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apunta a que estamos estudiando el origen de aquello que ha sido denominado maldad más
que tomar una postura específica sobre la existencia o no, en el plano ontológico, de alguna
cosa a la que se le pueda referir el significado del término maldad. Teniendo esto en cuenta,
podemos hacer una pequeña clasificación de las principales posturas frente a la maldad. Por
un lado, tenemos posturas que apelan a que la maldad es una carencia, algo negativo más
que positivo; por ejemplo, Sócrates, que con su intelectualismo apuntaba a que toda maldad
provenía en realidad de la ignorancia, o Hanna Arendt, que señala que la principal forma de
maldad proviene de la carencia de reflexión, lo que hace que se lleva a cabo el mal de
manera banal, como si fuera algo intrascendente. Como una derivación de esta línea,
podemos colocar a Descartes o Kant, que apuntarían a que la maldad proviene de una
darse cuenta de su sujeción fundamental a la ley moral (Kant). Por otro lado, tendríamos las
posturas que apelan a la positivad de la maldad, contemplándola como una fuerza existente,
ya sea exterior a nosotros (cristianismo místico), sin que por ello deje de afectarnos, o
interior (Freud y las pulsiones, Bataille y el principio de derroche o “parte maldita”). Bajo
estas perspectivas, la maldad estaría en una relación de tensión con otras fuerzas, y algunas
buscarían su continua supresión, mientras que otras mantener un cierto equilibrio. Sea cual
sea la postura que se tome, me parece que todas concuerdan en que la maldad debe ser
tomada como elemento de reflexión a fin de poder establecer algún cambio, ya sea para
acoger la vida, al estilo de Nietzsche y sus sucesores, ya para afirmar la razón frente a la
que se cree, se podrá lograr una transformación individual que afirme con fuerza y relativa