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Conferencia Autobiográfica Salvador Minuchin 2009
Conferencia Autobiográfica Salvador Minuchin 2009
Salvador Minuchin
Conferencia “Evolution of Psychotherapy” (Evolución de la Psicoterapia) Diciembre 2009
Tengo 88 años y comencé a ejercer la Terapia Familiar a finales de mi tercera década, era el año de
1958, no tan lejano a la publicación del artículo de Don Jackson, titulado “La Cuestión de la
Homeostasis Familiar” (1957).
El artículo versaba sobre la interacción familiar, la homeostasis en la familia y las implicaciones de
una psicoterapia conjunta. Describía una nueva forma de terapia donde uno veía al paciente
identificado, los padres y si se podía a los hermanos(as) como un solo grupo en sesiones
psicoterapéuticas, en mi opinión, aquél artículo fue el parte aguas de un nuevo campo.
Preparando mi conferencia para el día de hoy, pensé: ya que la práctica de la terapia familiar
corre paralelamente a mi vida como terapeuta familiar, mis memorias de los últimos cincuenta años
podían aportar una perspectiva importante sobre la evolución de éste campo y el impacto de ciertas
innovaciones en la teoría y en la práctica.
Como le sucede a todos los recuerdos, el tiempo ha editado mis experiencias y lo que es para
mi claro en estos momentos, ha sido producto de las repeticiones. Eventos que en primera instancia
ocurrieron sin ponerles atención, dejando sólo una vaga percepción, regresaron después como un
descubrimiento y con una mejor idea sobre lo que significaban.
Como terapeuta, mis ideas y enfoque han cambiado a lo largo de los años, pero es en fecha
reciente que puedo observar y describir la evolución que he tenido: puedo ver ahora, que durante mis
primeros años como terapeuta individual y psicoanalista, le di un papel importante a mis experiencias
como niño, y pensé que las raíces de la conducta, pensamiento o sentimientos en un adulto podían
ser mejor comprendidas si se exploraba la niñez. Durante la década de los sesenta, sin embargo,
cuando ya ejercía la terapia familiar, mi enfoque cambió al presente, y veía el pasado como un
periodo inconveniente que metía ruido en mi comprensión de las relaciones conflictivas del presente.
Una o dos décadas después, he cambiado nuevamente, por entonces me sentía cómodo con el
concepto de múltiples identidades, que aparecen en diferentes periodos de la vida, y con la idea de
reacciones simultáneas a las demandas de la vida. Últimamente han existido otros cambios... pero
permítanme regresar un poco y comenzar con mi historia en mis primeros años como terapeuta
familiar.
Comenzaré hablando sobre mi trabajo en la Escuela Wiltwyck para Niños, en los años 60’s,
donde nuestro equipo estaba trabajando con más de cien niños referidos a esta residencia por el
sistema judicial de Nueva York. La mayoría de la población eran Afro-Americanos, sobre todo de
Harlem y casi todos provenían de familias beneficiadas por la asistencia social. La escuela se
encontraba localizada, estratégicamente a una distancia significativa de Nueva York, para que de esta
forma, los niños pudieran estar libres del ambiente patológico de sus familias y comunidades.
Wiltwyck era similar a miles de escuelas a lo largo del país y la experiencia que vivían los
chicos era parecida. Ellos se adaptaban a las reglas de la institución y después de más o menos un
año, les decían que habían mejorado. Se les retiraban los cargos y regresaban a su ambiente previo
y en grandes cantidades regresaban como reincidentes.
Nosotros sabíamos que necesitábamos una intervención más efectiva, y al grupo de liberales que
formábamos parte del equipo en Wiltwyck (Auerswald, King, Montalvo y otros) nos pareció que el
artículo de Jackson abría un excelente camino para cambiar el tipo de abordaje. Nos declaramos
terapeutas familiares y comenzamos: tumbamos una pared, construimos un espejo de una sola vista,
e invitamos a las familias y a sus hijos a asistir a las entrevistas.
En aquel tiempo, la vida en Israel era una aventura tanto interesante como difícil, de modo que decidí
regresar a los Estados Unidos y formarme como analista. Allá fui aceptado como estudiante en el
Instituto William Alanson White de Nueva York. Entonces, mi esposa y yo teníamos un niño, Daniel,
quien había nacido en Israel. Éramos muy pobres y Pat se volvió nuestro principal soporte
económico. Mis días eran una mezcla de estudios psicoanalíticos, de trabajo pagado por servicios
profesionales en una clínica cuyos honorarios eran miserables, un poco de práctica privada y por
último, algo de trabajo en asistencia social que me ponía en contacto con la población. La mezcla era
un campo fértil de contradicciones, y me fue muy difícil crear un conjunto coherente de ideas
profesionales en las cuales yo pudiera creer.
Por ejemplo: Iba a mis sesiones de psicoanálisis tres veces a la semana. Mi tratamiento estaba
enfocado en la dependiente relación con mi madre y el vínculo agresivo-pasivo con mi padre. Las
dificultades sobre la adaptación a nuestra nueva vida en Nueva York se convertían en un
acontecimiento distante y menos importante. Aprendí mucho acerca de mi temprana edad, pero
cuando describía aquellos sucesos heroicos de los que yo estaba orgulloso, mi analista respondía:
“Salvador, eres un corcho en la cresta de una ola, vas a donde te lleva la corriente”. Para mi analista,
la identidad era un simple evento evolutivo que empezaba en la niñez y se entendía en la
representación de los aspectos de mi vida temprana. Para mi, la formación de la identidad era
múltiple y por episodios. Tenía alrededor de 35 años de vida, y había pasado a través de muchas
experiencias, había luchado contra demonios, me había vinculado con una variedad de personas
significativas y había desarrollado recursos psicológicos que florecían en diversas circunstancias. Lo
que para mi analista parecía colateral, para mi era lo central, y también lo era para el pequeño grupo
de personas que formaban mi familia actual.
Ahora necesito saltar otra vez en el tiempo, en esta ocasión a la mitad de los 60's, cuando me mudé a
Filadelfia y me volví profesor de Psiquiatría Infantil en la Universidad de Pennsylvania, así como
director de la Clínica de Orientación Infantil de Filadelfia. No fue una transición sin complicaciones.
Ambos trabajos no seguían caminos paralelos.
Desde el principio, como director de la Clínica, insistí en que todos los menores aprobados para
terapia vinieran con sus familias, y que esa terapia infantil fuera terapia familiar. Esto fue bien
aceptado por las familias, pero no por el departamento de psiquiatría. La Asociación de Psiquiatría
para la Infancia y la Adolescencia cuestionó nuestro entrenamiento como psiquiatras, y el
departamento empezó una investigación cuyo término fue un documento en el que afirmaban que la
formación en terapia familiar era peligrosa para los psiquiatras asociados al Departamento de
Psiquiatría. De manera suficientemente extraña, había cerrado un círculo; así como en mi niñez fui
miembro de un grupo minoritario excluido, de nuevo volvía a ser un forastero, “el otro”.
Sin embargo, en la Clínica la historia fue diferente. Nos habíamos convertido en una institución
exitosa. Teníamos un personal muy numeroso, servicio para pacientes externos, facilidad para
internar, junto con dos apartamentos en los que hospitalizábamos a familias con serias dificultades, y
un programa de entrenamiento para no residentes. En los 60's y los 70's, la Clínica fue uno de los
principales centros de Terapia Familiar en el mundo, con un constante flujo de visitantes profesionales
que venían de todo el mundo a aprender lo que estábamos haciendo. Entre los 60's y los 80's, la
terapia familiar fue el acontecer central en el terreno de la terapia, o por lo menos es lo que nosotros
pensábamos, prediciendo que en el siglo XXI sería la forma más importante de intervención.
Estábamos equivocados.
No obstante, hubo cosas interesantes que sucedieron durante ese periodo y posteriormente. Me
gustaría hablar acerca de los diferentes caminos por los cuales se ha ido desarrollado nuestro campo.
Durante el periodo que estuve en Filadelfia, estuvimos trabajando primordialmente con familias
pobres, de grupos minoritarios con múltiples crisis, en cuyos problemas se incluía su experiencia con
las instituciones oficiales de justicia y bienestar. Era evidente que la selección de estos pacientes
requería una práctica diferente de la que ejercían la mayoría de terapeutas familiares, que en aquel
entonces estaban dedicados a revelar los misterios de la psicosis. Bateson, por ejemplo, escribió un
ensayo intitulado “el doble vínculo”, en el cual postulaba que los enmarañamientos en que se
hallaban los esquizofrénicos, eran el resultado de mandatos parentales que se enviaban a través de
mensajes contradictorios -te amo/no estés cerca de mí- junto con un tercer mensaje de que ambos
comandos debían de ser obedecidos. Mientras Bateson, Whitaker, Bowen, entre otros, estaban
preocupados con el significado de la comunicación psicótica, yo me enfocaba en los patrones
relacionales entre los miembros de las familias, en una población que estaba luchando con crisis
básicas de vida, y para quienes el significado estaba en las relaciones. Mis experiencias previas
como inmigrante y mi experiencia en Israel con gente de diversas culturas, había dilatado mi
sensibilidad respecto de los encuentros sociales. Sabía que la gente debe responder a las demandas
de las nuevas y cambiantes estructuras sociales, expandiéndose y adaptándose a ellas, y yo
esperaba encontrar ese potencial en la mayoría de las familias. Este optimista punto de vista era
desafiado una y otra vez, y con todo, persistió. Desde el tiempo de nuestros primeros experimentos
en Wiltwyck con sesiones de tres etapas, me he dedicado a entender los patrones familiares y a
explorar posibles caminos a través de nuevas formas de vinculación. He cambiado mi estilo de
terapia, pero permanezco casado con los mismos conceptos y objetivos.
En la medida que el tiempo pasaba, vinieron una variedad de acercamientos terapéuticos, cada uno
con su impacto en el campo y en los aspectos de mi propio trabajo. Brevemente comentaré algunos:
el equipo de Milán, el movimiento feminista, el movimiento postmodernista, incluyendo los enfoques
colaborativo y narrativo, y el trabajo basado en evidencia.
En primer lugar, menciono el impacto venido desde Italia sobre la terapia familiar. El equipo de Milán,
liderado por Mara Selvini-Pallazzoli, ofreció una serie de técnicas claras que se hicieron populares en
los Estados Unidos. Entre ellas estaba la técnica de dividir al equipo terapéutico, con un terapeuta en
el consultorio con la familia y el otro detrás del espejo unidireccional. La familia era vista cada dos
semanas. Los terapeutas eran neutrales. Invitaban a la familia a “chismorrear” sobre el miembro de la
familia en problemas, y les devolvían una retroalimentación al final de la sesión, dejándoles tarea para
llevarse a casa.
Mi respuesta fue crítica. Cualquier técnica que controlara la libertad del terapeuta y constriñera su
responsabilidad para el cambio familiar me parecía ir en contra del contrato terapéutico. Yo creía que
el cambio ocurría en la relación entre terapeuta y miembros de la familia. Sin embargo tomé prestado
de este grupo algo de su flexibilidad sobre el tiempo, que experimenté después con sesiones
maratónicas que duraban alrededor de un fin de semana.
El movimiento de las mujeres evolucionó en la terapia familiar al final de los 70’s, cuando las
terapeutas retaban el liderazgo chauvinista que tenían los primeros pioneros –casi todos psiquiatras
hombres blancos. Acusaron a la teoría de sistemas de permanecer ciega a la desigualdad de poder
entre los sexos. En efecto, estaba manteniendo los sistemas de pensamiento que culpaban a la
víctima. Mi respuesta nuevamente fue crítica (notarán que así son siempre mis primeras respuestas a
la novedad en el campo), pero más tarde, presioné el botón de “detente un momento”, y reflexioné.
Mientras que seguía comprometido con la teoría de sistemas, noté que mi lenguaje no era neutral.
Describía a las madres como “enredadas”, por ejemplo, en vez de verlas como afiliadas, y empecé a
poner atención a esos términos automáticos en mí. Me aseguré que los capítulos en mis
subsecuentes libros usaran casos alternando géneros, y cuando Marion Walters, quien trabajaba
entonces en la Clínica, me señaló que el liderazgo de la clínica era totalmente masculino, primero me
defendí y posteriormente corregí el asunto cambiando la tabla de organización.
El pensamiento posmodernista llegó en los 90’s desafiando el concepto de realidad. Desde esta
perspectiva, la realidad es simplemente un consenso social, de modo que el diagnóstico dentro de la
salud mental es la imposición de las normas establecidas a la gente que no tiene poder para
resistirse. Blandiendo un plumero intelectual, los pensadores posmodernos limpiaron el campo de
certezas.
Para los pensadores colaborativos (Goolishian y Anderson), esta orientación implicaba que los
terapeutas necesitaban reconocer su ignorancia. La terapia necesitaba ser vista como una
conversación entre iguales, y el terapeuta se transforma así en un entrenador.
Desde mi ojo crítico, quienes proponían esta aproximación vivían en ambos polos de una paradoja:
solo los expertos pueden tomar la posición de no saber. Pero vi en su teoría el mandato de mirar con
asertividad en mi propio estilo. Incorporé más preguntas a mi terapia, dudaba con mayor frecuencia,
usé más sentido del humor y me volví más atento a las relaciones simétricas entre el terapeuta y los
pacientes.
Como notarán, estaba cambiando sin cambiar. Cada innovación en este terreno me invitaba a tomar
prestado y a cuestionar. Mi estilo incorporaba nuevas técnicas y adquiría mayores matices. No
obstante, mis conceptos básicos acerca del proceso de cambio terapéutico y de la responsabilidad
del terapeuta en moldear dicho proceso, no habían cambiado.
El movimiento narrativo, personificado para mí por Michael White, es hoy día, creo, el de mayor
extensión y el más influyente en el campo de la terapia. Los teóricos narrativos han tomado ideas de
Foucault, el filósofo francés, y las tradujeron en un conjunto de reglas organizadas para la terapia.
Pero Foucault era un teórico de la liberación, decía que estábamos atrapados por el poder de las
historias oficiales, sin percatarnos de nuestra sumisión. Para liberarnos, necesitamos resistir a dichas
narrativas dominantes… Esta filosofía, que tuvo sus raíces en el pensamiento marxista, ha tenido
atractivo en las ciencias sociales, pero en el campo de intervención de la terapia familiar ha tenido
consecuencias inesperadas. El individuo ya no queda anclado a la familia. Antes bien, es invitado a
buscar internamente sus historias alternativas que le facilitarán la libertad de etiquetas que le han sido
impuestas. La terapia narrativa se convierte en un camino para explorar el mapa de alternativas,
usando los procesos cognitivos individuales. Los miembros de la familia son, en este sentido, la
audiencia que facilita el proceso, sin ocupar un lugar central, y no son ciertamente participantes
responsables de la curación.
Durante las últimas décadas, un cierto número de acercamientos con manual al trabajo de la
delincuencia juvenil y la adicción a las drogas, han sido aceptados como tratamientos basados en la
evidencia (Liddle, Henggeler, Sapoznick) y han mostrado algo de éxito con una gran población. De
forma específica, tal vez sus técnicas esencialmente conductistas sean la aproximación más
económica a este tipo de problemas, sobre todo con esta acotada población que responde a la
estructura de la intervención. Como quiera, deja fuera una amplia variedad de gente, que por muchas
razones, no responde a los pasos requeridos de un acercamiento programado.
Para terminar, quiero regresar brevemente a la realidad de la niñez y su desaparición en esta era de
la terapia familiar. A principios de noviembre, un programa documental en PBS, llamado “Medicated
Children”, mostraba una hora de horror: niños tan pequeños que desde los cuatro años, eran
diagnosticados como bipolares y tratados con cócteles de medicamentos; otro muchacho de doce
años mostrando efectos iatrogénicos por la medicación de largo plazo, efectos que incluían
movimientos involuntarios de la cabeza entre otras cosas. Los abusadores de estos niños, todos
psiquiatras, eran presentados como científicos involucrados en la búsqueda de nuevas medicinas, y
no había en esta presentación indicios de que hubiera otras formas de terapia para los niños. Me
sentí culpable e indignado de que yo, y nosotros, hemos abandonado a la niñez a un psiquiátrico dios
de la destrucción.
Lo sabemos… y me gustaría mostrarles algo de mi trabajo ahora, recordándonos que los niños viven
en las familias, y que tanto ellos como sus familias tienen recursos que no dependen, y no deberían
depender, de la explotación entusiasta de medicamentos.
Traducción:
Luis Manuel Garibay y Gerardo Vázquez