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Genitalidad.- Es la función de los genitales. Cuando dos personas se unen por placer es un
acto de genitalidad.
Ser varón o mujer equivale a ser persona. Con características y peculiaridades propias,
pero fundamentalmente iguales en cuanto a dignidad, deberes y derechos.
Somos hombres o mujeres, hasta lo más profundo de nuestro ser. Vida, amor, sentimiento,
libertad, hombre, mujer, sexo… son cosas fundamentales unidas las unas con las otras.
En un mundo que tiende a identificar amor con sexo y reducir este último a placer, es
preciso mostrar que la persona, lo corporal y lo psíquico, lo sexual y lo espiritual, forman
juntos las dos caras de una misma moneda: el ser humano. Que para el creyente es la
participación del ser mismo de Dios que se ha definido como amor.
La educación sexual es un derecho y sobre todo un deber de los padres. Sin que ellos se
den cuenta, están haciendo la educación sexual desde que un niño nace.
Desde el comienzo de la humanidad, todos los pueblos y culturas han contemplado con
admiración y respeto esta realidad del ser humano. Dos pasajes bíblicos nos han puesto en
la pista para buscar el significado de estos dos seres, que con características corporales
diferentes, participan de la misma plenitud de Dios que los creó.
“Los creó varón y mujer” y “serán los dos una sola carne”. (Gn 2, 18-25).
A la luz de la Biblia, hombre y mujer, son dos seres fundamentalmente iguales. Distintos
pero iguales. Ninguno de los dos es perfecto. Los dos necesitan uno del otro. Ambos se
complementan integralmente. Ambos se atraen irremediablemente.
Ser varón o ser mujer equivale a ser persona. Con características y peculiaridades cada
uno, pero fundamentalmente iguales en cuanto a dignidad, a sus deberes y a sus derechos.
Es decir que por ser persona son idénticos, y esto es lo fundamental. Pero también como
portadores de notas distintivas y de características y peculiaridades propias”.
Esta igualdad que en principio todos admitimos, esta muy lejos de convertirse en realidad.
Hoy por hoy siguen en pie el mito de la virilidad y la feminidad, pues aun antes de nacer
tienen el niño y la niña predestinados sus acciones y hasta sus juguetes.
Para cumplir con la misión a la que fuimos llamados a la vida, el varón debe esforzarse por
ser profundamente varón, y la mujer verdaderamente mujer, y cada uno de ellos
relacionarse con el otro. La sexualidad necesariamente hace relación al otro y tiene con fin
intrínseco el amor como donación y acogida.
La procreación se consideró por muchos años como el fin principal de la sexualidad, pero a
partir del Concilio Vaticano II se empieza a hablar del amor conyugal, que también da
sentido al matrimonio. En la encíclica sobre la Vida Humana abunda en estos dos aspectos
esenciales: el punitivo y el procreativo.
La atracción sexual de macho y hembra es común a todos los seres vivientes del reino
animal. La diferencia que plantea la sexualidad humana es que, siendo del reino animal, sin
embargo su sexualidad no es solo orgánica, fisiológica. “Es algo más. Es mucho más. Es
dimensión integral de la existencia, elemento constitutivo de la persona. De ahí que el ser
humano es ser sexuado y que vivir la sexualidad es reconocerse persona sexuada, masculina
o femenina, y dar a la propia sexualidad un sentido humano”. Se es sexuado las
veinticuatro horas del día.
Las personas casadas practican la castidad conyugal y las demás practican la castidad en
la continencia.
Formas de percibir la sexualidad del hombre y la mujer:
1. La sexualidad masculina
Centralizada en las zonas genitales
Reacciona rápidamente frente a los instintos sexuales
La excitación sexual es más rápida, incisiva y fácil.
2. La sexualidad femenina
Es demorada y lenta
Menos localizada que el hombre
Mas que genital se la llama corporal
La excitación se obra en ella en forma más lenta, espaciosa y
actúa con más lentitud frente a los estímulos.
La sexualidad humana es un Bien: parte del don que Dios vio que “era muy bueno” cuando
creó la persona humana a su imagen y semejanza. En cuanto a modalidad de relacionarse y
abrirse a los otros, la sexualidad tiene como fin intrínseco el amor, más precisamente el
amor como donación y acogida, como dar y recibir. La relación entre un hombre y una
mujer es esencialmente una relación de amor. Cuando dicho amor se actúa en el
matrimonio, el don de sí expresa, a través del cuerpo, la complementariedad y la totalidad
del don; cuando por el contrario falta el sentido del don en la sexualidad, se usa de las
personas como si fueran cosas, dentro de una civilización del placer.
Sexualidad y Evangelio
El tema de la sexualidad atrae y asusta a la vez. Se habla con frecuencia de ello, pero
normalmente en son de burla o chiste, pero raramente en una conversación seria. Y aun
en estos casos, normalmente la conversación se eleva al mero plan teórico. De este modo la
sexualidad queda relegada al lugar de los pequeños o grandes secretos. Comunicarle a un
amigo algo de este mundo significa darle muestra de absoluta confianza.
Se podría decir que nada es tan deseado y tan temido como la sexualidad. Muchos la
consideran como símbolo del placer y de la felicidad. Tanto, que produce miedo. Es al
mismo tiempo símbolo de la felicidad y del tabú, símbolo de libertad o de represión.
A pesar de su importancia, posiblemente sabemos muy poco de lo que Jesús y su Evangelio
nos dicen acerca de la sexualidad. Y es posible que en este punto nos encontremos con
sorpresas. Seguramente hallaremos en el Evangelio cosas muy importantes en torno al amor
y la sexualidad de las que apenas se nos ha dicho nada.
En el Evangelio la sexualidad no es tema obsesivo. Si repasamos el Evangelio página a
página apenas encontraremos nada que trate directamente sobre la sexualidad. El silencio
sobre el tema es tan sorprendente que resulta casi chocante. Sólo podemos encontrar alguna
cosa suelta y meramente ocasional.
Hasta el mismo Dios ha sido presentado muchas veces como el gran enemigo de la
sexualidad, como un obseso que nos vigila de continuo, en todas partes, sin que se le escape
el más mínimo detalle de nuestra vida sexual, ni siquiera a nivel de los pensamientos. Todo
nuestro terror a la sexualidad lo hemos proyectado sobre Dios y, así, hemos desfigurado su
rostro. Muchos piensan que Dios considera a la sexualidad como algo sucio y malo. A
veces, de modo inconsciente, se piensa que a Dios no le gusta que una pareja haga el amor.
Hasta hay gente que ha renunciado a este dios inventado, pues lo han encontrado un dios
inaguantable.
Jesús no aguantaba la hipocresía de mucha gente religiosa de su época. Por eso se indigna
ante la hipocresía sexual de los fariseos, que además eran bastante reprimidos.
Caso típico es el de aquella mujer de mala fama (Lc 7,36-50) que se acercó a él estando
comiendo en casa de un fariseo. Jesús, dándose cuenta de los malos pensamientos de los
presentes, la dejó hacer y la defendió delante de todos. Jesús no se asusta de que lo toque
una mujer de mala vida conocida como tal.
Imaginémonos que sucedería hoy si a un hombre de Iglesia se le acercase en ese plan una
mujer así. El Evangelio sitúa a Jesús entre el fariseo y la pecadora para mostrar que Jesús se
queda con la sinceridad de la segunda, y no con la hipocresía y dureza de corazón del
fariseo. Jesús no solamente la salva, sino que condena con una terrible ironía al fariseo. A
Jesús no le importa lo que aparece, ni le importa tanto lo que se hace o no se hace, sino
lo que se es profundamente en el corazón.
Otro caso claro es el de la mujer que le llevan a Jesús, encontrada en adulterio (Jn 8,1-11).
Jesús no puede aguantar la hipocresía de aquellos viejos "verdes": "El que esté sin pecado
que tire la primera piedra..."
La sexualidad no es una cosa que se pueda comprender como algo aparte, como un asunto
particular en el que se trata de qué es lo que hay o no hay que hacer. Hay que situarla en el
conjunto de toda la vida. Podríamos decir que el Evangelio no se preocupa por el sexo, pero
sí por la sexualidad, es decir, por algo que es más amplio y más profundo: por todo lo
relacionado con el corazón del hombre, su afectividad y sus deseos más íntimos.
El Evangelio coincide en este punto con lo que dice la psicología más moderna. Según ella,
la sexualidad no es sólo cuestión de los órganos genitales -"las partes", como dice el
pueblo-. Ni siquiera es cuestión sólo de lo corporal. Sexualidad es también todo lo
relacionado con la afectividad, es decir, con los deseos, el cariño, la ternura... A esto
estamos poco acostumbrados, pero resulta que así es el enfoque del Evangelio. No se trata
de lo que el hombre hace o no hace con "sus partes", sino de lo que el varón y la mujer son,
de cómo orientan su vida, de qué es lo que les resuena en el corazón.
El Espíritu y la carne
Hemos oído decir que los peligros del alma son mundo, demonio y carne. Y enseguida
pensamos que la carne es el sexo. Sin embargo, cuando el Nuevo Testamento habla de la
carne no se refiere al sexo ni a la sexualidad. La carne, según el Nuevo Testamento, cuando
se opone al Espíritu, significa el enfoque con el que ven el mundo las personas que no
conocen a Jesús, ni les interesa la construcción de su Reino; significa el considerar como
lo más importante de la vida al dinero, el prestigio social y todas esas cosas. Esa es la carne
que se opone al Espíritu. Por eso cuando Pablo habla de las obras de la carne (Gál 5,19ss;
Col 2,18), se refiere a las cosas que encierran al hombre en lo que se opone a Jesús; y esto
puede ser la lujuria, pero también la rivalidad, la envidia, la vanidad y orgullo, la idolatría...
Que la carne se opone al Espíritu no se refiere, pues, al sexo, sino a todo lo que es
contrario a una visión cristiana de la vida.
La persona que es consecuente con su fe en Jesús y opta por el Reino se siente libre frente a
todo y, por lo tanto, también frente a la sexualidad. Aquí reside lo tremendo de vivir
cristianamente la sexualidad. Con todo lo fascinante y terrorífica que es, el cristiano tiene
que lograr su libertad frente a ella. Tiene que ser capaz de vivir sin pensar obsesivamente
en el sexo; y ha de ser capaz, también, de tener relaciones sexuales dentro del matrimonio
de un modo humano, sin imaginarse que con eso se aleja de Dios. Lo importante es el amor
auténtico: si sabe amar de veras se sentirá libre para tener relaciones sexuales o no tenerlas.
Pero si no tiene amor, por más puro y casto que sea, por más que cumpla todo tipo de leyes
sobre la sexualidad, será una persona que no está llevada por el Espíritu: será esclava de la
carne.
Todos sabemos que no es fácil ser libre ante muchas cosas, y menos aún frente al sexo. La
sexualidad, con toda su carga de instinto, de represiones y de fascinación, fácilmente nos
tiende sus trampas y nos impide esa libertad que Dios quiere para nosotros.
A veces las dificultades son de tipo interno, fruto de una mala educación en este terreno.
Con frecuencia también las dificultades vienen de fuera, de la manipulación que la sociedad
hace de nuestra sexualidad. Por todas partes nos rodea y nos ataca una verdadera
manipulación social del sexo.
El sexo convertido en ídolo emboba a la gente y la mantiene sujeta al sistema. Los
adoradores del sexo no son nada peligrosos para el sistema, sino todo lo contrario, son
dóciles servidores.
De este modo, la sexualidad, esa realidad buena y profunda creada por Dios para el
encuentro con los demás, se convierte en un ídolo que esclaviza y aliena profundamente.
Deja de ser un medio para encontrarse con el otro en profundidad y se convierte en algo
que atonta y embrutece a la vez.
UNIDAD B - TEMA I:
MATRIMONIO, COMUNIDAD DE VIDA Y AMOR
La venida de Jesús, nos acabó de descifrar el misterio de Dios, y entre estos misterios el de
la Santísima Trinidad. Un solo Dios y tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dios, tal y como nos lo describe Jesús es una comunidad, una Familia. Como grupo
humano, nosotros somos la familia de Dios en la tierra. Por amor hizo Dios todo cuanto
existe en el mundo y nos dio como encargo mejorar el mundo, siendo así continuadores de
su proyecto.
Al hablar Jesús del proyecto original del matrimonio hace una referencia clara “al
principio” (Mt. 19, 8). “Según este proyecto, el matrimonio es una comunidad de amor
indisoluble, ordenado a la vida como continuación y complemento de los mismos
cónyuges”.(Juan Pablo II, en Madrid).
El matrimonio cristiano es el encuentro de dos personas que se aman y que deciden poner
en común vida y bienes, alegrías y penas, abiertos al amor mutuo y a la vida de nuevos
seres.
El amor, el deseo de ser feliz y de hacer feliz debe ser la razón suprema de ser de cuantos
han optado en su vida por este camino del matrimonio. Resulta imposible soñar en un
hogar que carezca de este ingrediente.
Las leyes de los estados al darnos su visión del matrimonio lo definen como “la unión
estable de un hombre y una mujer”. Para los seguidores de Jesús es incompleta a todas
luces esta concepción del matrimonio. El máximo valor que busca el cristiano no radica ni
en contratos ni en herencias, mucho menos en falsas promesas. El valor supremo del
matrimonio cristiano es el amor.
Por eso la Iglesia al definir el matrimonio, nos dice:
“Es una íntima comunidad de vida y amor”
“Es la alianza de dos personas en el amor”
“De esta unión conyugal procede la familia, en la que nacen los nuevos ciudadanos de la
sociedad humana, que por la gracia del Espíritu, a través del bautismo, han de ser
constituidos hijos de Dios, para perpetuar este pueblo en el correr de los tiempos.
En la familia, como iglesia doméstica, los padres han de ser para sus hijos los primeros
educadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo” LG 11. Este amor
juramentado de los esposos, por ser un proyecto con implicaciones religiosas y sociales, lo
reconoce la Iglesia como un documento oficial denominado acta de matrimonio.
Dos ideas han estado presentes con más insistencia a partir del Concilio Vaticano II:
El dinamismo del amor conyugal
el compromiso de la pareja de esforzarse por crear una comunidad de amor.
Para que esta comunidad de amor crezca y se desarrolle necesita de un clima propicio y de
unas características especiales que lo hagan estable:
Ha de ser un amor dinámico, que haga crecer y perfeccionar este amor
El amor debe ser generoso, en cuanto busca el bien del otro, que los llevará a la
entrega y aceptación mutuas.
Amor que debe comprometer la vida entera de los esposos
Amor fecundo, que crea y procrea, pues los hijos son fruto de la madurez del amor de
la pareja.
Según nos define la Primera Carta a los Corintios, el auténtico amor es:
paciente
servicial
no busca su propio interés
disculpa
cree
espera
soporta
nunca falla.
Esto implica:
que el matrimonio se haya hecho con plena libertad a la hora de elegir pareja
plena madurez: corporal, sociológica y afectiva.
(Las leyes de la Iglesia y el derecho no ponen demasiado énfasis en estos dos aspectos)
El día de la boda es el comienzo de este esfuerzo mutuo de compartir el amor hasta lograr
integrar una comunidad amorosa que se parezca a la familia trinitaria del cielo. (La boda se
termina y el matrimonio apenas comienza).
Para que el amor crezca es necesario:
El amor debe ser total y exclusivo.- quiere a toda la persona y excluye a todas las
demás.
Amor fiel.- La fidelidad es la consecuencia normal del compromiso de amor.
Te amo para siempre.- Cuando una pareja se casa se promete amor para siempre, no
para un mes, o un año, o hasta que nos vaya mal.
Y al mismo tiempo amando a todos.- Del amor fecundo de la pareja brotan los hijos,
que son la prolongación de su amor. Del amor familiar brota la necesidad de compartir
el amor con todos los que viven a su lado.
Los esposos se convierten en signo visible del amor de Dios y en una forma gráfica se
puede afirmar: así como el humo es signo de que hay fuego, así la presencia de los esposos
el día de la boda son signo claro de que Dios habita entre los hombres.