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España no es eterna

José Álvarez Junco.


El País. 30 abril 2016

Durante mucho tiempo, las naciones fueron consideradas


realidades naturales. El ensayista británico Walter Bagehot escribió
que eran “tan viejas como el mundo” y algo así creían los mejores
pensadores del siglo XIX y primera mitad del XX, incluido Marx, que
hizo de las clases los sujetos de la historia, pero nunca cuestionó
seriamente a las naciones. En plena era de las naciones, sin
embargo, Ernest Renan se planteó la dificultad de su definición y,
tras descartar todos los factores “objetivos” —raza, lengua, religión,
historia—, acabó anclándolas en un elemento subjetivo, misterioso,
una “voluntad de ser nación”, que se traducía en un “plebiscito
cotidiano” a su favor.

La fase nacional de la historia humana condujo a las dos guerras


mundiales y los fascismos. Y en 1945, al fin, tras descubrirse los
crímenes y las locuras nazis, la reflexión sobre estos problemas
inició un giro.

El politólogo norteamericano Carlton Hayes fue quizás el primero


que defendió que las naciones eran un fenómeno moderno, debido
a la secularización de las sociedades. Ante el descreimiento, la nación satisfacía la necesidad de
permanencia, de anclaje de las vidas individuales en entes que trascendieran su finitud. Hayes estudió, a
partir de ahí, los altares de la patria, las banderas y símbolos nacionales como objetos sagrados y hasta
esa moral que permite —exige— matar para defender los intereses patrios, a diferencia de la moral
individual, que veta matar a tu prójimo.

Retomando las reflexiones de Renan, el historiador y politólogo británico Elie Kedourie explicó que lo
esencial en la nación era, sí, el plebiscito cotidiano, la adhesión de sus miembros, pero observó que los
plebiscitos se convocan para ganarlos y que, no pudiendo vivir en la incertidumbre de una votación diaria
que cuestione su existencia, los Estados se aseguran de que los ciudadanos se sientan nacionales
educándolos de mil maneras en esa dirección. Kedourie convertía así la educación en el factor clave del
nacionalismo y el Estado en el gran muñidor del proceso.

Ernest Gellner vinculó más tarde el surgimiento de las naciones con la modernización socioeconómica, que
exige movilidad geográfica, división del trabajo y mercados amplios. El Estado favorece la cultura común,
base de todo ello, alfabetizando a la población en la lengua oficial. El nacionalismo no era, pues, sólo una
invención moderna sino algo funcional.

Benedict Anderson añadió su definición de la nación como una “comunidad política imaginada”. Comunidad,
al concebirse como compuesta de miembros que, pese a las múltiples desigualdades sociales, son hijos de
la misma madre y están dispuestos a sacrificarse por el conjunto. Política, porque es el nuevo sujeto de la
soberanía y genera derechos políticos para sus miembros. E imaginada porque, a diferencia de la familia,
la mayoría de sus miembros no se conocen ni se conocerán nunca personalmente, pese a lo cual comparten
un mundo mental de mitos y valores comunes (gracias a la literatura “nacional”, que les ha hecho
identificarse con los mismos héroes y odiar a los mismos villanos).

Eric Hobsbawm añadió a estas reflexiones una célebre obra, La invención de la tradición, y completó así
un giro en nuestra comprensión de los fenómenos nacionales que ha sido llamado modernista, historicista
o constructivista. Frente a la anterior manera de entender el asunto — esencialista, naturalista o
perennialista-—, ahora se da por supuesto que las naciones no son realidades naturales, estables y
antiquísimas, como los ríos y las montañas, sino creaciones político-culturales, relativamente recientes,
fruto de acontecimientos contingentes, que han surgido en algún momento del pasado (no fechable ni
repentino, sino incierto y lento), han tenido y tendrán vigencia a lo largo de un cierto lapso de tiempo (durante
el cual su significado evoluciona) y acabarán por desaparecer algún día, pues nada, y menos aún las
identidades colectivas, es eterno en la historia.
De esta manera, el fenómeno nacional quedó relativizado. Pertenecer a una nación dejó de ser un rasgo
permanente y esencial de la especie humana para localizarse en un cierto lugar y momento en la historia:
Europa, a partir de las revoluciones liberales. Fue entonces, al derribar las monarquías absolutas, cuando
se hizo de la nación la colectividad soberana, triunfó el principio de igualdad entre sus miembros, se
reescribieron las historias y se reformuló la cultura en torno al sujeto nacional, haciendo al fin de la lealtad
a la patria el principio legal y el anclaje ideológico supremo. La nación triunfó sobre cualquier otra identidad
colectiva, las sociedades se homogeneizaron y se eliminaron o marginaron las culturas minoritarias. Fue
un cambio crucial de las identidades políticas que Europa exportó al resto del mundo.

Pero en épocas anteriores, durante la inmensa mayoría del pasado humano conocido, nuestros antecesores
han vivido dentro de las más diversas organizaciones políticas —unidades tribales, feudales, ciudades-
Estado, monarquías patrimoniales, imperios— cuyas fronteras no coincidían con sociedades culturalmente
homogéneas. Como tampoco era única la identificación de los súbditos, que se sentían miembros de
comunidades mucho más pequeñas que la nación (parroquias, aldeas, comarcas, linajes, gremios,
estamentos), insertas a su vez en mundos culturales mucho más grandes (cristiandad, islam). Al revés de
lo que ocurriría en el mundo contemporáneo, no se consideraba contrario al orden natural de las cosas que
el monarca que les regía fuera “extranjero”.

Las naciones no sólo vieron reducido su espacio en la historia, sino que, además, se comprendió que su
construcción servía a ciertos fines, que desempeñaba funciones integradoras del cuerpo social y
legitimadoras de la autoridad política. Las naciones son sistemas de creencias y de adhesión emocional
que surten efectos políticos de los que se benefician ciertas élites locales. Y esas élites, bien busquen
reforzar un Estado existente o construir uno nuevo, fomentan los sentimientos nacionales. Lo cual no
significa que debamos caer en una visión instrumentalista y conspiratoria de este tipo de fenómenos. Que
las naciones beneficien a los nacionalistas, como las religiones al clero, no quiere decir que desde el
principio una secta malévola haya planeado la seducción de un público incauto. Religiones y naciones son
fenómenos mucho más complejos, surgidos originariamente alrededor de profetas iluminados y generosos,
capaces de satisfacer necesidades de sus seguidores muy dignas de respeto.

El estudio de las identidades nacionales exige, por tanto, partir de la premisa de que estamos tratando de
entes construidos históricamente, en constante cambio, perecederos y manipulables al servicio de fines
políticos. Lo cual no hace del sujeto nacional una excepción en el mundo de las identidades colectivas.
Porque todas las identidades, incluyendo algunas tan arraigadas en datos fisiológicos como las de género,
tienen mucho de cultural o construido. Harold Isaacs lo explicó bien en su Ídolos de la tribu.

La nueva visión historicista o constructivista de las naciones tuvo un enorme éxito y llegó un momento en
que todo el mundo denunciaba “invenciones” y disolvía la realidad social en “discursos”. Excesos que han
llevado a una reacción en los últimos años, con críticas que en muchos casos merecen ser escuchadas
aunque en otros sean sospechosos retornos al esencialismo, aplaudidos por el nacionalismo militante.
Muchos historiadores han subrayado la existencia de identidades colectivas, que incluso eran llamadas
“naciones”, en épocas muy anteriores a la contemporánea. Pero la diferencia es que no se les atribuía la
soberanía sobre un territorio, que es lo que define al nacionalismo moderno. También se ha observado, con
razón, que este nacionalismo se alimenta siempre de tradiciones e identidades culturales procedentes de
épocas anteriores. El hecho de que una identidad sea sobre todo cultural, y no natural, no quiere decir que
sea un “invento” arbitrario. En el terreno de las naciones no se puede predicar el “todo vale”. Construir un
proyecto nacional que tenga posibilidades de éxito entre el público requiere, como mínimo, hacerlo sobre
rasgos culturales preexistentes y creíbles.

Pero ningún autor serio defiende hoy que la humanidad ha vivido dividida en naciones de forma natural e
inmemorial. La visión constructivista del nacionalismo sigue vigente. Como otras identidades colectivas, las
naciones son creaciones culturales perecederas. Y son especialmente absurdas las explicaciones de los
procesos históricos a partir de la existencia de mentalidades,
caracteres colectivos o “formas de ser” de los pueblos. Por
ejemplo, la existencia de repetidas guerras civiles en España hasta
1939 se debería al violento “carácter español”, un carácter sólo
demostrado por las muchas guerras civiles vividas en el país.
Explicación circular e inútil. Cuando el general Franco tuvo a bien
morirse, además, no estalló ninguna guerra civil en España, contra
lo que auguraban los creyentes en estereotipos. No se entiende
cómo y por qué puede alterarse algo tan profundo como la “manera
de ser” de un pueblo.

Concluyamos, pues. Lamento comunicar a los no expertos en


estos temas —pues los expertos lo saben de sobra— que, contra
lo que nos enseñaban de niños, España no es eterna. Espero que
nadie necesite asistencia psiquiátrica. Para calmar los ánimos,
añadiré que los rivales y competidores de España (Cataluña,
Euskadi, Portugal, Francia, Marruecos) también desaparecerán
algún día. Aunque este, me temo, es un magro consuelo para un
creyente.

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