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Muerto Resucitado
Plasencia, 1886
El juicio
Hemos utilizado repetidamente algunas de las declaraciones habidas
durante la vista oral para describir las distintas vicisitudes del caso hasta este
momento. Por ello, nos remitiremos a otros aspectos relevantes que completen
la visión que podamos hacernos de lo sucedido entonces.
El juicio comenzó el 16 de octubre de 1888, prácticamente dos años
justos después de aquella manifestación de chiquillos que fue el detonante de
la denuncia de Felipe Díaz de la Cruz. Se desarrollaría hasta el día 30 del
mismo mes a lo largo de trece sesiones en total. La sentencia se haría pública
el 2 de noviembre.
El fiscal de la Audiencia acusaba al procesado de usurpación de estado
civil en la persona de Eugenio de Santa Olalla, para lo que pedía diez años de
presidio. Su acusación era más tibia en lo que respecta a la posible usurpación
de la identidad de Eustaquio Campo, acusándole solo de intento de la misma y
pidiendo cuatro años más de cárcel. Debía tener en cuenta que la única cédula
personal que poseía era la correspondiente al primer nombre mientras que
durante gran parte del sumario, siguió llamándose Eugenio de Santa Olalla y
no Eustaquio Campo. Su admisión y defensa de tal nombre era muy posterior,
casi en vísperas del juicio.
Por su parte, el defensor Sr. Fontán pedía la libre absolución de su
defendido con todos los pronunciamientos favorables del Tribunal, de manera
que se declarase su derecho a usar el nombre de Eustaquio Campo Barrado
reclamando los bienes a que hubiera lugar según el testamento de Rafael
Campo.
A las dos primeras sesiones fue poco público, contra lo que las
autoridades esperaban. No sólo contaron los llamamientos a la calma del
alcalde y de los periódicos que defendían la causa del procesado, sino que
resultaba conocido que estas sesiones se dedicaban a la lectura tanto del
sumario resumido como de distintos documentos llegados hasta el tribunal a lo
largo del tiempo.
Se habilitaron dos salas de testigos: una para los hombres y otra para las
mujeres. Según los periodistas que visitaron ambas, en la primera imperaba un
silencio nervioso apenas roto por algún comentario. En cambio, en la otra sala
el parloteo era incesante. Cuando el reportero entró para hacer alguna
pregunta, la que dirigía el cotarro chistó diciendo: “¡Callarse porque todo esto
lo ponen luego en los periódicos y aquí venimos a lo que venimos!”. Esa
actitud mostraba que la unanimidad de las mujeres era casi total, dirigiéndose
todas ellas a confirmar la identidad de aquel hombre como el Eustaquio
Campo que habían conocido o del que habían oído hablar. De hecho, se sabía
que este grupo de testigos se había reunido de madrugada en la ermita de la
Virgen del Puerto para pedir a la Señora una resolución favorable a sus
intereses. Incluso tres se ofrecieron para ir descalzas hasta la ermita y recorrer
de rodillas seis veces la distancia que mediaba entre la puerta y el presbiterio.
Por fin en la tercera sesión declaró el supuesto Eustaquio confirmando lo
sucedido con su vida, su desmemoria de los años de juventud, sus recuerdos
de San Baudilio hasta la llegada de Concha Somera y el viaje a Plasencia
posterior. No hubo sorpresas. El público, que esta vez se apretujaba en las
sillas procurando guardar silencio ante las severas admoniciones del
presidente del Tribunal, se dispuso a escuchar a los peritos.
Como dijimos, los médicos no se ponían plenamente de acuerdo en la
naturaleza de los defectos aludidos (cojera, estrabismo, panadizo y cicatrices
por quemadura), aunque fue muy bien acogida la declaración positiva del
doctor amigo del propio denunciante Felipe Díaz, en el sentido de identificar
los datos con los conocidos de Eustaquio Campo.
Fueron más taxativos los calígrafos, que mostraron las peculiaridades de
cada firma, de la letra empleada por el joven Eustaquio y el hombre que les
contemplaba impertérrito. Luego entraron los fotógrafos. Se disponía de
alguna foto del joven Eustaquio y podía comparársela con las tomadas
recientemente al procesado.
Para alguno la disposición de la ceja izquierda había cambiado, pero en
líneas generales y teniendo en cuenta la diferencia de edad, los rasgos eran
muy similares. Ello invalidaría algunos de los testimonios posteriores de los
anticampistas, en el sentido de que el semblante era diferente en ambos porque
uno lo tenía más alargado que el otro. La memoria, venían a decir los peritos,
es mala consejera. Incluso hay que decir que los anticampistas, con Felipe y
Narciso Díaz de la Cruz a la cabeza, negaban alguna característica en el joven
Eustaquio, como el estrabismo. Sin embargo, a lo largo del juicio se
mencionaría un cuadro realizado por un pintor compañero de estudios de
Derecho, donde se retrataba a todos los licenciados de su promoción. La
bizquera en el ojo izquierdo de Eustaquio Campos era notoria, al igual que la
que ofrecía el mismo ojo en el procesado, aunque en un grado mayor.
Por último, los peritos médicos se enzarzaron en una larga discusión
sobre la posibilidad de perder selectivamente la memoria. ¿Era factible que el
procesado recordara tan bien su estancia en San Baudilio pero nada de su
pasado anterior? ¿Era posible que los conocimientos y la cultura adquiridos
durante sus estudios de Derecho quedaran borrados como si no hubieran
existido? Unos sostenían que sí, exponiendo casos de enajenados de la
literatura médica que mostraban los mismos efectos. Otros médicos defendían
lo contrario, presentando lo sucedido como imposible. Dado el estado de
conocimientos psiquiátricos de la época, es obvio decir que la ciencia no
aportaba certezas en estas cuestiones.
En primer lugar, entonces, estaba la más seria acusación: la de usurpar la
identidad de Eugenio de Santa Olalla. No era lo que más preocupaba al
público asistente, pero sí podía tener serias repercusiones en forma de larga
condena para el procesado. Además, si se demostraba que era efectivamente el
que figuraba en su cédula personal, habría que descartar que fuera en realidad
Eustaquio Campos.
Lo primero que sospechamos es que la familia de Olalla estaba muy
desestructurada, como se dice actualmente. De sus familiares solo se presentó
un tío carnal. Este afirmó que desconocía el paradero de su hermana, la madre
de Santa Olalla, aunque sospechaba que seguía con vida. Por otro lado, afirmó,
aquel sujeto que tenía enfrente no le parecía en absoluto su sobrino.
De su hermana ya dijimos que ni siquiera se presentó. El relator del
Tribunal leyó una declaración en la que aseguraba sencillamente que le había
entregado a su hermano a su hijo Marcelino porque ella ya no podía hacerse
cargo de él. En otras palabras, a ella lo único que le importaba era que no le
devolviesen al muchacho.
Pero se contaba con otros testimonios de antiguos compañeros del
burgalés en el regimiento de ingenieros. Se presentaron dos (Demetrio
Barricón, ebanista de 45 años y Pedro Pérez, con el mismo oficio) y un tercero
(Francisco Bejarano, residente en Cáceres) supo por los periódicos del
inminente juicio y se ofreció a acudir si alguien le abonaba los gastos del
viaje. Los Ayala le ofrecieron hacerlo alojándolo durante algunos días.
Este último fue el más taxativo. Relacionó las idas y venidas de Eugenio
de Santa Olalla a lo largo de aquellos años de juventud, de los que habían
pasado veinticinco. Afirmó haber reconocido a sus otros dos compañeros
cuando se acababan de encontrar en la sala de testigos. Sin embargo, aquel
procesado no se parecía en nada a Olalla. “Este señor no es el compañero que
yo conocí”. Los otros dos secundaron esa falta de reconocimiento aunque uno
apuntara a que “un aire sí se da” sin mayores precisiones.
Estas declaraciones fueron acogidas con alborozo por el pueblo de
Plasencia. Nadie reconocía que aquel sujeto fuera Eugenio de Santa Olalla.
Entonces ¿por qué le habían asignado tal nombre en San Baudilio y hasta le
habían dado una cédula personal de identidad? En el mejor de los casos,
ignoraban quién era cuando llegó a sus puertas y le asignaron el nombre de un
fallecido, con todas sus consecuencias legales. En el peor de los casos (o
mejor para sus aspiraciones), Olalla había efectivamente fallecido en
Septiembre de 1882 y habían hecho pasar a Eustaquio Campo por él, de
manera que Olalla siguiera viviendo y el joven placentino muriera, aunque
fuera exactamente al revés.
De cualquier modo, las acciones de San Baudilio volvían a quedar en
entredicho y su ya escasa credibilidad se ponía en cuestión. Para entonces se
sabía que el gobernador de Barcelona había inspeccionado el centro con el
resultado conocido de amplias críticas a su funcionamiento.
Debemos entonces hablar de San Baudilio, porque el testimonio de sus
trabajadores, médicos o administradores resultaba clave en el desarrollo del
caso. El fiscal, como luego se supo en su alegato final, contaba con desmontar
la identificación con Eustaquio Campo gracias a aquellos que habían visto con
vida a los dos en el mismo lugar y podían afirmar con claridad que eran
personas diferentes.
Sucedieron dos cosas: la primera es que la credibilidad de esos
testimonios, como hemos dicho, apenas se sostenía; la segunda es que,
después del recibimiento a su administrador Juan Lacambra, casi agredido en
su visita a Plasencia para traer documentación, la dirección de San Baudilio se
negó a colaborar más con la justicia, enviando solo al médico que firmó el
certificado de defunción (Baudilio Net, ya retirado) y a un carpintero del
manicomio (Jaime Hugas), el criado de Eustaquio durante un tiempo (Pedro
Sabater) y el capellán del manicomio (Andrés del Valle, antiguo demente
interno en el centro).
Sus declaraciones fueron todas ellas coincidentes. Los cuatro habían
conocido a ambos (Eustaquio y Eugenio) como personas diferentes, afectadas
además, según aseguró el médico, por padecimientos bien distintos. Mientras
Eustaquio sufría una enajenación que le hacía oscilar entre la agresividad y el
suicidio, Eugenio de Santa Olalla era un hombre pacífico que ingresó hacia
1880 enfermo de “tristeza de espíritu” o “lipemanía” (lo que hoy
entenderíamos por depresión). Además, presentaba síntomas de enfermedades
más graves como endocarditis, dolencia grave que afectaba a los tejidos
cardíacos originando una retención de líquidos en todo el cuerpo (o anaxarca)
y que conducía inevitablemente a la muerte. Mientras el primero repartía
puñetazos al que se le cruzaba por delante, el segundo pudo ser destinado a la
carpintería sin que diera problema alguno y mostrando un trato que le permitió
salir y entrar incluso viajando a Burgos cuando tuvo que hacerse cargo de su
hijo Marcelino.
Ellos no podían decir otra cosa, no podían acreditar documentalmente
nada más que lo que ya constaba, pero su identificación era clara: el procesado
que tenían delante era quien habían conocido como Eugenio de Santa Olalla.
La unanimidad en el juicio, en vez de corroborar su testimonio, fue un
motivo más para sospechar de él. ¿Estaban de acuerdo con la dirección de San
Baudilio para exculpar a la institución de cualquier acusación de falsedad?
¿Querían desligar al manicomio, bastante castigado ya por las autoridades, de
la sospecha de haberse concertado con Felipe Díaz? Además ¿cómo creerles si
todos ellos afirmaban, por ejemplo, que Eustaquio Campo no cojeaba en su
internamiento cuando existían muchos testimonios de lo contrario? Incluso la
propia Universidad de Madrid donde había cursado sus estudios de Derecho
envió un certificado de que Eustaquio Campo cojeaba notablemente de un pie
¿Y en San Baudilio no se habían dado cuenta?
Esta coincidencia de los cuatro en negar la identificación del procesado
como Eustaquio Campo, ese insistir en que el demente de Plasencia estaba
muerto y enterrado, formaba un bloque con las declaraciones de los
anticampistas, también unánimes. Todos los que tenían relación con los
hermanos Díaz de la Cruz (los Prieto, algunos trabajadores que dependían del
abogado) afirmaban que no reconocían a Eustaquio Campo en aquel hombre.
En cambio, el número de campistas era abrumador. Durante las distintas
sesiones desfilaron por el estrado antiguos compañeros de infancia, de
juventud, parientes, criados, los que le habían sacado del fuego del jardín, los
que le habían atendido de niño, los que lo lavaron de bebé… Todos ellos
decían a una: ¡Es él! ¡El procesado es Eustaquio Campo! Cojea como él, es
bizco como él, presenta las mismas quemaduras producidas por aquel fuego
donde quiso consumirse, la deformidad del dedo es la misma. Sí, decían todos,
los años han pasado y se ha vuelto algo más gordo, el pelo cano, más arrugas.
Pero la expresión es la misma, la sensación que les producía el verlo era que
estaban delante de su amigo, de su señorito, de su compañero de estudios, de
su sobrino o del primo.
Más de cincuenta testimonios se repitieron una y otra vez en el mismo
sentido. Frente a ellos, gente interesada o pagada por los Díaz de la Cruz,
apenas unos testigos sin demasiado peso enviados por San Baudilio,
institución envuelta en la más negra de las sospechas, diciendo lo contrario.
¿Hacia dónde podría inclinarse el tribunal?
El primero en rendirse fue el fiscal. En la penúltima sesión del juicio
celebrada el 29 de Octubre, hizo primero una modificación de la acusación y
luego la justificó mediante el alegato final. Lo que había mostrado la vista
oral, en su opinión, era que el procesado no podía ser Eugenio de Santa Olalla
de ninguna manera. De la “tristeza de espíritu” uno podría curarse pero no de
la endocarditis ni la anaxarca consiguiente, que conducen a la insuficiencia
cardíaca y antes o después a la muerte. El hombre que se juzgaba no
presentaba tales síntomas y no era posible que estuviera curado de esos
padecimientos si era quien decía su cédula personal.
Por si estos datos objetivos fueran poca cosa, aún se disponía del
testimonio de sus antiguos compañeros de armas y del único pariente que
había tenido a bien venir a declarar, negando todos ellos estar delante de Santa
Olalla. Desde San Baudilio habían acudido personas de poca relevancia, nadie
desde luego que pudiera certificar de alguna manera que aquel individuo fuera
Santa Olalla. A todos se les había dicho tal cosa pero ¿de quién había surgido
la seguridad de que el modesto carpintero ingresado en 1880 tuviera tal
identidad? ¿Quién le dio ese nombre, la cédula de identidad y por qué? ¿O no
era más lógico pensar que le hubieran asignado el nombre de alguien fallecido
en la institución?
El señor fiscal no se detenía en sus críticas a San Baudilio mostrando
que traer a un médico, el testigo con mayor formación, que se había limitado a
firmar un certificado de defunción consignando el nombre que le habían dicho,
un sacerdote que había estado afectado de demencia y que aún gesticulaba
como un loco, unos pobres trabajadores ignorantes de identificación alguna,
bien poco valor probatorio tenía. Ningún certificado de ser el procesado
Eugenio de Santa Olalla, ninguna autoridad administrativa de mayor peso que
declarase ante el Tribunal. San Baudilio, después de la mala experiencia con
Juan Lacambra, se había desentendido del proceso, quizá porque bastante tenía
con las acusaciones que pesaban sobre la institución por su mal
funcionamiento.
En resumen, el procesado no era Eugenio de Santa Olalla. ¿Hay algún
tipo de responsabilidad por haber asumido esa identidad? El fiscal consideraba
finalmente que no. En San Baudilio le habían asignado un nombre inadecuado
pero él desconocía tal cosa. Viniendo de la demencia y la desmemoria (“ese
muro que es imposible atravesar”) aceptaba todo lo que le dijeran. Pero si no
había voluntad de engaño no había tampoco responsabilidad de usurpación de
una identidad que finalmente se comprobaba que no era la suya.
A partir de ese momento, llegó hasta él Concha Somera. El fiscal había
sospechado de ella como urdidora de un engaño pero la explicación de que
había sido delegada por Francisca Belloso para hacer tal tarea era posible y
nadie podía demostrar lo contrario, puesto que esta señora había fallecido. Lo
cierto es que al que creía llamarse Santa Olalla y que insistía en seguir
llamándose así, le dijeron que en realidad era Eustaquio Campos. Cuando, tras
poner una serie de obstáculos, llegó a Plasencia, todos confirmaron lo mismo,
que era el heredero de su padre Rafael Campo.
A la postre, frente a toda insistencia, aceptó el papel asignado lo mismo
que había aceptado ser Eugenio de Santa Olalla porque así se lo habían
asegurado en San Baudilio. De nuevo, carente de voluntad de engaño,
convencido de que le decían la verdad, ahora aseguraba ser dicho individuo.
Y ahora teníamos esta acusación, continuó el fiscal su alegato, lo que
debía ser un simple juicio de faltas por una cencerrada se quiso transformar en
una culpa por usurpación civil. “¿Qué actos había ejecutado el recién venido
para considerarle autor de tal delito?”. El orador guardó silencio pero la
respuesta era evidente.
Entonces ¿era el procesado Eustaquio Campos? Había características
coincidentes, algunas modificaciones achacables a la edad, múltiples
testimonios confirmándolo y algunos negándolo. Resultaba imposible en esas
circunstancias saber con certeza dónde estaba la verdad y quién era realmente
el procesado. El fiscal, que había modificado su acusación para declararlo
falto de responsabilidad en los cargos con que le había acusado antes del
juicio, terminó su alegato de manera retórica muy al gusto de la época:
“¿Quién es, pues, el ser viviente que se sienta en aquel sitio? No
puede ser Eugenio Santa Olalla Palomar, por estar así probado
evidentemente, y se encuentra obligado a demostrar que es D.
Eustaquio Campo Barrado, en virtud de habérsele seguido este
proceso.
Puede y debe en su virtud ejercer su acción. La ley marca el medio y
la forma en que haya de pedir al Tribunal la declaración de derecho
civil correspondiente.
Más tarde vendrá la declaración de hechos punibles. No puedo más.
Que la Sala, al dictar su fallo, verifíquelo con la mano puesta en su
corazón y la inteligencia en Dios, que nos juzga a todos, en
consonancia con lo que el Fiscal solicita, con independencia
absoluta, sin temor a la envenenada maledicencia; pues si sus dardos
se asestasen dirigiéndoles contra el Tribunal, el Ministerio Público se
alzaría entonces, haciendo que quedasen embotados al intentar
clavarse en el trono donde la Justicia tiene asiento”.
Ni qué decir tiene que el señor fiscal salió en olor de multitudes de la
sala de la Audiencia y aún el pueblo de Plasencia, agradecido, propuso
cantarle una serenata aquella misma noche, acto prohibido por el señor alcalde
de la localidad. La sentencia se daba por consabida, el triunfo del pueblo sobre
el malvado Felipe Díaz de la Cruz y su cercana parentela, se consideraba
completo. Incluso en aquellos instantes el procesado, muy satisfecho, declaró
que emplearía el dinero que recibiera en la construcción de un sanatorio para
alienados en Cáceres. Pero la victoria no era total aunque en aquellos
momentos de euforia se creyese que sí.
La sentencia
El día 2 de Noviembre de 1888 el Tribunal dictó una sentencia
absolutoria de los cargos de usurpación de estado civil. Tras una serie de
largos considerandos que resumían aquello que se consideraba probado
durante el juicio, se decretaba que el procesado no era responsable de los
cargos, absolviéndolo con todos los pronunciamientos favorables.
Examinando el trascurso del juicio, seguido con tanta pasión por la
ciudad de Plasencia, con la distancia que da el tiempo y el espacio que nos
separa de él, quizá podamos llegar hoy en día a conclusiones diferentes.
Parece obvio que el procesado no era Eugenio de Santa Olalla, un nombre que
se le asignó en San Baudilio en el momento del ingreso de aquel hombre sin
memoria hacia 1879. Nunca constaron los motivos para tal asignación, habida
cuenta de que el demente que ingresaba venía indocumentado.
Los hechos propicios a que fuese Eustaquio Campos eran, en general,
muy frágiles y poco evidentes. Eustaquio había padecido una enajenación
agresiva y una monomanía suicida durante toda su vida en el manicomio. ¿Era
verosímil que todo ello hubiera desaparecido? No es probable. En cambio, el
sujeto Santa Olalla padecía una enfermedad (endocarditis) que conduce a la
acumulación de líquidos en todo el cuerpo (anasarca) y la insuficiencia
cardíaca, dolencia muy grave y que tiende a repetirse hasta el final del
paciente. Nada de eso presentaba el procesado que, en líneas generales, gozaba
de salud normal y no presentaba ninguno de los síntomas de trastorno mental
que padecía Eustaquio.
Se dejaron a un lado los testimonios taxativos de los que conocieron a
ambos en San Baudilio: Eustaquio y el procesado. En cambio, se admitieron y
resultaron abrumadores los de placentinos que habían conocido al primero en
su niñez o juventud y que no le habían visto en los últimos 23 años. Eustaquio
fue ingresado con 26 años y ahora supuestamente volvían a verlo con 49. La
coincidencia en algunas características señaladas era posible, aunque en algún
caso cuestionable: el leve estrabismo de Eustaquio se había convertido en una
fuerte bizquera en el procesado; sobre la cojera había diversidad de opiniones
(la tuvo, no la tuvo, fue leve y accidental, fue congénita como en el procesado,
que tenía una pierna más corta que la otra de nacimiento).
Si se cuestionaba con razón que fuera Eugenio de Santa Olalla se podía
hacer lo mismo en el caso de Eustaquio Campo. Sin embargo, la sentencia del
tribunal y, en particular, la postura del fiscal, que fue determinante en la
anterior, estaban muy mediatizadas por una presión popular casi insoportable y
que ya había decretado la sentencia previamente por su simpatía con el
procesado y su abierta antipatía por el demandante Felipe Díaz de la Cruz.
Que éste había maniobrado en su beneficio parece indudable, pero que
organizase una trama de muerte fingida y desaparición del heredero con la
dirección de San Baudilio no es algo que se considerase probado. De hecho, si
fuera así, ¿cómo explicar que dicha dirección permitiese que Eustaquio
Campo, con la personalidad de Santa Olalla, viajase libremente hasta Burgos
para recoger a Marcelino y, aún más, que marchase definitivamente de San
Baudilio en 1886 para recalar en Plasencia?
La única reserva del Tribunal antes que ceder completamente a las
peticiones de la defensa fue dejar claro que la absolución en un Tribunal como
ese, de responsabilidad criminal, no suponía la admisión a todos los efectos de
los derechos civiles del procesado como Eustaquio Campos, por cuanto esos
derechos debían obtenerse en un nuevo juicio por la vía civil y no la criminal.
Esta solución, ya sugerida en su alegato final por el fiscal, dejaba a
expensas de nuevos trámites judiciales la consecución del procesado de los
derechos plenos en su nueva identidad, hasta hacerse cargo de la herencia que
debía recibir. Al mismo tiempo, ésta fue la salida aprovechada por los
anticampistas para empezar una sórdida campaña de desprestigio de la
sentencia y de retorcida interpretación de la misma. Entraba así el sujeto sin
identidad definida en los vericuetos legales para demostrar fehacientemente
que era Eustaquio Campos Barrado. Pero ése era el terreno de Felipe Díaz de
la Cruz. Por ello, no habría de abandonar sus intentos de defender lo heredado
de su mujer.
En primer lugar, hubo escritos públicos de la dirección de San Baudilio,
probablemente sorprendida por la enorme repercusión nacional de la
sentencia, incluyendo la despiadada crítica del fiscal en su alegato final.
Propuso entregar nueva documentación probatoria, invitó a que les visitase el
que entendían que era su antiguo inquilino Eugenio de Santa Olalla y su
defensor Sr. Fontán junto a una delegación de vecinos de Plasencia. Cuando
fue rechazada su invitación propusieron una reunión en Madrid, a mitad de
camino, pero tampoco fue aceptada. Fontán creía tener casi todos los triunfos
en la mano y, después de la sentencia, la verdad era lo de menos.
Se dio un nuevo paso cuando el Ayuntamiento de Plasencia entregó, tras
la solicitud necesaria, una nueva cédula de identificación personal al
procesado con el nombre de Eustaquio Campo. Aquello ya era una
documentación oficial y Felipe Díaz y los anticampistas pusieron el grito en el
cielo. El alcalde adujo que el citado individuo había rellenado su hoja de
empadronamiento con ese nombre, que el Ayuntamiento no era responsable de
tal cédula sino que lo había comunicado a la Delegación de Hacienda que, a la
vista de la documentación, había emitido esa cédula con propósitos
recaudatorios, lo que suponía un procedimiento habitual. A lo largo de él,
nadie comprobaba si la identidad del firmante era efectivamente la de quien
decía que era.
Entonces los anticampistas trajeron a colación el considerando nº 11 de
la sentencia de noviembre. Decía textualmente como hecho comprobado:
“Resultando probado que D. Eustaquio Campo Barrado ingresó en el
Manicomio de San Baudilio de Llobregat en el año de 1865, por
padecer una manía suicida… falleciendo por lo que se hace constar
en la certificación del Registro y Parroquia de San Baudilio en
Septiembre de 1882”
Pues bien, aducían los seguidores de Felipe Díaz y él mismo, si se
considera probado el fallecimiento de Eustaquio Campo ¿por qué se admite
que ese sujeto se adjudique ese nombre en la hoja de empadronamiento?
El Sr. Fontán se revolvió ante esa interpretación, defendiendo otra por la
cual se consideraba fallecido al heredero placentino “según” el Registro
parroquial pero si, finalmente, ese Registro estaba falseado, no existía
fallecimiento de Eustaquio Campo. El alcalde insistió en la misma idea,
defendiendo su actuación: si el sujeto había resultado absuelto del delito de
apropiación indebida de tal nombre, no se le podía prohibir ni procesarlo de
nuevo por adjudicárselo. Pese a todo, para enredar la cuestión, José Belloso,
uno de los declarados anticampistas, cuñado de Felipe Díaz como hermano de
su fallecida mujer, presentó una querella ante la Audiencia de Cáceres contra
el alcalde de Plasencia por haber permitido dicho empadronamiento.
La situación era clara. Los anticampistas se veían obligados a aceptar
que ese individuo no fuera a la cárcel por usurpación de estado civil, pero otra
cosa muy distinta es que aceptasen que fuera declarado oficialmente Eustaquio
Campo con plenos derechos civiles, arrebatándoles la heredad de la que
disfrutaban desde hacía tantos años.
El 20 de Septiembre de 1889 el Sr. Fontán, que seguía representando los
intereses del llamado Eustaquio Campo, presentó a su vez un pleito ante el
juez pidiendo que se declarase falsa la inscripción de defunción de San
Baudilio, que se reconociese su derecho a usar ese nombre y, declarándose
nulo el reparto de la herencia de Rafael Campo y Francisca Belloso, el
interesado recobrara los bienes que le correspondían.
Pero la maquinaria legal de Felipe Díaz seguía moviéndose. Tras un
litigio interpuesto por injurias contra él al interponerse el pleito anterior, hizo
un órdago y, aduciendo ante la Audiencia de Cáceres nuevos datos en torno a
la usurpación civil de la identidad de Eustaquio Campo, volvió a interponer
una denuncia que fue aceptada.
Esto, que condujo al acusado a prisión durante varios días, confirmaba
que Felipe Díaz estaba decidido a devolver golpe por golpe por vía judicial. Su
denuncia conseguía poner a la defensiva al Sr. Fontán y detener el
procedimiento iniciado por éste.
Entrevistado en octubre de 1890, el protagonista de tanto embrollo se
mostraba abrumado y extrañamente nostálgico, como si no supiera dónde le
había llevado la vida y por qué.
“Le encontré hondamente preocupado, y al interrogarle sobre ciertos
puntos relacionados con su presente, se expresó en estos o parecidos
términos.
—Estoy contrariado con los entorpecimientos que de continuo se
suscitan. No sé por qué se quiere impedir que yo vaya a presidio si lo
merezco, como no encuentro razón para que se me impida adquirir
en breve tiempo lo que de derecho me corresponde, si es que tal
derecho me asiste.
—¿Y en qué pasa usted la vida?—le pregunté.
—En comer bien, en pasear mucho y dormir más.
—Pues entonces, es usted feliz.
—No lo crea usted. Lo era cuando en el manicomio me encontraba
en clase de carpintero, sin saber otra cosa más si no que me llamaba
Eugenio Santa Olalla; cuando no conocía las miserias de la vida;
cuando, en una palabra, no era yo el muerto resucitado, como se me
llama; cuando ignoraba que yo era Eustaquio Campo” (La
Correspondencia de España, 14.10.1890, p. 1).
A finales de 1893 se concluyó el sumario del nuevo juicio por
usurpación de estado civil alcanzando la cifra de dos mil folios e incluyendo
nuevos estudios muy eruditos de la Academia de Medicina sobre
identificación física y análisis de la calavera del ocupante del nicho de San
Baudilio, en lo que constituía la tercera exhumación del cadáver enterrado en
1882.
Mientras la maquinaria legal hacía mover lentamente sus engranajes, el
conocido como Eustaquio Campo enfermó, lo que imposibilitaba su presencia
como procesado en el nuevo juicio.
El 29 de Noviembre de 1896 un periódico cacereño informaba de la
muerte del “Muerto Resucitado” tras larga enfermedad. En referencia a su
juicio, se le despedía así:
“Desde entonces acá ha transcurrido la friolera de ocho años; y es
muy posible que si tal individuo hubiese logrado vida tan larga como
Matusalén, no habría habido tiempo bastante para decretar su
condena por usurpación de estado civil o para ponerle en posesión de
sus derechos civiles.
¡Oh, los procedimientos de la justicia histórica valen un tesoro. Se
alargan o se encogen como la goma elástica!
¡Descanse en paz aquel que pasó a otra vida sin poder averiguarse
quién fuese!” (La Región Extremeña, 29.11.1896).
Pero si la historia del “Muerto Resucitado” acababa así, un nuevo
episodio de repercusión nacional traería a las primeras páginas de los
periódicos a uno de los protagonistas de esta historia: la imaginativa Concha
Somera Alonso.
El crimen de Alcuéscar
El 21 de febrero de 1905 Francisco Fernández iba de noche, camino de
su casa en Alcuéscar, pequeña localidad muy cercana a Montánchez, en la
provincia de Cáceres. Al pasar por la calle de la Fragua donde vivía Manuel
Castilla, lo llamaron desde una ventana. Entre las sombras atisbó al propietario
de la casa, que le hacía enérgicos gestos para que se acercase.
Cuando lo hizo, sorprendido, Castilla le dijo que avisara urgentemente a
la Guardia Civil, que habían entrado en su casa varios hombres y una mujer y
les tenían amenazados.
“—Francisco — le dijo Manuel con voz velada por el terror—, me
quieren robar y asesinar. Estoy encerrado en una habitación con mi
familia. Los criminales están dentro de casa. Vienen armados. Son
unos hombres y una mujer...” (El Correo Español, 28.2.1905, p. 3).
Sin mediar más palabras, todos los sentidos alerta, Francisco corrió
como un galgo hasta el cuartelillo en el que se encontraban el cabo Juan Pérez
y los guardias Jesús Planchuelo, Juan Corro y Pedro Montes. Todos conocían
sobradamente a Manuel Castilla, joven propietario de una fábrica de pan, 35
años, casado con una mujer de calidad, Natividad Cáceres, de 30. Venido
desde Guadalcanal donde había nacido dentro de una familia de posibles,
sobrino del general Castilla, pariente de los Golfín cacereños, se había casado
con aquella joven de distinguida familia en 1895, teniendo pronto dos hijitas
llamadas Luisa de 6 años y María de tres.
Dedujeron que intentaban robarles, por lo que emprendieron la marcha
inmediatamente. Al llegar a la calle donde estaban sucediendo aquellos
hechos, Castilla salió a la ventana del primer piso y les dio el mismo aviso:
“—¡Por Dios! Entren ustedes a salvarnos —suplicaba Manuel.
—¿Quién abre? —preguntaron los guardias.
—Nadie les abrirá; tendrán ustedes que echar la puerta abajo o
llamar al cerrajero. Esos asesinos están dispuestos a vender cara su
vida” (Idem).
El cabo empezó a golpear la puerta con la culata de sus fusiles. “¡Abran
a la Guardia Civil!” gritaron sin obtener respuesta. Continuaron aporreando la
puerta hasta que surgió una fiera voz de mujer: “¡Aquí no se abre a nadie! El
que intente hacerlo lo va a pasar mal”.
Para entonces los vecinos estaban asomados a las ventanas, algunos
habían salido a la calle preguntándose qué pasaba. Uno de ellos se ofreció a
llamar a un cerrajero cercano. Un guardia, siguiendo las órdenes del cabo,
marchó ligero a avisar al Juzgado de Montánchez, un incierto camino en
aquella noche fría y oscura.
Enseguida vino el cerrajero y consiguió abrir la puerta para apartarse y
dejar paso a los guardias. En el zaguán se erguía la figura de una mujer
desgreñada y con aspecto de loca empuñando un revólver. Gritos, amenazas,
empujones. Uno de los guardias la desarmó de un culatazo. El arma que
empuñaba aquella fiera cayó al suelo. Otro de los guardias entró en las
habitaciones interiores de aquella planta baja y vio a un hombre que huía
precipitadamente entre las sombras. Sin mediar palabra apuntó y disparó. El
hombre trastabilló consiguiendo llegar a una habitación donde se desplomó en
una cama quejoso y con la pierna ensangrentada.
Un vecino, testigo de la confusa pelea, gritó a los de dentro: “¡Salid,
salid, que ya están los guardias!” a lo que siguió un alboroto: los escondidos
empezaban a salir de la habitación donde se habían guarecido con Manuel
Castilla a la cabeza. Quizá por su aparición, el hecho de que la mujer estuviera
desarmada y sujeta por un brazo por el cabo de la Benemérita, nadie pudo
esperar lo que allí sucedió.
Cuando Manuel Castilla, cara de alivio, surgía entre la oscuridad tras
bajar desde el primer piso, la agresora, serena y decidida, se echó la mano
libre al amplio moño con que coronaba su cabeza, sacó una larga aguja y, con
rápido movimiento, se la clavó al propietario de la casa en el pecho. Éste
apenas pudo pronunciar, según dijeron crónicas posteriores, un suspiro y unas
palabras: “¡Buena me la asestaste!”, antes de caer exánime, el corazón
atravesado y la vida que se le escapó en cuestión de segundos.
Otro culatazo sobre la mujer la hizo caer al lado de su víctima,
desmayada, pero el mal estaba hecho. Los periodistas se preguntarían poco
después, cuando la noticia se extendiera bajo el epígrafe “Tragedia en
Alcuéscar” por qué aquella mujer, cuyo objetivo decían que era el robo, había
esperado para matar a Manuel Castilla y no al guardia que la tenía sujeta del
brazo. ¿Fue realmente un robo el motivo de todo aquello?
La noticia, como digo, se extendió rápidamente por la prensa extremeña
alcanzando repercusión nacional. Aquella mujer era Concha Somera Alonso,
la que había destapado todo el asunto del “Muerto resucitado” casi veinte años
antes. ¿Qué había sido de ella desde aquella lejana época? ¿Por qué se
encontraba en Alcuéscar amenazando al propietario de una fábrica de pan?
¿Qué razones tenía para matarlo?
Las primeras noticias concluían diciendo que tanto ella como los
miembros de su cuadrilla permanecían en la cárcel. Llenos de imaginación,
buscando el sensacionalismo, se afirmaba que la mujer llevaba escondida entre
sus ropas una lima con la que había intentado que escaparan. De todo esto no
había nada cierto. En el calabozo se encontraba ella y aquel muchacho
tiroteado que permanecía tumbado sobre un camastro, vendada la herida, que
no había sido de importancia. Se trataba de su hijo mayor.
De lo sucedido aquella noche de febrero hubo hasta tres versiones
distintas. La de los primeros días afirmaba que el muchacho trabajaba con
Manuel Castilla en el horno de su propio hogar. Concha, que se había
presentado aquella tarde como su madre, consiguió quedarse a cenar con el
matrimonio y un amigo del marido, que venía a arreglar un asunto de venta de
trigo por el que se le iban a pagar doscientas fanegas.
Habiendo observado que, tras la cena, los dos hombres se retiraban al
despacho de Castilla para ultimar el negocio, Concha le había dicho en voz
baja a su hijo que aprovecharan para robarles el importe del trigo. Por si acaso
se presentaba la ocasión, ella llevaba un revólver con el que podrían amenazar
a los dos hombres.
El hijo se negó y empezaron a discutir agriamente en voz baja ante la
extrañeza de Natividad, la señora de la casa, que se encontraba ocupada
acostando a sus dos hijas. Finalmente, Concha había sacado el arma
conminando a todos los presentes a entregar el dinero. Les dijo que tenía seis
bandidos con ella (en realidad se refería a las seis balas de su revólver, pero
eso se supo después). Hubo carreras, gritos, y la familia aprovechó la
confusión para encerrarse en una habitación esperando que alguien les
socorriese.
Así pues, dijeron los periódicos que mencionaron el suceso, era un
simple caso de robo. Desde luego, la personalidad de la protagonista trajo
recuerdos de aquel caso de Plasencia nunca olvidado del todo. En la dirección
de “El Imparcial”, uno de los más reconocidos diarios de la capital de España,
enviaron a un reportero para que averiguase las circunstancias de este hecho
trágico y tratase de entrevistar a Concha Somera en la cárcel de Montánchez,
donde permanecía.
Un crimen pasional
Cuando llegó el periodista a la pequeña localidad extremeña habló con
los vecinos, que tenían su propia versión. “No fue un robo” le dijeron, “eso fue
un crimen pasional”. Las mujeres presentes cabeceaban afirmativamente.
“Pues ¿no iba pidiendo una jícara de chocolate para celebrarlo cuando entró en
el calabozo?” terció una. “Eso dicen, sí” interrumpió otra, “que les iba
diciendo a los guardias que se burlaba de tanto tonto como tiene la justicia”.
¿Un crimen pasional? se preguntó el periodista. Desde luego, eso
explicaría por qué no utilizó esa aguja contra el guardia que la sujetaba y sí, en
cambio, contra Manuel Castilla. ¿Es que ambos se entendían? Para aclarar un
poco más estas circunstancias, se acercó a la casa del crimen junto al cura de
Alcuéscar y, entre silencios y veladuras negras, se sentó a hablar con
Natividad Cáceres, la mujer del muerto. Las vecinas la rodeaban, solícitas,
mientras ella lloraba de vez en cuando señalando el sitio donde había caído su
marido.
Entre lágrimas dio comienzo un extraño relato. Hacía seis meses,
procedentes de Cáceres donde vivían, se presentaron en la casa Concha
Somera y su hijo Ignacio. Venían a solicitar un puesto de trabajo para el
muchacho. Manuel Castilla “que no los conocía de nada” insistió la mujer, les
dijo que los tendría en la memoria si se necesitaba a alguien.
Supieron que tres meses después madre e hijo se habían establecido en
la cercana localidad de Montánchez, de manera que quince días antes de
aquella noche aciaga, tras insistir en su petición de trabajo, Ignacio fue
contratado por Castilla para que sirviera en el horno familiar viviendo en la
propia casa.
Lo extraño empezó el día 18 de febrero por la mañana, cuando al abrir la
puerta de la casa se encontraron a Concha Somera sentada a la vera, envuelta
en ropajes y con algunos bultos. Dijo que había llegado la noche anterior hasta
allí pero que no había querido molestarlos tan tarde. Quería irse a vivir a
Alcuéscar, cerca de su hijo, y por ello les pedía alojamiento durante dos o tres
días mientras encontraba un lugar para vivir.
A Natividad le pareció una petición desacostumbrada pero, hospitalaria
como era, acogió a la madre en la misma habitación donde dormía su hijo, que
había pasado aquellas noches sobre una manta en el suelo, junto a la cama
donde descansaba su madre. Un arreglo provisional.
Lo cierto es que Concha se había mostrado simpática y encantadora con
todos, particularmente con las niñas, sacándolas a pasear, llevándolas a misa y
encargándose por la noche de que rezaran en sus camitas. Quizá por eso la
propietaria de la casa no le había insistido en que agilizara la búsqueda de otro
alojamiento.
Su marido no había estado en casa durante aquellos días puesto que se
encontraba en un viaje de negocios. Llegó la misma tarde del día 21 y, al
encontrar en su hogar a Concha Somera, torció el gesto. Natividad le explicó
lo sucedido y él solo comentó que tendría que irse, que no iban a acoger a los
familiares de todos sus trabajadores.
Aquella noche tenían a cenar al Sr. Andújar, un amigo de su marido, que
le había vendido las doscientas fanegas de trigo. Tras la cena, Manuel le dijo
que pasaran a su despacho para pagarle el cargamento. Mientras tanto,
Natividad había acostado a las niñas y luego se dirigió a la habitación donde
descansaban Concha y su hijo Ignacio. Había en ella una pequeña bodega que
acostumbraba a cerrar con llave cada noche. Sin embargo, al entrar en la
habitación Concha le dijo que no hacía falta que cerrara nada. Natividad,
confusa, insistió comprobando que la llave de la bodega no se encontraba en la
cerradura.
Concha, que aguardaba con gesto hosco no parecía dispuesta a que la
señora buscase la llave. Ni corta ni perezosa sacó un revólver que mantenía
oculto y le dijo que se fuese. A los gritos de Natividad acudieron presurosos
Castilla y Andújar, uno con una escopeta y otro con un revólver. Hubo
intercambios de gritos y la familia retrocedió hacia la puerta, comprobando
que ésta se encontraba cerrada y sin las llaves, que debían obrar en manos de
la agresora. Por eso retrocedieron hacia la habitación de las niñas y atrancaron
la puerta mientras Concha, indecisa, les gritaba sin saber muy bien qué se
proponía hacer.
“Doña Natividad no cree loca en modo alguno a la Somera, y afirma
que la intención de ésta fue el robo, y que se trata de una criminal,
maestra suprema en el arte de serlo, o, cuando menos, en el de
captarse la confianza de las gentes con halagos e hipocresías. Con
respecto al hijo, nada puede apreciar doña Natividad, aunque le
resulta equívoca su conducta.
Ahora bien; no cabe duda de que tampoco, como tal ladrona, es muy
explicable la conducta de una mujer que, pudiendo esperar a que
durmiesen todos, empezó por avisarlos y advertirlos” (El Imparcial
2.3.1905, p. 2).
Al día siguiente de esta entrevista, el reportero consiguió entrar en el
calabozo de aquella mujer de 48 años (no 45 como le asigna
equivocadamente):
“Cuenta ésta cuarenta y cinco años de edad v en su rizosa cabellera
asoman las canas, desteñidos ya los afeites con que lo ennegrecía
cuando gozaba de la libertad. Viste un humilde traje de casa, no
exento de coquetería.
La Somera es alta, pálida, y se comprende que, una vez pintada y
arreglada, haga recordar sus bellezas juveniles, de las que conserva
su mirar pasional, vivo y dominante y las actitudes trágicas” (El
Imparcial, 3.3.1905, p. 1).
Sus primeras palabras, contenta al parecer de tener público y de que la
prensa volviese a interesarse por ella, recuerdan inevitablemente su actitud
cuando le preguntaban por su viaje a San Baudilio: “¡La Providencia lo ha
hecho todo, señor! ¡Cumplo altos destinos!”.
A partir de ahí explicó su situación con una sarta de mentiras e
incoherencias. Según afirmó, se fue de Montánchez el día 17 por la tarde
porque su vecina Dolores (de la que hablaremos enseguida) la quería matar.
Para ello escapó con un mínimo equipaje a través de una ventana. De todos
modos, se proveyó de un revólver porque sabía que en Alcuéscar la esperaban
seis forajidos dispuestos a matarla, contratados por los enemigos del “Muerto
Resucitado”.
De hecho, en la noche del crimen estaba aterrorizada porque sabía que
esos hombres la esperaban en la bodega de la casa para acabar con ella. “Sin
embargo” la interrumpió el reportero, algo harto de tales fantasías, “¿por qué
mató al señor Castilla en vez de a los guardias que la estaban maltratando?”.
Concha se encogió de hombros: “¡Dios lo quería!” para añadir a continuación,
“Saqué la mano del pecho sin darme cuenta de que en ella tenía un puñal y sin
querer matar a nadie, maté”.
Es de imaginar la frustración del reportero, algo cansado de que no
concretase nada de los hechos allí sucedidos. Si Natividad afirmaba que era un
robo y la ladrona decía que mató sin saberlo, a ver cómo era posible descubrir
la verdad. Lo único que sacó en limpio fue la trayectoria seguida por Concha
Somera desde aquel lejano día de 1886 en que volvió del manicomio con un
tal Eugenio de Santa Olalla.
Se sabía que se había peleado con su “protegido” en algún momento
antes del juicio de 1888. Preguntados ambos parece que fue “por motivos
políticos” según afirmó el supuesto Eustaquio Campo. Presumiblemente,
Concha quiso dirigir la vida del carpintero de San Baudilio haciéndole
intervenir donde el otro, cada vez más seguro de sí mismo a medida que se
apoyaba en los Ayala y en el pueblo de Plasencia, no quería hacerlo. De ahí
surgieron unas desavenencias que habrían de repetirse para Concha Somera
muchos años después. Parecía experta en empezar a bien con la gente,
encantarles con su simpatía y amabilidad, para terminar de mala manera
cuando intentaba gobernarlos.
Sin duda, antes o después tuvo lugar una ruptura con su marido Juan
Cruz, el carpintero de Plasencia. El periodista recogió historias de una vida
itinerante y aventurera a partir de ese momento, una vida que la situaba en
Lisboa, Londres y París, América y Argel. En realidad, no hubo nada de eso,
como reconoció la propia Concha en el calabozo. Pasó varios años internada
en el manicomio de Ciempozuelos.
Cuando salió de allí no quiso volver con su marido, con el que pese a
todo mantenía cierta relación a distancia. De manera que deambuló por
Extremadura dedicándose a la fabricación de baúles y a los bordados, tareas
que había aprendido (particularmente la primera) durante su ingreso en el
manicomio. En un momento dado se hizo cargo de su hijo mayor Ignacio.
Obsérvese que en 1883, cuando fue recluida en San Baudilio, tenía dos hijos:
uno de pocos años y otro casi recién nacido. Ignacio debía de ser uno de ellos,
o bien de 22 años si era el más pequeño o de unos 25 si era el mayor. En
ningún momento el periodista informa de ese extremo que habría de ser
importante considerar más adelante.
Lo que sí hizo éste, ya que se encontraba en Montánchez tras visitar a
Concha en la cárcel, fue indagar siguiendo los rumores que escuchaba y que le
indicaban una relación de naturaleza desconocida entre Concha y el joven
Manuel Castilla. ¿Amorosa tal vez? Eso justificaría el crimen pasional.
Supo entonces, como ya estaba averiguando el ilustre juez Alfonso de
Pando, titular del Juzgado, que Castilla había acudido durante los meses
anteriores a Montánchez en repetidas ocasiones, que fue visto comiendo con
Concha Somera en una posada.
En ella tenía el industrial panadero un amigo llamado Carpintero, el
propietario del lugar. Había levantado un edificio donde alquilaba habitaciones
y daba comidas junto a su mujer Dolores Cosal. Allí se presentó en cierta
ocasión aquella mujer llamada Somera, a la que habían rentado una de las
habitaciones entablando con ella una muy buena relación. No eran pocas las
veces en que acudía Manuel Castilla a la posada y, tras la comida, se retiraba a
la habitación de Concha “algunos minutos” afirmaba Dolores con delicadeza.
Sin embargo, otros datos indicaban que no se estaba exactamente ante
una aventura fuera del matrimonio, algo extraño pero no anormal entre un
joven industrial de 35 años y una señora de 48. Lo cierto es que Manuel, al
decir de la señora posadera, mostraba cierto temor hacia Concha, como
prevención ante su carácter, sus exigencias e imposiciones. Naturalmente, una
cosa no quita a la otra pero Dolores recordaba también que Concha Somera
fue a pasar unos días al campo con la señora de un tal Nieves, de Montánchez.
Al cabo de pocos días regresaron y ésta le dio la impresión de sentirse
atemorizada y celosa de la “amiga” que la había acompañado.
En principio, Dolores Cosal no había dado importancia a esta
información pero sí es cierto que veía en Concha a una mujer que se daba
mucha importancia. Desde luego, ella no creía que el motivo del asesinato
fuera el robo porque a Concha le gustaba salir con alhajas, muy bien vestida.
No parecía necesitar dinero que quizá el industrial le proporcionaba, ella no
podía decir. Pero empezó diciendo que Castilla le iba a dar trabajo a su hijo
Ignacio y luego pasó a sonreír diciéndole que las cartas le aseguraban que
pronto un enamorado rubio la haría feliz. Dolores recordó que Manuel Castilla
era rubio y sumó dos y dos para imaginar la relación que había entre ambos,
pese a los temores del “enamorado”.
La relación entre ellas, en un momento determinado, se había agriado,
algo usual para Concha Somera. De hacerse confidencias pasaron a tratarse
como enemigas. Dolores temía que su alquilada llegara a ponerse violenta con
ella, la rehuía. Al mismo tiempo y según manifestó desde la cárcel, Concha
temía que Dolores la matara o que ella matara a Dolores, parecía dar igual. Por
eso había escapado de noche saliendo por una ventana y concertando con un
paisano el alquiler de un jumento que le llevara sus cosas hasta Alcuéscar.
Tres días después, el mismo periódico comentaba algunas hipótesis que
justificaran lo sucedido en la noche del 21 de febrero. Desde luego, el motivo
del ataque no había sido el robo. Para ello habría sido más conveniente, como
ya se ha apuntado, esperar a que todos se hubiesen dormido.
Si el motivo de aquella crisis había sido pasional, la desagradable
sorpresa de Manuel Castilla al ver a su amante en su propio hogar, el deseo de
Concha de plantarse en la propia intimidad de él para exigirle sus derechos,
desencadenaron la tragedia. Se supo finalmente que, en el despacho donde se
había retirado con su amigo Andújar éste, conocedor de la situación, le había
dicho enérgicamente que debía echarla de la casa sin tardanza. ¿Escuchó este
argumento la propia Concha, se vio expulsada ignominiosamente, traicionada
por su amante?
Cuando llegó Natividad para cerrar la puerta de la bodega pensó que
quería encerrarla en la habitación, tal vez llamar a los guardias para que la
echasen del pueblo. Nerviosa, con sus apasionados planes derrumbándose,
sacó el revólver y encaró a su rival.
Versiones más modernas, de las que se ignora la fuente documental,
suponen una versión aún más romántica del crimen de Alcuéscar. En uno de
los diarios publicados aquellos días se afirma que Concha Somera tenía por
entonces dos hijos: uno era Ignacio, seguramente de su marido Juan Cruz, que
habría de recogerlo en Montánchez cuando a los tres días de encierro fue
puesto en libertad. Pero había otro hijo de 11 años. ¿Dónde estaba y quién era
su padre? Porque habría nacido en 1891. ¿Era de su marido también, antes de
ser internada en Ciempozuelos o era otro el padre?
Dice esa versión, luego trascrita a una obra de teatro, que en su
deambular por Extremadura, Concha Somera, aún joven y rozagante, fue a
residir a Guadalcanal. Aquella que afirmaba que “la cortejaban gentes
principales”, fue a fijarse en un joven Manuel Castilla que, ante tanta mujer,
cayó seducido, fruto de lo cual nació un hijo.
La existencia de este niño fue silenciada por el muchacho cuando, ya
convertido en hombre, propuso matrimonio a uno de los principales partidos
de Alcuéscar: Natividad Cáceres. La vida continuó sosegada y feliz, con un
trabajo que daba cada vez mejores frutos y una pareja en la que empezaron a
nacer niñas, a cuál más encantadora.
Un buen día se presentó ante su puerta aquella mujer que le había vuelto
loco en su juventud, una seductora con ademanes enérgicos y carácter
dominante que le hizo sentir su presencia pidiendo dinero y atención hacia su
hijo si quería que guardara el secreto de aquel otro habido fuera del
matrimonio.
En principio siguió el juego, quiso dar largas al asunto, remunerar a
aquella mujer que se agarraba a él para encontrar un futuro del que empezaba
a carecer. Concha Somera, la destinada por Dios a hacer grandes cosas como
hizo en Plasencia en cierta ocasión, la del gesto teatral y ardiente
apasionamiento, la mujer enérgica que te atrapaba y no te volvía a soltar. La
mujer que era capaz de sonreírle y enamorarle y al tiempo exigirle una
respuesta, un compromiso. La misma a la que encontró en su casa y, entre el
temor y la indignación, discutió con su amigo qué hacer con ella. “¡Échala a la
calle!” le debió decir Andújar, “y si tu mujer se entera, sabrá perdonarte, fue
una aventura de juventud”. Y Concha Somera que escucha ese consejo que la
echa de nuevo a la carretera, al vacío de una existencia inmerecida.
“Todo lo que se refiere a esta mujer es extraordinario, y hace dudar
acerca de la integridad de sus facultades mentales. Recuérdese que
también en la época del famoso proceso del «muerto resucitado» se
dudó si la Somera era una loca, o si fingía serlo para prestarse a
representar una escandalosa comedia” (El Imparcial, 3.3.1905, p.1).
Desde el 6 de marzo ninguna noticia más sigue la trayectoria de esta
mujer. Tan solo varios meses después, el 2 de febrero de 1906, casi un año
después de la tragedia de Alcuéscar, el ABC informó que un grupo de
facultativos del Hospital Provincial había emitido un informe médico: Concha
Somera no tenía perturbadas sus facultades mentales y, por consiguiente, era
responsable de la muerte causada en la persona de Manuel Castilla.
Se dijo, sin comprobación alguna, que Felipe Díaz de la Cruz terminó en
un manicomio, pero resulta poco creíble y sí una venganza de la memoria
placentina respecto a un sujeto poco apreciado y hasta odiado. Es más creíble
suponer que Concha Somera, ya de cierta edad, pasaría casi todo el resto de su
vida en prisión, purgando el crimen cometido.