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El

asesinato
de Emily Langer













Carlos Maza Gómez






















© Carlos Maza Gómez, 2020
Todos los derechos reservados





Índice


El cadáver 5
………………………...
¿Quién había muerto? 19
…………….
Lo que vieron los vecinos 35
………...
Las pistas fiables 47
………………….
Benjamín Balsano, estafador 57
……..
La caída de Emily Langer 67
………...
De Tallers a Rosellón ……………. 79
Huida y detención 93
………………...
¿Cómo se cometió el crimen? 103
…….
Informe del fiscal 117
…………………


































El cadáver

Antonio Carreras le dijo el día anterior a Teresa:

- ¡Madre! No te dije que anteayer vino aquel fulano, Aurelio Martínez,
el que nos alquiló la torre…
- Sí, ya sé ¿te dio las llaves por fin?
- Las tengo.
- Ya era hora. ¿Te pagó todo lo que nos debía?
- No todo, dijo que ahí dejaba un diván y no sé qué muebles, una mesa,
un par de sillas, para que nos cobrásemos el resto.
- Bueno, ya nos deshicimos de él. Te dije que era hombre que parecía
educado pero no me gustaba nada.
- Mañana voy a ver cómo ha dejado aquello.
- Está bien.

El chalet tenía una planta baja y terrado. Eran las tres y media de la tarde.
Antes de entrar se extendía un pequeño jardín y una escalinata que daba
acceso a la puerta principal. Estaba en la calle de Nuestra Señora de Lourdes
nº 5, en la barriada badalonense de Artigas, por entonces una modesta
urbanización integrada por una decena de pequeños chalets de gente humilde.
Antonio abrió la puerta principal con la llave y observó frente a él un
largo pasillo. Había basura por todas partes, se dijo con fastidio, aquello habría
que limpiarlo a fondo, olía a mil diablos. A mano izquierda se encontraba una
habitación espaciosa con una ventana que daba al jardín. Un poco más allá en
el pasillo se hallaba el comedor, donde observó una mesa con una silla en mal
estado. “Esto tendré que tirarlo, no sirve para nada” masculló el hijo de Teresa
mientras se abría paso entre un cúmulo de andrajos, bultos irreconocibles y
basura. El mal olor seguía siendo penetrante cuando miró en la cocina
contigua y mucho más cuando llegó al dormitorio adyacente.
En esta habitación, junto a una ventana que daba a la galería que llevaba
hasta la escalera que permitía el acceso al terrado superior, el suelo se
mostraba irregular. Aquello apestaba. Extrañado, comprobó que el suelo de
mosaico aparecía distinto y perdía la horizontalidad. Lo miró perplejo y solo
pudo concluir que aquel individuo, Aurelio Martínez, había sustituido parte
del suelo. ¿Con qué objeto?
Lo empujó con el pie y observó que algunos mosaicos se movían un
poco. Agachándose, raspó los que veía más inseguros y un par de ellos
saltaron descubriendo un hueco y no el suelo de tierra que debía haber debajo.
El olor penetrante le hizo ponerse en pie de un salto, aguardar entre la
perplejidad y la alarma un minuto, y luego volverse con rapidez hacia la
salida.
En el Juzgado, cuando llegó sudoroso, tuvo que respirar a fondo para
serenarse. El oficial lo miraba con cara aburrida. Le hizo pasar al despacho del
oficial primero, que le empezó a hacer preguntas:
- Vengo a denunciar…
- Espere que apunto ¿Cómo se llama usted?
- Antonio Carreras Juncosa, soy hijo de Teresa Juncosa, propietaria de
un chalet en Badalona, calle de Nuestra Señora de Lourdes número 5.
- Dígame qué le ha hecho venir aquí.
- Verá, un tal Aurelio Martínez le rentó a mi madre el chalet el pasado
mes de diciembre. A finales de febrero dijo que lo abandonaba porque
tenía que volver con su mujer en Valencia o algo así, no le hice mucho
caso, la verdad.
- Siga.
- El caso es que dijo entonces que tenía que llevarse sus muebles y que
me daría las llaves más adelante. Yo estuve de acuerdo, bueno, tengo
que aclararle que mi madre es mayor, está muy sorda, y yo la ayudo
con estos trámites.
- Claro, claro.
- Pues anteayer me vino finalmente el sujeto con las llaves. Me pidió
que no alquilara el chalet todavía porque unos familiares de Valencia
estaban interesados y les había dicho que se alojaran allí. La verdad es
que tampoco hay mucha gente esperando para alojarse en él y le dije
que esperaríamos un plazo prudencial, por si se presentaban.
- En todo caso –continuó-, he ido a revisar la vivienda que, por cierto,
estaba llena de basura, muebles viejos e inservibles, trapos. En un
dormitorio he visto que había debido cambiar el suelo porque el
mosaico del mismo era distinto y tenía una altura irregular. Lo he
removido un poco. No le he dicho que todo aquello olía muy mal, pero
lo peor fue cuando quité algunos de esos mosaicos, que andaban medio
sueltos. Debajo se ve un agujero y ha salido de inmediato un olor que
solo puede venir de un cuerpo muerto. Por eso no he tocado nada más
y he venido corriendo a informar.
- ¿No ha tocado nada más?
- Nada, nada, he venido para acá sin más.
- No será un perro o un gato, supongo.
- No creo, ahí hay un cadáver, me juego el cuello que lo hay.
- Además –añadió pensativo el oficial- ¿para qué enterrar un perro o un
gato en una habitación?
- No le he dicho que el chalet tiene un pequeño jardín delante. Si fuera
un animal, lo lógico sería haberlo enterrado ahí. Además, hay otro
detalle.
- Dígame.
- A los pocos días de alquilarnos la casa fue a ver a mi madre para
pedirle un pico y una pala. Dijo que era para adecentar el jardín y quizá
plantar alguna cosa, pero según he visto, el jardín está intacto, no lo ha
tocado nadie.
- Y usted cree…
- Que era para enterrar a quien sea que haya puesto ahí.

El oficial se levantó y Antonio, como un autómata, hizo lo mismo. El
primero llamó al oficial segundo que abrió la puerta en un santiamén, como si
estuviera aguardando detrás de la puerta.

- Paco, vete a avisar a Comisaría que tenemos que examinar lo que haya
en un chalet propiedad de la madre de este señor. Yo voy a informar al
señor juez, en cuanto llegue. Venga.
- ¿Qué digo en Comisaría?
- Que puede haber un cadáver enterrado en el chalet que te ha dicho el
señor. ¿Lo tienes apuntado?
- Sí, ya me dio los datos antes.
- Pues andando.

Comenzaba de esta forma el caso que habría de ocupar las páginas de los
diarios bajo el título de “El crimen de Badalona”. En apenas nueve días, los
que se tardó en identificar y detener al principal sospechoso, las páginas de los
periódicos se llenaron de especulaciones sobre la identidad de la víctima y de
su posible asesino.
Pero antes de todo ello el juez marchó hasta el lugar para encontrarse a los
guardias que ya custodiaban la entrada del chalet. El revuelo era considerable
en su interior. En un rincón, Antonio Carreras permanecía quieto e
impresionado, con poco color en la cara.

- Buenas tardes, señor juez –cumplimentó el ayudante del comisario.
- ¿Qué tenemos? –respondió escuetamente el mismo.
- Pase usted por aquí –le indicó obsequioso su interlocutor-, el señor
comisario no tardará en llegar pero nos autorizó a levantar el suelo para
ver qué había debajo.

En un rincón de la estancia, junto a la ventana que daba a la galería, se
encontraba un par de hombres sudorosos y un montón de tierra. Debajo de
aquel suelo que había cedido a la mínima presión de los picos, se abría un
agujero bien delimitado, como observó el juez, de un metro de ancho, metro y
medio de largo y otro tanto de profundidad.
El juez miró en el interior tapándose la nariz con un pañuelo. La forma era
inequívocamente la de un cuerpo humano. Estaba tumbado de lado, con las
piernas recogidas como en cuclillas. Seguramente, quien lo había enterrado se
dio cuenta al depositar el cadáver de que la longitud no era suficiente y forzó
la posición del cuerpo. De hecho, la segunda autopsia confirmaría la rotura
post mortem de varias costillas, presumiblemente al forzar su colocación.
Estaba aún cubierto de tierra, pero se podía observar claramente la forma
y el hecho de que estuviera envuelto en trapos, quizá tela de saco. Era difícil
precisar más porque estaba todo del color de la tierra que había cubierto el
cadáver.
Mandó que lo izaran con cuidado, para que no se rompiese, por si
llevaba mucho tiempo en esa situación. El cuerpo, observaron todos, incluido
un horrorizado Antonio, estaba muy deteriorado, en avanzado estado de
putrefacción. Lo colocaron sobre una tosca mesa que se encontraba cerca. El
juez se aproximó para hacer un breve examen. Tendrían que venir luego los
forenses a examinar el cuerpo con más cuidado.
Alguien le echó un cubo de agua encima, para quitarle la tierra adherida
al rostro.

- Es una mujer –murmuró el juez. Habló en voz tan baja que, aunque
todos se enteraron, nadie quiso añadir nada más.
- Una mujer –repitió-, parece joven pero es difícil decirlo.
- Tiene la cara deformada –intervino por fin el ayudante del comisario-,
como si le hubieran dado golpes o se la hubieran quemado, no sé.
Puede ser obra de la corrupción.
- Puede –concedió el juez-. Ya dirán los forenses. De momento, esperen
al comisario y luego lleven el cuerpo al Depósito.

Dos días después el juez ya disponía del informe de la autopsia
efectuada por los doctores Soler y Escalas en presencia del mismo juez de
Badalona que había estado presente en el descubrimiento del cadáver. En el
dictamen hacían resaltar el avanzado estado de descomposición del cadáver,
exponiendo su creencia de que la muerte databa de unos cuarenta días. “La
víctima” afirmaron “falleció de muerte violenta, presentando la rotura de la
cuarta, sexta y séptima costillas. Presenta también arrancado el cabello de la
parte superior de la cabeza”.
En el informe se contenían afirmaciones equivocadas, solo justificables
por la ligereza en la actuación de los forenses, que tomaron el caso como algo
rutinario y sin importancia. La posterior repercusión en los periódicos, junto a
las dudas planteadas, aconsejaría la realización de una nueva autopsia que
aclararía muchas de las sospechas sobre la identidad de la víctima, por
ejemplo, y sobre las circunstancias de su muerte.
Así, los doctores afirmaron que la mujer parecía joven, como de treinta
años, cuando en realidad contaba cincuenta. También que había muerto por
diversos golpes y posterior estrangulación, cuando no fue así. En particular, la
supuesta juventud de la víctima hizo creer a muchos que la mujer encontrada
en tan malas circunstancias era la hija que habían perdido en el tráfago de la
vida barcelonesa.




























¿Quién había muerto?

Desde el primer día, se fueron deslizando algunos detalles y testimonios
que hicieron apasionarse a los reporteros y, con ellos, al público lector que
seguía atentamente lo que se iba descubriendo en torno al “Crimen de
Badalona”. El primer dato que fue difundido ya lo conocemos: la víctima era
una mujer joven. Por otro lado, diversos vecinos afirmaban que habían visto
llegar al sospechoso, un hombre con acento argentino, bastante hermético y
poco dado a dar explicaciones de su vida, con diversas mujeres del brazo a
horas bien tardías. Se comentaba que era un explotador de mujeres, se
dedicaba a los estupefacientes y era de mal vivir, pero no se aportaban datos
concretos que permitieran confirmarlo.
Una vecina, que pasaba frente al chalet una noche, resultó ser un testigo
clave para muchos. En efecto, había escuchado en el silencio de aquella hora
una voz de mujer que decía: “Carmen, apaga la luz”. Tal vez la víctima se
llamara Carmen, especulaban. Para rematar las indagaciones vecinales, la
policía había encontrado diversas prendas tiradas en la casa, algunas hechas
harapos pero otras en relativo buen estado, aunque muy sucias. En algunas de
ellas se leían las iniciales E.L. o bien C.L., no estaba claro.
A la señora Aurora Franco, residente en el barrio de San Gervasio, de la
capital catalana, se le detuvo el corazón el 28 de marzo, tres días después del
descubrimiento del cadáver. Leía el periódico con curiosidad cuando se
encontró esa información: La víctima desconocida, esa mujer joven, respondía
a las iniciales C L ¿Quién era la desconocida Carmen L.?
Llamó entonces a Isabel Pirafé, la doncella que le había servido tantos
años, y le comentó su sospecha, casi una certeza.

- ¡Ay, Isabel! Que la mujer asesinada en Badalona va a ser nuestra
Carmencita.
- ¡No diga eso, señora! –replicó sin convicción Isabel, que empezaba a
gimotear.
- ¡Todo cuadra, Isabel! ¡Ay, mi niña! ¡Carmen López! ¿cómo no? Si lo
veía venir, si se lo dije a mi hermana: Esa sobrina mía va por muy mal
camino, un día le pasará algo.
- Habrá que ir a la policía, señora.
- Sí, sí –dijo jadeante la dueña de la casa-. Anda, vete preparándome el
vestido para salir.

Fueron juntas hasta la Jefatura de Policía de Barcelona, pero allí les
dijeron que las diligencias se estaban llevando a cabo en la de Badalona, de
manera que pidieron un taxi para trasladarse hasta allí. Allí las recibieron con
cierta consideración, dada la buena posición social que revelaba su forma de
vestir y su educación, pese a que a doña Aurora le seguía afectando la “extraña
impresión” que decía sentir. La hicieron sentar y quitarse el abrigo antes de
comenzar su entrecortada narración.

- Verá, señor comisario, yo tengo un cuñado en Madrid que se llama
Ángel López. Es pintor, trabaja para el municipio. No es que las cosas
le vayan muy bien, usted me entiende, es un hombre humilde, de poca
formación.
- Yo casé bien –continuó- y me he mantenido con la fortuna de mi
marido, que tenía tierras y casas, pero mi pobre hermana no tuvo tanta
suerte y se casó con este hombre que le daba mala vida y al que
abandonó hace quince años.

El comisario escuchaba atento. Ni siquiera hacía falta preguntar nada a
doña Aurora Franco, encantada por otra parte de que alguien la escuchara con
tanta atención.

- Como le digo, hace quince años que se separaron. Mi hermana se vino
a Barcelona, de donde éramos, con sus tres hijos: dos chicos y una
chica. Uno de los chicos, cuando creció, volvió con su padre porque
decía que quería libertad, ya ve usted. Libertad para ser un golfo y así
ha terminado, en la cárcel.
- Mi hermana –continuó- ha pasado momentos difíciles, más de una vez
he tenido que sacarla de un apuro. El caso es que me pidió que me
hiciera cargo de su hija Carmencita, mi sobrina, para ver si le daba una
posición en la vida. Tenga en cuenta que yo no tuve hijos así que ¿qué
cosa podía hacer mejor que educarla para que siguiera el buen camino?

El comisario daba leves cabezazos animándola a seguir y adivinando
que llegaban al meollo de la cuestión.

- Carmen López, que así se llama o se llamaba mi sobrina, es una chica
que ahora tiene veinte años. Yo me hice cargo de ella cuando tenía
once. Desde el principio no quiso estudiar ni aprender nada, se negaba
a tocar el piano y ni siquiera quería bordar ¡fíjese usted! Yo le decía
¿qué quieres ser? ¿una chica de servicio y quedarte así toda la vida? Al
menos tu madre se gana honradamente la vida como costurera ¿y tú
qué piensas hacer, vivir del cuento? Ella se encogía de hombros y no
me hacía caso.
- Cuando tenía dieciséis años se escapó de casa. Se lo dije a mi hermana
y estuvimos un mes muy preocupadas pensando que se había hecho
tanguista o incluso se había metido en estas cosas de la trata de blancas
y terminado como prostituta en el barrio Chino, vete a saber, hay tantas
niñas descarriadas… El caso es que, al cabo de ese tiempo, volvió
como si nada diciendo que se había ido con un novio que se había
echado, un ingeniero llamado Ángel. Pero no crea que fue para casarse,
no, a ella le gustaban los regalos, beber champán, llevar una vida de
lujos. Al cabo de un mes de disfrutarla, el ingeniero, que además
estaba casado, se cansó de ella y le dijo que volviera a casa, que su
mujer ya no le permitía esa aventura. Le dio un dinero y Carmencita
tan contenta, volvió a casa como si nada.
- Señora, si pudiera concretar más sobre ella como posible víctima…
- Ya voy llegando, señor comisario. Es que usted tiene que comprender
la clase de chica en que se había convertido. Bueno, el caso es que no
la acepté en casa, después de lo que había pasado, así que, de común
acuerdo con mi hermana, le dije que tenía que irse a Madrid con su
padre, que allí tendría toda la libertad para hacer lo que quisiera pero
yo no iba a aceptar esa situación. De manera que se fue, como el golfo
de su hermano, y para hacer casi lo mismo que él: golferías. Hace dos
años, cuando apenas había cumplido los dieciocho, se escapó con otro
novio que se había echado, curiosamente llamado Ángel también,
como su padre. Era un negociante en coches, como le dijo a su madre
cuando apareció por Barcelona. Un hombre maduro, con dinero, que se
la había llevado para visitar la Exposición. Fue a ver a mi hermana
bien vestida, presumiendo de dinero y algunas joyas de baratillo que
aquel hombre le había regalado. Desde entonces, no hemos vuelto a
saber de ella. Por eso, casi se me para el corazón esta mañana cuando
he leído que la víctima se llamaba Carmen y su apellido empezaba por
L. ¡Carmen López Franco! me he dicho, estoy segura de que es mi
sobrina.
- Si es su sobrina espero que pueda identificarla. Sus restos están en el
Depósito municipal. Ahora mismo las acompañará en un auto uno de
mis hombres. Usted la ve, ya le digo que el espectáculo es muy
desagradable, pero si tiene alguna seguridad sería un paso importante
para nosotros.
- Ya me hago cargo. Mi criada Isabel la conoce también desde niña.
Entre ella y yo veremos a ver.

En el Depósito, un empleado levantó el lienzo que cubría el cadáver.
Venciendo su repugnancia, doña Aurora Franco y su doncella Isabel Pirafé,
observaron atentamente lo que quedaba de la que tal vez fuera su sobrina. Fue
Isabel la que se fijó en un detalle revelador:

- ¡Señora, fíjese en la oreja!
- A ver… ¡Ay, sí! Tiene el lóbulo rasgado, como mi Carmencita.
Válgame Dios, ¡qué desgracia! ¡mi pobre hermana no se merecía esto!
Uno en la cárcel, otra asesinada, qué familia me ha dado Dios.

La noticia se difundió al día siguiente en todos los periódicos de
Cataluña y de Madrid: la víctima era Carmen López Franco, de veinte años,
rubia, una joven que se iba con hombres de buena posición que luego la
abandonaban con un fajo de billetes en la mano. Así tenía que terminar, en
manos de un delincuente que la había matado.
Al día siguiente, un reportero del Heraldo encontró finalmente a su
padre Ángel López, para entrevistarlo. Él se echó a llorar, lamentando la suerte
de la desgraciada de su hija. Fue quien contó, entre lágrimas, los detalles más
jugosos a la prensa sobre las correrías de Carmencita.

- ¿Usted es el padre de esa señorita asesinada en Badalona?
- Sí, señor, para servirle.
- Trabajillo me ha costado dar con usted.
- Sí. Es que la calle de Valderribas, para quien no la conozca, es un lío,
algo así como un laberinto. Figúrese usté que al lao del 11, que es
donde usté tiene su casa, está el diecinueve, y una casa más allá, el
treinta y tres. Como pa ir con prisas.
- ¿Hace mucho tiempo que su hija vivía separada de ustedes?
- De mí, querrá usté decir. Sí, hace mucho tiempo.
- ¿Sobre cuánto?
- Quince años. Desde el día en que la mujer -¡maldita sea!- cogió el tole
y se largó. Supe que se habían ido a Barcelona. Se llevó a los dos
chicos y a la mayor. Pasao algún tiempo yo recogí a Juanito, el chavea,
y me lo traje conmigo. Pero vaya un gachó. A los catorce años estaba
hecho un golfo. No iba al colegio casi nunca. Y cuando por mayor tuyo
que dejar de ir a la escuela, me dijo que quería sentar plaza y le dejé.
Fue a servir al rey...
- ¿Eh?...
- Amos, quiero decir a la República, porque yo soy republicano de toa la
vida; lo que pasa es que la costumbre le hace tener a uno estos lapsus.
Estuvo en Villaverde mi chico, claro, y una noche, sin pedir permiso a
nadie, sin consultar con ninguno, se vistió de paisano y se largó. Le
cogieron y ahora está en Ceuta castigao. ¡La mala vida!
- Y de Carmen, ¿qué me dice usted?
- Pues casi na. Que se quedó con su madre. Vino a Madrid pasados
algunos años y estuvo viviendo con un ganadero.
- ¿Usted mantenía correspondencia con su hija?
- No, señor. Lo que pasa es que hace dos meses, calculo yo, ¿eh? porque
tengo muy mala memoria, vino a verme y me invitó a comer. Fui a su
casa, a la calle de Alburquerque, esa que hay entre la del Cardenal
Cisneros y la de Fuencarral, y en el número 3, pregunté por ella. Estaba
con una chiquilla que tenía como criada. Me dio de comer, le di las
gracias y terminao el ágape, andando que es tarde; pa el taller.
- ¿Fue la última vez que usted habló con Carmen?
- Tal y como usté lo dice, la última. ¡Hija de mi alma, con lo buena que
era!
- ¿Y a qué atribuye usted lo que ha ocurrido?
- Cualquiera lo sabe. A mí no me habló nunca de hombres. Y no me
habló porque yo no se lo habría consentido. Sé que frecuentaba el trato
con gente de dinero, con hombres pudientes. Por cierto que una vez le
llamé la atención y va y me dice, dijo:
- «No te pongas furia, porque esto ya no tiene remedio. A lo hecho,
pecho». ¿Y qué quiere usté que hiciera, señor? Pues darle buenos
consejos. Pero, sí, sí, váyale usté con buenos consejos a las jovencitas
de ahora. Las de mi tiempo eran de otra manera. ¡Asesiná en Badalona!
Y tó por una mala mujer. Si vio malos ejemplos en la madre, ¿cómo
iba a ser la hija? A lo mejor, esa mala pécora, mi mujer, ha estao
explotándola. Pero ahora se fastidia. La República, entre otras cosas,
ha promulgao la ley del divorcio, que está pero que mu bien. Y que yo
me divorcio, ¡no le quepa a usté la menor!

Unas horas después de esta entrevista llegaba a la redacción del Heraldo
una muchacha rubia, rellenita y sonriente. “Me llamo Carmen López Franco”,
espetó a los sorprendidos reporteros. La hicieron pasar con gran alborozo
¡tenían una primicia! Carmencita, la muchacha asesinada en Badalona,
respondía siempre con una sonrisa fingidamente recatada. Se notaba que le
gustaba la notoriedad obtenida en toda la prensa nacional y estaba dispuesta a
dar todo tipo de explicaciones.

- De modo que esa doña Aurora Franco, viuda y propietaria, que habita
en el barrio de San Gervasio, de Barcelona...
- Tía carnal mía. He vivido siete años a su lado. ¡Figúrese si me
conocerá bien! Y no digamos de Isabel, su criada, que me cogió siendo
una niña. Mucho debe de parecerse a mí la víctima de ese crimen
cuando mi tía e Isabel la confunden conmigo, Pero, ya me ve usted: a
mí no hay quién me entierre.

Y mostraba, como rara coincidencia con la muerta, el lóbulo de la oreja
derecha, con una hendidura muy acusada.

- ¡Es gracioso, hasta la señal de la oreja! ¡Y los veinte años, y la estatura,
y el pelo! ¡Pobre tía mía! ¡Qué disgusto se habrá llevado! Porque,
aunque yo me había separado de ella cuando me fugué de Barcelona
con mi primer novio, nos queríamos mucho. Lo que es que yo siempre
fui muy alegre y eso a mi tía Aurora la disgustaba... Mi tía quiso
traerme al buen camino; pero como yo era feliz, y lo sigo siendo, en
este...
- Hasta que un Landrú o un vampiro la instale a usted –dijo moralista el
reportero-, para la eternidad, en un chalet misterioso... ¿No ha sentido
usted nunca miedo a ese peligro?
- Sí; y hasta he estado expuesta a cosas semejantes en Barcelona, donde
he tratado a muchos franceses del hampa «bien», a personajes raros y
sospechosos, a caballeros solitarios de esos que esconden en sitios
novelescos sus amores o sus caprichos... Pero, hasta ahora, y en buena
hora lo diga, ya me ve usted, no me han degollado. Sólo he sufrido
algún accidente de automóvil: en Barcelona, el 8 de septiembre del 27,
volviendo de los toros, volcamos en la Gran Vía Layetana. Otra vez,
me hirieron en una fiesta; y otra... Pero esto no es la información que
usted quiere, ¿verdad?
- ¿Cómo que no? Estos son datos para la información que pudo haberse
hecho de usted, si usted, como su tía asegura, fuera la desdichada
mujercita asesinada misteriosamente en el hotelito de la calle de
Lourdes de Badalona.
- ¡Por Dios! No me hable usted así como si fuera yo, de verdad, la
desenterrada, que me da escalofrío.

En ese momento llegó a la redacción el reportero que acababa de
entrevistar al pintor Antonio López, ignorando éste que su hija estaba viva.
Se mostró muy sorprendido y le informó de que había dejado a su padre
llorando su pérdida.

- ¡Pobre mío! Con permiso de ustedes corro a buscarle. Hace siete
meses, desde que me fui a vivir a Salamanca, que no lo veo. ¡La
alegría que le va a dar saber que a mí no hay gachó que me entierre,
como no sea por las buenas!
- ¿Y cómo es por las buenas?
- ¡Toma, qué gracia! En billetes de Banco.

La historia de Carmen López, a la que hemos dedicado cierta extensión,
no es inusual en aquel tiempo. El mismo día y en la redacción del periódico
Libertad, se presentaba un hombre que decía ser hermano de una tal Carmen
Lafuente. Lo sucedido con ella parece una historia paralela a la anterior.
Modista, con veinte años, desapareció del hogar familiar el primer día de
noviembre del año anterior, o sea, cuatro meses y pico antes de encontrar el
cadáver de Badalona. El mismo hermano contaba que la había visto de lejos en
compañía de un hombre, algo que no era la primera vez que pasaba. Dos años
antes ya se había escapado con un novio que la había abandonado al cabo de
un tiempo, volviendo entonces a su casa y su oficio. Pero se ve que
aprovechaba su juventud para buscar un novio rico que se casara con ella y, a
falta de ello, un hombre maduro que se gastara el dinero en darle una buena
vida, aunque fuese una temporada.
Ciertamente, una mujer joven de clase modesta podía aspirar por
entonces a bien poco: básicamente, a integrarse en el servicio doméstico o
dedicarse a la costura, como modista o bien a ejercer de planchadora o
lavandera. En el peor de los casos, desde el punto de vista moral, ejercía la
prostitución en lugares de alterne, para encontrar alguien que la mantuviera y
le pusiera un piso propio, o bien que llegara a triunfar en el Paralelo
barcelonés, como sucedió en aquel tiempo con la Bella Dorita.















































Lo que vieron los vecinos

Si causaba la natural expectación averiguar quién era la mujer muerta y
enterrada, lo mismo sucedía con el misterioso inquilino que había declarado en
el contrato de arrendamiento que se llamaba Aurelio Martínez. Era, según
afirmaron los que lo trataron, un hombre de estatura más bien baja, de treinta y
ocho años, según declaraba en el contrato. Vestía con elegancia y era educado
en el trato pero, según su vecina María Rius, que vivía en la casa más cercana,
resultaba una persona poco comunicativa, limitándose a saludar a los vecinos
con los que se cruzaba, sin detenerse a comentar nada con ellos.
María afirmaba que nunca lo había visto con amigo alguno ni con otra
compañía, aunque otros testimonios, como el del sereno Ricardo Navarro, que
se lo había cruzado algunas veces de noche, manifestaban que no era extraño
que volviese con alguna mujer colgada de su brazo. ¿De dónde salía esa
compañía femenina, que no era siempre la misma? Se decía que este Aurelio
frecuentaba la vida nocturna de Barcelona, que aquellas mujeres ya se sabía a
qué oficio se dedicaban y para qué venían. Eran tanguistas, según la
terminología de la época, jóvenes que acompañaban a hombres algo
adinerados para comer y beber en los garitos del Paralelo terminando por
acompañarlos a su domicilio por la noche.
Comentado este aspecto del inquilino, María Rius recordaba que sí, que
una vez vio a una mujer joven, de algo menos de treinta años, tendiendo la
ropa en el terrado. Era ella quien en cierta ocasión escuchó por la noche
aquella petición de “Carmen, apaga la luz” que tantas especulaciones había
provocado.

- ¿No habían infundido a usted sospechas sus vecinos? -se le preguntó a
María.
- Ninguna -respondió-. Sólo su falta de relaciones y su carácter
reservado, como quien se halla envuelto en un misterio; pero se
mostraba correcto con todo el mundo y no se le dio importancia a su
manera de vivir. Se creyó que se trataba de un hombre que por motivos
familiares se veía obligado a vivir retirado en esta barriada.

Detalles más jugosos pudieron obtenerse de un vecino del barrio,
Francisco Ortiz, que regentaba un establecimiento de bebidas y comestibles, al
que Aurelio Martínez había acudido en ocasiones.

- En cierta ocasión me dijo que era de la provincia de Huesca pero que
había estado mucho tiempo en América. Me lo aclaró porque le había
preguntado por su marcado acento argentino.
- ¿Le dio algún detalle más de su vida?
- Sí, afirmaba que estaba casado y que esperaba a su mujer, que se
encontraba en Valencia. Lo que pasa es que le vi alguna vez
acompañado de alguna mujer… ya sabe, de ésas. Le pregunté
haciéndome el inocente si era su mujer y el hombre, que parecía de
buen humor, me guiñó el ojo y me respondió: “No, ésta es una
amiguita”.
- Denos algún detalle más de Martínez –le preguntó el reportero.
- Ya le digo, era un hombre muy fino, hablaba con deje argentino, pero
con acento francés. Era muy amable. Para que se dé cuenta de su
amabilidad, un día me pidió una cerilla y una copa que yo le serví
inmediatamente, y me advirtió que la copa era para mí.
- ¿Cuántas mujeres cree usted que entraban en el chalet?
- Por lo menos tres. Además, una vez estuve en la casa.
- Esto es interesante –le dijo el periodista.

- Verá usted. Yo soy carpintero, y un día, por encargo suyo, estuve allí
con objeto de poner una rinconera para unas lámparas. Llamé a la
puerta a las once de la mañana y salió a abrirme una mujer de cabello
castaño oscuro. Me dejó en la habitación en que yo había de trabajar y
se fue hacia el comedor. Mientras colocaba la rinconera la oí hablar y
reír con otras dos mujeres a las que no me fue posible ver.

El propietario del establecimiento no dijo nada más pero planteaba
algunas incógnitas que otros testimonios permitían, si no resolver, al menos
acercarse a su solución. En este caso fue una vecina que regentaba a su vez
otro establecimiento de ropa en el mismo barrio, dedicándose también a
composturas y arreglos. Esta señora recordaba que en un par de ocasiones
había entrado una muchacha joven, bonita y elegante, que necesitaba retocar
unas faldas. Como el arreglo no debía llevar mucho tiempo prefirió sentarse a
esperar.

- Parecía estar muy deprimida y sentía la necesidad de desahogarse y
contarle a alguien las penas que tenía en el corazón. Y ahí estaba yo.
- ¿Pero era amiga de Aurelio Martínez?
- Así me lo dijo.
- ¿Qué más contó?
- Me dijo que tenía veintidós años, que se fue con sus padres a Argentina
pero perdió a su madre de pequeña. Su padre se volvió a casar
marchando luego a Cuba para hacer fortuna. Estuvo allí seis años,
reuniendo un buen dinero cuando murió. Pues bien, esos seis años esta
muchacha los pasó en casa de la familia de Aurelio Martínez, de ahí la
amistad que los unía.
- Más tarde su amigo se fue a Barcelona -continuó- y ella vino también
al cabo de un tiempo con los documentos acreditativos que le
permitirían cobrar la herencia de su padre, algo que todavía no había
conseguido. Un día apareció Aurelio por la casa que tenía en Barcelona
y le dijo que se había asentado en un chalet de Badalona. El caso es
que pasaron las semanas y, al ver que no volvía, fue a visitarlo. Él se
deshizo en excusas diciendo que había estado enfermo. Lo había
encontrado abatido y triste.
- ¿Usted sabe si hubo algo entre ellos? Tal vez esta muchacha sea una de
las jóvenes que lo visitaba…
- No sé decirle. Me vino a decir que Aurelio la pretendía, pero que ella
no se decidía porque sabía que era un mujeriego, un bala perdida. Por
otro lado era tan amable, tan bueno, que ella no podía olvidarlo
fácilmente, lo cual, unido al hecho de no haber podido recuperar esa
herencia y vivir mientras tanto de forma precaria, la había llevado a un
estado de gran tristeza.

A la luz de lo que luego se supo del historial de aquel sujeto, la historia
de esta amiga solo puede calificarse como una sarta de embustes. En todo
caso, tuvo un efecto inicial en los primeros días, tras el descubrimiento del
cadáver, cuando no se sabía la verdadera identidad de este Aurelio Martínez.
Para empezar, ya se había deslizado la idea policial de que el nombre fuera
supuesto. En el contrato de arrendamiento figuraba en un lado el nombre de
Martino y en la firma Martínez, como si el firmante hubiera dudado de su
propio nombre, lo que hacía sospechar que fuera ficticio. De confirmarse tal
cosa, el testimonio de aquella muchacha deprimida resultaba ser una mentira
desde su propio inicio. Su identidad habría de averiguarse más adelante,
confirmándose que era compañera y cómplice de las últimas andanzas del
citado Aurelio.
Un testimonio muy importante fue el proporcionado por Heriberto
Oliveras, dueño de una tienda de mosaicos y azulejos. En cierta ocasión entró
en el establecimiento un hombre al que luego identificaría como el procesado
por el crimen. Vino a comprarle baldosas lo más parecidas a una muestra que
puso sobre el mostrador.

- Recuerdo que me preguntó con gran insistencia qué era lo mejor para
tapar un hoyo: cemento, cal o yeso. También preguntó en qué
proporción había que emplear la arena y otros detalles del mismo
estilo. Finalmente, después de comprarme dos sacos de yeso, además
de los mosaicos que consideró oportunos, pidió que los muchachos le
llevaran el material al chalet de Badalona.
- Pero hubo problemas, al parecer.
- Sí, los chicos se equivocaron y le dejaron el material en la casa de un
vecino, que dijo que los guardaría pero que no sabía de tal encargo.
Fue una confusión. Al cabo de un par de días vino ese hombre algo
nervioso, reclamando lo que había comprado. Se aclaró el asunto y él
mismo acompañó a los muchachos para que recogieran el material de
casa del vecino y se lo llevaran a la suya.

El vecino se llamaba Timoteo Morata y, cuando uno lee su testimonio,
no puede dejar de concluir que registraba con todo detalle los movimientos
que tenían lugar en el barrio.
“Casualmente”, sostuvo, vio llegar en cierta ocasión a Aurelio Martínez
del brazo de dos mujeres, una relativamente joven y rubia, otra de mayor edad
y morena. Aquella noche, afirmó, oyó unos gritos. “Debió ser la noche del
crimen” añadió para gusto del reportero.

- A la mañana siguiente ese Martínez salió con la mujer de más edad. De
la rubia no volvió a saberse. Al cabo de un día o dos me llegaron dos
sacos de yeso y otro de mosaicos para un suelo. Les dije a los
muchachos que aquello no era mío pero ellos me contestaron que me
quedara con el material mientras aclaraban la confusión. Como no
quería que volvieran cargados de nuevo acepté y, al cabo de poco
tiempo, llegó ese Martínez con los mismos muchachos para llevárselo
todo.
- De todos modos –añadía con una sonrisa-, yo ya había inspeccionado
lo que contenían y me parecía muy sospechoso. Pensé que Martínez se
dedicaba a la fabricación de moldes para explosivos y, siguiendo mi
obligación ciudadana, informé a las autoridades de esa sospecha. Sin
embargo, no me hicieron caso ninguno. Si me lo hubieran hecho, antes
se hubiera descubierto el pastel ¿no le parece?

Mientras la prensa de la época entrecruzaba este tipo de historias sin que
se supiese a dónde conducían, la policía sí seguía pistas más fiables que los
reporteros no alcanzaban a conocer en los primeros días. De todos modos,
algunos de estos testimonios seguirían siendo anclas seguras de la acusación
contra el principal sospechoso, cuando fuera detenido. Hemos hablado del
comerciante que le vendió el yeso y ante el cual el cliente habló de un
“agujero” que quería cubrir. Del mismo modo estaba la declaración de Ricardo
Navarro, el sereno del barrio. Además de ver a Aurelio Martínez volviendo
con mujeres, como hemos dicho, quedó sorprendido cierta noche en que,
paseando por un altozano que dominaba desde la altura el chalet en cuestión,
vio a su inquilino, a la luz de unas velas, fregando el piso a una hora
intempestiva. ¿Estaba haciendo desaparecer las huellas del crimen? Todo hacía
indicar que sí.
Entre tanto, los periódicos se llenaban de comentarios sobre “el nuevo
Landrú” de Badalona, abriendo la posibilidad de que en el jardín del chalet o
en su interior, se encontrasen otros cadáveres de mujeres. Apenas cinco días
después de descubrir el único existente hasta la fecha, el Heraldo proclamaba
su sospecha a fin de ganar la atención del público lector:

“Parece ser que ya tenemos también nuestro vampiro. El matador de
mujeres de Badalona se incorpora a la racha del vampiro de
Dusseldoff y del vampiro de Linz, que es hasta ahora el que con más
éxito ha intentado emular la gloria negra de Landrú, el vampiro de
París”.















Las pistas fiables

En el chalet, entre los muebles desvencijados que quedaban y diversos
restos informes, se encontraron algunas prendas de vestir en mal estado que el
inquilino no había considerado dignas de llevárselas o venderlas. En una de
ellas figuraba la dirección de la tienda o negocio donde se compró: calle
Salmerón 27, en Barcelona.
Personada en dicho lugar la policía resultó encontrarse allí una librería
llamada “La Universal” que, además de libros de ocasión, se dedicaba a
vender todo tipo de objetos: ropa, muebles, etc.

- ¿Conoce usted a un sujeto que vivía en un chalet de Badalona?
- Claro –dijo inmediatamente-, “el alemán”, he tenido tratos con él, sí.
- Pues venga con nosotros hasta los Juzgados, que el señor juez tiene que
hacerle unas preguntas.

El hombre resultó llamarse Leopoldo Delgado, de origen francés aunque
su padre era español. Acudió a presencia del juez no sin cierto temor. La
costumbre dictaba que la autoridad metiese en el calabozo a los testigos
diríamos “de forma preventiva”, a fin de ablandarlos y hacerlos más propicios
a la confesión, ante la cual siempre andaban reticentes.
El librero, no obstante, colaboró en todo momento dando toda clase de
explicaciones sobre sus negocios con el desconocido inquilino de Badalona, lo
que hizo que su paso por la cárcel del Juzgado fuera corta, apenas dos días,
tras los cuales fue liberado sin cargos.
Tras dar los primeros datos de filiación y asegurar que regentaba su
negocio desde hacía tiempo en la Rambla barcelonesa de Santa Mónica, el
juez entró en el meollo de la cuestión.

- ¿De qué conocía al inquilino de la casa de Badalona?
- Vino un día a la librería cargado de un montón de libros en alemán, de ahí
que lo llamara así. Dijo que eran de su padre, que había sido profesor de ese
idioma y ahora, fallecido su progenitor, no les encontraba utilidad.
- ¿Le dijo algo sobre su nombre, su vida pasada?
- Poca cosa. A mí me extrañó lo de su padre enseñando alemán cuando él tenía
un claro acento argentino pero vete a saber ¿quién era yo para indagar?
Fuimos al negocio y nada más.
- ¿Ningún otro dato? ¿No le habló de su familia, de qué vivía?
- Bueno, me dio a entender que vivía de las mujeres. No me lo dijo así, pero
comentó que visitaba regularmente el Molino Rojo, que conocía allí a
algunas jóvenes y que trabajaban para él. No sé si lo dijo así, pero me lo dio
a entender. A mí eso ni me iba ni me venía, yo iba al negocio y nada más.
Hay clientes que dan todo tipo de explicaciones de por qué se deshacen de
las cosas que me venden, pero a mí eso no me suele interesar.

- ¿Sus negocios se redujeron a los libros?


- No, vino más veces con las cosas más variadas, sobre todo con ropa de
mujer. Fue por eso que me habló de que vivía a su costa. Acudió a la tienda
con una maleta llena, con un abrigo bastante lujoso… ¡hasta trajo un perro
lobo y un loro con su jaula!
- ¿Se quedó usted con todo ello?
- Pues sí, nunca se sabe. Algunos muebles también: sillas, una mesa… El
perro lobo se lo coloqué a un conocido pero con el loro no he sabido qué
hacer, aún lo tengo en la tienda.
- Un guardia irá con usted a la tienda y le va a indicar dónde está esa maleta y
esa ropa, incluido el animal, todo lo cual quedará confiscado como prueba.
- Sí, señoría.
- ¿Tiene algo más que declarar?
- No, señoría, apenas hablé un poco con ese Aurelio Martínez, no sabría qué
más decirle.

La policía intervino la ropa, el abrigo lujoso y el loro. Alguna de las
prendas, particularmente el abrigo, venían marcadas con las iniciales E.L. que
ya se habían encontrado en otras prendas desechadas en el chalet. Todo hacía
indicar que aquel sujeto, después de matar a su víctima, una mujer dueña de
esas propiedades, las había vendido para sacarles rendimiento económico.
Preguntado sobre la fecha exacta en que había comprado todos los artículos,
Leopoldo Delgado vaciló aduciendo que habían sido varias visitas que él
situaría a lo largo del mes de febrero. Era poco antes de abandonar el chalet y
al tiempo que compraba los sacos de yeso y el mosaico para “tapar un
agujero”. Las fechas y circunstancias empezaban a cuadrar a la espera de
conocer la identidad de la víctima y el victimario.
El misterioso inquilino del chalet de Badalona empezó a conocerse
gracias a algo tan elemental como el contrato de arrendamiento, aquel donde
había escrito en un lugar Martino firmando en cambio como Aurelio Martínez.
En el apartado de la actual dirección de empadronamiento, el sospechoso
había escrito que era la calle del Corro 107, en la localidad de Granollers.
Sospechando que sería falsa, la policía se presentó allí sin mayores
esperanzas. Resultó, sin embargo, que el inquilino sí era conocido en dicho
lugar, donde vivía Mercedes Segalés, una señora de mediana edad. Cuando
llegó a declarar ante el juez, conducida por dos guardias, balbuceaba,
visiblemente nerviosa.

- ¿Su nombre de usted?
- Mercedes Segalés, para servirle –consiguió articular a duras penas.
- Ha dicho usted que conocía a un hombre que se alojaba en un chalet de
Badalona, en la calle Nuestra Señora de Lourdes número cinco.
- Sí, señor, sí. Se llama Benjamín Balsano, es el novio de mi hija Eulalia.
- ¿Dónde se encuentran su hija y este novio?
- No sé, señor, hace meses que no veo a mi hija, no sabría decirle.
- ¿Me va a decir que su hija ha desaparecido en compañía de su novio y usted
no sabe nada sobre dónde han ido? Este señor estaba hace unos días en
Barcelona, entregando las llaves del chalet. Se afirma que una mujer joven le
visitaba en el chalet hasta hace menos de un mes ¿y usted no sabe nada de su
hija desde hace meses?
- No, señor, no, yo no sé nada.
- Me está usted mintiendo.
- ¡Ay, no señor! Es que todo esto me aturde, yo soy una pobre mujer, vivo de
lavar ropa del vecindario, no sé nada de lo que me está preguntando, no sé
qué está pasando con mi hija ni con su novio.
- ¿Me puede decir al menos dónde y cómo se conocieron?
- Pues fue hace unos meses, no sabría decirle cuántos. Estaba con mi hija en
un café de la Rambla, frente al Liceo. Entonces vinieron unos pedigüeños y
les socorrimos. Este hombre, Benjamín, intervino ensalzando nuestra
generosidad con muy buenas palabras, muy fino y educado. Por lo que me
dijo mi hija, se lo volvió a encontrar tiempo después, volvieron a charlar y
una cosa llevó a la otra.
- A ver, ¿cómo se llama su hija?
- Eulalia Mainou. Le aseguro que ella no tiene nada que ver en todo esto, hace
tiempo que no sé nada de dónde va ni dónde viene, pero ella es una chica
inocente, quizá la hayan engañado.
- Si ese encuentro sucedió hace unos meses ¿cómo es que no ve a su hija hace
tiempo? ¿y cómo es que este Benjamín Balsano da su dirección en diciembre
como referencia de dónde estaba empadronado?
- ¡Ay! No sé qué decirle, yo a este señor no le conozco de nada, casi no hablé
con él, fue mi hija quien lo hacía.
- ¿Y no fue nunca a su piso de Granollers?
- No, no, de ninguna manera.
- ¿Ni una sola vez visitó a su hija Eulalia?
- Bueno, puede que alguna vez, de forma casual…
- ¡Señora Segalés! ¿No se da cuenta de que me está diciendo una cosa y la
contraria? ¿Fue ese hombre a su piso o no?
- No sé, señor, no sé qué decirle. Yo no sé nada de todo esto, estoy muy
confusa, me marea con tanta pregunta, no sé si vino o no vino, no sé dónde
está mi hija, no sé nada de ella desde hace mucho…

Durante varios días, hasta la detención del sospechoso y su hija Eulalia
en una fonda de Madrid, Mercedes Segalés no declaró nada. En esta ocasión,
su paso por el calabozo, donde permanecería largo tiempo acusada de encubrir
los hechos, no hizo que recobrara la memoria. Solo cuando su hija fuera
detenida añadiría alguna cosa, pero de poca importancia, habida cuenta que el
juez podía interrogar a la propia Eulalia Mainou.
Sin quererlo, Mercedes Segalés aportó una muy importante prueba de
cargo contra su hija. En el registro que se realizó de su domicilio se encontró
bajo su colchón, rota en muchos pedazos, una carta. Recompuesta con mucha
paciencia por la policía resultó estar dirigida a Mercedes por parte de su hija y
fechada el 23 de marzo, al día siguiente de que Benjamín Balsano entregara
las llaves del chalet y su paradero se esfumara, posiblemente en compañía de
su novia. La carta decía así:

"Apreciable madre: Estamos todavía en Barcelona por unas
diligencias. Hoy marchamos. No pases ansia. Hemos hablado con
Sebastián [su hermano], y él la irá a ver todas las semanas. No se
ponga triste. Esté bien y dígame todo lo que pase en casa, que yo
pensaré mucho en usted y le escribiré seguido. Saludos, muchos
saludos, besos y cariños.
Ya le escribí la carta a él. En cuanto pueda le mandaré dinero, y beba
y duerma, que todo se arreglará. Muchos recuerdos a todos, y muy
especial de nuestro amigo, que la quiere mucho. Tu hija, que también
te quiere mucho, Eulalia.
P. D. - No se deje engañar por nadie. Dude mucho de aquel "pinta"
que encontró en la estación. Rompa esta carta, y no se la enseñe a
nadie. No escriba, porque hoy marchamos. Ya le escribiremos.
Muchos besos y cariños también."

De esta carta se podía deducir que la hija seguía en contacto frecuente
con su madre, que ésta conocía sobradamente a Balsano, “que la quiere
mucho”, además de que resultaba obvio que la pareja pretendía escapar
desapareciendo de la zona, quizá confiando en que el crimen no se descubriera
o lo hiciera al cabo de bastante tiempo, cuando su rastro se hubiera
desvanecido. Sobre el “pinta” de la estación tal vez fuera un testigo molesto
que hubiera coincidido con la vida anterior de Benjamín Balsano y que lo
hubiera encontrado en compañía de ambas mujeres. Nunca se supo a quién se
estaba refiriendo.































Benjamín Balsano, estafador

Parecía evidente que, en el momento de firmar el contrato de
arrendamiento, el sospechoso no había querido decir su verdadero nombre, tal
vez pensando en la comisión de algún delito, pero dejó una pista fiable para
llegar hasta él dando la dirección de la madre de su novia. Quizá en su mente
aún no se había concretado la idea de realizar un crimen sobre aquella mujer
desconocida.
¿Quién era Benjamín Balsano? Resulta que constaba ya en fichas
policiales hasta el punto de que había salido de la Cárcel Modelo de
Barcelona el 10 de abril de 1931. Nacido hacia 1894 en Buenos Aires y con 34
años en 1928, viajó a Francia para hacer fortuna de la mejor manera que
conocía: el engaño de incautos. Empezó por pequeños timos que le
permitieron vivir y le pusieron en contacto con el hampa marsellesa, tras su
paso por París. Finalmente, fue detenido en Perpiñán durante unos meses
acusado de extender pasaportes falsos.
Viendo que su procedencia le podía dar mejores ganancias en España,
pasó la frontera en 1929. Su exterior atildado, su educación y cortesía, le
fueron abriendo puertas y permitiéndole solicitar préstamos a distintos bancos
y particulares que nunca devolvía. Así sucedió en el Banco de Bilbao cuando
estuvo en esa ciudad, en el Banco Pastor de Castellón, donde dejó a deber un
préstamo de 95.000 pesetas. También estafó a particulares, como un tal José
de Naín, del que obtuvo 98.000 pesetas en atención a una serie de gastos en
impuestos y tarifas, a fin de rescatar una cuantiosa herencia de la que decía
disfrutar en Argentina. Siendo tiempo de inmigración, el “cuento” resultaba
creíble, por cuanto no eran pocos los indianos que, habiendo hecho fortuna en
las Américas, retornaban a la madre Patria con el deseo de traerse sus dineros.
Dada la juventud de Balsano por entonces (tenía solo 35 años) la estafa se
completaba con una herencia recibida de un tío o de su propio padre fallecido
en tierras americanas. Obsérvese la coincidencia con la declaración
fraudulenta de aquella mujer deprimida que habló con la propietaria de una
tienda de ropa en Badalona. Es muy posible que todas aquellas ficticias
explicaciones fueran un producto de la imaginación de la propia Eulalia
Mainou, la novia de Balsano, conocedora de las historias que éste contaba
sobre sus estafas.
Tras ser detenido, como decimos, y pasar unos meses a la sombra en
Barcelona, Balsano montó una tahona, luego una peluquería en la capital. No
duraba mucho tiempo en estos negocios porque solía emplear otra técnica para
conseguir lo que se conoce como “alzamiento de bienes”. Consistía en pedir a
crédito una gran cantidad de material para su negocio y luego, a la hora de
abonarlo a treinta y sesenta días, como era costumbre, desaparecer con los
bienes suministrados a fin de venderlos en otro lado y retirarse con las
ganancias obtenidas.
En suma, Balsano era un estafador que obtenía ciertas ganancias en su
negocio gracias a su buen vestir, su exterior atildado y su educación y
simpatía, cuando le convenía. No parecía, según comprobó la policía, un
sujeto violento, sino más bien proclive al engaño. ¿Qué había salido mal para
que incurriera en un asesinato? Y, puestos a preguntar: ¿quién era la víctima?
¿dónde y cómo la conoció?
La pista decisiva fue de nuevo fruto de la cédula de alquiler, donde el
sospechoso había escrito su domicilio de empadronamiento en Granollers (la
casa de Mercedes Segalés), pero en su domicilio anterior había señalado una
fonda de la calle barcelonesa de Tallers. Resulta que el propio sospechoso
había dejado todas las pistas más fiables para ser localizado, lo que podría
indicar, como dijimos antes, que no pensaba realizar un asesinato cuando
alquiló la casa de Badalona. Ese fue un hecho ignorado durante largo tiempo
por la prensa española, que andaba a tientas entre las pistas que seguía la
policía de forma discreta. De ahí algunas especulaciones sobre la identidad de
la víctima y el momento del asesinato, que resultaron infundadas.
En efecto, la policía se presentó ante Paco Salas, el propietario de la
fonda señalada en la calle Tallers, lugar fundamental en la historia criminal de
Balsano. En principio, el interpelado negó haber tenido relación con ese tal
Benjamín Balsano hasta que le dieron señas muy concretas (aún no se disponía
de su fotografía) que le permitieron concluir que el Aurelio Martínez que él
había alojado era el que buscaban.

- Vino a la fonda el 31 de octubre del año pasado -declaró ante el juez-.
Venía recomendado por la señora Segalés, a la que yo conocía de antes.
- ¿Tenía una habitación propia o la compartía con alguien, una mujer
quizá?
- No, él dormía solo aunque sí es cierto que Mercedes Segalés y su hija
le visitaron más de una vez. Incluso en cierta ocasión me pidieron otro
cuarto y ellas durmieron en la fonda tres o cuatro días, tiempo en que
salieron y entraron con ese tal Balsano.
- ¿A qué se dedicaba este sujeto?
- Vestía bien, todos los días salía con una cartera porque afirmaba que se
dedicaba al corretaje de artículos, comprando y vendiéndolos. Pero no
sé decirle si eso es verdad o no, solo le puedo decir que, en cierta
ocasión, me enseñó un fajo de bonos del Estado que pretendía canjear
en el mercado financiero, me dijo.
- ¿Era regular en el pago del alquiler?
- Eso era lo gracioso, que con todas las cosas de las que hablaba, luego
me decía que estaba corto de efectivo, que no me podía pagar el mes y
eso que estuvo poco más de uno, hasta principios de diciembre. Me
propuso pagarme en sucesivos plazos y empezó a hacerlo, pero me
dejó a deber alguna cantidad.
- Durante ese mes ¿hizo amistad con alguien de la fonda?
- Sí, claro, con una señora alemana que estaba alojada aquí. A mí no me
gustaba porque bebía y creo que tomaba cocaína, en algunas ocasiones
formaba algún escándalo. Durante ese mes, ese Balsano trabó amistad
con ella, la ayudaba cuando se encontraba mal, mediaba con los demás
inquilinos para que disculparan su estado. Fue muy considerado con
ella y, por eso, la mujer empezó a confiar en él y a mí me descargó de
la preocupación. De todos modos, le dije a él un día que ojalá ella se
fuera de la fonda porque me inquietaba a la parroquia de clientes,
algunos de mucho tiempo.
- Pero ellos dos ¿se conocían de antes?
- No, no, se empezaron a tratar en la fonda.
- ¿Cuál era el nombre de ella?
- Emily Langer, viuda. Al parecer había sido una mujer de posibles en
otro tiempo pero, desde que murió su marido, se había embarrancado y
llevaba muy mala vida.
- Esa señora Langer ¿tenía propiedades: muebles, joyas, vestidos
lujosos?
- Sí, los muebles de su habitación eran suyos, que se los trajo al
principio. Muchas joyas no le vi, quizá algún anillo, un collar pero
nada del otro mundo, se ve que, si las tuvo alguna vez, las había
vendido. Pero vestidos sí, buenos vestidos, un abrigo que costaba
mucho dinero. Por tener, tenía hasta un perro lobo y un loro.
- ¿Un loro dice usted?
- Pues sí, una excentricidad, ya ve usted. Ahí tenía al loro en su
habitación y con el perro salía a pasear para dejarlo luego encerrado a
fin de irse por ahí de noche, ya sabe, a empinar el codo y tomar todo
tipo de estupefacientes. Lo imagino por la hora y la forma en que
llegaba de vuelta.

Con el tiempo, Pedro Salas fue entrevistado por muchos periódicos,
cobrando un gran protagonismo en ellos, dada su condición de testigo crucial,
a fin de cuentas era quien había señalado la identidad de la posible víctima,
luego confirmada.
Con la experiencia, el propietario de la fonda se envaneció de manera
que, en el juicio posterior, que tuvo lugar un año más tarde, quiso hacer
afirmaciones rotundas que lo dejaron en una situación ridícula.
Desde el mismo momento de su detención, Balsano había elegido una
clara forma de defensa: él había actuado en nombre del novio de Emily
Langer, un tal Julio César Romero. En los careos que tuvo con diversos
testigos ante el juez les quiso insistir en la ficticia presencia del tal Romero
como una persona a la que habían visto, a la que saludaron. El comerciante
que le proporcionó el yeso lo había hecho a Romero, algo que aquel negó
tajantemente. La persona que fregaba el piso de noche era Romero, pero el
sereno manifestó haberlo reconocido de manera inequívoca. Su insistencia era
tal que rozaba la coacción, por lo que fue reprendido en los careos por el
propio juez.
Pero Paco Salas deseaba hacer una declaración que lo llevara al primer
plano del protagonismo durante el juicio, de manera que sí habló de Romero.

- ¿Emily Langer recibió visitas de algún hombre en la fonda, aparte de
tratar al acusado?
- Sí, una vez la vi con un hombre que se llamaba Julio Romero.

Aquello levantó tales murmullos en el público que el juez tuvo que
llamar al orden. Salas parecía haber olvidado lo que declaró inicialmente de no
haberla visto con nadie, salvo en su trato con Balsano. El fiscal insistió:

- ¿Cómo sabe usted que este hombre era Julio Romero?
- Porque lo reconocí en una fotografía que me fue mostrada después, y
me dijeron que era de Julio Romero.
- ¿Y la señora Langer recibió la visita de ese hombre?
- Sí. Uno de los que vinieron a mi casa tenía cierto parecido con Julio
Romero.
- Pero si usted no sabía entonces que se llamaba Julio Romero el
visitante, y a éste solamente lo ha visto después en fotografía, ¿cómo
puede asegurar ahora que tenía cierto parecido con dicho Romero?
- No lo sé, pero muy bien lo podría ser.
- ¿En qué se funda usted para decir esto?
- Porque conocí que era Julio Romero, sin conocerlo -acabó por decir en
un momento de atolondramiento.

Estas palabras produjeron fuertes risas entre el público, manifestaciones
que el presidente acalló agitando la campanilla. Después de aquello, su
testimonio perdió toda credibilidad.
Hay que señalar que el tal Julio César Romero era un preso de la Cárcel
Modelo que había coincidido en ella con Balsano. Éste, probablemente,
contaba con que ya estuviera en libertad para cargarle con la responsabilidad
del delito, pero lo cierto es que Romero continuaba preso durante el tiempo en
que se cometió el asesinato de Emily Langer. Toda la ficción de Balsano se
derrumbó, aunque insistiera en ella con desesperación, tras la comprobación
de la policía.





























La caída de Emily Langer

En lo mejor de nuestras vidas creemos que la posición, el bienestar y la
riqueza, durarán para siempre. No imaginamos siquiera la posibilidad de una
pérdida de la fortuna, de un revés financiero, de un traspiés social que nos
lleve por mal camino. Tenemos la sensación de ser inmunes a todas las
contrariedades, sin percibir las señales que en otros o en nosotros mismos nos
avisan de lo efímero de la gloria, el honor y la riqueza.
Es difícil reconstruir la vida de Emily Langer, fundamentalmente porque
los periodistas de la época buscaban en sus columnas la emoción y la intriga
del lector, engancharlos con una narración llena de sorpresas, algo de morbo,
que los llevasen a comprar el siguiente ejemplar al día siguiente. A ello se une
la atención que se suele prestar al asesino, que aún sigue con vida y tiene en su
memoria (lo confiese o no, como en este caso) lo sucedido en el instante del
crimen. La víctima, en cambio, desaparece, una vez identificada. Ya no va a
hacer declaraciones, no buscará justificaciones ni dará explicación alguna. La
atención descansa en el mismo crimen, no en todo el camino que condujo a
que se cometiera, al menos en aquel tiempo.
De manera que solo podemos reconstruir el trayecto seguido por Emily
Langer a través de pequeñas observaciones, las declaraciones del Sr. Barroso,
abogado que fue de su marido; de Arturo Amat, dueño de un establecimiento
que tuvo cierta amistad con el fallecido; e incluso de Vicenta Díaz, portera de
un edificio en la calle de Rosellón, testigo quizá de los últimos días de la
víctima y también de un tiempo antiguo de su esplendor.
Erdwin Langer y su mujer Emily, llegaron a Barcelona procedentes de
Alemania, en 1903. Si en el momento del crimen se comentó que esta última
tenía cincuenta años, se deduce que en aquel momento de principios de siglo
era una jovencita de poco más de veinte años. Él era ingeniero, tal vez mayor
que ella, como era usual en aquel tiempo. Con tal titulación es posible que
eligiera como esposa a una mujer nacida en una buena posición social,
acostumbrada a las comodidades. Es inevitable imaginar una historia de este
tipo, a falta de datos fiables, ya que encajaría con lo sucedido después.
El señor Langer fue contratado para dirigir la parte técnica de la
Compañía Fabril de Carbones Eléctricos, una compañía de Castellgalí que
había nacido hacía pocos años. Por entonces, Cataluña conocía una creciente
industrialización en todas sus facetas, particularmente la textil pero, en este
caso, fue el de la producción de motores o generadores eléctricos.
En la industria eléctrica es necesaria una conexión entre la parte fija y la
rotatoria de un dispositivo, en concreto las bobinas del rotor. Para asegurar
dicha conexión se fijaban dos anillos de cobre en el eje de giro, aislados de la
electricidad del eje y conectados a los terminales de la bobina rotatoria. Frente
a esos anillos se disponían bloques de grafito (escobillas) que, coloquialmente,
se denominaban “carbones eléctricos”.
Como vemos, la técnica tenía su complejidad y en la mencionada
industria catalana no existían ingenieros conocedores de ese tema, de ahí la
contratación de uno alemán, experto en la industria eléctrica.
Durante quince años la posición del ingeniero Langer fue privilegiada,
disfrutando de un buen sueldo, amplios poderes en la empresa y asegurando
con todo ello, una posición social y grandes comodidades a su mujer. El
problema es que pasaban los años y no tenían hijos, por lo que decidieron
adoptar uno. Así, hacia 1912 marcharon a Alemania para visitar a sus familias,
algo que hacían periódicamente, y volvieron en esta ocasión con una niña
adoptada a la que llamaron María Rosa (Rossy), en honor del país donde había
de crecer.
Vicenta Díaz, que habría de volverla a encontrar más de diez años
después, servía por entonces en una casa cercana a la de los Langer y
recordaba bien a Emily en aquella fecha:

“Yo recordaba haber visto a la señora alemana en San Gervasio, hace
diez o doce años, cuando vivía en una torre de la calle de Ballester.
Entonces yo servía en otra casa próxima y recuerdo que la señora
vivía muy bien, con varios criados, instalada casi lujosamente.”.

Añadiendo a continuación:

“Cuando la vi de nuevo, la encontré muy envejecida y como si
viviese con pobreza. Vestía modestamente e iba de luto”.

¿Qué le había sucedido a Emily Langer para llegar a ese punto en poco
más de una década? Los problemas empezaron en 1918, cuando la empresa
despidió al ingeniero alemán que dirigía la parte técnica. La excusa oficial fue
que ya se contaba con otros ingenieros españoles de igual conocimiento que
podían ocupar su puesto, por lo que no era necesario renovar su contratación.
Teniendo en cuenta la fecha, coincidente con la derrota alemana en la Gran
Guerra, se puede sospechar que se le mantuvo en el puesto mientras la
contienda bélica, que tan pingües ganancias supuso para la industria catalana,
podía decantarse a favor de los germanos. Al no ser así, el ingeniero alemán
resultaba sospechoso dirigiendo la más importante sección de la empresa, que
había de seguir suministrando sus motores a las potencias vencedoras.
De aquel tiempo surge la relación de la familia con el abogado Barroso,
que representó al ingeniero frente a la compañía a fin de obtener, al menos,
una compensación económica por el despido. Él fue quien explicó a la prensa
que Erdwin Langer empezó a declinar desde principios de los años 20, cuando
solo obtenía trabajos esporádicos viendo cómo su nivel de vida se deterioraba.
Aún así, mantenían la posición suficiente como para seguir bien instalados y
disponer de servicio.
Un dato apenas mencionado en el juicio nos hace saber que Emily
Langer, por entonces de unos cuarenta años, fue la protagonista de algún
escándalo relacionado con la bebida. Es posible que la vida social, que exigía
la ingesta alcohólica incluso en las mujeres de aquel tiempo, fuese una
tentación de huida para una mujer criada entre algodones, que había disfrutado
de un considerable tren de vida que ahora veía deteriorarse.
La situación se agudizó cuando el ingeniero cayó enfermo y su
incapacidad se prolongó varios años hasta su muerte a finales de 1930. Para
entonces, Rossy Langer era ya una jovencita de buena presencia y muy
dispuesta a arrimar el hombro para mantenerse, sin desdeñar el trabajo
doméstico. De ella se dijo inicialmente que trabajaba en un club de San Feliú
de Guixols como tanguista, llevando una mala vida. Pronto el abogado
Barroso corrigió tales comentarios, indicando además a la policía cuál era su
actual dirección.

“A raíz de la muerte del señor Langer, Emma y Rossy fueron a
Puigcerdá, donde estuvieron seis meses. Al perder Rossy una
colocación que tenía en un comercio de exportación de frutas del
Prat -que, como es sabido, trabajan por temporadas y cuando termina
la exportación cesan los empleados-, se marchó del lado de Emma,
dirigiéndose a San Felíu, donde un pastor protestante le buscó la
colocación que tiene actualmente en el domicilio del ingeniero señor
Born, en Fliх. Desde el mes de octubre pasado Rossy no volvió a
tener noticias de Emma”.

Toma entonces la palabra el señor Arturo Amat, encargado de negocios
con despacho en la calle Muntaner número 40. También él había asistido al
señor Langer en sus últimos años de vida, a fin de asesorarle en algunas
inversiones que no resultaron especialmente fructíferas. También por entonces,
el matrimonio le ofreció la compra de dos perros de los que finalmente
adquirió uno. Eso indica que los Langer se estaban desprendiendo de
propiedades para ir tirando un tiempo más.
La muerte del ingeniero debió dejar a Emily Langer en un completo
estado de desorientación. Aunque su ahijada lo negara en el juicio, los que la
trataron en aquel año de 1931 hablaron de su afición al alcohol y la cocaína, lo
que la llevaba a causar algunos escándalos en la vida nocturna de Barcelona.
En esas condiciones resulta comprensible la separación de su hija adoptiva,
que buscaba en el trabajo dentro del servicio doméstico, la forma de
supervivencia. Sin duda, tanto aquel pastor que le buscó la colocación como el
propio ingeniero que la contrató, valorarían su juventud, su disposición a
trabajar y la educación que mostraba tras crecer en casa de otro ingeniero. No
es descartable incluso que el señor Born hubiera conocido al padrastro de
Rossy.
Según esta última, su madre contaba con algunos fondos en dinero pero
no las 10.000 pesetas de las que ésta solía presumir en la calle Tallers, cuando
conoció a Balsano. Debía tener, eso sí, algunas joyas y buenos muebles y
vestidos, cuando la dejó recomendándole que buscase algún puesto de trabajo,
por humilde que fuera. Que disponía de dinero es más que dudoso desde el
momento en que acudió al despacho del señor Amat para suplicarle una ayuda.
Éste le dio cinco pesetas, indicándole que no volviera con más peticiones. ¿En
qué se podía emplear una señora de cincuenta años que había crecido dentro
de un mundo de comodidades, asistiendo a su caída desde una década atrás?
Muchas viudas por entonces se sostenían instalando en sus casas un
hospedaje para inquilinos. Hasta el 68 % de las casas de este tipo, por aquel
entonces, venían regentadas por viudas en Barcelona. ¿Por qué no lo hizo? Es
posible que la torre de San Gervasio hubiera sido vendida para mantener a la
familia durante la enfermedad del ingeniero, iniciándose un recorrido errante
por diversas casas alquiladas. En suma, Emily no disponía de esa posibilidad.
¿Cuidar niños en el propio domicilio? Era un trabajo alternativo que
nunca exploró, lo mismo que la ocupación de portera, que era otra dedicación
de mujeres mayores. La venta estacional de castañas, plantas aromáticas o
bebidas, que permitían ayudar al pecunio familiar de las familias humildes,
resultaba impensable para una mujer acostumbrada a otra forma de vida. Su
afición al alcohol, que encerraba una perpetua huida de la realidad, era el
camino sin retorno en el que se embarcó tras la muerte de su marido y el
motivo fundamental de que Rossy se alejara de ella sin mantener contacto con
su madrastra en los últimos seis meses de su vida.
Abandonada por todos, sin recursos propios para emprender un camino
que le permitiera la supervivencia, con algunas pequeñas propiedades (la
biblioteca de su marido, alguna joya, algo de dinero en efectivo, muebles, un
perro y un loro), se instaló en la fonda de la calle Tallers. Y allí encontró a un
hombre educado, amable, que la trataba con cortesía viéndola como
depositaria de un dinero y una riqueza de la que ella aún presumía,
acostumbrado a esperar su oportunidad para volver a ganar algún dinero a
costa de aquella mujer alcohólica y empobrecida, que solo podía terminar en
el arroyo.



























De Tallers a Rosellón

La convivencia de Balsano y Emily en la fonda de la calle Tallers duró
solamente el mes de noviembre de 1931. Durante ese tiempo, tanto Mercedes
Segalés como su hija Eulalia Mainou, novia de Balsano, lo visitaron más de
una vez, llegando a pernoctar alguna noche en el establecimiento.
Indudablemente, se tejió un trato continuo entre los dos primeros, a los que no
serían ajenas la madre y la hija.
El comienzo del drama fue ése, como llegaría a afirmar más adelante el
abogado Barroso: un doble engaño. Por una parte, Emily presumiría de que
venía de un pasado glorioso, que tenía educación Así, decía disponer de
muchos bienes, incluidos varios miles de pesetas. Aunque se emborrachara de
vez en cuando, aunque fuera adicta a la cocaína, ella era una señora con una
racha de mala suerte nada más. Por otro lado, Benjamín Balsano, que veía en
ella a una persona débil y vulnerable, propicia para ser despojada de su dinero,
la trató con la educación que le caracterizaba, ofreciéndole aparentemente una
generosa y amistosa protección de la que la señora Langer estaba muy
necesitada.
Ese doble engaño explicaría el siguiente paso dado por ambos. Dados
los pequeños escándalos provocados por Emily cuando volvía borracha
durante la madrugada, para malestar del dueño de la fonda y otros inquilinos,
era preferible salir de allí y poner el negocio de Balsano en marcha. Así, el 2
de diciembre este organizó el traslado de los muebles de Emily a un depósito
provisional en la calle Urgel y ambos se despidieron de la fonda de la calle
Tallers desembocando en la calle Rosellón.
Allí Balsano había alquilado, a nombre de Emily, un local en el bajo y
allí los conoció Vicenta Díaz, la portera del inmueble y persona que más los
trató aquellos días decisivos. Como dijimos, había conocido a la señora
Langer hacía algo más de diez años, cuando llevaba una vida cómoda, algo
que le mencionaría a Balsano, trazando el cuadro de una mujer rica venida a
menos.

- Yo le pregunté si el señor que la acompañaba era su hijo, y el
argentino, sin dar tiempo a que ella contestara, me dijo que sí. Unos
días después la señora me dijo que el señorito no era su hijo, sino un
pariente lejano, pero muy bueno, al que quería mucho. Los dos, tanto
el día que se presentaron como en los siguientes, dijeron que habían
alquilado el local porque iban a poner un colmado y que querían que
estuviese abierto antes de Navidad.
- En los días sucesivos –continuó diciendo a los periodistas-, observé
que la señora cuando me hablaba de su acompañante no lo designaba
por su nombre, sino que lo citaba llamándolo “el joven”. “El joven” se
cuidará de arreglar la tienda, me decía. “El joven” será el que se cuide
del establecimiento. O bien: Luego, cuando venga “el joven”, dígale
que he salido y que volveré en seguida.

Como luego se dedujo, la operación que preparaba “el joven” Benjamín
Balsano era, como en otras ocasiones en el pasado, un “alzamiento de bienes”,
es decir, pedir bastante género a pagar en treinta y sesenta días, esfumándose a
continuación, como haría efectivamente una semana después yendo al chalet
de Badalona.

- Un día la alemana –siguió testimoniando Vicenta- me dijo que el
colmado que iban a poner lo establecía únicamente para que se
distrajese ella. Venderemos los géneros muy baratos -añadió-, pues
aunque gane la mitad que otros establecimientos, no me importa.
De nuevo los aires de gran señora, que no debió perder nunca en su
relación con los demás, incluido Balsano.

- Pasaron unos días -agregó Vicenta Díaz- y vi que no hacían ninguna
obra que demostrase que realmente querían poner el colmado.
Intrigada, le pregunté al argentino si es que no iban a abrir el
establecimiento para Navidad. El argentino contestó que sí, pero que
como ahora los carpinteros cobran mucho, pensaba comprar los
estantes y mostradores ya hechos, en alguna casa de cosas de lance.

Uno de aquellos días volvió a hablar con Benjamín y le preguntó de
nuevo si es que no pensaban ya poner el colmado.

- Sí -contestó Benjamín-. Por cierto que he comprado algunos chorizos,
mantequilla y otros embutidos, que creo se han debido descomponer,
pues huelen muy mal. Tendré que venderlos en seguida, aunque pierda
algo en ellos. La mantequilla, que está algo rancia, intentaré vendérsela
a algún confitero.

Según la portera, ambos comían y dormían en el propio local, gracias a
los muebles que Balsano había traído de la calle Urgel. Sin embargo, después
de los primeros encuentros pasaron varios días sin que se cruzase una sola vez
con la señora Langer. ¿Fue una casualidad o estaba desaparecida por algún
otro motivo? Mucho se especuló sobre el lugar en que la víctima había
encontrado la muerte. Se afirmó incluso que ésta había sido causada por la
propia Eulalia Mainou, en un acceso de celos, algo difícilmente creíble dada la
diferencia de edad y el hecho de que Balsano debía haberla puesto al corriente
de la “operación” financiera que estaba en marcha para desplumar a la señora.
A ello colaboró el rumor periodístico, que luego resultaría falso, de que las
heridas infligidas a Emily fueron provocadas con la mano izquierda de su
asesino. Eulalia era zurda y, hasta que se desmintió esa información, se dio por
hecho que fue ella la criminal, que Balsano la encubrió pensando que nadie
echaría de menos a aquella borracha alejada de su ahijada y que el cadáver fue
trasladado en una caja de embalaje hasta el chalet de Badalona.
El 9 de diciembre la portera estaba barriendo la acera cuando vio llegar
una camioneta de mudanza y dos muchachos (Joaquín Alvareda y Antonio
Pineda) empezaban a cargar en ella los muebles de la señora Langer. Ella
seguía sin aparecer y aquel cambio de planes extrañó mucho a Vicenta Díaz.

- Como no me habían dicho que pensasen marcharse, pregunté a
Benjamín por qué se iban. El argentino me contestó que la señora se
había agravado mucho de una herida que tenía en la pierna y había
ingresado en una clínica para que la operasen. Seguramente -añadió-,
no saldrá de esta enfermedad, pues está de mucho cuidado.
- Entonces, ¿dejan correr lo del colmado?
- Sí; porque el dinero con que se iba a poner el establecimiento era de la
señora y como está tan grave se ha arrepentido y no quiere poner
ningún negocio.
- ¿Cómo es que recuerda usted con tanta exactitud la fecha del traslado?
–le preguntó el fiscal durante el juicio.
- Porque el día antes era la Purísima.
- ¿Y no vio en ningún momento a la señora Langer?
- No, no la vi.
- ¿Y preguntó usted a Balsano por qué se marchaban de la tienda?
- Sí, Balsano me dijo que como la señora se había puesto enferma,
habían decidido ir a vivir en los alrededores de Barcelona.
- ¿Preguntó algo más respecto a la señora Langer?
- Al preguntar a Balsano qué tenía la señora, me dijo que se había
agravado y que había que operarla, y que quizás no saliese de la
operación.
- ¿Cómo? ¿E1 procesado le dijo que quizás no saliese de la operación a
que iba a ser sometida? -insistió el señor Cuevas.
- Es que yo he sido operada dos veces y, naturalmente, por el riesgo que
sé que se pasa, al decirme Balsano lo de la operación, repliqué que
éstas eran muy peligrosas y que muchas personas morían, y entonces
fue cuando me dijo: Sí; es muy fácil que la señora no salga.

A estas extrañas explicaciones de la ausencia de Emily Langer en el
traslado de sus muebles a Badalona, se unió el testimonio del chófer de la
camioneta, Antonio Pineda.

- Cuando llegó usted a la tienda de la calle de Rosellón -le preguntó el
fiscal-, guiando la camioneta ¿quién lo recibió allí?
- El señor -dijo el testigo, señalando a Balsano.
- Y en la torre de Badalona, a donde fue con la camioneta cargada de
objetos, ¿quién había más que usted?
- Solamente él -volvió a repetir Antonio Pineda, acompañando la palabra
con la misma indicación que antes.
- ¿Está usted seguro que no vio allí ningún otro hombre, ni mujer?
- Segurísimo.
- ¿Quién le pagó a usted?
- Este mismo señor -repuso el chofer, indicando otra vez al banquillo.
- ¿Recuerda usted si entre los cajones que sacó de la tienda de la calle de
Rosellón y trasladó a Badalona, había alguno que despidiese mal olor?
- Sí; había uno que hacía un olor muy fuerte.
- ¿Balsano le dijo alguna cosa para justificar o explicar aquel mal olor?
- Recuerdo que me dijo que aquel cajón contenía embutidos en malas
condiciones.
- Este cajón que usted dice que hacía mal olor ¿cuánto pesaba? ¿Lo
recuerda?
- Como que no lo pesé, es muy difícil decirlo pero yo creo que, a juzgar
por el peso que aprecié a fuerza de brazos, debía ser alrededor de
ochenta o noventa kilogramos.

El tema del cajón fue objeto de numerosas especulaciones. Varios
importantes indicios señalaban que el crimen pudo tener lugar en la calle de
Rosellón. La desaparición de escena de Emily Langer parece muy
significativa, la mención a una supuesta enfermedad (es cierto que tenía una
úlcera en la pierna derecha) que podía llevarla a la muerte, parece ser el
ensayo de explicación que llevaba a cabo Balsano para justificar el
fallecimiento de Emily. Sobre el cajón, que luego no se encontraría, se habló
mucho. ¿Contenía el cadáver de la asesinada? ¿Por qué trasladarlo de un lado
a otro cuando ya olía a putrefacción?
Sobre eso se dijo con razón que el suelo del local en la calle de Rosellón
no era propicio para un enterramiento. La alternativa consistía en trasladar el
cadáver a las afueras de Barcelona desde un lugar céntrico, pero eso sería casi
imposible sin infundir todo tipo de sospechas, habida cuenta que Balsano no
contaba con ningún medio de transporte.
¿Fue por eso que el criminal alquiló precipitadamente un chalet en las
afueras de Badalona, a dos kilómetros de esta última, y con el añadido de un
jardín donde pudiera ocultar indefinidamente el cadáver?
Frente a todos estos indicios que, unidos entre sí, conforman un cuadro
bien creíble, se encuentra el hecho de que, deseando no dejar pistas por si
acaso, el asesino se las entregara voluntariamente a la policía a través de la
cédula de arrendamiento. En ella ocultaba su verdadero nombre, que hasta
entonces había utilizado sin problema alguno, pero mencionaba su
empadronamiento en casa de Mercedes Segalés y su anterior domicilio en la
calle Tallers, donde era bien conocido como Benjamín Balsano. ¿Temor a que
se realizaran comprobaciones por parte de la propietaria del chalet?
¿Aturdimiento de un deseo poco elaborado de permanecer con nombre
supuesto? Podría ser. Su vacilación entre Martino y Martínez en el propio
contrato indican que el asesino no era muy ducho en ocultar sus pasos.
¿Qué indicios hay de que Emily Langer fuera asesinada en Badalona,
frente a los que señalan la calle de Rosellón? Por una parte, algunos vecinos
hablaron de que vieron a una mujer joven y rubia (pudo ser Eulalia o cualquier
otra compañía femenina) pero también a una mujer mayor. ¿Era Emily o la
propia Mercedes Segalés, que terminó por reconocer que lo había visitado
alguna vez en Badalona?
Ricardo Navarro, el sereno del barrio, lo había visto fregando de noche
el suelo del piso, tal vez ocultando el rastro sangriento del crimen, algo que
Balsano negó enérgicamente durante el juicio. Pero también podía haber
estado fregando para borrar el rastro del cadáver sacado de un escondrijo y
sepultado allí mismo.
Por último, están los resultados de la autopsia, que fueron inciertos.
Inicialmente y, por el examen de las larvas encontradas en el hoyo donde
estuvo depositada, se evaluó su muerte en dos meses atrás, lo que la situaría en
febrero de 1932. Sin embargo, un examen más riguroso indicaría que el
margen era más amplio, pudiendo llegar a los cinco meses como máximo, es
decir, desde diciembre de 1931. En suma, la imprecisión forense no parecía un
dato muy fiable para tan corto espacio de tiempo y finalmente, no fue decisiva
para asegurar que la muerte tuviera lugar en Badalona. De manera que
podemos concluir que los indicios más sólidos indican que Emily Langer
encontró la muerte en la calle de Rosellón y fue trasladada, pocos días
después, en un cajón maloliente hasta el chalet de Badalona.





























Huida y detención

El 1 de abril de 1932, seis días después del descubrimiento del cadáver
de Emily Langer, se presentó en comisaría Valentín Ganduexe, el marido de
Eulalia Mainou. Dijo que se había enterado por un amigo de que lo buscaban,
que él no leía los periódicos y nada sabía del problema en el que estaba
implicada su mujer.
- Se ha dicho que usted no tiene trabajo conocido –le dijo el juez.
- No es cierto, señoría, soy un hombre humilde pero tengo trabajo,
aunque no me pagan mucho.
- ¿Estaba enterado de la relación de su mujer con Benjamín Balsano?
- Los había visto juntos alguna vez pero me decía que era un amigo que
llevaba unos negocios y que le ayudaba en no sé qué trámites.
- ¿Se lleva bien con Eulalia?
- Bueno, tengo mis quejas. Ella siempre anda con su madre, Mercedes
Segalés, y van y vienen sin hacerme ningún caso. No me respetan.
Cuando vuelvo a casa rara es la ocasión en que tengo la comida hecha,
en ocasiones Eulalia se ausenta, dice que está con su madre en
Granollers, a mí todo eso me da igual. Le he reprochado su forma de
proceder pero ni una ni otra me hacen caso alguno.
- ¿Cuándo ha sido la última vez que ha visto a su mujer?
- Pues, si no recuerdo mal, el 23 de marzo –tres días después de que
Balsano entregara las llaves del chalet-. Me dijo que cenáramos juntos
en el bar Juliá, uno de la calle Joaquín Costa. Allí me contó que tenía
algunas deudas, no me dijo de qué, y me pidió 300 pesetas. Aparte, mi
madre me dijo que le había sacado otras 200.
- ¿Y no ha sabido nunca para qué necesitaba tanto dinero?
- Lo he sabido después, cuando encontré a Sebastián, el hermano de
Eulalia. Es camarero, uno de los que me ha avisado de que la policía
quería hablar conmigo. Mi cuñado me dijo que aquella misma noche
había llegado su hermana para pedirle dinero. Le dijo que estaba en un
grave apuro y que, si no reunía el dinero suficiente para irse, podía
tener un gran disgusto.
- ¿Habló en algún momento de qué disgusto le esperaba o le dijo algo
más a usted?
- A mí me pidió dinero nada más, no me habló de disgustos sino de
deudas. Pensé que había comprado algo y no me lo quería decir, o que
la deuda era de su madre. No era la primera vez que me sacaba dinero
por ese motivo. Sobre lo que pensaba hacer no mencionó huida alguna,
me dijo que marchaba donde su madre. Por eso pensé que la deuda era
de mi suegra.

Para entonces ya se había visitado el puerto de Barcelona, sin que
hubiera constancia de que una pareja con tales características viajara en
aquellos días. La descripción de ambos se había enviado a distintas ciudades,
entre ellas Madrid. Allí, el comisario Enrique Maqueda recordó el nombre de
Benjamín Balsano como un delincuente de poca monta, relacionado con
algunos timos y pequeñas estafas, al que habían detenido brevemente el año
anterior. De esa forma se dispuso de las primeras fotografías del sospechoso,
tomadas cuando ingresó en la cárcel por aquellos delitos.
Eso permitió dilucidar algunos casos presentados, como una pareja
detenida en Extremadura, junto a la frontera de Portugal. Tuvieron que esperar
un tiempo para que la policía de aquel lugar recibiera la foto y los descartara
como implicados en el suceso de Badalona.
La solución a esa persecución de Balsano y Mainou provino
precisamente del mismo comisario Maqueda, al que habían llegado noticias
confusas poco después de difundirse la foto, de que el argentino había sido
visto en Cuatro Caminos. Eficaz como pocos en aquel tiempo, destinó al jefe
Antonio Lino y al agente García Ortiz a la búsqueda de los fugitivos,
empezando por preguntar en las principales fondas y casas de huéspedes de la
capital.
Finalmente, enseñaron la foto en el domicilio de una anciana llamada
Valentina Martínez, en la calle de la Cabeza número 28, junto a la plaza del
Progreso. Tanto ella como su hija Emilia reconocieron de inmediato a la pareja
buscada, aunque manifestaron que solían estar todo el día fuera y volver por la
tarde. Les dijeron que se habían presentado como matrimonio el 25 de marzo y
él, que mucha inventiva no demostraba, dijo llamarse Aurelio Martínez.
Los policías se organizaron: el agente García Ortiz esperaría cerca del
portal, para cortar la retirada de ambos si percibían la presencia del jefe,
mientras éste permanecía en el interior, oculto en una de las habitaciones.
Efectivamente, a las seis de la tarde llegó Eulalia Mainou y se dirigió
directamente a su alcoba. Al poco la siguió Antonio Lino y se presentó como
policía. Al verse descubierta, dijo la prensa, “quedó muy impresionada”. Tal
como reaccionó posteriormente, eso significaría que se echaría a llorar hasta el
punto de que el propio jefe de policía tuvo que calmarla asegurándole que
nada malo le iba a pasar. La mujer, entre lágrimas, confesó quién era y que
Balsano estaba a punto de llegar.
Efectivamente, media hora más tarde llegó el huido. Cuando llamó a la
puerta, el inspector jefe permaneció detrás de ella de manera que, cuando le
franquearon la puerta, le sorprendió atenazándolo. Balsano se resistió con
energía pero García Ortiz, que subía detrás de él, se echó encima también y
entre ambos policías lo maniataron mientras el sospechoso daba grandes voces
y se debatía sin cesar. En la habitación, Eulalia seguía llorando, pero terminó
por salir intentando abrazar y besar a Benjamín, que seguía pataleando en el
suelo y sujetado por ambos policías.
Fue entonces cuando Eulalia, en un estado de nervios lamentable, le
gritó algo que dio origen a muchos comentarios posteriores: “¡No pases
cuidado, que yo me echaré la culpa. Diré que he sido yo sola!”.
Cuando llegó un automóvil de la Dirección de Seguridad y fueron
trasladados a las oficinas de la primera Brigada, las palabras quedaron en el
aire y la memoria de los presentes. ¿Qué quería decir la mujer detenida con
esa exclamación? Más tarde, cuando fuera trasladada a Barcelona y
preguntada por esa auto inculpación, Eulalia echaría mano de su ingenio para
afirmar que ella, no solo era ajena al crimen sino que no había tenido noticia
alguna de él. Si ella quería echarse la culpa es porque pensaba que la detenían
a instancias de su marido Valentín, que había sabido de su huida con Balsano y
había interpuesto una demanda. Por ello quería echarse las culpas y que su
nueva pareja no sufriera consecuencia alguna.
¿Era verosímil esa explicación? Ni entonces ni un año después, durante
el juicio, la creyó nadie. Primero, porque entre sus propiedades llevadas a
Madrid figuraba una maleta conteniendo ropa y muchos periódicos de días
pasados donde se comentaba sobre el crimen de Badalona y la búsqueda activa
de los amantes escapados. No sólo estaban los diarios, sino que las columnas
referentes al crimen y a los fugados aparecían recuadradas. De manera que
Eulalia conocía perfectamente que los perseguían y por qué.
Al mismo tiempo, a su madre Mercedes empezó a desatársele la lengua
cuando supo que su hija estaba detenida. Hasta entonces había divagado,
manifestaba una completa ignorancia y un constante aturdimiento que
justificaba las múltiples contradicciones en que incurría. Primero dijo que no
veía a su hija desde hacía cinco meses al menos, luego que dos, más tarde
admitió haberla visto quince días atrás. Ahora ya no, de repente recobró el
mínimo de memoria para admitir que la carta de su hija encontrada bajo el
colchón, donde esta última le comunicaba su huida, la había recibido y roto,
aunque no hecha desaparecer.
Por otro lado, y esto fue más revelador, reconoció que su hija había ido a
verla a Granollers la víspera de marchar a Madrid. En ese momento le pidió
dinero porque dijo que “habían pinchado a una extranjera”. Mientras Segalés
podía ser acusada de encubrimiento, la acusación sobre Eulalia sería la de
cómplice en el asesinato de Emily Langer.







































¿Cómo se cometió el crimen?

Desde el principio, la estrategia de defensa de los acusados fue bastante
clara, coincidiendo todos ellos en ser ignorantes del crimen. Mercedes
Segalés, que durante días se había manifestado aturdida frente a sus continuas
contradicciones, aseguraba que no sabía absolutamente nada, aunque era
conocedora de que su hija había delinquido “pinchando a una extranjera” y
emprendido una huida, como manifestaba en la carta rota que encontró la
policía.
Por su parte y contra toda evidencia, Eulalia Mainou se manifestó
siempre ignorante de todo aquello, defendiendo que no conocía a la alemana,
cuando había visitado la fonda de la calle Tallers durante el mes de noviembre
y Emily Langer permaneciese con Balsano en la calle de Rosellón durante
días.
Este último fue sin duda bastante imaginativo, inventando un personaje
ficticio (Julio César Romero) aprovechando el nombre de un delincuente con
el que había compartido cárcel, adjudicándole el protagonismo en todo aquel
suceso. Romero era el novio de la alemana, el que le había encargado alquilar
el chalet de Badalona, el que dormía bajo llave en el cuarto donde se había
descubierto el cadáver, el que compró el yeso, los mosaicos del suelo. Todo lo
había hecho Romero, incluyendo el crimen naturalmente, y si Balsano había
intervenido, como en la venta de libros y muebles, fue siempre por encargo de
dicho amigo.
Ante esa actitud, el crimen quedaba en la oscuridad, sin conocerse la
mecánica del mismo ni la motivación. Desde luego, ya no se dudaba de la
identidad de la víctima, dado que Rossy Langer había reconocido como de su
madre la ropa y los muebles vendidos a Leopoldo Delgado, así como el loro.
Indudablemente, el asesino había querido sacar un rendimiento económico de
su crimen, por poco que fuera.
El fiscal se mostró descontento con la primera autopsia llevada a cabo
con notable negligencia y poco cuidado, seguramente pensando en un caso
rutinario que no merecía mucha atención. Era necesario actuar con más
rigurosidad de cara al juicio para deshacer equívocos (por ejemplo, que la
mujer era joven) y aclarar las circunstancias de su muerte.
El 22 de abril, casi un mes después de encontrarse el cuerpo de Emily
Langer, se procedió a su exhumación de la fosa común donde había sido
enterrado. Se formó un extraño cortejo fúnebre en el cementerio, integrado por
el juez y sus ayudantes, policías, sepultureros y los tres acusados fuertemente
custodiados, en particular Balsano. También acudió Rossy, la ahijada de la
víctima, acompañada por el abogado señor Barroso.
Una nube de reporteros fijó el momento para la posteridad, con un
Balsano esposado por delante, digno pero algo cabizbajo, como tratando de
eludir a los fotógrafos y muy cerca de él no solo Eulalia y su madre, sino la
misma Rossy Langer, que precedía en poco espacio al asesino de su madrastra.
La escena se repetiría en una visita posterior al chalet, tras el envío del féretro
al Hospital Clínico para su reconocimiento.
En un momento determinado, la ahijada de la víctima declaró a los
periodistas que no creía que Balsano pudiera ser el asesino de su madre, por
cuanto ella era fuerte, tenaz y resistente, y veía al acusado del crimen de baja
estatura, incapaz de acometer este crimen salvo que encontrara dormida a
Emily Langer.
De poco más sirvió esta ceremonia ni la que tuvo lugar cuatro días
después, cuando de nuevo los mismos personajes, incluyendo ahora al dueño
de la fonda de la calle Tallers, la portera Vicenta Díaz y algunos testigos más,
fueron conducidos hasta el Depósito para que examinaran y pudieran
identificar el cuerpo.
El primero en entrar fue Benjamín Balsano que, además de observar el
cadáver, pudo enfrentarse a la mascarilla con la que los forenses habían
reconstruido el rostro de la víctima. En esas condiciones reconoció a Emily
Langer pero, enfrentado a sus restos, miró el cuerpo con atención y de modo
pensativo para concluir que le era imposible confirmar la identificación, dado
el estado en que se encontraba. Si un mes antes ya era irreconocible, es de
imaginar que en ese momento estaría bastante peor.
A la salida de este trámite, “algo tembloroso” al decir de los periodistas
que espiaban cualquier gesto de consternación o culpabilidad, se rehízo con
facilidad y hasta pidió un cigarrillo a un agente de Vigilancia que lo
custodiaba.

“No he podido reconocer el cuerpo de esa mujer –le oyeron decir-.
Yo siempre he dicho la verdad, y nada sé que haya ocultado a la
Policía y al Juzgado. Yo he sido el único que ha facilitado la labor de
la Policía dando las señas de unos y de otros y no guardando ni un
solo detalle relacionado con el suceso. Pude dejar de entregar las
llaves al dueño de la torre de Badalona, y no quise porque no tenía
por qué ocultarme de la Policía ni de nadie. Yo soy inocente y
desearía que me trajesen a Romero, ese puede aclararlo todo y hacer
resaltar mi inocencia absoluta. Si Romero viniera y nos dijese que
había matado a otra mujer y que la que ahí dentro está no es Emi
Langer, ¿qué posición adoptaría yo y qué actitud, correspondería a la
justicia con respecto a mi persona? Yo no he cometido ningún
crimen”.

Mientras Balsano era trasladado de inmediato a la cárcel, pasaron al
Depósito Eulalia Mainou y su madre Mercedes. Esta última iba tranquila y
comentó al juez presente que no sabía por qué se la había llevado allí, ya que
estaba suficientemente demostrado que no conocía a la difunta.
Eulalia, sin embargo, perdió la serenidad en algún momento y dio
muestras de gran inquietud y angustia, aunque insistía en que no conocía a la
víctima y que, en esas circunstancias, mal podía identificarla.
Otro fue el caso de Rossy Langer, que observó una llaga en la pierna
derecha del cuerpo enteramente similar a la que tenía su madrastra en ese
lugar. En cuanto al resto del cuerpo putrefacto no pudo añadir nada más.
Para entonces, el juez disponía del informe preliminar de la autopsia
realizada por los médicos forenses Coll, Coroleu y Peris, que entregarían
oficialmente un mes después, tras completar determinados procesos. En
primer lugar, la víctima no era una mujer joven, señalándose una edad
alrededor de los 55 años y un peso de unos 80 kilos, datos coincidentes con los
de Emily Langer.
Respecto a la causa de la muerte no fue la asfixia por estrangulación,
como informaba con ligereza la primera autopsia, sino que murió por la
hemorragia provocada por varias heridas en el cuello. El degollamiento fue
causado por un cuchillo de poco filo, obligando al asesino a infligir dos o tres
cortes que llegaron hasta la columna vertebral.
Se encontró comida sin digerir en el estómago, lo que indicaba dos
posibles escenarios en los cuales la muerte sobrevino por el ataque del asesino
desde detrás de ella. O bien estaba comiendo y el victimario marchó a otro
lugar de la habitación agarrándola del pelo e hiriéndola, o bien al poco de
comer, tal vez descansando en un sillón, el asesino actuó de la forma indicada.
Eso justificaría que no existiesen heridas defensivas en las manos, ya que la
víctima fue tomada por sorpresa y sin posibilidad de reacción.
Un extraño detalle fue el encontrar en una de sus manos un mechón de
pelo decolorado por el tiempo transcurrido. Eso motivó que se cortase otro a
los tres acusados, a fin de compararlos. Finalmente, se concluyó que
pertenecían a la propia víctima. ¿Cómo pudo llegar un mechón de su pelo a su
mano apretada en la agonía? Cabe la posibilidad de que, al sentirse herida,
echase la mano hacia atrás, donde se situaba el asesino, y su mano agarrase su
propio pelo, arrancando ese mechón en una contracción agónica.
En todo caso, la mecánica del asalto y la muerte de Emily Langer quedó
mucho más clara y explicaría que, pese a la diferencia de corpulencia,
Benjamín Balsano pudiera haberle dado muerte. Otra cuestión fue la
motivación, algo que, al no reconocer ninguno su culpabilidad, quedó como el
elemento más impreciso de todo aquel suceso.
¿Por qué un estafador, un timador, llegó al asesinato? ¿Qué situación fue
la creada entre ambos para que él decidiera acabar con su vida? Sobre esto
solo cabe especular, ofrecer una explicación convincente en cuanto sea
coherente con los datos manejados hasta ahora.
Partamos del diagnóstico que pronunció ante los periodistas el abogado
Barroso, conocedor de la desgraciada trayectoria de la señora Langer: “Fue un
engaño mutuo”. En efecto, Emily había disfrutado de una vida cómoda,
regalada incluso, probablemente desde su infancia. Después de una serie de
reveses, la realidad se volvió para ella oscura y agresiva. Antes que enfrentarse
a ella, como así hizo su ahijada, buscando un trabajo humilde, una ocupación
modesta que le permitiera sobrevivir a la penuria, Emily Langer prefirió huir
de esa realidad. En ese mundo de fantasía ella podía ser feliz, alegre gracias al
alcohol, a las drogas. En los momentos de sobriedad iba tirando del resto de
los bienes que había heredado de su marido, pero ya quedaban pocos y se daba
cuenta de que no podía aguantar mucho tiempo más. Al mismo tiempo, no
aceptaba la caridad, la compasión. Ella era una señora, siempre lo había sido,
y deseaba ser tratada como tal. Por ello presumía de riquezas que nadie veía
pero que se le podían suponer, a pesar de vivir en una fonda de baja calidad.
En eso conoció a un pequeño timador, a un estafador al que le habían
salido bien algunos golpes y otros lo habían conducido a la cárcel. Su vida era
el engaño permanente, un engaño que envolvía en unas maneras educadas, una
presencia fina, un buen vestir. Ducho como era en falsificaciones como la que
originó su detención en tierras francesas, era capaz de falsificar bonos del
Estado como los que enseñó a Pedro Sala. Con todo ello se acercaba a los
bancos para solicitar préstamos que no habría de devolver, o a suministradores
de bienes para su tienda, tahona o peluquería, desapareciendo a continuación
sin abonar la cuenta.
En este ir y venir azaroso de sus timos, Emily Langer aparecía como un
mirlo blanco al que se podía desplumar con facilidad empleando la paciencia y
la persuasión. En su astucia comprendió que Emily necesitaba que alguien la
guiara y protegiera y él, caballerosa y amigablemente, se ofreció a ejercer esa
labor. Para ella él sería su salvación, para él ella era una víctima que despojar
de cuanto tuviera. Un engaño mutuo.
En un momento determinado, probablemente en la calle Rosellón, Emily
no pudo responder a las exigencias de Balsano. Él necesitaba fondos para
invertir y engañar, se estaba gastando su propio dinero en el mantenimiento
del local en la calle de Rosellón, en el alquiler del chalet de Badalona al que
llevar la mercancía escamoteada. Era el momento de que ella colaborara
trayendo su dinero al primer plano.
Entonces ella le dijo que tenía solo aquellos muebles, unos libros y un
loro, eso es todo lo que poseía en este mundo. No había más. El estafador se
veía estafado, algo realmente humillante para él. Al mismo tiempo, Emily
seguía presentándose como una persona que mendigaba y hasta exigía
protección por su parte. Había abandonado su vida, la fonda que ocupaba
tranquilamente para ayudarle en la fechoría que preparaba. No podía dejarla
sola, debía cargar ahora con ella. Una estafa, una trampa, pensaría Balsano,
que solo podía arreglar de una manera.
Seguramente terminaron de comer, ella fue al sillón a descansar después
de la áspera discusión. Él fue a llevar platos y cubiertos, agarró el cuchillo con
el que habían comido y se acercó por detrás al sillón donde Emily había
cerrado los ojos.

















Informe del fiscal

El Juzgado competente dio por concluido el sumario del crimen de
Emily Langer el 26 de noviembre de 1932, remitiéndose inmediatamente a la
Audiencia provincial de Barcelona. Finalmente, el juicio contra los tres
acusados comenzó el 7 de junio de 1933, presidiendo el tribunal el juez
Aurelio Peláez, siendo fiscal el señor Cuevas y defensores José Mª Saseras,
por Benjamín Balsano, y Mariano Guirao, de las dos mujeres.
A continuación trascribiremos el informe del fiscal, tal como lo reflejó
La Vanguardia el 9 de junio.

“El fiscal señor Cuevas, empezó su informe con una sentida salutación
al Tribunal, al Jurado y a los letrados defensores, anunciando a continuación la
hora de que la Justicia hiciese sentir su peso en esta tragedia que ha motivado
el juicio que se estaba celebrando.
Tragedia –añadió- con una víctima: una señora alemana que, quizás
confiada en la hidalguía española, vino a nuestra tierra y creó aquí amistades y
afectos. Yo espero que si la tan celebrada hidalguía española fue desmentida
con la muerte violenta de esta mujer, vuelva a afirmarse con la reparación
justa de este asesinato, cometido por un hombre perfidioso.
Refiriéndose a su intervención, manifestó que era en cumplimiento de un
deber, y que estaba seguro de levantar la voz en nombre de los intereses
morales y materiales de la sociedad.
A pesar de todo, siento un gran pesar –prosiguió-, no porque me espante
el deber que he jurado cumplir. Pesa sobre mí una misión tan delicada como
trascendental. He de ser yo quien me enfrente con ese hombre que se sienta en
el banquillo de los acusados y exponga en toda su integridad los hechos,
desmintiendo con mi informe las invenciones y patrañas, tan burdas como
inocentes, que ha inventado y también he de ser yo quien califique la gravedad
del delito cometido.
Por otra parte, siento una doble satisfacción de cooperar a los esfuerzos
del digno Tribunal para que resplandezca la Justicia y porque he de dirigirme
al Jurado popular, representante del pueblo, y que por lo tanto encarna el
verdadero sentido de la democracia: la representación del pueblo por el
pueblo.
Los defensores, como se hace a menudo en estos casos, invocarán la
piedad (los letrados defensores hacen signos negativos), piedad para sus
defendidos. A pesar de sus indicaciones, yo he de decir que si ellos no hacen
suya la petición de piedad para los acusados, la sostengo yo. Considero que no
puede haber justicia sin piedad, pero esta piedad llega a su límite cuando a la
sociedad se la ofende con un ataque semejante al cometido por el hombre que
enjuiciamos.
Vosotros, jurados, diréis la última palabra. De momento ya habéis visto
cómo se comportaban los tres procesados en el acto del juicio: una de las
mujeres, la madre, siempre con la misma actitud, como si estuviese en las
antípodas de lo que aquí se está debatiendo, a pesar de que se trata de lo más
grave que en la vida puede darse: de un asesinato, de la honra de su hija. Esto
demuestra su contextura moral.
La otra, la Mainou, a pesar de las graves acusaciones que se le hacían
contra su honor, se nos mostraba insolente, riéndose igual que si asistiese a
una comedia. Este mismo representante del Ministerio fiscal tuvo que llamarle
la atención por su sonrisa equívoca.
¿Y Benjamín Balsano? ¿Qué es lo que pretende con esta actitud
indiferente, fría, con esta máscara de hierro que hace inmutable su rostro? Este
hombre que no tiene valor de confesar la realidad que por todas partes se
pregona, que está en la conciencia de todo el mundo, que pesa sobre él. ¿Qué
es lo que dice? Desde buen principio inventa, una fábula, crea un personaje:
Julio Romero, y pretende que éste es el autor del crimen.
Dichas estas palabras, el fiscal analizó las declaraciones del procesado,
demostrando la inexistencia del personaje antes dicho, y a continuación
añadió:
En los primeros momentos dijo Balsano que Romero existió, que éste
era el amante de Langer, y concluye afirmando rotundamente que el único
autor de la muerte de la anciana es este ente misterioso. Al preguntarle por qué
suponía que Romero mató a Langer, nos dijo que porque era su amante.
No puede ser que se nos haga aceptar esta patraña; sería una insolencia,
una vergüenza suponer que los señores jurados atendiesen con respeto la
comedia que ha venido representando Balsano y que nos demuestra que quiere
seguir hasta el final.
Siguió el fiscal analizando todas las pruebas aportadas en el sumario y
en el Juicio, demostrando que Romero no existió. A este efecto se refirió al
testigo Sala, dueño de la pensión de la calle de Tallers, quien al pretender
ayudar al procesado en el mantenimiento de la ficción de Romero incurrió en
repetidas contradicciones. Censuró el proceder de aquel testigo, por faltar a la
verdad…
En contraposición se refirió a la declaración ejemplar, segura, fiel a la
verdad, hecha por la portera de la calle de Rosellón; a la de la dueña de la torre
de Badalona, y a la del chófer que trasladó los muebles por encargo de
Balsano.
Niega que se hubiesen cometido coacciones en el transcurso del
sumario. Prueba de eso –afirmó-, es que Balsano declaró ante el Tribunal lo
mismo que ante el juez Instructor de la causa y ante la policía.
Hizo un detenido estudio de Balsano con motivo del careo sostenido con
la dueña de la torre, segura en sus afirmaciones, con la máxima entereza,
convincente ésta; frío, con un cinismo aterrador, aquel.
El señor Cuevas siguió su informe refiriéndose a las dos mujeres,
exponiendo su condición moral y su equívoca conducta. Los letrados
defensores -dijo el fiscal-repitiendo unas mismas preguntas a todos los
testigos, pretendieron hacernos ver la inhibición de las mujeres en el delito
cometido por Balsano, pero no aportaron ninguna prueba favorable a ellas.
El fiscal se refirió con más detalles a las conclusiones de las defensas, y
después pasó al examen de los hechos ocurridos desde la detención de Balsano
en Madrid hasta el acto del juicio. Con extensión se refirió a las declaraciones
de los testigos que han desfilado ante el tribunal, concluyendo con la
afirmación rotunda de la culpabilidad de Balsano y de que las mujeres son sus
encubridoras….
Con voz emocionada y en párrafos impresionantes, el señor Cuevas hizo
una descripción de cómo se cometió el ignominioso crimen.
La forma de cometer el crimen –añadió-, delata en él a un verdadero
criminal, prototipo del protagonista de la obra «El Delito», de Lombroso. Si el
gran criminalista viviera, no dudaría en señalar a Balsano como el hombre que
definía y que merece un castigo inflexible.
Este es el hombre que mató, que asesinó a Emmy Langer -dijo con voz
enérgica el fiscal señalando a Balsano.
En este momento el procesado se levantó del banquillo de los acusados,
y a grandes gritos dijo:

- ¡Es mentira! ¡Yo no maté a nadie! ¡Yo no he asesinado! ¡Es indigno
acusar como lo hace el fiscal a un inocente!

El presidente obligó a callar al procesado y mandó que fuese sacado de
la Sala, continuando fuera hasta que se encontrase en condiciones de guardar
la compostura debida.
El fiscal continuó diciendo que ya esperaba esta interrupción.
Balsano –dijo-, insiste en su actitud histriónica, en su teatralidad. Ya
habéis visto que se ha levantado sin inmutarse: su farsa ha tenido otra
manifestación.

El Jurado aceptó en gran medida este planteamiento, particularmente en
el caso de Balsano, no tanto en cuanto a las mujeres. Al primero la sentencia
lo condenaba a 22 años de reclusión mayor por el delito de robo con
homicidio; a Eulalia Mainou seis años y un día de prisión por el delito de
encubrimiento. En cambio, Mercedes Segalés resultaba absuelta.
Mientras permanecían en prisión, los defensores de ambos condenados
recurrieron primero ante el Tribunal Supremo, que reafirmó las condenas, y
luego alegaron que debía aplicárseles el indulto de 8 de diciembre de 1931 por
haberse cometido el crimen antes de esa fecha. El Tribunal aceptó esa
petición, que suponía que la muerte de Emily Langer tuvo lugar en la calle de
Rosellón, reduciendo a la mitad las penas a las que habían sido condenados.
Esta noticia debió llegar a Eulalia Mainou en enero de 1934, dejando en
poco tiempo más su encierro en la cárcel, de la que salió el 29 de junio de
1935. Se trasladó a Granollers, con su madre, y entabló proceso de divorcio
respecto a su marido Valentín. Probablemente, Benjamín Balsano la seguiría
poco después, cuando la contienda militar que dio origen a la Guerra Civil
precisó de todos los soldados necesarios en la defensa de Madrid.

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