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Aprender a ser competentes: Nuevo desafío de la

educación
Fuente: Guerrero Ortiz, L. (1999) Aprender a ser competentes: Nuevo desafío de la educación básica. En Tarea Nº 43.

Cuando se habla de un cambio de paradigma educativo, que transita de la enseñanza al aprendizaje, del
protagonismo del docente al protagonismo de los estudiantes, del discurso a la acción, de la uniformidad a la
diferenciación personal, quizá la piedra de choque de este difícil proceso sea la noción de competencia. Ya
que un nuevo paradigma educativo, en sus currículos nuevos, no propone nuevos aprendizajes sino un nuevo
tipo de aprendizaje, y la noción de competencia es la que marca la diferencia con el paradigma anterior.
Es que la competencia, entendida como una habilidad global o metahabilidad, no se aprende del mismo modo
que un dato.

Sin embargo, hay confusión. No hay un consenso claro entre docentes y especialistas respecto del sentido que
queremos otorgarle a esta noción y, junto a ella, a la direccionalidad de los cambios que esto supone.

Subsiste una ambigüedad: hay desarrollos teóricos y metodológicos comprensiblemente inconclusos,


muchos enfrascan el debate en parámetros académicos, tecnicistas y formales, alejándonos de la
preocupación que de alguna manera dio origen a todo este movimiento de cambio educativo mundial, la
inocultable evidencia de la inutilidad de los aprendizajes ofrecidos por el sistema respecto de las demandas
y desafíos del mundo actual y de la evolución del paradigma científico.

Es en este contexto que se proponen las siguientes reflexiones provisionales:

¿QUÉ ES UNA COMPETENCIA?

Desde la semántica castellana, el diccionario de la lengua propone algunos sinónimos que parecen
interesantes:
- idoneidad - facultad
- aptitud - talento
- suficiencia - destreza
- capacidad - disposición
- habilidad - arte
- pericia - maña

Desde el sentido común, por coincidencia, se acostumbra designar a una persona como competente, sea
cual fuere el oficio que realice… porque se desempeña eficientemente en su campo. Es decir, porque hace
bien lo que hace. A esa clase de personas se suele llamar “competente” o incluso se la califica de
“inteligente”.

Desde la psicología, la neuropsiquiatría y la biología, la inteligencia ha sido definida como capacidad de


resolver problemas (Gardner), como acción transformadora sobre el medio (Piaget) o como
consensualidad (Maturana), es decir, como capacidad para interactuar con el entorno de manera armónica y
eficiente.

Desde la tecnología educativa, según Ordóñez, los currículos orientados al desarrollo de competencias
emergen para hacer de la educación un servicio más pertinente a las demandas sociales (“saber qué”
versus “saber cómo”), capaz de ofrecer a los estudiantes aprendizajes útiles, histórica y socialmente
significativos, que los habiliten para operar con eficacia en el contexto específico de las dificultades y los
retos propios de la época y del país.
DEFINICIÓN:

Es en este marco que se puede definir la competencia como una capacidad de acción e interacción sobre el
medio, natural, físico y social. Una capacidad de acción e interacción eficaz y eficiente:

- En el enfrentamiento y la solución de problemas.


- En la realización de las propias metas.
- En la creación de productos pertinentes a necesidades sociales.
- En la generación de consensos.

Se cree, asimismo, que los dos últimos sentidos de esta así llamada “capacidad de acción e interacción”,
especifican a los dos primeros: se buscan personas capaces de resolver problemas y concretar metas, pero no
de cualquier manera ni a cualquier costo, sino con pertinencia a la diversidad social y cultural; no
imponiendo, sino respetando e incorporando con amplitud, intereses y perspectivas distintas.

Por eso se considera una buena síntesis, rindiendo homenaje al término propuesto por la Comisión Delors de
la Unesco, el definirla como un saber hacer. Un saber hacer en el sentido de un saber actuar e interactuar,
de un saber cómo antes que de un saber qué. Pero además, como un saber hacer con calidad técnica y
con calidad ética; eficiente y al mismo tiempo respetuoso; creativo, pero al mismo tiempo constructivo. Un
saber hacer eficaz, que contribuya al crecimiento personal y también al fortalecimiento de la convivencia.

En ese sentido, una habilidad cognitiva, por ejemplo, a pesar de ser importante para el enriquecimiento de un
saber hacer, no se confunde con la competencia. Las habilidades perceptivas, discriminativas, deductivas
o críticas, en sí mismas, pueden ser usadas para cualquier propósito. Es mejor aprenderlas en función de
fortalecer una manera de actuar eficaz y a la vez cooperativa, transformadora, pertinente a las necesidades y
desafíos que se tiene como colectivo social en este momento de la historia común. A ese tipo de
desempeños se le llama competencia.

¿CURRÍCULO POR OBJETIVOS O CURRÍCULO POR COMPETENCIAS?

Un objetivo puede ser definido según la semántica castellana como:


- un propósito.
- una aspiración.
- una meta.

O puede definirse, según la tecnología educativa, como actitudes, destrezas y conocimientos a enseñar a los
estudiantes.

El término currículo por objetivos está en esta segunda acepción. Es decir, hablamos de un currículo
que propone indistintamente que los estudiantes logren aprendizajes actitudinales, cognitivos, motores y
conceptuales.

Un currículo por objetivos, no necesariamente está centrado en el docente, puede también formular
objetivos pedagógicos en términos de logros a alcanzar por el estudiante, en lugar de tareas a realizar por
el docente. Un cambio en la sintaxis... y listo para ser usado en una perspectiva “constructivista”. Y,
como según varios autores las competencias pueden ser conceptuales, actitudinales o procedimentales
indistintamente, se puede caer en el error de denominar “competencia” a un objetivo cognitivo o actitudinal.

Finalmente, un currículo por objetivos, en el contexto de la cultura y la tradición enciclopedista que


distingue y que pondera el “saber” en sí mismo como señal de sabiduría, va a proponer el aprendizaje
como una experiencia básicamente discursiva; o, en el mejor de los casos, va a enfatizar la capacidad de
comprender, explicar, identificar, diferenciar, interrelacionar, enumerar, categorizar, en la perspectiva del
desarrollo cognitivo del estudiante.

Un currículo por competencias, en cambio, busca desarrollar en el estudiante, capacidades para hacer
frente a toda clase de circunstancias y resolver problemas con eficacia, en el contexto de su crecimiento
personal y relacional-social. Busca ser pertinente con nuestros desafíos históricos y no reducirse a contenidos
universales, válidos en cualquier tiempo, lugar y contexto cultural.

Por eso, un currículo por competencias no propone aprendizajes fragmentarios, actitudes, destrezas y
conocimientos aislados que se suman sin articularse entre sí. Todo lo contrario: propone habilidades
globales, que integran de un modo peculiar destrezas, actitudes y conocimientos, pero sin reducirse a estas.

Un currículo por competencias busca enriquecer un saber hacer. Por tanto, coloca a los estudiantes en
situación de hacer. Le interesa que desarrollen y usen un conjunto de destrezas mentales y operativas
pero en función de obtener un resultado. Que interpreten información pero para emplearla, y que adopten
determinadas actitudes en función de resolver una situación. Que reflexionen su proceso y se apropien
conscientemente de las capacidades desplegadas, en tanto comprueben que les sirven para mejorar su
capacidad de interacción con el medio.

¿CÓMO SE RELACIONAN LOS CONTENIDOS PROCEDIMENTALES, CONCEPTUALES Y


ACTITUDINALES?

Es necesario tener cuidado con denominar “contenidos” a los procedimientos, conceptos y actitudes, pues el
significado del término lleva inevitablemente a reducir estas tres variables a la categoría “información”. Y,
siendo así, llevan a suponer que pueden aprenderse por “transmisión” y a restringirlos a su dimensión
lógica y discursiva. Esto es lo que está sucediendo en los hechos; hasta las competencias del área personal
social, de inocultable naturaleza interaccional, son convertidas en contenidos temáticos.

Se puede apostar más bien por una definición más holística de la noción de competencia, ya que el dominio
hábil de conceptos, siendo necesario, no es una competencia. El dominio hábil de un procedimiento,
tampoco. La demostración de consistencia en un conjunto de actitudes, por importantes que sean, menos.
Vistos así, están fragmentados, son entidades separadas y diferenciables en el modo de aprender y de
evaluarse. Los tres aspectos constituyen aspectos perceptualmente distinguibles en el desempeño
competente de una persona, pero por ser elementos vinculados dentro de un sistema particular de
actuación, definirlos en lista o por separado no equivale a definir la competencia observada.

Diera la impresión de que basta tener un buen dominio en estas tres parcelas, para recibir automáticamente la
cédula que nos acredita como personas competentes. La suma de las partes de un teléfono da el teléfono, no
importa si juntadas en una bolsa, con tal de que no falte ninguna y que cada una sea de estupenda calidad.

Se trata más bien de comprender que, tanto en el proceso de aprender a actuar competentemente en un
campo determinado, como en el mismo desempeño finalmente logrado, nociones, actitudes y procesos
interactúan de una manera específica, integrándose de modo progresivamente más óptimo.

Lo que ha llevado a esta fragmentación es haber colocado como foco o referente del análisis “la competencia
como concepto” y no la acción competente de la persona; o el haberse quedado en una lectura descriptiva y
lineal del desempeño esperado, sin ensayar una síntesis en una perspectiva más relacional. Así, la
distinción y enumeración de conceptos, actitudes y procedimientos no dice nada respecto de cómo una
persona competente hace una combinación hábil de estas tres capacidades ni de cuántas otras formas
podrían ser relacionadas por una persona aún más competente, menos competente o incompetente a secas.

Por otro lado, si se trata de distinguir aspectos de una competencia cuya formulación busca expresar
nítidamente una forma competente de actuar, aquí está faltando algo. En la radiografía de todo hacer
competente se puede encontrar siempre un cierto manejo de información o de nociones (no necesariamente
dominio de conceptos en sentido estricto), un cierto manejo de procedimientos; y por supuesto, determinadas
actitudes.

Pero falta un cuarto elemento, tan decisivo como las actitudes mismas: niveles metacognitivos básicos,
es decir, un dominio elemental de ciertos procesos mentales (creatividad, flexibilidad, transferencia,
deducción, inducción, etcétera) necesario para correlacionar los tres aspectos anteriores con pertinencia a las
circunstancias y a las propias posibilidades individuales. Si no se demuestra capacidad para hacer una
evaluación crítica, imaginativa y flexible de la situación en la que se tiene que actuar ¿cómo discernir qué
información me es más útil; qué procedimientos debo usar, combinar, crear o recrear; qué actitud me
conviene más adoptar?

Pero todas estas cuestiones solo se hacen visibles cuando el foco de la atención se desplaza a la vida, no a
la teoría. Son numerosos y notables los investigadores que, frente a preguntas similares, eligieron ese
fecundo camino. Gardner estudia la inteligencia humana observando el desempeño de las personas
talentosas. Piaget observa a sus hijos. Antes, Darwin había hecho lo mismo con los suyos. Senge y
Goleman distinguen factores de eficiencia del trabajo en equipo… que surgen de observar cómo
interactúan equipos altamente competitivos en la vida real. Watzlawick quiere proponer un procedimiento
eficaz para resolver dificultades en la relación humana… y empieza a observar cómo gente común y corriente
enfrenta con éxito sus problemas de la vida diaria.

En esa perspectiva es que se plantea atender cómo el estudiante que está exhibiendo habilidad en la solución
de una situación, interrelaciona de manera reflexiva y flexible nociones, procedimientos y actitudes.
Observar estudiantes en acción aporta varios datos interesantes:

a) Las actitudes encabezan el proceso de aprendizaje. Si asumimos la actitud como postura o


disposición básicamente afectiva para comportarse de una manera determinada, vamos a diferenciar tres tipos
de actitudes:

Disposiciones para aprender. Los estudiantes, como cualquier persona, se comprometen con un proceso
de aprendizaje solo si se sienten emocionalmente involucrados, si refleja sus necesidades y expectativas
más genuinas. Entonces, muestran disposición para acercarse, explorar, interrogarse, comparar, ensayar,
intercambiar. El conflicto cognitivo y la necesidad de resolverlo a través de la acción transformadora
(Piaget) solo es posible cuando el aprendizaje, la situación y el agente intermediador logran con los sujetos
que aprenden un acoplamiento estructural de tipo emocional (Maturana) y de tipo cognitivo (Ausubel)

Disposiciones para aprender eficientemente. Una vez embarcados en el proceso de aprender, los
estudiantes y toda persona en general requieren mostrar y consolidar ciertas disposiciones subjetivas
características de toda situación asumida como desafío: perseverancia, tenacidad, tolerancia al fracaso,
flexibilidad o control de los impulsos, Es decir, el interés no basta. Para sostener con éxito la participación al
interior del proceso se hace necesario desplegar, complementariamente, otras actitudes.

Disposiciones para desempeñarse bien en un campo. Pero el desempeño eficiente en un campo específico
depende también de ciertas disposiciones afectivas, coherentes con la naturaleza misma de lo que se aprende:
ciencias naturales, historia, música o matemática.

Más allá de la implicación subjetiva en una experiencia de aprendizaje, el desempeño óptimo en un ámbito,
requiere una disposición especial que lleva al estudiante a buscar nuevas oportunidades y mayores retos en
ese campo en particular.

b) Los procedimientos son el eje desencadenante. Definido el interés por el objeto, material o simbólico,
las personas se aproximan a él para explorarlo. Si se sienten retadas, se lanzan a probar una u otra
respuesta. El ensayo-error en la búsqueda de soluciones a los problemas es característico del método
científico. Es desde la exploración de los procedimientos que surge la interrogación, las hipótesis y el
pronóstico, la necesidad de nuevos datos, la búsqueda y el acopio de mayor información.

Naturalmente, aquí hay actividad mental, información previa espontáneamente asociada.

Pero el foco está “en las manos”. Cuando los estudiantes se colocan en situación de responder a un problema
que les interesa y los reta, puede haber reflexión previa o acuerdo previo respecto a un plan para abordarlo,
pero saben que el ensayo de respuesta es el momento crucial, el que puede disminuir o aumentar el
interés, fortalecerlos en la confianza o desalentarlos, confirmar o cuestionar sus suposiciones, agregar
nuevas preguntas, despertar otras necesidades, lanzarlos a la búsqueda de mayor información.

Es en el proceso de aplicar y ensayar procedimientos para resolver un problema que, además, se fortalecen o
se forman las actitudes. La disposición afectiva para aprender y para hacerlo de manera eficiente, se nutre,
se enriquece y se fortalece fundamentalmente en las interacciones entre estudiantes, y con la tarea al interior
del proceso de su hacer.

c) La información emerge como necesidad del proceso. Puede ser sumamente fácil comprobar cómo
es que las personas en general, y los estudiantes en particular, que se encuentran en trance de enfrentar un
problema cualquiera, requieren apenas de un monto básico de información antes de empezar a operar. Es
durante el proceso que empiezan a aparecer de un modo más claro nuevas necesidades de información. Es
esta curiosidad, que brota de la propia experiencia y reflexión del sujeto, la que le lleva espontáneamente a
la exploración de diversas fuentes.

Naturalmente, el docente como mediador del proceso de aprendizaje, colabora con los estudiantes, en el
centrar estas necesidades, estimulando la percepción de otras demandas, orientando su investigación y luego
ayudando a discernir y organizar sus resultados o incluso a profundizarlos y a complementarlos con sus
propios conocimientos. Pero el “hambre de saber” solo surge de la experiencia de enfrentar el problema.

El manejo de información puede incluir, ciertamente, el dominio específico de determinados conceptos


esenciales; pero también la identificación de hechos o experiencias, lugares, circunstancias, personas,
mensajes, relatos e incluso procedimientos o actitudes mismas. Pero en todos los casos, solo representa
información relevante y significativa para los estudiantes, en la medida que brote de sus necesidades internas y
de sus experiencias directas.

DEFINIR LA COMPETENCIA COMO “SABER HACER” ¿ES CONDUCTISMO?

Algunos interpretan que la definición del concepto de competencia como saber hacer es una opción
conductista, pues suponen que se parte de la clásica concepción del aprendizaje como cambio de conducta
observable.
Pues nada hay más distante de la epistemología mecanicista y lineal en que se ha sustentado la pedagogía
hasta la actualidad, que una noción de competencia definida como saber hacer-saber actuar, inspirada más bien
en una teoría del conocimiento relacional y dinámica. Se sabe que, en el anterior enfoque curricular, los
aprendizajes terminales podían traducirse en pequeñas conductas observables, susceptibles de chequearse
con una simple lista de cotejo. Por ejemplo:

- Instala un sistema operativo.


- Enumera y describe dos tipos de hormonas.
- Explica la lluvia relacionándola con sus causas.
- Define con claridad y precisión “sistema”.

La reducción de los aprendizajes básicos a estos pequeños desempeños conductuales observables -que bajo la
perspectiva de Gagné podían ser de naturaleza cognitiva, motora o actitudinal- llevó a la fragmentación del
proceso educativo.

Todo se circunscribía a que los estudiantes sumaran estos minúsculos desempeños, fácilmente cotejables y
por tanto “evaluables”. Así éstos, se dieron cuenta, de que mostrar esas conductas al ser evaluados era su
pasaporte al éxito o la tranquilidad. No importaba si las sentían valiosas para sí o si tenían algún impacto real
en su vida. Por eso, muchos aprendizajes representaban un simple “cambio externo” condicionado desde
afuera y, por lo mismo, descartable.

Calificar de conductista a todo aprendizaje formulado en términos de una capacidad de hacer o actuar, es
sostener que cualquier desempeño eficaz, aun si se trata de un desempeño complejo y global, por el hecho de
ser “observable con facilidad”, representa un “cambio externo” amenazado de atomización y simplificación.
Una competencia formulada en términos de un saber hacer, por ejemplo, la “capacidad de integrarse a su
grupo familiar, académico, y social, conservando su propia identidad, respetando y haciéndose respetar”,
¿es sospechosa de conductismo? ¿Podemos decir que un estudiante que muestra una conducta hábil en la
integración a su grupo familiar, la ha adoptado por condicionamiento externo... solo porque es fácil observar
que no subordina su identidad a la identidad materna y que sabe hacerse respetar?

Esto nos lleva a discutir cuestiones más de fondo. Por ejemplo, la autoestima, la conciencia de la propia
dignidad, el amor por la vida, el sentido de ciudadanía ¿son irreconocibles por un observador externo? ¿Es
acaso imposible notar en una persona un mayor o menor grado de autoestima? ¿El amor por otras formas de
vida es una disposición tan “interna” que resultaría ilusorio pretender advertirlo desde “afuera”?
¿La postura ciudadana es solo un sentimiento personal indescifrable o puede expresarse en formas notorias
de actuar?
Es verdad que no todos los aprendizajes son necesariamente obvios para el observador externo, pero -y esta
es una antigua certeza que se sustenta en la biología, desde Bateson hasta Maturana, pasando por Piaget- TODO
APRENDIZAJE ES UNA FORMA DE CAMBIO. Hasta los organismos unicelulares, en las continuas
interacciones con su medio, demuestran aprendizaje cuando modifican sus pautas de relación e intercambio
con el entorno. Los seres humanos somos esencialmente relacionales. Todo cambio interno se refleja
inevitablemente en la dinámica de interacción con otros.

Si bien es cierto que todo cambio conductual no necesariamente expresa un cambio estructural en la persona,
también es cierto que toda genuina transformación, por más leve que fuese, de las estructuras internas, se
expresa siempre en un cambio en su patrón de relación o, como dirían los cognitivos, en sus “esquemas de
acción”. A menos que se esté hablando de aprendizajes formales, que no modifican a nadie ni interna ni
externamente.

Hasta un niño que, llevado por su curiosidad, amplía el horizonte de su información sobre los dinosaurios,
modifica su pauta de relación con el mundo animal. Al menos con el segmento cuya ontogenia encierra la
mayor cantidad de enigmas asociados a la evolución. Lo vuelve más observador, más acucioso, mejor,
dispuesto a dejarse fascinar por la vida, a, hacerse preguntas sobre el futuro. Este cambio en su disposición
afectiva se traducirá, entonces, en conductas exploratorias e interrogativas. No lo va a dejar quieto. Cosa
muy distinta si acaso su pesquisa le ha sido impuesta desde afuera y se ha visto presionado a acumular datos
sobre temas ajenos a sus intereses. Solo esa clase de “aprendizajes” no generan cambio.

No se puede olvidar que se está buscando calificar la práctica social y ciudadana de las nuevas generaciones.
Alimentar su capacidad para hacerse a sí mismas y para convivir con otros, aun en medio de las
circunstancias más difíciles.
Pero no esas son afirmaciones novedosas. Esto es tan viejo como la educación misma. La misma
antropología sabe que en todas las culturas del planeta, el sentido de las prácticas de socialización ha sido
siempre habilitar a las personas para actuar de manera pertinente y productiva al interior de su medio.
Se busca rescatar la dimensión personal de un enfoque sospechoso de tecnicismo, utilitarismo e
inmediatismo. Se teme que el concepto “saber hacer” se reduzca a un conjunto de pequeñas destrezas
observables y cuantificables, mecánicamente aprendidas y excluyentes de toda dimensión ética o actitudinal.

Pero no se está defendiendo esa posición. El saber ser, es decir, el saber afirmar y fortalecer la propia
identidad con autenticidad y autoconfianza, puede ser observado desde afuera y eso no lo transforma en
conductista. De lo contrario, todas las competencias referidas a la identidad –eje central del área
personal social y del currículo- no podrían evaluarse.

Esta discusión es muy antigua. Ya Sócrates, trescientos años antes de Cristo, sostenía que la virtud debía tener
manifestaciones visibles en el espacio ciudadano y en el ámbito privado. Es decir, debía reflejarse en la
vida. Cristo mismo sostenía con énfasis que la gente será reconocida por lo que hace.

El “saber hacer” que se espera lograr en los estudiantes no se reduce a un manejo hábil de procedimientos.
Constituye una conducta reveladora de una determinada calidad personal y social. Un saber hacer eficaz y, al
mismo tiempo, ético. Útil, pero también edificante. La noción no es un Caballo de Troya. Es, en el mejor
sentido del término, sinérgica. La dimensión personal y axiológica no está excluida, lo que no le impide
afirmar un eje, que es, siguiendo a Gardner y Maturana, la capacidad de enfrentar y resolver problemas
demostrando consensualidad. Tal es el hacer inteligente que se alude.

Claro, este enfoque es “desestabilizador” no solo de la práctica pedagógica vigente, fuertemente centrada en
el aprendizaje de conocimientos, sino también de ciertas interpretaciones estructuralistas formales del
constructivismo. De adoptarse, las cosas no quedan igual.

CONTRAPONER CONTENIDOS CON COMPETENCIAS, ¿DESACREDITA EL VALOR DEL


SABER CONCEPTUAL?

Hay quienes, creyendo honestamente que la virtud está siempre en el medio, sostienen que el aprendizaje de
competencias no debe contraponerse a la adquisición de conocimientos, pues ambos son igualmente
importantes. Y tienen razón, no se trata de subvalorar el necesario manejo de información o la propia
capacidad de conceptualización por parte de los estudiantes. Se trata simplemente de seleccionar mejor este
tipo de aprendizajes (la cantidad no será más sinónimo de calidad) y de colocarlos en perspectiva.

No está mal saber mucha historia, gramática, geografía o ciencia. Mal, en el sentido de perverso, ruin o
infame, por supuesto que no. Más bien saber todo esto y más puede resultar sencillamente inútil, sobre
todo si no se sabe, simultáneamente, emplear este saber para crecer como persona, para convivir en el
respeto a lo diferente, para hacer frente a los problemas de hoy y a los que, se avizoran para el futuro
inmediato, con eficacia y con sentido ético. Si no ayuda a eso, es inútil.

Tantos conocimientos registrados en el hardware de los estudiantes no van a hacer daño a nadie, claro está;
pero sin software no van a servir de mucho.

Este es un tema crítico en el debate contemporáneo. El paradigma de las ciencias puras quedó atrás. No se
ha llegado por una arbitrariedad del azar a la era de la tecnociencia, es decir, al consenso universal de que
el conocimiento es un bien que se usa para hacer mejor la vida de las personas. ¿Se puede acaso olvidar la
exigencia de cambio de sentido de la educación planteada por los sobrevivientes de los campos de
concentración de la Alemania nazi, cuando alertaban cómo es que “gente educada”, profesionales de
primer nivel (como Mengele) habían usado sus conocimientos para asesinar, mutilar y destruir? Sabían
mucho, en efecto, pero su educación no los preparó simultáneamente para hacer uso de ese conocimiento en
favor de la vida.
El saber por el saber como modelo para la educación es francamente indefendible. Y se debe ser enfático al
deslindar con él, porque todavía en la cultura, en los medios de comunicación, en el sentido común de las
personas, en sectores del propio magisterio, se rinde culto al conocimiento en sí mismo. Es un viejo
consenso, que interfiere los esfuerzos de cambio en el sistema educativo.

No se puede ser ambiguo en esto. No se puede conceder un currículo mixto en los hechos, que estimule
ciertas competencias, pero, a la vez, exija saber por saber los mismos contenidos de siempre.

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