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F a b i o M a rt i n e z

El grupo anti - pop


del norte argentino

Colección Narrativa
2019
Martinez, Fabio
El grupo anti-pop del norte argentino / Fabio Martinez. - 1a ed . -
Córdoba : Borde Perdido Editora, 2019.
52 p. ; 21 x 14 cm.

ISBN 978-987-3942-74-7

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novelas de Aventuras. 3.


Narrativa Fantástica. I. Título.
CDD A863

Ficha Técnica
Borde Perdido Editora

Dirección editorial, arte de tapa y diseño integral


Sebastián Maturano

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Los izquierdos de cada obra pertenecen a sus autores.


Realizado en la Cueva del Borde. La inocencia del justiciero placer.
—Papá, llevo años buscándola…años…Si tienes algo de amor
por mí…te lo ruego…te ruego que me digas dónde está.

—Tú ya sabes dónde está.


Luis Miguel (La Serie)
Un o

Me llamo Miguel Luis Martionez. Mi madre eligió ese


nombre porque siempre amó con locura a Luis Miguel. Desde
que estaba en la panza, ella me cantaba sus canciones una y
otra vez y la voz del Rey Sol era lo único que la sacaba de la
depresión que cargaba. Mi padre se había ido apenas supo del
embarazo, entonces mamá cantaba para no llorar y al nacer me
puso ese nombre.

Aunque no lo crean y resulte algo extraño, soy muy parecido


a Luis Miguel. El mismo color de ojos y cabello, la piel trigueña,
la cara redonda y ese pequeño espacio entre los dientes de
adelante. En mi niñez, mamá me dejaba el pelo largo y en el
barrio y en la escuela me llamaban Micki. Algunas maestras
hacían bromas, me pedían que me sacara el guardapolvo,
pusiera pose de estrella y se sacaban fotos conmigo para luego
presumir de que habían conocido al pequeño Luis Miguel en
persona. Hasta me invitaron a un programa de radio, el que
más se escuchaba en la ciudad pero fui un fracaso. El locutor
me pedía que cantara o por lo menos que hablara como Luismi
pero yo no tenía idea así que me quedé en silencio. Lo único
que repetía el locutor era:

—Si lo pudieran ver, si lo pudieran ver, dos gotas de agua.

En el último año de la primaria, mamá blanqueó su relación

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con un tipo que llegó con una empresa petrolera y lo que
empezó como algo casual, sin compromisos se volvió serio.
Por una parte fue un alivio, de golpe me encontré con más
libertad para hacer lo que quisiera como jugar al fútbol hasta
altas horas de la noche, andar en bici, ir al río con amigos y
tirarnos por las bajadas que tenía. Volver a casa con la ropa
mojada. Ahora que lo recuerdo puedo decir que ese año, el
del séptimo grado, fue uno de los mejores que viví. Dejé de
preguntarle a mamá por mi padre y además, el Rey Sol creció,
se le enruló el cabello y yo seguía con el pelo largo y lacio.

Ese verano pasaron muchas cosas. Sergio Luis, como se


llama la pareja de mamá, alquiló una casa amplia y luminosa
en el centro y nos mudamos. Mamá quedó embarazada y ellos
decidieron que dejara mi escuela pública y me inscribieron
en un colegio, el más caro. Me explicaron que era lo mejor
para mí, por los paros y el futuro. De la noche a la mañana
me encontré lejos del barrio, las calles de tierra, el potrero, el
Negro Paez, mi mejor amigo y las señoras que tomaban mate
en la vereda y me saludaban al pasar y al volver con un largo
adiós y una sonrisa inmensa.

El primer día de clases fue un horror. Yo tenía el pelo largo


hasta los hombros y me encantaba jugar al fútbol, correr y
sentir que el cabello me rebotaba en la nuca. Usaba una vincha

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y en la canchita del barrio me decían el Pájaro como a Caniggia.
Amaba ese apodo. Pero ese día, en el colegio, no me dejaron
pasar. La Madre Superiora y la directora nos detuvieron en la
puerta. Estábamos con mamá. Los chicos y chicas ya estaban
formados por curso, de un lado lo más pequeños y los más
grande del otro. Lo único que los diferenciaba era la altura y
la contextura física. Si uno lo miraba de lejos el uniforme, de
alguna manera, los volvía idénticos.

—Su hijo no puede ingresar de esa manera —dijo la Madre


Superiora.

Mamá, que siempre parecía estar en otro mundo, abrió


grandes los ojos y preguntó:

—¿Por qué? pagamos la inscripción y la cuota.

—El pelo —dijo la directora y para hacerse la graciosa


agregó— o quiere formar en las filas de las chicas.

Me dio una bronca, si hubiera sido más valiente le hubiera


dicho algo por lo menos. En cambio dimos media vuelta y
nos fuimos. Calladitos como si hubiéramos robado algo y nos
descubrieran.

Esa misma mañana fuimos a la peluquería. Tuvimos que


esperar como dos horas hasta que llegó Tatín, el peluquero de
mamá. Entramos y Tatín prendió las luces y me puso la bata.

—Bien cortito así no tengo problemas —dijo mamá.

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Tatín me tocaba el pelo y a cada rato decía:

—Qué lindo, qué fuerte este cabello, qué lástima.

Tatín me cortó tres dedos, parecía Cristóbal Colón pero


Mamá insistió.

—Bien corto —ordenó y se acarició la panza que ni se le


notaba.

Sacó la máquina y me pasó la dos. Escuché el ruido del


pequeño motor y la sentí a un costado de la cabeza. Los
mechones rubios cayeron al suelo. Tatín cortó al medio con
tijera, los azulejos se llenaron de mechones dorados. Con gel
me levantó el pelo y me miré al espejo. Tenía el mismo corte
que le hacen a Luis Miguel en la Incondicional. Y juro por mi
madre que sigue vivita y rezando el rosario cada tarde que
nunca estuve tan parecido.

Al día siguiente regresé a la escuela, recuerdo que la


directora me miró y se quedó sin palabras. Formé junto a mi
curso y las miradas me quemaban. No sé si era cosa mía o qué
pero yo sentía que me miraban y comentaban por lo bajo tanto
alumnos como profesores.

En los recreos me quedaba en el aula y las chicas y hasta


algunos chicos de los cursos más grandes se acercaban para
mirarme. Los más tímidos lo hacían desde la puerta o la ventana
y se iban. Los más confianzudos entraban, me saludaban y
siempre uno me decía cantante algo Micki y yo me llenaba de

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bronca.

Las chicas del curso, en su mayoría, me escribían cartitas


o querían ser mis amigas. En cambio los pibes me odiaban.
Cada vez que podían se burlaban. Hacían chistes tontos, uno
preguntaba ¿dónde está el sol? y otro respondía allá está el
sol y me señalaban. O saludaban a los gritos ¡cómo están esta
noche!

Ellos se juntaban a la tarde y armaban partidos de fútbol


en una canchita que quedaba atrás de las vías. A mí nunca me
invitaban porque creían que lo único que me gustaba era cantar
y estar con chicas. Hasta que una tarde, después de educación
física, me volvieron a molestar. Otra vez esos chistes tontos
y reaccioné. Encaré a uno, le decían Topo porque era orejón.

—Qué te pasa —le pregunté.

Él infló el pecho y me empujó.

—Putazo —dijo.

Sin pensarlo le pegué una piña en la cara, no sé si fue


potente o en el lugar indicado pero el Topo se hizo para atrás
y se paralizó. No podía creer mi reacción. Ellos eran muchos
y yo estaba solo. El único que saltó fue Bomba. Era un pibe
enorme.

—Qué le pegás al Topo —dijo y levantó la guardia.

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Estábamos en el canchón del colegio y el piso era de baldosa
lisa. Yo también levanté las manos y así nos quedamos un buen
rato, girábamos sin soltar un solo golpe como boxeadores en
un primer round. Los demás armaron un círculo alrededor
nuestro. Miraban expectantes pero sin decir ni una palabra.
Bomba lanzó un gancho boleado, que si me agarraba me
sacaba la cabeza. Me hice para atrás, lo esquivé y Bomba cayó
al piso de rodillas, se había resbalado. Lo tenía a mi merced
y aproveché la oportunidad, le pegué un gancho en el medio
del ojo a lo Ken del Street Fighter. ¡Shoryuken! Bomba quedó
en el suelo. Me di vuelta y encaré a los demás, estaba lleno de
furia.

—Quién más quiere pelear —grité, pero ninguno de los


que estaban dijo nada. Ayudaron a Bomba a levantarse y se
fueron.

Luego de ese día llegó el silencio. Los chicos del curso


estuvieron una semana entera sin hablarme. Ni me saludaban
o gastaban como lo hacían antes. Me sentaba al fondo y ningún
varón me dirigía la palabra. Cada día extrañaba más el barrio
y sobre todo la canchita y al Negro Paez, mi mejor amigo.
Siempre andábamos juntos, por eso, los changos le decían
Ricky Martin o el Negro Martin.

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Dos

En la misma clase de educación física, a la semana siguiente,


Bomba y el Topo se acercaron. Pensé que buscaban problemas
y cerré los puños pero el Topo me saludó con un apretón de
manos y preguntó si quería estar en su equipo. Jugábamos al
vóley.

—Clarines —dije y me sumé con ellos.

Miguel me llamaban y nunca más me molestaron. De a


poco me fui integrando. Hacía grupo con ellos y sobre todo
me invitaban a jugar al fútbol a la tarde, en las canchas atrás
de las vías. Qué lindo volver a jugar de siete y desbordar por la
derecha y tirar el centro como el Pájaro Caniggia.

Después de los partidos íbamos a tomar una gaseosa al


kiosco de la vuelta y siempre hablaban de lo mismo: chicas. Por
lo general mencionaban a compañeras más grandes y decían
las cosas que le harían si por una extraña razón las encontraran
desnuda en su habitación. Me parecía algo sin mucho sentido.
Qué chica te esperaría desnuda en tu pieza. Primero, cómo
entrarían a tu casa y segundo por qué se desnudarían. Pero
ellos podían pasar horas y horas con lo mismo. Una de las
chicas que más mencionaban era Azul Rico. Iba a cuarto año
y su hermana Celeste era nuestra compañera. Eran el agua y el
aceite. Azul era rubia y exuberante y se paseaba por el colegio

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consciente de sus encantos y de lo que producía. En cambio,
Celeste tenía el pelo negro y lacio y era flaquita, los chicos le
decían la nadadora, nada por delante, nada por atrás.

Azul Rico, en cada recreo, pasaba por el curso y se paraba


en la puerta bien erguida y me miraba de manera fija, se llevaba
el dedo índice a la mejilla como si estuviera impartiendo una
orden. Me ponía de pie, caminaba hasta la puerta, le daba un
beso y ella suspiraba.

—Así me gusta, pendejo — decía y se iba.

Los chicos aplaudían, gritaban y me decían por qué esperaba


tanto para avanzar y otra vez volvían a las fantasías eróticas y
se imaginaban a Azul Rico desnuda en la habitación y las cosas
que le harían.

Pero aunque ustedes no lo crean, a mí me gustaba la


hermana, Celeste. No era su físico, obviamente, ni su cara,
aunque tampoco era fea a pesar de que tenía las cejas anchas.
Creo que lo que me gustaba era su personalidad. Cele fue una de
las pocas compañeras que no me escribió una cartita y mucho
menos que me miraba como si fuera una estrella de la canción
melódica mundial. Es más, creo que ni le gustaba Luis Miguel
y mucho menos los cantantes románticos. Me trataba como un
simple compañero y eso me encantaba. Pronto empezamos a
charlar más. Salía al recreo con ella y a veces, entre los dos,
poníamos plata y comprábamos un sándwich y una gaseosa.
Ella lo partía y siempre me daba la parte más grande, nos

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sentábamos en los canteros y comíamos y charlábamos. Así
me enteré de que se llevaba muy mal con la hermana, de que
casi no se hablaban porque era muy mandona.

—Antes muerta que esclava —dijo.

Una mañana, la profesora de Geografía pidió dos mapas y


yo me los había olvidado. La profe pasaba por los bancos con
la libreta en mano y al que no lo había traído le colocaba un
uno. Esperé en silencio que se acercara la profe y que pusiera la
nota que me merecía pero antes de que llegara; Cele se levantó,
fue hasta el fondo donde yo me sentaba y sin decir nada me
dejó dos mapas sobre la carpeta y se fue. No tuve tiempo de
darle las gracias. Esa mañana tuve que controlarme para no
acercarme a su banco y decirle que la amaba con locura.

Los dos recreos los pasamos juntos. Charlábamos de un


montón de cosas. A ella le gustaba Nirvana, los Guns, algo
de Metallica y los dos veíamos MTV, teníamos un montón
de temas de qué hablar. Pero esa mañana fue diferente. Por
momentos nos quedábamos en silencio, nos mirábamos a los
ojos y nos reíamos. Sentía una energía inmensa que nos atraía y
era tan difícil controlarnos. Tocó el timbre y caminamos hacia
el curso. Antes de entrar, ella me preguntó qué hacía a la tarde.

—Nada —contesté.

—¿Querés venir a casa a merendar?

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Acepté sin dudarlo y en lo único en que pensé el resto de la
mañana fue en Celeste. Cada segundo que pasaba la veía ahí,
sentada cerca de la ventana con el sol que iluminaba parte de
su cabello y su cara y los cubría de luz y, las partículas de polvo
que flotaban alrededor, era tan hermosa.

Me bañé, me cambié con ropa nueva, me peiné raya al


costado, me puse desodorante, perfume y me fui. Me fijé en el
reloj y faltaban treinta minutos. Esperé en la esquina de su casa
a que se hiciera la hora y el calor de la siesta me hizo transpirar.
Antes de llegar pensé de qué manera la tomaría de la mano, le
preguntaría si quería ser mi novia y me imaginé un montón de
formas de besarla. Cele vivía a media cuadra del colegio, justo
al frente de la plazoleta.

Toqué la puerta, escuché ruidos pero nadie salió. Cele me


había contado que los padres trabajan horario corrido y ellas
se quedaban con la abuela que vivía en la casa de adelante
pero que nunca iba a verlas. Volví a tocar y la puerta se abrió.
Era Celeste, tenía ganas de besarla y decirle que quería ser su
novio desde hoy y para siempre pero algo había cambiado de
la mañana a la tarde. Tenía los ojos rojos e hinchados como si
hubiera llorado un montón. Quise preguntarle qué le pasaba,
si estaba todo bien, si alguien le había hecho algo pero ella no
me dio lugar. Toda la luz que irradiaba a la mañana parecía
haberse disipado.

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—Pasá —dijo.

Ni un beso me dio. Caminé detrás de ella por un largo


pasillo hasta un pequeño patio y entramos a la cocina. Era raro
verla con el pelo suelto y sin el uniforme, parecía más chica.

—Permiso —dije.

—Ya vengo —dijo con la voz quebrada.

Me quedé solo. La cocina era amplia y oscura. La única


ventana tenía las cortinas cerradas. Los platos y vasos estaban
recién lavados. El grifo goteaba. Escuché a volumen bajo una
canción y la voz de alguien que me llamaba. Miguel, decía.
Miguel. Pensé que era Celeste y fui detrás de la música y la
voz. Atravesé un living más oscuro y llegué a otro pasillo. El
baño estaba abierto y un vaho de vapor salía de ahí. Otra vez
escuché la voz y pude distinguirla. Era Azul, la hermana.

—Vení —dijo y yo fui.

La puerta estaba entornada. La música venía desde ese


lugar, era una canción de Luis Miguel, uno de esos temas
viejos que escuchaba mamá. Entré y estaba cubierta con una
toalla que le cubría el cuerpo y otra la cabeza.

—Perdón —dije y quise salir pero ella me tomó de la mano.

—No te asustes, está todo bien.

—¿Y Celeste?

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—Ya viene, fue a dejarle unos papeles a mi viejo.

La habitación estaba cubierta de póster de Luis Miguel. En


algunos aparecía de niño y el más grande era del disco “20
años”.

—Espero en el living —dije.

Ella me volvió a agarrar, esta vez del brazo y dijo:

—Qué parecido que sos.

Sacó de la mesa de luz una crema Hynds rozada. La abrió y


tiró un poco en la mano. Se pasó la crema por las piernas. La
piel se le humectó. Las manos iban y venían por la pantorrilla
y subían hasta los muslos y la toalla se levantaba. Pensé en
Celeste y quise irme pero antes de que pudiera hacer algo ella
me pidió que la ayudara. Me tiró un gran chorro de crema en
la mano y se dio vuelta.

—Pasame por los hombros y la espalda, porfa —dijo.

Soy como quiero ser sonaba a volumen bajo y pasé la crema por
los hombros de manera tímida, sin tocarla demasiado y otra
vez pensé en Celeste y rogué que llegara pronto y entonces,
Azul llevó la mano al nudo de la toalla y con delicadeza la
desanudó. La toalla cayó al piso y quedó desnuda. También
se sacó la toalla que tenía en la cabeza y el cabello dorado le
cubrió la espalda. El aroma a manzanilla me obnubiló. Dejé de
pensar en Celeste. Azul invadió mi cabeza. Los chicos tenían

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razón, era increíblemente hermosa y desnuda, perfecta. Se dio
vuelta y me besó. Sentí la lengua que se introducía en mi boca.
Me apretó a su cuerpo y gimió pero de una manera exagerada.
Me llevó a la cama y con torpeza logré sacarme los pantalones.
Ella no paraba de gemir y yo creía que ya me venía. Nunca
antes había estado con una chica, es más, nunca había besado
a nadie. Esperaba que Celeste fuera mi primer beso y las
cosas de la vida me llevaban a que Azul, la hermana, fuera mi
primera vez. Me bajé el pantalón y el calzoncillo como pude y
no sé si entré o no, pero apenas estuve arriba suyo empujé un
poco y acabé. De golpe el deseo y los gemidos y las caricias y
los besos se acabaron y… otra vez pensé en Celeste y sentí un
hueco en el estómago. Me quedé un largo rato con la cabeza
oculta en su hombro. Azul me acarició la mejilla y me besó en
la frente.

—Estuviste bien —dijo.

Me levanté y me subí los pantalones. Luis Miguel seguía


sonando en el pequeño equipo de música y los póster me
parecieron horribles, igual que su voz y las canciones y el pelo.
No sé si me despedí pero salí lo más rápido que pude. Hice el
mismo camino pero de manera inversa. El pasillo, el living, la
cocina, el patio, el otro pasillo y la puerta. Llegué a la calle y
al frente, en la plaza, estaba Celeste sentada sobre uno de los
canteros con la cabeza levantada. Me miraba fijo, tenía los ojos
llenos de lágrimas y de bronca.

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Tr es

Ese año lo terminé aparentemente bien, me llevé apenas


dos materias y las aprobé en diciembre. Con los chicos del
curso seguíamos jugando al fútbol pero algo en mí cambió.
Era como si un nudo adentro de mi pecho se prendiera fuego
y entonces pegaba patadas descomunales en los partidos y más
de una vez me iba a las manos. En la escuela hablaba lo justo y
necesario y en la mayoría de los recreos me quedaba en el aula.

Mamá estaba ocupada con su nuevo hijo y más de una vez


la encontré en el patio y lloraba. Sin que le preguntara nada
me decía:

—Ya estoy grande, quién me manda a ser madre a esta


edad.

El bebé también lloraba y no había forma de calmarlo. Sin


embargo, a la noche, cuando llegaba Sergio Luis, mamá se
las arreglaba para cocinar, bañar a mi hermanito, cambiarse
y preparar la mesa. Se la veía de buen humor como si la vida
fuera maravillosa.

Yo, en cambio, me la pasaba en mi cuarto con la puerta


cerrada. Lo único que hacía era escuchar música. Ponía
cientos de veces el mismo caset de Metallica, el disco negro.
Con los auriculares y el volumen al máximo era la única forma
de olvidarme del nudo que crecía en mi pecho. Y a mí, otra

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vez, me volvieron las ganas de saber de mi padre. Entonces
si salía del cuarto era para una sola cosa: preguntar por papá.
Mi verdadero papá. Quién había sido, dónde vivía, por qué se
había ido. Esas mismas preguntas se las hacía a mi madre y a
mis tías y ninguna sabía muy bien qué decirme. Me enojaba,
volvía al cuarto y a mi ostracismo.

No sé cuánto tiempo estuve así, en ese especie de nebulosa,


cumplía lo que me pedían pero nada tenía sentido. A veces
podía pasar una semana sin hablar, y si hablaba, era para
preguntar sobre el hombre que había embarazado a mamá.

Si salía lo hacía de noche. Esperaba que Sergio Luis, Mamá


y el bebé se durmieran y sin hacer ruido me iba por la puerta
de atrás. Caminaba por la ciudad dormida, sin autos, sin gente
sin ruidos era como transitar por otro mundo. A veces se
escuchaban los ladridos de algunos perros o el sonido de la
electricidad. Una vez fui hasta el colegio y se cortó la luz. El
cielo pareció encenderse de golpe y miles de estrellas brillaron
arriba de mi cabeza. Caminé hasta la plazoleta y me senté en
el mismo lugar en que se había sentado Celeste. Pensé en ella,
pensé en papá, pensé en mamá, pensé en mi hermanito y en
Sergio Luis y los pensamientos se entremezclaron y todo se
volvió tan denso y profundo que me dieron ganas de gritar
para sacarme, aunque sea un poquito, esta pena.

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C u atr o

A fines de segundo año, Sergio Luis entró a la habitación


y me pidió que lo acompañara. Me subí a la camioneta de
la empresa y lo primero que me llamó la atención fue que
en el estéreo sonaba Eric Clapton. Hicimos cinco cuadras y
nos detuvimos en la puerta de MusicTar. El único lugar de
Tartagal que vendía casetes e instrumentos musicales. Pensé
que me iba a comprar algunos CD (que era lo nuevo en ese
momento) pero en cambió habló con el vendedor que parecía
estar esperándonos. De atrás del mostrador sacó un estuche y
lo dejó sobre la mesada. La abrió y era un bajo azul cromado
marca Fender.

—Es una máquina —dijo el vendedor.

Lo miré a Sergio Luis y me guiñó el ojo. Así era Sergio Luis,


hablaba poco y prefería hacerse entender por gestos.

Nos subimos a la camioneta y con el bajo entre las


piernas fuimos hasta Villa Saavedra. Ingresamos por una de
las diagonales, pasamos la rotonda y la iglesia y antes de los
Monoblocks nos detuvimos. Bajamos y tocamos las palmas en
una casa de madera. Salió un hombre bajo y moreno.

—Él es Chukuna, de los Chukunas, el grupo de Folcklore.


Te va a ayudar con el instrumento —dijo Sergio y se fue.

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Se subió a la camioneta, me levantó el pulgar y arrancó.
Chukuna me dio la mano de manera dócil y pasamos derecho
al fondo, allí había otra habitación. Entramos y estaba llena
de instrumentos: una batería armada sin los platillos, dos
guitarras criollas apoyadas en la pared, un bombo legüero, tres
pies de micrófono, un montón de sikus de varios tamaños,
como cinco bafles, una consola y cables que se cruzaban por el
suelo. En la pared colgaba un póster gigante de Los Chukunas.
Eran como nueve, estaban vestidos con poncho blanco y
sombrero de colla. A un costado, con una sonrisa espléndida y
la guitarra en la mano estaba Chukuna. Lo primero que pensé
fue qué mierda hago acá. Si había algo que odiaba tanto como
a Luis Miguel era el folklore. También pensé en Sergio Luis,
lo poco que me conocía y deduje que comprarme el bajo y
traerme hasta acá era solo para sacarme un poco de casa y
dejarlos tranquilos. Me dio mucha bronca y pensé en irme
pero Chukuna sonreía y me daba cosa marcharme sin ninguna
explicación.

Chukuna me pidió el bajo.

—A ver cómo suena esto, changuito —dijo.

Abrió el estuche y sacó el instrumento. Buscó un cable en


el suelo, lo conectó y prendió un ampli. A un costado había
un sillón de tres cuerpos. Allí nos sentamos y Chukuna pasó
los dedos sobre las cuerdas, un sonido metálico se expandió
y ahí nomás tocó Came us you are de Nirvana como si fuera

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un roquero profesional. El riff envolvió la habitación y fue
como si despertara después de varios meses, como si un rayo
me diera de lleno. Abrí los ojos bien grandes y observé los
dedos de Chukuna, se movían de manera sincronizada como
si bailaran sobre las cuerdas.

A partir de esa tarde, la casa de Chukuna se convirtió en mi


nueva guarida. Tenía que ir una vez a la semana, los viernes,
pero cuando agarré confianza empecé a ir casi todos los días. A
veces caía y Chukuna ensayaba con la banda y yo me quedaba
en el sillón, los escuchaba y mientras tanto practicaba mi
instrumento. Otras veces iba y Chukuna estaba con la familia,
tenía como cinco hijos, a mí me parecían que eran todos iguales
entonces los llamaba de la misma manera “Chukunitas”. Me
gustaba verlo con los hijos, nunca les gritaba y el más chico
siempre pedía que lo alzara. Entonces Chukuna iba de un lado
a otro con el hijo en brazos.

Había otros alumnos pero eran más chicos que yo. A veces
teníamos clases juntos y queríamos tocar una canción pero
éramos un desastre, lo más parecido a la banda del Chavo del
8, cada uno tocaba en una nota distinta.

Chukuna tenía una metodología de enseñanza muy libre


y desorganizada. Cada uno se ubicaba donde quería y él se
acercaba y te daba indicaciones que duraban como mucho
cinco minutos, a veces estaba con el hijo en brazos, te pedía
que lo alzaras mientras te mostraba dónde tenías que poner

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los dedos o te daba una fotocopia con un riff y se iba. Lo que
más bronca me daba era que nunca podía hacer sonar el bajo
como él lo hacía. Nosotros tampoco colaborábamos mucho
porque íbamos a cualquier horario y nos quedábamos hasta
tarde. Cuando éramos muchos los sonidos se mezclaban y uno
salía aturdido. A pesar de que Chukuna era un referente del
folcklore lo que sonaba en esa habitación en gran medida era
rock.

Después de las vacaciones de verano apareció Nazarena


por la casa de Chukuna. Recuerdo esa tarde, cargaba una
guitarra sobre la espalda y entró sin tocar como si fuera la
dueña de la casa o por lo menos de la habitación del fondo.
Tenía una remera negra con el logo de Hermética, un piercing
en la ceja, las puntas del cabello pintadas de verde. Yo estaba
en el sillón y me levanté para saludarla y ella pasó de largo. Al
único que lo saludó fue a Chukuna y hablaron un largo rato, en
realidad ella habló porque Chukuna era de hablar poco y nada.
Me enteré de que era una vieja alumna y que ahora quería
volver para tomarse el instrumento en serio. Anduve detrás de
ella la mayor parte de la clase, la miraba y le sonreía. Ella iba
de un lado a otro como esos alumnos que nunca se sientan en
el curso y tienen amigos en cada esquina. Hablaba con todos
menos conmigo. Al final tomé valor y le pregunté algo, una
tontera como para romper el hielo. Ella me miró y contestó:

—P-U-T-A-Z-O.

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Así, acentuado cada letra. Me dio bronca pero no supe qué
hacer porque ella ahí nomás se levantó y se fue a conversar
con otro chico. Fui hasta donde estaba Chukuna y me quejé
como un niño.

—¿Qué le pasa? —pregunté.

Chukuna solo levantó las manos y la quijada haciéndome


entender que él tampoco entendía.

Esa noche volví a casa y me miré al espejo. Chomba azul,


jeans gastados, zapatos náuticos y la misma cara de Luis
Miguel a pesar de que usaba el pelo un poco más largo. Tenía
que cambiar el look.

El fin de de semana saqué de mi ropero las remeras claras,


las chombas y las guardé en una bolsa grande de residuos. Le
pedí a mamá plata para ir a Bolivia y comprarme ropa en “la
baratija”. Cada sábado llegaban conteiners enteros de prendas
usadas desde Estados Unidos que se vendían a un precio
irrisorio. Podías conseguir camisas a dos pesos, pantalones a
tres, camperas a cinco. Parte de la mañana y la tarde la pasé en
ese lugar. Revolví tachos y tachos y encontré varias remeras
negras con logos de bandas de las cuales tenía una vaga idea
como Motörhead o Iron Maiden y otras que me gustaban
mucho como Kiss y Los Ramones. También compré buzos,
siempre negros y con estampados rockeros. Antes de irme
conseguí unas zapatillas John Foos de lona. A la tarde fui a
lo de Tatín, el peluquero de mamá y le pedí que me cortara

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bien cortito y que me rapara a los costados. Esa noche me
vestí de negro y con el nuevo corte de pelo me sentí diferente,
más grande, más extraño, más rockero y eso me encantó. En
cambio mamá quiso llorar.

—Te estás drogando —fue lo primero que me dijo.

—¿Quién es mi padre? —pregunté como para hacerla


enojar.

El martes volví a lo de Chukuna con mi nuevo look. Estaba


Nazarena y por primera vez se dio vuelta para mirarme. Saqué
mi instrumento y me puse a practicar un tema de Divididos.
Me senté en el sillón, tiré la fotocopia al suelo y toqué una y
otra vez hasta que lo pude hacer de manera automática sin
mirar la hoja y el sonido salió nítido. Un par de chicos dejaron
de tocar sus instrumentos y escucharon. Naza observó las
notas que hacía y rasgó su guitarra. Pequeños acordes en el
momento justo. Otro de los compañeros golpeó una mesa
como si fuera el percusionista y Naza cantó, una voz potente
y afinada y por primera vez en meses algo en esa habitación
sonó aceptable.

Ese año, gracias a la música, al corte de pelo, a la trencita


y a la ropa que usaba, me fui apartando de la imagen de Luis
Miguel y eso quedó como un recuerdo lejano que ya casi nadie
nombraba. En el colegio volví a hablarme con Cele y hasta

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hicimos grupo un par de veces y regresé a su casa. Le conté
que estaba en una banda de rock, no sé porqué lo hice. Tal
vez no supe qué decir en ese momento. También le hablé de
Chukuna y de Nazarena y de su forma de cantar y tocar la
guitarra.

—Me parece que te gusta esa chica —dijo.

—Na, me odia.

Con Naza, al principio, teníamos una relación estrictamente


musical. Ella tocaba un tema, me mostraba las notas y yo la
seguía, a veces sonaba bien y otra veces muy mal. Tocábamos
hasta que nos aturdíamos.

Una tarde, después de tocar, salimos al patio. Era un día


muy caluroso y el sol dio de lleno la tarde entera sobre el techo
de chapa y la habitación estaba sofocante. Nos sentamos en
unos cajones de cerveza que estaban apilados en el fondo. Ella
encendió un cigarrillo, hizo dos secas y me convidó. No acepté,
en ese tiempo ni fumaba, ni tomaba, ni salía. Lanzó el humo
por la nariz, nos quedamos un rato en silencio como si ella
disfrutara cada seca que hacía hasta que terminó el cigarrillo y
lo tiró. Me tocó el hombro y me miró fijo.

—Tengo buenas y malas noticias para vos. La belleza es lo


que te da la felicidad —dijo. Se levantó y volvió a entrar.

Me dejó helado. No entendía de lo que hablaba pero por


una extraña razón pensaba que hablaba de mí. La seguí y en la

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puerta le pregunté:

—¿Dónde leíste eso? ¿Qué quiere decir?

—Cuando la noche es más oscura, se viene el día en tu


corazón.

Esa tarde intercambiamos números de teléfono. Naza


andaba el día entero en la calle, me enteré de que tenía cinco
hermanas y de que su padre era pastor evangélico, que ella
odiaba estar en su casa porque el padre las obligaba a orar
de rodillas por horas y horas y a limpiar el templo y las
habitaciones, si no lo hacían los castigos que recibían eran
crueles, por eso ella se escapaba y prefería estar en la calle.

—¿Creés en Dios? —le pregunté aquella vez.

—¿Quién? —dijo como si esa palabra no existiera.

—En serio, ¿creés en Dios? —volví a preguntar.

—Lo mejor de lo mejor del amor, Dios siempre se lo quedó


para él, man.

Uff. Ella siempre andaba con una libreta con las hojas
repletas de frases que no sé de dónde las sacaba. Yo también
me compré una para anotar esas palabras que me decía. Me
fascinaba la manera en que hablaba. Mezclaba frases copadas
con palabras simples como “man”, “joya”, “piola”, “máquina”.
A partir de ese momento, Naza se convirtió en un faro. A

29
donde ella decía que teníamos que ir, yo iba, sin preguntar
ni cuestionar nada. Si la vida era un camino al precipicio era
preferible transitarlo junto a ella. Obviamente no me quedó
otra que imitarla. Entonces cuando ella fumaba y me ofrecía
una seca yo también fumaba, a veces caía con una petaca de
licor y entonces yo también tomaba y aunque a muchos de mis
compañeros les parecía una estupidez lo que hacía, y más de
uno se acercó y me preguntó por qué yo, que era “tan fachero”,
andaba con una chica así; en ese tiempo, se los aseguro, la pasé
muy bien. Con Nazarena me di cuenta por qué odiaba a Luis
Miguel y a todo lo pop que circulaba en los medios.

—El capitalismo se adueña de nuestros cuerpos y nuestras


mentes con esta música de mierda que lo único que hace es
anestesiarnos el cerebro para que sigamos siendo esclavos,
man —decía Nazarena y yo le daba toda la razón del mundo.

Una noche, entre petacas de ginebra Bol y cigarrillos negros,


ella me dijo que teníamos que hacer algo, que estaba cansada
de esta mentira, de las máscaras que los pibes usaban para
enfrentar la vida. De la falsedad. Nos juntamos en la plazoleta
y ella sacó de la mochila dos petacas y tres aerosoles.

—Vamos a pintar de otro color la ciudad —dijo.

Escribimos grafitis en las paredes de los colegios más caros,


en el costado de la iglesia, en el mercado y en los paredones de
la pileta. Escribimos: “lo pop te quema la cabeza”, “el lujo es
vulgaridad”, “violencia es mentir”, “todo preso es político”.

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Frases que no sé de dónde las sacaba pero sonaban geniales.

Cada uno se fue a su casa y antes de dormir pensé que al


otro día la ciudad entera hablaría de estas frases, discutiría su
significado y sería para ellos una pequeña iluminación en sus
vidas chatas y aburridas bombardeadas de mierda pop.

A la mañana siguiente nos levantamos temprano y yo puse


la misma radio que escuchaba Sergio Luis en el walkman y
esperé que dijeran algo de las frases pero nadie mencionó el
tema. En el noticiero del mediodía pasó lo mismo. Las mismas
noticias de siempre: la convertibilidad y el achicamiento del
estado, Cavallo y su capacidad, Menem y su Ferrari Testarossa
y nada más.

31
Cinco

Volvimos al patio de Chukuna (que para esa época era el


lugar donde más tiempo pasábamos) y Naza dijo que tenía
algo muy importante que decirme, me habló de un plan.
La escuché, al principio medio incrédulo como si lo de los
graffitis también la hubiera afectado. Dijo que teníamos
que acabar con las estrellas pop. Algo que me pareció una
ridiculez. Cómo íbamos a viajar a México a darle una paliza a
Luis Miguel o a Puerto Rico y pegarle a Ricky Martin. Pero ella
sacó un cuaderno y me mostró nombres y direcciones.

Mary Choque, alias Gloria Trevi, Sarmiento 222.

Mateo Uncos, alias Cae de Bravo, Pasaje Toledo sin número.

Victor Hugo Paredes alias Michel Jackson, San Martín 888.

—Tenemos que hacerlos cagar.

Pensé un momento y muchas cosas me hacían ruido.


Primero, yo no tenía ni idea quién era Mary Choque. Y en
cuanto a Cae, la verdad que me caía re bien, atendía un pub y
un montón de veces fuimos a tomar cerveza. Pero Naza fue
clara.

—De Mary Choque me encargo yo —y agregó —cada uno


tiene que ser como es. Por eso lo vamos a liquidar y ese será el

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mensaje. Si no sos vos, el grupo anti-pop del norte argentino
te va a buscar y te va a dar tu merecido.

Uff. Otra vez muchos uff. Esa chica sí que sabía convencer.
El problema era que nuestro grupo anti-pop del norte
argentino estaba compuesto solo por dos personas: ella y yo.
Necesitábamos por lo menos un integrante más y que sea
grandote y fuerte y que odie al pop tanto como nosotros.
La primer persona que se cruzó por mi cabeza fue el Negro
Martin. En el tiempo que estuve en la nebulosa él fue a casa
varias veces. Creo que mamá lo había llamado. El Negro era
de pocas palabras así que solo pasaba, se sentaba en el suelo,
apoyaba la espalda en la pared y se quedaba sin decir nada,
escuchábamos un disco entero y luego se iba.

Lo fui a buscar al barrio y se puso contento de verme.


Estaba enorme, se había pegado un estirón considerable. Me
sacaba una cabeza. Ese año había dejado la escuela. Según él
fue por los paros, eran tantos que se acostumbró a no ir y
cuando las clases regresaron ya no tenía ganas. Se pasaba el día
entero en la casa y salía solo para jugar en la canchita del barrio
aunque los pibes eran cada vez más chicos.

—Micki, lindo verte bien —fue lo primero que me dijo.

Con Naza lo invitamos a tomar unas cervezas y le


explicamos nuestro plan y le hablamos del grupo anti-pop del
norte argentino. La verdad que al Negro Martin no le cuadraba
nada la idea pero le daba curiosidad saber hasta dónde íbamos

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a llegar supongo y además me parecía que no tenía nada
interesante que hacer así que se nos unió. Con tres tequilas
festejamos la llegada del nuevo integrante al grupo.

Nuestro primer objetivo fue Gloria Trevi. Gracias a Naza


nos enteremos de que era una piba unos años más grande
que nosotros, terminó la secundaria en el colegio de curas
pero seguía en Tartagal porque le habían quedado como
nueve materias. Siempre andaba por el paseo con una calza
rosa y el pelo recogido en una cola de caballo, corría hasta
la usina eléctrica, ida y vuelta y la verdad de que si uno se la
cruzaba de día parecía una chica común y corriente pero de
noche, con el pelo suelto y despeinado, los vestidos cortos y de
colores llamativos y la campera de jeans se parecía bastante a
Gloria Trevi. Además tenía una manía con el cabello, siempre
lo movía de un lado a otro como si no pudiera mantener la
cabeza quieta y eso te ponía nervioso.

Naza planeó el ataque. Quería encontrarla sola, cortarle


el pelo y gritarle bien fuerte SÉ VOS MISMA para que
aprendiera. Con el Negro Martin lo único que teníamos que
hacer era cuidar que nadie se metiera. Varias tardes fuimos al
paseo pero los días se habían puesto lindos y Gloria corría
con un montón de amigas y nunca la podíamos cruzar sola.
Nos sentábamos en los bancos del paseo y la veíamos pasar
con la calza rosa y la cola de caballo que se movía como un
péndulo. Al Negro Martin cada día le parecía más linda y hasta
le sonreía cuando pasaba adelante nuestro y le hacía un gesto

34
con la cabeza como forma de saludo.

Naza cambió el plan y la idea fue esperarla al final del


recorrido, en la entrada de la vieja usina. A esa altura llegaban
dispersas o algunas ni llegaban. Esa tarde fuimos y nos
sentamos en las vías y el Negro preguntó algo que hasta ese
momento no habíamos tenido en cuenta.

—¿Y si Gloria Trevi se defiende?

—No hay forma, la conozco, es una cagona. Cuando me


vea con la tijera se va a hacer pis encima —dijo Naza,.

Como lo habíamos supuesto, Gloria Trevi fue la primera en


llegar. Muchas de sus amigas se habían quedado por el paseo.
Antes de que pegara la vuelta, Naza se cruzó en su camino. Le
mostró la tijera como si fuera un cuchillo y yo rogué de que
nada se saliera de control, que solo le cortara un mechón de
pelo. Si hubiera sido de noche, esto era lo más parecido a una
película de terror, pero era de tarde y el sol estaba espléndido y
brillaba sobre nuestras cabezas. Naza levantó la tijera y la abrió
y cerró varias veces.

—Vení, despeinada. El grupo anti-pop te va a enseñar —le


dijo con toda la seguridad del mundo.

Gloria Trevi miró a Naza y a la tijera y fue el único momento


de duda que tuvo, al instante se disipó, se acercó y la encaró
con la cara llena de furia.

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—Soltá la tijera. Vamos mano a mano, cagona —dijo.

Naza hizo un paso para atrás y la situación parecía haberse


dado vuelta y Trevi la aprovechó. Firme y veloz, antes de que
cualquiera pudiera reaccionar, lanzó un golpe con la mano
abierta que dio justo en la mano de Naza y la tijera salió por
los aires y se perdió entre los yuyos. Luego tiró otro golpe con
la mano cerrada que impactó en la mejilla, sonó fuerte y seco.
Parecía una boxeadora profesional y pensé que si no hacía
nada mi amiga la iba a pasar muy mal. Me puse en el medio
e intenté terminar con la pelea pero sentí un golpe rápido
y potente justo en el mentón y fue como si alguien apagara
la luz, la volvieran a encender al toque y yo estuviera en el
suelo. Me quise parar pero las piernas no me respondieron y
volví a caer. Naza estaba en la vereda del frente. No sé en qué
momento se cruzó.

—¡Somos el grupo anti-pop, ya te vamos a agarrar!—


gritaba a cada rato.

Trevi hizo el amague de cruzar y Naza corrió hacia el otro


lado y pronto la dejé de ver. Trevi volvió donde yo estaba y
pensé que ahora sí me terminaba de liquidar y me hice bolita,
me cubrí la cabeza con los brazos y el estómago con las piernas.
Pero nada de eso sucedió. Ella pasó a mi lado y habló un buen
rato con el Negro Martin. No sé qué se dijeron pero en un
momento se rieron a carcajadas, luego ella se acomodó el pelo
y se fue. Recién ahí me levanté, me dolía el mentón y despacio

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caminé hasta las vías y me senté junto al Negro. Pensé en dos
cosas. La primera aparición en público del grupo anti-pop del
norte argentino había sido un fracaso y a mí me noquearon
por primera vez en mi vida y de un solo derechazo.

Naza me habló a los días. Me pidió que lo llamara al Negro


Martin para que nos juntáramos esa misma tarde en el patio
de Chukuna.

Esa tarde, mientras sonaban sayas y tinkus, ella nos miró


seria y dijo:

—Fracasamos. Pero eso no importa porque el fracaso es


formativo, nos hace más sólidos, más fuertes, nos acerca a
nuestras convicciones. Por eso el grupo anti-pop tiene que
estar más vigente que nunca.

Lo dijo con mucha convicción pero ya le habíamos sacado


la ficha y a mí no me parecía una buena idea, sin embargo
tampoco teníamos algo mejor qué hacer. Esa tarde, en el patio
de tierra, el grupo anti-pop volvió a renacer y fuimos por
nuestro segundo objetivo: Cae.

A mí me daba cosa pegarle a Cae. El pibe trabajaba de


mozo en el pub de la novia y varias veces me hizo precio o
me fió una cerveza. No éramos amigos pero cada vez que iba
charlábamos de música y de libros porque al pibe le gustaba
leer. Naza también charlaba un montón con él. Además Bravo,

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la banda del verdadero Cae, en sus inicios había sido de metal y
sonaba bastante bien. Se lo dije a Naza pero ella fue inflexible.

—Cualquiera, sea quién sea, que no sea uno mismo merece


nuestro castigo.

Al Negro Martin también le parecía bien que le diéramos


una paliza porque según él siempre que iba le daba la cerveza
caliente y eso era cierto. Habíamos dejado de ir por ese motivo.

De lo único que pude convencerlos fue de que antes de


pegarle le preguntáramos por qué usaba esos pañuelos iguales
a los de Cae.

Naza sabía que Cae abría el pub tipo siete de la tarde. Barría
la vereda, sacaba las sillas y mesas, encendía las luces, cargaba
las botellas al freezer y tipo nueve o diez de la noche caía la
novia y mucho más tarde los clientes.

Llegamos temprano. El sol tremendo de Tartagal se


escondía por el lado del chaco salteño y Cae acomodaba las
botellas de bebidas blancas. Eran un montón, parecía que tenía
todas las bebidas del mundo. Entramos y nos sentamos en la
barra. Pensé que Cae nos iba a decir que el bar estaba cerrado
y entonces el Negro Martin le preguntaría por qué imitaba al
muerto de Cae y lo atacaríamos de una. Pero apenas nos vio el
rostro se le iluminó. Salió detrás de la barra y nos saludó con
un abrazo bien fuerte como si fuera un amigo que de verdad
nos extrañaba. Sin que le dijéramos nada sacó de una de las

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heladeras cuatro vasos fríos y fue hasta al patio a buscar una
cerveza que tenía en un tacho con hielo.

—Preguntale, man, y lo liquidemos sin vueltas —dijo Naza.

Cae volvió, abrió la cerveza y sirvió con un poco de espuma.


Levantó los vasos y brindó.

—Por los amigos, que siempre llegan en el momento


indicado.

Raro, pensé. Tomé un trago y estaba helada, riquísima. El


Negro se bajó el vaso de dos tragos y Cae le sirvió lo que
quedaba y corrió a buscar otra. Regresó con dos botellas más.

—Antes de que vinieran estaba por llorar…llegaron y se


me pasó —dijo.

Naza negó con la cabeza como si cada una de las palabras


la molestaran. Resopló.

Cae le acarició la mano.

—Perdón —dijo.

—Son una mierda —respondió Naza y le sacó la mano.

Se tomó el vaso de un solo trago, se levantó y se fue al


baño. Antes de entrar le pegó una patada a una de las mesas y
la volteó.

—Quemaría este lugar —gritó.

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Con el Negro Martin nos quedamos en silencio. No hizo
falta que preguntáramos nada. Cae habló solo. Soy un estúpido,
repitió varias veces y de la barra sacó una botella de tequila y
un vaso pequeño. Se sirvió y tomó de un trago. Pensé, hoy se
toma así, de un saque, entonces yo también me bajé la cerveza
de un trago y Cae me volvió a llenar el vaso de cerveza y le
agregó un chorro de tequila y brindamos, otra vez.

Naza tardó en regresar del baño. A ninguno se nos ocurrió


ir a verla, a preguntarle si estaba bien. Cae, que seguía del otro
lado de la barra, puso música, fue hasta el equipo, lo encendió
y puso Nirvana y habló. Dijo que las cosas con Majo (la novia,
la dueña del bar) estaban mal y la culpa era de él. Contó que
ellos se pusieron de novio en el último año de la secundaria.
Fueron compañeros durante cinco años y Majo y ninguna
chica lo registraba. Cae, en ese tiempo, tenía el pelo corto, la
cara llena de granos y era muy flaco. Se sentaba solo, al fondo,
con la actitud de un renegado, como diciendo el mundo es una
mierda y yo soy el único que me doy cuenta de eso. En cambio,
Majo era una chica llena de luz, con una sonrisa espléndida y
tenía un montón de amigas y varios chicos que la pretendían.
Entonces pasó lo de su padre. Una mañana blanqueó la
relación que tenía con un chico más joven. Majo, hija única,
que lo amaba con locura, entendió un par de cosas. Porqué
su padre era tan dulce con ella, tan comprensivo y porqué
la madre se había ido y; en un acto de madurez, le dijo que
nada iba a cambiar entre ellos, que iban a estar muy bien.

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Pero nada estuvo bien, era Tartagal, fines de los ochenta y las
amigas y los amigos le dieron la espalda. La dejaron de invitar
a fiestas, dijeron que el padre era un enfermo, que le pagaba a
adolescentes para hacerle sexo oral en las vías del ferrocarril
y Majo lloró y mucho y, por primera vez en la vida entendió
que el mundo podía ser un lugar horrible y oscuro. Miró hacía
el fondo y allí estaba Cae. Ese dolor, esa forma de entender la
vida los unió. A partir de ese momento Cae fue su compañero,
su sostén. A él se le pasó la época del acné, se dejó el pelo largo,
creció, Bravo se puso de moda, empezó a usar esos pañuelos
en la cabeza y sobre todo Majo a su lado elevó su cotización
entre las mujeres. Pusieron el bar y llegaron las mentiras. Cae,
esa noche, nos confesó que se levantaba a la mañana y la veía
a Majo a su lado, desnuda, el pelo largo y ruludo, la piel suave
y las curvas perfectas y pensaba “esto no puede durar para
siempre”. Y fue en esa época que la engañó por primera vez
con la chica que vendía las bolsas de maní y papas. Y no paró
más. Cualquiera que se fijara en él, que le sonriera un poco,
que mostrara un mínimo interés, él atacaba como un lobo. No
sentía nada, y después se arrepentía y se preguntaba por qué lo
hacía. Entre esas chicas había estado Naza.

Esa noche, Majo venía a buscar las llaves de la casa que


compartían para decirle que se terminó, que se fuera; y
nosotros le queríamos pegar y Naza, romperle el bar. Cae nos
contó con una emoción que le quebraba la voz. Creo que el
Negro Martin soltó un lagrimón y a mí me dieron unas ganas

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terribles de abrazarlo.

Naza regresó, tenía los ojos rojos como si hubiera llorado


un montón en el baño. Otra vez tiró una patada y le pegó a
una de las sillas. Quise ir a detenerla pero el Negro Martin me
agarró el brazo.

—Dejala, ya se le va a pasar—dijo.

Y tenía razón, pateó una mesa más ya sin ganas y se sentó


a nuestro lado.

Para cambiar de tema le contamos a Cae sobre “el grupo


anti-pop del norte argentino”, obviamente nunca le dijimos
que él había sido una de nuestras posibles víctimas. En cambio
sí le hablamos de Michael Jackson. Cae, casi de rodillas, nos
pidió ser parte del grupo. Lo odiaba a Michael, dijo que a
veces venía al bar y era re carteludo. Se sentaba en la punta y
mandaba a los amigos como si fueran esclavos. Y nunca pero
nunca le dejaba propina a él pero cuando lo atendía Majo se
hacía el generoso y dejaba billetes. Y la verdad que de la lista
que había confeccionado Naza, Michael era la única verdadera
estrella. Un montón de veces había ido al canal del pueblo.
El dueño del único boliche le daba unos billetes para que los
viernes bailara sobre una tarima mientras sonaba Billie Jean
o Thriller. Lo invitaron varías veces a discotecas de Salta, le
pagaron el pasaje en colectivo, le dieron hospedaje y según él
era el mejor imitador de Micheal Jackson en toda la región del
NOA.

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Cae fue hasta el fondo y apareció con un cinto y una hebilla.
Era sorprendente cómo habíamos pasado de la emoción a la
furia. Estábamos listos. Micheal llegaba temprano al boliche,
apenas abrían y ese era el momento en que teníamos que
atacar. Lo íbamos a moler a cintarazos. El único problema
era que Majo todavía no llegaba. Entonces como para seguir
en movimiento Cae cambió el CD y le subió el volumen al
equipo, sonó un tema de Sandro, de esos movidos y la voz del
Gitano envolvió el ambiente y bailamos. Bailamos los cuatro.
Pero no en ronda y mucho menos en pareja, cada uno por su
lado. Yo nunca había bailado pero esa noche moví las piernas
a lo Elvis Presley, el Negro Martin también se tiró unos pasos.
Naza bailaba de una manera particular, con las manos en los
bolsillos se movía de un lado para el otro, la mirada clavada en
el suelo y Cae estaba poseído, movía los brazos, los extendía
como si fueran alas y las replegaba, hacía algo con los dedos que
era hipnotizante. Tenía dedos largos y huesudos. La música, el
alcohol, el baile y las historias transformaron la noche y fue
como si el tiempo se detuviera y en vez de bailar estuviéramos
flotando o por lo menos eso fue lo que creía en ese momento.
Estábamos tan enfrascados que tardamos varios minutos en
darnos cuentas de que Majo estaba en la puerta y nos miraba
maravillada. Qué linda era y qué sonrisa espléndida tenía. Ella
también se puso a bailar y no sé si fueron los movimientos de
Cae o la manera en que movía las manos y las caderas pero
las llaves, las traiciones, la separación quedaron en el olvido y
Majo y Cae siguieron bailando, uno en frente del otro, cerca,

43
bien cerca y los ojos de Majo, hermosos y llenos de vida
clavados como una flecha en su novio.

Con Naza y el Negro Martin entendimos tres cosas:

Primero: era hora de partir.

Dos: el grupo anti-pop había ganado y perdido un integrante


en menos de una hora.

Tres: Había llegado el momento de liquidar a Víctor Hugo


Paredes, el mejor imitador de Michael Jackson del NOA.

Nos despedimos de Cae y Majo y nos fuimos. Recién en


ese momento llegó un grupo de chicas al bar. Caminamos y
por lo menos a mí la cerveza me había pegado. La ciudad se
había vuelto más oscura pero al mismo tiempo más agradable
o soportable y en este estado uno en vez de caminar flotaba.
Naza se adelantó, el Negro Martin ensayaba golpes, tiraba
patadas y piñas como si estuviera en un ring y a mí me dieron
ganas de orinar. Fui hasta las vías y pensé en Celeste, hace
mucho que no lo hacía y no sé porqué justo en ese momento,
me acordé de ella y una sonrisa se me dibujó en la cara. Estuve
un largo rato ahí, sobre las vías y observé el cielo, las estrellas
parecían haberse multiplicados como aquella noche en la
plazoleta cuando se cortó la luz. Volví a la calle y estaba solo.
Caminé al boliche y el lugar ya tenía las puertas abiertas y la
música sonaba a máximo volumen. Los bares de alrededor
estaban llenos. En una mesa Bomba y mis compañeros se reían

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a carcajadas, eran como diez. Apenas me vieron se levantaron
y me saludaron con un abrazo. Recordé que era el cumpleaños
de Bomba y que me había invitado. Entonces lo felicité y me
senté junto a ellos y me sirvieron un vaso de cerveza y tomé
de un solo trago como lo hacía el amigo Cae en el pub y ellos
me preguntaron en qué andaba y yo les dije que venía con mis
amigos a molerlo a golpes a Michael Jackson y uno dijo que
estaba bien porque era un carteludo, en cambio otro dijo que
Michael era re piola. La cosa fue que me sirvieron más cerveza
y levantamos las copas y brindamos por Bomba y yo grité
con todo lo que daba mi voz “cómo están esta noche” y los
pibes estallaron en carcajadas y en un momento nos paramos
y Bomba me dio una invitación y antes de las dos de la mañana
entramos al boliche.

Nunca había ido a bailar. La disco tenía un jardín en la parte


de adelante y un pasillo que te conducía directo a la barra. Al
frente, una escalera que te llevaba a las pistas (eran dos, una
arriba y la otra abajo) o a los reservados. La música sonaba tan
fuerte que si uno quería hablar con alguien tenía que gritar.
Mis compañeros se acomodaron en las escaleras y yo recordé
que tenía una misión. Di vueltas por los pasillos alrededor de
las pistas a ver si encontraba a Naza o al Negro Martin pero
no había ni rastros. En cambio, justo al frente de la cabina
del Dj, me crucé con Azul Rico. En ese tiempo ella ya había
terminado la secundaria y estudiaba en Salta pero volvía a
Tartagal cada quince días. Tenía una mini súper corta y un

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escote increíble. Me cortó el camino y se llevó el dedo índice
a la boca y lo chupó. Acá, quiero el beso, pendejo, dijo. Yo le
puse la mejilla, bien de costado y ella se acercó, sacó la lengua
y me lamió.

—Tengo todo esto para vos —dijo y se tocó los pechos


con las dos manos.

Me hice a un costado y fui directo al baño. Me mojé la cara


y el pelo, bien mojado hasta que el agua me chorreó. Me miré
al espejo y en ese momento sonó Billie Jeans y se escucharon
aplausos. Salí y me ubiqué en la parte más alta de la escalera.
El show de Michael estaba en marcha. Bailaba en la pista de
arriba y lo hacía muy bien, con mucha intensidad como si
estuviera dejando parte de su vida. Me sorprendió lo alto que
era, calculé que me sacaba como una cabeza. Me di vuelta y
en la barra estaba el Negro Martin con la Trevi toda lookeada,
tomaban tragos, charlaban y se reían. De Nazarena, ni rastros.
Bomba y el resto de mis compañeros aplaudían y le hacían
fiesta a Michael. Azul Rico no me sacaba la mirada de encima
y yo me hacía el que miraba a otro lado a pesar de que el Topo
me codeaba a cada rato y me señalaba a Azul sin ningún tipo de
prudencia. Estaba por irme pero al borde de la pista, bailando
con un grupo de amigas la vi, Celeste Rico, la nadadora, seguía
igual de delgada que siempre, un poco más alta y estilizada y
con las cejas depiladas. Movía la cabeza y el pelo le rebotaba
en la espalda. Tenía los párpados maquillados con brillantina y
pequeñas estrellas a un costado del ojo izquierdo. Parecía una

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chica lunar. Parecía que se divertía. Bajé las escaleras, esquivé
un par de personas y fui hasta donde estaba. Me peiné con
la mano y pensé mil maneras distintas de pedirle que bailara
conmigo pero llegué y me quedé mudo. Ella se dio vuelta y
me sonrió, con esa sonrisa espléndida y me abrazó bien fuerte.
Me acarició la trencita y sentí que las partículas de nuestros
cuerpos se acercaban tanto que iban a explotar y juro que el
mundo se detuvo y el resto de las personas desaparecieron
atrás de la música y las luces. Ella y yo flotamos en la nada,
como si estuviéramos en el espacio sideral.

Al rato pusieron cumbia, me tomó de la mano, me hizo


dar una vuelta y yo, de a poco, me solté, encontré el ritmo, me
llené de brillantina y así, sin quererlo, bajo las luces del boliche
de múltiples colores que se encendían y se apagaban y las
estrellas que brillaban al lado de su ojo izquierdo me olvidé del
grupo anti-pop del norte argentino y de Michael que seguía
en la pista de arriba y hacía la caminata lunar al ritmo de “La
nueva Luna” y lo único que me importó fue Celeste. Dejé que
esa energía que crecía entre nosotros fluyera, se expandiera y
cuando fuera el momento explotara.

47
Agradecimientos y dedicatoria

Gracias a Pablo Natale, Belén Davil, Natalia Ferreyra y Agustín Ducanto.


En una clínica de corrección literaria junto a ellos surgió la idea de esta
historia. Gracias a sus lecturas posteriores este texto mejoró.

Gracias a Mariana, Juani y Osvaldo por tanto amor cuando más hace falta.

Este libro está dedicado a mi hermano Federico que siempre quiso


parecerse a Luis Miguel y de tanto intentarlo, en un momento de su vida,
se pareció.
Sobre e l au to r

Fabio Gabriel Martinez (1981) Campamento Vespucio, provincia


de Salta. Participó en la Antología de jóvenes narradores de Cór-
doba Es lo que hay (Editorial Babel 2009). Su primer libro de relatos
Despiértenme cuando sea de noche fue editado por Editorial Nudista
en 2010 y reeditado en 2012, recibió el tercer premio en el género
cuento del Fondo Nacional de las Artes. A mediados del 2013 pu-
blicó su primera novela Los pibes suicidas (Editorial Nudista) finalista
del Premio Cambaceres organizado por la Biblioteca Nacional. Ese
mismo año la provincia de Salta lo galardonó en el concurso pro-
vincial literario por su libro Dioses del fuego y otros relatos. Fue parte
de la colección Leer es Futuro llevada a cabo por el Ministerio de
de Cultura de la Nación. En el año 2016 organizó los eventos de
literatura y música en vivo «Hermosos perdedores». Hace cuatro
años coordina y produce un ciclo en La Feria del Libro y del Cono-
cimiento denominado «Historias Contemporáneas». Actividad des-
tinada a alumnes de nivel medio. En 2017 el Concurso de cuentos
de General Cabrera le otorgó el segundo premio. En 2018 editorial
Nudista reeditó su libro de cuentos Dioses del fuego.
SOBRE BORDE PERDIDO EDITORA

BORDE PERDIDO EDITORA es un proyecto autogestivo


de la ciudad de Córdoba, Argentina, que comenzó su trabajo
editorial en 2013, y tiene como premisa cruzar, atravesar y habitar las
prácticas de la literatura y las artes visuales. Sabiendo la endeble línea
que divide géneros, la editorial lleva adelante desde su comienzo
tres colecciones: Colección Narrativa, Colección Poesía y Colección Dibujo.
También las colecciones de óperas primas Poesía Encendida y Narrativa
Encendida forman parte de nuestro catálogo. Completa nuestra
propuesta la colección Golpe Ciego, la cual reúne textos de ensayo y
pensamiento crítico.
Las ideas con las que armamos el catálogo de BORDE PERDIDO
tienen que ver con los compromisos y pasiones asumidos por lxs
editorxs y l*s autores con sus obras y trabajos, compromisos de
orden existencial, ya que no concebimos un arte separado de la vida.
Nuestras ediciones se caracterizan por una fuerte impronta visual
que cuida tanto del diseño de interior como del diseño y arte de
tapa, que siempre lleva una obra visual realizada para la ocasión.
Muchas de las ediciones del BORDE incluyen, a modo de epílogo,
un texto crítico que intenta ofrecer una mirada, una lectura, de la
obra publicada.
Pensamos a BORDE PERDIDO como un proyecto laboral que
intenta resignificar el trabajo editorial, manteniendo un trato cercano
con l@s autores, cuidando en detalle las ediciones, y generando
modos de circulación diversos.
p.s.

Si el libro es instrumento de saber, es arma de guerra:


palabra escrita que viaja por los cuerpos de quienes
quemados aún sueñan con el viaje, la excursión,
el sin sentido liberador: el deseo de lo imposible
(que no es el deseo de lo inasible).
En franca tensión fraudulenta con este
mundo literario -y literal-,
aparece BORDE PERDIDO EDITORA:
espacio-movimiento para (re)encontrarnos
quienes lean, escriban, editen:
actora-movimiento, acción-insinuación, intriga-movimiento:
proyecto laboral de edición de escritorxs sean
de los espectrales territorios que nos rodean o no, sean
de esta tierra, la tierra de los vivos que mueren, o de la otra,
la tierra donde viven los que mueren o no.
Entre ese espacio de muertos y vivos,
de muertos-vivos, y de vivos-muertos,
aparece la fantasmática BORDE PERDIDO.

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