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Loïc Wacquant (Dir.) - Repensar Los Estados Unidos - para Una Sociología Del Hiperpoder PDF
Loïc Wacquant (Dir.) - Repensar Los Estados Unidos - para Una Sociología Del Hiperpoder PDF
L I B R O S D E L A R E V I S T A A N T H R O P O S
ISBN 84-7658-743-0
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida
por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Loïc Wacquant
3. D. Ross, The Social Origins of American Social Science, Nueva York, Cambridge University
Press, 1991, y ídem, «An Historian’s View of American Social Science», Journal of the History of
thte Behaivoral Sciences, 29-2 (abril 1993), pp. 99-112.
4. El excepcionalismo también sirve de refugio al espiritualismo y sostiene una visión he-
roica de la historia, tal como indica esta cita llena de candor debido a su modo excesivo de
adular, de Seymour Martín Lipset: «La saga de la historia americana pone de manifiesto la
controversia alrededor de los grandes hombres en la historia. Pero sea cual sea la actitud que se
adopte en este debate, no podemos responder al hecho de que la Providencia se ha volcado en
una nación que encuentra un Washington, un Lincoln, o un Roosevelt en cuanto lo necesita. Al
tiempo que escribo estas líneas, pienso que extraigo conclusiones científicas, incluso si confieso
que las escribo como ciudadano americano orgulloso de su país».
5. Y. Dezalay y I. Garth, The Internationalization of Palace Wars: Lawyers, Economists, and
the Contest to Transform Latin American States, Chicago, University of Chicago Press, 2002.
6. Cuya encarnación, ideal típico hasta el punto de ser caricaturesco, es el presidente George
W. Bush, multimillonario hijo de Presidente y nieto de senador, nació y se crió en una aldea de
alto copete de Connecticut, antiguo alumno —a fin de cuentas bastante mediocre— de una de
las «academias» privadas descritas por Caroline Persell y Peter Cookson («Pensionnats d’élite:
ethnographie d’une transmisión de pouvoir», Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 138
(junio 2001), pp. 56-65 y también en este libro, cap. IV: El sufrimiento del privilegiado: internados
de élite y transmisión de poder) y, más tarde, de las Universidades de Yale y Harvard, pero cuya
imagen pública es la de un niño cualquiera de un buen pueblo de Texas.
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Pierre Bourdieu
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Rick Fantasia
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europeos en 1960, éstos (junto con Japón) redujeron esta diferencia de productividad, y que en
1997 Bélgica, Francia, Alemania, Holanda y Noruega habían alcanzado el nivel de producción
estadounidense. Véase Lawrence Michel, Jared Bernstein y John Schmitt (2001): The State of
Working America 2000-2001, Ithaca - Nueva York, Cornell University Press, pp. 375-377
2. Dentro del Mercado Común el empleo declinó durante estos años, mientras que en el
conjunto de países de la OCDE ascendió ligeramente de 2,5 millones; véase Richard B. Free-
man (ed.) (1994): Working Under Different Rules, Nueva York, Russell Sage Foundation, pp. 2-3.
3. Lawrence Michel, Jared Bernstein y John Schmitt, op. cit., p. 403. Como la tasa de em-
pleo se establece en parte según el número de horas trabajadas, una tasa de empleo que se
base en períodos breves y numerosas horas de trabajo semanales puede reflejar una distinción
equívoca de una economía (véase a continuación).
17
4. Citado por Chris Tilly (1996): Half a Job: Bad and Good Part Time Jobs in a Changing
Labor Market, Filadelfia, Temple University Press, p. 47.
5. La empresa de confección The Gap redefinió del mismo modo la duración del tiempo
completo a 30 horas semanales, lo que le permite afirmar que un 70 % de sus trabajadores
trabajan a tiempo completo. Las cifras concernientes a estas dos firmas proceden de la obra de
Naomi Klein (1999): No Logo: Taking Aim at the Brain Bullies, Nueva York, Picador, p. 476.
6. Citando los datos del estudio del Bureau of Labor Statistics, Lawrence Michel, Jared
Bernstein y John Schmitt (op. cit. pp. 244-253) exponen las cifras más recientes, de 1999: entre
el 1,7 % de los empleados a tiempo parcial (en oposición a las demás formas de trabajo preca-
rio), un 85 % afirman haber elegido esta modalidad, mientras que el 15 % dicen haberse visto
obligados ante la imposibilidad de encontrar trabajo a jornada completa. Sin embargo, los in-
vestigadores citan estudios precedentes que muestran que el incremento de empleos a tiempo
parcial entre 1973 y 1989 fue esencialmente involuntario y no la consecuencia de una preferen-
cia de los trabajadores por horarios más cortos (p. 250).
7. Lawrence Michel, Jared Bernstein y John Schmitt, op. cit., p. 404.
8. Véase Loïc Wacquant (1999): Les prisons de la misère, París, Raisons d’agir Éditions,
p. 90; véase también Bruce Western y Katherine Beckett (1999): «How unregulated is the US
labor market? The penal system as a labor market institution», American Journal of Sociolo-
gy, 104, pp. 1.135-1.172.
18
9. Aunque el paro en los jóvenes haya sido un problema especialmente difícil en Europa del
Oeste, comparado con el de los Estados Unidos, un economista británico muy respetado dijo, en
una entrevista con el Financial Times, que «entre 1988 y 1994, el 11 % de los hombres de entre 25
y 55 años estaban desempleados en Francia, contra un 13 % en el Reino Unido, 14 % en los
Estados Unidos y 15 % en Alemania» [subrayado por el autor], citado por John Gray (1998): False
Dawn: the Delusions of Global Capitalism, Nueva York, The New Press.
10. Véase John Gray, ibíd., pp. 111 y 114. Para una recapitulación del aburguesamiento de
los obreros, véase la «introducción» en John Goldthorpe et al. (1969): The Affluent Worker in the
Class Structure, Londres, Cambridge University Press.
19
Entre 1973 y 1999 el porcentaje de hispanos de género masculino cuyo salario les
situaba en el umbral de pobreza aumentó de 25,1 % a 40,3 %; el porcentaje corres-
pondiente a la población negra pasó de 24,8 % a 39,5 %; y el porcentaje de los
blancos de 10,7 % a 16,1 %. Un «salario en el umbral de pobreza» se define como «el
sueldo por horas que un empleado a tiempo completo, trabajando durante todo el
año, debe ganar para mantener una familia de cuatro personas en el límite del um-
bral de pobreza», lo que en 1999 equivalía a 8,19 dólares (en dólares de 1999). Mien-
tras que la definición oficial de «umbral de pobreza» es una cifra precisa que reviste
una gran autoridad, muchos consideran su método de cálculo arbitrario y anticua-
do, hasta el punto de desestimar la mitad del porcentaje de personas que sin duda se
hallan en condiciones materiales insuficientes.12 Y no hay que olvidar que el aumento
del número de estos trabajadores incluye las alzas salariales de 1995 a 1999 (a ex-
cepción de los hispanos cuyos salarios no aumentaron durante este período).
11. Véase Lawrence Michel, Jared Bernstein y John Schmitt, op. cit., pp. 4-6 y 122. Esta obra
publicada por The Economic Policy Institute es una fuente extraordinaria de datos en lo relativo a
salud, ingresos y gran variedad de otros indicadores de la desigualdad social en Estados Unidos.
12. Ibíd., pp. 129-136.
13. Ibíd., p. 153.
14. Ibíd., pp. 152-153. Cabe mencionar que la principal razón de la diferencia de salarios
entre los asalariados que han seguido un curso universitario y los otros, no se centra tanto en
la fuerte subida de salario de los primeros sino en la grave bajada de los segundos; los trabaja-
dores que obtuvieron un título de 4 años en la universidad aumentaron modestamente su
salario un 3,2 % entre 1979 y 1999. Los que obtuvieron un título universitario elevado pudie-
ron beneficiarse de una subida del 11,5 % durante este mismo período, pero tan sólo represen-
taban un 9 % de los trabajadores en 1999.
20
15. Todas las cifras se han extraído de Lawrence Michel, Jared Bernstein y John Schmitt,
op. cit., pp. 137-140.
16. Éste no ha sido siempre el caso. Hace treinta años, los norteamericanos trabajaban
menos horas por año que los franceses o los alemanes. Véase Richard B. Freeman (1994):
Working Under Different Rules, op. cit., p. 3.
17. Lawrence Michel, Jared Bernstein y John Schmitt, op. cit., p. 400. Suecia también fue
uno de los países en que se aumentaron las horas laborales por año entre 1979 y 1998; este
incremento simplemente situó a Suecia en tercera posición entre una lista de 20 países, con
1.551 horas anuales (Francia estaba en sexta posición con 1.634 horas anuales, mientras que
Estados Unidos ocupaba la última posición con 1.966 horas, en 1998). Para las consecuencias de
las horas extra, véase Juliet B. Shor (1991): The Overworked American, Nueva York, Basic Books.
21
18. Véase Lawrence Michel, Jared Bernstein y John Schmitt, op. cit., p. 401. Véase también
Juliet B. Shor, op. cit. La media vacacional de días pagados en Estados Unidos es de 16, un gran
número de trabajadores tiene menos y hay otros que no tienen ninguno. Hay que añadir que
para los asalariados norteamericanos, tan sólo hay entre 8 y 10 días de fiesta, mientras que la
cifra media europea es 12. Véase Richard B. Freeman, op. cit., p. 22.
19. Las excepciones son los empleados de transportes, los controladores aéreos, los con-
ductores de camiones y autobuses, cuyos horarios están establecidos por el gobierno federal y
por los Estados. Véase el libro de Marc Linder y Ingrid Nygaard (1998): Void Where Prohibited:
Rest Breaks and the Right to Urinate on Company Time, Ithaca - Nueva York, Cornell University
Press, pp. 1 y 9. Presentan datos que indican que un tercio de los empleados en pequeñas y
medianas empresas (y cerca de un 50 % de los que trabajan en pequeñas empresas o para el
Estado) no gozan de tiempo de descanso remunerado.
20. Marc Linder y Ingrid Nygaard, ibíd., relatan que en 1995, en Francia, los empleados de
una empresa de embalado de carnes hicieron una huelga para protestar contra la decisión de la
dirección de multar a los que no respetaran la duración de las tres «pauses pipi» de cinco minutos
estipulados (p. 4); en 1996, también en Francia, un tribunal laboral estableció, oficialmente, que
ir al servicio «responde a una necesidad fisiológica que tan sólo el individuo puede estimar» y que
el derecho de ir al servicio no puede estar sujeto a la autorización de un tercero (p. 159).
21. Mientras que los trabajadores estadounidenses perciben un subsidio de desempleo del
50 % de su salario durante seis meses, los trabajadores europeos perciben normalmente un 47 %
de subsidio durante 16 meses. Véase Richard B. Freeman, op. cit., p. 22. Hay que mencionar que en
Estados Unidos no existe ninguna disposición legal en lo referente al subsidio de desempleo.
22
* Para un rápido repaso del funcionamiento de los sindicatos en los Estados Unidos, véase D. Yates
(1998): Why Union’s Matter, Nueva York, Monthly Review Press, 1998.
23
podría responder de forma razonable adelantando que absolutamente todas las situaciones
consideradas son excepcionales. Véase Aristide R. Zolberg: «How many exceptionalisms?», en
I. Katznelson y Aristide R. Zolberg (1986):Working Class Formation: Nineteenth Century Patterns
in Western Europe and the United States, Princeton, Princeton University Press.
23. Hoy en día es evidente que, de entre todos los píses de la OCDE, es en Estados
Unidos donde se encuentra la mayor desigualdad de ingresos y fortuna. Es un hecho que las
clases sociales no responden tan sólo a criterios objetivos, sino que se pueden considerar
como grupos en perpetua formación, de modo que entrañan una existencia a la vez objetiva
y alegórica, sujetos a predisposiciones y a azares históricos de quienes les representan. Una
clase social pues debe ser definida de forma conceptual, pero al mismo tiempo aprehendida
a diferentes niveles.
24
24. Citado en Haynes Johnson y Nick Kotz (1972): The Unions, Nueva York, Pocket
Books, p. 112.
25. Véase James A. Gross (1995): Broken Promises: The Subversion of US Labor Relations
Policy, 1947-1994, Filadelfia, Temple University Press, pp. 205-214.
26. En 1984, la tasa de sindicalización, que era del 50 % en la década de 1960, había caído
hasta el 23,4 %; y grupos como el Council on a Union Free Environment del grupo industrial
National Association of Manufacturers, así como la American Hospital Association y la National
Retail Merchants Association conjugaron sus esfuerzos para destruir los sindicatos. Véanse
Miachael Goldfield (1987): The Decline of Organized Labor in the United States, Chicago, Univer-
sity of Chicago Press, pp. 190-191; y Mike Davis (1986): Prisoners of the American Dream, Nueva
York, Verso, pp. 132-133.
25
Tras unas décadas de letargo, el arte de romper huelgas revivió como una ruti-
na antisindical y, desde mediados de 1970 y durante la década de 1980, los consul-
tores enseñaron esta siniestra metodología a directores de fábrica, jefes de plantilla
y ejecutivos, que crearon un modelo virtual para ser aplicado en la práctica:29
27. Con títulos como «Disolver los sindicatos», «Sin los sindicatos», «Cómo actuar durante
las huelgas», «Cómo desacreditar a un sindicato», las prácticas que se incitaban en esta flore-
ciente bibliografía se oponían de forma radical a los trabajos de eruditos como Clark Kerr et al.
(1960): Industrialism and Industrial Man, Cambridge, Harvard University Press; Daniel Bell(1960):
The End of Ideology, Glencoe, the Free Press; y Arthur Ross y Paul Hartmann (1960): Changing
Patterns of Industrial Comflict, Nueva York, Wiley. Estos autores dominaron los debates de la
posguerra augurando que con la madurez de las relaciones laborales, una forma más rutinaria
y burocrática de gestión tomaría el lugar de los conflictos de clase. Lo que no atisbaron (y que ha
sido especialmente evidente en Estados Unidos, como veremos más adelante) es que la buro-
cracia del trabajo se transformaría en una arma contra el bienestar de los obreros.
28. Extraído de «Pressures in today’s workplace», vol. III, p. 304-305, Oversight Hearings of
the Committee on Education and Labor, US House of Representatives, 15 de diciembre de
1979/ 26-27 de febrero de 1980. Para un informe de primera mano de las actividades de un
«rompe-sindicatos», véase Martin Jay Levitt (1933): Confessions of a Union Buster, Nueva York,
Crown Publishers; y para la gama de estrategias y de tácticas empleadas, véase Herbert C.
Meyer: «The decline of strikes», Fortune Magazine, 2 de noviembre de 1981; Robert Georgine
(1980): «From brass knuckles to briefcases: the modern art of union busting», en Mark Green
(dir.): The Big Business Reader, Nueva York, Pilgrim Press; y Ron Chernow (1980): «The new
Pinkertons», Mother Jones Magazine, mayo.
29. Las luchas para combatir las huelgas adoptaron un carácter formalizado debido a su
éxito generalizado y a la gran distribución de guías pedagógicas, como la de R. Perry et al.
(1982): «Operating during Strikes», Industrial Research Unit de la Wharton Business School de
la Universidad de Pennsylvania; y Ted M. Yeiser (1979): How to De-certify a Union?, Memphis,
Management Press Inc.
26
7 de agosto de 1979
THE WACKENHUT CORP.
Coral Gables, Fla.
Estimado…,
Si uno de sus clientes afronta dificultades en las negociaciones con la plantilla y se ve amena-
zado por una posible huelga, quizá le sea útil conocer los servicios de protección y de asistencia
que Wackenhut ha aportado a un gran número de grandes compañías, de muchos sectores indus-
triales, en Estados Unidos.
Estos servicios se llevan a cabo a través de equipos profesionales experimentados y capaces
de desactivar las situaciones más explosivas. Nuestro personal conoce perfectamente las disposi-
ciones de la Fair Labor Standards Act, por lo que sabe cómo distinguir aquellas acciones contrarias
al derecho laboral y cómo cursar expedientes sobre estas actuaciones.
El servicio de protección y de asistencia en caso de huelga incluye:
1. Análisis de los puestos de seguridad. Examinamos las distintas medidas de seguridad,
como los cercados del perímetro, la iluminación exterior, el control de entrada y los sistemas de
identificación del personal; evaluamos las necesidades que se deben cubrir y las áreas conflictivas.
2. Agentes de seguridad uniformados. Para la protección de los locales, los equipos y el
personal, disponemos de agentes de seguridad entrenados para tal efecto, que actúan bajo el
mando de supervisores experimentados. Unos y otros están en contacto a través de un avanzado
sistema de comunicación UHF que se opera desde sus equipos portátiles.
3. Protección en carretera. Facilitamos escoltas motorizados y agentes de seguridad para la
entrada y salida de camiones y para la asistencia en carretera.
4. Investigaciones. Detectives y fotógrafos experimentados se encargan de buscar posibles
pruebas de acciones ilegales.
5. Protección de la directiva. Ofrecemos protección perfeccionada a los directivos y sus fami-
lias con una mínima interferencia en sus estilos de vida habituales.
6. Equipos logísticos en el interior del centro de trabajo. A fin de asegurar al personal de
seguridad la calma y el confort necesarios, contamos con un equipo móvil que procura sabrosas
comidas (importantes para la moral cuando se está encerrado en una fábrica), camas, ropa de
cama, servicio de lavandería, útiles domésticos y material de recreo.
Todas los preparativos se deberían disponer con tiempo, desde que se prevé el problema. La
primera diligencia consistirá en un estudio confidencial de los arreglos necesarios, que nos permiti-
rá hacerle un presupuesto.
Debería mencionar también que, en más de una ocasión, la llegada a tiempo de uno de
nuestros inmensos tráileres con su cargamento de cocinas móviles, entre otras muchas cosas, ha
contribuido a detener las amenazas de huelga.
Desearía enviarle un lote de folletos sobre los servicios de asistencia y de protección absolu-
tamente únicos de Wackenhut. Tan sólo debe rellenar la solicitud adjunta y enviarla con el sobre a
franquear en destino.
En caso de detención del trabajo, puede llamarme al (305) 445-1481. Se sorprenderá de
nuestra rapidez, de nuestra eficacia y también de la serenidad con que desarrollamos nuestras
operaciones de asistencia.
Espero sus noticias.
Atentamente,
George R. Wackenhut
Fuente: Carta publicitaria incluida en el dossier y publicada de nuevo en «Pressures in Today’s Work-
place», Oversight Hearings Held on October 16-18, 1979, antes del Subcommittee on National Labor-
Management Relations Board of the Committee on Education and Labor of the House of Representatives,
96th Congress, vol. 1, p. 39-40.
27
30. Aunque la ley norteamericana prohíbe las sustituciones permanentes, durante las huel-
gas, porque son consideradas un procedimiento ilegal que supone una «práctica desleal», los
patronos tienen la costumbre de conseguir ayuda de sus consultores para disimular sus prác-
ticas desleales hacia la plantilla. Además, la reinserción de los huelguistas que han sido injus-
tamente sustituidos puede llevar años. Por ejemplo, en un caso investigado por Human Rights
Watch, los obreros de una acería de Colorado que fueron sustituidos durante una huelga que
terminó en 1997, tuvieron que esperar aún tres años para su reinserción. Véase Unfair Advan-
tage Workers Freedom of Association in the US, Nueva York, Hu-man Rights Watch, 2000, p. 31.
Un estudio sobre las huelgas que tuvieron lugar en 1985 y 1989 demuestra que se reclutaron
sustitutos permanentes en una tercera parte de las huelgas, mientras que se amenazó de ha-
cerlo en muchas otras. Véase John F. Schnell y Cynthia L. Gramm (1994): «The Empirical
Relations between Employers’ Striker Replacement Strategies and Strike Duration», en Indus-
trial and Labor Relations Review, enero, vol. 47, pp. 189-206; y véase el capítulo I («The Right to
Strike: False Promises and Underlying Promises»), en James B. Atelson (1983): Values and
Assumptions in American Labor Law, Amherst, University of Massachusetts Press.
31. En Estados Unidos, que es la única sociedad industrial avanzada que autoriza la sustitu-
ción permanente de los huelguistas, los sustitutos tienen derecho a participar junto con los
huelguistas en una elección de desafiliación; los veinte Estados llamados de «derecho al trabajo»
van aún más lejos en la reducción de las garantías sindicales, ya que los huelguistas pierden su
derecho a voto después de un año de huelga. Véanse Kim S. Cornwell (1990): Post Strike Job
Security of Strikers and Replacement Workers: a United States-Canada Comparison, Research
28
74,8%
72,7%
807
76,5%
76,2%
75,5%
74,9%
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76,2%
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n.º de votos
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611 622 606
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69,8%
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73,4%
65,9%
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Porcentaje de elecciones ganadas por los sindicatos Porcentaje de elecciones perdidas por los sindicatos
rante el último cuarto de siglo, ha habido miles de huelgas radicales que se han
provocado de esta forma, como las convocadas por trabajadores de las papeleras en
Maine, Wisconsin, y Penssylvania; los de las minas de cobre en Arizona y las minas
de carbón en Virginia; por los maquinistas en Connecticut; los operarios de las
fábricas de neumáticos y de útiles de Illinois; los electricistas y los obreros de la
industria de los radiadores en Massachusetts; los trabajadores del procesado de
alimentos en Iowa, Minnesota y California; los de prensa en Nueva York; así como
asistentes de vuelo, controladores y pilotos aéreos, mecánicos de avión y conducto-
res de autobús en todo el país.32 El gran aumento de las elecciones de desafiliación33
y el importante porcentaje de votaciones que pierden los sindicatos aportan una
imagen aproximada, pero inequívoca, de la topografía de esta ofensiva antisindical.
Essay Series, 27, Kingston, Industrial Relations Centre, Qeens University, p. 7; y John C.
Anderson et al. (1980): «Union decertification in the US, 1947-1977», Industrial Relations, 19,
pp. 100-107; véase también William Akrupman y Gregory I. Rasin (1979): «Decertification,
removing the shroud», Labor Law Journal, n.º de abril, pp. 231-241.
32. Existe una abundante bibliografía sobre la mayoría de estas batallas épicas y de otras
«huelgas contra los rompe-sindicatos» menos conocidas. Para una visión general, véase Jeremy
Brecher (1997): Strike!, edición revisada y actualizada, Boston, South End Press; y Rick Fanta-
sia: «Strike and “counter-strike”, a relational view of industrial action in postwar America», en
Monique Borrel (dir.): Postwar Trends in the Evolution of French and American Industrial Rela-
tions, Berkeley, University of California Press.
33. La «decertification election» es una votación organizada por el gobierno, tras una peti-
ción de los empleados (esquiroles o scabs), motivada y orquestada por el empresario, que trata
de rebatir la existencia misma del sindicato.
29
Los derechos de negociación colectiva, huelga y organización son los tres pila-
res básicos de lo que se considera la «libertad de asociación», un conjunto de dispo-
siciones internacionales cuyos principios se establecen en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de la ONU, y en las convenciones de la Organización
Internacional del Trabajo. Aunque los Estados Unidos no hayan ratificado las dos
convenciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que tratan de for-
ma explícita la libertad de asociación, han reconocido la obligación de suscribir los
principios de la OIT relativos a estos derechos fundamentales.34 Por esta razón, se
debe ser escéptico en cuanto a los principios morales y jurídicos de la OIT, puesto
que la flexibilidad del derecho estadounidense y la inconsistencia de los mecanis-
mos de regulación y de sanción han permitido al patronato industrial anular, en la
práctica, el derecho de los trabajadores a organizarse (a pesar de las afirmaciones
legales). En su conjunto, el empeño por preservar un «medio libre de sindicatos» ha
adquirido un amplio alcance y ha adoptado complejas estrategias, que le han lleva-
do de una «agresividad institucional pasiva» a lo que debería considerarse «gangste-
rismo de empresa».35 Un ejemplo de esta pasiva agresividad es la estrategia sindical
adoptada por ciertas compañías que, al sentirse abrumadas por una mano de obra
sindicada, aplican cada vez más a menudo el principio que determina que «ninguna
fábrica sindicada ampliará sus actividades en ese mismo emplazamiento».36 Esto
significa, según Thomas Kochen et al., que las empresas sindicadas desarrollarán
sus actividades en los puestos no sindicados. De esta forma se crea un fuerte sector
no sindicado en el interior de la empresa, que atrae la parte más sustancial de las
inversiones de capital y, por consiguiente, permite a la compañía abandonar pau-
latinamente el sector sindicado.37 Al contrario que en Francia u otros países eu-
ropeos, no existen comités de empresa en la industria estadounidense y las socie-
34. Se trata de las convenciones 87 y 98 de la OIT. Tal como declararon los Estados Unidos en
1998: «Todos los miembros, incluso aquellos que no hayan ratificado las convenciones en cues-
tión, tienen la obligación, en calidad de su condición de miembro de la Organización, de respetar y
promover, lealmente y de acuerdo a la constitución [de la OIT], los principios de los derechos
fundamentales recogidos en estas convenciones: la libertad de asociación y el reconocimiento
efectivo del derecho a negociar [...]», citado en el Human Rights Watch Report, Unfair Advantage:
Worker’s Freedom of Association in the United States, Nueva York, Human Rights Watch, 2000.
35. La expresión «medio libre de sindicatos» proviene de la National Association of Manu-
facturers, un grupo inter-indusrial en cuyo seno existió un Commitee for a Union-Free Environ-
ment (Comité para un medio libre de sindicatos), responsable de la política antisindical.
36. Citado por Dan y Mary Clawson (1999): «What happened to the US labor movement?»,
Annual Review of Sociology, 25, p. 103, a raíz de una investigación dirigida por H.Katz y R. Mcken-
zie (1986): The Transformation of American Industrial Relations, Nueva York, Basic Books.
37. T. Kochan, H. Katz y R. Mckenzie (1986): The Transformation of American Industrial
Relations, Nueva York, Basic Books.
30
Tengo la firme convicción de que los negros tienden a ser más partidarios del sindi-
calismo que los blancos. Actualmente, existe la Equal Employment Opportunity Com-
mission (EEOC) y se deben seguir sus directrices. Pero nada les obliga a comportarse
como héroes, inspirados por una justicia abstracta para tratar de socorrer a los
oprimidos. Así que no jueguen a los héroes, ¡carajo!, llenando la plantilla de negros.
Intenten tener un mínimo, será lo mejor...
[...] Opino lo mismo de los indios que de los negros. Manténganse tan lejos como
les sea posible de los portorriqueños. Los mexicanos están bien si sienten que su
supervisor directo es su amigo y habla español. Los cubanos son formidables.38
38. Citado por Alan Kistler en los US Congress Oversight Hearings «Pressures in Today’s
Workplace», op. cit., p. 41.
39. Véase Barbara Ehrenreich (2000): «Warning: this is a rights free work place», The New
York Magazine, 5 marzo, pp. 88-92
31
40. Testimonio ante la Comisión de supervisión del Congreso, «Pressures in Today’s Work-
place», op. cit., vol. I, p. 102. esta descripción es muy similar a muchos casos que he estudiado
sobre la acción sindical de empleados de hospital. Véase Rick Fantasia: «Strike and “counter-
strike”…, op. cit., cap. 4.
41. Kate Bronfenbrenner y Tom Juravich: «It takes more than house calls: organizing to win
with a comprehensive union-building strategy», en Kate Bronfenbrenner et al. (1998): Organi-
zing to Win: New Research on Union Strategies, Ithaca, ILR Press.
42. Esta proporción es de 6,5 obreros por 1 ejecutivo en Gran Bretaña, 22,7 en Alemania,
27 en Italia, 25 en Suecia y 27,8 en Suiza, que registra la relación empleado/ejecutivo más
elevada. Las cifras han sido calculadas por Chris Tilly y Charles Tilly (1998): Working Under
Capitalism, Nueva York, Westview Press, p. 205, y se basan en un estudio presentado por David
Gordon (1994): «Bosses of different stripes: A cross-national perspective on monitoring and
supervision», American Economic Review, 84(2), pp. 375-379.
43. Richard Freeman y Joel Rogers (1999): What Workers Want, Nueva York, Russell Sage
Foundation, p. 62. Según estos autores, el 53 % de los ejecutivos afirman que se opondrían a
cualquier movilización sindical en su centro de trabajo, cifra aún superior durante una acción
sindical, con la intervención y la presión de los consultores y los directivos.
32
28
26
24
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18
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2
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1950 1955 1960 1965 1970 1975 1980 1985 1990 1995
Infracciones cometidas por los empresarios Despidos abusivos por actividad sindical
44. Véase Human Rights Watch Report, Unfair Advantage…, op. cit., pp. 18-21.
45. Véase Paul Weiler (1983): «Promises to keep: Security workers’ right to self-organization
under the NLRA», Harvard Law Review, 96, pp. 1.769-1.827; y véase Human Rights Watch
Report, Unfair Advantage…, op. cit., p. 73 nota 134.
33
Según una muestra del National Labor Relations Board (NLRB), donde se analizan
cuatrocientas votaciones elegidas al azar (celebradas entre 1998 y 2000), los sindica-
tos tan sólo presentan demandas por infracciones al Código laboral en un 14 % de
todos los casos en que los patronos amenazan (ilegalmente) de cerrar la fábrica
durante la campaña electoral. Según este estudio, el escaso número de demandas
presentadas se debe a la dificultad de informarse y de aportar pruebas de las coac-
ciones verbales, así como a la insuficiencia de las soluciones que se ofrecen a estas
prácticas ilegales. Esta investigación ha permitido probar que más de la mitad de los
empresarios amenazan con el cierre durante una acción sindical y que las amenazas
afectan a los resultados de la votación.46
46. Kate Bronfenbrenner (2000): Uneasy Terrain: The Impact of Capital Mobility on Workers,
Wages and Union Organizing, Informe para la Comisión de revisión del déficit comercial de los
Estados Unidos, Nueva York, State School of Industrial and Labor Relations, Cornell University,
6 de septiembre de 2000.
34
[El siguiente fragmento se ha extraído del testimonio de Roci Pettigrew (alias Roci West)
ante el Congreso de Estados Unidos en una vista de 1979, donde se investigaban las «presio-
nes ejercidas hoy día en los lugares de trabajo». Pettigrew, que testificaba bajo juramento,
había sido empleado por Anja Engineering Company de Monrovia, California, a través de un
subcontrato con una empresa de seguridad, la West Coast Detectives.]
SR. PETTIGREW: Me llamo Rocci Pettigrew, pero también se me conoce como Rocci West.
Resumiré mi experiencia en el cuerpo policial: trabajé en la oficina del shérif del condado de
Clark durante ocho años y, antes de llegar a California, estuve en la brigada antidroga durante
seis años. Al llegar a California empecé a trabajar para la West Coast Detectives como agente
secreto, para investigar el tráfico de droga. Bajo esta tapadera, me enviaron en primer lugar a
Anja Engineering. He aquí la razón por la que estaba allí, para tratar de descubrir el tráfico de
estupefacientes que tenían.
Tres o cuatro años después de mi llegada, el sindicato intentó organizar una sección
sindical, y fue entonces cuando el presidente de la West Coast me llamó para que concentrara
mis esfuerzos y mi atención en las personas más activas en esa tentativa de organizar el
sindicato. Debíamos, entre otras cosas, observar a los empleados durante las pausas, duran-
te su tiempo libre, durante sus comidas. Debíamos anotar los nombre de los que oyéramos
hablar a favor del sindicato. Si sus nombres aparecían en los informes de varios agentes,
hallábamos el modo de tenderles una trampa, de hacer que los despidieran, o incluso de que
los arrestaran del departamento de policía de Monrovia.
MR. THOMPSON (miembro del Congreso): ¿Cuántos agentes estaban implicados?
SR. PETTIGREW: Yo tenía 25 agentes a mi cargo, que yo sepa.
MR. FORD (miembro del Congreso): ¿Para cuántos trabajadores? ¿Cuántos formaban la
plantilla?
SR. PETTIGREW: Antes de que el sindicato empezara sus movilizaciones, había unos 220,
y entonces aumentaron el personal hasta 400.
MR. THOMPSON: ¿25 agentes?
SR. PETTIGREW: Sí, señor.
MR. MILLER (miembro del Congreso): ¿En la agencia de detectives o en la empresa?
SR. PETTIGREW: Esos venían de nuestra agencia de detectives. Sabía que había otros
detectives privados procedentes de otras agencias [...] y yo contribuí a despedir a 46 emplea-
dos pro sindicato, y a tender una trampa a otros 16 que más tarde serían arrestados por la
policía de Monrovia, uno incluso fue deportado. Todos ellos eran empleados leales y hones-
tos, hasta que llegamos nosotros, porque nosotros les indujimos a robar [...]: «tan sólo esta-
mos tú y yo aquí, ¿por qué no coges esto?», y «nadie vigila»...
Y antes de la votación sindical que debía tener lugar en enero de 1977, o sobre esa
fecha, tuvimos una reunión a la que debíamos asistir todos los agentes, como pasaba con
todas las reuniones sindicales, para anotar los nombres de los empleados que asistían y hacer
lo que estuviera en nuestras manos para que les cesaran o que les trasladaran a otros depar-
tamentos donde gozarían de menos antigüedad. Pero los despidos provocaron una bajada de
la producción. Contando a los agentes que salieron, despedimos a 105 empleados de un total
de 400. Ahora trabajan con 216 empleados.
MR. THOMPSON: ¿Se celebró la votación?
SR. PETTIGREW: No, el sindicato retiró su petición [del National Labor Relations Board]
por la falta de apoyo que resultó de este despido masivo. Un 90 % de todos los cesados eran
trabajadores pro sindicato que nosotros habíamos pillado para que les despidieran.
Fuente: «Pressures in Today’s Work», vistas previas celebradas el 4 y 6 de diciembre de 1979, ante el
Subcommittee on National Labor-Management Relations Board del Commitee on Education and Labor de
la Cámara de los Representantes, 96.º Congreso, volumen II, pp. 35-36.
35
47. Extraído de Los Angeles Times, 18 de noviembre de 1979, y citado en las Sesiones de
supervisión del Congreso de EE.UU., «Pressures in Today’s Workplace», op. cit., vol. II, p. 29.
48. Como es lógico, el monto del salario del interino se deduce de los atrasos salariales del
trabajador. Véase Human Rights Watch Report, Unfair Advantage…, op. cit., pp. 54-55.
49. Los detalles del desarrollo de la huelga se pueden hallar en King David Center y proce-
den de Human Rights Watch Report, Unfair Advantage…, op. cit., pp. 82-88.
36
En este contexto, el tiempo se puede utilizar para aplacar el ímpetu del movi-
miento sindical, para sembrar el miedo y para hacer promesas, más o menos vagas,
sobre mejoras en las condiciones de trabajo y en la comunicación, que se cumplirán
si los trabajadores renuncian al sindicato. En la actualidad los sindicatos estado-
unidenses pierden aproximadamente un 55 % de las elecciones de representación,
porcentaje mucho mayor al 30 % de mediados del siglo XX.51 En cambio, si se tiene
en cuenta la ascensión de las prácticas antisindicales que hemos trazado, resulta
increíble que los sindicatos ganen tantas elecciones. Sobre todo porque el movi-
miento obrero en EE.UU. ha estado dominado durante décadas por un sindicalis-
mo cooperativo absolutamente pragmático y conservador (business unionism), que
parecía incapaz de comprender la naturaleza de los asaltos que le descargaban, y
mucho menos de movilizarse para una auténtica contraofensiva.52 Aunque una
nueva dirección ha tomado las riendas con vigor para revitalizar el movimiento
obrero y para modificar las estrategias de movilización, es poco seguro, y poco pro-
bable, que se pueda alterar la balanza de fuerzas de una forma considerable.
Cualesquiera que sean las perspectivas de futuro, no obstante, cuando se
habla del ámbito laboral, se deberían evitar todo tipo de presupuestos culturalis-
tas que asuman la idea de un «carácter nacional» estadounidense. Sin duda hay
muy poco de «intrínseco» en una situación que deriva de una clara trayectoria
social e histórica, y que ha permitido a la patronal modelar el terreno donde ope-
ran la mano de obra, su cultura y sus formas de organización. Dicho de otro
modo, la excepción norteamericana la han motivado los empresarios, por lo que
es tan sólo el singular poder social de este colectivo lo que ha engendrado la
excepcional falta de poder del sindicalismo.53
50. Robert Georgine (1980): «From brass knuckles to briefcases…, op cit., p. 96. Mientras
que la burocratización, en un primer tiempo, se había considerado la expresión de la «madurez»
de la industria, porque había desplazado los conflictos sociales, aquí se puede ver cómo esta
burocracia se convirtió en un medio importante de promover el conflicto social.
51. Michael Yates, op. cit., 1998, p. 34.
52. El carácter social e institucional del movimiento obrero es demasiado complejo y con-
tradictorio para resumirlo aquí, pero estoy preparando una obra con Kim Voss, para las edicio-
nes Raisons d’agir, en la que trataremos de hacerlo. En el presente se pueden consultar las
siguientes fuentes: Paul Buhle (1999): Taking care of Business, nueva York, Monthly Review
Press; Gregory Mantsios (dir.) (1998): A New Labor Movement for the New Century, Nueva York,
Monthly Review Press; Jo-Ann Mort (dir.) (1998): Not Your Father’s Union Movement, Londres,
Verso; Ray M. Tillman y Michael S. Cummings (1999): The Transformation of US Unions, Lon-
dres, Lynne Rienner Publishers.
53. En diversos análisis del mercado laboral norteamericano se ha expuesto una tesis, de
forma implícita o explícita, sobre el excepcionalismo de los negocios en Estados Unidos. Véase
Kim Voss (1993): The Making of American Exceptionalism, Ithaca, Cornell University Press, 1993;
Reeve Vanneman y Lynn W. Cannon (1987): The American Perception of Class, Filadelfia, Temple
University Press, 1987; y Rick Fantasia (1988): Cultures of Solidarity, Beckerley, University of
California Press.
37
54. Extraído del libro 4, cap. VIII («Conclusion of mercantile system»), Adam Smith (1937):
The Wealth of Nations (177r), Nueva York, The Modern Library, p. 625.
38
55. Leslie Kaufman (2000): «As biggest business, Wal-Mart Propels changes elesewhere»,
The New York Times, 22 de octubre, p. A1. Para un estudio del imperio de Wal-Mart, véanse Bob
Ortega (1998): In Sam We Trust: The Untold Story of Sam Walton and how Wal-Mart is devouring
America, Nueva York, Random House; y Sandra S. Vance y Roy V. Scott (1994): Wal-Mart: A
History of Sam Walton’s Ritail Phenomenon, Nueva York, Twayne Publishers.
56. Según los investigadores del Economic Policy Institute, el uso de las tasas de cambio
del mercado para contrastar el coste de los bienes y de los servicios entre distintas sociedades
puede dar una imagen errónea de los niveles de vida relativos, ya que los precios varían consi-
derablemente según los países y están sujetos a fluctuaciones tan drásticas como rápidas.
Estos académicos afirman que la «purchasing power parity» (ppp) es una medida más fiable que
permite comprobar que en prácticamente todos los países de la OCDE, incluyendo a Estados
Unidos, la renta per cápita se ha reducido de forma considerable durante las décadas de 1980
y 1990 y, sobre todo, que la tasa de crecimiento en EE.UU. se ha mantenido en todo momento
en la media, o por debajo, durante todo el período comprendido entre 1960 y 1998. Véase
Lawrence Michel, Jared Bernstein y John Schmitt, op. cit., pp. 373-374, tabla 7.2.
57. Véase Juliet Schor (2000): Do Americans Shop Too Much?, Nueva York, The New Press.
39
40
5.000 80
Cantidad de casos
75
4.000
70
3.000
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2.000
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1.000 55
0 50
1962 1965 1968 1971 1974 1977 1980 1983 1986 1989 1992 1995 1998
Cantidad de casos
Ratio deuda sobre ingresos
Años de recesión según la definición del National Bureau of Economic Research
2. Administrative Office of the US Courts, Annual Report, Washington DC, The Office,
1980-1997.
41
El procedimiento de quiebra
42
43
El laboratorio de quiebras
44
La investigación
45
46
47
Fuente: Consumer Bankruptcy Project I, 1991; Consumer Bankruptcy Project II, 1991; Ohio Bankruptcy
Study, 1997.
* Observación: Los casos con valores extremos respecto a los activos, el total de los ingresos o los ingresos
han sido eliminados. Superaban los límites fijados en As We Forgive Our Debtors calculados en dólares constan-
tes a partir del índice de los precios al consumo. La corrección en dólares 1991 y 1997 de las cifras de 1981 se
efectúa multiplicándolos respectivamente por 1,4 983 498 y 1,7 656 766. Se aplica a los datos de 1991 un factor
de 1,1 784 141 (establecido gracias al índice de los precios) para tenerlos en dólares 1997. Se multiplican los
valores de 1997 por 0,8 485 981 para trasladarlos a dólares 1991.
48
49
semanas sin salario serán un desastre para alguien que deba alimentar un im-
placable descubierto de 20.000 dólares con unos intereses acumulados del 18 %
y con recargos de 50 dólares a cada vencimiento. Del mismo modo, a una familia
cuyas deudas sean moderadas le será difícil hacer frente a una factura médica
de 5.000 dólares, pero logrará abonarla; mientras que una familia que ya se
halla sujeta al pago de un mínimo mensual en concepto de un débito que repre-
senta el salario de varios meses, no puede asumir ninguna deuda adicional. Y en
la esfera doméstica, en 1970, una familia que emprendía los trámites de separa-
ción sin más deuda importante que una hipoteca podía formar un segundo ho-
gar, si bien para ello debía adoptar un tren de vida más modesto. En cambio, a
finales de la década de 1990, la misma familia, cuyos cónyuges ya trabajan
ambos a tiempo completo y están ambos endeudados, sencillamente no puede
incurrir en el incremento de gastos que generaría una nueva unión. La multipli-
cación de los créditos al consumo significa una reducción de la protección frente
al desastre financiero.
A estas tendencias generales se une la expansión de todo un nuevo sector de
la industria del crédito al consumo, que debe su existencia a la revolución de la
informática y las telecomunicaciones (véase tabla 1). Este nuevo sector se dirige a
los mismos consumidores que eran temidos y eludidos por las entidades de crédi-
to hace tan sólo unos años. Se trata de un conjunto de la población que ya se halla
muy endeudado respecto a sus ingresos. Lo que se denomina el préstamo sub-
prime —concedido a particulares que tienen un pasado irregular como deudores,
o que ya están abrumados por las deudas— constituye el sector más rentable, y
por consiguiente el más prolífico, del crédito al consumo. El grupo de usuarios de
tarjetas de crédito que más se está ampliando se compone de clientes cuyos ingre-
sos están por debajo del umbral de pobreza. Además, ahora las entidades expedi-
doras de tarjetas de crédito buscan de forma activa a aquellos que ya hayan pasa-
do por un proceso de quiebra, puesto que les está prohibido recurrir de nuevo al
tribunal de quiebras durante un período de seis años.
Una nueva generación de entidades de crédito ha descubierto que este tipo de
clientes, a pesar de su precariedad financiera, presenta dos características intere-
santes: no reembolsan sus deudas muy rápidamente, lo que permite que los inte-
reses se acumulen, y aceptan sin discutir tasas de interés altas. Por supuesto, los
índices de impago también son elevados, pero los milagros de la modernidad aportan
50
70
67,5
60
50
Porcentaje
40
30
20
22,1
19,3
10 13,6 13,6
6,2
0
Empleo Problema con Salud Familia Vivienda Otras
el acreedor
El empleo
Como es lógico, si bajan los salarios aumenta el riesgo de que las familias
quiebren. La inestabilidad profesional por consiguiente puede constituir un in-
51
52
La insolvencia puede también originarse cuando los salarios son estables pero
las deudas superan las posibilidades de devolución. Si los consumidores incurren
en excesivas deudas en relación con los ingresos, se arriesgan a la quiebra. Estas
condiciones se alcanzan cuando la inclinación de los consumidores a endeudarse
y de la industria del crédito a conceder préstamos son mayores.
Durante los últimos veinte años, un gran número de estadounidenses ha
visto su sueldo estancarse. Al mismo tiempo, la disposición de los individuos a
solicitar créditos y de las entidades a concederlos ha aumentado de forma espec-
tacular. De 1980 a 1992, la suma total de las hipotecas inmobiliarias y de las
compras a plazos experimentó una progresión de más del 400 % (en dólares no
53
10. US Bureau of the Census, Statistical Abstract of the United States: 1997, Washington
DC, Government Printing Office, 1997.
11. Glenn B. Canner y Charles A. Luckett (1991): «Payment of Household Debts», Federal
Reserve Bulletin, 77.
12. US Bureau of the Census, op. cit.
13. Ellis, 1998.
14. John Drake (1998): «Credit card crunch: Lenders’ new rules hit consumers», Huston
Chronicle, noviembre.
54
55
17. US Bureau of the Census (1995): «Dynamics of economic well-being: health insurance
1991 to 1993», Current Population Reports, serie P70-43.
56
Créditos hipotecarios
57
18. Según un estudio reciente solicitado por la Consumer Bankers Association, más de
4 millones de familias han financiado las deudas contraídas sobre su tarjeta de crédito empe-
ñando su capital inmobiliario por una suma estimada de 26.000 millones de dólares. Véase la
obra de Linda Punch (1998): «The Home-Equity Threat», Credit Card Management (septiembre),
p. 1. La curva constata un fuerte aumento de los préstamos sobre bienes inmuebles y en parti-
cular de los préstamos sub-prime a tasas elevadas, véase American Banker-Bond Buyer, «Intro-
duction and summary», Mortgage-Backed Securities Letter, 13 (14 diciembre 1998), p. 1.
58
59
19. Los datos utilizados para esta comparación han sido comunicados por la Administrati-
ve Office of the United States (Estados Unidos), el Federal Reserve Board (Estados Unidos), el
Ministerio de Comercio e Industria, Statistics Direcorade (Inglaterra, País de Gales y Escocia), la
Office for National Statistics (Reino Unido), la Industry Canada, Office of the Superintendant of
Bankruptcy (Canadá), el Statistics Canada (Canadá), The Bank of Canada (Canadá). Se pueden
hallar todos estos datos y otras informaciones de una misma naturaleza sobre un período de
veinte años para los países mencionados, así como para Finlandia, Australia y Nueva Zelanda,
en un artículo de Trent Craddock presentado en el «Conference of the Contemporary Chalenges
of Consumer Banckruptcies in a Comparative Context», celebrada en la Universidad de Toron-
to, el 22 y 23 de agosto de 1998.
60
61
62
63
64
Fuente: E. Digby Baltzell, Philadelphia Gentlemen: The Making of a National Upper Class, Chicago,
Quadrangle Books, 1958, p. 306.
Alejados de sus padres, los internos tienen que forjar nuevas alianzas para
poder sobrevivir. Su vulnerabilidad es proporcional a su falta de privacidad en la
institución; desde el exterior resulta algo increíble esta intimidad social que se les
impone. Al igual que los soldados en los campamentos, los alumnos de este tipo
de instituto deben acostumbrarse a comer, dormir, estudiar y jugar juntos. Escri-
be un alumno: «El arte de vivir en proximidad con otras personas forma parte de
la educación. Por un lado uno aprende a ducharse con otras diez personas por la
mañana, y por otra parte uno descubre el carácter de sus amigos en los más
mínimos detalles».
2. E. Digby Baltzell, Philadelphia gentleman: The Making of a National Upper Class, Chicago,
Quadrangle Books, 1958, p. 306.
65
8
30
7
6 25
5 20
4 15
3
10
2
1 5
0 0
1820- 1830- 1840- 1850- 1860- 1870- 1890- 1900- 1910- 1920- 1930- 1940- 1950- 1960- 1970- 1980-
1829 1839 1849 1859 1869 1879 1899 1909 1919 1929 1939 1949 1959 1969 1979 1989
Fuente: Tratamiento concomitante de datos del censo (US Bureau of Census) y de los datos del The
Handbook of Private Schools, Boston, Massachusetts, porter Sargent, 1981.
Desde el punto de vista del alumno, el edificio más interesante del campus
privado no es la capilla, ni la sala de clase o la biblioteca, sino el dormitorio. Los
acontecimientos importantes ocurren precisamente en los dormitorios donde los
alumnos deben aprender a integrarse en el grupo si quieren sobrevivir. Cada es-
cuela tiene su peculiar forma de hospedar a los alumnos. Los grandes dormitorios
de ladrillos, usuales en los Institutos del Este, por ejemplo, se asemejan más a un
bloque de celdas que a un hogar lejos de la casa familiar. La mayoría de las habi-
taciones dan a un corredor central con un cuarto de baño común situado al final
de cada pasillo. Todas las habitaciones son iguales y las decora el mobiliario de la
institución —camas, sillas y mesas. Los dormitorios de las internas suelen ser
menos sobrios que los de los internos y, en algunos casos, las chicas no viven en
estas habitaciones sino en casas adaptadas. A partir de los años sesenta, las
escuelas tuvieron que prestar más atención a la cultura de los jóvenes: los dormi-
torios se modernizaron e incorporaron salones, espacios libres, salas de juegos,
lavanderías y a veces un rincón cocina.
En casi todos los casos las habitaciones, los salones y los espacios libres se
convierten en una suerte de «espacios de resistencia». Son los lugares en los que
los alumnos se despojan de los factores socializadores oficiales de la institución y
crean su propia cultura, que a menudo parece estar en contradicción con la cul-
tura oficial de la escuela. Estos espacios búnker forman un territorio muy dispu-
tado. El personal del pensionado suele invadirlo principalmente para quitar los
pósters, la tapicería y otra decoración mural, limitar el tipo de música que se les
deja escuchar e inspeccionar las habitaciones en busca de droga, alcohol y otros
productos clandestinos.
Cuando los alumnos ingresan en una escuela de élite pasan por lo que se
conoce como un doble rito de paso. En efecto, padecen el tratamiento «intervencio-
66
La encuesta
Entre 1978 y 1983, hemos visitado 55 internados a lo largo y ancho de los Estados
Unidos. La mayor parte se encuentran en Nueva Inglaterra o más abajo en la costa Este,
pero también hemos visitado el Oeste, el Suroeste, el Medioeste y el Sur. Nos hemos
quedado entre uno y cinco días en cada escuela. Hemos asistido a las clases, a las
asambleas, a los servicios religiosos, a encuentros deportivos, a acontecimientos cultura-
les, a reuniones de comités de disciplina y a veladas de estudiantes y profesores. Hemos
compartido almuerzos y visitado dormitorios, bibliotecas, laboratorios, gimnasios y otras
instalaciones. Hemos entrevistado a un gran número de directores de centros (hombres y
mujeres), a directores de programa de admisión, a consejeros universitarios, a represen-
tantes de estudiantes, a vigilantes de dormitorios, a psicólogos y médicos, y a centenares
de profesores —y por supuesto a estudiantes tanto individualmente como en pequeños
grupos. También hemos interrogado a más de cien antiguos internos, investigando sus
sentimientos en relación a sus experiencias, a sus amigos y la influencia de la escuela.
Para una muestra representativa de 20 escuelas, hemos distribuido cuestionarios
anónimos a 2.475 alumnos de primero y de último año, cuestionarios relativos a su entor-
no familiar, a sus opiniones sobre el ambiente académico de la escuela, lo que han
preferido y lo que les ha gustado menos en el instituto privado, por qué lo han elegido, si
les ha parecido o no que la experiencia les había cambiado y de qué modo también han
sido preguntados acerca de sus objetivos académicos y de las salidas profesionales así
como en relación a sus metas en la vida. Y finalmente hemos realizado un sondeo a
partir de 382 profesores en 20 escuelas.
67
Pierre Bourdieu ha descrito los procesos de investidura por los cuales las dife-
rencias entre los individuos quedan legitimadas por los ritos de las instituciones.
La función social del ritual consiste en crear una separación entre los que han
padecido algún rito de paso y los que no. Es manifiesto que en este caso el rito de
paso sirve para diferenciar a los estudiantes del internado de los demás. Por lo que
los diplomados por una escuela de élite deben dar pruebas de carácter, de sentido
del honor, de perseverancia, de discreción y sobre todo de lealtad a su clase social.
La función social del ritual y del símbolo consiste pues en representar los valores
del grupo con el fin de interiorizar las fronteras sociales creadas como naturales y
legítimas. De un modo u otro, casi todos los aspectos de la vida del internado están
ritualizados e incluso escenificados. La cohesión del grupo, por ejemplo, se ve re-
forzada por reglamentos sobre vestimenta que obligan a los alumnos a vestir el
uniforme de la escuela, o un determinado atuendo. Los alumnos aprenden a me-
nudo a mostrar un respeto simbólico por la cultura de la escuela al dirigirse con
especial deferencia a los profesores y a los compañeros de más edad (AINES). Muy
a menudo, los alumnos tienen que pasar por una serie de ceremonias de iniciación
como vestirse con ropa extraña para indicar su deseo de someterse al grupo. En
muchas escuelas los apellidos de los alumnos están grabados en placas de madera
después de haber obtenido su diploma, y esto simboliza que aunque hayan dejado
la escuela físicamente su vida está por siempre vinculada a la institución. La situa-
ción geográfica y el entorno de la mayor parte de los institutos privados también
tienen una función en la formación de la personalidad del alumno típico. Contra-
riamente a la mayoría de los establecimientos públicos americanos que suelen ser
edificios funcionales muy parecidos a las fábricas o las oficinas, los institutos pri-
vados se ubican casi siempre en un entorno rural, idílico y aislado. Así en los
campus de estas escuelas podemos encontrar campos, montañas, ríos, lagos, de-
68
69
70
71
Los internados americanos tienden a minimizar las diferencias entre los sexos. Estas
diferencias están menos marcadas en estas escuelas que en los institutos americanos públi-
cos, incluso menos, creemos, que en Francia. Esta casi fusión de lo masculino y de lo femeni-
no se refleja concretamente en los resultados académicos de chicos y chicas, en los porcenta-
jes de matrícula en las universidades más prestigiosas, pero también se recoge en los modos
de vestirse y en su comportamiento sexual.
Fue en los años setenta cuando la mayor parte de los institutos privados americanos
introdujeron la mixticidad. De hecho, en la actualidad subsisten muy pocas escuelas que no lo
son. Este cambio se refleja también en una equiparación en la enseñanza superior exclusiva-
mente reservada hasta entonces para los chicos. Y en estos últimos veinticinco años, univer-
sidades como las de Yale, Princeton y Dartmouth tampoco dudaron en incorporar el régimen
mixto. Este cambio representa una atenuación importante de las distinciones sexuales. Si
hombres y mujeres ya no necesitan una educación separada es porque en el fondo no deben
ser tan diferentes como se creía en un principio. Hemos de señalar que la mayoría de los
institutos privados (salvo algunas escuelas cuáqueras) no han alcanzado la cuota paritaria del
50/50 sino del 60/40.
Cuando llegan al instituto, los chicos y las chicas estudian las mismas materias, partici-
pan en actividades similares (exceptuando algunos deportes como el fútbol americano y la
lucha), realizan pruebas académicas equivalentes y poseen un número idéntico de oportuni-
dades para seguir sus estudios en las universidades de renombre.1 Cada vez más se homoge-
neiza también su forma de vestir y de comportarse durante sus años de estudios. Las chicas
se ponen amplias camisas de hombre (incluso las camisas de smoking), chaquetas sastre,
smoking o blazers, abrigos de tweed, vaqueros o pantalones y zapatillas de deporte o botas.
Muchas evitan el bolso de mano. Se maquillan poco (salvo quizá un poco de rojo en los labios)
y no se perfuman. Por su parte, los hombres enarbolan colores chillones como el verde «Nelly»
y chaquetas o pantalones de rayas. Presentan un look quizá menos masculino, y las chicas un
aspecto menos acorde con lo femenino tradicional.
En el pasado, los chicos y las chicas por lo general no se educaban juntos, y sus vidas
tomaban giros distintos, aunque complementarios. Esto se observa en los estudios de los
antiguos internados. Estuvimos revisando el estudio de Eckland y Peterson del año 1969,
correspondiente a un internado de chicos, y un sondeo de 1981 realizado entre antiguos
alumnos de la promoción de 1956 en un internado de chicas muy prestigioso. Casi todos los
hombres y el 78 % de las mujeres tenían una vida activa, pero los tipos de ocupación estaban
perfectamente diferenciados. Un 25 % de los hombres ocupaba puestos de responsabilidad:
un 10 % estaba al frente de una empresa, otro 10 % trabajaba en la banca, otro 10 % eran
abogados o notarios, un 7 % médico, un 6 % profesor de universidad y otro 6 % desempeña-
ba otras profesiones.
La vida profesional de las mujeres ofrecía un perfil muy distinto, aun cuando el sondeo se
había realizado trece años más tarde. Tres mujeres eran agentes inmobiliarias, tres eran repre-
sentantes comerciales, dos eran transportadoras de fondos profesionales, dos eran profeso-
ras, cuatro escritoras, dos secretarias, una era marionetista, otra asistente familiar, había una
enfermera, una abogada, una socióloga, una historiadora del arte, una inversora, una oce-
anógrafa, una bibliotecaria, una voluntaria, una directora de programa de botánica, una artista
sobre fibras, una experta en medioambiente, una gerente de personal y una cocinera. En 1981,
sólo dos ganaban más de 30.000 dólares al año. Al menos el 63 % de las mujeres realizaban
trabajo de voluntariado. Habían conservado cierto interés por el deporte; el 78 % había mencio-
nado que seguía practicando mucho ejercicio físico, veinticinco años después de haber obteni-
do su título en el instituto. Ellas se inclinaban por el tenis, el footing, la natación, el esquí, el
squash, la vela, la equitación, la caza del zorro, los encuentros hípicos y el golf.
72
1. C.H. Persell, S. Catsambis y P.W. Cookson, «Differential Asset Conversion: Class and Gendered
Pathways to Selective Colleges», Sociology of Education, 65, p. 208-225, 1992.
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74
Cuanto más anclados están los valores culturales, más posibilidades tienen de
ser percibidos como incuestionables y universales. De este modo, el plan de estudio
se convierte en el vivero de la cultura y la cuna de la alta cultura. La definición de los
planes de estudio, incluso los más clásicos, ha ido evolucionando con bastante
naturalidad desde el siglo XIX. El griego y el latín han dejado de ser materias obliga-
torias en la mayor parte de las escuelas —y en contrapartida se han multiplicado
las asignaturas optativas. En cualquier caso, formar mentes disciplinadas y compe-
titivas sigue siendo el objetivo mayor de los estudios en los internados.
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Ningún estudiante escapa al rito de paso del instituto privado porque, como
ya lo explicara uno de ellos, «el sufrimiento presente es un caudal para el porve-
nir». Otro declaraba: «He adquirido más confianza en mí y en mi porvenir que
aquellos de entre mis amigos que no han ido a un internado». En realidad, los
alumnos de los institutos privados acaban creyendo que tienen derechos y algu-
nos privilegios porque son auténticos aristócratas. Como nos lo explicaba muy
En la cima
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Neil Fligstein
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81
6. Véanse M. Roe (1994): Strong Managers, Weak Owners, Princenton, Princenton Universi-
ty Press; M. Roe y M. Blair (1999): Employees and Corporate Governance, Washington, Broo-
kings Institution.
7. N. Fligstein: The Transformation of Corporate Control, op. cit., cap. VI.
82
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84
10. Véase por ejemplo M. Jensen, «Eclipse of Public Corporation», op. cit.
11. M. Jensen y R. Ruback (1994): The Market Corporate Control: The Scientific Evidence»,
Journal of Financial Economics, 11, pp. 5-50.
85
12. M. Piore y C. Sabel (1984): The Second Industrial Divide: Possibilities for Prosperity, Nue-
va York, Basic Books; M. Porter (1990): The Competitive Advantage of Nations, Nueva York, Free
Press; J. Womack, D. Jones y D. Roos (1991): The Machine That Changed the World, Nueva York,
Rawson Associates.
86
13. Véanse M. Castells (1994): L’Ère de l’information, t. I, La Société en réseaux, París, Fa-
yard; A. Saxenian (1994): Regional Advance, Cambridge, Harvard University Press.
87
14. B. Arthur (1994): Increasing Returns an Path Dependence in the Economy, Ann Arbor,
University of Michigan Press.
88
15. T. Sturgeon (2000): «How Silicon Valley Came to Be», en M. Kenney (dir.), Understanding
Silicon Valley, Standford, Standford University Press.
16. D. Henton (2000): «A Profile of Silicon Valley’s Envolving Structure», en C. Lee, W. Miller,
M. Hancock y H. Rowen (dirs.): The Silicon Valley Edge, Standford, Standford University Press.
17. S. Leslie (2000): «The biggest Angel of Them All: The Military and the Making of Silicon
Valley», en M. Kenney (dir.): Understanding Silicon Valley, Standford, Standford University Press.
18. T. Bersnahan (1999). «Computing», en D. Mowery (dir.): US Industry in 2000: Studies in
Comparative Performance, Washington, DC, National Academy Press.
19. S. Leslie (2000), op. cit.
89
20. C. Lecuyer (2000): «Fairchild Semiconductor and Its Influence», en C. Lee, W. Miller, M.
Hanock y H. Rowen (dir.), op. cit.
90
21. M. Castells (1994), op. cit.; A. Saxenian (1994), op. cit.; E. Castillo, H. Hwang, E. Grano-
vetter y M. Granovetter (2000): «Social Networks in Silicon Valley», en M. Hancock. y H. Rowen
(dir.): The Silicon Valley Edge, Standford, Standford University Press.
91
22. M. Edstrom (1999): «Controlling Markets in Silicon Valley: A Case Study of Java», Me-
moria de Máster, Facultad de Sociología, Universidad de California.
92
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Dan Clawson
95
3. Véase Water D. Burnham: «The system of 1896: An analysis», pp. 147-202, en Paul
Klappner (dir.) (1981): The Evolution of American Electoral Systems, Wesport, Connecticut,
Greenwood Press, p. 193 para las cifras sobre el declive de la participación electoral. Véase
también Water D. Burnham (1970): Critical Elections and the Mainsprings of American Politics,
Nueva York. W.W. Norton & Company; Water D. Burnham (1965): «The changing shapre of
American political universe», American Political Science Review, n.º 1, vol. 59, pp. 7-28.
4. Water D. Burnham (1982): The Current Crisis in American Politics, Nueva York, Oxford
University Press, pp. 188-189.
5. El debate televisivo de las presidenciales es una de las excepciones.
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Republicanos Demócratas
Presidenciales 191,6 132,6
Congreso 506,0 508,2
Senado 202,3 228,9
Cámara de Representantes 305,9 277,1
Partidos políticos 691,8 513,1
Dinero duro 447,4 269,9
Dinero blando 244,4 243,1
del sector laboral. Aunque los datos correspondientes a los años setenta no son del
todo comparables a aquellos de años más recientes, en 1974 el sector laboral con-
tribuyó más que el empresarial (la relación fue de 0,76 a 1), mientras que en 1980,
la situación se invirtió a favor del sector empresarial (la relación fue de 2,66 a 1).9
Con el transcurso de los años, la parte de financiación correspondiente al sector de
los negocios no ha dejado de aumentar, hasta alcanzar hoy en día una relación
de 15 contra 1 en su favor. Los republicanos casi no obtienen ningún apoyo finan-
ciero del mundo laboral, pero, en la actualidad, incluso los demócratas reciben seis
veces más apoyo financiero proveniente del sector empresarial que del laboral. Los
recaudadores de fondos demócratas no desean perder los 52 millones de dólares
que perciben del sector del trabajo, pero están mucho más interesados en mante-
ner los 340 millones de dólares que reciben del ámbito de las empresas. Es por esto
que el Partido Demócrata es extremadamente prudente en cualquier posiciona-
miento que reclame políticas económicas más progresistas, a fortifiori, aquellas que
impliquen una redistribución de la riqueza y los ingresos. ¿Cómo se ha llegado a
esta situación y cuáles son las consecuencias?
Fuente: www.opensecrets.org
9. Gary C. Jacobson (1984): «Money in the 1980 and 1982 congressional elections», pp. 38-
69, en Michael J. Malbin (dir.) (1984): Money and Politics in the United States, Chatham, New
Yersey, Chatham House Publishers.
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99
Para un candidato, las sumas de dinero que se manejan son enormes, pero
para un donante proveniente del mundo de los negocios se trata tan sólo de can-
tidades efímeras. En las elecciones al Congreso, el candidato que dispone de más
dinero es elegido en un 90 % de los casos. El dinero es especialmente importante
para los aspirantes; los políticos en ejercicio siempre pueden recaudar fondos
suficientes para seguir adelante en la carrera, pero los contendientes rara vez lo
consiguen.12 Cualquier contendiente que pretenda ocupar un asiento en la Cáma-
ra de los Representantes tiene menos de un 0,5 % de posibilidades de ganar, a
menos que consiga recaudar un mínimo de medio millón de dólares; y las eleccio-
nes al Senado exigen cantidades mucho más importantes. En cuanto a las cam-
pañas al Congreso, cuatro de cada cinco aspirantes no logran colectar más de la
mitad de las sumas recaudadas por el candidato en ejercicio; de hecho, tan sólo se
produce una situación de competencia en un 3 % de estas campañas (con márge-
nes de victoria de 55 % frente a 45 % o inferiores). Tan sólo en uno de cada cinco
casos, el contendiente puede disponer de al menos la mitad del presupuesto de su
competidor, y tan sólo el 39 % de las elecciones que se celebran en estas condicio-
nes implican una competencia.13
12. Gary C. Jacobson (1980): Money in Congressional Elections, New Haven: Yale University
Press. Véase también su «The Effects of Campaign Spending in House Elections: New Evidence for
Old Arguments», American Journal of Political Science, (mayo 1990) vol. 34, n.º 2, pp. 334-362.
13. Dan Clawson, Alan Neustadtl y Denise Scott (1992): Money Talks: Coroprate PACs and
Political Influence, p. 203, Nueva York: Basic Books, y Dan Clawson, Alan Neustadtl y Mark
100
Weller (1998): Dollars and Votes: How Business Campaign Contributions Subvert Democracy, pp.
1-4, Filadelfia: Temple University Press.
14. El senador Rudy Boschwitz, citado en Brooks Jackson (1988): Honest Graft: Big Money
an the American Political Process, Nueva York, Knopf, pp. 251-252
15. David Epstein y Peter Zemsky: «Money Talks: Deterring Quality Challengers in Con-
gressional Elections», American Political Science Review, n.º 89, pp. 295-308; y Peverill Squire
(1991): «Preemptive Fundraising and Challenger Profile in Senate Elections», Journal of Politics,
n.º 53, pp. 1.150-1.164.
16. Citado en Elisabeth Drew (1997): Whatever it Takes: The Real Struggle for Political Power
in America, Nueva York, Viking, pp. 19-20.
101
17. Véase Dan Clawson, Alan Neustadtl y Mark Weller (1998): Dollars and Votes: How Busi-
ness Campaign Contribution Subvert Democracy, Filadelfia, Temple University Press, p. 124.
18. Para exposiciones populares véanse Philip M. Stern (1988): The Best Congress Money
Can Buy, Nueva York, Pantheon; y Lars-Erik Nelson (1998): The Buying of the Congress. Para
análisis académicos véanse Janet M. Grenzke (1989): «PACs and the Congressional Super-
maket: The Currency is Complex», American Journal of Political Science, n.º 33, pp. 1-24 y Tho-
mas Romer y James M. Jr. Synder (1994): «An Empirical Investigation of the Dynamics of PAC
Contributions», American Journal of Political Science, n.º 38, pp. 745-769. Para una argumenta-
ción ampliamente teórica donde se sostiene que de hecho los políticos extorsionan a empresas
inocentes, véase , Fred S. Mcchesney (1997): Money for Nothing: Politicians, Rent Extraction, and
Political Extortion, Cambridge, MA, Harvard University Press.
19. Esta cita y todas las demás citas de ejecutivos de empresas provienen de entrevistas
que realicé con altos responsables de grandes empresas, por lo general vicepresidentes. Me
permitieron registrar las entrevistas, a cambio de que les garantizáramos una completa confi-
dencialidad respecto a sus personas y a sus empresas. Para más información sobre los méto-
dos, véase Dan Clawson, Alan Neustadtl y Mark Weller, op. cit.
20. Citado en Brooks Jackson, op. cit.
102
21. Marcel Mauss (1925/1967): The Gift: Forms and Functions of Exchange in Archaic Socie-
tes, Nueva York, W.W. Norton; traducido por Ian Cunnison, p. xiv.
22. Véanse Mark Mizruchi (1992): The Structure of Corporate Political Action: Interfirm Rela-
tions and Their Consequences, Cambridge, MA, Harvard University Press; Dan Clawson; Alan
Neustadtl y James Bearden (1986): «The Logic of Business Unity», American Sociological Review,
vol. 51, n.º 6, pp. 797-811.
103
La accesibilidad
Al asistir a las reuniones para recaudar fondos y al reforzar los vínculos que
en ellas se establecen, las empresas donantes pretenden obtener un medio de
acceder al miembro oportuno del Congreso en caso de necesidad. Hablar de «acce-
sibilidad» es un eufemismo para designar un proceso que entraña mucho más que
una simple oportunidad para los responsables de las compañías de intercambiar
sus puntos de vista con los miembros del Congreso. Si bien las cantidades permi-
tidas por la ley son demasiado modestas como para determinar el voto de un
miembro del Congreso sobre una proposición de ley muy vistosa, cada empresa
utiliza sus posibilidades de acceso al candidato elegido para inducirle a realizar
modificaciones menores en la redacción de una disposición oscura al proyecto de
ley, modificaciones que le permitirán de forma eficaz quedar exenta de toda la
fuerza de la ley. Por ejemplo, la ley sobre la reforma fiscal de 1986 contenía una
disposición que tan sólo concernía a una empresa, identificada del modo siguien-
te: una «sociedad creada el 13 de junio de 1917, cuya sede social se halla en
Bartlesville, Oklahoma». Como se observa en esta disposición, la redacción de la
ley nunca identifica una sociedad por su nombre (de modo que nadie, al leer el
texto de la ley, podría decir que se trata de Phillips Petroleum), ni tampoco esta-
blece la relación con una donación, ni hay modo de saber qué miembro del Con-
greso incluyó la disposición. Muchos de lo textos de ley norteamericanos ocupan
muchas páginas, y gran parte del texto final lo forman estas disposiciones. El
resultado es que la Ley de Reforma Fiscal no implica una verdadera reforma del
sistema de impuestos y que la Ley de Pureza del Aire permite la contaminación
del aire. El jefe del departamento de relaciones públicas de una importante y muy
contaminante empresa química me confesó: «He pasado siete años de mi vida
tratando de evitar la adopción de una ley de pureza del aire». Sin embargo, estaba
completamente de acuerdo en aportar su contribución financiera a los legislado-
res que votaron a favor de la ley (como finalmente hicieron la mayoría de ellos)
puesto que «el hecho de que una persona vote el texto final de una ley no suele ser
representativo de los esfuerzos que esta persona ha realizado». Algunos de los
legisladores que votaron el texto de la ley final de hecho ayudaron a minimizar sus
efectos: «Durante el proceso, algunos de ellos mantuvieron una postura muy favo-
rable a nuestras preocupaciones», explica este ejecutivo.
104
Una proposición de ley norteamericana típica está llena de disposiciones tituladas «inte-
reses especiales» que rara vez son mencionadas por los medios. Estas disposiciones se
adjuntan de forma secreta a la proposición de ley durante las sesiones parlamentarias. Por
regla general, es imposible conocer el nombre del miembro del Congreso que solicitó la inclu-
sión de la disposición. La disposición suele estar redactada por los responsables de la empre-
sa en cuestión, de modo que tan sólo atañe a una y única empresa, que aparece descrita sin
que se revele su identidad. Por ejemplo, en una disposición de la reforma fiscal se especifica
una exención en caso de que un «proyecto forme parte de un plan de modernización de un
producto liso y enrollado que se presentó originalmente en el consejo de administración de los
contribuyentes el 8 de julio de 1983».1
En teoría, el Congreso debe estimar el coste de estas disposiciones y establecer un pre-
supuesto que se adecúe a ellas; las estimaciones de los costes, sin embargo, no son significa-
tivas. Así, por ejemplo, el Joint Taxation Committe (Comité Conjunto de Tasación) en un prin-
cipio dijo que el coste de las disposiciones concernientes a la central nuclear Shoreham era de
1 millón de dólares; después revisó ese coste y valoró en 241 millones de dólares. El coste
actual estimado está entre 3,5 y 4 mil millones de dólares.2
A modo de ejemplo, podríamos analizar lo que fue quizá la mayor victoria de los trabaja-
dores norteamericanos en esta última década: la aprobación de la ley sobre el salario mínimo
a pesar de la mayoría republicana en el Congreso. Además de aumentar el salario mínimo, la
ley también:
• «Clarifica que los ingresos procedentes del comercio exterior de un FSC y los ingresos
de las exportaciones de un ETC no constituyen una renta pasiva en la definición de un PFIC.»
Aunque casi nadie puede comprender esta jerga, se estima que a la empresa Hercules Inc. le
ahorró 22 millones de dólares de impuestos en un año.
• Revoca un impuesto sobre los inhaladores para asmáticos que contengan clorofluoro-
carbonos (CFC). Esta disposición, conquistada por la filial norteamericana de Rhone-Poulenc
(cuyos inhaladores utilizan CFC), perjudicó a la empresa Minnesota Mining & Manufacturing,
que había desarrollado un inhalador sin CFC.
• Introduce una deducción fiscal para aquellas tiendas que tengan una gasolinera anexada.
• Permite a las empresas ahorrar 427 millones de dólares al revocar un impuesto desti-
nado a desalentar la deslocalización de mano de obra.
• Facilita a las empresas periodísticas clasificar a sus trabajadores con la categoría «in-
dependientes», eximiéndolas por este procedimiento de un gran número de regulaciones la-
borales y de ciertos impuestos patronales. Los trabajadores se quedan sin jubilación, seguri-
dad social ni subsidio de desempleo, pero los beneficios de la empresa aumentan.
• Incluye decenas de disposiciones adicionales, muchas de las cuales son demasiado
complicadas como para explicarlas. Las disposiciones de esta ley en particular destinadas al
«bienestar empresarial» costaron 16,2 mil millones de dólares.
1 Código de leyes de los Estados Unidos, Statues at Large, vol. 100, 1986, Public Law 99-514,
p. 2.150, sec. 204.
2. Donald L. Barlett y James R. Steele, , «The great tax give-away», capítulo especial en el Philadel-
phia Inquirer, que incluye artículos publicados originalmente el 10 y el 16 de abril y el 25 y 26 de
septiembre de 1988.
Con el fin de obtener las disposiciones que desean, las empresas quizá deban
visitar a muchos miembros del Congreso y quizá se vean obligadas a reelaborar
sus disposiciones iniciales. El vicepresidente de una acería explicaba del siguiente
105
106
El ejecutivo de una empresa tabacalera explica: «Sabe, los miembros del Congreso
tienen, como todo el mundo una energía y un tiempo limitados. Imagínese que el repre-
sentante de una empresa viene a ver a un miembro del Congreso para darle 1.000
dólares y otro viene tan sólo para saludarle. Si el político elegido tan sólo tiene tiempo
para ver a una persona, ¿a quién cree que recibirá? Así pues, el objetivo de los PAC es
el de atraer la atención.
El vicepresidente y miembro del consejo de administración de una empresa que es
una de los doce principales donantes políticos dijo: «Nuestra estrategia no consiste úni-
camente en atraer la atención de los elegidos que son favorables a nuestras actividades,
sino también en conseguir el apoyo de los otros elegidos. Si no te intentas acercar a
ellos, estarán condenados a “quedarse en el otro bando” y a no apoyar tus ideas. Ése es
el motivo de que hayamos ayudado a cierto elegidos que, a priori, no se mostraban
favorables hacia nuestras actividades. Quizá no consigamos influenciar su voto, pero
por lo menos podremos neutralizarlos...».
El vicepresidente de una empresa química explicó: «Estos tipos son muy difíciles de
ver; es muy difícil conseguir una cita, siempre están tan ocupados. Pero durante una
reunión para recaudar fondos, tienes la ocasión de estrechar una mano, de hablar con
alguien durante dos o tres minutos. Esto es importante».
El vicepresidente de una importante compañía consultora dijo: «En total, el año
pasado estuvimos implicados en 532 campañas electorales. Yo no puedo hacer tantas
contribuciones personales, así que utilizamos las redes de que disponemos, nuestros
grupos de presión y nuestros empleados. Intentamos que nuestras donaciones siempre
sean los más personales posible».
El ejecutivo de una empresa farmacéutica explica: «Puedo ir a desayunar con esta
gente y robarles dos minutos de su tiempo para hablar de mi problema, y después pasar
el resto del tiempo hablando de todo y de nada. Algunas de estas personas son mis
mejores amigos aquí. Les veo tanto en sociedad como personalmente, y ellos siempre
están muy dispuestos a ayudarme. No creo que sea necesario quitarle dos horas de
tiempo a una persona para acosarle con un problema hasta hacérselo entrar en la cabe-
za, con algunos minutos ya basta».
La ideología
107
Una contribución de 100.000 dólares daba derecho a los donantes a formar parte del
reducido grupo de personas que tomaban café con Clinton y otros altos funcionarios. Algu-
nos grandes donantes seleccionados fueron también invitados a pasar la noche en la Casa
Blanca, algunos durmieron en la habitación de Lincoln y desayunaron con los Clinton.
El ejemplo típico de uno de estos encuentros en la Casa Blanca es el celebrado el
13 de mayo de 1996, con la presencia de Terry Murray, presidente y CEO del Fleet Bank;
John McCoy, presidente del Bank One; Paul Hazen, presidente y CEO del Wells Fargo
Bank; Thomas G. Labrecque, presidente y CEO del Chase Manhattan Bank; también del
Ministro de Hacienda E. Rubin; de Don Fowler, el presidente del Comité demócrata na-
cional; de Marvin S. Rosen, responsable de finanzas del partido Demócrata y, por su-
puesto, del presidente Clinton. John P. Manning, presidente y CEO de Boston Capital
Partners, explicó que a los cafés que él asistió «hubo un toma y daca sobre numerosos
asuntos económicos y financieros».1
Quizá los dos participantes menos usuales que asistieron a esas reuniones fueron
dos representantes de la tribu cheyenne-arapaho de Oklahoma. De los 11.000 miem-
bros que forman la tribu, un 60 % no tenía trabajo, y los que lo tenían ganaban una media
anual de 6.074 dólares. Con un gran esfuerzo consiguieron los 100.000 dólares que les
permitieron tomar café con Clinton y explicarle su problema. En 1883, por orden del
presidente Chester A. Arthur, les confiscaron las tierras; la orden especificaba, por lo
menos, que éstas les serían devueltas cuando dejaran de utilizarse para fines militares.
El fuerte se cerró en 1948, pero nunca les devolvieron las tierras. Estas tierras «incluyen
tumbas sin identificar, zonas reservadas para danzas rituales y reservas de petróleo y de
gas valoradas en 500 millones de dólares». Los representantes de la tribu ya habían
tratado de ver al senador de su Estado, pero les habían denegado la visita. El presidente
Clinton escuchó sus inquietudes, les miro fijamente a los ojos y les dijo: «Veremos lo que
se puede hacer». De hecho, no hizo nada. Cuando protestaron y acudieron a la prensa,
les devolvieron el dinero, pero el gobierno se quedo con sus tierras.2
108
25. Thomas Byrne Edsall (1 de diciembre de 1985): «Coelho Mixes Democratic Fund-rai-
sing, Political Matchmaking», Washington Post, pp. A17-A18. Véase también Edsall: «The
Reagan Legacy», The Reagan Legacy, editado por Sidney Blumenthal y Edsall, Nueva York,
Pantheon, pp. 3-50, y Brooks Jackson, op. cit
26. Thomas Ferguson (26 de diciembre de1994): «GOP Money Talked: Did Voters Listen?»,
The Nation, p. 792
109
Posibilidades de reforma
27. Dan Clawson, Alan Neustadtl y Mark Weller, op. cit., p. 160
28. Ibíd. En 1996 el sector empresarial aumentó sus contribuciones a los republicanos
elegidos (desde entonces se hicieron con la mayoría en el Congreso y empezaron a controlar los
comités clave), pero no a los republicanos aspirantes.
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Las lecciones
Los debates públicos y los medios de comunicación, cada vez que discuten el
problema de financiación de campañas en los Estados Unidos, tienden a plan-
tearse si las contribuciones financieras a las campañas compran o no los votos de
los políticos. Esta cuestión pone de manifiesto una total incomprensión sobre el
funcionamiento del sistema. Apenas existe correlación alguna entre las contribu-
ciones financieras a las campañas y el voto de leyes muy visibles. Incluso para
cuestiones no tan visibles que se resuelven a través de cambios «menores» en el
texto de oscuras disposiciones, el proceso es mucho más ambiguo e incierto que
una simple transacción comercial. No se trata tanto de un problema de soborno
descarado como de la creación de una red de obligaciones; la inclusión de una, o
dos, o tres nuevas regulaciones no alteraría el proceso de forma significante.
Al menos en el contexto norteamericano, la publicación de las contribuciones
financieras no ha tenido demasiadas repercusiones en cuanto a los comportamien-
tos reguladores. Los datos sobre las contribuciones a las campañas se pueden con-
sultar en la Web,29 pero sus consecuencias sobre los comportamientos han sido
escasas. Quizá esta situación sería diferente en una sociedad con una mayor con-
ciencia de clases, pero no conozco ningún estudio que lo haya demostrado.
Otra conocida proposición de reforma, que consiste en limitar las donaciones
a cantidades lo suficientemente reducidas como para no poder influenciar el com-
portamiento político, tampoco parece muy susceptible de ser eficaz. Es cierto que
actualmente, sobre todo en el caso del dinero blando, la mayor parte de los fondos
provienen de unos pocos donantes importantes. En 1996, de los 27.596 donantes
de dinero blando, 19.670 dieron una cantidad igual o menor a 1.000 dólares.
Estos contribuyentes representaban el 71,3 % de los donantes, pero, en cambio,
tan sólo aportaron el 3,6 % del dinero recaudado. Por otra parte, los 487 donantes
que ofrecieron 100.000 dólares o más, constituían el 1,8 % de los contribuyentes
y desembolsaron el 49,9 % del dinero.30 De todos modos, lo más probable es que si
se impusieran límites a las contribuciones, las empresas se organizaran para in-
crementar el número de donantes, como sucede a menudo en la actualidad cuan-
do algunas empresas contribuyen a petición de otras.
113
114
115
documentos citados por Harry, 2000; Rifkin, 2000); consúltese también el número de Cultural
Survival Quarterly titulado «Genes, people, and property; furor erupts over genetic research and
indigenous groups» (1996).
4. El US Orphan Drug Act define de esta forma el medicamento huérfano: sus ventas do-
mésticas no permiten cubrir los gastos de desarrollo y afectan a menos de 200.000 individuos
en suelo americano. A la clasificación de los tratamientos contra la tuberculosis en esta catego-
ría no le falta ironía cuando se sabe que a escala mundial la tuberculosis sigue siendo, junto
con el sida, la principal causa infecciosa de mortalidad en el adulto. La lógica de mercado
desemboca en un callejón sin salida en materia de investigación y desarrollo. En el caso de la
tuberculosis, desde hace más de treinta años no se conoce ningún tratamiento nuevo porque
estos medicamentos no han sido considerados rentables.
5. «En los Estados Unidos, los Health Maintenance Organizations (HMO) son organismos
privados que ofrecen prestaciones médicas (incluso hospitalarias) a sus afiliados. En una vo-
luntad de controlar los costes, estos organismos insisten en la medicina preventiva y obligan a
consultar a médicos habilitados. En este sentido, difieren de los seguros médicos privados con
los que a veces se asimilan.» (Le Robert et Collins super senior, 2.ª ed. 2000.)
116
117
Aunque el aumento sostenido del número de americanos sin seguros (1 millón por
año entre 1990 y 1998) preocupa a médicos, representantes oficiales y a especialis-
tas de las políticas sanitarias, Grumbach observa que una «aura de indivisibilidad»
ha recaído sobre el problema en la sociedad americana.
A finales de los años ochenta y a principios del decenio siguiente, no pasaba ni
una semana sin que un gran periódico, una revista o una revista de información
televisiva importantes no lanzara un titular de portada relativo al número creciente
de personas sin asegurar o a una historia muy humana narrando estos sufrimien-
tos. A mediados de los años noventa, todo esto desaparece y los medios informativos
ya sólo se interesan por los altercados de los asegurados con los organismos de
gestión de la sanidad… En su mayoría, los americanos están hoy por hoy convenci-
dos de que en los Estados Unidos los que no están asegurados pueden recibir los
cuidados indicados cuando los necesitan».12
También preocupa constatar cada vez más que a pesar de una sofisticada
tecnología biomédica, los servicios médicos americanos distan mucho de ser unos
modelos de seguridad y de calidad. Dos encuestas recientes del Instituto de medi-
cina han puesto de relieve importantes problemas relacionados con la calidad de
los cuidados médicos en Estados Unidos. El primer informe, titulado «To err is
human: building is safer health system», pasaba revista a la documentación rela-
tiva a los errores médicos y concluía que faltas graves y comunes desembocaban
a menudo, para los pacientes, en perjuicios evitables. Y llamaba aún más la aten-
ción que los errores médicos hubiesen constituido una de las principales causas
de fallecimiento en Norteamérica.
El segundo informe, un estudio complementario titulado «Crossing the Quali-
ty Chasm», comprende una acusación aún más global: «hoy por hoy las actuacio-
118
119
16. Gross, Alecxih, Gibson et al., en un estudio sobre los datos nacionales de Medicare han
observado que las personas mayores que viven por debajo del umbral de pobreza le dedicaban
una media del 35 % de sus ingresos a gastos de salud no reembolsables, frente al 23 % para los
«casi pobres» (aquellos cuyo sueldo representa el 100-125 % del umbral de pobreza). Por el
contrario, para las personas de 65 años y más, con rentas medias y altas, esta cifra alcanzaba
el 17 % y el 10 % respectivamente (1999, p. 248).
17. Rosenbaum, 1999, p. 1.220.
18. Clancy, Brody, 1995, p. 338.
19. Para reducir los costes, los organismos de gestión de las prestaciones recurren a diver-
sas técnicas que han suscitado en algunos casos no pocas preocupaciones de orden ético, entre
las cuales hay que citar los límites fijados para los reembolsos; la exigencia de una pre-autori-
zación para determinadas actuaciones como la cirugía o las admisiones en la sala de urgencias;
la utilización de los médicos generalistas como «guardianes» que controlan el recurso a los
120
especialistas; «la descalificación» —que consiste en sustituir a los profesionales (como los médi-
cos) por prestatarios con menos titulación (asistentes médicos, por ejemplo)—; incentivos finan-
cieros para animar a los médicos a limitar la utilización de los servicios médicos por parte de los
pacientes; una evaluación de las actuaciones del facultativo realizada a partir de encuestas de
satisfacción destinadas a los pacientes y a partir de un examen de los resultados. «El denomina-
dor común es el control… de la elección que tradicionalmente se operaba exclusivamente en el
marco de la relación entre paciente y médico».
20. Kuttner, 1999b.
21. La esperanza de vida de los hombres era en los Estados Unidos de 72,5 años, frente a
75,3 años en Canadá y 76,4 en Japón; asimismo era de 79,2 años para las mujeres americanas,
frente al 81,3 en Canadá y 82,8 en Japón. Estas estadísticas así como aquellas relativas a la
mortandad infantil proceden de los datos sanitarios de la OCDE correspondientes al año 1997.
22. En particular, los Estados Unidos ocupan el último puesto en las tasas de neonatos de
escaso peso, en las de mortandad neonatal y mortalidad infantil global, y son décimos en cuan-
to a mortandad por edad. Las comparaciones relativas a otros tipos de medidas en términos de
esperanza de vida tampoco arrojaban un saldo ventajoso para ellos. Starfield, 2000, p. 483.
121
Otras de las causas posibles de los malos resultados evidenciados por los indicado-
res de salud son las grandes disparidades de rentas que caracterizan los Estados
Unidos. Numerosas investigaciones muestran que encontrarse en el nivel más bajo
de la escala socio-económica tiene efectos negativos persistentes sobre la salud; los
últimos estudios sugieren que éstos no son imputables sólo a la situación social pero
sobre todo en los países industrializados a la posición social «relativa».23
Si el sistema no funciona «de modo global» tan bien como cabía esperarlo en
relación a los dólares gastados y al volumen de riquezas y de recursos disponibles,
¿qué decir de las poblaciones «específicamente vulnerables» que tienen menos o
ningún acceso a este abanico de riquezas y de recursos, y que son los pobres, los
niños, las personas mayores, los portadores de sida, los enfermos crónicos, los
deficientes mentales y los discapacitados, los SDF, los inmigrantes y los refugia-
dos? Desde este ángulo, el funcionamiento del sistema de sanidad americano
aparece aún más deficiente.
Los servicios médicos están en gran medida puestos a disposición de los po-
bres, de los no asegurados y de las demás poblaciones vulnerables de los Estados
Unidos, por parte de numerosos prestatarios que se autodenominan «dispositivo de
seguridad médica» (health care safety net). Los principales son los hospitales públi-
cos que prestan cuidados gratuitos (1.300 en los Estados Unidos), los centros mé-
dico-sociales (que se ocupan esencialmente de la prevención y de la atención prima-
ria) y los servicios de asistencia médica locales (que proponen diversas prestaciones:
exámenes de detección preventiva, educación para la salud y servicios médicos). El
dispositivo de seguridad médica se basa además en los hospitales municipales y en
los CHU, en los médicos liberales que realizan actuaciones gratuitas (en particular
aquellos médicos minoritarios que ejercen en las zonas rurales y en los barrios
desheredados), y en los centros médico-sociales centrados en las escuelas.
El grupo quizá más expuesto y el más agraviado en este «excepcional» sistema
de salud está integrado por los niños no asegurados, que suponía en 1996 el
15,4 % del conjunto de los jóvenes menores de 18 años.24 En varios estudios se
plantean las mismas conclusiones: los niños que viven en la pobreza o que no
122
Calvin nació en 1951, en Nueva York. Sus padres se instalaron allí poco tiempo antes
con la esperanza de encontrar un empleo estable y de escapar al racismo que en el sur sólo
les dejaba escasas perspectivas económicas. Se dieron cuenta de que Nueva York no valía
mucho más. Calvin y sus hermanas crecieron junto a un padre que fue coleccionando em-
pleos mal remunerados y de corta duración y a una madre que, más tarde y durante muchos
años, trabajó en el servicio de los informes médicos de un hospital de Brooklyn.
Calvin obtuvo su título de bachillerato en 1969 y a los 19 años se incorporó al ejército
americano. Habló poco de su período de servicio en Vietnam. Estaba en campaña en abril de
1971 y, durante una marcha sobre un terreno difícil, sufrió una herida profunda en la planta del
pie derecho. La herida se infectó rápidamente y tuvo que pasar por quirófano y le suministra-
ron antibióticos por vía intravenosa. Este incidente se iba a convertir para él en la fuente de un
sin fin de problemas.
Otra consecuencia desgraciada de su servicio militar tiene que ver con la heroína. En una
ocasión, Calvin vinculó el uso de los opiáceos con el dolor crónico que le causaba su herida;
en otro momento, declaró que su consumo regular de heroína era anterior en meses a su
accidente. En cualquier caso es en Vietnam y no en Nueva York cuando Calvin tiene el primer
contacto con las drogas: estaban baratas, fácilmente accesibles, y (muchos dan testimonio)
de un uso corriente en los soldados americanos más deprimidos.
En 1972, Calvin volvió al estado de Nueva York donde vivió con su madre y una de sus
hermanas. En los Estados Unidos, bebió y fumó, a veces muchísimo, pero en un principio no
volvió a la heroína; se reenganchó a finales de los años setenta y continuó a tomar heroína,
regular o intermitentemente hasta 1992.
En 1991, es hospitalizado por una crisis de endocarditis con estafilococo que le dejó
secuelas irreversibles en una válvula cardiaca. Además, su antigua herida en el pie no para-
ba de dolerle y empezó a supurar. Se le diagnosticó una osteomielitis que necesitaba dos
meses de tratamiento anti-infeccioso. Durante los meses pasados en el hospital de la Vete-
rans’ Administration (VA), Calvin empezó a odiar el medio hospitalario y el sentimiento pare-
ce haber sido recíproco. Los informes médicos lo describen como un paciente «difícil» y en
los informes de seguimiento se repite la palabra «indisciplinado», aunque no alcanzamos a
discernir por qué razones exactamente. Calvin fue mejorando con su exigente tratamiento
contra la endocarditis y la osteomielitis y, a lo largo del año siguiente, tomó regularmente
medicamentos contra la hipertensión. También dejó de consumir estupefacientes, aunque
más tarde le dieron metadona.
En la primavera de 1992, empezó a toser. Gran fumador, pensó primero que se trataba
de una bronquitis intermitente desde hacía años. No tenía ningún interés en regresar a la
clínica de la VA y cuando le dieron varios ataques de fiebre y una fuerte sudoración pensó que
tenía sida. Estos síntomas lo condujeron finalmente a la sala de urgencias donde le diagnos-
ticaron una tuberculosis pulmonar.
Se trataba de una afección a la cual estaba muy expuesto al ser afro-americano: las
víctimas de la reciente epidemia proceden mayoritariamente de poblaciones pobres y, a me-
nudo, afecta a personas de color. En 1994, un representante de la Unión Internacional contra
la Tuberculosis y las Enfermedades declaró a un periodista: «Si no han oído hablar de la
tuberculosis en América del Norte es porque quienes la padecen hoy por hoy son en su mayo-
ría los inmigrantes indios, los pobres o los portadores del sida».1
Calvin empezó reaccionando bien ante una combinación de tres medicamentos que es-
tuvo tomando durante varias semanas. Tuvo la impresión de que uno de ellos —no se sabe
cuál exactamente, pero no era la isoniazida— le causaba picores y dejó de tomarlo. Unos
análisis demostraron más tarde que la variante de la tuberculosis de la que estaba aquejado
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El comercio de la medicina
25. La reforma de la ayuda social promulgada en 1996 en los Estados Unidos con objeto de
llevar a la «autosuficiencia económica» a los beneficiarios de prestaciones gubernamentales
significó para muchos la pérdida de su seguro de enfermedad. Desgraciadamente sólo dispone-
mos de estimaciones como la cifra de 675.000 dada por Families USA en la base de datos del
Servicio de Censo, pues la ley no exigía el seguimiento de los antiguos beneficiarios de la ayuda
social. El senador Paul Wellstone escribió que la reforma había desembocado en la aparición de
una nueva categoría: «los americanos desaparecidos», principalmente niños (1999, p. 6). La
reforma también obligó a que antiguos beneficiarios de prestaciones sociales aceptaran em-
pleos mal remunerados que no les daban derecho a un seguro por enfermedad y las nuevas
reglamentaciones dificultaron aún más los informes de candidatos a Medicaid: este doble fenó-
meno ha contribuido al aumento del número de americanos no asegurados (Kuttner, 1999a).
Además un informe de 1997 acerca de una encuesta realizada a unas 44.000 personas, bajo la
dirección del Centro de Estudio de las Evoluciones del Sistema de Sanidad, y citada por Andru-
lis, 1998, ha demostrado que eran en la mayoría de los casos los hogares con rentas bajas los
que presentaban más dificultad de acceso —y cada vez más en los últimos tres años. Esto era
válido especialmente para los no asegurados que tenían también más dificultad que los asegu-
rados privados para acceder a las actuaciones hospitalarias (en el caso de una hospitalización).
En su estudio detallado de los combates librados por una familia afroamericana pobre para que
la curaran, Laurie Kaye Abraham escribe: «El “único” momento, quizá, en el que los no asegura-
dos gozan a tiempo de las grandes posibilidades de las prestaciones de calidad es en el umbral
de la muerte» (1993, p. 3).
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30. Ibíd.
31. Algunas declaraciones de los «derechos de los enfermos» han sido propuestas en el
marco de las legislaturas de los estados y en el Congreso, con objeto de devolver a los pacientes
y a los médicos más control sobre las decisiones médicas. Pero, y así lo señala Angell, estas
reformas y las demás medidas tomadas de inmediato no atacan al problema de fondo: el acceso
y la calidad. «Contrariamente a lo que nos enseña la sabiduría popular, los cambios marginales,
como una legislación sobre los derechos de los pacientes, seguirán siendo infructuosos. En un
mercado privado competitivo, no hacen más que engendrar reacciones que anulan los objetivos
sociales de la jurisdicción». En su lugar, aboga a favor de una transformación radical del siste-
ma, que desemboque en la creación de un seguro de enfermedad universal, financiada por una
instancia única (2000, p. 1.664).
32. Dos grupos que representan 7.000 médicos de Connecticut han demandado (en febre-
ro de 2001) a seis grandes HMO acusándolas de «perjudicar sistemáticamente» a los pacientes
por negarles tratamientos médicos esenciales y retener millones de dólares destinados a pagar
a los médicos (Zielbauer, 2001).
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1. La participación en tests clínicos es la principal fuente de cuidados médicos para muchos de los
pacientes aquejados de una enfermedad crónica y mal o no asegurados. Esta situación es problemática
desde el punto de vista ético en tanto los médicos a menudo hacen experimentos. El tratamiento termina
con los ensayos, lo cual obliga a los pacientes pobres a «jugar a las montañas rusas» acudiendo a los
tests una y otra vez. Voces acusadoras se han alzado para denunciar que es un ejemplo más de la
explotación de las poblaciones de pobres: otros ven en esto un modo suplementario de obtener prestacio-
nes para aquellos que tienen escasas posibilidades (Kolata, Eichenwald, 1999).
2. En su análisis de las circunstancias nocivas respecto a la prescripción, Esther Sumartojo cita traba-
jos de investigación que muestran que las «prescripciones de los médicos» en materia de indisciplina se
verifican en menos del 50 % de los casos: según una encuesta, los «médicos sólo detectan el 32 % de los
enfermos indisciplinados, y estiman erróneamente fiables el 8 % de los enfermos disciplinados (1993,
p. 1.312). Véase también las síntesis de Appel Mushlin (1977) y Wardman, Knox Muers, Page (1988).
3. Otros, sin embargo, parece que sienten algún que otro escrúpulo a la hora de emitir un juicio de
este tipo. Georges Sher, para explicar por qué algunos piensan que es «posible que sea necesario
reducir la oferta de los servicios médicos» escribe: «Se puede decir que la pobreza es merecida porque
es el fruto de las acciones anteriores. Pero también se puede vincular al mérito si nos basamos en el
comportamiento presente. Sea cual sea el pasado, un individuo puede, en la actualidad, evitar la pobre-
za. Puede encontrar un trabajo que le garantizaría una renta decente. Si una persona económicamente
débil rechaza este tipo de empleo o busca sin convicción, estamos de entrada autorizados a decir que
merece su situación».
El management de la salud
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34. Advisory Committee on Consumer Protection and Quality (1998). Lo resaltado es nuestro.
35. En un informe dedicado a la política sanitaria, Bodenheimer plantea una cuestión de la
misma índole: «¿Por qué precisamente cuando el control de los costes domina los pliegos de
condición de la sanidad entra en escena el movimiento a favor de la mejora de los servicios
médicos?» (1999, p. 492). Desgraciadamente no se relacionan estos dos fenómenos, aunque con-
cluya su examen observando que el movimiento [de defensa de la calidad] debe superar impor-
tantes obstáculos. Las empresas clientes y los gobiernos han revisado a la baja las tasas de
reembolso de aquellos que prestan los servicios, de ahí una reducción de personal hospitalario y
del tiempo dedicado por los médicos a sus pacientes. Los organismos de salud y los proveedores
gestionados por accionistas han exacerbado estas tendencias afectando los beneficios y la admi-
nistración de los fondos que antes iban directamente al dispositivo médico (p. 492). No deja de
sorprender que ni siquiera exista un cuestionamiento en torno a la posibilidad de una relación
entre estas estrategias de dominio de costes y los obvios problemas cualitativos.
131
132
37. Para ejemplificar lo absurdo de una «balcanización» de los servicios de sanidad producido
por este dispositivo, véase Bodenheimer, 2000. Dos obras recientes remiten una imagen preocu-
pante de los problemas que rodean la idea de sistema de sanidad «rentable» y el deseo de los HMO
por acrecentar sus márgenes, a pesar de las protestas virulentas de médicos y pacientes. En
Health Against Wealth, George Anders explica cómo el sistema de gestión privado de la salud ha
realizado lo que ha dado en llamar el «management de calidad total» (TMQ) su método de análisis
preferido para evaluar la calidad de las prestaciones, a partir de métodos de ingeniería, calidad
que el mundo de los negocios aplica desde hace años: «Para muchos defensores de la gestión
privada de la sanidad, la medicina no es tan diferente de la producción de cuidados o de la
fabricación de chips informáticos —más allá de lo que piensen pacientes y médicos» (p. 40). En
este dispositivo, los cuidados de base y la prevención dominan, y en la lógica empresarial, una
HMO podría estar bien considerada «aun sin tener la capacidad de dispensar cuidados adecua-
dos en caso de crisis» (1996, p. 41) —entre otros términos, sin ocuparse nunca de los enfermos.
Encontramos en Making a killing: HMOs and the threat to your health estadísticas y ejemplos
alarmantes de la mala (y a veces letal) atención prestada a los pacientes (Court, Smith, 1999).
38. Institut de Médecine, 2001, p. 29.
39. Stein, 1995, p. 86.
133
134
135
Pero cuando las estructuras médicas municipales trabajan con sociedades privadas
se arriesgan a que este partenariado fuerce la organización pública a que apunte a
los adherentes al programa y se detenga en el conjunto de la población. Además, es
posible que la filosofía empresarial prohíba la puesta en marcha o la responsabilidad
de encargarse de operaciones de prevenciones carentes de efectos en relación al
descenso de los costes… La importancia concedida a los resultados financieros inci-
ta claramente a los organismos médicos a evitar a los pacientes de alto riesgo y a
concentrarse en sus afiliados antes que realizar tareas de prevención dirigidas al
conjunto de la población.48
Además, la baja de los tipos de reembolso decretada tanto por parte de los
aseguradores privados como por el gobierno federal y los Estados, sumada a las
restricciones cada vez más severas impuestas por los organismos de salud priva-
dos en un afán de dominar los costes, han tenido influencias sobre la proporción de
prestaciones gratis dispensadas por los demás prestatarios (médicos, hospitales
municipales, dispensarios). En el pasado, estos últimos lograban que los costes de
sus servicios no abonables fueran pagados por los demás clientes (pacientes, com-
pañías de seguro, etc…), pero esta práctica se revela cada vez más difícil en un
mercado de la sanidad cada vez más competitivo. Por ejemplo, los CHU y otros
136
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Loïc Wacquant
144
2. Debe recalcarse, sin embargo, que este incremento en «desproporción racial» ha sido
notoriamente subestimado puesto que la categoría «Blanco» abarca un significativo y creciente
número de Latinos, ya que con el tiempo la proporción de los mismos en la población total de
internos va en aumento (y es más evidente en los estados que han encabezado el encarcela-
miento masivo, tales como Texas, California y Florida).
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A fin de determinar la posición estratégica que ha asumido el aparato penal dentro del
sistema de instrumentos de (re)producción de la jerarquía etnorracial en Estados Unidos, en
la fase de reacción que se enfrenta a los avances del movimiento de reivindicación negro de
los años sesenta, es indispensable adoptar una perspectiva histórica de largo alcance para
situar la cárcel en la estirpe multisecular de las instituciones que, en cada época, han llevado
a cabo el trabajo de «race-making» (configuración de la raza), o sea trazar e imponer la
peculiar «línea de color» que divide profundamente las estructuras sociales y mentales del
país. Para abreviar, durante cuatro siglos los Estados Unidos han recurrido no a una sino a
varias «instituciones peculiares»1 para definir, confinar y controlar a los Afro-americanos como
se muestra en la tabla 1:
149
de bienes y servicios a sus hermanos de las clases populares; y todos los residen-
tes llamados brown («morenos») (tal como los negros americanos se nombraban a
sí mismos entonces) de la ciudad estaban unidos por su rechazo común a la
subordinación de casta y por su decisión compartida de «promover la raza», a
pesar de las peleas internas y los vapuleos recíprocos de los Big Negroes y los riff-
raff (Drake y Cayton, 1945, pp. 716-728). Como resultado de ello, el gueto de la
inmediata posguerra estaba unificado tanto social como estructuralmente —hasta
los shadies que se ganaban la vida con negocios ilícitos como las apuestas clan-
destinas, la venta de alcohol de contrabando, la prostitución y otras empresas de
«vicio», estaban íntimamente entrelazados con las distintas clases.
La burguesía negra de hoy sigue sometida a una estricta segregación residen-
cial y sus oportunidades de vida siguen truncadas por su cercanía geográfica y
simbólica con el (sub)proletariado afroamericano (Patillo-McCoy, 1999). Sin embar-
go, se ha acrecentado considerablemente la distancia física que la separa del cora-
zón del gueto al establecerse en su periferia barrios negros satélites, tanto dentro de
la ciudad como en los suburbios.5 Su base económica ha pasado del servicio directo
5. No se trata tanto de que la clase media negra se haya ido del sector superpoblado y
ruinoso de la ciudad, como lo sostiene Wilson (1987); sino que ha crecido y sobrepasado el
centro histórico del gueto después de su apogeo. Pues la burguesía negra era minúscula hasta
después de la Segunda Guerra Mundial y ya en la década de 1930 había establecido puestos de
avanzadilla más allá del perímetro de Bronzeville, como señalan Drake y Clayton (1945, p. 384).
150
1950 1980
Total % Total %
Fuente: Chicago Fact Book Consortium, Local Community Fact Book, Chicago, Center for the Study of
Family and Community, 1955, and Chicago Review Press, 1985.
* Comprende los tres barrios del Gran Boulevard, Oakland, y Washington Park; se considera adultos a las
personas de 15 y más años para 1950; de 18 y más años para 1980.
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que implicaban simulacros de ejecución, «horcas palestinas», choques eléctricos con instru-
mentos para arrear ganado, quemaduras con radiadores y asfixia con bolsas de plástico, ade-
más del patrón común de brutalidad policial, disparos injustificados seguidos de falsos testimo-
nios y encubrimientos policiales, detenciones arbitrarias y el interrogatorio a niños en custodia.
9. Véase el relato de Gerstel et al. (1996) sobre los albergues para las personas sin hogar y
la vívida descripción de la «SRO Death Row» de Chicago que hace Klinenberg (1999, pp. 269-
272). Dordick (1997, pp. 126-149) establece un sinfín de paralelismos entre la cultura carcela-
ria y la administración del Armory, el albergue para las personas sin hogar más grande de
Nueva York.
155
10. En 1992, la Division of School Safety del Rectorado de la ciudad de Nueva York tuvo un
presupuesto de 73 millones de dólares, un parque automovilístico de 90 vehículos y más de 3.200
vigilantes uniformados, lo que la convertía en la novena fuerza policial del país, justo antes que la de
156
Las dos décadas que siguieron al clímax del movimiento de los Derechos Civi-
les no sólo fueron testigos de un gran cambio en la función, estructura y textura del
gueto negro en la metrópolis postindustrial. La reacción racial y social que reconfi-
guró la fisonomía de la ciudad también produjo una transformación general radical
de los objetivos y la organización social de la institución carcelaria. En pocas pala-
bras, la «Casa Grande» (Big House) que encarnaba el ideal correccional de un trata-
miento terapéutico y la reinserción de los presos en su comunidad de origen11 pasó
a ser un vulgar «depósito» (warehouse) estratificado según el color de la piel, asedia-
do por la violencia y cuyo único objetivo era neutralizar a los marginados sociales
secuestrándolos físicamente lejos de la sociedad —al igual que el gueto «clásico»
conjuraba la amenaza de contaminación que suponía la presencia de un grupo
estigmatizado, enjaulándolo dentro de sus paredes; de forma parecida el hipergue-
to post-fordista se desarrolla en un contexto de fragmentación social, de miedo
contagioso y desesperación. El crecimiento exponencial de la población carcelaria
que condujo a una superpoblación generalizada, el aumento de la proporción de
Miami (Devine, 1995, pp. 76-77), mientras que en 1968 esta división no existía. John Devine (1996,
pp. 80-82) advierte que una de las mayores preocupaciones de los directores de los establecimien-
tos escolares clasificados por debajo de la jerarquía de los institutos es la administración de esta
«fuerza paramilitar [que] tiene una existencia autónoma con su propia organización y procedimien-
tos, lenguaje, normas, equipo, vestuarios, uniformes, vehículos y líneas de autoridad».
11. Debemos evitar idealizar el pasado carcelario: incluso en el apogeo de la «reinserción»
(rehabilitación), que corresponde a la plena madurez de la economía fordista y el estado keyne-
siano, la cárcel no rehabilitaba mucho debido a la prevaleciente «prioridad dada al manteni-
miento del orden institucional, la disciplina y la seguridad» (Rotman, 1995, p. 295). Pero el ideal
del tratamiento, la intervención de terapeutas profesionales (psicólogos, sociólogos, trabajado-
res sociales, etc.) y el despliegue de actividades orientadas a la reinserción, sí mejoraban las
condiciones de detención y reducían la arbitrariedad, la crueldad y la ilegalidad detrás de rejas.
Lo que es más, el desarrollo del «programming» de gran importancia contribuía a lograr una
estabilidad interna y transmitía a los presos una actitud optimista hacia el futuro.
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cárcel (comunicación personal de Megan Comfort, basada en el trabajo de campo que lleva a cabo
en The Tube, el área cerrada en la que los visitantes de la cárcel esperan su turno de visita).
14. «Las actividades de estos grupos violentos que, en busca de botín, sexo y venganza,
atacan a cualquier extraño han barrido completamente todo remanente de los antiguos códigos de
honor y las redes de informadores que anteriormente habían ayudado a mantener el orden. En
un espacio limitado, cerrado, como la cárcel, las amenazas o los ataques de estos grupos no
pueden ser ignorados. Los presos deben estar dispuestos a protegerse a sí mismos o apartarse
a tiempo. Aquellos que han elegido continuar circulando entre los otros, con pocas excepciones
han formado o se han unido a una pandilla o banda para su propia protección. En consecuen-
cia, los grupos de orientación violenta dominan, si no todas, la mayoría de las grandes cárceles
de hombres.» (Irwin, 1980, p. 192, el subrayado es mío.)
160
15. Véase, por ejemplo, el relato de primera mano de Hassine (1999, pp. 41-42) sobre el
conflicto entre los «presos nuevos y los antiguos (old heads)» en la «subcultura carcelaria» guetiza-
da, marcada por «su desprecio por la autoridad, la drogadicción, el analfabetismo y su mentalidad
de asistido, en resumen, por todos los males de la decadencia del inner city estadounidense».
16. El mismo razonamiento se aplica en las cárceles de la gran ciudad, que se han vuelto
tan desorganizadas, violentas y punitivas que muchos detenidos se apresuran a declararse
culpables para ser rápidamente «sent to state» (por ejemplo, enviados rápidamente a una cárcel
del Estado tras ser condenados): «Mejor pasar un año en una estatal que tres meses en estos
calabozos del demonio», es lo que me dijeron varios detenidos de la Men’s Central Jail de Los
Ángeles interrogados durante el verano de 1998.
161
17. La ley llamada «Three Strikes and You’re Out» que estipula el encarcelamiento automá-
tico a perpetuidad de los condenados en la plenitud de su carrera delictiva culpables de doble
reincidencia, ejemplifica esta idea de «venganza como política pública» (Shicor y Sechrest, 1996)
por el desprecio que muestra hacia los principios de proporcionalidad y de eficiencia penológi-
ca, así como en el uso descarado de una metáfora pegadiza proveniente del béisbol que equipa-
ra la lucha contra el delito a una especie de deporte de competición.
162
18. Es revelador que esta información provenga de una encuesta sobre la procedencia
geográfica de los presos llevada a cabo por los mismos internos: pudieron así sentir in situ lo
que el militante y estudioso de las cárceles Eddie Ellis (1993, p. 2; y también 1998) llama la
«relación de simbiosis» que emerge entre el gueto y el sistema carcelario, incluso cuando los
funcionarios del gobierno y los investigadores en ciencias sociales no reparaban en ello o les
era indiferente.
163
10,5
Nueva York 54,3
8,3
Pennsylvania 56,5
8,7
Maryland
77,2
21,3
Ohio 53,8
14,3
Michigan 55,7
13,2
Illinois 65,1
0 10 20 30 40 50 60 70 80
% Afroamericanos (1997)
Presos Guardianes
Fuente: Camille Graham Camp y George M. Camp. (eds.), The Corrections Yearbook 1998, Middletown,
Criminal Justice Institute, 1998, pp. 13 y 130.
164
19. No pasa una semana apenas sin que The New York Times publique uno o varios artícu-
los sobre algún aspecto de la cárcel no relacionado con ningún delito, lo que da fe de la penetra-
ción y la normalización de la cultura carcelaria: por ejemplo, «Accesorios para la Big House, los
carceleros estudian sus opciones para mantener el control sobre los prisioneros» (en el suple-
mento del domingo); «Con la Jailhouse Chic, un anti-estilo se convierte en un estilo propio» (un
artículo de la sección Modas); «Habitaciones disponibles en una Gated Community: $20 noche»
(sección Sociedad); «Utilizando Internet tras las rejas» (Sociedad); «Un acercamiento a la forma-
ción de cuadros» (seminarios sobre técnicas de comunicación para ejecutivos llevados a cabo
dentro de Attica, en la sección Negocios); «Encerrada en las cárceles, la literatura se evade» (en
Artes e Ideas) (14 de mayo, 13 de junio, 10 de julio, 1, 23 y 26 de agosto, respectivamente).
165
20. El hecho de que la «raza» como principio social de visión y división (invocando la noción de
Pierre Bourdieu) sea una fabricación histórica y por tanto sujeta a contestación, como sucede con
todas las entidades sociales, no significa que sea eo ipso indefinidamente maleable, ni dotada de
una «fluidez», una «inestabilidad inherente» y hasta una «volatilidad» que permitiría reconfigurarla
por completo a cada cambio histórico (como lo sostiene Berlin, 1998, pp. 1-3). La insistencia sobre
las luchas, la resistencia y el cambio que ha sido el sello distintivo de recientes enfoques populis-
tas, «desde abajo», en la historiografía y la sociología de la dominación etnorracial, no debe impe-
dirnos ver que la ductilidad y durabilidad de la «raza» es altamente variable según las épocas y
sociedades, dependiendo, precisamente, de la naturaleza y funcionamiento de las «instituciones
particulares» existentes en ese momento que la producen y reproducen en tal o cual contexto.
21. Bastan dos indicadores para destacar el persistente ostracismo al que se ven someti-
dos los Negros en la sociedad estadounidense. Son el único grupo al que se «hipersegrega», su
aislamiento espacial se desplaza progresivamente desde el nivel «macro» del Estado y el conda-
do al nivel «micro» de la municipalidad y del barrio, de modo tal que se minimizan los posibles
contactos con los Blancos a lo largo de todo el último siglo (Massey y Denton, 1993; Massey y
Hajnal, 1995). Siguen siendo excluidos por el hecho de exogamia hasta niveles desconocidos en
las otras comunidades, a pesar del crecimiento reciente de las familias llamadas «multirracia-
les»; menos del 3 % de mujeres negras se casan fuera de su grupo cuando una mayoría de
mujeres de origen hispánico y asiático lo hace (DaCosta, 2000).
166
167
24. Teresa Gowan (2000) informa que ex convictos blancos forzados a establecerse en los
barrios pobres y negros del centro de St. Louis para estar cerca de las oficinas de libertad
condicional después de salir de las cárceles de Missouri se quejan de que el trato de la justicia
penal los «convierte en Negros».
168
25. Hasta tal punto que han escapado incluso de la atención de los estudiosos del tema:
dos días antes de la conferencia sobre «Mass Incarceration in the USA: Social Cuses and Conse-
quences» (organizada por la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York en febrero de
2000) en la cual se presentaba una versión preliminar de este trabajo, se desató una revuelta
racial entre unos 200 internos negros y latinos en la cárcel Pelican Bay de alta tecnología en
California (establecimiento de máxima seguridad con la reputación de ser «el más seguro de la
nación» y conocido por ser una «zona de guerra» entre Afroamericanos y Blancos), durante la
cual los guardias mataron a un preso e hirieron de gravedad a otros doce. Les llevó más de
media hora a 120 correctional officers reprimir la reyerta frenética, a pesar del uso del gas
lacrimógeno, el spray pimienta, las balas de goma y madera y dos docenas de cartuchos dispa-
rados con rifles Ruger Mini-14. Al día siguiente, las autoridades pusieron a la totalidad de las 33
cárceles del Estado en estado de alerta («Guardias matan preso en disputa en Pelican Bay», San
Francisco Chronicle, 24 de febrero de 2000; «Interno muere y doce son heridos al producirse una
revuelta en una cárcel de California», The New York Times, 24 de febrero de 2000; «El Estado
pone a todas las cárceles en estado alerta: las autoridades indagan señales de tensión racial
después de que una revuelta terminara en la muerte de un tiro de un interno en Pelican Bay»,
Los Ángeles Times, 25 de febrero de 2000). Ninguno de los participantes de la conferencia men-
cionó durante las jornadas de debate este disturbio, el más violento ocurrido en cárceles de
California en dos décadas.
169
26. Esto no quiere decir, por supuesto, que esto signifique que todas las revueltas en las
cárceles estén causadas por conflictos raciales. La típica revuelta carcelaria implica un gran
número de agravios combinados, desde mala comida y cuidados médicos hasta el carácter
arbitrario y represivo de las decisiones administrativas pasando por la inactividad y carencia de
programas de rehabilitación. Pero las divisiones y tensiones etnorraciales siempre son un tras-
fondo propicio, cuando no un factor importante de incidentes violentos, reales o percibidos, de
los que los establecimientos carcelarios en EE.UU. son el teatro (en el verano de 1998, corría la
voz entre los detenidos de la cárcel del Condado de Los Ángeles de que había que evitar algunos
centros a cualquier precio, porque tenían «una revuelta racial todos los días»).
27. El argumento que se sostiene a continuación está influenciado por la explicación
neo-durkheimiana de Garland (1991: 219) sobre el «castigo como un conjunto de prácticas
significativas» que «ayuda a producir subjetividades, formas de autoridad y relaciones socia-
les» ampliadas».
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28. El presidente Clinton utiliza la expresión «to weed out» (arrancar) que también se utiliza
con el significado de «arrancar las malas hierbas».
171
Bibliografía
ABRAHAM, Laurie Kay (1993), Mama Might Be Better Off Dead: The Failure of Health
Care in Urban America, Chicago: The University of Chicago Press.
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versity Press.
AMNESTY INTERNATIONAL (1999), Summary of Amnesty International’s Concerns on Police
Abuse in Chicago, Londres: Amnesty International, AMR/51/168/99.
ANDERSON, Elijah (1998), Code of the Street: Decency, Violence, and the Moral Life of the
Inner City, Nueva York: Knopf.
29. Como cuando Albert Gore, Jr., en prime time, declaró en su discurso de investidura en
la Convención de los Demócratas el 20 de agosto de 2000: «En nombre de todas las “familias
trabajadoras” que son la fuerza y el alma de Norteamérica, acepto vuestra nominación como
candidato a la Presidencia de los Estados Unidos» , lo que indica de paso que a las familias no
trabajadoras y a los individuos aislados, indignos de ser incluidos en este acto de delegación
política, las elecciones no les conciernen, ni tienen porqué. El vicepresidente hizo la proeza de
pronunciar la expresión «familias trabajadoras» nueve veces en sólo 52 minutos y todos los
oradores importantes esa noche la invocaron en repetidas oportunidades.
172
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176
177
«Lo peor que uno puedo hacer con las palabras es rendirse a ellas», escribió
George Orwell hace medio siglo. Si la lengua ha de ser «un instrumento para
expresar y no para encubrir u ofuscar el pensamiento», continuaba, «uno debe
dejar que el significado elija la palabra, y no viceversa».1 La hipótesis de este artículo
es que las ciencias sociales y humanas se han rendido a la palabra «identidad»;
que eso tiene un coste intelectual como político y que es posible rectificar. El
término «identidad», argentamos, tiende a significar demasiado (cuando se entien-
de en sentido fuerte), demasiado poco (cuando se entiende en sentido débil) o
nada (debido a su total ambigüedad intrínseca). Hacemos el recuento de la labor
conceptual y teórica que se supone que la palabra «identidad» debe cumplir y
sugerimos que esta labor podría llevarse a cabo con más precisión si se emplearan
otros términos menos ambiguos y menos sobrecargados de las connotaciones
reificadas que comporta el término de «identidad».
Sostenemos que la prevaleciente postura constructivista frente a la identidad
—el intento de «suavizar» el término, para liberarlo de la acusación de «esencialis-
mo», mediante la estipulación de que las identidades son constituidas, fluidas, y
múltiples— nos deja sin argumento para hablar sobre identidades y sin los recur-
sos necesarios para examinar la dinámica «dura» y las posturas esencialistas de
las políticas de «identidad» contemporáneas. El constructivismo «suave» permite
una proliferación de «identidades». Pero mientras éstas proliferan, el término pier-
de su valor analítico. Si la identidad está en todas partes, entonces, no está en
ninguna. Si es fluida, ¿cómo podremos entender las formas en que las autocom-
prensiones pueden fortalecerse, solidificarse y cristalizarse? Si es construida, ¿cómo
podemos entender la, a veces, fuerza coercitiva de las identificaciones externas? Si
es múltiple, ¿cómo podemos entender la terrible singularidad que suele ser perse-
guida —y a veces alcanzada— por los políticos que intentan transformar meras
categorías en grupos unitarios y exclusivos? ¿Cómo podemos entender el poder y
el pathos de la política identitaria?
«Identidad» es un término clave en el vocabulario vernáculo de la política con-
temporánea y el análisis social debe tener en cuenta este hecho. Pero esto no
implica que tengamos que usar la «identidad» como una categoría de análisis o
hacer de la «identidad» un concepto como algo que todo el mundo tiene, busca,
178
2. Para una crítica razonable de las políticas identitarias, véase Tood Gitlin, The Twilight of
Common Dreams: Why America Is Wracked by Culture Wars, Nueva York, Henry Holt, 1995, y
para una defensa sofisticada, Robin D.G. Kelley, Yo Mama’s Disfunktional: Fighting the Culture
Wars in Urban America, Boston, Beacon, 1997.
3. Avrum Stroll, «Identity», Encyclopedia of Philosofy, Nueva York, MacMillan, 1967, vol. IV,
pp. 121-124. Para un tratamiento filosófico contemporáneo, véase Bartholomaeus Boehm, Iden-
tität und Identifikation: Zur Persistenz Physikalischer Gegenstände, Frankfurt/Main, Peter Lang,
1989. Sobre la historia y vicisitudes del término «identidad» y otros asociados, véanse W.J.M.
Mackenzie, Political Identity, Nueva York, St. Martin’s, 1978, pp. 19-27, y John D. Ely, «Commu-
nity and the Politics of Identity: Toward the Genealogy of a Nation Sate Concept», Stanford
Humanities Review, 5/2 (1997), pp. 76 ss.
4. Véase Philip Gleason, «Identifying Identity: a Semantic Story», Journal of American His-
tory, 69/4 (marzo 1983), pp. 910-931. En los años treinta la Enciclopedia of the Social Sciences,
Nueva York, MacMillan (1930-1935), no contiene la entrada de «Identidad», pero sí la de «Iden-
tificación» —artículo centrado esencialmente en huellas digitales y otras formas judiciales de
marcar individuos (Thorstein Sellin, vol. VII, pp. 573-575). La International Enciclopedia of the
Social Sciences de 1968 (Nueva York, MacMillan) contiene un artículo sobre la «identificación
política», William Buchanan (vol. VII, pp. 57-61), que se refiere a la «identificación de una perso-
179
na con un grupo» que incluye clase social, partido político y grupo religioso; y otro sobre la
«identidad psicosocial» de Eric Erikson (ibíd., pp. 61-65), que se refiere a los «roles de integración
del individuo en su grupo».
5. Philip Gleason, «Identifying Identity», art. cit., p. 914 ss.; para la apropiación del trabajo
de Ericson por la ciencia política, véase W.J.M. Mackenzie, Political Identity, op. cit.
6. Phillip Gleason, «Identifying Identity», art. cit., pp. 915-918.
7. Anselm Strauss, Mirrors and Masks: the Search for an Identity, Glencoe, I-III, Free
Press, 1959.
8. Ervin Goffmane, Stigma: Notes on the Management of Spoiled Identity, Englewod Cliffs,
N.J.: Prentice-Hall, 1963; Peter Berger y Thomas Luckmann, The Social Construction of Reality,
Garden City, N.Y., Doubleday, 1966; Peter Berger, Brigitte Berger y Hansfried Kellner, The Ho-
meless Mind: Modernization and Consciousness, Nueva York, Random House, 1973; Peter Ber-
ger, «Modern Identity: Crisis and Continuity», en Wilton S. Dillon (ed.), The Cultural Drama:
Modern identities and Social Ferment, Washington, Smithsonian Institution Press, 1974.
9. Tal como lo señaló Philip Gleason, la popularización del término empezó bastante antes
de las turbulencias de mitad y fin de la década de los sesenta. Gleason atribuye su popularidad
inicial al prestigio y autoridad cognitiva de las ciencias sociales a mitad de siglo.
10. Ericson caraterizó la identidad como «un proceso localizado en el corazón del individuo
pero también en el corazón de su cultura comunitaria, un proceso que establece la identidad de
esas dos identidades» (Identity: Youth and Crisis, Nueva York: Norton, 1968, p. 22, cursivas en el
original). A pesar de que se trate de una formulación relativamente tardía, la ligazón estaba ya
establecida en los escritos de Ericson de la posguerra inmediata.
180
11. Véase por ejemplo Craig Calhoun, «New Social Movements of the Early Nineteenth Cen-
tury», Social Science History 17/3 (1193), pp. 385-427.
12. W.J.M. Mackenzie, Political Identity, op. cit. p. 11 (según el texto de un seminario de
1974); Robert Coles es citado en Philip Gleason, «Identifying Identity», art. cit., p. 913. Gleason
repara en que el problema fue señalado aún antes: «A fines de los sesenta, la situación termino-
lógica estaba ya completamente embrollada» (ibíd., p. 915). El propio Eric Erikson se lamentó
del «indiscriminado» uso de las nociones de «identidad» y de «crisis de identidad», en Identity:
Youth and Crisis, op. cit., p. 16.
13. Kwame Anthony Appiah y Henry Louis Gates, Jr. (eds.), «Introduction: Multiplying Identi-
ties», en K.A. Appiah y H.L. Gates (dirs.), Identities, Chicago, University of Chicago Press, 1995, p. 1.
14. Por ejemplo, sólo entre 1990 y 1997 el número de artículos periodísticos recencionados
en la base de datos de Current Contents cuyo título contenía la palabra «identidad» o «identida-
des» se dobló con creces, mientras que el total de los artículos sólo creció un 20 % aproximada-
mente. James Fearon observó un incremento similar en el número de abstracts de tesis que
contenían el término «identidad», incluso después de verificar la progresión del número total de
tesis. (Véase «What is Identity [As We Now Use The Word]», manuscrito inédito, Department of
Political Science, Stanford University, p. 1.)
15. No se puede, pues, hablar de una «crisis de la “crisis de identidad”». Acuñada y popula-
rizada por Eric Erikson, y llevada a las colectividades sociales y políticas por Lucian Pye y otros,
la noción de «crisis de identidad» se expandió en los sesenta. (Las reflexiones retrospectivas de
Erikson sobre los orígenes y vicisitudes de esta expresión se pueden ver en el prólogo de Identi-
ty: Youth and Crisis, op. cit., p. 16 y ss.) Las crisis se han hecho (como un oxímoron) crónicas; y
las pretendidas crisis de identidad proliferaron hasta el punto de destruir el sentido que el
término pudo tener alguna vez. Ya en 1968, Erikson se lamentaba de que el término se hubiese
puesto de moda y se tomara como un gesto ritual (ibíd., p. 16). Una muestra bibliográfica recien-
te reveló que las «crisis de identidad» eran el predicado no sólo de los temas usuales —identida-
des étnicas, raciales, nacionales, especialmente identidades de género y sexuales— sino tam-
bién de temas tan heterogéneos como la Galia del siglo quinto, las profesiones forestales, las
histologías, las corporaciones médicas francesas durante la Primera Guerra Mundial, Internet,
Sonowal Kacharis, la educación técnica en la India, la educación primaria, las enfermeras france-
sas, las puericultoras, la televisión, la sociología, los grupos de consumidores japoneses, la
Agencia Espacial Europea, el MITI japonés, la National Association of Broadcasting, la Cathay
Pacific Airways, los presbiterianos, la CIA, las universidades, Clorox, Chevrolet, los juristas, la
San Francisco Redevelopment Agency, la teología negra, la literatura escocesa del siglo XVIII y,
nuestro tema favorito, los fósiles dermópteros.
181
16. Identities: Global Studies in Culture and Power, que apareció en 1994, «explora la rela-
ción entre las identidades raciales, étnicas y nacionales y las jerarquías de poder en ámbitos
nacionales y mundiales [...] Responde a la paradoja de nuestro tiempo: el crecimiento de una
economía global y movimientos de población transnacionales producen o perpetúan prácticas
culturales distintivas e identidades diferenciadas» (presentación de «objetivos y perspectiva»
impresa en la contracubierta). Social identities: Journal for the Study of Race, Nation and Culture,
cuyo primer número apareció en 1995, se concentra en cuestiones de «formación y transforma-
ción de identidades socialmente relevantes, las formas de exclusión y poder material que les
son asociadas y las posibilidades políticas y culturales abiertas por estas identificaciones» (de-
claración impresa en la contracubierta).
17. Zygmunt Bauman, «Soil, Blood and Identity», Sociological Review 40 (1992), pp. 675-
701; Pierre Bourdieu, «L’identité et la représentation: élements pour une réflexión critique sur
l’idée de région», Actes de la Recherche en Sciences Sociales 35 (1980), pp. 63-72; Fernand
Braudel, L’Identité de la France, trad. Inglesa, The Identity of France, trans. Sian Reynolds, 2
vols., Nueva York, Harper & Row, 1988-1990; Craig Calhoun, «Social Theory and the Politics
of Identity», en Craig Calhoun (ed.), Social Theory and the Politics of Identity, Oxford, U.K. and
Cambridge, Mass, Blackwell, 1994; S.N. Eisenstadt y Bernhard Giesen, «The Construction of
Collective Identity», Archives Européennes de Sociologie 36, n.º 1 (1995), pp. 72-102; Anthony
Giddens, Modernity and Self-Identity: Self and Society in the Late Modern Age, Cambridge,
Polity Press-Oxford, Blackwell, 1991; Jürgen Habermas, Staatsbürgerschaft und nationale Iden-
tität: Überlegungen zur europaïschen Zukunft, St. Gall, Erker, 1991; David Laitin, Identity in
Formation, Ithaca, Cornell University Press, 1998; Claude Lévi-Strauss (ed.), L’identité: sémi-
naire interdisciplinaire, París, Presses Universitaires de France, 1997; Paul Ricoeur, Soi-même
comme un autre, París, Le Seuil, 1990; Amartya Sen, «Goals, Commitment, and Identity»,
Journal of Law, Economics and Organization 2 (otoño de 1985), pp. 341-355; Margaret Somers,
«The Narrative Constitution of Identity: A Relational and Network Aproach», Theory and Socie-
ty, 23, (1994), pp. 605-649; Charles Taylor, «The Politics of Recognition», en Multiculturalism
and «The Politics of Recognition: An Essay», Princeton, Princeton University Press, 1992, pp.
25-74; Charles Tilly, «Citizenship, Identity and Social History», en Charles Tilly (ed.), Citizen-
ship, Identity and Social History, Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press, 1996;
Harrison White, Identity and Control: A Structural Theory of Social Action, Princeton, N.J., Prin-
ceton University Press, 1992.
182
183
184
26. Para un ejemplo influyente, véase Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the
Subversion of Identity, Nueva York y Londres, Routledge, 1990.
27. Para una síntesis reciente, véase Craig Calhoun, «Social Theory and the Politics of Iden-
tity», op. cit., pp. 9-36.
28. Eduardo Bonilla-Silva, por ejemplo, se basa en una impecable caracterización construc-
tivista de los «sistemas sociales racializados» como «sociedades [...] parcialmente estructuradas
por la asignación de los actores a las categorías raciales» para reivindicar, en un deslizamiento
significativo, que esta asignación «produzca relaciones sociales definidas entre las razas», en las
que éstas sean «caracterizadas como grupos sociales reales con intereses objetivos diferentes»
(«Rethinking Racism: Toward a Structural Interpretation», American Sociological Review, 62 (1996),
pp. 469-470. En su influyente Racial Formation in the United States (2.ª ed., Nueva York: Routled-
ge, 1994), Michael Olmi y Howard Winant exponen un punto de vista constructivista más conse-
cuente. Pero también ellos fracasan en el intento de mantenerse fieles a su definición constructi-
vista de «raza» como un «complejo inestable y descentrado de significados sociales que es
constantemente transformado por la evolución política... [y como] un concepto que significa y
simboliza los conflictos y los intereses sociales remitiéndoles a diferentes tipos de cuerpos huma-
nos» (p. 55, subrayado en el original). Las experiencias históricas de los inmigrantes «europeos
blancos», argumentan ellos, fueron y se mantienen fundamentalmente diferentes de las de esas
«minorías raciales» (incluyendo tanto los Latinos y los Asiamericanos como los Afroamericanos y
Nativo-americanos»); el «paradigma de la etnicidad» es aplicable a los primeros pasados pero no a
los segundos —por su «desprecio de la raza en sí»— (pp. 14-23). Esta distinción aguda entre
grupos «étnicos» y grupos «raciales» descuida el hecho —ahora bien establecido en la investigación
histórica— de que la «blancura» de muchos de los grupos de inmigrantes era «llevada a término»
después de un período inicial en que frecuentemente eran categorizados en términos raciales o
semi-raciales como «no blancos»; también los autores descuidan lo que podríamos llamar los
procesos de «desracialización» en algunos grupos que ellos consideran como fundamentalmente
«raciales». Sobre los primeros, véase James R. Barrett y David Roediger, «Inbetween Peoples:
Race, Nationality and the “New Immigrant” Working Class», Journal of American Ethnic History 16
(1997), pp. 3-44; sobre los segundos, véase Joel Perlman y Roger Waldinger, «Second Generation
Decline? Children of Immigrants, Past and Present —a Reconsideraton», International Migration
Review, 31/4 (invierno 1997), pp. 893-922, especialmente pp. 903 ss.
29. Walter Benn Michaels ha argumentado que las nociones ostensiblemente culturalistas
de la identidad cultural, en la medida en la que se las presenta —y así ocurre con frecuencia en
la práctica, especialmente en conexión con la raza, la etnicidad y la nacionalidad— como razo-
nes para mantener o valorar una serie de creencias o prácticas no pueden evitar el referirse, de
185
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34. Algunas ramas de la teorización identitaria enfatizan la autonomía relativa de las auto-
comprensiones vis-à-vis la posición social. Esta tendencia es más pronunciada en el cuarto y el
quinto de los usos esbozados aquí.
35. El enfoque contemporáneo de la identidad como no anclado en la estructura social es
extraño a la mayor parte de los escenarios sociales premodernos, en los que las identificaciones
de sí y de los otros son generalmente entendidas como consecuencia directa de la estructura
social. Véase, por ejemplo, Peter Berger, «On the Obsolescence of the Concept of Honor», pp.
172-181, en Revisions: Changing Perspectives in Moral Philosophy, ed. Stanley Hauerwas y Alas-
dair MacIntyre, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1983.
36. Alberto Melucci, «The Process of Collective Identity», en Social Movements and Culture,
ed. Hank Johnston y Bert Klandermans, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1995.
37. Muchos de los trabajos recientes sobre la cuestión del género han criticado como «esen-
cialista» la idea de que las mujeres presentan una semejanza fundamental. Algunas tendencias
recientes, sin embargo, predicaron tal semejanza de un «grupo» definido por la «intersección» de
género con otros atributos categoriales (raza, etnia, clase, orientación sexual). Véase, por ejem-
plo, Patricia Hill Collins, Black Feminist Thought: Knowledge, Cosciousness, and the Politics of
Empowerment, Boston, Unwin Hyman, 1990.
38. Véanse, entre otros, Harold R. Isaacs, Idols of the Tribe: Group Identity and Political
Change, Nueva York, Harper & Row, 1975; Walker Connor, Ethnonacionalism, The Quest for
Understanding, Princeton, Princeton University Press, 1994, pp. 195-209.
39. Para una mirada histórica y filosófica sofisticada, véase Charles Taylor, Sources of the
Self: The Making of the Modern Identity, Cambridge, Harvard University Press, 1989.
40. Para una explicación clave por el propio Erikson, véase Identity: Youth and Crisis,
op. cit., p. 22.
187
41. Véanse, por ejemplo, Craig Calhoun, «The problem of Identity in Collective Action», art. cit.;
Alberto Melucci, «The Process of Collective Identity»; art. cit.; Roger Gould, Insurgent Identities: Class,
Comunity and Protest in París from 1848 to the Comune, Chicago, University of Chicago Press, 1995.
42. Véase, por ejemplo, Stuart Hall, «Introduction: Who Needs “Identity”?», en Questions of
Cultural Identity, Stuart Hall y Paul du Gay (eds.), Londres, Sage, 1996.
43. Véase, por ejemplo, Richard Werbner, «Multiple Identities, Plural Arenas», en Richard
Werbner y Terence Ranger (eds.), Postcolonials Identities in Africa, Londres, Zed, 1996, pp. 1-26.
188
44. Dos importantes excepciones, aunque parciales, merecen ser señaladas. Walter Benn
Michaels ha formulado una crítica brillante y provocativa del concepto de «identidad cultural»
en «Race into Culture». Pero ese ensayo se concentra menos en los usos analíticos de la noción
de «identidad» que en la dificultad de especificar qué hace que «nuestra» cultura o «nuestro»
pasado se consideren como «nuestros» —cuando la referencia no es a las prácticas reales o
al pasado real de una persona sino a algún grupo putativo o a su pasado— sin invocar implíci-
tamente la noción de «raza». Concluye que «nuestro sentido de la cultura tiene la característica
de ser pensado para desplazar a la raza, pero ... la cultura ha resultado ser una vía para perpe-
tuar en vez de para terminar con el pensamiento racial. Es sólo la atracción de la raza lo que...
les da su pathos a nociones como la pérdida de nuestra cultura, o su preservación, [o]... la
restitución de su cultura a un pueblo» (pp. 61-62). Richard Handler argumenta que «debería-
mos tener tantas sospechas con “identidad” como hemos aprendido a tenerlas con “cultura”,
“tradición” “nación” y “grupo étnico”», pero después da sus puñetazos críticos (27). Su argu-
mento central —que la importancia de «identidad» en Occidente contemporáneo, especialmente
en la sociedad americana, «no significa que el concepto puede ser aplicado sin meditación a
otros tiempos y lugares» (p. 27)— ciertamente es verdad, pero implica que el concepto puede ser
aplicado fructíferamente en escenarios occidentales contemporáneos, algo que otros pasajes en
el mismo artículo y su propio trabajo en nacionalismo quebequés tiende a poner en duda. Véase
«Is “Identity” a Useful Cross-Cultural Concept?», en John Gillis (ed.), Commemorations: The Poli-
tics of National Identity, Princeton, Princeton University Press, 1994; las citas son de la página
27. Véase también Richard Handler, Nationalism and the Politics of Culture in Quebec, Madison,
University of Wisconsin Press, 1988.
45. Stuart Hall, «Who needs “Identity”?», op. cit., p. 2.
46. «Uso el término identidad para referirme al punto de encuentro, el punto de sutura,
entre, por un lado, los discursos y prácticas que intentan “interpelar”, hablarnos para colocar-
nos en un lugar como sujetos sociales con discursos particulares, y por el otro lado, los proce-
sos que producen subjetividades, que nos producen como sujetos que pueden ser “hablados”.
Identidades son puntos de ligazón temporal a las posiciones subjetivas que las prácticas dis-
cursivas construyen para nosotros» (ibíd., pp. 5-6).
47. Claude Lévy-Strauss (ed.), L’identité, Conclusiones de Claude Lévy-Strauss, p. 332.
48. Lawrence Grossberg, «Identity and Cultural Studies: Is That All There Is», en Stuart Hall
y Paul du Gay (eds.), Questions of Cultural Identity, op. cit., pp. 87-88.
189
49. Alberto Melucci, «The Process of Collective Identity», art. cit., p. 46.
190
Teniendo en cuenta que desde muchos lugares diferentes se han desafiado las
concepciones sustancialistas del grupo y las concepciones esencialistas de la iden-
tidad, se podría pensar que aquí hemos bosquejado un «espantajo». De hecho,
concepciones fuertes de la «identidad» todavía continúan dando forma a impor-
tantes ramas de la literatura sobre género, raza, etnias, y nacionalismo.51
Las concepciones débiles de la «identidad», en cambio, rompen consciente-
mente con el significado cotidiano del término. Son estas concepciones débiles o
«blandas» las que han sido fuertemente favorecidas en discusiones teóricas sobre
la «identidad» en los últimos años, a medida que los teóricos se han vuelto cada
vez más conscientes de las implicaciones fuertes o «duras» del significado cotidia-
no de la palabra «identidad» sin asumirlas. Sin embargo, este nuevo «sentido co-
mún» teórico tiene sus propios problemas. Nosotros esbozamos tres de ellos:
191
En otras palabras
Identificación y categorización
52. Sobre los méritos del término «identificación», véase Stuart Hall, «Who Needs “Identi-
ty”?», op. cit. A pesar de que la de Hall es una concepción foucaultiana/post-freudiana de «iden-
tificación», bosquejando en el «repertorio discursivo y psicoanalítico», y bastante distinto del
aquí propuesto, usualmente advierte que la «identificación» «es casi tan tramposo como la iden-
tidad misma, pero aun así preferible; y ciertamente no da garantías contra las dificultades
conceptuales que presenta» (p. 2). También véase Andreas Glaeser, «Divided in Unity: The Her-
meneutics of Self and Other in the Postunification Berlin Police» (Ph.D. Dissertation, Harvard
University of Minnesota Press, 1997, especialmente cap. 1).
192
53. Craigh Calhhoun, Nationalism, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1997, p. 36.
54. Para una perspectiva antropológica, usualmente extendiendo el modelo barthiano, véase
Richard Jenkins, «Rethinking Ethnicity: Identity, Categorization and Power», Ethnic and Racial
Studies 17/2 (abril 1994), pp. 197-223, y R. Jenkins, Social identity, Londres y Nueva York,
Routledge, 1996.
55. Peter Berger, «Modern identity...», op. cit., pp. 163-164, sostiene algo parecido, aun-
que él se expresa en términos dialécticos —y posiblemente conflictivos— entre identidad sub-
jetiva y objetiva.
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56. Gérard Noirel, La Tyrannie du national, París, Calman-Lévy, 1991, pp. 155-180; ídem,
«L’identification des citoyens: Naissance de l’état civil républicain», Genéses 13, (1993), pp. 3-28;
id., «Surveiller des déplacements ou identifier les personnes? Contribution à l’histoire de passe-
port en France de la Première á la Troisième République», Genéses 30 (1998), pp. 77-100; Béatri-
ce Fraenkel, La Signature: genèse d’un signe, París, Gallimard, 1992. Algunos investigadores,
incluyendo a Jane Caplan, historiadora en el Bryn Mawr College, y John Torpey, sociólogo de la
University of California, Irvine, están con frecuencia ligados a proyectos sobre pasaportes y otros
documentos de identidad.
57. Michel Foucault, «Governmentality», en Graham Burchell et al. (ed.), The Foucault Effect:
Studies in Governmentality, Chicago, University of Chicago Press, 1991, pp. 87-104. Concepcio-
nes similares han sido aplicadas a sociedades coloniales, especialmente en lo que hace a la
manera en que los esquemas de clasificación y enumeración los colonizadores dieron forma y
de hecho constituyeron el fenómeno social (como la «tribu» o la «casta» en India) clasificado.
Véase, en particular, Bernard Cohn, Colonialism and Its Forms of Knowledge: The British in India,
Princeton, Princeton University Press, 1996.
58. Sobre los dilemas, dificultades e ironía implicados en la «administración de la identi-
dad», como la determinación autoritaria de quién pertenece a qué categoría en la aplicación de
la ley de conciencia racial, véase Christopher A. Ford, «Administering Identity: The determination
of “Race” in Race-Conscious Law», California Law Review 82, 1994, pp. 1.231-1.285.
59. Charles Tilly, Durable Inequality, Berkeley, University of California Press, 1998.
60. Melissa Nobles, «“Responding with Good Sense”: The Politics of race and Censuses in
Contemporary Brazil», Ph. D. Dissertation, Yale University, 1995.
194
61. Véanse, por ejemplo, Alberto Melucci, «The Process of Collective Identity», art. cit.; Mar-
tin, «The Choices of Identity».
62. Stuart Hall, «Introduction: Who Needs “Identity”?», op. cit.; Margaret Somers, «The Na-
rrative Constitution of Identity», art. cit.
63. Véanse Stuart Hall, «Introduction», op. cit., p. 2 ss; y Alan Finlayson, «Psychology, Psy-
choanalysis and Theories of Nationalism», Nations and Nationalism 4/2 (1998), p. 157 ss.
195
64. Pierre Bourdieu, Le Sens pratique, París, Minuit, 1980, pp.135-165 («La logique de la
pratique»).
65. Una extensa literatura antropológica sobre la sociedad africana, entre otras socieda-
des, por ejemplo, describe cultos de curación, cultos de posesión espiritual, movimientos de
erradicación de la brujería, y otros fenómenos colectivos que ayudan a constituir formas parti-
culares de autocomprensión, formas particulares en que los individuos se sitúan a sí mismos
socialmente. Véanse los estudios clásicos de Victor Turner, Schism and Continuity in an African
Society: A Study of Ndembu Village Life, Mancheste, Manchester University Press, 1957, y I.M.
Lewis, Ecstatic Religion: An Antropological Study of Spirit Possession and Shamanism, Har-
mondsworth, U.K., Penguin, 1971; y los trabajos más recientes de Paul Stoller, Fusion of the
Worlds: An Ethnography of Possessions among the Songhay of Niger, Chicago, University of Chi-
cago Press, 1989, y Janice Boddy, Wombs and Alien Spirits: Women, Men and The Zar Cult in
Northern Sudan, Madison, University of Wisconsin Press, 1989.
196
66. Para un ejemplo puntual, véase la noción de Slavenka Drakulic sobre el sentimiento de
ser «aplastado por la nacionalidad» provocado por la guerra en la ex Yugoslavia, en Balkan
Express: Fragments from the Other Side of the War, trad. por Maja Soljan, Nueva York, W.W.
Norton, 1993, pp. 50-52.
197
67. Véase, por ejemplo, Peter Berger «Modern Identity: Crisis and Continuity», art. cit., p. 162.
68. Véase, por ejemplo, Craig Calhoun, «The Problem of Identity in Collective Action», art.
cit., p. 68, caracterizando la «identidad ordinaria».
198
69. Para un buen ejemplo al respecto, véase el análisis de Mary Water de las «identidades»
étnicas opcionales excepcionalmente no constrictivas —o lo que Herbert Gans ha llamado la
«etnicidad simbólica»— de la tercera o cuarta generación de descendientes de inmigrantes cató-
licos europeos en los Estados Unidos en Ethnic Options: Choosing Identities in America, Berkeley,
University of California Press, 1990.
70. Charles Tilly, From Movilization to Revolution, Reading, Mass., Addison-Wesley,
1978, p. 62 ss.
71. Sobre la centralidad de la comunalidad categorial en el nacionalismo moderno, véanse
Handler, Nationalism and the politics of Culture in Québec, op. cit., y Craig Calhoun, Nationalism,
op. cit., cap. 2.
72. Véase, por ejemplo, la discusión sobre el «imperativo anticategórico» en Mustafa Emir-
bayer y Jeff Goodwin, «Network Análisis, Culture, and the Problem of Agency», American Journal
of Sociology 99/6 (mayo 1994), p. 1.414.
199
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201
77. Uno de los textos fundantes en lo que algunas veces se considera nacionalismo negro,
la narración de Martín Delany de su viaje a África, es notable por su falta de interés en las
prácticas culturales de los africanos que encuentra. Para él lo que cuenta es que un cristiano de
origen africano encontraría su destino librándose a sí mismo de la opresión de los Estados
Unidos y trayendo su civilización cristiana a África. Véase Martín R. Delany y Robert Campbell,
Search for a Place: Black Separatism and Africa 1860, ed. Howard H. Bell, Ann Arbor, University
of Michigan Press, 1969. Para un reciente libro clarificador sobre las conexiones entre Afroame-
ricanos y Africanos —y las diversas formas adoptadas para crear lazos destacando las distincio-
nes culturales— véase James Campbell, Songs of Zion: The African Methodist Episcopal Church
in the United States and South Africa, Nueva York, Oxford University Press, 1995.
78. Eric Lott, «The New Cosmopolitanism: Whose America?», Transition 72 (invierno 1996),
pp. 108-135.
79. Para una contribución al respecto, véase Kwame Antony Appiah, In My Father’s House:
Africa in the Philosophy of Culture, Nueva York, Oxford University Press, 1992.
202
80. Este es el punto enfatizado por Walter Benn Michaels («Race into Culture», art. cit.): la
asignación de individuos a identidades culturales es aún más problemática que la definición de
tales identidades.
81. Alisdair MacIntyre, After Virtue, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press,
1981, p. 22.
203
82. Iris Marion Young, «Polity and Group Difference: A Critique of the Ideal of Universal
Citizenship», Ethics 99 (enero 1989), pp. 25-258. Véase también, del mismo autor, Justice and
the politics of Difference, Princeton, Princeton University Press, 1990.
83. Iris Marion Young, «Polity and Group Difference…», pp. 261, 267.
84. Ibíd., pp. 267-268.
85. Véanse especialmente los libros lúcidos e influyentes de Will Kymlicka: Liberalism, Com-
munity, and Culture, Oxford, Clarendon Press, 1991, y Multicultural Citizenship: A Liberal Theory
of Minority Rights, Oxford, Claredon Press, 1995.
204
86. Adam Przeworski, «Proletariat into a Class: The Process of Class Formation from Karl
Kautsky’s “The Class Struggle” to Recent Controversies», Politics and Society 7 (1977), p. 372.
87. Pierre Bourdieu, «L’identité et la représentation: élements pour une reflexión critique
sur l’idée de región», Actes de la Recherche en Sciences Sociales 35 (1980), pp. 63-72.
88. David Laitin, «Marginality: A Microperspective», Rationality and Society 7/1 (enero
1995), pp. 31-57.
89. En un debate con Iris Young, la filósofa Nancy Fraser ha yuxtapuesto una política de
«reconocimiento» a una de «redistribución», argumentando que las dos son necesarias, ya que
algunos grupos son tanto explotados cuanto estigmatizados o privados de reconocimiento. Llama
la atención el constatar que, en el debate, ambas partes tratan los límites grupales como si fueran
nítidos, y ambas también conciben por esta razón que una política progresista implica coaliciones
intergrupales. Las dos desconsideran otras formas de acción política que no presupongan comu-
nidad o «grupalidad». Véanse Nancy Fraser, «From Redistribution to Recognition? Dilemmas of
Justice in a “Post-Socialist” Age», New Left Review 212, 1995, pp. 68-93; Iris Marion Young, «“Un-
ruly Categories”, A Critique of Nancy Fraser’s Dual Systems Theory», ibíd., 222, 1997, pp. 147-160.
205
No hemos hecho una exposición sobre política identitaria. Sin embargo, nues-
tra exposición tiene implicaciones tanto políticas como intelectuales. En algunos
ámbitos, se considerará que estas implicaciones son regresivas, y que minan las
bases sobre las que se fundamentan las reivindicaciones particularistas. No es
ésa nuestra intención, y nada de lo escrito podría justificar tal conclusión.
Persuadir a la gente de que son uno, que constituyen un grupo limitado,
específico y solidario; que sus diferencias internas no importan, por lo menos para
el propósito a mano, esto es una parte normal y necesaria de la política y no sólo
de lo que ordinariamente se conoce como la «política identitaria». Pero eso no es
toda la política; y de hecho tenemos reservas acerca de la forma en que el recurso
rutinario de formulación identitario podría usurpar otras formas igualmente im-
portantes de formulación de las reivindicaciones políticas. Pero no pretendemos
privar a nadie de la «identidad» como herramienta política, o menospreciar la legi-
timidad de las apelaciones políticas en términos identitarios.
Nuestra exposición se ha centrado en el uso del término «identidad» como con-
cepto analítico. A lo largo de este artículo nos hemos preguntado cuál es la supuesta
labor conceptual a desarrollar de este término, y cómo sale de eso. Hemos argumen-
tado que se le exige hacer un trabajo analítico muy variado —en general legítimo e
importante. Sin embargo, es inapropiado para analizar esa labor, porque está car-
gado de ambigüedad, dividido por significados contradictorios y sobrecargado de
connotaciones reificantes. Calificarle con listas de adjetivos —para especificar que
la identidad es múltiple, fluida, constantemente renegociada, etc.— no resuelve el
problema orweliano de encontrarse atrapado en una palabra, y rinde poco más que
un oximoron sugestivo —una singularidad múltiple, una cristalización que fluye.
Pero aún persiste una pregunta: ¿por qué se debería usar el mismo término para
designar tantas cosas diferentes? Nosotros hemos argumentado que lenguajes ana-
líticos pueden hacer el trabajo conceptual necesario ahorrándonos la confusión que
implica el uso de la palabra «identidad».
Lo que está en cuestión aquí no es la legitimidad o importancia de las reivin-
dicaciones particularistas, sino cuál es la mejor manera de conceptualizarlas. La
gente siempre y en cualquier parte tiene ataduras, autocomprensiones, historias,
trayectorias y dificultades particulares. Y esto nutre el tipo de reivindicaciones
que hacen. Sin embargo, subsumir esa particularidad tan penetrante bajo la rú-
brica plana e indiferenciada de «identidad», es casi tan violento para sus formas
indóciles y variadas como lo sería un intento de subsumirlo bajo categorías «uni-
versalistas» tales como el «interés».
206
90. Margaret E. Keck y Kathryn Sikkink, Activists Beyond Borders: Advocacy Networks in
International Politics, Ithaca, Cornell University Press, 1998; Audie Klotz, Norms in International
Relations: The Struggle Against Apartheid, Ithaca, Cornell University Press, 1995. Véase también
el clásico estudio de Jeremy Boissevain, Friends of Friends: Networks, Manipulators and Coalitio-
ns, Oxford, Blackwell, 1974.
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Nicolas Guilhot
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2. Véanse concretamente los trabajos de Dezalay y Garth (1998a, 2001) que muestran
cómo este personal ha sabido organizarse en torno a una división del trabajo de dominación tan
flexible como sofisticada.
3. Hintze, 1991 [1927].
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4. Así Margaret Kek y Kathryn Sikkink afirman que la formación de estas redes militantes
está «motivada por valores más que por consideraciones materiales o normas profesionales» (1998,
p. 2). Susan Burgerman explica que en tales casos «la motivación de la acción colectiva no está
directamente relacionada con intereses materiales», sino con «el compromiso intelectual o moral
por una causa» (1998, p. 908). Muchos son los autores que comparten esta postura teórica.
5. Nada testimonia mejor este fenómeno de profesionalización como los esfuerzos del NED
para crear émulos en el extranjero, ya sea animando a fundaciones extranjeras a que se inspi-
ren en sus métodos, ya incitando a los países «democráticos» a crear organismos similares.
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10. Halberstam señala que esta visión era fundamentalmente «una visión de banquero: las
buenas personas tomaban las buenas decisiones, pensando en la estabilidad ante todo. El statu
quo tenía un lado bueno, eso no se cuestionaba» (1972, p. 6).
11. Esta atadura a la ideología llevará a los neoconservadores a oponerse tanto a los movi-
mientos de liberación en el Tercer Mundo, en los que ven una creación de Moscú o de La
Habana, como al realismo diplomático, demasiado presto a transigir, y que encarna Kissinger
(J. Ehrman, 1995).
214
12. Así, entre otros, Irving Bristol, Nathan Glazer o el sociólogo Daniel Bell, también ellos
procedentes de medios radicales neoyorquinos y de su epicentro, el City College New York.
Véase A. Wald, 1987.
13. Así lo explica Joshua Muravchik, en aquel momento senior researcher en el American
Entreprise Institute y miembro del comité científico del NED, «aunque fuéramos de izquierda,
éramos de alguna forma inmediatamente de derecha, porque la izquierda estudiantil de los
años sesenta era mucho más radical que nosotros».
14. Lo explica un alto responsable del NED: «éramos […] unos marginales en cierto sen-
tido porque actuábamos en el seno de un grupo político restringido. Pero teníamos acceso a
importantes instituciones, como el AFL-CIO, y también, de cierta forma, a la estructura polí-
tica en su conjunto».
15. Tanto más cuanto que todo separa a estos activistas, a menudo son judíos, o pertene-
cientes a una aristocracia WASP no del todo desprovista de cierto antisemitismo. Por tanto, es
altamente significativo que sean intelectuales como Daniel Bell o militantes como Gershman,
215
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18. Gershman escribe, pues, en 1978, en las páginas del magazín neoconservador Com-
mentary, que «sólo es a partir de una real motivación para la reforma, la mejora y el refuerzo
de la sociedad democrática que puede emerger la voluntad política de defenderla y de aplicar
los valores de la democracia a escala internacional. Este nacimiento sólo se producirá si la
social-democracia se rige por la convicción de que el principal obstáculo es el comunismo, y
no el capitalismo».
19. Uno de los «expertos» del NED, que fue también miembro de la Administración Re-
agan, lo explica así: «Hasta que me decepcionan Eltsine y Gaïdar, por ejemplo, yo creía real-
mente en la “revolución”. La idea me importaba tanto como cuando tenía diecisiete años. Yo
siempre era un revolucionario, incluso si era en apariencia un contrarrevolucionario. Pero era
el mismo espíritu».
20. Durante su declaración ante el Senado, Charles Manatt, presidente del comité nacional
del Partido demócrata y codirector del grupo de consultantes encargados de organizar el NED,
había subrayado efectivamente que «el movimiento comunista mundial ha aumentado sus fuer-
zas de un modo espectacular a través de su formidable red internacional de partidos, de finan-
ciación y de contactos» (US Senate, 1983), y había presionado para que los Estados Unidos
actuaran del mismo modo.
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21. Es muy significativo que uno de los órganos del establishment, The Wall Street Journal,
haya voluntariamente abierto sus columnas hacia editoriales rompedoras del laxismo de la
gestión presupuestaria del NED. Véase M.M. Wooster, 1991.
22. Esta estructura informal, reagrupando un centenar de personas, y principalmente des-
tinada a imponer la categoría de «experto» en un campo hasta entonces muy politizado, ha sido
sometida a una encuesta biográfica profundizada y a un tratamiento estadístico que no desa-
rrollamos en este punto por falta de espacio.
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Para entender un itinerario tan insólito y evitar además ver en ello una simple
negación (que no daría cuenta del carácter estructural y colectivo de este plantea-
miento), es preciso volver sobre la naturaleza del saber de estos actores. Ya que si
las publicaciones científicas de los politólogos son armas en las luchas políticas
internas del foreign policy establishment, también son producto de su historia. Y los
Latin American studies ocupan un lugar particular en el régimen de funcionamiento
de las ciencias sociales que se organizan en los años cincuenta al servicio de la
guerra fría. Al ser los auténticos creadores del campo universitario de las area stu-
dies a partir de los recursos de las fundaciones filantrópicas,24 los sabios del esta-
blishment pretenden formar a expertos competentes, los llamados «able young scho-
lars», siguiendo la terminología de la Ford Foundation, sabios capaces de alumbrar
las elecciones estratégicas en materia de política extranjera y de gestionar los pro-
gramas de cooperación internacional en los que se sustentan. Al profundizar en el
conocimiento de los «nuevos Estados» descolonizados, se trata paralelamente de
anticiparse a los riesgos de inestabilidad de la modernización capitalista que los
Estados Unidos exportan en aquellos momentos, favoreciendo una modulación re-
formista del proceso de desarrollo que permite canalizar las fuerzas sociales que
23. Otro responsable del Inter-American Dialogue procedente de la Ford Foundation, Mi-
chael Shifter, será durante varios años director del programa América Latina y Caribe del NED.
24. Berman (1983, p. 102) estima que la Ford Foundation consiguió «casi ella sola» organi-
zar estos recortes universitarios. En efecto, son casi unos 270 millones de dólares los que
invierte entre 1953 y 1966 en programas de area and foreign language studies (B. Cumings,
1998). Se trata en realidad de la preocupación por generar análisis «realistas» de los cambios
sociales en curso así como instrumentos de previsión y de gestión que empujan a las fundacio-
nes a transformar de arriba abajo la enseñanza de las ciencias políticas (y concretamente a
separarlas de la political theory) combinándolas con las behavioral sciences que se están plan-
teando en aquellos momentos (P.J. Seboyd, 1980).
220
25. Esta producción teórica está estrechamente coordinada a partir del Social Science Re-
search Council, en la que una élite universitaria muy vinculada al establishment dirige el Com-
mitte on Comparative Politics cuyas actividades están ampliamente financiadas por la Ford
Foundation. Este comité está dirigido por Gabriel Alomnd y Lucian Pye: este último será en
efecto el first choice de Philip Mosely, director del Russian Research Institue en Colombia, miembro
de la Ford Foundation y antiguo director del Council of Foreign Relations, cuando éste reco-
mendara a consultores universitarios en la CIA en 1961 (B. Cumings, 1988, p. 170).
26. Son precisamente los aspectos reformistas de esta estrategia de la guerra fría los que sus
principales actores se apresuran en acentuar. Así Pye subraya en una de sus obras que «el proble-
ma del funcionario americano expatriado ha dejado de ser la representación del poder americano,
para centrarse en el aprendizaje para ser eficaces ayudando a los demás a colmar sus ambiciones
de desarrollo» (1966, p. 4). Esta adaptación es desde luego posible por la amplitud de los programas
de investigación perfectamente adecuada a la masificación simultánea de la enseñanza superior.
221
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29. Enviado por la Ford Foundation en Chile en 1973, poco después del golpe de Estado,
Puryear escribe que «los donantes extranjeros tenían una tendencia a privilegiar la ciencia con
respecto a la ideología, y los problemas tecnocráticos con respecto a la teoría. También tenían
tendencia a vincular su apoyo a la evaluación del trabajo realizado. La investigación debía estar
justificada, así, según los términos nuevos, bien hecha, realizada en los tiempos previstos, y
publicada. Los estándares internacionales adquirieron cada vez más importancia. Los investi-
gadores fueron sometidos, según palabras de Brunner, a «tres fórmulas anglosajonas: publish
or perish, no nonsense et accountability. La universidad de Chile, así como su economía, se
habían abierto a la competitividad internacional» (1994, pp. 52-53).
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30. Los cuales, ellos también, se van a convertir en democracy experts del NED en los
años noventa.
31. Respectivamente, Centro de Estudios de Estado y Sociedad, y Centro Brasileiro de
Analise e Planejamento.
32. G. O’Donnell, 1979, p. 313.
33. Es por tanto altamente significativo que cuando publica en los Estados Unidos en 1988
una de sus obras, Bureaucratic Authoritarianism, escrita a principios de los años setenta, O’Donnell
intenta «no dar demasiada importancia a la idea —contenida en sus elecciones teóricas— según
la cual la democracia formal y sus instituciones resultan insuficientes para garantizar una
distribución razonable de las oportunidades económicas» (D. Lehmann 1989, p. 196).
34. G. O’Donnell, 1979, p. 315. Según O’Donnell, los regímenes «burocráticos autoritarios»
cierran filas cuando deben enfrentarse a la agitación popular, tienden por el contrario a desa-
rrollar tensiones internas en los períodos de calma social, que pueden en su caso desembocar
en una liberalización política cuando algunas facciones del poder desean inmovilizar fuerzas
225
Un nuevo establishment
sociales para confortar sus posiciones en la lucha contra otros grupos. Se entiende en qué estos
análisis se prestaban perfectamente a una recuperación hegemónica: las posibilidades de éxito
de los procesos de democratización son inversamente proporcionales a la intensidad de las
presiones sociales y a las radicalizaciones políticas —una posición que recorta en algunos as-
pectos de fondo relacionados con las teorías de Jeane Kirkpatrick.
35. Arturo Valenzuela escribe que esta microsociología del poder y de los contextos estraté-
gicos permite «hacer un uso beneficioso de las intuiciones ofrecidas por las teorías de la elección
racional» (1988, p. 82).
36. Para la noción de «Washington Consensus», véase Y. Dezalay y B. Garth, 1998b.
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Bibliografía
37. Así, el American Political Science Association aprobó recientemente la creación de dos
nuevas secciones, comparative democratization e human rights.
38. Goldman, 1988. La obra en cuestión, Promoting Democracy: Opportunities and Issues,
fue realizada bajo los auspicios de Robert Maynard Hustchins Center for the Study of Democra-
tic Institutions, creado con financiación de la Foord Foundation en 1957.
39. G. Botero, 1997 [1589], p. 7.
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Un acontecimiento catalizador:
post scriptum a propósito del 11 de septiembre*
Loïc Wacquant
Los textos que componen esta obra (con excepción del primer y último capítu-
los) fueron escritos y recopilados en la primavera de 2001 para un número doble de
Actes de la Recherche en Sciences Sociales dedicado a «La excepción americana»,1 es
decir, apenas unos meses antes de la hecatombe terrorista del 11 de septiembre.
Este golpe sin precedentes que algunos presentan como una brecha insondable en
la trayectoria tanto de la sociedad estadounidense como del planeta, a primera vista
parecería reclamar una detenida puesta al día, e incluso una revisión rigurosa, de
los estudios sobre Norteamérica llevados a cabo en vísperas de la catástrofe. Según
la hipótesis de REPENSAR LOS ESTADOS UNIDOS, no se trata de esto. Al contrario: el
ataque asesino de Al Qaeda en los tres centros neurálgicos de la superpotencia
americana, el World Trade Center para el capitalismo financiero, el Pentágono para
la maquinaria militar y la Casa Blanca (objetivo probable del tercer avión que se
desvió y se estrelló durante el trayecto) para su cerebro político, no es un aconteci-
miento crucial alrededor del que la historia nacional y mundial bascule súbita e
irreversiblemente tomando una dirección inédita.2 Se trata de un acontecimiento-
catalizador que, a modo de reacción química, no ha hecho más que revelar las es-
tructuras subyacentes más o menos previsibles de antemano, y acelerar, confir-
mándolas, las graves tendencias ya en vigor desde hacía mucho tiempo.
Las estructuras internas para empezar: contrariamente a las profecías de los
comentaristas exaltados que han querido ver en el 11 de septiembre un tipo de
«revolución instantánea» después de la que «ya nunca nada continuaría siendo igual»
en Norteamérica,3 dos años más tarde, resulta difícil no sentirse sorprendido ante la
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4. Tal como había advertido Chalmers Johnson, Blowback: The Costs and Coonsequences
of American Empire (Nueva York: Metropolitan Books, 2001).
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El mito del mercado: el Estado y la «nueva economía», por Neil Fligstein ......... 79
Más allá de la «identidad», por Rogers Brubaker y Frederick Cooper ................. 178
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