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JUSTICIA Y RAZÓN PÚBLICA

RONALD MARTÍNEZ RODRÍGUEZ

www.eleccionsocial.com

IIESES-Universidad Veracruzana
En un enfoque plural y de vanguardia social,
la justicia y la razón convergen.

L.A.E. Miriam Echandi Juárez

2
INTRODUCCIÓN

Nuestro país requiere de una alternativa al liberalismo individual y extremista, que


amenaza con destruir nuestra soberanía. Cuando Weber menciona la relación entre
protestantismo y liberalismo, pensaba en estas formas perversas de enfocar lo liberal.

Liberalismo puede significar egoísmo y desconfianza hacia el prójimo, como bien lo vio
Alexis de Tocqueville, con la ruptura social como consecuencia inmediata y la guerra
como resultado extremo.

El enfoque liberal de este libro descansa en una perspectiva más social y comunitaria,
enraizada en el concepto de Nación y razón pública. En palabras sintéticas: intenta
construir un liberalismo social.

En México necesitamos mejores leyes, pues existe una legislación muy discrecional,
que permite que el gobernante o jurista en turno haga interpretaciones según su
capricho. Por ejemplo, los tribunales electorales tienden a tomar sus decisiones de
acuerdo al equilibrio existente en las relaciones de poder económico o político.

Se requiere de una constitución y de leyes más precisas y de vanguardia social, en las


que el concepto de justicia imparcial y razonable ocupe un lugar central.

Se requiere desarrollar el diálogo razonable y democrático, pues a través de él


mejorarán las elecciones públicas y se reducirán al mínimo los costos de decisión.

3
Justicia significa consenso, en el sentido de una razón pública amplia y compartida,
acorde con un sano pluralismo, y la defensa de los derechos de las minorías.

Carrillo Puerto, Colonia Centro


Xalapa, Veracruz a 3 de noviembre de 2004.

4
I

LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD FRENTE A OTRAS VISIONES


ALTERNATIVAS DEL BIEN

Los principios de justicia de una sociedad liberal moderna se pueden definir desde
diferentes perspectivas. La búsqueda del enfoque más conveniente implica tener en
cuenta la característica esencial de tal sociedad, la cual consiste en que las personas y
grupos defienden distintas concepciones del bien, cuya heterogeneidad impide un
acuerdo sustantivo sobre el bien común.

Por consiguiente, el imponer sobre la sociedad liberal una determinada perspectiva


sobre el bien común sería un acto tiránico que no podría satisfacer las expectativas de
todos los ciudadanos, y en consecuencia los individuos verían truncados sus planes de
vida.

Aceptar la imposición de una visión de primer orden, como la arriba dibujada, sería
como regresar a un pasado que ya no existe, pues actualmente no hay ningún bien
sustantivo que pueda abarcar a todos en una comunidad feliz.

Existen diversas teorías de segundo orden que tratan de establecer los principios básicos
de justicia sobre los cuales se puede organizar una sociedad liberal. En forma muy
general habría que distinguir entre el utilitarismo, el constructivismo y la justicia como
imparcialidad.

Ante la imposibilidad de utilizar una versión de primer orden, la alternativa que queda
es partir de alguna de tales teorías de segundo orden, como base para la organización
social. Una comparación entre tales opciones permitirá tener una mayor claridad sobre
lo que más conviene a una sociedad liberal moderna.

5
1. Teorías de segundo orden

El utilitarismo sostiene que el acto o la política moralmente correcta es aquella que


genera la mayor felicidad entre los miembros de la sociedad.1

A veces se estudia al utilitarismo desde la perspectiva de actos concretos realizados por


los individuos, tratando de entender su comportamiento a partir de las actividades que
les resultan o no satisfactorias, pero en el contexto de esta discusión conviene más
identificarlo con su versión política, la cual se refiere a la organización de la estructura
básica de la sociedad.

Una concepción de primer orden del bien es aquella que pretende formular un conjunto
exhaustivo de principios e instrucciones de acuerdo con los cuales se debe vivir la vida.
El utilitarismo tiene el atractivo de ser una concepción de segundo orden del bien. En tal
sentido establece un criterio secundario que puede ser tomado en cuenta por cualquier
concepción del bien; tal criterio es el de la satisfacción de deseos. Así, con
independencia de la concepción del bien que cada quien pueda tener, es factible recurrir
al utilitarismo como la versión secundaria que ayudaría a comparar sus intereses con los
de otros ciudadanos.

La utilidad se puede definir de varias maneras, pero probablemente la mejor sea la


satisfacción de las preferencias informadas. Lo que esto quiere decir es que no siempre
las personas prefieren lo que más les conviene o lo más adecuado a la situación, por
ejemplo, cuando un rico tiene codicia por las posesiones de un pobre o cuando se
considera que una persona de cierta raza debería tener acceso a menos bienes. Así que
habría que distinguir las preferencias legítimas de las que no lo son.

Bajo las restricciones señaladas, los utilitaristas dicen que la acción correcta es aquella
que incrementa al máximo la utilidad general; esto es, aquella que satisface tantas
preferencias informadas como sea posible.2

1
Kymlicka, Will, Filosofía política contemporánea, Edit. Ariel, Barcelona, 1995, pág. 21.
2
Ibidem, pág. 32.

6
Las preferencias de algunas personas quedarán insatisfechas al entrar en conflicto con lo
que desarrolla al máximo la utilidad general. Ésta es una situación desafortunada. Pero
como el número de ganadores es por lo general superior al de los perdedores, no hay
razón para dar prioridad a las preferencias de los perdedores sobre las más numerosas (o
más intensas) preferencias de los ganadores.3

Por su parte, el constructivismo, en su formulación más general, trata de establecer una


teoría con el propósito de que lo que surge de determinado tipo de situación ha de valer
como justo. Una situación está determinada por una descripción de los actores en ella
(incluyendo su conocimiento y objetivos) y las normas de persecución de sus objetivos.
El surgimiento ha de ser un tipo particular, es decir, el resultado de los actores en la
situación de persecución de objetivos dados dentro de las restricciones dadas.4

Brian Barry divide al constructivismo en dos partes. En la primera, que proponemos


llamar “ventaja mutua”, hay un punto de desacuerdo constituido por la interacción de
los esfuerzos autointeresados de las partes. Cada uno busca estar lo mejor posible, a
partir de sus propios intereses, dando como resultado una estructura no cooperativa. Hay
un excedente cooperativo a ser ganado y una teoría constructivista de la justicia debe
dar una explicación de cómo debería ser dividido por negociadores potenciales. Aquí
sobresalen las versiones desarrolladas por Nash, Braithwaite y Gauthier.

La otra categoría de teorías está compuesta por las llamadas “circunstancias de la


imparcialidad”. Estas teorías parten de la idea de que la situación de elección debe estar
representada por características que de alguna manera aseguran que las elecciones que
se realicen tomarán en igual consideración los intereses de todas las partes. Aquí de
nuevo hay varias versiones, pero nos interesan en particular dos. Primero, la teoría de
Rawls que descansa en el velo de la ignorancia, en donde las partes persiguen su propio
interés, pero se ven incapacitadas de individualizar sus propios intereses respecto a los
de los demás por carecer de la información pertinente. Segundo, las teorías que se basan
en la racionalidad de las partes, las partes saben quienes son y tienen intereses en
conflicto, pero en vez de recurrir a los puros intereses para resolver las diferencias se les

3
Ibidem, pág. 32.
4
Barry, Brian, Teorías de la justicia, Editorial Gedisa, Barcelona, 1995, pp. 285-286.

7
atribuye el deseo de alcanzar un acuerdo sobre la base de términos razonables. Los
términos razonables son aquellos que todos, viendo la cuestión de manera imparcial,
pueden aceptar.5

Esta última versión de constructivismo se puede denominar “justicia como


imparcialidad”. Aquí se podrían incluir los nombres de Scanlon, Barry y Ackerman con
su diálogo liberal.

Como se ve hay mucho en común con la teoría de la justicia de Rawls, pero el punto
esencial que distingue a la “justicia como imparcialidad”, es que no es necesario recurrir
a un contrato ficticio, sino que se pueden obtener principios de justicia a partir de las
consideraciones de personas situadas aquí y ahora.

Si se acepta la existencia de una irreductible pluralidad de concepciones del bien en la


sociedad, esto es, que hay una gran cantidad de visiones del bien, por parte de los
individuos y grupos, que no pueden ser resueltas apelando a razones superiores,
entonces se puede encontrar una similaridad entre el utilitarismo y la justicia como
imparcialidad. Por ello son versiones que hay que considerar como posibles respuestas a
nuestra pregunta inicial.

El punto fundamental de coincidencia, del que se derivan otras semejanzas, es que


ambas teorías abordan el mismo problema. Parten del reconocimiento de la inevitable
pluralidad de las concepciones genuinas del bien. Por tanto, comparten el proyecto de
encontrar una base para las políticas públicas e instituciones de una sociedad que en
principio pueda atraer a cada miembro de dicha sociedad, sea cual sea su genuina
concepción del bien.6

Es conveniente agregar a la lista el constructivismo de Rawls, pues éste también acepta


al pluralismo como un hecho de la vida real y propone su teoría como un medio para
superar tales diferencias.

5
Ibidem, pp. 288-290.
6
Barry, Brian, Justicia como imparcialidad, Editorial Paidós, Barcelona, 1997, p. 195.

8
2. Las dificultades del utilitarismo

El problema general del utilitarismo es que no toma suficientemente en serio las


diversas concepciones del bien de los individuos. Muchos pueden considerar que el
reducir su concepción a preferencias o deseos es un brusco reduccionismo que no está
justificado. En casos determinados esto puede implicar un exagerado sacrificio de unos
ciudadanos respecto de otros, al igualar sus concepciones de la vida con preferencias
que se pueden sumar y restar. Ello se vuelve evidente cuando los modos de vida de las
minorías se ven aplastados por las preferencias de las mayorías, como sucede con los
grupos raciales o étnicos, o con los que tienen formas especiales de expresar su
sexualidad o su cultura.

Esto se puede apreciar mejor al notar la diferente forma en que se encara la cuestión del
daño entre el utilitarismo y la justicia como imparcialidad. En el utilitarismo el daño es
simplemente una forma de utilidad negativa, que se puede contabilizar con el resto de
las utilidades. Muy por el contrario, en la justicia como imparcialidad la importancia del
daño radica en que es reconocido como malo dentro de una amplia variedad de
concepciones del bien. La justicia imparcial saca provecho de esas similitudes, que
están insertas en las concepciones del bien de las personas, para llegar a conclusiones
generales y particulares. Basta con decir que se consideran como daños cuestiones
concretas como la pérdida de la propiedad, el confinamiento físico, la mutilación del
cuerpo, el dolor y la muerte.

En cuanto a la libertad religiosa, el hecho de que algunas personas tengan un deseo muy
intenso por suprimir la religión de otras, podría ser tomado como una razón para su
prohibición a partir de una visión utilitarista. En cambio, en la justicia como
imparcialidad lo que contaría es la coherencia de mis razones, pues si yo considero que
mi religión es muy importante en mi visión del bien, también tendré que reconocer que
puede ser importante para otros; de allí que no tendría razones para prohibirles seguir su
propia religión.

Por fin, cuando se lleva a cabo un proceso de votación para dilucidar alguna cuestión de
política pública, el utilitarismo estaría sosteniendo que lo que diga la mayoría es lo

9
justo, puesto que lo que debe contar es la satisfacción de deseos. La justicia como
imparcialidad podría apoyar la justicia del resultado de la votación por el hecho de que
se siguió un procedimiento equitativo, pero las personas que perdieron en el proceso
podrán seguir diciendo que lo justo es lo que ellos creían, a pesar del resultado
desfavorable. Por consiguiente, se da una fuerte importancia a las razones que tienen las
personas para estar de acuerdo o no con una decisión, y no se les reduce a un simple
cálculo numérico. No hay nada en la justicia como imparcialidad que se parezca al
material moldeable con el que trabaja la utilidad.

Por esta razón la justicia como imparcialidad muchas veces no puede encontrar la
respuesta correcta para una cuestión, mientras que el utilitarismo, por lo general, tendrá
a la mano un criterio de decisión que definirá todos los resultados.7

Otra forma de ver el problema es considerar al utilitarismo como una teoría que supone
la existencia de un observador ideal que está únicamente preocupado por el bienestar
colectivo de todos los seres sensibles de la naturaleza. Así, habría que definir la forma
en que el observador ideal entenderá la naturaleza de la felicidad y maximizará su suma.

No se entiende por qué el liberalismo tendría que realizar esta hazaña. No hay realmente
forma de colocarse desde el podio de un juez trascendental para juzgar las
desigualdades que se dan en la vida real. Cuando se cree haber encontrado algún
criterio, no resulta claro si tal criterio es reflejo de prejuicios previos de la persona que
emprende el ejercicio utilitarista. En el momento liberal de la verdad, en que tengo que
justificar mis privilegios o recursos frente a otros, no hay forma de garantizar que mi
visión del observador ideal, que será una pura intuición, es mejor o no que la de mis
antagonistas.8

Otro defecto del utilitarismo es que no puede encontrar una objeción fuerte a una
constitución elitista. Esto es así porque un mundo elitista puede ser capaz de generar
tanta utilidad o más que un mundo democrático. El esfuerzo por reducir los problemas
del liberalismo a un ejercicio de ingeniería social hace que se pierda de vista el objetivo
fundamental: el respeto a las personas como libres e iguales.
7
Ibidem, pp. 198-210.
8
Ackerman, Bruce, La justicia social en el Estado liberal, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1993, pp. 367-369.

10
Ahora bien, si para eludir sus dificultades, el utilitarismo se quisiera presentar como una
teoría que en realidad busca tratar a las personas como iguales, más convendría que
dejara de llamarse utilitarismo y se abriera hacia otros criterios de decisión. No
obstante, con ello el utilitarismo se aniquila a sí mismo; no parece haber duda respecto a
que la utilidad sea un criterio interesante para dilucidar cuestiones de justicia, de lo que
se duda es de que sea el criterio fundamental.

Por ejemplo, si después de una profunda discusión entre las partes no se encuentra
ningún mecanismo que resuelva una disputa, se puede recurrir a las preferencias
informadas de las partes y tomar una decisión que maximice la utilidad. En un caso
simplificado se considerará que cada preferencia individual valdrá por igual, esto es,
será equivalente a un voto y, por tanto, lo que debe prevalecer es la decisión de la
mayoría. Pero no debemos olvidar que éste es un recurso extremo, que se acepta a falta
de otro criterio más sustantivo y con el fin primario de reducir el costo de la toma de
decisiones al interrumpir la deliberación.

3. Las dificultades del constructivismo de Rawls

Continuando con el constructivismo rawlsiano, las críticas muestran que no resulta muy
superior al utilitarismo. Desde el punto de vista de la tradición de la teoría del contrato,
el juez último es alguien que tiene la alternativa de entrar a la sociedad o de permanecer
indefinidamente en un estado prepolítico; por ello se le conoce como participante
potencial. Dicho participante se da cuenta de que los arreglos sociales afectarán a su
propia habilidad para lograr su propio bien, y tratará de asegurar que el contrato proteja
sus intereses básicos.9

Pero este experimento mental es muy difícil de realizar, pues en realidad yo soy un
miembro de la sociedad desde el momento en que nací, he construido una identidad
propia, pero lo hice en estrecha relación con los otros ciudadanos y mi medio ambiente
cultural. No habría ninguna manera segura de “desvestir” este ser social sin hacer
suposiciones extraordinarias acerca de su propia identidad, el yo que encontramos
9
Ibidem, p. 369.

11
debajo de la persona real puede razonar de maneras que para otros podrían parecer
auténticas locuras.

Así, al enfrentarme a los otros individuos de la sociedad sólo me quedan dos caminos
para decir que mi escenario como participante potencial es mejor que el de los otros; o
bien, digo que yo tengo un acceso mejor a la realidad trascendente, es decir, que mis
intuiciones son mejores que las de los otros, o bien, que yo soy un vehículo superior por
medio del cual la realidad trascendente se hace presente al resto de la humanidad. De
esta forma, todo se resume en decir que yo soy de alguna manera mejor que los otros
miembros del contrato, y ésta no es una respuesta liberal, más parece una respuesta
teológica o existencial. Lo que está faltando es un criterio interpersonal inteligible para
juzgar la legitimidad de las relaciones de poder.

Aquí es donde la construcción de Rawls adquiere relevancia, pues en vez de especificar


la situación de elección para proteger los propios intereses o los de una clase, pone a sus
contratantes detrás de un espeso velo de la ignorancia que les impide actuar a favor de
sus respectivos intereses. Éste es un logro significativo y se basa en una estrategia
brillante, pero no resuelve el problema de fondo.

Ningún contratante rawlsiano podrá elegir un principio de justicia hasta que no se haya
corrido el velo de manera adecuada para que lo elija. El resultado de la teoría de la
justicia de Rawls depende del tipo de información que se permite se filtre por el velo.
Por supuesto que Rawls gasta una gran cantidad de energía tratando de convencernos de
que su diseño es el más razonable, pero el que fracase o no depende de lo que nosotros
pensemos al respecto.

En este sentido, al analizar la visión de Rawls nos quedamos, desde su primer principio
de justicia, con una estrecha cantidad de derechos liberales que no parecen barrera
suficiente contra los abusos que se pueden presentar en la vida real. Por ejemplo, será
muy difícil lograr que haya una igualdad de acceso a las posiciones políticas o que la
libertad de expresión permita que se escuche equitativamente a todas las partes.

En cuanto a su segundo principio de justicia, que se refiere a que todas las


desigualdades tendrán que actuar en beneficio de los más desfavorecidos, de poco

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servirá si no especificamos bien quién es el grupo de los desfavorecidos. Además de que
todas las políticas públicas que se sigan deberán respetar este principio, lo cual no se
puede hacer de una manera práctica, por ejemplo, ¿bastaría con que lo afirme el
presidente o gobernante en turno?, ¿no se requerirá de nuevo de todo un ejercicio de
ingeniería social para mostrar que una política es en este sentido correcta?

La conclusión es que el contrato puede brindar una serie de garantías puramente


formales para que se construya una sociedad más justa; pero en el último momento la
realidad se le escapa de las manos, pues no hay una forma práctica de lograr que dichas
garantías sean suficientes y nos quedamos con una solución puramente formal y no
sustantiva al problema de la justicia.

Una prueba empírica que apoya tales afirmaciones es que los principios rawlsianos no
han sido llevados de manera seria a la práctica. Parece que su intención fue más bien la
de conformar un discurso teórico coherente para justificar la realidad política y social,
sin ninguna pretensión de reformarla.

4. La justicia como imparcialidad

Primero hay que aclarar una confusión. La justicia como imparcialidad es


constructivista en el sentido que ya hemos mencionado; esto es, construye una situación
y a partir de esa situación trata de derivar lo que la justicia requiere. Pero no se podría
decir propiamente que es contractualista, porque las motivaciones de las personas en la
justicia como imparcialidad no se basan en el interés propio, como es característico de
los contratos, sino en el interés de alcanzar un acuerdo con una mayor generalidad, a
partir de una perspectiva razonable. La cuestión motivacional es esencial en esta versión
de la justicia, pues sin la motivación de ser razonable toda la construcción cae sobre sí
misma.

Una vez instalada la motivación de buscar un acuerdo en términos razonables para


todos, sin negar que tal vez éste sea un paso difícil de realizar, pues requiere una
verdadera revolución en nuestro modo de interactuar en sociedad y la aplicación de las

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instituciones y procedimientos que correspondan. Las dudas respecto a si es o no
posible colocarse en una posición imparcial, se desvanecen.

Esto es así porque ya no funcionará la estrategia de dar razones que sólo protegen mis
intereses propios, será necesario que presente mis argumentos en la discusión pública de
tal manera que puedan ser aceptables para todos; en otras palabras, tengo que encontrar
argumentos imparciales, pues las reglas del juego así lo imponen.

Por supuesto que un argumento en apariencia imparcial puede ser un interés personal
presentado en forma más sofisticada, pero de todos modos la justicia como
imparcialidad obligará a los participantes a colocarse en la posición de los otros y tratar
de dar una mayor generalidad a sus argumentos. Si el participante es incapaz de alejarse
realmente de su interés propio, la posibilidad de que logre vender su propuesta a los
demás individuos o grupos sociales se verá reducida. Por fin, en la misma discusión los
participantes pueden desenmascarar un interés propio que esté pretendiendo hacerse
pasar como imparcial.

Para entender cómo funciona la justicia como imparcialidad, y las posibilidades de que
pueda ser llevada a la práctica a diversos niveles de discusión, desde el constitucional
hasta el de las políticas públicas, tendremos que ir por partes, considerando los distintos
escenarios.

En el ámbito constitucional, lo que más interesa es proteger a las minorías del abuso del
poder. La justicia como imparcialidad realiza bien este trabajo con base en dos pasos.
Primero, considera si la actividad a proteger es importante desde el punto de vista de
diferentes nociones del bien o estilos de vida, es decir, comprueba que la importancia de
la actividad sea suficientemente compartida, sin que esto implique que sea valiosa para
todos. El segundo paso es recurrir al principio de igualdad de trato, para sacar la
conclusión de que la única base aceptable para defender la actividad es aceptar la
libertad de que todos la realicen en los términos que deseen. En otros palabras,
cualquiera puede rechazar razonablemente la propuesta de que se le niegue el derecho a
realizar la actividad, pues forma parte importante de la vida de la mayoría de la gente.10

10
Barry, Brian, op. cit., 1997, p. 127.

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Con esto se pueden fundamentar muchos principios del Estado liberal, como la libertad
religiosa, la libertad sexual, la libertad de expresión, conciencia y movimiento, y las
iguales oportunidades de educación y trabajo.

Aun así persiste un problema. Una mayoría poco razonable puede mantener en
desventaja a las minorías, utilizando los procedimientos legislativos, pues en un dado
caso puede incluso modificar la constitución en su beneficio. Por ejemplo, se puede
emitir legislación que ponga en desventaja a ciertos grupos para la obtención de bienes
públicos (negando la atención médica a dichos grupos) o más claramente, desechar
sistemáticamente los reclamos que puede hacer una minoría estigmatizada (permitiendo
que existan cuotas o prohibiciones para la admisión a los empleos).

Una forma de tratar de evitar tales injusticias sería asegurar la representatividad de las
minorías en los puestos de decisión legislativa; pero ello no es suficiente, puesto que
hay toda la diferencia del mundo entre el hecho de tener derecho de voz o de voto y el
hecho de que efectivamente se tomen en cuenta las opiniones minoritarias en la toma de
decisiones.

Así, una mayoría irrazonable podrá bloquear la justicia eternamente, pues no basta con
las previsiones constitucionales. Pero, si por el contrario, el espíritu de razonabilidad
implicado por la justicia como imparcialidad se mantiene vivo, se tomarán más en
cuenta las opiniones de las minorías y se tratará de promover una legislación que sea
imparcial. Esto significa que debe procurarse dar más tiempo y espacio a la deliberación
y buscar decisiones más incluyentes.

Hasta aquí hemos tratado con cuestiones en las cuales la justicia es determinante, esto
es, resulta más o menos claro si se está cometiendo o no injusticia, pues existen sectores
o grupos que son afectados de manera directa. Pero en el caso de gran cantidad de
políticas públicas, y algunas decisiones legislativas, no resulta para nada claro encontrar
la decisión más justa, esto es, la justicia no es determinante.

Por ejemplo, la justicia como imparcialidad nos puede dar respuestas claras sobre si se
están distribuyendo correctamente los empleos, ya que resultará más o menos claro si se
está favoreciendo a algunos grupos según su sexo, raza o identidad cultural. Lo mismo

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se aplica en cuanto a la repartición de otros bienes públicos como la salud o la
educación.

Pero cuando se trata de tomar una decisión particular, como sería si conviene o no
construir una nucleoeléctrica o aumentar el presupuesto para el sector salud, la justicia
como imparcialidad no brinda respuestas claras.

Incluso en estas circunstancias, se puede decir que las decisiones serán mejores
conforme haya más información, más deliberación y más tiempo; esto es, si se cumplen
ciertas condiciones que favorecen una toma de decisiones más razonable.

Donde estas condiciones no son suficientes, o no se pueden aplicar, queda un último


recurso que consiste en utilizar un procedimiento equitativo para la toma de decisión.
Entonces, si se permitió que hubiera muchos participantes en el debate, los cuales no se
pusieron de acuerdo sobre cuestiones sustantivas, puede ser más fácil que se pongan de
acuerdo sobre cuestiones procedimentales. Si se sigue un determinado procedimiento de
manera más o menos rigurosa, y éste es aprobado por una gran mayoría de los
participantes, se puede decir que la justicia de procedimiento se transfiere a los
resultados de la decisión.

En este caso, bastante común, seguramente habrá grupos ganadores y perdedores.


Algunos podrán decir que la política pública los favoreció y otros tendrán que
resignarse a que resultaron perdedores. No obstante, si hubo un procedimiento
razonable para dirimir la disputa, se puede decir que el resultado fue justo con
independencia de que haya o no grupos ganadores o perdedores.

5. Dos ejemplos de justicia procedimental

Veamos primero el caso de la distribución del presupuesto público. En principio no hay


ningún criterio claro para realizar la distribución. Se puede argumentar hasta el
cansancio que se requiere más dinero para educación, pero de todos modos no se puede
aumentar el presupuesto destinado a la educación sin restringir otros rubros que también
son importantes como la salud, la seguridad pública y el mismo pago de la deuda

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pública. Se pueden escuchar muchas razones, pero en definitiva se tendrá que tomar una
decisión acerca de cómo se distribuye porcentualmente un presupuesto limitado,
especialmente en aquellos países, como México, en que las necesidades sobrepasan los
recursos disponibles.

No obstante, si tomamos el monto de presupuesto como dado, lo cual es un supuesto


razonable, dadas las restricciones para obtener nuevo dinero público, la discusión se
puede centrar en el terreno de los porcentajes de distribución, estableciendo límites bien
definidos a través de la razonabilidad de las propuestas. Sería inaceptable, por ejemplo,
que al sector educativo le tocara un porcentaje de presupuesto que esté muy por debajo
de lo que le corresponde de acuerdo con una distribución igual respecto a los otros
rubros. De esta forma, aunque la distribución igual no se considera como una solución
definitiva, sí constituye un parámetro claro: cualquier distribución que se alejara de
forma sustancial de la distribución igual podría ser denunciada como irrazonable.
Establecidos los términos de discusión razonables, no debería haber mayor problema
para ponerse de acuerdo en determinados porcentajes de distribución presupuestaria,
que reflejan el procedimiento que se aplica en este caso. Una vez definido y aplicado el
procedimiento, se puede decir que la existencia de un procedimiento razonable implica
la justicia de la distribución presupuestaria final.

Una complicación sería el reclamo de que se aplicara la distribución presupuestaria


histórica, con el argumento de que consiste en una especie de resumen de todas las
discusiones que se han tenido hasta ahora en materia de presupuesto. De nuevo, los
procedimientos pueden superar la disputa, pues se puede promediar la distribución
histórica con la distribución dada por los porcentajes basados en la distribución igual.
Éste es un procedimiento posible para resolver la disputa, no se niega que podrían
existir propuestas alternativas, lo importante es que siempre se puede recurrir a algún
procedimiento que trasladará su justicia a los resultados de la distribución, con
independencia de que cualquier persona que decida pueda sentirse perjudicado por la
decisión final.

Un segundo caso puede ser la puesta en operación de un nuevo servicio de seguridad


pública. Supongamos que todos saben que será financiado por medio de impuestos y
que todos tendrán que pagar de forma más o menos equitativa, esto con el fin de

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eliminar la existencia de “abusivos” que nada más disfrutan del bien público, cuando no
lo tienen que pagar. Entonces, lo que es relevante en este problema es si se está
dispuesto o no a recibir el nuevo servicio público, sabiendo que se va a tener que pagar
por él.

La respuesta más inmediata sería en el sentido de que el procedimiento justo consiste en


recurrir a la opinión mayoritaria: si una mayoría de los ciudadanos participantes decide
que se ponga en operación el servicio, éste tendrá que instalarse. Pero en realidad la
mayoría no tiene propiedades especiales por las cuales tuviera que ser la alternativa
adecuada. Pensar que la mayoría puede resolver este problema es una ilusión generada
por la suposición implícita de que la política sólo puede ser buena o mala, y que la
mayoría generalmente está del lado bueno. No se considera la posibilidad de que el
servicio público se podría brindar con diferentes grados y características, o si se podría
comparar con otras necesidades más apremiantes de los ciudadanos. Esta forma de
entender el problema subestima los costos que se están cargando sobre los ciudadanos
que no están en la mayoría, los que se ven obligados a participar en actividades públicas
que tal vez no les interesen o no necesiten. Éstos son los riesgos de la tiranía de la
mayoría.

Los ciudadanos razonables, especialmente al tomar consideración de aquellos que se


sienten parte de una minoría que no quiere que se implemente el servicio público,
exigirán una mayor inclusividad en la toma de decisiones. El punto clave es que se
puede escoger cualquier porcentaje de inclusividad, digamos 60 o 70%, el valor
específico que se escoja no tendría mayor importancia. Lo relevante es que la decisión
sea tomada después de una discusión suficientemente informada y completa, que
incluso podría modificar las características del servicio público que se propone. Una vez
determinado el porcentaje de inclusividad requerido, que es el procedimiento adecuado
en este ejemplo, el resultado de las votaciones trasladará su justicia al resultado de la
decisión. De nuevo habrá ciudadanos insatisfechos, pero dado que estuvieron de
acuerdo con el procedimiento, no podrán reclamar que hubo injusticia en la decisión.
Aquí la justicia como imparcialidad saca provecho de que es más fácil ponerse de
acuerdo en un procedimiento, que ponerse de acuerdo en resultados sustantivos.

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Recuérdese de nuevo que estamos suponiendo que se trata de situaciones en los que la
justicia sustantiva no es definitoria, cuando sí haya una forma de encontrar una decisión
más razonable que las demás, será más justa la decisión sustantiva que la procedimental.

6. El contraste con Habermas

Otra forma de seguir descubriendo lo que hay de especial en la justicia como


imparcialidad es el contraste con las aseveraciones de un importante filósofo
contemporáneo, como lo es Jürguen Habermas.

El principio de universalización de Habermas señala, en términos simples, que son


válidas las normas cuyas consecuencias son aceptables para todos los afectados cuando
consultan a sus propios intereses.11

Hay una distancia muy grande entre este planteamiento y el de la justicia como
imparcialidad, pues Habermas requiere la aceptación de todos los afectados, a partir de
la consulta a los intereses propios. Ésta es una exigencia desmedida, cuya consecuencia
será que muy pocas normas pasen la prueba de validez, y la razón es muy clara; si nos
quedamos con los intereses de las partes no habrá un motivo superior al cual acudir y
toda decisión se vuelve obligatoria o prohibida.

Hay un descuido del papel que la razonabilidad puede tener como forma de poner de
acuerdo a los participantes sobre cuestiones en que, en principio, jamás podrían llegar a
compartir, pues siempre habría ganadores y perdedores.

Por ello, a pesar de que Habermas da una gran importancia al diálogo y la


comunicación, como forma de resolver las disputas, el contexto ya está viciado de
origen por el hecho de que sólo se puede recurrir a los intereses de las partes.

Supongamos que alguien gusta de hacer actividades que producen mucho ruido, por
consiguiente, genera un daño a los demás, quienes podrían tratar de establecer alguna

11
Habermas, Jürgen, Conciencia moral y acción comunicativa, Edit. Península, Barcelona, 1996, pp. 85-
86.

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regla legal o moral para impedir que se les aplique tal daño. Según entiendo el concepto
de validez de las reglas en Habermas, no habría ninguna manera de obligar a dicha
persona a que deje de hacer ruido, pues en definitiva ella puede consultar su interés
propio y decir que el ruido es una actividad que gusta de hacer. Generalizando este
ejemplo podemos notar que la sociedad de Habermas sería demasiado liberal, ya que
resulta muy difícil elaborar leyes o normas que no puedan ser objetadas por alguien o
algún grupo interesado en defender su propio estilo de vida. La única alternativa para
superar este problema sería recurrir a una especie de utilitarismo que permitiera juntar
los intereses de las partes para llegar a una unidad de medida común, pero entonces se
aplicarían todas las críticas que hemos hecho al enfoque utilitarista.

Otra forma de entender este problema es que al recurrir a los deseos de los participantes
se crea un conflicto sin solución, debido a que no hay forma de cumplir con los deseos
de todos, ya sea que consideremos tales deseos como individualmente inviolables o que
tratemos de construir una unidad de medida común para juntar diferentes deseos e
intensidades.

Por otro lado, la propuesta de Habermas depende de que se puedan evaluar las
consecuencias de las acciones. Generalmente no será así. Tal posibilidad supone un
avance significativo en nuestra capacidad de predecir los resultados. En la medida que
ello no sea posible, como sucede de forma común en las políticas públicas que por su
propia naturaleza son muy difíciles de evaluar, el criterio de Habermas será insuficiente.

En realidad, la deliberación es útil porque puede cambiar las propias preferencias de los
participantes y sus perspectivas acerca de cómo enfrentar un problema. Eso sólo se
puede concebir si uno está dispuesto a dejar sus intereses de lado para partir de un nivel
mayor de generalidad. La justicia como imparcialidad se centra en estos aspectos para
generar una respuesta justa cuando se dan las condiciones de la razonabilidad de las
partes, de tal forma que es posible colocarse en una perspectiva imparcial para superar
lo que de otra manera devendría en conflictos irreductibles. Ser imparcial es acudir a
razones que no se fundan en mi interés propio, sino en razones que pueden ser
compartidas por los demás.

20
Las posibilidades de resolver las disputas se amplían aún más porque se puede recurrir a
procedimientos acordados por las partes. De esa manera, aunque la justicia sustantiva no
tenga una respuesta clara, como sucede en multitud de problemas de la vida real, la
justicia de procedimientos brinda una salida a la que se puede acudir haciendo uso de
las propias razones inmersas en el diálogo y la comunicación.

Ello no quiere decir que se renuncia a la justicia sustantiva, como una mirada superficial
podría sugerir, sino que se tiene una alternativa para resolver las disputas en los casos en
que la justicia sustantiva se vuelve insuficiente.

7. Relación de la justicia con el daño

La capacidad de respuesta de la justicia como imparcialidad se puede evaluar mejor


aclarando su relación con el daño. Podemos empezar suponiendo que alguien realiza
una actividad que sólo le causa daño a sí mismo, como puede ser el negarse al uso del
cinturón de seguridad o de un casco para manejar bicicleta o motocicleta. Se podría
objetar que dicho daño podría afectar a otros porque se elevan los niveles de inseguridad
en las calles, pero vamos a dejar ese problema de lado para centrarnos en la cuestión del
daño sobre la persona misma.

En general, la justicia como imparcialidad apoyaría en este ejemplo la autonomía del


individuo y permitiría que éste se sujetara a los daños que quisiera, siempre que no
afectara a terceros. Si la noción del bien del individuo le permite realizar tales
actividades, no habría razón alguna para objetarlo desde la perspectiva de los demás.
Esto no cubre, por supuesto, los daños físicos directos o los riesgos inminentes de
muerte.

En este sentido se apoyaría el llamado principio del daño de Mill, en el sentido de que
la única razón válida para prohibir un acto es que tenga consecuencias dañinas. Aquí,
como en otros temas de la ciencia y la filosofía, hay que tener cuidado con los abusos
del concepto. Por ejemplo, si las consecuencias dañinas son sobre otras personas la
cuestión es clara, pero no queda claro si hay que extender el principio al caso de daños
sobre la ecología, el ambiente urbano o los animales. La respuesta, a nuestro entender,

21
consiste en que hay nociones del bien que consideran importante la preservación de la
ecología, el ambiente urbano y los animales, se tendrían que aplicar prohibiciones
cuando dichos daños puedan ocurrir.

En el caso de los daños a terceras personas, se podría aplicar el principio en forma


positiva y decir que en todo caso de daño a terceras personas se tendrán que aplicar
prohibiciones. No obstante habría que distinguir la cuestión del daño directo con
respecto a la del daño indirecto. El principio se aplicaría cuando hubiera daños directos
como lesiones físicas, pues una amplia variedad de concepciones del bien consideran
que efectivamente éstas son formas de daño.12

Pero la cuestión es mucho más controvertida en el caso de daños indirectos. Si yo


realizo acciones que presumiblemente pueden causar daños, como sería una
manifestación pública, la publicación de una obra que incita a la violencia o, más en
particular, pasear en la calle con mi pareja favorita, la ausencia de una prueba
contundente de que la actividad implique daños llevaría a la conclusión de que hay que
dejar a las personas realizar tales actividades en bien de su libertad. Esto tiene que ser
así porque si extendemos el principio hasta los daños indirectos: cualquier persona o
grupo que logre relacionar cualquier actividad con un posible daño podrá elaborar todo
tipo de prohibiciones. Con ello, la sociedad se encontraría ahogada en sus propias
normas y no sería posible la libertad.

Así, gracias a que la ciencia ha logrado probar que el fumar es dañino para terceras
personas, se ha hecho posible la existencia de prohibiciones al respecto, incluyendo que
nadie pueda fumar en un lugar público. Lo mismo se aplica desde el punto de vista
moral, debido a que se puede reprobar abiertamente la actitud de alguien que fuma
teniendo la certeza de que afecta a terceros.

Aquí se han defendido las diversas visiones del bien de los grupos o individuos. Pues
bien, en caso de que las actividades de una religión o cultura específica impliquen daños
sobre las personas que se sujetan a ellas se pueden aplicar razonablemente
prohibiciones. Esto es especialmente claro cuando el daño se aplica sobre personas que
son forzadas a realizar tales actividades, como en el caso de las religiones que ponen en
12
Barry, Brian, op. cit., 1997, p. 133.

22
desventaja a las mujeres o los niños. La cuestión es más controvertida cuando la persona
sujeta a ciertos daños o privaciones lo hace de forma voluntaria y con conocimiento de
las implicaciones de su decisión. Esto es, lo acepta de forma razonada. En tales casos,
las autoridades públicas pueden permitir la existencia de los daños en la misma medida
que exigen que haya un derecho efectivo de salida de la religión o práctica
correspondiente. En este sentido, no hay una defensa automática a las culturas sino que
el Estado liberal deberá vigilar que los daños implicados sean razonables. Por ejemplo,
está claro que se requiere de la intervención pública si existen daños físicos o si se pone
en serio riesgo la vida de las personas. En general, el Estado deberá intervenir siempre
que se afecte la igualdad de oportunidades, exista daño directo sobre las personas o se
presente discriminación.13

El principio de igualdad de oportunidades protege a los niños de que se les deje en


desventaja por no asistir a la escuela. Esto es así por el daño prácticamente irreversible
que se les causaría al no permitir que se desarrollen de forma autónoma y con una
amplia esfera de conocimiento. Normalmente la educación es todo lo contrario a la
intolerancia, permite que las personas tengan un sentido de la vida amplio y alejado del
paternalismo.

Queda por plantear aún la cuestión de la neutralidad estatal. La cuestión controvertida


consiste en si se debe o no permitir que el Estado utilice sus recursos para inculcar cierta
concepción específica de la vida buena. La respuesta deberá ser negativa, dado que así
lo exige el respeto a la pluralidad de concepciones del bien existente en la sociedad,
pero existe una reserva en el sentido de promover aquellos estilos de vida que sean más
adecuados para tener una visión más autónoma de la vida y desaprobar aquellos que
exigen represión y sacrificio de la libertad de los sujetos. En este sentido, no se supone
una neutralidad estricta, sino que el Estado vigile que el medio ambiente social y
cultural permita al individuo tener suficiente apertura, y no verse atrapado por
concepciones del bien que impliquen demandas irrazonables sobre su autonomía. Por
ejemplo, no se debe permitir que dominen las escuelas primarias comprometidas con
algún tipo de religión, poniendo en riesgo el derecho de los individuos a tener un punto
de vista propio.

13
Barry, Brian. Culture & equality, Harvard University Press, Massachusetts, 2001, p. 123.

23
En otras palabras, el Estado debe ser un guardián defensor de la pluralidad e intervendrá
en tal sentido cuando lo considere necesario, en beneficio de crear una sociedad con
individuos más imparciales y razonables. Pluralidad no significa aquí indiferencia por
las diversas visiones del bien, por ejemplo, el gobierno puede emitir propaganda en
contra de aquellas religiones o concepciones que provoquen daños a las personas que
las practican. Esto es apoyado por la justicia como imparcialidad debido a que hay un
acuerdo bastante amplio sobre lo que el daño significa y que es compartido por la gran
mayoría de las concepciones del bien existentes.

II

PRINCIPIOS DE JUSTICIA SUBJETIVOS Y OBJETIVOS

24
En los textos de filosofía política se mencionan comúnmente los principios de justicia,
pero muchas veces se descuida su definición y contenido. Esto puede ser causa de
lamentables confusiones, puesto que, como veremos, hay principios de justicia de
diverso nivel o jerarquía, y el estudio de tales subdivisiones es esencial para la
comprensión del problema en sí mismo. El objetivo de este capítulo es tratar de aclarar
esta problemática y brindar ejemplos que ayuden a su comprensión, además de alcanzar
una perspectiva de análisis más neutral que permita saltar por sobre la subjetividad de
los principios de justicia.

Para comenzar intentamos una definición de justicia que corresponda con el nivel de
discusión, pues un estudio del concepto de justicia en sí mismo estaría fuera de nuestro
alcance. Una definición instrumental de justicia acorde al propósito buscado consiste en
identificarla con un conjunto de proposiciones que los ciudadanos de una organización
política y social compleja consideran como razonables, esto es, les confieren
legitimidad a partir de razones compartidas. Habría que aclarar solamente que el
concepto de razonable supone una discusión suficientemente inteligente de las
proposiciones, evitando que proposiciones absurdas puedan pasar la prueba. Todo esto
tendría que ver con una comprensión más precisa de lo que significa razonable,
incluyendo aspectos como imparcialidad, coherencia, verdad de las proposiciones
empíricas utilizadas, información suficiente, etcétera. Más técnicamente hablando, la
justicia sería un tipo de orden normativo que contiene una serie de propiedades
deseables.

Por consiguiente, un principio de justicia debe ser un subconjunto de las proposiciones


de la justicia, incluyendo los atributos de generalidad e importancia.

La generalidad quiere decir que el principio tiene que ser lo suficientemente amplio, es
decir, tener un considerable grado de formalidad y un amplio rango de aplicación. Al
distinguir entre principio y regla, decimos que la regla brinda instrucciones concretas
sobre el caso y las consecuencias a que se refiere; un principio no es algo tan concreto,
sino que brinda pautas de actuación bajo condiciones generales. Por ello mismo, se
entiende que un principio puede y debe ser especificado en situaciones concretas para
que tenga consecuencias sobre la realidad de que se trate.

25
La importancia radica en que los principios se refieren a relaciones o cuestiones que son
fundamentales para la sociedad de que se trate, por ello los principios de justicia
deberían ser normalmente especificados en la Constitución de la organización política.
Algunas constituciones no incluyen muchas cuestiones fundamentales porque
simplemente los constituyentes no quisieron o no pudieron tratar los asuntos en
cuestión. Una discusión teórica gira alrededor de si existen principios de justicia que
están en la base o son implícitos, de tal manera que habría que descubrirlos a través del
análisis del tipo de decisiones que se realizan en una sociedad concreta.

Veamos algunos ejemplos de principios de justicia que concuerdan con la definición


que aquí se ha dado.

Para comenzar, se tienen los famosos principios rawlsianos de la justicia, mismos que
defendió Rawls como las bases sustantivas sobre las cuales se debería organizar una
sociedad liberal moderna:

1. El primer principio señala que todos tendrán derecho al máximo de libertad


compatible con lo mismo para los demás (libertad de conciencia, asociación,
movimiento, expresión, etcétera)
2. El segundo principio dice que las desigualdades sociales serán toleradas en la
medida que beneficien a los miembros menos aventajados de la sociedad, y los
cargos y funciones serán asequibles para todos, bajo condiciones de justa
igualdad de oportunidades.

En contraste se puede ubicar el principio U de la ética discursiva de Habermas, que


pareciera eliminar todo contenido sustantivo del debate y remitir la justicia a un
conjunto de cuestiones formales e instrumentales:

Cada norma válida habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se
siguen de su acatamiento general para la satisfacción de los intereses de cada persona (presumiblemente)
puedan resultar aceptados por todos los afectados (así como preferibles a los efectos de las posibilidades
alternativas de regulación).14

14
Habermas, Jürgen, Conciencia moral y acción comunicativa, Edit. Península, Barcelona, 1996, pp. 85-
86.

26
Así, el principio de justicia de Habermas es tan general e importante, que no deja lugar
al establecimiento de ningún principio más (excepto los que se deriven de él a partir de
las discusiones concretas de cada sociedad, cuestión en la cual Habermas no parece
tener interés en profundizar).

Por su parte Ronald Dworkin propone que el liberalismo debería sustentarse en un único
derecho básico: Todos los ciudadanos tienen derecho a igual consideración y respeto.

Los derechos básicos de los ciudadanos, tales como los de expresión, movimiento,
asociación, conciencia, etcétera, se derivarían de este derecho básico; por tanto,
funciona también como un principio de justicia.

Los principios de justicia tienen diversa jerarquía, si bien hay que recordar que ya se
definió a todo principio como suficientemente general e importante, lo cual establece
límites a la jerarquía que se pueda hacer. No obstante, analicemos el siguiente principio
para determinar si cumple o no con las condiciones: Todo ciudadano tiene derecho a
desarrollar y desempeñar la religión de su preferencia, sin ser atacado o molestado por
ello.

En cuanto a su generalidad, si bien no es tan grande como la de los principios que se


han brindado como ejemplo hasta ahora, si es lo suficientemente amplia como para abrir
todo un escenario de aplicaciones en una realidad concreta, pues sin duda surgirán
conflictos al respecto en cualquier comunidad. En cuanto a su importancia, es claro que
el desarrollo de una religión es una actividad potencialmente importante para cualquier
miembro de la comunidad, por lo que es necesario protegerla de injerencias indebidas.

Este principio de justicia tiene un nivel de jerarquía más bajo que los mencionados
anteriormente, sin dejar de ser por ello un principio de justicia en sí mismo. No habría
dificultad en aceptar, que posiblemente los principios más generales pueden ser
subdivididos en principios más específicos; no sólo eso, sino que tal especificación es
fundamental para llevar a cabo todo el proyecto en sí, pues los principios más generales
tienen sólo un interés teórico y regulativo para guiar las aplicaciones concretas de forma
similar al papel de los axiomas matemáticos o las hipótesis de una investigación.

27
Lo señalado hasta aquí no trata de simplificar la exposición al grado que se vuelva obvia
o irrelevante. Solamente se ilustra para llamar la atención sobre una problemática que en
otros contextos acostumbra terminar en discusiones imposibles de resolver. Mientras
nos atengamos a cuestiones metodológicas no tendríamos por qué desviarnos del
objetivo original.

Puede haber principios que dominen unos sobre otros, y así debería ser en general en un
buen sistema de principios de justicia. Por ejemplo, Rawls es claro al distinguir sus dos
principios, y sostiene que el primero es dominante sobre el segundo. En cuanto a
Dworkin, similarmente, el principio de igual consideración y respeto es dominante
sobre todos los derechos básicos de los individuos, esto es, los derechos básicos se
construyen precisamente para proteger el derecho de igual consideración y respeto.

Por el contrario, a Habermas no le interesa mucho la cuestión de la dominancia entre


principios, sino que remite la discusión a las propiedades de su principio de
universalización, la ética discursiva es completamente formal y no se extiende a
cuestiones de contenido. No obstante, es fácil dar el paso a un sistema de principios
desde que se intente aplicar la ética discursiva a la realidad. Una primera concesión que
los seguidores de Habermas hacen es que habría que trabajar en la disminución de la
distancia entre las circunstancias ideales y las reales, por ejemplo, suponiendo que los
afectados (los propios jueces en este caso) son más competentes para tomar decisiones
coherentes y reflexivas; con ello dejarían de ser autointeresados y podrían velar por la
justicia social.

Otro serio problema es el del choque de principios. No hay nada que garantice que un
principio de justicia no pueda colisionar con otro en muchas circunstancias concretas.
Entonces hay que disponer de reglas para poder determinar lo que corresponde hacer.

Un primer ejemplo sería un conflicto entre la libertad de expresión y el daño previsible


que una información pudiera causar a una persona o grupo de personas. Aquí podría
estar en juego la vida misma de éstas, o cuando menos su salud. Un segundo ejemplo
sería la libertad de estudiar la carrera de preferencia, contra el daño a la economía
causado por la saturación del mercado de trabajo correspondiente (de hecho los

28
estudiantes potenciales podrían ser mucho más útiles en carreras que no desean
escoger).

Hay varias reglas formales al respecto, por ejemplo, se puede sostener que uno de los
principios es más relevante o aplicable que el otro para dirimir la cuestión, de tal manera
que no es necesaria la consideración del otro; o bien, se puede recurrir al grado de
afectación de los principios midiendo qué tan afectado es un principio en relación con
otro; esto es, por medio de una comparación de las afectaciones se podrá determinar
cuál es el principio aplicable al caso concreto.

En cuanto a los aspectos metodológicos, es claro que los ejemplos de principios que
hemos dado son considerablemente diferentes entre sí, de tal forma que pareciera que
son en su mayor parte subjetivos, dependen de la persona que los enuncia. Si los
principios son tan relativos, quedarán en el aire las razones por las cuales uno puede
comportarse de una u otra manera. Al fin, si no comparto los principios del filósofo más
connotado, ello no significa que yo esté equivocado. ¿Existe algún tipo de racionalidad
propia en los principios de justicia que les otorgue suficiente autoridad?

Para dirimir esta cuestión es importante que examinemos los tipos de principios que
hemos enunciado hasta ahora. Por ejemplo, los principios rawlsianos pueden ser
calificados de sustantivos, mientras el principio de Habermas es puramente formal.

Son sustantivos aquellos principios que nos dicen con un mayor detalle cuál va a ser la
materia sobre la cual se van a aplicar. Al respecto Rawls es claro: se aplicarán a las
libertades básicas, a la distribución del ingreso y a los cargos o posiciones dentro de la
sociedad. Por su parte, Habermas habla solamente de la estructura del discurso ético, de
su forma, por más que sea válido que algunos de sus seguidores traten de extraer alguna
sustancia a partir de tal forma.

Entonces, gran parte del desacuerdo entre los autores se debe a razones metodológicas.
Están tratando asuntos diferentes, se están moviendo en niveles de discurso distintos
acerca de la justicia. Si obligáramos a Habermas a brindarnos más detalles acerca de lo
que entiende por una sociedad justa, muchas de las aparentes diferencias
desaparecerían, mientras otras se harían más grandes y evidentes.

29
Para los fines prácticos de la justicia, es necesario llegar en algún momento a plantearse
los asuntos sustantivos. Ellos deberán ser consecuentes con los principios formales,
derivarse de alguna manera de ellos por algún tipo de racionalidad, a la que podemos
llamar, por el momento, racionalidad argumentativa.

Aun así subsistirán las diferencias entre los autores mencionados, puesto que conciben a
la justicia desde sus respectivas trincheras. Pero el movimiento tiene dos sentidos: por
un lado se puede invitar a los diversos representantes de las teorías de la justicia a que
discutan entre sí para llegar a acuerdos más sustantivos y universales; por otro lado,
habrá otros puntos en que el desacuerdo prevalecerá, puesto que, por así decirlo, son de
naturaleza más profunda, incluso haciendo abstracción de diferencias axiológicas o
religiosas que tal vez no fueran un contenido necesario de la teoría de la justicia.

Entonces, conviene estudiar hasta dónde pueden llegar las diferencias, con el fin de
poder tener más claro el panorama final, pues la justicia no parece ser tan maleable y
subjetiva, debería ser más objetiva. Dadas las indudables características éticas que
hemos otorgado a nuestros principios de justicia, la investigación puede ser esclarecida
por medio de una teoría de los valores.

Si bien es cierto que hay gran variedad de teorías de los valores y allí la lucha entre el
nivel subjetivo y el objetivo se vuelve a establecer, su estudio permite abrir ciertas
sendas para entender la cuestión de los principios de justicia. Tampoco aquí se pretende
abrir un gran paréntesis, sólo se mencionará cómo el estudio de los valores puede ser
útil para nuestro objetivo actual.

Como se sabe, se han diseñado teorías de los valores que defienden dos tipos de
posiciones: una podría llamarse la posición antigua y otra la posición moderna. Pero
más precisamente, la lucha se establece entre los objetivistas y los subjetivistas del
valor. Hubo autores, como Scheler, que sostuvieron la objetividad de los valores. Una
forma simple de expresar la idea señala que los valores van “a caballo” de los objetos
que los contienen, tales objetos no podrían contener ningún valor si ese valor no “se
pegara” previamente en el objeto. Por supuesto que uno puede pensar diferente que
Scheler, pero lo que salta a la vista es una especie de platonismo de los valores, que

30
serían esencias con su propio contenido (objetivas en ese sentido platónico) y con la
característica de que interactúan con nosotros por medio de los objetos.

Un ejemplo puede ayudar a entender mejor esta posición. En el caso de una pintura, su
valor viene dado por una sustancia o cualidad que le ha sido otorgada. No importa si se
la otorgó el artista o la mera casualidad, la cuestión es que la belleza de la obra ya viene
dada. Puede ser que alguien admire esa belleza y entonces diga que la obra es bella,
pero puede igualmente darse que el sujeto no reconozca la belleza que está ahí y la pase
por alto o la niegue del todo. Según los objetivistas del valor tal actitud de ceguera no le
quita nada a la belleza de la obra, que es una cualidad intrínseca a ella, y está esperando
allí para que alguien pueda apreciarla. Es por ello que los objetivistas del valor también
son conocidos como intuicionistas, pues creen tener acceso especial a un mundo en que
existen los valores en sí.

Las teorías más modernas sobre el valor asumen la posición contraria. No es posible
conocer el valor de nada si no hay un sujeto que esté estableciendo comunicación con el
objeto valorado. El sujeto toma el papel principal: su subjetivismo y punto de vista es lo
esencial. Así, nosotros creamos los valores al darle tal connotación a las cosas, por ello
a veces se establece la conexión y otras no.

Un ejemplo claro es el valor de los sellos postales para los coleccionistas.


Aparentemente los sellos en sí mismos no tienen ningún valor, ni siquiera un valor
“pegado” a ellos, como dirían los objetivistas; sin embargo, los coleccionistas los
valoran. La explicación es que los sellos son realmente “queridos” por los sujetos, y de
esa manera adquieren valor.

Regresando a la obra de arte, son las opiniones y sentidos del gusto estético las que le
dan valor a la pintura, sin esas apreciaciones subjetivas la pintura carecería de valor,
como sería el caso de que no existiera ninguna persona que pudiera admirarla (por
ejemplo porque todos fuéramos ciegos a su belleza). Si con el tiempo la llegáramos a
admirar sería porque nuestros gustos y sentidos de apreciación del arte cambiaron, no
porque la belleza estuviera oculta en la pintura.

31
Lo que nos interesa por el momento es que estén claras tales posiciones: subjetiva y
objetiva, para regresar a nuestro tema principal de los principios de justicia.

Si uno piensa con detenimiento acerca de tales teorías de los valores terminará por
sentirse inconforme con ambos puntos de vista y será más cauto en sus apreciaciones.
Pues tanto vale una botella de cerveza por sus propiedades físicas intrínsecas, como por
el hecho de que existen personas a las que les causa placer el saborear tales propiedades.
Por ejemplo, recuerdo que la primera vez que probé una cerveza me pareció amarga y
creí que nunca me llegaría a gustar.

Por tanto, pareciera más fuerte el argumento de que la polémica ha sido mal planteada
desde el principio y que, en realidad, los valores tienen propiedades objetivas y
subjetivas al mismo tiempo.

Ahora bien, las discrepancias sobre el valor de una coca cola, un valor útil que brinda
placer instantáneo, parecieran ser mucho menores que las discrepancias sobre la justicia
de una sentencia dada por un juez en un caso controvertido, que se refiere a un valor
ético. Los valores éticos son por lo general más complejos, especialmente cuando
tenemos valores en conflicto.

Sin pretender dar por terminada una polémica tan grande de un solo golpe, podríamos
decir que los valores éticos son tanto subjetivos como objetivos, por lo que es posible
discutir acerca de ellos bajo dos perspectivas: por un lado, el aspecto subjetivo, que se
refiere a las razones intelectuales o argumentativas que me llevan a preferir un valor o
principio por sobre el otro; y por otro lado, a través de sus aspectos objetivos, es decir,
si se acomodan mejor o no a la situación concreta histórica, económica, política, social
o cultural de que se trate.

Algo similar es lo que intenta Otfried Hoffe cuando trata de saltar entre los derechos
humanos y la estructura económica. Para él, hay aspectos como el derecho a la
propiedad, la libertad económica y de asociación, los impuestos y los contratos que son
parte de la economía. ¿Qué relación tienen con los derechos humanos?

32
Para comenzar con la integridad del cuerpo y la vida: de aquí se infieren consecuencias
sobre las condiciones de trabajo, que no deben dañar la salud humana. El siguiente es el
derecho a poseer propiedad personal, habría un derecho humano a la propiedad
personal, lo cual implica la permisión estatal correspondiente, la protección pública de
lo adquirido y la prohibición de la expropiación arbitraria y sin indemnización.

Los derechos personales de libertad implican la prohibición de la esclavitud o sumisión


hereditaria, la prohibición del trabajo forzado y la equiparación de los derechos del
hombre y de la mujer. En el orden económico aparecen la libertad de profesión y
comercio, la de asociación y coalición, el derecho sindical y de asociaciones patronales.
Luego siguen los derechos políticos de coparticipación que prohíben básicamente
privilegios y discriminaciones.

Habría que reconocer la idea de Estado social: asumir las responsabilidades por las
condiciones marco bajo las cuales son adquiridos y transmitidos los ingresos, la fortuna,
la educación, la posición social, la situación de la ancianidad, la enfermedad y los
accidentes; brindar las condiciones básicas para un adecuado sustento de la familia,
desarrollarse libremente en el mundo profesional y laboral y realizar una porción de
humanidad personal.15

Por supuesto que todos estos elementos pueden ser conflictivos entre sí, pero lo que nos
queda claro con Hoffe es que una combinación acertada entre cierto sentido común o
racionalidad y las condiciones específicas de la sociedad, nos podría llevar de manera
inmediata a la derivación de principios de justicia más o menos sustantivos y
desagregados.

Michael Walzer es otro autor que tiene una gran confianza en la capacidad de una
sociedad para derivar principios de justicia; si bien, en su caso se refiere a diversas
esferas de distribución, tales como el poder, la educación, la riqueza, la seguridad, el
bienestar, etcétera. Aquí de nuevo surgen problemas metodológicos, pues para Walzer
tales principios deberán obtenerse de la propia visión de la comunidad local, a partir de
lo que tal comunidad comparte en cuanto a su historia y su cultura. Ello no parece ser

15
Hoffe, Otfried, Estudios sobre teoría del derecho y la justicia, Fontanamara, Barcelona, 1988, pp. 56-
58.

33
obstáculo para que el mismo Walzer nos hable de lo que entiende por una sociedad
liberal, dando la impresión de que está derivando tales elementos desde un punto de
vista propio y particular.16

Regresando a nuestra perspectiva hemos dicho que los principios de justicia tienen un
lado subjetivo y un lado objetivo. El aspecto subjetivo puede sugerir una relatividad
total de los principios, pero ello no es así si se parte desde la perspectiva de la razón
argumentativa. Entonces, no cualquier principio puede ser candidato para ser
compartido por una sociedad, sino sólo aquellos que cumplan con una serie de
requisitos deseables. De nuevo, esto puede verse desde un punto de vista metodológico,
pues lo primero sería crear un ambiente adecuado para la justicia, donde prevalezcan las
mejores opiniones y no la fuerza, sólo aquellos principios que pasen un test de
racionalidad y legitimidad serán candidatos para la justicia. Se podría distinguir
entonces entre principios buenos y principios malos para iniciar una diálogo.

Las proposiciones que pretendan ser validadas mediante el diálogo deben cumplir
ciertas condiciones mínimas. Por supuesto, también hay controversia entre los filósofos
sobre cuáles serían tales condiciones. Pero a manera de ejemplo podríamos incluir la
necesidad de dar una razón para obtener cualquier privilegio, la coherencia entre las
razones dadas a lo largo de todos los discursos, la verdad de los enunciados empíricos
que se introduzcan en la discusión y la negación del uso de razones que supongan una
determinada concepción del bien como superior sobre todas las demás, o bien, que
quien las propone tiene acceso a conocimientos superiores. Sobre el contenido del
discurso en sí se pueden agregar otras condiciones como que todos tienen derecho a
participar en el discurso, que todos pueden expresar sus propios deseos y opiniones, y
nadie puede ser impedido a ejercer sus derechos por medio de la coacción.

De nuevo un ejemplo puede ser ilustrativo. Alguien puede reclamar el derecho a


disponer de una importante cantidad de los bienes sociales bajo el argumento de que él
sabe mejor que todos cómo distribuirlo. Para que esto fuera validado en un diálogo
social tendría que recibir el acuerdo de todos los miembros, pues de otro modo podrían
ser introducidas preferencias personales en la distribución o razones que sólo obedecen
a la fe en cierta perspectiva religiosa o filosófica del mundo. Por supuesto que alguien
16
Walzer, Michael, Las esferas de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.

34
se tiene que hacer cargo de algunos bienes sociales de todas maneras, pero las razones
por las cuales otorga este permiso la sociedad no parten directamente de los principios
de justicia, sino generalmente de las reglas de una sociedad democrática, como una
aproximación burda a la idea de justicia. De allí que desde hace mucho tiempo hubo
autores como Tocqueville y Mill que tenían muy claros los peligros de la democracia
liberal y se preocupaban por compensarlos.

Las condiciones generales que hemos enumerado no pueden tomarse tan a la ligera. En
realidad sí eliminan una gran cantidad de principios que se vuelven incapaces de pasar
los filtros; en particular, todos los que provienen de filosofías que pretenden tener la
verdad universal o conocer el bien común de todos los ciudadanos. Con ello se puede
controlar el lado subjetivo de los principios de justicia y evitar que la subjetividad se
convierta en arbitrariedad.

No obstante, los filtros son insuficientes, primero porque no garantizan la obtención de


un único resultado justo para cada situación y segundo, porque no hay una razón
independiente por la cual se pueda obligar a los ciudadanos reales a aceptar las reglas
del diálogo. El diálogo se construye sobre una situación ideal de comunicación y no
sobre la tosca realidad de nuestros sistemas económicos, políticos y sociales.

Por la parte objetiva de los principios se entiende precisamente, en este contexto, la


situación histórica, cultural, económica y política sobre la cual se van a aplicar los
principios de justicia. Se trata directamente con aspectos que afectan a los ciudadanos
reales de una sociedad política, sea ésta democrática o no. En esto, que podríamos
llamar la parte empírica del problema, aparecen las más grandes dificultades. Por
ejemplo, una sociedad agobiada por las deudas externas e internas no puede tomar
decisiones libremente, su capacidad para seguir principios de justicia se ha visto
restringida seriamente por la realidad. Éste podría ser el caso de prácticamente todas las
sociedades latinoamericanas, que se han limitado a desarrollar políticas públicas de
adecuación a las situaciones, de sobrevivencia en el corto plazo, que distan mucho de
las condiciones ideales de una auténtica toma de decisiones estratégica.

Al comparar ambas partes subjetivas y objetivas de la justicia, resulta claro que en los
últimos tiempos las razones operativas e instrumentales, tecnológicas y económicas,

35
propias de la realidad concreta, han sido las dominantes por sobre las consideraciones
subjetivas e ideales. No por ello hay que ser del todo pesimistas, pues siempre se puede
contribuir, aunque sea de manera lenta, a acercar las condiciones empíricas a las ideales;
por ejemplo, cuando los países latinoamericanos reclaman un trato especial debido a las
condiciones de pobreza extrema en que viven muchos de sus pobladores. Esto es algo
que ni siquiera el más deshumanizado capitalismo puede pasar por alto.

Regresando al problema de la subjetividad de los principios de justicia aún quedan


muchos elementos por analizar. Si bien los distintos autores tienen diferentes
perspectivas desde las cuales partir, sigue siendo cierto también que hay aspectos
objetivos que no pueden ser pasados por alto, cuestiones que tienen que ser tratadas por
los principios de justicia si es que pretenden ser relativamente completos e indicarnos
más o menos qué camino seguir en cada discrepancia. Un ejemplo es la distribución del
ingreso, aunque también podríamos señalar cuestiones más concretas como la
educación, el trabajo o la seguridad social.

Es en esta perspectiva donde se nota con mayor claridad la insuficiencia de los


principios rawlsianos de justicia mencionados más arriba. Nos dicen muy poco sobre
cómo proceder en las diferentes instancias y por tanto hay una falta de consideración al
proceso por el cual se va desde los principios de justicia hasta las políticas públicas
concretas.

Como ya se ha mencionado aquí, los principios de justicia pueden ser más o menos
generales, pero, en todo caso, es necesario especificarlos con mayor cuidado en la
realidad concreta para que realmente sirvan como una guía efectiva para la acción
social, en particular para las decisiones legislativas, judiciales, y de política pública.

Esto está, vale recordarlo, en el corazón de la teoría del gobierno democratico y liberal,
pues se supone que la constitución y un conjunto de procedimientos formales controlan
el contenido de las leyes. Garantizando la libertad, en el sentido de que el individuo está
libre de la opresión que no esté justificada. En el fondo, se trata de un problema ético
que sólo puede ser superado con un adecuado funcionamiento del aparato estatal en
función de los requisitos de una constitución que sea suficientemente completa como
para asegurar que se respeten los límites de la ética.

36
El germen de todo el problema puede ser encontrado entonces en la insuficiencia de los
propios principios constitucionales, y la inexistencia de los procedimientos adecuados
para que se haga efectivamente lo que la constitución dice.

Técnicamente hablando, los autores se refieren a diferentes tipos de derechos sociales.


Alexy define un derecho social de la siguiente manera:

Los derechos a prestaciones en sentido estricto son derechos de individuos frente al Estado a algo que, si
el individuo poseyera medios financieros suficientes y si encontrase en el mercado una oferta suficiente,
podría obtenerlo también de particulares. Cuando se habla de derechos sociales fundamentales, se hace
primariamente referencia a ello.17

Parece que sin la existencia de tales derechos el liberalismo se convierte en una mera
sombra de lo que debería ser, pues se queda puramente en los aspectos formales de los
principios de justicia a los que nos hemos referido, sin brindarles la consistencia
requerida por medio de un conjunto de derechos sociales que obliguen a “aterrizar” tales
principios.

No obstante, aquí aparece una nueva complejidad. Los derechos sociales pueden ser de
diferentes tipos, lo cual debe ser tomado en cuenta, porque según su tipo un derecho
social tendrá más o menos sustancia y efectividad. Puede haber derechos vinculantes o
no vinculantes, lo que quiere decir que pueden hacerse valer ante una autoridad judicial
o ser puramente programáticos (una mera intención).

Los derechos también pueden ser subjetivos u objetivos, esto es, pertenecer a los
individuos y obligar al Estado de manera correspondiente, o bien, obligar al Estado de
forma puramente objetiva imponiéndole deberes.

Por fin los derechos pueden ser definitivos o prima facie: pueden ser reglas específicas
o principios en sentido amplio.

17
Alexy, Robert, Derechos sociales fundamentales. En Varios Autores, Derechos sociales y derechos de
las minorías, UNAM, México, 2000, p. 67.

37
Los derechos sociales más fuertes son aquellos que son vinculantes, subjetivos y
definitivos, aquellos que pueden hacerse valer ante la autoridad judicial, que pertenecen
a individuos concretos y que funcionan como reglas. Un ejemplo es el de la educación
primaria obligatoria en México.

Ya sabemos que los principios de justicia no tienen esa estructura. De hecho, la misma
idea de principio remite a proposiciones en sentido amplio de carácter prima facie; pero
lo importante es que de los principios de justicia se puedan derivar derechos sociales
que se acerquen lo más posible a las condiciones mejores, esto es, que sean vinculantes,
subjetivos y definitivos.

Como se ve, en este proceso que lleva de los principios de justicia a su aplicación
concreta participan instituciones que protegen a los ciudadanos del abuso de poder,
particularmente: la legislatura, el poder judicial y el gobierno en turno.

Por ejemplo, en una estructura estatal de carácter presidencialista, será el poder


ejecutivo el que definirá esencialmente el rumbo a seguir en las diversas leyes y
políticas públicas; si no lo hace teniendo presentes o en primer término a los principios
de justicia, éstos quedarán relegados a un segundo plano en la acción estatal. Cuestiones
como la adecuada distribución del ingreso, un sistema impositivo más progresivo o la
creación de un sistema de salud más amplio e incluyente quedarán siempre aplazadas o
se harán de forma incompleta.

Por ello se dice, para distinguir al liberalismo de la democracia, que el primero se basa
en la forma de las leyes sin preocuparse mucho por su contenido, básicamente protege
los derechos individuales frente al Estado, mientras que la segunda se preocupa más por
la sustancia de las leyes, por el nivel de bienestar y cómo está distribuido, por los
derechos sociales, así como por la mayor participación de los diversos sectores de la
sociedad en las estructuras de poder.

Así que la pregunta de fondo apunta hacia qué tanto se pueden ampliar los derechos
sociales sin entrar en contradicción con la libertad, pues un sector público fuerte e
influyente, que está en la base de la gran cantidad de bienes sociales requeridos por una

38
auténtica justicia social, puede entrar en contradicción con nuestras apreciadas
libertades. La cuestión de fondo es el propio costo de la estructura de justicia.

Pensemos en la esfera laboral o de los cargos en general. Supongamos que se acuerda,


por una asamblea de ciudadanos o de sus representantes, que los cargos deben ser
repartidos a partir de criterios imparciales, en función de los requerimientos y
necesidades de cada puesto específico, y con independencia de otras consideraciones
irrelevantes como el sexo, la raza o la influencia económica o política del demandante
del cargo.

El acuerdo al que acabamos de referirnos se deriva naturalmente de una estructura de


principios de justicia que busca desagregarse en sus aplicaciones más concretas, tal
como es aquí la cuestión de los cargos. El acuerdo se puede definir como un principio
de justicia desagregado, pero que aún requiere de una mayor especificación, por medio
de la legislación, el poder judicial y la política gubernamental, para poder ser aplicado
plenamente en una sociedad democrática.

El principio parece suficientemente razonable e imparcial. Remite las cuestiones del


cargo a los elementos relevantes, que se asocian a la capacidad para desempeñar el
puesto. Se puede enfocar el problema a los puestos nuevos o vacantes, haciendo
abstracción de la cuestión de los ascensos dentro de una estructura laboral, puesto que
allí intervienen aspectos de merecimiento del puesto que complicarían el panorama. La
imparcialidad se toma en cuenta al eliminar las cuestiones no relevantes, esto es, las que
no están vinculadas de forma clara a la capacidad de desempeñar bien el trabajo.

¿Qué acciones más concretas tiene que tomar una sociedad que quiera poner en
funcionamiento este principio? Tal pregunta es relevante, pues, como vimos, la
enunciación de un principio es del todo insuficiente para su auténtica aplicación, éste
quedaría relegado a una pieza de museo en la constitución.

Un primer escenario podría ser monstruoso. Se instaurará un servicio civil de carrera, en


el cual los agentes públicos definen con todo detalle las reglas para obtener puntuación
en los diferentes puestos de trabajo; cualquiera que conozca las reglas sabrá cuál será su
puntuación en el examen de ingreso al trabajo y podrá reclamar en forma pública

39
cualquier injusticia en su contra. Habría una burocracia estatal considerable para
controlar los excesos de los empleadores y probablemente aparecerían impugnaciones
por todas partes con sus respectivos costos de resolución de conflictos. Es claro que
nadie quiere algo así, pues entonces la libertad individual quedaría fuertemente
comprometida y aumentaría el costo de la burocracia. En vez de un mercado en que
reine la justicia natural, se obtiene un mercado que obedece estrictamente a las reglas de
las autoridades; se ha sustituido un poder por otro, sin garantía de que ello lleve a
resultados más eficientes o mejores.

En realidad, entonces, se requiere de un control relativo, que no ponga en desmedido


riesgo a la libertad individual. Por ejemplo, se podría lograr que las reglas para la
obtención de todos los puestos fueran públicas y claramente establecidas, sin que
dejaran de quedar en manos de los empleadores. Además se podrían especificar
mecanismos para la reclamación en caso de inconformidad, con la formación de jurados
neutrales, con un procedimiento judicial relativamente sencillo. Estas y otras reglas
prácticas podrían acercarnos a la justicia social, sin requerir el monstruoso poder estatal
dibujado arriba.

En suma, lo que pareciera requerirse es una combinación adecuada entre liberalismo y


democracia, que permita tener las ventajas de ambos sistemas sin caer en los costos de
los extremos.

Esta posición puede ser criticada porque sigue dejando en el aire la adecuada proporción
entre los dos términos, sigue quedando sin respuesta la pregunta de hasta dónde
debemos llevar los derechos sociales sin comprometer en exceso la libertad. Por
ejemplo, hay evidencia de que cuando los sistemas de salud pública son muy
pretenciosos terminan en el despilfarro de recursos y la falta de logro del objetivo
original: una mejora sustancial de la salud pública.

En realidad el logro de un “punto de equilibrio” podría ser mucho menos difícil de lo


que parece, tan sólo falta plantearlo adecuadamente. Es un hecho que la restricción de
recursos presupuestales marca ya ciertos límites de hasta donde se puede llegar con el
desarrollo de los bienes públicos. Sin duda que conviene reorganizar por lo general los
sistemas impositivos para que contribuyan más los que se encuentran en una mejor

40
posición social y económica, y con ello se eleve el monto de recursos públicos
disponibles, pero aun así todo esto tiene límites que restringen naturalmente los alcances
de una reforma para la justicia social.

Otro límite puede encontrarse en los requerimientos mínimos de lo que se defina como
una vida digna. Esto marcaría un nivel inferior más abajo del cual no sería posible
calificar a una sociedad como justa. Habría entonces mínimos de asistencia social,
salud, educación, salario, etcétera.

El límite superior para tales requerimientos estaría marcado por el costo que se puede
soportar para la asistencia social sin poner en riesgo el logro de los objetivos de vida de
la mayoría de los ciudadanos, puesto que si los ciudadanos se quedan sin los recursos
para alcanzar sus objetivos básicos, todo el proyecto social fracasaría y ya no tendría
sentido la asistencia social. Calcular esto puede no ser fácil, pero valdría la pena
intentarlo por el beneficio que se obtendría en el sentido de definir mejor el equilibrio
social.

Continuando con nuestro argumento general, resulta que si bien hay, sin duda,
subjetividad en la elaboración de los principios de justicia de una sociedad, una vez que
se entra en los detalles de cómo ir desagregando los principios en las diferentes esferas
para darles mayor especificidad, con la ayuda de instancias gubernamentales,
legislativas y judiciales, se alcanza una reducción sustancial de la subjetividad y
empezamos a discutir cuestiones más familiares para todos, como la cuestión de los
bienes públicos y su amplitud.

Una cuestión adicional a discutir es la obligatoriedad de tales principios de justicia. Hay


que responder a quien insista en mantener sus privilegios y declare que le tiene sin
cuidado todo el proyecto de una mayor justicia social.

Hay que tomar en serio la pregunta. En una economía de mercado, las personas tienen
sus riquezas y propiedades que se supone han adquirido de forma natural y por su
propio esfuerzo. Ya sea que la suerte haya intervenido o no en fijar el monto de mi
riqueza, la cuestión es que siempre se puede reclamar la protección de la propia riqueza

41
y propiedad. Inclusive existe formalmente el derecho a la propiedad, que incluye su
protección y el derecho a una justa restitución en caso de expropiación.

Cualquier reforma seria de la justicia social implica, por su parte, una modificación de
los derechos de propiedad a favor de los más necesitados, la cual se justifica, en general
por el derecho de consideración y respeto del que todo miembro de la sociedad es
merecedor.

La respuesta es, en general, desalentadora, pues no hay ninguna instancia superior a la


cual acudir para exigir la redistribución de la riqueza, ya que ello supone la existencia
de la voluntad ética correspondiente. Por supuesto que los menos favorecidos pueden
luchar en la arena cotidiana de los principios democráticos, tratando de pasar nuevas
leyes que les favorezcan; o más probablemente, podrían existir gobiernos o legisladores
con la voluntad correspondiente para realizar las iniciativas correspondientes. La
cuestión de fondo es que no existe una obligación correspondiente, sino que todo
depende de voluntades.

Uno de los mecanismos más efectivos que se puede considerar para mejorar la voluntad
ética de los gobernantes y gobernados es el sistema educativo, por medio del cual se
pueden introducir nuevos valores en la sociedad. En general, los sistemas educativos,
bien entendidos, son todo lo contrario a la defensa de una cultura fija o una tradición,
representan la mejor oportunidad para abrirse a nuevas ideas y nuevas formas de ver el
mundo. Es aquí que el panorama de una sociedad mejor puede ser inculcado y, de esa
manera, facilitarse el cambio social respectivo. Obviamente que tal mecanismo se puede
usar en sentido opuesto, para mantener los privilegios tradicionales.

La búsqueda de la justicia social es, al fin, sólo una idea. Para que tenga repercusión
práctica hay que crear el medio de cultivo adecuado por medio del convencimiento. Los
intelectuales cargan con el compromiso de transmitir este tipo de ideas de forma más
clara y contundente, pues no existe un interés particular que las pueda defender como
sucede en otros aspectos de la realidad como el ecológico o el religioso. No obstante,
hay muchos intelectuales que son los primeros en manifestar su escepticismo ético. Por
su parte los gobernantes que se preocupen más por el bienestar del pueblo al cual sirven
estarán más interesados en las ideas éticas, aunque por lo general en realidad se

42
preocupan más por sus intereses propios. Por último, los medios de comunicación
pueden cumplir un papel importante brindando una perspectiva imparcial y seria acerca
de los problemas actuales.

Todas éstas son estructuras básicamente de convencimiento, en tal sentido no se derivan


necesariamente de ninguna estructura social, son fragmentarias y a veces no funcionan
del todo. El resultado de nuestra discusión sigue siendo indeterminado, porque no hay
nada que obligue a la consecución de los objetivos éticos.

Por otro lado, éste es el resultado natural de que la modernidad haya abandonado de
forma considerable la razón argumentativa, a favor de razones instrumentales y
científicas. Hay toda una herencia del pensamiento filosófico y científico que se
caracteriza por su escepticismo ético.

Todo podría cambiar, por contrapartida, cuando el discurso ético fuera tomado más en
serio y estudiado a mayor profundidad. Entonces podría surgir una razón propia e
independiente que fuera distinguible del razonamiento científico e instrumental.

Esta razón se caracteriza por ir más allá de nuestro interés particular, pues se basa
precisamente en la imparcialidad del discurso y en un conjunto de reglas más o menos
determinadas. Tal vez debamos su descubrimiento a Kant cuando habló de las reglas
morales como aquellas que pueden ser compartidas y generalizadas sin caer en
contradicción.

Mucho se ha avanzado desde Kant. Por ejemplo, Bruce Ackerman se refiere a las reglas
de un diálogo liberal, que se resumen en racionalidad, coherencia y el principio de
neutralidad (ninguna razón es buena si se basa en el acceso a una concepción superior
del bien o en la superioridad intrínseca de quien argumenta). Con la ayuda de este
esquema se pueden construir diálogos bastante complejos que llevan a la obtención de
principios morales formales y sustantivos en diferentes áreas de la vida, incluyendo la
educación, las herencias, el intercambio económico, la explotación y el presupuesto.18

18
Ackerman, Bruce, La justicia social en el Estado liberal, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1993, p. 43.

43
En el esquema de Ackerman, partiendo de una sociedad explotadora en la que existe
racismo, sexismo, desigualdades genéticas y una inadecuada distribución del ingreso, se
plantea la posibilidad de que existiera un presupuesto X mínimo que podría hacer frente
(al menos en parte) a tales explotaciones. Entonces, es posible mostrar que cualquier
presupuesto Y inferior a X se puede denunciar como ilegítimo a través del diálogo
liberal. Este tipo de “modelos”, que son simples y bastante accesibles, son prueba de
que sí existe al menos la posibilidad de dialogar acerca de los principios de justicia de
una sociedad en una forma comprensible y más o menos profunda.19

Respecto a Habermas, se mencionó anteriormente su principio de universalización. A


pesar de su formalismo, de allí también se pueden ir derivando racionalmente
consecuencias más concretas para la acción práctica.

Esto se logra por medio de las reglas de un diálogo práctico. Robert Alexy sostiene que
dichas reglas se refieren a dos cuestiones básicas: la estructura de los argumentos y el
procedimiento del discurso.20

En cuanto a la estructura de los argumentos, se hace énfasis en la racionalidad del


discurso, distinguiéndolo de la simple creación de consenso. Aquí se incluye la no
contradicción, la coherencia entre los predicados utilizados, la claridad lingüístico-
conceptual, la verdad de las premisas empíricas utilizadas, la completitud deductiva de
los argumentos, la consideración de las consecuencias, el intercambio de roles, etcétera.

En cuanto al procedimiento del discurso se trata de garantizar la imparcialidad de la


argumentación bajo las reglas siguientes: todo hablante puede participar en el discurso,
todos pueden cuestionar cualquier aserción, todos pueden introducir cualquier aserción
en el discurso, todos pueden expresar sus propios deseos y ningún hablante puede ser
impedido de ejercer los derechos establecidos en los puntos anteriores.

Según Alexy, las reglas del discurso no garantizan la corrección de resultado, ésta será
responsabilidad del juicio de los individuos participantes. Se trata de una corrección

19
Ibidem, pp. 288-289.
20
Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho, Edit. Gedisa, España, 1997

44
procedimental que ejercería sin duda un buen impulso para distinguir las proposiciones
legítimas de las ilegítimas, sin llegar por ello a un resultado incuestionable.

Para llegar a una corrección ética completa habría que idealizar a los participantes del
diálogo, considerándolos jueces suficientemente competentes. Por consiguiente, para
distinguir la posición de una utopía social tendría que plantearse con base en elementos
regulativos. En otras palabras, representa un ideal frente al cual hay que crear las
condiciones reales adecuadas, porque si tales condiciones no existen en la realidad, de
poco servirá el diálogo ético.

En cuanto a esto último, el diálogo ético podría ser incluso manipulado, pues en la
práctica participarían personas que no tienen un interés imparcial sino un interés muy
definido, ya sea personal o de una agrupación o movimiento social. Estas observaciones
buscan, en general, no confundir al consenso idealizado con el consenso real: la
instancia dialógica supone una comunidad ideal de comunicación, construida en un
contexto favorable y con actores comprometidos. En la medida que la realidad diste de
las condiciones ideales, tanto menos podemos esperar del diálogo.21

Queda entonces claro que sí se puede construir un procedimiento que sea útil para un
diálogo ético profundo y que dicho procedimiento se puede utilizar en instancias tan
concretas como el tamaño del presupuesto que se aplicará en una estructura social
determinada. Lo cual nos permite hablar de la legitimidad y justicia de principios y
reglas diversos en diferentes niveles de discusión.

Sin embargo, sigue faltando una pieza en el análisis, puesto que a nadie se le puede
obligar a entrar a este tipo de diálogo de forma obligatoria, hace falta previamente que
haya un auténtico interés por obtener la corrección ética de las propuestas.

Veamos un ejemplo. Supongamos que el presidente de un país tiene en sus manos un


ambicioso programa de desarrollo económico y social. Además, está plenamente
convencido de que los resultados de su aplicación serán favorables a partir de la
discusión que ha tenido con una serie de expertos sobre el tema. Lo que es más, ha
realizado una consulta popular en la cual la gente ha dado su apoyo mayoritario a la
21
Ibidem, pp. 137-140

45
aplicación del programa de desarrollo. Por fin, se han escuchado las diferentes quejas y
críticas sobre el mismo en los medios de comunicación y se puede decir que en general
el programa ha recibido un buen apoyo.

Lo normal en tales circunstancias es que el programa sea llevado adelante sin mayor
dilación, incluso considerando tal vez algunas correcciones al mismo a partir de la
discusión realizada. ¿Qué podría agregar la ética discursiva o el diálogo liberal a esto?

La ética discursiva afirmaría que se han llenado las condiciones de un consenso práctico
y real, pero aún se está lejos de las condiciones de un consenso idealizado. Toda
propuesta que tenga una repercusión social significativa tiene que pasar por una
consideración profunda de todas las objeciones a que puede dar lugar, mostrando que no
está forzando a nadie a su realización, sino que todos están de acuerdo después de un
debate suficiente de sus consecuencias bajo las reglas del discurso práctico. Si aún
persiste alguna voz clamando que el programa le afectará negativamente, tiene que ser
considerada con respeto hasta llegar a una respuesta satisfactoria.

Todo esto pareciera ser muy exagerado e impracticable, pero constituye simplemente la
base de una defensa de la justicia sustantiva. En una situación no tan ideal como la
reflejada por el discurso ético, habría que hacer un esfuerzo suficientemente grande por
elaborar una propuesta digna, que redujera al mínimo los reclamos entre la población.
Cualquier política decente tendría que ser capaz de ello, si es que quiere legitimarse ante
el tribunal de la ética social. Con ello se eleva el costo de emprender cualquier proyecto
social, pero a cambio se obtiene mayor legitimidad. Entonces nuestras conciencias se
podrían tranquilizar al no tener que preocuparse tanto por los riesgos de explotación y la
pobreza extrema a que dan lugar nuestras decisiones sociales cotidianas.

46
III

ÉTICA, DIÁLOGO Y DECISIONES RAZONABLES

47
A principios del siglo XX, G. E. Moore estableció la base de una teoría de las
consecuencias para la ética. Para él, al determinar la moralidad de nuestras acciones
debemos recurrir a las consecuencias buenas o malas que tendrían, aquella opción que
maximice el grado de bondad será la que se recomiende desde el punto de vista moral.
Algunas veces no se produce nada bueno, pero entonces el procedimiento se reduce a
elegir la opción menos mala. Ahora bien, todo esto supone que nosotros conocemos los
objetos o estados de cosas buenos o malos, los que son evidentes a la conciencia y
tienen validez intersubjetiva.

Mucho se ha escrito desde entonces sobre teoría moral, pero el enfoque de Moore sigue
teniendo su encanto. Corresponde bastante bien con lo que realmente hacemos al tratar
de comportarnos moralmente, y aunque tal vez no tengamos la confianza de Moore
acerca del carácter sustantivo de los objetos morales, es decir, sobre nuestra capacidad
para intuir las cosas buenas o malas de manera inobjetable. También es cierto que
hacemos ciertos juicios morales que se corresponden con esa descripción, aceptando de
manera tácita el enfoque de Moore.

Por otra parte, la perspectiva de A. J. Ayer se encuentra en profunda discrepancia con la


de Moore. No hay nada que sea intrínsecamente bueno. Si dijéramos, por un lado, que
bueno es lo que nos proporciona felicidad habría profundas discrepancias sobre nuestras
mediciones. Ahora bien, si definimos como justo o bueno aquello que la gente apoya
seguiríamos teniendo problemas, ya que es perfectamente posible que existan cosas
justas que muy pocas personas sostienen o cosas injustas que son apoyadas por una gran
mayoría.

En consecuencia, Ayer renuncia a cualquier criterio para determinar lo justo de una


proposición. La moral se refiere a nuestras emociones, al apoyo que damos a cierto
rumbo de acción o sus consecuencias. No hay diferencia entre el enunciado “has
robado”, con respecto al enunciado “has actuado mal al haber robado”. Este último sólo
sirve para agregar mi calificación emotiva al acto. No hay nada aquí que tenga carácter
de verdad o falsedad que sea susceptible de prueba.22

22
Wornock, Mary, Ética contemporánea, Edit. Labor, Barcelona, 1968, pp. 77-80.

48
Sin llegar al extremo de Ayer, podemos tomar nota de su crítica y aceptar que a veces
no es tan evidente que las consecuencias de un acto sean buenas o malas. La sustancia
moral se nos puede escapar de las manos.

Una alternativa es la ética discursiva de Habermas. Su principio de universalización


dice lo siguiente:

Cada norma válida habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se
siguen de su acatamiento general para la satisfacción de los intereses de cada persona (presumiblemente)
puedan resultar aceptados por todos los afectados (así como preferibles a los efectos de las posibilidades
alternativas de regulación)”.23

La aceptación de todos es la base que brinda el criterio de validez a la norma que se está
analizando, y puesto que el principio se aplica bajo un consenso idealizado (con
juzgadores competentes en una comunidad ideal de comunicación), queda salvada la
objeción de Ayer.

No obstante surge un nuevo problema, ya que al referir la validación a los intereses de


todos los individuos afectados caemos en una especie de fanatismo moral, pues en la
gran mayoría de los casos reales algunos individuos resultarán perjudicados por la
decisión, de tal manera que la ética discursiva sólo se aplicaría en casos muy
particulares. De hecho, no sería aplicable a la mayoría de nuestras posiciones
axiológicas, puesto que cada quien o cada grupo parte de su punto de vista particular, de
sus propias opiniones morales, para juzgar la situación.

En la vida real, la toma de decisiones se realiza en el contexto de la democracia, en la


cual prevalece la regla de mayoría como procedimiento para dirimir los conflictos. La
idea es representar la discusión racional por conducto de los votos de los interesados,
con ello se sustituye la justicia por la opinión de los ciudadanos.

La confianza en la regla de mayoría no parece muy fundamentada, porque es una base


muy pobre para definir la justicia de una decisión de acuerdo con las consideraciones
que hemos realizado. Contrariamente a lo que pensaba Rousseau, en la práctica se ha

23
Habermas, Jürgen, Conciencia moral y acción comunicativa, Edit. Península, Barcelona, 1996, pp. 85-
86.

49
notado que es poco posible que la mayoría encuentre el camino más justo o correcto.
Generalmente se dejará llevar por intereses políticos o económicos y será poco
representativa del conglomerado social. De hecho, se verá fuertemente influida por los
medios de comunicación modernos y su propaganda. Se vuelve entonces incluso difícil
saber qué es lo que la gente piensa en realidad, pues lo que obtenemos en las votaciones
es un producto deformado por multitud de factores, que puede tener muy poca relación
con las opiniones reales de la gente.

En pocas palabras, se propone el acercamiento a un modelo de toma de decisiones que


involucre una perspectiva ética y racional. Veamos cómo se puede avanzar al respecto.

Una manera es recurrir a la noción de razonable. Los ciudadanos nombran a


representantes que se ponen de acuerdo en un ambiente en que se pone énfasis en la
calidad de las opiniones, se argumentaría acerca de los posibles beneficios y costos de
cada acción, considerando las consecuencias más previsibles y, por medio del
convencimiento racional, llegaríamos a la mejor alternativa. Esto supone varias cosas,
entre ellas: un procedimiento de discusión, jueces éticos y competentes, suficiente
información veraz y el deseo de llegar a un acuerdo razonable.

Las personas tienen preferencias morales fuertes, que no conviene considerar como
sujeto de discusión pública. Esto incluye, por ejemplo, sus preferencias religiosas y las
propias de su vida sexual. La cuestión aquí es que se trata de cuestiones muy
importantes para la vida de cada quien, por lo que no están abiertas a ningún tipo de
negociación. Si tales áreas fueran vulneradas, tendríamos una inaceptable disminución
en la libertad y autonomía de las personas.

¿Cómo se relaciona esto con un modelo de decisiones ético y racional? Se podría


contestar que las consecuencias previsibles de cualquier acción pública en estos asuntos
serían dañinas para muchos ciudadanos. Una vez identificados los efectos dañinos y su
falta de legitimidad, se podrían validar principios como la libertad religiosa o sexual.

En contraste, se podrían defender acciones públicas que apoyaran las libertades


protegidas. Por ejemplo, un uso más justo e igualitario de los medios de comunicación

50
para proteger la libertad religiosa y sexual. Los ciudadanos podrían comprender que un
uso más equitativo de tales recursos sería en beneficio de la autonomía.

Pero existirían otros aspectos menos fuertes, en los cuales habría lugar para una
discusión pública. Es fácil prever que el acuerdo de los ciudadanos en ciertas cuestiones
permite la obtención de beneficios importantes, tal es el caso de los bienes públicos
como la seguridad, la salud y la educación, la infraestructura de comunicación e incluso
cuestiones menos obvias como la planeación y zonificación urbana. Es aquí donde los
representantes de los ciudadanos pueden cumplir su papel racionalizador.

Desde el punto de vista de los costos de las decisiones públicas, lo que sucede es que se
reducen las posibilidades de que se tomen decisiones arbitrarias y dañinas para una gran
cantidad de ciudadanos, los costos se reducirán en proporción a la calidad de los
resultados de la discusión racional. Por ejemplo, conforme los representantes sean
mejores defensores de los intereses de la ciudadanía, tomarán decisiones más acordes a
los intereses de todos. En general, esto dependerá de que efectivamente sean
representativos de los ciudadanos, esto es, que conozcan bien y defiendan los intereses
involucrados, y de que sean jueces competentes.

Hay fuertes razones para pensar que las democracias no producen de manera natural
este tipo de escenarios, puesto que, en la designación de los representantes populares, lo
que domina son los intereses políticos y económicos. La conclusión es que el diálogo
razonable tiene que ser construido, hay que tomar las medidas y acciones necesarias
para lograr que las decisiones sean más racionales. Un ejemplo sería que las discusiones
de las comisiones legislativas sobre los diversos proyectos de ley trataran de acercarse a
las características señaladas: buscando los jueces más competentes sobre la materia, la
participación de los ciudadanos afectados, información veraz, criterios de decisión
objetivos, etcétera. No obstante, hay que resaltar que el requisito principal es
motivacional, esto es, debe existir el deseo de alcanzar una decisión más ética, justa o
racional por parte de quienes tienen en sus manos el poder de decidir.

¿Cómo se relaciona este diálogo racional con el principio de universalización de


Habermas? Para contestar a esta pregunta necesitamos primero una forma de especificar

51
el principio de universalización, y Robert Alexy nos la ofrece a través de los siguientes
elementos:

Las reglas del discurso se refieren a dos cuestiones básicas: la estructura de los
argumentos y el procedimiento del discurso. Lo primero se vincula a la racionalidad del
discurso y se distingue de la mera creación del consenso, incluyendo: no contradicción,
coherencia entre los predicados utilizados, claridad lingüístico-conceptual, verdad de las
premisas empíricas utilizadas, completitud deductiva de los argumentos, consideración
de las consecuencias, intercambio de roles, etcétera.24

En cuanto al procedimiento del discurso, se trata de garantizar la imparcialidad en la


argumentación, bajo las siguientes reglas:

a) Todo hablante puede participar en el discurso


b) Todos pueden cuestionar cualquier aserción
c) Todos pueden introducir cualquier aserción en el discurso
d) Todos pueden expresar sus opiniones, deseos y necesidades
e) Ningún hablante puede ser impedido a través de una coacción dentro o fuera del
discurso a ejercer los derechos establecidos en los puntos anteriores25

La racionalidad del discurso no crea ningún conflicto con el diálogo racional al que nos
hemos estado refiriendo, establece simplemente lo que consideramos como argumentos
racionales.

El problema estaría en el procedimiento del discurso, pues el diálogo racional conforma


una especie de tutelaje de los intereses de todos que, según Alexy, tendrían que estar
garantizados con la participación y aceptación de todos los involucrados, al menos
como ejercicio mental que corresponde a los jueces competentes.

La diferencia radica en que nuestra propuesta no concuerda con que sea necesario tal
ejercicio de participación y aceptación de todos, porque la dificultad práctica de tal
perspectiva haría inviable el procedimiento de discurso.

24
Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho, Edit. Gedisa, Barcelona, 1997, pág. 137.
25
Ibidem, pp. 137-138.

52
Si requerimos la participación de todos se vuelve casi imposible el llegar a un acuerdo
pues siempre habrá personas que tengan algo más que decir sobre la acción a seguir: el
debate se haría eterno. Una perspectiva práctica requiere entonces, no sólo que tal
participación sea representada a través de los jueces competentes, sino que muchos de
los cuestionamientos sean considerados como inválidos. La discusión deberá centrarse
en las consecuencias y acciones alternativas que sean racionalmente más significativas
según el criterio de los jueces competentes. Una capacidad de buen juicio, que extraiga
las posibilidades más prometedoras, se presupone en una perspectiva de discurso
práctico.

En cuanto a la aceptación de todos, de nuevo, esperar hasta que se obtenga un consenso


completo, sea real o idealizado, implicaría un grado de precisión y profundidad en el
análisis que no cabe suponer sin caer en procedimientos poco prácticos. Siempre habrá
personas que no estén de acuerdo con la decisión final. El asunto es que se dé una
consideración suficiente de sus intereses y no que se les considere como inviolables.

Alexy sabe que su perspectiva es poco práctica, por ello la plantea como una posición
idealizada que, en la realidad, requeriría de un acercamiento paulatino. Es una idea
regulativa que tal vez nunca se alcanzará por completo, pero brinda la base para saber
hacia dónde dirigirse. Sólo una comunidad ideal de comunicación sería capaz de
alcanzar las condiciones del diálogo, en una etapa de la evolución social en la cual ya no
habría preponderancia de los intereses económicos y políticos.

El ciudadano común y corriente está poco preparado para tomar parte de las decisiones
públicas. Se informa de las cuestiones que le interesan, no de las cuestiones relevantes
para cada problema. Sus referentes son los medios masivos de comunicación, por medio
de los cuales las mentiras se vuelven verdades y viceversa. El lograr una competencia
de medios que garantice una buena información es una tarea casi igual de imposible que
la de volver a todos los ciudadanos razonables.

El ciudadano vota en las elecciones, pero entre una elección y otra casi no se le toma en
cuenta, pues ha delegado su poder a los representantes. Éstos tienen una idea muy vaga
de los intereses de quienes representan, y ante su propia ignorancia, terminan por

53
decidir de acuerdo a su interés personal, incluidas sus perspectivas de continuar
realizando un futuro político. Así se crea una estructura de poder piramidal, que poco
tiene que ver con lo que el ciudadano realmente necesita.

La democracia es el paraíso de las minorías organizadas, cualquier interés que pueda ser
organizado tiene posibilidades de influir en la vida pública. Sin embargo, excepto por
pura casualidad, tales minorías no coinciden con los auténticos intereses comunes, que
quedan relegados a un segundo plano, sustituidos por la conveniencia del día a día.

¿Cómo tomar en cuenta los intereses de todos? La solución teórica tendría que ser una
especie de utilitarismo, en el cual se miden las intensidades de las preferencias sobre los
más diversos aspectos. A partir de tales indicadores se podrían derivar las elecciones
sociales, diseñar un orden de preferencias social y, de allí, juzgar cada política pública
según su influencia sobre tal orden.

Las dificultades técnicas de tal proyecto son evidentes, aún más, las intensidades
complican todo el panorama, pues ya no tenemos un referente individual del mismo
peso, sino que cada quien se verá afectado en una magnitud diferente, según el tema de
que se trate. Así, quienes prefieran el teatro de manera fuerte, tendrán que ser pesados
con votos más valiosos que a quienes les sea indiferente. Igual sucederá con quienes
valoren mucho los placeres de la vida por sobre la contemplación espiritual.

Todo esto introduce exigencias muy fuertes sobre los juzgadores competentes de los
intereses de todos. Así que todo parece resumirse a dos alternativas igualmente trágicas:
o bien se recurre a la consulta directa de los intereses de todos, de tal forma que cada
vez que alguien esté en desacuerdo con una decisión podrá detener cualquier proyecto
público; o bien, se intenta medirlos con jueces externos, cuyos procedimientos serán
siempre cuestionables y darán origen a todo tipo de injusticias.

Esto nos lleva a que el papel del juez no consiste en ser un simple representante de los
intereses de todos, sino que su importancia radica en su idoneidad, su capacidad de
tomar decisiones más atinadas que las de un ciudadano común y corriente, con base en
un mayor conocimiento de la situación. A ello se suman otras características deseables,
como la de ser más razonable, en el sentido de que en un dado momento puede dejar de

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lado su propia opinión en beneficio de que se avance en un proyecto colectivo. Esto no
equivale a que su opinión se anule, sino que después de una consideración suficiente de
los respectivos argumentos y razones, sea susceptible de modificación. Por fin, podemos
exigir a los jueces una perspectiva ética, esto es, un interés especial por defender el bien
común, que no es típico de la mayoría de los ciudadanos de una democracia real.

Habría que hacer una reconsideración del significado de “los intereses de todos”, puesto
que no quiere decir, en este contexto, que se tenga que respetar estrictamente lo que
cada quien piensa de una situación, como si sus preferencias estuvieran libres de toda
crítica posible. La posibilidad de argumentar sobre cualquier tema es lo que permite dar
el salto desde una perspectiva estática de las preferencias hacia una dinámica, en la cual
“los intereses de todos” no son algo firme, sino resultado de una argumentación
racional.

Entonces, se entiende que tales intereses de todos no están dados, sino que se generan a
través de una discusión razonable. Como en tal discusión no pueden intervenir todos,
por cuestiones prácticas relativas a la necesidad de alcanzar una mayor profundidad en
el análisis y conocimiento de los temas, es necesario recurrir a representantes idóneos
que conformarán el verdadero interés colectivo a través del intercambio y modificación
de razones.

Pero si no queremos quedarnos en la visión idealizada del diálogo, la cuestión es cómo


acercarse a él bajo una situación práctica más o menos común. La respuesta parece estar
en una especie de tutelaje como el que hemos supuesto en el diálogo racional, por tanto
vale la pena profundizar en sus características. Para ello partimos de los elementos del
diálogo razonable a los que nos referimos antes: el procedimiento de discusión, la
presencia de jueces éticos y razonables, suficiente información veraz y el deseo de
llegar a un acuerdo razonable:

El procedimiento de discusión es posiblemente el elemento más difícil de establecer,


pues existen los más diversos modelos para llegar a una toma de decisiones racional.
Necesitamos, por tanto, una perspectiva abstracta, para que sea explicable, y al mismo
tiempo, que sea suficientemente clara como para garantizar que siempre, o casi siempre,
se puede dialogar y llegar a un acuerdo.

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No es nuestra intención el resolver un problema tan complejo, sólo se trata de brindar
una idea de cómo visualizar el procedimiento.

El punto de partida es el conjunto de los ciudadanos que tendrán que participar en un


proceso para obtener representantes que sean idóneos, éticos y razonables. Ello es
necesario porque en la práctica no pueden participar todos, y además queremos un
procedimiento que ponga énfasis en la capacidad argumentativa, ética y racional de los
representantes.

Dado que se requiere la idoneidad correspondiente, según el contenido de la acción


pública a analizar, se podría recurrir, por ejemplo, a un examen cuya calificación sería
un criterio para definir a los candidatos idóneos. Como el examen no podría ser
estrictamente obligatorio, la disposición a examinarse representaría otro criterio de
filtraje. Por fin, las capacidades éticas y razonables también son susceptibles de
evaluación, requiriéndose en este caso de obtener un mínimo aceptable para ser
candidato.

Tal examen de idoneidad podría ser sustituido por el criterio de una comisión
dictaminadora que se basará en los documentos probatorios correspondientes por parte
de los ciudadanos.

En términos prácticos, se supone un proceso de certificación de candidatos, que serían


escogidos separadamente por tipo de acción pública, para luego, de este universo,
obtener los representantes por medio del azar, procurando en la medida de lo posible la
representación territorial. Los representantes por tipo de acción pública podrían ser
nombrados anualmente, para generar mayor movilidad y oportunidad de participación.

Una vez formado el grupo de representantes por tipo de acción pública resultará más
fácil el someterlos a un proceso de decisión más deliberativo y argumentativo. Se
avanzará en la discusión exclusivamente por medio de razones, cada razón procurará ser
lo suficientemente fuerte como para convencer a la totalidad de los representantes. Para
ello se dispondrá del tiempo suficiente de deliberación, que permitirá normalmente el
surgimiento de tales razones. Las auténticas razones suponen comprensión lingüística y

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coherencia para conformar argumentos válidos. Suponen también que nadie es tan
superior como para tener un acceso privilegiado a la verdad.

En el proceso de avance se tendrán que ir formando argumentos. Se define un


argumento simplemente como un conjunto de razones que al unirse permiten llegar a
algún tipo de conclusión. Los argumentos no estarán garantizados hasta que no se hayan
considerado y analizado todos los cuestionamientos de todos los representantes con la
debida seriedad. Por supuesto que esto puede ser lento y cansado, pero es el costo que se
debe pagar a cambio de tener decisiones más justas o correctas. El conjunto de los
argumentos estará dirigido a descubrir la acción pública o el conjunto de acciones más
adecuadas para el caso que se esté analizando.

Se podrán introducir todas aquellas premisas empíricas que el conjunto de participantes


considere verdaderas. En este caso, no se requiere del acuerdo de todos, sino de un
sustento que sea suficiente según los criterios científicos de los participantes.

El tiempo no será un elemento decisivo. Se puede establecer un tiempo de discusión,


pero éste se considerará siempre sujeto a ampliación, si a criterio de los participantes en
el diálogo existen posibilidades de avanzar en el acuerdo.

El segundo elemento se refiere a la presencia de jueces éticos y razonables. Sin tales


características el diálogo podría no avanzar o avanzar en direcciones que no fueran las
correctas o justas. Hay que aceptar entonces el supuesto de que hay gran cantidad de
personas que están dispuestas a discutir, despojadas de sus intereses personales, con el
único afán de llegar a una solución satisfactoria para el bien común. Otro requisito es
que sean razonables, que no tiendan a tener una visión de las cosas muy rígida, sino que
estén dispuestos a cambiar su punto de vista si eso fuera lo correcto en una dada
circunstancia.

El que estas personas existan tal vez no sea la cuestión a discutir, pues es razonable
suponer que estarían disponibles; el problema sería garantizar que efectivamente estén
presentes en el diálogo. Hay que aceptar la posibilidad de que los controles fallen, y
algunos o muchos de los representantes carezcan de las cualidades éticas y razonables
que se requieren. La presencia de por lo menos algunos jueces éticos y razonables

57
seguirá siendo una buena garantía de que no se llevarán a cabo decisiones injustas. Lo
que puede suceder es que las personas interesadas bloqueen el diálogo y no se pueda
llegar a una conclusión. Por tanto, es posible que las discusiones lleguen con cierta
frecuencia a callejones sin salida debido a la existencia de jueces no aptos.

El tercer elemento es la suficiente información veraz. Por supuesto que la necesidad de


información variará considerablemente de decisión en decisión, pero es un hecho que se
requerirá normalmente de algunas pruebas empíricas para avanzar en la discusión. Sin
este elemento sustancial, la discusión posiblemente se convertiría en un diálogo de
sordos, así que no se puede soslayar la importancia de las pruebas que se tengan a favor
de determinados resultados. La veracidad será garantizada por el tipo de pruebas que se
consideran normalmente válidas, según el avance de la ciencia.

Un detalle que no se puede olvidar aquí es que la información se puede presentar de


forma estratégica, sin mentir de manera directa, pero apoyando un punto de vista
particular en forma velada al no pesar adecuadamente las pruebas en contra. Esto debe
ser celosamente vigilado por los representantes del diálogo para impedir una
tergiversación de la información que dé lugar a resultados incorrectos o injustos.

El último elemento radica en el deseo de llegar a un acuerdo razonable. La existencia de


tal motivo no se pone en duda aquí, pues hay muchas personas normalmente interesadas
en que los acuerdos sean cada vez mejores. El problema es si el motivo domina o no de
manera suficiente.

Si tal motivo no dominara se daría como consecuencia la apatía o la tendencia a


favorecer ciertos resultados convenientes para las autoridades. La conveniencia vendrá
normalmente de motivos políticos o económicos. De poco valdrían todas nuestras
precauciones anteriores si dominan tales elementos en la práctica.

La verdad es que los sistemas políticos y económicos dominantes de nuestra época


tienden a favorecer otros motivos por sobre el acuerdo razonable. De allí la necesidad
de fortalecerlo por medio de la educación de las masas, es importante una educación
que centre su interés en aspectos éticos, autónomos e imparciales, por sobre los aspectos
de interés personal y estratégico. Pero también se educa a través del ejemplo, así que es

58
necesario que se transmita un espíritu moral y cívico en todas nuestras instituciones, lo
cual aumentará la confianza que nos tenemos unos a otros y hará más viable la
perspectiva ética que aquí proponemos.

Es conveniente presentar un ejemplo para que se aprecie mejor la estructura que tendría
un diálogo como el que se propone. Por supuesto que el ejemplo será muy simple, pues
sólo se trata de mostrar la estructura general de la discusión y no de analizar todos los
detalles y posibles giros en que podría incurrir un diálogo práctico. El ejemplo se refiere
a la construcción de una represa que puede poner especies en peligro:

Moderador: ¿Alguien tiene alguna razón a favor o en contra de que se construya la


represa?
Individuo A: Es bueno que se construya la represa porque así se dispondrá de energía
eléctrica que hace mucha falta en nuestras ciudades.
Moderador: Es una razón aceptable, ¿nadie la pone en cuestionamiento?
Silencio.
Moderador: ¿Alguien tiene alguna otra razón a favor o en contra de que se construya la
represa?
Ecologista: Yo pienso que se dañarán muchas especies. No tenemos derecho a abusar
así de la naturaleza.
Moderador: Es una razón aceptable, ¿nadie la pone en cuestionamiento?
Silencio
Moderador: ¿Alguien tiene alguna otra razón a favor o en contra de que se construya la
represa?
Silencio
Moderador: Entonces debemos pesar la fuerza de las dos razones que se han dado, una a
favor y otra en contra. ¿Quién desea proceder?
Individuo B: Los beneficios superan con creces los costos. Revisen este estudio que les
presento en el cual se evalúa el proyecto.
Ecologista: No estoy de acuerdo con los resultados del estudio. No se tomaron en
cuenta con la debida fuerza los daños a la ecología; según yo, los daños superan a los
beneficios, o por lo menos hay riesgos suficientes para dudar.

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Moderador: Sugiero que se vuelvan a pesar los beneficios y costos tomando en cuenta
lo que dice Ecologista, para lo cual se dispondrá de 15 días de plazo. ¿Alguien en
desacuerdo?
Silencio.

15 días después....

Moderador: Tenemos el nuevo estudio, en que se evalúan de nuevo los beneficios y


costos tomando en cuenta las aportaciones de Ecologista y de otros miembros de este
comité. La conclusión del estudio es que conviene que se construya la represa. ¿Alguien
en desacuerdo?
Ecologista: Aún tengo mis dudas, pero en vista de que se han tomado en cuenta de
forma respetuosa mis opiniones, estoy dispuesto a aceptar los resultados del estudio.

El estudio al que se recurrió podría estar algo cargado a favor de la construcción de la


represa, porque hay intereses económicos y políticos que lo influyen. En tal caso se
supondría que habría individuos competentes en el diálogo que harían ver el error y
exigirían una acción pública más centrada:

Individuo C: No estoy seguro respecto a que el estudio brinde una perspectiva imparcial
del asunto. Podría estar influido por intereses económicos y políticos ocultos.
Ecologista: Concuerdo en ello, no hay aún seguridad de que no habrá un daño ecológico
desmedido, en relación a los beneficios.
Individuo D: Sugiero que se apliquen medidas correctivas, de tal manera que los daños
ecológicos sean compensados con acciones positivas y así los daños definitivos sean
minimizados, o incluso compensados completamente.
Individuo E: Puede ser difícil el realizar una compensación completa de los daños
ecológicos, pero pareciera que los beneficios de la represa son suficientes como para
cubrir los costos de una compensación suficiente.
Ecologista: Aún así no estoy del todo convencido.

Parece que la discusión ha retrocedido, pues ahora Ecologista se encuentra de nuevo


insatisfecho con los resultados. Pero aquí puede venir una tercera etapa de
convencimiento basada en la razonable apertura de Ecologista.

60
Moderador: No hemos llegado a una solución definitiva. ¿Hay alguna sugerencia
adicional?
Individuo F: Yo le solicito a Ecologista que reconsidere su posición, pues se han hecho
todos los esfuerzos posibles por tomar en cuenta su punto de vista, creo que en su
calidad de juez razonable, se le puede pedir que sea más imparcial y evalúe los
resultados de forma más centrada. Él es el único que no ha sido convencido, y por ello
se está convirtiendo en el obstáculo para continuar con la acción pública.
Ecologista: Creo que ustedes están en lo correcto. Han permitido que yo modifique la
solución final y han garantizado una compensación de los efectos ecológicos dañinos.
En mi calidad de juez razonable, estoy dispuesto a ceder en mi posición y apoyar la
construcción de la represa.
Moderador: Entonces podemos concluir finalmente que se recomienda construir la
represa, brindando una garantía suficiente de compensación de los efectos ecológicos
dañinos.

Por supuesto que Ecologista podría continuar insistiendo hasta el infinito, pero aquí es
donde actúa nuestro supuesto de jueces éticos y razonables, que no tienen opiniones tan
“duras” como para no ceder ante la evidencia suficiente. Aquí no se trata de evaluar
preferencias definidas de antemano, como en la teoría de los juegos, sino de tener la
disposición para dialogar y cambiar los puntos de vista a partir de una discusión
razonable. Este diálogo tendría un resultado diferente si se estuviera afectando la
libertad religiosa o sexual de Ecologista, pues en tal caso se trataría de aspectos de su
vida que son demasiado fundamentales como para poder ser pasados por alto. En el caso
del diálogo que nos ocupa, el papel de Ecologista era el de defender su punto de vista y
provocar el cambio de la acción pública en una medida suficiente, puesto que lo ha
logrado, no es conveniente que continúe resistiendo.

Hay que considerar la posibilidad práctica de que los representantes éticos y razonables
sean la minoría, mientras la mayoría conserva opiniones “duras”, que no puede
abandonar tan fácilmente. Esta situación es interesante porque los auténticos
representantes éticos y razonables serán también difíciles de convencer a favor de seguir
una política que no esté de acuerdo con el bien público. Así, aunque quienes busquen la
corrección sean una minoría, pueden llegar a tener un peso específico muy fuerte,

61
puesto que sólo serán convencidos a través de razones imparciales. El resultado
previsible es que bastaría con que algunos de los jueces fueran éticos y razonables para
introducir una mayor calidad en las decisiones colectivas.

Llamemos al grupo ético como grupo A, y al grupo que intenta llevar adelante una
política colectiva interesada como grupo B.

El grupo B tratará de introducir razones estratégicas para convencer al grupo A, por


ejemplo, un argumento de ventaja general en que el posible beneficio de todos es una
razón para continuar adelante con una política que puede causar efectos de desigualdad
en el sistema como un todo. Supongamos que se trata de una política nacional de
empleo, con la cual se incrementará la productividad y se ampliarán las oportunidades, a
costa de que algunos quedaran posiblemente muy rezagados por no poder adecuarse a
las condiciones de la modernidad.

Los miembros del grupo A manifiestan de nuevo sus reservas, no están convencidos de
que el resultado final sea positivo, pues el reparto desigual de los beneficios dejará a
muchos ciudadanos en una situación relativamente más difícil, aun suponiendo que el
efecto sea positivo para cada uno de ellos por separado. El grupo A prefiere apoyar
políticas más seguras, en el sentido de que se repartan los beneficios en forma más
equitativa, sus miembros están dispuestos a aceptar desigualdades, pero no que ellas
sean tan fuertes como las que se derivarían de la política nacional de empleo.

El grupo B insiste en los méritos técnicos de la razón que ha dado: garantizaría el


progreso absoluto de todos los ciudadanos y no es lógico detener al progreso si va en
beneficio de todos. El grupo A insiste en que una auténtica razón tiene que ser
compartida, si existen representantes para los cuales los resultados son sospechosos,
después de haber analizado todas las evidencias, su resistencia está justificada
plenamente.

El grupo B, por fin, recurre al mismo recurso que se aplicó en el caso de la resistencia
de Ecologista: los miembros del grupo A se han convertido en un obstáculo contra la
acción pública que se quiere emprender, se les han dado todas las garantías y
consideraciones posibles y aun así no quieren ceder; se les puede declarar como

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irrazonables si no cambian su punto de vista. Pero el grupo A no se deja convencer por
estas razones últimas, pues siente que representa un punto de vista ético fuerte, que
defiende una mayor equidad en la repartición de los beneficios del progreso. Son en
efecto un obstáculo, pero éste se ancla en una perspectiva ética profunda.

Tal vez lo que está en juego aquí es qué vamos a entender por una buena razón, puesto
que las buenas razones son como la llave mágica que permite abrir las puertas y avanzar
en la discusión. Es probablemente cierto que no se puede dar una definición
contundente de lo que distingue el caso de Ecologista del caso de los grupos A y B.

Así resulta claro en nuestro ejemplo que algunas razones son aceptables, pero no por
ello son buenas. Existen razones que permiten interactuar con los otros y continuar con
el debate, pero lo que lo hace realmente avanzar son nada más las buenas razones. Para
un filósofo como Ayer, esta distinción no tiene sentido, no hay forma de acceder a una
esfera intuitiva que pueda calificar una razón como buena o como mala de forma
intersubjetiva. Para Moore es todo lo contrario: hay intuiciones naturales de lo bueno
que no dejan lugar a ningún tipo de cuestionamiento y cualquier intento de definirlas
está condenado al fracaso.

Un criterio aproximado de buena razón radica en que sea posible de compartir por todos
los representantes, en el sentido de que recurra a elementos de interés común que no
sean fácilmente objetables. El grupo B puede no aceptar las razones del grupo A, pero el
rechazo no se funda en un interés colectivo que se pueda compartir; la insistencia del
grupo B por seguir con su política es lo que aparece como irrazonable, no la resistencia
del grupo A que se funda en razones éticas profundas.

Las buenas razones tienen esa capacidad de ingresar a nuestras conciencias y ponerlas
sobre aviso de que una acción que se está emprendiendo puede ser beneficiosa o dañina.
Requieren comprender las consecuencias con claridad, pero también una profunda
reflexión acerca de los valores que se están afectando. Esos valores tienen que ser lo
suficientemente compartidos como para que la razón pueda prosperar.

Así, cuando se me pregunta por qué defiendo una dada posición, yo puedo contestar
que el cielo es azul o que simplemente es mi derecho el estar en desacuerdo. Éstas son

63
precisamente el tipo de razones que no pueden formar parte del acuerdo público.
Nuestro enfoque saca provecho de esta distinción para dar origen a un diálogo público
fructífero.

No en todos los casos reales se puede obtener una solución definitiva. Aquí es donde la
posibilidad de realizar una votación puede resultar atractiva, como un último recurso,
una vez que se han considerado todos los aspectos del problema y se ha dado una
argumentación suficiente. Pero en esta perspectiva queda claro que se debe buscar una
mayor inclusividad, esto es, que la regla de decisión sea de mayoría calificada para que
se consideren con mayor seriedad los intereses de los que no estén de acuerdo con la
decisión.

Esto último se puede argumentar en términos más técnicos. Los costos de tomar una
decisión afectan a la totalidad de los ciudadanos involucrados, mientras los costos de
convencer a un representante sólo se aplican sobre tal representante. Normalmente
podremos suponer que los costos de tomar la decisión serán superiores a los costos de
convencimiento, de allí que se infiera que una mayor inclusividad en la regla de
decisión es lo más recomendable, ya que con ello se tiende a minimizar los costos
totales.

¿En qué espacios de la vida pública puede ser esto aplicable? La democracia supone
cierta discusión sobre los asuntos, pero en definitiva lo que impera es la votación
mayoritaria. Es un hecho que muchas veces los votos no son para nada razonados o
responden simplemente al interés específico de quien vota.

Esto puede ser mejorado en sí mismo, incentivando las características razonables de los
legisladores; dando mayor tiempo para los debates, permitiendo numerosas correcciones
a los proyectos de ley para adecuarlos a una mayor inclusividad antes de ser votados,
etcétera. Al fin, la idea no es sustituir completamente el proceso democrático por un
sistema de tutelaje, sino introducir un mayor grado de razonabilidad en la elección
social, sin tener que cambiar de forma drástica el sistema al que estamos
acostumbrados.

64
Las comisiones legislativas son el lugar adecuado para introducir el diálogo razonable,
pues allí hay más espacio para introducir a los representantes o jueces idóneos y aplicar
los procesos de discusión que hemos descrito aquí. El mismo hecho de que la
aprobación definitiva de la acción pública será en la Cámara de Diputados o Senadores,
brinda la posibilidad de estar más abiertos a una discusión franca dentro de las
comisiones.

Otro espacio prometedor es el de la consulta pública para la realización de las políticas


gubernamentales. Las diferentes dependencias de gobierno podrían abrir procesos de
diálogo para definir las mejores acciones a realizar, desde la construcción de cualquier
obra pública hasta la discusión del mismo programa de trabajo institucional. De nuevo,
la presencia de representantes idóneos permitirá una mayor inclusividad y razonabilidad
en la toma de decisiones.

En conclusión, rescatar la idea de jueces o representantes que sean capaces de


argumentar de manera seria sobre el bien público no resulta una idea absurda; por el
contrario, parece ser la solución adecuada a las fallas de la democracia real, con su
ciudadano irresponsable, mal informado, poco comprometido con la acción pública y
siempre dispuesto a defender sus intereses personales por sobre todo lo demás. Lo que
está en juego es la misma recuperación de un alto sentido ético en nuestras decisiones
públicas.

IV

65
VISIONES DEL BIEN, JUSTICIA SUSTANTIVA Y DERECHOS SOCIALES

El punto de partida es la diversidad de concepciones del bien de los ciudadanos. Se trata


de mostrar que es posible saltar desde dicha realidad hasta la necesidad de una justicia
sustantiva.

Para ello se afirma que, a pesar de la diversidad, es posible generar una visión
compartida del bien en los términos en que ello es requerido para la vida pública, con
base en que se puede compartir nuestra comprensión del daño y, además, lo que se
entiende por una actividad significativa en la vida de cada quien. Diferentes autores han
admitido la existencia de una visión compartida del bien, pero le confieren diferentes
atributos. La llamada justicia formal sería insuficiente para satisfacer los requisitos de
tal visión compartida, puesto que no brinda una protección suficiente a la dignidad de
las personas, la cual requiere de la satisfacción de bienes sociales o materiales para
llevar a cabo una vida que valga la pena. Al final se incluyen algunos elementos básicos
que ayudarían a acercarse a una justicia más sustantiva, necesaria para superar las
restricciones de la justicia formal.

1. El supuesto de diversidad

Se parte de la existencia de la diversidad de concepciones del bien de los ciudadanos. La


complejidad de la vida moderna implica que no se puede hablar de un bien común
estricto para todos, sino que los ciudadanos tienen diferentes formas de comprender el
bien, incluyendo puntos de vista religiosos, morales, existenciales, que constituyen la
llamada diversidad moderna.

Esto no siempre fue así, en la edad media se pensó que sólo una religión, intolerante con
las demás, podría ser la base para la unión social: la única alternativa era la guerra civil
y la destrucción de la paz. Con la llegada de la reforma religiosa y el
constitucionalismo, este punto de vista cambió. Como dice Rawls:

66
...el liberalismo político supone el hecho del pluralismo razonable como un pluralismo de doctrinas
religiosas y no religiosas. Este pluralismo no se considera como un desastre, sino como el resultado
natural de las actividades de la razón humana en regímenes de instituciones libres y duraderas...Sin duda,
el éxito del constitucionalismo liberal llegó como el descubrimiento de una nueva posibilidad social: la
posibilidad de instaurar una sociedad pluralista, razonablemente armoniosa y estable.26

Uno se tendría que hacer una pregunta fundamental: ¿cómo es posible que exista una
sociedad justa y estable si los ciudadanos que la constituyen se encuentran
profundamente divididos por doctrinas que ellos mismos consideran razonables? ¿no
constituiría un equilibrio inestable que en cualquier momento podría desaparecer para
dar lugar de nuevo a la antigua idea intolerante de bien común para todos?

Hay que regresar al punto de partida, pues comenzar con la diversidad existente parece
ser un supuesto razonable. Hay que preguntarse si el creer en la diversidad implica que
no existe ninguna concepción del bien que sea tan dominante o abarcadora que se
pudiera imponer sobre todas las demás visiones.

Si nos referimos a una visión comprensiva del bien, esto es, a una que especificara con
suficiente detalle el cómo se debe vivir la vida, la respuesta debe ser negativa. Por el
momento no existe ninguna concepción superior en ese sentido, nadie ha tenido la
suficiente capacidad, inspiración divina o fortuna, como para visualizar un mundo
organizado con reglas de nivel superior que nos indiquen qué hacer en la mayor parte de
las situaciones relevantes.

No se niega que en el futuro podría surgir una visión de tal tipo, pero tenemos que ser
cautos y sostener que mientras no exista tal visión superior debemos considerar a todas
las visiones del bien existentes como restringidas a aquellos ciudadanos que libremente
las sostienen. Esto es: ninguna tiene un credencial de superioridad sobre las demás.

Lo anterior no implica que todas las concepciones valgan igual. No se trata de sostener
un relativismo que pretenda comparar las concepciones entre sí, solamente se sostiene
que no hay ninguna concepción tan superior como para poder hacer innecesarias o
inválidas a las demás.

26
Rawls, John, Liberalismo político, FCE, México, 1995, pp. 18-19.

67
No se requiere de ateismo, pues no se niega la verdad de las diferentes religiones.
Obsérvese que no sería coherente que el individuo tuviera dos verdades al mismo
tiempo; por tanto, no es que mi verdad particular se haga a un lado cuando recurrimos al
nivel de la razón pública (como pretenden algunos teóricos como Nagel y Larmore);
sino que ello no sería posible sin suponer un cierto escepticismo sobre mi propia verdad
particular. Si las personas se volvieran de pronto fanáticas o dogmáticas respecto de sus
doctrinas, sería natural que pretendieran imponerlas a los demás y regresaríamos a la
intolerancia religiosa y filosófica. Desde su punto de vista particular, cada quien puede
sostener la verdad de su religión o filosofía, pero será lo suficientemente escéptico como
para respetar los puntos de vista de los otros. El respeto hacia las doctrinas de los demás
parece requerir, por tanto, alguna dosis de escepticismo hacia la religión propia.27

El individuo liberal debe compartir tal creencia y, en consequencia, tiene que ser
escéptico respecto a su visión del bien en el grado suficiente para negar su validez como
imposición universal. De otra manera, se impondría un dogmatismo que impediría la
formación de una auténtica razón pública.

2. En defensa de la autonomía

Podríamos decir que nuestro primer apartado representa algo así como una declaración
de principios básicos, de axiomas con los cuales se construirá el resto de la
argumentación. En este segundo apartado, extendemos los axiomas hacia otro nivel que
se considera razonable, aunque no indispensable para continuar el análisis.

En estrecha relación con lo que se ha señalado, se sostiene la proposición de que poseer


una visión del bien vale la pena porque la persona llega a ella en forma autónoma, sin
que se le imponga de forma violenta. Así que aunque alguien tuviera la certeza de que
su religión es la verdadera, sería cuestionable que tratara de imponerla a los demás.

Esto tiene que ver con la distinción kantiana entre el individuo autónomo y el
heterónomo. Según Kant, el individuo auténticamente ético es aquel que se convence
desde adentro, desde su reflexión propia y no por la imposición de razones externas.
27
Barry, Brian, La justicia como imparcialidad, Edit. Paidós, Barcelona, 1997, pp. 233-239.

68
Habría una especie de conciencia universal a la cual se podría recurrir para obtener los
principios morales y de justicia.

Tal vez esto sería un poco exagerado y nos podría dejar en un vacío existencial. Sólo se
podrían obtener principios de justicia puramente formales y ellos serían de carácter muy
limitado, por ejemplo, la norma de que se deben cumplir las promesas. Por ello, se
prefiere la afirmación más cauta de que sólo se aceptarán razones externas en la medida
que el individuo mismo las encuentre convincentes.

En este sentido, sería perfectamente válido el tratar de convencer a los demás acerca de
mi propia verdad; podría usar los medios de los que dispongo, tales como la propaganda
y la explicación detallada de mi punto de vista para tratar de llevar a los demás por el
camino del bien. Sólo habría que tener claridad para distinguir el convencimiento de la
imposición. Si, por ejemplo, la gran mayoría de los niños son llevados a escuelas
católicas, se pondría en serio riesgo su autonomía. El ejemplo correspondiente en los
adultos se refiere a la fuerza de los medios de comunicación masiva: una mentira dicha
mil veces se convierte en verdad. Habría que tener cuidado en cuanto al grado en que se
puede permitir que los intereses personales o de grupo dominen en los medios de
comunicación masiva. El Estado debería estar atento para garantizar una suficiente
pluralidad y competencia en los medios, de otra manera, se podría fácilmente caer en el
conformismo social, los ciudadanos serían una caja de resonancia de su entorno, sin
capacidad crítica para tener una visión del bien razonada.

3. Hacia una visión compartida

Ahora bien, ¿por qué el individuo estaría interesado en una visión del bien compartida?

La primera razón trata del motivo del acuerdo y puede considerarse la definitiva: radica
en el deseo conveniente de apoyarse en razones que también sean válidas para los
demás. Para Larmore se trata de un igual respeto. Éste consistiría en que le debemos a
todos una explicación de nuestra forma de actuar en todas aquellas cuestiones que les
afecten; no podemos tratar a los demás como objetos de nuestra voluntad, aunque
nuestras opiniones sobre la buena vida sean por completo diferentes. También podemos

69
decir que estamos obligados a tratar al otro como él nos trata a nosotros; por ello, dado
que el otro tiene una perspectiva sobre el bien, estamos obligados a discutir con él los
méritos mutuos de nuestras perspectivas.28

Habría que recordar, como ya se ha dicho, que el igual respeto podría desembocar en la
intolerancia si no se supone un cierto escepticismo sobre la naturaleza del bien: el
afirmar que no habría ninguna verdad superior.

Para otros autores, como Barry, el motivo del acuerdo trata sobre “el deseo de vivir en
una sociedad cuyos miembros en su totalidad acepten libremente sus reglas de justicia y
sus principales instituciones”.29

Lo que esto nos confiere es un deseo compartido por vivir en una sociedad de carácter
liberal, de aquí surge la posibilidad de conformar una visión superior del bien sólo en el
sentido de crear las bases de una cooperación justa, sin construir una base comprensiva
propiamente dicha. Dada la realidad del pluralismo razonable, sólo mediante una visión
general de este tipo es posible generar la cooperación social y política necesaria para
seguir adelante con nuestros propósitos propios y compartidos.

Otra razón que se ha dado para explicar la visión compartida es la necesidad de un


equilibrio de fuerzas, a riesgo de vivir en un constante estado de guerra con los demás.
Esta segunda razón no es muy convincente porque dependería de las circunstancias.
Entonces, cuando por cualquier razón o circunstancia, alguna parte de la sociedad
pudiera tener la fuerza suficiente como para imponer su visión del bien, no tendría el
menor escrúpulo en destruir el acuerdo compartido y acabar con cualquier disidencia.

La justicia no puede tener bases tan débiles o precarias, debe tener un contenido más
sustantivo para poder llamarse como tal; de otra manera, se reduciría a la simple
conveniencia de sostener ciertos principios en un momento dado de la historia.

La existencia de la visión compartida depende de ciertos puntos centrales. El primero es


la necesidad de un acuerdo más o menos general, en cuanto a lo que consiste o no en un

28
Ibidem, p. 244.
29
Ibidem, p. 228.

70
“daño”. Una cuestión que comparten casi todas las visiones del bien es la valoración de
ciertos actos como dañinos o malos, por ejemplo, los daños físicos, la esclavitud, la
marginación, la falta de respeto, etcétera.

Muchos sostienen que lo que se entienda como daño depende estrechamente de la visión
del bien que se tenga. En efecto, pareciera que ciertas religiones no consideran como
daños el maltrato de las mujeres o de los niños. Esto es cierto, pero también lo es, en
términos generales, que tales actividades son consideradas dañinas por la gran mayoría
de los puntos de vista religiosos y filosóficos. Si existen tales acuerdos “naturales” sobre
lo que se considera como daño, es posible tener una visión más o menos unificada sobre
éste y condenar todas aquellas actividades que generen daños.

Un segundo punto que conforma la visión compartida es que valoramos algunas


actividades a tal grado que consideramos que no sería correcto que se le impusieran
restricciones a los individuos sobre ellas. De esta visión devienen la libertad de
asociación, de expresión, de religión y de preferencia sexual. Ahora bien, sólo se
requiere de dos pasos para conformar principios de justicia generales: primero, que la
actividad sea considerada valiosa por una gran mayoría de las visiones del bien; y
segundo, que puesto que algunos individuos persiguen tales actividades valiosas en
formas diversas, la única forma de garantizarles el acceso a tales cuestiones
fundamentales en su vida sería promover la libertad de que las realizaran. Si se actuara
en forma contraria, prohibiendo o permaneciendo indiferentes hacia tales actividades
valiosas, entonces no se estarían respetando las visiones del bien de algunos ciudadanos.

Esto es lo que permite que se faciliten organizaciones o instalaciones para los grupos
que practican la homosexualidad; no se les puede condenar por ello ni discriminarlos en
ningún sentido, a pesar de que a mucha gente no le agrade o no apruebe su
comportamiento. La cuestión del aborto es similar en este sentido, pues existe
desacuerdo sobre el carácter del feto: para algunos éste no constituye un ser humano
hasta que el embarazo no lleva cierto grado de avance; de allí que no se podrían
condenar los abortos antes de cumplir un plazo razonable después de la concepción, a
pesar de la opinión contraria de la mayoría.

71
Por tanto, sí existen elementos de acuerdo a pesar de nuestra diversidad. Hay que sacar
ventaja de tales acuerdos sociales para convertirlos en realidades que sustenten la
justicia.

Un exceso de diversidad no es bueno, precisamente porque compite con la posibilidad


de formar una visión compartida: una sociedad dividida y en conflicto no puede
conformar un orden justo. El fomento de la diversidad tendrá entonces sus límites,
puesto que un exceso de diversidad termina por deteriorar la justicia.

Se supone que las visiones del bien no son en realidad, después de todo, completamente
independientes unas de otras, no son absolutamente extrañas entre sí sino que tienen
elementos en común que permiten conformar una idea de razón pública. Se trata de una
diversidad de concepciones razonables, a pesar de que cada una puede conservar
muchas de sus verdades propias.

4. La insuficiencia del liberalismo formal

Admitida la posibilidad de una visión compartida, que permita que los individuos con
diferentes visiones del bien puedan vivir en paz y sujetos a reglas de justicia, hay que
analizar algunas formas en que tal visión compartida ha sido concebida por otros
autores.

Las visiones liberales extremas le dan primacía al individuo y a las formas de asociación
privadas.

Si yo tengo la propiedad de algo, adquiero también un derecho exclusivo sobre ello; no


habría ninguna razón por la cual yo tuviera que renunciar a mi propiedad ni siquiera si
hubiera un beneficio común claro. Esto supone que la distribución de la propiedad
existente es justa por naturaleza.30

Al final, con esto se intenta justificar la existencia de la pobreza o de las desigualdades


entre los individuos. Se tiene demasiada confianza en las asignaciones naturales y su
30
Esto es tratado ampliamente en: Nozick, Robert, Anarquía, Estado y utopía, FCE, México, 1988.

72
capacidad de autocorrección, de tal manera que los más ambiciosos triunfarían por
sobre los más conformistas. Si alguien es pobre tendría la posibilidad de superarse por
medio del esfuerzo.

No es posible hacer un análisis detallado de la teoría de la justicia de Rawls, una de las


más conocidas defensas del liberalismo; pero habría que mencionar que sus dos
principios de justicia aseguran las libertades básicas y que las desigualdades sean
distribuidas de forma tal que resulten en algún beneficio para los grupos más
desfavorecidos. Aquí surgen varios problemas. Entre los más importantes están que el
esquema permite la existencia de grandes desigualdades entre los individuos, además de
que no hay una forma clara de aplicarlo en la práctica.31

Así, aunque la teoría de Rawls es un buen intento por diseñar un liberalismo menos
formal, la verdad es que no logra desarrollar los requisitos necesarios para convertirse
en un liberalismo sustantivo.

En el caso de Habermas, se hace un intento por universalizar principios de justicia a


partir de un procedimiento puramente formal, basado en los intereses de los individuos
participantes. La renuncia a todo principio de justicia sustantivo imposibilita el logro de
cualquier acuerdo sólido. Se tiene que recurrir entonces a una comparación de los
intereses de las partes y en definitiva a alguna forma de utilitarismo, pues ésta sería la
única manera de juntar los intereses en unidades comunes. El resultado previsible sería
que las acciones, junto con sus consecuencias, se convertirían en obligatorias o
prohibidas y no habría margen para una discusión más sustantiva, puesto que el único
material de discusión son los propios intereses de los participantes.32

Se obtiene un enfoque muy diferente si se parte de que la propiedad sólo es legítima


dentro de un ambiente de justicia. Primero habría que asegurar la justicia de los bienes
sociales y con lo que sobra construir una propiedad privada legítima. En otras palabras,
la propiedad privada no podría ser legítima si no se otorga en un ambiente de justicia
social.

31
Kymlicka, Will, Filosofía política contemporánea, Edit. Ariel, Barcelona, 1995, pp. 81-91.
32
Guariglia, Osvaldo, Moralidad, ética universalista y sujeto moral, FCE, Argentina, 1996, pp. 127-133.

73
Ronald Dworkin ha intentado diseñar un esquema que responda a este reto. En términos
generales, consiste en la realización de una subasta de los bienes básicos, de tal manera
que cada participante, por medio del intercambio de unos bienes por otros, mediante la
oferta y la demanda, lograría encontrar la canasta de bienes básicos que más le
conviniera. Previo a tal subasta, se habrían reservado los recursos necesarios para hacer
frente a la asistencia social, de acuerdo a lo que cada quien considera que sería
necesario para prevenir la posibilidad de quedar en una situación de desventaja (tal
como la de tener una capacidad genética disminuida, alguna enfermedad incapacitante o
ser desafortunado en su negocio o trabajo). Por fin, un esquema de impuestos y seguros
lograría el nivel de asistencia social que habría sido previsto por los participantes, de tal
manera que nadie se pueda quejar de que no tuvo la oportunidad de protegerse o de que
los impuestos son excesivos.

Este esquema tiene sus deficiencias, como el problema de medir las verdaderas
desventajas, puesto que muchas personas se esfuerzan por reducir sus desventajas
naturales. Pero en todo caso, ejemplifica bien el tipo de esquema que se requiere para la
justicia social, en el sentido de que se deberá reservar una parte de los recursos para los
bienes sociales, a la manera de un seguro, para a partir de allí permitir las desigualdades
que las personas se merecen como premio por los esfuerzos que reflejan su ambición.

Lo que es más, se plantea el dilema en términos claros: un exceso de bienes sociales


terminaría por cancelar la ambición y el progreso, mientras una falta de ellos no
brindaría suficiente protección para que los ciudadanos desarrollaran una vida digna. El
problema se reduce entonces a cómo determinar el nivel al cual se ofrecerían los bienes
sociales para llegar a un equilibrio justo entre los intereses. 33

5. El derecho a igual consideración y respeto

Dworkin ha defendido que los individuos tienen derechos prima facie que no pueden ser
derrotados por ninguna perspectiva de bien común. Esto se refiere a la dignidad básica
del sujeto, lo protege contra las injerencias ilegítimas.

33
Kymlicka, Will, op. cit., pp. 91-97.

74
Señala Dworkin que el gobierno debe tratar a sus gobernados con consideración, esto
es, como seres humanos que sienten, que son capaces de sufrir y frustrarse. También
debe tratarlos con respeto, como seres humanos que son capaces de formarse y actuar
con una concepción inteligente de cómo vivirán sus vidas. Todos los ciudadanos, por
tanto, tienen derecho a que se les trate con igual consideración y respeto.34

La forma en que se utiliza este derecho se ejemplifica en que no se puede utilizar un


argumento político como el del bien común para restringir las libertades individuales.
Tales argumentos pueden tomar la forma de una visión idealizada de la vida, que
supuestamente se podría alcanzar violando las libertades; o bien, partir de que se
alcanzará una mayor felicidad social. Cualquiera de las dos formas viola el derecho a
igual consideración y respeto, primero porque se considera una visión del bien superior
a las de los demás; y segundo, porque la felicidad se basa en preferencias subjetivas que
podrían salirse de control, por ejemplo, en el caso del racismo o el rechazo a la
homosexualidad.35

Todo esto está muy bien, y es congruente con lo que hemos señalado anteriormente
sobre las visiones de la vida. No obstante, no parece suficiente para construir una
perspectiva de justicia social sustantiva. Para ello debemos ir más allá de las libertades
básicas y proteger al individuo de manera más contundente.

Para muchos autores el derecho a igual consideración y respeto resulta insuficiente, se


argumenta que no basta con “considerar a las personas”, sino que habría que
satisfacerlas. Se puede brindar igual consideración y respeto teniendo a todos los
individuos en situación precaria. Además, la moralidad no sólo se basa en el principio
de igualdad, sino que incluye virtudes ciudadanas tales como el deseo de ayudar a los
otros, la honestidad, actos que van más allá del deber, etcétera, lo cual no resulta
adecuadamente capturado por el derecho de Dworkin.36

En cuanto a la cuestión de la satisfacción de los deseos de los ciudadanos, resulta claro


que no todos los deseos tienen derecho a ser satisfechos; si así fuera no habría ningún
Estado o economía capaz de hacer frente a las necesidades. El punto sería distinguir en
34
Dworkin, Ronald, Taking rights seriously, Edit. Duckworth, Londres, 1978, pp. 272-273.
35
Ibidem, pp. 274-275.
36
Cruz, Juan Antonio, El concepto de derecho subjetivo, Edit. Fontamara, México, 1999, pp. 276-279.

75
qué medida los diversos deseos merecen ser satisfechos. La respuesta más obvia es que
depende de qué tan básicos sean tales deseos en relación con la dignidad de las personas
o su idea sustantiva de la buena vida.

En tal sentido podrían ser defendidos derechos básicos a la salud, la educación, la


alimentación o el trabajo, en concordancia con la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, si bien seguiría quedando en duda el tamaño preciso que debería
alcanzar la protección social. En cambio, aunque muchos ciudadanos reclamaran un
derecho a tener un auto, y por más que tal deseo fuera muy intenso, difícilmente se
podría garantizar por la asistencia social, puesto que no se puede defender como una
necesidad básica para la vida o que sea un supuesto para la igualdad esencial del
individuo.

Diferente sería el reclamo de una organización social para que se le brinden facilidades
para desarrollar sus actividades, por más que tales actividades fueran extrañas o
molestas para los demás. En tal caso merece la protección estatal para que se desarrolle
libremente, lo cual no implica derecho a un subsidio, pero sí el vigilar que se le trate en
pie de igualdad con otras organizaciones similares para impedir la discriminación. Al
respecto se pueden diseñar procedimientos para hacer reclamos en caso de posibles
violaciones a los derechos de los individuos u organizaciones, y la aplicación de
sanciones cuando fuera necesario.

Existirán también derechos en conflicto. Un ejemplo ilustrativo sería comparar los


derechos de los cazadores con respecto a los derechos de quienes defienden el
ecosistema. En la medida que se pueda mostrar que las actividades de los cazadores no
son sólo molestas, sino que causan auténticos daños al resto de la comunidad, se podría
decir que los derechos de los defensores del ecosistema deberían prevalecer por sobre
los de los cazadores.

En general, las personas que tienen preferencias muy distintas de las del promedio de la
sociedad tenderán a encontrarse en desventaja en una democracia. Ello es un resultado
natural desde que la democracia premia las decisiones públicas que son capaces de
generar apoyo mayoritario, por ello se requiere de la defensa de las minorías para que

76
no resulten aplastadas por el poder mayoritario, se convertirían en eternas perdedoras y
no podrían llevar adelante las políticas que les interesan.

Para ello hay algunas previsiones que aparecen generalmente en la constitución, en


forma de garantías individuales que impidan el abuso del poder en contra de las
minorías. Pero parece claro que ello es insuficiente para impedir que las minorías sean
perjudicadas de diversas maneras por la legislación y las políticas públicas. Por eso el
poder mayoritario debería ser usado siempre con el debido cuidado y responsabilidad,
pues muchas veces afecta seriamente el bienestar de ciertos grupos.

La solución procedimental sería el aumento del grupo decisorio. Si se requieren


mayorías calificadas se obliga a que haya mayor discusión e inclusividad, y se reducen
los riesgos de daños a los grupos minoritarios. Esto puede ser útil en función del caso de
que se trate pero de nuevo es insuficiente, puesto que si todo se tuviera que decidir por
mayorías calificadas se haría muy costoso el proceso de toma de decisiones y se caería
en lentitud o inmovilidad del gobierno.

Así que la democracia tiene una tendencia a validar lo que la gente desea con
independencia de si lo debería o no desear, esto no parece correcto, como se nota
cuando tomamos conciencia de que hay minorías que serían perjudicadas por la toma de
decisiones, además de que los deseos de corto plazo pueden ser muy costosos por no
tomar en cuenta las consecuencias de largo plazo. Por ello siempre será importante la
crítica inteligente, en especial de los intelectuales y políticos, para impedir los abusos
del poder.

Habría que distinguir entre bienestar volitivo y bienestar crítico, el primero aumenta
siempre que obtengo lo que deseo, el segundo sólo cuando obtengo lo que debería
desear. Ejemplos de cosas que podrían formar parte del bienestar crítico serían el
aumento del conocimiento sobre la ciencia moderna, el realizar un trabajo de forma
satisfactoria, y el cuidado de los hijos. El liberalismo se construye sobre el bienestar
crítico y no tanto sobre el bienestar volitivo, por más que siempre quisiéramos satisfacer
a las personas en todos sus deseos, ello resulta materialmente imposible.37

37
Véase al respecto: Dworkin, Ronald, Ética privada e igualitarismo político, Edit. Paidós, Barcelona,
1993.

77
Obsérvese que lo que me puede parecer bueno desde el punto de vista crítico no
necesariamente lo es desde la perspectiva del bienestar colectivo. Si me gusta la música,
y la considero esencial para mi concepto de buena vida, podría defender tal actividad
como interés crítico, pero ello no sería necesariamente lo mejor para la sociedad, tal vez
yo podría haber sido mucho más útil a la sociedad como ingeniero que como músico.
Pareciera que las personas tienen un derecho independiente por hacer lo que más les
interesa en la vida, aunque ello sea a costa del bienestar social posible.

Un ejercicio mental puede aclarar esto. Imagine que de alguna manera mágica, a partir
de mañana, se convierte en un genio que puede resolver multitud de problemas prácticos
y aumentar el bienestar social. Usted no tiene una obligación de maximizar el bienestar
social posible que se puede obtener por esa nueva habilidad, seguramente tendría el
deber de hacer algo por su sociedad puesto que existen muchas carencias, pero el grado
de esfuerzo que usted debe aplicar es indeterminado desde que tiene derecho al uso de
su tiempo de la forma que más le convenga a sus intereses críticos.

En la otra cara de la moneda, las personas podrían no obtener apoyo público para la
realización de actividades que les parecen importantes en la vida. Ello es un resultado
natural desde que no es suficiente el presentar un interés como crítico para que sea
validado socialmente. Así, puedo defender mi libertad de tener una religión y decir que
es una actividad esencial para mi vida, sostener incluso que es crítico para mí el que se
construyan muchas catedrales; pero de allí no puedo pasar a exigir que el Estado
promueva tales actividades si no obtengo un apoyo suficiente del resto de la sociedad.

El argumento cambia en el caso de los derechos sociales básicos. Éstos son sin duda
parte de mi interés crítico, puesto que sin la garantía de cierto nivel de salud,
alimentación, educación e incluso de igualdad de oportunidades en el empleo, sería
imposible desarrollar una vida digna que esté acorde con los requisitos impuestos por el
mismo medio económico, social y político. A su vez, el Estado tiene la obligación de
proveerlos, puesto que no derivan de preferencias personales arbitrarias, sino de
necesidades básicas que la misma vida en sociedad supone.

78
Este tipo de defensa, centrada en las necesidades básicas, supone que los derechos
fundamentales no pueden ampliarse sin medida, como que si se tratara de preferencias
arbitrarias, sino que deben sujetarse a limitación, según las posibilidades que se vayan
creando para satisfacerlos.

6. Derechos sustantivos y justicia social

Hay que crear una perspectiva que se enfrente a los excesos del liberalismo y del
capitalismo. Para ello se requiere justificar el derecho a bienes sociales sustantivos, que
vayan más allá de la libertades formales.

Según Michael Walzer, la asignación pública de los bienes debería ser la regla, la
asignación privada sería una posible alternativa que en todo caso habría que justificar.

Hay críticas a esto, en el sentido de que la asignación pública es ineficiente y arbitraria.


No obstante, se puede sostener que sin la garantía al derecho a los bienes sociales
básicos los ciudadanos estarían siempre en riesgo de quedar en desventaja excesiva, sin
alcanzar una auténtica igualdad de oportunidades ni tener realmente una posibilidad de
desarrollar una vida digna.

Es necesario un presupuesto social suficiente para hacer efectivos los derechos sociales
básicos: a la salud, a la alimentación, a la educación, al empleo. De hecho, muchos
países, incluido México, están comprometidos formalmente con ellos por medio de la
constitución y los acuerdos internacionales de derechos.

En cuanto a la afirmación de que esto podría generar un fuerte déficit público, o lo que
es equivalente, la de que no hay suficiente dinero público para satisfacer tales
requerimientos, la respuesta es, primero, que son necesidades tan básicas que no pueden
quedar sin satisfacción, y segundo, que los recursos correspondientes se pueden ir
creando paulatinamente, conforme los actores sociales se hacen conscientes de las
necesidades.

79
El monto específico que se tiene que asignar depende de las características de cada
sociedad y las opiniones de los ciudadanos al respecto, lo cual se distingue de sus
preferencias o deseos más generales, puesto que las necesidades básicas no son
arbitrarias. Además, al tomar en cuenta la restricción de recursos escasos, no se podrían
aumentar los derechos sociales de forma indefinida, pues el aumento de los impuestos
terminaría por hacer imposible que los ciudadanos llevaran a cabo sus ideales de vida,
cancelando sus ambiciones y el esfuerzo correspondiente.

Por tanto, hay un límite teórico para los bienes sociales, el tratar de conocer tal límite y
la medida en que nos podemos acercar a él, sin generar riesgos al bienestar de la
sociedad como un todo, es una de las tareas incompletas de la filosofía y la ciencia
política.

La costumbre aceptada, sobre todo en los países subdesarrollados, es la de reconocer los


derechos básicos en la constitución y los diversos acuerdos internacionales sobre la
materia. Pero ello sólo como una declaración formal, a la hora de establecer los
mecanismos específicos y determinar los montos con que se obliga el Estado a hacer
frente a sus responsabilidades, se deja de responder seriamente a los derechos y siempre
se tiene la excusa de que los recursos son insuficientes.

La verdad es que si los derechos básicos existen es para que sean respetados en forma
más o menos estricta, así que siempre habría lugar para ir incrementando el gasto
público en bienes sociales, en la medida que se vayan cubriendo las necesidades más
apremiantes. El mecanismo específico, frente a la generalizada escasez de recursos
públicos, sería el crear los ingresos correspondientes a cada necesidad social que se
vaya reconociendo. En este sentido, se estaría aún muy lejos de alcanzar el límite
teórico de incremento en los bienes sociales, dado que existiendo tantas necesidades y
una distribución muy desigual del ingreso, habría lugar para seguir aumentando los
impuestos; siempre que éstos tengan como destino la satisfacción de derechos sociales.

Un peligro sería que el incremento de ingresos públicos sirviera para generar otros
problemas como la corrupción o un mayor costo de la burocracia. De allí que la cuestión
esencial aquí es darle prioridad al destino efectivo de los fondos por contraposición a su
origen. Pocos podrían quejarse válidamente del aumento en los impuestos, si saben que

80
tales impuestos serán utilizados para socorrer a los más pobres o a los más perjudicados
en el reparto social.

No es nuestra intención minimizar los peligros, pues se reconoce que los sistemas de
asistencia social son a menudo ineficientes y deterioran la competencia de mercado;
pero debe quedar claro que la alternativa correcta no es renunciar a los derechos
sociales, lo cual dejaría a muchos ciudadanos en el abandono y como presa de las
injusticias del sector privado, sino, muy por el contrario, mejorar la eficiencia de la
asignación de los bienes públicos con buena distribución, administración y control.

La teoría del Estado liberal de Bruce Ackerman reconoce estos problemas. En sus
términos, la cuestión central es la adecuada distribución entre el presupuesto estructural
y el presupuesto autorreferente. El primero se refiere a lo que aquí hemos identificado
con los bienes básicos, pues procura que haya una estructura liberal que satisfaga los
requisitos de un sacrificio igual de todos, de tal manera que no se podrían reclamar
“ventajas especiales” para ningún ciudadano. El segundo se refiere a los recursos que
sobran para que cada quien lleve a cabo sus fines en la vida. La cuestión clave radica en
que el presupuesto estructural podría ser tan grande que dejara pocos recursos para que
cada quien lleve a cabo sus fines en la vida, lo cual haría imposible que se alcanzaran
las promesas del liberalismo.38

Lo valioso de esta visión es que no coloca a los derechos básicos en el mismo plano que
los recursos para desarrollar la buena vida de cada quien. El presupuesto estructural
legítimo requiere que se considere con seriedad a cada individuo, para que no quede en
desventaja explotadora frente a los demás. Se refiere a la cuestión de la legitimidad
básica de la estructura, la que resulta defendida por los bienes sociales básicos. En
cambio, los recursos para desarrollar la buena vida de cada quien son secundarios,
puesto que se tiene derecho a ellos una vez que se han satisfechos los requisitos
mínimos de legitimidad del Estado liberal.

En otras palabras, las personas tienen derecho a desarrollar sus vidas según su interés
propio, para satisfacer sus deseos generales; pero previamente tienen que respetar los

38
Ackerman, Bruce, La justicia social en el Estado liberal, Edit. Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1993, pp. 287-294.

81
requisitos mínimos de la convivencia social representados, no sólo por las libertades
básicas tradicionales, sino por los derechos sustantivos. No habría derecho a desarrollar
los esquemas propios de la vida de cada quien si previamente no se ha creado una
estructura que posea justicia básica. Se postula, entonces, que hay prioridad de la
justicia por sobre las ambiciones de los ciudadanos, de los bienes sociales sustantivos
por sobre la generación de desigualdades. Una vez que se llenen los requisitos de la
justicia básica, cada quien será libre de desarrollar sus propios objetivos de la vida,
incluido el enriquecimiento y el deseo de poder.

Al mismo tiempo, se reconoce que los derechos sustantivos no pueden ser aumentados
hasta el infinito, sino que al estar en conflicto con las posibilidades existentes en el
sistema económico y político, tendrán que limitarse para evitar caer en un sistema en
que las libertades individuales no puedan ser ejercidas debidamente. No obstante,
mientras existan agudas desigualdades económicas y de poder, parece claro que se está
lejos de llegar al límite de los derechos sustantivos; por consiguiente, ellos podrán
seguir creciendo sin poner en serio riesgo las libertades privadas.

Por ejemplo, para garantizar que todos tengan acceso a un trabajo digno se tendría que
interferir seriamente con las libertades privadas de contratación; de tal forma que se
podría llegar al extremo de estar creando plazas artificialmente e impedir que los
empleadores puedan decidir libremente sobre la ocupación de los puestos vacantes. Eso
sería excesivo y generaría ineficiencia. Una consideración más equilibrada protegerá el
espacio privado suficiente para que se respete la libertad de los empleadores, pero sin
dejar a los trabajadores indefensos frente a sus decisiones: estableciendo reglas para que
no haya discriminación, definiendo los perfiles requeridos por los diversos empleos,
fijando estructuras salariales, etcétera. En otras palabras, los derechos sociales son
sustantivos porque van más allá de la formalidad de colocarlos en la legislación y las
condiciones específicas para que se realicen en la práctica; pero al mismo tiempo son
relativos, puesto que dependen de su relación con las libertades políticas, de lo que los
ciudadanos consideren como más prioritario y de las restricciones existentes en los
recursos económicos.

Hay una última complicación que es necesario tomar en cuenta. Se refiere al llamado
argumento de la ventaja general. Éste sostiene que las desigualdades son necesarias

82
porque estimulan el progreso, de tal manera que producen un crecimiento suficiente
como para que todos en definitiva resulten beneficiados. El “pastel social” crecería tanto
que al final podrían ser aumentadas las libertades de todos, incluidos los derechos
sociales básicos.

El argumento parece poco sólido, pues tiene una confianza desmedida en los beneficios
del progreso, pero los riesgos serían muchos y pocas las posibilidades de que se
cumplan las promesas. No obstante, en la práctica es muy efectivo para legitimar los
intereses de los grupos poderosos, que utilizan el argumento de maneras muy diversas,
incluida la amenaza implícita de que si no se siguen las políticas adecuadas para
estimular el progreso, se caería en el estancamiento económico y la debacle social. En
algunos casos muy calificados, el argumento de la ventaja general puede ser correcto,
por ejemplo, cuando un país pretende salir de una depresión económica; pero en
situaciones más o menos normales no sería aceptable sin la existencia de las pruebas
respectivas, las cuales requieren de complejos cálculos de los beneficios y costos
económico-sociales, los que difícilmente estarán disponibles en el momento preciso.

La defensa de los derechos sociales se contrapone con las opiniones de los grupos
poderosos privados, que quieren limitar la acción del Estado en su propio beneficio. Lo
que es peor: utilizar las facultades del Estado para sus propios propósitos, en una
especie de secuestro de la voluntad colectiva.

La democracia es a veces mal entendida como un derecho a que el ciudadano obtenga


los beneficios que le convengan, con todos los peligros de firmar un cheque en blanco.
Una visión más mesurada y precisa pone énfasis en que la democracia no puede cumplir
este tipo de promesas sin llevarnos a serias contradicciones con las libertades privadas y
las restricciones económicas y sociales. Lo que la democracia sí puede hacer es brindar
la garantía de los bienes sociales básicos, una vez que han sido definidos con claridad.

83
V

DIÁLOGO RAZONABLE, DELIBERACIÓN Y REPRESENTATIVIDAD

Con las razones tratamos de convencer a los demás de la conveniencia de un rumbo de


acción o una política. En el contexto de las decisiones colectivas se supone que debe
procurarse el mayor grado de razonabilidad, con el fin de reducir los costos de las
políticas y acciones para promover el bienestar público.

84
Pareciera que sobre esto no hay mayor duda, el problema comienza cuando tratamos de
investigar cuál es la mejor forma práctica de aproximarse a lo razonable.

Habermas propone su principio U de universalización, con el cual pretende que las


normas sean evaluadas para lograr el mejor beneficio de todos, una vez consideradas
todas las posibles consecuencias. Todos deberán de estar de acuerdo con la política para
que realmente se esté hablando de una política correcta o válida, así que se requiere del
consenso de todos los participantes para obtener una buena decisión.

La argumentación depende de las razones que las respalden: se reconoce que la validez
del mejor argumento es el único criterio para juzgar acerca de las propuestas. La
racionalidad consiste en la voluntad de que cada propuesta sea sujeta a crítica, para
garantizar el acuerdo racional hacia el mejor argumento y para corregir los errores.39

Habermas defiende que tal actitud hacia la validez de nuestras propuestas no es gratuita,
sino un resultado necesario de nuestro papel como agentes comunicativos. Si nos
alejamos de tal ideal estaremos condenados al silencio o la soledad.

No es extraño que Habermas trate de defender sus propuestas como resultados


necesarios, que tienen que llevarse a cabo a costa de males mayores o de alguna
contradicción fundamental. Pero aquí lo que nos interesa es el diálogo como una
alternativa práctica que pueda funcionar en la vida real.

En tal sentido, la perspectiva de Habermas, no es directamente aplicable a la práctica,


puesto que si siempre tenemos que recurrir al consenso de todos los afectados por una
política, la consecuencia será que muy pocas políticas serán aprobadas: se nos condena
a la falta de flexibilidad en la toma de decisiones.

Además, en realidad el diálogo razonable no es necesario, puesto que las personas que
tienen poder político o económico tratarán de obtener ventajas especiales. Ésta es la
distinción entre la razón comunicativa, la del mejor argumento, y la razón estratégica, la

39
Kingwell, Mark, A civil tongue: justice, dialogue, and the politics of pluralism, Pennsylvania State
University Press, Pennsylvania, 1995, p. 157.

85
de los intereses. En la vida real no impera la validez del mejor argumento, sino los
intereses de los diversos agentes, por consiguiente, la razón comunicativa se ve
superada por la razón estratégica. Lo que es más, la razón estratégica puede tomar
apariencia de razón comunicativa por medio de la propaganda o el convencimiento.

1. Limitaciones de la democracia

La democracia no responde bien a la demanda de Habermas, su funcionamiento práctico


está muy lejos de acercarnos a la razón comunicativa. Son los intereses políticos y
económicos los que mandan, de allí que la sospecha de que los procedimientos
democráticos nos lleven por caminos falsos está bien fundada.

Lo que es más, entre más variados los intereses democráticos, menor es la importancia
de la razón comunicativa, pues se estimula lo estratégico, por ejemplo, buscando
alianzas partidistas para obtener las mayorías necesarias para llevar a cabo diferentes
reformas o políticas.

La solución a las fallas del sistema democrático no puede venir de un sistema de


partidos, a lo más que se llega por esta vía es a suponer que una competencia de partidos
por los votos los obliga a responder al interés público, pero éste es un modelo muy
limitado pues sólo funcionaría a la hora de votar y ello bajo una serie de suposiciones,
relativas a la sana competencia de partidos y un electorado racional. Es muy poco
probable que tales condiciones se den en nuestros países.

Por ello, se rechaza la democracia de partidos como una solución completa, que pueda
dar origen a decisiones propias de la razón comunicativa. Para acercarse a una
perspectiva razonable se requiere de deliberación y representatividad

2. Deliberación y representatividad

86
2.1. Ventajas de la deliberación

Al hablar de una democracia deliberativa, se pone énfasis en el papel de las razones


como base de la justificación política. Ahora bien, el razonamiento debe ser libre y entre
iguales.

El razonamiento libre se basa en que ninguna perspectiva moral o religiosa tiene


superioridad sobre las demás, así, ninguna perspectiva puede ser la base para definir la
participación en el diálogo, excluyendo o dejando en desventaja a las demás ni tampoco
puede ser un criterio definitivo para la aceptación de argumentos para la acción pública.

El razonamiento es entre iguales porque los participantes en el diálogo se ven como


esencialmente iguales. Esto incluye una igualdad formal, en el sentido de que todos los
participantes tienen la misma categoría en el proceso deliberativo, es decir; pueden
proponer cuestiones para la agenda, soluciones para ellas y ofrecer razones en apoyo o
crítica de ellas. Además habrá una igualdad sustancial puesto que la distribución
existente del poder y los recursos en la sociedad no brindan facultades o ventajas
especiales en la deliberación.

Los participantes son racionales porque se proponen defender y criticar instituciones y


programas en función de consideraciones que otros, como libres e iguales, tienen
razones para aceptar. Una razón es una consideración que se aduce a favor de algo, en
particular una creencia o un acto.40

Hay numerosas ventajas en la implementación de un proceso deliberativo. En primer


lugar, el razonamiento público permite aumentar la información en relación con otras
alternativas como el voto o la negociación. Por ejemplo, permite que se discuta acerca
de la intensidad de las preferencias de diversas opciones, es válido alegar como razón
para la preferencia por ciertas opciones el que me afectan de forma más fuerte o
profunda. Por otro lado, hace posible que los defensores de las diversas opciones
revelen la información de que disponen respecto a los resultados predecibles de
diferentes rumbos de acción, ello podría descalificar de forma automática algunas

40
Cohen, Joshua, Democracia y libertad. En Elster, Jon (comp..), La democracia deliberativa, Edit.
Gedisa, Barcelona, 2001.

87
opciones por inviables o costosas. Una dificultad que se presenta aquí es que cuando
hay intereses estratégicos en juego y estos son muy diversos, se tendrá menos confianza
en la veracidad de la información que cada quien comunique, pues la tergiversación de
la información puede ser provechosa.41

En segundo lugar, nuestra capacidad de calcular e imaginar es limitada y falible, por


consiguiente, el proceso de discusión pública puede clarificar los resultados de
diferentes políticas y permitir el surgimiento de nuevas ideas.42

En tercer lugar, el simple hecho de tener que dar razones públicas restringe las
posibilidades de justificarse con razones que sólo defienden intereses propios, lo cual
promueve la imparcialidad. En el foro público, ya no es posible justificar algo
simplemente porque me favorece a mí o a mi grupo, hay que dar razones de carácter
más general. Por supuesto que tales razones pueden responder a estrategias veladas, los
agentes se las pueden ingeniar para aparentar que apoyan el interés común cuando
realmente están defendiendo el suyo propio, pero, el simple hecho de tener que discutir
en un foro público, por lo menos hace más difícil el seguir intereses egoístas y
eventualmente puede cambiar las propias preferencias.

Los tres aspectos mencionados pueden favorecer el consenso sobre las políticas y por
consiguiente alentar a los participantes a apoyar y llevar a cabo lo decidido para tener
una mayor legitimidad. Habrá participantes que terminarán apoyando la implementación
de una política por la cual no habrían votado individualmente, aunque hay que
reconocer que en algunos casos la misma discusión puede generar mayores disputas en
lugar de consensos.

Por fin, con independencia de sus resultados, se puede considerar a la discusión como
un bien en sí mismo, el cual incrementará la legitimidad de cualquier política a seguir.

2.2. Ventajas de la representatividad

41
Fearon, James, La deliberación como discusión. En Elster, Jon, ibidem, pp. 66-69.
42
Ibidem, pp. 71-72.

88
La discusión no sustituye la representatividad. Una verdadera imparcialidad implica la
capacidad de ponerse en lugar de los otros, ello no es garantizado por la pura
deliberación puesto que podemos tener dificultades para entender a los demás y sus
intereses propios. El riesgo radica en convertir a la deliberación en una forma de
elitismo.

Además, no sólo es importante representar los intereses de las mayorías, sino también
los de las minorías, para que se tomen en cuenta sus puntos de vista de una manera justa
y equilibrada.

No obstante, hay dificultades para poder representar los intereses de todos, en especial
dentro de la complejidad de la sociedad moderna, porque existe una gama amplia de
intereses y no hay ninguna forma práctica de representarlos a todos. Las discusiones
tendrían que incluir tantos representantes que terminarían por no ser viables en la
práctica: se perderían muchas de las ventajas deliberativas ya señaladas.

Hay que impedir, por consiguiente, que muchos intereses legítimos queden fuera de la
discusión pública y procurar formas de institucionalizar una mayor representación, sin
que al mismo tiempo se pierdan las ventajas de la deliberación.

El aumento del número de participantes en el diálogo afecta tales ventajas: la


deliberación se hace más difícil e ineficiente. Por consiguiente, pareciera que la única
forma de lograr integrar una mayor representatividad es el uso de muchos foros de
discusión pública, en cada uno de los cuales hubiera pocos participantes. Una forma
práctica de hacer esto sería tomar el tema o tipo de acción pública como un elemento
central para discriminar entre los participantes potenciales.

Hay que definir con mayor precisión la localización de tales foros. Entre los más
factibles tendríamos la participación en la toma de decisiones acerca de las políticas
públicas, esto es, las diferentes dependencias públicas implementarían procesos de
discusión sobre las políticas a seguir, invitando a los ciudadanos. Otra posibilidad está
en las comisiones legislativas, para que los ciudadanos puedan participar en el diseño de
nuevas leyes en diferentes espacios de decisión.

89
Hay que mencionar algunos requisitos que deberían cumplir los ciudadanos
participantes, los cuales tendrían que ser representativos de los diversos intereses
involucrados en la decisión, pero al mismo tiempo, poseer los conocimientos y
habilidades necesarias para una discusión fructífera en el tema de interés. Además,
tendrían que ser relativamente imparciales, en el sentido de que no llegaran a la
discusión con preferencias fuertes que no podrían modificar. Hay un claro peligro de
que los participantes no sean imparciales puesto que, por lo general, los que saben
mucho sobre ciertos temas tienen fuertes intereses sobre los mismos, de hecho, los
intereses motivan la búsqueda de información y la elaboración de opiniones más firmes.

Por consiguiente, los requisitos que hemos señalado acerca de los participantes son sólo
una guía para la acción práctica, puesto que no parece existir una receta: se requerirá
siempre de cierto ingenio para conjuntar a los participantes más adecuados para cada
problemática.

Todo esto requiere de cambios profundos en el sistema político, el limitarse a la clásica


representación por medio de los legisladores es claramente insuficiente e inadecuado
para una sana deliberación. De hecho, el mundo democratizado nació con la pretensión
de seleccionar a los cualitativamente mejores, no buscaba un criterio cuantitativo para la
representación proporcional, sin embargo, en la práctica se ha impuesto tal criterio:
aquellos que son dignos de ser elegidos resultan excluidos por los que no lo merecen. 43
Por ello se propone una nueva estructura de deliberación a través del diálogo razonable.

3. Principios del diálogo razonable

Antes que nada, para que el diálogo razonable sea práctico, se requiere de que haya
pocos integrantes, serán únicamente los suficientes según la importancia de la decisión
y la necesidad de representación de los diversos intereses involucrados, en el entendido
de que el aumento del número de representantes irá en demérito de las posibilidades de
tener un diálogo fructífero.

43
Sartori, Giovanni, Teoría de la democracia, Alianza Universidad, Madrid, 2000, pp. 180-181.

90
En vez de considerar al diálogo en forma abstracta, en medio de una atmósfera de
misterio que exageraría el grado de complejidad del diálogo práctico, aquí se trata de
mostrar su utilidad sin mayor complicación y por caminos conocidos.

3.1. Fuente de avance

El motor básico del diálogo consiste en que se avanza por medio de razones que todos
los representantes deberán aceptar. Una buena razón será tanto mejor conforme más
integrantes del diálogo la apoyen, hasta llegar al ideal de la unanimidad.

3.2. Supuestos

Un supuesto implícito es que ningún integrante tiene acceso a una verdad superior que
le permita avanzar razones sin necesidad de consultar con los otros, es deseable
entonces suponer un relativo equilibrio en la capacidad de comprensión de los
integrantes acerca de las razones correctas. Esto no significa que todos los integrantes
tengan las mismas habilidades, muy por el contrario, el diálogo es fructífero porque
existen diferentes órdenes y perspectivas de comprensión de una dada situación.

Un segundo supuesto es que todos pueden introducir razones y cuestionar las de los
demás. Esto asegura que todos tengan la oportunidad de proponer sus propios puntos de
vista, sentimientos, deseos y de someterlos a la discusión de todos, además, permite que
las razones se vayan transformando en el proceso de diálogo, hasta acercarse al ideal del
consenso. Por supuesto, esto hace al diálogo más lento y costoso, a cambio de su mayor
calidad.

Existe una oportunidad igual para introducir los puntos de vista propios, no hay
coacción que pueda impedir que cada quien introduzca sus cuestionamientos.

Las personas que participan tienen las siguientes pretensiones de validez:


comprensibilidad (que lo que se diga sea comprensible para todos), verdad (que son
ciertos los contenidos proposicionales con respecto a la realidad), rectitud (que lo que se

91
dice es justo en relación a los rangos usuales de la moralidad) y veracidad (que la
intención manifiesta coincide con la real, esto es, hay sinceridad).44

Por fin, podemos agregar un requisito de imparcialidad, llamando racional a aquella


persona que no se deja llevar por sus propios intereses e impulsos sino por su moralidad
y el interés por alcanzar un acuerdo.

3.3. Tipos de razón

En cuanto a los tipos de razón que se pueden dar en un diálogo sería bueno ser más
explícito para que se comprenda mejor de qué tipo de diálogo se trata y cómo puede
evolucionar dentro de una temática determinada. No es posible ser exhaustivo en un
tema como éste, pero las razones se podrían clasificar en tres tipos principales.

3.3.1. Argumentos

Son proposiciones teóricas con las cuales se pretende convencer a un auditorio


determinado de la validez de un principio de acción o política. Un ejemplo es el
argumento de la ventaja general, de acuerdo con el cual, es razonable el aceptar la
promoción de desigualdades entre los ciudadanos o grupos siempre que en el resultado
final el grupo menos favorecido obtenga algún beneficio neto positivo.

Este argumento, aparentemente inocente, permite la generación de desigualdades entre


los ciudadanos y grupos, con la excusa de que quienes se están quedando más rezagados
obtienen alguna ventaja. En la práctica se le utiliza con mucha frecuencia, además de
que las supuestas ventajas del grupo menos favorecido, por lo general, no son tan claras;
por consiguiente, es bueno ver este argumento con sospecha.

Otro ejemplo de argumento, más familiar para quienes defienden la justicia como
imparcialidad, es que siempre que se involucren en una acción cuestiones que sean

44
Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid, 1987.

92
básicas para el modo de vida de cada quien, deberá respetarse la libertad de los
participantes.

A veces los argumentos son presentados como principios. Por ejemplo, el principio del
daño señala que siempre que una acción produzca algún daño sobre los ciudadanos se
deberá realizar una acción pública que lo compense. Este argumento se debe distinguir
de aquél más fuerte que señala que el Estado sólo puede intervenir en los casos en que
se demuestre que exista algún daño sobre los ciudadanos.

Un argumento que se puede usar para cerrar un diálogo que amenaza con alargarse hasta
el infinito, consiste en decir que ya se ha dado una suficiente consideración de los
intereses de todos y por tanto, recurriendo a la razonabilidad de los participantes, se
puede dar la discusión por terminada.

Todos estos argumentos o principios y otros muchos que se les pueden ocurrir a los
participantes del diálogo, pueden funcionar como razones para avanzar o dar fin a una
discusión. Son por consiguiente de lo más variados y generan aleatoriedad en el avance
de una discusión.

Obsérvese que generalmente los argumentos no son lógicamente irrefutables, son sólo
proposiciones con las cuales se trata de avanzar en una discusión. En tal sentido pueden
ser simples hipótesis, conjeturas acerca de las relaciones entre elementos o conceptos,
cuya validación o fuerza dependerá del grado de consenso que se pueda alcanzar en el
auditorio. Por ejemplo, se puede aseverar que la justicia tiene una mayor importancia
que la eficiencia en la distribución de los recursos públicos.

Algunos argumentos pueden ser específicos, por ejemplo; afirmar que la asignación de
recursos se debe realizar normalmente por la vía del mercado, toda vez que el sector
público es ineficiente. La respuesta a este tipo de argumento podría ser el refutarlo con
otro que afirma que, en caso de que haya externalidades del consumo o la producción,
normalmente se requerirá de la intervención del gobierno.

93
3.3.2. Procedimientos

Establecen algún mecanismo o conjunto de reglas con los cuales se tratará de seguir
adelante en la discusión. Un procedimiento conocido es la regla de mayoría, de acuerdo
con la cual, se puede votar a favor o en contra de una proposición, siendo la ganadora
aquella que obtenga la mayoría de votos de los miembros. En el caso del diálogo
razonable la regla de mayoría sólo se puede usar como un último recurso, pues la idea
es precisamente la de discutir por medio de razones y no la de anularlas con un
procedimiento trivial.

Otro procedimiento puede ser el de recurrir a un estudio técnico, en el cual se muestren


las ventajas y desventajas de un principio de acción o política pública, llegando a una
conclusión acerca de su conveniencia o no. Los integrantes del diálogo pueden acordar
que sea dicho estudio el que se utilice como base de discusión, aunque, de todas
maneras, se dará oportunidad para que los participantes cuestionen la misma calidad e
imparcialidad del estudio.

Otro ejemplo consiste en hacer una lista de las ventajas y desventajas de la política a
dilucidar y luego otorgar un peso cuantitativo o cualitativo a cada una de ellas para
obtener criterios de decisión más concretos. Los integrantes podrían notar que la
construcción de una represa brindará muchos beneficios económicos y sociales (más
energía eléctrica, desarrollo industrial, mejoramiento del nivel de vida de los
ciudadanos) que justificarían la aceptación de costos en términos del deterioro del
medio ambiente.

Los procedimientos a que se recurra aquí también pueden ser aquellos establecidos por
las estructuras legales e institucionales existentes que se aceptan como un insumo de la
discusión.

3.3.3. Juicios científicos, datos y aumento de la información

94
De acuerdo al avance de la ciencia y de las pruebas empíricas que se tengan, es posible
brindar razones que hagan avanzar la discusión. En otras palabras, con las aportaciones
de la ciencia y los datos de que se disponga aumentará la información del sistema y así
se romperán las barreras e inseguridades de los integrantes. Con ello, se podrán
disminuir los riesgos de que una decisión causara daños no previstos y así se promoverá
el acuerdo de los integrantes.

Por ejemplo, un ecologista que tenga reservas acerca de si conviene o no construir una
represa puede ser convencido a través de pruebas científicas que muestren que el daño
al medio ambiente será mínimo o despreciable. Una reforma fiscal se puede llevar
adelante si se muestra científicamente que logrará una mejor repartición de la carga
fiscal que el actual sistema.

La información se puede referir a las preferencias o necesidades de los actores, por


ejemplo, alguien puede afirmar que tiene una fuerte preferencia o necesidad por el
desarrollo del sector salud, a tal grado que está dispuesto a sacrificar otros tipos de
actividad pública.

La forma concreta que tome el diálogo dependerá de las circunstancias y de la


complejidad del tema a tratar. En esto, como en casi todas las teorías sociales, no se
puede brindar una receta sin dar al traste con el proyecto mismo. Así, basta con decir
que el diálogo razonable no es un caos, pues existen reglas y contenidos que lo
delimitan, pero tampoco implica un conjunto de reglas detalladas y precisas que no son
consistentes con la flexibilidad necesaria para obtener un buen razonamiento práctico.

Aquí hay que distinguir al diálogo razonable respecto a una demostración o argumento
estricto, que remite a probar lógica e irrefutablemente la superioridad de un punto de
vista o acción sobre otro. Pero tampoco se trata de pura retórica, en el sentido de
persuadir a un auditorio determinado utilizando todo tipo de artimañas y trucos del
lenguaje. El diálogo razonable es práctico, se encuentra en algún punto entre estos dos
extremos de la persuasión y la prueba irrefutable. La magia del diálogo consiste en
motivar una discusión seria y profunda sobre los diversos puntos de vista y rumbos de
acción aprovechando la ventaja de que los seres humanos son diferentes entre sí, de tal
forma que pensarán en más posibilidades y agregarán más información.

95
Por consiguiente, la información no debe estar sesgada hacia ciertos contenidos que
convengan a algunos de los actores, sino que debe estar lo más abierta posible, con
independencia de las consecuencias que conlleve. Por supuesto que un actor
malintencionado puede ocultar información que no convenga a sus intereses, o presentar
la información de forma engañosa, pero ello se considera parte de la imperfección del
mismo diálogo.

4. Ventajas y desventajas del diálogo razonable

La principal ventaja del diálogo razonable radica en que la existencia de las reglas del
diálogo es una buena garantía contra los abusos, brinda una relativa certeza de que las
decisiones que se tomen respetarán criterios imparciales y estarán apoyadas por un
mayor consenso. Ello seguiría siendo cierto aunque algunos o muchos de los integrantes
no fueran en realidad imparciales, conocedores y éticos, pues la presencia de al menos
algunos participantes aptos será una barrera suficiente contra los excesos en que se
incurriría si éstos no aparecieran del todo, ello resulta válido desde que las reglas del
diálogo les brindan las armas suficientes para defenderse de los abusos en relación a los
resultados que se obtendrían con una votación o negociación.

Si se logra un mayor consenso se reducen los costos de las decisiones públicas, al


rechazarse las soluciones extremas que benefician a unos pocos o una mayoría en
detrimento del resto de los ciudadanos, las posibilidades de que se obtengan beneficios
públicos aumentan, inclusive en áreas o temas que en principio fueran poco
prometedores. Seguramente esto implicará un aumento del tamaño del sector público y,
con ello, la obtención de nuevos y mejores servicios tales como salud, educación y
vivienda.

Entre las desventajas hay que señalar que dificulta el problema de la representatividad,
pues ésta ya no puede reducirse a una fórmula cuantitativa en la que se incluyan los
principales interesados, sino que los participantes tienen ahora que presentar ciertos
atributos deseables, los cuales normalmente no se distribuyen de manera homogénea en

96
la población. Ello no significa que se ignore el problema de la representatividad,
simplemente se acepta que el logro de una representatividad adecuada será más difícil.

Pero, seguramente, la mayor desventaja del diálogo razonable radica en sus dificultades
para la implementación práctica, puesto que las fuerzas políticas y sociales existentes no
tienen una motivación independiente para apoyar el diálogo. Hay muchos intereses
concretos en la realidad política, económica y social que se sentirán, con razón,
amenazados por el diálogo, y no hay ninguna autoridad independiente que pueda obligar
a los actores políticos a aceptarlo. Es una cuestión de convencimiento y buena fe, que
puede progresar a lo largo del tiempo, pero igualmente el diálogo puede ser rechazado y
quedar relegado a una teoría más, condenada al olvido eterno.

Aquí, nuevamente, lo que se puede recomendar es un horizonte temporal para dar


oportunidad a la realización de las adecuaciones del entorno político y social, esto es,
ver al diálogo razonable como un proceso que se realizará en el largo plazo. Por
supuesto que un largo plazo se construye a través de pequeñas transformaciones de
corto plazo: hay que evitar el peligro de que tal perspectiva temporal termine por dar al
traste con todo el proyecto.

En otras palabras, no se postula ningún mecanismo independiente que ponga a


funcionar las reformas necesarias para hacer del diálogo razonable una realidad
cotidiana. Se pueden apreciar sus ventajas, pero una implementación práctica requiere
más que eso, si las situaciones económicas, políticas y sociales que prevalecen no son
favorables para que las autoridades apoyen el diálogo, será poco lo que se podrá
avanzar. En la medida que el diálogo se ve como una amenaza hacia el statu quo o los
poderes existentes, las fuerzas naturales del sistema tenderán a rechazarlo como una
alternativa viable, pues implica ceder poder a favor de nuevas estructuras de decisión
pública.

De nuevo, el problema no se reduce a lo técnico, pues se puede llevar a cabo una


estrategia de implementación gradual, comenzando con pequeños ejercicios dialógicos y
progresando poco a poco, el problema es que no hay un motivo independiente que
necesariamente genere el interés por construir tal estrategia.

97
5. Relación con la justicia

Un compromiso práctico no excluye el uso del poder o la acción estratégica, pero la


justicia del compromiso se medirá conforme a los criterios del diálogo razonable. En la
medida que identificamos la justicia con un consenso razonable, en que prevalecen los
supuestos y las reglas del diálogo que hemos señalado más arriba, se puede decir que las
consideraciones de justicia irán siempre en favor de alcanzar una situación en que
prevalezca tal diálogo razonable.

Así, un interés por la corrección y la justicia supone un compromiso con el diálogo


razonable. En la medida en que se mantienen las estructuras tradicionales de decisión
pública y que éstas no coinciden con los criterios deseables aquí señalados, se puede
decir que tales decisiones no son necesariamente justas.

Si la búsqueda del mejor argumento es lo que nos mueve hacia el diálogo razonable, con
un interés imparcial y comunicativo, se establece un ideal normativo hacia el cual
dirigirse que se distingue claramente de las negociaciones o las decisiones por la vía de
la votación.

6. Situación ideal y situación real

Claro que el interés por la verdad o el mejor argumento no es algo que se pueda suponer
como dado, sino que hay que crearlo en la sociedad real. La búsqueda de los espacios
adecuados, que conlleven decisiones más razonables, en que se puedan implementar los
supuestos y reglas del diálogo razonable, permite el acercamiento entre los ideales y la
situación real.

La tensión de los acuerdos políticos cotidianos, en que ciertamente puede imperar la


fuerza de los intereses, con la situación ideal, en que se busca la verdad o el argumento
razonable, es un hecho de la vida que no se puede ocultar y cuya resolución es incierta.
No hay seguridad de que los argumentos morales terminarán por imponerse, ni tampoco
de que los intereses siempre serán los que preponderen.

98
En la idea de un consenso traslapado, Rawls45 considera a los ciudadanos libres e
iguales, y las doctrinas razonables filosóficas, religiosas y políticas a las que se apegan,
como hechos de la vida real. Ante tal situación, sólo una concepción política de la
justicia que todos los ciudadanos puedan razonablemente suscribir puede servir de
fundamento de la razón pública y de su justificación.

En este contexto, los ciudadanos pueden seguir sosteniendo como verdaderas sus
propias visiones de la vida; pero al mismo tiempo, tienen que aceptar la necesidad de
acuerdos a nivel político, puesto que ésta es la única manera de ponerse de acuerdo, sin
violentar las visiones de los demás.

Por consiguiente, los acuerdos no se podrían dar en todos los asuntos, en algunos
aspectos, en particular los puntos de vista morales, será muy difícil llegar a acuerdos,
además de que éstos serían innecesarios para el funcionamiento normal de la comunidad
política. Así, desde sus propias trincheras, cada quien puede tener la visión de la vida
que quiera, siempre que no trate de imponer por la fuerza sus puntos de vista a los
demás.

Todo esto es consistente con un diálogo razonable como el que se ha sugerido aquí, a
pesar de que aún quedan algunos aspectos oscuros.

Por ejemplo, habría que aclarar hasta donde llegan los derechos de las minorías, pues la
idea de consenso pareciera dejarlas indefensas en muchas posibles controversias.
Supóngase que me interesa que se construyan templos en los que pueda realizar mis
obligaciones religiosas, no obstante, hay muy pocos seguidores de mi religión, por
consiguiente no hay dinero suficiente para financiarlos. Intentaré presentar mis
demandas en una perspectiva pública para obtener el financiamiento suficiente, pero
resultaré aplastado por una mayoría que prefiere utilizar el dinero para la construcción
de instalaciones deportivas.

En este caso, lo sobresaliente es que las instalaciones deportivas podrán obtener el


consenso con relativa poca dificultad, pues casi a todo el mundo le gusta realizar
45
Rawls, John, Liberalismo político, FCE, México, 1995, pp. 139-140.

99
deportes, esto parece colocar en una desventaja notable a otros tipos de instalaciones,
como las de culto religioso o de teatro.

El problema básico aquí radica en que algunas demandas podrían no ser tomadas en
serio, pues muy pocos estarán interesados en ellas, por consiguiente, la indiferencia
hacia tales actividades impide que los electores lleguen a un acuerdo para satisfacer las
necesidades correspondientes. De nuevo, tendríamos acceso formal a que la petición se
presente, pero muy pocas posibilidades de que progresara en la arena pública o en el
consejo elector: parece que con buenas intenciones no basta.

En términos generales, se podría decir que se encuentran en riesgo las prácticas de todas
aquellas organizaciones y comunidades que sean minoritarias, no recibirán ningún
apoyo público.

La primera respuesta a tal planteamiento es que no es del todo cierto, los ciudadanos del
diálogo razonable podrían apoyar actividades de grupos minoritarios por simpatizar con
sus causas: la imparcialidad supuesta entre sus atributos permitiría que se dieran apoyos
especiales. Aunque ya hemos visto que ello sólo se daría en circunstancias más o menos
ideales, puesto que de otro modo preponderarían siempre los intereses particulares de
carácter económico y político, esto es, los intereses estratégicos.

Ahora bien, inclusive en circunstancias ideales, los puntos de vista minoritarios quedan
en desventaja frente a las perspectivas que se pueden presentar en un foro público y
logran un mayor consenso. Entonces simpatizamos con el punto de vista minoritario y
nos parece una injusticia que no sea posible llevar adelante sus demandas, queda la
impresión de que en el fondo se están tomando decisiones arbitrarias que perjudican a
las minorías.

Una solución sería colocar las demandas más apremiantes de los grupos minoritarios
como parte de una carta de derechos básicos, con lo cual quedarían liberados de la
necesidad de obtener consenso en ciertas materias. Éste es un recurso importante y
posible, pero está lejos de ser una respuesta para todos los casos, las limitaciones de
recursos obligarán, tarde o temprano, a tomar decisiones que perjudicarán a algunos en
beneficio de otros.

100
Habría que reconocer, en verdad, que a veces se tendrán que rechazar las demandas de
los grupos minoritarios; el diálogo razonable no puede cargar con la oferta de un mundo
feliz, siempre habrá decisiones que perjudicarán a los pequeños grupos, se les podrá
defender en términos muy básicos, pero no brindar garantías de que se podrán satisfacer
todas sus peticiones.

En definitiva, en una decisión de política pública, incluso cuando se use el diálogo


razonable, normalmente algunos saldrán beneficiados con el resultado y otros saldrán
perjudicados, el diálogo razonable sólo ofrece una perspectiva imparcial en la cual se
puedan dirimir las disputas en la búsqueda de la mejor opción posible, pero tal opción
no siempre dejará contentos a todos, o bien los dejará satisfechos sólo en el sentido
restringido de que se hizo lo mejor posible dadas las circunstancias.

Es en este sentido que se puede criticar la propia idea de pluralismo, normalmente se


piensa que si hay mayor pluralismo la sociedad es más saludable, puesto que se
expresan diferentes formas de vida y con esa diversidad social se obtienen beneficios. El
análisis realizado aquí cuestiona dicha perspectiva: el pluralismo es sólo bueno en un
sentido restringido.

En primer lugar, debe ser un pluralismo razonable; las diferentes perspectivas religiosas,
políticas y morales, deben mantenerse dentro de ciertos márgenes para no generar
grandes disputas que comprometan la paz social y que impidan un buen funcionamiento
del diálogo razonable. El pluralismo, bien entendido, no es una entrega incondicional a
la sinrazón en el mundo, se supone que debe haber cierta homogeneidad previa en los
contenidos fundamentales y una diversidad enriquecedora y no destructora de la
convivencia social. Hay que distinguir entre la sociedad compleja y la sociedad caótica,
en la primera tenemos un cierto orden básico que garantiza un entorno saludable, en la
segunda lo que tenemos es el imperio de la sinrazón.

En segundo lugar, no debe haber grandes desigualdades económicas y políticas en la


sociedad, pues ello entorpece el diálogo razonable. Una sociedad en que las disputas
sean la moneda de todos los días, en que las personas se encuentran en bandos opuestos
todo el tiempo, no es nada saludable para generar un ambiente de búsqueda de

101
consensos. Además aumenta el riesgo de que las decisiones estratégicas preponderen
por sobre las comunicativas.

No se está sugiriendo que la diversidad tendría que ser vista como un mal en sí mismo y
por tanto buscar la manera de destruirla: con la violencia no ganaremos nada. Pero sí es
bueno tener una actitud crítica hacia el pluralismo para evitar la visión simplista que lo
califica como la respuesta a todos los males. La idea de desarrollar una sociedad en que
prive una mayor homogeneidad en las opiniones no es mala, siempre que ésta sea el
resultado del uso de la comunicación y el diálogo razonable.

Un supuesto de nuestro análisis es que la razón es capaz de penetrar por sobre los
diferentes puntos de vista y convertirse en un elemento independiente que permita una
toma de decisiones más eficiente y compartida.

Se ha defendido al diálogo razonable como una perspectiva válida y factible para la


toma de decisiones públicas, que unida a los procesos democráticos brindará una mayor
garantía de que se están tomando decisiones más adecuadas y correctas.

El diálogo razonable no se reduce a una receta de cocina, hay ciertos elementos que lo
conforman pero no es posible establecer con toda claridad y precisión los supuestos y
reglas que lo identifican.

En nuestro sistema político, hay que saber distinguir entre la concepción real y la
concepción ideal. En las democracias reales normalmente dominan las decisiones
estratégicas por sobre las comunicativas, pero las propiedades deseables de las
estructuras comunicativas sobreviven como un ideal hacia el cual hay que apuntar hacia
el futuro.

El diálogo razonable, inclusive en el caso ideal, no puede garantizar la defensa de todos


los intereses de las minorías, el que algunos ganen y otros pierdan con la toma de
decisiones es una característica inherente, sin que ello signifique que no se puedan dar
concesiones especiales a las minorías.

102
El pluralismo y la diversidad no son bienes en sí mismos, hay que establecer las
características que los conforman en cada situación concreta para poder determinar sus
ventajas y desventajas.

VI

EL PLURALISMO Y SUS LIMITACIONES

Se trata de estudiar el problema del pluralismo en una perspectiva analítica y crítica,


para resaltar que puede haber cosas malas en el pluralismo, y que de hecho, un
pluralismo radical puede hacer más mal que bien.

103
El pluralismo pertenece a la categoría de los conceptos ideales que resultan intocables,
entonces es natural que para los espíritus analíticos surja la duda de si realmente tiene
todas las ventajas que se le atribuyen.

Su atractivo principal proviene de pensar en su contrario, pues la ausencia absoluta de


pluralismo remite a una sociedad autoritaria en que existe sólo una verdad. En la
actualidad ya prácticamente nadie cree en ese extremo opuesto, pues violentaría las
libertades básicas del individuo, aunque siempre es bueno recordarlo, para mantenerse
alerta frente al resurgimiento de posiciones extremistas y fascistas.

Partiendo de que todos los extremos son malos, probablemente sea correcta la sospecha
inicial de que un exceso de pluralismo puede ser un problema.

1. La visión aceptada del pluralismo

Hay diversos tipos de pluralismo. Entre los más destacados se tendría el pluralismo
religioso, que se refiere a la diversidad de religiones que los ciudadanos pueden
suscribir en una sociedad, lo cual los colocaría eventualmente en posiciones
contrapuestas en muchos temas morales y teológicos. El pluralismo político se refiere a
la existencia de diversas organizaciones cuya actividad implica aspectos políticos, entre
ellas; sindicatos, empresas, asociaciones civiles, organizaciones no gubernamentales,
partidos políticos, instituciones gubernamentales, etcétera. Este tipo de pluralismo
remite a los intereses de los grupos correspondientes.46

El pluralismo valorativo es un término más amplio que se refiere a las distintas formas
en que los ciudadanos y grupos pueden apegarse a diversas doctrinas religiosas y
morales, incluida la forma en que visualizan sus estilos de vida y los fines a los cuales
dedican ésta. Es este tipo de pluralismo al que los filósofos, intelectuales y todo tipo de
personas, no tienen duda en considerar como una característica deseable en cualquier
sociedad:

46
Hoffe, Otfried, Estudios sobre teoría del derecho y la justicia, Edit. Fontanamara, México, 1997, pág.
138.

104
Ya se trate de naciones oprimidas, culturas sometidas, orientaciones sexuales perseguidas, géneros
dominados, etcétera, todos ellos son parte de una sociedad civil plural y la reivindicación de su diferencia
es la manera en que las políticas de rebelión hoy pueden proceder a cortocircuitar los impulsos a la
homogeneización del sistema de dominio prevaleciente. 47

Esta forma de ver la sociedad se convierte inclusive en sustituta de las antiguas


ideologías políticas, denota la ruta novedosa para presionar al poder. Pero es claro que
lo que la gente apoya es una visión idealizada del pluralismo valorativo, a la que
podemos llamar visión aceptada. Hay algunos supuestos que pueden ser considerados
característicos de esta posición.

En primer lugar, se considera a la diversidad de visiones del bien como algo deseable
porque así resulta mucho más difícil que una dada “verdad” pueda ser impuesta sobre
las demás, la variedad nos protege contra las demandas tiránicas que pueden surgir de
una forma particular de ver la vida. Se da la bienvenida a la existencia de diferencias,
más aun, cuanto más diferencias haya tanto mejor, puesto que entonces la posibilidad de
que una posición domine sobre las otras se vuelve más remota.

Un examen más cuidadoso de este primer supuesto muestra su debilidad. A no ser que
se ejerza algún tipo de control externo para mantener viva la diversidad, será natural que
en la lucha entre diversas posiciones algunas comiencen a dominar sobre otras, que
compitan entre sí, y no habría manera de impedir que eventualmente aparezca alguna
forma de concebir la moral que se vuelva dominante y acabe con la tan deseada
diversidad. Si, por otro lado, se ejerce un control externo, tal como el de la política
educativa pública, con el fin de conservar la diversidad, no hay garantía de neutralidad
por parte de quien ejerza el control, así que de nuevo, nada impediría posibles abusos o
desequilibrios. Éste es un resultado natural desde que saltamos desde una visión
idealizada a una visión más realista en que la diversidad no está dada sino que es el
resultado del proceso de cambio de las sociedades y los esfuerzos deliberados por
conservarlas.

47
Del Águila, Rafael, ¿De nuevo el fin de las ideologías? En Mellón, Joan, Las ideas políticas del siglo
XXI, Ariel, Barcelona, 2002, p. 63.

105
En segundo lugar, la variedad se considera valiosa porque del intercambio de ideas
surgen nuevas propuestas que permiten el progreso de nuestras visiones morales, para
que se siga fortaleciendo el pluralismo. Pero no se entiende por qué el intercambio de
ideas seguiría propiciando la diversidad, bien puede suceder lo contrario, esto es, que
algunas ideas resulten más fructíferas y convenzan a los ciudadanos hasta llegar a un
equilibrio reflexivo final que esté alejado de la diversidad. Ahora bien, si el intercambio
de ideas no es provechoso, se mantiene la diversidad pero con el costo de que las
visiones alternativas del bien se van haciendo más cerradas en sí mismas y por tanto
más intolerantes.

En cuanto al tercer supuesto, la diversidad promueve la tolerancia, pues al conocer


muchas visiones del bien nos volvemos más proclives a aceptar las diferencias como
cosas naturales y a convivir mejor con los demás. De nuevo, esto no es necesariamente
así, sino que las personas pueden escandalizarse y sentirse indignadas frente a la
variedad de modos de vida, lo cual las llevaría por el camino de la intolerancia.

Una perspectiva más práctica debería mostrarnos que la pluralidad es un hecho de la


vida real, esto es, existen en cada sociedad diversas maneras de plantearse la cuestión de
los valores, las cuales son respetables por ser formas de expresión de la diversidad de
las personas, por tanto sería malo el negar la diversidad existente y proceder a destruir a
nuestros contrarios. Pero lo que no resulta claro es que la promoción de la diversidad
sea un bien en sí mismo; puede resultar en una sociedad aún más dividida, compuesta
por personas que se aplican daños mutuos y no se ponen de acuerdo para realizar sus
deberes comunes. Entonces la reducción de la diversidad puede ser algo positivo porque
refleja un mayor acuerdo y un acercamiento hacia el bien común, no se trata de destruir
a nuestros contrarios, sino de dialogar con ellos para llegar a mayores niveles de
generalidad.

Otro problema de la diversidad es que se asocia a una mayor debilidad de la sociedad


civil, por tanto, ésta queda indefensa frente al imperio de los medios de comunicación
masivos que podrán influir sobre la opinión pública de forma más efectiva, en la medida
que se debilitan las posiciones de poder de cada visión del bien. Por esta vía los
intereses económicos y políticos particulares podrán imponerse más fácilmente por
sobre los intereses de los ciudadanos.

106
La visión aceptada tiene muchas debilidades, se sostiene de manera precaria como una
barrera contra el temor al autoritarismo moral, por miedo a que se pierda nuestra
preciada libertad, pero desde que entendemos su falta de sustento filosófico y práctico,
resulta válido el atreverse a blasfemar contra el pluralismo e intentar poner las cosas en
su lugar. Ello conlleva algunas complicaciones analíticas que son necesarias para
librarse de los engañosos lugares comunes.

2. El pluralismo razonable

Una manera ingeniosa de salir de los laberintos a los que parece condenarnos la
reflexión sobre el pluralismo es la posición de Rawls sobre el pluralismo razonable. Si
las personas que representan las diversas visiones del bien son colocadas frente a un
espeso “velo de la ignorancia” que les impide defender su posición particular, tendrán
que recurrir a valores comunes para resolver los conflictos básicos, particularmente las
reglas fundamentales de la organización política y la justicia pública.

De esta manera, el pluralismo radical es sustituido por un pluralismo razonable, pues las
diversas visiones del bien ya no son del todo conflictivas, sino que tendrán que ponerse
de acuerdo sobre cuestiones fundamentales que permitan la sobrevivencia y
funcionamiento del sistema político.

Así, Rawls pretende conservar una perspectiva pluralista de la sociedad, en que se


admiten todas las posiciones acerca de la religión, la moralidad y el sentido de la vida,
pero al mismo tiempo, dichas posiciones son lo suficientemente abiertas y reflexivas,
como para permitir el consenso en las cuestiones fundamentales que interesan a un
sistema político. Muchas cuestiones morales y conflictos quedarán sin resolverse, pero
eso no causa ningún problema, desde que lo que interesa es ponerse de acuerdo en las
cuestiones de la justicia básica y la política.48

Una primera observación se centra en que Rawls parte del pluralismo de las sociedades
modernas, aceptándolo “como un hecho de la vida real”, pero es obvio que el pluralismo
48
Rawls, John, Liberalismo político, FCE, México, 1995 (1993).

107
al que se refiere en su análisis no es realista, pues supone que las diversas visiones son
lo suficientemente razonables como para llegar a consensos. Si hubiera una gran
división en la sociedad acerca del significado del bien, cada punto de vista podría partir
de supuestos muy diferentes que no los harían susceptibles al consenso, sino al
enfrentamiento y la lucha continua. El resultado podría ser muy diferente al que supone
Rawls porque se podría establecer inclusive una lucha separatista. Esta observación no
es trivial, puesto que hemos sido testigos, en los últimos años, de diversos conflictos
que dividen a las naciones, los que son originados generalmente por diferencias
religiosas y étnicas. Entonces simplemente no es cierto que el pluralismo “como un
hecho de la vida real” evolucione hacia el equilibrio político e institucional que supone
Rawls.

Da la impresión de que las consecuencias del análisis rawlsiano van a depender de cómo
se corra el velo de la ignorancia, si nada más dejamos pasar por el velo las cuestiones
que favorecen el consenso no habrá problema, pero no hay garantía de que esto
corresponda con la realidad. En la teoría de Rawls hay un problema que parece no ha
sido apreciado con la suficiente claridad, se debe distinguir entre las ideas o propuestas
del filósofo y las consecuencias necesarias de su análisis.

Al respecto dice Jonathan Wolf:

...Rawls supone que las personas desean bienes primarios y que prefieren poseer el máximo número
posible de ellos. La justificación filosófica de este paso consiste en decir que esto es lo que todas las
personas racionales quieren. Es decir, independientemente de lo que quieran después. Es decir,
independientemente de lo que uno quiera de la vida, estas cosas serán una ayuda: son “medios de uso
universal”. De ahí que sean neutrales entre las distintas concepciones del bien. Ahora bien, se ha criticado
que estos bienes no son realmente neutrales. Estos bienes son particularmente adecuados para la vida en
una economía capitalista moderna, basada en el beneficio, los salarios y el intercambio. Sin embargo, no
hay duda de que existen otras formas de existencia más comunales, no comerciales y por consiguiente
concepciones del bien en las que la riqueza, los salarios –incluso la libertad y las oportunidades- juegan
un papel menor. Así pues, señala esta crítica, la posición original de Rawls favorece una determinada

organización de la sociedad, comercial e individualista...49

Más adelante insiste en que:

49
Wolf, Jonathan, Filosofía política: Una introducción, Ariel, Barcelona, 2001, p. 204.

108
...Nadie se merece (según Rawls) la fuerza, inteligencia o buena apariencia que tiene, o haber nacido hijo
de unos padres ricos y cultos, y en consecuencia nadie se merece beneficiarse de estos accidentes de
nacimiento. Esta creencia, entonces, queda modelada haciendo que las personas en la posición original
ignoren estos factores. Convertimos las propiedades naturales en “propiedades comunes”: cosas de las
que todos los miembros de la sociedad puedan beneficiarse.
Pero ¿es correcto hacer algo así? Muchas personas se opondrán a la idea de que jamás merecemos
beneficiarnos del uso de nuestros propios talentos. En particular, si alguien ha trabajado duro para
desarrollar un talento o habilidad cuyo uso tiene efectos positivos, generalmente pensamos que merece
algún tipo de recompensa por ello.50

Pero podemos sacar provecho del análisis de Rawls para comprender mejor lo que sería
un pluralismo razonable, como contrario a un pluralismo extremo, y así poder delimitar
con más claridad qué tipo de pluralismo es el más favorable para el logro de mejores
acuerdos sociales.

Si se corre el velo de la ignorancia de manera muy ligera, como lo hace Rawls, los
representantes de las diversas concepciones del bien no pueden acceder al conocimiento
suficiente para poder defender sus visiones específicas, entonces se tienen que refugiar
en un nivel de generalidad mayor, de allí se derivan principios básicos de la justicia y de
las estructuras políticas. Así, visto como un primer ejercicio teórico, el planteamiento de
Rawls no tiene problemas, pues sólo dice bajo qué condiciones tendremos un acuerdo
general o consenso básico.

Ahora bien, ese consenso básico o procedimental podría ser insuficiente para garantizar
la justicia. Basta con observar que cuestiones básicas como la adecuada distribución del
ingreso, la garantía de derechos sociales, las reformas económicas, impositivas o del
tipo de propiedad, posiblemente no formen parte de dicho acuerdo pues serían difíciles
y controvertidas.

En el otro extremo, si abrimos demasiado el velo, el pluralismo se inclina hacia lo


irrazonable, pues se abre la posibilidad de que cada quien se refugie en sus intereses
específicos y surja una violenta lucha social. Debería quedar claro que esto es cierto
independientemente de lo extremistas que sean las posiciones. Por lo general sería

50
Ibidem, p. 205.

109
deseable que las visiones del bien reconocieran cuestiones como la tolerancia, la
dignidad de las personas, la autonomía en la forma de vivir la vida, la libertad, etcétera,
pero a pesar de todo eso, el divisionismo podría subsistir.

Con ello parece claro que la forma en que se corre el velo de la ignorancia tiene una
importancia fundamental, sirve como un mecanismo para definir si el pluralismo con el
que corresponde es o no lo suficientemente razonable.

Así, si abrimos el velo en forma suficientemente razonable, tendremos un auténtico


pluralismo razonable. Todo va a depender de qué entendamos por “suficientemente
razonable”, cuestión que a pesar de ser controvertida, tiene la virtud de dejar más claros
los términos de discusión. Esto, a su vez, nos permite dar una respuesta a nuestra
pregunta inicial, pues entonces la bondad del pluralismo dependerá de qué tan razonable
sea.

3. El concepto de razonable

Previamente hay que definir lo que se entiende por razonable, en espera de que ello no
lleve a una discusión vacía, sino que resulte una definición clarificante.

En efecto, si la razón no es algo que puedan compartir todas las culturas, sino que viene
“cargada” con las ideas previas que tenemos acerca de ella, particularmente aquellas
que hemos absorbido en un ambiente positivista e individualista de ver la vida, entonces
no es un concepto independiente que pueda ayudar a resolver nuestra disputa.

El punto es que la razón tiene que pensar su propia razonabilidad. En realidad, una
razón bien entendida es precisamente el elemento que buscamos para romper con la
división y poder llegar a acuerdos, porque por medio de la razón se hace posible
compartir opiniones y romper con las malas consecuencias del pluralismo.

Un pluralismo extremo es irrazonable pues se convierte rápidamente en un diálogo de


sordos. Cada quien sólo escucha a su propio Dios, es intolerante respecto a las opiniones
de los demás. Puede reconocer a los otros y respetarlos, pero para que el respeto sea

110
auténtico es necesario el principio de la duda sobre su propia visión del bien. El que no
tiene dudas no necesita pensar y, por tanto, tampoco tiene interés en discutir con los
demás. En todo caso, la discusión le interesará sólo en el sentido de convencer al otro de
que su perspectiva es la correcta, pero no desarrollará una auténtica argumentación en
que prevalezcan las mejores razones.

Esto no quiere decir que las personas tengan que dudar de todo, puede ser que algunos
tengan fe en la verdad de varios aspectos de su sistema religioso o moral, por ejemplo
en cuestiones tan delicadas y respetables como las reglas que Jesucristo ejemplificó por
medio de su vida. La clave está en que haya un espacio suficiente para la duda, que
permita la existencia del diálogo con los otros, incluyendo aspectos políticos y morales.

El principio de la duda sobre la auténtica verdad es lo que abre el camino al


razonamiento. Por ello, no tienen razón aquellos que dicen que las culturas nos merecen
un respeto absoluto, como que si fuera cosa del destino que cada quien se forme en la
cultura que le corresponda. Sostienen los culturalistas que cada quien nace dentro de un
ambiente determinado, en el cual se le inculcan ciertos valores que dependen de la
historia y de la sociedad en que viva, nadie tiene derecho a cambiar esto pues es todo lo
que el individuo tiene, así, el individuo es en sí mismo la cultura, si uno le quita la
cultura lo que queda es un individuo descarnado que se convertirá fácilmente en
marioneta de los demás.

El principio de libertad niega esto, pues todos deberíamos tener la oportunidad de


exponernos a diferentes culturas para enriquecer nuestra vida y tomar decisiones más
razonables. Si, después de todo, insistimos en quedarnos con nuestra cultura, estaremos
en pleno derecho de hacerlo, pero resulta fundamental que la decisión sea reflexionada,
de otro modo seremos presa fácil de los más variados dogmatismos e incluso de daños a
nuestra integridad y dignidad como personas.

Los valores no son relativos en un sentido estricto, no todas las culturas tienen el mismo
valor, sino que aquellas que estén más dispuestas a compartir con los demás, a
intercambiar opiniones y a reflexionar, serán las que conformen un pluralismo más
adecuado para la sociedad moderna.

111
Ésta no es una forma neutral de enfocar la diversidad, algunas visiones del bien son
favorecidas respecto a otras, en particular las que tienen concepciones individualistas
respecto a las que tienen concepciones comunales. Cierto que hay que defender lo
comunal, las culturas, pero ello siempre y en la medida que no se confunda con un
relativismo de los valores en el que los individuos dejen de merecer respeto.

Lo que distingue de manera radical a la sociedad actual respecto a las anteriores es el


respeto y la consideración al individuo, por ello nos interesan los derechos humanos que
nos protegen de muchos abusos, por ello también se defiende la democracia, no porque
sus resultados sean siempre justos, sino por ser el procedimiento de toma de decisiones
que responde mejor a los intereses de los ciudadanos.

Pero estos mismos principios exigen cierto tipo de respeto a las culturas, pues ya no se
deben usar métodos violentos para obligar a que las sociedades cambien. Si existen
grupos que eligen libremente vivir de cierta manera, y aunque no estemos de acuerdo
con sus valores, debemos respetarlos. Por supuesto que hay excepciones a esto, por
ejemplo, debe haber libertad de salida para los miembros de cada comunidad, una
sociedad liberal no puede permitir que a las personas se les causen daños en contra de su
voluntad, además, los niños deben ser protegidos contra los daños que les puede causar
su comunidad puesto que tienen derecho a una oportunidad de elección libre y razonada
hasta que alcancen la madurez suficiente.

Ahora bien, la razón tampoco se reduce a su nivel instrumental, tecnológico o científico,


pues entonces se trivializan las diferencias entre las personas, reduciéndolas a
preferencias, utilidades o números que pueden ser sumados, maximizados y
minimizados. La razón se libra de este reduccionismo si contiene un fuerte contenido
ético, por medio del cual se toman en serio los argumentos de los diversos participantes
en el diálogo social. Hay que reconocer que la razón debe utilizarse con cuidado, sin
pretender que sea capaz de resolver o simplificar todos los problemas, sino que esté
abierta a soluciones diversas y tomarlas en cuenta seriamente. Esto se logra a través de
un diálogo público y razonable que supere las carencias del pluralismo extremo.

112
4. Pluralismo y universalización

Hemos tratado de mostrar los defectos de una visión pluralista extrema y defendido la
necesidad de un punto de vista razonable. Se procede ahora a definir con mayor
precisión en qué consiste tal perspectiva.

Para ello partimos de la crítica culturalista de la razón. De acuerdo con ella no podría
haber razones independientes, pues también el concepto de razón individual es una
forma de cultura que trata de apoderarse de nuestros destinos. Aquellos que razonan ya
no pertenecen a sus culturas originales, sino que han sido contaminados por una nueva
forma de vida que piensa que todo puede ser resuelto por el espíritu reflexivo humano.

Tal crítica tiene un fundamento cierto, sobre todo porque existen personas y grupos que
han tomado la razón científica en serio, y no creen en nada que no sea demostrable con
hechos, además de negar toda posibilidad de conocimiento moral. Existe el riesgo de
que las culturas sean absorbidas por tales perspectivas, convirtiendo todo valor en
relativo y pretendiendo resolver los problemas morales por medio de modelos, por
ejemplo, aquellos propios de la teoría de la elección pública, reduciendo a las personas a
un conjunto de preferencias o deseos arbitrarios.

Los culturalistas piensan que ceder a favor de la razón es el inicio de una caída que nos
llevaría al imperio del conocimiento instrumental, científico y técnico por sobre todo lo
demás, por ello se entiende que muchos no quieran particípar en un juego que
consideran les llevará a la perdición. Esto es comprensible, pero no por ello es lo mejor.

Siendo más realistas podemos visualizar una razón que no es tan extremista,
simplemente invita al diálogo entre las partes para llegar a niveles mayores de
comprensión mutua. En la base de la socialización del ser humano está su interés en
formar visiones más compartidas, de tal manera que su punto de vista pueda evolucionar
hacia una mayor generalidad. Las personas quieren comunicarse con otras y buscar
elementos comunes para vivir una vida más rica, saben que ello será a la larga
beneficioso, puesto que al tener objetivos comunes y compartir las tareas con otros se
logra una mejor eficiencia en el logro de una vida buena:

113
Puesto que nadie puede demostrar la superioridad de su sistema de referencia y puesto que todos tenemos
que vivir juntos, debemos aceptarnos distintos...Los fundamentos del pluralismo y la democracia radican
en la pluralidad de las lógicas confrontadas, la imposibilidad de reducir el sistema a una de ellas y la
necesidad de conciliarlas en su diversidad.51

Así, el ser humano razonable parte de dos perspectivas que se complementan. Por un
lado tiene su propia visión del bien, su propia forma de ver la vida, ya sea de manera
individual o como un grupo o cultura, que puede o no compartir con los demás. Pero al
mismo tiempo reconoce que puede estar equivocado, que existen otras visiones de la
vida que también merecen respeto y con las cuales se puede enriquecer, por ello está
dispuesto a dialogar con los otros para superar su punto de vista y poder participar en un
modo de vida más general en que se aprovechen todas las ventajas de la división del
trabajo social, a este segundo elemento le podemos llamar el principio del acuerdo.

Para entender tal principio hay que retomar la universalidad como una idea kantiana que
puede ser resumida en la afirmación de que no es válido hacer excepciones en beneficio
del interés propio, cualquier regla que se proponga a la sociedad debe ser universal en el
sentido de que es una buena regla para todos. El problema con esto es decidir hasta qué
grado nos identificamos con los otros, pues si toda regla que pueda ser rechazada por
una persona cualquiera no es válida, entonces nos quedaremos prácticamente sin reglas,
con una ética puramente procedimental.

El punto es identificar un grado de universalización que sea razonable. Para algunos


basta con que las reglas no hagan referencia a nombres propios, con ello nos ponemos a
salvo de que alguien en particular o algún grupo concreto utilice las reglas en su favor.
Pero ello es insuficiente, puesto que permite el uso de reglas que favorezcan a ciertas
razas, etnias o géneros.

En el otro extremo la universalidad exige que me ponga en el lugar de los otros, no sólo
en forma figurada, sino seriamente y en primera persona, que de hecho tome el punto de
vista del otro como si fuera el mío. Esta perspectiva conduce a tomar en cuenta todos
los intereses, no hay forma de dar ventaja a algún principio o regla de justicia sobre otro
y, por tanto, hay que buscar alguna unidad de medida común tal como la utilidad o los
51
Passet, René, La ilusión neoliberal, Debate, España, 2001, p. 219.

114
deseos para poder comparar los intereses. Habría que incluir incluso la intensidad de las
preferencias, puesto que si alguien puede sacar una mayor utilidad que los otros de la
misma actividad, esto debería ser tomado en cuenta para maximizar la utilidad global.

Este enfoque no sólo es muy problemático y complejo, sino que en realidad va contra el
sentido común, es cierto que estamos dispuestos a tomar en cuenta a los demás, pero no
a ponernos estrictamente en el lugar de los otros, esto implicaría abandonar de hecho
nuestra propia identidad, nuestra propia familia y amigos, ponernos en la perspectiva de
un asesino, violador o secuestrador. Incluso es dudoso que este experimento sea posible
desde que cada quien tendría que dejar de ser él mismo y asumir la identidad de otro,
tendríamos que tener la capacidad para literalmente involucrarnos en la vida de los
demás.

Por ejemplo, y para entender hasta qué grado es exigente tal perspectiva, cada quién al
encontrarse con otra persona tendría la obligación de ayudarlo en cualquier problema en
que esté inmerso, no hay posibilidad de indiferencia o excusa dado que hay que tomar
en serio la identidad del otro. Esto no sólo afectaría seriamente nuestra libertad
individual, sino que en el ámbito de las reglas sociales haría imposible cualquier
acuerdo, pues de hecho es prácticamente imposible encontrar una regla que no
perjudique los intereses de alguien.

Lo que se impone, en conclusión, es evadir tales extremos y partir de un principio de


universalización intermedio. Éste consiste en la perspectiva de la tercera persona, según
la cual cada quien se pone en el lugar del otro pero sólo hasta el grado de tomar en
cuenta sus intereses sin pretender una sustitución total de la persona. Cada quien se
puede asomar a la perspectiva de los demás, pero sin tener que abandonar su propia
identidad.

Esto es de nuevo insuficiente, pues un agresor puede decir que si él estuviera en el lugar
de la víctima estaría de acuerdo en que se le tratara con violencia. Para impedir tal
maniobra hay que agregar que las reglas universales deben ser aplicables para todos los
miembros de la comunidad, nadie puede ser exceptuado de ellas, así queda anulada
cualquier posibilidad de racismo o fanatismo. También podemos recurrir al principio de
que nadie puede aplicar violencia o coacción para la satisfacción de sus propios fines.

115
Con esto se logra que la diversidad deje de ser un concepto vacío, pues se complementa
con el universalismo, de tal manera que la división social puede dar origen a un diálogo
constructivo en que se fomenta la racionalidad. El individuo ya no queda presa de su
cultura, tiene un punto de vista universal desde el cual puede juzgar sus valores, y a la
vez, ese universalismo no es tan fuerte o comprensivo como para reducir su cultura a un
conjunto de preferencias arbitrarias.

5. La amplitud o profundidad del consenso

Se concluye que por medio de la razón universal se puede alcanzar cierto grado de
consenso sobre los valores que conforme una visión conjunta por parte de la sociedad,
esto se considera deseable si se compara con la opción de un pluralismo divisionista e
improductivo.

El consenso es bueno siempre que sea debidamente razonado. Ello se logra por medio
de elementos que están presentes en una discusión razonable, tales como: la
argumentación, por medio de la cual se avanza en una discusión para formar razones
comunes; los hechos o datos de la experiencia que pueden ayudar a conformar evidencia
decisiva, que convenza a los actores en favor de ciertas reglas o pautas de acción; y los
procedimientos, que pueden ayudar a resolver una disputa conformando reglas de
decisión imparciales, por ejemplo, la regla de mayoría o un sistema de asignación de
puntos para ocupar una plaza vacante.

Manteniendo todo lo demás constante, cuanto más amplio o profundo sea el consenso,
tanto mejor para la sociedad. De hecho esto es lo que muchas veces se entiende por
justicia social, puesto que si las normas son compartidas y razonables, nadie se puede
quejar de que se le está haciendo injusticia. Alguien se puede quejar de que no se
satisfacen sus deseos, porque por ejemplo no se le asignó una plaza o no se aprobó
suficiente presupuesto para el sector salud, pero sólo habría injusticia si hay un
rompimiento de las reglas del diálogo, como cuando se violan los procedimientos
establecidos.

116
Ahora bien, si el consenso no es amplio, por supuesto que se puede reclamar injusticia
en un gran número de casos, como cuando se toman decisiones por la vía de la mayoría,
provocando un daño considerable a quienes se quedan en la parte perdedora. Por eso la
mayoría se debe usar con mucho cuidado y responsabilidad, es un buen instrumento de
decisión siempre que se use con moderación. Una mayoría justa se preocupa por el daño
que causa a los grupos perdedores y busca compensaciones y ajustes razonables.

Las cuestiones controvertidas, y que persisten como tales a pesar del diálogo razonable,
no formarán parte del consenso y por tanto lo limitan. Eso es bueno en general, es lo
que impide que la universalidad se vuelva comprensiva, invadiendo los terrenos propios
de cada visión del bien de los individuos. Muchos temas morales y religiosos quedan
ocasionalmente fuera del consenso, y así debe ser: cada individuo será quien pueda
decidir libremente sobre ellos.

Por consiguiente, pasado cierto umbral de sana división, el mayor pluralismo sólo
dificultará más el logro del consenso, reduciendo su amplitud y deteriorando la justicia
social.

En el otro extremo, una visión de la sociedad que alcance fuerte predominio puede
poner en riesgo el equilibrio social, pues en cualquier momento puede suspender el
diálogo razonable, y utilizando la fuerza de las opiniones de sus miembros, imponer su
forma de vida al resto de la sociedad con consecuencias desastrosas para la justicia.

Este peligro de totalitarismo puede venir tanto de una visión religiosa de la vida, como
de la misma razón tecnológica e instrumental que amenaza con tragarse al resto de las
formas de racionalidad.52 La amenaza es real puesto que puede recibir el apoyo de los
grupos políticos y económicos dominantes, así como de los medios de comunicación
masivos que éstos controlan. Por ejemplo, Ralf Dahrendorf ha señalado que los
parlamentos y los partidos ya no parecen ser capaces de representar adecuadamente su

52
A algunos autores les preocupa la limitación de la racionalidad propia del progreso científico y técnico.
Tal limitación se expresa en un formalismo lingüístico del pensamiento universalista y en el vaciamiento
del discurso ético-político: Krumpel, Heinz, Utopía y realidad en el pensamiento intercultural. En
Cerutti, Horacio y otros (comp..), América Latina: Democracia, pensamiento y acción, Edit. Plaza y
Valdés, México, 2003, p. 71.

117
papel, de organizar el tipo de debate público que necesita la democracia y de
transmitirlo a la actividad ejecutiva de los gobiernos elegidos.53

Pero, de nuevo, la solución a estos peligros no consiste en promover un pluralismo


improductivo, sino en lograr que sea la razón deliberante la que predomine en el
discurso público.

6. Protección a las minorías

No parece prudente dejar de considerar, en esta discusión del pluralismo, los peligros
que se ciernen sobre aquellos grupos minoritarios que pueden resultar los perdedores en
la arena pública.

Esto puede ocurrir de dos maneras básicas. Por una parte, las opiniones de los grupos
minoritarios pueden ser constantemente derrotadas por las de sus contrarios, de tal
manera que aunque participen en la toma de decisiones, los resultados finales siempre
les serán desfavorables. Por ejemplo, la forma en que se distribuya el presupuesto
público podría ser contraria a sus intereses, no habría suficiente dinero para sus
expresiones artísticas o culturales, o se gastaría mucho en construcción de autopistas
que les benefician poco o nada. Cabría preguntarse qué sentido tiene para una minoría el
pertenecer y tener derecho de voto en una sociedad que nunca la toma en cuenta.

Otra forma de abuso, más grave, consiste en que se tomen decisiones que afectan de
manera radical los intereses de los grupos minoritarios, por ejemplo, que queden
prohibidas sus actividades religiosas, culturales o de simple convivencia.

Las dos formas de abuso podrían estar relacionadas entre sí. Por ejemplo, cuando se
introducen nuevas técnicas de producción agrícola que causan severa violencia a las
formas de vida tradicionales de una comunidad.

53
Dahrendorf, Ralf, Después de la democracia (entrevista de Antonio Polito), Edit. Crítica, Barcelona,
2002, p. 95.

118
Para mantener bajo control tales abusos, lo mejor es garantizar constitucionalmente
ciertos derechos de autonomía a los grupos o comunidades. Al respecto surgen nuevas
complicaciones, pues ninguna carta de derechos es capaz de prevenir todos los posibles
abusos, aún más, la extensión de los derechos no sería una estrategia conveniente puesto
que implicaría severos costos sobre la libertad en general.

Entonces habría que tener cuidado al delimitar el derecho de autonomía para que no se
utilice como un mecanismo por medio del cual las comunidades o grupos podrían hacer
lo que se les venga en gana. Su función principal es la de proteger a los grupos, es más
la creación de una libertad negativa que de una libertad positiva, se refiere más a una
igualdad formal que a una igualdad sustantiva. Principios básicos del liberalismo, como
la libertad de expresión, asociación, movimiento, religión y la libertad moral en general,
son importantes para proteger a las minorías.

Pero en caso de que las costumbres de la comunidad violen las libertades básicas, por
ejemplo al provocar daños físicos a sus miembros o al negarles las libertades religiosas,
de asociación, o políticas, sería válido que el Estado interviniera para proteger a sus
miembros, por consiguiente no hay un derecho absoluto al disfrute de la propia cultura.
Aquí se genera confusión porque las asambleas de la ONU pretenden un reconocimiento
a la no interferencia, por ejemplo el artículo 27 de la International Covenant on Civil
and Political Rights ,del 16 de diciembre de 1966, dice:

A las personas pertenecientes a las minorías no se les deberá negar el derecho, en comunión con los
demás miembros de su grupo, de disfrutar su propia cultura, profesar y practicar su propia religión, o usar
su propio lenguaje.54

Pero como previamente la misma ONU ha aceptado los derechos liberales, se entiende
que ellos serían prioritarios sobre cualquier demanda de culturas particulares, o en todo
caso, la no interferencia estaría supeditada a que los individuos acepten libremente los
costos de vivir dentro de su cultura.

En todo caso, para proteger la igualdad sustantiva, los grupos deberían tener derecho a
las condiciones mínimas que les permitan desarrollar un modo de vida propio, a la
54
Comanduci, Paolo, Derechos humanos y minorías. En Carbonell, Miguel y Otros (comp.), Derechos
sociales y derechos de las minorías, UNAM, México, 2000, p. 192.

119
satisfacción de las necesidades básicas que se derivan de allí. Obsérvese que esto se
refiere únicamente a lo básico, pues un exceso de compromiso con los grupos podría ser
problemático o inmanejable para la sociedad como un todo.

Por ejemplo, un grupo podría tener derecho a la posesión de la tierra, pues ello sería
parte fundamental de su identidad y modo de vida. Aún así, si los miembros del grupo
decidieran vender las tierras por su propia voluntad, la sociedad no tendría ninguna
obligación de devolverlas. En cambio, sí sería posible defender sus derechos en el caso
de que el grupo se decidiera por una propiedad común de la tierra, como sería el caso
del antiguo sistema ejidal en México, el cual impedía o dificultaba que los miembros
individuales la vendieran o rentaran, en tal caso la protección estatal sería importante
para defender tales derechos.

Además, los grupos no deberían tener un derecho de acceso igual a las ventajas del
desarrollo, dado que sus capacidades productivas pueden ser muy diversas; la
competencia favorecerá a aquellos que tengan mayor disposición a adaptarse a los
cambios, a los que sean más ambiciosos y emprendedores.

Por ejemplo, el acceso a los puestos de trabajo con mejor remuneración depende de que
los aspirantes al puesto estén adecuadamente preparados para él. Aquí no se le puede
dar una igualdad sustantiva a un miembro de un determinado grupo racial, étnico o
social, sólo por el hecho de pertenecer a tal grupo. Lo que implica la justicia es la
existencia de un proceso formal de selección que se limite a los atributos que
corresponden al cargo, se brinda una igualdad de oportunidades puramente formal: los
individuos que no muestren los atributos correspondientes quedarán fuera de la
competencia. De hecho, se dan excepciones en el sentido de proteger la contratación de
mujeres, y en algunos países a las personas de color, pero la regla general es que se
respete la capacidad para desempeñar el cargo como el criterio adecuado en este caso.
En otras palabras, no es racionalmente defendible que personas incapaces ocupen cargos
sólo por el hecho de pertenecer a una minoría.

En este sentido, el formar parte de ciertos grupos minoritarios trae consigo fuertes
costos para el individuo, que no hay manera de evitar. El Estado puede proteger a las
culturas, apoyándolas con programas y recursos especiales, discrecionalmente y en la

120
medida de sus posibilidades, pero no está obligado a compensar todos los costos que
generan.

De nuevo, esto puede ser controvertido, dado que la ONU también ha reconocido
derechos positivos a las minorías. Ello exigiría supuestamente las actitudes apropiadas y
comportamientos oportunos, por parte de particulares o de Estados, para obtener el
respeto y la consideración de la propia identidad cultural.55

Al respecto, Ernesto Garzón Valdés sostiene que sería contradictorio mantener un


principio de homogeneidad. Éste supone que todos los miembros de una sociedad gozan
de los derechos directamente vinculados con la satisfacción de sus bienes básicos. Pero,
al mismo tiempo, pretende proteger a las culturas. Las culturas no se pueden mantener
aisladas del resto del desarrollo, de lo contrario se convertirían en objetos decorativos
destinados tarde o temprano a la extinción, por ello hay que abrirlas lo suficiente para
que tengan acceso a los bienes básicos que se van creando con el desarrollo. Hay que
tomar en cuenta tres principios: primero, rechazo del relativismo cultural como fuente
de derechos y deberes que exigen aceptación universal; segundo, aceptación del valor
del individuo como agente moral; y tercero, negación del carácter sacrosanto de las
formas de vida colectivas y, por consiguiente, admisión de la posibilidad de su crítica y
superación.56

Lo principal radica en respetar el derecho a las necesidades básicas sociales,


económicas y culturales, garantizadas a través de los derechos humanos, con las cuales
los individuos se colocan en un nivel sustantivo de igualdad. La defensa de la
autonomía de las culturas sería secundaria a esto, y como no hay independencia entre
las dos cosas, sino que se muestran en general contradictorias, la autonomía cultural
sería cuestionable en lo fundamental y, en todo caso, limitada por las posibilidades
efectivas de los gobiernos.

El diálogo razonable puede ser útil en este contexto, no sólo para definir cuáles son los
derechos efectivos de los grupos minoritarios57, sino para promover una toma de
55
Ibidem, p. 192.
56
Garzón, Ernesto, El problema ético de las minorías étnicas. En Carbonell, Miguel y Otros, Derechos
sociales y derechos de las minorías, UNAM, México, 2000, pp. 159-166.
57
La propia conceptualización de las necesidades económicas requiere el ejercicio de los derechos
políticos básicos, además de que ello aumenta las probabilidades de que los poderes públicos respondan.a

121
decisiones más inclusiva, que al tomar en cuenta los intereses de todos evite que se
afecten de forma tan dramática los intereses minoritarios. Hay que promover una cultura
democrática en la cual la regla de mayoría tenga un papel secundario, y no se convierta
en un arma letal en contra de los intereses de quienes se oponen a las políticas más
populares.

Toda iniciativa de ley debería sujetarse a un escrutinio cuidadoso, para evitar que se
hagan leyes a la ligera y según las conveniencias de los grupos en el poder. Debe
prevalecer un ambiente de discusión que permita que se hagan los ajustes a las leyes que
impidan que se cometan graves daños a los grupos minoritarios. Hay que considerar que
la suma de muchas pequeñas y grandes decisiones puede conllevar un efecto acumulado
que sea sumamente adverso para las minorías, y estar pendientes para realizar las
correcciones necesarias. Las leyes que se hacen o aprueban a la ligera, o sin un respaldo
colectivo suficiente, son las que tienen más probabilidades de perjudicar a las minorías.

Aquí de nuevo el pluralismo muestra su lado oscuro, pues la proliferación de minorías


conlleva mayores riesgos de abuso contra ellas, que no tienen una solución fácil. Que
sea bienvenido el pluralismo, pero siempre en la medida correcta.

dichas necesidades. Véase: Sen, Amartya, Desarrollo y libertad, Edit. Planeta, México, 2000, pp. 184-
193.

122
VII

VENTAJAS Y LIMITACIONES DEL DIÁLOGO RAZONABLE EN LAS


POLÍTICAS PÚBLICAS

¿Qué significa lo razonable a la hora de las decisiones concretas?

Lo razonable depende del entorno decisional. Teóricamente puede significar muchas


cosas; como estar dispuesto a escuchar y tomar en cuenta las razones de los demás, estar
comprometido con la búsqueda de la verdad y de la mejor acción posible, o mantenerse
relativamente neutral con respecto a los intereses personales implicados. Pero en la

123
práctica, especialmente en contextos definidos, significa ser pertinente, esto es, opinar
de acuerdo al contexto de la decisión.

Al aplicar las políticas públicas habrá restricciones económicas, políticas y sociales, que
determinarán en gran parte si una decisión es razonable o no. Tomar en cuenta el
conjunto de restricciones relevantes es entonces una parte importante del proceso y
afecta de manera definitiva el resultado final.

La restricción económica más obvia es el tamaño del presupuesto disponible. Si se van a


construir escuelas, hospitales o vías de comunicación, una cuestión definitiva es la
disponibilidad de recursos, proponer obras de gran magnitud sería absurdo si son muy
grandes en proporción al presupuesto, también sería ineficiente repartir los recursos
disponibles hasta el punto en que sus impactos contextuales fueran ínfimos.

Las restricciones políticas son menos obvias pero no carentes de importancia, hay que
considerar de forma imparcial todos los intereses envueltos alrededor de la política
pública que se va a llevar a cabo, el no tomar en cuenta intereses significativos puede
generar resistencia hacia la política e incluso desaprobación pública. Siempre que se
reparten recursos públicos aparecen diferentes grupos e individuos que se creen con
derecho a recibirlos, hay que considerar que el hecho de organizar bien un conjunto de
intereses puede obligar a que se tome en cuenta a un determinado grupo, con
independencia de sus aspiraciones legítimas.

El peso de la situación concreta es por consiguiente considerable a la hora de decidir


asuntos públicos.

Aquí surge el problema de delimitar cuáles son las auténticas restricciones de un


problema de política pública. Puesto que lo razonable es una función de las
restricciones, hay un vínculo entre lo razonable y lo factible. Entonces, de hecho, las
restricciones son un aspecto más a decidir, que forma parte del problema de política
pública y determina las pautas a seguir. Resulta esencial el distinguir entre las
limitaciones reales y las limitaciones que son asumidas por los actores.

124
En el caso de la construcción de escuelas se puede establecer una norma en relación al
tamaño de la población, así, se podrá determinar cuáles son los lugares que requieren o
no una escuela. Luego se puede definir un procedimiento para repartir los recursos
escasos entre las localizaciones potenciales. Todo esto requiere de criterios de decisión
que son de hecho restricciones de la política, según se escogen las restricciones del
problema los resultados son distintos.

Si se trata de distribuir recursos financieros para proyectos de inversión agrícola, un


aspecto clave radica en que si se recurre a la participación económica de los mismos
beneficiados, un aumento en dicha participación pondría en desventaja a los campesinos
más pobres. Así, un programa enfocado en el logro de productividad es muy diferente a
un programa enfocado en la satisfacción de las necesidades de los campesinos.

Se ha recomendado el uso del diálogo racional para que se tomen este tipo de
decisiones. Esto implica la participación de ciudadanos éticos e imparciales que tratarán
de influir en las decisiones de política pública, lo cual supone la apertura
correspondiente por parte de las instituciones gubernamentales que permiten dicha
participación.

Tales ciudadanos deben entender el conjunto de restricciones: es fundamental que


comprendan el contexto decisional para que sus opiniones y propuestas sean razonables.

Las razones que se dan en el diálogo se pueden dividir teóricamente en argumentos,


procedimientos y hechos.

Los argumentos se consideran aquí como proposiciones teóricas con las cuales se
pretende convencer a un auditorio determinado de la validez de un principio de acción o
política. Por ejemplo, sostener que es necesario un sistema completo de salud pública
dada la importancia de los aspectos de salud en el desarrollo y bienestar de las personas.

Los procedimientos establecen un mecanismo o conjunto de reglas para dirimir o


simplificar una discusión. Por ejemplo, se acuerdan los criterios principales para
distribuir los servicios de salud: eficiencia, necesidad, merecimiento y tiempo.

125
Los hechos aumentan la información disponible y brindan juicios científicos para
superar los desacuerdos. Se puede demostrar que un servicio social de salud genera
fuertes costos a lo largo del tiempo puesto que, como resultado de los avances de la
medicina, las necesidades se vuelven ilimitadas. Los hechos pueden ser auténticas
restricciones, esto es, no restricciones escogidas por los actores sino reales limitaciones
a la política (tal como sería el caso de un presupuesto determinado o una norma
ambiental).

Pero la verdad es que en la práctica las cosas se mezclan, los argumentos se presentan
en forma de evidencias, pueden ser hechos presentados de forma conveniente para tratar
de apoyar un rumbo de acción. Los actores políticos ya vienen comprometidos con
ciertas políticas y traen consigo los argumentos, procedimientos y datos que más
convienen a dicho compromiso.

Normalmente los agentes públicos llegarán al foro de decisión armados con un conjunto
de argumentos y suposiciones sobre cómo debe realizarse la política. Los ciudadanos
sólo podrán influir si logran reconstruir la argumentación en la búsqueda del mejor
rumbo de acción, incluso en contra de la opinión de las autoridades, tienen que poder
resistir contra las opiniones dominantes, contra las teorías de las autoridades. Hay que
debatir un conjunto de argumentos, procedimientos y hechos que ya vienen integrados
en la política de la autoridad.

Las propuestas de la autoridad son cuestiones sobre las que se puede discrepar, pero por
ser esencialmente teorías acerca de cómo actuar en un dado contexto decisional o
ambiente, no pueden ser comprobadas del todo, en este sentido se parecen más a los
objetivos que a las limitaciones auténticas comprobadas con hechos.58

Hay que reconocer que normalmente los ciudadanos estarán en desventaja en estas
situaciones, no se pesarán sus opiniones con una fuerza igual a las de las autoridades. A
lo más que se aspirará normalmente será a cierta influencia sobre la toma de decisiones,
pero el centro de la decisión seguirá estando en manos del sector público. Esta es una
cuestión de poder político; el director de la agencia pública quiere controlar sus

58
Majone, Giandomenico, La factibilidad de las políticas sociales. En Aguilar Villanueva, Luis, La
hechura de las políticas, Edit. Porrúa, México, 1992, pp. 412-413.

126
políticas, que se realicen a su manera, podrá tener mucha disposición para escuchar a los
ciudadanos, pero él es el principal responsable y asumirá su rol. En particular, si la
participación ciudadana es visualizada como sólo una etapa del proceso de políticas,
esto es, si no está integrada durante todo el desarrollo de la política, desde su inicio
hasta su final, las posibilidades de influencia ciudadana se reducirán proporcionalmente.

Hay que recuperar el concepto de importancia de la decisión, las posibilidades de una


mayor influencia de los ciudadanos en las políticas públicas depende mucho de que
puedan actuar en los niveles importantes de decisión, no cuando ya las políticas están
encaminadas y definidas en lo concreto.

Con importancia de la decisión se hace referencia a las cuestiones de nivel


constitucional, siendo éstas las más importantes pues allí se definen los derechos
sustantivos básicos de los ciudadanos. Pero también hay cuestiones más concretas como
los planes generales de una agencia gubernamental o el diseño de una nueva ley fiscal.

En suma, hay que cuidar que las estructuras básicas de la justicia estén aseguradas, para
que de esa forma, en un efecto cascada, podamos confiar en la justicia de las políticas
públicas concretas.

De todas maneras, por los argumentos señalados, hay que desconfiar de la justicia y
corrección de los procesos de decisión de las políticas públicas concretas.

Regresando a nuestro problema de la justificación de las políticas, los analistas oficiales


recurrirán a un conjunto de hechos, suposiciones y modelos, con los cuales pretenderán
convencer de su política a un auditorio particular. La combinación particular que
utilicen dependerá de los datos disponibles, pero igualmente del auditorio al que se
pretende convencer. Habrá restricciones reales de la política, así como restricciones que
son inventadas o propuestas por el analista. El resultado es una especie de teoría oficial
de cómo resolver el problema.

El papel de los ciudadanos éticos y razonables será el de enfrentarse con esta


explicación oficial y lograr modificar las acciones de política a partir del punto de vista
ciudadano. Se trata de un auténtico campo de batalla, dentro del cual, si los ciudadanos

127
llegaran debilitados o sin las capacidades intelectuales adecuadas, tendrían todas las
posibilidades de perder.

En este sentido, no resulta conveniente que los ciudadanos participantes estén


comprometidos con los intereses que representan, pues si así fuera buscarían más
reforzar su propia opinión que participar en un diálogo fructífero. Así que los
ciudadanos deben ser conocedores de la problemática a considerar, pero al mismo
tiempo, relativamente autónomos respecto a los grupos que están disputando el acceso a
los recursos o la política que más les conviene.

Es por esta razón que un enfoque individualista, que parta de la opinión de cada uno de
los ciudadanos involucrados, está condenado al fracaso, pues en lugar de darnos pistas
de la mejor política que corresponda, sólo reflejará las preferencias interesadas de los
individuos.

Un problema que surge aquí es la posibilidad de que los ciudadanos participantes, sin
estar comprometidos con los intereses, se puedan poner efectivamente en el lugar de los
individuos que serán afectados por la política. Es cierto que deberán realizar un esfuerzo
por entender el problema específico y colocarse en el lugar de cada una de las partes,
ello puede no ser fácil, por consiguiente, se requerirá de invertir tiempo y esfuerzos para
una mejor comprensión de la problemática involucrada, sin que ello signifique que
quienes juzguen se vuelvan parte del problema.

Así, requerimos de ciudadanos conocedores de la situación, con capacidades analíticas,


y que a su vez, sean representantes de los individuos involucrados en la decisión, sin
que ello signifique que estén comprometidos de manera categórica con sus puntos de
vista particulares. Con esto tendremos las condiciones para una buena discusión, en la
cual se pueda avanzar hacia mejores propuestas y se pueda hacer frente a las teorías
oficiales.

Aquí hay que reconocer dos tipos de costos que están involucrados a la hora de
decidir.59 Primero está el costo externo generado porque la decisión final seguramente
no coincidirá con lo que cada ciudadano esperaba. La política que se asuma al final
59
Buchanan J. y Tullock G., El cálculo del consenso, Edit. Planeta, Barcelona, 1993, cap. VI.

128
favorecerá a algunos, será neutra respecto a otros, y perjudicará a terceros, en el sentido
de que el resultado no coincidirá con sus expectativas de la mejor política. Éste es un
resultado natural desde que no se puede quedar bien con todos. En un buen análisis de
políticas se debería tratar de determinar este costo, si por ejemplo, los ciudadanos
representantes hicieran un buen trabajo al tomar en cuenta los diferentes intereses
involucrados, podrían minimizar el costo externo, pero también cabe la posibilidad de
que el costo externo sea considerable.

El costo de la toma de decisiones es el segundo tipo relevante, las restricciones que


hemos impuesto a los ciudadanos representantes, y su lucha con las autoridades,
acarrearán fuertes costos de decisión, esto es, los costos involucrados al ponerse de
acuerdo. Una forma evidente de reducir este costo es tomar las decisiones sin mayor
discusión o basándose en la opinión de la mayoría, pero ello irá en detrimento de la
calidad del diálogo. Supuesto un diálogo de buena calidad, tendremos costos de toma de
decisión considerables.

Puesto que lo que se busca es la política más razonable, el esfuerzo correspondiente se


reflejará en la suma del costo externo y el costo de decisión. Una comparación entre los
beneficios que nos puede proporcionar la política pública, y los costos correspondientes,
nos permitirá saber si se está tomando una decisión económicamente justificable.

Un resultado de este análisis, que se debe tomar en cuenta, es que conforme más
complejos y variados sean los intereses involucrados, la elevación de los costos de
decisión hará menos factible que una política pública pueda resultar exitosa. Sólo una
buena evaluación de la situación concreta que enfrentemos nos podrá poner a salvo de
llevar a cabo políticas públicas que al final resultarán poco beneficiosas.

La participación de representantes idóneos se vuelve una variable crucial para reducir


los costos de la política pública. Por ejemplo, si pudiéramos delegar la decisión a unos
pocos ciudadanos que cumplan los requisitos deseables, lograríamos una sustancial
reducción de los costos.

129
Pero por lo general tendremos que lograr que el diálogo sea fructífero. Para ello hay que
considerar las cuestiones involucradas. Entre las ventajas del diálogo podemos señalar
las siguientes:

a) El diálogo incrementa considerablemente la información con respecto a otras


alternativas como el voto o la negociación. La oportunidad de tener un
intercambio de argumentos y opiniones da lugar a que se aclaren los puntos de
vista de las partes y la información en la cual se basan. Se podrá discutir acerca
de las restricciones reales o supuestas del entorno situacional. Inclusive se
podrán revelar preferencias, puesto que habrá lugar para discutir su fuerza
relativa; el que la situación de un grupo minoritario se vea afectada de forma
considerable podrá ser tomado en cuenta, lo cual no es tan fácil o inclusive llega
a ser imposible en las negociaciones o votaciones.60
b) Se reducen las posibilidades de tergiversar la información, puesto que se tiene
que dar un punto de vista coherente sobre los beneficios de la política que se
defienda, por tanto, el mentir u ocultar información se vuelve más problemático
pues podría llevar a inconsistencias.
c) El que se pueda discutir entre un conjunto de personas incrementa las
posibilidades, esto es, aumenta el número de opciones, puesto que muchas
cabezas estarán pensando desde perspectivas diferentes que pueden ser
eventualmente armonizadas en un todo mayor. Surgen nuevas ideas y se
retroalimentan entre sí en un proceso creativo.
d) El sólo hecho de tener que defender cada perspectiva en un foro público obliga a
que se presente en una forma más consistente y abarcadora, puesto que tendrá
que ser capaz de hacer frente a los posibles ataques.
e) Un buen proceso de discusión logrará que en definitiva se cambien las propias
opiniones y preferencias sobre el asunto a tratar, puesto que los agentes se ven
obligados a colocarse en el lugar de los otros.

Así, el proceso de discusión permitirá el surgimiento de una política pública más rica y
plural, elevando considerablemente los beneficios que esperamos de la acción pública.

60
Fearon, James, La deliberación como discusión. En Elster, Jon, (comp..), La democracia deliberativa,
Edit. Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 66-69.

130
En cuanto al grado de consenso que se pueda obtener hay que tener claro que, hablando
de políticas públicas más o menos específicas, una exigencia de unanimidad estaría
normalmente fuera de lugar pues elevaría demasiado el costo de la toma de decisiones.
En general, la justicia de la política será mayor conforme más consenso se establezca,
pero la justicia no será siempre recomendable si resulta muy costosa, sobre todo cuando
las partes tienen intereses muy diversos. Es mejor en este caso referirse a un grado de
justicia que se alcanzará, el cual será mayor conforme más consenso se alcance en la
política final. En este sentido se puede ver a la justicia como un bien que se produce de
la mano con el consenso, por tanto no tendría mucho sentido un proceso de discusión
largo y tedioso que terminara en el desacuerdo de las partes en lugar de crear un avance
en la discusión; la misma dinámica del proceso de discusión indicará si se está
avanzando o si, por el contrario, se está desembocando en un callejón sin salida.

Un aspecto esencial se refiere a las motivaciones que están detrás de los agentes que
están participando en el diálogo. El que las motivaciones sean favorables o no
determinará que el diálogo sea fructífero.

Por ejemplo, si las autoridades políticas llegan con puntos de vista preconcebidos y
cerrados, con la intención manifiesta de no brindar concesiones en el proceso de
discusión, provocarán un diálogo desgastante y frustrante. Más allá de esto pueden
actuar estratégicamente, brindando concesiones en aspectos que no son centrales y
estableciendo un juego de poder en el cual llevarán todas las de ganar.

Es por eso que hay que insistir en el aspecto motivacional; sin la disposición efectiva,
incluso en el aspecto moral, un diálogo tendrá pocas posibilidades de desarrollar todas
sus promesas y se quedará en un mero intercambio improductivo de ideas.61

Ello es así por la misma naturaleza del diálogo aquí propuesto, pues no se ha supuesto
que se conforme de argumentos deductivos y precisos, sino que dependerá de la
voluntad de las partes para que pueda evolucionar favorablemente.

Volviendo a los ciudadanos participantes, y como previsión contra la posibilidad de la


actitud cerrada de la autoridad, deberán tener la fortaleza suficiente para plantear sus
61
Barry, Brian, La justicia como imparcialidad, Edit. Paidós, Barcelona, 1997, p. 149.

131
posiciones con valentía y defenderlas ante las posibles manipulaciones de la autoridad,
sin caer tampoco en el exceso de cerrarse completamente. De nuevo, el aspecto
motivacional es central, pues los ciudadanos deben guiarse por los mejores argumentos
y no rendirse por el cansancio. Hay grupos que utilizan sistemáticamente la estrategia
del desgaste en la discusión, poniendo a prueba la paciencia y la entereza de quienes
desean llegar a un acuerdo más sólido.

Hay algunas reglas que se pueden usar al respecto, por ejemplo, el liberar a los
ciudadanos participantes de todas las demás obligaciones laborales que tengan, con el
fin de que se puedan concentrar plenamente en su actuación como analistas de políticas.
Una gratificación adecuada por su trabajo tal vez sería otro aspecto que fortalecería la
motivación. Igualmente puede ser útil el insistir en la importancia cívica de su actividad.

El tiempo también debe administrarse con inteligencia, el uso de plazos para forzar una
solución no es lo más recomendable, hay que dar el tiempo suficiente para que los
intereses se vayan acomodando y para desmotivar las estrategias de desgaste. Siempre
debe haber oportunidad para ampliar los plazos en caso de que no se tengan acuerdos
suficientes.

En la medida de lo posible, pues depende de la complejidad de la política que se está


analizando, los argumentos presentados deben ser lo más claros posibles, sin
complicaciones innecesarias que confundan a los participantes o les exijan niveles de
calificación que no sean acordes a lo previamente acordado.

En un enfoque tradicional y perfeccionista de toma de decisiones los actores son


racionales, el problema está bien definido y la información es completa. En este
contexto se puede pensar en optimizar y resolver el problema de manera clara y
contundente. Pero sabemos que la realidad no es así, y conforme nos acercamos a un
escenario más realista aparecen las complejidades del análisis.

Por ejemplo, la llamada “teoría de la decisión” no se refiere a una pluralidad difusa de


planteamientos de problemas y métodos conectados entre sí a través de una vaga
temática. Más bien, se refiere a una corriente de investigación interdisciplinaria que
excluye de antemano enfoques hermenéuticos o trascendentales y que se limita a

132
conceptos de decisión racional formalizados y básicamente transformables en un
cálculo.62

Así, pareciera que los investigadores de estos campos se colocan en un lugar cómodo
para enfrentar la problemática de interés, y luego usan las herramientas de análisis para
resolver los problemas que ellos mismos han planteado. Claro que la cuestión que surge
es la relevancia de tales estudios para la política pública real.

Una primera complicación es que los agentes decisores son falibles, no son una máquina
productora de decisiones correctas: su racionalidad es limitada y no constituye un dato
fijo al cual podamos recurrir para resolver un problema.

Los problemas muchas veces no están definidos con claridad, sino que la política se va
creando a sí misma en su proceso de desarrollo. En este sentido las políticas son
categorías analíticas, cada quien las puede visualizar de diferente forma según la
perspectiva de análisis. También las políticas tienen su historia, y el buen analista tratará
de reconstruir su proceso de nacimiento y desarrollo.

La información de que se dispone es limitada e inexacta, todo lo opuesto de un


problema con funciones de utilidad definidas y una variable clave a maximizar. Se tiene
un conjunto de evidencias, hechos, restricciones e interpretaciones, frente a las cuales se
tiene que decidir con inteligencia e intuición.

Habrá normalmente intereses en pugna alrededor del desarrollo de la política. Cada


quien la verá desde su perspectiva. Si se trata de construir un hospital, los especialistas
de la salud se plantearán un problema de eficiencia en el desempeño de las actividades.
Por su parte, las autoridades estatales tal vez estén más preocupadas por un uso
adecuado de los recursos presupuestales en relación con otras posibilidades como la
reparación de las calles, y por el impacto en cuanto al número de personas beneficiadas
con independencia de la calidad del servicio. Los ciudadanos se preocuparán por el tipo
y cantidad de servicios que se van a ofrecer. Los empresarios tal vez se interesen por los
posibles beneficios en términos de venta de medicinas y los servicios de salud, así como

62
Höffe, Otfried, Estudios sobre teoría del derecho y la justicia, Edit. Fontanamara, México, 1992, p.
155.

133
por el impacto sobre el ambiente comercial de la zona en donde será instalado el
hospital.

Lo importante sería conjuntar todos estos intereses en una estrategia común, pero la
tarea no será fácil. Una respuesta es la negociación de los intereses, pero en tal caso lo
que tendremos será una forma sofisticada de violencia, en la cual el poder será
definitorio, y como el poder no está dividido de forma igual entre las partes, el resultado
puede estar lejos de lo que sea mejor o más justo para todos. Habría que distinguir entre
la necesidad de lidiar con los diferentes intereses, lo cual es perfectamente legítimo, y el
logro de un resultado correcto, el cual involucra los intereses pero no está determinado
por ellos.

De hecho, al Estado, como guardián de los intereses de las clases necesitadas, le


corresponde realizar políticas públicas que se orienten a la reducción de las
desigualdades. En la medida que los actores públicos realmente estén involucrados en
este tipo de acciones vincularán su trabajo al apoyo de los grupos sociales menos
poderosos, por ejemplo, con legislación laboral, prestaciones concretas a la población en
estado de pobreza, esfuerzos de desarrollo comunitario o una reforma fiscal que
modifique las tasas impositivas en relación al ingreso o la riqueza.63

Frente a esta complejidad, que amenaza con dejarnos sin ningún criterio claro para
poder resolver los problemas de políticas, vuelve a surgir la importancia del diálogo
racional como una alternativa viable e interesante.

En el diálogo los participantes se ven obligados a presentar sus propuestas en una forma
integral, buscando el convencimiento de todos, y al mismo tiempo, van obteniendo la
información necesaria para tomar en cuenta las diversas perspectivas. El resultado no
será similar al de un análisis matemático, sino que será un producto propio de la forma
de integración, de la dinámica misma que asuma el proceso de diálogo.

Así, teóricamente un diálogo racional puede dar origen a resultados diferentes a pesar de
que trate de problemáticas idénticas y con los mismos agentes, pues la red de

63
Forester, John, La racionalidad limitada. En Aguilar Villanueva, op. cit., p. 334.

134
comunicación puede avanzar por diferentes caminos en un proceso dinámico y
complejo.

Esto es congruente con la conceptualización de política pública como proceso y no


como toma de decisión racional estricta. Permite, por consiguiente, tener los márgenes
de libertad adecuados al tipo de discusión que típicamente genera el análisis de
políticas. Al mismo tiempo, apunta hacia la consideración igual de los intereses de los
participantes en el diálogo, permitiendo solventar en parte la cuestión de la desigualdad
del poder real.

La solución dialógica es por su propia naturaleza incompleta, pues no nos puede


garantizar que iremos por un camino necesariamente correcto, sólo traza la senda por la
cual podemos cruzar. Si se le descuida puede fácilmente convertirse en un espacio en
que las posiciones se vuelvan extremas, en vez de buscar un lugar común. En tal
sentido, y puesto que el tiempo también cuenta a la hora de tomar las decisiones de
política pública, un defecto es que no tenemos garantía de alcanzar un resultado en un
número previsto de pasos.

También debe lograrse el mayor consenso posible, dentro de las limitaciones de tiempo,
información, y el grado de desacuerdo entre los participantes. La solución que brinda el
diálogo racional no es un equilibrio en el sentido tradicional, en donde se pesarían los
diferentes intereses en forma proporcional y se alcanzaría un equilibrio matemático.
Ello significaría que entre más extrema fuera mi posición, la situación de equilibrio se
dirigiría más hacia mi punto de vista, pues éste actúa como un polo de atracción.

Pero el diálogo racional no funciona de esa forma, primero pasa por la consideración de
la razonabilidad de cada propuesta: para que dos propuestas puedan tener la misma
fuerza deberán presentarse en forma igualmente convincente para todos los
participantes. Así, un punto de vista interesado, que no se presente en la forma adecuada
para convencer a los demás, no pasará el control de lo razonable y perderá toda validez.

Una vez que se tienen propuestas o argumentos razonables, se puede buscar un


equilibrio entre ellos para alcanzar una solución definitiva. Por consiguiente, no es
seguro que el número de personas que apoyan un punto de vista determinado pueda

135
influir de forma contundente en el resultado final, pues en la medida que tales personas
no puedan presentar propuestas o argumentos razonables, perderán su fuerza en el
desarrollo de la política.

Tomemos por caso el desarrollo de políticas públicas para la contratación de


trabajadores. La idea sería que las personas fueran contratadas de acuerdo con su
capacidad para desempeñar cada cargo, será muy importante el determinar los criterios
con que se medirá la eficiencia de las personas en el desempeño de los puestos, y el
impedir que criterios irrelevantes como la posición social, la raza o el sexo, afecten la
distribución de los cargos.

Dicho sea de paso, la eficiencia para poder desempeñar un cargo no depende sólo de los
credenciales que una persona pueda presentar, como sería el caso de un título
universitario o determinada cantidad de experiencia, hay otros criterios que un comité
examinador puede considerar relevantes como las aptitudes específicas sobre el trabajo
concreto a realizar o el perfil psicológico del aspirante. 64 El tener ciertos credenciales no
da automáticamente el derecho a un cargo. Por ejemplo, en el período de prueba la
persona puede manifestar actitudes negativas hacia el trabajo que justificarían un
despido.

Los empleadores, como grupo interesado, seguramente desearían tener una gran libertad
para decidir qué trabajadores contratar y poder realizar despidos en el momento que
quisieran. Podrían incluso intentar justificar esto con un argumento liberal, en el sentido
de que como dueños de las plazas ellos pueden utilizar los criterios que deseen.

Un punto de vista más razonable objetará esto. Las plazas pueden pertenecer a sus
dueños, pero ello no les da derecho a tratar de forma arbitraria a sus trabajadores, éstos
requieren de ciertas garantías. El Estado puede establecer la necesidad de ciertas
restricciones para tener una relativa certeza de que no se están cometiendo
arbitrariedades en la contratación y despido de personal. Seguramente insistirá en la
necesidad de establecer criterios concretos, que se reflejarán en un procedimiento
públicamente establecido.

64
Walzer, Michael, Las esferas de la justicia: Una defensa del pluralismo y la igualdad, FCE., México,
1993, pp. 147-149.

136
Los trabajadores, por fin, también pueden establecer sus propios criterios, en general
buscarán tener una protección excesiva, les gustaría prácticamente obligar a los
empresarios a que los contrataran cuando reunieran un cierto perfil, y procurarían que el
perfil no fuera muy exigente para tener mayor libertad de acceso a los puestos.
Probablemente no les preocuparía mucho el desempeñar sus puestos con eficiencia, por
lo que resistirían las exigencias de los periodos de prueba.

Se puede decir algo sobre lo razonable de estas diferentes perspectivas. Están claros los
intereses de las partes y la forma en que tratarán de influir en la dirección del resultado
final, por consiguiente no es tan difícil el colocarse en una posición neutral. El resultado
no debería depender del número de personas que apoya cada punto de vista, pues si así
fuera, y si por ejemplo, los trabajadores estuvieran en mayoría, resultaría una legislación
injusta en contra de los empresarios. Tampoco debería depender de la fuerza política de
cada sector, pues entonces tal vez los empresarios lograrían una gran libertad en la
contratación de puestos.

Una perspectiva neutral y razonable es la que se impone; por medio de la fuerza de los
mejores argumentos se podrá diseñar un procedimiento que tome en cuenta los
diferentes puntos de vista, sin privilegiar ninguno de ellos. El resultado será en algún
grado arbitrario, dependerá de la capacidad de cada quien para presentar argumentos
razonables, pero no tanto como para convertirse en un engaño, en la medida justa en que
el diálogo incluya participantes con suficiente capacidad y calidad moral.

El hecho de que haya cierta permeabilidad en los posibles criterios para la contratación
y despido, es lo que brinda un espacio para la realización de un diálogo razonable con
posibilidades de éxito.

Tal vez otros casos de política pública plantearían retos de otro tipo. Pensemos en una
política de zonificación urbana, que busca reglamentar los usos del suelo para un
aprovechamiento más eficiente y reducir los efectos externos que unas actividades
generan sobre otras. Por ejemplo, así se evita que las áreas residenciales sean afectadas
por la contaminación de las industrias, o se logra que haya suficientes parques o áreas
verdes.

137
De nuevo, los empresarios podrían presentar su propuesta, que priorizará los aspectos de
productividad por sobre los intereses de los residentes. Tal vez el Estado podría
presentar un estudio técnico con criterios más equilibrados. Por fin, los ciudadanos
querrán confinar a las industrias en las áreas más lejanas sin importarles mucho los
efectos negativos sobre la productividad y la rentabilidad de los negocios.

Pareciera que aquí los márgenes para una discusión racional son más limitados, pues
resulta más difícil el determinar criterios neutrales. Por así decirlo, se trata de un
problema con criterios de poca elasticidad, al contrario de lo que sucede con los
criterios para el empleo que se pueden apretar o relajar según sea necesario. En este
caso, parece que la solución final será más arbitraria y tal vez no se logre un equilibrio
suficiente entre las diversas posiciones.

Las alternativas del voto y la negociación estarán mejor justificadas en casos como el de
la zonificación urbana, en que no parece haber mucho lugar para una discusión racional.
El Estado podrá cumplir un papel más activo para definir las propuestas más razonables.
Así, es posible comprender que los diversos escenarios modifican las restricciones de la
política y permiten diferentes tipos de solución.

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