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Pensar la historia como una forma de conciencia total implica la preocupación por un
estudio del pasado que permita comprender el presente. «Aristocracia y Plebe. Lima, 1760-
1830» de Alberto Flores-Galindo (Lima: Mosca Azul Editores, 1984), es un texto que se
inclina decididamente por este propósito, y es éste su mayor mérito. Y, paradojalmente, nos
descubre su mayor debilidad. Temas que el autor analiza, como el racismo y la violencia
urbana, nos inducen a una reflexión que sobrepasa la coyuntura actual; en ello cumplen
plenamente el objetivo de hacer del pasado un instrumento de comprensión del presente.
Pero la racionalización de ese designio exige también que nos hagamos conscientes de los
preconceptos que la experiencia contemporánea inculca, de otra manera los proyectaremos
acríticamente sobre los fenómenos del pasado. Así, la relación entre pasado y presente que
subyace en una propuesta de historia omniconsciente no es fácilmente manipulable para el
historiador. Es en esa perspectiva que examinaremos el trabajo de Alberto Flores-Galindo.
El libro se estructura en tres partes: la primera, dedicada a los sectores dominantes que
desde la capital virreinal controlaron el territorio peruano colonial; la segunda, referida a
los sectores populares urbanos y de la periferia de la ciudad: esclavos del campo, jornaleros
esclavos de la urbe, servidores domésticos, mercachifles, indios pescadores y bandoleros; y,
la tercera, destinada a examinar la confrontación de sectores dominantes y dominados en el
trance de la independencia.
¿ARISTOCRACIA EN VILO?
La dinámica agraria es considerada por el autor como el factor básico en la decadencia y
ruina de la aristocracia mercantil. Este grupo social ejerció una enorme influencia sobre la
orientación productiva de la agricultura de la costa central. Sus intereses determinaron la
casi sustitución de la producción triguera para abastecimiento urbano, en favor del cultivo
de la caña de azúcar para exportar a los mercados chilenos y norperuanos. Esta
transformación implicó, por una parte, el desplazamiento de una vieja aristocracia norteña
que «tuvo que disgregarse» (p. 32), y la alianza con «los señores de la viña»» aristocracia
local que, –apunta el autor– tuvo una gran capacidad para remontar las crisis (pp. 41-42).
El espectáculo de la crueldad era una forma de control social, y una demostración de poder
de los propietarios y la aristocracia mercantil (pp. 129, 167-168). Una ideología acorde con
este ejercicio fundamentaba la inferioridad de la gente que no pertenecía a la raza blanca.
Dada la variedad de mestizajes existentes, la relativa blancura que cada grupo considerase
tener respecto a otro servía para definir ventajas en la lucha por recursos escasos. La
escisión resultante en el bloque dominado –que reafirmaba lo que resultaba de su
diversidad de situaciones en el aparato productivo– era una poderosa arma política que
aseguraba la estabilidad social que favorecía directamente a la aristocracia mercantil (pp.
168-169).
El autor enfatiza cómo estas políticas generales incidieron en la diaria vida de los
individuos de los sectores populares. La internalización del racismo y la violencia es la
amarga y clarificadora demostración entregada por el acápite titulado «Tensión étnica» (pp.
168-180). Rara vez aparecen en los trabajos de historia las rivalidades étnicas, los
conflictos conyugales, tratados, no anecdóticamente, sino como una estructura de relación y
de socialización. En ese contexto, es legítima y explicable la preocupación del historiador
por la «historia silenciosa» de la infancia en la colonia (p. 180).
Hay, sin embargo, aspectos insatisfactorios. Uno de ellos es su aseveración en torno a «la
patética debilidad del Estado colonial» (p. 148), demostrada por la persistencia del
bandolerismo y la presencia de cimarrones (p. 118). En realidad, estos argumentos son muy
endebles para afirmar su propuesta; podemos argumentar lo contrario tomando una
referencia que el propio autor hace, esto es: que la muchedumbre que saqueó la ciudad en
algunos días de julio de 1821 no atacase «ningún símbolo del poder colonial» (p. 220)
demostraría la pujanza del Estado colonial. Ya antes hemos señalado los vacíos del
planteamiento de Flores Galindo en relación al Estado colonial. Otro aspecto es el referido
al análisis de la obra de Ricardo Palma. El autor coincide con la opinión de los
historiadores que consideran que esta obra se sustenta en una verdadera investigación
histórica. Además, Flores Galindo propone «confrontar sus páginas (las de Palma) con la
imagen de la ciudad que hemos esbozado aquí» (p, 181). En consecuencia, la relectura que
hace Flores Galindo le permite afirmar que Palma no es un escritor áulico o
aristocratizante, antes bien, refleja la heterogeneidad de la plebe a la que trata con empatía
(p. 183). No obstante, Flores Galindo no avanza más en su relectura. No aclara como el
tradicionista reflejo o no los problemas de sexismo, violencia y racismo que afectaron a la
plebe. ¿Qué significa la casi total ausencia del indígena en sus relatos? ¿Cuál es la imagen
femenina que consagran sus narraciones? Esta debió ser muy limitada y empobrecedora, si
nos guiamos por las superficiales y prejuiciosas afirmaciones que el escritor enunció sobre
poetas coloniales como Amarilis o la Anónima. Finalmente, la idea de la marginalidad de la
población indígena es sumamente, discutible. Máxime si consideramos la presencia del
Cercado –barrio de indios–, las cofradías indígenas que el autor cita (p. 120).
ARISTOCRACIA Y PLEBE ANTE LA INDEPENDENCIA