Está en la página 1de 249

Benjamin Farrington

Editorial Ayuso
EDITORIAL AYUSO

Be nja m in Fa r r ingt on, ir la ndé s , profe s or de Le nguas


Clás icas de ia Unive r s idad de Cape town y del
Unive r s ity College de Swans e a, es figur a de s tacada
de la es cuela ingle s a de Filología, que pr o d u jo un
gir o cope r nicano en la conce pción tr a dic io na l del
m und o clás ico. A través de una vas ta obr a, Cie ncia
grie ga, Mano y ce re bro en la Gre cia antigua
(public a d a en e s ta mis ma e ditor ia l), F a r r ing to n ha
e je r c ido una c r ítica s is te mátic a a la ve r s ión
h um a nís tic a de Gr e cia y Ro m a . La conce pción
pla tónic a del Es ta do de ja de ser un s is te ma abs tr acto
de ide as y se re vela c omo el ide al po lític o de
gobie r no de una clas e de te r m ina da . Así, autore s
tan re pr e s e ntativos como P la tón y Epic ur o , poe tas
de tanta s ignificación como Lucre cio, sus s is te mas
filos óficos , su fo r m a de cr e ar mitos que dan
pe r fe ctame nte e xplicados . El plan te a mie nto gene ral
de l libr o que da s ituado , por Fa r r ingt on, de esta
fo r m a : «Es te libr o tr a ta de los obs táculos que
e nc ontr ó en el m und o a ntig uo la difus ión de una
de te r m ina da conce pción cie ntífica: Se suele
cons ide r a r que el pr incip al de estos obs tác ulos fue
la 's upe r s tición p o p ula r ’. El pr o pós it o de este e s tudio
es a c la r a r si 's upe r s tic ión p o p u la r ’ s ignifica
for zos ame nte s upe r s tición s alida del pue blo o más
bie n s upe r s tic ión impue s t a al pue blo.»
b en ja m in fa r r in gton

cien cia y política


en el mun do an tiguo

ter cer a edición

ed it o r ia l a yu so
Título origin al : Scie n ce an d P o lit ics in T h e A n cien t W orld
Traducción : D om in go P lác id o S u áre z
P or tad a: Ju an M an u e l D om in gu ez

P im er a ed ición : E d . Cien cia N u eva, 1.965


Segu n d a ed ición : Ed . Cien cia N u eva, 1.968
Ter cer a ed ición : Ed . A y u so, 1.973
C u ar t a ed ición : Ed . A y u so, 1.980

© D é l a versión in glesa por George Allen


& Unwin Ltd. 1965
Derech os par a la versión castellan a:
Editorial A YU SO , 1 .9 7 3 - 1.980
San Bern ardo, 34
Madrid-8
ISBN 84-336-0054-0
D ep osit o legal : M - 43.163-1.980
Im pr eso en : T écn icas G r áficas, S.L .
Las M at as, 5 - M ad r id -29
«E l e st u d io d e la n atu ralez a n o p rod u ce
h o m b re s p ro p e n so s a jact arse y d e sp re ciar la
cu lt u ra q u e t an t o s e sfu e rz o s h a c o st ad o ; p o r
e l con t rario, f o rm a h o m b res se rio s y m u y in ­
d ep e n d ie n t e s, q u e f u n d an su o rgu llo en las
cu alid ad e s p e rson ales y n o en las circu n stan ­
cias e x t e rn as .»
EPIC U R O
IN D IC E

Págs.

Introducción.—Un ejemplo moderno ..................................... 11

1. Primera ojeada sobre el problema.—D e An aximan dro


a Cosmas In dicopleustes .................................................. 17
2. Segun da ojeada sobre el problema.— El «D ios geó­
m etra» ................................................................................... 25
3. Tercera ojeada sobre el problema.—De Empédocles a
P r u d en cio............................................................................. 32
4. Superstición pagana y superstición cristiana ................ 53
5. Las dos gran des con quistas de la ciencia presocrática. 58
6. Prometeo, encadenado.—El choque entre la ciencia y
la ciu d ad -est ad o.................................................................. 69
7. Platón y la religión de la ciu d ad -est ad o....................... 89
8. La rebelión contra la religión de la ciudad-estado ... 110
9. La acción de E p ic u r o ........................................................ 122
10. Epicuro y Platón ................................................................ 135

9
Págs.

11. La religión de Ep icu r o...................................................... 154


12. La penetración del epicureismo en Roma ..................... 167
13. Lu cr ecio................................................................................ 181
14. Después de Lucrecio ......................................................... 228
Bibliogr afía.................................................................................... 245
Cronología de las figuras más importantes de la antigüedad. 249
Indice alfabético........................................................................... 251

10
I N T R O D U C C I O N .— U N E JE M P L O M O D ER N O

H ae ck e l, al p o n e r d e reliev e la p o sib ilid ad


d e ap licar al h o m b re la t e o ría d e D arw in
so b re e l origen d e las e sp ecie s, d e scu b rió q u e
se h ab ía t ran sf o rm ad o d e cie n t ífico p u ro en
h om b re p o lít ico .

Este libro trata de los obstáculos que encontró en el


mundo an tiguo la difusión de una determinada concepción
científica. Se suele con siderar que el prin cipal de estos
obstáculos fue la «superstición popular». El propósito de
este estudio es aclarar si superstición popular significa
forzosamen te superstición nacida del pueblo o más bien
superstición impuesta al pueblo. Plutarco, en su brillan te
tratado D e la su p e rst ición , dice acerca de las víctimas de
esta en fermedad: «Desprecian a los filósofos y a las per­
son alidades del Estado y del Gobiern o, que enseñan y
demuestran que la majestad de Dios va siempre acom­
pañada de bondad, magnanimidad, amor y cariñosa preo­
cupación por n uestro b ie n »1. Pero n osotros podremos
hacer uso de muchas pruebas para demostrar que los filó­
sofos y personalidades del Estado inculcaron doctrinas

' Plutarco, D e su p e rst it io n e , cap. 6

11
menos admisibles aún que éstas, e incluso falsos conoci­
mientos. Los escritores an tiguos nos informan con mayor
claridad de la n aturaleza de estas doctrinas y de los mo­
tivos de su difusión . Su testimon io nos ayudará a distin ­
guir entre las dos fuen tes de la an tigua superstición : la
ignorancia popular y el engaño deliberado. Me parece que,
al establecer esta elemental distin ción , cambia completa­
mente la perspectiva de la h istoria de la ciencia an tigua y
se aclaran muchos problemas que aún permanecen oscu­
ros. Y, sobre todo, se aclara la h istoria del epicureismo
y la extrañ a figura del poeta latin o Lucrecio, en cuya
obra alcanzó su más alta expresión la lucha contra la
superstición .
Adem ás, en los últim os capítulos de este libro, nos de­
dicaremos a discern ir las interacciones entre filosofía na­
tural y filosofía política en el mundo de la antigüedad
clásica. A n uestra manera de ver, el desarrollo de la
filosofía n atural se vio violentamente interferido por con­
sideracion es nacidas en un terreno ajen o a ella, considera­
ciones de tipo político. La invasión del campo de la filo­
sofía n atural por ideas políticas es especialmente evidente
en Platón . El mayor esfuerzo dedicado a liberar la filoso­
fía n atural de la influencia política fue llevado a cabo por
Lucrecio. Nuestra investigación, por ello, aun que co­
mienza antes de Platón y continúa después de Lucrecio,
se centrará fundamentalmente en estas dos gran des figu­
ras. Pero, ya que podría no parecer evidente a primera
vista que la filosofía natural y la política puedan inter-
ferirse, y que de hecho lo hacen, conviene aducir antes
un ejemplo, sacado de los tiempos modernos, ilustrativo
de dicha interferencia.
En tre los defensores de la teoría biológica de la evo­
lución que tan tas discusiones produjo, no sólo en los
círculos científicos, sino en la sociedad en general, uno

12
de los más relevantes y apasion ados fue, en las últim as dé­
cadas del siglo XIX, Ern st Haeckel. En torno a él surgió
el torbellin o más violen to de la discusión . Haeckel for­
maba parte de las clases superiores y nunca había expe­
rimentado un especial interés por los problemas sociales.
Sólo la experiencia le reveló, y la revelación le dejó per­
plejo h asta el día de su muerte, que una defen sa pública
y comprometida de sus pun tos de vista científicos era
una forma de acción política que daba lugar a enconadas
controversias, y que esto le convirtió en héroe de un
partido político y en objeto de sospech a por parte de otro.
Darwin , cuando publicó E l o rige n d e las esp e cies, en
1859, disim uló cautelosamente la aplicación de su teoría
al origen del hombre. Dio a su obra una conclusión deísta
e indicó simplemen te en p assan t , como uno de los posi­
bles resultados de su teoría de la selección n atural, que
«arrojaría luz sobre el origen y la h istoria de la Hum a­
n idad». Su traductor alemán, Bronn , cuya versión apareció
en 1860, mucho más timorato que Darwin , pensó que
era mejor no traducir el pasaje completo. Y, con toda
tran quilidad, omitió tan peligrosa opinión. Pero en un
congreso científico celebrado en Stettin , en 1863, Haeckel,
que era el primer orador, subrayó vigorosamen te las im­
plicaciones que debían desarrollarse lógicamente a partir
de la teoría de Darwin sobre la h istoria natural del hom­
bre. Por ello recibió la aprobación general por parte de
sus colegas, entre ellos de Virchow. Pero Virchow tenía
un sen tido de las implicaciones sociales de la ciencia del
que Haeckel, en su inocencia, carecía por completo. En
la última etapa de dicho con greso procedió a limitar el
campo de acción de la ciencia en un sen tido cuya plena
significación sólo vino a estar clara después de muchos
años. «E s la misión del científico — decía Virchow— es­
tablecer los hechos, pero no filosofar acerca de ellos.» En

13
el dominio de los hechos la ciencia es la máxima autori­
dad. Si se estableciera como un hecho que el hombre
desciende del mon o, no habría tradición en el mundo
que pudiera suprimir este hecho. La supremacía de la
ciencia en el domin io de los hechos debe ser respetada
más allá de cualquier fron tera. Iglesia y Estado han de
inclinarse ante la ciencia en el terreno de los hechos. «Un
gobiern o previsor y una iglesia toleran te asimilarán siem­
pre estas ideas avanzadas y desarrolladas, y las harán
fructíferas.» «P er o, al mismo tiempo — continúa— , la
ciencia no debe propon erse ir más allá de sus fron teras.»
Y, al definir estas misteriosas fron teras, Virch ow mostró
un deseo de comprometerse con las preten sion es del Go­
bierno previsor y de la Iglesia toleran te que luego sirvió
para provocar una divergencia más grave entre él y
Haeckel.
En el congreso de Stettin , Virchow no dejó clara la
naturaleza del compromiso que buscaba con el Gobiern o.
Sus concepciones estaban hechas en favor de la Iglesia,
pero era realmente extraña la línea que trazó entre las
esferas de la ciencia y de la religión . «La conciencia — de­
cía— , y sobre todo los hechos de la conciencia que do­
minan los aspectos más elevados de nuestra vida, nunca
pueden quedar en manos de la ciencia. Yo creo que éste
es el pun to en que la ciencia establece su compromiso con
la Iglesia, al reconocer que la religión es un terreno en
que cada un o puede explorar libremente, ya aportan do
su propia interpretación, ya aceptando las ideas tradicio­
n ales; y esto debe ser sagrado para los dem ás.»
La posición de Virchow no estaba del todo clara, pero
sí lo bastan te como para resultar in aceptable para Haeckel.
«E l científico puede recoger los hechos, pero no sacar
conclusiones, al menos en la esfera de la conciencia.»
Impon erle un compromiso así a Haeckel sería como pro­

14
hibirle pen sar. Se trataba de ser libre para trazar la evo­
lución de la estructura física de los seres vivos desde el
protozoo hasta el h ombre, pero no de serlo para rela­
cionarla con unas conclusiones sobre la evolución de las
actividades psíquicas que dependen de la estructura física.
Vesalio h abía protestado contra las mismas restricciones
trescientos años an tes. Por su parte, Haeckel continuó
in vestigan do, especulando, publicando. Virchow, afirman­
do ahora abiertamente que la necesidad es más impor­
tan te que la verdad, comenzó a actuar de forma total­
mente opuesta. En el congreso de 1870 no intentó esta­
blecer un compromiso con la Iglesia (cuyo poder había
declinado a la sazón en Alemania), sino con el Gobiern o,
que entonces era el más fuerte. En este momento lo que
definía los límites de las actividades de los científicos no
era la preocupación por el mantenimiento de la fe, sino
los in tereses del Estado. El darwin ismo, por su ligazón
con la social-democracia, se opon ía a ellos. La ciencia ha­
bía de ver limitado su terreno porque el pueblo estaba
empezando a in teresarse por sus conclusiones. La nece­
sidad política, y no la verdad, h abía de ser el móvil de
control sobre el desarrollo de la ciencia.
Haeckel se sen tía entre la espada y la pared. Siempre
h abía temido la ignorancia de la multitud; ahora comen­
zaba a descubrir que, en Aleman ia, su peor enemigo era
la alianza de la Iglesia con el partido político reaccionario.
La ignorancia, pen saba, puede curarse; dirigirse a los in­
tereses, en cambio, es como llamar a los sordos. Siempre
se había preocupado por exten der sus conclusiones entre
las person as cultas n o especialistas; ahora buscaría un
auditorio más amplio. Trataría, si pudiese, de iluminar a
la multitud. Este camino al menos podría hacer concebir
una esperan za para el futuro de la Human idad. Haeckel
se hizo político, pero sin aban don ar la ciencia; se limitó

15
a comprobar que ser un científico firme y valiente era ser
político en el más alto grado. Con la publicación de
W e lt rät se l (Los en emigos del mun do) se volvió h ada el
hombre de la calle. De este libro, traducido a catorce
idiomas, se vendieron centenares de miles de ejemplares.
El profesor de Jen a, cuya débil voz apenas se oía en el
aula, habló al mun do entero. Su decisión de no limitarse
a in vestigar, sino de divulgar también los resultados de
sus in vestigadon es, tran sformó la verdadera naturaleza de
sus actividades. Sus opiniones dejaron de tener una sim­
ple trascen den da académica; tales opiniones, y d derecho
a expresarlas, se transformaron en un símbolo de la lucha
del pueblo por su eman dpación . An te su propio estupor,
y seguramente no con su plen a satisfacdón , fue elevado al
rango de profeta por las democracias de todo el mundo.
Tales fueron las repercusion es, en la Iglesia y el Estado,
de la defen sa del darwin ismo llevada a cabo a finales del
siglo XIX. Si se observó con alarma que le leían obreros
y pescadores; si se consideró en su propio país que sus
obras eran «un a oleada de vergüenza para el prestigio de
Alem an ia», un ataque a los fun damentos de la religión
y de la m oralidad»; y el impecable autor, en Glasgow ,
era considerado como «u n h ombre de vida n otoriamen te
licen ciosa», estos fen ómenos tienen, como se verá, sus
an alogías en la h istoria de la den cia del mun do an tiguo 3.

* La fuente para los datos sobre Ern st Haeckel conten idos en


este capítulo es W ilhelm Bölsche, E . H ., E in L e b e n sb ild , Dresde,
1900.

16
μ PRIM ERA OJEA DA SOBRE EL PROBLEM A .
DE A N A XIM A N DRO A COSM A S INDICO-
PLEUST ES

A n ax im an d ro , en e l siglo V I a. C ., en señ a
u n a t e o ría d e U e v olu ción b asad a en la o b ­
serv ación . Co sm o s, en e l siglo V I d . C ., en ­
se ñ a u n a t e o ría b asad a en la B ib lia, se gú n la
cu al el u n iv e rso e st á h ech o a im it ación d e l
t ab ern ácu lo d e M oisés.

Se h a prestado mucha atención al «m ilagroso» des­


arrollo de la ciencia griega en la Jon ia del siglo vi. Igual­
mente sorprenden te es su situación de decadencia en el
siglo vi de nuestra era, después de más de un milenio de
civilización. Este es el fen ómeno que vamos a tratar de
explicar en cierta medida, para lo cual será conveniente
hacer un examen preliminar.
En el siglo vi, en Jon ia, coincidiendo con la vida de dos
h ombres, Tales y Anaximan dro, la ciencia alcanzó un des­
arrollo sorprendente. Es opinión general que las observa­
ciones y especulaciones de estos hombres y de sus inme­
diatos sucesores acerca de la naturaleza de las cosas
constituyen el primer esbozo de los manuales científicos
sobre el universo, que hoy nos son familiares. Ya entonces
Anaximandro sostenía que el sol, la luna y las estrellas,

17
la tierra y el mar, estaban hechos, en su totalidad, de una
sola sustan cia fundamen tal; que han ven ido a ocupar sus
actuales posiciones en el universo como resultado natural
del movimiento de que está dotada la materia primaria;
que este movimiento tiende a enviar el elemento caliente
y ardoroso hacia el exterior del universo, el frío y pesado
hacia el centro, en tan to que permanecen en medio el
agua y la n iebla; que la tierra sigue sufriendo un gran
proceso de cambio, debido al hecho de que el calor que la
rodea consume continuamente la humedad procedente del
mar y de la superficie (este proceso se h abía comprobado
claramente por medio de la observación del fen ómeno de
las playas em ergidas), que los seres vivos se han produ­
cido en el curso del proceso natural así descrito y están
sujetos a la necesidad de adaptarse a su ambien te o pe­
recer. «Los primeros animales se produjeron en la hu­
medad, y estaban cubiertos de un tegumento espin oso; al
cabo del tiempo se extendieron por la tierra; cuando el te­
gumen to se abrió, cambiaron rápidamente su modo de
vida»; «las criaturas vivas nacieron del elemento húmedo
que h abía sido evaporado por el sol; el h ombre, al prin­
cipio, se asemejaba a otro animal, al pez». Esta era la
naturaleza de las cosas, según Anaximandro. Además es­
taba convencido de haber llegado a sus conclusiones por
medio de la observación del mun do que le rodeaba y refle­
xionando acerca de lo que veía. La observación y la re­
flexión le llevaron a una concepción del un iverso que
constituía un n uevo género de conocimiento, distin to del
que sosten ían poetas y sacerdotes. An aximan dro creía que
esta nueva concepción se afirmaría por sí misma en un
pueblo inteligente y se consideraría útil a la h umanidad:
así, por su parte, comenzó a aplicar sus descubrimientos
al fin práctico de con struir un mapa del mundo entonces
conocido.

18
Es ju sto, sin duda, que el mundo quede sorprendido
ante los progresos científicos alcanzados en el curso de
una generación en la Jon ia del siglo vi. Pero ¿n o es más
sorprendente el hecho de que este prometedor comienzo
haya fracasado completamen te? En el siglo vi de nuestra
era, un escritor llamado Cosmas In dicopleustes, cuya obra
ha sobrevivido, en tan to que sólo nos quedan poquísimos
fragmentos de la de An aximan dro) comenzó a afirmar, en
su T o p o graf ía C rist ian a, que la tierra era una vasta lla­
nura, limitada por cuatro altas paredes. No había llegado
a esta convicción a través de la observación del mun do,
sino basán dose en la creencia de que el mun do había
sido hecho según el modelo del tabernáculo de Moisés,
descrito en la Sagrada Escritura. Con la ayuda de esta
guía sobren atural, Cosmas descubrió que el cielo era una
bóveda semicilíndrica, que se apoyaba en cuatro paredes
para cubrir la llanura terrestre. Ten ía otra convicción: que
uno de los defectos de la ciencia griega h abía sido su
fracaso en el desarrollo de una teoría de la en ergía, y que
los filósofos griegos escribieron y sostuvieron gran des ab­
surdos sobre el problema del poder que mueve los cuer­
pos celestes. Pero también para este problema tenía Cos­
mas una solución : la fuerza motriz de los cuerpos celestes
residía en los ángeles. Eran ellos quienes producían la
noche, el día y todos los fenómenos celestes, moviendo
los astros en torno a una elevada montañ a colocada al
norte de la llanura terrestre. Así quedaban cubiertas las
deficiencias de la ciencia griega. Pero más significativo aún
es que Cosmas haya compartido la idea de que el universo
encierra en sí mismo el testimon io de su propia natura­
leza. Este testimon io no derivaba del estudio de la natu­
raleza, sino del estudio de un libro; y a este libro había
que creerlo, n o porque fuese n uevo, sino porque era
an tiguo, y no sólo porque era antiguo, sino porque era so­

19
bren atural. ¿Q u é causas pudieron provocar el cambio del
mundo de An aximan dro al de Cosmas In dicopleustes?
Este es el problema del que vamos a ocupam os.
Podría objetarse que, si contrapon emos An aximan dro a
Cosm as, en frentamos a un o de los más gran des pen sado­
res griegos con un escritor cristiano de no demasiada talla
intelectual. Esta objeción no es válida, ya que la compa­
ración no debe entenderse como planteada en tre dos es­
critores tomados individualmente, sino entre dos hom­
bres como representan tes de su tiempo; y tan to An axi­
mandro como Cosmas son , sin duda, dos figuras repre­
sen tativas. Si se tratase de escoger, en el siglo vi de la
era cristian a, un científico superior a Cosm as, el hombre
idóneo sería Joan n es Ph ilopon us, famoso comentarista de
la Físic a de Aristóteles, que se con virtió hacia el 529 d. C.
del n eoplaton ismo al cristian ismo. Pero Ph ilopon us no es
una figura típica, ya que como científico represen ta la su­
pervivencia de una tradición en decadencia. La opinión de
Cosmas era que en la Biblia se encontraba la clave para
comprender la naturaleza de las cosas, y que esto precisa­
mente debía ser el hecho característico de los nuevos
tiempos '.
Debemos ahora buscar una causa adecuada para expli­
car la decadencia de la actividad científica en el mundo
an tiguo y la desaparición del deseo de in vestigar la natu­
raleza de las cosas. Se han propuesto muchas soluciones.
Ha sido acusado el cristian ismo; pero ésta no es solución

Para Joan n es Philopon us, v. Brun et y Mieli, H ist o ire d es


scie n ce s; A n t iq u it é , París, 1935, pp. 963 ss. La opin ión de estos
dos n otables eruditos es decididamen te con traria a la an tigua y
superada concepción según la cual el cristianismo h abría dado
muerte a la ciencia griega; murió, según ellos, por decadencia
interna. E lle au rait e u la m im e so rt , croy on s- n ou s, san s l'in t e r­
v en t ion d e l’É g lise ch rét ien n e (p. 978).

20
para n uestro problema, ya que, aun que el cristian ismo
fuera in compatible con la ciencia, siempre cabría pregun­
tarse por qué los an tiguos abandonaron su ciencia por el
cristianismo.
Las invasion es de los pueblos bárbaros sobre las fron ­
teras del Im perio Roman o fueron también relacionadas
con la destrucción de la tradición cultural. Pero esto no
hace más que ocultar el verdadero problema: buscar las
causas de que la parte civilizada del mundo pierda su
poderío y prevalezca el sector n o civilizado, y de que la
desproporción llegue a ser tan gran de que los bárbaros
venzan al Im perio Romano. Si la ciencia h ubiese hecho
todo cuanto podía hacer por el género humano, el Im ­
perio nunca h abría cedido a los ataques de los bárbaros.
Se ha dicho que la ciencia griega decayó porque los
romanos no supieron asim ilarla; cuando los romanos al­
canzaron su predomin io político sobre los griegos, el im­
pulso creador fue ultrajado y los mismos romanos no
supieron volver a encender la antorcha. Pero la innata
capacidad de los romanos para la ciencia es un argumento
muy discutible, tanto como el presupuesto racista de
la aptitud científica de los griegos. N o existía una raza
griega, de la misma manera que n o existía una raza ro­
mana. Desde el pun to de vista de la raza, los pen sadores
griegos eran elementos completamente mezclados. En ton ­
ces, como en el mun do moderno, muchos de los más fa­
mosos científicos «europeos» tenían una buena dosis de
san gre oriental en sus venas 2; y si no existía una raza

’ Seign obos, E ssai d 'u n e h ist o ire com p arée d e s p e u p le s d e


¡'E u ro p e , Rieder, P aris, 1938, p. 29: Les Grecs, opéran t sur les
conn aissances accumulées en Orien t créèrent un e méthode de pen ­
sée si n ouvelle qu ’elle a été appelée «le miracle grec» et attribuée
à »in génie propre à la race hellén ique. En fait, elle fut l’oeuvre
d ’un petit nombre d’individus, savan ts, philosoph es, écrivain s,

21
griega dotada de una especial aptitud para la ciencia, del
mismo modo n o existía una raza romana dotada de una
incapacidad constitucional para ella. Los an tiguos roma­
nos eran un grupo tan mezclado como los italian os mo­
dern os; y si los italian os modernos han con tribuido nm
cho a la ciencia, mientras que los antiguos romanos
aportaron escasísimas contribucion es, la explicación no
puede en con trarse en la raza.
Habida cuenta de la insuficiencia de las causas exter­
nas para explicar la decadencia de la ciencia an tigua, ha­
brá que en contrar causas internas. Se ha observado muy
adecuadamente que las bases de la ciencia griega eran
demasiado limitadas. Se puede decir, en pocas palabras,
que los griegos, aun habiendo conseguido n otables éxitos
en matemáticas, fracasaron en el campo de la física. No
dejaron de dedicarse a la especulación física, pero no
crearon una tradición de experimen tos sistem áticos. Los
experimen tos que llevaron a cabo tenían el carácter de
ilustraciones para las conclusiones teóricas más que el
de una técnica de la investigación claramente establecida.
Esta explicación es válida den tro de sus límites. Pero
aún queda por resolver otra cuestión: p o r q u é se detuvo
el desarrollo de la ciencia griega. También a este proble­
ma se le ha dado una respuesta parcial por cuantos tie­
nen en cuenta la base esclavista de la sociedad antigua
y ven en el divorcio entre teoría y práctica, derivado de
la institución de la esclavitud, una causa del desarrollo
del aspecto teórico y abstracto de la ciencia, por una
parte, y del estancamiento de sus aplicaciones concretas,
por otra.
El método de explicación propuesto por quienes afron-

vcnus des poin ts pius éloign és, la plupart, même de pays dont la
population n 'était d’origin e hellénique.

22
tan el problema del estancamiento de la ciencia antigua
desde el pun to de vista de la estructura social parece el
único válido.
El problema es complejo y en este ensayo lo trataré
solamente en un aspecto. Muchos escritores han expresa­
do su plen o asentimien to al pun to de vista según el cual
la ciencia es la creación de una é lit e y se pone en peligro
si se da a conocer al pueblo ignorante. No es, en cam­
bio, tan común buscar la correspondien te respon sabili­
dad, por parte de los gobiern os, en la existen cia de esta
ignorancia, y menos aún su respon sabilidad en promo­
verla. Salomón Rein ach 3 explica las involuciones hacia
el animismo y la magia, tanto en el siglo xix en Francia
como en el siglo iv en Grecia, por medio de «la mezcla
de las mentes eman cipadas, pero pocas en número, con
la multitud ignorante y supersticiosa». Sin embargo, aun­
que reprende violentamente a las «clases cultas raciona­
listas, que no hacen nada por iluminar al pueblo», Rei­
nach muestra más tarde que no es capaz de ver las con­
secuencias implícitas en ello: no se da cuenta de la re­
sistencia opuesta por la oligarquía a la difusión de la
cultura entre el pueblo. Es éste otro aspecto de la ver­
dad, sin el cual el lento progreso de la educación no
puede comprenderse ni en el mundo an tiguo ni en el
mundo moderno.
Quien lea la H ist o ry o f t h e T ax e s on K n o w le d ge (H is­
toria de los impuestos sobre la educación) de Collet 4,
comprenderá el problema que se había planteado en In ­
glaterra en el siglo xix, y estará en situación de colocar
en su con texto histórico el fam oso epígrafe del periódico

' V. Salomon Rcinach, O rp h e u s, trad, in glesa, Routledge,


1931, pp. 24 y 95.
‘ Collet, H ist o ry o f t h e T ax e s o n K n ow led ge, W atts (Th in ker’s
Library), in trod., pp. X y XI.

23
Ex am in e r en 1830: «P apel e impresión , tres chelines y
medio; im puesto sobre la educación, tres chelines y me­
dio: precio, siete ch elin es.» Ten ien do en cuenta que tam­
bién en la In glaterra moderna, según la expresión de
George Jacob Holyoake, «el Estado fue, duran te ciento
cuarenta y tres añ os, activo y decidido enemigo de la
instrucción pú blica», podremos afron tar el estudio de
la política oligárquica de Grecia y Roma con mayores
posibilidades de comprensión. Desde mi punto de vista,
el problema del gobiern o en la sociedad an tigua, divi­
dida en clases, revela su agudeza no sólo en las descrip­
ciones de los periódicos de clara st asis o de lucha de
clases, sobre los que abundan las noticias de los escri­
tores an tiguos, sino también en los esfuerzos sistemáti­
cos por parte de los gobiern os, del clero y de los mayores
representan tes del pensamiento de la época en los diver­
sos campos de la actuación humana, para dar a las masas
de sus pueblos ideas no verdaderas, sino «salu dables».

24
r* S E G U N D A O JE A D A S O B R E E L P R O B L E M A .
E L «D I O S G E O M E T R A »

E n e st e cap ít u lo se d e m u e st ra q u e la arit ­
m ét ica e s d e m ocrát ica, la ge o m e t ría o ligár­
q u ica, y q u e D io s p re f ie re e st a ú lt im a.

Hem os dado a entender en el capítulo precedente que


la ciencia puede progresar o retroceder, según dos puntos
de vista. El progreso consiste, antes que nada, en un
avance real del conocimiento y en el grado de sutileza
de las ideas, independientemente del número de quienes
participan de ellas; en segun do lugar, en el aumento de
la difusión de las teorías científicas en toda la masa del
pueblo.
En el mundo moderno, en que las competiciones prác­
ticas de la ciencia han tran sformado y continúan trans­
forman do la sociedad, la cuestión de la divulgación de
los conocimientos científicos entre el pueblo asume, en
general, un aspecto distin to al que presen tó en la anti­
güedad. En las democracias occidentales, la ciencia pura
puede ser todavía, en una cierta medida, patrimonio de
una oligarquía, pero sin una amplia difusión de los co­
nocimientos técnicos, la sociedad moderna no puede fun ­
cionar. En las sociedades de estructura oligárquica se

25
plantea el problema de conciliar la ignorancia política
con la eficiencia técnica.
Estas consideraciones demuestran que hay un a co­
nexión entre el carácter de la ciencia y su divulgación.
En este terreno n uestras democracias se encuentran en
una encrucijada decisiva. O n uestra ciencia se tran sfor­
ma, dándose cuenta de que n o puede comprenderse la
h istoria de su propio desarrollo si no se estudian sus
orígen es sociales; de que el hombre no puede tener un
conocimiento adecuado de la ciencia aplicada sin una
adecuada información sobre las funciones sociales de la
ciencia; y de que los obstáculos al progreso de la ciencia
pueden surgir de la estructura de la sociedad no menos
que de los errores teór icos..., o n uestra ciencia se tran s­
forma, o muere.
Pero en el mun do de la an tigüedad clásica, aun que la
situación fuese an áloga, había una diferen cia evidente:
aún no h abía llegado la edad de la máquina. En la base
de la escala social estaba sólo el h ombre, no el hombre
y la máquin a; no se plan teaba aún el problema de com­
binar la instrucción técnica con la ignorancia política. El
único problema era difun dir ideas que presentaran la
injusta distribución de la riqueza y del trabajo como un
aspecto necesario de la constitución eterna de las cosas,
y reprimir toda idea que pudiese resolverse en un a crí­
tica de esta concepción del universo. Sin duda, algunos
negarán que tales consideraciones hayan influido en las
opiniones de los mayores expon en tes del pensamiento y
de la cultura en la antigüedad clásica: suele afirmarse, o
se pien sa, aunque no se afirme, que las opiniones de los
pensadores an tiguos no se in spiraban en otra cosa que
en el amor a la verdad. Será conveniente dar un ejemplo
que explique lo que se queiere decir al afirmar que tan­
to el carácter de la ciencia antigua como el problema

26
de su difusión se vieron influenciados por intereses po­
líticos.
En el libro V I I I de los D iálo go s co n v iv ale s de Plutar­
co, el segundo argumen to tratado es el significado de la
afirmación (hecha, al parecer, por Platón ) de que «Dios
usa siempre la geom etría». La cuestión la plantea Dioge-
niano y, después de un asentimien to preliminar a la
opinión de Plutarco de que aquella afirmación, aunque
no se encuentre en ningún escrito de Platón , es, sin
embargo, con forme a su espíritu y a su estilo, comienza
la discusión.
El primer in terlocutor, Tín daro, cree que la afirmación
no presenta ninguna dificultad.
«¿Debem os suponer — pregun ta— que Platón haya
querido entender algo más in sólito y oscuro que el con­
cepto, por él tan tas veces expresado, según el cual la
función de la geometría es elevarse de lo sen sible y mor­
tal h asta lo inteligible y etern o? El fin de la filosofía es
la contemplación de lo etern o, como el fin de la inicia­
ción es la contemplación de los misterios. Debemos re­
cordar que, por esta razón, criticó Platón las tentativas
de Eudoxo, Arquitas y Men ecmo, que trataban de resol­
ver los problemas geométricos con medios instrumenta­
les y mecánicos, ya que éstos conducen a las cosas ma­
teriales, aleján don os de las formas extern as e incorpó­
reas, que son siempre objeto del pensamiento de Dios,
siendo ellas mismas Dios.»
(Así h ablaba Tín daro. Y yo pien so que puede consi­
derarse como generalmente admitido que este huir del
contacto con las cosas materiales, propio de la ciencia
platón ica, no puede dejar de conectarse con el desprecio
de la aristocracia por el trabajo manual. Si se desea otra
prueba acerca de este pun to, puede encontrarse en el
capítulo de la V id a d e M arce lo, en que Plutarco recuerda

27
y comparte, el desprecio que el gran físico Arquímedes
demostró hacia sus propios inventos mecánicos.)
El segundo interlocutor, Floro, se muestra in satisfech o
con esta explicación simplista, y sostien e que la frase
encierra un significado más específico. Subrayan do el he­
cho de que Tín daro era espartan o, recuerda a sus inter­
locutores que Platón h abía solido unir el nombre de su
tnaestro, Sócrates, al de Licurgo, legislador de Esparta,
ya que en realidad sosten ía que el fun dador de la cons­
titución espartan a había ejercido sobre Sócrates una in­
fluencia por lo menos tan gran de como la del propio
matemático Pitágoras. Y da la siguiente interpretación
de la concepción platónica del Dios geómetra:
«Se dice que Licurgo desterró de Esparta el estudio de
la aritmética, porque era popular y democrática en sus
consecuencias, e in trodujo la geometría porque era más
apta para una oligarquía moderada y una monarquía cons­
titucional. Las matemáticas, por su parte, al estar fun da­
mentadas en los n úmeros, distribuyen las cosas por igual;
la geometría, basada como está en las proporcion es, dis­
tribuye las cosas según el mérito. Por ello, la geometría
no es fuen te de con fusión en el estado, sino que por ella
se ejerce un importan te efecto de distinción entre hom­
bres buen os y malos, que se ven así compensados, no
según la importancia o la causalidad, sino por la misma
diferencia existen te entre vicio y virtud. Este sistema geo­
métrico es el sistem a proporcion al aplicado por Dios a
las cosas, y es, querido Tín daro, el que suele llamarse
con los nombres de D ik e y N é m esis. Esto nos enseña que
debemos con siderar la justicia como igualdad, pero no
la igualdad como justicia; y aquello a lo que la mayoría
aspira es la mayor de las in justicias y Dios la ha apartado
del mundo por in aceptable; El, por el contrario, protege
y sostien e la distribución de los bienes según el mérito,

28
establecién dola geométricamente, es d ed r , según la pro­
porción y la ley.»
(£1 paralelism o entre oligarquía espartan a, geometría
y ley divina podría sorpren dern os; sin embargo, antes
de terminar n uestro estudio, tales opiniones llegarán a
sernos fam iliares. [Platón , L e y e s, IV ].)
El tercer in terlocutor, Autóbulo, no quedó satisfecho
con cuanto h abía dicho Floro. A él le par eda que Platón
había querido decir algo menos conectado a la política y
de sen tido más universal. Lo que Platón trata de hacer­
nos comprender es el principio de que la materia es fuen ­
te de desorden y discordia, a la que la geometría impone
orden y armon ía, ya que «cuan do se introducen en la
materia números y proporcion es, lo indeterminado queda
limitado primero por la línea, luego por la superficie y
profun didad, y así, por fin, proporcion a las primeras for­
mas y elementos corpóreos diversos, que constituyen el
fun damen to y la base para la formación del aire y de la
tierra, del agua y del fuego».
Cuan do al propio Plutarco, que h abló el último, se le
pregun tó su parecer, se inclinó a creer que había algo de
justo en lo que cada uno h abía dicho. N o refutó la con­
cepción ética según la cual la función de la geometría es
elevar n uestras mentes de las cosas terrenas hacia las
celestes; ni el pun to de vista político por el que la geo­
metría es oligárquica y la aritmética democrática, n i la
concepción cósmica de que el conocimiento de los prin­
cipios de la geometría es la clave para comprender el
universo, concepción ésta que eleva a p rio ri las matemá­
ticas por encima de la física experimental. N o refutó
ninguna de estas opin ion es, sin o que las reunió en una
interpretación religiosa propiamen te suya.
Dios, según la interpretación que da Plutarco de la
concepción platónica, como el supremo geómetra, se había

29
planteado a sí mismo, en el acto de la creación, el su­
premo problema geométrico. Este problema no es, como
podría creerse, la demostración de que el cuadrado de
la h ipoten usa de un triángulo rectángulo es igual a la
suma de los cuadrados construidos sobre los catetos,
sino antes bien el problema, mucho más delicado, cuya
solución impulsó a Pitágoras a hacer sacrificios a Dios,
a saber: dadas dos figuras, con struir una tercera similar
a una de las dos y de las dimension es de la otra. El un i­
verso, explica Plutarco, debe su origen a tres cosas: Dios,
la materia, la forma. La materia es, de todos los sujetos,
el más desorden ado, la forma es el más bello de todos
los modelos, Dios es la mejor de todas las causas. En ­
tonces Dios se plan teó el problema de crear una tercera
cosa similar a la forma y de la extensión de la materia:
el resultado fue el cosmos, en que la forma se impone
por completo a la materia.
Así se cierra este sin gular D iálo go con v iv al. Natural­
mente, todo ello nace de una rica cultura y, si conside­
ramos que son casi quinientos años los que separan a
Plutarco de Platón , nos daremos cuenta perfectamen te de
la vitalidad de esa cultura. La Academia fundada por
Platón estaba todavía viva, y viva permanecería aún
duran te cuatro siglos. No podemos dejar de impresio­
n arnos ante el vigor y la riqueza intelectual de la tra­
dición platón ica; pero, al mismo tiempo, n adie puede sos­
tener que el sistem a no haya ten ido un aspecto político.
Es la filosofía de una oligarquía: la ética, la ciencia, la
religión , están sosten idas conscientemente como parte
del credo de una oligarquía. O , si preferimos mirarlo
desde otro pun to de vista, la teoría política de la oligar­
quía es la consecuencia necesaria de su concepción ética,
científica, religiosa.
P or otra parte, tampoco puede dejar de afectarn os su

30
entusiasmo por la ciencia matemática y el desinterés por
la física. Pero, incluso en el campo de la matemática,
hubo la posibilidad de que una rama se entendiera como
oligárquica y otra como democrática. No sólo se con­
dena la aritmética por su tendencia igualitaria, sino que
también se rechaza la mecánica por con stituir un peligro
para el alma. Admitidos unos prejuicios tan graves, ¿n o
es posible, o al menos probable, que el desprecio por
la física sea otro ejemplo de la influencia de la política
en la ciencia? Las consecuencias de este desprecio no
pudieron olvidarse ni se les pudo poner remedio rápi­
damen te: fueron , según un a célebre expresión que volve­
remos a emplear, «h eridas vivas» y motivos de dolor y
lágrimas para muchas generaciones de hombres.

31
T E R C E R A O JE A D A S O B R E E L P R O B L E M A .
3 • D E EM PED O C LES A PR U D EN CIO

E n e l siglo V a. C ., e l p o e t a p agan o E m p e ­
d o cle s so st ie n e la n ece sid ad d e u n con oci­
m ien t o d e la n at u ralez a d e las co sas. E n el
siglo V d . C ., e l p o e t a crist ian o Pru d e n cio
n ie ga el co n ocim ien t o d e la n at u ralez a d e las
cosas.

In cluso para quien estudia la h istoria de la ciencia mo­


dern a no es tarea n ada fácil determinar con certeza en
qué medida la d ifu sió n de la cultura en el pueblo ha
avan zado paralelamente al p ro gre so de la cultura. Llegar
a determinar esto es aún más difícil para la an tigüedad;
al h ablar del alto nivel de cultura científica alcanzado
por An aximan dro en Mileto en el siglo vi, no es nuestra
intención asegurar que sus ideas hayan impregnado am­
plia y profun damen te la sociedad.
No obstan te, hay pruebas suficientes para sostener la
opinión de que el renacimiento jónico fue un verdadero
movimiento de cultura popular. Un tratado de medicina
sobre la N at u rale z a d e l h om b re, que aparece en la se­
gun da mitad del siglo v, se abre con estas palabras:
«Q uien es tienen la costumbre de escuchar a los que tra­
tan de la naturaleza del hombre olvidando su conexión

32
con la ciencia de la medicina, n o encontrarán n ada inte­
resante en el presen te tratado.» Más tarde, después de
algunas observacion es polémicas sobre las con fusas es­
peculaciones de los filósofos que se ocupan de la n atu­
raleza humana sin estudiar medicina, el escritor observa
que el hecho de que se contradigan mutuamente es la
prueba de que están en un error, y así prosigue: «P o­
demos convencernos de esto fácilmente prestan do aten­
ción a su polémica. Aun que los mismos interlocutores
disputan una y otra vez ante el mismo auditorio, nin­
guno vence tres veces seguidas. Ahora vence éste, ahora
aquél, ya que el favor del público aplaude al orador que
despliega una elocuencia más h ábil ante la m ultitud.»
Este testimon io del amplio interés popular por las in­
vestigaciones físicas del momento parece probatorio, y
sobre todo, asombra si se considera que el escritor y
médico jónico autor de la N at u rale z a d e l h o m b re com­
bate las concepciones filosóficas de un poeta-filósofo:
Empédocles de Agrigento. Probablemen te, Empédocles
vivía aún cuando fue escrito el libro citado. Que las
opiniones de un poeta siciliano suscitaran in terés · entre
los populares auditorios de las escuelas de Asia Menor
y provocaran una vigorosa refutación por parte de un
médico asiático es un claro testimon io de h asta qué
punto estaba impregn ado el mun do griego del siglo v
de ideas filosóficas y científicas.
O tro testimon io del impacto del pensamiento cientí­
fico de la época sobre la sociedad en general lo encon­
tramos en Grecia. Fren te a los amplios auditorios del
teatro de Dion isio en Aten as, ya los coros cantaban aque­
llos trozos líricos en que Eurípides expon ía a sus con­
ciudadanos las ideas de los pensadores griegos que ha­
bía apren dido de An axágoras, su representan te en Ate­
nas. Y ya antes de Em pédocles habían aparecido dos

33
poetas filósofos de gran importancia, uno en Asia Menor
y otro en Italia, Jen ófan es y Parmén ides; y el hecho
de que eligieran el verso como medio de expresión es
una prueba in dudable de que consideraban sus obras
como escritos destin ados a un vasto público. Jen ófan es,
como es sabido, hacía lecturas públicas de sus poesías y,
ya viejo, pudo jactarse de que su pensamiento circulase
por el mun do griego desde hacía sesen ta y cinco años.
¿Cuál fue la característica propia de esta ciencia tan
nueva y tan viva? En tre los fragmentos poéticos de Je ­
n ófanes han llegado a n osotros dos versos en que se
afirma que «los dioses no han revelado todo al hombre
desde su origen, sino que el h ombre, con su paciente
in vestigación , ha conseguido ir descubriéndolo todo». Esto
está en consonancia con el espíritu de la época; pero
cuando los hombres comprendieron que el conocimiento
es una lenta acumulación de experiencia por medio de
una activa in vestigación , quisieron comprender también
la naturaleza del conocimiento y el proceso por el que
se adquiere. Se abrió así el gran debate sobre la validez
del conocimiento proporcionado por los sen tidos y sobre
la función de la razón en la formación del conocimiento
humano. El segun do poeta de que hemos h ablado, Par­
ménides, convencido por un gran número de pruebas
de la falsedad de los sen tidos, sostuvo la opin ión de que
sólo era digna de confianza la razón y se esforzó por
construir un sistema filosófico del que estuviesen exclui­
dos los datos de los sentidos.
Empédocles, aun cuando los médicos entrevieron el
peligro que podía derivar para la ciencia de una aplica­
ción demasiado apresurada de sus teorías, fue un autén­
tico científico al mismo tiempo que un auténtico filósofo
y un auténtico poeta, y eligió un camino intermedio. Era
dem asiado sen sato para rechazar la prueba de los senti­

34
dos; si no la consideró como una ciencia autón oma, sin
embargo comprendió que era el presupuesto de la cien­
cia, y que el progreso de los conocimientos físicos puede
llevarse a cabo precisamente gracias a la reflexión sobre
los datos sen soriales. Fue el promotor de un o de los
mayores progresos de la ciencia primitiva: la dem ostra­
ción experimental de la n aturaleza corpórea del aire invi­
sible. Por ello no es sorprendente que uno de los mejores
pasajes de su poema (del que nos quedan fragmen­
tos con siderables) sea aquel en que, admitiendo la bre­
vedad de la vida humana, los estrechos límites del co­
nocimiento humano y la escasa capacidad de atención de
los sen tidos, exh orta a los hombres a hacer uso de los
datos sen sibles como de la única fuen te del conocimiento
que está en su poder. Más tarde, resuelta la cuestión fun­
damen tal con esta discusión sobre la teoría del conoci­
miento, expon e un sistema del que aún hoy existen ecos
en el lenguaje popular: todas las cosas están con stituidas
por cuatro elemen tos: Tierra, Aire, Fuego y Agua, atraí­
dos uno h ada otro o apartado cada uno de los demás
por la fuerza del Am or y del Odio.
En este n uevo y apasion ado interés por la Naturaleza,
por la P h y sis, que se puso de manifiesto en los debates
de las escuelas, en las representaciones trágicas de Ate­
n as, en los poemas didácticos leídos en público, todos
los eruditos más n otables ven el testimon io de una re-
voludón del pen samiento. Estas nuevas ideas n o nacie­
ron in v acu o, ni encontraron las mentes de los hombres
desprovistas de conceptos previos y deddidas a aceptar la
nueva visión del universo sin ningún género de discu­
sión. P or el contrario, la nueva concepción podía abrirse
camino solamente sustituyen do a otra visión de las cosas.
La nueva con cepdón h abló de tierra, fuego, aire y agua,
y de la fuerza del Amor y del O dio, y — lo que era aún

35
más original— no adujo para sosten er tales ideas otra
autoridad que los argumentos de su creador y sosten e­
dor, y n ada incitaba a creerla excepto el amor a la ver­
dad. La an tigua concepción h abía poblado el mundo de
dioses, semidioses y seres sobren aturales de especies di­
versas, sin ofrecer ninguna otra prueba para su sostén
que la fe en su existen cia, y aducía, para in citar a creer­
la, el favor que un dios, un semidiós o algún otro es­
píritu podía conceder a un mortal h ad a el que estuviese
bien dispuesto, o el mal que podía causarle por el hecho
de que se sin tiese ofen dido. Adem ás, la an tigua con-
cepdón estaba estrechamente conectada con la estructura
de la sociedad y del Estado del que, en d er t o modo, se
había con stituido en soporte. En consecuencia, las nue­
vas ideas no encontraron solamen te una oposición de ca­
rácter teórico, sino que tropezaron con tra el peso muerto
de la tradición, con tra la desaprobadón de la sodedad,
contra la sorda y tenaz h ostilidad de los intereses cons­
tituidos.
En el capítulo siguien te mostraremos cómo predsa-
mente estas fuerzas estuvieron in teresadas en sofocar la
especulación física desde el mismo in stan te de su n ad-
miento. Pero antes queremos aclarar, por medio de una
comparadón entre Empédocles y Pruden da (como he­
mos tratado de hacerlo con la com paradón entre An axi­
man dro y Cosmas In dicopleustes), qué es lo que debe en­
tenderse exactamente por sofocación de la especulación
física; es decir, eliminar de la vida intelectual el interés
por conocer la n aturaleza de las cosas.
P ruden do es una figura de extraordin ario interés. Na-
d d o probablemente en Españ a a mediados del siglo iv
d. C., llevó a cabo una brillan te carrera como abogado,
juez y gobernador. Pero después de h aber ascendido la
escala de la dign idad al servido del emperador, cuando

36
ya h abía llegado a la cumbre de su carrera, decidió de­
dicar su obediencia a Cristo y con siderar todos los afor­
tunados servicios prestados al emperador como una pér­
dida de tiempo.

Quidvis utile tanti spatio temporis egim us?


(«¿E s que he hecho algo útil en todo este tiem po?»)

Se encierra en una maravillosa poesía miran do de le­


jos los éxitos mun danos desde su nueva condición de
cristian o. Fue el cristian ismo quien hizo de. Pruden cio un
poeta. Su vida de activo funcionario h abía estado dedi­
cada a César; ahora, ya con los cabellos encanecidos, sólo
podía dedicar a Dios el ofrecimiento de su canto. ¡Pero
qué ofrecimiento! Raramen te se concedió a un hombre
alcanzar tanta perfección en dos campos distin tos; ¿y es
que algún otro, comenzando tan tarde su actividad poé­
tica, llegó a tal altura?

Quid generosa potest anima,


lucis et aetheris indigena,
solvere dignius obsequium,
quam data mun era si recinat
artificem modulata suum ?
H im n o s, I I I , 31-35.

(La magia de estos versos se pierde en la traducción.


Literalmen te, sería: ¿Q u é o b se q u io m ás d ign o p u e d e
o f rece r un d m a ge n e rosa, n acid a d e la lu z y d e l aire , q u e
can t ar lo s re galo s q u e se le h an d ad o , h acien d o o b je t o
d e su s v e rso s a su cre ad o r? Pero no puede darse la sen­
sación del vivo y rápido movimiento rítmico, ni de la
conjunción de simplicidad y propiedad en la elección de
las palabras.)

37
Su obra poética se divide en dos gran des grupos: him­
nos y poemas didácticos. En los himnos sucede como si
el débil son ido de la tradición clásica pagan a se h ubiese
visto fecundado por innumerables arroyos cantarines de
los nuevos manantiales de esperanza del Evan gelio y se
hubiesen abierto mil flores, como en su visión del Pa­
raíso, donde «toda la tierra está perfumada por las rosas
purpúreas que la cubren, y, humedecida por fugaces fuen­
tes, prodiga enormes margaritas, suaves violetas y ligero
azafrán »:

Illic purpureis tecta rosariis


omnis fraglat humus caltaque pinguia
et molles violas et tenues crocos
fun dit fon ticulis uda fugacibus.
H im n o s, V, 113-116.

Para Pruden cio, el oráculo de Sión h abía ocupado el


lugar de Delfos y de los Libros Sibilin os y, en lugar de
la mitología griega, que el tiempo h abía hecho estéril, si
no increíble, la h istoria de Israel ofrecía un espléndido
campo para la fe y para la poesía, en tan to que los
dulces mandamientos del Sermón de la Mon tañ a ocupa­
ban el puesto de las exh ortaciones imperiales del poeta
roman o ( p arcere su b t e ct is e t d eb e llare su p e rb o s). ¿Quién
podría no quedar fascin ado al leer las enseñanzas de los
apóstoles revestidas del estilo de las fábulas de Fedro?

Est quippe et illud gran de virtutis gen us:


operire n udos, indigentes pascere,
opem benignam ferre supplican tibus,
unam paremque sortis humanae vicem
inter poten tes atque egenos ducere.
H im n o s, V I I , 211-215.

38
(«Sin duda, es también ésta una importan te forma de
la virtud: vestir al desn udo, dar de comer al hambriento,
ayudar a los suplican tes, dar la misma consideración hu­
mana a los ricos y a los pobres.»)
¿O al leer el precepto de Jesú s, según el cual el que
ayuna se purifica, expresado en magníficos versos sáficos?

Addit et, ne quis velit invenusto


sordidus cultu lacerare frontem,
sed decus vultus capitisque pexum
comat honorem:
«Terge ieiun en s», ait, «om n e corpus
neve subducto faciem rubore
luteus tinguat color aut notetur
pallor in ore».
H im n o s, V I I I, 21-28.

(«Y añade que nadie debe den igrar su frente dándole


un aspecto desfavorable, sin o que la correcta hermosura
del rostro y de la cabeza han de añadirle dign idad. 'Pu­
rifica todo tu cuerpo ayunando — dice— , y procura que
n o se note en tu cara la palidez’.»)
Ni siquiera en las descripciones milagrosas del An ti­
guo y Nuevo Testam en to hay n ada que pueda turbarn os.
Dan iel, en la fosa de los leones, puede h acem os esbozar
una son risa:
O semper pietas fidesque tuta!
lambunt indomiti virum leones.
H im n o s, IV, 43-44.

(«¡O h piedad y fe siempre firmes! In dóm itos leones


lamen a un h om bre.»)
¿Y quién no iba a ser indulgente ante el piadoso énfa­
sis de esta aliteración, /ambunt le o n e s? Y cuando Jacob

39
lucha con el án gel, la escena está represen tada con una
fuerza monumental y una simplicidad tal, y el significado
moral del episodio está tan vigorosamen te expresado, que
de buen grado se concede al poeta el elogio propio de
quienes han alcanzado lo sublime:

Sub nocte Iacob caerula,


luctator audax angeli,
eo usque dum lux surgeret,
sudavit impar proelium.
H im n o s, I I , 73-76.

(La traducción literal de estos versos es: «En la os­


cura noche, Jacob, audaz luchador contra el án gel, realizó
con gran des esfuerzos un desigual combate, que duró
h asta el aman ecer.» Pero el pasaje es realmente in tradu­
cibie; tan ta es la maestría con que se han aprovechado
los recursos de la lengua latina. Ni en Catulo ni en H o­
racio se encuentran versos más h ermosos que éstos: a su
fuerza colosal se añade una perfección musical que hace
de ellos un milagro de armonía. La posición de lac o b
entre n o ct e y caeru la coloca al héroe del cuadro sobre el
fon do del cielo; además, la aliteración empleada en pun to
de encuentro de sen timientos opuestos (au d ax an ge li)
nos proporcion a un claro ejemplo de la valía del arte
de Pruden cio.)
Esta misma felicidad de inspiración se manifiesta en
casi todo el gran H im n o n ov en o, que canta los milagros
de Cristo. Con sidérese, por ejemplo, la descripción del
milagro de su aparición sobre las aguas:

Am bulat per stagn a pon ti, summa calcat fluctuum,


mobilis liquor profundi pendulam praestat viam
nec fatiscit unda san ctis pressa sub vestigiis.
49 - 51 .

40
(«Cam in a por las aguas del mar, pisa las d m as de las
olas, la variable fluidez del profun do le ofrece un camino
vacilante y no se abre la onda oprimida por sus san tos
pasos.»)
No puede dejar de n otarse la belleza de p e n d u lam y el
efecto de su yuxtaposición con p ro f u n d i, para no hablar
de la dulzura y ligereza del ritmo. Pero en los últimos
versos de esta poesía, Prudencio obtiene una de sus vic­
torias más claras:

Fluminum lapsus et undae, litorum crepidines,


imber, aestus, n ix, pruin a, silva et aura, n ox, dies,
omnibus te concelebrent saeculorum saeculis.

(«EI curso de los ríos y las olas, los malecon es de


las costas, la lluvia, el calor, la nieve, la escarcha, la
selva y la brisa, la noche, el día, alában te por todos los
siglos de los siglos.»)
Nun ca ha sido utilizada la lengua latin a con mejor efec­
to. El primer verso es un milagro de son ido: el río que
corre y la ribera en sus murmullos están mágicamente
descritos y más hermosos aun por su con traste. Cuando
un hombre es capaz de componer un verso como éste y
de despertar todos n uestros sentidos y n uestra sen sibi­
lidad con la agudeza de los suyos, entonces puede arries­
garse en una de estas enumeraciones de nombres de cosas
naturales (que la literatura latin a n os ofreció antes que
W alt W h itman) con la esperanza cierta de que se tran s­
formará en algo más que una enumeración, y vien e a ser
un goce de los diversos aspectos de la naturaleza del
que participan por igual el lector y el poeta. Prudencio
alcanzó mucho más que esto. En primer lugar, tenemos
una asociación por contraste (im b e r y ae st u s), como en
el primer verso; luego, para no estan carse en este esque-

41
ma expresivo, utiliza una asociación por similitud (n ix ,
p ru ín a). Estas asociacion es están conseguidas con la sim­
ple yuxtaposición de las palabras, pero la siguiente ( silv a
e t au ra) está expresada formalmente por medio del lazo
visible de la conjunción, y n o sin razón, ya que las dos
palabras forman una sola idea, «el vien to entre los ár­
boles», asf como las dos que siguen , «n och e, d ía» (n o x ,
d i e s) , no pueden estar unidas verbalmente desde el mo­
mento en que en la realidad no pueden coexistir, sino
que deben altern arse (Cf. Horacio, O d as, I , X X I I I , 4).
Pero si éste es el arte con que Prudencio trata de en­
gañ arse en todo lo que hay de pueril en su inteligencia,
hay momentos en que su total respeto por el milagro es
como una ofen sa para quien desea ren dirle el homenaje
de una total y plena alabanza. Cuan do alude, por ejem­
plo, a Elias y su carro en llamas o a la aventura de Jon ás,
n o hace ninguna concesión para quienes n o saben com­
partir su fe y su credulidad. Esta es su descripción de
Jon ás en el vien tre de la ballena (n ótese el vivísimo rea­
lismo de la escena):

Tern is dierum ac noctium processibus


mansit ferin o devoratus gutture,
errabat illic per latebras viscerum,
ven tris meandros circumibat tortiles
anhelus extis intus aestuan tibus.
H im n o s, V II, 121-125.

(«A lo largo de tres días y tres noches permaneció de­


vorado por la fiera, erraba de acá para allá a través de
las oscuras visceras, daba vueltas en los tortuosos
meandros del vien tre sofocado den tro de las calurosas
en tr añ as.»)
Siempre que Prudencio cree en un milagro, sea hebrai-

42
co o cristian o, cree ciegamente, sin reservas. Así, en su
poema didáctico H am art ige n ia (El n acimiento del peca­
do), n arra la transformación de la mujer de Lot en esta­
tua de sal y describe de esta forma el prodigio:
Traxerat Eva virum dirae ad consortia culpae,
haec peccans sibi sola perit: solidata metallo
diriguit fragili saxumque liquabile facta
stat mulier, sicut steterat prius, omnia servan s,
caute sigillati longum salis effigiata,
et decus et cultum fron temque oculosque comamque
et flexam in tergum faciem paulumque relata
menta retro, an tiqua monumenta rigen tia noxae.
Liquitur illa quidem salsis sudoribus uda,
sed nulla ex fluido plen ae dispen dia formae
sen tit deliquio, quantumque armenta saporum
atten uan t saxum, tantum lambentibus umor
sufficit attritamque cutem per damma reformat.
Hoc meruit titulo peccatrix femina sisti
infirmum fluidumque animum per lubrica solvens
consilia et fragilis iussa ad celestia.
H am art ige n ia, 741 y ss.

(«Eva había arrastrado a su marido a la complicidad


de su terrible pecado; ésta, al pecar, solamente se des­
truyó a sí misma: solidificada en una frágil sustan cia,
quedó inmóvil y convertida en una roca soluble perma­
nece quieta, tal como se h abía deten ido poco an tes, con­
servándolo todo, después de esculpida la piedra de sal
cincelada, los adorn os, los vestidos, el aspecto, los ojos,
los cabellos, volviendo el rostro y el mentón hacia atrás,
rígido monumento de su antigua culpa. Sin duda se hu­
medece en sudores salados, pero ni siquiera toda esta
pérdida del líquido proporcion a cambio alguno a su for­
ma perfecta, y todo lo que los animales lamen de la sa­
brosa roca, lo repara la humedad que reforma la piel gas­

43
tada por las h eridas. Por esto mereció la pecadora mujer
permanecer como símbolo al desatar su débil volun tad
en pen samien tos resbaladizos y ser tan frágil ante los
mandatos del cielo.»)
El poeta h abla de ello con tal seriedad que pensamos
que h abría sido un duro golpe para su fe el h aber visi­
tado aquel lugar sin encontrar a la mujer de Lot señ ala­
da en la guía local en tre los monumentos más intere­
san tes.
N o cabe duda de que esta credulidad suya tan íntegra
ha disuadido a los lectores modernos del estudio de Pru­
dencio y les ha impedido acercarse a pasajes tan expresi­
vos e in teresan tes de su poesía como aquel en que con­
dena el juego, los cultos del Estado (id o lat rix re lig io ),
la avaricia de los ricos propietarios y la van idad de la
ambición.
Pruden cio n o es en general ignorante ni carente de cu­
riosidad; por el con trario, n o sólo posee profun dos co­
nocimientos de derecho y de literatura, sino que incluso
es capaz de h ablar de la teoría de los n úmeros, por ejem­
plo, para hacernos comprender cuál es su opinión sobre
el dogma de la Trin idad '. Sin embargo, al pasar a la
un us enim prin ceps numeri est nec dinumerari
tan tum un us potis est, sic cum pater ac deus alter
n on sit, item Ch ristus non sit gen itore secundus,
an terior n umero est, cui filius un icus uni est.
Ille deus meritoque deus, quia primus et un us,
in virtute sua primus, tum primus in illo,
quem gen uit; quid enim differt gen eratio simplex?
H am art ige n ia, 36-44.

No me con sidero competente para afirmar si estas matemá­


ticas son buen as o no, pero sin duda tales versos sirven por lo
menos para demostrar que el teólogo Pruden cio n o sien te la
necesidad de polemizar con aquella ciencia abstracta y ap riorls-
tica.

44
física, cambia su actitud. Desde el momento en que toma
prestado algún elemen to de la filosofía n atural, aunque
sea tan poco peligroso como puede serlo un ejemplo
sacado de los h ábitos de un miembro del mundo animal,
inmediatamente siente la necesidad de justificarse:

si licet ex eth n ids quidquam praesumere, vel si


de physicis exempli aliqu id...

H am arlige n ia, 581-582.

(«si es lícito tomar algo de los pagan os o sacar algún


ejemplo de los físico s...»)
En esta actitud fren te al conocimiento de la naturaleza
puede verse el cambio dado de Empédocles a Prudencio,
entre el poeta del siglo v a. C. y el del siglo v d. C. El
cambio correspon de al que hemos observado en el paso
de An aximan dro a Cosmas In dicopleustes, pero en este
caso es aún más n otable, ya que, en tan to que Cosmas,
como pen sador, no puede sosten er enteramente el paran ­
gón con An aximan dro, Pruden cio es un poeta por lo
menos tan gran de como Empédocles. Lo diferen te es el
clima mental, no el hombre individualmente considerado.
Y no puede decirse con absoluta certeza que el cambio
de Em pédodes a P ruden do sea completamente n egativo:
Pruden cio, el h eredero de tres tradiciones, de Israel, de
Grecia y de Rom a, el h ombre en cuyo espíritu el senti­
miento de los Evan gelios había luchado con la tradición
política romana y la h abía derrotado, el poeta lírico ro­
mano que con recto juicio puede formar una tríada con
Catulo y H or ad o; mejor poeta satírico que Persio y
fácilmente comparable con Juven al; en resumen, Pru­
dencio sabe ofrecer una riqueza y complejidad de cultura
que hace que los versos de Empédocles parezcan toscos

45
y faltos de gracia. Sin embargo, por su carencia de un ver­
dadero interés por la n aturaleza, Prudencio es sin duda
un h eraldo de oscuridad en la misma medida en que
Empédocles es heraldo de aurora.
La época de Pruden cio h abía perdido el verdadero ca­
mino. Prudencio pertenecía a la generación que había
apren dido de San Agustín y de otros muchos que en ma­
teria de cosas n aturales las Sagradas Escrituras son in fali­
bles, y que, en consecuencia, cuando hay contradicciones
entre la naturaleza y la Biblia, hay que corregir n uestras
ideas sobre la naturaleza, adaptán dolas a la Biblia, y no
al revés. Esta concepción destruye toda la ciencia n atu­
ral y toda la h istoria; su triun fo lleva consigo otra vic­
toria más del oscuran tismo. La ciencia moderna ha ren a­
cido sólo en la medida en que h a sido capaz de arrancar
paso a semejante visión del mundo.
Si es verdad, como sostien e G . Sarton , que «la gran
división intelectual de la humanidad no está determinada
por lín eas geográficas o raciales, sino por la distinción
entre quienes comprenden y practican el método experi­
mental y quienes no lo comprenden ni lo practican », esta
división puede aplicarse, en sen tido vertical, a la h isto­
ria, y en sen tido horizontal, al mundo moderno. Desde
este pun to de vista, las tres gran des division es intelec­
tuales de la historia europea son el movimiento preso-
crático — cuando se presen tó la posibilidad de un cono­
cimiento natural del un iverso y se determinaron las
condiciones de consecución; el largo período de dos mi­
lenios de Platón a Galileo— en que este conocimiento
primero se perdió y luego fue lentamente recon quista­
do — y la época moderna y contemporánea— ; con las
cuales, esta laguna de dos mil años vuelve a encontrarse
con el alba jónica. Platón fue un gran gen io; pero al
colocar las bases de la educación en las matemáticas en

46
lugar de la filosofía n atural, orientó el mun do sobre un
camino resbaladizo. San Agustín fue un gran espíritu;
pero al enseñar que «cualquier conocimiento que el hom­
bre haya adquirido fuera de la Sagrada Escritura, si es
peligroso está condenado por ella, si es útil está en ella
con ten ido», sobrepasó todos los límites. El milenio si­
guien te n o tuvo un a inteligencia mayor que la de San to
Tom ás; pero cuando dice que debemos creer en las afir­
maciones de los profetas e t iam si p e rt in ean t ad con clu ­
sio n e s scien t iaru m , incluso si se refieren a las conclusio­
nes de las ciencias, procede una vez más a cerrar el paso
al progreso humano.
Pruden cio es una trágica prueba de las desastrosas
consecuencias a que se llega sustituyen do la observación
por la revelación. Desprecia el conocimiento n atural, está
lleno de extrañ as doctrinas sobrenaturales firmemente
creídas, sostien e que el origen del mal en el mun do se
debe a un espíritu pecador, que este espíritu pecador
ha ocasion ado la corrupción de la humanidad y que la
corrupción de la h umanidad ha traído con sigo la de la
n aturaleza: si hay cizaña, animales rapaces, plan tas ve­
nenosas, perturbaciones de los elementos como las tem­
pestades, todo ello ocurre porque el h ombre h a pecado:

nec mirum, si membra orbis con cussa rotan tur,


si vitiis agitata suis mundana laborat
machina, si terras luis incentiva fatigat:
exemplum dat vita hominum, quo cetera peccent.

O p . cit ., 2 4 7 - 2 5 0 .

(«N o es extrañ o que las partes dei mun do den vueltas


dislocadas, que la máquina del universo trabaje obligada

47
por sus propios vicios, que la peste agote las tierras: la
vida de los hombres da el ejemplo con el que se han
corrompido las demás cosas.»)
N o es necesario in sistir en las diferen cias existen tes
entre este tipo de sabiduría y la Filosofía Natural.
Con tanta seguridad como h asta ahora y a la luz de
la misma sabiduría se plantean otros problemas relativos
al destin o humano. Si se pregunta si el hombre es libre
y en qué sen tido, a este problema n o se respon de a la
luz de un conocimiento de la n aturaleza humana y del
lugar que ocupa en el complejo de la n aturaleza, sino
con la lógica de los tribunales aplicada a los hechos bí­
blicos:

an, cum te dominum cun ctis, quaecumque crearat,


praeficeret, mun dumque tuis servire iuberet
imperiis, cumque arva, polum, mare, flumina, ventos
dederet, arbitrium de te tibi credere avarus
nollet ut indigno libertatem n egaret?

O p . cit ., 679-683.

(«H abién dote hecho señor de todo lo que creó, h a­


biendo mandado al mundo que obedeciera tus órden es,
habiéndote dado la tierra, el d élo, el mar, los rayos, los
vien tos, ¿n o iba a querer darte, avaramen te, el dominio
de ti mismo, como si fueras indigno de él, e iba a ne­
garte la liber tad?»)
Cuan do se acepta con fe este género de conocimiento,
generalmente se le considera garantizado por algo que
sea superior a la razón. P ruden do conoce con exactitud
el destin o eterno de los bienaven turados y de los conde­
nados después de esta vida y para este con odmien to no
busca ninguna justificación, ya que no h abía sido tomado

48
de ningún pagan o, estudioso de filosofía natural. Sigá­
mosle, de todas formas, en el Infierno:
praescius inde pater liventia tartara plumbo
incendit liquido piceasque bitumin e fossas
infernalis aquae furvo subfodit Averno
et Flegeton teo sub gurgite san xit edaces
perpetuis scelerum poenis inolescere vermes.
Norat enim flatu ex proprio vegetamen inesse
corporibus n ostris animamque ex ore perenni
formatam non posse mori, con posse vicissim
pollutam vitiis rursus ad convexa reverti
mersendam penitus puteo ferventis abyssi.
Vermibus et flammis et discruciatibus aevum
inmortale dedit, sen io ne poena periret,
non pereunte anima: carpunt tormenta foven tque
materiem sine fine datam, mors deserit ipsa
aeternos gemitus et flen tes vivere cogit.
O p . cit ., 824-838.

(«Dán dose cuenta el padre, encendió un infierno ar­


dien te con líquido de plom o y excavó fosas de pez en
el negro betún del Averno y estableció que se reprodu­
jeran constantemente los voraces gusan os bajo los torbe­
llinos del Flegetón a fin de perpetuar los castigos de los
crímenes. Pues ya sabía que, por su propio soplo, había
en n uestros cuerpos un principio de vida y que nuestra
alma, creada por su boca perenne, no podía perecer, ni
tampoco podía, al ser manchada por los vicios, volver
al cielo, pues h abía de sumergirse profundamen te en
el pozo del ardiente abismo. Dio vida eterna a los gusa­
nos, a las llamas y a las torturas, a fin de que el castigo
no pereciera con los añ os, ya que el alma no muere: los
tormentos se apoderan de ella y la ayudan a vivir in defi­
nidamente, la propia muerte abandona sus gemidos eter­
nos y la obliga a vivir llo r a n d o )

49
Pero si el Infierno es irracional, más aún lo es el
Paraíso:

illic purpureo latus exporrecta cubili


floribus aeternis spiran tes libat odores
ambrosiumque bibit roseo de stramine rorem
ditibus et lon go fuman tibus in tervallo,
fluminaque et totos caeli sitien tibus imbres,
implorata n egat digitum insertare palato
flammarumque apices umenti extin guere tactu.

O p . cit ., 856-862.

(«Allí (el alma), exten dida cómodamente en el lecho


purpúreo, prueba olores fragan tes en flores eternas y bebe
el rocío ambrosiaco desde su cama de rosas, y a los ricos
que se queman a lo lejos y que desearían beberse los
ríos y todas las lluvias del cielo, cuando se lo piden, les
prohíbe que se introduzcan el dedo en el paladar, y que
apaguen las llamas con su húmedo tacto.»)
La posibilidad de que un alma extienda su d e d o desde
el cielo al Infierno parece probada por la demostración
de óptica sobrenatural que vien e a continuación: el o jo
del alma es capaz de ver todo el recorrido, desde lo más
elevado de la bienaventuran za h asta lo más profun do de
la condenación:

nec mirere locis longe distan tibus inter


damnatas iustasque animas concurrere visus
con spicuos meritasque vices per magna notari
intervalla, polus medio quae dividit orbe.
Errat, quisque animas nostrorum fine oculorum
aestimat, in volvit vitreo quos lucida palla
obice, quis speculum concreta coagula texunt
impediun tque vagas obducto umore fen estras.

50
Numne animarum oculis den so vegetamine guttae
volvun tur teretes aut palph ebralibus extra
horrescunt saetis ciliove umbrante tegun tur?
Illis viva acies nec pupula parva sed ignis
traiector nebulae vasti et pen etrator operti est.

O p . cit ., 863-875.

(«N o hay que admirarse de que haya una visión muy


clara entre lugares tan distan tes como los que separan
las almas condenadas de las justas, ni de que puedan
percibirse las merecidas recompen sas a través de los gran ­
des espacios en que está dividido el cielo en medio del
universo. Se equivoca quien ve en las almas las limita­
ciones de n uestros ojos, que están envueltos en la túnica
tran sparen te de un obstáculo de vidrio; den sos coágulos
los cubren como un espejo y les cierran sus in estables
ventanas con un velo de h umedad. ¿P er o van a arrojar
lágrimas los ojos de las almas, con la inten sa vida que
poseen , o a estar rodeados de pelos en los párpados o
cubiertos de oscuras cejas? Poseen una viva agudeza, no
una pequeña pupila, sino un fuego que atraviesa las nu­
bes y pen etra los misterios más in son dables.»)
Tras h aber dem ostrado así la corrupción de la posi­
ble inteligencia y carácter de un gran h ombre, cuya
mente perdió el verdadero camino, ¿qu é consolación pue­
de ofrecer el hecho de que en la magia de su verso haya
tantos sín tomas de una nueva y palpitan te sen sibilidad,
nacida de la actividad de su espíritu in quieto? Las trom­
petas del día del juicio suenan ya en sus oídos y le hacen
escalofriarse, anticipando las armon ías de Tom ás de Ce-
laño:
tristes et percipit aure
mugitus gravium mundi sub fine tubarum.

51
(«escuch ó los tristes son idos de las graves trompetas
a la hora del fin del m un do.»)

Pero n osotros preferimos aquella sabiduría de la que


dice W alt W hitman que: «.T h ere is som et h in g in th e
f lo at o f t h e sigh t of things t h at p ro v o k e s it o u t o f th e
so u l.» (H ay algo en el cambio de aspecto de las co sas que
la impulsa a salir del alma.)

52
SU P ER ST IC IO N PA G A N A Y SU P ER ST IC IO N
4• C R IST IA N A

L o s p agan o s, d e sp re cian d o la cie n cia d e la


n at u ralez a, q u e d aro n , co m o lo s crist ian o s, in ­
d e f e n so s co n t ra la su p e rst ició n .

£1 hecho de haber con trapuesto a dos escritores paga­


nos conocidos por su racion alismo fren te a dos escritores
cristian os notoriamen te supersticiosos, podría dejarme ex­
puesto a la acusación de con siderar la superstición como
una característica propia del cristianismo. Este error se
hace más probable desde el momento en que la compa­
ración en tre racionalismo griego y superstición cristiana
ha sido siempre un lugar común entre los escritores ra­
cionalistas.
En una carta a Joh n Gisborn e, del 16 de noviembre
de 1818, Shelley escribía:
«O s en vidio la primera lectura de Teócrito. ¿N o fue­
ron los griegos un pueblo glorioso? ¿Q u é hay, como
dice Job del Leviatán , parecido a ellos? Si el ejército de
Nicias n o h ubiese sido destruido bajo las murallas de
Siracusa, si los atenien ses, con quistan do Sicilia, hubieran
mantenido el equilibrio entre Roma y Cartago y hubieran
en viado guarniciones a las colonias griegas de Italia me­

53
ridional, Rom a h abría podido llegar a ser lo que su nivel
intelectual le con sen tía, una tributaria y no la con quista­
dora de Grecia; el poderío macedonio nunca h abría al­
canzado la supremacía sobre los estados civiles de todo el
m un do... ¿Quién puede decir si, con los extraordin arios
progresos que habrían hecho la filosofía y las in stitucio­
nes sociales (ya que en la edad a que íne refiero el pro­
greso fue rápido y seguro) hubiera nacido, en un pueblo
de la más perfecta formación física, la religión cristian a,
o si los bárbaros hubieran destruido los restos de una
civilización que había sobrevivido a la conquista y la
tiranía de los roman os? ¿Q u é h abríamos sido n osotros
en ese caso? Todos los que en tre n osotros alcanzan algún
mérito gastan sus fuerzas en olvidarse de sus locuras y
expiar los errores de la juventud. Estam os cargados de
prejuicios; y n uestros impulsos n aturales se reducen de
tal manera que si los frenamos nos hacemos intolerantes
y pedan tes, ya que no los frenamos según la razón, sino
basados en el error, y si no los fren amos, ocasionamos
toda clase de perjuicios tan to a n osotros mismos como
a los demás. De esta form a, nuestra imaginación y n ues­
tra inteligencia están sujetas a las reglas más absurdas.
Todo esto vale por lo que respecta a Teócrito y los
gr iegos.»
Esta que podemos definir como la opinión típica del
ochocientos, no correspon de del todo a la verdad. Los
cristianos no fueron más supersticiosos que sus contem­
porán eos; y, además, fueron mucho más sen sibles. El
desprecio por la superstición de sus contemporáneos pa­
ganos constituye un lugar común en los escritos de los
primeros cristian os. Los escritores de los siglos I I , m
y IV son sin duda superiores a sus contemporán eos paga­
nos en h umanidad, vitalidad y sen sibilidad. Cuan do el
emperador Julian o restauró por breve tiempo el paganis-

54
mo, restauró un conjunto de supersticion es que, si hu­
bieran tenido éxito, h abrían hecho la Edad Media más
oscura aún de lo que fue. Para cortar cualquier posibili­
dad de equívoco, veamos rápidamen te lo que hicieron en
materia de superstición en la era cristian a los círculos
platónicos, independien temente de los cristianos.
Ya hemos recordado los D iálo go s co n v iv ales de Plu­
tarco y su segun do argumento (qué significado puede atri­
buirse a la afirmación de Platón : «D ios siempre hace
uso de la geom etría»); veamos ahora el primer argu­
mento.
El ban quete en que se discutió el primer argumento
tuvo lugar en el an iversario del nacimiento de Platón , y
no tenía n ada de extrañ o que la conversación versase
ante todo sobre las n otables coincidencias de la fecha del
nacimiento y de la muerte de los person ajes ilustres. Dio-
geniano creía que la cuestión estaba próxim a a un plan ­
teamiento inteligente si se observaba que el nacimiento
de Sócrates, el amigo más viejo y maestro de Platón ,
había ocurrido el 5 de febrero, en tanto que el del discí­
pulo ocurría el 17. Se subrayó, entre otras coincidencias
análogas, cómo Alejan dro Magn o y Diógen es el Cínico
murieron el mismo día, y cómo Pín daro nació el día de la
fiesta de Apolo Pitio, y por ello quedó predestin ado toda
su vida a escribir himn os en su honor.
Floro (los h uéspedes eran los mismos que h abían to­
mado parte en la discusión acerca de la geometría) añade
una coincidencia más impresion an te en sí misma y más
propia para la ocasión : Platón , el fun dador de la Acade­
mia, y Cam éades, uno de sus sosten edores más famosos,
nacieron el mismo día; y este día (como podían confirmar
los presen tes, ya que eran sacerdotes y profetas del dios)
era también el día del nacimiento de Apolo. Preparada así
la atmósfera, se introduce inmediatamente el verdadero

55
argumento, esto es, la posibilidad de que un ser humano
tenga an tepasados divin os. «Yo — dice Floro— soy de la
opinión de que quienes atribuyen a Apolo el nacimiento
de Platón no ofenden al dios, ya que Apolo, de la misma
manera que mandó a Asclepio, alumno de Quirón, a
curar nuestros cuerpos, así también mandó a Platón ,
alumno de Sócrates, a curar sufrimien tos y males aún
más graves.» Y recuerda inmediatamente a sus interlocu­
tores la visión que se apareció en sueños al padre de
Platón , Aristo, y la voz que le proh ibía tener relaciones
carnales con su mujer duran te diez meses
In tervien e en este pun to el espartan o Tín daro. «Ah ora
podemos referir a Platón las palabras del poeta:
‘N o parece h ijo de h ombre mortal, sino verdadero
h ijo de un dios.’
Aún me deja perplejo este pun to: que el engendrar, lo
mismo que el ser engendrado, no esté en contradicción con
la divin idad; ya que, sin duda, también esto es un cambio
y una pasión . Esta duda tenía en su mente Alejan dro
cuan do dijo que se sen tía más mortal y corruptible que
nunca cuando yacía con una mujer o dormía, ya que el
sueño es un abandon o derivado del cansancio y no hay
procreación sin el paso de algo de un ser a otro, es decir,
sin una pérdida. Por otra parte, me quedo más seguro
cuando veo que Platón llama al dios, eterno e inmortal,
p ad re y creador del un iverso y de todas las cosas creadas,
ya que esto debe significar que no nacen de una semilla,
sino que Dios hace brotar en la materia por medio de

«Duran te la vida de Platón circulaba ya la leyenda en que


se menciona ei elogio fún ebre pronunciado por su n ieto Espeu-
sipo, según la cual su madre Perictione n o lo h abía concebido
de su marido, sin o de Apolo.* Kautsky, Fo u n d at io n s o f C h rist ia­
n ity , p. 156.

56
otra energía el principio vital por el que se altera y
cambia.

La gallin a no se preocupa del alegre juego del vien to,


pero el tiempo pasa y la gallina debe cobijar 2.

Y no me sorprendería que un dios debiera engendrar,


no por contacto directo como un h ombre, sino que hi­
ciese uso de un sistema intermedio y formase la especie
mortal con un tipo distin to de contacto y de abrazo, in­
troduciendo en ella secretamente la semilla divina. Y no
se trata de un mito que haya inventado yo, pues los
egipcios dicen que Apis nació del mismo modo, por con­
tacto con la Lun a (divin idad masculina de los egipcios).
En general, la teología egipcia admite el contacto de las
divin idades masculinas con mujeres mortales, pero no lo
con trario, que un hombre mortal pueda tener un hijo
de una diosa, ya que para los egipcios la sustan cia de los
seres divinos está constituida de aire, espíritu, calor y
líquido.»
De esta forma in terpretaban Plutarco y sus amigos las
concepciones de la teología egipcia: estaban , pues, dis­
puestos a aceptar la milagrosa concepción de Platón . Por
ello no fue precisamen te el aspecto sobren atural del cris­
tianismo lo que lo hizo inaceptable para los académicos,
por lo menos hasta el año 100 d. C.

’ Se trata de dos versos del E n o m ao de Sófocles. Nauck,


T. G. F., Só f o cle s, 436. La referencia alude a la an tigua fábula
del h uevo no fecundado.

57
L A S D O S G R A N D ES C O N Q U IST A S D E LA
5 • C IEN C IA PR ESO C R A T IC A

L a t e oría at óm ica y la m e d icin a d e H ip ó ­


crat es. C om ien z a la p o lé m ica so b re la su p e rs­
tición .

La teoría atómica de la materia, con la cosmología


que se deriva de ella, y la medicina hipocrática pueden
con siderarse como las dos gran des con quistas de la cien­
cia jón ica an tes de Sócrates. Leu d po y Demócrito, crea­
dores del atomismo, basaron su teoría en un a amplia serie
de observacion es, pero no pudieron con statar directa­
mente con la experien da la verdad de sus concepciones,
ya que el objeto de su estudio era en sí mismo inacce­
sible. Los átom os, sobre los que se basaba toda su teoría,
eran por definición dem asiado pequeños para ser objeto
de la experien da sen sible, en tan to que el Sol, la Luna
y las estrellas estaban dem asiado distan tes. Todavía no
h abía telescopios ni microscopios, ni existía una den cia
química; por ello, su atomismo fue muy diferen te de la
teoría atómica moderna. Fue una cien da basada en la
observadón de fenómenos n aturales n o controlados. La
teoría atómica moderna, aunque haya utilizado conceptos
y términos de la an tigua especuladón griega, difiere fun ­
damentalmente de ella, ya que se basa en datos sacados

58
de experimen tos químicos controlados. Sería no obstan te
insensato decir que los griegos n o hicieron distinción
entre una teoría basada en la observación de fenómenos
naturales que n o podían controlar y una teoría basada en
la experiencia. Precisamente los médicos h ipocráticos ex­
presaron esta diferen cia, cuando afirmaron que asumían
como objeto de sus estudios los cuerpos de los pacientes
tocados directamente con la mano. Los médicos fueron
plenamente conscientes de que cada tratamiento aplicado
a un paciente presen taba un lado experimental además de
un aspecto humanitario, y excluyeron de su método cien­
tífico las h ipótesis no verificables de los físicos.
Con todo, no ha de creerse que pasó desapercibida a
los an tiguos físicos la necesidad de basar cada conclusión
en la relación más estrecha posible con la p h y sis, con la
naturaleza en sí. Nun ca dejaron de ver que era la n atu­
raleza lo que ellos se esforzaban en comprender. Heráclito
definió la sabiduría como la comprensión del modo de
comportarse de la n aturaleza. Los pitagóricos, para su
característica teoría de la naturaleza de las cosas, par­
tieron de experimentos sobre las n otas musicales que
pueden arrancarse de las cuerdas tensas y de relacionar
el ton o de aquéllas con la longitud de las cuerdas. Empé-
dodes dem ostró la naturaleza corpórea del aire sumer­
giendo en el agua un embudo con la apertura superior
cerrada, y vien do que el agua no en traba en él h asta que
se quitaba el dedo y se dejara salir el aire que quedaba
den tro. Cuan do An axágoras quiso dem ostrar que los sen­
tidos tienen un límite más allá del cual no podemos fiar­
nos de su exactitud, lo hizo mezclando gota a gota un
líquido negro con un o blanco. Teóricamen te, la caída de
cada gota debe tener como con secuen da un cambio de
color, pero este cambio es dem asiado pequeñ o para po­
der ser percibido por la vista. Estos experimen tos, y otros

59
de la misma especie, demuestran que estos pensadores
habían dado el primer paso hacia una verdadera técnica
de la investigación sistemáticamente experimental, aun­
que luego n o llegaran dem asiado lejos.
El campo de observación de fenómenos naturales en
que se basan sus conclusiones es realmente amplio. Vea­
mos como ejemplo un pasaje de Lucrecio:
«Ah ora escuchad: desde el momento en que os h e en­
señado que las cosas no pueden nacer de la n ada ni pue­
den, una vez n acidas, volver a la n ada, ya que no podéis
desconfiar en modo algun o de mis palabras, en tan to que
el primer principio de las cosas no puede verse con los
ojos, aceptad también este conjunto de realidades cuya
existencia debéis admitir, pero que no pueden verse. An te
todo, la fuerza del vien to cuando, en furecido, ataca los
puertos, hace n aufragar las sólidas naves y dispersa las
n u bes... Los vien tos son sin duda cuerpos in visibles que
fustigan los mares, la tierra y las n ubes del cielo, atacán­
dolas con torbellin os im previstos... Por otra parte, sen­
timos los diversos olores de las cosas sin que los veamos
llegar a n uestra nariz. N o vemos el calor, no podemos
observar el frío con los ojos, ni con ellos percibimos
habitualmente los ruidos. Sin embargo, todas estas cosas
deben tener una naturaleza corpórea, desde el momento
en que golpean los sen tidos; pues solamente un cuerpo
puede tocar y ser tocado. Por ejemplo, unos vestidos,
tendidos en una playa don de rompen las olas, se mojan ;
pero se secan si se exponen al sol. Sin embargo, aún no
se ha explicado de qué modo los impregna la humedad
del agua, ni cómo se elimina por el calor. La humedad,
por tan to, se dispersa en pequeñ as partículas, in visibles
al ojo desnudo. Adem ás: un anillo que se lleva al dedo
duran te muchos años se adelgaza y consume en su parte
interna; el goteo de las fuen tes excava la piedra; el curvo

60
arado de hierro se consume imperceptiblemente en los
campos; y encontramos el empedrado de las calles gastado
por los pasos de la multitud. También las estatuas de
bronce de las cancelas muestran la man o derecha gastada
por los n umerosos transeúntes que las saludan tocándolas.
Estam os de acuerdo en que todas estas cosas han perdido
volumen al ver que se han consumido de ese m odo; pero
la n aturaleza de n uestra vista nos impide completamente
ver las partículas que se despren den de ellas cada vez.
Finalmen te, ni siquiera el mayor esfuerzo de la vista
puede seguir el crecimiento gradual de las cosas a las
que la naturaleza y el tiempo van añadiendo partículas
poco a poco. Y así, cuando las cosas envejecen por la
edad o por decadencia, o cuando las rocas a pico sobre el
mar se corroen por la erosión del agua salada, no puede
verse lo que pierden en cada momento. La acción de la
naturaleza se lleva a cabo por medio de partículas invi­
sibles»
Este es el método, éstas las conclusiones de los físicos
an tiguos, ésta la ciencia a la que Cosmas In dicopleustes y
Prudencio volvieron la espalda.
No es n uestro propósito expon er aquí la an tigua doc­
trina del atomismo. Pero es importan te reafirmar que los
grados de la evolución de este sistema, represen tados por
Tales, An aximandro, An aximenes, Pitágoras, Parmén ides,
Zenón, Meliso, Empédocles, An axágoras, Leucipo y De-
mócrito, constituyen todavía una admirable introducción
a la cultura científica, una valiosísim a educación para el
pensamiento racional. Estos nombres marcan una pauta
en la h istoria de la h uman idad: con ellos se establece
entre el h ombre y su ambiente una relación nueva que,
después de múltiples dificultades y rodeos, está dan do sus

1 Lucrecio, D e reru m n at u ra, I, 265-328.

61
frutos en n uestro tiempo. Los atomistas concibieron, por
primera vez en la h istoria, la imagen de un hombre que
actúa de forma perfectamente racional fren te a la natu­
raleza, confiado en que las leyes de la n aturaleza n o son
superiores a las posibilidades del conocimiento humano,
maravillado por el descubrimiento de las leyes de la na­
turaleza, libre de las supersticion es del an imismo, sereno
en su voluntaria subordinación a las leyes. La fascinación
de este n uevo tipo de h ombre influyó en Eurípides a
través de su amistad con An axágoras; Eurípides lo cantó,
en sus coros a la democracia ateniense, con acentos que
aún pueden conmovernos por su sugestiva anticipación de
cuan to el espíritu de la ciencia significa para la huma­
nidad:
δλβιος ¿¡στις τήσδ' ιστορίας
?σχε μ άθησιν, μ ήτε πολιτών
έπί πημ οσύνας μ ήτ’ εις αδίκους
πράξεις όρμ ων,
ά λλ’ αθανάτου καθορών φόσεως
Κοσμ ον άγήρω, π-fl τε σονέστη
καί δθεν καί βπως .
τοΐς τοιοότοις οΰδέποτ' αισχρών
έργιον μ ελέτημ α προσίζει. a.

(«Feliz el que tiene conocimiento de tal ciencia, pues


no comete acciones in justas n i causa pen as a sus conciu­
dadan os, sin o que examina el orden in mutable de la na­
turaleza in mortal, de qué se ha formado, cómo y por qué;
en tales h ombres no hay sitio para las acciones in justas.»)
El hecho de que Eurípides se haya sen tido obligado a
señ alar el carácter no comprometido del científico desde
el pun to de vista político ilumina admirablemen te lo pecu-
* Nauck, T . G . F., Eu ríp id e s, 910.

62
liar de este período. An axágoras fue expulsado de Atenas
por enseñar públicamente sus teorías científicas.
Si de la física pasam os a la medicina, nos quedamos
sorpren didos an te una dedicación semejante al método
de la observación de los fen ómenos. Al citado pasaje de
Lucrecio puede compararse la siguiente descripción del
método de trabajo y de los resultados obten idos por los
médicos h ipocráticos:
«La medicina griega hizo milagros en la observación y
en la clasificación de los sín tomas patológicos. Todos los
sen tidos se dirigían a este fin en un grado muy superior
al de hoy día. El médico hipocrático observaba el aspecto
del enfermo, su color, expresión , y además, las diversas
partes de su cuerpo: ojos, oídos, nariz, lengua. Tom aba
nota del modo en que el en fermo se echaba en la cama
y en qué parte se acostaba, si a la cabecera o a los pies;
en qué forma tenía colocadas las man os, si estaban en
calma o se agitaban como por algún sufrimien to, o como
si el paciente intentase cazar moscas o agarrar las paredes.
Observaba la piel, la ingle, los cabellos, la forma y el
color del cuerpo, el estado de sus fuerzas, el apetito, los
escalofríos, los temblores, e incluso la orin a, los excre­
mentos, las expectoraciones y la san gre. El médico apli­
caba el oído al tórax y escuchaba una especie de gorgoteo
—el rumor producido por la cavidad— , o bien una espe­
cie de chirrido como el que produce una correa de cuero,
el rumor de la pleura afectada por una fuerte inflamación.
O bien el médico auscultaba al enfermo y oía el más leve
rumor de la afección de la pleura. Por medio del tacto
medía la temperatura del enfermo, el pulso, la resistencia
a la presión ofrecida por ciertas partes del cuerpo, el
tipo, las dimen sion es, el aspecto, la consistencia y la sen­
sibilidad de los tumores, etc. Tan to el olfato como el
tacto estaban puestos al servicio de la observación . «An te

63
los pacientes febriles, el olfato proporcion a muchos y va­
liosos d atos», dice el escrito hipocrático sobre las P re v i­
sion es. Y el médico griego n o se abstien e nunca de tocar
los excrementos. Todo cuan to era imposible de conocer
con estos medios trataba de suplirse interrogan do al pa­
ciente: el comienzo de la en fermedad, el estado subjetivo,
el sueñ o y los sueñ os, el h ambre y la sed, los dolores, las
picazones y los demás sín tomas.
Puede afirmarse sin exageración que el médico griego
no se dejaba escapar ninguno de los sín tom as patológicos
que pueden percibirse con la ayuda de los cinco sen­
tidos» 3.
Pero, como ya se ha dicho, el médico griego dio un
paso adelan te con respecto al método científico de los
físicos. Median te el con trol del objeto mismo de su cien­
cia, evitó en todo lo posible hacer h ipótesis (en el sentido
en que New ton hizo uso de esta palabra al decir «H y p o ­
t h e se s n on f in g o »), y cuando las hizo, se esforzó siempre
por subordin arlas a su verificación experimental. Este
pun to se discute en el tratado L o s p re ce p t o s:
«En la medicina sobre todo no conviene fiarse de teo­
rías plausibles, sino tan sólo de la experiencia unida a la
razón, ya que una teoría es un conjunto de conocimientos
adquiridos duran te la percepción. En efecto, la percep­
ción sen sible, que es el primer estadio de la experiencia y
transmite al intelecto las cosas que se le someten, se
configura claramente, y el intelecto, recibien do muchas
veces estas impresion es y teniendo en cuenta la ocasión,
el momento y el modo, las acumula den tro de sí y las re­
cuerda. Estoy de acuerdo con la teoría sólo en el caso
de que esté basada en los hechos y si sus conclusiones
están de acuerdo con los fen óm en os...

3 H . Sigerist, In t ro d u ct io n à la m id icin e . París, 1932.

64
Pero si no provien e de una clara impresión , sino de in­
venciones más o menos aceptables, conduce a menudo a
graves y peligrosas consecuencias. Todos cuantos siguen
este método en tran en un callejón sin salida... Las con­
clusiones puramen te verbales jq o pueden ser fecundas: lo
son solamen te las que se basan en hechos dem ostrados, ya
que las afirmaciones y las palabras son en gañosas y poco
dign as de confianza. Por ello, si queremos adquirir el
método verdadero e in falible que se llama ‘arte de la
medicina’, incluso al generalizar, debemos aten em os ex­
clusivamen te a los hechos, debemos in teresarn os sola­
mente por los h ech os.»
Este significativo pasaje, den so de terminología técnica
epicúrea, debe fech arse en el siglo m a. C., pero repre­
sen ta una tradición de dos siglos de an tigüedad en las
escuelas de medicina. Una prueba de ello es el tratado
So b re la m e d icin a an t igu a, del siglo v: en él encontramos
una vigorosa protesta con tra los in ten tos de basar la
ciencia médica en postulados o h ipótesis de la cosmología
empedoclea. Los filósofos físicos tratan de con servar sus
postulados para poder tratar los m isterios, in solubles,
«por ejemplo, las cosas celestes o subterrán eas». En este
caso actúan oportun amente, «ya que no hay ninguna prue­
ba con la que pueda darse una demostración de ellos».
Pero en la medicina no hay lugar para los postulados,
«porque la medicina ha de tener bajo su control todos
los objetos de su estudio». Est a aguda discusión sobre el
valor de las h ipótesis en el estudio de la natuarleza es
uno de los acontecimientos más decisivos en la h istoria
de la ciencia antigua y no carece de efectos sobre la cien·
cia moderna, ya que la obra So b re la m e d icin a an t igu a
fue muy estudiada y meditada en los siglos xvi, xvii y
XVIII de n uestra era.
La naturaleza del objeto sobre el que trabajaban im­

65
pulsó a los médicos jón icos, mucho más que a los físicos,
hacia la concepción de la ciencia moderna. Es también
probable que les haya obligado a mayores esfuerzos h ada
la radon alización de las con cepdon es populares la nece­
sidad del frecuen te e íntimo contacto con h ombres que,
por sus sufrimien tos, eran, más que nunca, presa de te­
mores superstidosoe. Sea como fuere, no hay ejemplo más
significativo de la propagan da con tra la superstición que
caracterizó a la época que el escrito hipocrático titulado
L a e n f erm ed ad sagrad a:
«Voy a tratar ahora de la enfermedad llamada ‘sagrada’
(l a e p ile p sia) . Tal en fermedad no me parece a mí más
divina que las demás, sino que tiene una causa n atural, y
su presun to origen divino se debe a la ign oran da de los
hombres y a su asombro an te sus características fun da­
m en tales... Pero si es por ser extrañ a por lo que se con­
sidera divina, no habría una sola enfermedad sagrada, sino
muchas, ya que, como dem ostraré, las demás enfermeda­
des no son menos extrañ as y porten tosas y, sin embargo,
nadie las considera sagradas.»
La iron ía del pasaje está d ar a. El progreso de la cul­
tura ya parece lo suficientemente avanzado como para per­
mitir a los escritores supon er que los oscuran tistas se ren­
dirán y los ignorantes podrán ser iluminados con facili­
dad. Este es al menos el aspecto de la sociedad que pa­
rece dedudrse de la aten ta lectura del tratado:
«A mi entender, los que por primera vez atribuyeron
un carácter sagrado a esta en fermedad fueron magos,
sacerdotes, charlatanes y parlanchines, h ombres que os­
tentan gran piedad y sum a sabiduría. En con trán dose en
una situación embarazosa y no teniendo ningún remedio
al que recurrir, se refugiaron en la superstidón y se es­
condieron en ella, y llamaron sagrada a esta enfermedad
por no demostrar su completa ign or an da... Pero eviden­

66
temente lo que afirman no es cierto, ya que los hombres,
cuando tienen necesidad de vivir, inventan y escogen fic­
ciones de cualquier tipo; y como en las demás cosas, así
ocurrió con esta enfermedad, cargan do la respon sabilidad
de todos los sín tomas del mal a una divin idad particular.
Si el en fermo imita a una cabra, si emite una especie de
mugido y tiene convulsiones en la parte derecha, entonces
dicen que la respon sabilidad es de la Madre de los Dio­
ses. Si emite un grito alto y lacerante, imaginan un a se­
mejanza con un caballo y culpan de ello a Poseidón.
Pero esta enfermedad no es, a mi parecer, más divina
que todas las dem ás; tiene la misma naturaleza que las
otras y sus causas precisas...
Esta enfermedad llamada sagrada deriva de las mis­
mas causas que las demás, de las partículas que entran
en el cuerpo o salen de él, del frío, del sol, del inquieto
movimiento del vien to. Estas son , y no otras, las cosas
divinas. Por todo ello, no hay necesidad de situar esta
enfermedad en una categoría especial y considerarla más
divina que las dem ás; todas son divin as y humanas al
mismo tiempo. Cada una tiene una naturaleza y una
fuerza suya propia, ninguna hay que no tenga esperanza y
rem edio.»
La h umanidad de esta obra es tan importan te como su
espíritu científico: esta época nos ha tran smitido la com­
pleja imagen del médico hipocrático, dedicado en igual
medida al paciente an álisis de la naturaleza y al paciente
servicio a la humanidad, curando el cuerpo y la mente,
con su esperan zador mensaje de que los males de los
hombres no son castigos sobren aturales, sino afecciones
naturales que la ciencia puede aliviar con el tiempo. Nun ca
intentaron favorecer falsas esperan zas. «El arte es largo,
la vida es breve», repetían, poniendo de relieve la verdad
contenida en las palabras de Jen ófan es: «Los dioses no

67
han revelado a los hombres cada cosa desde el primer
momento, sin o que los h ombres, con su in vestigación y
con el tiempo, lo descubren cada vez m ejor.» In vestiga­
ción y profesión eran consideradas la sal de la vida. Para
quien está en condiciones de comprender, el conocimiento
de la naturaleza y el amor a la humanidad son una misma
cosa. Ή ν γαρ Ttapij φιλανΟρωπίη, χάρεστι καί φιλοτεχνίη.
«Si hay amor a la h umanidad, hay también amor a la
ciencia» *.

4 L o s p re ce p t o s, cap. V I.

68
P R O M E T E O , E N C A D E N A D O .— E L C H O Q U E
6 • E N T R E L A C IE N C IA Y L A C IU D A D - EST A D O

E l sign if icad o d e l Prometeo d e E sq u ilo . E l


e x ilio d e A n ax ago ras. L a cu lt u ra d e la o li­
garq u ía en las o b ras d e T e o gn is y d e Pín d aro.

En la Aten as de la mitad del siglo v, los gran des ideales


de p h ilan t h rop ia y p h ilot eck n ía, amor a la humanidad y
amor a las ciencias en sus aplicaciones a la sociedad, se
convirtieron en el argumento de una gran obra de arte.
En una sede muy dign a, el teatro de Dion iso, se discutió
el problema de su conciliación con la estructura de la
sociedad contemporánea. El gran drama de Esquilo, cuyo
título hemos elegido para encabezar este capítulo, narra
cómo el supremo dios Zeus, símbolo de la autoridad en
el universo y en la sociedad, declaró la guerra al titán
Prometeo por su amor a la humanidad. Prometeo había
man ifestado este amor al robar del cielo el don del fuego
y enseñar a los hombres todas las artes de la vida. Zeus
envía al dios del fuego, acompañ ado del Poder y la
Fuerza, para castigar al rebelde filántropo ’. Dice el Poder
a H efesto, dios del fuego:

' El significado político de la lu dia entre Zeus y Prometeo


fue un lugar común en la antigüedad clásica. Cicerón , por ejem-

69
«H em os venido a los lejan os confines de la tierra, la
región de Scitia, horrible desierto sin h abitan tes; y ahora,
H efesto, debes pen sar en cumplir lo que te ha orden ado
el padre: encadenar a este malhechor en las cumbres de
aquella montañ a con irrompibles cadenas de diamante. El
ha robado tu tesoro, f u e n t e d e las art e s, la luz del fuego,
y lo ha entregado a los mortales. Esta es la culpa por la
que debe pagar al cielo con un castigo, siendo así obli­
gado a aceptar la autoridad de Zeus y a frenar su am or
h acia e l h o m b r e »2.
Es interesan te poner de relieve que el Poder y la
Fuerza están definidos como instrumentos de la voluntad
de Zeus, en tan to que la afirmación de que Prometeo debe
ser castigado por su filan tropía se pone repetidamente de
relieve en todo el drama. El concepto según el cual 'esta
filantropía coincide con la creación de las ciencias apli­
cadas se expon e ampliamente en las palabras centrales
de Prom eteo (v. 436-506), que terminan con esta orgu-
llosa afirmación:
«Com pren ded, por estas breves palabras, toda mi h is­
toria: Prometeo fundó todas las artes del h om bre.»
Además, el particular relieve dado por Prometeo, al
hablar de sus realizacion es, a la invención de la medicina,
es índice de la importancia de todo el tratamien to del
problema acerca del estado de la ciencia en tiempos de
Esquilo.
«N o; escucha el resto y te maravillarás aún más: has
de saber qué in geniosas artes y qué artificios he ideado
yo. Este es el más importante de todos: si un hombre,

pío, escribe: «Nuestr o maestro Platón ha afirmado que quien en


la tierra se opon e a los magistrados, como quien es en el cielo se
opon en a los dioses, es de la estirpe de los Titan es* (Cfr. Platón ,
L e y e s, I I I , 701 C).
3 Esquilo, P ro m e t e o En cad e n ad o , 1-11.

70
hace tiempo, estaba enfermo, no tenía ningún remedio, no
se trituraba ninguna hierba ni poción ni ungüento, y por
falta de un remedio su cuerpo se debilitaba; esto ocurría
hasta el momento en que yo revelé las mezclas de útiles
medicinas con que defenderse de los m ales.»
No está menos marcado el hecho de que Prometeo,
por h aber prometido el bien estar a la humanidad con la
aplicación de las ciencias, es, a los ojos de la autoridad,
u n m alh e ch o r; y así se le llama descaradamente. A sus
pies está el vil siervo de Zeus, Océan o, símbolo de la su­
misión política. («Sálvate como puedas», es el amargo
consejo que le da Prometeo.) La otra víctima es Tifón ,
símbolo de la revuelta popular.
Desde ahora debería quedar claro que lo que Esquilo
ha represen tado en el P ro m e t eo es el problema político
de preparar las instituciones contemporáneas para acoger
la gran revolución de las an tiguas concepciones, represen­
tada por la cultura jónica. Comparto las conclusiones de
George Th om son 3, según las cuales la trilogía del P ro ­
m et eo fue la última obra del poeta, compuesta entre el
459 y el 456; el Prom e t e o En cad en ad o fue la primera de
las tres tragedias al final de las cuales Esquilo, que era
un demócrata moderado, había encontrado una concilia­
ción entre los protagon istas del drama. Pero si mi inter­
pretación contiene, en algo que no soy yo el más indicado
para juzgar, algunos elementos de origin alidad, trataré de
justificarla por medio de breves consideraciones sobre el
ambiente h istórico del drama.
Pertenece a W h ittaker el mérito de haber puesto de
relieve la importancia del elemento estructural que carac­
teriza a las religiones «reveladas» de Zoroastro, del Ju-

* Expuestas en la introducción a su edición del P ro m e t e o E n ­


cad en ad o. Cambridge, 1932.

71
daísmo y el Cristian ism o4. W hittaker clasificó las religio­
nes, según su grado de desarrollo, en «n aturales», «m ás
o menos organ izadas» y «reveladas»; estas últimas perte­
necen al estadio de mayor autoconciencia, son las más ela­
boradas. Aceptan do esta clasificación (para valorar el ele­
mento estructural en la religión «m ás o menos organ izada»
de la Aten as de este período), podemos afirmar que E s­
quilo no sólo se interesó por la religión in dividual, sino
también por la religión pública en el culto de estado. En
la trilogía de P rom e t e o, según mi opinión, se propuso
ofrecer al público ateniense una concepción de Zeus que
no fuese in compatible con la cultura jónica.
En la an tigua civilización del próximo Orien te, el patri­
monio común del clero babilon io y egipcio, al menos a
mediados del segun do milenio antes de Cristo, había sido
un monoteísmo ético, igual al que se propusieron enseñar
los más religiosos entre los filósofos griegos; pero esta
religión monoteísta de los sacerdotes an tiguos fue una doc­
trina esotérica, en tan to que la masa del pueblo aceptó
los mitos politeístas sin que se hiciera ninguna tentativa
por in struir a tales masas. Por el contrario, la estructura
general de esta antigua sociedad era contraria a tales in­
tentos de instrucción; todos los que se atrevieron a ello
vieron frustradas sus intenciones. Sería verosímil, desde
este pun to de vista, que la reforma religiosa de Akhena-
ton, a principios del siglo xrv a. C., haya consistido en
realidad no en haber introducido por primera vez la con­
cepción mon oteísta, sin o en haberla difun dido en tre el
pueblo. Su esfuerzo fue infructuoso, como dice W h itta­
ker: «E l clero vence al fin; se restauró el antiguo cere­
monial y el sistema de ofren das con que se sosten ía, y

4 Th omas W h ittaker, P rie st s, P h ilo sop h ers an d P ro p h et s,


A. and C. Black, 1911.

72
esto no sólo sobrevivió a la eliminación de la pura reli­
giosidad propuesta por el ‘rey herético’, sino que se inter­
firió cada vez más en la vida civil, de tal manera que
desde entonces en adelante el destin o de Egipto fue una
lenta decadencia bajo la petrificación jerárquica del anti­
guo culto.»
Bu m e t 5 pien sa, no sin razón, que en un período entre
el siglo v u y el v, también la sociedad griega se sintió
amenazada por un destin o análogo. «Parecía que la reli­
gión griega se acercase al mismo estadio que ya habían
alcanzado las religiones orien tales y, si excluimos el sur­
gir de la ciencia, es difícil encontrar algo que pudiera de­
tener tal tendencia. Fue la existencia de las escuelas cien­
tíficas lo que salvó a Grecia.» Esta aguda observación es
inexacta solamen te por el hecho de que Bu m et demuestra,
al parecer, que no valora suficientemente el hecho de que
la ciencia tiene pocas posibilidades de una victoria defini­
tiva sobre la oposición del clero si no se decide a formar
parte de las instituciones políticas del Estado. La lucha
entre la ciencia y el oscuran tismo es en el fon do una lucha
política: el oscurantismo impregnó el poder político en
Atenas y en toda Grecia, y la «salvación » de que habla
ß urnet fue solamente temporal. El bizan tinismo no fue
el último fruto de una Grecia «salvada por las escuelas
cien tíficas»; Anna Comnena no tuvo entre sus manos los
textos de los físicos jón icos, aun siendo muy amplias sus
lecturas, sin o los D iálo go s de Platón y la R e t ó rica de Aris­
tóteles 6. Y la semilla del bizan tinismo se sembró, como
veremos, desde el siglo rv.
Pero volvamos a Esquilo y a la Aten as del siglo v. Al
mismo tiempo que el movimiento científico jónico (y no
extraña a él en lo que respecta a algunos de sus pensado-
s Burn et, Early G re e k P h ilosop h y , 2 * ed., p. 87.
* V. An na Comnena, A le x ias, I.

73
ces más importances), se desarrolló una tendencia que
trataba de purificar el politeísmo tradicional por medio
de una espede de monoteísmo ético. Jen ófan es y Herá-
clito son ejemplos con spicuos de esta ten den da, a la que
no perman ece ajeno en ningún momento su contemporá­
neo más joven , Esquilo. En él, la forma particular asu­
mida en esta tendencia fue la exaltadón de la importancia
de Zeus en el panteón olímpico. Su genio fue tan teoló­
gico como dramático, y el surgir de la democracia atenien­
se en el siglo V plan tea, además del problema de las
nuevas instituciones, instancias político-religiosas de gran
im portan da y complejidad, a cuyas soluciones Esquilo
dedica toda su vida.
En los primeros tiempos de la oligarquía no h ubo un
solo Estado centralizado que se preocupase de las exigen ­
d as religiosas del pueblo. La religión estaba bajo el con­
trol de las fam ilias n obles, y los hombres del pueblo, como
los esclavos, estaban con streñ idos a partidpar en los
cultos de fam ilia a volun tad de los nobles.
Esta estructura aristocrática de la sodedad ateniense
en el campo político-religioso fue sin duda el obstáculo
para el renacimiento de la constitución democrática de
Solón. La principal reforma de Clísten es, que realmente
activó la democracia, fue d desmembramien to de la an­
tigua organ izadón oligárquica de la rdigión : esto fue po­
sible mediante la elimin adón del an tiguo sistem a oligár­
quico de las «fr at r ías», que fueron sustituidas por una
nueva unidad, los «dem os», organizados sobre bases terri­
toriales; y con la democratizadón de la religión obtenida
a través de la concesión a cada dudadan o de una partici­
pación en el culto de Estado, conectada a su misma con­
dición de dudadan o 7.

7 Nilsson , A H ist o ry o f G re e k R e ligion . Oxford, 1925.

74
La victoria de ia democracia encontró una expresión
concreta en el hecho de que la admin istración de la reli­
gión de Estado fue confiada a funcionarios de la repú­
blica, elegidos o sacados a suerte; y las cuestion es de
política religiosa fueron desde entonces decididas por
medio del voto de la asamblea popular. Que la victoria
no fue completa y que los n obles resistieron tenazmente
está demostrado por la supervivencia de la an tigua cos­
tumbre según la cual los in térpretes de la legislación sacra
— una función no bien determinada que, como la ejercida
en Roma por los augures, podía asumir en momentos crí­
ticos una importancia decisiva— debieron ser siempre
miembros de la nobleza. El control de la religión de Es­
tado fue una de las tareas más duras de la desesperada
lucha de clases de la antigüedad.
En efecto, aunque se intentaron innovaciones en las
creencias tradicionales, se encontró, sin embargo, la opo­
sición de una o de ambas partes del Estado. En la antigua
estructura de la democracia ateniense, como en la In gla­
terra moderna, permanecieron fuertes residuos oligárqui­
cos, y el gobiern o mantuvo su tendencia a permanecer
bajo el con trol de un reducido número de fam ilias. Si un
carnicero, un gran jero o un fabrican te de candelabros
llegaban a alcanzar posicion es eminentes y de respon sabi­
lidad, a menudo sucedía que por su extracción podían
considerarse despojados de ella. Bajo una apariencia de
política democrática, gobern aba realmente la oligarquía.
En los círculos oligárquicos, aunque algunos individuos
pudieran ser sinceramente religiosos o supersticiosos, se
tendía a con siderar la religión de Estado, con cinismo
más o menos manifiesto, como un instrumento político
apto para mantener un cierto grado de «estabilidad» en
el Estado.
En estos círculos, las teorías de los físicos jon ios pro­

75
vocaban una escasa oposición , ya que podían ser acepta­
das como verdaderas o condenadas como falsas, pero en
sí mismas no eran peligrosas. El peligro y la oposición
surgieron desde el momento en que pareció que ofrecían
una ayuda al pueblo y ponían en peligro las instituciones
del culto de Estado. Una sociedad que no se mantenga
unida por el vín culo de la justicia expresada en una equi­
tativa distribución de la riqueza, no puede permitirse
alen tar cualquier otro vínculo que pueda servir para man­
tenerla un ida, y el culto de Estado fue entre estos vínculos
el más sólido y el menos patente.
Al mismo tiempo, si h ubiese sido n ecesario dar la ad­
vertencia de una amenaza con tra la religión , la oligarquía
estaba segura de encontrar un amplio apoyo en el pueblo,
y esto, en parte, por el apego del pueblo mismo a sus in s­
tituciones tradicionales, en parte por las ven tajas con­
cretas alcanzadas por la democracia en virtud de su siem­
pre creciente participación en el control de la religión.
Algunas fiestas, recuerda Nilsson , se celebraban con am­
plia participación del pueblo y el Estado ofrecía comidas
y diversion es a los ciudadan os y n o eran pequeñ as las
cantidades que se gastaban . «Las gran des festividades eran
las únicas ocasiones en que la mayor parte del pueblo
podía comer carne asada.» Estas ocasiones eran las fiestas
dion isíacas, la fiesta de los vasos votivos, las Pan aten eas,
en que los ban quetes se unían a las delicias de la música
y de la literatura, y las revistas de tropas ante los nume­
rosos visitan tes que llenaban la ciudad en aquellos años
de la gloría y la grandeza de Atenas. «N o hay que mara­
villarse — concluye Nilsson — de que los ciudadan os ate­
nienses fueran fieles a aquella religión que les daba tantos
privilegios, ni de que mantuvieran el culto de Estado y
las tradiciones religiosas. Cuando la época de la cultura
comenzó a lanzar su intran sigen te crítica racional contra

76
los dioses, entonces dieron comienzo las persecuciones
religiosas.» Pero tales persecucion es no fueron , como en­
tiende Nilsson , obra exclusiva de la democracia.
Alrededor de veinticinco años después de la represen­
tación del P ro m e t e o de Esquilo, encontramos en las
N u b e s del poeta cómico Aristófan es una prueba de que
el problema plan teado por las nuevas ideas de los filó­
sofos jónicos aún no h abía dejado de preocupar al público
ateniense. Pero en el período comprendido entre estas
dos representaciones tenemos, con la expulsión de Aten as
del filósofo An axágoras, la prueba más eviden te fuera del
campo literario de la profun didad del choque. An axágoras
era la personificación ideal del espíritu de la ciencia jó ­
nica. Nacido en Clazomene, hombre rico y de elevada
posición social, h abría tenido todas las posibilidades, so­
lamente con h aberlo querido, de aspirar a una carrera po­
lítica en su patria. Pero, por lo que sabem os, renunció
tan to a la riqueza como a la política (en sen tido estricto),
para que no le sirvieran de obstáculo en su investigación
acerca de la naturaleza de las cosas. Se estableció en
Aten as, donde obtuvo el favor de Pericles y la amistad
de Eurípides, pero donde también comprobó que ser un
propagador público e inflexible de las conclusiones de la
ciencia significa hacer política en el sentido más amplio y
noble de la palabra. En Aten as, An axágoras consiguió
ejercer una gran influencia, n o sólo con sus conocimien­
tos de astron omía y matemáticas, sino además con «la
alta dign idad de su naturaleza y su superioridad sobre la
debilidad común ». Pero no creo que estas palabras de
W illiam W allace, un profun do admirador de An axágoras,
constituyan una guía segura para comprender la función
de la democracia.
«Las observacion es sobre los cuerpos celestes — escribe
W allace— indujeron a An axágoras a concebir nuevas teo­

77
rías sobre el orden universal y a polemizar con la fe
popular, que ponía en los cielos los objetos de su ven era­
ción. El politeísm o dominante y la ignorancia de la mul­
titud no pudieron tolerar tales explicacion es y los enemi­
gos de Pericles se sirvieron de las supersticion es de sus
conciudadanos como de un medio para combatir las ideas
del estadista en la person a de su am igo» e.
Todo esto queda poco claro. Leem os que la ofen siva
de An axágoras se dirige contra la fe popular, contra el po­
liteísmo domin an te y con tra la ignorancia de la multitud,
pero también que el ataque fue una simulada maniobra
política. Estas explicaciones no concuerdan. H ay, además,
otra dificultad: la veneración popular en la Aten as de
aquel tiempo n o se dirigía excusivamen te hacia los cuer­
pos celestes. Cuan do los atenien ses pensaban en Apolo,
pensaban en el dios que presidía el oráculo de Delfos
y no en el sol, cuyo culto se practicaba poco en aquel
período. En realidad, n ada h abía en las enseñanzas de
An axágoras sobre los cuerpos celestes o los fenómenos
meteorológicos que pudiese suscitar una reacción po­
pular con tra él. Plutarco refiere que, cuando P erides fue
indirectamente atacado en la persona del escultor Fidias
y de su amante Aspasia, d in térprete de los oráculos,
Diopites, escogió la ocasión para su sdtar nuevos rencores
contra d desgraciado estadista, alzando al pueblo contra
el otro amigo de Perides, An axágoras. La acusación es­
taba formulada en términos vagos y se dirigía con tra
todos los «qu e no practican la religión de Estado o dan
lecciones sobre fenómenos celestes». Es falso, a n uestro
parecer, con siderar esta acusadón ante la asamblea como
un desahogo del resentimiento de la multitud ignorante,

• W illiam W allace, En cy clo p ae d ia Brit an n ica, 9.* ed.

78
sino que más bien demuestra el deseo de servirse de los
juicios religiosos del pueblo con finalidades políticas.
Cuan tos dicen que la oposición a la ciencia jónica sur­
gió de la ignorancia de las masas, y que, por el contrario,
la ciencia jónica fue favorablemen te acogida por la aris­
tocracia, valoran equivocadamen te la historia intelectual
de este período. Es suficiente examinar los escritos de los
portavoces de la aristocracia, las obras de Teogn is y de
Píndaro que han llegado h asta n osotros; no hay prueba
mejor. Teogn is muestra con bastan te claridad que para
él la religión tiene la única función de salvar la organi­
zación aristocrática de la sociedad. Estaba profun damen te
convencido (para usar los términos del amigo de Plutarco,
Floro) de que los bienes debían dividirse siguien do una
proporción geométrica y no aritmética, y que si Dios no
se sirviese de la geometría no cumpliría con su deber. Un
hombre como Teogn is es un enemigo natural de las ideas,
en cuanto llevan con sigo una amenaza con tra el orden
establecido. Poeta siempre vigoroso y profundamen te in­
clin ado hacia una tierna ven a de sentimiento, los seis
versos en que expresa su amor por su ciudad n atal, Me­
gara, son más exquisitos que el «H e u re u x q u i, com m e
U ly sse, a f ait u n b e au v oy age », de Du Bellay. Teogn is
nos choca por su amargo odio hacia todas las clases que
no son la suya y por su identificación de la virtud con la
propiedad territorial. Podría medirse el progreso moral
de la humanidad en el curso de los siglos contraponiendo
las actitudes de Teogn is y de Tolstoi ante la clase cam­
pesina.
Muchas cosas tienen de común con la rígida filosofía
de Teogn is las ideas que dominan el pensamiento del
poeta teban o Pín daro. Pín daro fue contemporán eo y casi
coetáneo de Esquilo y dedicó su vida al servicio de la
aristocracia del mundo griego, como Esquilo dedicó la

79
suya al servicio de la democracia ateniense. La lírica coral
era la forma artística de la aristocracia doria; la tragedia
era la expresión de la democracia ateniense. Las odas de
Pín daro por las victorias agon ísticas estaban orden adas y
pagadas por los tiranos o por n obles familias de toda
Grecia, y eran declamadas en espectáculos organizados
por ellos. Los dramas de Esquilo se exponían, juntamen te
con las obras de otros poetas, al juicio de un público ofi­
cial del demos, que las aceptaba; se representaban a cargo
del Estado, en espectáculos organ izados por el Estado, y
a los que se dirigía la atención de todo el pueblo. Una
representación en el teatro de Dion iso era expresión de
la vida democrática del pueblo aten ien se en igual iríedida
que una reunión de la asamblea. La declamación de una
oda de Pín daro, que siempre estaba pagada por el rico
vencedor — Psaumis de Camarin a, H agesias de Siracusa,
Jen ócrates de Agrigen to, Megacles de Aten as, Cromio de
Etn a, o Heródoto de Tebas— , era una fiesta de la aristo­
cracia, una expresión del enorme poder que aún quedaba
en las manos de las familias terraten ien tes. En las odas
pindáricas encontramos el reflejo de la visión oligárquica
de la vida.
No es exagerado decir que esta visión es completa­
mente incompatible con el espíritu de la cultura jónica.
En primer lugar, es una creencia común que toda familia
aristocrática es de origen divin o, ya que desciende desde
hace muchas generaciones (seguramen te desde la época
en que se han creado las bases de la fortun a de la familia)
de algún dios o semidiós que se ha unido a una mujer
mortal.
Estrech amen te conectada con esta teoría del origen di­
vino de las fam ilias n obles está la creencia en el carácter
h ereditario de la virtud típica de cada estirpe. Los estu­
diosos modernos tratan estas creencias con demasiados

80
reparos, como si Pín daro h ubiese podido tener una opi­
nión a ese propósito. «La teoría moderna de la tran smi­
sión h ereditaria de los caracteres, que en este siglo se ha
desarrollado en tan tas direcciones, h abría encontrado en
Pín daro un convencido defen sor. Creía en la derivación
de las virtudes físicas y morales de los an tiguos h éroes, a
quienes estas familias atribuían su descendencia, y rechazó
la teoría de que la virtud pudiera adquirirse. Así — es­
cribía J. B. Bu r y 9— , Pín daro creía que las virtudes fí­
sicas y morales derivaban de los an tiguos h éroes a quie­
nes estas fam ilias hacían llegar su descen den cia.» Pero
semejan te solución del problema es demasiado simple, ya
que, como pon ía de relieve el propio Bury, «t al creencia
podía con vertirse, por un defen sor de la aristocracia y
de la mon arquía, en sostén de los propios prejuicios po­
líticos».
Naturalmen te, en esta sociedad de seres semidivinos, la
vida no procedía según el ritmo común, sino que en los
momentos críticos era guiada por oráculos y sosten ida por
milagros. Y Pín daro (aun que, según todos los datos dig­
n os de crédito, fuese un biólogo con opiniones completa­
mente propias e importan tes sobre problemas cuya solu­
ción ha dado mucho que hacer a los científicos modern os)
tuvo también a su disposición una fuen te de información
más autón oma y mucho menos dependiente que las fasti­
diosas investigaciones de los modestos médicos hipocrá-
ticos: el Apolo Pítico que, como asegura Pín daro, «conoce
el fin supremo de todas las cosas y todos los caminos que
a él conducen, el número de las h ojas que la tierra hace
crecer en primavera y de los gran os de arena que tran s­
portan los mares y los ríos delante de las olas y de los

* T h e N e m e an O d e s o f P in d ar, editado por J. B. Bury, Mac­


millan, 1890, p. 38.

81
vien tos, lo que debe ser y de dónde debe ven ir*. La ver­
dad del dios es igual a su omnisciencia: «Apolo — dice
Píndaro— no puede hacer n ada con falsedad.» Sin duda
alguna, Pín daro debía de estar bien in formado de esto:
estaba en íntima relación con el clero délfico y gozaba
en realidad de una especie de dotación perpetua asegurada
por la prosperidad del oráculo. Pausan ias (I X, 23, 2) dice
que la Pitia, la sacerdotisa del oráculo de Apolo, estable­
ció que los h abitan tes de Delfos debían a Pín daro una
parte igual a todas las primicias ofrecidas a Apolo, y que
los descendientes del poeta continuaron gozando de este
privilegio todavía duran te mucho tiempo después de su
muerte.
Pín daro pues, a pesar de su gusto por la ciencia, pre­
firió fuen tes de información más rápidas, más seguras y
menos sorprenden tes, en cuan to al carácter político de la
verdad que proporcion aban , que las utilizadas por los
físicos jon ios. N o es extrañ o que los despreciase y que
no dudara en declararlo: «Los filósofos n aturales reco­
lectan con su sabiduría una mies in fructuosa» 10, frase
ambigua, en que sólo puede n otarse un a enorme aversión
a estas ideas.
Quien tenga familiaridad con un conjunto de creencias
como las de Pín daro, no se maravillará al n otar que la
certeza de sus conocimientos se exten día también al mun­
do ultraterren o. Pín daro creía en la vida ultraterren a y
estaba informado con un alto grado de precisión de los
diferen tes destin os que allí esperan al justo y al in justo.
También sus teorías escatológicas derivaban de Apolo.
«Podem os estar seguros — escribe el historiador del orácu-

w τους φυσιολογούντ^ς Ι ψ η <ít iX ?¡ σοφί ας î pi i ct t v κ αρπόν V. Do­


n aldson, P in d ar, frag. 123-24. Cfr. también Platón , T e e t e t o,
173 D ; R e p ú b lica, 457 B; Clem. Alej., S t r., 20, 707; Estobeo,
Se rm o n es, CCXI, p . 711.

82
lo délfico— de que Pín daro, a quien el oráculo orden ó
que se diese una parte igual a las primicias que se ofre­
cían a Apolo, no expresó otro pensamiento que el suyo
cuando, con una claridad casi propia de la Sagrada Escri­
tura, definió la diferen te vida futura del virtuoso y del
pecador: ‘El buen o ve brillar siempre el sol y participa,
en unión de la ven erada divin idad, de una vida que no
conoce lágrimas, allí don de, en tom o a la Isla de los
Bien aven turados, respiran las brisas marinas y resplan­
decen flores doradas. Los espíritus rebeldes, en cambio, a
quienes se les juzgan los pecados cometidos en este reino
de Zeus por un juez de sentencias severas e inapelables,
son castigados inmediatamente después de la muerte’
(O lím p ica, I I , 57-80)» Para Pín daro, como para Teog-
n is, conviene recordar que b u e n o y m alo son términos de
valor político más que moral, y, como pone de relieve Gil-
dersleeve, la fe de Pín daro en el mundo futuro «es un
elemento del carácter aristocrático de su pensamiento,
es decir, la continuación de la distin ción característica
entre b u en o s y m alo s en el sen tido dórico».
«Bajo cualquier forma de gobiern o — dice Pín daro en
la segunda O d a P ít ica — , surge un hombre de palabra
franca y leal, tan to en la corte del tirano como donde el
Estado es regido por la multitud turbulenta o por los
h ombres más sabios.» Nótese su terminología política:
por «gobiern o de la multitud turbulen ta» entiende la de­
mocracia; por «gobiern o de los sabios» entiende la oligar­
quía. Se trata sin duda de una terminología que no podría
aceptar ningún demócrata, y es explicable que Esquilo no
estuviese satisfech o de ella. Si se acepta la opinión de
Gildersleeve, de que «cada una de las partes de las odas
pindáricas producen un irresistible efecto de opulen cia»,
" Rev. T . Dempsey, T h e D e lf ic O racle, I t s Early H ist o ry ,
In f lu e n ce an d Fall, p. 149.

83
y que «la opulencia es la riqueza que se pone en evidencia
y saca a la luz de modo casi in sultante un con traste, y
ese con traste es la pobreza», entonces hay que admitir
que el carácter peculiar de la obra de Pín daro tiene una
gran semejanza con aquel «orgu llo» (b y b r is) que Esquilo
condena en todas sus tragedias.
Un a vez en este pun to ya podemos sacar una conclu­
sión . Duran te toda su carrera de escritor trágico, según
lo que podemos juzgar por las obras llegadas hasta n os­
otros, Esquilo se ocupó de un problema político, a saber,
del in ten to (tan importan te para la humanidad) de ase­
gurar las bases de la democracia aten ien se, el gran experi­
mento de gobiern o al que se dirigían las miradas de toda
Grecia. En los P e rsas h abía en ton ado el himno de la
victoria por el triun fo de la democracia sobre los bárbaros
enemigos. En los S ie t e co n t ra T e b as, su ánimo está preo­
cupado por el problema de la institución de un culto de
Estado: los «dioses protectores de la ciudad» (πολισσουχοι
θεοί) dominan la escena.
En las tres partes de la trilogía de L a O re st íad a y en
L as Su p lican t e s, su atención se dirige sobre todo a la
supervivencia de la an tigua forma de la sociedad preciu-
dadan a y a las nuevas instituciones de la ciudad-estado. El
argumento del poeta es la evolución de la sociedad y, en
general, se muestra satisfech o de la forma que esta evo­
lución ha alcanzado con la democracia moderada de
Atenas.
¿Q u é quedaba por h acer? H abía un aspecto del pro­
blema de la democracia aún no discutido, el más acu­
cian te de todos. Cada paso en el progreso de la democra­
cia h abía sido una victoria de la difusión de la cultura
contra cuantos se oponían a ella. Se h abía librado una
dura lucha h asta arrancar a los oligarcas un código escrito.
Dracón lo h abía concedido, pero con muchísima reticencia

84
y contrariedad. £1 mon opolio aristocrático del control de
la religión h abía favorecido el reforzamien to de la demo­
cracia duran te casi un siglo en tero, después de que Solón
había puesto en vigor su constitución . Podemos estar
seguros de que el propósito de confiar a la diversa y nu­
merosa población reunida en la «eclessia» las cuestiones
religiosas (tradicionalmen te tratadas por el jefe aristo­
crático de un clan de fam ilias) h abría sido una de aquellas
ocasiones en las que, según Pín daro, Zeus hubiera hecho
bien en lanzar un rayo. Para que hubiera una verdadera
democracia había que educar al pueblo, que debía apren ­
der a grabar un nombre para decidir si h abía que expulsar
o no a un aristócrata que amenazase con hacerse dema­
siado poderoso. «P isotear al pueblo ignoran te, atormen­
tarlo duramente y hacer cada vez más pesado su yugo
servil: ésta es la forma de obligarlo a amar a sus am os»:
ésa h abía sido la opinión de Teogn is. Ahora, en cambio,
el pueblo debe reunirse en Asam blea, debe decidir su po­
lítica, debe sen tarse en las aulas de los tribunales y ad­
ministrar la justicia, tener una indemnización por estos
ejercicios. «La ciudad es todavía la ciudad, pero el pueblo
ha cam biado», observó contrariado Teogn is cuando Me­
gara corrió el peligro de una revuelta popular. «Los hom­
bres del pueblo, hace tiempo, no conocían ni injusticia
ni leyes, se cubrían la espalda con una ruda piel de cabra
y h abitaban fuera de la ciudad como animales salvajes, y
ah ora, en cambio, son nobles, y los nobles son h umillados.
¿Q uién puede vivir ante tal espectáculo?» ,2. Para em­
peorar la situación , comenzaron a aparecer por toda Gre­
cia, a lo largo y a lo ancho, hombres como An axágoras,
que se establecían en esta o aquella ciudad, o como Pro-
tágoras, que viajaban de ciudad en ciudad y aprobaban el

11 Son ips pasajes de Teogn is, 847-849 y 53-58.

85
nuevo estado de cosas y minaban los fun damentos mismos
del an tiguo orden . Ya hemos visto cuál fue el delito de
An axágoras. Protágoras, por su parte, enseñaba que cada
h ombre, en virtud de su misma naturaleza, poseía el sen­
tido del honor y de la justicia y estaba en perfectas con­
diciones para recuperar su papel de ciudadan o '3. Era casi
una carta de los derechos democráticos: enseñaba que el
H om bre es la medida de todas las cosas o, en otras pala­
bras, que es libre para modificar las instituciones según
sus propias necesidades. Esto quitaba al st at u q u o su san­
ción divina.
¿Cuál podía ser la actitud de un demócrata moderado
ante tales acontecimien tos? Esquilo había sido optimista
al pen sar que en la Aten as triunfal y próspera posterior
a la guerra persa se h ubiese alcanzado la estabilidad; por
el contrario, la estabilidad era sólo el resultado de un com­
promiso, ya que, en el fon do, Aten as h abía llegado a una
timocracia y no a una democracia. H abía en la con stitu­
ción in justicias tan eviden tes que antes del fin del siglo
llevarían de nuevo a la ciudad a la guerra civil. ¿Y estaba
más segura la ciudad-estado desde el punto de vista reli­
gioso? ¿No estaba también basada en un compromiso in­
capaz de detener la ofen siva de la cultura? Apolo estaba
entre los dioses que protegían la ciudad, pero ya Esquilo

” Platón , P ro t ágo ras, cap. 9: «Y Hermes dijo a Zeus: ‘¿De


qué forma debo distribuir entre los hombres el sen tido de justi­
cia y de h on or? ¿Debo hacerlo como se ha hecho en las artes?
Pues en la distribución de las artes un h ombre estudioso vale
por muchos hombres comunes, y lo mismo ocurre con los artis­
tas. ¿Debo entonces distribuir entre los h ombres el sen tido de
justicia y de honor según este criterio, o debo dispen sarlo a
todos?’ Ά t o d o s — respon dió Zeus— , t en ga c ad a u n o su p art e .
D e o t ro m od o, s i só lo se d ie ra a u n a m in o ría la p o sib ilid ad d e
co m p ren d e r l a ju st ic ia y e l h on or, com o su ce d e en las art e s, la
ciu d ad n o p o d ría e x ist ir.'»

86
había expresado sus dudas acerca de la confianza que se
podía tener en él. ¿Y Jú piter ? ¿El todopoderoso Jú piter?
¿Cóm o podía Esqu ilo conciliar al dios de su íntima devo­
ción con el Jú piter del que Teogn is invocaba la destruc­
ción de sus enemigos, o con el dios armado del rayo al que
Pín daro pedía que salvara a Grecia de la democracia?
En la trilogía de P ro m e t e o , Esquilo trató una vez más
el problema de la ciudad-estado desde el pun to de vista
del conflicto entre la autoridad y la cultura. En la primera
parte de la trilogía (la única que nos ha llegado), en el
P rom e t eo En cad e n ad o, Esquilo se preocupó solamente de
plantear el problema, no de darle una solución. Por una
parte, nos presen ta la figura de Zeus como la de un tiran o;
es el Zeus ciego y opresor de las facciones reaccionarias
oligárquicas, pin tado sin ningún elemento que lo redima,
tan cruel, falso y egoísta como poderoso. Por otra parte,
contrapone a Zeus, como imagen ideal de la cultura, al
hombre que ama a la humanidad y le concede el saber.
Pero está claro que Esquilo no expresa.su plena aproba­
ción por su Prom eteo; es un person aje'impruden te, terco,
obstin ado, ilógico. Por ello, para Esquilo, una reforma,
sobre todo si tiene aliados peligrosos como Tifón , el de
las cien cabezas, «qu e silba terriblemente con sus h orri­
bles m ejillas», debe apren der a proceder con cautela, a
avanzar lentamente, a respetar la autoridad. ¿Cuál será,
pues, la solución, cuál el término medio entre la repre­
sión y una reforma atolon drada? ¿Q u é puede hacerse
sino hacer humana la autoridad, abierta a la cultura, y
plantear una reforma sabia y cautelosa? Esquilo, como
sabemos, escogió precisamente una solución de este tipo.
Puede parecer sorprendente que un aten ien se del si­
glo v se haya dado cuenta con tanta exactitud del pro­
blema que plan teará Tolstoi en el famoso ensayo ¿Q u é es
la re ligió n ?: «Parece natural a los hombres que el go­

87
bierno que fundamenta su propia existencia en la preocu­
pación por el bien estar del pueblo, deba usar, para ase­
gurar tal bien estar, solamente los medios que no procu­
ran al pueblo ningún dañ o y pueden producir los mejores
efectos. El gobiern o, sin embargo, aún no se h a plan ­
teado este deber, sin o que siempre y en todas partes ha
conservado celosamente todas las falsas religion es pre­
tendiendo, con todos los medios a su alcance, que lo que
ha intentado es educar al pueblo con los principios de
una religión verdadera.» Pero Esquilo, como es natural,
ve el problema a la luz de sus convicciones y en los tér­
minos propios de su tiempo: la brutal ignorancia de la
reacción con sus min istros el Poder y la Violen cia, la
humanidad deseosa de instrucción, el peligro de su unión
con el pueblo de muchas cabezas M.

u Examin ados los datos, n o parece que pueda ser difícil re­
lacionar el Pro m e t e o con la situación de Aten as, que se resolvió
en la acusación de An axágoras y en el proceso llevado a cabo
contra él. La trilogía del P ro m e t e o fue compuesta probablemente
hacia el 458-456. Ya en el 450, según la fecha establecida por
Brun et y Mieli (H ist o ire d e s scie n c e s; A n t iq u it é ), An axágoras,
perseguido por su s opiniones cien tíficas, se ve obligado a dejar
Atenas. Su expulsión definitiva tuvo lugar probablemente en
el 432. Pero ésta fu e solamen te una crisis en el cuadro de la
lucha en tre la naturaleza in stitucion al de la dudad-estado y las
reivindicaciones de la cultura, que ya había adquirido fuerza a
través de las generaciones. Con ven dría recordar que Tales, An axi­
mandro y Pitágoras, al igual que Solón , fueron legisladores. A me­
nos que la mente de estos gran des hombres estuviese hecha de
tal forma que su s diversas actividades intelectuales estuvieran se­
paradas en compartimien tos estan cos, ya debían h aber meditado
en el siglo v i acerca de las consecuencias que la nueva visión
del mun do traía con sigo con respecto a la ciudad-estado. Esquilo
trató, pues, un tema que n o era nuevo. (P ara la actividad polí­
tica de los científicos jon ios, v. F. En r iques y G . de San tillan a, H is­
t o ire d e la p e n sé e scie n t if iq u e , I ; L e s Io n ie n s e t la n at u re d e s ch o­
se s. Paris, 1936, p. 26, n ota.) También fue legislador Protágoras.

88
7 PLA T O N Y L A R E L IG IO N D E LA
• · C IU D A D - EST A D O

C rit ias y la con cep ción p o lít ic a d e l origen


d e la religión . I só c rat e s y la f u n ció n p o lít ica
d e la religión . L a legislació n re ligio sa d e PU-
t ón S u in co m p at ib ilid ad con la cien cia jó ­
n ica.

Platón nació en el mismo año en que se cree que mu­


rió An axágoras. En el período de tiempo que separa la
madurez de los dos filósofos, la actitud de Aten as ante la
ciencia jónica se había definido más claramente: se había
agudizado el an tagonismo, no sólo porque Sócrates había
iniciado su vigoroso movimiento de rebelión contra el
materialismo jón ico, sino también porque el arte de go­
bernar por medio de la religión se había hecho cada
vez más apreciado a medida que se sentía más amenazada
por la difusión del racionalismo jónico.
La conciencia política de Aten as se desarrolló muy rá-
' Sobre las propuestas de Platón en el campo de la legisla­
ción es dign a de citarse la opinión de Milton : «P latón , hombre
de autoridad sin duda elevadísima, pero no seguro en el seno
de su Estado, en el libro de las L e y e s, que n in guna ciudad quiso
adoptar nunca, alimen tó su fan tasía redactan do para los altos
expon entes de su gobiern o leyes tales que cuantos las admiraban
prefirieron verlas olvidadas y sumergidas en los alegres cálices
de un a recepción nocturna en la Academia.» (A re o p agit ic a.)

89
pidamen te, en correspondencia con el progreso, igual­
mente rápido, de la democracia ateniense. «En menos
de ciento cincuenta añ os, Aten as pasó del dominio de
los Eupátridas a la plen a realización del régimen demo­
crático» J. La emancipación del pueblo del control polí­
tico de la oligarquía no h abía tenido lugar sin desafiar
la religión de la nobleza: este desafío dejó clara para la
nobleza la función política de la religión. Dos textos re­
velan perfectamente este hecho.
Consideremos en primer lugar el fragmen to de un dra­
ma en que el oligarca Critias, discípulo de Sócrates y
compañero de Platón , expon e la teoría del origen polí­
tico de la religión , comúnmente sosten ida en el siglo xv m
de n uestra era.
«H u bo un tiempo en que la vida de los hombres era
desordenada, salvaje y condicionada por la fuerza bruta
y en la que no h abía premio para el bueno ni castigo para
el malvado. En ton ces, según creo, los hombres estable­
cieron leyes con que castigar, y decidieron que la justicia
debía ser norma de vida para detener la desenfrenada
violencia, y que todo el que la tran sgrediera debía ser
castigado. Desde entonces las leyes impidieron que se
cometieran acciones malvadas con violencia manifiesta,
pero los hombres continuaron realizándolas a escondidas.
Un hombre sabio y astuto descubrió entonces una fuente
de temor para los mortales: que los perversos habían
de esperar algo doloroso también por aquello que hacían,
decían o pensaban secretamete. Luego les hizo creer en
la divin idad, diciéndoles que existe un ser divino dotado
de vida inmortal, que ve y siente con la mente y observa
estas cosas con in falible pen samien to; es de naturaleza
divina, puede oír todo lo que se dice entre los mortales,

3 A. Croiset, L e s d ém o crat ies an t iq u e s, p. 20.

90
y tiene el poder de ver todo lo que hacen. Y si intentan
plan ear a escon didas una acción malvada, no escaparán a
los dioses, ya que su mente está siempre aten ta. Con
tales argumen tos, este hombre in trodujo una fan tástica
narración. Y colocó la vivienda de los dioses en un lugar
que podía atraer más que ninguno la mente de los
hombres: en la bóveda del cielo, sobre n osotros, de
donde, como ellos sabían , provenían los terrores que
descienden sobre los mortales y los beneficios que hacen
agradable su fatigosa vida. Veía que allí estaban los ra­
yos y los terribles bramidos del trueno y los cuerpos
celestes y el maravilloso bordado del Tiem po, ese gran
artista; de allí surge la masa incandescente del astro del
día y se arrojan húmedas lluvias sobre la tierra. Así
trabó en torno a los hombres cadenas de terror, y con
esta ficción inventó felizmente la divinidad, colocándola
en lugar adecuado, y con las leyes eliminó la ilegalidad...
Así fue cómo, a mi parecer, un hombre indujo por pri­
mera vez a los demás hombres a creer que existe la
divin idad» 3.
El fragmen to citado contiene ideas todavía poco ma­
duras para que puedan contribuir a la comprensión filo­
sófica de la religión. Critias se equivocó al suponer (si
es que realmente lo supuso, ya que no es lícito juzgar
a un hombre por un fragmento aislado de una composi­
ción dramática) que había descubierto la génesis de la
religión al afirmar su función política. Pero el hecho
mismo de que haya podido ponerse de manifiesto y pu­
blicarse un an álisis tan claro y tan cínico de la función
política de la religión es una señal del interés de los
hombres de Estado por estos problemas. La falsa relí-

* Cfr. W ihittaker, P rie t s, P h ilo so p h e rs an d P ro p h e t s, op. d t .,


p. 77.

91
gión es la obra de un legislador, de «u n hombre sabio
y astu to». Según la opinión de otro hombre político de
su tiempo, el orador y pedagogo Isócrates, la función
política de la religión podía ser asumida igualmente bien ,
si no mejor, tan to por un vulgar politeísmo como por
la refinada invención de una divinidad in visible colocada
en el cielo. En su hermosa composición B u sírid e s, Isó ­
crates interpreta así para su público ateniense las inten­
ciones del legislador religioso de los egipcios:
«Las prácticas religiosas que in trodujo fueron muchas
y variadas: estableció por ley que se debía venerar y
honrar a animales que n osotros despreciamos, no porque
estuviese influenciado por un concepto errón eo del poder
de estos animales, sino por dos razones muy distin tas.
La primera es que esto le pareció el modo más adecuado
de h abituar a la multitud a obedecer cualquier orden de
los superiores; la segunda que quiso probar, a través de
la obediencia de la multitud a estas observacion es pú­
blicas, los sen timientos con que los súbditos habrían
reaccionado ante las cuestiones más difíciles de aceptar.
Pen saba que los hombres que desprecian estas cuestiones
de poca importancia despreciarían también con mucha
facilidad cosas de importancia mucho mayor, en tanto
que podía ser cierto que los que exteriorizaban su pie­
dad, también observarían las leyes en todas las restantes
circun stan cias.»
Está dicho en un tono grave, pero no por ello el pa­
saje deja de ser significativo, sino que contiene el tipo
de pruebas que contribuye a recrear la atmósfera de una
sociedad an tigua: nos proporcion a la certeza de no estar
atribuyendo a un a época un tipo de ideas completamente
extrañ as a ella. Y que estas ideas no fueron extrañ as a la
Atenas del siglo iv, puede verse también en una consi­
deración de Platón .

92
Se ha afirmado que «la filosofía seguramente es, entre
las muchísimas ramas del pen samiento humano y de la
literatura, la menos influenciable por circunstancias exter­
n as»; resulta difícil creer que esto sea cierto para P la­
tón, que es para la mayoría el filósofo por excelencia.
En su famosa C art a Sé p t im a él mismo describe las rela­
ciones entre su filosofía y la política de su tiempo:
«Cuan to más pienso en la suerte de los hombres de­
dicados a la política, más examino sus leyes y costum­
bres, más avanzo en años y me parece más difícil gober­
nar rectamente, por la única razón de que nada puede
hacerse sin amigos y fieles compañ eros; y no era fácil
encontrar hombres capaces de ello sin o cuando n uestra
ciudad estaba admin istrada por las normas y costumbres
de n uestros padres. Hombres semejan tes no pueden crear­
se de improviso, con tanta facilidad. Por otra parte, las
leyes escritas y las costumbres se estaban corrompiendo
de forma impresion an te, tan to que yo, lleno de en tusias­
mo por la carrera política, cuando llegué al vértice de
la vida pública y vi el incesante movimiento de las co­
rrientes cambian tes, fui dominado al fin por el vértigo;
y, aun que n o dejase de examin ar los medios adecuados
para mejorar la situación y tran sformar realmente toda la
con stitución, aun esperaba el momento favorable para
actuar. Por fin vi claramente que en todos los Estados
ahora existen tes el sistema de gobiern o es malo sin ex­
cepción. Con sus actuales Constituciones no hay casi
ninguna posibilidad de mejora, a n o ser que tenga lugar
por alguna intervención milagrosa ayudada por la buena
suerte. Debéis, por tan to, sacar la conclusión de que
sólo la verdadera filosofía puede hacernos ver claramente
en cada caso lo que es útil a la comunidad y a los in di­
viduos y h acemos así comprender que el género humano

93
no tendrá días mejores h asta que hayan conquistado el
poder político todos los que siguen recta y sinceramente
la filosofía, o h asta que los que detenten el poder polí­
tico hayan sido dotados de un don de la providencia
para convertirse en verdaderos filósofos.»
Estas fueron las circunstancias extern as que hicieron
que la gran obra del primer período de Platón fueran
los diez libros de la R ep ú b lica y que la gran obra de su
vejez fueran los doce libros de las L e y es. Toda la filoso­
fía de Platón fue una filosofía política, y el propósito
que domin ó su larga vida y que adquirió mayor claridad
en toda su tarea fue la construcción de un complejo
de creencias y de un sistema de educación que, impuestos
por la autoridad política, garantizaran el bien estar del
Estado. El problema del Estado fue, en resumen, la base
prin cipal del movimiento platón ico, como el problema de
la naturaleza había sido la base principal del movimiento
jónico.
Nos extrañ a la opinión de A. E. Taylor, según la cual
el foco del pen samiento platón ico sería el principio por
el que «n o puede haber diferen cia entre el espíritu que
informa las leyes de la moralidad pública y el que in for­
ma la moralidad privada». «E l que sosten ga — conti­
núa— que lo que pueda ser ‘moralmen te’ reprobable en
una person a privada puede ser ‘políticamen te’ lícito si
proviene de un representan te oficial del Estado, comete
un error en la interpretación general de las razones de
la legalidad cívica y de la sujeción política, características
tan to del pensamiento de Platón como del de Aristóte­
le s»4. Pero podría pensarse que las propias palabras de
Platón ponen fuera de discusión el hecho de que el des­
consolador descubrimiento de la diferencia entre la ver­

4 A. E . Taylor, P lat o n ism , pp. 67-68.

94
dad para el individuo y la verdad para el Estado fuese
la clave de su filosofía política:
«La verdad debería ser tenida en gran consideración.
Si, como estábam os diciendo, una mentira puede ser in ­
útil para los dioses y útil para los h ombres sólo como
medicina, entonces el uso de tal medicina debería estar
limitado a los médicos; los ciudadan os particulares no
tienen n ada que hacer con ella.»
«N o, sin duda.»
«En ton ces, si algunos deben tener, más que otros, el
privilegio de decir mentiras, éstos deben ser los jefes del
Estado que, en su conducta, tan to con los enemigos como
con los propios conciudadanos, deben tener la posibilidad
de mentir para el bien público. Pero ningún otro deberá
ser partícipe de un derecho de este tipo; y aunque los
gobern antes tengan este privilegio, sin embargo, en el
caso de un ciudadan o privado, el contraponer a las suyas
las propias mentiras debe ser considerado como un a falta
más grave que el caso de un paciente o de un alumno
de un gimn asio que ocultara la verdad sobre su en ferme­
dad al médico o al instructor, o de un marinero que
callase ante el capitán lo que sucede en la nave o en el
resto de la tripulación, o cómo van las cosas para él
mismo y para sus compañeros marin eros.»
«Com pletam en te cierto.»
«Si entonces un gobernan te se da cuenta de que algu­
n o, distin to a él, dice mentiras en el Estado, ‘cualquier
miembro, sea sacerdote, médico o carpintero* (O d ise a,
XV II , 383), lo castigará, ya que h a introducido una prác­
tica que es tan subversiva y ruinosa para el Estado como
para la n ave.»
«Cierto, si es que n uestro ideal de Estado se h a reali­
zado en ese lugar.»
R e p ú b lica, I I I , 389.

95
En este pun to puede aprobarse este principio o des­
aprobarlo, defenderlo o combatirlo; ¿pero cómo se puede
ante él sosten er que según la opinión de Platón no de­
bería haber ninguna diferen cia sustan cial en tre las leyes
de la moralidad pública y privada? Excepto, n aturalmen­
te, en este sen tido: que la mentira política debe ser tan
hábilmente adecuada a su finalidad y tan profundamente
inculcada mediante la educación, como para adquirir el
aspecto de la verdad, como para excluir toda posibilidad
de que los súbditos puedan con el pen samiento o de
hecho buscar la verdadera verdad, la de los gobern an tes:
a los súbditos debe parecerles que en todo el Estado
reina la verdad.
Según las intenciones de Platón , naturalmente, la men­
tira política debía ser una doctrin a que sirviese de me­
dicina para asegurar la salud del in dividuo y de la socie­
dad. ¿P ero por qué temía la verdad? Como epígrafe de
este libro he escrito las elevadas palabras de Epicuro,
que continuó la tradición de la ciencia jónica:
«E l estudio de la n aturaleza no produce hombres pro­
pensos a jactarse y despreciar la cultura que tan tos es­
fuerzos ha costado: por el contrario, forma hombres se­
rios y muy independien tes, que fun dan su orgullo en las
cualidades person ales y no en las circunstancias extern as.»
Este tipo de h ombre y este tipo de educación habían
encontrado el favor de los promotores de la educación y
de la democracia, que sostenían que la capacidad de com­
pren der y apreciar la justicia, y por ello de participar
plenamente en la vida del Estado, era una prerrogativa
de todos los h ombres. Esta había sido, por ejemplo, la
enseñanza del sofista Protágoras, y éste, como veremos,
fue el pen samiento de Epicuro, en tan to que a Platón
le faltó esta seguridad. Platón tenía tan poca confianza
en la naturaleza humana que la democracia no era para

96
él más que una quimera. Para e lim in ar para siempre toda
posibilidad de una revuelta popular y para establecer so­
bre bases sólidas un a sociedad dividida en clases, in­
tentó llamar en su ayuda a la mentira política e inculcar
en el alma del pueblo la convicción de que nunca le sería
posible buscar la verdad. ¿Q uién , con el sen tido de la
tragedia humana de los vein titrés siglos que nos separan
de Platón , podrá leer sin h orror estas frases? :
«¿Cóm o podemos escoger una de esas n ecesarias fal­
sedades de que hemos h ablado ahora — una falsedad real­
mente enorme— que pueda engañar a los gobern antes y
a todo el resto de la ciu dad?»
«¿Q u é tipo de falsed ad ?»
«Nada n uevo; sólo una an tigua h istoria fen icia de la
que se h a h ablado muchas veces en otros lugares antes
de ah ora, como dicen los poetas, y que h a conquistado
la fe del pueblo, pero que no es de n uestro tiempo. Yo
no sé si esto puede acontecer de n uevo, ni. si el pueblo
hoy la creería si se viese obligado a ello.»
«¡M e parece que las palabras vacilan en tus labios!»
«N o os asombraréis de mi duda en cuanto la hayáis
oído.»
«H abla y no tem as.»
«En seguida h ablaré, aunque no sepa bien cómo lo
veréis ni con qué palabras expresar la audaz invención
que me propon go hacer conocer poco a poco, primero a
los gobern an tes, luego a los soldados y finalmente al
pueblo. Oirán que su juven tud fue un sueño y la educa­
ción y la instrucción que han recibido de n osotros sola­
mente una apariencia. En realidad, duran te todo este
tiempo fueron formados y n utridos en las entrañas de
la Tierra, donde fueron plasmados ellos mismos, sus bra­
zos y sus miembros; cuando fueron creados, la Tierra,
su madre, los hizo n acer; y así, como su país es su madre

97
y nodriza, están obligados a acudir en su favor y a de­
fen derlo de los ataques y deben con siderar a sus conciu­
dadan os como h ijos de la tierra y hermanos suyos.»
«Ten ías razón en asustarte por las mentiras que ibas
a decir.»
«Sí, pero debo contin uar; sólo os he revelado una
parte. ‘Ciudadan os — les diremos en nuestra narración— ,
sois hermanos, pero Dios os ha hecho distin tos. Algun os
de vosotros tenéis derecho a mandar, y al crearos lo ha
hecho con oro, por lo que también gozáis del mayor h o­
n or. O tros, destin ados a ser auxiliares, han sido hechos
de plata; otros, por fin, están destin ados a ser agricul­
tores y obreros; los ha hecho de ramas y h ierro, y estas
características se conservarán casi siempre en los h ijos.
Pero como todos son del mismo tronco origin ario, un
padre áureo podrá tener un h ijo argén teo; y Dios or­
den a, como principal deber de los gobern an tes, por en­
cima de cualquier otro, que n ada deben observar con
tan ta premura y de nada deben ser mejores vigilan tes
que de la pureza de la raza. Deben con siderar qué ele­
mentos van a mezclarse en su descendencia, ya que si
el h ijo de un padre de oro o de plata tiene en sí una
mezcolanza de cobre o de hierro, entonces la naturaleza
impone un cambio de clase; y el h ijo del gobern ante
no debe nunca mirar con piedad al niño que debe des­
cender en la escala y convertirse en agricultor u obrero,
de la misma manera que pueda h aber h ijos de artesanos
que, teniendo en ellos oro o plata, se eleven en los ho­
nores y lleguen a ser guardianes del Estado o auxiliares
suyos. Un oráculo dice, en cambio, que cuando un hom­
bre de bronce o h ierro custodia el Estado, éste se verá
destruido.’ Este es el argumento. ¿H ay posibilidades de
hacérselo creer a n uestros con ciudadan os?»
«N o, en lo que toca a la generación presen te, pero

98
se podrá hacerlo creer a sus h ijos y a los h ijos de sus
hijos y a todos sus descen dien tes.»
«Lo veo difícil. Sin embargo, esta fe les h ará preocu­
parse más del bien de la ciudad y del prójim o. Ya hemos
hablado bastan te de la invención que ahora podría salir
volando sobre las alas de la fama, mientras n osotros ar­
mamos a n uestros h éroes nacidos en la tierra y los con­
ducimos adelante bajo el man do de sus jefes. Miren en
derredor y escojan un lugar desde el que puedan su­
primir de la mejor forma una insurrección, si es que
hay algún intento de rebelión en el in terior, y también
defenderse de los enemigos que, como lobos, pueden
caer desde fuera sobre el gan ado; acampen, y apenas se
hayan establecido, sacrifiquen a sus dioses y construyan
sus vivien das.»
R ep ú b lica, I I I , 414.

(H ay que aclarar un pun to: el lector podría suponer


que Platón admitía un libre movimiento de los indivi­
duos entre las diversas clases, y que, entonces, aunque
crea en el mantenimiento de una sociedad dividida en
clases, Platón supon ía que, por afortun ado automatismo,
cada in dividuo podía encontrar en ella su pu esto adecua­
do. Pero Platón conocía dem asiado la realidad para ad­
mitir en su ideal del Estado una libertad tan peligrosa.
Poco más adelante (434) excluye expresamen te que su
pen samiento pueda ser interpretado en el sen tido de que
se verifique una frecuente ósm osis en tre las clases infe­
riores y las superiores. «Cualquier intercambio en tre las
clases sería peligrosísimo para el Estado y sería justa­
mente con siderado como el colmo de la in fam ia.»)
Este pasaje respon de al mismo contexto h istórico al
que pertenecen los trozos ya citados de Critias y de Isó-
crates, pero debe ser con siderado más seriamente. Mien­

99
tras Critias e Isócrates expresan suposicion es sobre lo que
los an tiguos legisladores habrían hecho, Platón dice lo
que él mismo h aría si pudiese. H ay que recordar que
Platón tiene entonces unos cincuenta añ os; es el Platón
que ha vuelto de sus viajes, que ha iniciado la organ i­
zación de lo que debería ser la obra de su vida; el Platón
que hace poco ha abierto la Ácademia. Le parece n atu­
ral, y no le deja ningún amargo sabor de boca, usar del
nombre del dios para rodear de autoridad su invención,
para sosten erla con oráculos, para que las víctimas de
su engaño se vean obligadas a las fatigas de sus deberes
religiosos. Si algún ciudadan o no fuese capaz de com­
prender la importan cia de la enseñanza de que todos son
hermanos y pen sase que esto se opon e a la división de
la sociedad en clases, hay que decirle: « D io s os h a hecho
de modo distin to»; y si algún h ombre de Estado n o fuese
capaz de preocuparse por mantener la estructura de la
división en clases, se le debe decir que «el primer pre­
cepto impuesto por D io s es que debe ser man ten ida».
Y cuando los ciudadan os, a un a señal de mando, han
decidido escoger una posición desde la que sea posible
reprimir de la mejor forma posible una revuelta, si ha
h abido algún intento de rebelión en el in terior de la d u ­
dad, deben hacer sacrificios a sus d io se s p art icu lare s.
También en la an tigüedad h ubo h ombres que no pu­
dieron respirar estos aires. Epicuro, que n o demostraba
ninguna simpatía por Platón , lo llamó, aludien do clara­
mente a su famosa invención, «el h ombre de or o». En
n uestros tiempos, J. M. Robertson , asumiendo sus ideas
sobre la R e p ú b lica, escribe: «En su genial representación,
Platón combate las escan dalosas narraciones de los poe­
tas sobre los dioses y sobre los h ijos de los dioses, pero
no las com bate porque son f alsas. Sostien e que son m u t i­
le s, y propon e que sus gobern antes ideales creen nuevos

100
mitos aptos para formar a la juventud; en su utopía
asigna al legislador el papel de elegir las ficciones justas.
La imposición sistemática de un complejo orgán ico de fá­
bulas religiosas en la mente de todos forma parte de su
proyecto para la renovación de la sociedad. La honradez
debe edificarse con el engaño, y la razón con el error.
Lo que los autores h ebreos hicieron con la Biblia h abía
ya sido hecho por P lat ón »*.
En las L e y e s, la obra de la plena madurez de Platón
(perfecta en cuanto a la materia, pero que n o h abía sido
revisada en su forma cuando murió, a los ochenta y un
añ os), los efectos de esta política de público engaño se
hacen cada vez más graves según le falta aquel espíritu
y aquella vivacidad que en las primeras obras le ayuda­
ron a sosten er las opiniones más paradójicas; ah ora, en
cambio, todo esto se sustituye por un estan camiento es­
piritual, por una in quietud de ánimo. La obra contiene,
al prin cipio del quin to libro, un solemne tributo a la
importancia de la verdad. «La verdad es el principio de
todo bien , tan to para los dioses como para los h ombres,
y quien quiera ser feliz debe ser ante todo un defen sor
de la verdad, vivir como un hombre leal, ya que sólo
así puede conquistarse la confianza ajena. No alcanzará
esta confianza quien ama a sabien das la mentira, en tan to
que quien la ama inconscientemente es un idiota. Nin ­
guna de éstas es, sin duda, una condición envidiable, ya
que el h ombre falso e ignorante no tiene amigos y con
el correr del tiempo se pone al descubierto su carácter,
y él mismo se prepara la soledad para aquella edad in­
grata en que la vida en tra en decadencia; con el resul­
tado de que, estén vivos o muertos sus h ijos o amigos,

’ J. M. Robertson , A Sh o rt H ist o ry o f Fr e e T h o u gh t , 3.* ed.,


p. 175.

101
queda igualmente solo.» Pero el resto de la obra mues­
tra claramente que Platón no veía la «ficción religiosa»
como una desviación de la. verdad.
Por otra parte, en el segundo libro, después de una
severa crítica del gusto popular en materia de arte, Pla­
tón observa que, en materia de ética, no debemos sor­
prendernos de que sólo las mentes más elevadas, las men­
tes filosóficas, puedan comprender la fun damen tal verdad
de que la virtud es felicidad. Esta verdad debe ser la
base de n uestra educación, ya que sólo un Estado en el
que los h abitan tes tengan plen a e irrevocablemente im­
presa la verdad de este con cepto, puede esperar tener
prosperidad y leyes estables. «E in cluso, si no fuera cier­
to — continúa Platón — , ningún legislador, si se encon­
trase en la necesidad de usar una mentira, podría encon­
trar una más útil que ésta ni más eficaz para guiar a los
ciudadan os h asta cumplir lo que es justo, no por impo­
sición, sino espon tán eamen te.»
Lo que desagrada en este pasaje no es tan to la apro­
bación de la mentira como la identificación de la virtud
con la obediencia a la ley. Platón perseguía la plena
identificación del individuo con el ciudadano. Exige de
cada ciudadan o una perfecta obediencia a la Con stitu­
ción, pero como, según la Con stitución , las clases de los
ciudadan os no pueden ser todas igualmente afortun adas
(y en todo momento, tan to en la R e p ú b lica como en
las L e y e s, se sien te preocupado por el problema de una
revuelta in terna), esta completa obediencia sólo puede al­
canzarse con la imposición de la creencia de que la Con s­
titución es ley de Dios y de que la obediencia a ella es
sinónimo de virtud. Desde el pun to de vista platónico,
la A n t igo n a contenía la doctrina más peligrosa, y preci­
samente esta postura explica de manera lógica la oposi­
ción de Platón a los poetas.

102
Plan teada de nuevo la cuestión de la mentira útil,
Platon responde con una de sus observacion es más cíni­
cas. La fe general en los mitos, dice, demuestra que
puede hacerse creer al pueblo todo lo que se quiera; en
consecuencia, el legislador debe considerar cuál es la
creencia que puede proporcionar mayores ven tajas a to­
dos, y luego aplicar todo su esfuerzo a que la comunidad
exprese un solo tema, siempre el mismo, en todos sus
can tos, sus narraciones y sus discursos a lo largo de toda
la vida, de manera que quede grabado indeleblemente
en las inteligencias. Naturalmen te, Platón entendía el
beneficio a la comunidad tan to en su sen tido general
como particular. ¿P ero es que esta intención da más
valor a su política? In ciden talmente, puede observarse
que, como consecuencia de esta teoría política suya, Pla­
tón aprobó y sostuvo la teoría de la completa exclusión
de toda originalidad en el arte: «Los egipcios — afirma
triunfalmente— han creado un arte estereotipado; ¿por
qué no podemos hacerlo también n osotros?»
Platón , mientras por una parte aprueba el uso de la
ficción religiosa, por la otra, y sobre todo, trata de evitar
«la mentira en el alm a». Pero si el uso habitual de la
primera no trae consigo espontáneamente la justificación
de la segunda, el problema se plantea desde el momento
en que nos preguntamos en cuál de las in stitucion es re­
ligiosas, que Platón propon e establecer en las L e y e s, creía
verdadera y sinceramente él mismo. Los demás pueden
respon der como quieran a esta pregun ta; por mi parte,
confieso que no sé dar de la legislación religiosa de Pla­
tón una interpretación más verosímil que ésta: Platón
quería prescribir sinceramente lo que sirviese de bene­
ficio a sus semejantes en este mun do y en el futuro, pero
al final de su vida el uso de la ficción religiosa se h abía
convertido en una segunda naturaleza, tan radicada en

103
él que él mismo no sabía en que parte de sí mismo creía
realmente, si es que creía en algo, o bien n o sabía qué
creencia debía sugerir que estuviese apañ ada del con ­
cepto de que el cre d o debía de ser de utilidad social.
Las creen cias y las prácticas religiosas recomendadas
en las L e y e s están comprendidas en dos categorías prin ­
cipales: la primera es la reaccionaria reimposición de un
con jun to de cultos tradicion ales; la segun da es la impo­
sición de un complejo completamen te n uevo de dogmas
teológicos sosten idos racionalmente. Qtiien se evada de
una u otra categoría de creencias debe ser castigado con
la prisión la primera vez, y luego con> la muerte.
Aun que Platón , en el segun do libro,, había considecado
irónicamente las creencias ge n e r al» en los mitos como
una prueba de la posibilidad de h acer creer al pueblo
cualquier cosa, en el cuarto libro no> duda en acon sejar
el mantenimiento de todas las creencias tradicion ales
sobre una base n o más sólida que la de la «tradición^ an ti­
gu a* (Παλαιός λόγος ) (Le y e x , IV , 715, e). Dices dicc.
es la medida de todas las cosas, y d o el h om brs, como
sosten ía Protágoras. Para un h ombre bueno, o&ecer sa­
crificios a los dioses y estac en comunicación con. olios por
medio de plegarias y ofren das y de toda clase dé h ome­
n ajes, es la cosa más hermosa al mismo tiempo que la
más eficaz para alcan zar un » vida feliz. Deben, ser hon­
rados ante todo los dioses de Olim po, luegc» líos in fer­
nales, después los semidioses y los an tiguos dioses fam i­
liares, y por fin los an tepasados, vivos o muertos.
En el libro décimo, Platón vuelve sobre el argumento
in sisten temente, reproban do a los jóven es ateos de su
tiempo que no encontraban en la «an tigua tradición »
una base suficiente para creer:
«¿Q u ién puede permanecer indiferen te si es llamado a
probar la existencia de los dioses? ¿Q uién puede dejar

104
de odiar y aborrecer a los hombres que son o han sido
la causa de n uestra actual discusión ? H ablo de los que
no quieren creer en las palabras que han oído siendo
niños de sus madres y nodrizas, repetidas por ellos ju­
gan do o en serio; h abiendo visto y oído a sus padres
ofrecer sacrificios y orar — escenas y son idos divertidos
para los niños— , sacrificar de la forma más sincera con
los demás y con sigo mismos, y dirigirse a los dioses con
vivas plegarias y suplicarles como si estuvieran firmemen­
te convencidos de su existen cia; hablo de los que del mis­
mo modo ven y sienten las genuflexiones y las plegarias
hechas al surgir o ponerse el Sol y la Lun a, en todas las
variedades y cambios de la buena y de la mala suerte, de
los griegos y de los bárbaros, no como si pensaran que
no existe la divin idad, sin o como si pudiese haber duda
de su existen cia ni la más mínima sospech a de su in exis­
ten cia... Cuan do unos hombres que conocen todas estas
cosas las desprecian sin razones válidas, como si h ubie­
ran sido aprobadas por todos los que sólo tienen una
mínima parte de inteligencia, y cuando nos obligan a
decir lo que estamos diciendo, ¿cóm o puede uno reba­
tirlos con términos corteses desde el momento en que
hay que comenzar por demostrarles la real existencia de
los d ioses?» (L e y e s, X, 887-888).
El propio Platón no estaba completamente convencido
de este conjunto de estriden tes contradicciones, ya que
—aun que sea lógico supon er que la pregun ta con que
termina el pasaje citado fuese solamente una pregunta
retórica que no requiera ninguna respuesta— Platón in­
mediatamente prosigue: «Sin embargo, hay que intentar­
lo.» Pero la cosa más extraña es que cuando lo in t en t a
en casos concretos, esta tentativa no con siste en una ju s­
tificación de los cultos tradicionales desde las divinidades
olímpicas, de los dioses infern ales, de los semidioses, de

105
los h éroes y de los an tiguos familiares: estos cultos se
dejan de lado sin una sola palabra de justificación, e in­
mediatamente se introduce, con una argumentación arti­
ficial y dudosa, un n uevo tipo de dioses, las divinidades
astrales de Oriente.
Platón liga su demostración de la divinidad de los
cuerpos celestes a un examen de la filosofía materialista
jónica y a una declaración de su posición person al frente
a ella, que está situada entre los pasajes más interesantes
e importan tes de sus escritos. £1 estudio completo de
este pasaje sería necesario para el examen de las teorías
físicas de Epicuro y Lucrecio. Aquí sólo nos interesa en
tanto que, dejan do los cultos tradicionales sin una ju s­
tificación racional y recurriendo a la justificación racional
de un nuevo tipo de religión , la adoración de las divi­
nidades astrales, Platón se ve acuciado por la necesidad
de dar una respuesta al «ateísm o» de los filósofos jón i­
cos. Aquí, como en cualquier momento, son los filósofos
jónicos el objeto de la polémica. El particular género de
ateísmo de los filósofos con sistía, o bien en la creencia
de que no todos los dioses existieron completamente, o
que los dioses no se preocupaban de las n ecesidades h u­
manas. Est a última es la creencia recogida más tarde
como concepto fundamental del epicureismo, y podría
ser definida más precisamen te como exclusión de los dio­
ses de todo control sobre el universo en que h abitamos,
es decir, que la tierra, el sol, las estrellas, son simple­
mente cuerpos n aturales cuyos movimientos pueden ex­
plicarse todos en términos de leyes naturales. Platón en­
contraba esta concepción científica absolutamente incom­
patible con la religión política que se propon ía establecer.
El argumen to aducido por Platón para dem ostrar la
divinidad de los cuerpos celestes es realmente extrañ o;
dice que en el universo existen diez tipos distin tos de

106
movimiento. Los nueve primeros, que no procede enu­
merar, tienen todos un origen exterior y son movimien­
tos comunicados, capaces de tran smitir su movimiento
a otros cuerpos, pero siempre, en un últim o an álisis,
dependientes de un impulso inicial externo. El décimo
tipo de movimiento, que se diferen cia de todos los de­
más, es capaz de mover a los otros y a sí mismo, es una
fuente origin al y espon tánea de movimiento, el verdadero
principio del movimiento ν del cambio de todas las
cosas.
Si este poder de au t o m o v im ie n t o puede en con trarse en
alguna sustan cia material, simple o compuesta, sea tierra,
aire, fuego, agua, o una mezcla de dos o más de estos
elementos, decimos que se trata de un ser vivo, y a su
movimiento autónomo lo llamamos vida. Esta vida, o
capacidad de automovimiento, es el alma, y por ello, el
alma puede definirse como un movimiento que se mueve
a sí mismo.
El principio del movimiento, el movimiento que se
mueve a sí mismo, identificado con el alma, debe con­
tener desde ahora todos los significados de la palabra
griega p sy ch e (ψυχή); el movimiento que se mueve a sí
mismo, del que surge toda la vida del un iverso, es iden-
tificable con los deseos, los razonamientos, las opiniones
verdaderas o falsas, la atención, la deliberación, el gozo
y el dolor, la confianza, el temor, el odio, el amor. Ade­
más, estos movimientos controlan los movimientos se­
cun darios y derivados de las sustan cias corpóreas, como
la tierra, el sol, la luna y las estrellas.
Que el espíritu que mueve el mundo es un espíritu
bueno, un principio de sabiduría y de virtud, queda de­
mostrado por la regularidad de los movimientos a que
da impulso; especialmente, la absoluta regularidad de
los movimientos del sol, de la lun a, de los plan etas y

107
de las estrellas fijas, es una prueba de la bon dad de los
espíritus que los mueven. Podemos por ello, dice Platón ,
estar de acuerdo con los filósofos físicos acerca del cuer­
po del sol y de la lun a y aceptar la verdad de sus ob­
servaciones en este sen tido: que el sol y la lun a están
formados del fuego de la tierra. Sin em bargo, aunque
todo h ombre vea el cuerpo del sol, nadie puede ver su
espíritu; pero el alma del sol, el prin cipio de movimiento
que hay en él, es el Dios-Sol, y en este sen tido los an ti­
guos han tenido razón al ven erar el Sol y la Lun a y
n osotros debemos persistir en su antiguo y sabio camino.
Se advierte en sus afirmaciones que Platón tuvo algún
presentimiento de victoria según llegaba al final de esta
demostración . Pero Platón h abía perdido las esperanzas
en la n aturaleza humana y por ello n o se engañó al con­
siderar probable que aún hubiera person as que n o se
dejaran convencer de la utilidad de adorar a las estrellas,
o que, aun aceptan do estos extrañ os dioses, no lograran
comprender que la exacta demostración de la nueva teo­
logía llevaba consigo la necesidad de atribuir una inexpli­
cable in mutabilidad a la an tigua veneración de los dioses
olímpicos, de los dioses in fern ales, de los semidioses, de
los h éroes, etc. Platón se vio obligado a tenerlo en cuen­
ta y estableció un tribunal de inquisición, el Con cilio Noc­
turno, que debía condenar a los herejes a cinco años de
prisión en la primera falta, a muerte en la segunda. Así
entró por primera vez en la historia europea la apología
de la persecución religiosa. Pero también h ubo en tiem­
pos de Platón hombres capaces de comprender que la
lógica verbal del «movimien to que se mueve a sí mismo»
no implicaba la exclusión de la interpretación mecánica
de los movimientos de los cuerpos celestes, y que la
identificación de un «movimien to que se mueve a sí mis­
m o», con el principio vital, con la psy ch e (ψοχή) era una

108
frase caren te de sen tido; que un an álisis que identificase
el movimiento de los cuerpos celestes con el movimiento
de un ser vivo era tan superficial como para ser digno
de todo desprecio, y que atribuir al « m o v im ien t o q u e
se m u e v e a sí m ism o » todo el rico significado de la pala­
bra griega p sy ch e era un craso error de lógica nacido
de una interpretación completamente equivocada del des­
arrollo h istórico del lenguaje y de su función simbólica;
y finalmente, que las consecuencias de toda esta lógica
nefasta eran fatales para la causa del progreso humano,
que se realiza a través del conocimiento de la naturaleza.

109
LA R EB ELIO N CO N T R A LA R EL IG IO N DE
8 • L A C IU D A D - EST A D O

P o r q u é ad m it ió P lat ó n d o s t ip o s d e re ­
ligio n e s: lo s d io se s an t ro p o m ó rf ico s d e la t ra­
d ición y las n u e v as d iv in id ad e s ast rale s. L a e x ­
p licación d e A rist ó t e le s. L a p o st u ra d e lo s
cín icos, lo s e st o ico s y lo s e p icú re o s f re n t e a
la ciu d ad - est ad o.

Como ya hemos visto, Platón admite en las L e y e s dos


tipos de religion es. Primero, vuelve a poner en vigor
todos los cultos tradicionales de la ciudad-estado; intro­
duce luego una nueva religión astral; en relación a ésta
buscó una prueba teológica exacta de su credo, convir­
tiéndose así en el fun dador de una teología natural. ¿P or
qué admitió dos tipos de religion es? ¿Y por qué sólo
la segunda tuvo una demostración precisa?
En un docto tratado sobre la legislación religiosa de
Platón , Friedrich Solm sen 1 escribe: «Parece fuera de
duda que en el libro X de las L e y e s Platón tratase de
colocar a los dioses en su antigua posición y dignidad.
Quiso que volvieran a ser los númenes protectores
(θεοί πολϊται) como en la an tigua ciudad-estado... La di-
1 «Th e Backgroun d o í Plato’s Th eology*, T ran sact io n s o f th e
A m e rican Ph ilo lo gical A sso ciat io n , LXV II, 1936.

110
ficuJtad implícita en esta ten tativa, que le hace parecer
un poco paradójico, está en el hecho de que los dioses
que trata de colocar en su posición origin al n o son ya
Zeus y Palas Atenea, que por propia n aturaleza podrían
ser realmente númenes protectores (πολισσοΰχοι), sino un
tipo completamente nuevo de seres divin os, las divinida­
des astrales. Por medio de una demostración muy sutil,
el Sol, la Lun a y las estrellas se presen tan como perso­
nificaciones del alma divin a, seres divin os por sí mis­
mos. Pero si esto es así y deben tomar el puesto en otro
tiempo reservado a los dioses olímpicos, queda el pro­
blema de cómo pueden estos cuerpos celestes divinizados
asumir plen amente las funciones políticas de los dioses
an tigu os...»
«Es eviden te — concluye Solmsen— que Platón ha de­
bido realizar un verdadero esfuerzo para asign ar una fun ­
ción política a sus nuevas divin idades cósm icas.»
Solmsen, al menos en parte, se h a creado por sí solo
este problema, ya que las nuevas divin idades astrales no
estaban destin adas, como él supone, a «tom ar el puesto
antes reservado a los dioses olím picos». Como ya hemos
visto, Platón exige expresamen te la veneración de los dio­
ses olímpicos jun to a la de otras muchas divin idades tra­
dicion ales, y por ello el problema n o es «p or qué Platón
h abía inten tado sustituir el an tiguo género de dioses por
uno n uevo», sino «p or qué h abía establecido la ven era­
ción de am bos».
La respuesta es que los dos tipos de religion es debían
estar adaptadas a dos tipos de adoradores, siguiendo el
an tiguo ejemplo egipcio. Las formas tradicionales de de­
voción estaban destin adas a la masa del pueblo, en tan to
que los hombres religiosos cultos debían dedicar su fe
intelectual sólo a las nuevas divinidades astrales. Para
el pueblo, los mitos tradicion ales; para los gobern an tes,

111
la nueva teología, una ciencia de lo divino racionalmente
probada. Naturalmen te, Platón n o dice esto expresamen ­
te, por ser éste un o de los pun tos más embarazosos de su
sistem a; pero esta interpretación vien e impuesta por toda
la lógica de su pen samien to, y no la niegan los defen­
sores de Platón : únicamente la silencian. Tay lor 3, atri­
buyendo a Platón el mérito de la invención de la teología
natural, dice: «La teología n atural tuvo origin ariamente
el valor de un a doctrina sobre la divinidad que n o es ni
ficción imaginaria n i socialmente útil, sin o un a ciencia.
Y una doctrin a de este tipo fue inten tada por primera
vez por Platón en las L e y e s.» Pero Taylor olvida, e in­
cluso en el pasaje citado parece n egarlo expresamen te,
que Platón también inculcó ficciones socialmente útiles.
In cluso cuando, h ablan do del uso equívoco que Platón
hace de las palabras d io se s y d io s, Taylor n os dice que
«Platón fue p e rso n alm e n t e m on oteísta», cuantos pongan
un poco de aten ción al significado de la palabra «perso­
n almen te», no tendrán dificultad en completar el pen sa­
miento: «pero p o lít icam e n t e idólatra».
Que las nuevas divin idades astrales estaban destin adas
solamen te a las clases dominantes queda probado por el
programa educativo expuesto en las L e y e s, según el cual
la educación tiene dos ramas, la gimn asia para el cuerpo,
la «m úsica» para el alma. El principio in formador de la
gimn asia debe ser el fin práctico de la preparación para
la guerra, en tan to que la música comprende la lectura,
la escritura, el tocar la lira, la matemática, la geometría
y un poco de astron omía. El problema de la educación
está tratado de modo profun dísimo y agotador, pero
aun sien do tan apreciable, esta obra tiene sus lím ites: no
es tan to un esquema d e e st u d io s, como, para usar una

1 O p . cit ., p. 99.

112
expresión corriente, d e e st u d io s elem e n t ales. Difícilmen te
podía encontrar Platón , en toda la rica literatura griega,
alguna lectura que recomendar con fines educativos, y a
este propósito, nada mejor que recordar su polémica con
los poetas. Pero d problema era igualmente difícil con
respecto a los prosistas, ya que en todos, más o menos,
era eviden te el influjo corruptor de la Jon ia. Platón sólo
podía recomendar, como tipo adecuado de literatura, la
obra en que él mismo trabajaba -entonces, las L e y e s. M o­
destamen te, supon e que estaba In spirado por los dioses
y acon seja que sean expulsados los educadores que no
se adapten a este tipo de in stn icdón . (L e y e s, V I I , 810-
812). En cuanto a los argumentos n o propiamen te lite­
rarios, las ramas más elevadas de las matemáticas no
son para la masa general de los ciudadan os, sino para
unos pocos; en particular la astron omía loace surgir gra­
ves dificultades: algunos llegan a afirmar que es impío
indagar sobre la naturaleza del Dios supremo y de todo
el un iverso y dedicarse a la investigación d e las causas;
sin embargo, en cierto sen tido, la astron omía es una ayu­
da para la religión y sólo debe enseñarse oon vistas a
esta finalidad (V II, 821).
Este pun to de la cuestión es h istóricamente intere­
san te, y muy importan te para n uestro tema. Platón ,
como hemos visto, creía que el movimiento de los cuer­
pos celestes era efecto de un alma. Llen o como estaba de
supersticion es pitagóricas de carácter matemático, creía
que la bon dad del alma que mueve los cuerpos celestes
estaba dem ostrada por sus movimientos perfectamente
circulares y de velocidad regular. En con traste estridente
con esta concepción del universo estaban las observacio­
nes realizadas sobre el comportamiento de los plan etas,
«estrellas vagabun das». Por ello, Platón h abía estable­
cido como tarea de la Academia la de explicar las irre­

113
gularidades percibidas en el movimiento de los plan e­
tas, basán dose en la convicción de que, a pesar de las
apariencias, se movían de hecho siguien do una trayec­
toria circular y a velocidad regular. Poco an tes, Eudoxo
h abía dado una solución matemática del problema y ésta
pareció a Platón una derrota de tal calibre para los as­
trónomos jónicos que inmediatamente se decidió a in­
ten tar enseñar a los estudian tes mejores la astron omía,
h asta permitirles apren der la demostración de Eu d oxo3.
Nuestra opinión de que los dos tipos de religión re­
comendados por Platón estaban en relación con la di­
visión de las clases del Estado, nació directamente de la
consideración de este sistema educativo, según el cual
sólo los estudian tes más prometedores, destin ados a altos
puestos del gobiern o, debían tener una instrucción su­
ficiente para hacerles comprender toda la violencia del
ataque de Platón a la ciencia jónica y la plen a justifica­
ción de su nueva teología astral. Los demás debían que­
dar relegados a las an tiguas formas tradicionales de devo­
ción. Que ésta era también la opinión de Aristóteles so­
bre las intenciones de Platón aparece claro por un pasaje
extraordin ariamente sincero de su gran obra teológica
(M e t af ísica, XI (XI I ), 8, 13, p. 1074 b), en que habla
de la an tigua tradición según la cual los cuerpos celes­
tes son divin os. Dice que esta tradición debe ser acep­
tada, pero en lo que respecta a los dioses an tropomorfos
o con forma de otros animales y todas las tradiciones
del género, se trata de «m itos escogidos para persuadir a

1 L e y e s, V I I I , 812-822. La reforma teológica llevada a cabo


por Platón en el campo de la astron omía obtu vo un enorme
éxito. Cuenta Plutarco (N ic ias, X X I I I ) que todos los obstáculos
puestos a la difusión de la ciencia astronómica se eliminaron
cuan do «P latón subordin ó las leyes n aturales a la suprema auto­
ridad de los prin cipios divin os».

114
la multitud, por su utilidad para la vida social y para el
bien común ». Aristóteles h abía sido duran te veinte años
alumno de Platón en la Academia; y es por ello muy
importan te el hecho de que sobre la función de la mito­
logía tenga precisamente la misma opinión sosten ida en
las L e y e s a propósito de los dioses-animales de Egipto.
La franqueza de la afirmación de Aristóteles ha desper­
tado algun as sorpresas; pero, a menos que lo escuchara
algún enemigo político, Aristóteles no corría gran des ries­
gos. Con fesar que n o se creía en los mitos populares
difícilmente h abría resultado ofen sivo para los círculos
aristotélicos del Liceo, a puerta cerrada, y además, urna
comprensión de la función asignada por Aristóteles a es­
tos mitos debía ser parte esencial de la educación de un
noble. Sólo h abría sido motivo de ofen sa si se hubieran
difun dido estos secretos de Estado.
Es precisamente este sen tido de la separación de la
filosofía de las escuelas platón ica y aristotélica de los in­
tereses de la gente humilde lo que caracteriza a las tres
escuelas que surgieron más tarde en Aten as: la cínica,
la estoica y la epicúrea.
De la primera se h a dicho que «form uló una doctrina
que se dirigía sobre todo a los que se sentían humildes
y oprim idos», y se la ha definido como «la filosofía del
proletariado del mun do griego». N o puede negarse que
esta interpretación es la más adecuada a las ideas del
cínico Diógen es de Sín ope, que tomó el bastón y la al­
forja como símbolos de la vida del mendigo vagabun do;
que arrojó la taza al camino cuando vio a un muchacho
bebiendo en el arroyo, diciendo: «Est e chico me ha dado
una lección »; que en Megara, cuando vio el gan ado pro­
tegido por man tas de piel, mientras los niños andaban
desn udos, dijo: «E s mejor ser un cordero que el h ijo de
un m egaren se»; y que cuando le pregun taban de qué

115
ciudad era, negaba desdeñosamente que fuese partícipe
de la civilización de la ciudad-estado y decía que era
«ciudadan o del mun do» *.
A esta escuela no pertenecieron solamen te extran je­
ros, como el emigran te de Sínope. De ilustre familia
tebana procedía Crates, el cual, además de romper con
la tradición de su clase y tomar bastón y alforja, antes
que nada ven dió su propiedad en doscien tos talentos y
distribuyó el dinero entre sus amigos.
Pero no es justo escribir sólo de los cínicos, como
hace Ar n old 5, que «fueron muy odiados por hombres
como Platón y Aristóteles, cuya vida estuvo orgullosa-
mente dedicada a su patria, a su estirpe, a sus estudios
literarios». Est o fue también cierto, aunque tal vez no
en la misma medida, para los estoicos. Com o una con­
traposición a la R e p ú b lica de Platón , escribió su R e p ú b li­
ca Zenón, el fun dador del estoicismo, que sostuvo que
el Estado ideal debía abarcar a todo el mun do, y sus
leyes debían ser las prescritas por la n aturaleza y no
por la Convención; el Estado ideal no debía tener ídolos
ni templos, ya que éstos no son dignos de la divin idad;
ningún sacrificio, ya que la divinidad no puede ser ablan­
dada con ricos regalos; ningún gimn asio, porque la ju­
ven tud n o debe perder el tiempo en inútiles ejercicios;
ninguna división del pueblo en clases, porque todos serán
igualmente hombres sabios. Esta concepción del Estado
ideal de Zen ón está en clara contradicción con la pla­
tónica. Es también significativo el hecho de que el discí­
pulo de Zen ón , Perseo, escribiese una respuesta a las
L e y e s de Platón ; y el «segun do fun dador de la escuela»,
Cleantes de Aso, no sólo fue un proletario, sino que

4 Gomperz, G re e k T h in k e rs, I I , 148.


* Arn old, R om an St o icism , 50.

116
además estaba orgulloso de serlo. Criticado por los hom­
bres de posición acomodada por su presunción de que
un trabajador pudiera ser filósofo, se defen dió arrojan do
a tierra un puñ ado de monedas y diciendo: «Oleantes
podría mantener a un segundo Clean tes, si quisiera, pero
los n obles viven del trabajo de los demás y, sin em­
bargo, sólo son unos filósofos despreciables» é.
Pero ni el cinismo ni el estoicismo habían analizado
suficientemente las filosofías aristocráticas como para po­
der opon erles una resisten cia efectiva. El cinismo fue en
gran parte una reacción n egativa a una civilización inca­
paz de expresar en su seno una filosofía de validez ge­
neral; los estoicos intentaron plan tear una altern ativa a
la ideología de la facción oligárquica de la ciudad-estado
griega, pero esta altern ativa, al no tener ningún funda­
mento científico, no podía durar largo tiempo. El estoi­
cismo, en definitiva, como el cristian ismo después del pe­
ríodo de los orígenes, sufrió el destin o de convertirse en
el arma más poderosa del tipo de sociedad que había
comenzado a combatir. Los estoicos fueron influenciados
aún más profundamente que Platón por las supersticio­
nes astrológicas: vieron en las nuevas religion es astrales
la forma de sustituir en Grecia los cultos locales, que
fomentaban la h ostilidad entre las ciudades, y fue tal su
un iversalidad como para hacerla la religión adecuada al
carácter un iversal del imperio romano. Pero, como vere­
mos más adelan te, el estoicismo se dejó llevar a un alto
grado de superstición y fue la condescendencia de sus
últimos expon entes con la política del engaño de la mul­
titud lo que le hizo apto para sosten er en un imperio la
función social que h abían tenido los dioses locales en la
antigua ciudad-estado.

* Tarn , A le x an d e r t h e G re at an d t h e U n it y o f M an k in d , p. 4.

117
Los maestros estoicos, casi todos extran jeros proceden­
tes de ciudades asiáticas, en que griegos y no griegos se
h abían in tegrado a través de las generaciones y habían
creado una civilización común, no toleraron el rígido par­
ticularismo de Platón y de Aristóteles. «Platón dijo que
todos los bárbaros eran enemigos por n aturaleza, y esto
fue una invitación a hacer la guerra con tra ellos h asta
convertirlos en esclavos o exterminarlos. Aristóteles dijo
que todos los bárbaros eran esclavos por n aturaleza, espe­
cialmente los asiáticos, ya que no tenían cualidades que
les proporcion aran el derecho de ser h ombres libres, y
esto obliga a tratarlos como esclavos.» Los estoicos se
esforzaron por liberar la filosofía aten ien se de estas con­
cepciones inhumanas y vergon zosas sosten idas por la Aca­
demia y el Liceo, por medio de la llamada a la n atura­
leza, en un intento de sustituir, por una vida de acuerdo
con las Leyes n aturales, la vida según las tradiciones
propias de cada ciudad en particular.
Pero ¿qué era este conocimiento de la n aturaleza, cu­
yas leyes los estoicos estaban tan seguros de con ocer?
Era una fusión de la especulación griega y la oriental,
gran diosa en su concepción general, pero capaz de ex­
cluir la verdadera posibilidad de una ciencia. Al margen
de la tradición filosófica griega, que ellos no compren­
dieron, tomaron la oscura ciencia h eraclitea y la fun die­
ron con el fatalismo astrológico de los caldeos. «El dog­
ma fun damen tal de la astrologia, como la concebían los
griegos, es el de la coordinación de todo el universo.
El mundo forma un gran organ ismo cuyas partes están
unidas todas por un incesante cambio de moléculas y de
efluvios. Las estrellas, in agotables gen eradores de ener­
gía, influyen continuamente sobre la tierra y sobre el
hombre, sobre el h ombre, que es un compendio de toda
la n aturaleza, un microcosmos que tiene todos sus ele­

118
mentos en correspon dencia con algún lugar del d élo es­
trellado. Esta es, en pocas palabras, la teoría formulada
por los estoicos, discípulos de los caldeos» 7.
Este tipo estoico de teología astral completó y sus­
tituyó al sosten ido por Platón en las L e y e s y tuvo mu­
chas ven tajas. En primer lugar se aplicó a una finalidad
más n oble, la constitución de la fratern idad entre los
hombres en lugar del bien estar de una sola ciudad-estado
de 5.040 dudadan os — el número mágico sosten ido por
Platón — , dividida en clases. En segundo lugar, esta teo­
logía tenía den tro de sí todo el prestigio de una anti­
güedad legen daria; se creía que los sacerdotes caldeos
h abían dedicado diez mil aSos a la elaboración de su
doctrina. En tercer lugar, tenía una fuerza de sugestión
intelectual bastan te mayor que la prosa platónica. Cu-
mont reivindica para la teología astral estoica lo que Tay­
lor para el sistem a platón ico: «fu e en realidad la pri­
mera teología científica». La lógica del helenismo coor­
dinó las doctrin as orien tales, las un ió con la filosofía
estoica e hizo de ellas un sistem a de innegable grandeza,
una recon strucdón ideal del mun do, cuyo poder inspira
a Man ilio acentos convencidos y sublimes (cuan do el
poeta no sucumbe ante las dificultades del tema):

Q uis caelum possit, nisi caeli munere, nosse


et reperire deum, nisi qui pars ipse deorum, est?

(«¿Q u ién puede conocer el cielo, si no es por un re­


galo del cielo, o descubrir a Dios, si El mismo no forma
parte de la divin idad?»)
Sobre la base de este género de ciencia se esperaba
renovar la civilizadón del mundo grecorromano. Cicerón

’ Cumon t, R eligio n s O rie n t ale s d an s le P agan ism e R om ain .

119
n os ¡revela este ideal en un pasaje del D e Fin ib u s ÇXXVII,
73h «Lo s estoicos exaltan tan to k física (es decir, la
ríenria n atural) como la lógica, por la importan tísima
razón de que el h ombre, que debe vivir en armonía con
la naturaleza, debe partir del conocimiento de todo el
universo y de su orden amiento. Nadie pu ede llegar λ un
recto juicio sobre el bien o sobre el mal si no comprende
toda la d e u d a de la n aturaleza y el modo de vivir de
los dioses, y si «no sabe si la naturaleza humana corres­
ponde o n o a la del universo. Además, sin un conoci­
miento de la física, nadie puede apreciar la gran dísima
importancia de io s an tiguos preceptos del sabio, que nos
aconsejan ‘sometern os al tiempo, a Dios, con ocemos a
n osotros mismos, o© h acer n ada sin medida’. Y además,
la física es la ún ica d e n d a capaz de enseñarnos que la
eficada de la naturaleza está en ayudam os a practicar la
ju stida y a ser leales en la amistad y en todos los demás
vínculos que unen al h ombre a sus semejan tes. En rea­
lidad, tampoco la devodón a los dioses ni la grandeza
de la deuda que tenemos h ada ellos son comprensibles
sin un conocimiento de las leyes de la n aturaleza.» Estas
eran las exageradas esperanzas puestas en una «d e n d a»
que la experien da ha dem ostrado que estaba más cerca
de la superstidón que del conocimiento.
El estoicismo contribuyó de hecho al progreso del
conocimiento que el hombre tiene del mundo, con la
con cepdón de la coordinación d d universo, y contribuyó
a su progreso político con un concepto que a los estoicos
parecía dependiente d d primero, el de la solidaridad de
la raza h uman a; pero no pudo ser duran te largo tiempo
un instrumento de progreso, ya que, al favorecer la adi-
vin adón , abrió las puertas a una superstición que hizo
errar el camino a la mente humana; su caren da de toda
verdadera in vestigadón rientífica excluyó la posibilidad

120
de un progreso del conocimiento positivo. £1 núcleo fun ­
damental de su pen sam ien to, el de que ya en el mundo
reina la armon ía y es suficiente saberla descubrir, alejó
al hombre de su empeño» por conocer la naturaleza: lo
que el estoicismo enseña n o es el esfuerzo por modificar
las circunstan cias exteriores, sin o por adaptarse a ellas;
su mejor resultado fue la resign ación , tan to la del empe­
rador como la del esclavo.

121
9. LA A C C IO N D E EP IC U R O

E l p ro f e so r C o rn f o rd y la d ecad en cia d e la
f ilo so f ía grie ga. P lat ón y el o rácu lo d e A p o ­
lo. E p icu ro f u n d a e l p rim e r m ov im ien t o o r­
gan iz ad o co n t ra la su p e rstición .

Los h istoriadores de la filosofía han solido clasificar


en un mismo plan o a los estoicos y los epicúreos, como
movimientos característicos de la decadencia de la filo­
sofía griega. Por ejemplo, el profesor Corn ford 1 escribe:
«Est os últimos filósofos caen fuera de mi competencia;
sólo los recuerdo porque no puedo resistir la tentación
de completar una an alogía... En la ciencia presocrática
hemos visto algo parecido a la postura de una infancia
maravillada, y en algunas afirmaciones de los sofistas he­
mos notado el acento de una n áden te rebelión contra
la autoridad. Con Sócrates, Platón y Aristóteles, la filo­
sofía griega creció h asta la madurez de una viril respon ­
sabilidad, h asta la plen itud de las facultades intelectuales.
Pero la exuberan cia del intelecto parece destin ada a co­
rromperse como la exuberan cia de la fan tasía creadora de

' Corn ford, B e f o re an d af t e r So c rat e s, 1932 (versión españ ola:


Só c rat e s y e l p en sam ie n t o griego . Ed. Norte y Sur, 1964).

122
mitos. En ton ces sólo queda la filosofía de la vejez, la
resignación a una decadencia que invade al mismo tiempo
el jardín del placer y el desierto de la virtud.»
Esta reducción del gran esfuerzo intelectual de Grecia
a la misma futilidad de los excesos de la fan tasía crea­
dora de mitos, representa todo lo contrarío a un juicio
universal sobre la h istoria del pensamiento griego, que
quedaría así privado de todo interés para n uestra época.
Los filósofos presocráticos no eran n iños; su mundo
no era un mundo in fan til; no era grosera su civilización.
Eran los herederos de una cultura ya entonces tan an ti­
gua por lo menos como lo es ahora el cristianismo, y la
renovaron por medio de un revolucionario interés por la
naturaleza, conscientes de su n ovedad.
Es difícil encontrar en los sofistas los acentos de una
adolescencia que se rebela con tra la autoridad. En P ro­
tagoras encontramos mucho más fácilmente los acentos
de un hombre profundamente influenciado por la revo­
lución del pensamiento jón ico, convencido de que acep­
tarlo implicaba un cambio radical en la vida política
griega. El n udo de su pensamiento con siste en la com­
prensión de la interferen cia entre ciencia y política, y en
su decisión de hacerse in strumen to de la cultura. El he­
cho de que al hacerlo así en trase, como An axágoras, en
la parte más viva de la vida política, anuncia ya los pe­
ríodos sucesivos de la h istoria del pensamiento griego.
Platón no represen ta el pensamiento griego en la ma­
durez de una virilidad respon sable ni en la plen itud de
su capacidad intelectual. Platón era sin duda un hombre
de enorme capacidad intelectual y de ricas dotes interio- i
res, pero no estaba al mismo nivel de los gran des hom­
bres del siglo v, Esquilo, H ipócrates, Tucídides. En la
filosofía griega, Platón represen ta una reacción política
a la cultura jónica, en defen sa de los ideales de una

123
ciudad-estado basada en la esclavitud, dividida en clases
y chovinista, que ya se h abía con vertido en un anacro­
nismo. Mien tras sus predecesores jón icos h abían puri­
ficado todo lo que debían a la civilización del próximo
Oriente de todos sus caracteres de superstición y cleri­
calismo, Platón tomó de los caldeos la fe en la divin idad
de los astros, y de Egipto, un método de opresión espi­
ritual. Sostuvo duran te su vida un a larga lucha contra
todo lo que había de más vivo en la cultura griega: la
poesía de Homero, la filosofía natural de Jon ia, el drama
de Atenas.
Platón expresó esta aversión a través de la «represen ­
tación » del carácter de Sócrates, y es imposible decir
qué h abía de invento en la figura de Sócrates tal como
nos la presen taba Platón . Pero Platón no era un Boswel
dedicado a pin tar con meticuloso cuidado un retrato h is­
tórico; por ello, todo elemento h istórico del retrato nos
da un conocimiento h istórico del pin tor, n o del sujeto.
El Sócrates de los D iálo go s es la contribución de Platón ,
no de Sócrates, al pen samien to; en su retrato hay algo
que ataca las raíces mismas de la filosofía tal como la
concebían los jónicos. Era costumbre del clero délfico,
centro de la reacción oligárquica en el mun do griego,
emitir de vez en cuando juicios sobre el tipo ideal del
hombre y del ciudadano. Así fue como el campesino
Misón y Clearco de Metidrio fueron exaltados como
modelos y propuestos a la imitación de los griegos, «sím ­
bolos vivien tes», afirma Nilsson , «d e la subordinación
exigida por Apolo». Sócrates, el Sócrates de Platón , era
también un modelo de este tipo; se nos presen ta como
el «h om bre» elegido por el oráculo de Apolo por ser el
más sabio de Grecia; y esta garan tía de la sabiduría de
Sócrates, legítima debida a la aprobación del divin o Apo­
lo por boca de la sacerdotisa que se nutre de él, es un

124
in sulto al pensamiento de las dos escuelas precedentes. Es
la negación de la que fue origin alidad propia del pen sa­
miento griego: el haber sido un esfuerzo de la inteligencia
humana para interpretrar directamente la naturaleza sin
la ayuda de la revelación. En último an álisis, Platón nos
empuja de n uevo a los oráculos y a la «an tigua tradición ».
Aristóteles, por su parte, prestó un gran servicio a la
humanidad después de haber abandon ado la Academia,
y especialmente después de h aberse apartado de la ten­
dencia de la Academia a sustituir con las matemáticas Ja
filosofía n atural. Sin embargo, conservó del platonismo
la convicción de que la ciencia es patrimon io solamente
de una élite privilegiada, que puede asegurarse su pose­
sión sólo si su privilegio está garan tizado por la escla­
vitud; por ello, ni siquiera se plantea el problema de la
difusión de la ciencia entre las masas y su esfuerzo cien­
tífico se caracterizó por una clara separación del aspecto
productivo de la vida. El principal impulso de Aristóteles
es la curiosidad, no la utilidad; la ambición de Aristóteles
era el saber, no el actuar. Estas limitaciones son importan ­
tes para resolver el problema de saber si Aristóteles re­
presen ta al pen samiento griego en su nivel más maduro
y consciente 2.
Fin almen te, Corn ford, cuando h abla de la escuela es­
toica como de un desierto de virtud, y de la epicúrea
como de un «jardín del placer», hace nacer la ilusión de
que la pequeña ciudad-estado que Platón y Aristóteles
establecieron era la co n d it io sin e q u a n on de una actividad
in dividual in spirada en el bien público, como si la peque­
ña y egoísta ciudad-estado oligárquica del tipo que Platón
admiraba en Esparta o del tipo que Aristóteles h abía visto
* Para una aguda crítica de la escuela aristotélica de h istoria
n atural vale la pena aún referirse al N o v u m O rgan u m de Bacon
(I. 98).

125
en Asia (donde «u n a pequeña aristocracia de ciudadan os
griegos domin aba sobre una población bárbara y campe­
sina que cultivaba la tierra para sus amos y n o tenía nin­
gun a función en el E st ad o »)3, constituyese un ideal más
n oble que el del bien estar del mun do en tero, afirmado
por la política del macedonio y por la filosofía de los
estoicos y epicúreos.
Pero si Zen ón y Epicuro pueden equipararse justa­
mente en cuanto no entran en los estrechos horizontes
de la ciudad-estado, n o es justo colocar la filosofía de
ambos en un mismo plan o, y menos inclinar la balanza en
favor de Zenón, cosa por lo demás bastan te natural en
todos los que n o colocan a Platón en la cumbre.
In mediatamen te queda claro en qué relación estuvieron
con sus predecesores: Zenón alzó la bandera de Heráclito;
Epicuro, la del atomismo, y n o digo la de Demócrito
porque encontró en él muchos motivos de crítica. Esta
diferen cia de elección crea ya por sí misma un inconmen­
surable abismo en tre los dos sistem as; pero, a pesar de
ello, en la h istoria de la filosofía generalmente no se la
tiene en cuenta. A todo n uevo pen sador se le acusa siem­
pre de haber tomado algo de la teoría física que le ha
precedido inmediatamente, cualquiera que sea, como base
para un sistem a ético; es cierto que los sistem as de Ze­
nón y de Epicuro tuvieron como elemento común en su
lucha con tra el platon ismo el ideal de servir a la huma­
nidad en su totalidad y con struir, al servicio de ella, una
filosofía basada en la n aturaleza; pero es también impor­
tante considerar la validez de las distin tas ciencias natu­
rales en las que basaron sus respectivos sistemas.
La conclusión definitiva de los estudios modernos es
que la filosofía jónica no represen ta un movimiento ca-

1 Tarn , op . cit ., p. 4.

126
suai, sino un proceso orden ado. Plan teado an te todo el
problema de dar una explicación racional de la constitu­
ción del universo, se llega a su victoriosa solución con la
elaboración del sistema atómico de Leucipo y Demócrito.
El sistema de Heráclito, a pesar de su importan cia, no fue
más que uno de los muchos pasos dados sobre el camino
que conduce a este puerto seguro; por ello, todas las
escuelas posteriores que quisieron basarse exclusivamente
en el sistema de Heráclito, renunciaron automáticamente
a recorrer todo el arco de la filosofía natural griega. Este
fue el defecto de los estoicos *. Por parte de Epicuro, por
el con trario, la elección del atomismo como base física
de su sistem a fue una prueba de su competencia: fue la
mejor elección que podía hacer un hombre que estuviese
al corriente de toda la historia del pensamiento griego.
La tarea de Epicu ro fue dar nueva vida a toda la tra­
dición de la filosofía natural jónica, como ciencia pura y
como instrumento de lucha con tra la superstición, con la
plena conciencia, derivada de la experiencia de Anaxá-
goras y de los sofistas, de que esta tarea traía consigo
consecuencias no sólo científicas, sin o también sociales y
políticas, y sabien do que las ideas de la reacción habían
sido expresadas por el «h om bre de oro» en las Ley es.
Epicuro nació alrededor del 340 a. C., siete u ocho
años después de la muerte de Platón . Era h ijo de padres
aten ienses, pero nació probablemen te en la isla de Samos,
adonde h abían emigrado los suyos. A la edad de dieciocho
añ os estaba en Atenas. Después, duran te un período de
diez años aproximadamente, permaneció en varias ciuda­
des de Asia Men or, sobre todo en Colofón y en Teos,
don de se supon e que encontró a Nausífan es (que después
4 Tarn , «Alexan der, Cynics and Stoics», A m e rican Jo u rn al o f
Ph ilo lo gy , en ero 1939, p. 54: «Nin gún estoico, antes de Posido­
n io, se ocupó nunca de ciencia.»

127
fue difusor de su teoría atómica, precisamente en esta
ciudad). Un año o dos después, a la edad de trein ta aüos,
Epicuro se estableció en Mitilene. Aquí reun ió en tom o
suyo a discípulos fieles y adquirió fam a como maestro de
filosofía. En tre los discípulos estaban también sus tres
h ermanos, y de este hecho podría deducirse que no era
realmente un h ombre tan poco tratable como podría su­
ponerse por los epítetos feroces con que, según la tradi­
ción, obsequió a los demás filósofos. Luego trasladó su
escuela a Lám psaco (don de se h abía refugiado Anaxágo-
ras, huyendo de Aten as); aquí su reputación y su sistema
debieron impon erse con firmeza, y entre sus alumnos más
fam osos se encontraron Metrodoro, Colotes, Polien o, Ido-
meneo y Leon teo, con su mujer Tem ista.
Epicuro recorrió en sen tido in verso el itin erario de la
huido de An axágoras. A la edad de trein ta y cuatro años,
en el 307 a. C., march ó de Lám psaco a Aten as, que en­
tonces se en contraba bajo el gobiern o de Dem etrio Po­
liorcetes. Aquí adquirió una casa y el fam oso Jardín , y
permaneció en él treinta y siete añ os, h asta su muerte,
como jefe de la escuela fun dada por él. En Aten as tuvo
n uevos discípulos, en tre ellos Hermarco de Mitilen e, Pito-
cles y un hermano de Metrodoro, de n ombre Tim ócrates,
que luego aban don ó la escuela y difun dió n oticias escan­
dalosas acerca de ella. Un a característica importan te de
la escuela fue la inclusión entre sus miembros de mujeres
y esclavos. En tre las mujeres h ubo también algun as cor­
tesan as, la más fam osa de las cuales fue Leon cio, que
luego se con virtió en la mujer de Metrodoro. La vida de
la comunidad fue de gran simplicidad y sobriedad, pero
n o pudo evitar la multiplicación de las calumnias.
«Van a es la palabra de un filósofo que n o alivie los
sufrimien tos h um an os.» Est a es la sentencia más carac­
terística de Epicuro, en: que mejor resume la tradición

128
jónica según la cual amor a la ciencia y amor a la huma­
nidad son cosas gemelas. El concepto básico del pen sa­
miento de Epicu ro fue que un verdadero conocimiento
de la n aturaleza de las cosas era el mejor remedio para
los males de la h uman idad, tanto para el in dividuo como
para la sociedad. Para quienes n o llegan a comprenderlo,
este concepto parece una prueba de que Epicuro, en el
fon do, n o se in teresaba por la ciencia y no era capaz de
dedicarse a ella. Así, hay quien dice que Epicuro se ocu­
paba sobre todo de moral, y se interesaba por la ciencia
sólo en cuanto le parecía apta para promover su progra­
ma ético. Pero dicien do esto n o se tiene en cuenta que,
en la concepción de Epicuro, si la ciencia n o es verdadera,
no puede servir ni a una finalidad ética ni a ninguna
otra. Fue Platón , y no Epicuro, quien creyó que el reme­
dio para los males del h ombre era la mentira edificante.
En el Jardín , el sistem a atómico fue la base de todas
las enseñanzas. En él se ofrecía una explicación racional
y n aturalista de los fen ómenos celestes; y en la Atenas
de Epicuro, donde el trueno y el rayo se interpretaban
como man ifestacion es de ira de Zeus, una explicación
n aturalista de los fenómenos celestes podía dar lugar a
un gran alivio espiritual, el alivio que los epicúreos
llamaron at arax ia, y de cuya difusión se encargaron. Otra
enorme fuen te de in quietud espiritual en la Aten as de
la época era el temor a los tormentos que podían espe­
rar al hombre en el mun do ultraterren o. Platón había
usado en la R e p ú b lica todos los recursos de su pluma
para pin tar estos h orrores imagin arios, mientras que el
sistema atómico enseña que el alma no sobrevive sepa­
rada del cuerpo y que esos h orrores son sólo fruto de
la imaginación. P or medio del atomismo, Epicuro trató
de promover la at arax ia también en esto.
La finalidad de la escuela de Epicuro era proporcion ar

129
este bálsamo salutífero a todos los que tuvieran necesidad
de él. Epicuro no creía en las enseñanzas predicadas por
las calles, pero sostenía que n o h abía n ecesidad de refu­
tarlas si no era absolutamen te n ecesario. Además no tenía
dos tipos de doctrin a, un a para los gobern antes y otra
para los súbditos; la ciencia de la n aturaleza era una sola
y todos tenían necesidad de ella. En consecuencia, en su
escuela de Aten as y en las demás comunidades epicúreas
con que mantenía con tactos, se practicó el estudio del
atomismo como remedio contra la superstición . Los gru­
pos de varios centros se organizaron sistemáticamente
según el progreso de sus miembros en el estudio del sis­
tema; todo adepto se comprometía a obedecer a Epicuro
y a hacer de esta dedicación la propia razón de v id as.
Epicu ro escribió muchísimo, tan to para difun dir las ver­
dades más elevadas del saber como para proporcion ar ma­
nuales prácticos al uso de quienes no tenían tiempo o
capacidad de apren der todos los detalles del sistem a. Se
dice que h abía escrito alrededor de trescientos volúmenes.
La vida del Maestro del «Jar d ín del placer» se dedicó
íntegra a ello.
La verdadera novedad de Epicuro con siste en el hecho
de que fue el primero en organizar un movimiento para
liberar a la h umanidad en tera de la superstición. Esto
ya h abía sido in ten tado por los médicos jón icos, los cuales
parece que incluyeron esta actividad entre sus tareas como
parte natural de la propia obra, y previeron también la
violencia de la oposición que su movimiento provocaría.
Pero ya se ha visto por los hechos cómo esta opinión
era superficial: h abía quedado claro que a la ciencia jó­
nica no se oponían sólo las supersticiones populares o los

5 V. N. de W itt, «Organ ization and Procedure in Epicurean


Grou ps», C lassical P h ilo lo gy , ju lio 1936.

130
intereses egoístas de una parte de los fraudulen tos ven ­
dedores de oráculos o de los magos ch arlatanes; la opo­
sición fun damental nacía de la estructura misma de la
sociedad antigua. Los intereses de la nobleza y su ideo­
logía fueron absolutamen te con trarios a las nuevas doc­
trin as, y también la ignorancia y el egoísmo del pueblo
sostuvieron las posicion es del pensamiento tradicional,
ya que también el pueblo tenía sus privilegios que salvar
frente a los extran jeros y los esclavos. Adem ás, como la
lucha de clases continuó de generación en generación en
los estados griegos, se consideró cada vez más en serio
la posibilidad de usar la superstición encauzada hacia la
religión del Estado como prin cipio de orden y de esta­
bilidad. A ello siguió la corrupción de la mente y de los
caracteres. In cluso los espíritus más n obles se corrom­
pieron y se dedicaron a difun dir la falsedad. El an álisis
de la obra de un gen io sublime como Pín daro muestra un
conjunto de innobles y detestables supersticion es. De ello
se contagió h asta el len guaje; n o fue una verdadera ética
científica, sino un egoísta interés político lo que sugirió
el uso de términos elegantes o vulgares. Fin almen te, en
las mismas escuelas de filosofía se había hecho evidente
la idea de que el gobiern o sólo puede regirse basán dose
en el en gañ o: a la elaboración de la mentira útil y nece­
saria que debía salvar la sociedad griega, h abía dedicado
su vida la mente más elevada, la person alidad más des­
tacada de la generación precedente. H abía propuesto, en
defensa de este en gañ o, la destrucción de todos los libros
que contenían la tradición del pensamiento jónico. H abía
querido que su en gañ oso libro se im pusiese por el Estado
como única fuen te obligatoria del saber. H abía defendi­
do la condena a prisión y a muerte no sólo de cuantos
se opusieron a sus n efastas ideas, sino también de cuantos
se mostraran honestamente reacios a dar un consen so

131
intelectual a sus n ovísimas doctrin as. Estas fueron las
circunstan cias en que Epicuro llevó a cabo la misión de
su vida.
La importancia de Epicuro fue vista con bastan te cla­
ridad por el crítico francés Con stan t Marth a, hacia
1860; pero por su incapacidad para eliminar los prejui­
cios que tradicionalmen te han disminuido el significado
del movimiento epicúreo, Marth a no llegó a expresar su
juicio con la claridad necesaria para obten er un asenti­
miento unánime. Su explicación está comprometida por
una contradicción enorme.
Comienza a la manera tradicion al, con un cuadro de la
Grecia sumida en el protectorado de los reyes macedo-
n ios, en la decaden cia de las in stitucion es libres: un pue­
blo dedicado al placer y a la vida licen ciosa... En medio
de la torpeza general, la filosofía h abía ren unciado a las
altas especulaciones y a las investigaciones difíciles. «Las
gran des doctrin as, como las de Platón y Aristóteles, que
influyeron al mismo tiempo en los ciudadan os y en los
intelectuales, estaban muy por encima de lo que traía
consigo esta degen erada in dolen cia.» En este clima rela­
jado surgieron diversas escuelas n uevas; la más seductora
fue la de Epicuro: esta filosofía quietista, que enseñaba
a los hombres a liberarse de todo in terés por la política,
por la religión , por la ciencia y por sí mismos, los había
dejado desarmados. «Los an tiguos escritores que afirma­
ron la inocencia de la escuela epicúrea mintieron al decir
que la suya fue la inocencia del sueñ o » 6. Después de
estas trilladas variacion es de un motivo tradicional,
Marth a, cuando fundamenta su viva inteligencia en un
examen de los textos entonces dispon ibles, contradice in­

4 Con stan t Marth a, L e p oè m e d e L u crè ce , 2 * ed., 1873, pá­


gin as 1-12.

132
mediatamente todo lo que h abía dicho: «E l epicureismo
abordó con precisión y segura decisión lo que los siste­
mas más doctos n o se habían atrevido a tratar a fon do.
Sean cuales fueren sus errores, el epicureismo expulsó de
la n aturaleza, o cuando menos acompañó gentilmente
h asta la puerta, a la infinidad de potencias celestes que
sólo servían de obstáculo a la física y a la m oral.»
«Al excluir de la naturaleza la mortificante interven­
ción de los dioses del pagan ismo, Epicuro puso fin tam­
bién a todas las piadosas mentiras con que los hombres
engañaban un os a otros y se engañaban a sí mismos.
Mien tras Pitágoras, Sócrates e incluso Demócrito, la Aca­
demia, el Liceo, la Stoa y todas las escuelas, incluso las
más liberales, creían en la adivinación (y recurrían al
vuelo de los pájaros, a las visceras de las víctimas, a las
estrellas, a los sueñ os, a los delirios y a otras cien prác­
ticas más), Epicuro fue el único que rechazó estas cien­
cias engañosas y reveló su im postura. O bligó a los adi­
vin os y a los augures a con fesar lo absurdo de su labor
y ridiculizó los oráculos h asta tal pun to, que finalmente
no se atrevieron a hablar más. Puede decirse que incluso
hoy un hombre pasa por culto en la medida en que des­
precia todo lo que despreció Epicu ro.» «Epicuro fue el
primero que se esforzó por difun dir esta cultura en el
mun do.» «Todavía hoy, cuando decimos ‘educación del
pueblo’, queremos hablar de una instrucción tal en el
campo de la filosofía como para llevar al pueblo h asta el
nivel del epicureism o.» «Epicuro hizo en trar por primera
vez el concepto de la ley n atural, no ya en la filosofía
especulativa, donde predominaba hacía tiempo, sino en la
imaginación del pueblo» 7.
Es ésta la sorprenden te conclusión a la que llega Martha

’ Ib id e m , pp. 108-110, también 111 y 73.

133
con plen a tazón , hablando de un hombre que él mismo
ha presen tado an tes como el maestro más decaden te de
una época de decaden cia, como un hombre que h abía
eliminado de la humanidad todo interés intelectual para
sumirla en la inocencia del pueblo. Es un buen servicio
a la memoria de un crítico brillan te separar lo que hay
en él de origin al y exacto de lo tradicional y falso. Martha
tuvo el mérito de ver en Epicuro al primer campeón de
la cultura popular, al primer organizador de un movi­
miento para liberar a la humanidad de la superstición ;
pero no hizo justicia al vigoroso esfuerzo de Epicu ro por
hacer avanzar el conocimiento mismo.

134
1 0 . EPIC U R O Y PLA T O N

L o s Se n t id o s co n t ra la R az ón . L a Física
co n t ra las M at e m át icas. O rige n y n at u ralez a
d e l Le n gu aje . L a p o lé m ica co n t ra la t e olo gía
ast ral.

El eco de la antigua con troversia llegada h asta n osotros


nos informa de que Epicuro solía referirse al jefe de la
Academia haciendo uso de la expresión «áureo Platón ».
Esta evidente alusión al punto clave de la R e p ú b lica,
donde Platón enseñaba que la raza humana está com­
puesta, por volun tad divina, de tres estirpes: «los h om­
bres de oro como él, destin ados a establecer leyes y a
gobern ar; los hombres de plata, destin ados a ejercer la
policía y la milicia, y los de hierro, destin ados a traba­
jar », ha sido falsamen te interpretada, como si sólo fuese
una alusión irónica al estilo de Platón El sarcasmo tiene
raíces más profun das que las de un simple celo literario.
El con traste entre Epicuro y Platón era tan profun do
y fundamental como el que existía entre Platón y los
físicos jónicos. Epicuro luchaba por dos cosas de las que
Platón era enemigo irreductible: la tradición científica jó-
' O ió ge n e s L ae rcio , ed. R. D . Ricks, Loeb Library, vol. II.
p. 356.

135
nica y la difusión de la instrucción popular. Por ello,
Platón era su primer punto de referencia polémico.
Las razones de esta polémica raramente se toman en
consideración en las h istorias y manuales de filosofía an­
tigua, excepto en casos particulares. A. W . Ben n , por
ejemplo, escribe: «La constitución política y el código
de leyes aconsejado por Platón para su nueva ciudad
fueron en gran parte adoptados por la an tigua legislación
aten ien se. De este hecho los h istoriadores del Derech o
an tiguo han podido sacar algunas importan tes conclusio­
nes. Pero desde el pun to de vista filosófico, la impresión
general es grave e incluso chocante. Se planea un sistema
universal de espion aje y el odioso oficio de espía recibe
amplias alaban zas. Y, lo que es peor de todo, se propon e,
en el espíritu de la más rígida intolerancia ateniense,
defen der la ortodoxia religiosa con la persecución judicial.
Platón llega h asta el pun to de creer que una disensión
con la teología corrien te era una locura o un crimen. No
faltan tampoco útiles sugerencias para quienes quisieran
in mediatamente llevar a cabo la obra de la razón e im­
poner la nueva verdad, con un método que hubiera po­
dido usarse un día con fatales consecuencias contra sus
propias opin ion es.»
Benn cita inmediatamente el pasaje de las L e y e s a que
nos h emos referido en las págin as 88-95 y prosigue: «H ay
que recordar que los dioses de que h abla Platón son el
Sol, la Lun a y las estrellas; los ateos por él acusados
enseñaban sólo lo que n osotros con el tiempo hemos
sabido que es cierto: que estos astros no son más divi­
nos, más an imados, más capaces de aceptar n uestros sa­
crificios o de respon der a n uestras plegarias que lo es
la tierra sobre la que an damos; e intenta demostrar lo
contrario con argumentos que, si es que no están en
contradicción con todo lo que sabemos de mecánica, por

136
lo menos resultarían siempre completamente inadecuados
para el fin con que se usan .»
«Supon ien do que el ateo sea un h ombre perfectamente
moral, debe, sin embargo, ser encarcelado duran te cinco
años o más, si hay pruebas de su culpabilidad, y duran te
estos años deberá ser in struido continuamente por un
magistrado sobre la iniquidad de su falta de fe; si al
final de este período el ateo llega a una satisfactoria
forma mental, será liberado. En caso de reincidencia, por
el contrario, el ateo debe ser condenado a muerte. AI
ateo corregido o a cualquier otro h ereje le espera un
castigo más ligero, la cadena perpetua. Y es verosímil
que no sobreviva mucho a esta pena. Si un ciudadano
es sospech oso de practicar formas privadas de culto en
casa propia o ajen a, debe ser juzgado sin que se le con­
ceda posibilidad de, arrepentirse. Quien es crean que pue­
den gan arse a los dioses con plegarias y sacrificios, deben
ser castigados, como los impíos infieles, a cadena per­
petua.»
Conviene citar las adecuadas palabras de Grote: «El
legislador es la suprema y ún ica autoridad, tan to espi­
ritual como temporal. No se admiten disen sion es de la
ortodoxia por él prescrita; quien cree más o menos de
lo que debe creer, aunque su conducta sea irreprensible,
debe ser condenado de todas formas a una larga deten ­
ción. No se castigan y se proh íben sólo las in vestiga­
ciones de la razón in dividual, sin o también la espontánea
inspiración de una in quietud o terror religioso. No sé si
la atrocidad de esta legislación religiosa se ve atenuada
o agravada por el hecho de que probablemen te, por su
cuenta, el legislador mismo no tenía ninguna convicción
teológica» 2.

1 A. W. Benn, T h e G re e k P h ilo so p h e rs, 2 .· ed., 1914,'p. 230.

137
La legislación religiosa de las L e y e s ha levan tado poca
indignación entre los conocedores de la an tigüedad clási­
ca, y su intima conexión con todo el cuerpo de lo que
se define como sistema platón ico h a sido poco conside­
rada. Pero si los estadistas liberales ingleses del siglo xix
y los racion alistas in gleses del xx estaban propen sos a la
indignación y al disgusto por esta legislación, ¿qué nos
autoriza a supon er que no se han provocado emociones
parecidas entre person as mucho más cercanas a Platón
en el espacio y en el tiempo? ¿Y cómo puede escribirse
la historia de la filosofía an tigua si no se da a esta legis­
lación un puesto de máximo relieve en la filosofía de
Platón , tan to más cuanto se trata sin duda de la conclu­
sión más amplia, más tardía y más madura de su obra? 3.
En la evolución de la teoría de la p o lis aten ien se, la
legislación religiosa de Platón marca el pun to culminante.
Es la expresión madura del pensamiento de la Academia
que intentaba ser un campo de adiestramien to para los
estadistas en una ciudad donde la persecución religiosa
ya h abía sido practicada.
«Si se quisiera decir en pocas palabras — escribe Edwyn
Bevan — por qué el mundo helenístico y romano, des­
pués de haber perdido la libertad política, a pesar de
toda su gran cultura, de su vivacísima actividad económi­
ca, nos parece inmerso en una especie de atmósfera de
muerte, una au ra m o r t a, podría decirse: era un mundo
agotado. Ninguna sociedad, a la que este o aquel hombre
pudiera adherirse, estaba en circunstancias de aportar
gran des cambios a las cosas terren as.» Pero Bevan ha ol­
vidado la causa más importan te, la única característica
de la época: la lucha con tra la superstición , y n o sólo
con tra la superstición como debilidad de la mente hu-

1 A. E. Taylor, P iaf o , 1926, p. 463.

138
mana, sino contra la superstición como enseñanza de los
filósofos e institución del Estado. Y ha olvidado al cam­
peón de esta lucha, a Epicuro.
Para llevar a cabo su propósito, Epicuro debía hacer
algo más que organizar una sociedad dedicada a desarrai­
gar la superstición: debía también realizar un a obra de
reconstrucción intelectual. Era n ecesario n o sólo opon erse
a la tradición filosófica que desde Pitágoras, a través de
Sócrates, llega h asta Platón , sino que convenía también
renovar la tradición jónica en los aspectos que la hacían
incapaz de sosten er el nuevo asalto del platon ismo. Es
costumbre negarle a Epicuro el mérito de una obra in te­
lectual de tal género, a despech o de su afirmación de
haber encontrado la felicidad precisamente en tal obra 4.
Pero este estado de cosas no puede durar largo tiempo.
Desde que los fragmen tos de los escritos de Epicuro son
meditados y estudiados con más cuidado, su importancia
en el ámbito de la filosofía pura, diferen te de su influen­
cia como guía moral y religioso, se ve reconocida cada
vez más claramente. No se retiró, como supone Marth a,
del campo ocupado por las escuelas platón ica y aristo­
télica, sino que dirigió contra ellas una profun da oposi­
ción in telectual5.

* Diógen es Lacrcio, Ep icu ru s, pár. 37.


* La opin ión de Bign on e ( V 'A rist ot ele p e rd u t o e la form az ion e
f ilo só f ic a d i Ep icu ro , Florencia, 1936), según la cual Epicuro ha
recogido mucho de la tradición del atomismo, defen dién dola con ­
tra las posiciones de la escuela platón ica y de la peripatética, se
ve confirmada por las in vestigacion es más recien tes. V. W olfgan g
Sch midt, E p ik u rs K rit ik d e r p lat on isch en Ele m e n t en le h re : «Au n ­
que Epicuro no juzgue — ni pudiera juzgar— rectamente a Platón ,
llega, sin embargo, a un n otable resultado... Epicuro n o fu e sólo
un filósofo moral y un profeta religioso, sin o también un pen sa­
dor teorético con un papel h istórico no poco importan te: sos-

139
£1 pun to prin cipal y esencial para una refutación del
sistema platón ico (si es que podemos llamarle sistem a:
Platón nunca usó este término) era su epistemología.
Platón sostuvo en primer lugar la teoría de Parmén ides,
según la cual sólo la razón es guia del conocimiento y
rechaza toda experiencia sensible. En con tró el ideal de
tal conocimiento a p r i o r i en la geometría y se esforzó en
con struir en base a este modelo una teoría ética y polí­
tica, una norma de vida cálida para el in dividuo y para
la sociedad. Esta fue la razón por la que hizo escribir
sobre la en trada de la Academia, cuyo fin era formar una
clase dirigen te de filósofos para Grecia, la frase: «N o
entre quien no sepa geom etría.»
Su sistem a se apoya en la concepción mística según la
cual el alma es algo ajeno al mun do material, en el que
se encuentra temporalmente prision era: la verdad fun da­
mental de la geometría, de la ética y de la política son
conocidas por el alma en una existencia precedente y sólo
tener el atomismo en la lucha y en la disputa con teorías de
otros orígen es.»
Son dign os de mención algunos pasajes, ricos en admirables
argumentaciones, del artículo de A. H . Armstron g, «Th e Gods
in Plato, Plotin us, Epicurus», C lasical Q u art erly , julio-octubre
1938, pp. 191-192. La división que hace Epicuro de los acon te­
cimien tos en tres categorías, los que son provocados por la ne­
cesidad, los provocados por la casualidad y los que tenemos bajo
n uestro control, se estudia en relación con los supuestos de Pla­
tón y Aristóteles. «La obra de Epicuro (y en esto parece haber
sido origin al) con sistió en romper la concepción tradicional de
la Casualidad-Necesidad: permaneciendo den tro de los límites de
su sistema, y sin implicar prin cipios in materiales e irracionales,
Epicuro crea un a estructura y un os supuestos de regularidad y
de orden , que con todo dejan lugar a la existen cia de un prin ­
cipio irregular y caprichoso en el m un do... Sentimos la tentación
de reconocer en esta distin ción el in ten to consciente de encon­
trar, sobre bases m aterialistas, un adecuado sustituto de la cos­
mología platón ica.»

140
pueden ser «recordadas» en caso de que se utilice una
técnica adecuada. £1 círculo imperfecto que trazamos so­
bre la arena nunca podrá ser el origen del conocimiento
de la verdadera relación entre la lon gitud del diámetro
y la circunferencia, sin o, como mucho, puede ayudamos
a descubrir estas relaciones en n osotros mismos, «a re­
cordarlas»; y la ciencia que nos ayuda en este esfuerzo
de la memoria es la geometría. Así también el conoci­
miento de la verdad, de la belleza y de la bon dad no
deriva de la experiencia, sino que debe ser recordado
con la ayuda de una n ueva ciencia que será la dialéctica.
Dialéctica significa discusión realizada de forma racional.
El constan te esfuerzo por determinar las verdaderas con­
dicion es de una discusión racional puso en claro impor­
tantes prin cipios de lógica, colocados luego por Aristóte­
les en la base de su sistema lógico. La preocupación por
la geometría promovió el progreso de esta ciencia. Estas
fueron las mayores contribucion es de la Academia al co­
nocimiento humano.
En este pun to se nos presen ta una grave dificultad. Si
toda la verdadera ciencia es de este tipo, no experimen tal,
sin o a p riori, ¿cu ál es la relación que existe entre este
conocimiento y el mun do en que actualmente, aunque sea
temporalmen te, vivim os? El conocimiento cada vez ma­
yor de esta dificultad es el origen del diferen te pun to
de vista que se manifiesta en los últim os diálogos de
Platón . En la R e p ú b lica y en el Fe d ó n no duda en en­
señ ar que cualquier influencia de las impresion es de los
sen tidos sobre el alma puede verificarse solamen te en los
malvados. Toda la verdadera ciencia debe alejam os de
los sen tidos. Más tarde, en el T e e t e t o , se adapta más
a la realidad y enseña que los datos de los sen tidos,
aunque en sí mismos no representen conocimiento, son,
sin embargo, la materia del conocimiento. Define dara-

141
mente la diferen cia en tre la percepción sensible y el pen­
samiento, y su discusión constituye una importan te con­
tribución a la ciencia, todavía joven , de la psicología.
Platón no llega a ningún pun to firme. I am d e P lat o n is
in co n st an t ia lon gu m e st d ice re , demasiado largo sería h a­
blar de la inconstancia de Platón , lamentaron hace mu­
cho tiempo los epicú reos6; sin embargo, de hecho, la
necesidad de adaptarse a la naturaleza, que ya informa
los últimos diálogos, permaneció siempre extrañ a a sus
programas educativos. También en las L e y e s la n aturale­
za queda rigurosamen te excluida del cu rricu lu m de es­
tudios. Las materias de enseñanza deben ser la aritmética,
la geometría, la astron omía, la armonía y la dialéctica;
pero estos términos n o significaban precisamente lo mis­
mo que significan hoy para n osotros. Por aritmética se
entendía la teoría de los números y no la aritmética prác­
tica que h oy apren demos desde la escuela. También la
geometría estaba completamente separada de sus aplica­
ciones prácticas, no era un método de medida de las
cosas, sino que trataba de estudiar las relaciones espacia­
les, independien tes de números y medidas. La astron omía,
indisolublemente conectada a la teología astral, no se
preocupaba de la estructura física de los cuerpos celes­
tes: era sólo una ciencia de las posiciones y, en el fon do,
una geometría esférica. La armonía era el estudio de las
proporciones. La dialéctica era, como ya hemos visto, un
esfuerzo por llegar a la verdad disciplin ando la discusión
según ciertas reglas que garan tizaban su validez, pero que
no producían ningún nuevo conocimiento. La idea de que
todas estas técnicas pudieran ser in strumen to para la in­
vestigación de la naturaleza era completamente extrañ a al
sistema platón ico: eran solamente la gimn asia del alma.

* Cicerón , D e n at u ra D e o ru m , I , 12.

142
Fueron consideradas como las materias de una educación
apta para formar una clase dirigente cuyas funciones po­
dían ser las de sobrepon erse a la actividad productiva,
nunca la de dedicarse a ella y desarrollarla.
La posición de Epicuro era completamente distin ta.
Para él, el h ombre, alma y cuerpo, era un organ ismo for­
mado sobre la tierra en el curso de la h istoria; sus sen­
tidos eran instrumentos por medio de los cuales el hom­
bre tomaba conocimiento del mun do circundante, del
mundo material en que vivía; las facultades mentales eran
una de tan tas actividades del organ ismo considerado en
su complejidad, nacían del exterior por medio de las
actividades sensoriales y no tenían ningún significado si
no estaban en relación con los sen tidos; todo conoci­
miento era un conocimiento del mundo material, y un
progreso en este género de conocimiento sólo podía obte­
nerse por medio de una continua referencia a la evidencia
de los sen tidos; ninguna técnica matemática o lógica tenía
otra utilidad que la de ayudar a in terpretar u organizar
los datos de los sen tidos. El conocimiento de cómo debía
actuar el h ombre, si como in dividuo o como miembro
de una sociedad, dependía también de las percepciones
de los sen tidos. Las bases de todo esto eran las sensacio­
nes del placer y del dolor. La ética y la política eran
ramas de la filosofía n atural, eran normas hechas por el
hombre para regular su comportamiento, y derivadas de
la experien cia, normas modificables siempre que el cre­
ciente conocimiento de la naturaleza enseñase al hombre
modos mejores para el bienestar del alma y del cuerpo.
Era característica esencial de la educación el conocimiento
de la naturaleza y el h ábito de aten erse siempre a los
testimon ios de los sen tidos. En la medida en que puede
man ifestarse, el testimonio de los sen tidos era siempre

143
cierto, aunque de su interpretación pudieran nacer in­
n umerables errores.
Este completo cambio del sistema platón ico es consi­
derado casi universalmente, en los manuales de h istoria
de la filosofía an tigua, como prueba de una total in dife­
rencia del epicureismo por los valores de la cultura grie­
ga, cuando en realidad represen ta una conservación del
elemento más característico y vital de esta cultura, de
su esen cial origin alidad, de su única contribución a la
h umanidad: la investigación del conocimiento de la na­
turaleza y el esfuerzo por basar en él su vida. Para sos­
tener su opinión, los adversarios de Epicuro citan la frase
de una carta dirigida por Epicuro a P itodes y conservada
hasta n uestros días: «Levan ta el ancla, muchacho, y huye
de toda forma de cultura», como si significase algo dis­
tinto que un ataque justificadísimo a la Cultura con C
mayúscula, de la que Grecia estaba excesivamen te plaga­
da. El verdadero significado de la exh ortación a Pi tóeles
podrá ser comprendido inmediatamente si se pone en
relación con la defen sa de la filosofía n atural contra la
«Cu ltu ra», que hemos querido poner como epígrafe de
este volumen. La defen sa de una verdadera cultura es, en
Epicuro, profun da y persuasiva. Con sideremos el clásico
epigrama conservado en otro fragmen to: «N o debemos
p re t en d e r e st u d iar la filosofía, sin o e st u d iarla realmente,
porque no necesitamos apariencias de salud, sin o la salud
m isma.» H abla aquí un h ombre para el que cultura y
vida eran in separables.
Pero los que acusan a Epicuro de h ostilidad hacia la
cultura se sirven también de un argumento que ya estaba
entre los utilizados por sus detractores, comenzando por
Plutarco. Vivía en Grecia un ilustre matemático llamado
Polien o, que hemos mencionado entre los que se unieron
a Epicuro cuando enseñaba en Lám psaco, antes de esta­

144
blecerse en Aten as. Epicuro lo persuadió para que aban­
donara la geometría y se hiciera epicúreo, abrazando la
teoría física del atomismo. Parecería increíble que desde
entonces h asta n uestros días esto pudiera citarse con
tanta in sisten cia como prueba de la h ostilidad de Epicuro
hacia los estudios más avan zados y las disciplin as más
difíciles. En realidad se trata de una prueba de algo muy
diferen te. ¿Es posible supon er que un insigne matemá­
tico abandon ase su sistem a de estudio para respon der a la
invitación de un indolen te anti-intelectual? Si Epicuro
pudo persuadir a Polien o para que aban don ara las ma­
temáticas por la física, esto sucedió, según toda lógica,
porque en tre las dos disciplinas h abía algun a oposición.
Si en .Grecia la matemática hubiera sido en esta época
la sierva de la in vestigación física, no h abría existido
ningún con traste en tre las dos disciplinas. Por el con­
trario, las matemáticas pitagóricas y la matemática de
la Academia eran los sustitutos de la investigación física.
La geometría h abía usurpado el pu esto a la física. En
el sistem a platón ico, las relaciones espaciales eran reali­
dad. La verdadera ciencia era ciencia a p rio ri; la única
cosmología a la que podía conducir era a la cosmología
del T im e o. La escuela de Epicuro debía defender a la
ciencia de tal deformación. Atomismo y matemática pi­
tagórica son incompatibles. La concepción, no m at em á­
t ica, sino puramente f in c a, del atomismo: que un cuerpo
que tenga extensión en el espacio y por ello sea mate­
máticamente divisible, es en realidad físicamente indivi­
sible, era una ley fun damen tal de la física, y así lo era
para Epicuro. Pero ésta era una deducción de datos sen­
sibles, no una verdad «recordada» por el alma apartán ­
dose del contacto con las cosas materiales. Por esta razón,
en la base de la diferencia entre platon ismo y epicureis­
mo está la disputa acerca de la prioridad de la razón o de

145
10
la experien cia, de la matemática o de la filosofía n atural:
el hecho de que Epicuro haya sido capaz de convertir a
su pun to de vista a un o de los matemáticos más ilustres
de su tiempo, no es una extraña prueba de ignorancia
o de indiferencia hacia las cosas más elevadas de la men­
te, sino, por el con trario, una demostración de la pro­
babilidad (actualmente afirmada por fuentes documenta­
les) de que Epicuro se orientó seriamente hacia el estudio
de las diferencias fun damentales entre su filosofía y la
de la Academia y estuvo en condiciones de causar estupor
a un docto matemático con la exactitud de sus opiniones.
Naturalmen te, yo no trato de sosten er que el propio
Epicuro fuera un buen matemático. N o existe ninguna
prueba de que lo fuese e igualmente faltan los indicios
para supon er que no lo era. Queriendo defen der el cam­
po de la física de la intromisión de los elemen tos mate­
máticos que terminaban por no sosten erla, sin o por co­
rromperla, parece que se equivocó al valorar el verda­
dero servicio que la matemática podía hacer a la causa
de la filosofía natural. H izo todos los esfuerzos por ob­
servar los hechos, no hizo ningún esfuerzo por valorarlos.
Este defecto tuvo efectos imprevistos en el campo de la
astron omía. La matemática pitagórica h abía in vadido la
astron omía con resultados desastrosos de todo tipo. Mien­
tras hacía posible una ten tativa de valoración de la dis­
tancia y del tamañ o de los cuerpos celestes, aceptaba el
concepto de su etern idad y divinidad y se servía de estas
supersticion es para hacer aceptar la creencia de que todos
los cuerpos celestes eran esferas perfectas y se movían a
través de la etern idad siguiendo círculos perfectos. Para
el epicúreo, en cambio, los cuerpos celestes eran casuales
agrupamientos de átom os, inanimados, caducos, y su for­
ma y su movimiento podían dem ostrarse como irregu­
lares. Opon ién dose a la deificación platón ica de los cuer­

146
pos celestes, alimentando las más graves sospech as contra
una matemática tan íntimamente ligada a estas supers­
ticiones, Epicuro basó su teoría del tamaño de los cuer­
pos celestes únicamente en el testimon io de sus sentidos,
sin la ayuda de ningún cálculo matemático.
Eso con dujo a Epicuro a un error importan te: aseguró
que el Sol es más o menos del tamañ o con que n osotros
lo vemos. Este es seguramente el testimonio más per­
judicial que puede aducirse contra él como prueba de
ignorancia o de indiferencia con tra una ciencia de su
tiempo. Sin embargo, es n ecesario examinar el argumento
con que Epicuro sostien e su pun to de vista. Afirma que
generalmente una llama parece en la tierra más o menos
del mismo tamaño h asta que se nos coloca lo suficiente­
mente cerca como para que n os afecte su calor. Estan do
n osotros ahora fuertemen te afectados por el calor del sol,
es muy probable que no estemos tan lejos como para
verlo mucho más pequeñ o de lo que es realmente. El
error es importan te; ¿pero no contiene el propio argu­
mento los medios para su corrección? Si tenemos en cuen­
ta la explícita afirmación de Epicuro de confirmar todo
juicio con la referencia al testimonio de los sen tidos, ve­
mos que el error no excluía la posibilidad de un futuro
progreso. Este caso nunca se daría con respeto a las
opiniones de Platón . Platón h abía «probado» que el Sol
y la Lun a eran divinos porque tanto los griegos como
los bárbaros se postraban ante ellos cuando nacían o
se pon ían ; h abía tratado de imponer estas creencias como
una ortodoxia, y mantenerlas con una inquisición que
castigase con pen as de cárcel y muerte a los h onestos di­
siden tes. H abla muy poco a favor de n uestra civilización
el hecho de que Platón sea considerado como la cumbre
de la filosofía griega y Epicuro sea despreciado como un
espíritu indolente aparecido en una época de decaden cia,

147
que no pudo elevar su débil alma hasta alcanzar las
alturas platón icas.
Hem os hablado de la oposición entre el sistem a epi­
cúreo y el platón ico en la epistemología y en la matemá­
tica. Nos queda por decir todavía algo acerca de otro
campo estrechamente unido a ellos: la teoría de la n atu­
raleza del lenguaje. Cuando W hewell escribe: «H ay dos
modos de comprender la n aturaleza: examin ar sólo las
palabras y los pensamientos a que aluden ; examinar los
hechos y las circunstancias que hacen surgir estas nocio­
n es... Los griegos siguieron el prim ero, estudiaron la vía
v erb al o e sp e cu lat iv a y se equivocaron » 7, es W hewell
quien se equivoca al dirigir esta acusación contra los grie­
gos: h abría debido limitar su ataque sólo a algun as escue­
las griegas, en particular a la de Platón , y excluir a algu­
nas otras, en particular a la de Epicuro.
Platón no comprendió la n aturaleza del lenguaje, como
demuestra claramente una carta del Crat Ü o : no com­
prendió con claridad la n aturaleza simbólica de las pala­
bras, sin o que pen só que h abía alguna conexión esencial
en tre la palabra y la cosa simbolizada. Perman eció por
ello prision ero de las palabras, y tenemos en ello un
ejemplo n otable a propósito del movimiento: habiendo
establecido que su extrañ o concepto de un «m ovimien to
que se mueve a sí m ism o» podía llamarse «alm a» ( p sy ­
c h e ), inmediatamente atribuyó al «m ovimien to que se
mueve a sí m ism o» todo el rico contenido de la palabra
«a lm a »e, y como los cuerpos celestes parecían moverse

' W hewell, H ist o ry o f t h e In d u c t iv e Scie n ce , vol. I, p. 27.


* L ey es, X , 896: t o s a i n o xtveTv φ ^ ς λό γ ο ν Ι χ β ιν τ ή ν ο υ σ ία ν ή ν ζ ερ
το ύ ν ο μ α Ô ΐ ή π α ν τες ψν χ ή ν ir p o o ajo p «ú o | ie v ; A θ . Φ η μ ( γβ.
«¿D ices tú que lo que se mueve a sí mismo contiene en la
misma palabra su propia esencia, pues todos n osotros damos al
alma este mismo n om bre?» «Lo digo.» Añ adimos aqui que, en el

148
a sí mismos, los dotó de pensamiento y de sensibilidad
y, en general, de todos los fenómenos de la vida.
Los filósofos jónicos no h abían caído en esta confu­
sión ; pero como h abía sido in troducida en la filosofía por
Platón , debía ser formalmen te rechazada por Epicuro. En ­
seña entonces que el lenguaje es un fen ómen o natural
como cualquier otro, explicable sólo con el estudio de
su h istoria. En resumen, la h istoria del lenguaje consiste,
según él, en el hecho de que los son idos emitidos por el
h ombre, como los de los demás animales, bajo el im­
pulso de la emoción, se desarrollaron por convención
con virtiéndose en un instrumento apto para comunicar
los pensamientos de un h ombre a otro. Por ello, si se
considera el lenguaje como un medio para in dagar en la
naturaleza, hay que preocuparse siempre por determinar
el significado de las palabras en relación con las cosas,
y no la naturaleza de las cosas a través del examen de
las palabras 9.
El én fasis con que Epicuro exalta la iden tidad entre
filosofía y-conocimiento de la n aturaleza, y el testimon io

C rat ilo , Platón imagina un «legislador» que da los nombres a las


cosas después de h aberlas sometido a la aprobación de un «dia­
léctico». En algunos pasajes (M e t e o ro lo gía, 339 B, 16-30; D e lo s
cielos, 270 B, 16-25, y 302 B, 4), Aristóteles, siguien do a Platón ,
in ten ta sacar pruebas físicas de la etimología: aith er: aei thein;
αίβήρ = dei θ«Τν (aire: moverse siempre). Lucrecio (V, 1.041 sg.)
rechaza desdeñ osamen te la idea de un legislador de la lengua.
Bacon está de acuerdo con Lucrecio y los epicúreos, y cubre de
desprecio esta teoría de Platón , definiéndola «avara de verdad y
estéril de fru tos» ( D e au g., V I, 1).
* V. C art a a H e ró d o t o , párrs. 75, 76 y 37, 38. Las pocas pa­
labras que en este libro he dedicado a la teoría de los epicúreos
sobre el len guaje n o dan una idea de la perfección y del grado
de complejidad de su trabajo en este campo. Véase Ph ilip H . de
Lacy, «Th e Epicurean An alysis of Lan gu age*, A m erican Jo u rn al
o f Ph ilo lo gy , enero 1939.

149
de los sen tidos como criterio de verdad, acercó su escuela
a los médicos h ipocráticos, que tenían aspiraciones e ideas
afines. El uso frecuen te de la terminología técnica epicú­
rea en los tratados de medicina de la época, de los que
hemos citado un ejem plo en la página 64, es una prueba
de la influencia que tuvo la escuela en el progreso de
la ciencia médica. Epicuro mismo escribió sobre medi­
cina. La medicina se enseñaba en la escuela epicúrea de
Nápoles que Virgilio frecuentó de joven . El D e reru m
n at u ra es rico en nociones fisiológicas. Por lo demás, la
doctrina epicúrea de la mortalidad del alma está tan só­
lidamen te basada en las pruebas fisiológicas, como el con­
cepto platón ico de su inmortalidad está débilmente ba­
sado en la matemática.
A causa de sus diferen cias con los matemáticos, los
epicúreos no influyeron sobre el progreso de los estudios
astron ómicos que se difun dieron en aquel tiempo; pero
tuvieron n otable importancia en cuanto que la caracte­
rística prin cipal de su programa de instrucción era la
polémica contra la teología astral defen dida por Platón
en las L e y e s, la cual tuvo gran influencia sobre el estoi­
cismo. Asociar la actividad psíquica a masas de materia
inanimada significaba para Epicuro destruir tan to la cien­
cia como la religión. Según sabemos por Lucrecio 10, los
epicúreos pensaban que el sol y la lun a eran mucho más
aptos para pon erse como ejemplos de cosas «com pleta­
mente privadas de movimiento vital y de sen sibilidad»
que para ser incluidos en tre los dioses; y en armon ía con
sus teorías fisiológicas, los epicúreos consideraban ab­
surdo supon er que existiese un a mente sin estructura
física adecuada, «dividida por los nervios y la san gre».
En el rigor de estas convicciones, el principal argumento

10 Lucrecio, D e reru m n at u ra, V, 110 ss.

150
de la polémica epicúrea con tra la superstición estaba
dirigido con tra la teología astral de Platón y de los es­
toicos. En la C art a a H e ró d o t o , Epicuro se expresa así:
«Los movimientos de los cuerpos celestes, sus giros y
eclipses, su salida y ocaso y todos los fen ómenos rela­
cionados con ellos, no deben pen sarse como debidos a
algún ser que los controla y los orden a, o los ha orde­
n ado, y que al mismo tiempo goza de una perfecta feli­
cidad unida a la inmortalidad. Realmen te, dolores y pre­
ocupacion es, ira y alegría, n o están en relación con una
vida feliz, sin o que se encuentran donde hay debilidad
y temor y dependencia de los demás. N o debemos por lo
demás creer que los cuerpos celestes, que no son sino
llamas retenidas en una masa, sean felices por imponerse
voluntariamente estos movimientos. Debemos, por el con­
trario, mantener el carácter propio para cada expresión ,
como, por ejemplo, para la felicidad que aplicamos a
nuestras concepciones de los dioses, de manera que no
puedan surgir opiniones contrarias al concepto de su ma­
jestad. De otra forma, esta grave contradicción provo­
caría una mayor confusión en la mente de los hombres.
Debemos, por tan to, creer que estas mismas leyes de
regulación se deben a la origin aria inclusión de la ma­
teria en tales aglomerados, ocurrida duran te el proceso
de formación del m un do»
Acostumbra a con siderarse el ataque de Epicu ro con­
tenido en este pasaje como un ataque dirigido contra la
«m itología popular» Tal opin ión no tiene fundamento.
«Los fenómenos del cielo han sido siempre con siderados
— escribe Nilsson — como la fuen te prin cipal de la fe en
los dioses. P e ro e st a f e n o e s d e origen p o p u lar. En tre
” Epicuro, C arla a H e ró d o t o , párrs. 76-77.
19 Bailey, en su n ota a este pasaje, se refiere a las opin ion es
de Epicuro sobre «las falsas explicacion es de la mitología popular».

151
las ciencias n aturales griegas, la astron omía se había des­
arrollado en último término y h abía sido estudiada más
aten tamente; y es éste el verdadero motivo por el que
los cuerpos celestes entraron en la discusión de las cues­
tiones religiosas y científicas y ocuparon en ellas un pues­
to preeminente. Su culto adquirió carácter popular sólo
cuando la astrologia, bajo la influencia orien tal, conquistó
una posición preeminen te; la f ilo so f ía h ab ía allan ad o el
cam in o im p rim ien d o en la m e n t e d e l p u eb lo , y m ás p ar­
t icu larm e n t e d e l p u e b lo cu lt o , la id e a d e u n e sp e cial d e ­
rech o d e lo s cu e rp o s ce le st e s a la d iv in id ad » n . Por «filo­
sofía», en la parte en cursiva al final de este pasaje, léase
«P latón », especialmente el Platón de las L e y e s, y habre­
mos descubierto por fin el argumento específico de la
polémica de Epicuro.
A pesar de la común opinión de que la mitología po­
pular es el «person aje malo de la com edia», ¿puede pen­
sarse que Epicuro no tuviera en su mente a Platón ? Este
ataque es sin duda tal como para implicar a la mitología
popular; pero también parece tomar en consideración al­
guna teoría concreta sobre teología astral formulada por
una mente o mentes cultas. El mismo manual titulado
C art as a H e ró d o t o está destin ado a mentes instruidas y
educadas que no podían carecer de una familiaridad con
las principales corrientes del pensamiento de la época, y
si Epicuro se hubiera lim itado a atacar la mitología po­
pular, sin duda no h abría desatado las dudas de cuantos
tenían familiaridad con las doctrinas platónica y estoica
de los fen ómenos celestes. Las teorías por él combatidas
exigen una atención metódica a los estudios astron ómicos,
atención más precisa q\ae la justificable para una mitolo­
gía popular. Esta interpretación teológica, que él refuta,

11 Nilsson , op . cit ., p. 267.

152
de «los movimientos de los cuerpos celestes y de sus
órbitas», es decir, de los solsticios de los movimientos
más complicados de los plan etas, «d e los eclipses y de la
salida y del ocaso y de los fen ómenos relacion ados con
ellos», no tiene el valor de una mitología popular, sino
de una complicada teoría de orden teológico. En particu­
lar, la referencia a «las leyes de regulación » y la refuta­
ción que opon e al argumento de la divinidad de los cuer­
pos celestes, parecen indicar claramente cómo en su
polémica Epicuro tenía en su mente algo más que la mito­
logía popular. Por mi parte, creo que el ataque no se
dirige contra la mitología popular en sí misma, sino con­
tra las versiones cultas de la mitología popular elabora­
das por filósofos como Platón y los estoicos. Este pun to
es de fundamental importancia para comprender toda la
orientación de la escuela epicúrea. Epicuro trataba de
abatir todo el sistem a del «h om bre áureo», sus falsos
postulados metafísicos, base para unas absurdas conclu­
sion es políticas; y ésta era la preparación necesaria para
rescatar la mente humana de las pesadillas de la supers­
tición.

153
11. LA R EL IG IO N D E EPIC U R O

D et e rm in ism o y lib re alb e d río . L o s d io se s


y el p u eb lo. L a n u e v a t e olo gía d e Ep icu ro.

Epicuro no habría restaurado íntegramente el sistema


de Demócrito si hubiera podido liberar el mundo griego
de la influencia de la Academia. El sistema atómico fun ­
dado por Leucipo y Demócrito estaba a sus ojos viciado
por un defecto fun damental: h abía establecido una teoría
de determinismo universal, incluyendo al h ombre en la
misma cadena de causalidad mecánica que la materia in­
animada. Esto, a los ojos de Epicuro, era para el género
humano una pesadilla peor que la creencia en los mitos.
En el pensamiento de Epicuro la libertad de la vo­
lun tad humana era un dato de hecho establecido por la
observación. El hombre no se mueve simplemen te porque
se le empuja, sino que decide moverse y luego pone en
práctica su decisión. Los motivos que determinan sus
acciones pueden ser infinitamente variados, desde el de­
seo de procurarse algo de comer h asta el deseo de liberar
la mente humana de la superstición . Un h ombre correc­
tamente educado siempre debería dejarse guiar en sus
acciones, del tipo que sean, por la filosofía de la natu­

154
raleza. Tal filosofía podría incluir los motivos más altruis­
tas. «Van a es la palabra del filósofo si no alivia el sufri­
miento del h ombre.»
¿P ero cómo pueden tales opiniones y sen timientos con­
cillarse con la doctrina del atom ismo? Si el universo es
simplemen te una masa de átomos que andan erran tes en
el vacío, ¿dón de ocurren esos procesos espirituales de
que habla Epicuro? El respon de que cosas como la be­
lleza, la verdad y la felicidad son , como todas las cosas,
partes de la n aturaleza. No niega su existen cia: niega
la posibilidad de una existencia en algún mundo ideal
don de almas in materiales existirían antes y después de
haber ven ido a este mundo. Esto era para Epicuro un
contrasentido. Pero que los hombres debían estar ani­
mados por gran des ideales, que debían amar al prójimo
más que a ellos mismos, que podían encontrar su feli­
cidad en la dedicación a causas un iversales como es el
estudio de la naturaleza o la organización de un movi­
miento para liberar la mente humana de la superstición ;
estas ideas no sólo no eran extrañ as a Epicuro, sino que
eran el verdadero meollo de su acción.
De ello se seguía que, si el un iverso es en últim o an á­
lisis sólo átomos y vacío, los átomos debían ser de un
género tal, o al menos debían ser capaces de un orden a­
miento tal, como para admitir estos futuros desarrollos.
En los escritos de Epicu ro encontramos dotados a los
átomos de un movimiento espontán eo, y tal movimiento
se relaciona con el fenómeno de la libertad de la volun­
tad humana. En los escritos del discípulo de Epicuro,
Lucrecio, se da mucha importancia a las infinitas posibi­
lidades que pueden derivar de las nuevas disposiciones
de los átomos 1. Es siempre peligroso comparar las opi-

' D e re ru m n at u ra, I , 684-689, 798-802, 817-829.

155
niones de pen sadores an tiguos con los resultados de la
ciencia modern a; pero si tenemos en cuenta que toda
la ciencia química, tal como hoy se presen ta, no había
sido aún descubierta, es útil parangonar la doctrin a de
los epicúreos sobre las nuevas cualidades que surgen como
resultados de nuevos tipos de sistematizacion es de los
átomos, con la moderna teoría de que cada uno de los
con stituyen tes del cuerpo humano existe también en un
estado inorgánico. Los mismos elementos que constituyen
los cuerpos in animados, que poseen fuerza de cohesión
y de atracción, y tensión superficial, pueden también for­
mar las plan tas, que tienen una sensibilidad y pueden
crecer y reproducirse; y los animales que tienen además
la posibilidad de moverse y de ejercitar algun as faculta­
des men tales; y los h ombres, que pueden aspirar a la
filosofía. Den tro de los límites de su ignorancia de la
ciencia del mun do moderno, este concepto general estaba
completamente claro para los epicúreos, los cuales, como
los antiguos pen sadores jón icos, eran evolucion istas. Pero
habían llevado su pensamiento aún más lejos y consi­
deraban el libre albedrío como una cualidad de la materia
organizada de una forma determinada, una cualidad que
h abía adquirido existencia a lo largo del curso de la
h istoria del mundo que h abitamos y cuya naturaleza y
límites podían ser comprendidos solamen te mediante el
estudio de la ciencia general que es la filosofía natural.
En el desarrollo de esta investigación concibieron teorías
admirables, como la que trata del origen y desarrollo del
len guaje; en estos estudios crearon la ciencia de la an­
tropología, de la que hablaremos ah or a1.
7 Para la concepción epicúrea según la cual el hombre pro­
gresa en la h istoria hacia la libertad desde la n ecesidad, véase
C art a a H e ró d o t o , p i n a t o 75: «Adem ás debemos supon er que
también la naturaleza humana fu e adiestrada y obligada simple-

156
La teoría del cUn am em o «desviación » de los átomos
por medio de la cual Epicuro se esforzó en dotar a los áto­
mos de un elemento de espon tan eidad, se considera co­
múnmente como una invención pueril, suficiente por sí
sola para demostrar la incompetencia de su creador en el
terreno de la filosofía. Se sostien e además que Epicuro
se atribuyó todo cuanto h abía de bueno en el atomismo
de Demócrito, y que, además de deformar sus concep­
ciones con estas modificaciones, mostró su in gratitud rei­
vindicando su independencia con respecto a Demócrito
en las concepciones fundamen tales y minimizando la im­
portan cia de las con quistas de este último. Pero los escri­
tos de Cyril Bailey y de otros han ven ido a modificar
estos juicios errón eos.
Según la opinión de Bailey, aun que a menudo se diga
que Epicuro se apropió el sistem a atómico de Demócrito
con poca pon deración , ya que esto era propio de sus
corrompidas teorías morales, el atomismo de Demócrito
requería la corrección introducida por Epicuro. Además,
era completamente inadecuado para ser introducido en el
sistem a del epicureismo sin esa corrección. Epicuro adoptó
el atomismo porque era el resultado más seguro de los
dos siglos de especulación física que separaban a Tales de
Demócrito. Sin embargo, Epicuro sabía que a la doctrina
de la naturaleza de los átomos le faltaba la confirmación
de la experiencia sensible. En la n aturaleza de las cosas,
los átomos nunca pueden ser objeto de experiencia sensi-

mente por las circunstan cias a hacer muchas cosas de todo tipo;
y que más tarde el h ombre, con la ayuda de la razón, elaboró
todo lo que la naturaleza sólo h abía sugerido, e h izo n uevos des­
cubrimientos, etc.» De este modo, la Inten ción hace su aparición
en el curso de la h istoria. No se trata desde luego de un ca­
rácter metafísico del h ombre, sin o de un carácter que h a adqui­
rido a través de la h istoria.

157
ble, aun que sean el fundamen to de un sistem a en que el
criterio de verdad vien e dado por la prueba de los sen­
tidos. La teoría de los átom os, pues, según el sistema
de Epicuro, debe ser siempre susceptible de revisión ,
cuando la experiencia pueda esclarecer algunos nuevos
conocimientos sobre los objetos sen sibles, en con traposi­
ción a la teoría que concibe la n aturaleza del átomo como
eternamente estática. El testimon io de los sen tidos no
se basa en la teoría del átomo, sino que es la teoría del
átomo la basada en el testimon io de los sen tidos. En ton ­
ces, según Epicuro, sólo ha sido descubierto por Demó­
crito un elemen to importante del comportamiento de al­
gun as cosas que vemos y tocamos, es decir, el elemento
por el que los seres vivos se diferencian de la materia
inanimada y que llamamos libre albedrío. Según Epicuro,
la teoría democritea del átomo se apoyaba en una base
insuficiente de observación. Su necesaria corrección fue
introducida por la teoría de la «desviación ».
Gim o Epicuro fue tan den igrado y Platón tan exaltado,
es conveniente, cuando se presen ta la ocasión, declarar
las propias opiniones deshaciendo todo equívoco. A mi
parecer, la den igrada teoría de la «desviación » de los áto­
mos es de una lógica, de una filosofía y de una coheren­
cia muy superiores al tejido de absurdos con que Platón
intenta demostrar la conclusión de que el Sol puede pen­
sar, sen tir y prever. Por otra parte, Epicuro no siente la
n ecesidad de encarcelar o ejecutar a quienes se negaran a
seguir su camino.
En el pasaje de la C art a a H e ró d o t o que h emos citado
en la página 151 se h abrá observado que Epicu ro rechaza
la teoría platónica según la cual los cuerpos celestes son
divin idades an imadas, no sólo basán dose en una exacta
idea de la naturaleza de los cuerpos celestes, sino más
explícitamen te en base a una idea exacta d e. los dioses.

158
En ton ces, ¿qué debemos pensar de la teología epicúrea?
Es una cuestión que plan tea controversias y sobre la que
recientemente se ha arrojado nueva luz.
Aunque algunos escritores an tiguos acusaran a Epicuro
de ser ateo — la acusación proviene de Cicerón y de Plu­
tarco— , siempre se h a sabido que profesó fe en los dioses
y les atribuyó gran importan cia en su sistema. Con sti­
tuían un objeto de reverencia y de devoción y eran para
los devotos un ejemplo de lo que debía ser la verdadera
vida epicúrea. No estaba, sin embargo, claro cómo la
existen cia de dioses in mortales podía ser explicada to­
mando como base el sistema atomista. Además, Epicuro
in sistía en afirmar que los dioses n o tomaban parte en
el gobiern o del un iverso; y así caía en la sospech a de en­
señ ar que no se preocupaban de los h ombres. Los coloca
en los in t e rm u n d ia o regiones vacías del espacio, entre
innumerables mun dos en cuya existen cia creía. Aparecían
así como añ adidos superfluos al un iverso de Epicuro y lo
extrañ o era que Epicuro se h ubiese preocupado de in­
cluirlos, a menos que realmente fuese cierta la sospech a
de Plutarco, y que hubiera hecho esto sólo para escapar
de la acusación de ateísmo. A la luz de los recien tes des­
cubrimientos parece posible entender el problema un poco
más claramente.
Para quien simpatizaba con el epicureismo h abía sido
siempre posible encontrar algo que decir como justifica­
ción de la teología epicúrea. Así, Gassen di, en el siglo
xviii, había sosten ido que Epicu ro había enseñado una
religión excepcionalmente pura. H ace distinción entre
los elementos serviles y los elementos filiales de la reli­
gión : las religiones serviles consideran un cambio de ser­
vicios entre los dioses y los h ombres; las filiales conside­
ran la pura devoción ofrecida por el hombre a la divini­
dad. Afirmó así que la religión de Epicuro era errónea

159
sólo en el elemento servil. La defen sa de Gassen di tenía
una justificación, pero no sirvió para in tegrar la religión
de Epicuro en el esquema general de las cosas; demostró
su san tidad, pero no su validez intelectual.
En tiempos más recien tes, los apologistas de la religión
han atribuido una gran importan cia, como prueba de la
existencia de Dios, al argumento del supuesto consenso
universal de todos los pueblos. En el D e n at u ra d eoru m
de Cicerón (I , 16), el defen sor del epicureismo dice al
defen sor de la escuela: «Sólo ve que la primera prueba de
la existencia de los dioses está en el hecho de que la
naturaleza misma ha imprimido su concepto en el alma de
todos.» Marth a, más recientemente, n otó que h abía que
subrayar el hecho de que Epicuro fue el primero en ser­
virse de este argumen to; y después de él, los demás lo
han considerado muy atentamente. El hecho es impor­
tante para n osotros sólo en tan to en cuan to muestra la
ín tima conexión de la teoría epicúrea con el resto del sis­
tema. Epicuro n o creía que pudiese existir en la mente
una idea que no fuese el resultado de imágenes impresas
sobre los órgan os de los sen tidos; estas imágen es, pen­
saba, se llevaban a los sen tidos por medio de corrientes
de átomos procedentes del objeto percibido. Por ello, si
normalmente se encuentran en las mentes humanas con­
ceptos de los dioses, estos con ceptos deben encontrarse
en las mentes gracias a una real existencia de los dioses,
que han emitido imágenes que a su vez han producido
tales conceptos.
Ningún pueblo fue tan inclinado al antropomorfismo
como el pueblo griego. Por lo menos desde los tiempos
de Homero en adelante, los griegos, exceptuan do unos
pocos filósofos, concibieron siempre a sus dioses en forma
humana. En estos dioses del pueblo creía Epicuro, a
pesar de que no creyese en todo lo que el pueblo creía de

160
ellos: su teología es una especie de teología popular
modificada. En el segundo párrafo de su C art a a M en eceo
encontramos los detalles más completos de su pensa­
miento:
«Debes hacer y practicar las cosas que yo te he reco­
mendado in cesantemen te, con siderán dolas como los prin­
cipios fun damentales de una vida recta. An tes que nada
cree en la existen cia de Dios como ser inmortal y feliz,
exactamente como está grabado en las mentes humanas el
concepto común de la divin idad, y no le atribuyas nada
opuesto a su in mortalidad o que no se acople a su felici­
dad. Los dioses existen , desde el momento en que su
conocimiento procede de una clara evidencia; pero no son
como la mayoría cree, ya que en realidad ella no nos lo
presen ta coherentemente con lo que de ellos creen. Un
hombre impío no es el que n iega a los dioses en que cree
la mayoría, sin o el que atribuye a los dioses las creencias
de la m ultitud.»
En el pasaje citado en la págin a 151, donde Epicuro
critica el concepto de la divin idad de los cuerpos celestes,
no se hacía ninguna referencia a las creencias de la mul­
titud, por la razón muy comprensible de que la teología
astrológica allí combatida no era la fe del pueblo, sin o la
enseñanza de las escuelas. La religión que Epicuro rechaza
es la religión del Estado, conscientemente construida por
filósofos políticos. Cuando con sideramos cuál es la reli­
gión que Epicuro acepta, aun desean do modificarla, vemos
que es la religión del pueblo. A sus discípulos les ordena
creer en la in mortalidad y en la beatitud de los dioses,
«exactamen te como la ¡dea común de divinidad está im­
presa en las mentes h uman as».
El contraste es escan daloso y pone en peligro nuestra
interpretación de toda la orientación del movimiento epi­
cúreo. El epicureismo, aunque depen diese claramente de

161
su genial in iciador, era un movimiento popular, nacido
para despertar el coraje y el respeto de sí mismo, en el
pueblo y en el hombre medio. Critias h abía hablado del
hombre «astu to y sabio» que h abía inventado la idea de
una divin idad eterna y omnisciente y h abía colocado sus
dioses en la bóveda del cielo y los h abía pu esto en rela­
ción con el trueno y el rayo p o rq u e p e n sab a q u e é st a era
la m e jo r m an e ra d e at e m oriz ar a lo s h om b res. En la poe­
sía de Pín daro, estos dioses h abían sido los amigos y
protectores de los príncipes y de los poderosos y habían
tron ado y lan zado rayos de forma favorable para esos
gran des person ajes, que eran, en el fon do, el producto
de las in trigas extramatrimon iales de sus divin os protec­
tores, y en gran manera terroríficos para la masa oscura
que n o podía con tar con divinidades entre sus an tepasa­
dos. Platón h abía recibido y perfeccionado toda la con­
cepción para contentar a una ¿poca sofisticada y la sen ­
sibilidad moral de su carácter complejo; pero estaba tan
lejos de cualquier sentimiento de simpatía o comprensión
hacia el pueblo, que nunca pensó más que en términos
de legislación o de imposición de las leyes desde arriba.
La exacta medida de su fe en los poderes de atracción de
su teología astral nos la da el que las conclusiones debían
ser impuestas por medio de la policía y mantenidas por
la persecución . Esta religión de terror construida cons­
cientemente e impuesta por el Estado con stituía el objeto
principal de la polémica de Epicuro. Y cuando Plutarco
y algunos otros le tacharon de «at eo», lo hicieron porque
no podían o n o querían distin guir entre religión de E s­
tado y simple fe en los dioses.
Plutarco, en su polémica contra el epicúreo Colotes,
con servada h asta n uestros días, escribe: «La religión es
lo que une y mantiene unida a la sociedad humana, es el
fundamento, el sostén , la base de todas las leyes que

162
los epicúreos subvirtieron y trastorn aron completamente;
no actuaron secretamente y con encubiertos giros de pa­
labras, sin o que abiertamente y desde el principio expo­
nen lo más importan te: el concepto de divin idad y de
religión .» Est o demuestra tan to la audacia de la polémica
de Epicuro como su objetivo, la religión que h abía sido
edificada para sosten er las leyes. Sólo con respecto a este
tipo de religión tenía razón Plutarco al llamar ateo a
Epicuro.
Pero, en lo que respecta a su completa aversión a la
religión del Estado, es muy interesan te descubrir cómo
Epicuro sentía la existen cia de una genuina religión po­
pular, no necesariamente extrañ a a su filosofía, a la que
él podía acercarse. Sus secuaces debían creer en las divi­
nidades felices e inmortales, según la idea común de dios
grabada en la mente humana. Pero, continúa Epicuro, hay
en las concepciones populares incongruencias que deben
ser eliminadas; y explica estas incongruencias en las frases
que siguen al pasaje citado. E s interesan te, como índice
del importan te progreso llevado a cabo en la interpreta­
ción del epicureismo, el hecho de que h asta estos últimos
años no se haya dado una in terpretación correcta a tales
afirmaciones 3.
El error de la concepción popular de los dioses es,

* La tradición por la que se cree que Epicuro en señ ó que


los dioses son in diferen tes con respecto a los h ombres h a sido
n egada por el resultado obten ido por Ch ristian Jen sen , que ha
llegado a recon struir de los fragmen tos de Herculan o una carta de
Epicuro. Ah ora ya está claro que Epicuro hablaba de la in di­
ferencia de los dioses hacia los h ombres m alos, pero también
de su activa am istad hacia los buen os. V. Ch ristian Jen sen , E in
N e u e r B rie f E p ik u rs (U n a n u e v a cart a d e E p ic u r o ), Berlín , 1933.
Un a reseñ a del descubrimien to de Jen sen puede en con trarse en
mi artículo «Th e Gods of Epicurs an d the Roman State», T h e
M o d e m Q u art e rly , vol. I, n. 3.

163
según Epicuro, la creencia de que castigan a los malos
o (error aún más grave) los colman de beneficios. En
realidad, los dioses, en tan to que «acogen con ben evo­
len cia» al hombre bueno, parecido a ellos, se desin tere­
san del malvado. La razón de esta distinción en la dispo­
sición de los dioses hacia los hombres buenos y malos es
la siguien te: los hombres buenos n o tienen ningún deseo
desordenado que haya de ser favorablemen te escuchado
por los dioses, ni su actuación puede turbar la paz di­
vina 4; los h ombres malos, por el contrario, meditan siem­
pre el mal, desean la ruina del prójim o, buscan provechos
materiales o perdón para sus pecados por medio de ofren ­
das y sacrificios; generalmente actúan de forma tal que
las relaciones con ellos son in compatibles con la paz y
felicidad que debemos asociar al concepto de la naturaleza
divina. Los buen os no tienen n ada que temer de los
dioses; así, por medio de la devoción hacia los dioses du­
rante el breve espacio de su vida, pueden esperar gozar
de la comunión con ellos en su felicidad inmortal. Pero
tampoco los malos tienen n ada que temer de los dioses,
excepto la pena de verse separados de ellos, si es que son
capaces de sen tirla, y la confusión mental que pueden
engendrar sus falsos conceptos de la divinidad.
Este, en pocas palabras, fue el esfuerzo de Epicuro
para reformar la teología popular. Se objetará que si la
base de este esfuerzo está en la supuesta universali­
dad de las «vision es» de las divin idades antropomórficas
de la mitología griega (aceptadas como pruebas seguras de
la real existencia de los seres divin os, los cuales, según la
teoría epicúrea de la visión , se deben suponer como sus
fuen tes: cfr. pp. 129-31), se trata de una base bastan te
4 Cfr. Fragm e n t o LX XI X : «El hombre que h a alcan zado la
paz del espíritu (¿ αταραχος ) no causa disturbios n i a sí mismo
ni a los dem ás.»

164
poco segura. Pero ¿es menos segura que la versión mo­
derna del mismo argumento sobre la existen cia de Dios?
Me cuesta un pequeñ o esfuerzo de imaginacinó compren­
der cómo Epicuro podía sosten er esta opinión ; pero igual­
mente me cuesta comprender cómo, por ejemplo, Jacques
Maritain puede sosten er la suya. «Las inducciones más
sensibles de la h istoria — dice— están de acuerdo con
las conclusiones de la teología en dem ostrar la existen cia
de una t rad ición p rim it iv a, común a las diferen tes ramas
de la raza humana y coetáneas con el origen del género
humano. Y también a falta de algun as fuen tes positivas
de información, es una conjetura muy razonable que el
primer hombre haya recibido de Dios, jun to con la exis­
tencia, el conocimiento, y que haya podido por medio de
la educación completar la obra de la creación» s. En rea­
lidad, pienso que, a pesar de mi profun da admiración por
la inteligencia, la integridad intelectual, la cultura y la
valentía moral de Maritain , su pen samien to es más difícil
que el de Epicuro, y las concepciones an tropológicas que
necesariamente se derivan de él son menos válidas, con
respecto a todos los siglos que han transcurrido desde
entonces, que las meditadas en el «Jar d ín » de Atenas.
Si dejamos de considerar las justificaciones de la teo­
logía epicúrea y pasamos a su posición en el sistema en
general, nos sorprenden dos cosas. En primer lugar, a
pesar de mantener la fe en los dioses, Epicuro los excluyó
de todo control sobre el mundo físico. Ten ía fe, pero no
una fe que pudiese mover las mon tañ as; y esto eliminaba
el motivo de contradicción entre religión y ciencia que
hemos considerado como obstáculo para el pensamiento
moderno. En segundo lugar, la influencia de sus dioses

s Jacques Maritain, A rt In t ro d u ct io n t o P h ilosop h y , Sheed and


W ard, p. 24.

165
sobre los hombres es puramente moral. Sus dioses no pro­
metían ninguna recompensa o castigo a los hombres en
este mun do, y Epicuro no cree en el futuro. Los epicúreos
estaban educados para elevarse hacia sus dioses con devo­
ción y amor y para esperar que, manteniendo puros sus
corazon es, las sagradas imágenes que emanaban de los
cuerpos de los dioses penetrarían libremente en sus men­
tes llevan do con sigo algo de la paz y de la felicidad di­
vin as *. Era una religión sin temor, una religión sin mila­
gros, una religión sin otra ofren da que la de un corazón
puro, basada en las creencias tradicionales del pueblo,
que no n ecesita templos ni clero, sino tan sólo una mente
serena. Los epicúreos eran una sociedad de amigos cuyo
núcleo intelectual era un sistema de filosofía natural.

* Lucrecio, D e reru m n at u ra, V I, 75-78.

166
y\ r * L A P EN ET R A C IO N D E L EPIC U R EISM O
Î J,. EN ROM A

E l ep icu re ism o ab o lió la f u n ción p olicíaca


d e la religión . E sf u e rz o s d e lo s grie go s p ara
re st ab le ce r la so le m n id ad d e lo s cu lt os. Poli-
b io co n sid e ra al Se n ad o rom an o m u y h áb il
p ara se rv irse d e la religió n con in t en cion es
p o lít icas. L o s f iló so f o s e p icú reo s, e x p u lsad o s
d e l Se n ad o rom an o.

Una de las consecuencias del sistem a epicúreo fue la


abolición total de la función policíaca de la religión . La
religión que veía en el rayo, en el trueno, en el terre­
m oto, en la tempestad y en la enfermedad otras tan tas
manifestacion es de la ira de la divinidad ofen dida, fue
abandon ada como superstición . El temor a sufrir des­
pués de la muerte fue disuelto por la teoría de la mor­
talidad del alma y la reforma de la religión popular pro­
movida por Epicuro enseñó explícitamente que los dioses
no se interesan por el bien o el mal de los hombres
malvados.
Sería interesante saber h asta qué pun to el sistema
de Epicuro influyó en la sociedad antigua. Dar una res­
puesta precisa es imposible, pero es cierto que su in­
fluencia fue muy amplia. Diógen es Laercio, que escribe

167
en los primeros años del siglo m de nuestra era, nos
habla de las estatuas con que su tierra n atal honraba a
Epicuro, y de sus amigos, «tan n umerosos que difícil­
mente podían contarse por en tero». N o está claro el
sen tido preciso de esta en tusiasta alabanza, pero está
claro que en seguida comenzaron a formarse grupos de
seguidores de Epicu ro en todo el mun do de lengua grie­
ga; sabemos además que se organizaron y que se di­
fun dió entre ellos una instrucción sistemática. En un
fragmen to de sus escritos con servado h asta n uestros días,
Epicuro exclama: «La amistad danza en torno al mundo
h abitado, animándonos a despertam os y a participar en
la vida feliz.» «Am istad» y «vida feliz» son términos
técnicos del movimiento epicúreo. La frase expresa un
grito de júbilo por la propagación de la secta.
También la expresión «el mun do h abitado» debe atraer
por un momento n uestra atención. Sirve para recordar­
n os que el horizonte en que Epicuro esperaba operar
no estaba lim itado a su ciudad n atal, sino que era tan
amplio como el mun do. El siglo m no fue un siglo afor­
tunado para el mun do griego, pero por lo menos existió
un creciente sen tido de Ja unidad del género humano.
Las razones de la decadencia del mundo griego en este
período han sido agudamente analizadas por Tarn En
pocas palabras, el abismo entre ricos y pobres se había
hecho más profun do y quedaba pendiente sobre la so­
ciedad la pesadilla de una revolución. Esta pesadilla no
era n ueva; pero mientras en tiempos de las ciudades-
estados independien tes cada ciudad había ten ido, más
o menos, sus revoluciones y contrarrevoluciones, ahora,
con la creciente unidad del mundo griego, revoluciones

' V. Bury, Barber, Bevan y Tarn , T h e H e lle m st ic A ge , Cam ­


bridge, 1923, pp. 108, 127, 137.

168
y contrarrevoluciones tendían a hacerse generales. Una
amenaza para los ricos de una sola ciudad se consi­
deraba como una amenaza para los ricos de todas las
demás. Los Estados griegos comenzaron a considerar
la posibilidad de un gobiern o federal; es característica
esencial de las diferen tes leyes que desde entonces co­
mienzan a dominar la escena política, la cláusula de que
las fuerzas de toda la Liga deben ir en ayuda de una
ciudad que esté amenazada por una revolución interna.
Después de la revolución social llevada a cabo en Es­
parta por el rey Cleómenes, el monarca macedonio An ti­
gono formó una nueva Liga con el fin explícito de com­
batir, no a Esparta, sin o la revolución.
El movimiento epicúreo comenzó a difun dirse en una
ciudad herida por la guerra civil. Y en tal sociedad fue
donde el epicureismo comenzó a enseñar a los hombres
la renuncia. Si Epicu ro incitó a los hombres a «liberarse
de la prisión de los intereses y de la política», no se
trataba de una invitación a un paraíso de d o lce f ar
n ien t e. Los in vitaba a pasar de un mundo en ruina,
«don de actividad era locura y reposo era in ercia», a un
esfuerzo por hacerse mejores. «La mayor parte de los
hombres — enseñaba— temen la frugalidad y son arras­
trados por su temor a acciones que causan temores cada
vez m ayores.» «Con el trabajo de los animales se crea
una gran cantidad de ricos, pero resulta de ella una vida
in n oble.» «En las raíces de la ambición política se en­
cuentra el terror: incitados por el terror, los hombres
se pisotean los unos a los otros.» «Los hombres desean
hacerse famosos y ricos porque piensan que así se po­
nen al abrigo de los demás h om bres.» Pero «quien co­
noce los límites de la vida sabe que lo que aleja el dolor
derivado de la necesidad y da una in tegridad completa
a la vida es fácil de obten er, por lo que no hay necesi­

169
dad de acciones que traigan con sigo la competición ».
«De todas las cosas que la sabiduría con quista para pro­
curar la felicidad de una vida completa, la mayor es
la posesión de la am istad.» «Organ izaos por medio del
estudio de la naturaleza y la práctica de la amistad y la
vida humana será semejan te a la de los dioses.»
Se explica cómo un programa tal debía difun dirse en
una sociedad atormen tada como la que hemos descrito e
in mediatamente se asegurase un séquito numeroso. Me­
nos claras están las causas por las que se atrajo la
h ostilidad de las clases dirigen tes, como efectivamen te
sucedió. Epicu ro no intentaba propon er la cancelación
de las deudas, la redistribución de la tierra ni una re­
vuelta entre los esclavos; por lo que de él sabemos, no
era un revolucionario. La cuestión fundamental de la
producción no parece haber preocupado su mente; no
propon ía que se aboliese la distinción entre patron os y
trabajadores, ni que todos fueran obligados a tomar
parte en la actividad productiva. Pen saba que era sufi­
ciente que todos comprendieran lo modestas que son
n uestras n ecesidades reales. En el campo de la teoría
política era un defen sor de la vida simple, espon tán ea e
inocente. ¿P or qué, entonces, las clases dirigentes veían
con h ostilidad el movimiento iniciado por él?
La respuesta adecuada parece ser ésta: que, en la so­
ciedad por n osotros descrita, una sociedad diluida por la
guerra civil, los círculos dominantes tomaron en general
una posición opuesta a la indicada por Epicuro acerca
del problema de la instrucción religiosa de las masas.
Mien tras que Epicuro pensaba que el espíritu humano
nunca tendría paz hasta que se liberase de las ideas
falsas sobre la naturaleza de las cosas, los ricos oligarcas
sostenían que la sociedad (puede decirse el sistem a polí­
tico por el que gozaban de sus privilegios) caería en la

170
ruina si no continuaba practican do la política de la «n o­
ble m en tira». Mien tras Epicuro y sus discípulos difun ­
dían activamente un a visión de las cosas que privaba a
la religión de todo lo que le sirviera como instrumento
de dominación política, los príncipes y los poten tados
eran cada vez más conscientes de que nunca como en­
tonces la sociedad necesitaba una religión que inspirase
en el pueblo un san o temor, que le evitase ocuparse de
la naturaleza de las cosas. Se hicieron gran des esfuerzos
(como ha demostrado Nilsson ) para aumentar la solem­
nidad de las prácticas religiosas con medios extern os; en
materia de iluminación, las an tiguas antorchas fueron
sustituidas por lám paras; en los misterios dion isíacos, las
solemnes n otas del órgan o de agua preparaban a los
celebrantes para el despertar del dios; los dioses astrales
de los platón icos y de los estoicos comenzaron a invadir
las fiestas tradicionales, que adquirieron así un aspecto
aún más impresion ante. La sabiduría sacerdotal tradi­
cional en las an tiguas familias aristocráticas se puso por
escrito, recogida, organizada y adaptada a las nuevas cos­
tumbres. Los depositarios de esta sabiduría sagrada in­
ventaron una n ueva profesión . Tim oteo, un miembro de
la antigua familia sacerdotal de los Eum ólpidas, que te­
nía la custodia de los misterios eleusin os, se convirtió,
según la opinión de Nilsson , en «u n ministro del culto
público de Ptolom eo I, ayudándole a fun dar una rama
del culto eleusino: a establecer el culto de la nueva
dign idad nacional, Serapis». Se recurre a la ciencia para
con struir templos y dar representaciones sagradas. Las
estatuas se movían y lloraban, las puertas de los san tua­
rios se abrían misteriosamen te, palomas de madera vo­
laban y volvían a tierra con la ayuda de corrien tes de
aire caliente y frío. El milagro del agua que se tran s­

171
form a en vin o mediante in gen iosos sistemas de sifon es,
valía siempre para estimular la fe en lo sobrenatural.
Todas estas consideraciones nos llevan a pon er de
relieve un conflicto entre la religión de la p o lis y el rena­
cimiento científico de la Jon ia, que explica el estan ca­
miento en el desarrollo de la ciencia griega. La ciudad-
estado griega ha sido sobrevalorada en un particular: se
afirma que el ideal de la ciudad-estado, que identifica al
hombre con el ciudadan o, produjo un tipo de humani­
dad de una gran deza humana an tes desconocida en todo
el mundo. Esto es cierto en parte; pero hay que hacer
n otar que don de, como en Esparta, la iden tidad del
hombre y del ciudadano fue completa, la cultura se es­
tan có; que en Aten as, la cidtura jónica y la constitución
de la ciudad-estado se mostraron cada vez más incompa­
tibles; que la tradición jónica sólo pudo ser reavivada
por Epicuro, en cuanto se alejó de la ciudad-estado, que
h abía en trado en decaden cia; que, finalmente, la razón de
la in compatibilidad de la ciudad-estado con la ciencia
jónica está en la in justa organización social del Estado.
En una ciudad-estado en que prevalecían enormes des­
igualdades de fortun a y en la que, en consecuencia, la
guerra civil era endémica y a menudo violen ta, la reli­
gión del Estado tendía cada vez más a ser tran sformada
por la clase dirigente en un instrumento de opresión in­
telectual absolutamen te incompatible con la difusión de
la cultura. Fue ésta la razón principal de la lenta muerte
del gran movimiento especulativo de la filosofía natural
comenzado en la Jon ia del siglo vi, que floreció duran te
dos siglos y que desapareció más lentamente en los ocho
siglos posteriores. O tra causa importan te de la decaden­
cia de la ciencia griega, que aquí sólo mencionaremos,
fue su distan ciamiento de la actividad productiva de la
vida, debido a la existencia de una economía esclavista.

172
Todas las causas de la ruina del gran movimiento cien­
tífico de Grecia tienen sus raíces profun das en la so­
ciedad.
Epicuro murió en el 270 a. C. No sabemos con certeza
cuándo llegó a Rom a su filosofía, pero sabemos que un
siglo después de su muerte el Sen ado romano h abía ex­
presado claramente la propia desaprobación de su filo­
sofía. En el 173 a. C., el Sen ado expulsó de la ciudad
a dos discípulos de Epicuro, Alceo y Filisco, «por haber
introducido costumbres licen ciosas» 2. Es significativo
para la difusión de la actividad propagan dística de la
secta el hecho de que, mientras en Occiden te se daba
esta primera prueba del conflicto en tre el epicureismo y
Rom a, en Orien te, en An tioquía, aquel extrañ o monarca
que fue Antíoco Epífan es, decía que se h abía conver­
tido al pensamien to epicúreo. Esta importan te noticia
procede también de la reciente interpretación de un
fragmen to, por el que también sabemos que el epicúreo
Filón ides, acompañado de un n umeroso grupo de hom­
bres de letras, marchó a la corte siria con la exacta fina­
lidad de asegurarse su importan te conversión. «Atu rdido
por la agresión de ciento veinticinco opúsculos por lo
men os, An tíoco tuvo que sucum bir.» Filón ides se esforzó
en utilizar con fines h umanitarios la enorme influencia
que de ello derivó 3.
La decisión del Sen ado romano es un elemento im­
portante para compren der el carácter del epicureismo
como forma social en su época. La sabiduría de los se­
nadores romanos es justamente proverbial, y si quisiéra­
mos explicar el motivo de su juicio contrario a la nueva
2 Véase A t h e n ae u s, X I I , 547 A. Alth eim (o p . c it .) indica el
154 a. C. como fech a de la expulsión , pero el hecho n o tiene
importan cia para mi tesis.
’ Véase Bevan , T h e H o u se o f Se le u cu s, I I , pp. 276, 277.

173
filosofía, nuestro esfuerzo se vería inmediatamente ilu­
minado. Pero aun que fuese gran de la sabiduría política
del pueblo romano, ni la cultura literaria de la ciudad,
ni su situación política, eran tales como para que cues­
tiones de política social se convirtieran en tema de po­
lémica literaria o de pública discusión , como sucedió en
la democracia de Aten as. Por ello no tenemos ningún
diálogo filosófico, ningún ensayo científico ni obra trá­
gica romana que pueda suplir la insuficiencia de n ues­
tras informacion es. Sin duda, muy pocos querrán creer
que la vaga tradición según la cual los filósofos habrían
sido expulsados por h aber «in troducido costumbres li­
cen ciosas» n os revela realmente todas las intenciones del
Sen ado. Es por ello doble la suerte de que poseam os,
de fuen tes extern as de indudable autoridad, un a explica­
ción de las intenciones y de la política del Sen ado r o­
mano sobre el particular problema de la sociedad contem­
porán ea, a la que los epicúreos decidieron enfrentarse.
Seis o siete años después de la expulsión de los filó­
sofos epicúreos, Polibio, h ombre político griego, fue
llevado a Roma como h uésped y retenido allí duran te
diecisiete años. A causa de la gran deza de su ingenio fue
requerido por la parte más culta de la clase dominante
romana y llegó a ejercer una gran influencia sobre el
pensamiento de los hombres más cultos de la época, en
particular sobre los del grupo conocido con el nombre
de «círculo de los Escipion es». Por su parte, Polibio es­
taba tan lleno de admiración por los métodos de los ro­
manos, que decidió dedicar su experta pluma a la narra­
ción de la h istoria de la expan sión romana, iluminándola
así por primera vez con la luz de un intelecto agudo y
h abituado a la reflexión. Polibio, si no fue por su origi­
nalidad el mejor de los h istoriadores griegos — reserva­
mos este honor para Tu ddides— , fue sin duda el mejor

174
por su experiencia politica. Se comprenderá, pues, lo
afortun ados que debemos sentirn os por poseer su juicio
acerca de la actitud del Senado romano frente al pro­
blema que, a la luz del argumento principal de este
libro, puede afirmarse que ha sido el aspecto fundamental
del epicureismo. Así escribe:
«Voy a atreverme a adelan tar la h ipótesis de que todo
lo que el resto de la humanidad ridiculiza es el funda­
mento de la gran deza romana, es decir, la superstición.
Este elemento ha sido in troducido en todos los aspectos
de su vida pública y privada con todo tipo de artificio,
para impresion ar la imaginación h asta tal pun to que no
podría concebirse uno más alto. Muchos probablemente
se sorprenderán al darse cuenta de ello; mi opinión es
que se ha hecho para impresion ar a las masas. Si fuese
posible fun dar un Estado en que todos los ciudadanos
fueran filósofos, podríamos dejar de hacer este tipo de
cosas; pero en todo Estado las masas son in estables,
llenas de deseos ilícitos, de violentas pasion es. Todo lo
que puede hacerse es fren arlas con el temor de lo in vi­
sible y con otros engaños de este género. N o fue la ca­
sualidad, sin o la volun tad razonable, el motivo de que
los an tiguos insinuasen en las masas ideas sobre los dioses
y pen samien tos sobre la vida ultraterren a. La locura y la
incapacidad son las n uestras, al tratar de hacer desapa­
recer tales ilusion es» 4.
Si recordamos que el único «placer» que, sobre todos
los demás, los epicúreos trataron de «in troducir» era la
libertad de pensamiento, que n adó de la eliminación de
falsos conceptos sobre los dioses y de todas las ilusiones
sobre la vida ultraterren a, n os daremos perfecta cuenta
4 Polibio, H ist o riae , V I, 56. Cfr . también Es trabón , I , 2, 8;
Livio, I , 19, 5, y X L I I I , 13; Plutarco, Num a, IV , 8, y V I I I , 3;
Amian o, XXI , 1, 7-13.

175
de las razones por las cuales los senadores roman os, en
el 173 d. C., expulsaron a los epicúreos por «h aber in­
troducido» «placeres».
Está claro el significado fun damen tal de la afirmación
de Polibio, según el cual el Sen ado romano condujo con
éxito la política religiosa que ya hemos visto claramente
definida por Critias, y de la que Platón quiso elaborar
una forma adaptada a las exigen cias de su tiempo y de
su país. Pero sobre todo es digno de consideración el
hecho de que cuando Polibio dice que «el resto del gé­
n ero h uman o» desprecia la superstición , quiere sin duda
referirse principalmente, si no exclusivamente, a sus
compatriotas: en ello tenemos un testimonio del progreso
realizado por la instrucción popular en Grecia.
Sin embargo, de las observacion es de Polibio aflora
otro elemento que me parece dign o de un examen más
minucioso. La conciencia de Polibio no está del todo sa­
tisfecha de la situación que él mismo ha descrito. «Si
fuese posible — escribe— fun dar un Estado en que todos
los ciudadan os fueran filósofos, podríamos dejar de hacer
este tipo de cosas.» Como h istoriador amante de la ver­
dad, Polibio era plen amente consciente del peligro que
significaba para su profesión el h ábito de la ficción reli­
giosa. Así, en el capítulo X I I del libro decimosexto,
atribuye a la v o x p o p u li la noticia de que un a estatua
de Artemis, aun que estaba al descubierto, nunca era to­
cada por la nieve o la lluvia, y contin úa: «En toda mi
h istoria me encuentro, en cierto sen tido, en polémica
con narraciones de este tipo recogidas por los h istoria­
dores, continuamente perseguido por narraciones seme­
jan tes... Creo que en algunos casos los h istoriadores de­
ben ser perdon ados por haber referido milagros de tal
clase, en la medida en que su intención fue alimentar en
las masas la piedad hacia los dioses; pero cuando se

176
salen de estas intenciones, no son excusables. Quizá no
sea fácil fijar el límite en cada caso, pero tampoco es
imposible. Debem os excusar una pequeña ignorancia e
incluso una pequeña falsificación, pero debemos oponer,
a mi parecer, una refutación .»
Com o se ve, la solución que Polibio da al problema
no es muy clara ni fácil de ser puesta en práctica por
un h istoriador. Aludamos a las n otas de J. M. Robertson
sobre la «m áxim a fatal del escepticismo an tiguo, según
la cual la religión es un freno necesario para la multi­
t u d »: «Est o — dice Robertson — tr ajo como consecuen­
cia que la multitud ignorante se convirtiese en realidad
en un impedimento para la razón y para el libre pen sa­
m ien to» s.
Pero de hecho, ¿qué debemos pen sar de la causa que
Polibio sostien e como justificación de la táctica política
de inculcar la superstición ? ¿Es cierto que «las masas
en todo Estado son inconstan tes, llen as de deseos ilí­
citos, de ira irracion al, de pasion es violen tas»? Debemos
admitir que, si esto es un hecho in evitable, los defen­
sores de la mentira aristocrática están justificados. Pero
¿es realmente un hecho in evitable? Cuan do Platón for­
muló en la R ep ú b lica este juicio sobre las masas (Polibio
lo toma sin duda de Platón ), ¿se trataba en realidad de
un juicio conectado a un problema sociológico extrema­
damente complejo, o simplemen te de una cómoda solu­
ción del problema económico? Se trataba sin duda del
segundo caso. Su ideal de sociedad implicaba una clase
dirigen te liberada del trabajo manual y una amplia clase
de trabajadores incapaces de desarrollar actividades pú­
blicas. Era cómodo para él supon er, o preten der, que la
naturaleza misma h abía realizado una distinción seme­

* O p . cit ., vol. I , p. 155.

177
jante. La negativa de los trabajadores a aceptar esta doc­
trina constituía para él una prueba de que eran incons­
tantes y estaban llenos de deseos ilícitos.
Est a cómoda solución del problema económico fue
in troducida por Platón en lo más vivo de la estructura
de la filosofía social. La virtud era para él, no la pre­
rrogativa de la h umanidad, sino de una d ase. «P er o per­
mítaseme hacer n otar — escribe— que pasion es y place­
res y dolores diversos y complejos se encuentran en los
n iños, en las mujeres, en los esclavos y en los hombres
con siderados libres que pertenecen a la clase más baja
y numerosa. Los deseos moderados que siguen la razón,
guiados por la mente y por un recto ju id o, pueden en­
contrarse sólo en pocos, y estos pocos son los más nobles
y los más cultos. Ambos tipos están represen tados en
n uestro Estado, pero los más bajos deseos de las masas
están compensados por los deseos virtuosos y por la sa­
biduría de los pocos» 4. Platón , a partir de aquí, dividió
la sociedad en una clase de gobern antes que usan la razón,
en una clase de soldados y guardias que emplean su
valen tía y coraje, y en una d ase de trabajadores que
em plean ... ¿qu é? ¿Acaso la actividad, el ingenio, la ha­
bilidad, la paciencia, o algun a otra buena dote? No, la
concupiscencia, el deseo, la pasión , la violencia. Coloca
en la cabeza la razón, virtud característica de los gober­
n an tes; el coraje, virtud distin tiva de las fuerzas arma­
das, en el pecho; y la virtud característica de los tra­
bajadores, en el vien tre y en los riñones. Tal era la
filosofía social seguida por Polibio; todas sus simpatías
eran para la oligarquía. De estas simpatías oligárquicas,
y además de la ideología platónica que las justifica, deriva
* Platón , R e p ú b lica, I I I , 431. Estas son simplemente las ideas
de Pín daro, encubiertas con un poco de pseudoñ losofía (cfr. pá­
gin a 82).

178
su en tusiástico juicio por los éxitos del Sen ado al conser­
var la superstición por razones de Estado.
Pero las palabras de Polibio n os revelan también que
el progreso general de la cultura babía sido tal en Grecia
que el análisis de Platón , con su corolario de un go­
biern o basado en la superstición , n o pudo recibir du­
rante largo tiempo el un iversal con senso intelectual. Este
progreso, según el parecer de Polibio, h abía sido capaz
de con stituir una amenaza para los privilegios. El pasaje
citado n os muestra la civilización mediterrán ea en una
encrucijada e indica en la sociedad griega la profun da
contradicción que indujo a sus jefes oligárquicos a com­
partir su suerte con Roma. El progreso de la cultura
h abía alcanzado un grado incompatible con la organiza­
ción social de la época; y la obra de los roman os, que
los griegos saludaron con tan to respeto, no con sistió so­
lamente, como se ha querido dem ostrar forzan do la h is­
toria, en obras de san idad y de construcción de caminos,
sin o también, muy por encima de estos triun fos técnicos,
en la servidumbre espiritual del pueblo. La lucha entre
la cultura jónica y la sociedad oligárquica no se realizó
a partir de entonces en el pequeñ o teatro de las aisladas
ciudades griegas, sino en un teatro tan amplio como
el dominio de Roma. Con la expan sión del poder romano
no sólo avanzan las calles, la higiene y las tasas, sino
también su afortun ada política de servidumbre del es­
píritu humano.
Estas fueron las circunstancias en que el epicureismo
tuvo su primer contacto con el Sen ado de Roma. Como
ya hemos visto, los epicúreos despreciaron los valores
del Estado oligárquico y se opusieron a la difusión de
la superstición . Pensaban que las masas eran muy ig­
n oran tes, pero n o incapaces de elevarse por medio de la
educación; promover la instrucción se convertía así en

179
el fin principal de su movimiento. N o poseían dos doc­
trin as, una para una clase dirigen te y otra para los súb­
ditos, sino una sola, que estaban an siosos de difun dir
entre todos los que tenían necesidad de ella. Su movi­
miento no era académico, dirigido tan sólo a corregir
errores de pensamiento de las escuelas rivales. Corregir
tales errores era n ecesario, pero los epicúreos n o sepa­
raban el error de sus consecuencias sociales. Lucrecio nos
ha dicho lo que impulsó a Epicu ro a la obra de toda su
vida: el espectáculo de la v id a h u m an a postrada bajo
el peso de la religión . ¿H ay que decir algo m ás? ¿No
está ya claro por qué el Senado expulsó de Rom a a los
filósofos epicúreos?

180
13 . LU CR ECIO

L a in t e n sa p asión d e l p o e t a. L a f in alid ad
d e l p oe m a. L a in v ocación a V e n u s. L a reli­
gión . E l «an t i- Lu crecio en L u cre cio ». L as
relacion e s d e l p o e m a con su t iem p o. E l e p i­
cu re ism o e n It alia. C icerón y Lu crecio . L o s
e st o ico s en R om a. V arró n y la t rip e clasi­
ficación d e la religión . L u cre cio y e l O rácu lo
d élfico.

Todos los estudiosos de Lucrecio en todos los tiempos


han estado de acuerdo en un pun to: en su apasion ada
vehemencia. Tuvo esta cualidad en un grado que es difí­
cil, si no imposible, encontrar en algún otro escritor. Esta
fue considerada como su característica distin tiva, y tam­
bién yo estoy convencido de ello, como todos los demás
lectores. Pero, en tan to que para mí esta pasión y esta
vehemencia están justificadas por lo que quiso decir y
constituyen la única respuesta adecuada a la situación
que describe, debo con statar que los demás las encuentran
injustificables e incluso sin relación con el tema del poe­
ta, y sólo explicables por medio de una carencia de equi­
librio mental. Precisamente el deseo de dar una expli­
cación de la pasión de Lucrecio me ha impulsado a es­
cribir este libro. Me parece imposible expon er lo que

181
considero el motivo del ard u u s f u ro r del poeta sin inten­
tar h acer un esfuerzo por colocar su poema en el con­
texto h istórico del cual, por diversas circunstancias, se
le ha visto apartado.
Según Mommsen, Lucrecio fue inducido a escribir el
D e reru m n at u ra por las circunstancias de su tiempo. «El
poema se in spiró en el h orror y la repulsa hacia aquel
terrible mun do en el cual y para el cual el poeta es­
cr ibía.» Esto es exacto. Pero todo lo demás que ha es­
crito me parece fuera del verdadero c am in o . Supon e que
el ídolo polémico del poeta fueron especialmente «las
creencias primitivas y bárbaras y las supersticion es de la
m ultitu d», y deplora el hecho de que un poeta tan gran ­
de haya perdido su tiempo en demoler tales pueriles
creencias, recurriendo a un h orrible sistem a filosófico:
«E s una gran fatalidad — dice— que este h ombre de
extraordin ario talento, muy superior por la originalidad
de sus facultades poéticas a la gran mayoría de sus con­
temporáneos, si no a todos, haya vivido en una época en
la que se sen tía extrañ o y aislado, y cometió por ello
el más sin gular de los errores en la elección de un tema.
El sistem a de Epicuro, que tran sforma el universo en un
inmenso vértice de átomos y trata de explicar el origen
y el fin del mun do, y todos los problemas de la vida de
un modo puramente mecánico, era sin duda algo menos
irrazonable que la transformación de los mitos en h is­
toria intentada por Evém ero y luego por En n io, pero no
era un sistema ingenioso, ni origin al; y la tarea de ex­
poner poéticamen te esta visión mecánica del mun do era
de tal naturaleza que nunca un poeta dedicó su vida y
su arte a un tema más in grato.»
Decir esto significa desconocer tan to lo que fue el ca­
rácter del epicureismo como la relación existen te entre
el poeta y su tema. En primer lugar, el epicureismo no

182
es un sistem a puramente mecánico; la origin alidad de
Epicuro en el campo de la física con sistía en h aber de­
fen dido la libertad de la volun tad humana como pro­
ducto de la evolución Además, Lucrecio no era un
p o e t a que buscase un argumen to; era un h o m b re que
tenía algo que decir y eligió el verso como forma de ex­
presarlo: Lucrecio sería Lucrecio aunque h ubiese escrito
en prosa; no sería Lucrecio si n o hubiera can tado al
epicureismo. H ablar de él como si hubiera cometido un
error en la elección de su tema significa destruir toda

' Podemos valorar el progreso realizado en los estudios sobre


Epicuro desde Mommsen h asta n uestros días, comparan do el pa­
saje recientemente citado de Mommsen con esta fr ase de Sikes
(L u c r e t iu s; P o e t an d P h ilo so p h e r, 1936): «Sc t r au de un poema
épico cuyo héroe n o es tan to Epicuro como el H om bre: y los
átomos de que el Hombre está formado no son importantes sólo
en cuan to constituyen el primer elemento del un iverso. Aun que
privados de sen sibilidad en sí mismos, los átomos contienen la
promesa y la poten cialidad de toda la vida, tan to la humana
como la animal y la vegetal.» Sikes ilustra luego esta afirmación
citan do un os versos extraídos del libro I , 250-256:

«postrem o pereunt imbres, ubi eos pater aether


in gremium matris terrai praecipitavit;
at n itidae surgun t fruges ramique virescunt
arboribus, crescunt ipsae fetuque gravan tur;
hinc alitur porro n ostrum genus atque ferarum,
hinc laetas urbis pueris florere videmus
fron diferasque n ovis avibus canere un dique silvas...»

(«fin almen te mueren las lluvias, cuan do el padre cielo las ha


arrojado al seno de la madre tierra; pero surgen las esplén didas
mieses y reverdecen las ramas sobre los árboles, y ellos mismos
crecen y se cargan de frutos; de aquí se alimenta luego nuestra
raza y la de las fieras, y vemos que las alegres ciudades florecen
con los n iñ os y las selvas fron dosas resuenan con el can to de las
n uevas aves...»)
Para los epicúreos, la h istoria del hombre y de la civilización
forma parte de la h istoria n atural del universo.

183
posibilidad de crítica fructuosa. Lucrecio es el autor del
D e reru m n at u ra: y el suyo no es el caso de un autor
cualquiera, que haya escrito más obras y que, por culpa
del tiempo, sea con ocido para la posteridad sólo a través
de una. Para Lucrecio está claro que su obra abarca su
vida; se identifica con ella del mismo modo que W alt
W hitman con sus H o jas d e h ierb a. La sinceridad que
encontramos en Lucrecio no es sólo la de un artista sen ­
sible que no quiere dismin uir su tema; tiene algo de
personal que afirmar, tanto, que del D e reru m n at u ra
podemos decir con seguridad: quien se acerca a este
libro se acerca a un hombre.
La polémica de Lucrecio no se dirigió exclusivamente,
ni siquiera esencialmente, contra la superstición popu­
lar, sin o que su objeto fue la religión de Estado en
cuanto sosten edora y promotora de supersticion es, y la
vehemencia de su ataque encontró en las circunstancias
de su tiempo un incentivo particular.
La invocación a Ven us con que el poeta abre su obra
despierta admiración por el espíritu y por la perfección
del pasaje, pero asombra más aún porque el poeta, que
se supon e había afirmado la indiferencia de los dioses
por las cosas mortales, parece contradecir sus propias
convicciones desde el principio, comenzando con una
plegaria. En tanto que la admiración subsiste, el asombro
ha sido en gran parte eliminado por una más exacta com­
prensión del concepto epicúreo de la religión en su con­
jun to, y por un examen más preciso de este mismo pasa­
je. Epicuro enseñaba que la fe en la divinidad de los
cuerpos celestes, tal como era predicada por los filósofos,
debía ser completamente rechazada, pero que la fe popu­
lar en los dioses an tropomorfos de la tradición griega
debía ser aceptada con reservas. Aparece por ello com­
pletamente natural y en armonía con la tradición epicúrea

184
el hecho de que Lucrecio abra su poema con una invoca­
ción a una diosa. Es dign o también de pon erse de relie­
ve el hecho de que al pasar de los primeros cuarenta
versos del poem a a una de las más h ermosas plegarias
salidas de labios humanos, se indica exactamen te el tipo
de religión que n o se h a tenido en cuenta cuando, en
el verso 62, se abre el terrible ataque con tra la supers­
tición, contra la religio.
An tes de considerar el ataque a la re ligio hay que
examinar otro pun to. Epicuro había predicado la fe en
los dioses populares, pero aportan do amplias correcciones
a la misma concepción popular sobre su naturaleza. En
otros lugares de su poema quiso expon er cuidadosamente
esta nueva teología. En el libro I I (w . 600-643) se refiere
a la explicación mitológica del culto de la Madre de los
dioses dada por los an tiguos poetas de Grecia y le con­
trapone inmediatamente la teoría epicúrea de la verda­
dera naturaleza de la divin idad. La explicación poética,
dice, es bellísima, pero irreal: «La naturaleza de los
dioses debe gozar n ecesariamen te, por sí misma, de la
inmortalidad unida a una suma tran quilidad lejana y
separada de nuestros in tereses; desde el momento en que
está libre de todo dolor, libre de todo peligro, fuerte
gracias a su propia fuerza, alejada de n uestras n ecesidades,
nunca podrá ablan darse por n uestras plegarias ni en fa­
darse con n osotros.» En el texto del poema llegado hasta
n osotros no hay ninguna explicación de este tipo que
siga a la invocación a Ven us. Pero recientemente se ha
demostrado (a mi parecer sin posibilidad de duda) que
la intención del poeta era dar una interpretación pare­
cida a la doctrina de Epicuro sobre la naturaleza de los
dioses, en los primeros versos del poem a2. Esto habría

’ Regenbogen, L u k re z : Se in e G e st alt in Sein e m G e d ich t , 1932.

185
debido aclarar el sen tido en que un epicúreo podía rogar
con sinceridad y qué género de ayuda podía realmente
esperarse de un dios.
Para comprender exactamente el ataque a la religio
que sigue in mediatamente después es muy importan te
recordar que el poema se abre con una plegaria, pero
que estaba destin ado a continuar con una exposición de
la concepción epicúrea de la verdadera religión. Primero,
la positiva enseñanza religiosa de Epicuro, luego la ple­
garia de Epicuro para salvar a la h umanidad de la falsa
religión.
Con sideremos ahora de nuevo los fam osos versos con
que se abre el ataque a la religio :
«Mien tras la humanidad arrastraba por la tierra una
vida infame y abyecta, oprimida por el peso de una re­
ligión cuyo rostro, mostrán dose desde lo alto de las re­
giones del cielo, amenazaba a los mortales con su h orri­
ble aspecto, por primera vez un h ombre griego se atrevió
a levan tar su mirada mortal hacia ella y por primera vez
Se atrevió a actuar en con tra; no lo detuvieron ni lo que
se decía de los dioses ni los rayos ni el trueno con su
amenazador estruen do.»
Está claro que la religión que caía sobre los mortales
con su h orrible aspecto, cuyo represen tan te más típico
es Zeus con su rayo, es el tipo de religión de utilidad
política que encontramos en Teogn is, Pin daro, Critias y
Platón. Est a identificación puede ayudam os a comprender
— cosa de otra forma inexplicable— por qué Lucrecio
reivindica para Epicuro la prioridad de esta audaz em­
presa. Los críticos de la religión no faltaron an tes de
Epicuro; pero, como hemos visto, ninguno antes de él
había organizado un movimiento para emancipar a los
hombres de los terrores de las religiones de Estado. Fin al­
mente, el pasaje contiene un testimon io de otro tipo so­

186
bre el carácter de Epicuro y de su movimiento. Hay
que n otar que, mientras el juicio tradicional de los an ti­
guos y de los modernos considera a Epicuro como un
hombre débil arrastrado por su instin to a evadirse del
mundo real para evitar toda preocupación , la primera
cualidad suya que decide celebrar el discípulo romano es
su valen tía, la au d acia. A primera vista la valen tía no
parecería el requisito esen cial de un h ombre que se pro­
pone combatir la propiamen te llamada superstición popu­
lar. Versos de desafío como los del texto citado, en que
Lucrecio exalta las cualidades mostradas por Epicuro en
sus acciones
(...prim u m Graiu s homo mortalis tollere contra
est oculos ausus prim usque obsistere contra,
quem ñeque fama deum nec fulmina nec minitanti
murmure compressit caelum.)

nunca fueron compuestos para cantar las alabanzas de


un hombre que se h a propuesto combatir la superstición
popular co m o e st ad o p at o ló gico d e l alm a in d iv id u al d i­
f u n d id o e n t re el p u eb lo h u m ild e e in cu lt o : la pluma de
Plutarco, que fue un fiel defen sor de la religión política,
nos ha dejado una polémica vivaz y sincera con tra la
superstición popular, digna de ser leída, y por la cual
merece toda alabanza de buen sen tido, civismo y huma­
nidad. Sin embargo, nadie podría sen tirse arrastrado por
esta polémica a una admiración como la que sintió Lu ­
crecio por su maestro, nadie pen saría en Plutarco como
en una especie de Prometeo que en este escrito desafiara
a Zeus. No, Epicuro necesitaba la valen tía porque contra
lo que luchaba (y con tra lo que se propon ía combatir
más tarde su discípulo Lucrecio) no era con tra la supers­
tición del pueblo, sino contra la religión organizada de la
aristocracia.

187
Esta intención se manifiesta mejor aún más adelan te:
«Tem o que tal vez tú creas que en tras en el impío te­
rreno de la razón y pones tu pie en el sendero del
pecado, cuando en realidad fue muchas veces la religión
la que produjo el pecado y las acciones n efastas. Así, en
Aulis, el jefe supremo de los dáñ aos, flor de los héroes,
desfiguró impíamente con la san gre de Ifigenia el altar
de la virgen Tr ivia... para que se concediera a la flota
una partida feliz y fausta (e x it u s u t classi f e lix f au st u s-
q u e d are t u r). Tan gran des son los males a que puede
inducir la religión .»
El ídolo polémico no se encuentra despersonificado
por la multitud ignoran te, sino por los jefes supremos
de los dáñ aos, flores de los héroes, d u ct o re s D an ai d elect i
(n ótese cómo resalta la aliteración ). El acto que ellos
llevan a cabo no es un ejemplo de superstición popular,
sino un acto oficial de Estado para asegurar el éxito de
un fin político, la feliz partida de la flota para la guerra.
Aquí debemos n otar además la deliberada intención con
que Lucrecio h a enfren tado el espíritu de la verdadera
y el de la falsa religión . Su plegaria inicial a Ven us era
una plegaria de paz; el n efasto sacrificio de Ifigenia era
para la guerra. Y que Lucrecio tenía en su mente guerras
distin tas de las de la época homérica está demostrado con
bastan te claridad por el hecho de que alude a la tradi­
cional fórmula augural romana, Q u o d b on u m f e lix f au s­
t u m f o rt u n at u m q u e s i t 3, en el verso:

exitus ut classi f e lix f au st u sq u e d aret u r.

Aun que Lucrecio, sin duda por motivos de prudencia,


elige su ejemplo de in iquidad de la religión de un remoto

3 Gcerón , D e D iv in at io n e , I , 45, 102.

188
pasado, sin embargo deja entender que tiene presen te su
propia época:
«T ú mismo, una vez u otra, oprimido por las terrorífi­
cas palabras de los vates, tratarás de separarte de n os­
otros. Y realmente, ¡cuán tos sueños pueden inventar ellos
para ti, capaces de hacer cambiar las reglas de tu vida y
de turbar con el terror todos tus bien es! Y es n atural, ya
que si los hombres vieran que hay un límite bien deter­
minado para su desven tura, serían capaces de oponerse
de cualquier manera a los escrúpulos religiosos y a las
amenazas de los vates. En cambio, actualmente no hay
ninguna form a, ninguna posibilidad de opon erse, dado
que después de la muerte deben temer que se les castigue
con penas etern as.»
Las terroríficas narraciones propagadas por los adver­
sarios de Lucrecio (definidos con el noble nombre de va­
tes) no son errores, sino invenciones conscientes, y la
más importan te es la doctrina de la pen a eterna después
de la muerte, que se difun dió como el método más eficaz
para abatir todo posible espíritu de libertad. A todo esto
Lucrecio intenta contraponer una verdadera filosofía que
explique la n aturaleza del universo, del alma humana y
de los dioses: éste es el propósito del D e reru m n at u ra.
Sólo incidentalmente represen ta una lucha con tra la su­
perstición popular: su verdadero ídolo polémico es el
culto del Estado, el culto cuya característica esen cial de­
finió Mommsen como «con scien te conservación de las
principales creencias populares, claramente irracion ales,
por razones de conveniencia práctica».
Todavía muchos críticos modernos, en con traste con
cuanto dice el poeta, están convencidos de que no había
nada en las circunstancias de la época que justificase la
violencia de su ataque. Así, Regen bogen , después de h a­
ber citado el pasaje en que Polibio alaba al Senado ro­

189
mano por haber inculcado la superstición por medio de la
religión de Estado, añ ade: «Est os tiempos habían ter­
minado cuando escribía Lucrecio. Su representación de
la religión y del poder de la religión es, como otras
muchas cosas en él, un anacronismo. De ahí deriva en
no pequeñ a medida la tragedia de su vida y de su obra.»
Lucrecio queda convertido en una especie de Don Q uijo­
te: su vida es trágica, su obra es trágica. Sin duda es
n oble, pero no tan n oble como patética.
Este es también el juicio de Bailey, que afirma, basán ­
dose en las T u scu lan as de Cicerón, que en la Roma de
Lucrecio los temores de ultratumba eran completamente
descon ocidos, y está seguro de que Lucrecio combatió
con tra molinos de vien to. Sostien e que Lucrecio h abía
derivado de Epicuro el núcleo de su polémica contra
el temor del dolor en la otra vida, y que la violencia
de su aversión a estos mitos escatológicos se explica por
su falta de equilibrio mental: «En sus condiciones men­
tales ligeramen te anormales esto se convirtió en una ob­
sesión » *. Por ello, Lucrecio, muy lejos de ser el libera­
dor de las mentes de sus contemporáneos, fue en su so­
ciedad el solitario obseso por supersticion es ya en deca­
dencia, pertenecientes a otra época y a otra tierra. O tro
tan to se dice del maravilloso libro I I I del D e reru m n a­
t u ra. La teoría de la naturaleza patológica del genio no
llega a conclusiones más absurdas.
¿Cu ál es la prueba del estado ligeramen te anormal de
la mente del poeta? La cosa parece sólo un ejemplo del
hecho de que, si se arroja fan go sobre alguien, siempre
termina por quedársele adherido un poco. Un a noticia
con servada h asta la época de San Jerón im o nos tran smite
la tradición de que el poeta estaba loco. Este testimon io

4 Bailey, P h ase s in t h e R eligion o f A n cie n t R o m e , pp. 218-221.

190
ha sido reconocido como falso. Pero difícilmen te una
prueba suficiente de locura puede ser aceptada como
prueba de anormalidad. Está clara realmente la función
de la teoría de la an ormalidad: no vien do el motivo para
explicar el apasion ado ardor , del poeta en las circunstan­
cias de su tiempo, es n ecesario dar razones de cualquier
otra clase.
La teoría era superflua, aunque cómoda. La teoría del
an t i- Lu crèce ch ez L u crè ce , elaborada por Patin , ha tenido
la misma función duran te otros d en añ os, y aún parece
una de las más en boga s. El crítico católico francés, para
dismin uir la elocuencia y el celo con que el poeta romano
sostuvo un concepto de la naturaleza y del destin o del
alma humana opuesto al suyo, elaboró la teoría por la
cual cada vez que Lucrecio se muestra más apasion ado
en su argumento, lo hace porque está luchando en aquel
momento con tra sus propias convicciones íntimas. Por
ello, si aporta vein te o treinta pruebas de la mortalidad
del alma, esto sólo sirve para dem ostrar que en el fon do
estaba convencido de su in mortalidad. Esta teoría del
an t i- Lu crèce ch ez L u crè ce puede ser muy importan te para
los estudiosos de Patin , pero no se le puede dar, en la
historia de la crítica lucreciana, una importan cia tal como
para ocupar casi todo el espacio que Sin ker dedica al

* Patin , E t u d e s su r la p o é sie latirte, 3 * ed., p. 128: d t a el


D e reru m n at u ra (I I I , 113 ss.):

«Molli quum somno dedita membra,


effusumque iacet sin e sen su corpus on ustum,
est aliud tamen in n obis, quod tempore in illo
multimodis agitatur et omnes accipit in se
laetitiae motus ac curas cordis in an es.»
(«Cu an do los miembros se aban don an al dulce suefio, y el
cuerpo pesado yace exten dido sin sen sibilidad, hay algo, sin em­
bargo, en n osotros que en aquel tiempo se m uere de diversos

191
an álisis del genio del p oet a4. Con Sin ker, la tendencia
a reducir la vitalidad espiritual que preside la obra de
Lucrecio a una simple prueba de desequilibrio interior,
llega a sus extremas consecuencias. Esta es su conclusión:
«El an sioso y apasion ado espíritu mision al evidente en el
D e reru m n at u ra, se debe no tan to a un deseo desin te­
resado de instruir a Memmio y ni siquiera a un deseo
de con vertir a la h umanidad, como al deseo de Lucrecio
de con formarse a sí m ism o se gú n el modelo de un maestro
tan diferen te a él.» En el libro I (v. 932), Lucrecio de­
clara: «M e propon go liberar el alma de los vínculos de
la superstición » ( religion u m an im u m n o d is e x so lv ere p e r­
g o ) , pero no h abría debido titular su libro D e reru m
modos y acoge dentro de sí todos los movimientos de alegría y
las van as preocupaciones del corazón») y comenta: «Nun ca nadie
vio, sin tió, se expresó mejor. Pero ¿qu é concluye Lucrecio? Que
el alma n o es, como pretenden algunos filósofos, un ser colectivo,
o un resultado, o una relación, o un a armonía, sin o una parte
del cuerpo. P ara n osot ros, en cam bio, la con clu sión es ot ra: qu e
el alm a e s d istin t a d el cu erp o.» Est a consideración pierde de
vista el pun to esencial: Lucrecio está con ven cido de que el alma
no se n os aparece visiblemente separada de la san gre y de los
n ervios: la san gre y los nervios n o se rinden a la in sen sibilidad
del sueño. Con tales pruebas, Patín demostró, para su completa
satisfacción, «la esp iritu alid ad in v olu n taria d e Lu crecio». ¿P ero
por qué la espiritualidad de Lucrecio ten ía que ser in voluntaria,
a menos que con la palabra espiritualidad no se quiera entender
la convicción de que existe una vida separada de la materia?
Patin está llen o de admiración por las pruebas aducidas por Lu ­
crecio para sosten er la tesis de la libertad de la volun tad: pien sa
que todo esto es in compatible con el resto de la filosofía del
poeta. Pero esta «in com patibilidad» deriva del hecho de que P a­
tin no puede compren der cómo para Lucrecio el libre albedrío
no es algo lógicamente inherente a una definición del alma, sin o
un producto de la h istoria, un atributo de que gozan los animales
y los h ombres h asta un cierto estadio de su evolución (I I , 251-
293; 973-990).
* Sin ker, In t rod u ction t o Lu cret iu s, 1937.

192
n atu ra, sino T it i L u cre t i C ari, TL'N ΕΙΣ ΕΑΓΤΟΝ ΒΙΒΛΙΑ
Ζ: So b re sí m ism o , se is lib ros.
Estos juicios sobre la polémica de Lucrecio contra la
religión, que n o encuentran en las circunstancias de su
tiempo la explicación de su vehemencia y se basan por
ello sólo en la supuesta falta de equilibrio mental o en
conflictos espirituales del poeta, parecen fundamentarse
en una concepción errón ea. H em os visto que, según
Mommsen, fueron los horrores de su época los que sus­
citaron en el poeta la indignación. De la misma opinión
es Marth a: sostenien do que la ciencia moral n o tiene
ni interés ni origin alidad si brota de los libros en lugar
de la vida, en pocas págin as, que son un modelo de agu­
deza crítica, refiere la sátira social de Lucrecio a la moral
de su tiempo. «Eviden temen te juzga lo que tiene ante
los ojos y sus feroces in vectivas o sus desden es se dirigen
con tra los vicios de sus con temporán eos.» «La moral de
su tiempo está siempre presen te en Lucrecio, incluso
cuando describe la época primitiva de la h istoria.» Su
moral, perfectamen te romana, está in spirada en el es­
pectáculo de las irregularidades roman as y, por tan to,
lleva escrita en la frente su época.» «Si la teoría de su
moral está tomada a préstamo de Grecia, h a recibido, sin
embargo, en manos de Lucrecio una fuerte coloración
rom an a.» «E s un Salustio en v e r so s»7.
Sin embargo, Altheim acepta la teoría de que Lucrecio
era un lector de libros más que un crítico de la vida.
«En esta polémica vemos como en un espejo todo lo
que hemos considerado como característico del últim o si­
glo de la República.» «Todo esto está mirado y comba­
tido bajo la forma específicamente romana de la religio,
' Marth a, op . r it ., pp. 186-190. Para un examen sumario de
la situación de estos tiempos en Roma, v. también Bouch é-Lederq,
L 'in to lé ran c e re ligie u se e t la p o lit iq u e , pp. 25-32.

193
de la superstición ; no falta nunca una pátin a típicamente
romana e italian a» 8.
En cuanto al temor a la muerte en la Roma de Lucre­
cio, según Macaulay, los epicúreos h abían exagerado des­
mesuradamente el efecto que los horrores religiosos y el
temor al castigo futuro ejercían sobre sus contemporá­
neos, y esto para exaltar a su maestro como si hubiera
liberado a la humanidad de una horrible esclavitud men­
tal. Esta opinión de Macaulay interesa en sí misma menos
que el comentario que in spiró a un crítico, estudioso muy
superior a Macaulay, aunque menos fam oso que él. P lat t 9
parte del juicio de Macaulay para llegar a la conclusión
opuesta: «A mí, sin embargo, y — creo— a la mayoría
de los lectores, nos parece que Lucrecio h a escrito, más
que ningún otro h ombre, con h osco ardor.» Luego, po­
niendo de relieve la aparen te contradicción de algunos
autores latin os que ridiculizaron estos temores, conclu­
ye: «Creo que la experiencia moderna puede sugerir una
explicación. H ace cincuenta años — Platt escribía en
1905— , la enseñanza más difun dida era que la mayoría
sería condenada a la pena etern a: ésta era la doctrin a
comúnmente predicada desde los púlpitos y explicada en
los libros para n iños. Sin embargo, un estudioso de la
literatura inglesa de este período, den tro de dos mil años
difícilmen te encontrará huellas de tales enseñanzas. Por
ello, creemos que la literatura es en este caso una guía
insuficiente, y que, a despech o de Cicerón y de César,
la doctrina de la pena futura era enseñada en tiempos
de Lucrecio y que le causaba indignación, de la misma
forma que la misma doctrin a ha encontrado en n uestros
días el desdén de algun as person as.»

* Fran z Altheim, A H ist o ry o f R om an R e ligio , 1938, p. 333.


* H . E. P . Platt, B y w ay s in th e C lassic s, 1906, p. 91.

194
La explicación de Platt, aunque lejos de ser completa,
está en el camino exacto. Podremos afron tar los argu­
mentos sucesivos si tenemos presen te sus alusiones a
César y a Cicerón. En cuanto al primero, la mención se
refiere a la famosa circunstancia del debate sobre la con­
den a de los con spiradores de Catilin a, en la que César,
entonces pontífice máximo, n egó abiertamente en el Se­
nado una vida futura en términos que podrían significar
que la mayoría de los sen adores estaban de acuerdo con
él. La mención de Cicerón se refiere principalmente a un
pasaje muy fam oso de las T u scu lan as (I, 48), en que el
propio Cicerón critica las preten sion es de los epicúreos:
«A menudo me maravillo de la extravagan cia de ciertos
filósofos que se entusiasman por la ciencia n atural y en
el colmo de la alegría dan gracias a su descubridor y
fun dador y lo ven eran como a un dios. Dicen que por
su mérito han sido liberados de amos tiránicos, de un
terror sin fin y de un miedo continuo. ¿Q u é terror? ¿Q ué
m iedo? ¿Exist e alguna vieja tan ton ta como para asus­
tarse de los espan tajos con los que, al parecer, se asus­
tarían vuestros amos si n o existiese la filosofía n atu ral?»
Sellar comenta este pun to: «Cicerón es un testimon io más
digno de crédito que Lucrecio acerca de las condiciones
del pensamiento en tre los hombres cultos de la época.
El sen tido exagerado que Lucrecio tuvo del influjo de
tales teorías sobre la clase para la que su poema estaba
escrito es una confirmación del hecho de que siguió la
máxima lát h e b ió sas (λάθε βιώσας ) (vive ocultam en te).»
Y a este propósito vuelve a comentar Regen bogen : «La
nobleza romana debió haber en contrado cómico y sorpren­
dente el sagrado én fasis del poeta.»
Cuando Sellar dice la clase p ara la q u e L u cre cio e scri­
b e y cuando Regen bogen pregunta cuál debe haber sido
el efecto de su poema sobre la n ob lez a, inconscientemente

195
buscan también el argumento que sirve para poner en
claro la confusión en que ha sido envuelta la cuestión
durante largo tiempo. ¿Cuál era la clase para la que es­
cribió Lucrecio? En sen tido estricto era, sin duda, la
clase dirigen te culta; Memmio, a quien dedicó el poema,
era un miembro de esta clase; el lenguaje del poema
es el lenguaje de la clase dominante de Rom a. Pero si
nos pregun tamos a quién inten taba servir el poema, la
respuesta es: a la masa del pueblo. Memmio es sólo e!
individuo al que el poeta d irige lo que estaba d e d icad o a
la humanidad entera. Así, en el proemio del libro IV,
donde Lucrecio habla con tonos más íntimos de sus in­
tenciones y de los problemas técnicos que éstas le im­
pusieron como artista y como maestro, nos dice que la
habilidad poética sirve para hacer más agradables las
doctrin as físicas, y con ello muestra claramente cómo su
auditorio era mucho más amplio de lo que él menciona:
«A sí yo ahora, dado que esta doctrina parece generalmen­
te demasiado amarga para quienes nunca la han tratado
y la m u lt it u d se ale ja d e ella d e san im ad a, he decidido
explicarte nuestra doctrin a con los dulces versos de las
m usas.» Eviden temente, Lucrecio pien sa que, si puede
llegar a in teresar a Memmio, puede también llegar a in­
teresar a un público más amplio 10. Los epicúreos tenían
una sola doctrina para todas las clases y Lucrecio no

" Este pasaje nos revela probablemen te por qué Lucrecio


eligió el verso como medio de expresión . Los an tiguos filósofos
griegos escribían generalmente en prosa; pero tres de ellos, Jenó-
fan es, Parmén ides y Em pédocles, eligieron el verso. Est a selección
se debió probablemente a la consideración del público con que
querían tratar. Es probable que tan to en la Grecia del siglo v
como en la Roma del siglo i, la poesía, como in strumen to de
expresión de la filosofía, tuviera un público más vasto que la
prosa: Lucrecio, pues, esperó de este modo ser leído y escu­
chado más ampliamente.

196
podía pen sar más que en la sociedad en general, más
allá del in dividuo.
¿Sería diferen te la cosa para Cicerón o para César?
Cuando César h abló en el Sen ado sabía que se dirigía
al órgan o del gobiern o oligárquico. Un a nota de escep­
ticismo en él, aun con los vestidos de pontífice máximo,
demuestra sólo su realismo y su desprecio por la h ipo­
cresía de sus colegas los sen adores, pero n o proporciona
prueba alguna de la situación de la opinión del pueblo
en general con respecto a la vida ultraterren a.
Análogamen te, cuando Cicerón, en un círculo de ami­
gos filósofos, ren iega de la fe en los mitos del mundo
futuro, no se acuerda de una anotación incidental de
Aristóteles, reservada al auditorio del Liceo, sobre la
función política de los mitos, sino que descuida, tal vez
deliberadamente, la esencia de la polémica epicúrea. Los
epicúreos intentaban extirpar estas supersticiones del áni­
mo del pueblo, en el cual tenemos razones suficientes
para supon er que aún estaban radicadas, y en el que
Cicerón, a su vez, como veremos, deseaba inculcarlas aún
m ejor n . Alimentaban la ambición de eliminar de las
mentes de los hombres como el mismo Cicerón la creen­
cia pitagórica y platónica de la in mortalidad del alma,
que CiGerón en el mismo pasaje de las T u sc u lan as admi­
te sin discusión . Por ello, ni la referencia de César ni la
de Cicerón proporcionan la más mínima prueba de la ín-
" En el D e D iv in atio n e , Cicerón desencadena un fuerte ata­
que contra la superstición ; en el D e le gib u s, por el contrario, la
acon seja para fines políticos. Es el tfpico dilema de la antigüedad
clásica. Sólo los epicúreos sostuvieron francamente la necesidad
de la cultura, al prin cipio de su movimiento, al final y, en suma,
siempre. La evolución de Platón desde su fam osa afirmación (en
la A p o lo g ía): «Un a vida n o con trolada no es vida para un hom­
bre», a la legislación religiosa de las L e y e s, es la más dolorosa
tragedia del intelecto del mundo antiguo.

197
existencia de Jos terrores y errores que los epicúreos tra­
taban de eliminar. Los terrores existían en toda la mul­
titud; los errores existían también en las mentes cultas
de la clase dominante. Y, donde todavía anida el error,
decían los epicúreos, el miedo puede fácilmente alzar la
cabeza.
Nada prueba con mayor claridad la plena conciencia
que Lucrecio tuvo de las condiciones de su tiempo que
el pasaje con que se abre el libro I I I , donde habla del
temor a la muerte. Está escrito con la más estricta adhe­
rencia al cuadro que emerge de las págin as de Cicerón
recientemente con sideradas. Después de haber extirpado
de las mentes humanas el temor a las pen as de la vida
futura, Lucrecio continúa discutiendo igualmente sobre
el tipo de hombres represen tado por Cicerón y por sus
am igos; hay que decir de ellos que por razones diversas
rechazan la creencia en los castigos de la vida futura, pero
acuden a ella cuando se encuentran en una dificultad, a
causa de su insuficiente conocimiento de la «n aturaleza
de las cosas». El pasaje tiene una importan cia típicamente
epicúrea. De Epicuro deriva la idea de que las raíces de
la ambición son el lugar donde nace el temor a la muerte
por medio del cual los gran des hombres se aseguran su
libertad; pero, aunque el pasaje sea epicúreo, está com­
pletamente reconsiderado en términos de vida romana.
Puede ser útil detenerse un momento a con siderar la
prueba de la adaptación del espíritu y del argumento del
D e reru m n at u ra a las circunstancias de su tiempo. La
prueba puede ser de dos tipos: en cuanto procede del
tono general del poema y en cuan to deriva de cada uno
de sus pasajes. En tre los de la primera clase ninguna es
más convincente que la actitud del poeta hacia los filó­
sofos rivales. En la Aten as de Epicuro, por muy particular
que fuera la atención dedicada a la escuela estoica con­

198
temporánea, las ideas de la Academia y del Liceo no
podían dejar de estar presen tes en la mente del Maestro,
tanto en sus escritos como en las discusion es. A Lucrecio
se le presen ta la situación a la luz de unas circunstancias
opuestas: tiene frente a él a una sola escuela rival, la
estoica, y por ello no combate tanto las opiniones de las
escuelas más an tiguas como el uso que de ellas hicieron
los estoicos. La filosofía se h a reunido en una tradición
única, de la que son herederos rivales los epicúreos y los
estoicos. Esto queda demostrado por el hecho de que
Lucrecio mismo no se preocupa de n ombrar a sus adver­
sarios: dice «ellos» y ya se entiende a quién se refiere.
Pero esto correspon de a la situación de Roma a mitad
del siglo i a. C., no a la de Aten as de prin cipios del m .
Análogas consideraciones podemos h acer si miramos a
principios del siglo iv ; Lucrecio, una vez expuesta la
teoría atómica del trueno y del rayo según el pensamiento
ortodoxo epicúreo, inmediatamente aplica al mun do ro­
mano su doctrina. La explicación —dice— es el modo
apto para interpretar estos fen ómen os; no deberían in­
comodarse los etruscos en la vana esperanza de encontrar
en el trueno y el rayo las intenciones secretas de los dio­
ses. Pero este uso de los rollos etruscos era aún una tra­
dición viva en Rom a; los etruscos Tarquicio y Cecina
exponían en latín el significado del relámpago como re­
velación del pensamiento divin o, y Varrón y Nigidio
Figulö los apoyaban. Lucrecio atacaba una vieja supers­
tición cuando combatía el conjunto de creencias etruscas
acerca del trueno y el rayo; pero también eran sosten idas
por Cicerón, que sugirió al Estado que favoreciera el
renacimiento de estas supersticion es etruscas (D e le gib u s,
I I , 9, 21).
Ahora convendría volver a tener en cuenta el orden
cronológico a partir del 173 a. C., desde el momento en

199
que el Sen ado expulsó a los filósofos epicúreos de Roma.
El testimon io que poseemos está en contradicción con
la opinión de que el Sen ado tuvo mucho éxito en su
política de represión . Parece, en efecto, que debe colo­
carse hacia la mitad del mismo siglo la actividad desarro­
llada en Italia por Cayo Amafinio, el primer hombre co­
nocido por n osotros por haber divulgado las ideas de
Epicuro en lengua latina. De las consecuencias de sus
enseñanzas h abla Cicerón en las T u scu lan as y, deplorando
la tardía aparición de varias escuelas socráticas en Roma,
continúa así: «P ara llenar el vacío dejado por el silencio
de varios seguidores de la tradición socrática aparece la
voz del epicúreo Cayo Amafinio; la publicación de sus
obras despertó el interés de la multitud, la cual siguió
sus enseñanzas, o bien porque era fácil de comprender,
o por la seductora lisonja de esta doctrina del placer, o
tal vez porque, a falta de una enseñanza mejor, el pú­
blico se con ten taba con la existen te. A Amafinio le siguió
un gran número de imitadores del mismo sistem a, que
con sus escritos conquistaron inmediatamente toda It a­
lia» ,2.
Este notable pasaje no sólo nos revela la imprevista y
rápida popularidad que el epicureismo tuvo en Italia, sino
que indica también con certeza el carácter de masas de
su éxito: la sociedad estaba fermentando. En otro pasaje
Cicerón no sólo confirma tal impresión sobre el vigor
del movimiento, sino que alude también al hecho de que,
aunque débilmente, estaba organizado. «H ay una clase
de hombres que desean ser llamados filósofos y que se
dice que son autores de un gran número de libros en
latín , que yo, por mi parte, no desprecio, ya que no los
he leído; pues, según sus propias afirmaciones, estos es-

,ä T u sc u lan as, IV, I I I , 6 y 7.

200
critores pretenden ser indiferentes al orden , a la preci­
sión, al estilo, y yo evito leer libros que no proporcionan
ningún placer. Lo que los secuaces de esta escuela dicen
y piensan es conocido por todos, incluso por quienes
tienen una cultura modesta. P or ello, desde el momento
en que, según ellos mismos admiten, no se preocupan
de la forma expresiva, no entiendo por qué han de ser
leídos a no ser por el círculo de los que tienen las mismas
ideas y disfrutan con leerse los libros unos a otros» ' 3.
En la expresión «el círculo de los que sostien en las mis­
mas ideas y acostumbran a leerse los libros unos a otros»
debemos sin duda ver una prueba del hecho de que
estos grupos de estudio organizados que, como sabemos,
habían sido característicos del epicureismo, se habían
extendido a Italia.
En lo que respecta al contenido de la enseñanza im­
partida en estos círculos epicúreos, a pesar de la ironía
de Cicerón sobre la «seductora lison ja de su doctrina
del placer», en realidad estos escritos latin os se dedica­
ron casi exclusivamente a la exposición de la parte del
sistema que trataba de la física ,4. El significado de este
hecho está fuera de discusión: un movimiento popular
dedicado a enseñar la física epicúrea significaba un mo­
vimiento capaz de abolir la fe en la función política de
la divinidad. Y es interesan te hacer n otar aquí un a con­
tradicción en el cuadro normalmente aceptado del am­
biente religioso de la an tigua Rom a: generalmente se
habla de un Sen ado iluminado que se dedica a poner
obstáculos a la marea de la superstición orien tal; una
marea que sube desde los estratos más bajos de la ple­
b e... En realidad, por el contrario, de la plebe se eleva

" T u scu lan as, I I , I I , 5-7.


M Reid, A cad e m ica o f C ice ro , in trod., p. 21.

201
un enérgico movimiento racion alista, que, como dice Ci­
cerón, partien do de lo más profun do, se extendía rápi­
damente por toda Italia; y las clases dominantes lo aco­
gieron de la manera más desanimada, a pesar de que el
epicureismo era aún la única doctrina que habría podido
impedir la caída de la Europa occidental frente a las
supersticion es que al final la sumergieron.
«Cicerón — escribe Reíd— odiaba y despreciaba al epi­
cureismo con toda sinceridad, y una de las finalidades
principales de sus obras filosóficas era impedir su difu­
sión en Italia» ,s. Pero su odio no podía expresarse en
términos puramen te filosóficos. Cicerón, en las T u scu la­
n as, después de haber expresado su.profun da admiración
por el argumento, tan caro a Platón ,ó, de que el alma
es eterna porque se mueve a sí misma, prosigue: «Todos
los filósofos p leb e y o s — éste parece el nombre más ade­
cuado para los que no están de acuerdo con Platón y
Sócrates y sus escuelas— ya podrán unir sus inteligen­
cias. Con ello no sólo no resolverán nunca ningún pro­
blema con cierta h abilidad, sino que no sabrán apreciar
nunca la lógica del argum en to.» Cuan do Cicerón se expre­
sa así refiriéndose a sus adversarios, los epicúreos, com­
prendemos claramente la fuerza de la palabra p leb ey os,
y cuando en el ataque a los valores de la oligarquía, con
que Lucrecio abre el libro I I , encontramos de nuevo la
misma palabra:

nec calidae citius decedunt corpore febres,


textilibus si in picturis ostroque rubenti
iacteris, quam si in p leb et a veste cubandum e st 17.

15 O p . c it . In t r o d ., p. 2 2.
“ Fe d ro , 245.
'7 D e reru m n at u ra, Π , 34-36.

202
(«n i las cálidas fiebres abandon an el cuerpo más rápida­
mente, si te arrojas en tejidos pin tados y rojos de púr­
pura que si hay que taparse con un vestido plebeyo»),

podemos pregun tarn os si en esto n o hay precisamente


una prueba de la actualidad de la obra de Lucrecio (pe­
queñas pruebas que es tan fácil pasar por alt o...), una
prueba llena de significado. Lucrecio sabía muy bien cuál
era la doctrina de los «filósofos aristocráticos» y nunca
habría tenido nada que objetar si hubieran llamado ple­
beya a la suya ,e.
La postura de Cicerón con respecto a Lucrecio ha es­
tado siempre rodeada de misterio. Sabemos por una carta
suya a su hermano Quin to que, después de la muerte
del poeta, en pocos meses h abía leído el D e reru m n at u ra
y h abía confirmado su admiración por su arte y por su
genio. Además, su familiaridad con el poema está ates­
tiguada por muchos pasajes de sus escritos. Sin embargo,
nunca hace ninguna referencia expresa y es difícil pensar
que esto se debe a la casualidad. Las T u scu lan as fueron
escritas diez años después de la muerte de Lucrecio; en
los capítulos introductorios, Cicerón afirma que «la li­
teratura latina no ha dado todavía ninguna contribución
a la filosofía», y en el pasaje ya citado del libro I I se
refiere a muchas obras latin as sobre el epicureismo, que
dice que no ha leído. Está claro que esto no es cierto
en lo que se refiere a los demás escritores epicúreos. En
efecto, en su correspon dencia con Casio, exactamente en
el año en que escribió las T u scu lan as, bromea sobre los
términos técnicos que se encuentran en los libros de los

" Según Marcha (o p . c it ., p. 352), Gcerón reveló su verdadera


opinión sobre el epicureismo cuan do afirmó con impaciencia:
«Un lenguaje similar deberla más bien ser proh ibido por un cen­
sor que refutado por un filósofo» (D e fin ib u s, I I , 10).

203
epicúreos latin os, y esto parece indicar una cierta fami­
liaridad con los libros que dice no haber leído En
otra ocasión he expresado mi opinión sobre esta con tra­
dicción: que Cicerón no duda en admitir su familiaridad
con escritos epicúreos en su correspon dencia privada, pero
evita hacerlo en sus obras destin adas al público®.
Esta posición de Cicerón debería dem ostrar que en la
Roma de la época existía una gran oposición entre los
epicúreos y la oligarquía dominante. En las T u scu lan as
nos da la descripción de un movimiento de masas que
se forma en tre las clases más h umildes del pueblo, en
que se discuten los escritos epicúreos. Pero parece que
esta multitud sin nombre no tiene ninguna relación con
el amplio elenco de person as fam osas — muchas de las
cuales eran amigos person ales de Cicerón— de las que
sabemos fueron miembros de la secta. Con estos términos
tan expresivos Cicerón no se refería sin duda al famoso
Jardín de Sirón cerca de Nápoles, la escuela en que fue
a estudiar Virgilio, ni a Veleyo, a Lucio Manlio Torcuato,
ni a Pisón , suegro de César, ni a Craso, el orador, ni
a Tito Pompon io Atico o a otros seguidores más o menos
entusiastas de Epicuro en tre los hombres de las clases
dirigentes. Estam os obligados a reconocer, para Roma y
para Italia, dos tipos de seguidores de la filosofía de
Epicuro: por un a parte, el grupo más n umeroso del «pu e­
blo»; por otra, los miembros de la clase dirigen te, atraí­
dos por esta doctrina como creencia person al, pero no
dispuestos a sosten er a ultranza sus incómodas opiniones.
En tre estos últimos, Cicerón podía encontrar fácilmen­
te secuaces in ofen sivos del credo epicúreo: fáciles de
" A d fam iliam , XV , 16; I, y 19, II.
* «Th e Gods of Epicuru s and th e Roman State», T h e M o d em
Q u arte rly , julio 1938, p. 216. H e n otado con satisfacción que
Marth a es de mi misma opinión.

204
abatir en sus diálogos filosóficos, compuestos apresurada­
mente para satisfacer su van idad literaria. Fue éste el
papel del sen ador Veleyo, más fam oso como person aje
ciceroniano que como filósofo, presen tado por Cicerón
como portavoz de las opiniones epicúreas en su tratado
sobre la N at u rale z a d e lo s D i o se s2'. Pero Lucrecio, sea
cual fuese su pu esto en la escala social (Mommsen pen­
saba que proven ía de los «ambien tes más elevados de la
sociedad rom an a»; Regen bogen cree que no era latino y
ni siquiera romano), obviamen te no podía representar
a ninguna parte en este elegan te duelo literario. Si su
poema, como escribe Mommsen , estuviera origin ado «por
el h orror y la aversión hacia el mun do sobre el cual y
para el cual escribía», Cicerón y sus amigos estaban sin
duda incluidos en ese mundo, parte esencial de cuanto
aborrecía.
La composición del D e reru m n at u ra fue la cumbre de
un esfuerzo de propagan da epicúrea en Italia duran te más
de un siglo 2*. No h abía sido bien vista por el Sen ado
desde el principio y, sin embargo, h abía progresado, había
hecho progresos tales que el esfuerzo filosófico de Cicerón
sirvió sobre todo para fren ar su creciente popularidad.
Atrayendo a los epicúreos al plan o de la filosofía, espera
completar la victoria que h abía conseguido en el terreno

” D e reru m n at u ra, I, 21, 57-58. A propósito de este pasaje,


H adzsits observa (L u c re t iu s an d h is In flu e n ce , 1935): «Tal afir­
mación pone implícitamen te a Veleyo antes de Lucrecio; en la
época de la composición del D e reru m n at u ra, Veleyo era senador
y era el epicúreo más con ocido.*
* No sabemos en qué relación está Lucrecio con los even tua­
les autores latin os que hayan escrito de epicureismo antes que él;
en un momen to dado (V, 336-337) afirma que es el primero en
expon er la filosofía epicúrea en latín , pero podría enten derse que
haya dicho esto pen san do sólo en la poesía.

205
politico eliminando a los Catilin arios23. Pero Gcerón no
era el adversario más importan te sobre el terreno: hemos
visto que para Lucrecio la oposición filosófica estaba re­
presen tada por la Stoa. Para comprender la fuerza de la
polémica lucreciana con tra la religión del Estado, debe­
mos también comprender la actitud asumida por los es­
toicos en esta batalla. Un a mirada al período central del
estoicismo, el período romano, es necesaria para aclarar
nuestro problema.
El estoicismo comenzó, como el epicureismo, con una
tímida tentativa de oposición a las escuelas aristocráticas
de Platón y Aristóteles. Se ha man ifestado en tiempos
recientes un desacuerdo entre los estudiosos más relevan­
tes para determinar h asta qué pun to el estoicismo podía
considerarse en su primera fase como un fermento revo­
lucionario de la sociedad. Bidez aportó muchas pruebas
para sosten er esta tesis; T am quiso darle firmeza v , pero
queda en pie el hecho de que, cualesquiera que fueran
las verdaderas intenciones de Zenón y sus discípulos, fue­
ron los respon sables de muchas expresion es que podían
ser interpretadas en sen tido socialmente subversivo. Se
preocupaban n o sólo de cuestiones como las form as tra­
dicion ales del culto o de la educación, sino de la pro­
clamación de la igualdad natural de los hombres y de
la comunidad natural de los bienes. Toda la humanidad,
enseñaban, constituía una gran comunidad, una so ciet as.
¿P er o cuáles eran los derechos de cada miembro en esta
sociedad? El núcleo central de la enseñanza estoica era
que todos t e n ían d ere ch o a una parte igual, aun a costa
de una revolución. ¿Es éste el pun to de vista que Bidez
B A sí in t e r p r e t o y o las T u scu lan as, I , I I I , en con e xió n con I I ,
I I , 5-7, y I V , I I I , 6 y 7 .
** Bidez, L a C it é d u M o n d e e t la C it é d u S o le il, 1932; Tam ,
A le x an d e r th e G re at an d th e U n ity o f M an k in d , cit., 1933.

206
quiere identificar con la primera fase de la h istoria de
la escuela? ¿O bien el núcleo central de la doctrina era
— como lo fue sin duda en la última fase y como piensa
Tarn al juzgar un aspecto característico de toda su h is­
toria— que las diferen cias sociales no cuentan y que,
más allá de éstas, los h ombres son todos hermanos y lo
necesario no es cambiar la sociedad, sino hacer pen etrar
en su in timidad la armonía que constituye su base y
encontrar la propia paz en la contemplación del pensa­
miento divino que lo guía todo? En suma, ¿era una
filosofía revolucionaria o una filosofía de resign ación?
A pesar de todo lo que Tarn pueda decir, permanece
para mí como decisiva la prueba de que el movimiento
atravesó un proceso de cambio desde un estadio en que
estaba vivo el elemento revolucionario a otro en que todo
su carácter consistía en un espíritu de resignación. En tre
estos dos extremos h ubo un período de transición, el
período de la Stoa Media, durante el cual las enseñanzas
estoicas formaron a la clase dirigen te romana.
Las amplias líneas de este período de transición han
sido trazadas persuasivamen te por Bidez. La conquista
de Orien te por Alejan dro desembocó en una monarquía
con tendencias cosmopolitas en que las pequeñ as distin ­
ciones de raza, de religión y de ciudad fueron en cierto
sen tido eclipsadas por la única gran oposición entre mo­
narca y súbditos. Los hombres así desnacionalizados te­
nían necesidad de una n ueva moral para sustituir a la
que estaba basada en la concepción de la ciudad-estado.
Zenón h abía acudido a esta necesidad con la fusión de
elementos viejos y n uevos; completó el ideal cínico del
h ombre independiente (surgido como oposición a la iden­
tificación del h ombre con el ciudadan o, característica de la
ciudad-estado) con el concepto de una ley nueva y más
amplia, la ley de la n aturaleza.

207
Sin embargo, el nuevo concepto de la ley de la natu­
raleza no fue inmediatamente acogido. Las leyes de Árato
y de Filopómen es, características de la actividad oligár­
quica en la Grecia de este período, intentaban restaurar
el antiguo particularismo griego. Fue ésta la razón que
prevaleció. El experimen to socialista del rey esparta­
n o Cleómenes h abía fracasado y sus relaciones con el
filósofo estoico Esfero hicieron al estoicismo sospech o­
so a los ojos de los defen sores de aquella forma de
la sociedad que encontraba su expresión en la ciudad-es-
tado griega, un ideal en este momento estrech a y esen ­
cialmente oligárquico. En estas circunstancias, el estoicis­
mo perdió su conexión con los hechos reales. El ideal
estoico dejó de ser considerado realizable sobre la tierra
y fue sustituido por la fe quimérica en una Ciudad del
Sol. La Justicia, si no reinaba en la tierra, reinaba en
el cielo, de don de, según las esperanzas milenarias bas­
tante difun didas en aquel tiempo, podía esperarse que
descendiera un día.
El estoicismo quedaba así diluido en sus esperan zas de
construir un mundo nuevo en Grecia y en Orien te, pero
cuando Polibio descubrió en Rom a, en el bárbaro y des­
preciado Occidente, la promesa de un poder imperialista,
las miradas de la escuela estoica se volvieron de Oriente
a Occidente. «In terrum pien do sus sermones en las gra­
das desiertas de la Stoa de Aten as, los sucesores de Cri-
sipo fueron a establecerse a Rodas, centro entonces de
un amplio comercio internacional, y se hicieron los edu­
cadores de la aristocracia romana. Con Panecio, maestro
de Escipión el Joven y de su amigo Lelio, nació una
nueva forma del sistema, la que h a sido llamada Stoa
Media por los h istoriadores de la filosofía.» Desde en­
tonces los escritos que comprometían al estoicismo como

208
relacionado con los movimientos revolucionarios, fueron
negados inmediatamente.
Del proceso a través del cual los maestros estoicos pur­
garon su doctrin a de elementos sospech osos, tenemos una
prueba eviden te en Gcerón . G t o un pasaje del D e O f f i­
ciis, que dem uestra cómo en la ciudad comercial de Rodas
la Stoa adaptó sus enseñanzas a la vida:
«Com o he dicho an tes, se presen tan a menudo casos
en que la conveniencia parece opon erse a la justicia, de
forma que es necesario considerar si hay un a verdadera
incompatibilidad o si las dos cosas pueden concillarse.
Tén gase en cuenta el siguien te caso: supon gamos, por
ejemplo, que un hombre h onesto im porta de Alejandría
a Rodas un gran cargamento de gran o, en un momento
en que los roden ses se encuentran en estrecheces y están
reducidos al h ambre y el precio del mercado es alto;
supongamos también que este hombre sabe que algunos
mercaderes han partido de Alejan dría, que él había visto
sus naves pasar cargadas de gran o y dirigirse a Rodas;
¿deberá decir esto a los roden ses o no h ablarles y obte­
ner el precio más alto posible por su mercan cía? Recor­
dad que estamos suponiendo que n uestro h ombre es ho­
nesto y honrado. ¿Q u é género de argumen tos y qué
tipo de persuasión usará para sí m ism o?»
«En casos de este género, Diógen es de Babilon ia, gran­
de y fam oso estoico, solía sosten er un pun to de vista; su
discípulo An tipatro, h ombre de inteligencia agudísima,
otro. An tipatro, en efecto, sosten ía que se debía decir
todo de forma que el comprador no tuviese dudas de
cuanto conocía el ven dedor. Diógen es decía que el ven­
dedor, en la medida en que la ley civil lo imponía, es­
taba obligado a declarar todos los defectos de su mer­
cancía, y por lo demás, podía actuar sin deliberados en­
gañ os, intentando, sin embargo, como ven dedor, *reali­

209
zar la mayor ganancia posible. ‘H e im portado el gran o’,
podría decir el mercader; ‘lo he puesto en el mercado,
vendo cosas de mi propiedad a un precio no más caro
que los demás, incluso tal vez más barato, si tengo una
compra mayor, ¿quién podría acusarm e?’ Por otra parte,
An tipatro expon ía así su pun to de vista: ‘¿Puedo cerrar
mis oídos? ¿Es posible que tú, que debiste pen sar antes
que nada en tus semejan tes y ser un servidor de la so­
ciedad humana, tú que has nacido bajo el domin io de la
ley de la n aturaleza y h as adoptado como regla y guía
de tu vida los principios de la n aturaleza, que te enseña
que t u b ien e s e l bien com ú n y e l b ien com ú n e s e l t u y o,
es posible que tú quieras ocultar a los hombres la abun­
dancia y la can tidad de mercancía que podría estar a su
disposición ?’ A ello Diógen es podría respon der: ‘Callar
no es lo mismo que ocultar las cosas. Yo no puedo ser
acusado de ocultarte algo si ahora no te in formo de cuál
es la n aturaleza de los dioses y cuál es la divinidad más
elevada, y sería mucho más importan te para ti saber esto
que saber que el gran o está a buen precio. Pero no
tengo ninguna obligación de decirte todo lo que te sería
útil saber.’ ‘En esto estás completamente equivocado
— respon derá An tipatro— ; esto es n ecesario, a menos
que tú hayas n egado que la sociedad humana es un víncu­
lo establecido por la n aturaleza.’ ‘Lo recuerdo muy bien
—dirá Diógen es— , ¿pero la sociedad es de tal forma
que nadie puede tener algo propio? Pues, si es así, no
se debería h ablar de ven der: todo debería ser distribuido
entre todos’.»
Vem os aquí con gran claridad que los estoicos, si to­
maban a la letra sus prin cipios, estaban obligados a con­
den ar la práctica ordinaria del comercio y a pon erse en
contra de la sociedad en un punto fundamental. Si no
querían incurrir en esta situación ante la sociedad tal

210
como la encontraban, solamente podían refugiarse, como
Diogen es, en las leyes civiles. Pero cuando sosten ían que
era n ecesario dar al César lo que era del César, es difícil
comprender qué era lo que perman ecía para ser entre­
gado a la ley de la naturaleza. Las leyes de la naturaleza
de los estoicos estaban condenadas a permanecer sujetas
a las leyes civiles romanas.
Cuando Plutarco h abla del papel realizado por el es­
toico Esfero en las reformas agrarias socialistas del rey
espartan o Cleómenes, compara las doctrin as estoicas a la
poesía de Tirteo que inflamó el ánimo de los jóven es,
e in mediatamente añade que esta doctrina radical era
muy peligrosa. Est a prueba del carácter revolucionario
del primer estoicismo n o ha sido, creo, tomada en su­
ficiente consideración por Tarn 35. Pero si esta misma
«reform a» dejó al estoicismo inofen sivo frente a las es­
peculaciones comerciales, también lo dejó sin defensa
frente al latifun dismo terraten iente. Este pun to resulta
evidente por el D e O f f ic iis de Cicerón.
Así, leemos en el libro I , parágrafo 21: «N o existe por
ley de la n aturaleza nada semejan te a la propiedad pri­
vada: derivada de una an tigua toma de posesión , de
cuando en tiempos lejan os los hombres penetraron en
tierras desiertas, o de una con quista, de una ley, de una
compra, de una ven ta o de un sorteo. Est a es la forma
en que las naciones conquistan sus territorios y vale tam­
bién para cada uno. Por ello, porque lo que en otra
época era por la naturaleza propiedad común se ha con-

“ P lu t ar co , Cleóm en es, I I : á í s Στω ίχ ό ς λόγος Ι χ ει τ ι -προς τά ς


μ εγά λος «ράβεις χαί ¿ξβίο ς Ιιηα φ α λές χαί π α ραβαλον βα θεϊ δε χαί τ ρ ^ ψ
χ ερ α ν ν ύ μ εν ο ; τ; 8ει μ α λιο τα ει ς το ofxelov ¿γα θόν àm ît îu xjiv.
«La doctrina estoica puede ser peligrosa y motivo de desviación
para las naturalezas gran diosas y apasion adas; peto un ida a una
naturaleza profun da y n oble, expresa cuan to hay de mejor en ella.»

211
vertido ahora en propiedad privada, e s ju st o q u e cad a
u n o t en ga lo q u e h a o b t e n id o. Pero si uno quiere más
de lo que posee, cometerá un acto de violen cia contra
la sociedad h um an a.» Y de n uevo en el parágrafo 51:
«La comunicación de la propiedad privada debe ser con­
siderada en el sen tido de que lo que ha sido asign ado
a cada uno por la ley o por el código civil, debe mante­
nerse de la forma establecida por la ley. P ara lo d e m ás
podemos seguir el proverbio griego: ‘los am igos tienen
todas las cosas en común’.» Con este sumario procedi­
miento, la ley de la naturaleza queda subordin ada a la
ley civil de Roma.
Tarn excluye la posibilidad, si he comprendido bien,
de que el pensamien to del estoico Esfero haya tenido
influencia alguna sobre la reforma agraria del rey Cleó-
menes, y de que el pensamien to del estoico Blosio haya
guiado la política de Tiberio Graco en su intento de
detener el proceso de exten sión del latifun dio en Italia.
Yo creo que el pen samiento de Cicerón fue distin to:
por lo menos, después de h aber liberado al estoicismo
de toda intención comunizante, llega, de una manera na­
tural, a aclarar la propia posición sobre la cuestión de
la reforma de los Graco («La muerte de Tiberio Graco
por parte de Escipión Nasica fue el gesto de un ciuda­
dan o privado, tan memorable como la destrucción de
Numancia por parte del African o.») y sobre la reforma
agraria del rey espartan o (el revolucionario rey espar­
tano Agis está presen tado como una figura n egra, mien­
tras que, por el contrario, Arato, el liquidador del expe­
rimento socialista de Cleóman es, es elevado hasta las
estrellas 71. Los mismo ocurre en la descripción del pro­

* D e O f f ic iis, I , 76.
” Ib id e m , I I , 80.

212
ceso a través del cual el estoicismo fue purgado de sus
elementos revolucionarios en el momento en que entró
en la fase central, es decir, en la fase de su tran sforma­
ción en filosofía oficial de la clase dominante romana.
Pero los servicios prestados por los pensadores de la
Stoa Media a los romanos fueron aún mayores. Tuvieron
el gran mérito de haber cubierto todo el amenazado sis­
tema del gobiern o oligárquico con la austeridad de la
nueva religión un iversal basada en la doctrin a de la divi­
nidad de las estrellas. A falta de una ciencia progresiva
que le proporcionase la materia en la que ejercitarse, la
dialéctica de Platón h abía degen erado en un estéril es­
cepticismo artificioso y n egativo; pero su religión astral
se había difun dido. Esta superstición culta h abía sido
desarrollada por los estoicos, con la ayuda de elementos
orien tales, en un sistema gran dioso frente al cual toda
clase de escuela filosófica, a excepción de la epicúrea, que­
daba paralizada. Este sistema se aplicaba ahora de una
forma nueva. Polibio h abía encontrado en Rom a el único
gobierno que era capaz de comprender realmente la utili­
dad de la superstición . Los estoicos fueron aún más lejos:
reconocieron en Roma la verdadera Capital del Mun do;
Roma, tal como era entonces (y no el ideal de una socie­
dad reformada, como imaginaban' h ombres peligrosos
como Esfero y Blosio), represen taba la realización de la
voluntad divina. El intento fallido de Platón de trans­
formar su particular tipo de divin idad astral en divinidad
civil fue llevado a cabo con éxito.
No eran dioses cuya naturaleza pudiese comprenderse
sólo a través de un difícil razonamiento geométrico los
que se invocaban para que ejercieran las funciones civiles
en Rom a: la Stoa era demasiado sabia para escribir sobre
su entrada la advertencia de la Academia: «Nadie entre
que no sepa geometría.» Sus dioses eran comprensibles

213
incluso para quienes poseían una modesta cultura mate­
mática, y sin duda esto era muy oportun o, dado el retraso
de los roman os en esos estudios. Los dioses de la Stoa
tenían un prestigio derivado de su remoto origen oriental,
superior al que tenían los dioses de Platón por la idiosin ­
crasia de su genio altivo. Su divinidad no estaba sosten ida
por un gran número de argumentos in telectuales parecidos
a los contenidos en las L e y e s de Platón ; y precisamente
por esto se podían creer con más facilidad. Eran fácil­
mente accesibles a través de una técnica adivinatoria al
alcance de los bolsillos más o menos abastecidos; se po­
nían en contacto directo incluso con quien no podía as­
pirar a una comprensión filosófica completa de todo el
sistema.
El poder de las nuevas concepciones importadas de
Orien te y destin adas a sustituir la tradición del raciona­
lismo griego en la mente de los ciudadan os cultos del
Imperio Roman o de Occiden te, puede comprenderse a
través de la valoración dada por Diódoro Sículo, contem­
poráneo de Ju lio César y de Cicerón, pero más joven que
ellos, autor de una H ist o ria U n iv e rsal. «Los caldeos — es­
cribe 28— eran an tiguos babilon ios; su sacerdocio era pa­
recido al de los egipcios; los sacerdotes se dedicaban al
servicio de los dioses, pasaban toda su vida filosofan do y
eran fam osos sobre todo por su conocimiento de las es­
trellas. Su sacerdocio era h ereditario; el h ijo sustituía al
padre y estaba exen to de cualquier otro deber público. La
autoridad del padre sobre el h ijo y el hecho de que los
estudios se comenzaban en la infan cia y continuaban du­
rante toda la vida, daban a los sacerdotes una extraordi­
naria autoridad en su oficio. Además, las tradiciones eran

" Diodoro Sículo, H ist o ria U n iv e rsal, I I , 29 sgs.

214
de una inmemorable an tigüedad e inalterablemente fijas.
Todo el sistem a estaba en estriden te contradicción con el
sistema educativo griego en que se afrontaba la filosofía
en edad avanzada, sin preparación , y después de una apli­
cación temporal, cuando no se la rechazaba por las exi­
gencias de la vida cotidiana. De aquí el con traste entre el
estatismo del dogma tradicional de los caldeos y la falta
de firmeza, la fluidez, la variedad, la riqueza de contradic­
ciones internas de la filosofía de los griegos. En cuanto al
contenido de la doctrin a, los caldeos enseñan que la na­
turaleza etern a del Cosmos no ha tenido prin cipio ni ten­
drá fin y es un todo orden ado puesto bajo el control de
una providen cia divina. Nin gun a cosa del Cielo sucede
por casualidad o espon táneamente, sino que todas están
acordadas por una precisa y definitiva disposición de los
dioses. Los sacerdotes, después de h aber observado las
estrellas duran te largo tiempo y haber llegado a conocer
su facultad y sus movimientos, pueden predecir muchas
cosas del futuro del h ombre.»
La tarea de los primeros estoicos había sido la de armo
nizar esta doctrina astrológica con la tradición de la filo­
sofía griega. Panecio, a mitad del siglo n , la adaptó tam­
bién a las exigen cias de la oligarquía culta de Roma.
Panecio procedía de una conspicua familia de Rodas. Las
posibilidades de instruirse no se le habían limitado pot
falta de medios; había estudiado en Pérgamo y en Atenas
antes de encontrar su ambiente adecuado en el círculo de
los Escipion es en Rom a, como h ombre de agradable y
enciclopédica erudición. Amigo de Polibio, compartía con
él el entusiasmo por el Estado romano y el interés por
sus problemas políticos. En el círculo de los Escipion es
florecieron a una nueva vida tan to la lengua latina como
la filosofía griega, en gran parte por obra de Panecio, que

215
así llegó a ser uno de los máximos edificadores de la ci­
vilización grecorromana
Las obras de Pan ecio se han perdido, pero no hay
duda sobre el carácter de sus enseñanzas. Cicerón no se
con fesaba abiertamente estoico: se complacía en hacer
creer que en lo íntimo de su corazón se encontraba más
a gusto entre los sofismas in telectuales del platon ismo.
Sin embargo, pen saba que el estoicismo era más adecuado
al público para el que escribía, y traduciendo y adaptando
los modelos estoicos, creó una prosa que fue el in stru­
mento literario de la filosofía latina. El D e O f f i ái s, de
que ya nos hemos ocupado hace poco, era una imitación
de Panecio: Cicerón apren dió de Panecio cómo las apa­
rentes sin gularidades del pen samiento estoico podían ser
armonizadas con las leyes civiles.
Pero la con quista más alta del estoicismo fue la ela­
boración de una nueva religión cívica capaz de consagrar
el estado actual de la sociedad como realización de lo que
la sabiduría divina h abía establecido para el h ombre ab
aet ern o. Polibio, que antes de marcharse a Rom a había
sido un h ombre político activo en una Grecia acosada por
la lucha de clases y se había ocupado de la manera de
fun dar una sociedad más estable, h abía en trevisto que
uno de los elementos perturbadores de Grecia era la
emancipación de las masas populares de la superstición y
!a indiferencia con que los jefes de la sociedad griega
veían la decadencia de la religión de Estado. El mismo
advertía tan claramente los peligros de la difusión de la
cultura, que en este problema se inclinaba a un compro­
miso con su ideal de precisión h istórica y a consen tir que
en la h istoria se consintiese una justa dosis de ficciones
piadosas.

" Arnold, R om an Sto icism .

216
Pero en el exilio, en la prisión , quedó agradablemente
sorprendido al n otar que los roman os, con su buen sen­
tido práctico, habían resuelto el problema del control
de las masas con un a perfecta organización de la supers­
tición. A Polibio y a su amigo P an edo les paredó que
la sabiduría política de Rom a h abía sido capaz de conver­
tirla en la dominadora del mundo. Pero, además de so s­
t e n e d o re s del imperialismo romano, Polibio y Panecio
fueron también los primeros teóricos con sden tes del do­
minio romano en el mundo. La expan sión del poder ro­
mano no era para ellos un a empresa n acion alista por
medio de la cual los latinos h abrían impuesto su supre­
macía a los griegos. Difícilmen te habrían dem ostrado en­
tusiasmo por esto. Se trataba más bien de una reorgani-
zación de la sociedad civil en todo el mundo h abitado, en
el sentido de una restauradón de la oligarquía y de una
justa sumisión de las capas más bajas de la población .
Polibio reconoció que Roma h abía dado al logro de esta
meta una con tribudón fundamen tal con su capaddad de
organizar, además de todas las otras cosas, el control
de una religión de Estado. Los pensadores griegos podían
esperar contribuir a una mejor solución del problema en
sus dimensiones mun diales y en su significado filosófico.
En una palabra, podían establecer una religión de Estado
apta no sólo para las exigen das de la du dad de Roma,
sin o de todo el Imperio Romano. Fue ésta la obra de los
teóricos del período romano del est oid sm o30.

* Quieto recoger aquí algun as fiases de Aitheim que refuer


zan mi pun to de vista sobre la influencia de los estoicos: «Cuan do
la Stoa llegó a Roma, sobre todo a través de la obra de Pan edo
y la decisiva in fluen da del círculo de los Esdpion es, llegó con
ella también su teología. La división , que procedía probablemente
del mismo Pan edo, de la religión en tres partes — política, mítica
y natural— , despertó mucho interés. La idea de que h abía de

217
Los estoicos reconocían tres tipos de concepciones de
los dioses: una mítica, una política y una n atural. La
concepción mítica era la usada por los poetas, adaptada
a sus obras destin adas a agradar; la política era conside­
rada útil para la sociedad civil, mientras que la tercera
era la elaborada por los filosófos de las diferen tes escuelas.
Los estoicos dejaban la primera en manos de los poetas,
la segunda la imponían a la masa del pueblo, pero atri­
buían una verdadera validez sólo a la tercera. Fue ésta
la concepción sosten ida por Varrón en su gran obra A n ­
t iq u it at e s reru m h u m an aru m e t d iv in aru m , compuesta
contemporáneamen te al D e reru m n at u ra de Lucrecio;
sería equivocado no reconocer en estas dos obras las con­
clusiones de dos tradiciones opuestas llegadas a la cum­
bre al mismo tiempo.
No poseemos el tratado de Varrón , pero nos ha lle-

existir un hombre de gobierno que (con poderes de legislador en


materia divin a y terren a) infun diera en el corazón de los h om­
bres la creencia en el poder divin o (...), n o d q ó de hacer su
efecto sobre los miembros de la aristocracia sen atorial, que se
agrupaban en torn o al círculo de Esd pión el joven .» «Vin o luego
la época en que la Stoa in tervin o decisivamente en la historia
de la religión roman a.» «Todo esto (en la obra de Varrón sobre la
religión, de in spiración estoica) representaba un in tento de pre­
sen tar el con jun to de la religión romana sobre la base de los
prin cipios estoicos.» «(La religión romana) h abía en con trado refu ­
gio en la rama de la teología estoica y de una d en d a basada en
ella.» «En la medida en que la aceptadón de la tradición religiosa
fue un a ocasión para compren der su alcance, significado y fecun­
didad, tal aceptación se tradujo también en un a forma de in dtar
a elevar al ran go de la vida nacional todo lo que h abía sobre­
vivido a esta nueva prueba, y que por esto mismo h abía demos­
trado su valor.» «La particular importancia de Cicerón para la
h istoria de la religión romana está en el hecho de qu e fu e un
verdadero represen tan te de la nobleza y, además, dio mucho re­
lieve a la ín tima relarión entre Estado y religión de Estado.»
O p . a i ., pp. 334-338.

218
gado el examen que hace de él San Agustín , citando lite­
ralmente las afirmaciones criticadas, y podemos hacernos
una idea precisa del tono y contenido de la obra. En su
tratado, Varrón recuerda que el pontífice máximo Escé-
vola, el jefe oficial de la religión de Estado, se había sor­
prendido por el reconocimiento de los tres tipos de reli­
giones de los estoicos: la cantada por los poetas, la me­
ditada por los filósofos y la establecida por los hombres
colocados en la dirección del Estado. Varrón no oculta
que, en realidad, según él, la religión de los filósofos era
la única que con derecho podía alimentar preten sion es de
verdad. Est a teología filosófica n atural se preocupa de
problemas como: ¿quién es son los d ioses?, ¿dón de es­
tán ?, ¿cuál es su n aturaleza?, ¿tuvieron un principio o
han existido siem pre?, ¿están formados de fuego, como
cree Heráclito, o de n úmeros, como enseña Pitágoras, o
de átom os, como dice Epicuro? Pero estos problemas,
añade Varrón , pueden discutirse más fácilmente entre los
muros de las escuelas que fuera, en la plaza del mercado 31.
Varrón recuerda que Escévola h abía advertido el pe­
ligro de consen tir que las discusiones de los filósofos se
sacaran de las escuelas a la plaza del mercado. ¿Q ué tipo
de ideas, h abía pregun tado Escévola, es tan escandaloso
que no deba revelarse a la m ultitud? Y había con testado:
éste, que Hércules, Esculapio, Cástor y Polux no son
dioses. Por ello, Escévola concluye, y Varrón sostiene su
opin ión : «E s útil que el pueblo esté engañado en mate­
ria de religión .»
Varrón fue la mayor person alidad intelectual en la

” Esta tendencia a mantener alejada de los oídos del pueblo


toda discusión sobre la verdad de la filosofía natural (de la que
es una rama la teología)-es común a todas las escuelas, exceptuada
la epicúrea.

219
Roma de su tiempo: su obra fue acogida con entusiasmo
y no puede dudarse de que respetaba el pensamien to de
los círculos políticos dirigentes. Fue hecha pública en la
misma época en que murió Lucrecio; Cicerón estudió al
mismo tiempo a Varrón y a Lucrecio. En una carta pri­
vada a su hermano pagó su tributo de admiración al genio
del poeta desaparecido; pero su elogio público fue para
Varrón , y fue bastan te lison jero. N o se limitó a los elo­
gios, sino que, por ser hombre de estado además de filó­
sofo, se acordó inmediatamente de su actuación práctica.
En el 53 a. C. inició la composición de la R e p ú b lica, y
dos años más tarde trabajaba en las L ey e s. En estos tra­
tados el método platón ico del control ejercido por el E s­
tado a través de la religión está sosten ido con toda
franqueza, teniendo presente el ejemplo estoico ya conva­
lidado. La vida, tan to pública como privada, debe estar
encerrada en una red de obligacion es religiosas; los sacer­
dotes deben estar bajo el control de la aristocracia; el
pueblo, ignorante del procedimiento y de los ritos que se
dedican a estas obligacion es públicas y privadas, debe
recibir la educación de los sacerdotes. La razón de esta
legislación religiosa está claramente expuesta: «La cons­
tan te n ecesidad que tiene el pueblo de la guía y autoridad
de la aristocracia, mantiene firme al Estado» ®.
Por otra obra suya sabemos que Cicerón no creía en la
adivinación 33; pero en las L e y e s afirma: «La institución
y la autoridad de los augures es de vital importancia

” L e y e s, I I , V I I I : «Q uoque haec privatim et publice modo


rituque fiant, discun to ignari a publicis sacerdotibus», y I I , X I I :
«Con tin et enim rem publicam con silio et auctoritate optimatium
semper populum in digere.»
" D e d iv in atio n e , I I , LXXI I , 148. Con frón tese esta apasio­
nada defen sa de la exclusión de la adivin ación de la vida pública
y privada de Roma con la solemne afirmación conten ida en las

220
para el Estado, y digo esto no porque yo sea uno de
ellos, sino porque es importan tísimo mantener esta opi­
n ión ... ¿H ay un privilegio mayor que la posibilidad de
interrumpir una empresa de in terés público sólo con que
el augur diga: ‘¿O tro d ía?’ ¿H ay cosa más maravillosa
que poder imponer la dimisión de un cón sul? ¿Q u é hay
más esen cialmente religioso ( q u id re ligio siu s) que poder
dar o rechazar el derecho de presen tar al pueblo o a la
plebe, que poder abolir una ley in ju sta?» In mediatamente
después, en el mismo libro, Cicerón mismo subraya el
sen tido de esta última afirmación recordando al amigo
Atico, al in tercambiarse felicitaciones sobre la prosperi­
dad de sus vastas posesion es, que hombres como Tiberio
Graco las h abrían abolido si no h ubiese sido por la ha­
bilidad de los augures en «abolir una ley in justa»
Esta era la actividad de las dos figuras más relevantes
de la literatura en la Roma de los años inmediatamente
precedentes y siguientes a la muerte de Lucrecio. Ade­
más, su elaborada teoría sobre el problema de salvar a la
sociedad conservan do o inculcando la superstición no es
un fenómeno aislado, sino que está en armon ía con la
práctica del gobiern o romano, atestiguada por Polibio y
con la teoría política formulada por los maestros estoicos
de la clase dirigen te romana después que Polibio y P a­
necio abrieron al estoicismo el nuevo mundo de Occi-

Ley es, I I , X I I I : «Atticus: ‘H ac tu de re quaero quid sen tias.’


Marcus: ‘Egon e, Divin ationem, quam Graeci m an t ik in (μ αντιχήν)
appellan t, esse sen tio’.* Con Gcerón , como con Platón , hay que
hacerse siempre la pregun ta: ¿Eetas son las palabras del legisla­
dor o del filósofo?
** Ley es, I I , X I I , y I I , V I ; v. también I I , X : Q u aequ e au gu r
in iu st a n efasta, v itiosa d ira d efix erit, in rita in fect aqu e su n to ; qu i­
q u e n on parv erit, cap it al esto. La desobedien cia a los augures debe
ser castigada con la muerte.

221
0
dente. Y es a la luz de estas circunstancias como debemos
considerar el ataque de Lucrecio a la re ligio, no como el
febril tormento de un espíritu enfermo que combate de
nuevo en tiempos de paz las batallas del pasado.
Regen bogen se muestra incierto ante la diferen te acti­
tud de Epicuro y de Lucrecio frente a la superstición.
Subraya el hecho de que Epicuro, aunque fuera contrario
a la superstición , escribía con todo libros So b re lo s d io ­
se s, So b re la religio sid ad , So b re la san t id ad . Lucrecio, en
cambio, no hace ninguna distinción entre re ligio y su ­
p e rst it io , en tre justa medida y exceso, y los une en una
sola con den a35. Pero si Regenbogen se h ubiese fijado en
la realidad de la lucha en que Lucrecio estaba empeñado,
habría visto la razón de ello: la distinción en tre religión
y superstición era válida sólo en los círculos de las clases
dirigen tes, en que pocos espíritus elegidos estaban de­
seosos de preservarse de lo que Platón , en circunstancias
semejan tes, h abía llamado la Men tira del Alma. Si se sos­
tiene la tesis según la cual e s ú t il q u e lo s E st ad o s en gañ en
en m at e ria d e religión y se está en realidad empeñado
activamente en la formulación de la mentira más adecuada
a esta finalidad, entonces la cuestión de no ser implicado
asume un aspecto n uevo y práctico. La mentira se llama
su p e rst it io , es decir, el error en que deben estar aprisio­
nadas las masas. Pero para nuestra felicidad privada en
este mundo y en el futuro, es n ecesario tener una recta
concepción de la naturaleza divin a, y para distin guir esta
recta concepción del error de las masas la llamamos reli­
gio. Al mismo tiempo, aunque en tre n osotros estamos
convencidos de que la religión de Estado es su p e rst it io ,
esto permanece como un secreto que no debe salir de los
círculos cerrados de las escuelas, que no debe llegar a la

* Regenbogen, L u k re z , cit., p. 54.

222
plaza, donde sería peligroso para la sociedad. En conse­
cuencia, para frenar a las m asas, la su p e rst it io debe ser
definida como religio. Y así la llamó Lucrecio, que cono­
cía perfectamente lo que combatía. Que él haya hecho
esto es una prueba de la estrecha relación existen te entre
sus escritos y la situación de su tiempo.
La organización de la superstición por razones de Es­
tado, sin embargo, era un problema actual, pero no era
un problema nuevo. ¿Debem os presumir que Lucrecio
no conoció el pensamiento de Varrón y de Cicerón ?
¿Puede concebirse que el fam oso pasaje en que Polibio
describe la política del Sen ado en materia de religión le
fuese descon ocido? ¿No tenía sentido decir que Alceo y
Filisco, discípulos de su maestro, habían sido expulsados
de la Urbe por «h aber in troducido placeres»? ¿N o sabía
que An axagoras h abía sido expulsado de Aten as por ha­
berse opuesto al oscuran tismo de la ciudad? ¿N o sabía
que Platón h abía pedido la pen a de muerte contra las
creencias que ahora él, como epicúreo, intentaba difun ­
dir? ¿P odía ign orar cuál era su posición en la lucha secu­
lar de la humanidad y de la cultura con tra las fuerzas
del privilegio y de la persecución ? N o pueden tenerse
dudas a este propósito.
Lucrecio no sólo aclaró su posición con tra sus contem­
porán eos, defen sores de la mentira aristocrática; sabía
también que era el últim o anillo de una larga cadena
formada por todos los que habían luchado con tra la di­
fusión de la superstición por razones políticas. Dos veces
en su poema hace una confrontación entre la tradición
de la ciencia jónica y el clero mejor organizado en la h is­
toria del mun do greco-romano. Dice que la tradición
científica es «m ás sagrada y mucho más segura que lo
que la sacerdotisa Pitia saca del trípode y del laurel de
Febo». A mi modo de ver, estos pasajes no han sido

223
adecuadamente valorados por la crítica y quiero llamar la
atención sobre ellos.
En la interpretación de estas palabras puede creerse
en un equívoco. Podría pen sarse que Lucrecio, querien do
poner de relieve los méritos de la tradición jónica, por
medio de comparacion es, había elegido la fuen te de ver­
dad más sagrada y segura del mun do griego y, con una
exageración perdon able y fácilmen te comprensible, había
atribuido a la ciencia una certeza mayor que la atribuible
a la Pitia. Con tal interpretación sus palabras se convier­
ten indirectamente en un tributo al oráculo de Febo. En
realidad, muchos h istoriadores modernos tratan la cues­
tión de la inspiración del oráculo pítico de forma que
dejan la sospech a, al final de su disertación , de que creen
realmente que la fuen te de toda la sabiduría y de todo el
poder había decidido, duran te cierto período, difun dir
su mensaje al mundo a través de la boca de la Pitia, sólo
que ésta h abía masticado bastan te laurel o aspirado bas­
tan te vapor sulfúreo y sus sacerdotes habían sido debida­
mente «in stru idos», pero nadie puede supon er que Lu ­
crecio pen sara así. Para él, el oráculo de Delfos era una
impostura organ izada, uno de los males de que era capaz
la religión ; con su comparación no in ten taba alabarla,
sino lanzar un desafío a toda la tradición sobre la que
estaba b asad a34.
Lucrecio se sirve de esta comparación por primera vez
en el libro I , y exactamen te en un punto que le confiere
el mismo significado: h a sido obligado por la lógica de

51 Sobre la Pitia, véase Robert Flacelière, L e fon ction n em en t


d e l'o rac le d e D e lp h e s au te m p s d e P lu t arq u e («Etu d es d ’arch éo­
logie grecque: An n ales de l’Ecole des H autes-Etudes de Gan d»,
t. I I , 1938). La Pitia tomaba agua de la fuen te Gassotis que
surgía de la piedra central del templo, masticaba h ojas de laurel,
respiraba los vapores del p n eu m a y en traba en tran ce (pp. 104-105).

224
su tema a recorrer la h istoria de la ciencia jón ica y a es­
tablecer que el sistem a atómico represen taba su pun to
culminante; al hacer esto ha debido combatir la opinión
de los hombres por los que sien te el más profun do res­
peto, hombres cuya acción suscita en él la más sincera
admiración y el más h umilde reconocimiento; en particu­
lar ha debido opon erse a algun as teorías de Em pédocles,
hacia el cual alimentaba un a particular veneración. Con
ello, Lucrecio teme haber dado un apoyo a sus adversa­
rios, y aclara inmediatamente su posición : estos gran des
h ombres, dice, se han equivocado gravemente acerca de
los principios fundamentales de la filosofía n atural; no
obstan te ello, sus respuestas son más sagradas y mucho
más sinceras que las que la sacerdotisa Pitia emite desde
el trípode y el laurel de Fe b o 37. La segunda ocasión en
que Lucrecio hace uso de esta comparación añade algo
a su significado: Lucrecio aquí reivindica para sus propias
palabras el derecho a una san tidad y a una verdad su­
perior a la del oráculo de Febo 38. Mun ro encuentra que
la comparación en esta segun da ocasión es «m ás pomposa
y triu n fal», y dice que en el primer libro era «m ás opor­
tun a». Pero depende de la forma en que se la interprete.
De hecho, el problema de la veracidad del oráculo de
Febo siempre h abía constituido un pun to crucial en la
vieja contienda que hemos ven ido describiendo. Se re­
cordará que Pín daro, que tenía tan ta familiaridad con el
oráculo que se quedaba con una parte de sus in gresos,
h abía sosten ido sin reservas su omnisciencia y veracidad.
La fe en el oráculo en tró así en los más elevados ejemplos
de lírica coral, al servicio de la aristocracia dórica. Pero
en el otro tipo de lírica coral que h abía sido puesto al

” D e reru m n at u ra, I , 737-739.


* Ib id e m , V, 11-112.

225
servicio de la democracia aten ien se, en el coro dramático,
encontramos un juicio distin to sobre la veracidad de
Apolo: en el coro de un drama perdido, Esqu ilo repre­
sen ta a Tetis, que se lamen ta de la falsedad del «dios de
la verdad». Apolo h abía estado presen te en sus bodas y
había celebrado con un can to su noble descendencia, di­
ciendo que sus días serían largos y no conocería el dolor,
«y cuando hubo h ablado de mi destin o diciendo que era
en todo ben dito por el cielo, lancé un a exclamación de
júbilo y alegré m i alma. Yo pen sé entonces que las pa­
labras de Febo, divin as y proféticas, n o podían errar.
Ah ora, precisamen te él, que compuso el canto, que estuvo
presen te en el ban quete y que h abló así, h a matado a mi
h ijo». También Eurípides, en algunas de sus tragedias,
trató el tema de la falsedad de Apolo.
Un ataque de la democracia aten ien se al Apolo délfico,
sostén religioso de la oligarquía dórica, es lo menos que
puede esperarse. Y de la misma manera es natural que
este ataque con tra Apolo proporcion ase a Platón uno de
los argumentos con que justificar la expulsión de los poe­
tas de su estado ideal. Platón nos ha conservado el frag­
mento de Esqu ilo an tes citado con esta apostilla: «No
quiero alabar estos versos de Esqu ilo... Este tipo de
sen timientos hacia los dioses despierta mi ira, y quien
los difun da será expulsado del Estado, no permitiendo
que los maestros se sirvan de ellos en la educación de los
jóven es, dado que n uestros educadores deben ser, en
todo lo que puede un h ombre, adoradores sinceros de
los dioses, y similares a ellos»
Como hemos visto, Platón sin tió la oportun idad de
con sagrar la sabiduría de Sócrates con el reconocimiento
por parte del oráculo y, al igual que atribuyó a Apolo una

" P o lít ic a , II, 383.

226
fun dón en la filosofía, le dio otra en la política. «P ara
Apolo délfico los más importan tes, n obles y principales
actos de legisladón ... serán la erecdón de templos, la de­
cisión de sacrifidos y otras ceremonias dedicadas a los
dioses, a los semidioses y a los héroes. Este dios h abla,
creo, de su sede colocada en el centro de la Tierra, como
con sejero de todas estas cosas para todos.» Con respecto
a esta divin idad en su aspecto de fuen te de la religión de
Estado, Lu credo le reserva su particular despredo. Elevar
la tradidón jónica de la filosofía natural por encima de
la autoridad del oráculo de Delfos no era una compara-
d ón casual n i una ociosa exageración, sino un elemento
esen dal en la revoludón de la estructura social a que
tendía el poeta, tras las huellas de Ep icu r o 40.

* Para la actitud de las diversas escuelas filosóficas fren te al


oráculo délfico, v. Parke, H ist o ry o f th e D e lp h ic O racle , pp. 411-
418. Pitágoras, Platón y los estoicos manten ían estrech os lazos
con el oráculo; los jónicos y los epicúreos, ninguno.

227
14. D ESPU ES D E LU C R EC IO

Creo haber aducido suficientes pruebas para demostrar


que en el D e reru m n at u ra Lucrecio sostuvo una polé­
mica con su tiempo. Aun que en Rom a la religión de E s­
tado estuviese en decadencia, sin embargo, el esfuerzo
por dar nueva vida a sus funcion es, como instrumento de
predominio oligárquico, era una característica de la época.
La gran obra de Varrón h abía vuelto a plan tear el pro­
blema de la función social de la religión y h abía pro­
puesto un retorno a la «m en tira n oble». H ay que recor­
dar aún que esta obra contin uaba la tradición de un siglo
de estoicismo, en tan to que Lucrecio expon e, del modo
más apasion ado, la concepción opuesta. Cada una de las
dos filosofías represen taba una completa visión del mun­
do, cada una tenía una visión propia de la naturaleza y
de la sociedad humana. Pero, mientras el efecto práctico
inmediato del estoicismo fue la máxima H ay q u e e n gañ ar
al p u e b lo en m at e ria d e religión , el resultado práctico
inmediato del epicureismo fue un ren ovado esfuerzo por
iluminar al pueblo en materia de religión.
Podrá discutirse si esta situación justifica el intenso
ardor de la polémica de Lucrecio, pero me parece que

228
las pruebas que se aducen hacen completamente inadmi­
sible la idea de explicar enteramente con la suposición
de un desequilibrio la fuerza de la pasión de Lucrecio.
Podemos sen tir más o menos simpatía por el desdén de
Lucrecio, pero es cierto que en la Italia de su tiempo
h ab ía algo que suscitó ese desdén. No creo que un es­
critor pueda tener una influencia sobre las generaciones
sucesivas y su grandeza ser reconocida indiscutiblemente,
sin haber estado en estrecha relación con la vida de su
tiempo. Los gran des libros no nacen de los libros, sino
de la vida. En el caso de Lucrecio, el hecho esencial es
que en un a época en que el escritor más culto y el esta­
dista más elocuente estaban de acuerdo sobre la necesidad
de engañar al pueblo en materia de religión , levan ta las
fuerzas de su cultura y de su elocuencia para sostener la
opinión contraria. Man ifestó abiertamente sus intencio­
nes de hacer cuanto es posible a un hombre para liberar
la mente humana de los vínculos de la religión , y conjuró
a sus compañeros a no manchar su alma con tales abo­
minaciones. Estem os o no de acuerdo con él, el primer
paso para comprenderlo es definir claramente su pro­
pósito.
Es importan te recordar que, aunque las intenciones de
Lucrecio hayan sido comprendidas en los tiempos moder­
nos, no siempré han sido aprobadas. El program a lucre-
ciano de instrucción popular no sólo está en oposición
con algunos de los grandes nombres del pasado: Pín daro,
Platón , Aristóteles, Polibio, Varrón y Cicerón, sino que
también ha encontrado oposición en estudiosos modernos
honestos y formados. Es éste, en efecto, el pun to de vista
que informa, por ejemplo, la seria e importante obra de
W arde Fow ler sobre la religión y la sociedad romana.
Y el siguiente juicio de Fow ler nos muestra lo espinosa
que es la cuestión: «Desde el pun to de vista histórico y

229
no teológico, debemos aprobar la posición de Q cerón y
de Escévola hacia la religión de Estado: era la expresión
de un instin to político que, si se hubiera traducido en la
realidad de una política positiva como la de Augusto, de
la misma manera que en tratados filosóficos como el D e
le gib u s, h abría permitido evitar muchos males. Pero en
esa generación ninguno tuvo la cordura o la experiencia
de Augusto, y ninguno, excepto Ju lio César, tuvo la ne­
cesaria libertad de acción. Por otra parte, podemos estar
casi seguros de que Ju lio César, vestido de pontífice má­
xim o, era absolutamen te inadecuado por carácter y por
experiencia para llevar a cabo una empresa que reque­
ría una mano mucho más delicada e intuitiva que la
grosera mente de los italian os»
Cada palabra de este pasaje es digna de la máxima aten ­
ción, pero basta con aclarar un pun to: si todo el pensa­
miento an tiguo y moderno está de acuerdo en que es
deber del Estado no iluminar la mente de los súbditos,
sino inventar ficciones y codificarlas en actos extern os de
religión capaces de alejar todo peligro de reacción po­
pular, entonces era realmente imposible con struir una
sociedad que acogiese favorablemen te la ciencia o basase
en la ciencia los aspectos fundamentales de la vida. En
una sociedad de tales características la ciencia estaba con­
den ada necesariamente por algo extrínseco a su natura-

' W arde Fow ler, S o c ial U f e at R om e, 1908, p. 326. Fowler


trata la legislación religiosa de los romanos como un justificable
engañ o del pueblo. El discípulo de Fow ler, Cyril Bailey, extiende
sobre este argumento el velo de una compren sión aún más gene­
rosa: «Se sabe que el politeísmo está siempre dispuesto a añadir
nuevos dioses al propio panteón; desde este pun to de vista, Roma
no fu e un a excepción y, al d e sarro llarse in le le c tu d m e n t e , estaba
igualmen te abierta a in troducir n uevas ideas en su teología»
(R e ligio n in V irgil, O xford, 1935). Sin duda se trata de un a mag­
nanimidad excesiva.

230
leza: estaba condenada por la estructura misma de la
sociedad an tigu a 3.
Martha ha expresado con mucha claridad este concep­
to: «Sobre todo en Roma, cualquiera que se atreviera a
explicar científicamente un fen ómeno n atural, parecía
usurpar el poder ilimitado de los dioses: para dedicarse a
la ciencia un hombre debía tener la valentía de manifestar
su propia impiedad. Y ésta era la razón por la que los ro­
manos permanecieron tan largo tiempo en la ign oran cia»3.
A propósito de las falsas doctrinas que los estadistas
precedentes y contemporáneos ponían en circulación como
mentiras saludables, Lucrecio, con aquel don de la metá­
fora en que se revela su genio tan frecuentemente, con ­
cibió la expresión v u ln era v it ae , «h eridas de la v id a »4.
En la época de Augusto se suministraron estas medicinas,
se infligieron estas h eridas, con prodigalidad. Sin hablar
de la restauración de los cultos de Estado esperada por
Augusto, la más n oble literatura de su época permanece
esencialmente incompatible con una visión científica de
la vida. Virgilio es un gran conocedor de la an tigüedad,
pero es un h istoriador ingenuo: en sú En e id a, la historia
de Rom a, recon struida sobre el modelo estoico, se con­
vierte en una verdadera y exacta ilustración de la provi­
dencia divin a, la narración milagrosa de un destin o pre-
dicho por oráculos y guiado por prodigios, con gen ealo­
gías que llegan h asta la divin idad. En este sen tido, Vir ­
1 El resultado de la civilización an tigua fu e la separación
entre ciencia y ciudadan o. De don de el significado h istórico del
titu lo del último libro del profesor H ogben : Scien ce f o r th e
Citizen .
* Marth a, op. cit., p. 360.
4 D e rerum n atu ra, V, 1.197; I I I , 63. En N ot es on Lu cret iu s
(T h e Criterion , octubre de 1931), H . S. Davies h a dado un inte­
resan te aun que sumario an álisis de la metáfora en Lucrecio. El
tema requiere un estudio amplio.

231
gilio, por una parte, recuerda a Pín daro, y por la otra, a
Pruden cio; sus extraordin arios méritos no deben ocul­
tarnos que excluye conscientemente la posibilidad de una
verdadera ciencia de la naturaleza y de una visión racio­
nal de la h istoria. Si se compara la narración de la h is­
toria humana contenida en la E n e id a con la que nos da
Lucrecio en el libro V, y se recuerda que la E n e id a fue
leída en todas las escuelas del Im perio, en tan to que la
enseñanza del D e reru m n at u ra estaba proh ibida, enton­
ces se hace más comprensible la completa decadencia de
las escuelas científicas en los siglos siguientes.
Polibio h abía concedido al h istoriador el derecho de
limitar su veracidad profesion al con un recurso «político*
al milagro, con el fin de conmover el ánimo del pueblo.
Livio saca el mayor partido a esta concesión: la recons­
trucción, más que la verdad, es la luz que guía su espí­
ritu, y en el prólogo de su obra declara que la h istoria
no es para él tan to una ciencia como una forma de cele­
bración nacional. «Nosotros perdon amos al pasado que
haya mezclado lo divin o con lo humano en una visión
dedicada a exaltar el origen de la ciudad; y si un pueblo
puede osten tar el privilegio de h acer divin os sus propios
orígenes h aciéndolos surgir de los dioses, la gloria militar
del pueblo romano es tal que, cuando exalta en particular
a Marte como su progen itor o como progen itor de sus
fun dadores, toda la humanidad puede admitirlo con la
misma sumisión con que acepta su dom in io.» En la
Roma de Augusto, un Tucídides no hubiera estado mejor
visto que An axágoras.
Sobre este pun to no hacemos conjeturas. Un griego
contemporáneo de Livio, Dion isio, que dedicó a Roma
su actividad de escritor, reprobará a Tucídides su exa­
gerado amor a la verdad, que le hace olvidar el primer
deber del escritor: ocultar los hechos desagradables. Su

232
lenguaje es muy significativo: «O tr a función de la inves­
tigación h istórica es la de determinar desde dónde se
debe comenzar y hasta dónde se debe llegar. También
en esto H eródoto muestra una capacidad de juicio supe­
rior a la de Tucídides. Comienza con la causa de las pri­
meras ofen sas hechas a los griegos por los bárbaros y
prosigue h asta el castigo y la venganza que recayó sobre
ellos. Tucídides en cambio comienza con la incipiente
decadencia del mun do griego, cosa que un griego y un
aten ien se no habrían debido h a c e r ...»5. En la época de
Augusto, los modelos intelectuales del gran pasado de
Grecia no se tenían en gran estim a: sólo Lucrecio volvió
a tomar estos modelos con pasión y habló de los soste­
nedores de la tradición científica llamándoles «los austeros
griegos que buscaban la verdad», grav e s G rat o s q u i v era
re q u iru n t 6, pero para los romanos el concepto de gra­
v it as no tenía ninguna relación con la verdad; así, podía
ser la cualidad de hacer creer al pueblo un a mentira po­
líticamente necesaria. Por ejemplo, Livio, cuando des­
cribe la solemne impostura con que Ju lio Próculo con­
venció de la importancia de Rómulo al pueblo afligido y
dispuesto a la rebelión, nos da esta imagen de Próculo:
«g rav is q u am v is m agn ae re i au ct o r », «h om bre grave de
gran autoridad»: hombre de una autoridad tal como para
obten er crédito por cualquier afirmación 7.
Es éste el tipo de hombre que incluso un escritor de
tan alta moralidad como W arde Fow ler alaba con el
mayor en tusiasmo: dice que es difícil encontrar en toda la
correspondencia de Cicerón una prueba de que tuviese
algún sentimiento de dependencia de un ser supremo o
de respon sabilidad hacia él. En lo que respecta a la forma
s Dion isio de Halicarn aso, C e rt a a Po m p ey o, 769, 770.
6 D e reru m n at u ra, I , 640.
7 Livio, I, 16, 5.

233
de la religión , el interés de Cicerón por las prácticas reli­
giosas se limitaba a las ceremonias de cierta importancia
política. Lucrecio, por el contrario, fue un auténtico gran
poeta religioso, un profeta inspirado que incitó a los
hombres a extirpar los errores de su mente y de sus ac­
cion es; sin embargo, dice Fowler, desde el pun to de vista
h ist ó rico , debemos simpatizar con el Cicerón de las L e y e s
y condenar al autor del D e reru m n at u r a 8. ¿Cuál es la
concepción de la historia que justifica una conclusión tan
extrañ a? Tratarem os de analizarla.
Fow ler n o tiene en cuenta el hecho de que los mismos
escritores an tiguos afirmaron claramente que el fin del
culto de Estado era mantener en calma al pueblo bajo
el régimen con stituido por las relaciones de propiedad.
Polibio dice que el objeto de los cultos era asu st ar al
pueblo, y Cicerón subraya la importancia de la institución
de los augures para prevenir movimientos, como el de
Tiberio Graco, dedicados a abolir los latifun dios. Fowler
ignora todo esto; según él, el único fin de los cultos era
co n f o rt ar a las m asas. «Las clases dirigen tes intentaban
mantener tran quilos los ánimos del pueblo, convencién­
doles de que se h aría todo lo posible para mejorar sus re­
laciones con las poten cias invisibles. Después de h aber in­
vocado en van o a las divinidades locales indígenas, in ten ta­
ron buscar ayuda por otro camino; encontraron su estrecha
concepción religiosa completamente inadecuada para ex­
presar su experiencia religiosa de los últim os veinte añ os.»
Estas palabras se refieren en particular a la legislación
religiosa que en tró en vigor duran te la invasión de An í­
bal (es decir, en tre otras cosas, al establecerse en Roma
el culto de la Gran Madre, a propósito del cual, sobre
a La relación de las opin ion es de Fow ler dadas aquí se en ­
cuentra en el capitulo sobre religión de su So c ial L if e e l R om e
in t h e A ge o f C icero .

234
todo Lucrecio, aconsejaba a sus lectores «n o manchar
sus almas con tuna religión im pura»); pero explican muy
claramente el pensamiento de Fow ler sobre t o d a la h isto­
ria de la religión romana: en efecto, trata todo el pro­
blema bajo el único título de T h e R e ligio u s Ex p e rie n c e
o f t h e R o m an P e o p le ( L a e x p e rie n cia re ligio sa d e l p u e ­
b lo ro m an o ) 9; como si los ricos que enterraban a sus
muertos en mausoleos a lo largo de la vía pública, y los
pobres que eran arrojados a su muerte en una fosa co­
mún, tuvieran la misma y única experiencia religiosa.
Como si estuviera un ido al pueblo en una común expe­
riencia religiosa aquel Senado que decidió establecer el
culto de la Gran Madre, y para este fin hizo ven ir de
Asia Men or un meteorito n egro, cuya necesidad no había
sentido, como es n atural, la gran mayoría del pueblo
romano, y decidió al mismo tiempo extirpar con hierro
y fuego el culto de Baco, que el pueblo mismo h abía
elegido para sí; como si fuera posible decir que habían
tenido una común experiencia religiosa los en gañ adores y
los en gañados: «E s útil que el pueblo viva engañado en
materia de religión .» L a e x p e rie n cia re ligio sa d e l p u eb lo
rom an o no es un título adecuado para una h istoria de la
religión romana.
Es muy importan te citar esta frase de un estudio re­
ciente sobre la sociedad an tigua: «Platón dice que las
leyes que limitan la ven ta de la propiedad n o eran vistas
con buenos ojos por la oligarquía, ya que los oligarcas
eran, afirma, fam osos por ser la tierra su principal fuente
de riquezas, y estas restricciones limitaban o incluso im­
pedían la adquisición de propiedad territorial. Es ésta
una afirmación de importancia fundamen tal, porque arroja
' Este es el título del estudio de Fow ler sobre la religión
romana p u b licad o en 1 911, tres afios después de su S o c ial L ife
at R om e.

235
luz sobre la participación de la nobleza en la dirección
de la política económica de algunos Estados. Por lo que
respecta al Atica, esta h istoria no debe ser concebida ab­
solutamen te como una especie de evolución natural hu­
manamente in con trolable, sino como el resultado de una
política meditada de disfrute cuya respon sabilidad rec?e
sobre la nobleza oligárquica» ,0.
La tendencia a presen tar como «un a especie de evolu­
ción natural humanamente incon trolable» acontecimientos
que realmente han sido con trolados por la política de los
h ombres, n o se limita a la esfera económica: la religión
es uno de sus campos preferidos. En un h istoriador agudo
como Nilsson , para nombrar sólo a uno de los más mo­
derados, leemos continuamente expresion es como: «Apo­
lo decidió», «Apolo vio», «Apolo esto» y «Apolo aque­
llo», tan to que terminamos por pregun tam os: ¿Cree
realmente el profesor Nilsson en Apolo? Y si no cree,
¿por qué no dice de una vez «el clero délfico vio, deci­
d ió», o cosas de este tipo? En el último h istoriador de
la religión romana, el profesor Alth eim, esta costumbre
alcanza un pun to tal como para despertar en el lector la
sospech a de que no h abla metafóricamente, sin o que
acepta literalmen te la existencia de las divin idades pa­
ganas de Grecia y de Rom a. En cuanto a mí, por el con­
trario, excluir de esta forma la invención humana del
desarrollo de la religión , y en particular del aspecto de
la religión que hemos considerado, a saber, los cultos
establecidos oficialmente por el Estado, significa falsi­
ficar la h istoria religiosa del mismo modo que el escri­
tor an tes citado afirma que ha sido deformada la h istoria
económica.
Pero podemos ir aún más lejos: la nobleza oligárquica,
" W . J. W oodh ouse, So lo n th e L ib e rat o r, Oxford University
Press, 1938, p. 147.

236
que con trolaba el desarrollo de la política económica y la
orientaba de forma que facilitara la formación del lati­
fundio, estaba con stituida por las mismas person as que,
vestidos de sen adores o de magistrados o de sacerdotes,
presidían la política religiosa de los respectivos Estados
y orientaban la vida religiosa del pueblo hacia formas
que pudieran sosten er fácilmente su monopolio. Lo esen­
cial era hacer creer que las posicion es de la nobleza oli­
gárquica derivaban de la volun tad divin a, y que todo
esfuerzo por dismin uirlas obten dría recíprocamente un
castigo adecuado en este mun do y en el futuro.
Naturalm en te, un programa de esta clase nunca puede
achacarse totalmen te a la actitud mental consciente de
una clase social en tera, sin o que se revela sólo en mo­
mentos de imprudente sinceridad o durante las crisis del
pensamiento. En ton ces, por regla general, se manifiesta
sólo como parte de un complejo de ideas por las que
los instin tos más n obles pueden ser aprovech ados por
parte del oscuran tismo o del mon opolio. Fue éste el
caso de Pín daro y de Platón , fue éste el caso de Cicerón
y de Virgilio. Y era ésta la concepción de la sociedad
difun dida duran te el principado de Augusto por el poeta
estoico Man ilio, que luchó conscientemente con tra la vi­
sión de la naturaleza y de la sociedad expuesta en el D e
reru m n at u ra. Según él, el un iverso está hecho siguiendo
el modelo del Estado aristocrático. Tam bién en los cielos
podemos descubrir, entre las estrellas, los grados del ran­
go y del privilegio de la sociedad terrena, los senadores,
los caballeros, los ciudadan os y la multitud anónima.
«Pero si se h ubiese concedido al pueblo, que constituye
la mayoría, una fuerza proporcion ada a su número, todo
el universo estaría en llam as»11.

" Manilio, A stro n o m ico n , V, 734 ss.

237
Los cristian os de los primeros siglos no tuvieron el
mismo concepto de la legislación religiosa que la sociedad
pagana, que, en cambio, h a sido aceptada por cristianos
modernos como W arde Fowler. San Agustín , en L a C iu ­
d ad d e O t os, trata el problema de la deformación reli­
giosa llevada a cabo por las clases dirigen tes de la an ti­
güedad pagan a y determina sus causas. Traduzco el capí­
tulo X X XI I del libro IV:
•P o r q u é m o t iv o d e u t ilid ad las clase s d irige n t e s p aga­
n as q u isie ro n m an t en e r en lo s p u e b lo s so m e t id o s las f alsas
religion es. — Varrón n os dice que en cuanto a las genera­
ciones de los dioses, el pueblo estaba más inclinado a
creer a los poetas que a los filósofos y que por esto sus
an tepasados, es decir, los antiguos roman os, admitían en
los dioses el sexo y la procreación y creían que se casaban.
Pero n aturalmente, la razón de esto hay que buscarla en
los in tereses de los hombres de estado y de los filósofos
en éngañar al pueblo en materia de religión : tenían in te­
rés no sólo en in troducir la ven eración de los demonios,
sin o en im itarles, ya que el mayor placer de los demo­
nios es engañar. El demonio no puede apoderarse del
hombre h asta que no le haya engañ ado; así, los jefes de
Estado, que sin duda n o eran h ombres justos, sin o más
bien diabólicos, en nombre de la religión , persuadieron
al pueblo para que aceptaran como verdad lo que ellos
sabían que era mentira, uniéndolos tan estrechamente a
la forma de sociedad deseada por ellos como para poder­
los sujetar y poseer, exactamente como el demonio.
¿Y cómo iban a poder los pobres y los ign orantes escapar
a esta enseñanza combinada por los demonios y los jefes
de Est ad o?»
Sólo en este punto los epicúreos y los cristian os, aun
siendo las an típodas en otras cuestion es, estaban de acuer­

238
do. En Lucian o leemos 12 que el ven dedor de oráculos
Alejan dro excluyó de la escena de las pantomimas mís­
ticas, con que atraía al pueblo, «a todo ateo, cristiano
o epicúreo». El detalle es interesan te, porque reúne a
todos los que manifestaban abierta h ostilidad hacia la
religión del Estado. Gim o sobre este punto los epicúreos
estaban de acuerdo con los cristian os, se destacaban por
igual sobre todas las demás escuelas filosóficas. Lucian o
asegura que el im postor Alejan dro tuvo la ayuda de los
platónicos, de los estoicos y de los pitagóricos, mientras
que en otro lugar pone de relieve el aislamiento de los
epicúreos en su protesta con tra la superstición de la
época.
Pero si los epicúreos y los cristian os estaban de acuer­
do en su oposición a los cultos de Estado, se distin guían
en los medios con que trataban de liberar de ellos al
pueblo. La ciencia estaba completamente excluida de los
muchos elementos positivos que la cruzada cristian a aco­
gía bajo su ban dera para la renovación de la sociedad
antigua. H em os visto en el pasaje citado que San Agus­
tín no rechazaba la creencia en los dioses pagan os, sino
que solamente los consideraba como potencias malvadas
y los llamaba diablos o demonios. El Nuevo Testam en to,
como puso de relieve H uxley en una n ota polémica del
siglo pasado, está plagado de demon ología; y en el siglo 11
de n uestra era, Orígen es, el más docto de los padres
griegos, sostuvo vigorosamen te estas tesis. H izo todo lo
posible por destruir la obra de iluminación in ten tada por
el autor hipocrático de L a E n f e rm e d ad S ag rad a; impuso
la idea de que la epilepsia y el son ambulismo eran enfer­
medades de origen demoníaco y debían con siderarse como

11 Lucian o, A le jan d ro o e l com ercian te d e o rácu lo s y Filo -


p se u d o o e l am an te d e la false d ad .

239
formas de posesión sagrada; y con la crueldad propia del
miedo y de la ignorancia, atribuyó al enfermo gravísimas
culpas. Se les proh ibió a los epilépticos llevar dones al
altar y fueron excluidos de la participación de la euca­
ristía, pues se temía que su en fermedad fuera contagiosa.
Desgraciadamen te, las generaciones posteriores, al menos
durante más de un milenio, estuvieron más de acuerdo
con Orígen es que con Hipócrates ,3.
Tam poco el conocimiento de H ipócrates h abría valido
nunca para detener la difusión de la superstición . El más
docto de los padres latin os del siglo n , Tertulian o, entre
las riquezas de su men te, contaba también con el cono­
cimiento de Hipócrates. En efecto, en su tratado D e l
alm a, tiene en cuenta tres fuen tes de información : la
filosofía, la medicina y la Sagrada Escritura. Con oce bien
a los filósofos, pero los trata con suma libertad, cu­
brien do del mayor desprecio a algunos de los más im­
portantes. Cuan do habla de los médicos expresa una
opinión más alta y se declara dispuesto a inclinarse
a la indiscutible autoridad que poseen en su campo. Pero
el estudio de sus obras está subordin ado al esfuerzo de
comprender la verdad del cristianismo y, en caso de
conflicto entre la ciencia y la Sagrada Escritura, Tertulia­
no no duda: la Escritura represen ta sin ninguna duda la
verdad ,4. De esta form a, la ciencia no podía dejar de
descender h asta el nivel en que la encontramos en los

11 Fran z Joseph Doelger, A n tik e u n d C h riste n tu m , fascículo II,


cuaderno IV. H ay una n oticia en el «Supplém en t critique Bu dé»,
1934.
u J. H . W aszink, T e rt u llie n , D e A n im a. Noticia en «Su pplé­
ment critique Bu dé», 1934. En el D e A n im a se en con trará la
fuen te de los pun tos de vista de Prudencio sobre el alma y la vida
futura.

240
capítulos introductorios, con Cosmas In dicopleustes y con
Prudencio.
Pero de esta decadencia no es responsable el cristia­
nismo. La aceptación crítica de la Biblia como oráculo
no fue la causa, fue solamente un síntoma de la decadencia
de la ciencia. La tradición de la ciencia de la naturaleza
se h abía arrastrado muy débilmente, golpeada como una
serpiente ven en osa por el adversario que en realidad la
temía: las clases sociales privilegiadas. Para controlar la
sociedad era necesario para ellos con trolar la «verdad».
Como dice Platón , el gobiern o es el que tiene más liber­
tad para mentir. Pero las clases privilegiadas no pueden
siempre con trolar enteramente la ciencia, que saca sus
pruebas de los cinco sen tidos, dados por la naturaleza
a todos los h ombres, y que es necesariamente enemiga
de la ciega autoridad, contra la que sólo dispon e de un
arma: la racion alidad. Su triun fo con siste en ser libre­
mente aceptada por los espíritus cultos. Las oligarquías se
ven obligadas entonces a encontrar otras fuen tes de «ver­
d ad »: los oráculos de Delfos, los libros Sibilin os, el
canto de las aves, interpretados por sacerdotes aristó­
cratas, que son los únicos que pueden pen etrar en el
pensamiento de los dioses. Era necesario sobre todo man­
tener entre las clases un a distan cia tal que, en cualquier
ocasión que surgiese un hombre gran de y noble para decir
una mentira por n ecesidades políticas, su grav it as fuera
capaz de acreditar lo que decía. Para tener seguros los
privilegios h abía que mantener viva una especie de cien­
cia; pero quien desvelaba esta ciencia ante el pueblo era
un traidor a su clase. Er a éste el tono y el carácter de
la sociedad an tigua, y este tono y este carácter eran in­
compatibles con el espíritu científico.
En el siglo vi, el h ombre jón ico afron tó la naturaleza
con la confiada esperanza de estrujar todos sus secretos

241
sólo con sus posibilidades. En su audaz empresa se sin tió
empeñado en una actividad ¿tica y científica. Se delineó
una n ueva perspectiva, porque el hombre comprendió
cómo sus progresos requerían en su mente la aceptación
de hechos y leyes extern as, y cómo la comprensión de
estas leyes le daba la capacidad de ayudar o perjudicar
a sus semejantes. La p h ilan t h rop ia o amor a los seme­
jantes llega a ser un a aspiración del h ombre en el mismo
grado que la t h eo ria o curiosidad desinteresada.
Pero los obstáculos al desarrollo de este nuevo tipo
de conocimiento y al ejercicio de esta nueva posibilidad
demostraron ser graves e imprevisibles. No sólo la n atu­
raleza se mostró más compleja de lo que el h ombre había
supuesto, sin o que también intervinieron obstáculos po­
líticos. En tan to que la democracia sólo comprendió os­
cura e in distintamen te que su destin o estaba en manos
de la ciencia, la oligarquía no dudó nunca de que la
ignorancia era su arma. La organización político-religiosa
de la sociedad oligárquica obstaculizó cada vez más el
progreso científico. El platon ismo, que por un a parte es
uno de los esfuerzos más audaces realizados por la mente
humana para exten der el domin io de la razón, es por
otra un trampolín para sustituir en la mente del pueblo
la verdad por un complicado sistem a de falsedades.
Aristóteles salvó su espíritu científico opon ién dose al
platonismo cuando éste perdió el contacto con la n atu­
raleza; pero mantuvo del platonismo el concepto de que
la verdad es privilegio de una min oría y el de que el
orden social debe basarse en la aceptación de la supers­
tición. Al movimiento epicúreo se debe el que esta co­
rrupción de las raíces de la inteligencia popular por obra
de la oligarquía pudiese en cierto sen tido deten erse en
la sociedad antigua. El epicureismo fue un fen ómeno ori­
ginado por circunstancias de tiempo y de lugar. En Ate-

242
nas se h abía hecho evidente el con traste en tre la ciencia
jón ica y la táctica del predominio sobre la sociedad
mediante la «n oble» mentira; en Aten as, la mentira había
alcanzado la justificación filosófica más elaborada. En Ate­
nas surgió un h ombre que in ten tó combatir y extirpar
esta mentira y dem ostrar que la vida debe basarse en un
conocimiento racional de la n aturaleza de las cosas.
En Occidente, los gobernan tes de Rom a consiguieron,
en el control de la sociedad mediante la superstición , un
éxito de que careció la oligarquía griega. Bajo la égida
de Rom a quedó asegurado el progreso de la pública
ignorancia. La política de Roma, alabada por Polibio y
puesta de moda por los filósofos de la Stoa Media, recibió
una consagración definitiva en los escritos político-reli­
giosos de Varrón y de Cicerón. El mismo programa de
la oligarquía romana, de que son en tusiastas defensores
Varrón y Cicerón, provocó la apasion ada protesta de Lu ­
crecio. El De reru m n at u ra es el grito más alto con que
la ciencia griega expresó, no sólo su devoción a la verdad,
sino también su devoción a la humanidad. El poema
es una protesta contra la difusión de la superstición
por pai te de la autoridad y un in ten to de opon erse a
ella.
El α ιιιρίίο movimiento de educación popular de que
nacc rl poema sufrió un golpe fatal con la caída de la
República. Uno de los aspectos sociales en que el Prin ­
cipado rrtiauró el orden con mayor éxito y facilidad fue
la rW/fl/o I Jii espíritu libre como el de Séneca sólo pudo
rebrluiH· <n »u interior contra la obscen idad y la van idad
de lo· mlinn públicos. «Un filósofo mantendrá estas ob­
servant U« pulque son impuestas por la ley, no porque
agraden a ln· ilíones.» «Nosotros debemos ven erar a toda
la mullllml ·I· ilíones impuesta por la superstición con-
tempoiriiii'n, >ln nrgar nunca que lo hacemos para dar

243
ejemplo, no porque existan » ,s. Mien tras Lucrecio com­
bate estas in stitucion es, Séneca se limita a expresar su
personal disgusto por ellas y aprueba sus objetivos fun­
damentales.
Un a verdadera y exacta conciencia de que existiese
algo parecido a la ciencia desaparece casi completamente
bajo el Im perio, a excepción de algunas ciencias tam­
bién debilitadas, como la medicina o la arquitectura. Y el
gran desafío posterior a los prin cipios de la oligarquía,
el desafío del cristian ismo, estuvo privado de todo co­
nocimiento de filosofía n atural, de todo conocimiento del
curso real de la h istoria de la h uman idad: plan tea el
ataque bajo la in spiración de un nuevo oráculo, las es­
crituras h ebraicas, sin tener idea de los errores h istóricos
ni de las in exactitudes que contenía. Estas nuevas es­
crituras adquirieron en seguida un a veneración parecida
a la de los viejos oráculos pagan os. El sentido de la ne­
cesidad de un conocimiento de ta n aturaleza y de la h is­
toria como guía del destin o humano h abía desaparecido
completamente. Ten dría que transcurrir más de un mile­
nio an tes de que los hombres pudieran comprender de
nuevo que el pensamiento humano, autor de todas las
biblias y de todos los credos, es superior a todas las
biblias y a todos los credos.

'* San Agustín , D e C iv it at e D e i, V I, 10.

244
B I B L I O G R A FI A

Altü eim , F., A H ist o ry o f R o m a» R e ligio n , 1938.


Ar m st r on g, A. H ., «Th e Gods in Plato, Plotin us, Epicurus»,
C lassic al Q u arte rly , julio-octubre 1938.
Ar n o l d , R om an Sto icism .
Baii.ey, Cyril, T ran slat io n o f th e D e R e ru m N at u ra, 1910.
— T e x t o f th e D e R eru m N at u ra (2.a ed.), 1921.
— E p ic u ru s, 1926.
— P h ase s in th e R e ligio n o f A n cien t R om e, 1932.
— R e ligio n in V irgil, 1935.
Be n n , A. W ., T h e G re e k P h ilo so p h e rs ( 2 * ed.), 1914.
Bevan , F.. R., T h e H o u se o f Se le u cu s.
Bi d e z , J. , L a C it é d u M o n d e e t la C it é d u S o le il, 1932.
Bi gnoni î , E„ L 'A rist o t e le p e rd u t o e la fo rm az io n e f ilo só fic a d i
E p ic u ro , Florencia, 1936.
•Bo e lso ih , W ., H ae ck e l, H is U f e an d W ork , Fish er Un win , 1906.
Bou oii’-Lkclkrq, L 'In t o lé ran c e re ligie u se e t la p o lit iq u e .
Br u n k t y Mi Él i , H ist o ire d e s S c ie n c e s: A n t iq u it é , Par i s, 1935.
Bu r n e t , J. , E arly G re e k P h ilo so p h y (3.a ed. ) , Lo ndr e s , 1920.
Bu r y , J. , N em ean O d e s o f P in d ar, 1890.
C o l u i t , H isto ry o f T ax e s o n K n o w le d ge , W atts (Th in ker's Lib.).
CbRNi'dHD, P. M., B e fo re an d A ft e r S o c rat e s, Cam bridge, 1932.
Trail. ropaAoln Só c rat e s y e l p e n sam ie n to grie go , Madrid, Nor­
te y Sur, 1964.
Cr o i s KT, A., L e s D é m o cratie s an t iq u e s.
CuMONT, P., R e ligio n s o rie n tale s d an s le P agan ism e rom ain .
Davih ü, II. .S., «Notes on Lucretius», C rit e rio n , oct. 1931.
Dem pskv, T., T h e D e lp h ic O racle , I t s E arly H ist o ry , In flu e n ce
an d Fall. O x fo r d , 1918.
Dobloi r , r . J„ A n tik e u n d C h riste n tu m .
En rioukk y Sa n t illa n a , H ist o ire d e la P e n sé e Sc ie n t ifiq u e , I ,
L e s ¡o H lt m , Va r l i , 1936.
Fa r r i n g t o n , II., «Th e Gods of Epicurus a n d the Roman State»,
T h e M th lt r» Q u arterly , vol. I , num. 3.

245
F la c e lie r e , R ., L e fo n ctio n n em en t d e l'o rac le d e D e lp h e s au
te m p s d e P lu t arq u e , G a n t e s, 1938.
F o w l e r , W ., S o c ial L if e at R o m e, 1 9 0 8 .
— T h e R e ligio u s E x p e rie n ce o f th e R om an P e o p le , 1911.
F r e e m a n , K ., «E p ic u r u s- A So cial E x p e r im e n t *, G re e ce an d R om e,
volu m en V I I , n ú m . 21.
G a s s e n d i , D e V it a e t M o rib u s E p icu ri.
G i l d e r s l e e v e , E ., P in d ar, O ly m p ian an d P y th ian O d es.
G o m p e r z , T ., G re e k T h in k e rs.
H a d z s i t s , L u c re t iu s an d h is In flu e n ce , 1 9 3 5 .
Hi c k s , R . D ., D io ge n e s L ae rt iu s, Lo e b Lib .
H i r s t , M . E ., «A Re fe r e n ce t o Lu c r e t iu s in C ice r o P r o M ilo n e »,
C lassic al R e v ie w , v o l X L I I I , n u m . 5 .
Ho g b e n , L., Scie n ce f o r th e C itiz e n , A lle n d an d U n w in , 1938.
J e n s e n , C ., E in n e u e r B rie f E p ik u rs, Be r lín , 1933.
K a u t s k y , Fo u n d atio n s o f C h ristian ity .
L a c e t , P . H . d e , «T h e E p ic u r e an A n aly sis o f La n gu a ge », A m e­
rican Jo u rn al o f P h ilo lo gy , en e r o 1939.
M a r i t a i n , J . , A n In t ro d u c t io n t o P h ilo so p h y , Sh e ed an d W ar d .
M a r t h a , C ., L e Po èm e d e L u crè ce (2 .m e d .), 1873.
N i l s s o n , A H ist o ry o f G re e k R e ligio n , 1 9 2 5 .
Ni z a n , P ., L e s M at é rialist e s d e l ’A n t iq u it é , 1936.
P a r e e , H . W ., A H ist o ry o f th e D e lp h ic O racle , O x fo r d , 1939.
P a t i n , É t u d e s su r la P o é sie L at in e ( 3 * e d .).
Pl a t t , H . E . P. , B y w ay s in th e C lassic s.
R e g e n b o g e n , L u k re z : Se in e G e st alt in sein em G e d ich t , 1 9 3 2 .
R e i d , A cad e m ica o f C icero .
Re i n a c h , S., O rp h e u s (t r ad , in gl.), R o u t le d ge , 1931.
R o b e r t , W. Rh y s , D io n y siu s o f H alic arn assu s.
R o b e r t s o n , J . M ., A S h o rt H ist o ry o f Fre e T h o u gh t ( 3 .* e d .).
Sc h m id t , W ., E p ik u rs K rit ik d e r P lato n isch e n Ele m e n te n le h re ,
L e ip z ig , 1 9 3 8 .
S e i g n o b o s , E ssai d 'u n e H ist o ire C o m p arée d e s P e u p le s d e l'E u ­
ro p e , P a r i s, R ie d e r , 1 9 3 8 .
S i g e r i s t , In tro d u ctio n à la M éd icin e.
S i k e s , L u c re t iu s, P o e t an d P h ilo so p h e r, 1 9 3 6 .
S i n k e r , In tro d u c tio n t o L u c re t iu s, 1 9 3 7 .
S o l m s e n , F ., «T h e Back gr o u n d o f P la t o ’s T h e o lo gy », T ran s, o f
t h e A m erican P h ilo lo gic al A sso c ., v o l. L X V I I , 1936.
T a r n , A le x an d e r th e G re at an d th e U n ity o f M an k in d , 1 9 3 3 .
— «A le x an d e r , Cy n ics an d St o ic s», A m erican Jo u rn al o f P h ilo ­
lo gy , e n er o 1939.
Ta y l o r , A . E ., P lato n ism , Lo n gsm an s, G r e e n an d C o ., 1927.
— P lat o . T h e M an an d H is W ork ( 4 .* e d .), Lo n d r e s, M et h u en ,
1937.

246
T h o m so n , G ., A e sch y lu s, P ro m e th e u s B o u n d , 1 9 3 2 .
Wa l l a c e , W ., «A n a x a go c a s», En cy cl. B rit ., ( 9 > e d .).
W h e we l l , H ist o ry o f In d u c t iv e Scien ces.
Wh i t t a k e r , P rie st , P h ilo so p h e rs an d P ro p h e t s, 1911.
Wi t t , N . d e , «O r ga n iz at io n an d P r o ce d u r e in Ep icu r e an G r o u p s»,
C lassic al P h ilo lo gy , ju lio 1936.
W. J. , So lo n th e U b e rat o r, O . U . P ., Lo n d r e s, 1938.
Wo o d b o u s e ,

247
C R O N O L O G I A D E L A S FI G U R A S M A S
IM P O R T A N T E S D E LA A N T IG Ü ED A D

ANTES D E CRISTO

Tales, f l. c. 585. H ipócrates de Cos, c. 460-380


Anaximandro, c. 610-546. Sócrates, 469-399.
An aximenes, f l. c. 546. Isócrates, 436-338.
Pitágora.s, c. 572-570. Platón , 427-347.
Jcn ófan cs, c. 580-480. Aristóteles, 384-322.
Teogni», f l. c. 520. Epicuro, 341-270.
Esquilo, 525-456.
Pín daro, 522-448. Zenón, 336-264.
Arquímedes, 287-212.
H eríclito, fl. c. 504.
P o r mé n i d c s , f l. c. 504.
Polibio, 198-117.
An a x á g o r u s , 500-428. Panecio, c. 180-110.
Protáooras, 480-411. Varrón , 116-27.
Eurípides, 480-406. Lucrecio, 98-55.
Emp&loclcs, f l. c. 445. Cicerón , 106-43.
Dc i n t Vr i l o , f l. c. 420. Diódoro Sículo, c. 90-30.

D ESP UES D E CRISTO

Manllío, f l. c. 12. Orígen es, 185-254.


Sén rc», m u erto en 65. San Agustín , 354-430.
Plutarco, m u erto en 125. Prudencio, f l. 400.
TrritilUn o, m u erto en 220. Cosmas In dicopleustes, f l. 540.

249
IN D IC E A L FA B E T IC O

A Asclepio, 56.
Atico, 221.
Agis, 212. Augusto, 230-237.
Alceo, 173, 223. Autóbolo, 29.
Alejan dro Magn o, 55, 207.
Altheim. F., 193, 236.
Amaíinio, 200. B
An axagoras, 33, 59, 61, 62, 69,
77, 78, 85, 89, 123, 127, 128, Bailey, C., 157, 190.
223, 232. Benn, A. W ., 136.
Anaximandro, 17-21, 36, 45, Bcvan, E., 138.
61. Bidez, 206-207.
Blosio, 213.
Anaximenes, 61.
Boswel, 124.
An íbal, 234.
Bronn, 13.
Anna Comnena, 73.
Burn et, 73.
Antigono, 169. Bury, j , B., 81.
An tioco Epifan es, 173.
An tipatro, 209-210.
Arato. 208. C
Ariim ían c!, 77.
Im i n u b es, 77. Carn éades, 55.
Ariatóirlev 20, 73, 94, 110, Catio, 203.
116-12?, 132, 141, 197, 206, Catilin a, 195.
229, 242. Catulo, 40, 45.
H t ica, 20. Cecina, 199.
R e tó rica, 73. César, Ju lio, 194, 197, 204,
M ít e flsic a, 116. 214, 230.
Arnolil, 116. Cicerón , 119, 158-160, 181, 194-
Arqulm edn , 28. 236, 243.
Ar q ul i a· , 77, D e fin ib u s, 120.

251
D e legib u s, 199, 220, 230, 125-171, 181-190, 198, 204,
234. 219, 221, 226.
D e n atu ra deoru m , 160. Carta a H eród oto, 150,
D e officiis, 209, 211, 217. 152, 159.
R epú b lica, La, 220. Cart a a M en eceo, 161.
T u scu lan as, 190, 194, 197, Escévola, 219, 229.
200, 202 y 204. Escipión el Joven , 208.
Cleantes, 116-117. Escipión Nasica, 212.
Cleómen cs, 169, 208. Esfero, 207.
Clísten es, 74. Esquilo, 69, 70, 74, 77, 80-87,
Colotes, 128, 162. 123 y 225.
Collet, 23. O rest íad a, L a, 83.
H ist oria d e lo s im pu estos, 23. Persas, Lo s, 83.
Corn ford, F., 122, 125. Prom eteo en caden ado, 69-
Cosmos In dicopleustes, 17-20, 71, 77 y 87.
36, 45, 61, 241. Siet e con tra T eb as, Los,
T op ografía cristian a, 19. 83.
Craso, 204. Su plican tes, Las, 83.
Crates, 116. Eudoxo, 27, 113.
Crisipo, 208. Eurípides, 33, 61, 62, 77, 225.
Critias, 89-91, 99, 161, 175, Evémero, 182.
186.
Cumon t, 118. F

D Fedro, 38.
Fidias, 78.
Darwin, Ch ., 11-13. Filisco, 173, 223.
El origen de las especies, 13. Filón ides, 173.
Demetrio Poliorcetes, 128. Filopómenes, 208.
Demócrito, 58, 61, 127, 133, Floro, 27, 28, 55, 78.
154, 156 y 157. Fowler, W ., 229-237.
Diododo Sículo, 214. L e e x p e rie n d a..., 234.
H ist oria Un iv ersal, 214.
Diógenes de Babilon ia, 210.
Diógenes Laerrio, 168. G
Diógenes de Sínope, 55, 115. Galileo, 46.
Diogen iano, 55. Gassen di, 159-160.
Dion isio, 232. Gisborn e, 53.
Dracón, 84. Graco, Tiberio, 212, 220, 234.
Du Bellay, 78. Grote, 137.

E H
Empédocles, 32-36, 45, 59, 61, Haeckel, E., 11-15.
224. Heráclito, 59, 74, 125, 126,
En n io, 182. 219.
Epicuro, 7, 96, 98, 106, 122, Hen narco, 128.

252
Heródoto, 150, 152, 233. Mommsem, T., 182, 190, 193,
Hipócrates, 58, 123, 238. 205.
Holyoake, G . J., 23. Mun ro, 225.
Homero, 124, 160.
H orado, 40, 42, 45. N
O d as, 42.
Nausifan es, 127.
Huxley, 238.
New ton , I., 63-64.
Nigidio Figulo, 199-200.
I Nilsson , 76, 124, 151, 170, 236.
Idomeneo, 128.
Isócrates, 89, 91, 99. O
B u sirid e s, 91.
Orígen es, 238.

J P
Jen ófan es, 33, 34, 67, 74. Pan edo, 208, 215-218, 221.
ulian o el Apóstata, 54. Parménides, 33, 61, 139.
uvenal, 45. Patin , 191.
Pausan ias, 82.
L P en des, 78.
Perseo, 116.
Lelio, 208. Ph ilopon us, Joan es, 20.
Leon do, 128. Pin daro, 55, 69, 79-87, 131,
Leon teo, 128. 162, 186.
Leu dpo, 58, 61, 127, 154. O lím p icas, 83.
Licurgo, 27-28. O d as P ít ic as, 83.
Livio, Tito, 232-234. Pisón , 204.
Lu d an o, 237. Pitágoraa, 28, 29, 61, 133, 138,
Lucrecio, 12, 60, 62, 106, 150, 219.
154, 181-204, 218-234, 240. P itodes, 128.
D e reru m n at u ra, 150, 182, Platón , 12, 27, 28, 30, 46, 55-
184, 190-193, 198, 203, 57, 74, 89-129, 148-152, 157,
204, 228, 232, 233, 235, 160, 162, 175, 178,179,186,
240. 202, 206, 213, 221-229,236,
237, 239.
M C art as, 92.
D iálo go s, 74, 140, 145,
Macaulay, 193. 148.
Man ilio, 119-120, 237. L e y e s, 28, 94, 100-106,
Maritain , T., 165. 110, 112, 115,118,12
Marth a, C., 132-134, 139, 160, 136, 137, 140,150,15
193, 226. R e p ú b lica, L a, 94, 95, 97,
Meliso, 61. 98, 100, 102, 116, 129,
Memmio, 191. 135, 140-141, 177.
Metrodoro, 128. Platt, H . E. P., 194.

253
Plutarco, 11, 26, 27, 29, 30, T
55, 56, 78, 159, 162, 187,
211 . Tales, 17, 61, 157.
D e la su p e rstic ió n , 11. Tarn , 168, 206-212.
D iálo go s co n v iv ale s, 26, 29, Tarquicio, 199.
55. Taylor, A. E., 94.
V id a d e M arcelo , 27. Tem ista, 128.
Polibio, 167, 175-179, 190, 208, Teócrito, 53, 54.
213, 216, 221, 222, 228, 232, Teogn is, 69, 78, 80, 84, 85,
235 y 243. 186.
Polien o, 128. Tertulian o, 238-239.
Pompon io, Tito, 205. D e l alm a, 238.
Próculo, 233. Th omson , 71.
Protágoras, 86, 96, 104, 123. Timócrates, 128.
Prudencio, 32, 36, 38, 42-48, Timoteo Eum ólpida, 171.
61, 232, 239. Tín daro, 27, 28, 56.
H am artige n ia, 42-51. Tirteo, 211.
H im n o s, 38-42. Tolstoï, L., 80, 87.
Ptolomeo, I., 170. ¿ Q u i e s la re lig ió n ?, 87.
Tom ás de Celan o, 51.
Torcuato, L. M., 204.
R Tu ddides, 123, 174, 232, 233.

Regenbogen, 190, 196, 205, V


221.
Reid, 202. Varrón, 181, 199, 218-222, 228,
Rein ach, 23. 229, 238, 243.
Robertson , 101. A n t iq u it at e s, 95.
Veleyo, 204.
N atu rale z a d e lo s d io se s, 204.
S Vesalio, 14.
Virchow, 13, 14.
Salustio, 193. Virgilio, 150, 204, 234, 237.
San Agustín , 45, 46, 219, 237, E n e id a, 231-232.
238.
L a C iu d ad d e D io s, 237. W
San Jerón im o, 193.
San to Tom ás, 46. W allace, W ., 77.
Sarton , G ., 46. WheweÚ, 147.
Sellar, 195. W hitman, W ., 41, 52, 184.
Séneca, 243. H o jas d e h ie rb a, 184.
Sh elley, P. B., 53. W h ittaker, T., 72, 73.
Sin ker, 191.
Sócrates, 27, 28, 55, 58, 89, 90, Z
122, 124, 133, 138, 202, 226.
Solmsén , 110, 111. Zenón de Elea, 61, 116, 125,
Solón , 74, 84. 126, 206, 207.

254

También podría gustarte