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crítico?
Cuando estudiaba filosofía, algunos filósofos eran catalogados como “librepensadores”.
Otros no. Los primeros recibían una atención somera. Los segundos detallada. Y
aquello hacía saltar mis alarmas. Porque si no eres un librepensador, no piensas.
Recurriendo a eufemismos de todo tipo, un mensaje implícito ha quedado tan claro que
se ha vuelto explícito: es momento de arrimar el hombro, no de criticar. El pensamiento
ha sido debidamente precintado y estigmatizado para que no quepa dudas de que no
es deseable, salvo en dosis tan pequeñas que sean completamente inocuas y, por
tanto, completamente inútiles.
Esa creencia ha introducido un falso dilema porque el apoyo no está reñido con el
pensar. Ambas acciones no son excluyentes. Más bien al contrario. Podemos unir
fuerzas, aunque no pensemos igual. Y ese pacto es mucho más fuerte porque proviene
de personas seguras de sí mismas que piensan y deciden libremente.
Por supuesto, ese pacto exige un trabajo intelectual más arduo. Exige que nos
abramos a posturas diferentes a las nuestras. Que reflexionemos juntos. Busquemos
puntos de encuentro. Y todos cedamos para lograr un objetivo común.
Porque no estamos en una guerra en la que se exige obediencia ciega a los soldados.
La narrativa bélica apaga el pensamiento crítico. Condena a quien disiente. Y somete a
golpe de miedo.
Este enemigo, al contrario, se vence con inteligencia. Con la capacidad para mirar al
futuro y adelantarse a los acontecimientos. Con la capacidad para diseñar planes de
acción eficaces sustentados en una visión global. Y con flexibilidad mental para
adaptarnos a las circunstancias cambiantes. Por eso, aplanar la curva del pensamiento
crítico es lo peor que podemos hacer.
Esas “vacunas culturales” pasan por dejar de ver telebasura para poder desarrollar una
conciencia crítica contra la manipulación mediática. Pasan por encontrar un punto
común entre el interés individual y el colectivo. Pasan por asumir una actitud activa
ante la búsqueda del conocimiento. Y pasan por pensar. Libremente, a ser posible.
Si la opinión es correcta, se nos roba “la oportunidad de cambiar error por verdad”; y si
es incorrecta, se nos priva de un entendimiento más profundo de la verdad en su
“choque contra el error”. Si sólo conocemos nuestro lado del argumento, apenas
sabemos eso: se vuelve marchito, se convierte en algo que se aprende de memoria, no
pasa por pruebas y termina siendo una verdad pálida y sin vida.
En su lugar, necesitamos comprender que, como dijera el filósofo Henri Frederic Amiel
“una creencia no es verdadera porque sea útil”. Una sociedad de personas que piensan
con libertad puede tomar mejores decisiones, a nivel individual y colectivo. Esa
sociedad no necesita ser vigilada para cumplir con las normas que dicte el sentido
común. De hecho, ni siquiera necesita esas normas porque sigue el sentido común.
Una sociedad que piensa puede tomar mejores decisiones. Es capaz de ponderar más
variables. Dar voz a las diferencias. Anticiparse a los problemas. Y, por supuesto,
buscar mejores soluciones para todos y cada uno de sus miembros.
Pero para llegar a construir esa sociedad todos y cada uno de sus miembros deben
emprender la difícil tarea de «luchar contra un enemigo que tiene puestos de avanzada
en tu cabeza”, como dijera Sally Kempton.