia Teología Contemporánea.
74

Se cree entonces con ingenuo optimismo que la ira de Dios no exis-


te porque Él es amor, que el pecado es un concepto anticuado porque
el hombre se encuentra ya en las etapas finales de su perfeccionamiento
histórico, que el reino consiste en el descubrimiento y establecimiento
por parte del hombre del sistema político ideal, y que Cristo fue tan sólo
un hombre sabio y éticamente ejemplar. Por eso habría que recobrar lo
dicho por Paul Ricoeur en el sentido de que: “La ira de Dios es so-
lamente la tristeza de su amor”.
Porque si bien es cierto que uno de los textos bíblicos que más acogida
tiene actualmente entre los hombres, aún no religiosos, es aquel en el
cual el apóstol Juan nos revela que “Dios es amor” (1 Jn. 4:8), en reac-
ción apenas natural a esa distorsionada imagen oscurantista de Dios
como Juez inflexible, justiciero y vengador, que a la menor oportunidad
se complacía en castigar la desobediencia de los hombres, sin mostrar
ningún asomo de misericordia; también lo es que esto no significa sin
embargo que el amor de Dios excluya la ira divina, pues de ser así que-
daría reducido a una simple connivencia sensiblera y encubridora del
pecado del hombre.
La ira de Dios sigue siendo por lo tanto una verdad bíblica ineludi-
ble (Rom. 1:18; 2:5; Apo. 14:10; 15:1). Es la alternativa final por la que
opta el hombre que rechaza de manera reiterada la misericordia di-
vina otorgada por Dios en Cristo, y prefiere acogerse necia, osada y
arrogantemente a su justicia, sin reparar en que, en estricta justicia
y sin la eficaz mediación de Cristo, todos los hombres, incluyendo a
los creyentes, estaríamos aún bajo la ira de Dios y mereceríamos la
condenación: “En ese tiempo… Como los demás, éramos por naturale-
za objeto de la ira de Dios” (Efe. 2:3).
Por eso episodios como el de Nadab y Abiú (Lv. 10:1-2), Uza (1 Cr. 13:3-
11), la orden de destruir a los cananeos (Dt. 7:1-2; 9:4-6), y aún los ca-
sos de Ananías y Safira (Hc. 5:1-11), y el rey Herodes en el Nuevo Tes-
tamento (Hc. 12:21-23), no son manifestaciones de brutalidad arbitraria
por parte de Dios sino gráficos precedentes que nos recuerdan que no
podemos dar por sentada la misericordia como si esta fuera una obliga-
ción que el amor le impone a Dios, sino que antes que nada Él es justo
y consideró oportuno recordárnoslo de cuando en cuando, sin que
por ello se complazca en obrar de este modo, como ya se ha dejado es-
tablecido previamente en la doctrina de la justificación y lo ratifica el pro-
feta Miqueas en esta declaración: “... No siempre estarás airado, porque
tu mayor placer es amar. Vuelve a compadecerte de nosotros...” (Miq.
7:18-19).
Sin perjuicio de lo anterior, la propiciación está absolutamente justifi-
cada en la realidad innegable de la ira de Dios. Una ira absolutamente
75

justa, a diferencia de la ira humana con la que solemos compararla, sa-


cando conclusiones equivocadas, pues es claro que, como lo afirma
Santiago: “… la ira humana no produce la vida justa que Dios quiere” (St.
2:20). La ira humana es por lo general injusta, caprichosa y arbitraria. La
ira de Dios es siempre justa y ceñida al derecho, por lo cual no po-
demos cometer el error de los liberales de descalificarla al medirla con
criterios humanos de presunta y civilizada racionalidad.
De hecho la palabra “propiciación” aparece al menos en cuatro versícu-
los del Nuevo Testamento a saber: Romanos 3:25, Heb. 2:17; 1 Juan 2:2
y 4:10. Versiones bíblicas como la NVI, en aras de una mayor claridad
para el lector no familiarizado con este concepto bíblico, prefieren tradu-
cir estos pasajes en su orden como “expiación” (en los primeros dos
versículos) y “sacrificio por el perdón de” (en los dos últimos versículos),
conceptos interrelacionados más conocidos que el de “propiciación” que
es, por decirlo así, un poco más “técnico” y sutil, restringido por lo mismo
a los estudiantes de teología.
Pero la NVI siempre tiene la precaución de hacernos saber en el pie de
página que la traducción literal es “propiciación”, añadiendo en el glosa-
rio una importante y necesaria explicación sobre el término “expiación”
así: “Se refiere a la acción divina de cubrir o quitar el pecado por medio
del sacrificio. El término propiciación describe la misma acción des-
de otro punto de vista: el sacrificio aplaca la ira de Dios”. La confu-
sión entre expiación y propiciación que, de manera ligera, llega a hacer
de ambos términos sinónimos de manera teológicamente inconveniente,
proviene del hecho de que ambas palabras en el Nuevo Testamento son
traducción de vocablos griegos con la misma raíz, a saber:
 Iláskomai: “En cambio, el recaudador de impuestos, que se había
quedado a cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cie-
lo, sino que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios, ten compasión
de mí [es decir, sé propicio a mí, como lo traduce la RVR], que soy
pecador!’“ (Lc. 18:13); “Por ero era preciso que en todo se asemejara
a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote fiel y misericordioso al
servicio de Dios, a fin de expiar [es decir, hacer propiciación por]
los pecados del pueblo” (Heb. 2:17)
 Ilasmós: “Él es el sacrificio por el perdón de [es decir, la propicia-
ción por, como lo traduce la RVR] nuestros pecados, y no sólo por
los nuestros sino por los de todo el mundo” (1 Jn. 2:2); “En esto con-
siste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacri-
ficio por el perdón de [es decir, en propiciación por, como lo tradu-
ce la RVR] nuestros pecados” (1 Jn. 4:10)
76

 Ilastérion: “Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación [es decir,


como propiciación, como lo traduce la RVR] que se recibe por la fe
en su sangre, para así demostrar su justicia…” (Rom. 3:25); “Encima
del arca estaban los querubines de la gloria, que cubrían con su som-
bra el lugar de la expiación [es decir, el propiciatorio, como lo tra-
duce la RVR]...” (Heb. 9:5)
Tenemos aquí cubiertos los contados versículos bíblicos que en el Nue-
vo Testamento se traducen indistintamente como expiación o como
propiciación (incluyendo sus derivados). Salta a la vista que la Nueva
Versión Internacional es más variada y clara, favoreciendo de manera
expresa y declarada (sin perjuicio de su ya citada nota en el glosario), el
recurso al concepto de expiación por encima de propiciación. La Reina
Valera Revisada es menos clara, pero tal vez más precisa al favorecer el
concepto de propiciación por encima de expiación.
Sea como fuere, ninguna versión bíblica puede eliminar arbitraria-
mente del todo la noción que el Nuevo Testamento quiere transmitir
con el término propiciación y si se prefiere traducirlo como expia-
ción, se debe hacer la claridad, como lo hace la NVI de que en al-
gunos pasajes el término “expiación” tiene el matiz particular que la
palabra “propiciación” transmite, indicando el acto por el cual se
satisface y aplaca la ira de Dios, un Dios Justo y Santo a quien hemos
ofendido con nuestro pecado de manera personal y ante quien no solo
deberíamos satisfacer los requerimientos de su perfecta justicia de una
manera más bien mecánica y meramente transaccional, propósito de
cualquier modo alcanzado mediante el sacrificio expiatorio de Cristo,
sino también reconocer que, además de ello, lo hemos ofendido de ma-
nera personal al no obedecerlo y tratarlo con la dignidad, respeto y reve-
rencia superlativas que merece por ser quien es, de tal manera que su
enojo o ira personal hacia nosotros está plenamente justificada y debe
ser también aplacada mediante la simultánea propiciación llevada a cabo
por Cristo a nuestro favor, entregándose por nosotros en “… ofrenda y
sacrificio fragante para Dios” (Efe. 5:2), de tal modo que Dios no sola-
mente nos perdone, sino que más allá de ello, sea también propicio a
nosotros de una manera íntimamente personal transformando su enojo
en una continua actitud de “buena voluntad” (Lc. 2:14), para con los re-
dimidos. Todo lo cual nos conduce invariablemente al siguiente punto.
6.8. La reconciliación
Se ha observado ya que términos como justificación y expiación hacen
referencia a la condición jurídica del ser humano delante de Dios en
términos estrictamente objetivos. Así mismo, tanto la propiciación como
la reconciliación hacen referencia al estado de la relación interpersonal
entre Dios y los seres humanos. Dicho de otro modo, la propiciación y
77

la reconciliación son los resultados subjetivos (es decir, al nivel del


sujeto o persona), pero no por eso menos reales, de lo objetivamen-
te alcanzado en la justificación y expiación (es decir, a un nivel me-
ramente objetivo e impersonal), hecho todo ello posible por Cristo me-
diante su muerte y resurrección.
La relación entre la propiciación y la reconciliación es evidente en el
hecho de que al traducir los mismos versículos del Antiguo Testamento,
las diferentes versiones aceptadas de la Biblia pueden hacerlo con legi-
timidad recurriendo indistintamente a ambas nociones, como lo hacen
por ejemplo la NVI y la RVR en este pasaje del libro de Levítico:
 “Y dijo Moisés a Aarón: Acércate al altar, y haz tu expiación y tu holo-
causto, y haz la reconciliación por ti y por el pueblo; haz también la
ofrenda del pueblo, y haz la reconciliación por ellos, como ha man-
dado Jehová” (Lv. 9:7 RVR); “Después Moisés le dijo a Aarón: «Acér-
cate al altar, y ofrece tu sacrificio expiatorio y tu holocausto. Haz pro-
piciación por ti y por el pueblo. Presenta la ofrenda por el pueblo y
haz propiciación por ellos, tal como el SEÑOR lo ha mandado.»” (Lv.
9:7 NVI)39.
Por eso no es del todo errado afirmar de manera general que en virtud
de la muerte y resurrección de Cristo y mediante nuestra fe en Él, en
cierto sentido tanto Dios como nosotros hemos sido reconciliados el Uno
con los otros. Sin embargo, en aras de la exactitud teológica y en estricto
rigor, propiciación y reconciliación son las dos caras de una misma
moneda, pero una de esas caras (propiciación) concierne o se apli-
ca a Dios con exclusividad, mientras que la otra cara (reconcilia-
ción) concierne y se aplica a los seres humanos, creyentes en par-
ticular.
En otras palabras, cuando tengamos que hacer referencia al estado de
nuestra relación interpersonal con Dios una vez hemos sido justificados
y una vez expiado nuestro pecado por Cristo en la cruz, podemos decir,
junto con el teólogo Scofield, que Dios ha sido propiciado, mientras
que nosotros hemos sido reconciliados. Esto es así debido a que
Dios no necesita ser reconciliado, somos nosotros los que lo necesita-
mos. La razón de ello es que Dios nunca ha estado enemistado con el
ser humano. Ha estado justamente airado con él, pero nunca ene-
mistado.
Su amor por nosotros ha sido siempre el mismo, aún cuando le hemos
desobedecido y nos hemos hecho así merecedores de su ira y de su jus-
ta condenación. En otras palabras, somos nosotros los que nos
hemos enemistado con Dios al desobedecerlo y no tomarlo en cuenta

39
Lo mismo sucede en Levítico 16:6; 10-11
78

como deberíamos. Somos nosotros los responsables del ostensible de-


terioro de nuestra relación con Dios y no Dios. La reconciliación implica
algún grado de culpabilidad por parte de todas las facciones reconcilia-
das, mientras que la propiciación no implica responsabilidad en quien ha
sido propiciado. Y es por eso que la reconciliación es una provisión
que se aplica a nosotros y no a Dios.
La propiciación fue hecha a nuestro favor para aplicarse a Dios, mientras
que la reconciliación fue hecha a nuestro favor para aplicarse a nosotros.
La reconciliación implica la posibilidad real de establecer con Dios una
relación mutua de intimidad interpersonal en los mejores términos posi-
bles. Una relación de tal intimidad que la Biblia se refiere a ella como
comunión (unión común). La reconciliación significa, pues, un cam-
bio en la relación interpersonal de la hostilidad a la armonía y la
paz40. Y si bien es cierto que, a causa del pecado, Dios y el hombre
están en una relación de hostilidad y enemistad, hay que reiterar que la
responsabilidad de ello recae de manera exclusiva en el ser humano.
Por eso es que decimos que el enemistado es el ser humano y no Dios.
En consecuencia, es el ser humano el que necesita ser reconciliado con
Dios y no lo contrario. El apóstol Pablo nos revela que por causa del pe-
cado, éramos literalmente enemigos de Dios: “Porque si, cuando éramos
enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante la muerte de
su Hijo…” (Rom. 5:10); “En otro tiempo ustedes, por su actitud y sus malas
acciones, estaban alejados de Dios y eran sus enemigos” (Col. 1:21).
Esta relación de hostil enemistad implica entonces por una parte un dis-
tanciamiento del cual somos personalmente responsables en la medida
en que nos hemos alejado voluntariamente de Dios para nuestro propio
perjuicio: “... cada uno seguía su propio camino...” (Isa. 53:6), a semejanza
del hijo perdido que: “... junto todo lo que tenía y se fue a un país lejano;
allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia” (Lc. 15:13).
Y por otra parte implica también un extrañamiento por el cual estamos
alienados de Dios, siendo ante él poco menos que extraños o advenedi-
zos. Por eso la reconciliación es descrita en estos términos: “... en ese en-
tonces ustedes estaban separados... excluidos... ajenos... sin Dios en el
mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, a ustedes que antes estaban lejos,
Dios los ha acercado mediante la sangre de Cristo. Porque Cristo es
nuestra paz... derribando mediante su sacrificio el muro de enemistad
que nos separaba... para crear en sí mismo de los dos pueblos [es decir,
de los judíos y de los gentiles paganos] una nueva humanidad al hacer la
paz, para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo mediante la
cruz, por la que dio muerte a la enemistad. Él vino y proclamó paz a us-

40
La palabra hebrea que se traduce como reconciliación significa “pacificación”, mientras que
las griegas significan “cambio de lugares”; “pasar de un lado al otro”.
79

tedes que estaban lejos... Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni


extranjeros...” (Efe. 2:12-17, 19). “Pero ahora Dios... los ha reconciliado
en el cuerpo mortal de Cristo mediante su muerte” (Col. 1:22).
Al reconciliarnos con Él, Dios nos trató a nosotros, sus enemigos,
como si fuéramos amigos. No se trata entonces tan sólo de que Cristo
haya manifestado por nosotros un amor tan grande como el que se requie-
re para “dar la vida por sus amigos” (Jn. 15:13), sino que lo hizo así,
tratándonos como a amigos, cuando éramos, por el contrario, enemigos de
su causa, lo cual hace todavía más extraordinario su sacrificio, ya que
“Difícilmente habrá quien muera por un justo… Pero Dios demuestra su
amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores,
Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:7-8).
Es sintomático que Cristo haya llamado “amigo” a Judas, a sabiendas de
su traición (Mt. 26:50), y que haya sido señalado y reconocido como “ami-
go de pecadores” (Mt. 11:19; Lc. 7:34). Y es en virtud de este insólito y ex-
cepcional acto de amor y reconciliación que los cristianos podemos ser
considerados también, finalmente, amigos de Dios (Jn. 15:14), ostentando
este calificativo al lado del propio Abraham (Isa. 41:8; St. 2:23), y contando
en Cristo no sólo con un salvador y redentor, lo cual sería más que sufi-
ciente; sino también con un amigo y hermano que nos ama en todo tiempo
y nos ayuda en la adversidad (Heb. 2:11; Pr. 17:17), e intercede por noso-
tros, sus amigos (Job 42:10; Rom. 8:34; Heb. 7:25), y cuya amistad es in-
cluso más fiel que la de los hermanos de sangre (Pr. 18:24; 2 Tim. 2:13).
Cristo nos provee así del más palmario ejemplo de que la mejor for-
ma de eliminar a los enemigos es convirtiéndolos en amigos median-
te la reconciliación provista por Dios en Cristo. Ahora bien, el ser
humano es en primera instancia el término u objetivo de la reconciliación
provista por Dios, pero no lo es de manera exclusiva, puesto que hablando
de Cristo el apóstol Pablo declara que: “... a Dios le agradó habitar en él
con toda su plenitud y, por medio de él, reconciliar consigo todas las
cosas... haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz...”
(Col. 1:19-20).
No es sólo la humanidad la que ha sido reconciliada, sino el mundo
entero. La humanidad (específicamente la iglesia entendida como la
asamblea de seres humanos que hemos creído en Cristo a través de la
historia) es la punta de lanza, pero el mundo también se beneficia de esta
reconciliación. La reconciliación cambia la actitud de las personas
hacia Dios más que la de Dios hacia las personas, pues Él siempre ha
manifestado su mejor disposición hacia el ser humano, sin perjuicio de la
ya aludida ira divina por causa de nuestro pecado.
La propiciación remueve la ira de Dios y nos hace “... aceptos en el Ama-
do” (Efe. 1:6 RVR), es decir aceptables ante Dios y acogidos por Él, mien-
80

tras que la reconciliación nos mueve a actuar de la manera descrita por


el autor sagrado: “Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y
con la plena seguridad que da la fe, interiormente purificados de una
conciencia culpable y exteriormente lavados con agua pura” (Heb.
10:22), pues en virtud de ambos eventos: propiciación y reconcilia-
ción, el acceso a Dios en los mejores términos está garantizado: “…
mediante la fe, tenemos acceso a esta gracia…” (Rom. 5:2); “en Él, me-
diante la fe, disfrutamos de libertad y confianza para acercarnos a
Dios” (Efe. 3:12); “Así que acerquémonos confiadamente al trono de la
gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el mo-
mento que más la necesitemos” (Heb. 4:16).
Por otro lado, hemos visto que la reconciliación se define también en
términos de paz entre las partes, lo cual nos conduce a la promesa
hecha por el Señor Jesucristo a sus discípulos en su momento: “La paz les
dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo...”
(Jn. 14:27). Porque contrario a las expectativas, anhelos y aspiraciones ac-
tuales de un mundo sumido en muchas guerras y conflictos políticos, la
paz que Jesucristo nos promete concierne esencialmente a nuestra rela-
ción con Dios y no propiamente a nuestras circunstancias, justificando la
distinción hecha por el Señor entre la paz con Dios (“la paz les dejo”) y la
paz de Dios (“mi paz les doy”).
A la primera se refiere así el apóstol Pablo: “En consecuencia, ya que
hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por me-
dio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1). Y a la segunda también se
refiere él de este modo: “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo enten-
dimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús”
(Fil. 4:7). Todo esto esta incluido en la idea de reconciliación, así
como también la paz relativa a nuestros conflictos internos que son
los que, tarde o temprano, dan lugar a los conflictos con los demás:
“¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es
precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos?”
(St. 4:1).
Porque como bien lo dijo Ma. Cristina Guarino: “La paz no es el silencio
que queda al terminar la guerra, sino la fraternidad que nos impide ini-
ciarla”, en línea con lo evocado a través de la noción del shalom ya
abordada en el marco de la doctrina del pecado. Porque la reconcilia-
ción restablece y garantiza, por lo pronto, el shalom del creyente
con Dios y le permite disfrutar del shalom interior que resuelve
nuestros conflictos internos mediante la obediencia y confianza a
toda prueba que tenemos en Cristo.
Por esta vía es posible también que la reconciliación alcance nuestras
relaciones interpersonales con el prójimo en la medida en que, reconci-
81

liados con Dios y con nosotros mismos, estemos ahora en condiciones


de practicar lo ordenado por el apóstol: “Si es posible, y en cuanto de-
penda de ustedes, vivan en paz con todos” (Rom. 12:18). Porque la
reconciliación que Cristo vino a ofrecernos pasa no sólo por su
perdón y aceptación, sino también por el perdón que nosotros
brindamos o solicitamos de los demás. Entre otras cosas, porque una
iglesia formada por personas que no perdonan ni procuran la reconcilia-
ción con los demás no tiene credibilidad ante el mundo para llevar a ca-
bo con eficacia el ministerio de la reconciliación encomendado por Cris-
to.
Es que si hay algo que debe caracterizar al cristianismo y, por ende, a
los cristianos es la promoción de la fraternidad de todo el género huma-
no por encima de diferencias nacionales, culturales, étnicas e incluso
ideológicas, puesto que: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre,
hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús”
(Gál. 3:28), todo ello sobre la base de la reconciliación provista por Cris-
to y aludida en estos inspirados e inspiradores términos en las Escritu-
ras: “Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos re-
concilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación:
esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo
mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a noso-
tros el mensaje de la reconciliación. Así que somos embajadores de
Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: «En
nombre de Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios.»” (2 Cor.
5:18-20).
Cuestionario de repaso
1. Defina y diferencie las nociones de “la justicia de Dios” y “la justicia que pro-
viene de Dios”
2. En relación con Dios, indique en primer lugar cuál es el aspecto de la justicia
del que ningún ser humano puede salir impune, y cuál el aspecto de la mis-
ma que se identifica propiamente con la doctrina de la justificación.
3. ¿Qué nombre recibe el mecanismo que hace posible la justificación?
4. ¿Por intermedio de qué o quién alcanzamos la justificación en el sentido ju-
dicial, en el meritorio, en el instrumental y en el evidencial?
5. Mencione y explique brevemente las cuatro importantes doctrinas bíblicas
asociadas tradicionalmente a la justificación
82

7. Doctrina de la adopción
7.1. El sentido de la paternidad de Dios
La doctrina de la adopción no recibe usualmente la atención que amerita
en los libros de teología. Sin embargo, es de capital importancia para el
creyente al punto de que a estas alturas ya hemos hecho numerosas
alusiones indirectas a ella cada vez que hemos señalado la condición del
creyente como “hijo de Dios”. Esta doctrina concierne, pues, a un as-
pecto fundamental que se nos ha revelado acerca de Dios: la doc-
trina de la Trinidad que incluye el hecho de que Dios es Padre. Y es
contra este trasfondo que la doctrina de la adopción cobra una importan-
cia mayúscula.
Es por eso que hay que puntualizar entonces que a no ser por una que
otra eventual y necesaria mención tangencial del tema, no vamos a vol-
ver a abordar aquí la relación existente entre el Padre y el Hijo ya consi-
derada en el programa de Teología Básica del primer semestre en el
capítulo sobre la Trinidad. Lo que vamos a considerar es la naturaleza
de la relación existente entre Dios Padre y sus hijos, los creyentes
adoptados por Dios como tales mediante la fe ejercida en el acto de
“conversión” en el contexto de la experiencia denominada “nuevo naci-
miento”, nociones ambas ya tratadas con anterioridad.
Y lo primero que hay que decir al respecto es que los creyentes no
suelen valorar en su justa dimensión el hecho de poder ostentar la
condición de hijos de Dios. Tal vez por eso el apóstol Juan tiene que
llamar la atención y sacudir a sus interlocutores cristianos de este modo:
“¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame
hijos de Dios! ¡Y lo somos!... Queridos hermanos, ahora somos
hijos de Dios...” (1 Jn. 3:1-2).
Las razones para este menosprecio velado de ésta nunca bien pondera-
da bendición que Dios nos otorga, pasan por el hecho de que, en el
contexto secular y en la tradición católica romana parece que lo
único que se requiere para ser hijos de Dios es existir. En efecto,
traemos incorporada la idea de que, por derecho de creación, Dios es
Padre de toda criatura, sea ésta animada o inanimada, inteligente o no,
racional o irracional. Y una condición compartida por todas las criaturas
sin excepción por el mero hecho de existir no se tiene en gran estima ni
se ve como un privilegio especial, pues aún de serlo, su universal distri-
bución le resta valor a los ojos del individuo humano que concibe cual-
quier privilegio como algo que debe traer aparejado algún grado de ex-
clusividad.
Ahora bien, no se puede negar que en un sentido muy amplio y ge-
neral podría decirse que Dios es el Padre de todo lo que existe en la
83

medida en que Él es en última instancia el Creador y el origen de todas


las cosas. Ese es un reconocimiento implícito en algunas declaraciones
bíblicas a cargo de los profetas como, por ejemplo, el profeta Isaías,
quien afirma: “A pesar de todo, SEÑOR, tú eres nuestro Padre; nosotros
somos el barro, y tú el alfarero. Todos somos obra de tu mano” (Isa.
64:8), o el profeta Malaquías quien dice: “¿No tenemos todos un solo
Padre? ¿No nos creó un solo Dios?” (Mal. 2:10).
Con todo y ello, la revelación de Dios como Padre está casi del todo
restringida al Nuevo Testamento, pues las referencias a Dios como
Padre son muy escasas en el Antiguo Testamento y se limitan, además
de los versículos ya citados, a estos otros: “Pero tú eres nuestro Padre,
aunque Abraham no nos conozca ni nos reconozca Israel; tú, SEÑOR,
eres nuestro Padre; ¡tu nombre ha sido siempre «nuestro Redentor»!”
(Isa. 63:16); “No hace mucho me llamabas: "Padre mío, amigo de mi
juventud… »Yo mismo dije: »"¡Cómo quisiera tratarte como a un hijo, y
darte una tierra codiciable, la heredad más hermosa de las naciones!"
Yo creía que me llamarías "Padre mío" y que nunca dejarías de se-
guirme” (Jer. 3:4, 19); “»El hijo honra a su padre y el siervo a su señor.
Ahora bien, si soy padre, ¿dónde está el honor que merezco? Y si
soy señor, ¿dónde está el respeto que se me debe?...” (Mal. 1:6).
Salta a la vista que el pueblo de Israel no se refería a Dios como Padre
simplemente para indicar la relación universal e impersonal de causa y
efecto existente entre el Creador y su creación, sino que sin dejar de in-
cluir este sentido, ellos iban más lejos al concebir a Dios como Padre en
una relación interpersonal de carácter restringido y exclusivo que se
apoyaba en la elección irrevocable que Dios había hecho en su momen-
to de Abraham y su descendencia por encima de las demás naciones de
la tierra. Este es el sentido que conlleva también el capítulo 14 de Deute-
ronomio en el que, a partir de esta declaración: “»Eres hijo del SEÑOR tu
Dios...” (Dt. 14:1), se procede a justificar la separación entre animales
puros e impuros que constituía una de las señales que distinguían a Is-
rael de los pueblos cananeos y paganos que los rodeaban.
Aún en el salmo 82, que hace más bien las veces de denuncia mordaz
por parte de Dios sobre la parcialidad, injusticia y pretensiones desmedi-
das de autonomía de los dirigentes de la nación de Israel, se implica de
todos modos la relación padre/hijo establecida por Dios con su pueblo:
“»Yo les he dicho: ‘Ustedes son dioses; todos ustedes son hijos del
Altísimo’” (Sal. 82:6). Sin embargo, en todos estos escasos pero repre-
sentativos pasajes del Antiguo Testamento los israelitas veían a Dios
como Padre de la nación de Israel como un todo, y no como el pa-
dre individual de cada uno de ellos.
84

Ya lo dijo el propio Dios: “... ‘Israel es mi primogénito’” (Éxo. 4:22). Y


así lo entendió también el apóstol Pablo: “el pueblo de Israel. De ellos
son la adopción como hijos...” (Rom. 9:4). En otras palabras, un israe-
lita podía orar dirigiéndose a Dios como Padre cuando oraba en nombre
de toda la nación, pero no osaría tratar a Dios como Padre a título indivi-
dual para dar a entender que sostenía con Él una relación filial en pleno
derecho de tipo personal, íntimo y profundamente afectivo. Eso sería
una irreverencia que rayaría en la blasfemia en labios de un judío. Por
esta razón en el Nuevo Testamento las oraciones de Cristo dirigiéndose
a su Padre a título individual son totalmente revolucionarias.
Para los judíos el hecho de que Cristo se hiciera a sí mismo “Hijo de
Dios” y se refiriera a Dios como su Padre más que como el Padre de to-
da la nación, era considerado una blasfemia: “Las obras que hago en
nombre de mi Padre son las que me acreditan... Mi Padre que, que me
las ha dado, es más grande que todos... El Padre y yo somos uno. Una
vez más los judíos tomaron piedras para arrojárselas... No te apedrea-
mos por ninguna de ellas sino por blasfemia; porque tú, siendo hom-
bre, te haces pasar por Dios. ¿Y acaso respondió Jesús no está
escrito en su ley: "Yo he dicho que ustedes son dioses"? [el Señor está
citando aquí el ya aludido salmo 82] Si Dios llamó "dioses" a aquellos
para quienes vino la palabra (y la Escritura no puede ser quebrantada),
¿por qué acusan de blasfemia a quien el Padre apartó para sí y en-
vió al mundo? ¿Tan sólo porque dijo: "Yo soy el Hijo de Dios"? Si
no hago las obras de mi Padre, no me crean. Pero si las hago, aunque
no me crean a mí, crean a mis obras, para que sepan y entiendan que el
Padre está en mí, y que yo estoy en el Padre. Nuevamente intentaron
arrestarlo, pero él se les escapó de las manos” (Jn. 10:25, 29-31; 33-39).
De hecho la exacta expresión “hijos de Dios” siempre se da en plu-
ral en el Antiguo Testamento y estaba reservada a los ángeles y no
a los seres humanos, así estos pertenecieran al pueblo de Israel
(Gén. 6:2, 4; Job 1:6; 2:1; 38:7). Lo más parecido a la filiación a título in-
dividual establecida entre el creyente y Dios en el evangelio se da en el
Antiguo Testamento en relación con el rey David: “Él me dirá: ‘Tú eres
mi Padre, mi Dios, la roca de mi salvación’” (Sal. 89:26); y con su hijo
Salomón: “Dios me dijo: ‘Será tu hijo Salomón el que construya mi tem-
plo y mis atrios, pues lo he escogido como hijo, y seré para él como
un padre” (1 Cr. 28:6), versículos que junto con Oseas 1:10: “Con todo,
los israelitas serán tan numerosos como la arena del mar, que no se
puede medir ni contar. Y en el mismo lugar donde se les llamó ‘Pueblo
ajeno’, se les llamará: ‘Hijos del Dios viviente’”, parecen prefigurar y
anticipar la relación filial ofrecida por Dios a todos los creyentes sin ex-
cepción en el Nuevo Testamento.
85

Por último, en el Antiguo Testamento la figura de Dios como Padre


evoca la protección divina sobre los desamparados para reivindicar
sus derechos. Este es el sentido que encontramos en el ya citado pasa-
je de Isaías 63:16 y otros más como éstos: “Aunque mi padre y mi madre
me abandonen, el SEÑOR me recibirá en sus brazos” (Sal. 27:10); “Padre
de los huérfanos y defensor de las viudas es Dios en su santa morada”
(Sal. 68:5).
7.2. La adopción en las Escrituras
Ahora bien, el acto jurídico de la adopción es comúnmente entendi-
do como el acto por el cual alguien recibe como hijo propio a quien
genéticamente no lo es, confiriéndole todos los derechos y obliga-
ciones correspondientes. Históricamente es un recurso de vieja data,
siendo conocido y utilizado de manera regular tanto por los griegos como
por los romanos.
En Israel no era tan común debido básicamente a las diversas alternati-
vas planteadas al problema de la carencia de hijos, tales como la apela-
ción a Dios en oración ante la esterilidad, considerada una desgracia pa-
ra las mujeres en la antigüedad; la costumbre de la época que permitía a
la esposa ofrecer una de sus siervas a su marido en calidad de concubi-
na, conservando para sí los derechos maternales sobre los hijos de ésta,
recurso utilizado por Abraham y Sara en relación con Ismael, el hijo de la
esclava Agar, y por Lea y Raquel, esposas de Jacob, en relación con los
hijos de sus esclavas Bilha y Zilpa; así como la ley de levirato por la cual
una viuda sin hijos podía exigir a su cuñado el otorgarle descendencia,
atribuida legalmente al difunto.
Adicionalmente, en las tabletas de Nuzi se encontró que para los siglos
XV y XIV a.C. en la amplia región de Mesopotamia se practicaba la
adopción en el caso de una pareja sin hijos que adoptaba como tal a un
varón para que cuidara de ellos mientras vivieran, los sepultara cuando
murieran y fuera heredero de su patrimonio. Se especificaba que si lle-
gaban a tener un hijo propio, el hijo adoptivo perdería sus derechos de
heredero. Esto parece explicar la adopción de Eliezer de Damasco como
heredero por parte de Abraham, antes del nacimiento de Isaac, y el
cambio subsiguiente cuando el Señor le prometió que le nacería un hijo
propio que sería su heredero (Gén. 15:2-4).
Sin embargo, encontramos algunos casos de adopción con carac-
terísticas tan especiales que podría decirse que la presencia de un
acto de este tipo en la Biblia permite presumir en la persona adop-
tada un propósito crucial de la providencia Divina, como en el caso
de Moisés (Éxo. 2:10; Hc. 7:21-22), y Ester (Est. 2:7, 15), personajes
ambos que, como bien se sabe, desempeñaron un papel determinante
en el plan de Dios con el pueblo hebreo en particular, y a través de él,
86

con la humanidad en general. Estos casos también anticipan de algún


modo la formulación doctrinal que la adopción adquiere en el Nue-
vo Testamento en los escritos inspirados del apóstol Pablo.
Sea como fuere y aún con todos estos antecedentes, la doctrina de la
adopción es una revelación del Nuevo Testamento, siendo el com-
plemento necesario a la doctrina de la regeneración o nuevo naci-
miento, puesto que ésta última (el nuevo nacimiento) implica un
cambio de naturaleza, mientras que la doctrina de la adopción im-
plica un cambio de relación. Dicho de otro modo, el creyente es rege-
nerado o “nace de nuevo” en la medida en que adquiere una nueva natu-
raleza que participa de la misma naturaleza divina, pero es adoptado en
la medida en que se establece entre él y Dios una relación filial en
pleno derecho caracterizada además por un amor, afecto e intimidad
sin precedentes.
Lockyer lo expresa así: “La regeneración es un cambio interno obrado
en nosotros por el Espíritu de Dios, y que trae como resultado una nueva
naturaleza en la que nos asemejamos a Dios. La adopción es el acto de
Dios por el cual Él admite a los renacidos dentro de las condiciones y
privilegios de hijos por su soberana voluntad. Esta es una posición que
se basa en el cambio interno producido por la regeneración”. Ve-
mos, pues, aquí una diferencia entre la adopción llevada a cabo por Dios
con los creyentes y la adopción como práctica ancestral de la humanidad
como tal. En la adopción humana el peso de la misma está en el mo-
mento en que el niño es adoptado e incorporado legalmente a su nueva
familia, mientras que desde la perspectiva divina la incorporación a la
familia de Dios ya está implícita en la regeneración.
Por eso, el peso de la adopción divina recae es en el hecho de que,
simultáneamente con la regeneración, Dios nos concede los dere-
chos que corresponderían a un hijo que obtiene la mayoría de edad
en el seno de la familia en que ha renacido. No podemos olvidar que
el contexto en que el apóstol Pablo habla de adopción es el contexto
grecorromano. Y en este contexto él elige justamente la palabra griega
huio-thesia para referirse a la adopción, palabra compuesta por los
vocablos “hijo” y “posición” que significan exactamente “poner en
la posición de hijo”.
Por eso, más que a la ceremonia típica de adoptio o adopción que tenía
lugar entre los romanos cuando adoptaban a alguien que no pertenecía
originalmente a la familia, la adopción bíblica toma más bien como re-
ferencia la ceremonia conocida como Tirocinium Fori, que conme-
moraba el fin de la niñez, y en la cual el hecho fundamental que ten-
ía lugar consistía en el cambio de vestidura del joven que alcanzaba
la mayoría de edad, despojándose entonces de la toga pretexta para
87

ponerse enseguida la toga virilis o vestidura varonil, acto simbólico


que daba a entender que a partir de ese momento el hijo ya ejercía sus
derechos y deberes familiares en plenitud.
Así, pues, en el Nuevo Testamento, como lo concluye Lockyer: “la impli-
cación de la palabra en el Nuevo Testamento... es, ser puestos como
hijos en una posición de autoridad. ‘La regeneración tiene que ver con la
creación de un hijo. La adopción con la colocación de éste en su autori-
dad de hijo’”. Contra este trasfondo se pueden entender mucho mejor
estos pasajes bíblicos: “Todos ustedes son hijos de Dios mediante la
fe en Cristo Jesús... En otras palabras, mientras el heredero es menor
de edad, en nada se diferencia de un esclavo, a pesar de ser dueño de
todo. Al contrario, está bajo el cuidado de tutores y administradores has-
ta la fecha fijada por su padre. Así también nosotros, cuando éramos
menores, estábamos esclavizados por los principios de este mundo. Pe-
ro cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mu-
jer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin
de que fuéramos adoptados como hijos. Ustedes ya son hijos. Dios
ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama:
«¡Abba! ¡Padre!» Así que ya no eres esclavo sino hijo; y como eres hijo,
Dios te ha hecho también heredero” (Gál. 3:26; 4:1-7); “Y ustedes no re-
cibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu
que los adopta como hijos y les permite clamar: «¡Abba! ¡Padre!»”
(Rom. 8:15).
Tal vez es Ryrie quien mejor concluye lo expuesto con estas palabras:
“La adopción es un acto de Dios que coloca al creyente en Su familia,
como adulto. En contraste, el nacer de nuevo enfatiza la idea de entrar
en la familia de Dios como bebé, con la consiguiente necesidad de cre-
cimiento y desarrollo... Pero la adopción enseña las ideas de la edad
adulta y los privilegios completos en la familia de Dios... Tanto la
adopción como el nacimiento ocurren al momento de la fe salvífica, pero
indican diferentes aspectos de nuestra relación con la familia de Dios”.
No podemos dejar aquí de anotar que la adopción está incluida en la
predestinación divina desde la eternidad en el pasado: “Dios nos escogió
en él antes de la creación del mundo... En amor, nos predestinó para
ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo...” (Efe. 1:5),
pero al igual que la redención, no tendrá su completa realización hasta
que recibamos cuerpos resucitados incorruptibles: “... mientras aguar-
damos nuestra adopción como hijos, es decir la redención de nues-
tro cuerpo” (Rom. 8:23. Ver también 1 Jn. 3:2).
Pero lo más sorprendente, maravilloso y extraordinario de esta doctrina
es que para hacer posible la adopción del hombre por parte de Dios, fue
necesario primero que Dios fuera adoptado por el hombre, evento que
88

tuvo lugar en la persona de Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre, pues


no debemos olvidar que, en lo concerniente a su humanidad, José no
era el padre natural del Señor, sino tan sólo su padre legal en virtud de
la adopción que, a instancias del ángel de Dios, aceptó obedientemente
llevar a cabo (Mt. 1:20-21; Lc. 3:23).
7.3. Beneficios de la adopción
Por último, pueden relacionarse muchos privilegios derivados de la
adopción, pero es preferible destacar tal vez los más importantes entre
ellos como son: Ser miembros de la familia de Dios: “Por lo tanto, us-
tedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los san-
tos y miembros de la familia de Dios” (Efe. 2:19). Unido a ello, esta
membresía conlleva el derecho de ser herederos de Dios: “Y si somos
hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cris-
to...” (Rom. 8:17).
Derivados de estos dos podríamos mencionar también el derecho tanto
a la dirección: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de
Dios son hijos de Dios” (Rom. 8:14), como a la disciplina divina: “...
«Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes
cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azo-
ta a todo el que recibe como hijo»... Dios los está tratando como a
hijos... Si a ustedes se les deja sin la disciplina que todos reciben,
entonces son bastardos y no hijos legítimos” (Heb. 12:5-8); pues
Dios desempeña todo lo relativo a su condición de Padre de manera ab-
solutamente responsable para con nosotros sus hijos.
Todo converge entonces de nuevo en el más grande privilegio obteni-
do en la adopción por encima de otras consideraciones derivadas
de ello de indiscutible conveniencia pragmática, que no es otro que
el hecho de tener a Dios por Padre. Un Padre que nos considera hijos
suyos sin reservas: “«Yo seré un padre para ustedes, y ustedes serán
mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Cor. 6:18), y
que hace de Jesucristo nuestro hermano mayor, quien tampoco reniega
nunca de nosotros: “... por lo cual Jesús no se avergüenza de llamar-
los hermanos” (Heb. 2:11).
Cuestionario de repaso
1. ¿Por qué no valoramos en su justa dimensión la doctrina de la adopción?
2. ¿A quienes estaba reservada la expresión “hijos de Dios” en el Antiguo Tes-
tamento?
3. ¿Qué casos de adopción encontramos en la Biblia?
4. ¿En qué se diferencia fundamentalmente la doctrina de la adopción de la
doctrina de la regeneración o nuevo nacimiento?
89

5. ¿Sobre qué aspecto recae el peso de la noción de adopción tal como ésta
se nos revela en los escritos inspirados del apóstol Pablo?
6. ¿Cuáles son los principales privilegios de la adopción revelados en la Biblia
y en la vida cristiana?
90

8. Doctrina de la santificación
En relación con esta doctrina y para no prestarnos a confusiones que pue-
den evitarse, debe preferirse siempre el término “santificación” por encima
del de “santidad”, puesto que la doctrina de la santidad concierne funda-
mentalmente a Dios y no al ser humano. En estricto rigor, únicamente
Dios es Santo en un sentido absoluto: “Nadie es santo como el SEÑOR” (1 S.
2:2).
Sin embargo, como se vio en el programa de Teología Básica, la santidad es
un atributo que Dios puede comunicar de manera soberana a los seres
humanos, de donde el ser humano puede ser “santificado” por Dios, circuns-
tancia que da pie a la doctrina de la santificación en el marco de la gran doc-
trina de la salvación. Con todo, la distinción entre santidad y santificación no
es siempre tan obvia en las Escrituras dado que, como bien lo señala Lewis
Chafer: “la misma palabra original, griega o hebrea, que se traduce «santifi-
car», en sus diferentes formas, se traduce también «santo», ya sea en forma
de sustantivo a adjetivo”.
El contexto es, pues, determinante para establecer el sentido que debe pre-
valecer. Es así como, por ejemplo, en Levítico 21:8 la misma palabra origi-
nal, usada cuatro veces en este texto, se traduce de dos maneras diferentes:
“Considéralo santo [la versión Reina Valera dice aquí “le santificarás”], por-
que él ofrece el pan de tu Dios. Santo será para ti, porque santo soy yo, el
SEÑOR, que los santifico a ustedes”. Vemos aquí el sustantivo “santo” y el
verbo “santificar” como traducciones del mismo vocablo hebreo.
No obstante, el contexto es por lo general lo suficientemente claro para es-
tablecer las distinciones del caso y para aclarar los equívocos populares a
que esta doctrina se ha prestado41. Con este propósito habría que decir que
existen dos significados básicos de estas palabras. Significados a los
cuales se pueden subordinar todos los demás.
8.1. Santificar o “poner aparte”

41
Si bien el contexto es determinante al punto que en ocasiones una misma palabra hebrea o
griega debe traducirse de maneras diferentes por exigencia del contexto, lo cierto es que el vo-
cablo hebreo qadosh,  que da pie en español a los términos santo, santificar y santificación in-
distintamente en el Antiguo Testamento, admite pequeñas variaciones y matices que también
orientan la manera en que debe traducirse al español y no se depende entonces por completo
del contexto, pero el contexto si suele tener más peso para determinar cómo se traduce el pa-
saje que las pequeñas variaciones de esta palabra básica. En el griego hay más variedad de
vocablos con significaciones más precisas (aunque el vocablo griego hágios sería el que mejor
corresponde al hebreo qadosh). Es así como en griego contamos, además del ya señalado
hágios (traducido generalmente como “santo”), también con hagiázo (traducido comúnmente
como “santificar” en sus múltiples conjugaciones), y con hagiasmós (traducido en casi todos los
casos como “santificación”, aunque eventualmente se prefiera traducirlo como “santidad”). Jun-
to a estos también podríamos añadir, aunque en menor proporción: hagiotés, hagiosune,
hósios y hosiótes, en clara muestra de la riqueza del griego, riqueza que no obstante a veces
incurre en sutilezas tan veladas que no hacen fácil la labor del exégeta.
91

En primer lugar, el significado fundamental del verbo “santificar” es


simplemente “cortar”, “separar”, “apartar”. Éste es el sentido prima-
rio de la raíz hebrea que da lugar a la palabra qadosh. Esta es una signi-
ficación que hace, pues, referencia a una posición, a un estado, a
una relación, más que a una transformación moral o un proceso in-
terior de carácter ético.
Esto último llega a ser una consecuencia necesaria de lo primero, y
será abordado enseguida al relacionar su segundo significado, pero no
debemos perder de vista que el significado estricto de la santificación
no entraña ni involucra en primera instancia un cambio interior ni
conductual de tipo ético o moral, sino simplemente un acto divino
por el cual Dios aparta o separa a algo o a alguien de su uso común
o de su vida profana respectivamente, para ser dedicados a usos o
actividades sagradas, que no son otras que las que tienen que ver di-
rectamente con Dios y su causa.
Y esto es algo efectuado de una vez y para siempre. En este sentido
todos los creyentes son santos, sin matiz alguno, desde el mismo
momento de su conversión y nuevo nacimiento en virtud de los
méritos de Cristo: “… somos santificados mediante el sacrificio del
cuerpo de Jesucristo, ofrecido una vez y para siempre… Porque con un
solo sacrificio ha hecho perfectos para siempre a los que está santifi-
cando” (Heb. 10:10, 14).
La santificación y la consecuente santidad del creyente son entonces
hechos consumados e irreversibles, no en virtud de los méritos o del exi-
toso o deficiente estado de obediencia a Dios del creyente, sino en virtud
de la soberana gracia divina que actúa en nosotros para apartarnos de
una vez por todas para su servicio. Es por eso que, en lo que tiene que
ver con este primer sentido de la doctrina que estamos considerando,
así se expresa de manera tajante el eminente y varias veces citado teó-
logo Lewis Chafer: “La santidad no es algo progresivo. Cada persona
nacida de nuevo es tan santa en el instante de su salvación como lo
será en el tiempo futuro y en la eternidad”, añadiendo más adelante
algo con lo que habría que estar de acuerdo: “Debido a que ignoran la
posición que tiene en Cristo, muchos cristianos no creen que ellos son
santos”.
Esto explica también por qué en ciertos pasajes del Nuevo Testamento
la santificación precede a la justificación, lo cual significa que antes si-
quiera de ser justificados ya habíamos sido santificados, es decir, apar-
tados para Dios: “Y eso eran algunos de ustedes. Pero ya han sido lava-
92

dos, ya han sido santificados, ya han sido justificados en el nombre


del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor. 6:11). Ya
hemos sido santificados, es decir que ya hemos sido apartados por Dios
de una vez y para siempre, y sólo después y como consecuencia de ello,
hemos sido también justificados.
Así que, si sostenemos que hemos sido justificados, con mayor razón
debemos sostener que antes de eso ya habíamos sido santificados. Este
aspecto primario de la santificación, pasado muy frecuentemente por alto
en el entendimiento popular de esta doctrina, tiene entonces que ver con
el mismo acto por el cuál Dios nos elige y nos predestina para ser salvos
y permanecer así siempre a su servicio: “... a los elegidos... según la
previsión de Dios el Padre, mediante la obra santificadora del Espíri-
tu...” (1 P. 1:1-2).
Porque hay que precisar aquí que este acto de separación o santifica-
ción primordial tiene dos connotaciones, según nos lo indica Lockyer:
“«Santificar»... sugiere no solamente una separación de, sino una sepa-
ración para”. Así se pronuncia también con algo más de detalle el gran
predicador y teólogo inglés Martyn Lloyd-Jones: “La idea de apartar tiene
un doble significado. La primera es la separación de todo lo profano, su-
cio o impuro... Pero en segundo lugar, en un sentido positivo, también
significa que cualquier cosa santificada se dedica completamente a Dios,
se presenta a Dios, se ofrece a Dios para que pueda utilizarla para su
propio servicio”.
Tal vez la palabra que mejor expresa esta separación positiva es “con-
sagrar”. En este orden de ideas, objetos y personas pueden ser por
igual apartados o santificados por Dios. Pero como bien lo señala
Lockyer: “El Antiguo Testamento usa la palabra para referirse en general
a las cosas, mientras el Nuevo Testamento lo usa en conexión con las
personas”. Por supuesto, en relación con las cosas la santificación no
conlleva ningún tipo de responsabilidad por parte de ellas. Pero en rela-
ción con las personas sí (referido aquí el concepto de “persona” a los
creyentes con exclusividad), como se verá en breve cuando nos haga-
mos cargo del segundo significado de esta doctrina.
Por lo pronto, vale la pena recoger algunas otras afirmaciones de Chafer
en relación con este significado de la doctrina de la santificación, puesto
que como ya lo hemos visto, éste es tal vez el aspecto popularmente
más incomprendido y tergiversado de la doctrina de la santificación, para
perjuicio del creyente en su motivación para la vida práctica y cotidiana.
Se refiere él (Chafer) a este primer significado de la santificación con la
expresión “santificación posicional” y dice de ella cosas como éstas que
suscribimos plenamente: “cada cristiano esta posicionalmente santifi-
cado y es un santo delante de Dios... La santificación posicional es tan
93

perfecta como Él es perfecto... Todos los creyentes son considerados


como «los santos». Y también como «los santificados»... La prueba
de que, a pesar de su imperfección, los creyentes están santificados y
son, como consecuencia, santos, se encuentra en 1 Corintios. Los cris-
tianos de Corinto vivían una vida no santa (1 Cor. 5:1-2; 6:1-8), y, sin
embargo... se dice de ellos que habían sido santificados (1 Cor. 1:2;
6:11)... La santificación posicional y la santidad posicional son san-
tificación y santidad «verdaderas»”.
En relación con esto el erudito R. A. Finlayson nos informa que: “En el
Nuevo Testamento la designación apostólica para los cristianos es
la de santos (hagioi), y esta designación continuó usándose en sentido
general por lo menos hasta los días de Ireneo y Tertuliano, aunque pos-
teriormente se degeneró en el uso eclesiástico hasta convertirse en título
honorífico”, en clara alusión a los inicios de la santoral romana entendida
cada vez más como una élite de creyentes que a través de la historia
han mostrado una piedad superior a la del resto de cristianos y que, jus-
tamente por esos “méritos superiores” se habrían supuestamente gana-
do el apelativo de “santos” en contraste con el grueso de la cristiandad
que no podría entonces ostentar este calificativo.
Es, pues, censurable por arbitrario y antibíblico, el uso de la palabra
“santo” en la iglesia restringiendo su aplicación a unos pocos cris-
tianos y esta circunstancia es prueba indiscutible de un progresivo de-
generamiento de esta doctrina en el seno de la misma iglesia oficial que
se alejó así de la Biblia para llevar a cabo sus formulaciones doctrinales.
De este modo se perdió uno de los estímulos para una vida santa (en el
segundo de los sentidos, que se tratará abajo), con los que cuenta el
creyente, pues aunque no tenga que ver con nuestra conducta: “Esta
posición no tiene otra relación con la vida diaria del creyente que la de
poder inspirarle a vivir santamente. De acuerdo a las Escrituras, la
posición del cristiano en Cristo es el incentivo más poderoso para
una vida de santidad” (Chafer).
En conclusión, el significado convencional que hoy se tiene sobre esta
doctrina no toma en cuenta su significado bíblico primario, que es el que
hemos expuesto hasta aquí de manera sintética pero bíblicamente fun-
damentada. Vamos entonces al segundo significado.
8.2. Santificación como proceso de mejoramiento
Derivado del anterior aspecto, pero no por eso menos importante, la
doctrina de la santificación hace referencia en segundo término a
un proceso interior que se refleja también en la conducta, iniciado
en el creyente por el Espíritu Santo desde el mismo momento de su
conversión y nuevo nacimiento. Un proceso gradual, permanente,
creciente y siempre inacabado (por lo menos en las condiciones ac-
94

tuales de la existencia humana) de purificación ética en los moti-


vos, intenciones y acciones del creyente que busca agradar a Dios
y conformarse cada vez más con sus mandamientos y su carácter:
“Significa, pues, una cierta obra de purificación y limpieza que sucede en
nuestro interior, que nos hace conformarnos más y más al Señor Jesu-
cristo y que nos cambia a su imagen de gloria en gloria... podríamos su-
gerir ésta como una buena definición de la santificación: es esa «opera-
ción misteriosa y continuada del Espíritu Santo por la cual libera al
pecador justificado… de la contaminación del pecado»… Renueva
toda su naturaleza a la imagen de Dios y le capacita para llevar a cabo
buenas obras»” (Martyn Lloyd-Jones).
Este aspecto se distingue del anterior, pero de todos modos está implíci-
to en él, como lo indica R. A. Finlayson: “Generalmente están presentes
estos dos aspectos de la santidad, ya que se entendía que ser santo
significaba no solamente vivir una vida separada, sino tener un
carácter diferente al del hombre ordinario. Fue así como el término
adquirió una significación claramente ética. En consecuencia, se re-
conoce que la santidad pertenece a lo que ha sido elegido y apartado
por Dios, dándosele, a la vez, un carácter que se ajusta a las leyes de
Dios”.
G. Walters confirma esta observación con estas palabras: “La exhorta-
ción de Dios «sed santos, porque yo soy santo», requería una respuesta
moral y espiritual del pueblo, reflejo de las excelencias morales divinas
de justicia, pureza, odio al mal moral, preocupación amorosa por el bien-
estar de otros en obediencia a su voluntad; porque el Santo de Israel es-
taba activamente dedicado a promover el bien de su pueblo (Éxo. 19:4)
a la vez que se mantenía separado del mal”. La santificación es aquí, re-
tomando lo dicho en el capítulo sobre la justificación (ver nota de pie de
página No. 28), ajustar lo qué se hace a lo que se es. Es la razón por la
cual el creyente, habiendo sido declarado justo por Dios en su tribunal
en el marco de la doctrina de la justificación, se comienza a comportar
de manera consecuente mostrando cada vez más justicia en todas sus
acciones, a semejanza del Dios Santo y Justo que lo santificó (en el sen-
tido de apartarlo), lo justificó, y lo continúa santificando (en el sentido de
conformarlo cada vez más al carácter de Cristo).
Este aspecto de la santificación, a diferencia del primero, es posterior a
la justificación y no anterior a ella. En otras palabras, debemos ser decla-
rados justos por Dios antes de poder embarcarnos exitosamente en la
santificación en el sentido en que la estamos considerando ahora. Lewis
Chafer llama a este aspecto de la santificación “santificación experimen-
95

tal”42 para diferenciarla de la anterior, a la que llamó “santificación posi-


cional”. Valga decir que estas distinciones son legítimas en aras de en-
tender metódica y racionalmente los diferentes aspectos involucrados en
esta doctrina, pero debemos tener cuidado de no separarlos nunca, pues
siempre se dan juntos y el santo por posición debe también serlo por
experiencia o vivencia de manera consecuente. A esto se refirió Mar-
tyn Lloyd-Jones de este modo: “El primer gran peligro es el de aislar es-
tas distintas doctrinas y separarlas unas de otras de una forma falsa...
Todas forman una sola pieza... Existe una conexión vital entre todas
ellas... es correcto distinguirlas, pero distinguirlas es completamente dis-
tinto de separarlas... no debemos sugerir nunca que se pueda tener una
sin la otra; que se puede ser justificado sin ser santificado, o santificado
solo más tarde. Eso es completamente antibíblico”.
Refiriéndose, por ejemplo, al perdón y su conexión con la santificación
añade: “Buscar el perdón debe significar que han visto algo de la santi-
dad de Dios y de la santidad de la Ley de Dios; ya se han visto como pe-
cadores. Deben haber odiado aquello que les ha separado de Dios y, por
tanto, si verdaderamente están buscando el perdón, deben desear ser li-
berados de aquello que les ha hecho sentirse mal y les ha hecho pecar
contra Dios, y que les ha puesto en una posición tan peligrosa. Sin duda,
esa es la base de la búsqueda del perdón... si el perdón incluye todo
eso, ya es el principio de la santificación. En el momento que vemos
algo de la pecaminosidad del pecado, y deseamos separarnos de él, y
acercarnos a Dios y disfrutar de Dios, eso en sí mismo es santificación,
eso es ser separados para Dios... hay... un peligro muy real de una falsa
evangelización preocupada tan solo en dar a las personas un alivio y li-
beración transitorias, y no subraya la vital importancia de la santifica-
ción... La evangelización que se detiene en el perdón no es una evange-
lización bíblica... si predicamos verdaderamente la reconciliación,
debemos predicar la santificación... la santificación es servir a Dios...
la santificación es parte del mensaje de la evangelización... En el mo-
mento, pues, que somos regenerados y unidos al Señor Jesucristo,
el proceso de santificación ya ha comenzado”.
Ahora bien, como resulta evidente, éste es el significado que el cristiano
promedio suele tener en mente cuando se habla de la santidad o la san-
tificación, lo cual no es malo en sí mismo, sino únicamente cuando éste
significado relega o excluye el primer significado que hemos expuesto
arriba. Pero con todo y el hecho de que la santificación se asocia popu-
larmente casi con exclusividad a este segundo aspecto de esta doctrina,

42
Por razones que se verán a continuación, nos parece que la expresión “santificación experi-
mental” no es la más adecuada en español para referirse a este aspecto de la santificación,
pues se presta a equivocadas interpretaciones. Sería preferible llamarla “santificación viven-
cial”.
96

no faltan también aquí entendimientos defectuosos y erróneos de lo que


significa en este caso la doctrina de la santificación. Quizás ayude más a
la comprensión de esta doctrina denunciar primero las distorsiones de
que ha sido víctima que lo que realmente se quiere dar a entender con
ella. Encontramos entonces tres distorsiones principales de la santifica-
ción práctica que hemos llamado “experimental” o “vivencial”.
8.3. Distorsiones de la santificación
8.3.1. Moralidad
La santificación eleva, por supuesto, los estándares morales del
creyente, pero eso no significa que la santificación o la santidad
misma pueda reducirse o igualarse a la moralidad. Se puede tener
y suscribir una elevada moralidad, pero eso no significa necesa-
riamente que la persona esté siendo santificada ni mucho menos.
Muchos filósofos han propendido por la moralidad, desde Sócra-
tes hasta Kant, pero no la asociaban con Dios ni mucho menos
con el cristianismo, sino que, por el contrario, trataron de apoyar-
se en ella para promover el abandono de la fe en Dios, aunque
tuvieron que reconocer que no era una labor fácil (Kant).
Y aún en el campo religioso la moralidad no es garantía de
santificación, pues el fariseísmo encuentra de nuevo aquí campo
abierto para manifestarse, como lo hacía ya en relación con la
doctrina de la justificación. En este caso, la moralidad legalista no
se practicaría para alcanzar una precaria justicia propia con la
cual se pretendería inútilmente ser justificado ante Dios, sino para
ostentar los signos externos de una “apariencia de piedad” (2 Tim.
3:5 RVR) que no está vitalmente conectada con Dios sino tan solo
lo está de una manera formal.
¿Acaso no denunció así el mismo Señor Jesucristo a los moralis-
tas religiosos de su tiempo? “»¡Ay de ustedes, maestros de la ley
y fariseos, hipócritas!, que son como sepulcros blanqueados. Por
fuera lucen hermosos pero por dentro están llenos de huesos de
muertos y de podredumbre” (Mt. 23:27). Martyn Lloyd-Jones sale
al paso de esta distorsión con estas advertencias: “Debemos te-
ner cuidado siempre de no definir la santificación solo en términos
de nuestro estado y condición morales, sino de nuestro estado y
condición morales en relación con Dios. Esto es absolutamen-
te vital. Las personas pueden ser muy morales, pero eso no
significa que estén santificadas. La palabra debe llevar apare-
jado este concepto de nuestra relación con Dios, nuestra
postura en su presencia. Así pues, la santificación no es la
moralidad y pureza de por sí. Es todo eso en relación con
Dios”.
97

8.3.2. Perfeccionismo
Este planteamiento erróneo de la santificación, aunque de vieja
data en la historia de la iglesia remontándose incluso a algunos
padres de la iglesia, se formuló en la modernidad al amparo del
metodismo del gran predicador Juan Wesley y los justamente lla-
mados “movimientos de santidad” surgidos de él, incluyendo entre
ellos a otro gran evangelista como Charles Finney, que es tal vez
quien acuñó formalmente el término “perfeccionismo” en este te-
ma.
Para no simplificar en exceso este asunto hay que puntualizar que
esta postura es muy amplia y existen distintos matices dentro de
ella al punto que no todos los proponentes englobados bajo esta
designación están de acuerdo en su entendimiento de la santifica-
ción, pero hay puntos en común entre ellos que justifican el incluir-
los aquí. Lo fundamental para todos ellos es que la santifica-
ción implica perfección.
La manera en que cada uno entiende la perfección puede diferir y
no en todos los casos conlleva impecabilidad absoluta. Pero el
punto es que la santificación no puede concebirse como per-
fección en ningún sentido diferente al que se da a entender
en la Biblia cuando se utiliza el término “perfección” como
una posibilidad actual para los creyentes, en cuyo caso no
significa otra cosa que “madurez”43. En otras palabras, el cre-
yente puede ser perfecto solo en la medida en que sea un cristia-
no espiritualmente maduro y nada más. La Biblia no da pie para
concebir la perfección actual del creyente más allá de esto. Toda
concepción diferente de la perfección cristiana amenaza con ma-
linterpretar la doctrina de la santificación.
Entre estas concepciones se destacan las que sostienen que la
santificación presente incluye erradicación o neutralización abso-
luta del pecado en la vida del creyente. Como lo dice G. Walters:
“pretensiones exageradas de este tipo, que suponen «perfección
inmaculada», generalmente restan importancia tanto a la descrip-
ción del pecado como al nivel de vida moral que se exige”. Así
mismo añade Martyn Lloyd-Jones algo tan obvio que se cae de su
peso para todo cristiano que piense de sí mismo con consciente y
humilde honestidad y cordura: “no puede significar que este-

43
Vale la pena transcribir aquí un aparte de la nota que se encuentra en el glosario de la Biblia
Nueva Versión Internacional bajo la entrada “perfecto/perfección/perfeccionar”: “Aunque en
esta vida nadie llega a estar totalmente libre de pecado, el adjetivo «perfecto» (griego ‘téleios’)
se usa en varios pasajes con referencia a los creyentes. Es posible que se trate del concepto
de madurez espiritual (véase 1 Cor. 2:6-7; Heb. 6:1)...”.
98

mos libres de pecado y seamos perfectos, porque no lo so-


mos y sabemos que no lo somos”.
Herbert Lockyer, no obstante que parece seguir las enseñanzas
de Wesley en la primera parte de la declaración que pasamos a
citar, reitera sin embargo en el cierre de la misma el hecho univer-
sal consignado por Lloyd-Jones: “Ciertamente el Señor ha hecho
posible que los suyos disfruten constantemente de su liberación
de todo pecado conocido o consciente. Sin embargo esa expe-
riencia no sugiere una condición de impecabilidad... Dentro
del más santo hay un mundo de pecados no descubiertos
aún... La persona que pretende ser tan santa que no puede
pecar, realmente peca al hacer tal afirmación”.
No podría ser de otro modo si consideramos la terminante afirma-
ción hecha por el apóstol Juan dirigiéndose a los creyentes, es
decir a los santos: “Si afirmamos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad... Si afir-
mamos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso y
su palabra no habita en nosotros” (1 Jn. 1:8, 10). A la luz de lo an-
terior, puede concluirse que el perfeccionismo es también una
distorsión de la doctrina de la santificación en el aspecto que
venimos considerando ahora.
Es más, el perfeccionismo puede confundirse o aliarse muy fácil-
mente con el moralismo religioso legalista tratado anteriormente,
pues no es inusual que un moralista religioso como el joven rico
que se encontró con el Señor Jesucristo (Mt. 19:16-20), llegue a
creer engañosamente que está guardando todos los mandamien-
tos a la perfección, lo cual agrava seriamente su extravío44.
8.3.3. La santificación como experiencia
La última concepción equivocada de la santificación consiste en
equipararla con una experiencia de carácter espiritual intensa
y momentánea pero con efectos definitivos que, supuesta-
mente, santificaría al creyente de una vez por todas, capa-
citándole de manera milagrosa y con una actitud casi por
completo pasiva de su parte para sobreponerse al pecado en
todas sus formas.
He aquí la razón por la cual consideramos inconveniente llamar a
este aspecto de la santificación “santificación experimental” como

44
No deja de ser irónico que el Señor Jesucristo se dirija así al pretensioso y engañado joven
rico cuando presumía estar guardando los mandamientos a la perfección, como siguiéndole el
juego: “Si quieres ser perfecto…” (Mt. 19:21)
99

lo haría Chafer en la traducción que de él se hace al español 45.


Porque el mismo Chafer se pronuncia tácitamente en contra de
esta idea cuando dice: “La doctrina de la santificación no pue-
de interpretarse por la experiencia... la enseñanza de la Pala-
bra de Dios no debe sustituirse por un análisis de alguna ex-
periencia personal... Es la función de la Biblia interpretar la
experiencia, antes que éste pretenda interpretar la Biblia. To-
da experiencia que viene por obra de Dios debe estar de
acuerdo a las Escrituras… la santificación no se puede expe-
rimentar como sentimiento o emoción”.
Esto último es muy pertinente, pues algunos de los que sostienen
este punto de vista piensan en la santificación como una “expe-
riencia de crisis” similar a aquellas experiencias de conversión
que han involucrado una elevada e intensa carga emotiva y psi-
cológica de corte sobrenatural. No obstante, no creen que la santi-
ficación pueda ser simultánea o equiparable con la experiencia de
conversión, sino distinta y posterior a la misma. Sea como fuere y
ya sea que se entienda la santificación como una “experiencia de
crisis” altamente emotiva o no, lo cierto es que todos los que in-
terpretan de este modo este aspecto práctico y no posicional de la
santificación creen que: “la santificación se recibe como un don
en forma semejante a la justificación, de tal modo que el creyente
se convierte en santo instantáneamente y entra de una vez para
siempre en un estado de santidad efectiva y práctica”, al decir
de G. Walters describiendo este punto de vista.
En relación con este tipo de “experiencias de santificación” por las
cuales las personas se liberan ipso facto y de manera presunta-
mente milagrosa de algún tipo de pecado particularmente recu-
rrente en su vida, Martyn Lloyd-Jones enumera algunos relatos
típicos de ellas haciendo luego los siguientes comentarios a las
mismas: “Por supuesto, podemos aceptar estas experiencias sin
ninguna duda… puedo dar testimonio de experiencias semejantes
en mi propia vida. ¿Qué hay de ellas entonces?... En primer lugar,
y antes que nada, no existe ninguna evidencia en el Nuevo
Testamento que permita afirmar que esa clase de experiencia
signifique santificación. Puede que sea parte de la santifica-

45
El término “experimental”, si bien no es en sí desacertado pues la santificación es algo que el
creyente “experimenta” de un modo u otro, tiene el inconveniente de evocar una “experiencia”,
palabra que tiene connotaciones muy específicas y restringidas en el medio eclesiástico
evangélico hispano parlante de marcado corte pentecostal. Habría que conocer el texto en el
original para ver si esta traducción corresponde con la idea que Chafer quería expresar en su
inglés vernáculo.
100

ción, puede que en gran medida ayude a la santificación, pero


no es la santificación propiamente dicha”.
Acto seguido, cuando se llama la atención al hecho de que estas
experiencias parecen ser arbitrariamente selectivas, dice: “Si una
experiencia es el modo de actuar de Dios, es para todos [los cre-
yentes] y no para algunos... debemos examinar con mucho cuida-
do esta cuestión de la experiencia… hay otras personas que pue-
den dar testimonio de experiencias parecidas… que no son cris-
tianos en absoluto… De modo que la liberación puede tener un
origen psicológico… Podemos ver lo peligroso que es generalizar
con las experiencias. No debemos basar nuestra doctrina en
las experiencias sino en la enseñanza de la Palabra de Dios…
La santificación es un crecimiento, un desarrollo; es un pro-
greso… el principal problema de esta enseñanza sobre la ex-
periencia es que confunde dos cosas distintas, y las dos co-
sas son las experiencias por las que pasamos en la vida cris-
tiana, y la gracia de Dios y la santificación… La santificación
implica experiencias y estas contribuyen a ella, pero no es
esencialmente una experiencia”.
Anteriormente, cuando se señaló la inconveniencia de la expre-
sión “santificación experimental” para designar este segundo as-
pecto de la santificación, propusimos en su reemplazo “santifica-
ción vivencial”. Ahora diremos por qué. La santificación, más
que una experiencia intensa, momentánea, fragmentaria y ar-
bitrariamente ocasional y selectiva es una vivencia dosifica-
da, continua, permanente y sutilmente presente siempre en la
vida de todo auténtico creyente, a veces de manera casi im-
perceptible para quien la vive, pero aún así gradualmente
creciente.
La vida cristiana es, en virtud de la presencia del Espíritu Santo
en el creyente, una vida de permanente santificación. Volvamos
con Martín Lloyd-Jones: “La santificación es un proceso que co-
mienza en el mismo momento de nuestra regeneración, continúa
progresivamente durante nuestras vidas y solo será perfecta tras
nuestra muerte. La gran diferencia de esta idea en comparación
con las otras es que no describe la santificación como una expe-
riencia que se pueda recibir subsecuentemente a la justificación,
recalca el hecho de que en el momento que somos regenerados,
comienza la santificación y prosigue, y solo se completa cuando
nuestros cuerpos sean finalmente glorificados y librados de la co-
rrupción”.
101

La santificación es, pues, vital, no experiencial o experimental. La


vivencia puede ser reforzada por experiencias, pero la vivencia
siempre prevalece como el trasfondo contra el cual esas expe-
riencias pueden tener validez. Dicho de otro modo, las experien-
cias se justifican únicamente cuando contribuyen a reforzar
la vivencia en la cual se encuentran enmarcadas. No existe en-
tonces tal cosa como la “experiencia de la santificación”, sino la
vivencia de la santificación que no es otra cosa que esa cualidad
etérea pero real que caracteriza o debe caracterizar toda vida cris-
tiana a partir de la conversión. Un brillo cada vez mayor en el cre-
yente que refleje cada vez mejor el esplendor de la gloria de Dios.
No en vano el término hebreo qadosh originalmente también
denota brillo, dando pie a referencias marginales al asunto por
cuenta de Lloyd-Jones: “… la verdadera santificación también im-
plica un resplandor: lo que se pudo ver en el rostro de Moisés tras
haber estado con Dios en la montaña. En la santidad hay una es-
pecie de brillo, algo de la gloria del shekinah 46 mismo. En el Anti-
guo Testamento se pueden encontrar ambas ideas”.
Pero habría que añadir que la idea de brillo también se encuentra
en el Nuevo Testamento asociada a la santificación: “Ustedes son
la luz del mundo… Hagan brillar su luz delante de todos, para
que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Pa-
dre que está en el cielo” (Mt. 5:14, 16). Pablo parece retomar el
tema cuando escribe: “Así, todos nosotros, que con el rostro
descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor,
somos transformados a su semejanza con más y más gloria
por la acción del Señor, que es el Espíritu… Como tenemos estas
promesas, queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que
contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de
Dios la obra de nuestra santificación” (2 Cor. 3:18; 7:1).
Es oportuno traer de nuevo la manera concluyente en que Lloyd-
Jones cierra el tema: “La santificación misma es esa vida, ese
proceso de crecimiento y desarrollo que comienza en el mo-
mento en que somos salvados, el momento en que somos
justificados, en el momento en que somos regenerados... la
experiencias... pueden ser repentinas y dramáticas... Puede que
las personas hayan atravesado una gran convulsión emocional en
el momento de convertirse a Cristo; puede que no hayan experi-
mentado algo así en años. Luego tienen otra experiencia, una
segunda experiencia. Y cuanto más experimentan al Señor más

46
Vocablo hebreo que se utiliza como expresión técnica en teología para designar una manifes-
tación visible de la misma gloria de Dios en el Antiguo Testamento.
102

se preocupan de obedecer su Palabra y de amarlo en la práctica,


y eso promueve nuestra santificación. Pero es preciso repetirlo,
la experiencia no es la santificación... Y gracias a Dios porque
esto es verdad, porque, cómo sabemos, los sentimientos son
variables, las experiencias van y vienen, y si nuestra santifi-
cación ha de equipararse con las experiencias o ser conside-
rada como sinónimo de ellas, habría momentos cuando uno
dudara de si está siendo santificado o no... debemos pasar
casi imperceptiblemente de un estado a otro. Según las Escri-
turas, eso es la santificación”.
8.4. Responsabilidad del creyente en la santificación
Por último, no podemos pasar por alto aquí lo relativo a la actitud con la
que los proponentes de la santificación como experiencia piensan
que debe recibirse este presunto “don” de lo alto. Esta actitud sería
la de una simple receptividad pasiva. Dicho de otro modo, el creyente
no tendría aquí ninguna participación activa en la experiencia en cues-
tión más allá de ser el receptor de la misma, minimizando e incluso eli-
minando su responsabilidad personal en su propia santificación. Y
tenemos que coincidir con G. Walters cuando afirma: “Esto equivale a
reducir al hombre a un simple robot sin fibra moral y por ende a producir
virtualmente una santificación inmoral lo cual resulta contradictorio”.
Vemos, pues, que así como los moralistas en general y algunos perfec-
cionistas corren el peligro de recalcar excesivamente la iniciativa huma-
na en la santificación, los que la conciben como una experiencia de crisis
suelen dejar toda la responsabilidad de la santificación a Dios. Y lo cierto
es que, sin perjuicio del hecho de que la gracia y la soberanía de
Dios tengan siempre la iniciativa en el proceso de santificación del
creyente, el creyente también tiene responsabilidad en ello.
Así se expresa G. Walters una vez más sobre el particular: “La acción es
atribuible tanto al Espíritu como al creyente en la paradoja de la gracia.
Dios Espíritu obra mediante el fiel reconocimiento de la ley de la verdad
y de la respuesta del creyente al amor, y el resultado neto es la madurez
espiritual expresada en el cumplimiento de la ley del amor para con el
prójimo”. Vale la pena aquí precisar un poco mejor la participación de
Dios y del creyente en esta vivencia, una vez establecido lo erróneo de
concebir la santificación como una mera experiencia.
Se ha dicho hasta ahora lo que no es la santificación en este segundo y
crucial aspecto en que venimos considerándola y en el entretanto ha si-
do necesario algunas veces reforzar la definición inicial que se propuso,
contraponiendo a lo que no es (moralidad, perfeccionismo, experiencia)
lo que sí es la santificación (un proceso, una vivencia con Dios nunca
103

concluida del todo en este mundo). Corresponde ahora tratar con algo
más de precisión cómo se desarrolla la santificación en el creyente.
Y lo primero que hay que dejar establecido al respecto es que la santifi-
cación es siempre y en primera instancia una obra de Dios en el
creyente que se encuentra relacionado con Él mediante la fe en Je-
sucristo. Es por eso que, en relación con este proceso de santificación
si que es particularmente cierto lo dicho por el Señor en el sentido que:
“… separados de mí no pueden ustedes hacer nada” (Jn. 15:5). Y la par-
ticipación de Dios es tan plena que las tres personas de la Trinidad se
encuentran explícitamente vinculadas a la santificación del creyente:
 El Padre santifica: “Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique
por completo, y conserve todo su ser —espíritu, alma y cuerpo—
irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes.
5:23); “El Dios que da la paz levantó de entre los muertos al gran Pas-
tor de las ovejas, a nuestro Señor Jesús, por la sangre del pacto eter-
no. Que él los capacite en todo lo bueno para hacer su volun-
tad...” (Heb. 13:20-21)
 El Hijo santifica: “Tanto el que santifica [el pasaje viene hablando de
Jesús] como los que son santificados tienen un mismo origen… Y en
virtud de esa voluntad somos santificados mediante el sacrificio
del cuerpo de Jesucristo… Porque con un solo sacrificio ha hecho
perfectos para siempre a los que está santificando… Por eso también
Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre…”
(Heb. 2:11; 10:10, 14; 13:12); “… Cristo amó a la iglesia y se en-
tregó por ella para hacerla santa…” (Efe. 5:25-26).
 El Espíritu Santo santifica (valga la redundancia): “… a fin de que los
gentiles lleguen a ser una ofrenda aceptable a Dios, santificada por
el Espíritu Santo” (Rom. 15:16); “ya han sido santificados… en el
nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1
Cor. 6:11); “… desde el principio Dios los escogió para ser salvos,
mediante la obra santificadora del Espíritu y la fe que tienen en la
verdad” (2 Tes. 2:13); “… elegidos… mediante la obra santificadora
del Espíritu…” (1 P. 1:1-2)
Podría decirse que el Padre es la fuente de la santificación, el Hijo es
el medio y el Espíritu Santo es el agente. Se explica por todo lo ante-
rior que la Biblia declare que: “La voluntad de Dios es que sean santifi-
cados” (1 Tes. 4:3). Hemos establecido así la prioridad que Dios tie-
ne en la santificación, pero en honor a la verdad hay que añadir que en
la Trinidad divina es el Espíritu Santo el que parece tener el mayor
peso de los tres en la santificación, algo con lo que están de acuerdo
todos los teólogos: “si bien podemos decir que la santificación es obra de
las tres personas de la Trinidad lo es en especial, por supuesto, de la
104

tercera persona, el Espíritu Santo, porque, como ya hemos visto, Él es el


que media entre Cristo y nosotros; Él es el que nos aplica la obra de
Cristo; Él es el que forma a Cristo en nosotros; Él es el que nos une a
Cristo” (Lloyd-Jones).
Al respecto también se pronuncia así G. Walters: “Cristo es el contenido
y la norma de la vida santificada: es su vida de resurrección la que se
reproduce en el creyente a medida que va creciendo en la gracia y refle-
ja la gloria de su Señor. En esta experiencia progresiva… el espíritu del
hombre es liberado por el Espíritu del Señor… El Espíritu Santo es el
que opera la santificación del hombre”. Sin perjuicio de ello el punto aquí
es que: “la santificación es en primer lugar, y antes que nada, la
obra de Dios en nosotros” (Lloyd-Jones).
Pero hay que estar de acuerdo con Lloyd-Jones también en que: “aquí
se nos llama a actuar… Él [Dios] obra en nosotros para que podamos
obrar… Las Escrituras enseñan claramente que Dios está obrando en
nosotros porque nos ha salvado; pero está obrando en nosotros a fin de
que nosotros obremos”. Hay muchos pasajes y exhortaciones en las
epístolas que confirman lo anterior. Baste a este efecto recordar lo ya
traído a colación en 2 Corintios 7:1: “Como tenemos estas promesas,
queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que contamina el
cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de
nuestra santificación”. Desglosemos un poco nuestra parte en el pro-
ceso.
Una vez Dios santifica al creyente en el sentido de apartarlo para sí de
una vez y para siempre, para continuar después santificándolo en una
vivencia y transformación continua, el creyente debe también santificarse
a sí mismo de manera consciente y voluntaria recurriendo a todas las
provisiones que Dios ha puesto a su disposición para este propósito. De
manera general la Biblia brinda sustento a la afirmación de Chafer en el
sentido de que la santificación práctica que él llama “experimental” y
nosotros “vivencial” depende de tres cosas interrelacionadas, a saber:
 El grado de rendición del creyente a Dios
 El grado de separación del pecado
 El grado de crecimiento espiritual del creyente
Es apenas obvio que en todo ello y sin perjuicio de la permanente acción
santificadora del Espíritu Santo en él, la responsabilidad del creyente
sea ineludible. Movido por Dios el creyente debe echar mano conscien-
te y regularmente de los recursos provistos por Dios para avanzar en su
santificación, teniendo como referentes estos tres aspectos que definen
muy bien la santificación y cultivando al mismo tiempo los tres elementos
característicos de esa santidad práctica a la que aspiramos, incluidos en
105

esta definición integral y esencial de ella que suscribimos sin reservas:


“La santidad consiste simplemente en limpieza de pensamiento,
pureza de corazón e integridad de la conducta” (Darío Silva-Silva).
Para ello, estos son los recursos con los que contamos de parte de Dios,
revelados en las Escrituras.
8.4.1. La voluntad en la santificación
Ya hemos visto que la voluntad de Dios es nuestra santificación (1
Tes. 4:3), pero él no impone su voluntad por la fuerza sobre la
nuestra. Él hace posible y, tras bambalinas, lleva a cabo nuestra
santificación, pero no solo la hace posible y se encuentra siempre
detrás de ella, sino que también espera que nosotros procedamos
a alinear nuestra voluntad con la suya en ejercicio de nuestro al-
bedrío, de manera consciente y voluntaria.
La paradoja de ese actuar mancomunado entre Dios y el creyente
la expresa bien el apóstol Pablo con estas palabras: “… lleven a
cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien produ-
ce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla
su buena voluntad” (Fil. 2.12-13). Dios nos mueve a desear nues-
tra santificación y a ejercer nuestra voluntad a favor de ella, pero
en último término es nuestra voluntad la que ejercemos y es nues-
tro deseo el que expresamos en nuestros aportes a nuestra santi-
ficación.
Por eso también la Biblia nos exhorta en estos términos: “Bus-
quen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al
Señor” (Heb. 12:14); “Si alguien se mantiene limpio, llegará a
ser un vaso noble, santificado, útil para el Señor y preparado
para toda obra buena. Huye de las malas pasiones de la juventud,
y esmérate en seguir la justicia, la fe, el amor y la paz, junto con
los que invocan al Señor con un corazón limpio” (2 Tim. 2:21-22).
8.4.2. La Palabra de Dios en la santificación
La lectura, el conocimiento, la reflexión y la meditación diaria en la
Palabra de Dios también son un medio para santificarnos a noso-
tros mismos asumiendo nuestra responsabilidad en el asunto:
“Ustedes ya están limpios por la palabra que les he comunica-
do… Santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad… Y por
ellos me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santi-
ficados en la verdad” (Jn. 15:3; 17:17, 19).
8.4.3. La fe en la santificación
El apóstol Pablo describe así la comisión que recibió de boca del
Señor Jesucristo: “… a fin de que por la fe en mí, reciban… la
herencia entre los santificados” (Hc. 26:18). La fe es operativa
106

en todos los asuntos de la vida cristiana, incluyendo también la


santificación. No olvidemos la definición que de ella se hace en
las Escrituras: “… la fe es la garantía de lo que se espera, la cer-
teza de lo que no se ve” (Heb. 11:1). Así, pues, si esperamos
nuestra absoluta santificación final la fe, al garantizarnos que la
alcanzaremos, nos estimula a santificarnos en el entretanto. Y
aunque la santificación no sea algo palpable o visible de manera
inmediata, la fe también nos concede la certeza de que ya está
teniendo lugar en nosotros.
8.4.4. La comunión en la santificación.
La compañía y el compañerismo fraternal de los demás santos es
un fundamental estímulo para la propia santificación. La Biblia se-
ñala la necesidad y el beneficio derivado de rodearnos bien: “El
que con sabios anda, sabio se vuelve…”, tanto como los peligros
de rodearnos mal: “… el que con necios se junta, saldrá mal para-
do” (Pr. 13:20); “No se dejen engañar: «Las malas compañías co-
rrompen las buenas costumbres»” (1 Cor. 15:33). No en vano la
etimología de la palabra “iglesia” (ekklesía) que en cuanto a su
significado hace referencia a la “asamblea” de los creyentes pro-
viene de ek-kaleo, que significa “llamar fuera”, es decir, separar,
apartar o santificar. La iglesia es entonces la asamblea de los
“llamados fuera” o santificados y es en el contexto de la misma
y como miembro activo de ella en dónde el creyente individual de-
be desenvolverse y propender con ventaja por su propia santifica-
ción.
8.4.5. La oración en la santificación
De nuevo el apóstol Pablo nos brinda esta revelación en relación
con los alimentos, extensiva a todos los aspectos de la vida cris-
tiana: “porque la palabra de Dios y la oración lo santifican” (1
Tim. 4:5). A este respecto hay que señalar que existe una amena-
za permanente contra la santificación del creyente llamada tenta-
ción (St. 1:14-15). La incitación al pecado está siempre a la orden
del día para el creyente, proveniente ya sea del mundo, de Sa-
tanás, o de su propia naturaleza pecaminosa que aún combate
contra su santificación.
Si bien la tentación por sí sola no implica un traspiés para la santi-
ficación, el ceder a ella y pecar si obra en perjuicio de la santifica-
ción. Pero aquí es cuando la oración constituye un eficaz recurso
a favor de nuestra santificación, como el mismo Señor Jesucristo
lo reveló: “… «Oren para que no caigan en tentación»” (Lc.
22:40). La oración es a la sazón un recurso preventivo a favor
de nuestra santificación fortaleciéndonos con el poder de
107

Dios para resistir la tentación (1 Cor. 10:13; Heb. 2:18; 4:15-


16; St. 1:12).
Pero en el peor de los casos, es decir en caso de ceder a la
tentación, la oración es también un recurso curativo para re-
tomar el ritmo de la santificación que el pecado malogra. No
por nada la inspirada oración de confesión y arrepentimiento del
rey David recogida en el salmo 51 ha sido uno los mejores alicien-
tes al que han apelado todas las generaciones de cristianos a
través de la historia para volver a ponerse en pie cada vez que se
ha requerido, proveyendo un modelo de oración de contrición que
puede ser seguido por todo el que sufre algún pecaminoso tras-
piés en su itinerario de santificación47.
8.4.6. La esperanza en la santificación
Ya sabemos que la fe es “la garantía de lo que se espera...”. La
esperanza cristiana se conjuga, por lo tanto, con la fe para apun-
talar y acicatear nuestra responsabilidad en la santificación. Así lo
47
La Biblia distingue entre dos perjuicios asociados al pecado: la culpa que acarrea condena-
ción y la impureza que acarrea contaminación, la que a su vez dificulta o impide el acceso a
un Dios Santo. La justificación provista por Cristo resuelve de una vez por todas lo que tie-
ne que ver con la culpa y la condenación. Por eso el convertido no teme nunca más que sus
pecados le acarreen condenación, puesto que: “… ya no hay ninguna condenación para los
que están unidos a Cristo Jesús” (Rom. 8:1). El gran problema de la vida cristiana es, enton-
ces, la impureza y contaminación asociadas al pecado que, además de afectar el testimonio
cristiano y la calidad de vida que Cristo vino a ofrecernos, afecta negativamente nuestra an-
helada comunión con Dios, deteriorando, obstaculizando e incluso impidiendo nuestro acceso y
relación con él en los mejores términos y obligándolo en muchos casos a ejercer con nosotros
su disciplina correctiva. Ya lo dijo G. Walters: “Así como la justificación supone liberación de la
pena impuesta como consecuencia del pecado, la santificación supone liberación de la con-
taminación del pecado y de las miserias a que lleva, como también de su poder”. En una de
las citas que hicimos de él también Martyn Lloyd-Jones había apuntado esto así: “la santifica-
ción: es esa «operación misteriosa y continuada del Espíritu Santo por la cual libera al peca-
dor justificado de la contaminación del pecado»: no ya de la culpa, eso ya ha sucedido.
La justificación se ha ocupado de eso… Ahora nos preocupa más el poder y la contami-
nación del pecado… la santificación es en realidad la forma que tiene Dios de tratar el pro-
blema del pecado tras nuestra regeneración y justificación”. Después de todo no puede discu-
tirse la dicho por Lewis Chafer en cuanto a que: “La Biblia toma en cuenta los pecados del cris-
tiano de una manera completa… existe una exacta consideración de ellos y una abundante
provisión para los pecados de los santos. Esta provisión puede ser preventiva o curativa”.
La provisión curativa pasa, pues, por el sincero arrepentimiento y la confesión en oración para
recibir el perdón y la limpieza divina de la contaminación que el pecado nos ha ocasionado y
restaurar así nuestra comunión plena con Dios. A estos eventuales (porque deben ser cada vez
más eventuales según 1 Jn. 3:6-10), pero siempre necesarios actos de contrición por parte del
creyente se refirió el Señor Jesucristo diciendo: “El que ya se ha bañado [culpa] no necesita
más que lavarse los pies [contaminación] le contestó Jesús; pues ya todo su cuerpo está
limpio” (Jn. 13:10). Después de todo el ritual de Antiguo Testamento contemplaba los sacrificios
cruentos con derramamiento de sangre que trataban con la culpa del pecado, pero también los
lavamientos ceremoniales que los judíos debían llevar a cabo para tratar con la impureza y
contaminación ritual que el pecado generaba. La sangre y el agua se convierten así respecti-
vamente en los medios y símbolos de la provisión de Dios para tratar con la culpa y con la con-
taminación del pecado, en ese orden. Sintetiza así Lockyer todo lo anterior: “Del costado de
Cristo fluyó agua y sangre. La sangre representa nuestra justificación y el agua la santifica-
ción… La justificación y la santificación van juntas, y lo que Dios ha juntado, no sea separado”.
108

expresa al apóstol Juan con claridad diáfana: “Queridos herma-


nos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifesta-
do lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando
Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal co-
mo él es. Todo el que tiene esta esperanza en Cristo, se puri-
fica a sí mismo, así como él es puro” (1 Jn. 3:2-3).
Cuestionario de repaso
1. ¿Por qué es preferible hablar de “la doctrina de la santificación” que de “la
doctrina de la santidad”?
2. ¿Cuáles son los dos significados de la palabra “santificar”?
3. ¿Por qué todos los creyentes son santos a pesar de sus pecados?
4. Distorsiones típicas de la doctrina de la santificación en su aspecto vivencial
5. ¿Cuál de las tres personas de la Trinidad divina parece tener el mayor peso
en la santificación del creyente?
6. ¿De qué factores interrelacionados depende la santificación práctica o vi-
vencial del creyente?
7. ¿Cuáles son los recursos provistos por Dios con que contamos y a los que
podemos acudir para salvar nuestra responsabilidad contribuyendo así a
nuestra propia santificación?
109

9. Doctrina de la resurrección
La resurrección es el tema concluyente en el tratamiento de los temas co-
rrespondientes a nuestra materia que, a la luz de la historia ancestral y la
condición caída y pecaminosa del género humano, comienza a exponer el
plan de Dios desde antes de la creación del mundo con la predestina-
ción, llevándolo a su conclusión al final de la historia con la resurrec-
ción, pasando por todos los aspectos concernientes a nuestra salva-
ción, constituyéndose ésta en el vínculo que une a la predestinación pasada
con la resurrección futura. Y la resurrección es uno de esos temas que, a la
par que se da por sentado en el cristianismo, se cuestiona y ataca sistemáti-
camente por el pensamiento secular, pero sin que ninguno de los dos frentes
lo aborde finalmente con el debido rigor apologético.
Para los creyentes es ‒o debería ser‒ la más fundamental de las espe-
ranzas y la expectativa más realista de toda la gama de temas abarca-
dos por la doctrina y el dogma cristianos. Por contraste, para el pensa-
miento secular es tal vez la mayor patraña engendrada por el cristianismo
que no pasaría, por tanto, de ser nada más que una fantasiosa ficción. Dada
la profundidad del asunto, señalaremos tan sólo de manera sintética algunas
líneas de reflexión alrededor de esta cuestión que ayudarán a esclarecer y a
establecer la verdad sobre el particular. Pero no pretendemos aquí abarcar
todos los aspectos relacionados con la doctrina de la resurrección.
9.1. Resurrección o resucitación
La doctrina de la resurrección tiene en el cristianismo a Cristo como su
referente obligado. Dicho de otro modo, es la resurrección histórica de
Cristo la que da pie a la doctrina de la resurrección. Porque en rigor,
resurrección como tal no ha habido hasta ahora sino una sola en la
historia. Los demás casos narrados en la Biblia, tales como el hijo de
la viuda de Sarepta, el hijo de la Sunamita y el cadáver que retornó a la
vida al tocar los restos del profeta Eliseo en el Antiguo Testamento, así
como la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naín, Dorcas (también llama-
da Tabita), el joven Eutico y Lázaro en el Nuevo Testamento; fueron re-
sucitaciones milagrosas, no resurrecciones. La razón de esto es que
la resurrección implica volver a la vida de manera milagrosa pero
con un cuerpo incorruptible para no morir jamás, como lo hizo Cristo,
algo que de ningún modo puede aplicarse a las resucitaciones relacio-
nadas previamente.
Cristo es, pues, el modelo o ejemplo supremo y paradigmático de la
resurrección futura de los creyentes. El “primogénito de la resurrec-
ción” (Col. 1:18), tal como lo anunció Pablo aquí y lo desarrolló amplia y
profundamente en el capítulo 15 de 1 de Corintios, el capítulo bíblico
que describe de la manera más acabada lo relativo a la doctrina de
110

la resurrección y del que podemos extractar las verdades teológicas


más puntuales en relación con esta doctrina, dentro de las que sobresale
el hecho de que la verdad histórica de la resurrección de Cristo es el
acontecimiento en el que se sostiene o derrumba todo el cristia-
nismo (1 Cor. 15:13-19, 32; Rom. 10:9).
Es por eso que establecer la resurrección de Cristo con buen grado
de certeza es fundamental para darle sustento a esta doctrina. Y lo
cierto es que la apologética cristiana que ha emprendido la investi-
gación histórica alrededor de este hecho hace de él algo tan proba-
ble, a pesar de su carácter evidentemente sobrenatural y extraordinario,
que prácticamente descartan cualquier explicación natural alterna
para la tumba vacía. Razón de más para que todos comencemos a to-
marnos la resurrección en serio, con todas las profundas implicaciones
que ella tiene para la vida de todo ser humano, sintetizadas en la decla-
ración de Karl Barth al respecto: “La meta de la vida humana no es la
muerte, sino la resurrección”.
En efecto, los especialistas que han evaluado las evidencias de manera
desprejuiciada concluyen que: “No puede culparse al hombre racional
por concluir que en el sepulcro de Jesús, la mañana de aquel primer
Domingo de Resurrección tuvo lugar un milagro divino” (William Lane
Craig). De hecho, las teorías alternas que procuran explicar la tumba
vacía por medio de causas naturales no sólo suenan forzadas y arti-
ficiales, sino que, como lo sostiene el historiador Paul Maier: “todas
ellas hacen aparecer más dificultades de las que resuelven”. Es tan-
to así que otro reconocida especialista como A. M. Ramsey afirmó: “Creo
en la resurrección, en parte por una serie de hechos que son inexplica-
bles sin ella”.
El testimonio de los mártires cristianos es uno de esos hechos que
no se explican sin la resurrección puesto que, como lo afirma Michael
Licona con todo el peso del sentido común de su lado: “Los mentirosos
no suelen ser buenos mártires”. Por supuesto. Puesto que los mentiro-
sos no suelen ser buenos testigos. No sólo debido a que usualmente al
testificar un mentiroso se enreda en sus propias mentiras, pierde credibi-
lidad y deja finalmente en evidencia la falsedad de su testimonio, sino
especialmente porque aún en el caso de que logre engañar a sus inter-
locutores con un falso testimonio bien pensado y elaborado, ningún men-
tiroso está dispuesto a sostener un falso testimonio hasta el punto de
morir por él. Nadie en su sano juicio está dispuesto a morir a sa-
biendas por algo que es mentira. Pero si por la verdad. Y de manera
muy inquietante, todos los cristianos del primer siglo, contemporá-
neos del Señor Jesús en su paso histórico por este mundo testifi-
caron su resurrección, a pesar de que sostener este testimonio los
condujera de forma casi segura a la muerte.
111

9.2. Malentendidos sobre la resurrección


Además de la ya aludida confusión en la terminología, hay algunos otros
malentendidos sobre la resurrección que deben ser aclarados. El prime-
ro de ellos es muy arraigado y popular y tiene su caldo de cultivo en
una generalizada ignorancia de amplios sectores de la cristiandad sobre
el contenido de las Sagradas Escrituras. Consiste en la aspiración que
muchos cristianos tienen de alcanzar la mera inmortalidad del alma,
desentendiéndose de paso de la resurrección del cuerpo. Parece
que la cristiandad actual está más influida por el pensamiento de los
griegos que por la Biblia. Porque la inmortalidad del alma es una doc-
trina característica del pensamiento griego de la antigüedad y no
propiamente del cristianismo.
Ciertamente, los griegos afirmaban que el cuerpo es la cárcel del
alma bajo la idea de que existe una oposición irreconciliable entre la ma-
teria y el espíritu, siendo la materia mala y el espíritu bueno, en contra
de la doctrina cristiana que sostiene que la creación material de Dios fue
“buena en gran manera” (Gén. 1:31 RVR). En este orden de ideas, es
lógico que para quien así piensa, la muerte sea vista como el mo-
mento en que el alma se libera de la cárcel del cuerpo para volver a
Dios y alcanzar así su anhelada inmortalidad y que, además, no se
desee volver a estar encarcelado en él, como lo implica la doctrina
de la resurrección.
Por otra parte, la erudita teología liberal ha tratado de desvirtuar la
resurrección de Cristo afirmando que no debería interpretarse en
sentido literal, como el retorno de un muerto a la vida, sino como
una experiencia que no involucró el cuerpo material de Cristo, sino
que consistió tan sólo en el paso de un nivel inferior a un nivel su-
perior de vida espiritual.
Ahora bien, la resurrección de Cristo es, obviamente esto y mucho
más y como tal consiste en algo muy superior al mero retorno milagroso
de un muerto a la vida al estilo de Lázaro y compañía, pero no es menos
que eso, puesto que Cristo retornó literalmente de la muerte con un
cuerpo material similar a aquel con el que había fallecido, como se
lo demostró de manera inobjetable al escéptico Tomás y al resto de sus
discípulos. El resultado de este nefasto malentendido divulgado por
quienes deberían defender y exponer la resurrección mejor que nadie es
que hoy se habla en teología del “Jesús histórico” y del “Cristo de
la fe” como si fueran personas diferentes. Así, con la expresión “el
Jesús histórico” se designarían, supuestamente, los aspectos históricos
de Cristo ya verificados por la investigación especializada, mientras que
“el Cristo de la fe” haría referencia a los aspectos legendarios y mitológi-
cos de Cristo, entre los que estaría su resurrección.
112

Por eso no sobra señalar que en la resurrección la individualidad


humana expresada biológica y materialmente en la información conte-
nida en nuestro ADN unido a la personalidad que hemos desarrollado a
lo largo de nuestra existencia en este mundo con todos sus recuerdos,
relaciones, emociones y vivencias recogidas por nuestra psiquis para dar
forma a nuestra personalidad y carácter particular asociado a nuestro
nombre personal y a la conciencia de ser quienes somos se conserva
íntegra sin pérdida alguna, sino más bien enriquecida y sublimada en
las excelencias que nos depara la gloria plena de nuestros cuerpos inco-
rruptibles habitando una nueva creación en la que los efectos de la caída
ya no tendrán cabida. No podría ser de otro modo, pues la Biblia nos
revela que el cuerpo resucitado del creyente, material y físico, pero
transformado e incorruptible, guarda siempre una relación estrecha
de causa y continuidad con el cuerpo mortal y corruptible que aho-
ra tenemos y con el cual nos identificamos, como la que hay entre plan-
ta y semilla (Jn. 12:23-25; 1 Cor. 15:35-53).
Más allá de esto, y aún lamentando que los creyentes rasos no suelan
estar familiarizados ni comprendan muy bien la naturaleza y la metodo-
logía involucrada en las investigaciones apologéticas alrededor de la re-
surrección de Cristo, también es cierto que todo creyente puede llegar a
adquirir seguridad en relación con la resurrección en el hecho lógico de
que, si Cristo resucitó, debe entonces estar vivo todavía, y puede
acudir Él mismo en persona a disipar nuestras dudas razonables al
respecto en cuanto lo invoquemos con humildad, arrepentimiento y
fe.
Por eso, sin perjuicio de los argumentos históricos a su favor, tal vez el
argumento existencial más fuerte y convincente a favor de la resu-
rrección sea el esgrimido por Ismael Sánchez B. en este vívido so-
neto que dice: “De que vive mi Señor, ¡no tengo duda! La santa Biblia
así lo certifica. Antes que al descreído que claudica, prefiero a este gran
libro que no muda. Yo sé que vive, inestimable ayuda, de mi ser hoy mi
alma testifica. Su gracia es, que cambia y vivifica, y que se ofrece a todo
aquel que acuda. Más tengo un argumento siempre nuevo, que a la
incredulidad la torna vana. Es la oración que diariamente elevo. Por
esto digo, como aquella anciana. ¿Negar que Cristo vive? No me
atrevo ¡si conversé con Él esta mañana!”.
Con todo, esta seguridad acerca de la resurrección basada en la re-
lación cotidiana y subjetiva sostenida por el creyente con Cristo
debidamente mediada por la Biblia, no riñe de ningún modo con los
argumentos racionales y objetivos esbozados previamente, de tal
modo que familiarizarse con ellos es muy recomendable para que cada
vez un mayor número de cristianos esté en condiciones de ofrecer una
113

defensa solvente de la esperanza que albergamos en la resurrección an-


te todo el que nos pida razones de ello, como lo aconseja el apóstol Pe-
dro: “Estén siempre preparados para responder a todo el que les pida
razón de la esperanza que hay en ustedes” (1 P. 3:15).
9.3. Vida eterna o existencia eterna
Resta por decir algo sobre la relación de la resurrección con la vida
eterna. Sobre todo porque ambos conceptos: resurrección y vida
eterna, se suelen concebir tan íntimamente relacionados y super-
puestos que al pensar en uno de ellos evocamos el otro de manera
implícita, como si su relación fuera tan estrecha entre sí que no pu-
diera imaginarse la resurrección sin vida eterna. Sin embargo, a se-
mejanza de la diferenciación que hemos tenido que hacer entre la resu-
rrección y las resucitaciones milagrosas ocurridas en el pasado y narra-
das en las Escrituras, así tenemos también que diferenciar entre la
resurrección de los justos y la de los injustos, aludida así en el Anti-
guo Testamento: “y del polvo de la tierra se levantarán las multitudes de
los que duermen, algunos de ellos para vivir por siempre, pero otros
para quedar en la vergüenza y en la confusión perpetuas” (Dn. 12:2).
Esta revelación se encuentra ratificada en el Nuevo Testamento así:
“»No se asombren de esto, porque viene la hora en que todos los que
están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán de allí. Los que han
hecho el bien resucitarán para tener vida, pero los que han practi-
cado el mal resucitarán para ser juzgados” (Jn. 5:28-29); “»Aquéllos
irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt. 25:46); “Tengo
en Dios la misma esperanza que estos hombres profesan, de que habrá
una resurrección de los justos y de los injustos” (Hc. 24:15)
Todo esto matiza y pone en perspectiva el anhelo de vivir para
siempre, que ha sido el sueño de la humanidad desde tiempos ances-
trales. Porque si de eso se trata en la actualidad los desarrollos tec-
nológicos parecen poner más al alcance del hombre esta aspira-
ción. Las poyecciones de la genética y la medicina hacia el futuro hacen
que la búsqueda de la fuente de la eterna juventud y el elixir de la vida
no se vean ya como simples mitos, sino como posibles realidades. Sin
embargo, esta manera de pensar es irresponsable, pues limita la
noción de la vida eterna únicamente a su componente cronológico,
concibiéndola como poco más que la prolongación indefinida de la
vida humana en el tiempo.
Pero la vida eterna es mucho más que esto último. La prolongación
indefinida en el tiempo no es más que el valor agregado de la vida eter-
na, pero no su aspecto más fundamental. La vida eterna no se define
en términos de la cantidad de años vividos, sino en términos de la
calidad de la vida disfrutada. La vida eterna es, pues, una vida de una
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calidad incomparablemente superior a la actual, con el agregado de que


se prolongará sin fin en el tiempo. Por eso el veto que Dios le impuso
al ser humano para impedirle el acceso al árbol de la vida después
de la caída en pecado de nuestros primeros padres, debe verse más
como un acto de misericordia que de juicio de su parte (Gén. 3:22-
24).
Así se refería Charles Colson a este asunto: “El hecho de que somos
criaturas imperfectas hace que la idea de ser inmortales sea una absolu-
ta irresponsabilidad… Por eso el juicio de Dios sobre la humanidad tam-
bién muestra su misericordia; la muerte impide que suframos una inter-
minable vida de orgullo y aislamiento”. En efecto, prolongar indefini-
damente la vida en las actuales condiciones de la existencia, sin
que medie la transformadora resurrección, debe verse más como
una maldición que como una bendición. ¿Quién quiere vivir para
siempre en nuestra actual condición caída, con todas sus miserias y do-
lores? ¿Quién quiere extender indefinidamente su vida en este estado
corruptible en el que nos encontramos? El retrato de Dorian Grey en la li-
teratura ilustra bien la maldición de vivir para siempre sin mejorar al
mismo tiempo la calidad de la vida. El patriarca Jacob hace eco de esta
realidad, quien a pesar de haber vivido ya 130 años, los consideraba no
sólo pocos, sino también difíciles (Gén. 47:9).
Así, pues, en estricto rigor, debemos ver la resurrección como la rea-
lización completa en toda la plenitud y unidad de nuestro ser: espí-
ritu, alma y cuerpo, de la vida abundante en la que la fe nos intro-
duce, prolongada ya superlativamente en el tiempo sin fin, pues al
margen de la fe, los injustos también volverán a la vida en una suerte de
“resurrección” que lo único que comparte con la anterior es el nombre,
pues por lo demás para ellos no significará de ningún modo el ingre-
so a la vida eterna, sino la prolongación eterna de su pobre, corrup-
tible y miserable existencia, sometida a las mismas problemáticas que
hacen presencia en esta era de la historia con todo su dolor y sufrimien-
to, pero en un nivel superior y gradualmente creciente simbolizado en la
Biblia con el fuego eterno y el llanto y crujir de dientes o, en definitiva,
con el lago de fuego de Apocalipsis 20:14-15 en el que los condenados
experimentarán una existencia eterna, pero de ningún modo la vida
eterna que halla su realización completa en la resurrección auténtica
experimentada por el creyente en su momento.
Cuestionario de repaso
1. ¿En qué se diferencia la resurrección de Cristo de las demás resucitacio-
nes milagrosas narradas en la Biblia?
2. ¿Por qué la resurrección de Cristo tiene tanta importancia para el cristia-
nismo?
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3. En relación con la resurrección de Cristo ¿qué ha logrado establecer la in-


vestigación histórica respecto de su veracidad?
4. ¿Cuál es uno de los hechos destacados de la historia de la iglesia que no
se puede explicar sin la resurrección y por qué?
5. ¿Cuáles son dos de los malentendidos que se presentan alrededor de la
resurrección que deben ser aclarados debidamente y en qué consisten?
6. ¿Cuál es el argumento existencial más fuerte a favor de la resurrección?
7. ¿Por qué la resurrección no tiene una conexión necesaria e inequívoca con
la vida eterna?
8. ¿Qué es lo más importante que quiere transmitir la expresión “vida eterna”
en la Biblia?

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