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Por: Alfonso Gómez Méndez

04 de febrero 2020 , 07:48 p.m.

El hecho lamentable en que está involucrado un profesional que dio


muerte a tres individuos que pretendían ‘atracarlo’ en un puente
peatonal de Bogotá ha llevado de nuevo a los medios temas cruciales
como el de la legítima defensa y sus requisitos para ser reconocida, la
seguridad pública, la autorización para portar armas y el papel del
Estado en defensa de la “vida, honra y bienes de los asociados”, que
manda la Constitución.

Para no emitir juicios apresurados, precisa conocer antes la versión de


las autoridades judiciales y de Policía sobre qué fue exactamente lo
ocurrido, aclarando cuándo y dónde se produjo el ataque, la actualidad
de la agresión, la proporcionalidad en la reacción y demás
particularidades del caso.

Como siempre –dados los antecedentes revelados de los muertos–,


prácticamente todos los colombianos tenemos la tendencia a creer que
no se trata de un homicidio propiamente dicho, sino de una acción
amparada por la justificante de la legítima defensa.

Este debate se da, además, dentro de un ambiente casi generalizado


sobre la inseguridad porque de ordinario se registran casos como el del
brillante abogado externadista asesinado una madrugada en el barrio
Rosales por robarle un celular. O los de jóvenes a quienes se les ha
quitado la vida por raparles unos tenis, un celular, etc. Y a eso
agréguese la sensación de impunidad para los autores de verdaderas
atrocidades en que la vida humana tanto se desprecia al colocarla por
debajo de simples objetos materiales.

La legítima defensa como eximente de responsabilidad es de las


instituciones más antiguas en el derecho penal. El artículo 32 (numeral
7) de nuestro actual Código Penal dice que no habrá lugar a
responsabilidad penal cuando “se obre por la necesidad de proteger un
derecho propio o ajeno de un peligro actual o inminente, inevitable de
otra manera, que el agente no haya causado intencionalmente o por
imprudencia y que no tenga el deber jurídico de afrontar”. También se
contempla el “exceso” en la defensa cuando, ante la necesidad de
reaccionar, la persona se exceda en los medios o la conducta usada
para defenderse.

Años atrás, Giuseppe Bettiol, jurista italiano, citaba como exceso el del
cazador que disparaba a un niño para evitar que se apoderara de unas
manzanas de su árbol. Más allá de las circunstancias puntuales de este
caso, surgen muchos interrogantes sobre esa relación entre acción del
Estado y defensa personal. Como ningún Estado puede colocar un
policía en cada casa o persona, en condiciones especiales, se autoriza
el porte de armas a los ciudadanos para su defensa.

Lo ideal en un Estado democrático es que el monopolio del uso de las


armas lo tengan las autoridades militares y de policía. Lo excepcional
es que ante la incapacidad estatal se autorice al propio individuo para
asumir su defensa. Y es cuando menos irónico que en una democracia,
un médico, que bajo el juramento de Hipócrates promete dedicarse a
salvar vidas, ante un caso de defensa propia termine armado
oficialmente por el Estado para acabarlas.

Si igual podría ocurrirle a un obispo, monja, sacerdote o pastor, un


infortunado hecho como este debiera llevarnos a reflexionar sobre la
necesidad de garantizar integralmente la seguridad pública con sus
componentes de prevención, policivo y de justicia.

Los criminólogos deberían explicarles a los gobiernos por qué más del
60 por ciento de los delitos afectan la vida, la integridad personal y la
propiedad privada. Como siempre, no es prudente reaccionar al impulso
de la emoción inicial.

Esa misma emoción –no obstante el justificado rechazo a dos horribles


crímenes originados en el ánimo de lucro– no puede llevarnos a pensar
que siempre que haya fallas –supuestas o reales– en la defensa de los
ciudadanos deba justificarse el armamentismo privado. Esa ‘filosofía’
permitió que en los años 50 se crearan las Farc como “autodefensas
campesinas” y a que en los 80, alegando supuesta incapacidad estatal
para combatir esa guerrilla, se diera el monstruo del paramilitarismo,
cuya verdadera dimensión ojalá logre esclarecer la JEP y de cuyo
fantasma aún no nos hemos librado del todo.

Alfonso Gómez Méndez

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