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ADIÓS MARINEROS,
ADIÓS MONSTRUOS DEL MAR.
Gibrán Portela
Tom Waits
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I
Un barco de guerra envuelto en la niebla, a mitad del mar que apenas se
distingue. El Capitán tiene una gran cicatriz que le cruza la cara y un parche
en el ojo. La calma es demasiada ya, no hay ruido, si acaso el de algún
animal marino muy a lo lejos, si a caso el de un pajarráco de mar, si a caso
las olas que golpéan tímidas el casco del barco, que lo acaracian. El Capitán
intenta ver algo a través de un catalejo. La niebla no es todo, es parte de
aquello que nos separa de ver las cosas como son, la niebla se mete en
nuestro cerebro y lo llena y luego nada, luego no podemos ver, luego
quedamos ciegos. El capitán sigue con su catalejos.
Varios kilómetros atrás del barco, hay un puerto que proteger, un puerto
lleno de sombras, de los recuerdos de un pasado mejor, un puerto antes
soleado y lleno de vida en donde un día la neblina decidió hacer su hogar, su
nido, mismo que no ha dejado hasta el día de hoy. El día que llegó la niebla
casi no lo recuerda nadie; abrieron los ojos y todo blanco blanco, muy
blanco y opaco a la vez, las nubes bajaron del cielo y se quedaron para
siempre, por eso hay algunos que llaman a este lugar así, Puerto del cielo,
no es tan bueno como se escucha.
II
Reyes Delgado sentado tras su escritorio, un teléfono. Un perchero con un
saco y gabardina y un sombrero.
REYES DELGADO- Nunca pasa nada. Sólo las grúas de los barcos que no
saben otra cosa que llevar cajas de un lado a otro. Miro el humo de mi
cigarro estrellarse contra el techo. Aquí los periódicos tienen una sola hoja y
está vacía. A veces veo por la ventana; siempre los mismos barcos y esas
grúas y esos marineros que son tragados por la neblina. Aquí es difícil
distinguir al sol de las otras cosas. Es complicado saber si es de día o de
noche. Bebo un trago de mezcal, siempre tengo mezcal, pase lo que pase,
siempre tengo un trago. Hace mucho que no tengo ningún cliente.
Suena el teléfono.
Cuelga.
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En esos ojos hermosos, en ese vestido largo, en ese cigarro que espera a ser
encendido, en esos zapatos tan rojos como esos labios que jamás serán
suyos, en eso piensa el detective, también en el bonito sombrero de José, en
sus ojos, en sus labios que nunca serán míos, eso piensa el detective.
Silencio.
Suena el teléfono insistentemente, como un mantra hecho por el mismísimo
demonio, como la voz de una madre diciéndole a un niño que ya es hora de
ir a la escuela.
JOSÉ- Me está matando ese sonido. Nunca me han gustado los teléfonos,
casi siempre dan malas noticias.
REYES DELGADO- Tenemos muchas cosas en común.
JOSÉ- Suelo terminar pronto con las cosas que no me gustan, por eso
contesto rápido.
JOSÉ- ¿No quiere contestarle a su esposa? Sé que vamos a ser amantes pero
por ahora prometo que no voy a enfadarme.
REYES DELGADO- Lo dice con mucha seguridad.
JOSÉ- O déjeme ver, era su madre y le avergüenza contestarle delante de
mí. También me avergonzaría.
José deja un sobre Manila sobre el escritorio. Reyes delgado abre el sobre,
sólo hay una fotografía.
III
Reyes Delgado se pone el sombrero y da una larga caminata por el muelle,
enciende un cigarro, mira los barcos, sus siluetas, escucha las voces de los
marineros a lo lejos, la neblina en el horizonte y las luces de los faroles
alumbrando apenas sus pasos, sus tímidos pasos que aparentan seguridad.
REYES DELGADO- Dudo que haya agua debajo de toda esa niebla, a
veces dudo que esté parado aquí.
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EVERARDO- No sé…
REYES DELGADO- Ten, la mitad de tu sueldo.
IV
CAPITAN- ¿Sabes cómo perdí mi ojo?
MARINERO- No mi Capitán.
Silencio.
V
Reyes Delgado sentado en la mesa del comedor, un ventilador, media luz,
afuera lo mismo de siempre; las grúas, los barcos, la neblina y nadie a quien
decirle; “te echo de menos”. Sólo hay algo que él detesta más que esta
ciudad, o al menos eso dice, ese algo; su madre.
Silencio.
VI
REYES DELGADO- Así que por eso soy tan pendejo. Uno, dos barcos…
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VII
MARIENRO- ¿Tiene hijos, mujer?
CAPITÁN- Mi familia es el mar, marinero, es cada tripulante de mis barcos,
en tierra nunca me he hallado, en tierra me cuesta trabajo caminar, todo se
mueve demasiado, la tierra no es para mí, nadie me espera, nadie me escribe
y a nadie quiero escribir y así está muy bien.
MARINERO- Lo siento mucho capitán.
CAPITÁN- ¿Por qué lo siente?
MARINERO- No sé…
CAPITÁN- ¿Piensa que es muy triste mi caso? ¿Qué no tener a nadie y no
tener nada es triste?
MARINERO- No lo sé, yo no me imagino la vida sin mi mujer y mi hija.
CAPITÁN- Tal vez… un día tuve una esposa y un hijo… Pero las cosas no
salieron bien, pero no hay tristeza en el corazón, hay libertad, marinero, es
lo mejor que uno puede tener, lo mejor de todo es que cuando me muera,
nadie me hará un funeral decente, odio los funerales y más los decentes,
nadie llorará por mí, nadie me extrañará y eso marinero, y eso, no tiene
precio.
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VIII
Everardo trae un sobre en las manos y se lo da a Reyes Delgado. Everardo
se ve mal, nervioso, fuma como si se fuera a acabar el mundo.
VII
La voz de José va llenando aquel inmundo lugar infestado de humo de
cigarrillo y gente que nadie sabe por qué sigue respirando, el bar más
espantoso del mundo probablemente, debía llamarse la tristeza, pero no, se
llama; “bar del puerto”, un nombre estúpido para un lugar estúpido
infestado de marineros que perdieron todos sus barcos, de gente sin rumbo,
de esas alimañas de la noche porque quien nadie lloraría, de esas personas
que si algo hicieron bien, fue encargarse de haberlo recogido todo, su
equipaje, todo y cuando llegue el momento, no dejarán rastro de su
existencia. Everardo baila al ritmo lento de la canción con una mujer muy
guapa que viste sencillo, de nombre Cecilia. Es de esas escenas confusas
que nunca llegan a entenderse en la novelas de detectives, esas donde uno se
pregunta, por qué tal está con esta tal a quien no hemos visto, pero que
luego va a salir y entonces no entenderemos un carajo de nada, porque a
veces así es la vida, pasan cosas que parecen importantes o que parecen
señales o premoniciones, pero al final no pasa nada de eso, hay cosas que
pasan y ya, no tienen razón de ser, nomás pasan. José se pasea por las
mesas, tranquila, dominando, toreando la nostalgia como si fuera el último
consuelo de los perdidos, de los que ya no tienen remedio, como la última
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unción de los pecadores que saben no serán salvados. José llega a una mesa
donde está Reyes Delgado hecho una piltrafa, ahogado en alcohol, porque
en lugar de haber seguido los pasos de su amigo, se fue a tomar, como todo
buen detective, se fue a beber, a perderse a intentar finiquitar su negocio con
José, que se sienta junto a él y le canta de cerca, le acaricia las mejillas, le
canta muy cerca, lo que separa sus labios de los de él, es un delgado
micrófono. La canción va terminando y José se sienta junto a él, que le
entrega un sobre papel manila, lo desliza sobre la mesa. José mira el
contenido.
VII
Lo peor de todo no son los duraznos de vidrio, ni las bananas de plástico, ni
las colillas de cigarro en un vaso de mezcal, ni los domingos familiares, ni
las guerras nucleares, ni encontrarte a tu novia dándose de besos con tu
mejor amigo en tu fiesta de cumpleaños, ni que se acabe el mundo, ni que
unos monstruos marinos vayan a destruirlo todo, ni todas esas canciones que
nunca debieron de existir…
Hacía frío esa tarde, como todas las tardes, pero el cielo estaba inusualmente
despejado, y a despejado me refiero al despejado de este pueblo, no se veía
el sol, pero algunas nubes dejaban asomar apenas pedazos de cielo raso.
Abrigos largos y algunas lágrimas rodando por las mejillas de una bella y
sencilla mujer, Cecilia…
budista bien bonita que decía algo referente a eso de la gente que se muere,
que nos deja, y justo decía que la gente no se va, no nos deja, sólo se hace
parte del mundo; de los árboles, de los pajaritos, de la luz del sol que a
diario baña nuestros cuerpos… y pienso en eso y creo que el monje ese
nunca ha perdido a nadie nunca. Tonto monje, o nunca ha tenido a nadie ni
nada, así es fácil hablar, ni tampoco tiene un par de niños qué alimentar y a
los que tiene que decirles que su papá amaneció colgado de un poste, ni
tampoco tiene al mejor amigo de su marido abrazándolo con cachondas
fuerzas en su funeral.
Lo peor de todo no son todas esas cosas, es lo que queda después de todo
eso. Sabrá quién sabe quién qué será lo que queda, pero aún así no es lo
peor. Lo peor de todo, son esos tipos con gabardina mirándolo todo desde
árboles lejanos. Lo peor de todo es ver a Reyes Delgado correteándolos
revolver en mano, persiguiéndolos hasta el fin del mundo y volviendo con
las manos vacías o casi.
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VIII
CAPITÁN- Querida Gertrudis: No lo tomes a mal, espero comprendas mi
partida, creo que no necesito explicarte demasiado, volví a tierra ese día que
bajé de un pesquero cuando éramos jóvenes, cuando no sabía de qué estaba
huyendo. La primera vez que decidí perderme en el mar, fue aquella, y tu lo
sabes, cuando sentí esa neblina en mis ojos, esa neblina que se fue metiendo
en mi cabeza, cuando mis pulmones me apretaron tanto que apretujaron mi
corazón. Aquella mañana, cuando te vi comprando pescado fresco para una
fiesta, toqué tierra, y mis ojos estaban claros, tan claros que ni siquiera en el
mar. Hoy la neblina volvió a mis ojos, ahora está hecha de todas esas cosas
que no nos dijimos y que no nos vamos a decir, espero que no me odies
tanto, porque yo jamás podría hacerlo, pero hay cosas que no podría
soportar estando en tierra firme. Así que he metido una o dos camisas en mi
saco de marinero, me lo encajé bajo el brazo, adiós querida Gertrudis, adiós
muñeca…
tierra le hace tanto daño, le hizo tanto daño. Le viene a la memoria aquella
noche que lo dejó todo, a un hijo que resultó no era su hijo y no sabía contar
hasta el 3 y a su esposa que sólo decía que lo amaba pero nada más.
Recordó esa noche que despertó sudando y que sus piernas no le sostenían,
tomo su chamarra, se puso sus botas favoritas y se largó, sin dejar una nota,
sin decir adiós. Querida Gertrudis… Ahí se quedó la carta de amor que ha
intentado escribir durante todos estos años; Querida Gertrudis… Es todo, así
la mandó desde altamar un día, y ya. Juró no volver a pisar tierra firme
nunca más, es a lo único que le tiene miedo, la tierra firme. Prefiere luchar
batallas que no tiene oportunidad de ganar, como contra esos monstruos
marinos que vienen a destruirlo todo. Eso hace que una sonrisa le asome en
los labios, eso hace que deje sus pies en el mar un poquito más, antes de que
suban de nueva cuenta la lanchita de emergencia.
IX
Un auto estacionado en un suburbio de la ciudad, cuadras y cuadras de casas
y calles que hacen las veces de un desierto. Si se te antoja un gansito a
media noche y no lo tienes en tu refrigerador, tienes que tomar tu auto y
manejar 15 minutos a la tienda más cercana. Afuera de una de las casas más
tristes del mundo, detrás de un árbol, alguien observa todo con
detenimiento; es uno o varios hombres de gabardina negra. A lo lejos, un
auto lujoso y negro como la conciencia de la gente que dice que es buena.
Más lejos todavía se escucha el sonido de la chimenea de un barco, de dos,
de más, luego el silencio.
La casa más triste del mundo es acogedora a pesar de todo. Reyes Delgado
observa cada rincón con detenimiento, intenta recordar si su hogar algún día
fue así; calientito, lleno de vida, con los cojines de la sala desordenados y de
colores y juguetes regados por todos lados, con el refrigerador lleno de
jugos de nombres chistosos, de postres, esta nostalgia hace que se olvide por
unos instantes esa tarjeta que trae en la mano, cuya blancura se ve adornada
con una enorme ecuación algebraica. Cecilia luce agotada, vaporosa,
rendida. Cuando sale de una de las habitaciones y baja las escaleras, luce tan
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CECILIA- Lo necesitaba.
REYES DELGADO- Siempre se necesita un trago.
CECILIA- Siempre.
REYES DELGADO- Voy a vengarme del que le hizo esto a Everardo, así
que puedes estar tranquila, voy a encontrar a la persona que hizo esto, y
espero que Everardo se lo encuentre en la otra vida, para que le ponga él
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X
La lluvia se estrella en el parabrisas del viejo auto de Reyes Delgado, que
fuma un cigarrillo para intentar quitarse de su boca el suave sabor de
Cecilia. En el tablero, la tarjeta con la aquella ecuación algebraica imposible
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El Mafioso mete sus manos a la gabardina y saca una tarjeta, con una
complicada ecuación algebráica, y se la da al detective.
XI
El fondo del mar tan cerca, cada vez más. A gran velocidad el agua pasa, los
peces pasan, como si fueran aves volando hacia el cielo, los enormes ojos
vivos de todos los colores, de colores indescriptibles, ojos inyectados,
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XII
El Capitán mira por su catalejo y sonríe.
MARINERO- El capitán prepara sus armas. Jamás había visto su ojo brillar
tanto, la euforia se desata en cubierta, supongo que será lo mismo en el resto
de la flotilla, nadie sabemos nada del capitán, sólo de su promesa de no
volver a tocar tierra firme, sólo de su deseo insano de matar a esos
monstruos marinos, de aquella historia de guerra que tuvo con ellos alguna
vez sabrá Dios cuando. Quizá ni él mismo lo sabe, pero sus cicatrices, su
pata de palo, su profundo dolor que no tiene fondo, su sonrisa demoniáca al
saberse en peligro. Él no quiere defender un puerto, quiero destruir a esos
monstruos aunque sabe que quizá sea imposible.
de matar a unas bestias que quieren destruirlo todo sin ninguna razón, lo
peor de todo es que esas bestias son mis mejores amigos. ¡Fuego!
¡Arriba y abajo, los cañones escupen enormes balas, tan enormes como el
mundo y cimbran el aire, revuelven el mar, lo revolucionan por su puro
paso!
Arriba y abajo, los cañones escupen enormes balas, tan enormes como el
mundo y cimbran el aire, revuelven el mar, lo revolucionan por su puro paso
y nunca nunca dan en el blanco, quedarán en el aire hasta que se les termine
ese impulso que se antoja infinito.
XIII
Abordan camiones, aviones, trenes, coches, motos, bicicletas, todo aquello
más rápido que los haga correr más rápido que sus pies, todo aquello que los
aleja de aquel puerto moribundo, todos huyen lejos, todos bajo la lluvia,
bajo la neblina que a pesar de la lluvia se ha hecho más densa. Todos huyen.
Mientras Gertruids mira por la ventana, aunque poco se alcanza a ver, sigue
pegada ahí, pensando. En la tv dan el resumen de la lucha en contra de los
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XIV
El lento girar del ventilador corta el humo del habano del Sargento Vargas y
evita que se estrelle en el techo. El Sargento Vargas es un hombre recio, de
gesto parco pero amable, de esos semblantes que han absorbido los golpes
de la vida casi con una sonrisa, esos ojos que han visto tanto que ya nada les
puede sorprender. Un escritorio, un piso descuidado, paredes desgastadas de
un color tan horrendo que no vale la pena describir. Reyes Delgado le da un
trago a su anforita de mezcal, los dos miran por un ventanal, la ciudad está
hecha un caos; los autos y los autobuses atorados en las carreteras de salida.
REYES DELGADO- Eso hago Sargento Vargas, ese tal Baldor anda suelto,
ese tal Baldor es un asesino.
VARGAS- ¿Qué más le da? Mucha gente inocente está a punto de morir y
en qué cárcel metemos a esos monstruos marinos? Huya mientras pueda,
tome la mano de sus seres queridos y huya.
REYES DELGADO- Son las pistas que tengo del asesino, ¿usted qué tiene?
VARGAS- ¿Cuántos muertos detective? ¿Cuántas injusticias, cuántos
crímenes sin resolver? Puede darse un vuelta por los archivos, aquí tengo
una pila entera, jamás se sabrá nada, esta ciudad está enterrada: Asesinos,
ladrones, gente trabajadora, solitarios, enamorados, familias, corazones
rotos, todos, querido detective, todos se van a ir al carajo. Su amigo está
entre todos ellos, nosotros estamos entre ellos… Por cierto, hay pocas
personas que no quieren evacuar la ciudad, una de ellas justo vive en su
casa, en el este, calle monte numero 50… Debería de preocuparse por los
que aún se pueden salvar.
REYES DELGADO- Si mi madre no quiere huir de la ciudad, no habrá
poder humano que la haga cambiar de opinión.
VARGAS- ¿Me da un poco?
Una goma borrando un número, una letra, poniendo otra, despejando, signos
de más y de menos, y de igual, taches borrones y al final, unos cuantos
números absurdos y los ojos incrédulos de Reyes Delgado ante un papel,
ante unos números, ante unos signos, ante un lenguaje que no ha entendido
nunca y tal vez nunca entienda.
XV
CAPITÁN- ¡Sigan disparando! ¡Disparen a los ojos y al corazón!
MARINERO- ¿¡Cual de todos los ojos capitán!?
CAPITÁN- ¡A todos!
MARINERO- ¿¡Dónde está el corazón de esas bestias capitán!?
CAPITÁN- ¡Tenga fe Marinero! ¡Tenga fe! Y donde crea que está ahí
estará.
MARINERO- ¡Fe tenemos capitán! Pero estamos desesperados.
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Los animales, las bestias aunque enormes y aun lejanas hacen sentir su
fuerza usando el mar como vehículo, cada salto al sol, cada inmersión a las
profundidades, provocan un oleaje brutal que hace a la flotilla que queda,
parecer como simples barcos de juguete. A veces cae fuego sobre alguna de
las embarcaciones. Esas olas hacen llover agua salada sobre el puerto, sobre
los suburbios, sobre toda la ciudad, es como el diluvio universal limpiando a
los hombres y a sus pecados.
XVI
El agua que cae sobre el parabrisas del auto del detective, es salada, es agua
de mar que parece venir desde el cielo, pero ya sabemos de dónde viene.
Reyes Delgado va a contracorriente, va hacia el lugar de donde todos huyen.
Para en un teléfono público y pide a un despistado que marque un número
de teléfono, tiene demasiados símbolos que no conoce:
7, 8, 5…
Es otra de esas escenas que no llevan a nada, pero ¿Qué queda de una
historia de detectives sin un teléfono público, unas monedas y un hombre
desesperado? No mucho.
CAPITÁN- ¡Fuego!
El teléfono suena en casa de Gertrudis, ella sabe perfecto quién es, o tal vez
no, pero no piensa contestar, toma un trago en una mecedora mientras su
disco favorito sigue sonando, un hombre con voz desgarrada que canta
como si supiera que va a morir, mientras escribe algo… El teléfono deja de
sonar y a Gertrudis le da lo mismo. La lluvia sigue pegando sobre las
ventanas, la lluvia que viene directo del mar. La voz rota sigue saliendo de
las bocinas, mientras Gertrudis ha escrito en un papel:
Querido hijo:
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CAPITAN: ¡Fuego!
MARINERO- Y disparamos, pero al parecer el capitán se ha vuelto loco,
estamos disparando a una ola que está tapando el cielo, otros disparos
perdidos y el tiempo se nos termina.
Una enorme bala de cañón va cruzando el viento hacia arriba, atraviesa una
enorme ola y luego parece que se perderá en el sol, pero uno de los
monstruos la intercepta sin querer; le da en su piel, la rompe. El bar del
puerto sigue lleno de canciones tristes saliendo de la rockola, lleno de las
mismas personas de siempre, del mismo letrero colgado en la pared de
detrás de la barra que dice; “aquí no se habla de política, ni de desastres
naturales”. El humo de decenas de cigarrillos estrellándose contra el techo,
aquí no se habla de desastres naturales fuera de los que hay aquí adentro. La
música más triste del mundo, los cigarros más baratos del mundo. “Todos
tienen la culpa menos los que están aquí” Un letrero que está pegado en otra
pared. Todo es más frío cuando no hay música, eso no lo dice en ningún
lado, al menos aquí.
JOSÉ- Sabía que ibas a venir por mí, pero ya no puedo irme contigo.
REYES DELGADO- No vine a sacarte de aquí.
JOSÉ- ¿Viniste por un trago?
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Reyes Delgado echa sobre la mesa un bonche de hojas con signos escritos,
x,c,b, despejadas, luego una sobre otra, signos de igual, signos de más, hojas
y hojas de signos, de ese lenguaje que probablemente nunca va a entender.
Son las ecuaciones resueltas por el Sargento Vargas.
Un quejido inenarrable proviene desde afuera, el mar cae como una enorme
cubetada de agua sobre el puerto, un diluvio seguido de otro llena las calles
de sal, de peces, grandes y pequeños. El monstruo, uno que tiene tentáculos
o algo que se le parece aúlla de dolor o grita, es un chillido tan agudo… La
otra bestia marina pasa por debajo de los navíos, es enorme, su sombra los
sobre pasa por mucho, y hay que ver que esos navíos de guerra son grandes.
MARINERO- ¡Capitán!
MARINERO- ¡Capitán!
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JOSÉ- Me lastima.
REYES DELGADO- Tengo mal humor y poco tiempo.
JOSÉ- Suélteme por favor.
REYES DELGADO- Dime lo que quiero saber.
JOSÉ- Lo último que supe de él fue un depósito en el banco y esta carta:
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JOSÉ- ¿Entiendes?
Los ojos del detective se abren enormes, como nunca antes, mientras tran
tanto, el Capitán ha clavado su arpón en algún lugar del enorme monstruo
que va bajo el agua a dios sabrá cuántos kilómetros por hora. Lo que queda
de flota vira hacia puerto en pos del monstruo y de su capitán, mientras el
otro monstruo, el de tentáculos, termina de llorar y destruye inmisericorde
un par de barcos, familias enteras llorarán por sus héroes. Los ojos del
dtective siguen abiertos, porque ha entendido algo.
José comienza mirar los números, las letras, los signos, lo hace
detenidamente.
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La lluvia cae fuerte sobre el parabrisas del viejo auto de Reyes Delgado, ese
viejo auto de detective lleno de botellas de mezcal y colillas de cigarros,
fotografías y una pantaleta que José dejó un día por pura lástima, una
estrella de mar cae sobre el parabrisas, luego un pequeño pulpo. El Capitán
se detiene como puede, aferrándose a su arpón enterrado firmemente en el
lomo del enorme animal. El fondo del mar y el Capitán sonríe y luego la
superficie y luego el cielo y el sol y de nuevo el agua. El animal se acerca
rápidamente a la costa y las balas de cañón pasan zumbando cerca, muy
cerca pero no dan en el blanco y caen sobre el puerto, marineros tontos, pero
la ciudad ya está casi vacía, ya no queda casi nadie, quizá ni la neblina,
quizá Gertrúidis escuchando una y otra vez el mismo viejo disco, quizá un
detective lo suficientemente estúpido y terco como para seguir buscando
algo que ni él sabe qué es.
Y ahí van tomados de la mano y el edificio está vacío. Eso parece, pisos y
pisos interminables. Una detonación, una bala que sale de un revolver, roza
el hombro de José, Reyes Delgado se le echa encima como todo un héroe, y
le dice:
paso, casa por casa, auto por auto, edificio por edifcio; los maniquiés del
centro comercial, el carrusel de la feria y el Capitán lo sigue en su caída,
aferrado a su lomo, a su arpón.
Así que el detective hace lo más inteligente que puede hacer, darle un par de
cahetadas guajoloteras.
REYES DELGADO- ¿¡Qué mierda hago aquí!? ¿Qué mierda hago aquí?
Se pregunta el capitán cuando abre los ojos y cae en cuenta de que está en
tierra, o casi, el enorme cuerpo del animal tendido sobre edificios en ruinas,
sobre escombros, sobre calles destruídas, es lo único que lo separa de
romper aquella vieja promesa que él mismo se hizo una mañana.
REYES DELGADO- Jamás había sentido tanto miedo, jamás había matado
a nadie y de una sola vez, ya llevo 5… ¿¡Cinco!? ¿¡Cinco!?
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REYES DELGADO- Uno, dos tres, cuatro, cinco. Mierda. Y vuelvo sobre
los pasos de mi memoria, cada disparo:
¡Pum!
REYES DELGADO- Los focos se van quebrando de uno a uno, y luego una
detonación que no he hecho yo.
Una bala surcando el aire, atravesando una tela, una piel, provoca un grito
leve, más que un grito, un:
Una bala ha atravesado el hombro del detective, una bala certera, precisa, y
lo hace caer al suelo, unos zapatos puntiagudos, rojos, árabes, se atraviesan
en sus ojos y lo tapan todo, ha soltado el revolver.
CAPITÁN- Cada paso me alejo más del mar y siento que me ahogo, pero al
mismo tiempo, me siento más fuerte que nunca, es esa fuerza descomunal
que te llega cuando estás a punto de morir, y parece que este mosntruo se ha
resignado a su destino, no se mueve y deja que su respiración vaya
desapareciendo de a poco y la música se hace más fuerte, más intensa, y es
la misma vieja canción que me recuerda los momentos más tristes y más
felices de mi vida, es como viajar en un mar templado, ni frío ni calor, como
el agua tibia en un día de clima perfecto, veo la enorme cabeza del mosntruo
y luego una pequeña casa partida a la mitad donde ha caído su cabeza no tan
grande. El lugar de mis tiempos felices, el lugar de donde decidí no volver.
Gertrudis y los escombros de todo lo que fuimos un día.
BALDOR- Somos los escombros de una ciudad que nunca llegó a serlo,
somos una ecuación imperfecta, sin solución y no hay nada que hacer.
¡Pum! ¡Pum!
Y el capitán saca esa cajetilla de cigarros guardada por tanto tiempo y ella
lucha por enfurecerse, pero no puede, todo fue una confusión, piensa, todo
fue una confusión, piensan los dos.
CAPITÁN- Una noche soñe que volvía para siempre. Pero no aquí.
GERTRUDIS- Pero no aquí.
REYES DELGADO- Nueve… Nueve… Diez. Abro los ojos y logro ver a
mi supuesto padre, a Baldor, desplomarse en el suelo como un muñeco de
trapo. En la entrada está José con un revolver aún humeante y sus manos
temblorosas… Me ha salvado la vida, me salvó de las balas de mi padre.
Gracias. Y José se acerca a contemplar el cadaver y yo también lo
contemplo mientras lucho por levantarme.
JOSÉ- No sé por qué un día le dio por vestirse de árabe, se volvió loco.
REYES DELGADO- Mi hombro aún sangra, pero todo ha terminado, al fin
ha terminado, si es que comezó alguna vez.
JOSÉ- Vámonos de aquí.
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Dice el capitán mientras está parado junto a Gertrudis en la proa del barco,
mientras las bestias se pierden en el ancho mar.
Nota:
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EL SEÑOR BALDOR:
El Álgebra de Baldor, aun más que El Quijote de la Mancha, es el libro
más consultado en los colegios y escuelas desde Tijuana hasta la Patagonia.
Tenebroso para algunos, misterioso para otros y definitivamente
indescifrable para los adolescentes que intentan resolver sus "misceláneas" a
altas horas de la madrugada. Es un texto que permanece en la cabeza de
varias generaciones que ignoran que su autor, Aurelio Ángel Baldor, no es
el terrible hombre árabe que observa con desdén calculado a sus alumnos
amedrentados, sino el hijo menor de Gertrudis y Daniel, nacido el 22 de
octubre de 1906 en La Habana, y portador de un apellido que
significa; valle de oro y que viajó desde Bélgica hasta Cuba.
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