Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
FUNDAMENTOS DE LA FE CRISTIANA
El objeto de este currículo, una vez estudiada la doctrina de Dios, es llevar al
estudiante a la Doctrina del Hombre y sus relaciones con Dios. Los aspectos
propiamente antropológicos, desde una perspectiva que combina ciencia y
teología, se verán en la materia de antropología en el plan de estudios de
Facter. Por eso en general nos limitaremos más bien a dar los rudimentos de la
Doctrina del Hombre en una perspectiva teológica integral.
1. Doctrina del hombre
Del relato bíblico se desprende que el hombre, término aquí no restrin-
gido únicamente al varón, sino utilizado como designación del ser
humano en general sin distinción de género, es el punto culminante
de la creación de Dios. El pronunciamiento de Dios en cuanto al resultado
de su obra de creación se encuentra inserto en el relato del Génesis sobre
los orígenes en dos oportunidades el tercer día (Gén. 1:9, 12), una vez en el
cuarto (Gén. 1:18), una vez en el quinto (Gén. 1:21), y una vez en el sexto
(Gén. 1:25), y es siempre el mismo: “Y Dios consideró que esto era bueno”.
Pero únicamente al final del sexto día, cuando ha concluido su obra de crea-
ción y ésta se encuentra ya completa, coronada magistralmente con la crea-
ción del ser humano (Gén. 1:26-30), éste pronunciamiento se intensifica para
indicar que lo hecho, visto en su conjunto, no es solamente bueno, sino: “…
muy bueno” (Gén. 1:31). ¿Qué sucedió, entonces, para llegar a lo que ve-
mos hoy y a través de toda la historia humana, que no podría de ningún mo-
do catalogarse ni siquiera en el mejor de los casos como muy bueno? Para
responder a ello la tradición reformada distingue tres motivos que sub-
yacen siempre en la revelación bíblica y que moldean toda la teología
cristiana. Estos tres motivos son: Creación, Caída y Redención.
En relación con el ser humano estos tres motivos podrían traducirse,
siguiendo el comentario del Dr, Campbell Morgan al Génesis, con tres
palabras claves y equivalentes, en su orden: Generación, Degeneración
y Regeneración.
1.1. Generación
La creación o generación del ser humano es de tal singularidad en
el relato bíblico al contrastarla con la creación de los demás seres de la
tierra y del universo en general, que le confiere al hombre una supe-
rior y especial dignidad al poseer características únicas o exclusivas
no compartidas de ningún modo por el resto de seres relacionados en el
relato de la creación. Esta dignidad especial procede del hecho de que
el ser humano es el único ser de quien se dice que fue creado a la
“imagen y semejanza” del mismo Dios (Gén. 1:26-27), y también el
2
2
La concepción del “corazón” propia del romanticismo moderno se ha terminado imponiendo ar-
tificialmente a la Biblia, de donde muchos piensan que el corazón hace referencia en la Biblia,
en oposición a la razón, a la parte afectiva, emocional o pasional del ser humano, tradicio-
nalmente asociada de manera simbólica (y a veces nefastamente literal) al órgano del corazón.
Pero en la Biblia el corazón designa mucho más que los afectos, sentimientos o emociones, in-
cluyéndolos de cualquier modo. En la Biblia el corazón es lo que el psicoanálisis llama el ego
de la persona.
10
3
Bíblicamente, la ley cumple justamente el propósito de poner en evidencia el pecado (Rom.
3:20; 5:13; 7:7-11; 1 Cor. 15:56)
4
Lema publicitario que se utilizó recientemente para promover la venta de un fármaco que pro-
mete el alivio de la resaca producto de la juerga de la víspera, sin fomentar ningún tipo de arre-
pentimiento por los excesos en los que se incurrió.
14
5
En virtud de su nacimiento virginal que, de un modo todavía abierto a la especulación teológi-
ca, lo libró de la herencia que llamamos “pecado original” que se traduce en la adquisición con-
creta, personal e individual de lo que la Biblia llama “la carne” o la “naturaleza pecaminosa”
17
esencial a nuestra naturaleza humana, sino que es, por decirlo así, algo
coyuntural a nuestra naturaleza, siendo la caída de nuestros primeros
padres la coyuntura en que éste (el pecado) hizo aparición en el género
humano. Pero Adán y Eva fueron seres humanos aún antes de que
el pecado hiciera aparición en el mundo6, por lo cual se concluye que
el pecado no es algo esencial a nuestra naturaleza y que, por lo mismo,
es posible que la naturaleza divina se una a la humana, como de hecho
sucedió en Cristo, sin que sean mutuamente excluyentes o se repelan
entre sí por causa del pecado humano y la santidad divina respectiva-
mente.
Sin embargo, para no prestarnos a equívocos, debemos suscribir lo di-
cho por el teólogo R. C. Sproul en su serie de conferencias en video bajo
el título: Una Imagen Destrozada, en el sentido de que el pecado, aun-
que no sea esencial a nuestra naturaleza, a partir de la Caída es un
flagelo universal en la historia humana que no nos afecta única-
mente de manera superficial, contingente o accidental, sino que
contamina de raíz (es decir de una manera radical) todo nuestro ser,
desde el centro hacia la periferia y toca todos los aspectos de nues-
tra vida manchando todo lo que toca. Es por eso que este teólogo
afirma que todos los seres humanos padecemos una corrupción radical
(es decir, de raíz), que no se limita a la superficie de nuestro ser sino
que surge de nuestro propio corazón, según lo reveló el mismo Señor
Jesucristo (Mt. 15.19; Mr. 7:21), de tal modo que aún las mejores y
mas encomiables acciones del ser humano caído y no redimido
están siempre, en último término, manchadas por motivaciones e
intenciones pecaminosas en algún grado, lo cual las descalifica ante
los ojos de Dios.
Y es que los seres humanos nacemos de tal modo con una inclinación
innata a pecar (pecado original) que de manera inevitable pecaremos a
la primera oportunidad una y muchas veces, aunque esos pecados no
siempre alcancen la gravedad que tiene un crimen y sean por ello más
6
San Agustín describe muy bien la relación del ser humano con el pecado antes de la Caída (en
la llamada dispensación de la inocencia), después de la Caída (a partir de la dispensación de la
conciencia), después de la redención (en la dispensación de la gracia), hasta el establecimiento
del reino (en la dispensación milenial). En la primera, en el Edén, el ser humano (representado
federalmente en cabeza de Adán y Eva) puede pecar y puede no pecar. En la segunda, des-
pués de la Caída, el ser humano puede pecar y no puede no pecar (en lo que la Biblia llama la
“esclavitud al pecado” del inconverso). En la tercera, una vez verificada la conversión a Cristo
del creyente, éste recobra las facultades de antes de la Caída, es decir que de nuevo puede
pecar y puede no pecar (debiendo ejercitar diligentemente más la última que la primera, pero
haciendo, aún en el mejor de los casos, ambas cosas, aunque por lo general en proporción ca-
da vez más favorable a la virtud), si bien las opciones en el primer sentido son mucho más nu-
merosas que las que tuvieron ante sí Adán y Eva, haciendo nuestras decisiones mucho más
difíciles que las de ellos. Y en la cuarta y última el pecado será por completo erradicado del
género humano redimido, pues a partir de ese momento el ser humano redimido estará habili-
tado así: puede no pecar y no puede pecar. Es decir la libertad y el amor plenos y perfectos.
18
tiene por fuerza que serlo para que los paralelos entre ambos per-
sonajes tengan el debido fundamento.
Además, todas las referencias bíblicas a Adán posteriores al Génesis
dan a entender que fue un personaje histórico real y concreto (1 Cr. 1:1;
Job 15:7; 31:33, Ose. 6:7; Lc. 3:38; 1 Tim. 2:13-14, Jud. 14). Por último,
los cristianos somos los menos indicados para protestar por la re-
presentación que Adán hizo de todos nosotros, pues aunque nos
pueda parecer injusto cargar corporativamente con la culpa de Adán y
aunque apelemos incluso a la Biblia para fundamentar nuestra protesta
citando al profeta Ezequiel cuando dice en el versículo 20 del capítulo 18
de su libro: “… ningún hijo cargará con la culpa de su padre, ni ningún
padre con la del hijo…”, lo cierto es que, como lo dice R. C. Sproul: “El
principio de Ezequiel permite dos excepciones: la Cruz y la Caída...”
añadiendo enseguida: “De alguna manera no nos importa la excepción
de la Cruz. Es la Caída la que nos irrita”. Así que, si ya nos hemos bene-
ficiado de la excepción de la Cruz, no podemos ser tan inconsecuentes
como para impugnar la otra excepción: la de la Caída.
Ahora bien, los niños son inocentes, no porque no hereden la ten-
dencia a pecar (el pecado original) de nuestros primeros padres, si-
no porque no se les puede inculpar todavía en pleno por cometer
pecados particulares como producto de esta tendencia universal-
mente heredada (de hecho los cometen), pues no son todavía ple-
namente conscientes de ellos, es decir que no tienen todavía des-
arrolladas las facultades que les permiten asumir en propiedad su
responsabilidad por sus actos. Y de todos es sabido que aún un cri-
minal a quien se le diagnostica demencia, no puede ser inculpado por
los crímenes que cometió y se le declara inocente, no porque no los
haya cometido, sino porque no puede hacérsele responsable de ellos
debido a que no tenía conciencia clara de lo que estaba haciendo.
En la inocencia de los niños, entre otras consideraciones escriturales,
afirmada por el Señor en estos términos: "Dejen que los niños vengan a
mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como
ellos" (Mr. 10:14; Lc. 18:16), se ha apoyado la teología protestante para
no requerir el bautismo de infantes e impugnar de paso la doctrina cató-
lica del "Limbo", por completo antibíblica (aclaramos aquí que no todas
las denominaciones protestantes han abandonado la práctica del bau-
tismo de infantes, pero todas niegan la doctrina del Limbo). De cualquier
modo, su inocencia (la del niño) no es de ningún modo garantía de que,
a las primeras oportunidades que tenga, no termine pecando, como lo
demuestra la experiencia de cualquier padre.
Sin embargo, al ir creciendo el niño adquiere conciencia de sus ac-
tos. No se puede establecer rígidamente en que momento se alcanza la
20
todos pecaron... sin embargo, desde Adán hasta Moisés la muerte re-
inó, incluso sobre los que no pecaron quebrantando un mandato,
como lo hizo Adán".
2.2. Pecados voluntarios
Una vez establecida la doctrina sobre el pecado original es procedente
abordar, ahora sí, los múltiples pecados conscientes y voluntarios come-
tidos por los individuos que dan pie a la declaración paulina en el sentido
de que todo ser humano caído llega a estar “vendido como esclavo
al pecado” (Rom. 7:14). Ahora bien, el hombre nace en pecado, pero no
nace esclavo del pecado sino que voluntariamente permite que el peca-
do lo esclavice. Su voluntad lo hace esclavo del pecado, aunque no haya
nacido en esta condición (Rom. 6:16). Dejemos, pues, en claro que la
esclavitud al pecado es inevitable en todo ser humano, pero no es
innata, sino que se adquiere por la práctica recurrente de los pecados
individuales y particulares a los que nos conduce esa inclinación univer-
sal al pecado con que nacemos que hemos llamado “pecado original”.
En otras palabras si para Adán y Eva en el Edén antes de la Caída el
pecado era algo posible pero no necesario, después de la Caída el pe-
cado se convierte en algo tan probable para el ser humano, que en el
caso del individuo no regenerado esa probabilidad llega a ser rápida-
mente del 100% haciendo del pecado algo necesario para él, como
esclavo del pecado que llega a ser, probabilidad que si bien no se eli-
mina en el creyente, nunca tiene para éste carácter necesario, siendo en
este caso mucho menor proporcionalmente hablando7 y con un potencial
decreciente al mismo tiempo que aumenta la posibilidad para la virtud,
hasta que ésta llegue a ostentar una mayor probabilidad que el pecado,
probabilidad susceptible de seguirse incrementando día a día.
La esclavitud al pecado en sus múltiples formas es una constatación tan
universal que a la ya citada convicción popular en el sentido de que “na-
die es perfecto”, que, utilizada como fácil disculpa o excusa, suele
hacer alusión a nuestros pecados conscientes o inadvertidos más que a
nuestros errores o equivocaciones moralmente indiferentes, le hemos
añadido a manera de complemento casi sistemático la expresión “… y
perdonar es divino”, como si el perdón fuera una obligación que Dios tie-
ne para con el ser humano en vista de nuestra ineludible y radical imper-
fección moral, aún al margen del arrepentimiento.
Y debido a que los “errores” son equiparables a los pecados en un
gran número de casos, hay que señalar también el modo en que
7
Si asignáramos porcentajes a la condición del creyente descrita por Agustín en el sentido de
que éste, como Adán y Eva en el Edén antes de la Caída, puede de nuevo tanto pecar como
no pecar, por simple lógica las probabilidades matemáticas para cada una de estas dos posibi-
lidades deberían ser en el inicio 50% y 50% respectivamente.
22
8
“El entretejido íntimo formado por Dios, los seres humanos y toda la creación en justicia, pleni-
tud y deleite es lo que los profetas hebreos llamaron shalom. Nosotros lo llamamos paz, pero
significa mucho más que la simple paz de espíritu o cese de fuego entre enemigos. En la Biblia,
shalom significa florecimiento, integridad, y deleite universales, una situación pletórica en la
que se satisfacen las necesidades naturales y se utilizan con provecho los dones naturales;
una situación que nos inspirará un asombro gozoso ante el Creador y Salvador que abre puer-
tas y acoge a las criaturas en las que se deleita. Shalom, en otras palabras, es como deber-
ían ser las cosas”. (Cornelius Plantinga Jr.)
24
tenderse la grandeza del hecho de que en la cruz del Calvario Jesús, Dios
hecho hombre por amor a nosotros, cargue sobre su cuerpo todos los peca-
dos de todos los hombres de todas las épocas. No en vano la Biblia llama a
este momento histórico trascendental: “la hora… cuando reinan las tinieblas”
(Lc. 22:53; Mt. 27:45). Porque es justamente gracias a la maravillosa pero
cabalmente incomprensible misericordia divina que Jesucristo se encargó de
pagar todas nuestras facturas en el misterio de la Redención, que examina-
remos en lo sucesivo.
Cuestionario de repaso
1. Razón por la cual aún la vida humana más envilecida sigue siendo no obs-
tante sagrada.
2. ¿Por qué es tan importante una buena comprensión sobre la gravedad del
pecado?
3. Además de estar revelada en la Biblia, ¿por qué otra razón de tipo eminen-
temente práctico es necesaria la doctrina del pecado original?
4. ¿A qué hace referencia la doctrina del pecado original?
5. ¿Por qué afirmamos que el pecado es un parásito?
6. Dada su universalidad e innata condición ¿es el pecado algo esencial o co-
yuntural a la naturaleza humana? Justifique su respuesta.
7. Si el pecado no es esencial a la naturaleza humana, ¿significa que es algo
que nos afecta únicamente de manera superficial? Justifique su respuesta
8. ¿Por qué todo el género humano es solidario con Adán y Eva en la caída en
pecado en que ellos incurrieron?
9. ¿En qué sentido los niños son inocentes y en qué sentido son culpables?
10. ¿Cuál es uno de los eufemismos más comunes para hacer referencia al pe-
cado?
11. ¿Cuál es una de las mejores maneras de comprender la gravedad del pe-
cado?
25
3. Doctrina de la predestinación
Predestinación es una palabra ofensiva para muchos. Y lo es porque, en
la medida en que indica el acto por el cual Dios, de manera soberana, desti-
na para ser salvos a algunos miembros seleccionados de la raza humana
antes de siquiera crearlos, parece reñir o cuestionar uno de los pilares
del humanismo moderno como lo es el concepto de libertad, una noción
colocada por el pensamiento moderno occidental en un pedestal y defendida
a capa y espada contra cualquier amenaza contra ella, entre las cuales la
doctrina cristiana de la predestinación se ve como una de las principales.
Es entendible que el pensamiento secular levante todas sus defensas y dirija
toda su artillería contra la doctrina de la predestinación. Lo que sorprende es
que amplios sectores del cristianismo también estén en contra de ella, pues
esta doctrina se encuentra claramente documentada y revelada en la
Biblia en pasajes como Romanos 8:29-30: “Porque a los que Dios conoció
de antemano, también los predestinó a ser transformados según la imagen
de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los
que predestinó, también los llamó; a los que llamó, también los justificó; y a
los que justificó, también los glorificó”, y Efesios 1:5 y 11: “nos predestinó
para ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, según el
buen propósito de su voluntad… En Cristo también fuimos hechos herede-
ros, pues fuimos predestinados según el plan de aquel que hace todas las
cosas conforme al designio de su voluntad”, sin mencionar la gran cantidad
de versículos que sin mencionarla, la implican y dan por sentada.
Los cristianos que honran la Biblia no pueden, entonces, decir que no
creen en la doctrina de la predestinación, pues la Biblia cierra esta op-
ción. Lo que sí pueden es tener entendimientos diferentes, más o menos
acertados, de esta doctrina, como sucede en el campo del pensamiento pro-
testante que enfrenta en este tema a los calvinistas, seguidores del pensa-
miento del reformador francés Juan Calvino y a los arminianos, seguidores
del teólogo holandés Jacobo Arminio, quien lideró una disidencia dentro del
calvinismo centrada alrededor de un entendimiento diferente al de los calvi-
nistas clásicos acerca de la doctrina de la predestinación.
3.1. Elección incondicional
Los arminianos, defensores a ultranza del albedrío o capacidad de de-
cisión del ser humano, sostienen que la predestinación es simple-
mente el acto por el cual un Dios que todo lo sabe, conociendo al de-
talle y desde la eternidad todas y cada una de las decisiones que los
hombres tomarán en el curso de sus vidas a lo largo de toda la historia
humana, “predestina” para que lleguen a ser salvos a los que en su
momento tomarán la decisión de creer y poner toda su confianza en
Jesucristo y en lo hecho por Él a su favor en la cruz del Calvario.
26
9
El segundo es la llamada “elección incondicional” que, por conveniencia, hemos abordado
aquí en primer lugar.
10
Conocida frase que representa y sintetiza el pensamiento del filósofo Juan Jacobo Rousseau
29
11
Ya indicamos al citarlo anteriormente que el teólogo reformado R. C. Sproul postula la expre-
sión “corrupción radical” para sustituir y corregir los malentendidos a los que la expresión clási-
ca “depravación total” pueden dar lugar y nosotros lo seguimos en este respecto, como ya se
vio en el tratamiento de la doctrina del pecado en el que ya habíamos suscrito esta expresión.
30
12
Es decir que, en el decreto eterno de Dios, los efectos de la expiación estaban previstos para
obrar únicamente en los elegidos y no en toda la humanidad, algo que, por supuesto, a la luz
de los hechos se cae de su peso, pues no todos se salvan. Así, pues, el universalismo por el
cual todos a la postre se salvarían es claramente desmentido no sólo por las Escrituras, sino
por la experiencia de la iglesia. El problema con la expresión no es, entonces, ni siquiera el
carácter engañosamente discriminatario que parece implicar que es lo que molesta a mu-
chos; sino el peligro de que esta limitación se entienda como una incapacidad por parte de
Dios que le impidiera salvar a todos con base en lo hecho en la cruz, sino únicamente a algu-
nos, pues la expiación no alcanzaría para todos. La limitación en el alcance de la expiación no
debe verse, pues, como una incapacidad o impotencia de la misma para salvar a todos, sino
como una expresión de la soberana voluntad de Dios que elige a unos por encima de otros y
nada más.
31
4. Doctrina de la redención
Tal vez la primera doctrina particular que hay que abordar para comen-
zar a comprender el concepto bíblico de salvación es la doctrina de la
redención. En efecto, salvación, el vocablo más usado y conocido popu-
larmente para referirse al ofrecimiento hecho por Dios a la humanidad en
general en la persona y en la obra de Cristo, es un término demasiado
genérico, amplio e incluyente en la Biblia (y por lo mismo difuso), por cuya
causa la mejor forma de comprenderlo es desglosarlo en varias doctrinas de-
rivadas, dentro de las cuales la más importante y concreta sería la reden-
ción.
La salvación pasa entonces en primera instancia por la redención, pero
no concluye en ella. Y decimos que la doctrina de la redención es muy
concreta, porque el significado concreto del verbo redimir es, sencilla-
mente, rescatar o liberar a alguien mediante el pago de un precio. Habr-
ía, pues, que estar de acuerdo con Rudolf Steiner cuando dijo: “Es imposible
comprender la idea de una humanidad libre sin la idea de la salvación de
Cristo”. Sin embargo, no basta con afirmar lo anterior para comprender de
qué se trata, pues es necesario establecer con precisión de qué o de
quién hemos sido liberados por Cristo los creyentes.
Y lo es en primer lugar porque el concepto de libertad, tan llevado y traído
por unos y por otros en la era moderna, ha sido muy malentendido por mu-
chos, al punto que habría que darle la razón a Madame Roland cuando, de
camino al cadalso para ser ejecutada durante la época de la Revolución
Francesa, pronunció con amarga sorna su célebre frase: “¡Libertad, libertad,
cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. Por lo tanto, lo primero que
hay que dejar establecido aquí es la que liberación o rescate efectua-
dos por Cristo a nuestro favor nos libera o redime fundamentalmente
de ese ominoso e impersonal tirano que acecha y echa a perder el sha-
lom de manera recurrente y sistemática. El mismo al que hemos llama-
do pecado en ese sombrío cuadro que hemos hecho de él previamente.
No olvidemos lo ya dicho y citado en la Biblia en relación con el hecho de
que sin Cristo, cada uno de nosotros se encuentra “vendido como esclavo
al pecado” (Rom. 7:14). Es por eso que, en el estudio sistemático de la re-
dención conviene tomar en cuenta las principales palabras griegas emplea-
das que se traducen como redención al español, pues son variadas y dife-
rentes y no todas significan exactamente lo mismo de modo tal que la com-
prensión de la gran riqueza de matices contenidos en ellas abre nuestro en-
tendimiento en relación con esta doctrina.
4.1. La etimología del término
39
13
El ágora era la plaza de las ciudades griegas en la cual se realizaban manifestaciones políti-
cas, eventuales obras teatrales y, sobre todo, el mercado público. En éste último existía la
compraventa de esclavos, ilustrada de manera más cercana a nosotros por la esclavitud mo-
derna de las poblaciones africanas, popularizada por la televisión gracias a la puesta en esce-
na de la excelente serie Raíces de Alex Haley, en donde se puede ver la deshumanización
producto de la esclavitud y también la angustia, incertidumbre y vejaciones a las que era some-
tido el esclavo que se hallaba en venta en el mercado de esclavos, pues el simple hecho de
hallarse esclavizado y a la venta como simple mercancía, es ya degradante para su condición
humana. Pero el hecho de ser comprado por un nuevo dueño no garantizaba una mejoría en
sus condiciones de vida, sino muchas veces un empeoramiento, sin mencionar que siempre
conservaba su condición de mercancía en permanente circulación. Es contra este trasfondo
que se puede valorar mejor lo hecho por Cristo a nuestro favor al redimirnos y sacarnos de la
circulación en este nefasto mercado, para dejarnos finalmente en la libertad de decidir si que-
remos voluntariamente ponernos a su servicio, dado el carácter amoroso, justo y santo de
nuestro redentor revelado a nuestros corazones.
40
18
La llamada “ley del levirato”, establecida para preservar la descendencia y el nombre de un
varón casado que hubiera fallecido sin haber concebido hijos con su correspondiente esposa,
obligaba en primera instancia al cuñado o cuñados de la viuda, hermanos del difunto, a casarse
con ella y darle una descendencia (el primer hijo) que, aunque no fuera hijo biológico del difun-
to sino de su hermano, era sin embargo considerado legalmente hijo del difunto y su viuda
(Gén. 38:1-26; Dt. 25:5-6; Rut 1:12-13; Mt. 24:23-28; Mr. 12.18-23; Lc. 20:27-33). Y todo pare-
ce indicar que esta ley se extendía en la práctica y en ausencia de cuñados al pariente más
cercano al difunto y en casos como el de Rut, podía llegar a ser considerado un deber o fun-
ción más del go’el.
45
19
El dominio que Satanás ejerce en la vida de los seres humanos en general no es un dominio
que ejerza por derecho, puesto que él no tiene ningún derecho previo o a priori sobre el indivi-
duo humano que el mismo individuo no le haya cedido en su momento, ya sea de manera
consciente y voluntaria o, más comúnmente, bajo engaño. El dominio que él ejerce sobre el
género humano caído es, pues, tan sólo un dominio de hecho, pero no en derecho. El sabe
aprovechar muy bien la condición caída del ser humano para fomentar o promover aún más el
pecado y exacerbar su práctica. En otras palabras, él sabe muy bien “pescar en río revuelto”,
pero debido a que, sea como fuere, ese dominio es un dominio de hecho y no en derecho, no
puede exigir ningún precio de rescate que deba pagársele, pues ni el hombre ni mucho menos
Dios le deben algo en derecho.
20
No obstante, algunos grupos heterodoxos y algo sectarios de la actualidad siguen echando
mano de esta explicación y elaborando sistemas teológicos tan descabellados y contrarios a
una sobria interpretación de la Biblia que siempre terminan derribando con el codo lo poco que
hayan logrado construir con la mano.
46
21
Eramos, por decirlo así, “prisioneros de guerra”, ya fuera en una condición de inerme impo-
tencia o peor aún, obligados mediante el engaño y tiranía del pecado (Heb. 3:12-13) y las arti-
mañas de Satanás (2 Cor. 2:11) a combatir, a nuestro pesar o aún sin plena conciencia, a favor
de nuestros enemigos.
48
5. Bíblicamente cuál de los siguientes dos conceptos tiene prioridad: ¿la liber-
tad o la liberación? Justifique su respuesta
6. ¿Cómo tipifica el go’el a pariente redentor en el Antiguo Testamento lo
hecho por Cristo a nuestro favor?
7. ¿Por qué decimos que se puede liberar sin redimir, pero no se puede redimir
sin liberar?
8. ¿Cuál fue el precio pagado para redimirnos y cuáles son los tres tiempos de
la redención?
52
5. Doctrina de la regeneración
Regenerar significa literalmente volver a generar o generar de nuevo.
En razón de ello, se considera que la doctrina de la regeneración guarda una
estrecha relación de identidad con la doctrina del nuevo nacimiento, pues
tanto la primera como la última expresión se encuentran en la Biblia.
En lo que tiene que ver con la última designación (nuevo nacimiento), el Se-
ñor Jesucristo fue muy enfático con Nicodemo en cuanto a la necesidad del
nuevo nacimiento para siquiera poder ver o entender lo concerniente al reino
de Dios (al respecto leer también 1 Cor. 2:14), y también para poder acceder
a su presencia en el reino de Dios en ventajosas e inmejorables condicio-
nes: “De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el
reino de Dios dijo Jesús. ¿Cómo puede uno nacer de nuevo siendo ya
viejo? preguntó Nicodemo. ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el
vientre de su madre y volver a nacer? Yo te aseguro que quien no nazca
de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios respondió
Jesús. Lo que nace del cuerpo es cuerpo; lo que nace del Espíritu es espíri-
tu. No te sorprendas de que te haya dicho: «Tienen que nacer de nuevo.»”
(Jn. 3:3-7).
En relación con la regeneración, el Señor Jesucristo se refirió a ella como al-
go que únicamente se consumaría en el futuro escatológico: “Y Jesús les di-
jo: De cierto os digo que en la regeneración24, cuando el Hijo del Hombre
se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también
os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt.
19:28 RVR), no obstante lo cual Pablo hace alusión a ella como algo, si no
ya cumplido plenamente, si por lo menos iniciado sin ninguna duda en la ex-
periencia pasada del creyente con estas palabras dirigidas a su discípulo Ti-
to hablando de Dios nuestro Salvador: “él nos salvó, no por nuestras propias
obras de justicia sino por su misericordia. Nos salvó mediante el lavamien-
to de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo” (Tito 3:5).
5.1. Conversión y regeneración
Regenerar y nacer de nuevo son, pues, expresiones equivalentes e in-
tercambiables entre sí. Ahora bien, ¿cómo se alcanza este estado de-
24
La Nueva Versión Internacional no traduce aquí literalmente como “regeneración” sino que di-
ce: “en la renovación de todas las cosas”. La Biblia de Jerusalén se inclina por el término
“regeneración”, pero en el comentario de pie de página opta por aclarar el sentido del vocablo
en este versículo, así: “Se trata de la renovación mesiánica que se manifestará al fin del mun-
do, pero que comenzará ya, de un modo espiritual, con la Resurrección de Cristo y su Reino en
la Iglesia”, o dicho de otro modo, se señala aquí con el término “regeneración” o con la expre-
sión “renovación de todas las cosas” indistintamente a la nueva creación que se consumará
con nuevos cielos y nueva tierra asociados al aspecto futuro de nuestra redención ya tratado
anteriormente que incluirá, por supuesto, la redención de nuestro cuerpo o, lo que es lo mismo,
la resurrección de los creyentes fallecidos y/o la transformación de nuestros cuerpos corrupti-
bles en cuerpos gloriosos e incorruptibles semejantes a los de nuestro Señor resucitado.
53
25
Esto es, tratar de establecer si la regeneración debe ir primero que la conversión en el orden
lógico revelado en las Escrituras.
26
Lo cual consiste en afirmar, siendo consecuentes con su aspecto lógico, que la regeneración
debe suceder en el tiempo antes que la conversión.
54
27
Como por ejemplo cuando grandes multitudes hacen un acto mecánico o puramente emocio-
nal de conversión en grandes campañas públicas y, pasado un corto tiempo, vuelven a su vieja
vida porque no han sido regenerados.
55
dos sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Es
Dios quien nos ha hecho para este fin y nos ha dado su Espíritu como
garantía de sus promesas. Por eso mantenemos siempre la confianza…”
(2 Cor. 5:1-6).
5.3. Regeneración, muerte y vida
Por lo pronto, por su fe en Cristo y la acción poderosa y sobrenatural
de Dios en su vida, el creyente ha nacido ya de nuevo de manera
irreversible, ha sido ya regenerado en lo que tiene que ver con su
ser interior, su aspecto inmaterial (alma y/o espíritu), pero este even-
to marca el punto de partida de un proceso de maduración (o renovación
continua, para usar el término bíblico más adecuado), que se prolongará
durante toda su vida y únicamente terminará con su resurrección y/o
transformación de su cuerpo corruptible natural en un cuerpo incorrupti-
ble espiritual (1 Cor. 15:42-44; 51-54).
Mientras tanto, ese proceso no deja de ser paradójico y, por lo mismo,
no exento de altibajos que, sin embargo, no deben desanimarnos ni mu-
cho menos, pues como el apóstol lo expresa bien: “Por tanto, no nos
desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando
[es decir, el cuerpo, cuya redención aún no ha tenido lugar y sigue sien-
do por lo pronto víctima de la entropía que afecta a toda la creación físi-
ca o material], por dentro nos vamos renovando día tras día [el alma y el
espíritu renovándose continuamente a partir del momento en que expe-
rimentamos la regeneración o nuevo nacimiento]” (2 Cor. 4:16).
Valga decir aquí que la regeneración o nuevo nacimiento incluyen en
primera instancia la muerte al pecado por parte del creyente. En el
bautismo cristiano en agua se simboliza todo lo anterior: “¿Qué
concluiremos? ¿Vamos a persistir en el pecado, para que la gracia
abunde? ¡De ninguna manera! Nosotros, que hemos muerto al pecado,
¿cómo podemos seguir viviendo en él? ¿Acaso no saben ustedes que
todos los que fuimos bautizados para unirnos con Cristo Jesús, en
realidad fuimos bautizados para participar en su muerte? Por tanto,
mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin
de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también
nosotros llevemos una vida nueva. En efecto, si hemos estado unidos
con él en su muerte, sin duda también estaremos unidos con él en su re-
surrección. Sabemos que nuestra vieja naturaleza fue crucificada con
él para que nuestro cuerpo pecaminoso perdiera su poder, de modo
que ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado”.
Así, pues, hay que morir primero con Cristo al pecado para poder enton-
ces de manera prácticamente simultánea nacer de nuevo o ser regene-
rado en virtud de su resurrección, llegando a tener de este modo, según
lo expresa el apóstol Pedro: “… parte en la naturaleza divina” (2 P. 1:4).
57
28
Esto explica la declaración de Cristo cuando le dice a alguien: “Deja que los muertos [perso-
nas que, no obstante lo dicho y sin perjuicio de ello, se encontraban biológicamente vivas] en-
tierren a sus propios muertos” (Lc. 9:60)
29
Es por ello que la Biblia se refiere a Cristo como “el primogénito de toda creación” (Col. 1:15)
y no simplemente como el primogénito de la creación, pues la Biblia nos revela que hay dos
creaciones: la primera, es decir la antigua, registrada en los dos primeros capítulos del Géne-
sis, fue sometida a corrupción por causa del pecado de ángeles y seres humanos (Rom. 8:19-
20); mientras que la última, la nueva creación será por completo incorruptible. Y él tiene la prio-
ridad o preeminencia sobre ambas creaciones (eso es lo que significa el término “primogénito”
en la mentalidad judía), debido a que todas las criaturas, incluyendo a los seres humanos, fui-
mos creados por medio de él en la primera o antigua creación; mientras que en la segunda o
nueva creación, gracias a la regeneración o nuevo nacimiento, hemos sido creados en él, de
modo que en ambas creaciones su iniciativa y su papel ha sido lo verdaderamente determinan-
te.
58
5. Doctrina de la justificación
Antes de ocuparnos de la doctrina de la justificación, una de las doctrinas
más centrales asociadas a la salvación, es necesario entender algunos as-
pectos de la noción de justicia tal y como ésta se revela en las Escrituras en
general y en el evangelio en particular. Y es que el concepto de justicia es
tan crucial en las Escrituras que habría que estar de acuerdo con Her-
bert Lockyer al afirmar que: “La justicia humana y divina, forma la tra-
ma y urdimbre de las Escrituras. La justicia práctica y la doctrinal nos
salen al encuentro casi en cada página”, razón por la cual, continúa di-
ciéndonos este autor en declaración que debemos también suscribir: “La ne-
cesidad imperiosa de nuestros días es una recta comprensión de la justicia,
por su asociación con la relación del alma con Dios y por sus responsabili-
dades con otros”. Walter Scott recoge todo lo anterior de manera más sucin-
ta y puntual: “La justicia es la piedra angular del arco de la revelación divina”.
Enumeremos entonces algunos aspectos relativos a la justicia que cobran
importancia para entender la doctrina de la justificación.
6.1. La justicia de Dios
La justicia es un atributo inseparable de Dios mismo. Una justicia en-
tendida tanto en el ser como en el actuar. Es así como Dios es justo y,
en consecuencia, actúa siempre con justicia. En otras palabras, Él hace
siempre lo que es correcto. Lockyer recoge la siguiente definición de
justicia que podría aplicarse muy bien a la justicia de Dios: “rectitud en la
posición y relación de una persona con respecto a los demás”. En este
orden de ideas, Dios no puede cometer injusticias porque su carácter
es eminente y absolutamente justo. Y dado que su esencia es siem-
pre la misma, su carácter tampoco cambia nunca (St. 1:17; Heb. 13:8),
como se ha visto ya (en Teología Básica) al considerar la inmutabilidad o
invariabilidad como el atributo de Dios que garantiza la permanencia de
todos los demás atributos asociados a Él.
Así, pues, la convicción que se encuentra siempre en el trasfondo de to-
da la Escritura es que Dios es justo, y es precisamente esa justicia in-
herente a su ser la que da pie a su enojo, mejor conocido en la Bi-
blia con la expresión “la ira de Dios”, contra el ser humano por
causa del pecado: “Dios es juez justo, Y Dios está airado contra el imp-
ío todos los días” (Sal. 7:11 RVR). La justicia de Dios es algo tan esta-
blecido en las Escrituras y en su trato con la humanidad a través de la
historia que desde la temprana época de Abraham o de Job ya se da por
sentada. Abraham, por ejemplo, intercede ante Dios en su conocido re-
gateo por Sodoma y Gomorra apoyándose en el carácter justo de Dios,
ya para entonces bien conocido: “… ¿De veras vas a exterminar al jus-
to junto con el malvado?... ¡Lejos de ti el hacer tal cosa! ¿Matar al justo
60
la muerte de nadie… ‘Tan cierto como que yo vivo afirma el Señor om-
nipotente, que no me alegro con la muerte del malvado, sino con que
se convierta de su mala conducta y viva…” (Eze. 18:23, 32; 33:11 Ver
también 1 Ti. 2:4; 2 P. 3:9).
Sin embargo, en ejercicio de su misericordia y aún si nos volvemos
a Él arrepentidos, Dios no puede simplemente perdonarnos e indul-
tarnos sin más vulnerando el sentido y las exigencias de su justicia,
expresadas de manera inequívoca con estas palabras: “La persona que
peque morirá… Todo el que peque, merece la muerte…” (Eze. 18:4,
20). Porque el arrepentimiento y la conversión por sí solos no borran
nuestros pecados ni eliminan la posibilidad de que, eventualmente, pe-
quemos de nuevo. No obstante, nos resistimos obstinadamente a reco-
nocer todo lo dicho y nos empeñamos en tratar de establecer nuestra
propia, precaria, engañosa y supremamente imperfecta justicia, que lo
único que hace es agravar nuestra ya perdida condición. Veamos esto
con más detalle.
6.2. La justicia humana
La engañosa autojustificación fue el primer mecanismo de defensa
del ser humano después de caer en pecado y se ha mantenido vi-
gente a través de toda la historia de la humanidad. Adán no recono-
ció su falta sino que intentó justificarse culpando a Eva y ella hizo
lo propio con la serpiente. Y así hemos continuado todos a partir de
ellos.
Ahora bien, los seres humanos pueden argumentar justicia relativa en
muchos casos particulares incluidos dentro del gran marco de las rela-
ciones interpersonales con su prójimo, pero nunca puede argumentar
una justicia absoluta delante de Dios sin incurrir en un insostenible y pe-
ligroso sofisma sin ningún fundamento. En los Salmos David clamaba a
Dios y le pedía vindicación en muchos casos particulares en que se de-
claraba justo en el contexto de algunas de las relaciones conflictivas con
sus semejantes que caracterizaron su vida y su reinado, pero nunca ar-
gumentó esta justicia relativa como pretexto para salir justificado delante
de Dios, sino sólo para pedirle a Dios que mostrara que él (David) había
actuado con más justicia que sus adversarios en situaciones concretas.
Pero por otro lado, cuando se trata de comparecer ante Dios, David pre-
fiere orar de este modo: “No lleves a juicio a tu siervo, pues ante ti na-
die puede alegar inocencia” (Sal. 143:2). En consecuencia, pueden
existir personas más justas o injustas que otras en su conducta y
en su trato con sus semejantes, pero en último término, cuando to-
dos comparecemos ante Dios las comparaciones entre nosotros
pierden toda su razón de ser.
62
No por nada dice la sabiduría popular que las comparaciones son odio-
sas. A pesar de ello, tenemos una tendencia natural a compararnos con
los demás, con la esperanza de salir mejor librados que aquellos con
quienes nos comparamos, imaginando ingenuamente que tal vez así po-
dremos desviar la atención de Dios de nosotros mismos para dirigirla al
otro. Somos como los niños pequeños que al ser sorprendidos comiendo
las galletas de lo alto del estante; señalan y culpan al que sostiene en
sus manos el recipiente que las contiene, olvidando que los restos de
galleta en sus propios rostros los delatan.
Pero el hecho es que el Dios Justo no se deja enredar en estos necios e
infantiles sofismas de distracción urdidos por el hombre para tratar de
justificarse. Él no evalúa por comparación, curvas ni promedios,
pues de este modo tendría que hacer concesiones inadmisibles a la
justicia propia de su carácter al tener que nivelar a la humanidad
por lo bajo; sino que más bien establece, de manera consecuente con
su propio carácter, la norma absoluta y superlativa a la luz de la cual de-
bemos evaluarnos si queremos ser merecedores de su aprobación y fa-
vor: perfección (Mt. 5:48) o santidad (Lv. 19:2, Heb. 12:14).
Si somos honestos tendremos que admitir nuestra impotencia para lo-
grarlo, como lo hace Salomón al afirmar concluyentemente que: “No hay
en la tierra nadie tan justo que haga el bien y nunca peque” (Ecl. 7:20). A
la vista de esto las comparaciones terminan siendo algo fútil e inofi-
cioso y la única alternativa real y viable es dejarlas de lado siguiendo el
ejemplo paulino: “No nos atrevemos a igualarnos ni a compararnos con
algunos que tanto se recomiendan a sí mismos. Al medirse con su
propia medida y compararse unos con otros, no saben lo que
hacen” (2 Cor. 10:12). Las comparaciones son únicamente paliativos
que buscan encubrir el hecho de que ante Dios: “«No hay un solo justo,
ni siquiera uno… Todos se han descarriado, a una se han corrompido.
No hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo!»… pues todos han
pecado y están privados de la gloria de Dios” (Rom. 3:10, 12, 23).
Pero los estériles esfuerzos por autojustificarse siguen a la orden del día
en variadas formas, entre las cuales ha venido a ser proverbial o repre-
sentativo el fariseísmo tipificado por los judíos, quienes: “No conociendo
la justicia que proviene de Dios, y procurando establecer la suya propia,
no se sometieron a la justicia de Dios” (Rom. 10:3). En efecto, a seme-
janza de los judíos que, en la práctica, terminaban extraviados colocan-
do su confianza más en sus esfuerzos con arreglo a la ley que en la gra-
cia y la elección divina de la que habían sido objeto en el pacto suscrito
por Dios con ellos como nación; así también la humanidad ha tratado
inútilmente y de muchas maneras de confiar más en sus propios
esfuerzos para salvar el insalvable abismo que se interpone y la se-
para de Dios. Moralidad, buenas obras, filosofía, religiosidad y aún
63
justicia que proviene de Dios” otorgada al ser humano por gracia me-
diante la fe en Él: “…Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado
por alto los pecados; pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo
para manifestar su justicia [entendida aquí tanto en el sentido de la justi-
cia de Dios como en el de la justicia que proviene de Dios]. De este mo-
do Dios es justo [con la justicia de Dios] y, a la vez, el que justifica [con
la justicia que proviene de Dios] a los que tienen fe en Jesús” (Rom.
3:25-26).
La doctrina completa es, pues, como lo entendieron los reformado-
res: la justificación por la fe (por supuesto, siempre en el contexto del
amor, la misericordia y la gracia de Dios33), siendo el patriarca Abraham
el ejemplo más antiguo, explícito y representativo de la justificación por
la fe: “Abram creyó al SEÑOR, y el SEÑOR lo reconoció a él como justo”
(Gén. 15:6). La justificación, como puede verse, es mucho más que un
simple perdón de pecados: “… porque el perdón es la cancelación de la
deuda del pecado, mientras que la justificación es la imputación de justi-
cia. El perdón es negativo (supresión de la condenación), en tanto que la
justificación es positiva (otorgamiento del mérito y posición de Cristo)” (L.
S. Chafer).
Y aprovechando que Chafer hace referencia en el texto citado a la posi-
ción de Cristo, hay que puntualizar de nuevo que la justificación afecta
de manera cabal únicamente la posición del creyente al comparecer
ante Dios (doctrina forense) y no su estado o condición en el mun-
do, en el cual los creyentes distan mucho aún de ser perfectos o absolu-
tamente justos. La justificación es perfecta sólo en el foro o tribunal de
Dios de modo que nuestra posición allí es la de justos sin matices de
ningún tipo. Judicialmente hemos sido constituidos justos sin ate-
nuantes (Rom. 5:19), y así somos declarados por el propio Juez que
no es otro que Dios mismo.
Pero si bien la justificación forense que hemos recibido tiene consecuen-
cias muy favorables en la existencia cotidiana (como lo veremos al abor-
dar la doctrina de la santificación, que es precisamente consecuencia de
la justificación), en éste último contexto, el de la existencia cotidiana,
nuestra condición o estado no ostenta la perfección que ostenta nuestra
posición en el tribunal de Dios. Y la vida cristiana consiste en ajustar ca-
da vez más, con la ayuda del Espíritu Santo, nuestra conducta, condi-
33
Un sencillo pero claro intento de definición de conceptos relacionados con la doctrina de la
justificación afirma escuetamente que Justicia es darle a cada cual lo que se merece. Miseri-
cordia es no darle a alguien el castigo que justamente se merece. Y Gracia sería darle a al-
guien favores que de ningún modo se merece. De hecho, la justicia que proviene de Dios y
gracias a la cual los creyentes somos justificados ante Él, es claramente una gracia o un don
divino: “Pues si por la transgresión de un solo hombre reinó la muerte, con mayor razón los que
reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia reinarán en vida por medio de un solo
hombre, Jesucristo” (Rom. 5:17).
68
35
Ver al final de las conferencias el apéndice sobre las diferentes teorías históricas que se han
planteado para explicar la manera en que se lleva a cabo la expiación, cada una de ellas cen-
trada en algún aspecto que se considera el más determinante en la obra de Cristo y sujetas to-
das ellas a una crítica y discusión teológica nunca del todo dirimida.
71
36
Las expresiones “a favor de nosotros” o “en beneficio de nosotros” no riñen de ningún modo
en estos versículos con “en lugar de nosotros” o “en vez de nosotros”, pues aunque no sea el
único, no puede negarse que el más inmediato favor o beneficio de Dios recibido por los cre-
yentes en la expiación de Cristo es el hecho de que Él es castigado y muere en lugar o en vez
de nosotros, sustituyéndonos en la cruz.
72
37
Los dos sentidos: “a favor o en beneficio de nosotros” y “en lugar o en vez de nosotros” (susti-
tución) se concilian perfectamente cuando entendemos que, según se nos revela a lo largo y
ancho de la epístola de los Hebreos: Jesucristo es al mismo tiempo el sumo sacerdote habilita-
73
6.7. La propiciación
La propiciación está muy ligada a la expiación, pero no es lo mismo.
Podría decirse que es un aspecto de la expiación que amerita un trata-
miento particular. Se puede definir la propiciación como la acción y
el efecto de aplacar o satisfacer la ira de Dios por medio del sacrifi-
cio expiatorio de Cristo. Y es aquí donde un buen número de comenta-
ristas bíblicos modernos, con prejuicios típicamente liberales, encuentran
las mayores dificultades para aceptar la necesidad de la propiciación y
mediante ejercicios e interpretaciones pseudoeruditas de la Biblia quie-
ren negarla a toda costa.
Valga decir que estos son los mismos eruditos bíblicos que por razones
similares rechazan también las ideas clásicas de expiación y sustitución
abordadas tradicionalmente por la teología cristiana ortodoxa. A ellos se
les antoja totalmente inadmisible la idea de un Dios airado que necesita
ser aplacado (lo cual dicho así de manera tan escueta, no deja de ser
una caricatura del carácter de Dios revelado en Cristo y en las Escritu-
ras). Dicen ellos que esto no compagina con el Dios de la Biblia sino con
los dioses de las mitologías paganas que exigían arbitrariamente sacrifi-
cios humanos de sus seguidores para otorgar así sus favores.
No se equivocó el teólogo neo-ortodoxo norteamericano Richard Niebuhr
cuando describió así, con manifiesta mordacidad, la teología liberal de
su época contra la cual estaba reaccionando38: “Un Dios sin ira, lleva a
gente sin pecado, a un reino sin juicio, mediante la obra de un Cristo sin
cruz”. Porque les guste o no a estos teólogos la ira divina, el pecado del
hombre, el juicio de Dios, y la expiación en la cruz, han sido siempre te-
mas puntuales en el evangelio, asociados en su orden con Dios, con la
humanidad, con el reino y con la redención.
Lo que sucede es que hoy muchos argumentan que estos temas hieren
u ofenden su “civilizada” sensibilidad, pues supuestamente nociones
como éstas son propias de mentalidades primitivas que deben ser supe-
radas y están por lo mismo mandadas a recoger. Es así como, sin negar
el cristianismo se termina entonces con una versión atenuada y comple-
tamente diluida del mismo, sintetizada acertadamente por Niebuhr en la
frase citada, que disuelve la radicalidad de su mensaje en conceptos e
ideas aceptables para el hombre moderno.
do para ofrecer el sacrificio “a favor o en beneficio de nosotros” y la víctima sacrificada “en lu-
gar o en vez de nosotros”.
38
En realidad, la reacción de la neo-ortodoxia contra el liberalismo teológico reinante no fue lo
suficientemente firme, y aún la neo-ortodoxia no es lo ortodoxa que sería de desear, sino que,
aún a su pesar, sigue muy ligada a los postulados liberales contra los que reaccionó. Veremos
esto con más detalle en la materia Teología Contemporánea.
74
39
Lo mismo sucede en Levítico 16:6; 10-11
78
40
La palabra hebrea que se traduce como reconciliación significa “pacificación”, mientras que
las griegas significan “cambio de lugares”; “pasar de un lado al otro”.
79
7. Doctrina de la adopción
7.1. El sentido de la paternidad de Dios
La doctrina de la adopción no recibe usualmente la atención que amerita
en los libros de teología. Sin embargo, es de capital importancia para el
creyente al punto de que a estas alturas ya hemos hecho numerosas
alusiones indirectas a ella cada vez que hemos señalado la condición del
creyente como “hijo de Dios”. Esta doctrina concierne, pues, a un as-
pecto fundamental que se nos ha revelado acerca de Dios: la doc-
trina de la Trinidad que incluye el hecho de que Dios es Padre. Y es
contra este trasfondo que la doctrina de la adopción cobra una importan-
cia mayúscula.
Es por eso que hay que puntualizar entonces que a no ser por una que
otra eventual y necesaria mención tangencial del tema, no vamos a vol-
ver a abordar aquí la relación existente entre el Padre y el Hijo ya consi-
derada en el programa de Teología Básica del primer semestre en el
capítulo sobre la Trinidad. Lo que vamos a considerar es la naturaleza
de la relación existente entre Dios Padre y sus hijos, los creyentes
adoptados por Dios como tales mediante la fe ejercida en el acto de
“conversión” en el contexto de la experiencia denominada “nuevo naci-
miento”, nociones ambas ya tratadas con anterioridad.
Y lo primero que hay que decir al respecto es que los creyentes no
suelen valorar en su justa dimensión el hecho de poder ostentar la
condición de hijos de Dios. Tal vez por eso el apóstol Juan tiene que
llamar la atención y sacudir a sus interlocutores cristianos de este modo:
“¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame
hijos de Dios! ¡Y lo somos!... Queridos hermanos, ahora somos
hijos de Dios...” (1 Jn. 3:1-2).
Las razones para este menosprecio velado de ésta nunca bien pondera-
da bendición que Dios nos otorga, pasan por el hecho de que, en el
contexto secular y en la tradición católica romana parece que lo
único que se requiere para ser hijos de Dios es existir. En efecto,
traemos incorporada la idea de que, por derecho de creación, Dios es
Padre de toda criatura, sea ésta animada o inanimada, inteligente o no,
racional o irracional. Y una condición compartida por todas las criaturas
sin excepción por el mero hecho de existir no se tiene en gran estima ni
se ve como un privilegio especial, pues aún de serlo, su universal distri-
bución le resta valor a los ojos del individuo humano que concibe cual-
quier privilegio como algo que debe traer aparejado algún grado de ex-
clusividad.
Ahora bien, no se puede negar que en un sentido muy amplio y ge-
neral podría decirse que Dios es el Padre de todo lo que existe en la
83
5. ¿Sobre qué aspecto recae el peso de la noción de adopción tal como ésta
se nos revela en los escritos inspirados del apóstol Pablo?
6. ¿Cuáles son los principales privilegios de la adopción revelados en la Biblia
y en la vida cristiana?
90
8. Doctrina de la santificación
En relación con esta doctrina y para no prestarnos a confusiones que pue-
den evitarse, debe preferirse siempre el término “santificación” por encima
del de “santidad”, puesto que la doctrina de la santidad concierne funda-
mentalmente a Dios y no al ser humano. En estricto rigor, únicamente
Dios es Santo en un sentido absoluto: “Nadie es santo como el SEÑOR” (1 S.
2:2).
Sin embargo, como se vio en el programa de Teología Básica, la santidad es
un atributo que Dios puede comunicar de manera soberana a los seres
humanos, de donde el ser humano puede ser “santificado” por Dios, circuns-
tancia que da pie a la doctrina de la santificación en el marco de la gran doc-
trina de la salvación. Con todo, la distinción entre santidad y santificación no
es siempre tan obvia en las Escrituras dado que, como bien lo señala Lewis
Chafer: “la misma palabra original, griega o hebrea, que se traduce «santifi-
car», en sus diferentes formas, se traduce también «santo», ya sea en forma
de sustantivo a adjetivo”.
El contexto es, pues, determinante para establecer el sentido que debe pre-
valecer. Es así como, por ejemplo, en Levítico 21:8 la misma palabra origi-
nal, usada cuatro veces en este texto, se traduce de dos maneras diferentes:
“Considéralo santo [la versión Reina Valera dice aquí “le santificarás”], por-
que él ofrece el pan de tu Dios. Santo será para ti, porque santo soy yo, el
SEÑOR, que los santifico a ustedes”. Vemos aquí el sustantivo “santo” y el
verbo “santificar” como traducciones del mismo vocablo hebreo.
No obstante, el contexto es por lo general lo suficientemente claro para es-
tablecer las distinciones del caso y para aclarar los equívocos populares a
que esta doctrina se ha prestado41. Con este propósito habría que decir que
existen dos significados básicos de estas palabras. Significados a los
cuales se pueden subordinar todos los demás.
8.1. Santificar o “poner aparte”
41
Si bien el contexto es determinante al punto que en ocasiones una misma palabra hebrea o
griega debe traducirse de maneras diferentes por exigencia del contexto, lo cierto es que el vo-
cablo hebreo qadosh, que da pie en español a los términos santo, santificar y santificación in-
distintamente en el Antiguo Testamento, admite pequeñas variaciones y matices que también
orientan la manera en que debe traducirse al español y no se depende entonces por completo
del contexto, pero el contexto si suele tener más peso para determinar cómo se traduce el pa-
saje que las pequeñas variaciones de esta palabra básica. En el griego hay más variedad de
vocablos con significaciones más precisas (aunque el vocablo griego hágios sería el que mejor
corresponde al hebreo qadosh). Es así como en griego contamos, además del ya señalado
hágios (traducido generalmente como “santo”), también con hagiázo (traducido comúnmente
como “santificar” en sus múltiples conjugaciones), y con hagiasmós (traducido en casi todos los
casos como “santificación”, aunque eventualmente se prefiera traducirlo como “santidad”). Jun-
to a estos también podríamos añadir, aunque en menor proporción: hagiotés, hagiosune,
hósios y hosiótes, en clara muestra de la riqueza del griego, riqueza que no obstante a veces
incurre en sutilezas tan veladas que no hacen fácil la labor del exégeta.
91
42
Por razones que se verán a continuación, nos parece que la expresión “santificación experi-
mental” no es la más adecuada en español para referirse a este aspecto de la santificación,
pues se presta a equivocadas interpretaciones. Sería preferible llamarla “santificación viven-
cial”.
96
8.3.2. Perfeccionismo
Este planteamiento erróneo de la santificación, aunque de vieja
data en la historia de la iglesia remontándose incluso a algunos
padres de la iglesia, se formuló en la modernidad al amparo del
metodismo del gran predicador Juan Wesley y los justamente lla-
mados “movimientos de santidad” surgidos de él, incluyendo entre
ellos a otro gran evangelista como Charles Finney, que es tal vez
quien acuñó formalmente el término “perfeccionismo” en este te-
ma.
Para no simplificar en exceso este asunto hay que puntualizar que
esta postura es muy amplia y existen distintos matices dentro de
ella al punto que no todos los proponentes englobados bajo esta
designación están de acuerdo en su entendimiento de la santifica-
ción, pero hay puntos en común entre ellos que justifican el incluir-
los aquí. Lo fundamental para todos ellos es que la santifica-
ción implica perfección.
La manera en que cada uno entiende la perfección puede diferir y
no en todos los casos conlleva impecabilidad absoluta. Pero el
punto es que la santificación no puede concebirse como per-
fección en ningún sentido diferente al que se da a entender
en la Biblia cuando se utiliza el término “perfección” como
una posibilidad actual para los creyentes, en cuyo caso no
significa otra cosa que “madurez”43. En otras palabras, el cre-
yente puede ser perfecto solo en la medida en que sea un cristia-
no espiritualmente maduro y nada más. La Biblia no da pie para
concebir la perfección actual del creyente más allá de esto. Toda
concepción diferente de la perfección cristiana amenaza con ma-
linterpretar la doctrina de la santificación.
Entre estas concepciones se destacan las que sostienen que la
santificación presente incluye erradicación o neutralización abso-
luta del pecado en la vida del creyente. Como lo dice G. Walters:
“pretensiones exageradas de este tipo, que suponen «perfección
inmaculada», generalmente restan importancia tanto a la descrip-
ción del pecado como al nivel de vida moral que se exige”. Así
mismo añade Martyn Lloyd-Jones algo tan obvio que se cae de su
peso para todo cristiano que piense de sí mismo con consciente y
humilde honestidad y cordura: “no puede significar que este-
43
Vale la pena transcribir aquí un aparte de la nota que se encuentra en el glosario de la Biblia
Nueva Versión Internacional bajo la entrada “perfecto/perfección/perfeccionar”: “Aunque en
esta vida nadie llega a estar totalmente libre de pecado, el adjetivo «perfecto» (griego ‘téleios’)
se usa en varios pasajes con referencia a los creyentes. Es posible que se trate del concepto
de madurez espiritual (véase 1 Cor. 2:6-7; Heb. 6:1)...”.
98
44
No deja de ser irónico que el Señor Jesucristo se dirija así al pretensioso y engañado joven
rico cuando presumía estar guardando los mandamientos a la perfección, como siguiéndole el
juego: “Si quieres ser perfecto…” (Mt. 19:21)
99
45
El término “experimental”, si bien no es en sí desacertado pues la santificación es algo que el
creyente “experimenta” de un modo u otro, tiene el inconveniente de evocar una “experiencia”,
palabra que tiene connotaciones muy específicas y restringidas en el medio eclesiástico
evangélico hispano parlante de marcado corte pentecostal. Habría que conocer el texto en el
original para ver si esta traducción corresponde con la idea que Chafer quería expresar en su
inglés vernáculo.
100
46
Vocablo hebreo que se utiliza como expresión técnica en teología para designar una manifes-
tación visible de la misma gloria de Dios en el Antiguo Testamento.
102
concluida del todo en este mundo). Corresponde ahora tratar con algo
más de precisión cómo se desarrolla la santificación en el creyente.
Y lo primero que hay que dejar establecido al respecto es que la santifi-
cación es siempre y en primera instancia una obra de Dios en el
creyente que se encuentra relacionado con Él mediante la fe en Je-
sucristo. Es por eso que, en relación con este proceso de santificación
si que es particularmente cierto lo dicho por el Señor en el sentido que:
“… separados de mí no pueden ustedes hacer nada” (Jn. 15:5). Y la par-
ticipación de Dios es tan plena que las tres personas de la Trinidad se
encuentran explícitamente vinculadas a la santificación del creyente:
El Padre santifica: “Que Dios mismo, el Dios de paz, los santifique
por completo, y conserve todo su ser —espíritu, alma y cuerpo—
irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes.
5:23); “El Dios que da la paz levantó de entre los muertos al gran Pas-
tor de las ovejas, a nuestro Señor Jesús, por la sangre del pacto eter-
no. Que él los capacite en todo lo bueno para hacer su volun-
tad...” (Heb. 13:20-21)
El Hijo santifica: “Tanto el que santifica [el pasaje viene hablando de
Jesús] como los que son santificados tienen un mismo origen… Y en
virtud de esa voluntad somos santificados mediante el sacrificio
del cuerpo de Jesucristo… Porque con un solo sacrificio ha hecho
perfectos para siempre a los que está santificando… Por eso también
Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre…”
(Heb. 2:11; 10:10, 14; 13:12); “… Cristo amó a la iglesia y se en-
tregó por ella para hacerla santa…” (Efe. 5:25-26).
El Espíritu Santo santifica (valga la redundancia): “… a fin de que los
gentiles lleguen a ser una ofrenda aceptable a Dios, santificada por
el Espíritu Santo” (Rom. 15:16); “ya han sido santificados… en el
nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1
Cor. 6:11); “… desde el principio Dios los escogió para ser salvos,
mediante la obra santificadora del Espíritu y la fe que tienen en la
verdad” (2 Tes. 2:13); “… elegidos… mediante la obra santificadora
del Espíritu…” (1 P. 1:1-2)
Podría decirse que el Padre es la fuente de la santificación, el Hijo es
el medio y el Espíritu Santo es el agente. Se explica por todo lo ante-
rior que la Biblia declare que: “La voluntad de Dios es que sean santifi-
cados” (1 Tes. 4:3). Hemos establecido así la prioridad que Dios tie-
ne en la santificación, pero en honor a la verdad hay que añadir que en
la Trinidad divina es el Espíritu Santo el que parece tener el mayor
peso de los tres en la santificación, algo con lo que están de acuerdo
todos los teólogos: “si bien podemos decir que la santificación es obra de
las tres personas de la Trinidad lo es en especial, por supuesto, de la
104
9. Doctrina de la resurrección
La resurrección es el tema concluyente en el tratamiento de los temas co-
rrespondientes a nuestra materia que, a la luz de la historia ancestral y la
condición caída y pecaminosa del género humano, comienza a exponer el
plan de Dios desde antes de la creación del mundo con la predestina-
ción, llevándolo a su conclusión al final de la historia con la resurrec-
ción, pasando por todos los aspectos concernientes a nuestra salva-
ción, constituyéndose ésta en el vínculo que une a la predestinación pasada
con la resurrección futura. Y la resurrección es uno de esos temas que, a la
par que se da por sentado en el cristianismo, se cuestiona y ataca sistemáti-
camente por el pensamiento secular, pero sin que ninguno de los dos frentes
lo aborde finalmente con el debido rigor apologético.
Para los creyentes es ‒o debería ser‒ la más fundamental de las espe-
ranzas y la expectativa más realista de toda la gama de temas abarca-
dos por la doctrina y el dogma cristianos. Por contraste, para el pensa-
miento secular es tal vez la mayor patraña engendrada por el cristianismo
que no pasaría, por tanto, de ser nada más que una fantasiosa ficción. Dada
la profundidad del asunto, señalaremos tan sólo de manera sintética algunas
líneas de reflexión alrededor de esta cuestión que ayudarán a esclarecer y a
establecer la verdad sobre el particular. Pero no pretendemos aquí abarcar
todos los aspectos relacionados con la doctrina de la resurrección.
9.1. Resurrección o resucitación
La doctrina de la resurrección tiene en el cristianismo a Cristo como su
referente obligado. Dicho de otro modo, es la resurrección histórica de
Cristo la que da pie a la doctrina de la resurrección. Porque en rigor,
resurrección como tal no ha habido hasta ahora sino una sola en la
historia. Los demás casos narrados en la Biblia, tales como el hijo de
la viuda de Sarepta, el hijo de la Sunamita y el cadáver que retornó a la
vida al tocar los restos del profeta Eliseo en el Antiguo Testamento, así
como la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naín, Dorcas (también llama-
da Tabita), el joven Eutico y Lázaro en el Nuevo Testamento; fueron re-
sucitaciones milagrosas, no resurrecciones. La razón de esto es que
la resurrección implica volver a la vida de manera milagrosa pero
con un cuerpo incorruptible para no morir jamás, como lo hizo Cristo,
algo que de ningún modo puede aplicarse a las resucitaciones relacio-
nadas previamente.
Cristo es, pues, el modelo o ejemplo supremo y paradigmático de la
resurrección futura de los creyentes. El “primogénito de la resurrec-
ción” (Col. 1:18), tal como lo anunció Pablo aquí y lo desarrolló amplia y
profundamente en el capítulo 15 de 1 de Corintios, el capítulo bíblico
que describe de la manera más acabada lo relativo a la doctrina de
110