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El

Muerto Resucitado
Plasencia, 1886

Carlos Maza Gómez




© Carlos Maza Gómez, 2017


Todos los derechos reservados







Índice

El caso Fontanellas 5
…………………
La locura de Eustaquio 15
……………..
El testamento 23
……………………….
Concha Somera 31
…………………….
Eugenio Santa Olalla 43
……………….
¡Lo que es suyo! 57
……………………
El juicio 67
…………………………….
La sentencia 79
………………………...
El crimen de Alcuéscar 87
…………….
Un crimen pasional 93
………………...






































El Caso Fontanellas

- ¿Tiene noticias el testigo de una manifestación realizada en Plasencia
en 16 de Octubre del año 1886? –preguntó el fiscal.
- Sí que la tengo, porque tuve ocasión de verla.
- ¿Hace memoria de si en ella figuraban mujeres?
- No, señor. Yo al menos no vi más que unos cuantos chiquillos
próximamente de diez o doce años.
- ¿Oyó las voces que profiriesen?
- Iban diciendo a gritos: “¡Viva D. Eustaquio Campo Barrado! ¡Que le
den lo que es suyo!”. Y al pasar por la puerta de mi casa, pegaron al
propio tiempo en ella algunos aldabonazos.
- ¿Y comprendía V. el móvil que les impulsase?
- Lo comprendía –expuso el testigo- y no me lo explicaba.

La sala más grande de la Audiencia de Plasencia estaba abarrotada aquel
día de octubre, dos años después de los hechos que se discutían. Se juzgaba a
un procesado bajo la acusación de usurpación de estado civil intentando
aclarar quién era en realidad, si el heredero placentino Eustaquio Campo o el
carpintero burgalés Eugenio de Santa Olalla o bien si resultaba no ser ninguno
de los dos anteriores. ¿Quién era aquel hombre que rondaba los cincuenta años
y se había presentado a finales de agosto de 1886 en la llamada capital del
Jerte?
Se dijo en un primer momento que la manifestación la integraban
mujeres y niños, el propio testigo que así respondía al fiscal, el conocido
abogado Felipe Díaz de la Cruz, se preguntaba poco después quién estaba
detrás de aquella turbamulta. No acertaba a explicarse, ofendido, por qué el
pueblo entero de Plasencia había tomado partido a favor de lo que entendía
que era un impostor, un timador.
Unos días después salió un monográfico sobre el tema en “El Cantón
Extremeño”, un periódico de la localidad. Su director, Evaristo Pinto, había
conocido a Eustaquio Campo cuando eran niños, habían jugado por las calles
de Plasencia, tiraron piedras a otros niños, se bañaron en el río. “Era bajo de
estatura” aseguró durante el juicio, “cojeaba, tenía un poco de estrabismo y
una cicatriz en el carrillo izquierdo junto al labio, un panadizo en un dedo de
la mano izquierda y su color era moreno claro” aseguró durante el juicio. “Por
todas estas señas reconozco en el procesado al que fue mi amigo” concluyó.
Desde aquel día 24 de octubre de 1866 en que el periódico trató en sus
cuatro páginas la repercusión que estaba teniendo en Plasencia la presencia de
aquel hombre, desde que comenzó a llamarlo el “Muerto Resucitado”, otros
dos periódicos (“El Centinela” y el semanal con el mismo nombre de ese
apelativo) hicieron causa común en la defensa del que dos años después estaba
siendo procesado en la Audiencia.
Los periódicos en Madrid se hicieron eco de aquel primer monográfico,
tanto a ellos como a los lectores les hizo gracia aquello de que un muerto
resucitase y el tema, aunque no en las primeras páginas, encontró hueco para
convertirse en cotidiano. Por entonces, no era habitual que la prensa abordase
un caso reservándole un lugar entre sus páginas durante días y semanas.
Habrían de pasar dos años para que los periódicos de la Corte descubriesen el
poder adictivo sobre sus lectores de noticias de este tipo, en ese caso con el
“Crimen de la calle Fuencarral” que compartió ejemplares con el juicio por el
“Muerto Resucitado”.
Inmediatamente que la prensa madrileña acogió en 1886 lo anunciado
por “El Cantón Extremeño”, recordaron el llamado “Caso Fontanellas”,
sucedido un cuarto de siglo atrás. Para mejor entender esta referencia
habremos de retroceder aún más, para comprobar que ambos casos,
inicialmente, fueron tomados como semejantes. Las grandes diferencias entre
ellos irían saliendo a la luz poco a poco.
El 27 de Septiembre de 1845 un joven de 23 años, Claudio Fontanellas,
salió de su casa en Barcelona después de comer. Su padre, el conocido
banquero Francisco Fontanellas, su madre Eulalia de la Casa, su hermano
Lamberto y su hermana Dolores, no lo volverían a ver con vida. Por la noche
no había vuelto y sus amistades no sabían decir qué había sido de él.
Un manto de silencio se abatió sobre su ausencia hasta que el 7 de
diciembre, más de dos meses después, se recibió una carta de su puño y letra.
Había sido secuestrado por unos hombres que le amenazaban con golpearlo
hasta la muerte si su padre no les entregaba cien mil duros, una fortuna para la
época.
Veinte días después el banquero recibió una segunda carta y aún una
tercera escrita por otra persona, donde la condena a muerte de su hijo se
anunciaba como inminente si no se satisfacía su demanda. Las tres cartas
fueron entregadas, al parecer, al capitán general de Cataluña Manuel Bretón.
Aún hoy en día resulta desconcertante, como resultó algunos años más
tarde, saber que la familia no hizo nada más por averiguar el paradero de su
hijo. ¿Creyeron que era una broma de Claudio para sacarles dinero? Tiempo
después Lamberto, el heredero de la fortuna y los títulos familiares, manifestó
que él ni siquiera estuvo atento a las eventuales gestiones que hubiera hecho
su padre, de hecho ni siquiera le constaba que realizara ninguna. Al parecer,
nadie en la familia discutía cuál podía ser el paradero del segundo de sus hijos.
Ocho años después, cuando de Claudio no se había llegado a saber nada,
un preso de la cárcel de Barcelona confesó que un compañero de celda le
había dicho que la desaparición de Claudio Fontanellas fue organizada por un
antiguo comisario de policía llamado Tarrés. Incluso aseguró saber dónde
estaba enterrado, algo de lo que se desdijo cuando fue interrogado por el
alcaide de la prisión. Fue entonces cuando Lamberto Fontanellas, cabeza de
familia tras la muerte de su padre, sacó a relucir las tres cartas recibidas que su
madre le había entregado.
Aquellas averiguaciones no llegaron a nada, como tampoco el macabro
hallazgo de un esqueleto tras los muros de una casa, del que se dijo que era el
desaparecido Claudio. Su hermano dijo recordar que éste tenía una mata de
pelo pelirrojo similar a la que aún presentaba la calavera, pero tan vaga pista
no era suficiente para tranquilizarlos sobre el destino del secuestrado. La
cuestión volvió a olvidarse durante muchos años más hasta un día de mayo de
1861.
Habían pasado 16 años desde la desaparición de Claudio Fontanellas
cuando a su hermano Lamberto la secretaria le anunció que un hombre insistía
en verlo, un capitán de navío que acababa de llegar a puerto desde la lejana
Paraná con escala en La Habana. Intrigado, lo hizo pasar. El capitán traía una
carta personal para el banquero que éste abrió extrañado. Cuando leyó aquellas
líneas se sintió intensamente emocionado. El desaparecido Claudio le
anunciaba en ellas que se encontraba en el barco con una pequeña deuda
pendiente por el pasaje (150 duros), que esperaba que su hermano pudiera
satisfacer para ir corriendo a abrazarlo.
Inmediatamente dio al capitán el dinero correspondiente y algo más para
que alquilase un carruaje que trajese a Claudio hasta su casa. Así tuvo lugar el
reencuentro de aquellos dos hermanos. Lamberto lo acogió en su casa, desde
luego, le dio ropa nueva, lo llevó aquella misma noche con sus amigos para
presentarlo. Todos estaban admirados al ver la apostura juvenil de aquel
hombre que, habiendo nacido en diciembre de 1822, debía rondar los cuarenta
años. Sin embargo, tenía una alegría exuberante, repartía abrazos por doquier
y, fumando un buen habano, fue contando sus aventuras junto a las tropas
garibaldinas en el sitio de Montevideo. Los amigos lo escuchaban fascinados
cuando narraba la batalla que se había prolongado durante años, la marcha
final de Garibaldi y cómo él había quedado en tierras americanas para seguir
combatiendo.
Pasaron los días y Lamberto empezó a albergar dudas que transmitió a
su hermana Dolores, por entonces en Madrid tras su matrimonio con el
marqués de Villamediana. Ella, que ya preparaba su viaje a Barcelona para
abrazar a su hermano reaparecido, prometió ir a la mayor brevedad posible.
Así lo hizo. Para cuando llegó las dudas habían crecido considerablemente.
Preguntado por su pierna, que se había roto de niño, el supuesto Claudio
aseguró que estaba perfectamente. La cojera que le había quedado como
permanente tras aquel suceso desapareció milagrosamente.
Otros sucesos de su infancia estaban olvidados también. Incluso algunos
criados de la casa que lo recordaban por ser antiguos con la familia,
comentaron a su señor que el recién llegado ni los reconocía. Con la llegada de
Dolores Fontanellas se avivaron todas las alarmas. No reconoció en aquel
muchacho al hermano cuarentón que debía haber encontrado. Interrogado
hábilmente demostró no recordar aspectos familiares importantes, a pesar de
haber marchado ya con 23 años.
La presencia del recuperado hermano era ya un suceso bien conocido en
todo Barcelona. A nadie se le escapaba que antes o después reclamaría la
legítima de la herencia de su padre: trescientos mil duros. Entonces el
aventurero cometió un error infantil: se fue a pasear por una calle que debía
traerle recuerdos de su pasado y donde fue reconocido de inmediato. El
confitero Antonio Coll vio tras sus cristales a un hombre en el que reconoció a
Claudio Feliú y Fontanells, aprendiz con él hasta hacía tan solo cinco años.
Preguntando en la tienda de enfrente, donde había entrado el muchacho, allí le
dijeron que era el hijo de un banquero desaparecido muchos años atrás, ése del
que se hablaba en los periódicos.
Asombrado, el confitero se presentó en casa de Lamberto Fontanellas y
primero a él y su hermana, luego a la policía, contó una historia bien diferente.
Aquel hombre se llamaba Claudio Feliú, incluso conocía a sus padres Joaquín
y Joaquina. El primero lo había llevado de aprendiz con él durante dos años,
desde 1854 a 1856, cuando tuvo que despedirlo por no irle bien el negocio.
Supo que el chico, ya que tenía 24 años en realidad y no los 39 que
tendría el desaparecido Claudio Fontanellas, se había ido a trabajar a la
fundición “Nuevo Vulcano” a cuyo dueño conocía. Después, unos tres años
antes de la fecha de su aparición, había marchado a América para intentar
hacer fortuna. Ya que no lo había conseguido no se le ocurrió otra cosa que
fingirse el desaparecido heredero de la banca Fontanellas.
Detenido finalmente e interrogado, empezó a contar historias
contradictorias y cercanas a lo inverosímil. Dijo que cuatro hombres lo habían
llevado aquel día hasta una cueva en Montjuich. Allí lo retuvieron junto a un
cadáver putrefacto para que recordase mejor lo que le sucedería si su padre no
soltaba el dinero. Para ello, le obligaron a firmar una carta donde se exigía el
rescate. Por la noche, los cuatro secuestradores trajeron de comer y beber y
acabaron con tantas botellas de vino que el secuestrado pudo escapar. Una vez
libre y considerando que su padre no tenía interés en que volviera a casa, en
vez de tomar el camino de la misma se fue a Tarragona donde consiguió
embarcarse en un navío que zarpaba al día siguiente en dirección a América.
Todo resultaba absurdo. Insistía en que fue secuestrado en 1848 cuando
lo había sido tres años antes. Las cartas recibidas por el padre pidiendo el
rescate y contando las amenazas y malos tratos que sufría fueron escritas casi
tres meses después de la fecha en que él había escapado, según su versión.
Además ¿era comprensible que no volviera a su casa sino que marchara tan
lejos sin decir una palabra a su familia?
Para rematar el descubrimiento de su impostura, se presentaron sus
padres en el calabozo reconociéndolo entre lágrimas. Otros familiares y
amigos también hicieron lo mismo. Los forenses aseguraron que aquel
muchacho tendría entre 24 y 25 años, de ninguna manera los 39 que decía
tener. El asunto se resolvió en un juicio por usurpación de estado civil, algo
que hoy llamaríamos robo de identidad, y una condena de doce años de
presidio mayor.
El caso del reaparecido en Plasencia Eustaquio Campo ¿era similar? ¿se
resolvería con idéntica facilidad? Alguien recordó en un periódico el caso de
Remigio Baronet, un francés nacido en 1717. Salió de su tierra con 25 años y
volvió en 1764, con 47. Su hermana, que mientras tanto se había apoderado de
toda la herencia de sus padres, se puso de acuerdo con el cura y un tal
Francisco Babilot para afirmar que el reaparecido era, en realidad, el hijo de
este Babilot, que también había desaparecido y era de una edad similar.
Condenado a ser marcado y pasar el resto de su vida en galeras, el legítimo
Remigio Baronet estuvo dos años en esas circunstancias hasta que el caso,
después de una confidencia, se reabrió, los culpables confesaron su culpa y el
condenado pudo volver a su tierra y recobrar sus derechos. Es de imaginar que
no volvería a dirigir la palabra a su hermana, como mínimo.
Aquel hombre que apareció en Plasencia en agosto de 1886 afirmando
llamarse Eugenio de Santa Olalla ¿era el heredero Eustaquio Campo? ¿el
verdadero propietario de una fortuna de casi medio millón de pesetas al que
habían despojado de sus derechos? ¿o era un farsante como aquel Fontanellas
venido de América? Si era así ¿resultaría tan fácil desenmascararlo?
















































La locura de Eustaquio

Plasencia es una ciudad extremeña importante, superando hoy en día los
cuarenta mil habitantes. Por ella pasa el río Jerte, desembocando en el Alagón
a cierta distancia para que éste vierta sus aguas en el Tajo más adelante.
Cuando en 1822 se dividió la región en dos provincias (Badajoz y Cáceres),
Plasencia disputó la capitalidad de la segunda a la ciudad que finalmente dio
nombre a la provincia y de la que dista 83 km.
En el año de 1839 la ciudad constaba de seis mil habitantes tan solo que,
en el momento de los hechos que vamos a relatar, 1886, habían rebasado
apenas los ocho mil. Rafael Eusebio García Campo y Ayala era un rico
hacendado de la zona, con propiedades y negocios productivos. El 20 de
octubre de 1839 vio nacer a su hijo, al que daría el nombre de Eustaquio.
María Gil, de 29 años por entonces, era lavandera de la casa y por ello fue la
primera en encargarse de lavar y fajar a la criatura. A los pocos días, Mª
Clotilde de Barrado, madre del niño y conocida por su singular belleza, le dijo
unas palabras que parecían proféticas: “Tía María, si algún día mi hijo se
perdiera, mire V. un lunar por el que se podría reconocerle”. Enseñándole sus
partes le señaló el lunar, como manifestaría casi medio siglo después cuando,
ya anciana, hubo de declarar ante un tribunal. En ningún momento se hizo
referencia al lunar ni el juez mandó que un equipo forense examinara al
procesado buscando esa señal distintiva.
El niño se crió entre las calles de Plasencia, acudiendo a las clases de
Primaria que regentaba el maestro José Mª Díez, jugando con otros niños y
creciendo hasta que a los 14 años, cuando ya se había trasladado a Salamanca
para hacer estudios secundarios, sucedió una desgracia en su vida que habría
de cambiarla para siempre.
A finales de 1852 su madre Mª Clotilde enfermó seriamente de viruelas.
Aunque recuperó la salud, la enfermedad le dejó secuelas en la cara borrando
su antigua belleza. Clotilde se avergonzaba de salir a la calle. Probablemente
lo hiciera con velo para ocultar lo que entendía era una deformidad para toda
la vida.
Por lo que se puede deducir de los testimonios que la mencionan, debió
entrar en una profunda fase depresiva. Le era imposible superar la pérdida de
lo que había sido su mayor orgullo, enfrentarse a los demás, ver la lástima en
los ojos de todos los que la recordaban como había sido antes.
El 21 de marzo de 1853 era Domingo de Ramos. Acudió a los oficios
con su criada y luego volvieron dando un paseo. Cuando llegaron a la ermita
de San Lázaro y atravesaron el puente que lleva el mismo nombre, Clotilde
dijo a la criada que hiciera el favor de lavar en el río un pañuelo que llevaba
encima. Mientras tanto, ella se daría un paseo por la orilla, a pesar de que
había nevado y no resultaba cómodo.
Cuando la muchacha terminó su tarea buscó a la señora por las
inmediaciones sin encontrarla. Empezó a ponerse nerviosa, recorriendo la
orilla todo lo que pudo hasta dar con un zapato de Clotilde. Entonces supo que
algo malo le había sucedido y volvió corriendo a dar la alarma. Un nervioso
Rafael, su marido, y muchos vecinos, rastrearon la zona una y otra vez. Con
los días algunos hombres registraron el fondo del río, pese a las bajas
temperaturas. Dijeron las crónicas de entonces que se encontró a un ahogado
desaparecido un mes atrás, tal vez enredado en los hierbajos del fondo. De Mª
Clotilde no quedó rastro alguno. Nadie volvió a saber de ella. La esperpéntica
idea del Sr. Fontán, defensor del procesado en 1888, de que en realidad el
marido la había internado en un manicomio, no puede ser tenida en cuenta.
Eustaquio, el muchacho de catorce años, estaba lejos, interno en
Salamanca, pero pasaba largas temporadas en la casa familiar, en verano sobre
todo. Además, su relación con la madre debió de ser estrecha y muy
importante para él. La ausencia de ella, su desaparición, el no saber dónde
estaría su cuerpo siquiera, preludiaba lo que habría de suceder con él mismo.
En todo caso, nada hace indicar sino que aceptó la falta y, con el tiempo,
siguió sus estudios, que lo encaminaban a estudiar Derecho en Madrid, tal
como su padre deseaba.
Rafael Campo y Ayala no era joven cuando su mujer, aparentemente, se
internó en el río y se ahogó en él. Tenía propiedades, casas, dehesas, grandes
fondos, pero no tenía con quién compartirlos y la soledad era para él una
herida permanente. Desde Cáceres vino algún tiempo después Manuel Prieto,
un antiguo guardia civil. Traía a su lado a su mujer y una hermosa sobrina de
quince años. Deseaba rentar una casa con sus ahorros para instalar una
hospedería. Hablando con los vecinos le aconsejaron que se dirigiera a Rafael
Campo, que era propietario de varias casas que no destinaba a nada definido.
Llegaron a un acuerdo rápido y Prieto pudo tener su hospedería en poco
tiempo.
Rafael, ya un maduro cincuentón, se pasaba a veces por allí para tomar
un vino con Manuel. Así se fijó en aquella bella jovencita que se lo servía con
cuidado y lo miraba con el respeto que merecía un importante propietario
como era él. Un día los dos hombres hablaron, llegaron a un acuerdo. El tío
llamó a la muchacha, que dijo que seguiría su voluntad y que no veía mal la
propuesta recibida. Es mayor, es cierto, le debió decir su tío, pero te asegura el
futuro a ti y a todos nosotros, don Rafael es un hombre de posibles.
El único problema es que no se había encontrado el cadáver de la
primera mujer, Mª Clotilde. Por ello hubo de esperarse hasta que se
cumplieran seis años de la desaparición para que el viudo pudiera casarse
canónicamente de nuevo. La espera no venía mal para que la muchacha
madurara más, aunque a Rafael, una vez alcanzado el acuerdo, se lo llevaban
los demonios por esperar tanto.
En 1859 tuvo lugar la boda por todo lo alto. La joven, del brazo de su
padre, instalado en Plasencia al calor de su nuevo yerno, atravesó la iglesia
para llegar hasta su marido, un hombre maduro y sonriente que la esperaba en
el altar. A la ceremonia acudió medio pueblo, desde luego, estando el joven
Eustaquio, de veinte años, en primera fila.
Cursaba por entonces la carrera de Derecho en Madrid, pero seguía
pasando largos períodos de tiempo en la casa familiar de Plasencia. Carlos
Arranz, que fue condiscípulo suyo tanto en Salamanca como en la Corte,
afirmaba que en la primera ciudad Eustaquio había llevado una vida de
estudiante más alocada que de habitual. Su amistad con un “mayorazgo de una
casa poderosa, sujeto de ideas extraviadas y libre-pensador en religiosas
discusiones” había tenido serias consecuencias sobre su actividad y
comportamiento.
También habló con su amigo tras la boda de su padre con una jovencita
que tenía aún menos años que él mismo. Eustaquio recelaba bastante de la
pareja que formaba con su padre, al que reprochaba íntimamente haber
olvidado a su madre y enredarse con una niña y sus parientes ambiciosos.
Aquello le alteró profundamente el ánimo y empezó a plantear excusas para no
ir hasta la casa familiar. Cuando lo hacía, sus gestos hoscos y su malhumor
dejaron a las claras, según testimonio de los criados, su distanciamiento con el
padre y algunos trastornos de comportamiento, incluyendo algunos arranques
de ira.
Para entonces, lo que denominaban “la mordedura de una bota” le había
causado una profunda lesión en el pie, hasta el punto de que tuvieron que
operarlo en Madrid, “extrayéndole un hueso” en algún tipo de operación que
le dejó una cojera leve pero permanente en el pie derecho. El procesado
también habría de presentar la misma cojera, aunque los médicos que lo
examinaron no se pusieron de acuerdo sobre si era de origen congénito o fruto
de un accidente como el descrito por otros testigos.
Sin embargo, ese pequeño defecto no tenía mayor importancia, como
tampoco otros que le dejaron algunas señales inequívocas por entonces. Desde
pequeño ya se le había notado un ligero estrabismo en el ojo izquierdo, así
como la aparición de un panadizo en un dedo de la mano izquierda, que quedó
deformado, fruto de su afición a morderse las uñas.
El problema grave surgió realmente en Madrid. Una mañana vieron a un
caballero bien vestido en la fuente de Cibeles, extrayendo agua con su
sombrero de copa para ofrecérselo a los transeúntes. Esto podía ser tomado
como una broma de estudiantes, una chiquillada, pero cuando los amigos lo
llevaron a la pensión donde se alojaba, intentó varias veces tirarse por el
balcón. Aquello parecía mucho más serio y por ello lo tranquilizaron como
pudieron dando aviso a su padre en Plasencia.
Cuando Rafael Campo llegó a los pocos días junto a un trabajador de su
finca que lo acompañaba, Cayetano Macías, la locura de su hijo estaba
desatada. Los amigos se relevaban para evitar que se arrojase por las escaleras
o se tirase desde un balcón del tercer piso donde se alojaba. El padre debió
recordar a su primera mujer al ver a su hijo sumido en pleno delirio y con las
mismas tendencias que habían llevado a Mª Clotilde a ahogarse por voluntad
propia en el río Jerte.
Año y medio estaría en la casa familiar bajo vigilancia casi constante.
Durante días permanecía pacífico y silencioso, dando esperanzas de
recuperación, manejando el tenedor y el cuchillo con los modales propios de
alguien bien educado, teniendo a su alcance espadas y escopetas con las que
podría haber terminado con su vida. Eso sí, aunque no pasara nada se negaba a
hablar con su madrastra. Todos los testimonios recogidos hablan de que
Francisca Belloso era una mujer atenta, sensible y bien predispuesta hacia ese
chico alterado y rebelde, que discutía con su padre y no la miraba siquiera. En
ningún momento tuvo otra cosa que atenciones hacia él, atenciones no
correspondidas, desde luego.
Ventura Sánchez fue criada en la casa durante dos años (entró cuando
contaba 18) y estuvo presente en el suceso más grave que ocurrió en aquellas
fechas. Explicó después que alguien observó que salía humo del jardín.
Cuando fue a abrir la puerta de acceso la encontró atrancada y por ello dio la
vuelta para entrar por un paso falso que presentaba el lugar. Pudo así llegar al
jardín encontrando un escenario terrible: Eustaquio había encendido una
hoguera con papeles y trastos viejos para, a continuación, arrojarse entre las
llamas.
“Lo sacamos y cuando le llevábamos a la casa estaba hecho un cadáver.
Me miraba y decía ¿Qué se merece esta mujer que me ha sacado del fuego?”
contaba 22 años después de aquel suceso. La recuperación fue larga, cuatro
meses en que tuvo que permanecer en cama casi todo el tiempo, con graves
quemaduras en el brazo y el costado. Los testimonios no se pusieron de
acuerdo acerca de si había sido en el derecho o en el izquierdo, nadie parecía
recordarlo con exactitud.
Eustaquio se volvió violento durante ese tiempo. A uno de los criados le
rompió la nariz con una fusta, a su propia madrastra (que no ejercía como tal)
le arrojó una taza a la cara sin acertarle. Fue entonces cuando comenzó la
costumbre, que se extendería casi el resto de su vida, de dar puñetazos sin ton
ni son a cualquiera que se le acercase. A su propio padre, cuando lo
acompañaba a otro pueblo para hacer unas gestiones, le dio con una piedra en
la cabeza haciéndole sangrar abundantemente.
Ese fue el detonante para que Rafael Campo, con gran pesar, decidiera
su ingreso en un manicomio. En diciembre de 1865 Rafael Campo, dos
trabajadores de confianza y un sacerdote, acompañaron a Eustaquio en un
viaje a Madrid. La excusa era que deseaban encargar una cruz para la capilla
de una de las dehesas del padre. En la capital marcharon a un café y allí el
joven se empeñó en ir a un marmolista para hacer el encargo de la cruz
conforme a un diseño que deseaba realizar.
Le siguieron la corriente y fueron allá. Tras un rato, Eustaquio le ofreció
el diseño imaginado al artesano que lo recibió encantado del encargo. La
sonrisa se le disipó cuando uno de los hombres se quedó atrás y le advirtió que
no hiciera tal cosa porque aquel muchacho había perdido el juicio.
Con la excusa de viajar a París marcharon en tren a Barcelona donde les
esperaba el director del manicomio de San Baudilio de Llobregat, donde
Eustaquio habría de permanecer el resto de su vida. Cuando llegaron a la
puerta del establecimiento el joven se dio cuenta de dónde lo llevaban.
“Don Eustaquio indicó temores de que le íbamos a dejar encerrado en
aquella casa, perdió la animación del viaje y empezó a pintar vivos deseos de
volver a su país. Entonces le cogió por un brazo el Director y dijo ¡Dentro!
Eustaquio, al perdernos de vista, quedó allí llamándonos a voces", manifestó
un testigo de aquella escena. Rafael Campo y su hijo apenas volverían a verse.



El testamento

Diecisiete años estaría Eustaquio Campo en el manicomio de San
Baudilio de Llobregat. Durante ese tiempo solo consta que recibiera una visita
de su padre y madrastra, no sabemos en qué momento, y posteriormente la del
abogado de la familia. Ningún familiar más se acercó a verlo y comprobar su
estado.
Hay pocos testimonios de su vida en el interior de aquellas paredes.
Pedro Sabater fue su criado asignado como tal desde el primer día de su
ingreso. Durante el primer año estuvo encargado de su aseo y
comportamiento. “Le llevé a que se paseara por el jardín [en su primer día] y
mientras que a su servicio estuve bastantes puñetazos he llevado. Un año solo
duró mi asistencia, no queriendo continuar al cuidado suyo, porque todos los
domingos no se dejaba vestir”.
Según el médico de la institución, Baudilio Net, era intratable, pasando
épocas agresivas en las que la emprendía a puñetazos con todo el que estuviera
cerca y otras de manía suicida. En el primer caso se veían obligados a
encerrarlo en habitaciones aisladas para que no hiciera daño a otros internos.
En el segundo lo vigilaban estrechamente porque en una ocasión quiso tirarse
bajo las ruedas de un carro pudiendo retenerlo en el último momento.
Ninguno de ellos habló de mejoría en su comportamiento. El carpintero
Jaime Hugas, que le recordaba ya con 42 años, confirmó su agresividad a
puñetazos, por lo que él lo rehuía siempre que podía. Además “siempre estaba
mirando hacia el suelo”. Tal parece que su comportamiento empeoró en el
manicomio a lo largo de los años, no evolucionando hacia mejora alguna y
encerrándose en sí mismo, ajeno a la realidad.
Mientras él quedaba suspendido en un infinito paréntesis, una vida
rutinaria a la que nada alteraba un día tras otro, en Plasencia continuaba el
paso del tiempo. El padre de Eustaquio superaba los sesenta años cuando
empezó a notar diversos síntomas que alteraban su salud y su equilibrio
mental. Los diversos remedios que los médicos le suministraron no sirvieron
sino para aliviarlo pero sin suponer una clara mejoría, que ya no habría de
llegar nunca. Por ello, se dispuso a hacer testamento sobre sus abundantes
bienes, que se valorarían a su muerte en más de medio millón de pesetas de la
época.
Su mujer Francisca Belloso era, naturalmente, la principal beneficiaria.
Además de recibir la parte de gananciales que le correspondía legítimamente,
tendría en usufructo el resto de la heredad adjudicada a su hijo Eustaquio
mientras no se recuperase. Si así sucedía, la parte más jugosa recaería sobre él.
El testamento dejaba otra porción más pequeña de sus bienes a partes iguales
entre los cuatro primos de Francisca y sus cuatro parientes más cercanos: los
Ayala.
Encontramos aquí el germen del enfrentamiento que tendría lugar quince
años después entre los Ayala y los Prieto, entre campistas y anticampistas,
como fueron mencionados por los periódicos y folletos que circularon por
Plasencia desde 1886.
La enfermedad de Rafael Campo proseguía sin remedio. “Pasó sus dos
últimos años en la imbecilidad” comentó Benito Muñoz, el capellán de su casa
que lo trató asiduamente durante ese tiempo. El 27 de agosto de 1874 falleció
sin modificar el testamento: Francisca Belloso entraba en posesión de la
herencia, una parte como propietaria legítima y el resto como usufructuaria
mientras Eustaquio se recuperaba o hasta su propia muerte.
Como los asuntos de las herencias son complejos y máxime si el
fallecido disponía de campos, casas, dehesas y bienes de distinto tipo, la viuda
decidió poner los asuntos legales en manos de un ilustre abogado, conservador
en lo político, y bien conocido en Plasencia: Felipe Díaz de la Cruz. Estamos
ante otro de los grandes protagonistas de esta historia.
Felipe Díaz era un hombre de mediana edad, viudo para más señas tras
la muerte en 1870 de su mujer, una hija del Sr. Silos. Un cuñado suyo,
precisamente, había sido amigo de infancia de Eustaquio Campo y declararía
en el juicio reconociendo en el procesado a aquel que trató de niño.
Cuando el abogado se encargó de la herencia, lo primero que dispuso fue
hacer una relación de todos los bienes tasándolos adecuadamente, a fin de
hacer el reparto oportuno. Entonces surgió el asunto de la dehesa del
“Berrocalillo”, que tanto daría que hablar en 1888. Debía de ser la más
preciada propiedad del fallecido porque solo ella estaba tasada en años
anteriores como de un cuarto de millón. Sin embargo, Felipe Díaz anotó en sus
libros que el valor de aquella dehesa era de 150.000 reales. Luego diría que
fue un error de transcripción desde un libro contable viejo a otro nuevo, pero
lo cierto es que la propiedad, asignada a la viuda, le permitió entrar en
posesión de una parte mayor de la herencia de la que realmente le
correspondía, todo ello en perjuicio de los Ayala que perdieron, sin saberlo,
cien mil duros que debían repartirse.
Por la compleja naturaleza de la herencia, los numerosos trámites legales
necesarios, el abogado fue repetidamente a casa de la viuda donde, mientras la
ponía al tanto de las acciones que llevaba a cabo iniciaba un discreto cortejo.
Francisca Belloso, una mujer madura pero de buen ver como se aprecia en las
fotos, a la que todos describen como una persona dulce, de buenos modales,
sencilla y sensible, debía sentirse desconsolada en su viudez habida cuenta de
que siempre se apoyó en la recia personalidad de su marido. Nos la podemos
imaginar prodigando cuidados al anciano mientras éste discurría por sus
penosos últimos años.
De manera que recibió con agrado las atenciones de aquel abogado de
buena planta, serio, eficaz, algo impetuoso y decidido, dispuesto (aunque ella
lo ignorara) a hacer trampas para favorecer la mejoría de su parte en la
herencia. Es indudable que contaba con que el “error” cometido a favor de la
viuda redundara en su propio beneficio. Las entradas y salidas del abogado a
cualquier hora se vieron como naturales hasta que las criadas empezaron a
murmurar. Para entonces el compromiso se formalizó y ambos, Felipe y
Francisca, se casaron en 1876. A partir de ese momento, el abogado y nuevo
marido era el encargado de las cuentas y asuntos legales de su mujer, además
de constituirse en su heredero si ella falleciera.
A esas alturas, nadie sabía nada de cómo se encontraba Eustaquio
Campo. Ni su padre ni los Ayala, parientes de sangre, se habían interesado
apenas por su estado. La única que había manifestado ese interés tras la muerte
de su marido era, precisamente, Francisca Belloso.
El cura Benito Muñoz, miembro de la casa Campo Barrado como
capellán de la misma, manifestó que la señora tenía “deseos vehementes, no,
vehementísimos” de interesarse por su hijastro. Por ello le pedía a su nuevo
marido que fuera a verlo al manicomio, algo que a él no le convencía mucho.
Pero ella suspiraba: “No sabemos ni cómo está. Puede que pase frío en
invierno. Un millonario y acaso no tenga una buena capa para cubrirse”.
Mientras tanto, los Ayala seguían a distancia los trámites de la herencia.
No parecen haber sido unos individuos muy despiertos ni demasiado listos,
ignorantes tal vez de las triquiñuelas que aquel abogado estaba llevando a cabo
para quedarse con una porción más jugosa de lo correspondiente. Pero
debieron manifestar signos de intranquilidad, incluso empezaron a hablar de
traer a Eustaquio a Plasencia dejándolo a su cargo, preludio de lo que habría
de suceder diez años después. Se hablaba en el pueblo de que Eustaquio estaba
siendo “retenido innecesariamente” en el manicomio.
Eso decidió a Felipe Díaz. La mejor manera de acallar rumores y calmar
las aguas sería ir a ver cómo se encontraba el interno en San Baudilio, de
quien nadie sabía nada por entonces. Así que, a los pocos meses de la boda, el
nuevo matrimonio emprendió viaje hacia Barcelona vía Madrid, como era
usual.
En ese momento volvemos a encontrar un raro y sospechoso
comportamiento por parte de Felipe Díaz. Llegaron ambos a la capital condal
con el cansancio subsiguiente a tan largo trayecto. Francisca estaba deseando
ver y dar un abrazo al hijo de su primer marido, según parece, pero Felipe se
lo negó.
- ¿Por qué dejó a su mujer en Barcelona mientras usted visitaba a
Eustaquio en San Baudilio?”
le preguntó claramente el Sr. Fontán, defensor del procesado, durante el juicio.
Todas las respuestas indican que don Felipe Díaz era un hombre orgulloso que
se sentía insultado por la baja plebe de Plasencia en la cuestión. Por eso
respondió:
- Ella siempre estuvo empeñada en traerlo a nuestro lado, y yo me resistí y reñí
con ella algunas batallas, tratando de disuadirla y describiéndole las
dificultades peligrosas que esta situación originaría. Ella se emocionaba tanto
y tanto cuando fue a San Baudilio con su marido difunto, que yo repetidas
veces lr dije: “No consiento que tú vayas al manicomio”. ¿Quiere más
explicaciones el letrado defensor?
En aquel tiempo, ciertamente, el marido tenía potestad para decir a su
mujer dónde tenía que estar y qué debía hacer. La pregunta, a su juicio, debía
ser impertinente y así lo entendió también el defensor que lo interrogaba.
De manera que Felipe Díaz fue el único que viajó hasta el cercano
manicomio y vio a Eustaquio. Regresó parco en palabras comentando que lo
había encontrado en mal estado, con una locura que parecía irreversible. No se
encontraba en condiciones de reintegrarse a la vida de Plasencia. A nadie en
esta localidad se le escapaba que la alienación del heredero favorecía los
intereses de su madrastra y, más concretamente, del marido Felipe Díaz.
Los Ayala volvían a sentirse especialmente molestos después de este
viaje para el que no habían sido consultados y del que habrían de enterarse por
comentarios. Para entonces, las relaciones entre esta familia de sangre y la
política liderada casi exclusivamente por Felipe Díaz (al que seguía Manuel
Prieto y sus hijos, la familia de Francisca Belloso), estaban prácticamente
rotas.
Hasta tal punto era así que los Ayala se decidieron y finalmente pusieron
una demanda judicial para que Eustaquio Campo fuera autorizado a regresar a
Plasencia y hacerse cargo, eventualmente, de su parte de la herencia, la más
jugosa y donde los Ayala querían intervenir para beneficiarse. Ya que el tutor
oficial, Manuel Prieto, no se decidía a hacerlo, sería un tribunal quien lo
consiguiera.
- Manuel Ayala era solo un legatario pensionista, sin derecho legal
alguno a plantear la vuelta de Eustaquio Campo -dijo Felipe Díaz
durante el juicio de 1888.
En efecto, él fue quien asumió la representación del tutor legal, Manuel
Prieto, para defender que el hijastro de su mujer permaneciese en San
Baudilio. Indudablemente, la visita tan previsora que había realizado poco
antes y de la que nadie sabía nada salvo por su testimonio, le favoreció. Fue
entonces cuando afirmó retóricamente ante el juez que el enfermo: “¡No ha
venido ni vendrá!”.
A la luz de lo que sucedió poco después, la frase tan contundente tomó
un significado que seguramente Felipe Díaz no había previsto. Según su
testimonio, quiso decir que los Ayala no tenían derecho alguno a traerlo y,
además, en el estado en que se encontraba Eustaquio, era imposible que
asumiera ninguna decisión sobre la herencia ni aún se integrara en la vida de
Plasencia.
Desde otro punto de vista, por ejemplo para los Ayala y parte del pueblo
de Plasencia, lo que el abogado quiso decir es que Eustaquio habría de
terminar sus días en el manicomio. Aún en voz baja algunos murmuraban: “Él
haría que muriese entre aquellas cuatro paredes, antes que venir a Plasencia y
arrebatarle su parte en la herencia”.




















Concha Somera

Pasó el tiempo y, pese a los esfuerzos de sus parientes Ayala, Eustaquio
Campo Barrado continuó internado en San Baudilio, repartiendo su tiempo
entre la agresividad y la manía suicida, al decir del médico de la institución.
En 1882 rebasaba los cuarenta años cuando en septiembre llegó una carta del
director del manicomio informando de la gravedad de su estado debido a una
enfermedad. El día 20 de aquel mes se recibió en Plasencia un telegrama
anunciando su muerte.
El fallecimiento tuvo lugar el día 18 a las 11 de la noche, tal como
obraba en el certificado de defunción firmado por el médico. Tiempo después
se comprobaría que el preceptivo certificado de enterramiento, esta vez
firmado por el capellán de San Baudilio, tenía la misma fecha, de donde se
deducía que había sido enterrado horas antes de fallecer. Esto, que en otras
circunstancias hubiera sido tachado de un simple error, originaría con el
tiempo todo tipo de sospechas. ¿Es que hubo irregularidades en aquella muerte
que se deseaban ocultar? Podía ser, decían las lenguas en Plasencia, que el
muerto no fuera el muerto sino otro. ¿Se quiso hacer desaparecer para siempre
a Eustaquio Campo?
Posiblemente no. Felipe Díaz había comprobado que el interno seguía
con su enfermedad mental, incapaz de tomar decisiones ni de integrarse en la
vida cotidiana de Plasencia, pese a los deseos de su madrastra Francisca y los
intentos de los Ayala de traerlo para poder controlar a su través gran parte de
la herencia. El abogado tenía todos los bienes bajo su férreo mandato. Pero
cabía sospechar otra cosa, lo que hoy llamaríamos la versión de la
conspiración imaginada pero factible.
Tal vez Eustaquio sí había recobrado la razón y, aunque mermado su
entendimiento por tantos años fuera de la vida ordinaria, afectado por una
enfermedad que lo dejara muy desgastado, ser capaz de tomar sus propias
decisiones si así se le permitía. A fin de cuentas, los únicos que defendían su
mal estado y finalmente su muerte eran Felipe Díaz de la Cruz, interesado en
enterrarlo en vida, y los presentes en San Baudilio.
Por aquellos años el gobernador de Barcelona Sr. González Salesio había
acudido al centro para realizar una inspección con motivo de una epidemia de
cólera. El resultado había sido escandaloso en cuanto a abandono de los
enfermos, malas e insalubres instalaciones y deficiencias graves en todos los
órdenes. Se hablaba en los periódicos de “tropelías, iniquidades y gravísimos
abusos que allí venían cometiéndose” ¿Qué había de extraño en que un señor
poderoso como el abogado placentino se entendiera con la dirección del
manicomio para retener primero a Eustaquio y luego organizar una muerte
fingida que acabara con todo tipo de especulaciones?
José Izquierdo, primo de Eustaquio y médico en Plasencia cuando
declaró ante el tribunal en 1888, con 64 años, dijo haber trabajado en el
hospital de Serradilla, una pequeña localidad extremeña. Allí le presentaron en
cierta ocasión un certificado de defunción y lo firmó con el nombre
equivocado, dando por muerto a quien no debía. Aunque con la intervención
de los familiares pudo deshacerse el entuerto, él declaraba que lo que había
sido posible en Serradilla bien podía haber sucedido en una institución como
San Baudilio, de mayor importancia que el humilde hospital donde tuvo lugar
su error. Así pues, no era difícil que el director del manicomio manipulara ese
certificado, haciendo firmar al médico la muerte de Eustaquio cuando era otro
interno el fallecido.
Esta posibilidad surgiría con el tiempo. En 1882 Francisca Belloso y su
marido organizaron unas honras fúnebres por Eustaquio, a las que acudió
medio pueblo honrando la memoria de un joven que enloqueció 18 años antes
y al que aún se recordaba.
Pero al menos hubo alguien que no se conformó con la versión oficial.
Se trataba de una joven, de 25 años por entonces, que se llamaba Concha
Somera Alonso. Había nacido en Béjar en 1857, trasladándose pronto a
Plasencia. Poco sabemos de su biografía hasta esos años pero algunas cosas se
deslizan a través de testimonios. Su padre, Agustín Somera, ebanista de
profesión, declaró que ya era rebelde desde niña, cuando escapó en cierta
ocasión de casa y la guardia civil tuvo que traerla desde la estación de Los
Cordeles, donde la habían localizado a punto de subir a un tren.
Como tantas otras muchachas de la localidad, había sido sirvienta por un
tiempo hasta casarse con un carpintero conocido de su padre, Juan Cruz. Al
parecer, resultaba una mujer con cierto atractivo, como apreciaba un reportero:

“Brillan con resplandor vivísimo sus ojos negros, bajo grandes
pestañas negras. Larga y abundante cabellera negra presta
extraordinario realce a la blancura mate de su cutis. Su nariz de fino
corte, su boca pequeña, sus dientes blancos y bien cuidados, su aire
desenvuelto sin arrogancia y la graciosa expresión de su fisonomía
toda, la han conquistado el título de buena moza” (El Imparcial,
12.10.1888, p. 5).

Hay otros aspectos que destacan los que fueron a preguntarle por su
decisiva intervención en el caso del “Muerto Resucitado”: su verborrea. Era
capaz de hablar sin parar sobre lo que había hecho, lo que oyó, lo que vio, lo
que pudo imaginar del caso durante una o dos horas sin que el pobre periodista
pudiera casi preguntar nada. Con la distancia del tiempo da la impresión de
que estaba encantada con su protagonismo, con que la chiquillería de
Plasencia la jalease, que las placentinas fueran a su casa para inquirir noticias
y preguntar opiniones. Puede decirse que durante años Concha Somera fue la
mujer más célebre de la localidad. Incluso los periódicos de Madrid hablaban
de ella, mencionaban sus declaraciones de que “Dios me ha enviado a San
Baudilio”. Su propia madre, Norberta Alonso, resumió en su declaración la
postura de su hija con una frase que hizo fortuna: “Su constante manía era ir a
San Baudilio a buscar una luz que alumbraba para Dios y no para el mundo”.
Las gentes repetían ese aserto, la frase fue utilizada encomiásticamente por el
abogado defensor dando a entender, como hacía Concha misma, que ella era
una enviada por la Providencia para hacer la luz en aquel caso escandaloso.
El propio Felipe Díaz de la Cruz se sentía naturalmente molesto por la
intervención de aquella joven con aspiraciones mesiánicas y actitudes tan
teatrales. No obstante, tuvo que admitir su cercanía a Francisca Belloso, su
mujer. La relación había empezado en un viaje en tren. El marido de la
muchacha les había dicho en la estación de Plasencia, cuando estaban a punto
de coger un tren para Madrid, que su mujer iba sola en tercera. Les pidió por
favor que la atendieran si necesitaba algo. El abogado, gentilmente, no solo
aceptó sino que pagó la diferencia de billete para que pudiera pasar a primera
con ellos y hacer compañía a su mujer Francisca. En buena hora lo hizo, sin
duda se arrepentiría después de la intimidad que propiciaba.
La amistad surgida entre ambas mujeres en aquel tren, con aquella
muchacha contando todo tipo de chascarrillos sin parar, la risa de Francisca
Belloso, que no tenía demasiado contacto con aquel mundo popular que bullía
por las calles de Plasencia, dio paso a encuentros en el jardín de la casa de
Felipe Díaz. Concha acostumbró a pasear por allí y encontrarse con Francisca,
que era algo más mayor pero bastante ingenua y algo solitaria, como da la
sensación por distintos testimonios.
Según la Somera, en uno de esos encuentros que tuvo lugar al poco de
anunciarse la muerte de Eustaquio, Francisca le confesó con un suspiro: “Para
que hagan las particiones de la herencia ya no sobra en el mundo nadie más
que yo ¡Y eso
que me da el corazón que Eustaquio no ha muerto!”.
Desde luego, nadie podía corroborar en 1888 que ése había sido el
motivo del viaje de Concha hasta San Baudilio, pero todos creyeron a pies
juntillas que en realidad todo lo que supuestamente había urdido para llegar
hasta Eustaquio estuvo inspirado en la madrastra de éste. Es más, Concha
añadió una frase recogida en una de las visitas a su amiga, cuando Felipe Díaz
y Manuel Prieto pasaron al lado de las dos mujeres casi sin darse cuenta de su
presencia y el primero le iba diciendo al segundo: “Ahí está tan gordo,
trabajando en la carpintería”. ¿Fue esta frase cierta y referida a Eustaquio o un
fruto de la calenturienta imaginación de Concha Somera?
Leyendo sus exaltadas declaraciones a los reporteros uno no puede dejar
de pensar que parte de lo que decía era un simple fruto de su imaginación,
pero no mentiras: ella creía firmemente en la realidad de aquello que
imaginaba. Todo lo que pudiera adornar y justificar su historia posterior, su
interpretación como enviada por Dios, pasaba de inmediato a ser un hecho
cierto y comprobado para el que, casualmente, no había más testigos que ella
misma.
Al cabo de un año de la muerte de Eustaquio, tras el verano de 1883,
Concha empezó a dar señales de enajenación mental. Según ella era
premeditado: lo único que pretendía era llegar hasta San Baudilio y entrar en
contacto con Eustaquio, que no había muerto sino que lo mantenían
engordando y trabajando en la carpintería. No le importó tener unos padres, un
esposo callado y trabajador, incluso dos niños, uno de ellos recién nacido. De
hecho, dijo que cuando concibió su plan tras las palabras de su amiga estaba
embarazada y por ello tuvo que esperar a dar a luz para poder realizar sus
objetivos. Porque al poco de aquello empezó a dar señales de alteración de
ánimo: insultaba a todos, hacía intención de beberse productos de la
carpintería, incluso intentó tirarse debajo de unos caballos que pasaban. No
llegó a consumar nada realmente peligroso, ya se cuidaba ella de tener cerca a
alguien que la salvara de sus comportamientos pretendidamente suicidas.
“Quería que la internásemos en San Baudilio” dijo su madre
compungida, “era toda su manía, que la llevásemos allá”. Su padre la condujo
hasta el Dr. Ezquerdo en Madrid pero armó tal escándalo que no pudo dejarla
con el médico. Manifestaba que no descansaría hasta ser internada en San
Baudilio.
Su padre y esposo, abrumados, fueron a ver al señor Felipe Díaz, cuyas
relaciones con aquel manicomio catalán eran bien conocidas. El abogado, que
no podía imaginar las consecuencias de su gestión, les dio una carta de
recomendación y se puso en contacto con San Baudilio, donde admitieron a la
supuesta enferma. Todo hace indicar que Concha Somera, efectivamente, no
sufría enajenación mental alguna sino que seguía un plan, un objetivo marcado
por la Providencia, una manía según su madre.
Llegó a San Baudilio el 29 de noviembre de 1883. Había conseguido su
primer objetivo.

“Como me veían que no hacía barbaridades, me destinaron al taller
de costura. De cuando en cuando, para que creyeran que estaba loca,
me ponía a cantar y a bailar. ¡Pero, yo loca!... ¡Quiá! Tan no estaba
loca que, por lo que pudiera suceder, siempre que me acostaba ponía
bajo la almohada las tijeras de la costura, para defenderme si querían
hacer conmigo lo que con otras” (Idem).
Por supuesto tratándose de ella y a pesar de ser considerada demente,
trabó “amistad íntima” con la mujer del director y su hija, que allí vivían.
Siempre en el centro de esta aventura, Concha Somera encontró un manicomio
“con tan grande descuido e inmoralidad tanta, que si yo lo refiriera tendría que
llorar el Tribunal cuando lo supiese”.
En ese ambiente ella parecía moverse como pez en el agua, según sus
palabras. Pese a sus amistades con la directora y su hija le pusieron obstáculos
para que se acercase a la carpintería de la institución, donde presumía que
estaría Eustaquio Campo engordando y trabajando.

“Lo que hacían era procurar que yo no viera a D. Eustaquio. Los
jefes me decían: ‘Usted es muy lista; esta extremeña es el diablo’ ¿Yo
lista?... Pues aquí me tenían por tonta, y no lo soy” (Idem).

Si los jefes hubieran sospechado siquiera lo que pretendía no la hubieran
dejado entrar en contacto con el supuesto Eustaquio Campo. Ella, por su edad,
no le había conocido nunca y así lo manifestó durante el juicio, pero lo
reconoció enseguida por las señas que le había dado Francisca Belloso que, de
suspirar por la posibilidad de que aún viviera, pasó en la narración de Concha
a preparar con ella toda la estratagema para introducirla en San Baudilio y
descubrir a su hijastro con vida.
Según manifestó, rompió en cierta ocasión el pomo de la puerta de su
habitación para que el supuesto Eustaquio, que dijo llamarse Eugenio de Santa
Olalla, viniera y poder hablar con él. El hombre reconoció que era también un
interno en la institución, aunque suficientemente bien como para que le
permitieran un régimen de casi libertad. Tras haber aprendido el oficio de
carpintero en otro tiempo, ahora prefería permanecer allí con su hijo
Marcelino, del que no había tenido noticias hasta hacía poco, cuando su
hermana en Burgos le dijo que se hiciera cargo de él. No, reconoció, el nombre
de Santa Olalla se lo habían comunicado en el manicomio, él no recordaba
nada de su pasado pero si le habían dicho que se llamaba así pues no tenía más
que decir.
Concha sonrió al escuchar estas palabras. “Usted es don Eustaquio
Campo y es de Plasencia”. El hombre se encogería de hombros. ¡Tenía que
escuchar tantas tonterías de las internas allí! ¡Como para hacerles caso!
Desde entonces, alcanzado el objetivo deseado, el comportamiento de la
paciente fue irreprochable: permanecía en el taller de costura cada día,
calmaba los ánimos de las dementes que la acompañaban, charlaba con
tranquilidad con el director y su familia, simpatizaba con los enfermeros… El
19 de julio de 1884 salió oficialmente curada del manicomio, reintegrándose a
la vida familiar en Plasencia.
Una de las primeras cosas que hizo al llegar fue acudir donde Francisca
Belloso para comunicarle la noticia. Ella le contestó que tuviera calma, ahora
estaba sufriendo una enfermedad y se veía obligada a pasar una intervención
quirúrgica que quizá le permitiese vivir unos cuantos años más. No fue así. A
los pocos meses fallecía la madrastra de Eustaquio, su cómplice al decir de
Concha, la que podría confirmar o desmentir sus declaraciones que, a partir de
ese momento, no tendrían forma de corroborarse ni negarse.
Concha Somera estaba en posesión de un secreto que nadie conocía en
toda la ciudad pero ¿qué hacía con él? ¿Decírselo a Felipe Díaz?
Evidentemente no, ya que era el que había urdido toda la conspiración. De
manera que tenía que buscar otros aliados. Al que primero se acercó fue a
Fernando Heras, un joven comerciante de solo treinta años, con el que tenía un
buen trato. Su testimonio durante el juicio deja claros cuáles fueron los
siguientes movimientos de aquella “buena moza” al decir de los reporteros.

“Al venir Concha Somera del Manicomio con el alta de sanidad, tuve
ocasión de oírla en casa de mi vecino Nemesio Blázquez. Hablando
allí con enigmas, llegué a vislumbrar a través de la incoherencia y
vaguedad de sus frases, algún asunto de interés y misterioso. Adquirí
simpatías hacia ella y al día siguiente, acompañado de mi esposa, la
fui a visitar y a ofrecerla nuestra casa. Desde entonces Concha siguió
asistiendo frecuentemente a mi tienda, en donde la oímos repetir
muchas veces que tenía un misterio, lamentándose que no podía
realizar un asunto referido a él, por no encontrar persona que la
ayudase y con quien compartir el secreto. Yo me ofrecí a prestarla
auxilio. Concha se negó a revelármelo, diciéndome que peligraba la
vida de muchas personas; pero que ya llegaría la ocasión oportuna de
aprovechar mi oferta.
Transcurrieron algunos meses, aconteció el fallecimiento de Doña
Francisca Belloso, y se presentó la Somera en mi comercio,
hablándome azarada en esta forma: ‘Se aproxima el día. Júreme V.
secreto aún para su propia mujer. Fernando, que va la vida’. Yo la
hice el juramento que tan vehementemente me demandaba. Entonces
Concha me dijo: ‘D. Eustaquio Campo Barrado vive’. Yo me quedé
como alelado. Ella me indicó al pronto que sentía haberme hecho la
revelación; pero yo la tranquilicé prometiéndole de nuevo mi reserva.
Hícelo así y tuvimos luego varias entrevistas, las cuales dieron
origen a que mi señora dudase de mi fidelidad y tuviésemos algunas
desavenencias. Yo no quise darla explicaciones del asunto; pero le
aseguré que no faltábamos a nuestras honras en nada. En Enero de
1886 la Somera (no inspirándola yo todavía confianza absoluta)
pidió a mi esposa 200 reales que dijo la eran necesarios para ir a
Madrid a ponerse en cura; pero después supe que a dónde había ido
era al Manicomio con D. Francisco Ayala”.

Vemos aquí a la joven Concha Somera en todo el esplendor de sus
maniobras. Utiliza sus encantos de “buena moza” para contar con la
complicidad de aquel joven al que solo podemos imaginar rendido a los
encantos de una muchacha bonita, atractiva y misteriosa, que juega con él a
confiarle sus secretos pero no del todo, dejando al comerciante con la ansiedad
subsiguiente y a la mujer de éste inquieta sobre la fidelidad de su marido.
Una vez obtenido el dinero que necesitaba, a quien acudió de verdad,
una vez muerta la señora que supuestamente confiaba en ella y que ahora ya
no podría desmentirla, fue a los familiares Ayala, los que se sentían
marginados por la preponderancia de la familia de Francisca Belloso y sobre
todo de aquel abogado Felipe Díaz, que ejercía un control casi omnívoro sobre
la jugosa herencia de Rafael Campo y Ayala.
Los intereses existían para descubrir la falsedad de la muerte de
Eustaquio, la intervención de Concha Somera había sido el detonante. Solo
faltaba que ese Eustaquio lo fuera en verdad y se encontrara en la carpintería
de San Baudilio.











Eugenio Santa Olalla



Resultaría asombroso y hasta providencial (para los campistas, mayoría
en Plasencia) y también altamente sospechoso de estafa (para los
anticampistas liderados por Felipe Díaz) que una joven inspirada por no se
sabe qué objetivos megalómanos concibiese que en la carpintería de San
Baudilio iba a encontrar al fallecido Eustaquio Campo con vida. Y lo extraño
es que esto no fuera un simple delirio obra de su desatada imaginación sino
que efectivamente encontrara a un hombre que se le parecía y que manifestase
haber olvidado gran parte de su pasado (sobre todo el más lejano).
Concha Somera podía tener una imaginación calenturienta pero no era
tonta, sabía que en la realidad placentina no la tomarían en serio y achacarían
sus afirmaciones a su pasado de enajenación mental. Desaparecida Francisca
Belloso nadie podría contradecirla si la utilizaba como justificación de su viaje
a San Baudilio, con todo el teatro de demencia que lo permitió. Seducido
mediante sus ardides de mujer un cándido Fernando Heras, que desde entonces
sería cómplice incondicional, el siguiente paso era convencer a los que
deseaban ser convencidos: la familia Ayala.
No sabemos cómo los abordó ni consiguió convencerlos de su
credibilidad cuando afirmaba haber tratado a Eustaquio en persona, teniendo
en cuenta que ni siquiera lo había conocido cuando vivía en Plasencia. Uno no
puede dejar de pensar que los Ayala, aunque escépticos, estaban deseando
creer que aquella moza tenía parte de razón, a fin de decirse: “Ya lo decíamos
nosotros, que ese Felipe se traía algo entre manos con tal de quedarse con la
herencia ¡menudo pájaro!”.
Lo cierto es que, pasado el verano de 1985, Concha Somera convenció a
Francisco Ayala, un labrador tío de Eustaquio de 53 años por entonces, para
que fueran juntos hasta San Baudilio e intentaran ver a ese carpintero que
tanto se parecía a su sobrino. Llegados hasta las inmediaciones no intentaron
entrar en el manicomio, ya que no tenían permiso del tutor de Eustaquio (que
era Manuel Prieto) ni motivo alguno para hacerlo, dado que oficialmente su
sobrino había fallecido. La entrevista con el hombre señalado por Concha tuvo
lugar en una casa cercana en la que recordaban a la muchacha y pasaron aviso
al señalado para que acudiera.
“Enseguida que llegó lo reconocí” dijo Francisco Ayala con seguridad
durante el juicio. “Mi sobrino tenía las señas de ser cojo y bizco” aclaró con
sencillez. El hombre aseguraba llamarse Eugenio de Santa Olalla tal como se
lo habían dicho en el manicomio, aunque él no recordaba nada ni de Burgos ni
de Plasencia. “Tú no eres Santa Olalla ni ése es el camino” le dijo convencido
Ayala, “pero no me respondía nada de provecho”.
A pesar de repetir la entrevista al día siguiente, el hombre no creía en esa
nueva identificación y continuaba diciendo que se llamaba Olalla. Les dijo que
en abril se acercaría a Plasencia y verían a ver qué pasaba pero ambas partes
se dieron cuenta de que no habría de ir.
Aunque algo desalentada al ver su renuencia, el propósito de Concha
Somera era más firme que nunca. Disponía de Fernando Heras, que le seguiría
prestando dinero para el desplazamiento, quizá con la condición de
acompañarla la próxima vez. Lo mejor es que también contaba con su
principal baza: el mayor de los Ayala estaba convencido de que aquel hombre
era su sobrino Eustaquio.
De manera que pasaron algunos meses y la red se seguía tejiendo sobre
el apelado Olalla, aunque éste casi los hubiera olvidado en realidad. En agosto
Concha volvió a la carga, regresando junto a Heras, que finalmente consiguió
implicarse, y José Ayala, primo de Eustaquio e hijo de Francisco. Las escenas
se repitieron en la casa particular junto al manicomio, pero esta vez José
llevaba un encargo apremiante de su padre: “No vuelvas sin Eustaquio”. De
manera que insistió hasta la saciedad, secundado por Fernando y Concha, dos
personas que no habían conocido al demente de San Baudilio en toda su vida.
El hombre empezó a poner condiciones que fueron aceptadas
inmediatamente. Viajaría con su hijo Marcelino, se alojaría con la familia que
dispusiesen pero él quería seguir trabajando y ejerciendo su oficio. Intervino
inmediatamente Concha para asegurarle que su marido, propietario de una
carpintería, le daría trabajo en ella. Finalmente, convinieron en que el que se
hacía llamar Eugenio de Santa Olalla no pondría pleito alguno para reivindicar
ante la justicia los derechos que le correspondiesen como Eustaquio Campo
Barrado. Es de suponer que José Ayala lo aceptó esperando que las
circunstancias cambiaran y aquel sujeto cambiara de opinión, una vez llegado
a Plasencia.
De manera que, dicho y hecho, al fin se decidió a acompañarlos.
Teniendo en cuenta que en el manicomio se le consideraba desde hacía tiempo
curado, no tuvieron inconveniente en aceptar su ausencia, imaginaban que con
destino a su Burgos natal, tal vez para alojarse con su hermana. Cuando
llegaron a Plasencia a finales de agosto sin grandes alharacas ni mencionar a
nadie quién era, su presencia no pasó desapercibida, como es natural en una
ciudad de reducido tamaño. Empezaba el caso del “Muerto Resucitado” sin
que ninguno de los protagonistas (salvo quizá Concha Somera) pudiera prever
la notable repercusión local y hasta nacional que tendría.
Cuando llevaba dos años en Plasencia, en vísperas del juicio, recibió a
su primer periodista, un enviado de Madrid.

“Tiene de estatura un metro y 52 centímetros; es grueso, de color
blanco con algunas manchas, de temperamento más sanguíneo que
linfático y constitución fuerte y robusta. La edad (de cuarenta y
nueve a cincuenta años) y los azares de la vida han puesto canas allí
donde antes lucía un cabello castaño, sedoso y rizado. Tiene una
cicatriz poco perceptible en la mejilla izquierda, el dedo grueso de la
mano derecha muy abultado, hasta el punto de formar porra en su
extremidad; es bizco del ojo izquierdo y cojea algún tanto de un pie.
Se expresa con bastante corrección y sin acento local, escribe con
caracteres españoles muy claros y revela tener poca instrucción” (El
Imparcial, 12.10.1988, p. 5).

Las características físicas estaban destinadas a situar a los lectores en un
tiempo en que los periódicos no incluían imagen alguna. Al tiempo, se
mencionaban defectos coincidentes con muchos de los recuerdos sobre el
Eustaquio joven en la gente de Plasencia. Sin embargo, el tema de la
instrucción contradecía su posible identidad, no en vano el desaparecido
Eustaquio había terminado la carrera de Leyes. ¿Era posible olvidar hasta ese
punto toda la vida pasada? se preguntarían muchos más tarde originando un
amplio debate sobre las enfermedades mentales.
En sus primeras conversaciones con los vecinos y familiares, días antes
de la manifestación de chiquillos jaleada por las gentes de Plasencia y que
daría lugar a que el tema se trasladase a la vía judicial, aquel sujeto sostenía
que se llamaba Eugenio de Santa Olalla. Hoy podemos comparar estas
declaraciones con los datos objetivos que fue posible construir más adelante
sobre la auténtica vida del mencionado burgalés.
El verdadero Eugenio de Santa Olalla había nacido en Burgos el 14 de
Noviembre de 1841. Era, por tanto, dos años más joven que Eustaquio. Con 21
años, en 1862, hizo la instrucción como soldado. En la preceptiva talla del
recluta medía un metro y 56 centímetros, cuatro más que el sujeto que ahora
decía llamarse así. ¿Podía la edad justificar la pérdida de esos cuatro
centímetros? Aunque era posible ello originó una nueva discusión sobre la
exactitud de la medida en origen o la merma que podía haber tenido lugar
debido a la edad.
Marchó a combatir aquel mismo año a Melilla donde permaneció dos
años, volviendo a la Península (en concreto, a Cádiz) en 1864, el mismo año
en que se declaraba la locura de Eustaquio en Madrid. Dos años después pasó
a Ceuta, pero allí solo estuvo un año, pasando luego a la reserva. En algún
momento, sufrió un ataque de perlesía al decir de su hermana, que le paralizó
temporalmente el lado derecho dejándole una cojera permanente de ese lado.
Varios de los médicos que le examinarían en Plasencia llegarían a la
conclusión de que su cojera era congénita: ni por la mordedura de una bota
como en Eugenio ni como enfermedad sobrevenida en Olalla. ¿Se
equivocaban los médicos al comprobar que una de sus piernas, como
sostenían, era dos centímetros más corta que la otra?
Pero continuemos. Con 28 años, en 1869, se casó con Victoria Mayaina.
En los siete años que permanecerían casados tuvieron dos hijos: el citado
Marcelino, que debió de nacer en 1873 aproximadamente y una niña que
enfermó y murió tiempo después. Antes de ello ya había fallecido Victoria en
1877 y empezaron todos los problemas para Eugenio de Santa Olalla.
Al año siguiente de enviudar (anotemos que en 1878) dio síntomas de
trastorno mental, en especial, “tristeza de espíritu” propia de un estado
depresivo. El 28 de mayo de ese año ingresaba en un manicomio de
Valladolid. Recuperado, salió de allí el 4 de abril de 1879 marchando a
Madrid, donde volvió a recaer. Tras ser internado en un hospital de la Corte lo
enviaron a San Baudilio el 9 de octubre de 1879. De manera que durante tres
años al menos coincidió en el centro con Eustaquio Campo, si es que ambos
eran distintas personas.
Con estos datos objetivos, basados en documentación debidamente
comprobada, nos enfrentamos a las declaraciones del supuesto Olalla a los
pocos días de llegar a Plasencia. Su olvido respecto a su juventud y el período
en que disfrutó de salud mental (incluyendo su boda y el nacimiento de sus
hijos) estaba completamente borrado de su memoria. Sólo recordaba el tiempo
vivido en San Baudilio y posterior.
Lo primero que dijo al periodista que lo entrevistó antes del juicio fue un
conjunto de datos desconcertantes: “Hacia 1874 o 1875 me fugué de San
Baudilio y marché a Mataró”. ¿Cómo es posible? En aquel tiempo gozaba de
salud junto a su mujer Victoria residiendo ambos en Burgos. El que sí se
encontraba en San Baudilio y podría haberse fugado sería Eustaquio, que
permanecía en el centro desde 1865.
Los recuerdos de aquel hombre resultaban perfectamente nítidos y
coherentes. En Mataró había trabajado descargando buques. Allí los
compañeros le preguntaron su nombre, naturalmente, y él en principio no supo
qué responder hasta que se inventó uno: “Francisco González”. Pero advierte
el reportero, no busquemos en los archivos a tal señor porque él mismo
reconocía que se lo inventó para salir del paso.
Allí estuvo un año pero, pensando que estaba demasiado cerca del
manicomio y podrían localizarlo, optó por empezar una vida itinerante
embarcándose para Santander en un mercante donde empezó a ayudar en la
carpintería para pagarse el billete y la estancia. Así aprendió poco a poco el
oficio de carpintero que le sería tan útil después.
Desde la capital cántabra marchó a Valladolid, donde permaneció cinco
meses en una obra con un maestro carpintero. A finales del año 1977, cuando
el verdadero Eugenio de Santa Olalla enviudaba en Burgos, estuvo trabajando
en otra carpintería del barrio madrileño de Salamanca. “A los dos años o dos
años y medio de estar en Madrid enfermé y me llevaron al hospital. No sé cuál
ni qué enfermedad tuve”. Tras tan detallado itinerario vuelve la pérdida de
memoria. “No sé cómo volví a San Baudilio pero allí estaba en mayo de 1881
trabajando en la carpintería. Cuando llegué me dijeron que mi nombre era
Eugenio de Santa Olalla y yo lo creí, hasta me dieron una cédula de
identificación”.
El supuesto engaño continuó a partir de entonces porque dos años
después, a finales de 1883, se recibió una carta de Eulalia de Santa Olalla,
hermana de Eugenio, que desde Burgos le reclamaba que se hiciera cargo de
su hijo Marcelino, un muchacho de unos diez años al que bien podía emplear
con él en el taller de San Baudilio.
La hermana, cuyo testimonio tendría que haber resultado fundamental
para identificarlo, no parecía tener ningún interés en él. Decía en la carta que
viniera a Burgos para llevárselo y así lo hizo él. “Apenas estuve unas horas en
casa de mi hermana. Me hice cargo del que decían que era mi hijo y me lo
llevé”. La despedida no debió ser desgarradora frente a un hermano al que
hacía años que no veía. “Estuvo fría conmigo” comentó simplemente el
entrevistado. De hecho, la otra hija de Eugenio se había quedado también a
cargo de su tía cuando enloqueció su padre. Tras la mención a su enfermedad e
internamiento medio desnutrida en un hospital se puede adivinar el abandono
en que quedaron los dos niños. Pedirle a Eulalia de Santa Olalla
identificaciones quizá sería innecesario. De hecho, ni se acercó a declarar a
Plasencia durante el juicio. Para ella aquel hombre era su hermano y el que
debía permitirle deshacerse de ese niño que era una carga para su hogar.
¿Cómo explicar ese largo periplo de fuga que recordaba bien ese
hombre? Como Eugenio de Santa Olalla los hechos eran absurdos, dado que
gran parte del tiempo en que estuvo deambulando por España el verdadero
burgalés estaba en su hogar, con su mujer y sus hijos. Ninguna fecha encajaba
en esos datos. El periodista y los placentinos que leyeron esa declaración se
preguntaban en cambio: ¿Eustaquio Campo Barrado había escapado del
manicomio desde al menos 1875 hasta 1881? Pero en 1876 Felipe Díaz y su
mujer Francisca Belloso habían ido hasta San Baudilio para visitar a su
hijastro. ¿Acaso el director tuvo que decirle al primero, desolado, que se había
fugado? ¿Lo sabía Felipe Díaz y por eso prohibió a su mujer que lo
acompañara después de haber ido hasta Barcelona? ¿Fue un simple paripé para
acallar las reclamaciones de los Ayala mientras el verdadero Eustaquio
aprendía el oficio de carpintero en Santander? Era muy confuso y de hecho,
daba lugar a todo tipo de especulaciones sobre lo que había sucedido e incluso
sobre la auténtica personalidad del sujeto que llegó a Plasencia a finales de
agosto de 1886. No parecía que fuera Eugenio de Santa Olalla, aunque su
cédula así lo afirmaba, pero eso podía ser una falsificación interesada. El
pueblo de Plasencia no tuvo dudas: aquel hombre era Eustaquio Campo, que
volvía después de tantos años en el manicomio, encerrado por su padre pero
mantenido allí por el malvado abogado Felipe Díaz de la Cruz. Éste había sido
capaz incluso de simular su muerte con tal de apagar los rumores y hacerse
cargo completo de la herencia de su mujer fallecida.
El 16 de octubre una turbamulta de chiquillos, ante el regocijo de los
placentinos, recorrió las calles al grito de ¡Viva Don Eustaquio Campo! ¡Que
le den lo que es suyo! Al pasar por la puerta del abogado dieron en ella unos
sonoros aldabonazos, por si no se había enterado suficientemente. ¿Iniciativa
espontánea de unos chiquillos celebrada entre risas por las mujeres que los
veían pasar? ¿Estratagema de los Ayala para romper su promesa al carpintero
de San Baudilio y hacerle recorrer la vía judicial?
Narciso Díaz de la Cruz, hermano del abogado y también beneficiado
por la herencia de Francisca Belloso, manifestó que no supo de la presencia de
aquel forastero hasta el 8 de octubre en una charla con su amigo el Sr. Silos
(hermano de la primera mujer de Felipe). Al poco supo una noticia más
alarmante y era que los Ayala habían vendido una dehesa, fruto de su herencia
de Rafael Campo, en diez mil duros y lo habían guardado en su casa donde
“casualmente” alojaban a aquel recién llegado.
“Entonces me asaltaron sospechas de que fuese un timador, cosa que
transmití a mi hermano Felipe. Cuando me aseguré hablando con otro amigo,
de la existencia de aquel hombre que había venido con su hijo, decidimos
acudir a la Guardia civil para denunciar el hecho como un posible timo”.
Los miembros de la Benemérita, ante tan ilustres ciudadanos de
Plasencia denunciando la sospecha de un delito, se pusieron en acción
inmediatamente. Acudieron a casa de los Ayala y pidieron la documentación
del que alojaban, además de registrar su cuarto y sus pertenencias. El
sospechoso seguía diciendo que se llamaba Eugenio de Santa Olalla y su
cédula así lo confirmaba. Los miembros de la familia decían simplemente que
era un invitado suyo. Nada confirmaba las sospechas de los Díaz de la Cruz
por lo que tuvieron que retirarse, pero la mecha estaba prendida. Unos días
después tuvo lugar la manifestación de los chiquillos a lo largo de las calles. El
tema ya se discutía en cada taberna, en cada casa, en una especie de bola de
nieve que llegaría hasta el último rincón de Extremadura, donde el tema del
“Muerto Resucitado” provocaría todo tipo de indignación y protestas contra
los que querían privarle de sus legítimos derechos.
Desde la manifestación, aquel hombre salió más a pasear causando gran
expectación, el acercamiento de muchos, el reconocimiento de la mayoría. ¡Es
él! ¡Es él! se repetían. Todos comentaban lo sucedido con Vicente Paredes, un
arquitecto que había sido amigo de infancia y juventud de Eustaquio.
Escéptico como Santo Tomás tras haber acudido a las honras fúnebres por su
querido amigo, se abrió paso para encontrárselo cuando le dijeron que venía
por la calle. El hombre aquel no lo reconoció, como no reconocía a nadie, pero
él se quedó tan demudado que hubo de ser asistido en una farmacia, blanco
como la pared. ¡Es él! dijo sin dudarlo y su reconocimiento corrió como la
espuma por los mentideros de la ciudad. ¡El señor arquitecto lo ha reconocido!
¡Dicen que se desmayó de la impresión! Y luego volvió el lema que se haría
constante a lo largo de aquellos años: ¡Que le den lo que es suyo!
Mientras tanto, Felipe Díaz de la Cruz, que veía aquello descontrolarse,
defendió sus intereses llevándolos al terreno que él dominaba. Así que
presentó una denuncia por usurpación de estado civil en la persona de
Eustaquio Campo Barrado. Lo que aquel carpintero puso como condición (no
iniciar pleitos judiciales para reclamar sus derechos) quedaba sobrepasado por
la acción de su rival Felipe Díaz.
Así pues, debió pensar, si la cosa ya ha llegado donde yo no deseaba y
todo el mundo en Plasencia me reconoce, quizá yo mismo sea ese Eustaquio
Campo. La persuasión de los Ayala obtenía su fruto, a fin de cuentas bien
podía hacerles caso cuando le ofrecían dinero, casa y comida tanto a él como a
su hijo Marcelino. Aunque el chico no fuera realmente su hijo ya le había
tomado cariño y no lo abandonaría. En días previos al juicio estaba
convencido de ser el que decían, según confesó al periodista:

“Cuando vine a Plasencia y las gentes empezaron a darme el nombre
que ahora llevo, yo no sabía qué pensar. Me parecía que todos se
equivocaban. Después fueron dándome tales señas particulares de mi
persona, en que yo mismo no me había fijado, que tuve que rendirme
a la evidencia…
Yo no pido más que me den o me devuelvan mi verdadero nombre de
Eustaquio Campo Barrado. No he pedido dinero, herencias, ni cosa
que lo valga. Si estoy procesado es porque el viudo de mi madrastra
me denunció como impostor cuando yo no estaba aún convencido de
ser quien soy, y de ahí la intervención de los tribunales” (Idem).






















































¡Lo que es suyo!



Desde aquel día de agosto de 1886 hasta la celebración del juicio por
usurpación de estado civil dos años después, el caso no quedó dormido. Se
hizo cargo de la instrucción D. Sandalio Jiménez, juez interino de Plasencia.
Comenzó su actuación a finales de octubre de 1886, tras la denuncia
presentada por Felipe Díaz de la Cruz.
El primero en ser llamado a declarar fue el propio acusado en la
denuncia, el que decía llamarse Eugenio de Santa Olalla. Medio pueblo
deseaba acompañarlo a la hora en que había sido citado, lo que alarmó a las
autoridades. El alcalde sugirió que el propio interesado pidiera no ser
acompañado en su declaración, se cambió la hora de la misma. Finalmente,
pudo realizarse sin graves alteraciones públicas desde las nueve de la noche
hasta las dos de la madrugada.
De este modo, fueron sucediéndose los testimonios de los principales
intervinientes y de numerosos vecinos que se ofrecían a declarar a favor del
recién llegado a su ciudad. Los comentarios eran constantes, las calles, tiendas
y tabernas hervían de discusiones y reclamaciones. Se veían enemigos por
todas partes. El juez llamó a cuatro médicos para que examinaran en el
acusado la presencia de aquellas características que muchos achacaban al
joven Eustaquio: que cojeaba, era estrábico, mostraba un panadizo en un dedo
y que presentaba cicatrices de quemaduras, fruto de aquel malogrado intento
de suicidio en el jardín de su casa.
El hecho de que no se llamara para integrar ese comité de médicos al
titular de Plasencia, el doctor Antonio Álvarez, incluyendo, en cambio, a otro
que era íntimo amigo del denunciante Felipe Díaz, levantó todo tipo de
sospechas, especulaciones y protestas. ¿Había interés por parte del gobierno, a
través del juez nombrado, en tapar el caso y no darle al acusado lo que era
legítimamente suyo?
Se supo que los médicos no se ponían de acuerdo. La mayoría estaba de
acuerdo en que las cicatrices eran fruto de quemaduras pero alguno disentía,
del mismo modo que existían serias discusiones entre ellos sobre la naturaleza
de su cojera: ¿congénita, fruto de una parálisis o adquirida por accidente?
Aquello no era concluyente. Los más unánimes fueron los peritos calígrafos.
Examinando escritos del actual Olalla con el antiguo Eustaquio encontraban
algunas diferencias, sí, pero también notables parecidos que les llevaban a
concluir que ambos escritos eran fruto de la misma mano.
Los ciudadanos de Plasencia pasaban de la euforia por datos de este
último tipo a contrariedad y protestas cuando se sabía que las declaraciones no
reconocían en el futuro procesado a su paisano Eustaquio Campo. En el ánimo
de todos, se culpaba a ese abogado Felipe Díaz de urdir una trama que privaría
al legítimo heredero de la fortuna que le correspondía para quedarse con ella.
Aquel ambicioso había acudido a realizar la testamentaría de Rafael Campo,
manipuló las cifras para mejorar la parte de la viuda, incluso se afirmaba que
había extorsionado a ésta para que accediese a casarse con él. Luego se puso
de acuerdo con aquella administración corrupta de San Baudilio para privar a
Eustaquio de la libertad y del dinero que era suyo.
Cuando vino a declarar portando amplia documentación el administrador
del manicomio de Llobregat, Juan Lacambra, los ánimos se desbordaron.
Llegó a Plasencia el 29 de noviembre y al día siguiente fue al Juzgado. La
noticia se extendió por toda la población y las gentes acudieron en masa a la
plaza donde se levantaba el edificio de la Audiencia. Los gritos de ¡Que le den
lo que es suyo! y ¡Justicia, Justicia! hicieron temer por la salida del declarante.
Los guardias tuvieron que emplearse a fondo para abrirle paso hacia su
hospedaje mientras los gritos redoblaban, imprecaciones, empujones. En un
bando, el alcalde advirtió a sus convecinos de que no admitiría más insultos ni
tumultos. Empezó a hablarse de la posibilidad de traer un destacamento de la
guardia civil. El mismo “Cantón Extremeño”, tan decidido partidario de
identificar al carpintero con Eustaquio Campo, salió al día siguiente pidiendo
calma a la multitud y alegando que aquello podía suponer un perjuicio en las
aspiraciones al reconocimiento de su identidad.
Sin embargo, las manifestaciones no cesaban. Los gritos de la multitud
acompañaban de distinto modo a los que acudían a declarar. Afortunadamente
para el orden público, la mayoría de los vecinos y antiguos familiares o
conocidos de Eustaquio Campo estaban a favor de la identificación positiva y
por ello los gritos resultaban de apoyo y no de protesta.
Nacieron así, además de los lemas de apoyo consabidos una serie de
coplillas que eran recitadas por toda la ciudad entre el regocijo de las gentes,
como ésta de un tal Enrique Martínez:
“Con Dios me acuesto,
con Dios me levanto,
con la Concha Somera
y con Eustaquio Campo.
¡Viva D. Eustaquio Campo
y el director del Cantón,
y D. Vicente Paredes,
que tienen buen corazón!
¡Viva D. Eustaquio Campo!
Dios le dé mucha salud,
para que rabie y reviente
D. Felipe de la Cruz.
Si te duele la cabeza
átate un pañuelo negro,
con un letrero que diga:
«¡Mueran los Cruces y Prietos!'”
(El Imparcial, 12.10.1888, p. 5)

Sin embargo, los sucesos más graves tuvieron lugar el 22 de enero de
1887, cuando fue a declarar Juan Álvarez, un antiguo vecino de Plasencia y
empleado tanto de Rafael Campo como de Felipe Díaz. Viviendo en ese
momento como carpintero en la localidad salmantina de Peñaranda, llegó con
su hija pequeña, alojándose en una casa de huéspedes y dispuesto a cumplir
con la convocatoria del juez. Él había sido uno de los que acompañara al padre
de Eustaquio cuando éste fue internado en San Baudilio.
En su declaración manifestó que las quemaduras, el estrabismo y hasta
el panadizo coincidían en ambos (Olalla y Eustaquio) pero que eran muy
distintos en el semblante. Por ello, concluyó, creía que las coincidencias eran
accidentales, ambas personas eran diferentes.
Lo declarado llegó a oídos de la gente de Plasencia y se armó la
marimorena al día siguiente frente a la casa de huéspedes donde se alojaba con
su hija. Álvarez, que tenía que coger por la tarde una diligencia para llegar al
correo de Béjar, permanecía encerrado y asustado ante la multitud que iba
creciendo frente a su puerta, los gritos y protestas que hacían retemblar sus
paredes. El alcalde, cumpliendo su palabra, hizo emplearse a fondo a los
guardias municipales, pero la gente se disolvía en un lugar para volver a
concentrarse en otro. Así pasaron varias horas. Es de imaginar la angustia
sufrida por Álvarez y su hija, que no acertaba a comprender qué estaba
sucediendo para que su padre estuviera tan asustado.
Se llamó a la Guardia Civil cuyos números, finalmente, los escoltaron
hasta la diligencia que debían tomar. El conductor, al saber a quién tenía que
llevar y observar la multitud que se formaba en los alrededores, se negó a
conducirla. Hubo de ser un guardia civil quien lo hiciera durante el suficiente
trecho como para garantizar la seguridad en el resto del viaje.
Cuando el vehículo salía de la población empezaron a llover piedras
sobre él con tal profusión que los guardias que lo escoltaban se sintieron
obligados a realizar entre quince y veinte disparos. Un joven industrial, Jaime
Sagrera, recibió uno de ellos y cayó redondo, se dijo que cuando intentaba
calmar la exaltación de sus convecinos. Al día siguiente murió. Era la primera
víctima mortal de aquella instrucción judicial.
El bautismo de sangre calmó los ánimos y llenó de autoridad al alcalde
para emitir un enérgico bando advirtiendo del peligro de la situación y la
necesidad de garantizar un proceso justo tras un sumario concluido con
independencia por el juez de instrucción. De manera que los siguientes meses
fueron extendiéndose sin que el sumario llegara a concluirse. De hecho, D.
Sandalio Gómez murió y tuvo que ser relevado interinamente por el juez Sr.
Vilariño, que dio paso tiempo después a Francisco Nogueras, el juez que
concluyó el procedimiento casi un año después de haberlo comenzado.
“El Noticiero”, uno de los más señalados periódicos campistas, resumía
unos meses después y a la espera del proceso, los argumentos que defendían
los vecinos de Plasencia en torno a la identificación del futuro procesado como
Eustaquio Campo. Como comprobaremos, se trataba de creencias que
apelaban a cualquier justificación para asegurar la certeza de las mismas:

“Verdad es, y verdad que no puede negarse, que en favor de la
existencia del señor Campo Barrado hay en esta ciudad una
convicción firme y universal; que ha resistido a todos los embates
que para destruirla se han puesto en juego por la hipocresía, la
soberbia, el dinero, la astucia, el miedo y la seducción, que no se han
escatimado sino que se han prodigado en todos los tonos y de todas
las maneras; pero toda esa falange de recursos se ha estrellado contra
la sensatez y cordura de un pueblo que poseedor de la verdad dice a
todo el mundo: Es él, es Campo Barrado” (El Centinela, 22.4.1988).

En otras palabras, la voz del pueblo no puede engañarse frente a las
artimañas de los hipócritas como Felipe Díaz y los intereses económicos que
animan a éste a emplear todos los trucos de su oficio de abogado impidiendo
el reconocimiento de la verdad.
Frente a los que acusaban a Concha Somera de ser una enajenada, una
timadora, este periódico viene a decir que es una enviada de Dios para
destapar las mentiras y los mezquinos intereses. Así, tras mencionar la
sentencia bíblica de que “Dios elige las cosas débiles del mundo para
confundir a los más fuertes”, continúa afirmando:

“En el caso presente nos encontramos con que una mujer es el
instrumento; debilísima causa que produce el hecho de que nos
venimos ocupando. Pero ¿qué mujer? Una joven, hija del pueblo,
mujer que no sabe leer ni escribir (ilegible) ingenio, aunque no
cultivados por una educación esmerada, y lo que vale más que todo
eso, un corazón grandísimo, magnánimo que la hace soportar
grandes contrariedades, afrontar serena una serie de peligros que
pusieran miedo al corazón mejor templado, en la difícil empresa de
sacar a luz a un hombre que todos considerábamos muerto. No puede
darse cosa más débil que una mujer por punto general, pero nada hay
más grande como la Divina Providencia” (Idem).

De manera que aquello no era un simple plan urdido por un abogado
defendiendo sus intereses, no era la locura de una mujer ansiosa de
protagonismo creyéndose enviada por Dios para hacer la luz donde los
hombres no querían verla. Era la misma acción de Dios que tenía lugar a
través de uno de sus fieles más débiles e iletrados, alguien que, insuflado por
el designio divino, se apresta a derrotar a los fuertes y taimados de este mundo
que no tienen el apoyo de Dios dentro de su corazón.
Afortunadamente, las diatribas sobre el caso tenían lugar por entonces a
través de medios escritos. Un tal F.D. de la C. editó un folleto impreso en
Madrid titulado: “El asunto de Plasencia o un muerto que resucita o una
infame impostura”. En él se atacaba a todos los que entendía como farsantes y
timadores, se preguntaba quién estaba detrás de la manifestación de octubre de
1886 y de todos los tumultos posteriores, se criticaba ásperamente a los que,
como el arquitecto Vicente Paredes, se habían entregado sin juicio propio y
como farsantes a apoyar aquella superchería.
Tras este verdadero libro (tenía 160 páginas nada menos) cuyo autor era
evidentemente Felipe Díaz de la Cruz, apareció otro poco tiempo después,
también impreso en Madrid de forma anónima: “El asunto de Plasencia”,
donde se llamaba al autor del primer folleto soberbio, embustero, egoísta e
hipócrita. Poco después se anunciaba la preparación de un “Cronicón de la
causa” escrito por V.P. del que todo el mundo sabía que era el arquitecto
agraviado.
De manera que todo se preparó para el juicio oral que debía comenzar el
16 de octubre de 1888 en la Audiencia de Plasencia, presidido por D. José
Delgado y con la presencia del fiscal Francisco Mesa y el defensor José
Fontán. A Plasencia llegaron los jueces, los testigos (Felipe Díaz, enfermo en
Andújar, se hizo esperar), guardias civiles y periodistas. Uno de ellos describía
así su llegada en el correo y la primera conversación que tuvo en la misma
estación de Plasencia:

“—¿Viene Vd. a lo del Muerto?
—Puede que sí— le dije.
—Entonces, será Vd. magistrado, o de la Guardia Civil — añadió mi
interpelante.
—Ni lo uno, ni lo otro; soy periodista.
—¡Periodista! Pues ya sabrá Vd. que no hay tal muerto. Eustaquio
está vivo y sano. El muerto es otro; lo que tiene es que a algunos les
conviene que D. Eustaquio esté bajo tierra para ellos comerse lo que
le pertenece.
—¿Y está Vd. Seguro —le argüí— de que ese muerto ha resucitado?
- ¡Ya lo creo!... ¡Como que le conocí dende chiquitillo, y no se me ha
despintao! Yo le vi el primer día, en cuanto que llegó a la estación, y
es él, es él. Está ahora más viejo, ¡claro! que cuando le llevaron al
manicomio, y más gordo, y más torpe, porque era muy listo; pero es
él, con todos sus pelos y señales. Y, si no, que lo diga todo el pueblo.
.—Pues por mí que lo sea —añadí—. Yo, en esto, no entro m salgo.
Si lo es o no lo es, allá los tribunales se encargarán de averiguarlo.
—iSí! Fíese Vd. de los tribunales ¿Quién lo va a saber mejor que
nosotros? Que dejen a los de Plasencia sentenciarlo, y ya veríamos
quién quita a D. Eustaquio lo que le dejaron sus padres” (El
Imparcial 12.10.1888, p. 5).

















El juicio

Hemos utilizado repetidamente algunas de las declaraciones habidas
durante la vista oral para describir las distintas vicisitudes del caso hasta este
momento. Por ello, nos remitiremos a otros aspectos relevantes que completen
la visión que podamos hacernos de lo sucedido entonces.
El juicio comenzó el 16 de octubre de 1888, prácticamente dos años
justos después de aquella manifestación de chiquillos que fue el detonante de
la denuncia de Felipe Díaz de la Cruz. Se desarrollaría hasta el día 30 del
mismo mes a lo largo de trece sesiones en total. La sentencia se haría pública
el 2 de noviembre.
El fiscal de la Audiencia acusaba al procesado de usurpación de estado
civil en la persona de Eugenio de Santa Olalla, para lo que pedía diez años de
presidio. Su acusación era más tibia en lo que respecta a la posible usurpación
de la identidad de Eustaquio Campo, acusándole solo de intento de la misma y
pidiendo cuatro años más de cárcel. Debía tener en cuenta que la única cédula
personal que poseía era la correspondiente al primer nombre mientras que
durante gran parte del sumario, siguió llamándose Eugenio de Santa Olalla y
no Eustaquio Campo. Su admisión y defensa de tal nombre era muy posterior,
casi en vísperas del juicio.
Por su parte, el defensor Sr. Fontán pedía la libre absolución de su
defendido con todos los pronunciamientos favorables del Tribunal, de manera
que se declarase su derecho a usar el nombre de Eustaquio Campo Barrado
reclamando los bienes a que hubiera lugar según el testamento de Rafael
Campo.
A las dos primeras sesiones fue poco público, contra lo que las
autoridades esperaban. No sólo contaron los llamamientos a la calma del
alcalde y de los periódicos que defendían la causa del procesado, sino que
resultaba conocido que estas sesiones se dedicaban a la lectura tanto del
sumario resumido como de distintos documentos llegados hasta el tribunal a lo
largo del tiempo.
Se habilitaron dos salas de testigos: una para los hombres y otra para las
mujeres. Según los periodistas que visitaron ambas, en la primera imperaba un
silencio nervioso apenas roto por algún comentario. En cambio, en la otra sala
el parloteo era incesante. Cuando el reportero entró para hacer alguna
pregunta, la que dirigía el cotarro chistó diciendo: “¡Callarse porque todo esto
lo ponen luego en los periódicos y aquí venimos a lo que venimos!”. Esa
actitud mostraba que la unanimidad de las mujeres era casi total, dirigiéndose
todas ellas a confirmar la identidad de aquel hombre como el Eustaquio
Campo que habían conocido o del que habían oído hablar. De hecho, se sabía
que este grupo de testigos se había reunido de madrugada en la ermita de la
Virgen del Puerto para pedir a la Señora una resolución favorable a sus
intereses. Incluso tres se ofrecieron para ir descalzas hasta la ermita y recorrer
de rodillas seis veces la distancia que mediaba entre la puerta y el presbiterio.
Por fin en la tercera sesión declaró el supuesto Eustaquio confirmando lo
sucedido con su vida, su desmemoria de los años de juventud, sus recuerdos
de San Baudilio hasta la llegada de Concha Somera y el viaje a Plasencia
posterior. No hubo sorpresas. El público, que esta vez se apretujaba en las
sillas procurando guardar silencio ante las severas admoniciones del
presidente del Tribunal, se dispuso a escuchar a los peritos.
Como dijimos, los médicos no se ponían plenamente de acuerdo en la
naturaleza de los defectos aludidos (cojera, estrabismo, panadizo y cicatrices
por quemadura), aunque fue muy bien acogida la declaración positiva del
doctor amigo del propio denunciante Felipe Díaz, en el sentido de identificar
los datos con los conocidos de Eustaquio Campo.
Fueron más taxativos los calígrafos, que mostraron las peculiaridades de
cada firma, de la letra empleada por el joven Eustaquio y el hombre que les
contemplaba impertérrito. Luego entraron los fotógrafos. Se disponía de
alguna foto del joven Eustaquio y podía comparársela con las tomadas
recientemente al procesado.
Para alguno la disposición de la ceja izquierda había cambiado, pero en
líneas generales y teniendo en cuenta la diferencia de edad, los rasgos eran
muy similares. Ello invalidaría algunos de los testimonios posteriores de los
anticampistas, en el sentido de que el semblante era diferente en ambos porque
uno lo tenía más alargado que el otro. La memoria, venían a decir los peritos,
es mala consejera. Incluso hay que decir que los anticampistas, con Felipe y
Narciso Díaz de la Cruz a la cabeza, negaban alguna característica en el joven
Eustaquio, como el estrabismo. Sin embargo, a lo largo del juicio se
mencionaría un cuadro realizado por un pintor compañero de estudios de
Derecho, donde se retrataba a todos los licenciados de su promoción. La
bizquera en el ojo izquierdo de Eustaquio Campos era notoria, al igual que la
que ofrecía el mismo ojo en el procesado, aunque en un grado mayor.
Por último, los peritos médicos se enzarzaron en una larga discusión
sobre la posibilidad de perder selectivamente la memoria. ¿Era factible que el
procesado recordara tan bien su estancia en San Baudilio pero nada de su
pasado anterior? ¿Era posible que los conocimientos y la cultura adquiridos
durante sus estudios de Derecho quedaran borrados como si no hubieran
existido? Unos sostenían que sí, exponiendo casos de enajenados de la
literatura médica que mostraban los mismos efectos. Otros médicos defendían
lo contrario, presentando lo sucedido como imposible. Dado el estado de
conocimientos psiquiátricos de la época, es obvio decir que la ciencia no
aportaba certezas en estas cuestiones.
En primer lugar, entonces, estaba la más seria acusación: la de usurpar la
identidad de Eugenio de Santa Olalla. No era lo que más preocupaba al
público asistente, pero sí podía tener serias repercusiones en forma de larga
condena para el procesado. Además, si se demostraba que era efectivamente el
que figuraba en su cédula personal, habría que descartar que fuera en realidad
Eustaquio Campos.
Lo primero que sospechamos es que la familia de Olalla estaba muy
desestructurada, como se dice actualmente. De sus familiares solo se presentó
un tío carnal. Este afirmó que desconocía el paradero de su hermana, la madre
de Santa Olalla, aunque sospechaba que seguía con vida. Por otro lado, afirmó,
aquel sujeto que tenía enfrente no le parecía en absoluto su sobrino.
De su hermana ya dijimos que ni siquiera se presentó. El relator del
Tribunal leyó una declaración en la que aseguraba sencillamente que le había
entregado a su hermano a su hijo Marcelino porque ella ya no podía hacerse
cargo de él. En otras palabras, a ella lo único que le importaba era que no le
devolviesen al muchacho.
Pero se contaba con otros testimonios de antiguos compañeros del
burgalés en el regimiento de ingenieros. Se presentaron dos (Demetrio
Barricón, ebanista de 45 años y Pedro Pérez, con el mismo oficio) y un tercero
(Francisco Bejarano, residente en Cáceres) supo por los periódicos del
inminente juicio y se ofreció a acudir si alguien le abonaba los gastos del
viaje. Los Ayala le ofrecieron hacerlo alojándolo durante algunos días.
Este último fue el más taxativo. Relacionó las idas y venidas de Eugenio
de Santa Olalla a lo largo de aquellos años de juventud, de los que habían
pasado veinticinco. Afirmó haber reconocido a sus otros dos compañeros
cuando se acababan de encontrar en la sala de testigos. Sin embargo, aquel
procesado no se parecía en nada a Olalla. “Este señor no es el compañero que
yo conocí”. Los otros dos secundaron esa falta de reconocimiento aunque uno
apuntara a que “un aire sí se da” sin mayores precisiones.
Estas declaraciones fueron acogidas con alborozo por el pueblo de
Plasencia. Nadie reconocía que aquel sujeto fuera Eugenio de Santa Olalla.
Entonces ¿por qué le habían asignado tal nombre en San Baudilio y hasta le
habían dado una cédula personal de identidad? En el mejor de los casos,
ignoraban quién era cuando llegó a sus puertas y le asignaron el nombre de un
fallecido, con todas sus consecuencias legales. En el peor de los casos (o
mejor para sus aspiraciones), Olalla había efectivamente fallecido en
Septiembre de 1882 y habían hecho pasar a Eustaquio Campo por él, de
manera que Olalla siguiera viviendo y el joven placentino muriera, aunque
fuera exactamente al revés.
De cualquier modo, las acciones de San Baudilio volvían a quedar en
entredicho y su ya escasa credibilidad se ponía en cuestión. Para entonces se
sabía que el gobernador de Barcelona había inspeccionado el centro con el
resultado conocido de amplias críticas a su funcionamiento.
Debemos entonces hablar de San Baudilio, porque el testimonio de sus
trabajadores, médicos o administradores resultaba clave en el desarrollo del
caso. El fiscal, como luego se supo en su alegato final, contaba con desmontar
la identificación con Eustaquio Campo gracias a aquellos que habían visto con
vida a los dos en el mismo lugar y podían afirmar con claridad que eran
personas diferentes.
Sucedieron dos cosas: la primera es que la credibilidad de esos
testimonios, como hemos dicho, apenas se sostenía; la segunda es que,
después del recibimiento a su administrador Juan Lacambra, casi agredido en
su visita a Plasencia para traer documentación, la dirección de San Baudilio se
negó a colaborar más con la justicia, enviando solo al médico que firmó el
certificado de defunción (Baudilio Net, ya retirado) y a un carpintero del
manicomio (Jaime Hugas), el criado de Eustaquio durante un tiempo (Pedro
Sabater) y el capellán del manicomio (Andrés del Valle, antiguo demente
interno en el centro).
Sus declaraciones fueron todas ellas coincidentes. Los cuatro habían
conocido a ambos (Eustaquio y Eugenio) como personas diferentes, afectadas
además, según aseguró el médico, por padecimientos bien distintos. Mientras
Eustaquio sufría una enajenación que le hacía oscilar entre la agresividad y el
suicidio, Eugenio de Santa Olalla era un hombre pacífico que ingresó hacia
1880 enfermo de “tristeza de espíritu” o “lipemanía” (lo que hoy
entenderíamos por depresión). Además, presentaba síntomas de enfermedades
más graves como endocarditis, dolencia grave que afectaba a los tejidos
cardíacos originando una retención de líquidos en todo el cuerpo (o anaxarca)
y que conducía inevitablemente a la muerte. Mientras el primero repartía
puñetazos al que se le cruzaba por delante, el segundo pudo ser destinado a la
carpintería sin que diera problema alguno y mostrando un trato que le permitió
salir y entrar incluso viajando a Burgos cuando tuvo que hacerse cargo de su
hijo Marcelino.
Ellos no podían decir otra cosa, no podían acreditar documentalmente
nada más que lo que ya constaba, pero su identificación era clara: el procesado
que tenían delante era quien habían conocido como Eugenio de Santa Olalla.
La unanimidad en el juicio, en vez de corroborar su testimonio, fue un
motivo más para sospechar de él. ¿Estaban de acuerdo con la dirección de San
Baudilio para exculpar a la institución de cualquier acusación de falsedad?
¿Querían desligar al manicomio, bastante castigado ya por las autoridades, de
la sospecha de haberse concertado con Felipe Díaz? Además ¿cómo creerles si
todos ellos afirmaban, por ejemplo, que Eustaquio Campo no cojeaba en su
internamiento cuando existían muchos testimonios de lo contrario? Incluso la
propia Universidad de Madrid donde había cursado sus estudios de Derecho
envió un certificado de que Eustaquio Campo cojeaba notablemente de un pie
¿Y en San Baudilio no se habían dado cuenta?
Esta coincidencia de los cuatro en negar la identificación del procesado
como Eustaquio Campo, ese insistir en que el demente de Plasencia estaba
muerto y enterrado, formaba un bloque con las declaraciones de los
anticampistas, también unánimes. Todos los que tenían relación con los
hermanos Díaz de la Cruz (los Prieto, algunos trabajadores que dependían del
abogado) afirmaban que no reconocían a Eustaquio Campo en aquel hombre.
En cambio, el número de campistas era abrumador. Durante las distintas
sesiones desfilaron por el estrado antiguos compañeros de infancia, de
juventud, parientes, criados, los que le habían sacado del fuego del jardín, los
que le habían atendido de niño, los que lo lavaron de bebé… Todos ellos
decían a una: ¡Es él! ¡El procesado es Eustaquio Campo! Cojea como él, es
bizco como él, presenta las mismas quemaduras producidas por aquel fuego
donde quiso consumirse, la deformidad del dedo es la misma. Sí, decían todos,
los años han pasado y se ha vuelto algo más gordo, el pelo cano, más arrugas.
Pero la expresión es la misma, la sensación que les producía el verlo era que
estaban delante de su amigo, de su señorito, de su compañero de estudios, de
su sobrino o del primo.
Más de cincuenta testimonios se repitieron una y otra vez en el mismo
sentido. Frente a ellos, gente interesada o pagada por los Díaz de la Cruz,
apenas unos testigos sin demasiado peso enviados por San Baudilio,
institución envuelta en la más negra de las sospechas, diciendo lo contrario.
¿Hacia dónde podría inclinarse el tribunal?
El primero en rendirse fue el fiscal. En la penúltima sesión del juicio
celebrada el 29 de Octubre, hizo primero una modificación de la acusación y
luego la justificó mediante el alegato final. Lo que había mostrado la vista
oral, en su opinión, era que el procesado no podía ser Eugenio de Santa Olalla
de ninguna manera. De la “tristeza de espíritu” uno podría curarse pero no de
la endocarditis ni la anaxarca consiguiente, que conducen a la insuficiencia
cardíaca y antes o después a la muerte. El hombre que se juzgaba no
presentaba tales síntomas y no era posible que estuviera curado de esos
padecimientos si era quien decía su cédula personal.
Por si estos datos objetivos fueran poca cosa, aún se disponía del
testimonio de sus antiguos compañeros de armas y del único pariente que
había tenido a bien venir a declarar, negando todos ellos estar delante de Santa
Olalla. Desde San Baudilio habían acudido personas de poca relevancia, nadie
desde luego que pudiera certificar de alguna manera que aquel individuo fuera
Santa Olalla. A todos se les había dicho tal cosa pero ¿de quién había surgido
la seguridad de que el modesto carpintero ingresado en 1880 tuviera tal
identidad? ¿Quién le dio ese nombre, la cédula de identidad y por qué? ¿O no
era más lógico pensar que le hubieran asignado el nombre de alguien fallecido
en la institución?
El señor fiscal no se detenía en sus críticas a San Baudilio mostrando
que traer a un médico, el testigo con mayor formación, que se había limitado a
firmar un certificado de defunción consignando el nombre que le habían dicho,
un sacerdote que había estado afectado de demencia y que aún gesticulaba
como un loco, unos pobres trabajadores ignorantes de identificación alguna,
bien poco valor probatorio tenía. Ningún certificado de ser el procesado
Eugenio de Santa Olalla, ninguna autoridad administrativa de mayor peso que
declarase ante el Tribunal. San Baudilio, después de la mala experiencia con
Juan Lacambra, se había desentendido del proceso, quizá porque bastante tenía
con las acusaciones que pesaban sobre la institución por su mal
funcionamiento.
En resumen, el procesado no era Eugenio de Santa Olalla. ¿Hay algún
tipo de responsabilidad por haber asumido esa identidad? El fiscal consideraba
finalmente que no. En San Baudilio le habían asignado un nombre inadecuado
pero él desconocía tal cosa. Viniendo de la demencia y la desmemoria (“ese
muro que es imposible atravesar”) aceptaba todo lo que le dijeran. Pero si no
había voluntad de engaño no había tampoco responsabilidad de usurpación de
una identidad que finalmente se comprobaba que no era la suya.
A partir de ese momento, llegó hasta él Concha Somera. El fiscal había
sospechado de ella como urdidora de un engaño pero la explicación de que
había sido delegada por Francisca Belloso para hacer tal tarea era posible y
nadie podía demostrar lo contrario, puesto que esta señora había fallecido. Lo
cierto es que al que creía llamarse Santa Olalla y que insistía en seguir
llamándose así, le dijeron que en realidad era Eustaquio Campos. Cuando, tras
poner una serie de obstáculos, llegó a Plasencia, todos confirmaron lo mismo,
que era el heredero de su padre Rafael Campo.
A la postre, frente a toda insistencia, aceptó el papel asignado lo mismo
que había aceptado ser Eugenio de Santa Olalla porque así se lo habían
asegurado en San Baudilio. De nuevo, carente de voluntad de engaño,
convencido de que le decían la verdad, ahora aseguraba ser dicho individuo.
Y ahora teníamos esta acusación, continuó el fiscal su alegato, lo que
debía ser un simple juicio de faltas por una cencerrada se quiso transformar en
una culpa por usurpación civil. “¿Qué actos había ejecutado el recién venido
para considerarle autor de tal delito?”. El orador guardó silencio pero la
respuesta era evidente.
Entonces ¿era el procesado Eustaquio Campos? Había características
coincidentes, algunas modificaciones achacables a la edad, múltiples
testimonios confirmándolo y algunos negándolo. Resultaba imposible en esas
circunstancias saber con certeza dónde estaba la verdad y quién era realmente
el procesado. El fiscal, que había modificado su acusación para declararlo
falto de responsabilidad en los cargos con que le había acusado antes del
juicio, terminó su alegato de manera retórica muy al gusto de la época:

“¿Quién es, pues, el ser viviente que se sienta en aquel sitio? No
puede ser Eugenio Santa Olalla Palomar, por estar así probado
evidentemente, y se encuentra obligado a demostrar que es D.
Eustaquio Campo Barrado, en virtud de habérsele seguido este
proceso.
Puede y debe en su virtud ejercer su acción. La ley marca el medio y
la forma en que haya de pedir al Tribunal la declaración de derecho
civil correspondiente.
Más tarde vendrá la declaración de hechos punibles. No puedo más.
Que la Sala, al dictar su fallo, verifíquelo con la mano puesta en su
corazón y la inteligencia en Dios, que nos juzga a todos, en
consonancia con lo que el Fiscal solicita, con independencia
absoluta, sin temor a la envenenada maledicencia; pues si sus dardos
se asestasen dirigiéndoles contra el Tribunal, el Ministerio Público se
alzaría entonces, haciendo que quedasen embotados al intentar
clavarse en el trono donde la Justicia tiene asiento”.

Ni qué decir tiene que el señor fiscal salió en olor de multitudes de la
sala de la Audiencia y aún el pueblo de Plasencia, agradecido, propuso
cantarle una serenata aquella misma noche, acto prohibido por el señor alcalde
de la localidad. La sentencia se daba por consabida, el triunfo del pueblo sobre
el malvado Felipe Díaz de la Cruz y su cercana parentela, se consideraba
completo. Incluso en aquellos instantes el procesado, muy satisfecho, declaró
que emplearía el dinero que recibiera en la construcción de un sanatorio para
alienados en Cáceres. Pero la victoria no era total aunque en aquellos
momentos de euforia se creyese que sí.
La sentencia

El día 2 de Noviembre de 1888 el Tribunal dictó una sentencia
absolutoria de los cargos de usurpación de estado civil. Tras una serie de
largos considerandos que resumían aquello que se consideraba probado
durante el juicio, se decretaba que el procesado no era responsable de los
cargos, absolviéndolo con todos los pronunciamientos favorables.
Examinando el trascurso del juicio, seguido con tanta pasión por la
ciudad de Plasencia, con la distancia que da el tiempo y el espacio que nos
separa de él, quizá podamos llegar hoy en día a conclusiones diferentes.
Parece obvio que el procesado no era Eugenio de Santa Olalla, un nombre que
se le asignó en San Baudilio en el momento del ingreso de aquel hombre sin
memoria hacia 1879. Nunca constaron los motivos para tal asignación, habida
cuenta de que el demente que ingresaba venía indocumentado.
Los hechos propicios a que fuese Eustaquio Campos eran, en general,
muy frágiles y poco evidentes. Eustaquio había padecido una enajenación
agresiva y una monomanía suicida durante toda su vida en el manicomio. ¿Era
verosímil que todo ello hubiera desaparecido? No es probable. En cambio, el
sujeto Santa Olalla padecía una enfermedad (endocarditis) que conduce a la
acumulación de líquidos en todo el cuerpo (anasarca) y la insuficiencia
cardíaca, dolencia muy grave y que tiende a repetirse hasta el final del
paciente. Nada de eso presentaba el procesado que, en líneas generales, gozaba
de salud normal y no presentaba ninguno de los síntomas de trastorno mental
que padecía Eustaquio.
Se dejaron a un lado los testimonios taxativos de los que conocieron a
ambos en San Baudilio: Eustaquio y el procesado. En cambio, se admitieron y
resultaron abrumadores los de placentinos que habían conocido al primero en
su niñez o juventud y que no le habían visto en los últimos 23 años. Eustaquio
fue ingresado con 26 años y ahora supuestamente volvían a verlo con 49. La
coincidencia en algunas características señaladas era posible, aunque en algún
caso cuestionable: el leve estrabismo de Eustaquio se había convertido en una
fuerte bizquera en el procesado; sobre la cojera había diversidad de opiniones
(la tuvo, no la tuvo, fue leve y accidental, fue congénita como en el procesado,
que tenía una pierna más corta que la otra de nacimiento).
Si se cuestionaba con razón que fuera Eugenio de Santa Olalla se podía
hacer lo mismo en el caso de Eustaquio Campo. Sin embargo, la sentencia del
tribunal y, en particular, la postura del fiscal, que fue determinante en la
anterior, estaban muy mediatizadas por una presión popular casi insoportable y
que ya había decretado la sentencia previamente por su simpatía con el
procesado y su abierta antipatía por el demandante Felipe Díaz de la Cruz.
Que éste había maniobrado en su beneficio parece indudable, pero que
organizase una trama de muerte fingida y desaparición del heredero con la
dirección de San Baudilio no es algo que se considerase probado. De hecho, si
fuera así, ¿cómo explicar que dicha dirección permitiese que Eustaquio
Campo, con la personalidad de Santa Olalla, viajase libremente hasta Burgos
para recoger a Marcelino y, aún más, que marchase definitivamente de San
Baudilio en 1886 para recalar en Plasencia?
La única reserva del Tribunal antes que ceder completamente a las
peticiones de la defensa fue dejar claro que la absolución en un Tribunal como
ese, de responsabilidad criminal, no suponía la admisión a todos los efectos de
los derechos civiles del procesado como Eustaquio Campos, por cuanto esos
derechos debían obtenerse en un nuevo juicio por la vía civil y no la criminal.
Esta solución, ya sugerida en su alegato final por el fiscal, dejaba a
expensas de nuevos trámites judiciales la consecución del procesado de los
derechos plenos en su nueva identidad, hasta hacerse cargo de la herencia que
debía recibir. Al mismo tiempo, ésta fue la salida aprovechada por los
anticampistas para empezar una sórdida campaña de desprestigio de la
sentencia y de retorcida interpretación de la misma. Entraba así el sujeto sin
identidad definida en los vericuetos legales para demostrar fehacientemente
que era Eustaquio Campos Barrado. Pero ése era el terreno de Felipe Díaz de
la Cruz. Por ello, no habría de abandonar sus intentos de defender lo heredado
de su mujer.
En primer lugar, hubo escritos públicos de la dirección de San Baudilio,
probablemente sorprendida por la enorme repercusión nacional de la
sentencia, incluyendo la despiadada crítica del fiscal en su alegato final.
Propuso entregar nueva documentación probatoria, invitó a que les visitase el
que entendían que era su antiguo inquilino Eugenio de Santa Olalla y su
defensor Sr. Fontán junto a una delegación de vecinos de Plasencia. Cuando
fue rechazada su invitación propusieron una reunión en Madrid, a mitad de
camino, pero tampoco fue aceptada. Fontán creía tener casi todos los triunfos
en la mano y, después de la sentencia, la verdad era lo de menos.
Se dio un nuevo paso cuando el Ayuntamiento de Plasencia entregó, tras
la solicitud necesaria, una nueva cédula de identificación personal al
procesado con el nombre de Eustaquio Campo. Aquello ya era una
documentación oficial y Felipe Díaz y los anticampistas pusieron el grito en el
cielo. El alcalde adujo que el citado individuo había rellenado su hoja de
empadronamiento con ese nombre, que el Ayuntamiento no era responsable de
tal cédula sino que lo había comunicado a la Delegación de Hacienda que, a la
vista de la documentación, había emitido esa cédula con propósitos
recaudatorios, lo que suponía un procedimiento habitual. A lo largo de él,
nadie comprobaba si la identidad del firmante era efectivamente la de quien
decía que era.
Entonces los anticampistas trajeron a colación el considerando nº 11 de
la sentencia de noviembre. Decía textualmente como hecho comprobado:

“Resultando probado que D. Eustaquio Campo Barrado ingresó en el
Manicomio de San Baudilio de Llobregat en el año de 1865, por
padecer una manía suicida… falleciendo por lo que se hace constar
en la certificación del Registro y Parroquia de San Baudilio en
Septiembre de 1882”

Pues bien, aducían los seguidores de Felipe Díaz y él mismo, si se
considera probado el fallecimiento de Eustaquio Campo ¿por qué se admite
que ese sujeto se adjudique ese nombre en la hoja de empadronamiento?
El Sr. Fontán se revolvió ante esa interpretación, defendiendo otra por la
cual se consideraba fallecido al heredero placentino “según” el Registro
parroquial pero si, finalmente, ese Registro estaba falseado, no existía
fallecimiento de Eustaquio Campo. El alcalde insistió en la misma idea,
defendiendo su actuación: si el sujeto había resultado absuelto del delito de
apropiación indebida de tal nombre, no se le podía prohibir ni procesarlo de
nuevo por adjudicárselo. Pese a todo, para enredar la cuestión, José Belloso,
uno de los declarados anticampistas, cuñado de Felipe Díaz como hermano de
su fallecida mujer, presentó una querella ante la Audiencia de Cáceres contra
el alcalde de Plasencia por haber permitido dicho empadronamiento.
La situación era clara. Los anticampistas se veían obligados a aceptar
que ese individuo no fuera a la cárcel por usurpación de estado civil, pero otra
cosa muy distinta es que aceptasen que fuera declarado oficialmente Eustaquio
Campo con plenos derechos civiles, arrebatándoles la heredad de la que
disfrutaban desde hacía tantos años.
El 20 de Septiembre de 1889 el Sr. Fontán, que seguía representando los
intereses del llamado Eustaquio Campo, presentó a su vez un pleito ante el
juez pidiendo que se declarase falsa la inscripción de defunción de San
Baudilio, que se reconociese su derecho a usar ese nombre y, declarándose
nulo el reparto de la herencia de Rafael Campo y Francisca Belloso, el
interesado recobrara los bienes que le correspondían.
Pero la maquinaria legal de Felipe Díaz seguía moviéndose. Tras un
litigio interpuesto por injurias contra él al interponerse el pleito anterior, hizo
un órdago y, aduciendo ante la Audiencia de Cáceres nuevos datos en torno a
la usurpación civil de la identidad de Eustaquio Campo, volvió a interponer
una denuncia que fue aceptada.
Esto, que condujo al acusado a prisión durante varios días, confirmaba
que Felipe Díaz estaba decidido a devolver golpe por golpe por vía judicial. Su
denuncia conseguía poner a la defensiva al Sr. Fontán y detener el
procedimiento iniciado por éste.
Entrevistado en octubre de 1890, el protagonista de tanto embrollo se
mostraba abrumado y extrañamente nostálgico, como si no supiera dónde le
había llevado la vida y por qué.

“Le encontré hondamente preocupado, y al interrogarle sobre ciertos
puntos relacionados con su presente, se expresó en estos o parecidos
términos.
—Estoy contrariado con los entorpecimientos que de continuo se
suscitan. No sé por qué se quiere impedir que yo vaya a presidio si lo
merezco, como no encuentro razón para que se me impida adquirir
en breve tiempo lo que de derecho me corresponde, si es que tal
derecho me asiste.
—¿Y en qué pasa usted la vida?—le pregunté.
—En comer bien, en pasear mucho y dormir más.
—Pues entonces, es usted feliz.
—No lo crea usted. Lo era cuando en el manicomio me encontraba
en clase de carpintero, sin saber otra cosa más si no que me llamaba
Eugenio Santa Olalla; cuando no conocía las miserias de la vida;
cuando, en una palabra, no era yo el muerto resucitado, como se me
llama; cuando ignoraba que yo era Eustaquio Campo” (La
Correspondencia de España, 14.10.1890, p. 1).

A finales de 1893 se concluyó el sumario del nuevo juicio por
usurpación de estado civil alcanzando la cifra de dos mil folios e incluyendo
nuevos estudios muy eruditos de la Academia de Medicina sobre
identificación física y análisis de la calavera del ocupante del nicho de San
Baudilio, en lo que constituía la tercera exhumación del cadáver enterrado en
1882.
Mientras la maquinaria legal hacía mover lentamente sus engranajes, el
conocido como Eustaquio Campo enfermó, lo que imposibilitaba su presencia
como procesado en el nuevo juicio.
El 29 de Noviembre de 1896 un periódico cacereño informaba de la
muerte del “Muerto Resucitado” tras larga enfermedad. En referencia a su
juicio, se le despedía así:

“Desde entonces acá ha transcurrido la friolera de ocho años; y es
muy posible que si tal individuo hubiese logrado vida tan larga como
Matusalén, no habría habido tiempo bastante para decretar su
condena por usurpación de estado civil o para ponerle en posesión de
sus derechos civiles.
¡Oh, los procedimientos de la justicia histórica valen un tesoro. Se
alargan o se encogen como la goma elástica!
¡Descanse en paz aquel que pasó a otra vida sin poder averiguarse
quién fuese!” (La Región Extremeña, 29.11.1896).

Pero si la historia del “Muerto Resucitado” acababa así, un nuevo
episodio de repercusión nacional traería a las primeras páginas de los
periódicos a uno de los protagonistas de esta historia: la imaginativa Concha
Somera Alonso.














El crimen de Alcuéscar

El 21 de febrero de 1905 Francisco Fernández iba de noche, camino de
su casa en Alcuéscar, pequeña localidad muy cercana a Montánchez, en la
provincia de Cáceres. Al pasar por la calle de la Fragua donde vivía Manuel
Castilla, lo llamaron desde una ventana. Entre las sombras atisbó al propietario
de la casa, que le hacía enérgicos gestos para que se acercase.
Cuando lo hizo, sorprendido, Castilla le dijo que avisara urgentemente a
la Guardia Civil, que habían entrado en su casa varios hombres y una mujer y
les tenían amenazados.

“—Francisco — le dijo Manuel con voz velada por el terror—, me
quieren robar y asesinar. Estoy encerrado en una habitación con mi
familia. Los criminales están dentro de casa. Vienen armados. Son
unos hombres y una mujer...” (El Correo Español, 28.2.1905, p. 3).

Sin mediar más palabras, todos los sentidos alerta, Francisco corrió
como un galgo hasta el cuartelillo en el que se encontraban el cabo Juan Pérez
y los guardias Jesús Planchuelo, Juan Corro y Pedro Montes. Todos conocían
sobradamente a Manuel Castilla, joven propietario de una fábrica de pan, 35
años, casado con una mujer de calidad, Natividad Cáceres, de 30. Venido
desde Guadalcanal donde había nacido dentro de una familia de posibles,
sobrino del general Castilla, pariente de los Golfín cacereños, se había casado
con aquella joven de distinguida familia en 1895, teniendo pronto dos hijitas
llamadas Luisa de 6 años y María de tres.
Dedujeron que intentaban robarles, por lo que emprendieron la marcha
inmediatamente. Al llegar a la calle donde estaban sucediendo aquellos
hechos, Castilla salió a la ventana del primer piso y les dio el mismo aviso:

“—¡Por Dios! Entren ustedes a salvarnos —suplicaba Manuel.
—¿Quién abre? —preguntaron los guardias.
—Nadie les abrirá; tendrán ustedes que echar la puerta abajo o
llamar al cerrajero. Esos asesinos están dispuestos a vender cara su
vida” (Idem).

El cabo empezó a golpear la puerta con la culata de sus fusiles. “¡Abran
a la Guardia Civil!” gritaron sin obtener respuesta. Continuaron aporreando la
puerta hasta que surgió una fiera voz de mujer: “¡Aquí no se abre a nadie! El
que intente hacerlo lo va a pasar mal”.
Para entonces los vecinos estaban asomados a las ventanas, algunos
habían salido a la calle preguntándose qué pasaba. Uno de ellos se ofreció a
llamar a un cerrajero cercano. Un guardia, siguiendo las órdenes del cabo,
marchó ligero a avisar al Juzgado de Montánchez, un incierto camino en
aquella noche fría y oscura.
Enseguida vino el cerrajero y consiguió abrir la puerta para apartarse y
dejar paso a los guardias. En el zaguán se erguía la figura de una mujer
desgreñada y con aspecto de loca empuñando un revólver. Gritos, amenazas,
empujones. Uno de los guardias la desarmó de un culatazo. El arma que
empuñaba aquella fiera cayó al suelo. Otro de los guardias entró en las
habitaciones interiores de aquella planta baja y vio a un hombre que huía
precipitadamente entre las sombras. Sin mediar palabra apuntó y disparó. El
hombre trastabilló consiguiendo llegar a una habitación donde se desplomó en
una cama quejoso y con la pierna ensangrentada.
Un vecino, testigo de la confusa pelea, gritó a los de dentro: “¡Salid,
salid, que ya están los guardias!” a lo que siguió un alboroto: los escondidos
empezaban a salir de la habitación donde se habían guarecido con Manuel
Castilla a la cabeza. Quizá por su aparición, el hecho de que la mujer estuviera
desarmada y sujeta por un brazo por el cabo de la Benemérita, nadie pudo
esperar lo que allí sucedió.
Cuando Manuel Castilla, cara de alivio, surgía entre la oscuridad tras
bajar desde el primer piso, la agresora, serena y decidida, se echó la mano
libre al amplio moño con que coronaba su cabeza, sacó una larga aguja y, con
rápido movimiento, se la clavó al propietario de la casa en el pecho. Éste
apenas pudo pronunciar, según dijeron crónicas posteriores, un suspiro y unas
palabras: “¡Buena me la asestaste!”, antes de caer exánime, el corazón
atravesado y la vida que se le escapó en cuestión de segundos.
Otro culatazo sobre la mujer la hizo caer al lado de su víctima,
desmayada, pero el mal estaba hecho. Los periodistas se preguntarían poco
después, cuando la noticia se extendiera bajo el epígrafe “Tragedia en
Alcuéscar” por qué aquella mujer, cuyo objetivo decían que era el robo, había
esperado para matar a Manuel Castilla y no al guardia que la tenía sujeta del
brazo. ¿Fue realmente un robo el motivo de todo aquello?
La noticia, como digo, se extendió rápidamente por la prensa extremeña
alcanzando repercusión nacional. Aquella mujer era Concha Somera Alonso,
la que había destapado todo el asunto del “Muerto resucitado” casi veinte años
antes. ¿Qué había sido de ella desde aquella lejana época? ¿Por qué se
encontraba en Alcuéscar amenazando al propietario de una fábrica de pan?
¿Qué razones tenía para matarlo?
Las primeras noticias concluían diciendo que tanto ella como los
miembros de su cuadrilla permanecían en la cárcel. Llenos de imaginación,
buscando el sensacionalismo, se afirmaba que la mujer llevaba escondida entre
sus ropas una lima con la que había intentado que escaparan. De todo esto no
había nada cierto. En el calabozo se encontraba ella y aquel muchacho
tiroteado que permanecía tumbado sobre un camastro, vendada la herida, que
no había sido de importancia. Se trataba de su hijo mayor.
De lo sucedido aquella noche de febrero hubo hasta tres versiones
distintas. La de los primeros días afirmaba que el muchacho trabajaba con
Manuel Castilla en el horno de su propio hogar. Concha, que se había
presentado aquella tarde como su madre, consiguió quedarse a cenar con el
matrimonio y un amigo del marido, que venía a arreglar un asunto de venta de
trigo por el que se le iban a pagar doscientas fanegas.
Habiendo observado que, tras la cena, los dos hombres se retiraban al
despacho de Castilla para ultimar el negocio, Concha le había dicho en voz
baja a su hijo que aprovecharan para robarles el importe del trigo. Por si acaso
se presentaba la ocasión, ella llevaba un revólver con el que podrían amenazar
a los dos hombres.
El hijo se negó y empezaron a discutir agriamente en voz baja ante la
extrañeza de Natividad, la señora de la casa, que se encontraba ocupada
acostando a sus dos hijas. Finalmente, Concha había sacado el arma
conminando a todos los presentes a entregar el dinero. Les dijo que tenía seis
bandidos con ella (en realidad se refería a las seis balas de su revólver, pero
eso se supo después). Hubo carreras, gritos, y la familia aprovechó la
confusión para encerrarse en una habitación esperando que alguien les
socorriese.
Así pues, dijeron los periódicos que mencionaron el suceso, era un
simple caso de robo. Desde luego, la personalidad de la protagonista trajo
recuerdos de aquel caso de Plasencia nunca olvidado del todo. En la dirección
de “El Imparcial”, uno de los más reconocidos diarios de la capital de España,
enviaron a un reportero para que averiguase las circunstancias de este hecho
trágico y tratase de entrevistar a Concha Somera en la cárcel de Montánchez,
donde permanecía.




































Un crimen pasional

Cuando llegó el periodista a la pequeña localidad extremeña habló con
los vecinos, que tenían su propia versión. “No fue un robo” le dijeron, “eso fue
un crimen pasional”. Las mujeres presentes cabeceaban afirmativamente.
“Pues ¿no iba pidiendo una jícara de chocolate para celebrarlo cuando entró en
el calabozo?” terció una. “Eso dicen, sí” interrumpió otra, “que les iba
diciendo a los guardias que se burlaba de tanto tonto como tiene la justicia”.
¿Un crimen pasional? se preguntó el periodista. Desde luego, eso
explicaría por qué no utilizó esa aguja contra el guardia que la sujetaba y sí, en
cambio, contra Manuel Castilla. ¿Es que ambos se entendían? Para aclarar un
poco más estas circunstancias, se acercó a la casa del crimen junto al cura de
Alcuéscar y, entre silencios y veladuras negras, se sentó a hablar con
Natividad Cáceres, la mujer del muerto. Las vecinas la rodeaban, solícitas,
mientras ella lloraba de vez en cuando señalando el sitio donde había caído su
marido.
Entre lágrimas dio comienzo un extraño relato. Hacía seis meses,
procedentes de Cáceres donde vivían, se presentaron en la casa Concha
Somera y su hijo Ignacio. Venían a solicitar un puesto de trabajo para el
muchacho. Manuel Castilla “que no los conocía de nada” insistió la mujer, les
dijo que los tendría en la memoria si se necesitaba a alguien.
Supieron que tres meses después madre e hijo se habían establecido en
la cercana localidad de Montánchez, de manera que quince días antes de
aquella noche aciaga, tras insistir en su petición de trabajo, Ignacio fue
contratado por Castilla para que sirviera en el horno familiar viviendo en la
propia casa.
Lo extraño empezó el día 18 de febrero por la mañana, cuando al abrir la
puerta de la casa se encontraron a Concha Somera sentada a la vera, envuelta
en ropajes y con algunos bultos. Dijo que había llegado la noche anterior hasta
allí pero que no había querido molestarlos tan tarde. Quería irse a vivir a
Alcuéscar, cerca de su hijo, y por ello les pedía alojamiento durante dos o tres
días mientras encontraba un lugar para vivir.
A Natividad le pareció una petición desacostumbrada pero, hospitalaria
como era, acogió a la madre en la misma habitación donde dormía su hijo, que
había pasado aquellas noches sobre una manta en el suelo, junto a la cama
donde descansaba su madre. Un arreglo provisional.
Lo cierto es que Concha se había mostrado simpática y encantadora con
todos, particularmente con las niñas, sacándolas a pasear, llevándolas a misa y
encargándose por la noche de que rezaran en sus camitas. Quizá por eso la
propietaria de la casa no le había insistido en que agilizara la búsqueda de otro
alojamiento.
Su marido no había estado en casa durante aquellos días puesto que se
encontraba en un viaje de negocios. Llegó la misma tarde del día 21 y, al
encontrar en su hogar a Concha Somera, torció el gesto. Natividad le explicó
lo sucedido y él solo comentó que tendría que irse, que no iban a acoger a los
familiares de todos sus trabajadores.
Aquella noche tenían a cenar al Sr. Andújar, un amigo de su marido, que
le había vendido las doscientas fanegas de trigo. Tras la cena, Manuel le dijo
que pasaran a su despacho para pagarle el cargamento. Mientras tanto,
Natividad había acostado a las niñas y luego se dirigió a la habitación donde
descansaban Concha y su hijo Ignacio. Había en ella una pequeña bodega que
acostumbraba a cerrar con llave cada noche. Sin embargo, al entrar en la
habitación Concha le dijo que no hacía falta que cerrara nada. Natividad,
confusa, insistió comprobando que la llave de la bodega no se encontraba en la
cerradura.
Concha, que aguardaba con gesto hosco no parecía dispuesta a que la
señora buscase la llave. Ni corta ni perezosa sacó un revólver que mantenía
oculto y le dijo que se fuese. A los gritos de Natividad acudieron presurosos
Castilla y Andújar, uno con una escopeta y otro con un revólver. Hubo
intercambios de gritos y la familia retrocedió hacia la puerta, comprobando
que ésta se encontraba cerrada y sin las llaves, que debían obrar en manos de
la agresora. Por eso retrocedieron hacia la habitación de las niñas y atrancaron
la puerta mientras Concha, indecisa, les gritaba sin saber muy bien qué se
proponía hacer.

“Doña Natividad no cree loca en modo alguno a la Somera, y afirma
que la intención de ésta fue el robo, y que se trata de una criminal,
maestra suprema en el arte de serlo, o, cuando menos, en el de
captarse la confianza de las gentes con halagos e hipocresías. Con
respecto al hijo, nada puede apreciar doña Natividad, aunque le
resulta equívoca su conducta.
Ahora bien; no cabe duda de que tampoco, como tal ladrona, es muy
explicable la conducta de una mujer que, pudiendo esperar a que
durmiesen todos, empezó por avisarlos y advertirlos” (El Imparcial
2.3.1905, p. 2).

Al día siguiente de esta entrevista, el reportero consiguió entrar en el
calabozo de aquella mujer de 48 años (no 45 como le asigna
equivocadamente):

“Cuenta ésta cuarenta y cinco años de edad v en su rizosa cabellera
asoman las canas, desteñidos ya los afeites con que lo ennegrecía
cuando gozaba de la libertad. Viste un humilde traje de casa, no
exento de coquetería.
La Somera es alta, pálida, y se comprende que, una vez pintada y
arreglada, haga recordar sus bellezas juveniles, de las que conserva
su mirar pasional, vivo y dominante y las actitudes trágicas” (El
Imparcial, 3.3.1905, p. 1).

Sus primeras palabras, contenta al parecer de tener público y de que la
prensa volviese a interesarse por ella, recuerdan inevitablemente su actitud
cuando le preguntaban por su viaje a San Baudilio: “¡La Providencia lo ha
hecho todo, señor! ¡Cumplo altos destinos!”.
A partir de ahí explicó su situación con una sarta de mentiras e
incoherencias. Según afirmó, se fue de Montánchez el día 17 por la tarde
porque su vecina Dolores (de la que hablaremos enseguida) la quería matar.
Para ello escapó con un mínimo equipaje a través de una ventana. De todos
modos, se proveyó de un revólver porque sabía que en Alcuéscar la esperaban
seis forajidos dispuestos a matarla, contratados por los enemigos del “Muerto
Resucitado”.
De hecho, en la noche del crimen estaba aterrorizada porque sabía que
esos hombres la esperaban en la bodega de la casa para acabar con ella. “Sin
embargo” la interrumpió el reportero, algo harto de tales fantasías, “¿por qué
mató al señor Castilla en vez de a los guardias que la estaban maltratando?”.
Concha se encogió de hombros: “¡Dios lo quería!” para añadir a continuación,
“Saqué la mano del pecho sin darme cuenta de que en ella tenía un puñal y sin
querer matar a nadie, maté”.
Es de imaginar la frustración del reportero, algo cansado de que no
concretase nada de los hechos allí sucedidos. Si Natividad afirmaba que era un
robo y la ladrona decía que mató sin saberlo, a ver cómo era posible descubrir
la verdad. Lo único que sacó en limpio fue la trayectoria seguida por Concha
Somera desde aquel lejano día de 1886 en que volvió del manicomio con un
tal Eugenio de Santa Olalla.
Se sabía que se había peleado con su “protegido” en algún momento
antes del juicio de 1888. Preguntados ambos parece que fue “por motivos
políticos” según afirmó el supuesto Eustaquio Campo. Presumiblemente,
Concha quiso dirigir la vida del carpintero de San Baudilio haciéndole
intervenir donde el otro, cada vez más seguro de sí mismo a medida que se
apoyaba en los Ayala y en el pueblo de Plasencia, no quería hacerlo. De ahí
surgieron unas desavenencias que habrían de repetirse para Concha Somera
muchos años después. Parecía experta en empezar a bien con la gente,
encantarles con su simpatía y amabilidad, para terminar de mala manera
cuando intentaba gobernarlos.
Sin duda, antes o después tuvo lugar una ruptura con su marido Juan
Cruz, el carpintero de Plasencia. El periodista recogió historias de una vida
itinerante y aventurera a partir de ese momento, una vida que la situaba en
Lisboa, Londres y París, América y Argel. En realidad, no hubo nada de eso,
como reconoció la propia Concha en el calabozo. Pasó varios años internada
en el manicomio de Ciempozuelos.
Cuando salió de allí no quiso volver con su marido, con el que pese a
todo mantenía cierta relación a distancia. De manera que deambuló por
Extremadura dedicándose a la fabricación de baúles y a los bordados, tareas
que había aprendido (particularmente la primera) durante su ingreso en el
manicomio. En un momento dado se hizo cargo de su hijo mayor Ignacio.
Obsérvese que en 1883, cuando fue recluida en San Baudilio, tenía dos hijos:
uno de pocos años y otro casi recién nacido. Ignacio debía de ser uno de ellos,
o bien de 22 años si era el más pequeño o de unos 25 si era el mayor. En
ningún momento el periodista informa de ese extremo que habría de ser
importante considerar más adelante.
Lo que sí hizo éste, ya que se encontraba en Montánchez tras visitar a
Concha en la cárcel, fue indagar siguiendo los rumores que escuchaba y que le
indicaban una relación de naturaleza desconocida entre Concha y el joven
Manuel Castilla. ¿Amorosa tal vez? Eso justificaría el crimen pasional.
Supo entonces, como ya estaba averiguando el ilustre juez Alfonso de
Pando, titular del Juzgado, que Castilla había acudido durante los meses
anteriores a Montánchez en repetidas ocasiones, que fue visto comiendo con
Concha Somera en una posada.
En ella tenía el industrial panadero un amigo llamado Carpintero, el
propietario del lugar. Había levantado un edificio donde alquilaba habitaciones
y daba comidas junto a su mujer Dolores Cosal. Allí se presentó en cierta
ocasión aquella mujer llamada Somera, a la que habían rentado una de las
habitaciones entablando con ella una muy buena relación. No eran pocas las
veces en que acudía Manuel Castilla a la posada y, tras la comida, se retiraba a
la habitación de Concha “algunos minutos” afirmaba Dolores con delicadeza.
Sin embargo, otros datos indicaban que no se estaba exactamente ante
una aventura fuera del matrimonio, algo extraño pero no anormal entre un
joven industrial de 35 años y una señora de 48. Lo cierto es que Manuel, al
decir de la señora posadera, mostraba cierto temor hacia Concha, como
prevención ante su carácter, sus exigencias e imposiciones. Naturalmente, una
cosa no quita a la otra pero Dolores recordaba también que Concha Somera
fue a pasar unos días al campo con la señora de un tal Nieves, de Montánchez.
Al cabo de pocos días regresaron y ésta le dio la impresión de sentirse
atemorizada y celosa de la “amiga” que la había acompañado.
En principio, Dolores Cosal no había dado importancia a esta
información pero sí es cierto que veía en Concha a una mujer que se daba
mucha importancia. Desde luego, ella no creía que el motivo del asesinato
fuera el robo porque a Concha le gustaba salir con alhajas, muy bien vestida.
No parecía necesitar dinero que quizá el industrial le proporcionaba, ella no
podía decir. Pero empezó diciendo que Castilla le iba a dar trabajo a su hijo
Ignacio y luego pasó a sonreír diciéndole que las cartas le aseguraban que
pronto un enamorado rubio la haría feliz. Dolores recordó que Manuel Castilla
era rubio y sumó dos y dos para imaginar la relación que había entre ambos,
pese a los temores del “enamorado”.
La relación entre ellas, en un momento determinado, se había agriado,
algo usual para Concha Somera. De hacerse confidencias pasaron a tratarse
como enemigas. Dolores temía que su alquilada llegara a ponerse violenta con
ella, la rehuía. Al mismo tiempo y según manifestó desde la cárcel, Concha
temía que Dolores la matara o que ella matara a Dolores, parecía dar igual. Por
eso había escapado de noche saliendo por una ventana y concertando con un
paisano el alquiler de un jumento que le llevara sus cosas hasta Alcuéscar.
Tres días después, el mismo periódico comentaba algunas hipótesis que
justificaran lo sucedido en la noche del 21 de febrero. Desde luego, el motivo
del ataque no había sido el robo. Para ello habría sido más conveniente, como
ya se ha apuntado, esperar a que todos se hubiesen dormido.
Si el motivo de aquella crisis había sido pasional, la desagradable
sorpresa de Manuel Castilla al ver a su amante en su propio hogar, el deseo de
Concha de plantarse en la propia intimidad de él para exigirle sus derechos,
desencadenaron la tragedia. Se supo finalmente que, en el despacho donde se
había retirado con su amigo Andújar éste, conocedor de la situación, le había
dicho enérgicamente que debía echarla de la casa sin tardanza. ¿Escuchó este
argumento la propia Concha, se vio expulsada ignominiosamente, traicionada
por su amante?
Cuando llegó Natividad para cerrar la puerta de la bodega pensó que
quería encerrarla en la habitación, tal vez llamar a los guardias para que la
echasen del pueblo. Nerviosa, con sus apasionados planes derrumbándose,
sacó el revólver y encaró a su rival.
Versiones más modernas, de las que se ignora la fuente documental,
suponen una versión aún más romántica del crimen de Alcuéscar. En uno de
los diarios publicados aquellos días se afirma que Concha Somera tenía por
entonces dos hijos: uno era Ignacio, seguramente de su marido Juan Cruz, que
habría de recogerlo en Montánchez cuando a los tres días de encierro fue
puesto en libertad. Pero había otro hijo de 11 años. ¿Dónde estaba y quién era
su padre? Porque habría nacido en 1891. ¿Era de su marido también, antes de
ser internada en Ciempozuelos o era otro el padre?
Dice esa versión, luego trascrita a una obra de teatro, que en su
deambular por Extremadura, Concha Somera, aún joven y rozagante, fue a
residir a Guadalcanal. Aquella que afirmaba que “la cortejaban gentes
principales”, fue a fijarse en un joven Manuel Castilla que, ante tanta mujer,
cayó seducido, fruto de lo cual nació un hijo.
La existencia de este niño fue silenciada por el muchacho cuando, ya
convertido en hombre, propuso matrimonio a uno de los principales partidos
de Alcuéscar: Natividad Cáceres. La vida continuó sosegada y feliz, con un
trabajo que daba cada vez mejores frutos y una pareja en la que empezaron a
nacer niñas, a cuál más encantadora.
Un buen día se presentó ante su puerta aquella mujer que le había vuelto
loco en su juventud, una seductora con ademanes enérgicos y carácter
dominante que le hizo sentir su presencia pidiendo dinero y atención hacia su
hijo si quería que guardara el secreto de aquel otro habido fuera del
matrimonio.
En principio siguió el juego, quiso dar largas al asunto, remunerar a
aquella mujer que se agarraba a él para encontrar un futuro del que empezaba
a carecer. Concha Somera, la destinada por Dios a hacer grandes cosas como
hizo en Plasencia en cierta ocasión, la del gesto teatral y ardiente
apasionamiento, la mujer enérgica que te atrapaba y no te volvía a soltar. La
mujer que era capaz de sonreírle y enamorarle y al tiempo exigirle una
respuesta, un compromiso. La misma a la que encontró en su casa y, entre el
temor y la indignación, discutió con su amigo qué hacer con ella. “¡Échala a la
calle!” le debió decir Andújar, “y si tu mujer se entera, sabrá perdonarte, fue
una aventura de juventud”. Y Concha Somera que escucha ese consejo que la
echa de nuevo a la carretera, al vacío de una existencia inmerecida.

“Todo lo que se refiere a esta mujer es extraordinario, y hace dudar
acerca de la integridad de sus facultades mentales. Recuérdese que
también en la época del famoso proceso del «muerto resucitado» se
dudó si la Somera era una loca, o si fingía serlo para prestarse a
representar una escandalosa comedia” (El Imparcial, 3.3.1905, p.1).

Desde el 6 de marzo ninguna noticia más sigue la trayectoria de esta
mujer. Tan solo varios meses después, el 2 de febrero de 1906, casi un año
después de la tragedia de Alcuéscar, el ABC informó que un grupo de
facultativos del Hospital Provincial había emitido un informe médico: Concha
Somera no tenía perturbadas sus facultades mentales y, por consiguiente, era
responsable de la muerte causada en la persona de Manuel Castilla.
Se dijo, sin comprobación alguna, que Felipe Díaz de la Cruz terminó en
un manicomio, pero resulta poco creíble y sí una venganza de la memoria
placentina respecto a un sujeto poco apreciado y hasta odiado. Es más creíble
suponer que Concha Somera, ya de cierta edad, pasaría casi todo el resto de su
vida en prisión, purgando el crimen cometido.

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