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Novela

C hak ana
ediciones
S ixt o Vá zqu ez Zu let a
ToQo

2da Edición

Humahuaca
- 2020 -
Vázquez, Sixto
Chincanqui : kalllawaya y agitador / Sixto Vázquez. -
2a ed adaptada. - Salta : Sixto Vázquez, 2015.
280 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-42-7241-6

1. Novelas Sicológicas. 2. Norte. 3. Bolivia. I. Título.


CDD A863
ToQo Zuleta
(el autor de esta novela)

Sixto Vázquez Zuleta - ToQo. Nació en Perico, Jujuy.


Fue profesor en escuelas primarias de Jujuy, en el Centro
Polivalente de Arte de San Salvador de Jujuy, en institutos
terciarios de Humahuaca y en la Universidad del Salvador
(Buenos Aires). Investigador del Fondo Nacional de las Artes
y becario de la UNESCO en el Centro Interamericano de
Conservación y Restauración de Bienes Culturales de México.
Dictó conferencias en la Argentina, en la Universidad de la
Sorbona, París; en el Instituto Iberoamericano de Berlín; en el
Museo Real de Bruselas y en otros países europeos.
Fundó y dirigió diversas revistas y periódicos, el Instituto de
Cultura Indígena de Humahuaca, el Museo del Patrimonio
Cultural Intangible (MUPACI), radio Humahuaca FM e
Indiocanal 12: Televisión Omaguaca, primera emisora de TV
aborigen por aire del mundo.
Tiene 16 libros publicados de poesía, cuento, ensayo y novela,
escribe para diferentes medios periodísticos y recorre el país
y el exterior dictando conferencias sobre temas indígenas.
Actualmente es director del Museo Indígena Argentino
(MUINAR) que fundó en Salta.

Correo electrónico: toqo.zuleta@gmail.com


Para Alicia, la gran mujer
que fue mi esposa y la madre
de mis hijos, incluido éste.
INTROITO

¿Qué tienen en común los Andes Centrales, repartidos entre


cuatro naciones? ¿Dónde encontrar la huella? ¿Cómo empezar a
desenredar la madeja? Por algún lado hay que empezar y entonces
les contaré de la madre de Arsenio y de cómo lo tuvo con Copatiti.
¿No saben quién era Copatiti? Bueno, ahora lo sabrán.
Leocadia nació en uno de esos valles que cavaron los ríos, allá
en los tiempos del Diluvio y que ahora se reparten Jujuy y Salta, dos
remotas provincias fronterizas de un país con los pies en el Polo Sur
y la cabeza en el trópico de Capricornio. El valle se llama Quero-
sillayoc y el lugar donde vio la luz por primera vez Leocadia fue
bautizado Molulo, por la abundancia de ese árbol que sirve para
hacer anatas, esos instrumentos musicales andinos.
Este escrito es para que sepan cómo se originó lo que están
viviendo ahora ustedes y nosotros, los indios. ¿Qué? ¿No somos
indios? Está bien, ese es otro tema para discutir, pero ¿por qué no
dejan que sea Arsenio el que les explique eso? Ya vamos a llegar,
tengan paciencia. Y aguántenme todo, porque el personaje principal
de lo que les voy a contar, aunque sólo aparezca apenas nombrado
por ahí, es Arsenio Zerpa, hijo de Narciso Copatiti. Lo demás son
las circunstancias y personas que le dieron origen. Perdonen tanto
prólogo y vamos, como se dice, al grano.
Capitulo I

BLANCANOCHE

Desde pequeña. Leocadia se acostumbró a convivir con las ove-


jas. Fue a la escuela de Molulo hasta sexto grado y llegó el otoño.
-Vas a tener que cuidar la majada en el puesto -le dijo su madre.
Juntó sus escasas ropas, las provisiones de charque, papas, hari-
na de maíz cruda y cocida para los seis meses, cargó todo en un bu-
rrito y rumbeó para la alta montaña.
Desde entonces, cada domingo de Cuasimodo subía al puesto,
permanecía allí medio año y recién para verano bajaba con los ani-
males hacia el valle.
La rutina diaria era sencilla. Al amanecer, levantarse de entre los
cueros que le servían de cama, entrar a la cocina y prepararse la co-
mida mañanera. Mientras cocía la sopa, acomodar el avío diario, co-
mer y luego sacar la majada. Una vez en el lugar de pastoreo, sen-
tarse bajo la sombra de alguna piedra grande, guarecida del viento y
allí hilar lana en su puisca. A mediodía, comer un poco de maíz tos-
tado o cocido, el mote, y cuando el sol pasaba al otro lado y las
sombras se alargaban, emprender el regreso hacia el puesto.
Tenía todo el tipo de la mujer andina: pelo nochecolor, largo y
recogido en dos trenzas que colgaban debajo del sombrero ovejuno,
boca fina con los labios rojos, nariz y orejas pequeñas; la piel more-
na jamás conoció cremas ni coloretes de ninguna clase. Su ropa era
casi íntegramente de lana de sus ovejas, que ella misma esquiló,
hiló en su inseparable huso, y tejió su padrino en Molulo: pollera

CHINCANQUI - 11
que le llegaba más abajo de las rodillas, de color morado, sujeta con
una faja de intrincados dibujos, blusa de lienzo con dibujos borda-
dos, rebozo cuadrangular que le tapaba la espalda y en el que tam-
bién bordó flores imaginarias, con pétalos alegraojos que no exis-
tían en las montañas. En los pies, encostrados por el hielo y el vien-
to, las ojotas de cuero, cuya planta estaba reforzada con goma pro-
veniente de neumáticos usados.
De vez en cuando, subía su madre a traerle azúcar, fideos,
algunas papitas, algo de charqui; constataba si no había nacido o
muerto alguna oveja y se iba otra vez.
A más de cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar,
donde sólo crecían llaretas y paja brava que las ovejas disputaban
con las vicuñas, se alzaba el puesto de Corral Hoyada. Era sólo un
montón de piedras apiladas una encima de otra, a fin de formar
cuatro paredes. Sobre ellas se habían cruzado unos troncos de
cardón, cubiertos con el pasto duro de las alturas. Pegada a esa
construcción, otra idéntica más pequeña que era la cocina. Al lado
el corral circular de los animales. Esa era toda la vivienda de la
pastora desde abril hasta setiembre junto con su rebaño de ovejas y
todos los días era lo mismo, cocinar en la mañana su espesado de
maíz y carne seca, para luego salir por esas alturas de la precor-
dillera con sus ovejas, a desafiar una naturaleza matahombres.
Era un misterio cómo en esas cimas de los Andes se extendían
lagunas y vastas ciénagas, de donde nacían arroyos y hasta ríos.
Como el puesto se encontraba cerca del camino que unía la quebra-
da con el valle, a diario veía pasar las recuas de burros cargados, va-
llistos montados en mulas y hombres y mujeres a pie. Con ninguno
hablaba, salvo para mandar o recibir algún mensaje. Ella permane-
cía allá en lo alto del cerro, hilando vellones y con su honda de lana
lista para espantar a los cóndores. Cuando el nublado la cercaba, an-
tes de recoger el rebaño, sentada en una piedra extraía de su som-
brero la trompa, se la colocaba en la boca, tañía suavemente el ins-
trumento metálico, y creaba su propia música, que nadie más cono-
cería.
Ese día parecía igual a los anteriores y a los venideros. Sacó la
majada y la llevó casi hasta el comienzo de Campo Laguna, pero al

12 – ToQo Zuleta
mediodía se nubló y la temperatura comenzó a bajar. Miró el ca-
mino que subía en zigzag desde Tilcara y vio trepar a un bulto, allá
lejos, por Cerro Pircado. Más tarde, un viento cortacarnes comenzó
a azotar las cumbres. Leocadia, conocedora del clima de esos luga-
res, con la ayuda de los perros, juntó sus ovejas y se dirigió al pues-
to. Al llegar, ya caían los primeros copos de nieve. Contenta de es-
tar protegida del mal tiempo, encerró el rebaño en el corral, entró a
su refugio de piedras apiladas y, ya en la cocina, se dispuso a prepa-
rar un poco de comida. Prendió el fuego, soplando las brasas ocultas
bajo la ceniza, arrimó leña y enseguida brotaron las llamas. Trajo
pedazos de llareta de un montón apilado detrás del puesto, los au-
mentó al fogón y colocó una olla con agua.
Mientras hervía su comida, salió a la puerta; la nevada ya no
dejaba ver ni camino ni cerros; todo estaba blanco. Con inquietud,
recordó al viajero que venía. Seguro alcanzó a cruzar Campo
Laguna, razonó, y en esos momentos estaría vagando cerca de allí.
Recordó que unos arrieros, hace unos años, fueron sorprendidos por
la nieve al subir. Ni siquiera alcanzaron a llegar al abra, a los días
recién los encontraron, muertos junto a sus mulas.
Salió con un cántaro a buscar agua del torrente que descendía
por una quebradita allí cerca. Al volver, la nevada tapaba todo, pero
ella conocía el caminito de memoria. Estaba por entrar al puesto,
cuando le pareció oír algo y prestó atención. Alguien gritaba del
lado de Peñalta. Dejó el cántaro en la cocina y subió a un peñasco
grande que se alzaba junto al corral. Las ovejas estaban acurrucadas
unas junto a otras y ya la nieve las cubría hasta medio cuerpo. A
pesar de ser las seis de la tarde, con el sol todavía alto, los copos
caían silenciosamente y oscurecían el crepúsculo. Obedeció a un
impulso; se puso las manos en la boca, lanzó uno de esos gritos
montañeses que hacen vibrar los cerros y escuchó con el corazón
palpitante. La nieve se tragó el sonido. De nuevo volvió a gritar.
Esta vez, alguien le contestó de la ríoorilla. Tenía nomás sentido de
orientación, pensó ella, no se había perdido tan rápido.
Así, con dos o tres alaridos más, fue orientándolo. Una sola
duda le quedó; parecía voz de hombre, pero su forma de gritar no
era vallista ni quebradeña. ¿De dónde sería?

CHINCANQUI - 13
Desde Tilcara trepaba penosamente un hombre. No era pro-
mesante de la Virgen de Punta Corral, no era un comerciante ni uno
del lugar, y mientras subía pensaba, pero en quechua, su lengua
materna.
Anchatapuni sayaska qay Sietevueltas. Muy paradas estas
Siete Vueltas
Sintió pesada como nunca la subida de Cerro Amarillo y el
camino continuaba ascendiendo en zigzags. El nublado se hacía
cada vez más espeso y la cuesta no se terminaba. Adelante apareció
un arroyo congelado y agua que caía desde la cima, con salpicadu-
ras que se congelaban instantáneamente y castigaban su rostro con
trocitos de hielo. Reconoció con alivio el Chorro, pasó con cuidado
y comenzó a caminar por Campo Laguna.
-Me estoy poniendo viejo -vocalizó jadeante-. Hace años que
no venía por aquí. Esta alforja pesa demasiado. Como siempre, los
cami-nos me dan tiempo a pensar ¿Es por eso que somos tan sanos?
¿Porque caminamos mucho? Nuestra raza es caminadora por
excelencia. El caminar hace agitar los pulmones y el corazón; los
músculos trabajan y no se junta grasa.
Recordó lo que dijera su padre, allá en Curva. Lo veía
claramente, sentado en la puerta de su casa, mientras caía una de
esas lluvias tropicales, tan frecuentes en esos lugares.
-La Pachamama, la Madre Tierra, cura muchos males, pero
hay que estar en contacto con ella. Por eso los animales no se
enferman tanto como la gente; andan desnudos y la tierra los toca.
¿No ves como todos se revuelcan y viven sanos? Pero la gente trata
de aislarse de ella, se encierra en cuevas artificiales de ladrillo y
cemento, pone la ropa como barrera, sus zapatos que no dejan tocar
el suelo, y sus ciudades casi en ninguna parte tienen tierra. Por eso,
los promesantes que hacen la promesa de ir descalzos hasta el san-
tuario de la Virgen o del Señor, sanan de sus enfermedades; pisan la
Pachamama y ella los sana –le recomendaba.

De pronto, notó que se hacía más y más oscuro. Alzó la vista


al cielo y recién se dio cuenta. Perdido en sus pensamientos, no

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advirtió que la tormenta se le venía encima y el camino se borraría
totalmente. Si le agarraba la nieve en la planicie, no tenía salvación;
allí no había cuevas, huecos, ni siquiera una piedra grande bajo la
cual meterse. Recordó que arriba, al final de Campo de la Laguna,
existía un puesto, en Corral Hoyada. Si podía llegar allí, estaba
salvado, sino... ¡pachallampis tololoj!
Apuró lo más que pudo, y su corazón comenzó a agitarse ¿Por
qué unos cerros tenían puna y otros no? ¿Sería por el contenido en
minerales? El nublado se cerraba a su alrededor y recordó, mientras
movía automáticamente los pies: Si no me hubieran hecho quedar
en Sicilera hasta bien entrada la mañana... Pero esa chiquita, atada
a la cama, babeante y con los ojos blancos...
-¿De cómo se ha enfermado? -preguntó a la madre.
-No sé, don Narciso -respondió la mujer-. Hace dos semanas
salió a jugar al campo, y sus hermanitos dicen que se jué pa'l lugar
donde sale el agua de las peñas. Estos días pasados, de dormida,
abría los ojitos y decía ¡La sirena! ¡La sirena! y se jué empeorando
hasta quedar así.
Él se hizo mostrar el manantial, pidió las ropas que vestía la
niña esa vez, y preparó con ellas una especie de muñeca. A media-
noche, solo, con un braserito de barro en una mano, las ropas en la
otra y su alforja al hombro, se dirigió a la vertiente de agua. Bajo
los churquis de la quebrada angosta, en la oscuridad el líquido
parecía petróleo, que manaba entre unas piedras grandes como
ovejas. La noche estaba fría, pero tranquila.
Evidentemente allí había algo; un aura maligna se desprendía
de ese lugar. Al amparo de una piedra, Chincanqui prendió una vela
y la opresión disminuyó. Tomó la muñeca, la arrastró en la arena, al
lado del agua, trazando una cruz, mientras rezaba un Credo.
Sopló y avivó las brasas del brasero. Extrajo de su alforja
hierbas aromáticas secas y las echó encima de los carbones
encendidos. Un humo espeso se elevó, difundiendo un fuerte aroma.
Le pareció oír un chapaleo, pero continuó. Sacó una pequeña
campanilla de bronce y la hizo sonar prolongadamente, mientras
llamaba al espíritu de la pequeña:

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-¡Veente, veente! ¡Veente chiquita, vuelve a tu centro y lugar,
donde Dios te puso! -exclamó en voz alta.
Por dos veces más repitió el llamado. Al terminar, colocó la
ropa en el centro de la cruz dibujada en la arena y la apretó con
fuerza. En ese momento, una ráfaga de viento apagó la vela y le
pareció sentir un ulular ¿O era el viento al pasar entre las peñas? De
cualquier forma, decidió que era hora de irse. Cuando se retiraba,
escuchó otra vez el chapoteo, como de sapos que estuvieran metién-
dose al agua.
En cuanto entró en la casa, desató a la pequeña, que se ar-
queaba con las convulsiones y, a duras penas, con la ayuda de los
padres, la vistió con la ropa que trajo. Cosa extraña, enseguida se
aquietó, cerró los ojos y se durmió profundamente.
Por la mañana, le preparó una infusión de rayopiedra. La niña,
temblorosa todavía, pero ya en su estado normal, la tomó. Recién
entonces se despidió de la familia y pudo seguir su camino.

Apuró el paso. No iba a ser bueno que le agarrara la noche allí


a esa altura. Mientras pudiera caminar, no tendría problemas, pero
si se detenía por alguna causa, era segura la muerte por congela-
miento. Algo le rozó la mejilla. Miró su poncho. Un copo de nieve
se posó suavemente y luego otro y otro más.
-Lo único que faltaba, que comience a nevar -masculló con
alarma.
Se bajó el pasamontañas cubriéndose la cabeza y comenzó a
tranquear. Más allá la nevada iba cubriendo plantas, piedras ¡y el
camino! El pánico lo invadió apretándole el corazón. Ahora ya no
se veía nada, todo era una uniforme extensión blanca. Caminó unos
minutos más y de pronto escuchó el rumor del agua. Lentamente, se
asomó a un borde. Allá abajo corría el torrente. Un paso en falso y
hubiera caído allí.
-Pinta feo el asunto -volvió a murmurarse y continuó con pre-
caución.
A los pocos minutos se encontró delante de una grieta y tuvo
que reconocer que estaba perdido. Trató de serenarse. Se detuvo y

16 – ToQo Zuleta
trató de escuchar algo, el balido de una oveja o el ladrido de un pe-
rro que lo orientara, pero nada.
-Bueno, Chincanqui, parece que hasta aquí llegó tu suerte
-volvió a opinar consigo mismo.
Tenía que caminar para algún lado; por alguna parte debía es-
tar el puesto. El viento con una blancura de pesadilla, soplaba con
más fuerza en la planicie despejada del Abra. Se acordó del peligro-
so surumpio, la ceguera que ataca a los salineros y a los caminantes
de la nieve. Los ojos comienzan a lagrimear más y más, los párpa-
dos se hinchan y finalmente, uno queda ciego. Se previene pintán-
dose los ojos con hollín o poniéndose antiparras con vidrios oscu-
ros. Pero de una cosa estaba seguro; no tendría tiempo de quedar
ciego. La muerte por congelamiento llegaría más rápida, así que de-
cidió no perder tiempo en cuidar su vista. Tenía que encontrar cuan-
to antes un refugio; la noche llegaría rápidamente y entonces sería
más fácil despeñarse o caer en una hendidura.
¿Adónde iba? Nada se divisaba ya; tan sólo piedras o alguna
llareta gigantesca cercana sobresalían aquí o allá. ¿En qué dirección
estaría el puesto de Corral Hoyada? Un hielolazo le apretó el cora-
zón. ¿Estaba perdido? Trató de recordar para dónde continuaba el
camino. Tenía que seguir derecho. El puesto se alzaba al lado de un
río que bajaba fragoroso hasta Querosillayoc. El pie derecho se le
hundió en el vacío y se fue de bruces. La nieve tapaba una rajadura,
angosta y poco profunda por suerte. Se levantó a duras penas, impe-
dido por el peso de su alforja.
-Así no voy a ningún lado. ¡Pachamama, no me lleves toda-
vía! -volvió a decirse.
Una idea surgió en su mente. Se irguió, llenó los pulmones y
lanzó un fuerte alarido. Caminó otro poco y repitió la maniobra.
Cuatro veces así y ya estaba totalmente oscuro. Creyó escuchar algo
allá adelante y el corazón le brincoteó. Levantó el pasamontañas. El
viento helado le castigó la cara, y los oídos comenzaron a dolerle,
pero siguió caminando así, tratando de escuchar el ríorumor.
La nieve que caía borraba rápidamente sus huellas y los ojos
estaban lagrimeándole. De pronto, en medio del vientogemido, le
pareció escuchar un grito. Se paró y escuchó con todo su cuerpo,

CHINCANQUI - 17
para ver si se repetía. Así fue; venía un poco de su izquierda.
Contestó, todo lo fuerte que le permitía su cansancio y se encaminó
hacia allí, con todos sus sentidos alerta. El siguiente grito sonó más
cercano. Al correr tropezó, cayó, se levantó, comenzó a sentir el
aguaruido, y vislumbró de dónde venía. Una peña alta, al pie de la
cual recordaba que estaba el puesto de Corral Hoyada. El balido de
una oveja se alzó enfrente de él, un perro ladró, y súbitamente la
vio, parada encima de una piedra, con el sombrero metido hasta las
orejas, envuelta con un rebozo rosacolor, temblando de frío.

Así fue como se conocieron. Ella le salvó la vida y él le pagó


con otra. Vida por vida, la ley no escrita ni dicha de los lugares
bravíos. Esa noche, sentados al lado del fuego calientapiés, los dos
conversaban.
-¿Y usted qué eres, señor? -le preguntó la pastora, levantando
la tapa de una olla donde hervía harina de maíz.
-Soy yunga, yo curo particular -respondió.
Ella lo miró con curiosidad ¿Así que ese era uno de los
famosos yungas? Había oído hablar de esos médicos indígenas que
vivían en ninguna parte y llegaban justo cuando más se los
necesitaba. Recordó que a su padre accidentado, con la pierna
hinchada, hedionda y llena de gusanos, lo curó uno de ellos. El
curandero se acercó a su catre, le descubrió la pierna, se agachó,
murmuró algo ¡y los gusanos comenzaron a caer al suelo,
retorciéndose! Cuando no quedó ni uno, le lavó la herida con el
agua de unos yuyos que hizo hervir. Al día siguiente la hinchazón
había desaparecido y carne nueva ya cubría la parte infectada.
Pero ese yatiri que curó a su padre y al que despidieron con
toda clase de atenciones y regalos, tenía un poncho de vivos
colores, y este vestía de negro. La alforja, sí era parecida, de
nochecolor, bordada con las iniciales de su propietario: la N y la C.
En un cuenco de palo, con cuchara también de madera, le
sirvió una sopa con papas y charqui. Narciso la recibió y comenzó a
comer. La pastora se levantó y salió a la puerta. Ya había anoche-
cido, seguía nevando y creaba una oscuridad blanca, pero ella con
paso seguro, se dirigió a una parte donde el alero del techo no había

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permitido que se juntara nieve en el suelo, se acuclilló y orinó; el
hueco que hacía de puerta de la cocina relumbraba rojizo en la
oscuridad. Volvió y se sirvió comida en otro plato; mientras comía,
miró de reojo al hombre. Era moreno, más que los vallistos y
quemado por muchos soles; tendría entre treinta y cuarenta años.
Sus ojos la impresionaban. Miraban de frente, sin parpadear, y la
hacían sentir rara.
-¿Cuántos años tenís moza? -le preguntó él.
-Dieciocho, señor -contestó, sin mirarlo.
-¿Y ya tenís hombre? -inquirió el curandero.
-¡No me digáis esas cosas señor! -respondió, entre cuchara y
cuchara de comida.
-¿Sabís que me has salvao de morir? -continuó Chincanqui
mientras hurgaba en su alforja.
-No sé señor -Mirándolo disimuladamente, por abajo del
sombrero, ella vio que sacaba una bolsita.
-¿Y por qué me has gritao? -insistió él. Ella lo miró.
Simplemente ¿qué podía contestarle, si no sabía porque lo hizo? El
yunga le alcanzó la bolsita.
-Tomá para vos, son pepitas de oro de la Rinconada -le dijo.
La pastora no contestó nada, ni hizo ademán de tomarla.
-Ahí te lo dejo -reiteró Chincanqui y depositó la bolsita al
lado de los platos vacíos.
Mostrándose apurada, ella tapó la olla de sopa con una piedra
plana y se levantó
-Hasta mañana señor -le saludó mientras salía.
-Hasta mañana -respondió.
Se sacó las lanamedias, poniéndolas a secar cerca del fuego.
Allí estuvo un largo rato, dándolas vuelta de uno y otro lado,
pensando, como siempre, pero esta vez parecía que sus pensamien-
tos eran otros.
Con una súbita decisión, depositó su alforja en un rincón, en-
cima de su poncho, dejó las medias sobre una piedra cerca del fue-
go, se calzó las abarcas y salió de la cocina. Al frente se alzaba la
casucha que hacía de dormitorio. Todo era silencio allí. Se encami-
nó al hueco que también aquí servía de puerta, cubierto con un raído

CHINCANQUI - 19
cobertor de lana, pero enseguida los perros que dormían junto a la
pastora se le enfrentaron a los ladridos.
Ella estaba despierta, y esperaba. Ya sabía lo que iba a pasar; re-
signadamente hasta lo deseaba.
-¡Shh! -hizo callar a los perros-. ¿Qué querís señor? -le preguntó.
-Dame unos cueritos pa' dormir -contestó, asomando la cabeza.
-Pasá pues señor, sacate -musitó ella. Él entró.
Adentro estaba tibio y los perros lo recibieron con gruñidos. Tan-
teó en la oscuridad, en el piso tocó los lanudos cueros que hacían
de colchón, y algo más: apenas cubiertas con una áspera frazada, las
robustas piernas de la moza. Sin decir nada, levantó la frazada y se
deslizó a su lado. Ella, también sin hablar, se corrió a un costado,
haciéndole lugar. Los perros, aplacados, se durmieron. Nadie en el
mundo lo sabía, pero en ese momento comenzaba a existir Arsenio.

20 – ToQo Zuleta
Capitulo II

CHUQUISACAÑAN

Chofer y pasajeros, unas diez personas en total, dormían en la


plaza de una población perdida en medio de los Andes Centrales. El
camión en que viajaban rumbo a Sucre era un Skoda nuevo, blanco
y celeste, cargado de harina de trigo argentina con el nombre de un
molino cordobés en las bolsas.
Uno de los pasajeros, tenía expresión inteligente y alerta.
Moreno, joven de más o menos veinte años, regular estatura, ojos
cafés, delgado, acusados rasgos indígenas y pelo nochecolor, estaba
íntegramente vestido con ropa de cordellate negro, teñido por su
madre con hollín y orina.
Narciso Copatiti nació en Curva. Su padre fue uno de los fa-
mosos jampiris, la casta de médicos del Tawantinsuyu. Nadie como
ellos para advertir en las hojas de coca las tres dimensiones del
tiempo, o para curar, con remedios animales, vegetales o minerales
cuyas propiedades conocían desde hace siglos; pero el curandero
había muerto, así que sólo le quedaba una hermana, menor que él, y
su madre. Precisamente ella, desde ese ignoto rincón del Alto Perú,
enviaba a su hijo a estudiar medicina en la Universidad Mayor de
San Francisco Xavier de Chuquisaca.
El repique de las campanas lo despertó. Toda la noche se la
pasaron dando vueltas como carne a la cancana para cambiar de
posición sus caderas, porque las bolsas de harina resultaron ser más
duras que talón de indio. Menos mal que era verano y no hacía frío.

CHINCANQUI - 21
-¿Duro no? -le preguntó Moya, un estudiante de Huacareta,
mirándolo con sus ojos de gato, en ese momento enrojecidos, señal
de que tampoco durmió bien.
-Como descansar sobre las lajas de la calle -contestó.
-¡Para colmo, justo en la madrugada, el bochinche de los
borrachos que salen de las chicherías! -agregó su compañero.
-Podríamos ir a tomar café -propuso Narciso-. Total, ya ha
aclarado.
-¡Claro! O api con tortillas y buñuelos -aceptó Moya.
Se incorporaron. El camión se encontraba al costado de una
plaza en plano inclinado, rodeada por barrocasas sin revocar, techa-
das con paja, increíblemente viejas y todas de altos. Nubes bajas
que amenazaban lluvia impedían ver los cerros próximos. Hombres
ensombrerados y cholitas envueltas en sus mantas cruzaban el em-
pedrado rumbo a la iglesia maciza, de torre cuadrada y se perdían en
su portalón.
Con el cuerpo dolorido, bajaron a duras penas del camión y
caminaron por las sierpecalles del pueblo, hasta que, a la vuelta de
una esquina, encontraron el mercado. Entraron por en medio de los
puestos de verdura. Al fondo, después de las carniceras, estaban las
vendedoras con sus braseros, donde humeaban las pavas de café y
las ollas de mazamorra morada.
-¿Qué se van a servir, niñitos? - invitó una de las mujeres, jo-
ven y sonriente. Conquistados y sintiéndose conquistadores, entra-
ron al puesto y tomaron asiento sobre un banco de madera.
-Yo voy a tomar café con pan -pidió Moya.
-Y yo voy a querer api con tortilla -dijo Copatiti.
La puestera sacó de una lata un bollo con chicharrón, cortó la
mitad y la puso en un plato. De la pava vertió café aromático en un
jarro enlozado y alcanzó ambas cosas a Moya.
-Ya tiene azúcar niñituy -le advirtió. Con un cucharón echó
mazamorra morada en un vaso de vidrio y se la sirvió a Narciso.
Luego, tomó un poco de masa, sus dedos le dieron forma de disco y
lo echó diestramente sobre una paila de cobre donde chirriaba la
grasa. Enseguida la tortilla orocolor se ampolló al cocinarse; la de-

22 – ToQo Zuleta
positó en un plato delante de Copatiti y se dispuso a repetir la ope-
ración.
Mientras desayunaban, los dos viajeros la observaban. Moya,
un mocetón alto, blancón y bien parecido, no pudo con su genio
mujeriego.
-Linda la imilla. Si se sacara la pollera y se pusiera vestido,
quedaría hecha una niñita -comentó.
-No veo la importancia -opinó su compañero.
-¡Me extraña, hermano! -exclamó y agregó en voz baja-. En
nuestro país, las mujeres están condenadas; si nacieron con el ajsu,
esa tela negra que les envuelve el cuerpo, tienen que ser indias toda
la vida; si les tocó ser cholitas no pueden sacarse la pollera. Y toda-
vía hay más: aunque tengas vestido, eres chota; recién si eres de
buena familia, eres niñita.
Ya en voz alta, se dirigió a ella.
-¡Bonita y trabajadora! Seguro que tendrás novio ¿no? –re-
quebró a la moza.
-No, no tengo -contestó ella, sin mirarlo.
-¿Y no quisieras probar suerte con un chuquisaqueño? -atacó.
La joven alcanzó otra tortilla a Narciso y se paró con los bra-
zos en la cintura delante de ambos, magnífica sobre sus recias pier-
nas, descubiertas hasta el muslo por su pollera yuta.
-¿Sabes una cosa jovencito? Yo soy cholita. Mi madre tiene
un puesto de frutas aquí en el mercado. Desde que me acuerdo me
crié sentada en el fondo del puesto, y más grande la ayudaba, aten-
día a mi hermanito, limpiaba la casa, cocinaba la comida o vendía
fruta. No he podido ir a la escuela más que los primeros años, pero
aquí en el mercado he aprendido muchas cosas y te puedo asegurar
que en reñir o insultar puedo ganarle a cualquiera de las más viejas
de aquí. Por eso no he tenido tiempo para jugar. Sí, quizás he juga-
do a ser persona grande, aunque a veces no es muy divertido. Lo
único que me gustaba era bailar por las noches, sola, aquí, delante
de los puestos vacíos, mirando a las estrellas, hasta que una noche
me agarraron por la fuerza y desde entonces ya no bailé...
-Pero yo no... -quiso explicar Moya.

CHINCANQUI - 23
-Entonces no me engañes, jovencito. Seguro que eres estu-
diante y estás de paso. Eres simpático, con tus michiñawis, pero
tampoco puedes querer tomar agua de todos los arroyos que
encuentres.
Dicho esto, retornó a su trabajo. Sin decir nada, le pagaron y
volvieron al camión.
El chofer echó combustible desde una lata y puso en marcha
el motor.
-¡Arriba! -ordenó. La dueña del camión se ubicó en la cabina,
junto con una pasajera. Los que viajaban en la caja, sobre la carga,
pagaban menos. El que deseaba viajar en la cabina, junto con el
chofer y la dueña, pagaba más.
El sol ya doraba las cumbres de los cerros cuando prosiguió el
viaje. Treparon por una empinada cuesta que salía del pueblo. En el
trayecto se veían campos sembrados con maíz y muchas casas con
las puertas tapiadas y sus techos cayéndose de viejo.
-¿Por qué están abandonadas esas casas? -preguntó Copatiti.
-Es gente que se fue a la Argentina. Fueron a trabajar a la
zafra o a la cosecha de fruta, ahí nomás se quedaron a trabajar en la
construcción, vinieron a llevar su familia y no volvieron nunca.
-¿Y por qué no vuelven? ¿No es su tierra acaso?
-Sí, pero tú vieras lo que es ese país. Yo conozco hasta Jujuy,
porque mi hermana era pilota. Llevaba coca para vender en Salta y
Jujuy, porque son los dos únicos lugares de la Argentina donde está
permitida.
-¿Pero no le quitaban los gendarmes?
-No sólo los gendarmes. Hay la policía federal, que le dicen,
la policía provincial y en la frontera la aduana, pero mi hermana ya
conoce cómo y por dónde se hace pasar. Yo mismo, cuando viajaba
con ella llevaba mis dos o tres kilos. Ahí es donde estoy conociendo
la Argentina.
-¿En qué viajabas?
-De Tarija, donde vivía ella, nos íbamos en flota hasta la
Mamora, cerca de Bermejo. De ahí agarrábamos un camión a Los
Toldos, que es ya la Argentina. Ahí no revisa nadie, porque es un
pueblo al que se entra únicamente por Bolivia.

24 – ToQo Zuleta
-¿Cómo puede ser eso?
-Es que está rodeado de monte, de cerros y de río, así que por
territorio argentino no se puede entrar; los mismos gauchos a la
fuerza tienen que pasar a Bolivia, ir hasta la Mamora y de ahí recién
pasar otra vez la frontera y llegar a Los Toldos, en Salta.
-¡Qué lío!
-No es lío cuando se sabe. Casi todos los que pasan van por ahí.
-¿Por qué emigran?
-Vos no sabes lo que es allá. Hay de todo, no falta comida ¡y
las mujeres! Todas rubias, altas, lindas.
-Como para quedarse.
-Eso hace la mayoría; como allá hay más comodidades y el
trabajo les rinde más, se compran un terreno, hacen su casita y sus
hijos ya no quieren venir aquí.
Narciso lo miró intencionadamente.
-Tú también vas a hacer lo mismo en cualquier momento
-punzó.
Moya no supo qué decir, porque uno de sus anhelos era
justamente irse a la Argentina. ¡Ni que le hubiera adivinado el
pensamiento! Así que mejor decidió cambiar de conversación.
El camino se retorcía en vueltas y revueltas, ciñéndose al
contorno de la ríoorilla y en esos momentos, el camión avanzaba
por el valle, en medio de árboles en cuyas ramas se habían enredado
vides, así que sobre la ruta pendían racimos de uva, al alcance de la
mano.
-Esto me hace acordar de una vez que fui a Yacuiba -deslizó
Moya -estábamos pasando en medio del monte. Teníamos la suerte
de viajar en un camión casi vacío, que iba a buscar mercadería a la
frontera. Éramos trece pasajeros ¿mal número, no? Sentados en la
compuerta trasera estaban cuatro campesinos; el ayudante y dos
pasajeros se hallaban parados, con las espaldas apoyadas en una de
las barandas. En la otra, todas sentadas, las mujeres; una chola
paceña, comerciante, que no le perdía mirada a un bulto blanco
colocado al medio y no dejaba que nadie lo pisara ni se sentara en
él. Después me enteré que ahí llevaba charangos de Aiquile. Las
otras dos parecían madre e hija. Tenían ropa de luto y la más joven

CHINCANQUI - 25
a ratos le daba el pecho a una criatura de meses que llevaba en
brazos. En la parte delantera, iba yo con mi hermana. Estaba parado
para ver el paisaje y me resguardaba del viento con un poncho.
Nunca supe, ni tampoco nadie supo decir, si se descolgó de
algún árbol, o si cayó del borde del barranco bajo el cual pasaba el
camión en esos momentos. Lo concreto fue que, con un golpe
sordo, como de una piedra que cayera en la arena, apareció entre
nosotros una víbora. Enfurecida y medio atontada, se retorcía sobre
el bulto blanco.
-¿Una víbora? -se sorprendió Copatiti.
-Y nada menos que de cascabel. ¡Si vieras! Todos nos
quedamos congelados ese rato, con la vista clavada en la serpiente.
Sólo el camión, totalmente indiferente a lo que pasaba, seguía su
marcha. En eso se le pasó el atontamiento a la víbora, se enroscó y
levantó la cabeza, mientras hacía sonar los cascabeles de su cola.
Todos estábamos a su alcance, nadie podía escapar, pero las que
estaban más cerca eran las mujeres y especialmente la que tenía el
bebé. Y la miraba a ella. Parecía que la tenía hipnotizada. Justo el
chiquito empezó a moverse y a manotear. Bueno, todos me dicen
que tengo algo de gato, por los ojos y porque me muevo rápido y
silencioso. Por eso me pusieron de apodo Michichaqui.
-¿Pies de gato? Muy largo, yo te voy a decir Michi nomás
-bromeó su compañero.
-Entonces, le tiré encima el poncho que llevaba en las manos,
con tanta suerte que la tapé. Ahí nomás hicimos frenar el camión,
bajamos a los grandes saltos y después, todos con palos, liquidamos
a la víbora. Todavía guardo los cascabeles. ¡Lástima que, cuando
apaleábamos al animal, rompimos algunos charangos con los
garrotazos y después la paceña lloraba!
Narciso quedó pensativo luego de oír la historia. Miró de
reojo a los otros pasajeros, que también habían escuchado. Algunos
miraban de rato en rato, con desconfianza, los árboles, que poco a
poco comenzaron a ralearse, a medida que el vehículo trepaba y
salía de la quebrada. El paisaje se hacía más árido, con árboles
espinosos y matas de pasto. El camión cruzó un abra y comenzó a
bajar hacia otro valle, más cálido y verde. El frío de las cumbres

26 – ToQo Zuleta
desapareció y el calor del mediodía obligó a que todos se despo-
jaran de sus abrigos.
Pasaron un puente y comenzaron a encontrar campesinos que
arreaban vacas por el camino. Entraron a un pueblo y el chofer paró
para cargar combustible y almorzar. Copatiti compró de las vende-
doras que ofrecían comida, un plato de chorizos trozados, con mote.
Michi comió unos huevos fritos con fideos. La dueña del camión,
una cochabambina de pollera les invitó queso, cebolla, tomate y el
infaltable ají locoto, todo picado.
Sentados a la sombra del camión, con la barriga llena y el
corazón alegre, el de ropa negra comentó:
-Cualquiera puede creer que estos pueblitos son aburridos y
que nunca pasa nada, pero no es así.
-Mira, yo ya estoy cansado de Huacareta. No veo la hora de
salir de ahí. Siempre igual, las mismas casas, la misma gente, sin
horizontes ni diversiones. Te aburres y terminas dedicándote a la
borrachera -replicó Michi, haciendo un elocuente ademán con el
pulgar hacia la boca.
-Sin embargo, en lugares así es donde el hombre florece en su
plenitud, o se hunde. Es como la música, que puede ser elemento de
elevación o de perdición. Además, el trabajo del campo te hace sano
físicamente y el tener que hacerte tú mismo muchas cosas,
desarrolla tu creatividad y te hace independiente –explicó soñado-
ramente Narciso.
-¿Pero en lo espiritual, en lo intelectual? -atacó el otro.
-Ahí ya depende de la formación que te hayan dado tus padres
y de ti mismo. Siempre recuerdo a Padilla, un pueblo que no llegaba
a los mil habitantes y que se dio el lujo de tener siete periódicos al
mismo tiempo.

De un hotel donde almorzaban salió la dueña del vehículo con


el chofer y les dijo:
-¡Jaku ripuna! ¡Vámonos!
El pueblo siguiente estaba de fiesta. Por las calles pasaban
hombres tocando sus charangos y de las casas salía música de

CHINCANQUI - 27
sicuris; daban ganas de quedarse, pero tenían que seguir. El camión
salió rumbo al valle de Chuquisaca; atravesó unos cuantos cerros y,
ya entrada la tarde, descendió al río Grande, cuyas riberas aparecían
verdeantes de caña de azúcar. Pasó al lado de una finca con
naranjales y llegó al puente.
-Nada que ver con el puente Arce –dijo desdeñosamente
Michi.
-¿Dónde queda? –curioseó Copatiti.
-Es un puente colgante sobre el río Pilcomayo entre Potosí y
Sucre y vieras, tiene dos torres almenadas de castillo medieval en
cada extremo, pintadas como iglesia, de las que bajan los cables
aguantadores del piso de madera, suspendido a unos cinco metros
del agua.
El chofer hizo alto al otro lado; Moya se desperezó y, siempre
ocurrente, exclamó:
-¡Bueno, habrá que cambiar de agua a las aceitunas!
Todos bajaron; las mujeres se fueron por un lado, buscando la
protección de los matorrales; los hombres por ahí nomás sin muchos
problemas. Una vez hechos el pis y el puj, retornaron al vehículo,
que prosiguió su marcha. Cruzó por el río Chico, de aguas claras,
que desembocaba en el Grande, turbio y crecido; el aire estaba lleno
del olor característico de la creciente. El camino continuaba por la
ribera, en pleno valle y los sembradíos se sucedían unos a otros,
tanto en las partes bajas como en las laderas.
-Aquí se nota la Reforma Agraria, en cambio por donde yo
vivo, no -comentó Narciso.
-¿Ah sí? No hay mucha diferencia; antes era el patrón, ahora
el sindicato- repuso Michi.
El Skoda paró en un poblado, donde enseguida se arrimaron
unas vallunas ofreciendo vasos de chicha.
-¿Qué es aquí? -preguntó.
-Esto es Chuqui Chuquí. ¿Vamos a cenar?- preguntó a su vez
Michi al chofer.
-No, todavía está claro; seguiremos hasta el Chaco y allí
comeremos y dormiremos -respondió.

28 – ToQo Zuleta
-¿Puedes llevarme a Sucre, maestrituy? -inquirió al conductor
un valluno que se acercó con una carga a la espalda.
-¡Sube nomás, compañero pallka maqui, kaspi fusil, pitu
polvora, janka munición!- le contestó en tono jocoso.
Con un ágil movimiento, el valluno se quitó el voluminoso
atado de la espalda y lo levantó hacia la caja del camión. Copatiti
tiró de él y lo puso encima de las bolsas de harina. El hombre trepó
por la rueda, subió por la baranda y ya estuvo adentro.
-¡Gracias, jovencito! -le agradeció, mientras el vehículo
proseguía.
-¿Qué le habrá querido decir el chofer? -deslizó Michi,
curioso.
-Es fácil. ¿No te acuerdas que cuando se hizo la Reforma
Agraria los campesinos hacían la V de la victoria con la mano? De
ahí viene lo de pallka maqui, mano con dedos en horqueta. En
cuanto a lo de kaspi fusil, fusil de palo; pitu polvora, pólvora de
harina de maíz; y janka munición, balas de maíz tostado; todo es
una burla referente a que los indios no tienen armas de fuego -aclaró
Narciso.

El Chaco era la antigua finca de uno de los mayores


potentados de Sucre. La casa de hacienda, ahora sede del sindicato,
estaba al otro lado del río, así que el camión paró en medio de las
indiocasas y los pasajeros descendieron. Ya era de noche y algunas
velas prendidas indicaban los locales donde se podía comer y tomar.
Unos se sentaron en los bancos de madera, otros en los troncos o
piedras diseminados por allí. El calor tropical era intenso, los
insectos atraídos por la luz revoloteaban entre los viajeros y algunos
se atrevían a posarse cerca de los platos de comida. Michi engullía
el mote con chicharrón con tanta rapidez, que Copatiti tuvo que
apurarse a comer antes de que su compañero terminara la fuente.
-¡Pareces nacido en la yarkay wata, el año de la hambruna!
-tuvo que decirle para que el otro se contuviera. Moya se limpió la
boca, espantó unos insectos y le contestó.
-Es que estaba con hambre, hermano.
-Sí, se ve. ¿Qué te parece si tomamos una cervecita?

CHINCANQUI - 29
-¡O dos, yo no me opongo!
Pero la bebida estaba caliente, así que a duras penas
terminaron una botella y luego treparon al camión a fin de tratar de
arreglar una cama mejor que la de la noche anterior.
El valluno los miraba hacer, mientras permanecía sentado al
lado de un fueguito humeador que había prendido un poco más allá
del camión. Pero era imposible dormir. Nubes de mosquitos los
asaltaban, obligándolos a espantarlos a cada instante. Si se tapaban
la cara, el calor los asfixiaba, así que Narciso, cansado de la
desigual batalla, saltó del camión y se vino al lado del valluno.
-Tiaricuy niñituy, siéntate -le dijo el campesino, y el diálogo
continuó, siempre en quechua-. ¿No te han dejado dormir los
zancudos? Estas hojas que le pongo al fuego humean y ese humo no
les gusta.
-Menos mal que no hay paludismo -observó Copatiti.
-No, niñituy, todo este valle está desinfectado -contestó el
valluno-. ¿Eres estudiante?
-Sí, voy a comenzar la Universidad. ¿Y tú vives aquí?
-Desde siempre. Todos mis antepasados son del valle.
-¿Ahora viven más felices?
-No creas. Entre nosotros también hay gente mala y en el
sindicato a veces hay quienes no parecen campesinos sino más bien
patrones. Pero siempre es mejor ser esclavo de uno mismo y no de
quien cree que es más grande que ti y no te baja de ¡guano faca!,
¡burro uma!, ¡llama aka! y otras cosas peores.
-¿Tú has sido pongo?
-Claro que sí y mi mujer también sirvió a los patrones como
mit´ani. Por eso te puedo decir que ahora estamos mejor. No te
imaginas lo que era la vida de nosotros antes. No hubiera sido nada
el trabajo. Al fin de cuentas, para la mujer hilar, tejer o cocinar y
para el hombre hacer las faenas a que estaba acostumbrado, todo sin
que nos pagaran, no hubiera sido mucho. Lo peor era que se
abusaban de nuestras personas. Para los hombres no era tanto,
aunque el mayordomo si no hacíamos caso nos castigaba a látigo
limpio, pero las mujeres eran las que más sufrían. Todos nos
acordamos por ejemplo del dueño de la finca donde yo vivía, que

30 – ToQo Zuleta
tenía doce mujeres, escogidas de entre sus arrenderas más jóvenes y
que iba turnando cuando se aburría. Ellas lo atendían en la casa
hacienda; allí les daba de comer al mediodía en una batea larga de
madera, como a los chanchos y dormía a la noche con todas. Era de
ver en Carnaval, las hacía vestir con sus mejores polleras, él se
ponía su ropa de fiesta y salía en pandilla con las doce, bailando por
todas partes.
-¿Pero cómo va a existir la esclavitud ahora? -se extrañó.
-Es como te cuento. En el valle sufrimos abusos, tortura y
persecución de sujetos que quieren apropiarse de nuestras tierras y
como estamos tan lejos y tan aislados, nunca se sabe nada.
-¡Y quiénes son?
-Los hijos de antiguos hacendados que, antes de la Reforma
Agraria eran dueños de grandes terrenos que nunca utilizaron para
trabajar.
-¡Tienen que denunciarlos!
-Los hemos denunciado, pero sólo ha servido para que nos
persigan más todavía. Uno de ellos especialmente, el Coenque sigue
atormentando a los campesinos que tienen la desgracia de vivir
cerca de él.
-¿Qué les hace?
-Mató a latigazos a mis compañeros Juan Cuajira y José
Incakari, no dejaba vivir a los niños que vivían en su hacienda,
dejaba vivas solamente a las niñas y enterraba medio vivos a los que
no le hacían caso.
-¡Qué barbaridad!
-Desde temprana edad mantenía relaciones sexuales con las
niñas, el trabajo era forzado desde las cinco de la mañana hasta las
seis de la tarde, de noche hacía dormir a todos bajo candado, no
respetaba ninguna mujer y mató a dos hijos que tenía. Pero si me
permites, voy a traer más leñita y te sigo contando.
-Yo te acompaño -ofreció Narciso, y le siguió al monte
cercano.
-Ten cuidado con las víboras, niñituy, a veces están enrosca-
das bajo las leñas secas -le aconsejó.

CHINCANQUI - 31
En plena oscuridad, juntaron unas cuantas ramas, que trajeron
al lado del fuego. El campesino se sentó y, mientras atizaba, le dijo:
-Te contaré, pues, lo que pasó en esta misma finca, hace
varios años, cuando yo era chico.

Esto le contó en quechua el valluno a Chincanqui:


-¡Pongo, jamuy! ¡Jaywamúay uj sillata; faltan kayman! ¡Ama
khuchichaychu alfombradota! ¡Chay puncupi suyaway!
-Ari, patronay.
-¡Bueno, kunanka ma ni ima ruana kanchu! ¡Yaykuy chay alcoj
puñunan chayman! ¡Chaypi suyamuanqui wajyamusunaycama!
Chaymantaqa nesitajtincu imapajpis watej wajyancu:
-¡Pongo! -nispa o sinori mitt´anita:
-¡Mitt´ani! ¡Riy chay millma phushkamuy! -nispa wajyanchaj
mitt´anitañataj.
Chaymantaqa mitt´aneqa tukuy ima ruanan tian chay semana
entero pongowan khuska. Tian tawa, phisqa pongos, mitt´ anis.
Ajina kasqa chay tiempos.
Chaymantaqa wakin patronas ancha arrechas kancu. Qosancu
jampun llajtaman, chaymantaqa quedacapun patronaqa sapan,
chaymantaqa qhawacun mayqen pongotachus, mayqen arrendero-
chus as allin paypaj.
Chaymantaqa:
-¡Pongo! ¡Jamuy! -nispa wajyan tukuy cariñowan.
-Ari, patronay -nispa pongo jamun.
-Wisay nanawasan, jamuy jampiwanqui, yaykumuy -nispa
yaykuchin dormitorionman.
Chaymantaqa:
-Ay patronay, ¿imanasqaykitajri? -nin.
-¡Jamuy! Wisay qhakowanqui, nanawasan -nispa ima crema-
wanchus, imawanchus qhaqochicusan.
Chaymantaqa:
-¡Ari, ari, chaypi, chaypi; kunanka, astawan uritaman, astawan
uraman makiyquita apay!- nispa astawan uraman apachicun.
Chaymantaqa na nisqa:
-¡Ay, pero señoray, chayaycusaniña -nisqa.

32 – ToQo Zuleta
-¡Ma imananchu, qhaqollay! -nisqa, pongo qhaqollasqapuni.
Chaymantaqa:
-¡Wichariway! -nisqa.
-¡Ay! ¡Pero imaynata! ¡Pero patronay! ¿Qanman wicharis-
qayqui?
-¡¡Wichariway niyki!! -nisqa, phiñallay wicharichiqusqa.
Y jinata sapa kuti wicharichiqullajña, ña yachajña.
-¡Jamunki q’aya kay horallatataj! -nispa -¡Jampiwaj jamunki!
-Vaya, patronay.
Kusiska llojsimpun patronata wicharispaqa. Ajinata cuenta-
cuncu arrendero masisnin.

Años después, cuando lo contaba en La Argentina, Chincan-


qui traducía así el diálogo de patrona y esclavo:
-¡Pongo, ven! ¡Alcánzame una silla que falta aquí! ¡No me
ensucies la alfombra! ¡Espérame en la puerta!
-Sí, patronay.
-¡Bueno, ahora no hay nada que hacer! ¡Entra ahí, donde
duerme el perro! ¡Ahí me vas a esperar hasta que te llame!
Entonces, cuando lo necesitaban para algo, lo llamaban otra vez:
-¡Pongo!- le decían, o si era la mit´ani, la llamaban diciendo:
-¡Mit´ani! ¡Ve a hilar esa lana!
Entonces, la mit´ani junto con el pongo tenía que hacer de todo
durante una semana. Había cuatro o cinco pongos y mit´anis. Así
era en aquellos tiempos.
Algunas de las patronas eran demasiado arrechas. Cuando su
marido se iba a la ciudad, quedaba la patrona sola; entonces miraba
cuál de los pongos o arrenderos le gustaba más.
-¡Pongo! ¡Ven! -lo llamaba con cariño.
-¿Sí, mi patrona? -contestaba él.
-Me duele el estómago, ven, me vas a curar. Entra -le decía y
lo hacía pasar a su dormitorio.
-¿Qué voy a hacerte mi patrona? -decía el pongo.
-¡Ven, me vas a frotar el vientre, que me duele! -ordenaba ella.
¿Con crema o con qué se haría frotar?
Él comenzaba y ella decía:

CHINCANQUI - 33
-¡Sí, sí! ¡Ahí, ahí. Ahora, un poquito más abajo, ¡¡lleva tu mano
más abajo!!
-¡Ay, pero mi señora! ¡¡Estoy llegando!! -exclamaba el esclavo.
-¡No importa! ¡Frótalo!- contestaba ella y el pongo frotaba eso.
La patrona ordenaba entonces:
-¡Súbeme!
Y el pongo atinaba a decir:
-¡Ay, pero cómo! ¡Pero mi patrona, cómo te voy a subir!
Y ella le gritaba:
-¡¡Súbeme te he dicho!! Y toda enojada obligaba al pongo a que
la poseyera.
Así, cada vez la patrona acostumbraba hacerse montar con su
pongo, y al salir le daba la orden:
-¡Mañana, a esta misma hora, has de venir a curarme!
-¡Sí, mi patrona!- asentía el pongo, y se iba contento, luego de
subir a su patrona.
Así contaban sus compañeros de arriendo.

34 – ToQo Zuleta
Capitulo III

SUCREPATAS

Muy temprano, antes que amaneciera, el camión abandonó el


valle y subió hacia las arideces de la montaña, aunque allá lejos se
divisaban pequeñas parcelas de cultivo como remiendos verdes en
los cerros. Estaba nublado y hacía frío, así que todos continuaban
envueltos en sus precarios lechos, hasta que llegaron a la aduanilla
de Sucre y un emponchado subió a la caja.
-¡Buenos días! ¡Por favor, levántense, que tengo que revisar la
carga! -vociferó.
Mientras el empleado miraba en medio y debajo de las bolsas,
miraron la aduanilla. Era una casilla de adobe, con un caño que
hacía las veces de barrera. En ese momento, el aduanero bajó de un
salto, y con una soga levantó la barrera.
Desde allí, el camino atravesaba Cala Orko y descendía hacia
la ciudad. Lo primero que vieron de ella fue la extensión de Mesa
Verde. Pasaron por entre unos maizales y, al dar vuelta una loma,
los cansados pasajeros avistaron al fin los tejados de Sucre.
-¡Ahí está, la ciudad de los Cuatro Nombres! -se alegró Michi.
-¿Por qué cuatro? -preguntó su compañero.
-Mira, los chuquisaqueños son orgullosos de su abolengo y de
varias cosas. Entre ellas de que su ciudad se llame Chuquisaca, La
Plata, Charcas y Sucre. Pero también de sus siete patas.
-¿Cómo?

CHINCANQUI - 35
-Claro, Hay siete elevaciones, pata patas, como las siete coli-
nas de Roma, con sus respectivos barrios, que se llaman, a ver si me
acuerdo: Samaypata, Alalaypata, Wayrapata, Surapata, Konchupata,
Munaypata y Charquipata.
-Es grande ¿no? -se admiró Narciso mientras comenzaban a
entrar por las calles.
-Imagínate. Si es capital histórica del país. Bolivia es uno de
los pocos países del mundo con dos capitales: una, la capital de
hecho, donde tienen su sede el presidente y los legisladores, y esta,
donde reside el Poder Judicial.
El camión se internó por una avenida, desde la cual se veían
claramente dos cerros al fondo.
-Ahí los tienes, el Sica Sica y el Churuquella. Esta vía de tren
lleva a Tarabuco -y señaló unos rieles que corrían por el medio de la
avenida.
El vehículo se detuvo al lado de una plazoleta en medio de la
cual se erguía un reloj, donde otros camiones llegaban o salían. El
chofer bajó y se colocó al pie de la caja.
-¡Pasajitos, por favor! -ordenó.
A medida que fueron bajando, pagaron el importe del viaje.
-Bueno, hermano, mira, yo me voy a los de unos parientes
donde me dan una pieza. ¿Tú tienes dónde llegar?
-No, la verdad, es la primera vez que vengo.
-Hagamos una cosa. Esta noche te vienes conmigo y mañana
ya te buscas una pieza por ahí. ¿Qué te parece?
-Bueno -se alegró Narciso.
Ambos tomaron sus bolsos de ropa y se internaron en la
ciudad.
-Esta es la avenida Arce, que va a dar a la plaza. Mis tíos
viven allá abajo, en la calle Urcullo -informó Michi, orgulloso de
sus conocimientos.
Pasaron por una hornacina en la pared, con puertas de vidrio.
En el interior, una cruz adornada con cintas de color y dos jarrones
con flores. Lo raro era el color.
-Mira, esa es la Cruz Verde -le señaló su guía.
-¿Y por qué?

36 – ToQo Zuleta
-Es verde como las de la Inquisición. Dicen que ahí mataron a
una mujer y unos esqueletos vestidos de frailes oficiaban misa en
este callejón y asustaban a los que pasaban por aquí de noche. Sucre
tiene cuatro cruces que puso San Francisco Solano en las cuatro
entradas a la ciudad para que no entrara el demonio, así que además
de ésta hay la Cruz de Popayán, la Cruz de San Rafael, y la Cruz del
Tata Cajoncito. Además por aquí hay buenas chicherías -y le guiñó
el ojo-. Con recias chicheras, las Pildoritas, las Auténticas, las
Guatteñas, las Chervecas... ya vas a ver -agregó con picardía.
Llegaron a una calle angosta, empedrada, que se desprendía
de la avenida y se empinaba en una leve subida. Moya se detuvo
frente a la única casa que no era de altos y tocó la hoja de madera de
un portón. Una mujer joven les abrió y en cuanto le vio lo abrazó.
-¡Primito! ¡Has venido, entra! -y se precipitó hacia el patio,
gritando-. ¡Papá, mamá, ha llegado el Michi!
De todas partes comenzaron a salir familiares que abrazaron y
saludaron afectuosamente al joven y lo acompañaron hasta su
cuarto. Él lo presentó y Narciso fue con ellos. Era una casa antigua,
con gruesas paredes de adobe, blanqueadas con cal, los techos
retejados, dos patios llenos de plantas en macetas, parras con
racimos de uva y un corral al fondo donde criaban gallinas y estaba
el horno de hacer pan. Al lado estaba el cuartito asignado al
estudiante. Pusieron unos cueros de oveja en el piso para Copatiti y
ahí durmió esa primera noche en la señorial Sucre.
Al día siguiente, se dedicó a conocer la ciudad, antes de
buscar habitación. Primero bajó al mercado, donde compró algunas
frutas y luego se encaminó a la plaza de Armas. Le llamaron la
atención los dos leones de bronce que custodiaban la estatua del
Mariscal Sucre. En un costado señoreaba la Alcaldía, más allá la
Casa de Gobierno. La Catedral lo impresionó con sus santos de
piedra. La Casa de la Libertad estaba abierta, así que entró y una
chica con su madre lo miraron. Estaban delante de un cuadro con
vidrio que contenía un paño celeste y blanco al que contemplaban
atentamente y comentaban entre ellas.
-¿Qué es esto? -se animó a preguntar.
La más joven se dio vuelta sonriéndole.

CHINCANQUI - 37
-Es la primera bandera argentina -le contestó. Tenía una
forma de hablar en que no se distinguían las eses.
Argentina... Ese nombre quedó repicando en sus oídos y
reparó en la plaquita de bronce donde decía: “Bandera de Macha”.
El paño estaba desgarrado un poco y ostentaba unos pliegues.
-Cuando Belgrano fue derrotado en Vilcapugio y Ayohuma, la
escondieron detrás de un cuadro en la iglesia de Titiri, cerca de la
población de Macha. Luego, después de un siglo, el párroco la
descubrió cuando limpiaba la iglesia -historió la mujer.
-Vilcapugio, manantial de Villca, Ayohuma, cabeza de
muerto -murmuró Narciso.
-¿Usted de dónde es? -preguntó sorprendida la chica.
-De Curva, provincia Juan Bautista Saavedra, departamento
La Paz y estoy estudiando aquí.
-Nosotras somos de la Argentina, de Jujuy.
Las miró con curiosidad ¿Así que argentinas? Eran las
primeras que veía, pero no eran rubias. Más bien tenían su mismo
color ¿No era que todas las gauchas eran gringas?
-Con mi mamá hemos venido a conocer Sucre porque esta
ciudad está muy ligada con Jujuy. Aquí estudió Manuel Belgrano y
otros próceres argentinos. En la Catedral Metropolitana está
enterrado el canónigo Gorriti y de aquí era Juana Manuela Gorriti,
que actuó en las guerras de la Independencia en Jujuy y Salta
-continuó.
Ahí fue donde Narciso escuchó por segunda vez los nombres
de esos lugares, que se le quedaron grabados y que tanta importan-
cia tendrían luego en su vida.

Toda la tarde siguiente la dedicó a buscar habitación. Por el


centro de Sucre le fue difícil; miraban su aspecto cerril, su ropa de
cordellate y le decían que no había nada. Finalmente, allá por
Huayrapata, cerca de un basural, consiguió que una familia humilde
le alquilara una pieza sin acceso al baño, “una tienda redonda”, así
que debía hacer sus necesidades en un bacín, llevarlo todos los días
hasta el cenizal, y ahí vaciar su contenido. Contento, se mudó allí y
comenzó los trámites de inscripción a la universidad.

38 – ToQo Zuleta
El imponente edificio de la Universidad Mayor, Real y
Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca, con sus amplias
graderías, lo aturdió un poco. ¡Pensar que allí estudiaron los
próceres de Bolivia y Argentina! En la esquina de las calles
Estudiante y Junín estaban las oficinas, y al lado todas las aulas.
Pero más que casa de estudios parecía un claustro religioso, con su
patio central circundado de recovas y una fuente al centro
Las clases comenzaron. Sus compañeros eran de diferentes
partes de Bolivia: potosinos y orureños quemados por el sol de las
alturas, tarijeños alegres y parlanchines, cruceños que se comían las
eses al hablar, blancos y por eso de gran éxito con las mujeres,
¡hasta brasileños!
La población estudiantil se empezó a movilizar esos días por
dos magnos acontecimientos: el día de los Sardinas y su baile de
gala en el teatro Gran Mariscal. La elección de su madrina puso
pensativo y en movimiento a Copatiti. No conocía a nadie ni tenía
parientes en esa ciudad aristocrática. Con todo, se animó a
proponerle que fuera su madrina a la hija de la dueña del puesto
donde tomaba desayuno en el mercado, una chuquisaqueñita
bastante simpática y que le había demostrado simpatía. Cuando hizo
la proposición, ella le dijo, mirándole de frente:
-¡Ay jovencito! Yo te agradezco que hayas puesto tus ojos en
mí, pero te olvidas que yo soy cholita.
-¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó inocentemente.
-Aquí en Sucre, que una cholita vaya al baile de los Sardinas
en el teatro Gran Mariscal, es crítico. Mejor te buscas una señorita.
Yo te aprecio, pero no te sirvo.
Además, necesitaba un traje, así que, con el poco dinero que
le quedaba, fue a un sastre de la calle Abaroa para encargar uno.
Eligió un corte azul marino y, mientras el sastre, un chuquisaqueño
parlanchín de saco y corbata, le tomaba las medidas, le contó sus
dificultades para conseguir madrina. Ahí nomás el sastre pensó un
momento y le largó:
-¡Si tú quieres, jovencito, mi hija puede ser tu madrina!
-...

CHINCANQUI - 39
-Ella ya va a salir bachiller, está en el Liceo Mujía. Sólo que
vas a tener que comprarle el vestido ¿Tendrás? y miró a su cliente
evaluándolo.
-Mañana le aviso -musitó el estudiante.
Ya de vuelta en su pieza, contó su dinero. Tendría que pedirle
más a su madre y ahí nomás se puso a hacerle una carta. Al día
siguiente, le dijo que sí al sastre.
Llegó el día de los Sardinas, el bautizo de los nuevos estu-
diantes de medicina, que consistía en raparlos. En la secretaría de la
Facultad de Medicina había un pizarrón con el programa de actos,
entre los cuales se destacaban los tres últimos puntos: “dede-
tización de los sardinas”, “alopecia de los sardinas” y “pachanga
general”.
En el patio central se erigió un tablado con mástiles a los
costados y los alumnos, viejos y nuevos, comenzaron a llegar a
media mañana. Unos brasileros se hacían chistes en su lengua y se
pintaban “Fera” con lápiz labial en la frente. A las once de la
mañana las chicas de colegios y del Normal llenaban la galería de
arriba.
Los altavoces anunciaron que iba a comenzar el gran acto. La
banda de música de la policía tomó lugar; ante la expectativa de
todos, empezó a redoblar a paso de marcha un tambor, y del come-
dor estudiantil salió una extraña procesión que se encaminó al
centro del patio. Adelante un tamborero, con casaca roja y tricornio,
el rostro tapado con una careta de goma, atrás dos verdugos enca-
puchados portando tijeras de sastre, después un doctor con galera y
levita y luego una columna de ocho fornidos enfermeros con guar-
dapolvo, gorro y máscara.
El galeno, el tamborero y los verdugos subieron al tablado. Se
izaron las banderas de los Sardinas de Medicina, Obstetricia y Far-
macia. El doctor tomó el micrófono y comenzó a declamar el Bando
Sardina, donde se mofaban de varios profesores y autoridades.
La banda dejó oír un alegre pasacalle y los estudiantes comen-
zaron a desfilar de a uno delante de una espolvoreadora rotulada
DDT, manejada por un enfermero gordito que roció concienzu-

40 – ToQo Zuleta
damente con nubes de talco perfumado a los nuevos, en especial a
las chicas de Farmacia.
Luego formaron un semicírculo y el tambor comenzó a
redoblar. Hizo un silencio, los verdugos se pusieron en posición y el
galeno tomó una lista:
-Los primeros en ser decapitados -exclamó -serán ¡Árabe y
Albornoz!
Los nombrados se acercaron al pie del escenario. Dos de los
enfermeros, sin miramientos, les pusieron una especie de yugo de
paño negro con dos bridas; tiraron de ellas, les hicieron subir y
poner la cabeza en el hueco de una guillotina bastante realista, sólo
que la cuchilla era de madera.
Redobló el tambor, el verdugo movió la mano y la guillotina
cayó, inmovilizando las cabezas. Inmediatamente otros dos verdu-
gos se acercaron a sus víctimas y comenzaron a tijeretear sin asco.
Tomaron el mechón de adelante y lo cortaron al ras. Una vez hecho
esto, dejaron en libertad a su víctima. Un enfermero le pintó con
mercurocromo una cruz en la frente. Así siguieron las ejecuciones.
Se hizo subir al decano, profesores y alumnos de séptimo año para
que se diesen el gusto de cortar mechones de cabello a los sardinas
y a las señoritas de Farmacia, así que a la una de la tarde, todos los
alumnos nuevos habían sido ejecutados.
Esa tarde los peluqueros de Sucre tuvieron bastante trabajo,
pero a la noche ya todos los rapados estuvieron en condiciones de
concurrir al gran Baile de los Sardinas.
La madrina de Narciso vivía por el Guereo, frente a la Recole-
ta, así que la buscó en un taxi. Su madre la despidió llenándola de
recomendaciones. Los dos jóvenes se miraron, pues recién se cono-
cían. Copatiti pensó: La del mercado estaba mucho mejor; y la chi-
ca a su vez: Tenía razón mi madre, este ni siquiera es cholo, sino
indio neto.
El teatro Gran Mariscal Sucre estaba iluminado totalmente,
adornado con serpentinas. Las madrinas, del brazo de sus ahijados,
entraron al foyer, donde les colocaron una corona de cartulina
blanca con la inscripción “Sardina”. Los encargados de la recepción
les alcanzaron un bacín lleno de cerveza para que tomaran ahijado y

CHINCANQUI - 41
madrina. Recién con eso la madrina de Narciso se animó un poco,
pero se fue a bailar con sus conocidos. Sentado en una de los palcos
del teatro él miró cómo se divertían bailando alegres cuecas y
taquiraris. No bailó en toda la noche y a la madrugada tuvo que
acompañar a la distante madrina a su casa en un taxi.

Los días pasaron rápidamente. Anatomía, Química Biológica,


Química Inorgánica, Física y Botánica. De todas esas materias, la
que más le gustaba era Anatomía, el penetrar en las intimidades del
cuerpo y saber cómo funcionaba. Era apasionante sumergirse en el
intrincado mecanismo del ser humano. Fito, el profesor, desde el
primer día llamó ceremoniosamente “doctor” a cada uno de sus
alumnos y también desde el principio los llevó, por grupos, a la
morgue del hospital San Juan de Dios para familiarizarlos con los
cadáveres. En grandes cubas con formol, los cuerpos eran hurgados,
dados vuelta, cortados y punzados para que el grupo de estudiantes
boquiabiertos pudiera ver las piezas de la maquinaria humana. Allí
el profesor mostraba con mano segura esos blanquecinos hilos que
extraía con una pinza de un tajo hecho en la muñeca y cuando
tironeaba el nervio cubital o el radial, a Narciso le parecía que el
cuerpo iba a lanzar un grito de dolor.
La Química Biológica lo fascinaba; comprender el origen ló-
gico de esos aparentemente misteriosos procesos que tenían lugar
en el cuerpo, le daba una sensación de poderío sobre sí mismo. Con
sus compañeros, iba a comer al Comedor Universitario. Se comía
bien allí y se conversaba de lo que harían al recibirse.
-Yo me voy a hacer ginecólogo -opinaba el Bruno, de Valle-
grande-. ¿Sabes lo que se gana haciendo extracciones? En unos
cuantos años me hago casa, coche y todo lo demás.
-Pero eso está prohibido -se animó a decir Copatiti.
-¿Acaso nunca oíste hablar de Malthus? Lo que hace el gre-
mio es simplemente una contribución a que este mundo no reviente
como calavera llena de porotos mojados -justificó.
-Yo, lo que es, me dedico a cirujano -comentó el Alvaro, un
tarijeño blancón.

42 – ToQo Zuleta
-Claro, y te mandas unas cuantas operaciones de apéndice por
mes, aunque estén sanos, y con eso, quedas parado para siempre
-sonrió el otro.
-¡Cómo pueden pensar en la plata antes que en curar! -les
recriminó Narciso.
-¡Ay, que te haces el angosto! -exclamó Bruno poniéndose
serio. Contemporizador, el tarijeño terció:
-Es que estamos en una sociedad de consumo. Más tienes,
más vales. El dinero es lo que importa y la conclusión es que hay
que conseguir plata de cualquier forma. No te olvides que el fin
justifica los medios.
-Y si no, fíjate en los médicos que tenemos de profesores
-razonó el futuro ginecólogo.
-¡Claro, el Pabilo es el cucharero reconocido de Sucre y está
podrido en plata! - saltó otro.
Asqueado, Copatiti se levantó de la mesa. No comprendía que
se pudiera anteponer el ansia de dinero a la obligación de aliviar de
sus males al prójimo.

Así, el año fue transcurriendo. El Primero de Mayo hubo


verbena en diferentes barrios. Con el Michi Moya se fueron al
barrio Eva Perón.
-¿Quién fue esta señora? –preguntó Copatiti.
-No sé. Pero podemos preguntar a los de aquí.
Un vecino que estaba colocando guirnaldas de papel de
colores les informó:
-Perón era el presidente de la Argentina y su mujer Evita nos
mandó un cargamento de papa, todo un tren, para que sembremos,
cuando había la hambruna aquí en Bolivia. Pero la gente se comía la
papa semilla; entonces las autoridades hicieron correr la voz de que
estaba envenenada y no servía para comer. Fue así que se la sembró,
a los meses se levantó la cosecha y por fin hubo alimento -terminó y
siguió su tarea.
-Me he fijado que los chuquisaqueños no son tímidos ni
apocados -observó Narciso.

CHINCANQUI - 43
-Claro, cuando alguien los mira o les pregunta algo no tienen
vergüenza y se portan aplomadamente -contestó Moya.
Sobre un tablado, un acordeonista con acompañamiento de
guitarras, comenzó a tocar música de la tierra: huayñitos, cuecas,
taquiraris. Hubo concursos de tomar cerveza con cuchara de un
plato, beber jugo rápidamente, comer pan en menos tiempo, con los
ojos vendados romper cántaros llenos de chicha suspendidos en el
aire, sacar monedas con la boca de un plato lleno de vino y toda una
serie de juegos por el estilo, donde participaban alegremente los
jóvenes y otros no tanto.

Llegó el 25 de Mayo, la fiesta máxima en Sucre, con el desfile


cívico como acto central. Los estudiantes se ubicaron en la plaza a
ver y participar. Comenzaron los Colorados, con sus uniformes
rojos y su paso de ganso. Siguieron los Beneméritos, ex comba-
tientes de la Guerra del Chaco. De la guerra con Chile, en que
Bolivia perdió el mar, ya no quedaba ninguno. Mientras miraban
desde la plaza, esperando su turno, los estudiantes comentaban.
-¡Ahí pasa mi abuelo! Nunca me pude explicar por qué nos
fuimos a hacer masacrar con los paraguayos –se lamentó uno.
-No sólo perdimos gente, sino territorio. Y ahí no fue como la
guerra con Chile, donde fuimos a defendernos de una invasión. En
el Chaco hay petróleo y las naciones que lo ambicionaban nos
hicieron pelear entre nosotros –aclaró otro.
Pasaron los colegios secundarios y la interminable Escuela
Normal. Los universitarios, con su traje oscuro, desfilaron al último.
A la noche hubo verbena con música y fuegos artificiales en todos
los barrios, y la banda del ejército dio serenata en la plaza de armas.

El ocho de setiembre se realizó la fiesta de la Virgen Enjoya-


da. Copatiti observó admirado, con dos de sus compañeros, la fiesta
anual en honor a la Virgen de Guadalupe, patrona de Chuquisaca,
en la que cientos de danzarines y bandas de música inundaron las
calles de la ciudad.
-Esta entrada es de hace poco. Son cholas, carniceras,
artesanos, que reclaman su lugar. Ellas con pollera y rebozo nuevos,

44 – ToQo Zuleta
ellos con traje. Las jóvenes con su traje de raso y su pollerita
bailarina, contoneándose al compás de la banda de música –
comentó uno.
-¿Bailan para la Mamita?
-Sí, pero es como danzar para los dioses antiguos. El baile es
lo importante y quizás también lo otro, mostrarse al público,
conectándose con lo místico. De todo esto surgen las entradas
religiosas como ésta.
-Fíjate. En la Morenada, los movimientos y el sonar de las
matracas figuran la dolorosa marcha de los esclavos encadenados,
mientras que las mujeres visten una gran pollera, jubón
aterciopelado y sombrero bombín -aclaró otro.
-Y la Diablada?
-La conquista española suplantó al Supay, dios indígena al
que se pedía conservar el mineral, por el diablo, y de esas dos
religiones nació la Diablada en las minas de Potosí, Porco y
Aullagas en el siglo XVII. Una leyenda cuenta que allí fue donde
combatieron el Bien, figurado por un arcángel, contra el Mal,
representado por Lucifer, los diablos y las China Supay o diablesas
-¿Y estos vestidos con plumas que andan a los saltos? –
preguntó Narciso.
-Es la danza de los Tobas. Es el contacto de las tribus de la
selva con las andinas, que se dio en tiempos del Incario cuando las
tribus conquistadas eran conducidas a participar de las fiestas del
imperio incaico llamadas Takis.
-A estos que fingen pelear, sí los conozco.
-Y sí. El Tinku muestra el espíritu guerrero del indígena, y los
españoles lo permitieron como espectáculo en los “divertimentos”
que organizaban, pero fue aprovechado por los originarios para
derramar sangre sobre la Pachamama y propiciar mejores
cosechas..
-Como la danza de los Doctorcitos, en la que se satiriza a los
kelkeris, abogados, pleiteros o avenegras, viles y tránsfugas
políticos; los Waira Levas por el elegante frac que visten y que
danzan con andar cadencioso y pedante cambiando de mano su

CHINCANQUI - 45
bastón. Todos buscan ridiculizar a los opresores- remachó otro de
los jóvenes.

El segundo año trajo los primeros amores de verano. Moya le


presentó a su ñata Charo y ésta a su amiga Lucha. Con ella fueron a
pasar tardes interminables, sentados en ese parque con su torre
Eiffel en miniatura; en una de esas le quitó su anillo y se besaron
largamente...
Al otro año se puso de novio con la Albina, una cholita que
había criado una señora del centro como compañera de su hija.
Mientras la señora vivió, no hubo problemas. Todas atendían el
pequeño negocio de masas y tortas. El asunto fue cuando falleció.
Días antes de morir, las llamó a su lado y les dijo.
-Como ustedes son mis hijas, para ustedes les dejo mis bienes.
Para ti, Albina, la tienda, para ti, hijita, la casa y mis joyas.
Después de la muerte, comenzaron a trabajar, cada una en lo
suyo. La Albina, al frente del negocio, lo hizo prosperar. La otra
alquilaba habitaciones y vivía de los alquileres. Mientras tanto, la
chola luchaba para entrar a un colegio y recibirse de bachiller.
Logró hacerlo, se recibió y como era una ferviente defensora de los
derechos de los indios ahora comenzaba Abogacía. En las oficinas
de la Universidad se conocieron con Narciso. Ella le presentó a uno
de sus compañeros de Derecho que iba a clases con sus ojotas y su
pantalón de bayeta a pesar de las burlas de sus compañeros. Cuando
Copatiti le sugirió en broma que se podría quitar la pollera, ella lo
miró dolorosamente.
-¡Ay! -se lamentó- las que nacemos cholitas tenemos que mo-
rir cholitas. La que nace mamalita, es decir india, la entierran con su
ajsu. Por eso las que se van a la Argentina, como allá generalmente
se sacan la pollera, aquí vuelven orgullosamente vestidas, pero en-
seguida viene el escarnio público y familiar. Mosoj niña, chota, esta
era cholita, le dicen. Por eso muchas que vuelven se colocan otra
vez la pollera. El sacarse el ajsu y ponerse pollera es subir en la so-
ciedad y más todavía el quitarse pollera y ponerse vestido.

46 – ToQo Zuleta
Ahora, Narciso comía en el Comedor Universitario y se había
cambiado de pieza. Tenía una habitación a la calle en la casa de un
zapatero y podía pasar al baño de la familia. Una noche, al salir del
comedor, curioseó un poco en una fogata estudiantil de la Escuela
Normal y se dirigió a su cuarto. Cuando salía del baño, la dueña de
casa lo invitó a pasar. En una galería que daba al patio, con una
mesa y tres sillas, estaba sentado el arreglacalzado. Se saludaron,
tomaron refresco embotellado, él fumó un cigarrillo y le preguntó:
-Te he oído algunas tardes ¿Así que le haces al charango? -le
preguntó.
Efectivamente Copatiti se había traído su instrumento y a ve-
ces, cuando la nostalgia de su pueblo le abrumaba, rascaba las melo-
días de su tierra.
-¿Qué te parece este charanguito?- y le alcanzó un instrumen-
to que tenía sobre las rodillas.
Lo tomó, sopesándolo, lo miró apreciativamente. Estaba he-
cho de madera de tarco, de una sola pieza, tenía adornos de nácar,
clavijero de palo y cuerdas de tripa. Por cortesía, rascó una breve
melodía.
-¿Quieres tocar? -le preguntó el otro.
-No, prefiero escucharlo a usted -y le devolvió el charango.
El hombre lo tomó expertamente, lo afinó un poco y comenzó
a puntear. Sus dedos agilísimos hacían vibrar fuertemente las cuer-
das de su instrumento. Bajo sus hábiles digitaciones, aparecieron
cuecas, bailecitos, taquiraris, tangos y hasta un bolero. Tocó dos
marchas, la Tricolor y la del regimiento Ciento Once. Allí en medio
de la Ciudad Blanca, la música vibrante y gloriosa del Alto Perú
surgía de los dedos incansables que se movían arriba y abajo sobre
los trastes.
Cuando, en un descanso, Copatiti tomó el charango, notó que
su afinación era normal, salvo en un detalle. La prima estaba un
traste más baja que las dos primas del medio.
-Es uno de los transportes que practico en la afinación -le
aclaró él.
Realmente dominaba todas las afinaciones. Hasta le enseñó el
famoso Temple Diablo. Como ya eran las diez de la noche y tenía

CHINCANQUI - 47
llenos todos sus poros de música andina, Narciso se despidió y se
fue a estudiar.

A los tres compañeros les tocaba el servicio militar, pero


como eran estudiantes, pudieron exceptuarse, aunque igual tuvieron
que estar dos días dentro del cuartel al lado de San Francisco.
El día en que los conscriptos incorporados fueron trasladados
a sus respectivos destinos, desde la madrugada la banda comenzó a
tocar el huaino “Indiecita”. En Bolivia todo, aun la despedida de los
soldados, se hacía con música y canto. Se había reunido mucha
gente frente a la iglesia, toda de pueblos y campos vecinos: cholas
viejitas, imillas y campesinos.
Narciso, con sus dos compañeros, esperaba que los soltaran y
mientras tanto observaba. Un camión del ejército vino por la calle y
se detuvo frente al portón del cuartel. Los conscriptos subieron. Una
vez lleno, arrancó, se fue más adelante y otro camión vacío vino a
ocupar su lugar. Se juntaron ocho camiones repletos. Alrededor de
ellos las mujeres gritaban nombres o alcanzaban frutas a los ocu-
pantes. El primero comenzó a salir lentamente y por detrás de él los
demás. Los soldaditos decían adiós a las que se quedaban, adioses
emocionados y los conscriptos rompieron a cantar un huaynito: Me
voy, me voy, ya no he de volver, palomitay. El llanto ahogó algunas
voces y una madre se largó a los gritos. El fantasma de la fratricida
guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay, hacía apenas dos gene-
raciones, seguía flotando ominoso. A Copatiti se le hizo un nudo en
el pecho.

-El capitán dice que ya nos podemos ir. ¿Qué les parece si
vamos y le pegamos una “k’olada” para festejar? -propuso el
Churcco, llamado así por su pelo crespo.
-¡Vamos! -aprobaron sin vacilar los otros dos.
Salieron calle arriba, rumbo al barrio de Surapata. Sobre una
calle empedrada, justo frente a la plaza de toros de Sucre, apareció
la primera chichería, con un letrero de lata recortada en forma de
chancho y que decía “A la Buena Chicha”.

48 – ToQo Zuleta
-¡Más allá está la chichería “Punta del Este”! –les dijo con
actitud de conocedor, el de pelo rizado.
Los tres estudiantes de medicina, bromeando, llegaron a una
casa de techo de teja que no ostentaba ningún letrero y entraron en
un vestíbulo donde un mostrador daba a la calle, y una estantería
cobijaba botellas llenas y vacías. Con delantal blanco, la cholita que
estaba en el mostrador, los recibió sonriente, mirándolos con
curiosidad: un hombre joven de tez clara con pelo oscuro y
enrulado; el otro era muy moreno, de largo pelo negro y su labio
inferior estaba agujereado. El tercero era Narciso, que miraba
curioso los muebles de la chichería.
El de pelo rizado, preguntó a la chichera:
-¿Hay chicha? -mirándola con arrogancia.
-Sí -respondió -Chicha con muñeco. Vengan.
Tenía ojos grandes y vivaces y no más de dieciocho años. Sus
caderas se mecían mientras marchaba adelante, guiándolos. Pasaron
por un patio y entraron a una habitación amplia, con dos ventanas,
una a cada lado de la puerta ancha que daba al patio lleno de mace-
tas con plantas. En uno de los costados un diván tapizado con ter-
ciopelo, al medio una mesa cuadrada de madera con cuatro sillas. El
piso era de cemento alisado y el techo tenía un cielorraso de lienzo
blanqueado a la cal, igual que las paredes, todo lo cual daba lumino-
sidad a la pieza.
Los tres tomaron asiento en las sillas de madera. La mesa no
tenía mantel y a la vuelta, en los bordes, mostraba quemaduras de
cigarrillos.
-Lindo lugar -observó Copatiti.
-Y linda la cholita -agregó el de pelo largo.
-No se entusiasmen. Es una banderita. La dueña le paga para
que se pare en la puerta y atraiga clientes. Ella sirve chicha y nada
más -aclaró el Churcco.
La cholita entró con una gran jarra de vidrio que debía
contener como dos litros.
-Ya les traigo los cristales -se disculpó, y salió presurosamen-
te. Enseguida volvió con tres vasos de vidrio.
-¿Quieren algo de comer? -preguntó.

CHINCANQUI - 49
-No todavía. ¡A ti te quisiera comer! -la requebró el de pelo ri-
zado, intentando agarrarle la mano. Ella se esquivó, toda sonriente y
salió contoneándose.
Narciso sirvió el líquido gualdoso y exclamó:
-¡Salud!
Los otros levantaron los brazos y respondieron a coro:
-¡Salud, plata y mujeres!
La jarra se vació enseguida y pidieron otra. Copatiti, curioso,
le preguntó al de pelo largo.
-Oye. ¿Y ese agujero? -señalando su propio labio inferior con
el índice. El aludido sonrió.
-Siempre me hacen esa pregunta. Yo soy chiquitano. De pe-
queño mi familia se vino a Santa Cruz y allí los misioneros del Mi-
nuto de Dios me hicieron cursar la secundaria. Entre nosotros acos-
tumbran agujerear así a los varones para colocarnos la tembeta.
-¿Qué es eso?
-Un disco de madera. Es un adorno, pero también nos sirve
para silbar.
-¿Y por qué se vinieron del monte? ¿No era mejor allá- le pre-
guntó el otro.
-No, el monte ya no es de nosotros. Por todas partes hay pue-
blos, estancias. Para volver necesitaríamos aldeas independientes,
con camino, escuela, agua potable; todo eso es romántico, una ilu-
sión.
-¿Pero la vida en la ciudad no es peor?
-Y sí, ya no consumimos miel de abejas salvajes, fruta, tu-
bérculos, plantas, todas silvestres. En lugar de proteínas y vitaminas
naturales tenemos que comer harina, azúcar, fideo. Como conse-
cuencia, viene la desnutrición parcial, los dientes se empiezan a
caer, vienen las enfermedades y como si eso fuera poco, nuestras
mujeres empiezan a prenderse a los hombres, porque han aprendido
que todo cuesta plata y para conseguirla, no les importa agarrarse
una enfermedad venérea.
-Pero por lo menos algunos estudian.
-Sí, y yo sé que si Dios quiere voy a salir médico, aunque
cada vez me gusta menos esta forma de curar. Mejor lo hacen nues-

50 – ToQo Zuleta
tros chamanes, que le enseñan a la gente a curarse. Nosotros esta-
mos aprendiendo sólo a dar clientes a las farmacias y a los laborato-
rios
-¡Bah! -largó el de pelo rizado -¿Pero el cacique, capitán, jefe
o lo que se llame de ustedes no puede buscar de remediar todo eso
que has contado?
-Hasta eso nos han cambiado, Churqquito. Los chamanes y
los capitanes han sido desbancados por los que hablan español, que
pueden ser contratistas de trabajo, maestros preparados por los mi-
sioneros, o pastores religiosos.
-¿Gringos?
-No, chiquitanos.
-Mirá, mejor no nos amarguemos. ¿Qué les parece si hacemos
un sapito?- propuso el Churcco y, sin esperar la respuesta, llamó
con unas palmadas. La moza entró, batiendo su pollera.
-¿Otra jarra? -más que preguntar, afirmó.
-Sí, y trae los tejos del sapo -Vaciaron los vasos, mirando a la
que salía.
-Tengo ganas de comérmela a la cholita -insistió el Churcco.
La muchacha entró y depositó sobre la mesa una jarra llena de
chicha y un puñado de pequeños discos de bronce.
-¡Aquí tienen, caballeros! -les sonrió.
Salieron de la habitación. El patio estaba al medio de dos hile-
ras de piezas. Salvo un cuadrado al medio, todo estaba empedrado.
De la tierra brotaban árboles frutales y verduras. Sobre la vereda re-
posaban infinidad de macetas hechas con latas vacías de todas for-
mas y tamaños, con claveles, dalias, azucenas y otras plantas.
En uno de los costados del patio estaba el sapo, un mueble de
un metro de alto en cuya parte superior se abrían una serie de aguje-
ros, cada uno de los cuales tenía un valor diferente. Para que los te-
jos rebotaran, había tablas clavadas al frente y a los costados; todo
cubierto de chapa de hierro a fin de que los tejos no desgastaran la
madera. Un sapo acuclillado abría su boca al centro y adelante un
molinete flanqueado por dos pequeños balancines, las ranas. Cada
uno tenía diferentes puntajes, marcados por divisiones en un cajón
debajo de los agujeros. El máximo puntaje lo daba, fijada a la tabla

CHINCANQUI - 51
del fondo, una cara de vieja con la boca abierta, hecha de bronce al
igual que el sapo y el molinete.
Comenzaron a tirar por turno los doce tejos. En un tablero fi-
jado a la pared anotaban los tantos que hacían. Toda la tarde trans-
currió entre el juego, los comentarios y los brindis con chicha.
Cuando se cansaron de jugar, se sentaron en el diván. Copatiti tomó
una guitarra, la templó y el Churcco cantó wayños, cuecas, baileci-
tos. Las jarras de chicha se iban vacías y volvían llenas.
Al anochecer, pidieron algo de comer y la moza les trajo tres
picantes como para resucitar a muertos. El de pelo crespo, animado
por el alcohol, le acarició la nalga. La chica pegó un brinco hacia
atrás y cambió de semblante.
-¡No te abuses caballero! ¡Mira que yo soy potosina y nos to-
mamos en serio los amores! -le recriminó, medio en serio, medio en
broma.
-¿Cómo es eso? -replicó él, dispuesto a seguir el acoso.
-Para que te des una idea, caballero, cuidado que termines
como el Santo Cristo de Bronce.
-¿Y qué es eso? -preguntó Narciso, curioso.
-Algo que pasó al lado de donde yo trabajaba, allá en Potosí.
Te lo contaré en quechua, porque así me lo acuerdo mejor.
-¡Pero yo no te voy a entender! -exclamó el chiquitano.
-No te preocupes, después te lo traduzco -ofreció Copatiti y la
cholita comenzó a contarles en un quechua mechado con castellano.

-Qay señora doña Beatriz uj may warmi, española kanman


karka pariente virreypata jina. Kosanka wañupuska cuandochus
Tarapaya fincapeka indio puro makanacuscancu cabecilla puru
cuandopeka chay ricuska peonnintaka y ricuspaka jakay bueno
chicca guapo, buen mozo, t´ucurin: ñokawan ripunman wasiyman.
Ñoka munacuni paywan tiacuyman, nispaka, pusarin wasinman.
Wasimpi jappin pongontajina, pero ma pongollachus karka
sinoka paywan tiakoj, karin cutiporka. Kasaspaka, pay kapuska
warmin, chaytaka mana konkas atispachu cuandochuska uj dia
piensakuska escapacapuska, ripun warminpaman, indiajpaman.
Cuando chayta yachaska qay señoraqa japichiska watejmanta. Pa-

52 – ToQo Zuleta
ypuni wañuchin indiata, chaimantaka churaquska wasimpi uj ju-
chuy calabozopi, crucifikaycuchiska cay perqaman, chayman qay
supaywarmi sapa ppunchay uj alfilercituta churaska cuerponman.
May chika tiempopichus cuerponmanta junttachiska alfileres
y chaymanta jinapi casastaka mai cchika pasarerka, chay cuartitu-
pi, chay calabocitupi.
Chaymantaka albañiles llankasaspa uj calle Potosimanta, pe-
rka tunispa tinkuskanku uj manchay runata guataskata maquisnin-
manta chaquisninmanta cruzformapi, uj kancharisaska kellu chay
imachus kaskaka alfileres entero cuerponman junttachiskanku chay
chayraycu rikukuj kellu pacha. Cholas rikuskanku, rikuytawanka
parlaskanku, llajtapeqa yachaspaka churaskanku Santo Cristo de
Bronce, porquechus cuerpo kasaska juntta kellu alfileresmanta.

-¿Y? ¿Qué ha dicho esta buena moza? -se impacientó el joven


de pelo largo.
-Tranquilo, ahora te lo cuento, pero primero ¡salud! -invitó
Chincanqui. Tomaron sus vasos, la cholita, sonriéndoles, salió y el
estudiante empezó:
-Esa tal doña Beatriz era una orgullosa cortesana, emparenta-
da con el virrey. Su esposo había muerto, y la castellana, joven y
hermosa, quedó sola en su inmensa casa de Potosí. Su finca de Ta-
rapaya era una de las mejores. Hubo una sublevación de indios y los
dominaron. Uno de los cabecillas era de su finca, bello ejemplar de
la raza quechua, fuerte y hercúleo. Para castigarlo, ella lo tomó de
su pongo, pero luego se prendó locamente de él y lo hizo su amante.
Él fingió amor, pero quería a una india de sus valles y se escapó con
ella. Lo agarraron, doña Beatriz misma dio muerte a la india con sus
manos y, en su casa de la ciudad, con servidores de su confianza
hizo remachar a la pared de un pequeño calabozo al desgraciado con
la orden de que se lo alimentara bien. Llevó una cesta llena de alfi-
leres a la celda y cada día, empuñando uno y mirándolo fijamente,
se lo clavaba. Es de suponer que, con todo el tiempo por delante,
demoró años en cubrirlo totalmente. Los albañiles que ensanchaban
una calle en Potosí, al voltear una pared varias veces centenaria, se
encontraron con un espectáculo tremen-do. Sujeto por las muñecas

CHINCANQUI - 53
y los tobillos a una pared, un hombre momificado con los brazos en
cruz, muerto hacía incontables años, relucía al quemante sol de la
altura. Estaba cubierto íntegramente de pequeños alfileres de cabeza
dorada. Las cholas que le vieron, enseguida propalaron la noticia y
el pueblo al momento lo bautizó como el Santo Cristo de Bronce.
Víctima de tan atroz suplicio, lo que más impresionaba era el tiem-
po que seguramente había sufrido, ya que en el cadáver seco, pre-
servado por la sequedad del altiplano, se veía claramente que la car-
ne había crecido a través de los alfileres.

54 – ToQo Zuleta
Capitulo IV

NORMALISTA

Ese día, cuando se encontraron en el parque, la Albina invitó.


-¡Vamos a Yotala mañana, que es fiesta!
-Bueno. ¿A qué hora y dónde?
-Te espero en la salida a Potosí, a las ocho de la mañana.
¿Qué te parece?
-¡Hecho! Nos vemos.
El camión que tomaron esa mañana los llevó por una
quebrada serpenteante.
-Ahí está la Glorieta -le indicó ella.
Miró y divisó una especie de castillo, con torres que parecían
minaretes.
-Ahí vivía la Princesa -le aclaró. Entonces Narciso se enteró
de la existencia de esa nobleza muy a la chuquisaqueña, capaz de
llevar una vida a la europea y edificar construcciones originales, con
mano de obra indígena. Continuaron por la orilla del río, y al frente
divisaron las primeras casas, de adobe, blanqueadas y con techos de
tejas.
En Yotala era fiesta ese domingo de setiembre. El pueblo, no
muy grande, tenía calles angostas, estaba edificado en una quebrada
y su río apenas tenía un hilo de agua. Comieron unas empanadas
salteñas en la esquina de la plaza mientras miraban el ir y venir de
gente.
A mediodía la campana de la iglesia comenzó a repicar y la
banda de música a ejecutar una marcha. Por su parte los sicuris to-

CHINCANQUI - 55
caban sus tradicionales melodías. A cada momento llegaba más y
más gente. Comenzó la procesión a ir por las calles embanderadas y
con arcos. Al frente iba un armonista ciego que se paraba de rato en
rato, hacía depositar su órgano por los cargadores que lo transporta-
ban y comenzaba a tocar, acompañado por un cantor de estentórea
voz que cantaba el mismo himno en todas las paradas y decía luego
una letanía en latín. Luego venía la imagen seguida del cura, escol-
tada por los estandartes de los ex-combatientes, asociación de mata-
rifes, de constructores y de herreros. La procesión dio la vuelta por
las calles y la plaza en un recorrido de diez cuadras, para luego vol-
ver a la iglesia.

Después de almorzar, la gente se dirigió para el lado de la to-


reada. En una pequeña quebrada habían levantado una improvisada
plaza de toros Desde la mañana los campesinos acarrearon troncos y
los plantaron en hoyos. Ahora se ocupaban de atarlos con tientos
formando empalizadas. Quedaban así dos ruedos con sus entradas y
unos resguardos para ver cómodamente.
A las tres de la tarde comenzó la famosa “corrida de toros” de
Yotala. La gente presenciaba la fiesta subida a paredes, camiones,
árboles o lo que fuera. Desde una casa en la altura, la banda inter-
pretaba aires nacionales y salió el primer toro al rectángulo. Tenía
una gualdrapa morada que tratarían de sacar los capeadores que ya
se le acercaban. Gentes del pueblo se arrimaron medrosa-mente,
para huir en cuanto el toro les hizo un esguince. Un valiente se acer-
có y de un tirón sacó el paño morado, exhibiéndolo triunfal-mente
mientras escapaba. Salió otro animal con una gualdrapa roja y de
nuevo los improvisados capeadores, con sus sombreros, sacos o pa-
ñuelos, trataron de descuidarlo hasta lograr su objetivo y así trans-
currió la fiesta.
El último que se vio fue un toro amarillo y blanco con una
gualdrapa verde, el más malo de todos, ya que, belicoso desde el
principio, arrinconó a varios de los improvisados toreros contra pa-
redes y vallados y a un pobre que se colgó de una rama, lo sacudió
violentamente del traste.

56 – ToQo Zuleta
Cada vez que alguien conseguía arrebatar su adorno al cornu-
do, venía lo más triste para el laceador. Tenía que enlazar al toro e
introducirlo en el corredor para que saliera otro y ahí venía su marti-
rio, porque no era fácil hacer pie firme a la distancia requerida para
enlazar a un animal furioso e irritado, así que erraba una y otra vez,
entre los silbidos del público, obligado finalmente a abandonar su
lazo en el suelo y poner su cuerpo a resguardo.

En una casa del pueblo tocaban los sicuris. En el patio junto a


ellos bailaban los ocho morenos: un arcángel, capitán de todos, el
de mayor estatura del grupo, de faldellín celeste, en su espalda dos
pequeñas alas y una capa rosada de tul. Su máscara hacía una sola
pieza con su yelmo, simulando un rostro rosado y jovial. Con una
mano sostenía el escudo y con la otra una pequeña espada. El jaguar
tenía una máscara con bigotes y una piel auténtica que le tapaba la
cabeza; la blusa y el pantalón eran de amarillo moteado de negro.
Garras de lata en sus manos enguantadas y una cola corta con un
cascabel en el extremo; con ambas, abría espacio en el gentío para
los danzarines.
Los seis morenos, unos con una especie de corona, otros con
un raro sombrero celeste parecido a una bacía, tenían una banda es-
carlata que les cruzaba el pecho sobre la camisa clara, donde se sa-
cudían flecos, espejos y monedas de plata. Un faldellín del color de
la banda, les cubría hasta media pierna. Calzoncillos largos blan-cos
y espadines completaban su atavío. Los colores verde, amarillo y
rojo dominaban su vestimenta. Formaban una calle, de mayor a me-
nor y el jefe marcaba el compás con una matraca, que servía para
anunciar el principio y el fin de cada pieza. Su paso era rítmico y
hasta los dos chiquitos del último lo hacían bien. Todos se movían
al unísono, mientras el arcángel saltaba, se contorsionaba y bailaba
apartado de ellos. El jaguar danzaba alrededor de todos. Terminadas
unas dos piezas, el arcángel, entre paseos nerviosos de uno a otro
extremo de la acera de la iglesia, vociferaba amenazas a los pecado-
res, declamaba alabanzas a la Virgen y recitaba versos en su honor.

CHINCANQUI - 57
Al concluir la toreada, tomaron chicha en una ramada, y se su-
bieron a otro camión para volver a Sucre. Al mes, fallecía Albina
repentinamente.
Ese año, tenía exámenes en diciembre, así que pasó la Navi-
dad en Sucre. El veinticuatro a la tarde rindió Patología, satisfacto-
riamente. Cuando volvía de la Facultad, las calles adyacentes al
mercado central estaban llenas de gente y vendedoras. Unas ofre-
cían barba de piedra, musgo y otras yerbas para armar los pesebres.
Todas esas plantas venían de Quila-Quila, traídas por las mamalitas.
Niños Dios de cerámica, de estuco o de cera, bellamente poli-
cromados y encarnados, se ofrecían de manos de los propios arte-
sanos. Por las calles sonaban los villancicos. ¡Qué mundo se agitaba
entre todas esas casas antiguas! Indios, mamalitas, cholitas, niñitos
rubios y aristocráticos. Aquéllos se asombraban al ver la ciudad, lle-
na de luces y vidrieras. Los cholos menospreciaban al indio y el k
´ara despreciaba al cholo.

Entró al día siguiente al pesebre construido por la familia en


la casa donde vivía. La habitación más grande era la sala, y allí esta-
ba el nacimiento, hecho con arte ingenuo, desde los camellos hasta
los Reyes Magos. Plantas auténticas, espejos simulando lagos, ani-
males y pastores, todo con un fondo montañés de tela encolada y
cubierta de arena.
La reunión de Navidad comenzó en la mañana. Estaban las fa-
milias, vecinos, amigos, todos cholitos y gente mayor. Era medio-
día y sirvieron un almuerzo con sopa de maní. Luego comenzó la
adoración. Dos músicos tocaban acordeón y guitarra. Los presentes
adoraban uno por uno. Cuando los varones pedían el poncho para
adorar, era para hacer vuelta carnero. La picardía criolla y el entu-
siasmo suplían la falta de coreografía. El hombre por lo general era
el que llevaba el paso de los bailes. Porque era un baile chuqui-sa-
queño, con jaleos, música y movimientos rápidos de los pies. Sólo
que se hacía en homenaje al Niño Dios con chicha y buñuelos.
Como siempre, la mujer hacía lo que podía; el hombre zurcía
los pasos difíciles y se lucía con zapateos y volteos. Por ahí uno me-
dio alegre, pidiendo volteo, tendió su chamarra y el bailarín, bandi-

58 – ToQo Zuleta
do, se la pisoteó; para colmo, cuando la levantó presuroso, se le ca-
yeron caramelos de los bolsillos y ahí fue la arrebatiña.
A eso de las dos de la tarde se volvió a servir comida y luego
se tapó al Niño Dios, la señal para que comenzara la fiesta con bai-
lecitos, cuecas y huaynos. En el aire chuquisaqueño, charangos,
quenas y una voz cantando sus penas de amor como si estuviera
dando serenata. El verano era tibio, la chicha fresca, los amigos dis-
puestos y la fiesta animada. Entonces ¿para qué preocuparse? Total,
la vida es hermosa.

Mientras caminaba ese día, recordaba todos los episodios en


que lo habían hecho sentir menospreciado y perteneciente a un
mundo distinto al de los wirakochis, la gente blanca. Como esa vez
que venía un caballero con bastón por la calle Dalence, justo por la
misma vereda que él, recién llegado. Con la punta de su bastón lo
apartó y cuamdo Narciso lo miró.
-¡No doy la vereda a los cholos! -exclamó con desprecio.
O como el padre jesuíta director de una emisora supuesta-
mente para los campesinos, que al verlo cholito, ni lo quiso atender.
Ser de tez morena era infamante. Recordaba lo que le ocurrió a su
compañero de facultad Javier, un niñito descendiente bastardo de
una de las familias de abolengo de Sucre. Sólo porque se enamoró y
se casó con la Silica, una chola buena moza, sirvienta de los
Urriolagoitía, sus hermanas mujeres cobraron un odio inextinguible
hacia la intrusa. ¡Sirvienta y chola! Jamás se lo perdonaron.

Ahora pasaba por el parque. A pesar de ser de mañana le


pareció oscuro, con esos árboles tan grandes. Caminó por la avenida
Venezuela, con sus casas y jardines. El seto vivo era de pino
podado, se fijó automáticamente. Arrancó una hoja y aspiró el olor
a resina. Ya estaba en la avenida del Maestro. Allá al fondo, la
Escuela Normal de Profesores.
Entró al despacho de la Secretaria. Detrás de su escritorio, una
señora lo miró de pies a cabeza y se sintió disminuido. Como te veo,
te trato, recordó que decía una de sus compañeras.
-Buenos días -saludó él.

CHINCANQUI - 59
-Buen día. ¿Qué desea? -respondió cortante.
-Quisiera hablar con la señora Directora.
-Está ocupada. ¿Para qué?
-Es con respecto a una mujer que se quiere matricular.
-¿Y usted es pariente o... amigo de ella? -contestó desdeñosa-
mente la secretaria.
-Soy el hermano.
-¡Ah, bueno! ¿Qué hubo?
-Me dijo que no quieren matricularla.
-¡Ah, ya sé! La cholita de ayer -dijo con tono despectivo. -No,
no puede entrar a la Normal. Así dijo la Directora -se atajó.
-Por eso quisiera hablar con ella -insistió.
-¡Está muy ocupada y además son los padres los que tienen
que hacer cualquier trámite! -alzó la voz.
Sentía que la paciencia se le iba acabando. Con un esfuerzo, le
contestó.
-Nuestros padres viven muy lejos. Mire, yo soy universitario,
y si no me quieren atender, tendré que recurrir a la Federación de
Estudiantes -arriesgó.
La empleada dudó. Se levantó, abrió una puerta y entró, ce-
rrándola detrás de ella. Al rato, salió y le dijo.
-Espere -y se sentó. Narciso continuó allí, de pie durante casi
veinte minutos. Por fin, sonó un timbre.
-Pase -le dijo secamente.
El despacho tenía un armario lleno de libros, en la pared un
retrato de Bolívar, al lado un escudo de Bolivia y debajo un escrito-
rio al que estaba sentada una mujer elegante y rubia.
-Buenos días -lo saludó, sin ofrecerle asiento.
-Buenos días, profesora -y se quedó ahí cortado.
Ella le miró intensamente como radiografiándolo. Cholito,
veinte años aproximadamente, ropas baratas, un estudiante pobre,
fue el resultado.
-Sí, dígame -fustigó ella, sin dejar de mirarle.
-Sabe, venía por la matrícula de mi hermana -alcanzó a articu-
lar. ¡Ah, dioses de mi tierra! ¿Por qué cuando un blanco nos mira

60 – ToQo Zuleta
de esa forma, tragamos saliva y se nos hace un nudo en la gargan-
ta?
-Mire, esta es una Escuela Normal. Las futuras profesoras son
señoritas. ¿Me comprende? Se-ño-ri-tas -remarcó.
-Pero mi hermana... -tartamudeó, sintiendo que un abismo se
abría bajo sus pies.
-Su hermana, joven, ha tenido la sandez de venir a querer es-
tudiar de pollera. Aquí no podemos recibirla vestida de esa forma –
agregó despectivamente.
-Pero ella ha sido la mejor alumna de su promoción y quería
estudiar para profesora.
-Eso no importa -dijo y se levantó. Estaba roja de indignación.
Mientras caminaba a la puerta, siguió hablando.
-¡Retírese, por favor! -y abrió la puerta -¡Esta escuela no es
para cholas!
Con la muerte en el alma, el joven enderezó hacia la calle.
Tan pronto como salió, la secretaria se dirigió presurosa al despa-
cho. Adentro, la directora hojeaba nerviosamente unos papeles.
-¿Pero te imaginas Mechita? Falta nomás ya que una indiecita
envuelta en su ajsu se presente aquí con la pretensión de ser norma-
lista. ¡A estos indios y cholos hay que ponerlos en su lugar, si no, se
te suben encima!
-Y sí. ¡Cada indio tiene la marca de sucio, mentiroso y ladrón
en la frente! -remachó la secretaria.
Copatiti mientras caminaba de vuelta a su pieza recordaba. ¡Y
ella se había hecho tantas ilusiones de ser normalista, de volver con
el título, para enseñar a los indiecitos de su aldea! ¿Cómo podía ser
que no la recibieran?
Entró en la habitación. Su hermana estaba parada en medio
del piso de tierra con los ojos enrojecidos. Era una adolescente de
unos dieciocho años, con un rostro bonito y unas trenzas negras que
le colgaban sobre la blusa blanca. Su señal de clase y su estigma, la
amplia pollera, plisada, de un género aterciopelado de color rojo, se
ceñía graciosamente a la cintura con una serie de alforzas.
-¿Qué te han dicho, hermanito? - le preguntó en quechua.
-Dicen que no reciben cholitas.

CHINCANQUI - 61
-¡Así me riñeron cuando fui a querer matricularme! ¿Por qué
nos tienen que humillar así?
-No reniegues, hermanita. No tenemos que esconder lo que
somos.
-¡Tú porque eres hombre! A nosotras las mujeres, por la ropa
nos crucifican. Si eres india, o si eres chola, ya sabes cuál es tu
lugar.
-Podríamos irnos a la Argentina, allá te sacarías la pollera
-sugirió su hermano.
-¡Ay! -lo miró dolorosamente-. ¡Déjame sola!
Narciso se retiró con una indefinible tristeza. Ya era hora de
clases y descolgó del clavo su guardapolvo blanco. Toda esa maña-
na ni prestó atención a las lecciones. Cuando volvió a la pieza al
mediodía, sobre la cama de su hermana había un papel, con su ca-
racterística letra redonda: Me voy a mi lugar. Hasta la otra vida,
hermanito.
Ya no estaban sus ropitas, ni su manta. Se había llevado todo.
Pensó en ir a la parada de los camiones. ¿En qué se estaría yendo?
Pero ella siempre fue independiente y, si decidió volverse, no había
nada que hacer.

Se aplicó con más ahínco que nunca a los libros. Pasó un mes,
cuando una noche tocaron a su puerta. Un hombre desconocido, con
una alforja en su hombro, lo miró con seriedad.
-Tú eres Copatiti, el estudiante de medicina.
-Sí -contestó.
-¿Puedo pasar?
-Claro, pase -invitó el joven.
El hombre entró a la mísera habitación, dejó la alforja en el
suelo y le habló en la dulce lengua andina.
-Hace unos días he estado con tu tío, que es mi amigo y cuan-
do supo que venía por Sucre, me pidió que viniera a verte.
Por la expresión del hombre, Narciso adivinó algo angustioso.
Él lo miró profundamente, le puso las manos en los hombros y le
dijo:

62 – ToQo Zuleta
-Sí, es lo que estás pensando. Tienes que ser fuerte. Tu herma-
na, apenas volvió a tu pueblo, se tiró de una peña... tu madre no
puede aguantar la pena y se ha enfermado.
El joven dobló la cabeza y sintió que los ojos se le llenaban de
lágrimas.
-¡Es que no la dejaron entrar a la Normal! ¡Por eso se mató!
El hombre le miró con compasión.
-Sí, parece que tu hermana estaba muy desilusionada. Tam-
bién me ha dicho tu tío que no es necesario que vayas, él se ha he-
cho cargo de todo, cuidado que te perjudiques en tus estudios. Aho-
ra tengo que irme. Ripusaj. Tupananchiscama.

Narciso pensó toda esa noche. Dio vueltas y vueltas en la


cama sin dormir. Al día siguiente su decisión estaba tomada. Justo
el Michiñawi golpeó a su puerta esa mañana. Cuando entró, no
pudo evitar un gesto de sorpresa. Copatiti estaba vestido con su ropa
de bayeta, aquella que le costara tantas burlas un par de años atrás,
con abarcas y sobre el piso, un poncho y una alforja. La habitación
estaba pelada.
-¡Qué! ¿Te vas? -exclamó.
-Me voy sí, ya no aguanto más. No estoy de acuerdo con esta
medicina que nos enseñan; he llegado a la conclusión de que no me
gusta esta sociedad en la que nos obligan a vivir. Ya he pagado de
la pieza a la señora.
-¿Y a dónde te vas a ir?
-Voy a hacer lo que hacía mi padre. Tenía razón el Mauro
cuando hablaba de Tupac Amaru y su lucha. He visto muchas desi-
gualdades, he perdido a mi hermana y estoy a punto de perder a mi
madre por culpa de esas injusticias. Por eso he hecho un juramento;
voy a dedicar mi vida y mis esfuerzos para que esto cambie. Ahora
comprendo lo que me dijo mi hermana por última vez. Adiós Michi,
hasta la otra vida.
Los dos amigos se abrazaron. Salieron. Narciso tomó su
alforja, cerró la puerta y se fue, sin volver la vista.

CHINCANQUI - 63
Capitulo V

COLLANAWAN

Ya estaba afuera y con una decisión tomada. Iba a volverse lo


que los ingleses llamaban un medicine-man, los franceses, gue-
risseur, los alemanes: heiler y recordó lo que le contaba su padre.
-Los verdaderos kallawayas proceden de seis pueblos disemi-
nados en los alrededores de Charazani: Chari, Inka, Huata Huata,
Khanlaya, Chajaya y Curva. Pero hay otros, de otras partes de Boli-
via e inclusive del Perú, que se disfrazan de kallawayas y recorren
los pueblos, engañando a la población ingenua.
Lástima que falleció. Le hubiera podido enseñar tantas cosas,
pensó el ex estudiante de medicina. De una cosa estaba seguro. Él
no quería ser laika. Bastante escuchó hablar de esos brujos y pre-
sentía que algo sobrenatural convivía con ellos. Recordó a su profe-
sor de química cuando descubrió a unos compañeros suyos en el la-
boratorio de la facultad, tratando de macerar hojas de coca:
-¡El que come con el diablo debe tener una cuchara bien lar-
ga! -les recriminó.
Lo más acertado le pareció volver a su tierra. Otra vez arriba
de camiones. Por el camino que sale hacia Ravelo, siguió por Ma-
cha, Pocoata, Uncía, Llallagua y Oruro. Allí cambió a otro camión
que iba para el norte. Ya en La Paz, buscó el lugar de donde salían
los camiones para Curva. Comenzó el descenso y el ascenso. El
64 – ToQo Zuleta
Illampu y más allá el Cololo, nevados eternos, alzaban su punta per-
foracielos.
El camión iba hasta Curva, con chapas onduladas para techos,
bolsas de cemento y otros materiales. Por un camino que era una
ceja en las montañas, llegaron al pueblo, con sus casas en medio de
una planicie. Alrededor los cerros mostraban en sus faldas, parches
verdes de sembrados. El vehículo entró por una de las calles y se
detuvo en la plaza central frente a la iglesia. Les cobró los pasajes y
los otros pasajeros tomaron sus bultos y se dispersaron. El joven ya
se iba a su casa, pero escuchó un llamado desde la cabina. Era una
chola de edad que sacó la cabeza y le habló.
-¡Yau, jovencito! ¿No eres el Narciso, el hijo de la Juanita?
-Sí, tía. No la había visto, como yo he venido arriba -contestó,
reconociendo a la hermana de su madre.
-¿No quieres ayudarme a descargar estas cosas? -le preguntó
en media lengua, kamu, como decían despreciativamente los blan-
cos instruidos a los indios que aprendieron castellano a medias.
-Claro que sí, tía –asintió.
Volvió a subir al camión, que tomó por otra calle, enfiló ha-
cia una loma sembrada de casas y se detuvo frente a una construc-
ción con piso alto, a medio terminar. La mujer bajó y entró a la
casa. Enseguida salió un muchacho de su misma edad. Lo miró y
dijo en castellano:
-¡Hola Narciso!- y lo abrazó.
-¡Hola primo! -saludó cariñosamente.
-Bueno, descarguemos -dijo la madre, abriendo de par en par
la puerta.

Una vez descargado todo el material, el camión se fue.


-¿De dónde estás viniendo, guagüitay? -le preguntó la mujer
en quechua.
-De Sucre, tiay -contestó, a la usanza de ella.
-¿Tu madre te espera?
-No, tiay.
-Quédate a comer entonces.

CHINCANQUI - 65
Durante la comida, una lagua de maíz con papas, su tía siguió
con las preguntas y él decidió contarle la verdad, que había dejado
la Universidad, deseaba ser curandero y por eso estaba ahí. Ella
miró a su hijo.
-Bueno, si quisieras venir cada día aquí y ayudar, mi marido
es collori y anda viajando, pero ya va a llegar estos días y se va a
quedar un tiempo. Puedes aprender junto con mi hijo.
¿Qué podía decir Narciso? Era justo lo que deseaba, así que
aceptó.
El encuentro con su madre fue doloroso. Estaba destrozada
por la pérdida de su hija y ella también tenía una sombra de muerte
en el rostro, pero se puso contenta de tenerlo a su lado. Desde el día
siguiente comenzó a ir a lo de su tía. El trabajo era mayormente de
cuidar los sembrados, aporcar la papa, desyuyar los cultivos de maíz
y trigo que se extendían por las lomas. Su primo trabajaba con él en
las faenas agrícolas.
A las dos semanas, por el camino apareció una tropa de ani-
males. La mujer, ya cambiada, con sus mejores ropas, salió con sus
hijitos a la puerta de su casa.
-¡Vamos, ahí viene mi papá -le dijo el joven a su primo.
Era una tropa de más o menos diez mulas de todos los pelajes
y a su frente venía un hombre alto, con un poncho rojo a rayas ne-
gras, un pantalón nochecolor y un sombrero alón gris.
Bajó de su cabalgadura. Flaco y moreno, tenía en su rostro un
pequeño bigote y una mirada penetrante en sus ojos oscuros, res-
guardados por espesas cejas.
-Descarguen los animales y llévenlos al potrero -ordenó en la
lengua indígena a los dos jóvenes y entró con su mujer a la casa.
Bajaron las cargas, las entraron, luego llevaron los animales a un
pastizal al otro lado de una loma y ahí los soltaron. Cuando volvie-
ron, ya era hora de comer.

Las semanas siguientes fueron de trabajo en el campo y de


salir por los valles vecinos a Curva para buscar yerbas medicinales.
Condori, como se llamaba el kallawaya, aprovechaba para instruir-
les en quechua sobre las propiedades de las plantas y las formas de

66 – ToQo Zuleta
curar. Los vegetales que utilizaba las recolectaba de los Yungas, de
la Cordillera y del Altiplano, pero conocía perfecta-mente las pro-
piedades de la flora peruana, chilena o argentina
-Esos que cortan plantas como sea, no saben. La planta es un
ser vivo y hay que respetarla, para que nos sirva de curación. Hay
que cortarla en un tiempo preciso para que no sufra y hay que pedir-
le permiso. La planta entiende -aconsejaba en quechua.
-¿Cómo se usan? -preguntó su hijo.
-Hay varias formas. Cocimiento es hacer hervir una planta, o
cualquiera de sus partes, en un recipiente con un poco de agua. Infu-
sión es cuando ya ha hervido el agua, entonces se apaga el fuego y
se pone la planta o hierba por tres o cuatro minutos. Dejar en remo-
jo una cantidad de plantas, hojas, tallos, flores, en alcohol durante
cuatro días, es la maceración y en la destilación se trata de escurrir
el espíritu de una planta, gota a gota, mediante el calor.
-¿Cómo más se aplican? -interrogó Copatiti.
-En cataplasmas. Son calmantes, refrescantes, laxantes y tóni-
cas. Las hojas, flores o frutos medicinales se muelen, se mezclan
con aceite de almendras y se aplican, siempre a la temperatura del
cuerpo. También se hacen de harina de trigo, linaza y papas, calen-
tándolas en un recipiente y luego extendiéndolas en un lienzo para
aplicarlas, o en fomentos, haciendo hervir la planta medicinal. Se
moja un lienzo en esa agua y se aplica. Se repite dos o tres veces,
cada vez que el fomento anterior se enfría.
Chincanqui anotaba muchas cosas, pero su primo, con una
memoria prodigiosa, retenía todo sin necesidad de escribir, y las
lecciones proseguían, siempre en quechua..
-También se cura con productos de diversos animales. Sangre,
carne, corazón, cabeza y otros. Los productos líquidos se toman
crudos. La carne y otros sólidos generalmente cocidos; a veces se da
sólo el caldo. Los sesos de gorrión constituyen un gran tónico y los
testículos de ciertos animales tonifican el órgano sexual.
-¿Y hay remedios minerales? -preguntó su sobrino.
-Sí. Las piedras son hembra y macho. La piedra blanca se
pone en la boca para no apunarse. La piedra imán para aumentar el
dinero, alimentada con limaduras de acero. También se usa el

CHINCANQUI - 67
sonkorumi, polvo de picapedreros, el polvo de cuatro esquinas de la
piedra...
-¿Y de dónde se saca?
-Del cimiento de casas viejas. El rumicuchu es del batán. La
piedra con óxido de hierro es el yáhuar huacac. Toba es la ceniza
de volcán. También se usa tierra de las tumbas, barro fermentado,
oro en maceración, tierra de la Virgen, ciguayros, el posoko…
-¿Qué era el posoko?- interrumpió su hijo.
-La espuma del río. De líquidos, agua de fragua de los
herreros, agua del lavado de cáliz y agua florida.
Otro día, mientras curaban una oveja empachada, se pusieron
a dialogar acerca de las curaciones. Condori estaba encantado con
su sobrino, porque éste le aportaba sus conocimientos de anatomía,
farmacobotánica y química biológica.
-¿Alguien puede explicar claramente cómo obran en realidad
los remedios? -se preguntó en voz alta el kallawaya y se contestó-.
El cuerpo humano no es un motor, al que se le estropea una pieza,
se la cambia y listo. La equivocación está en tratarlo como a una
máquina.
-¿Entonces, cómo hay que hacer? -preguntaron sus discípulos.
-Nuestro cuerpo sabe; está grabado hasta en su último rincón
cómo defenderse o lo que debe hacer ante determinadas infecciones.
Pero los que lo construyeron no podían prever todo. Ni tampoco que
con el tiempo esa capacidad se iría adormeciendo. Entonces viene el
estado actual, en que estamos indefensos ante las agresiones
externas e internas de todo tipo.
-¿O sea que nosotros mismos nos podemos curar? -preguntó
incrédulo su hijo.
-Así es. Si no me creen, echen un vistazo a los otros seres
vivos de nuestro mundo. Las plantas, los animales, que yo sepa, no
tienen médicos de ningún tipo y sin embargo, siguen viviendo y
reproduciéndose sin grandes problemas, a pesar de tener agresiones
igual que nosotros.
-¿Y por qué no podemos hacer eso los humanos? -preguntó
Narciso.

68 – ToQo Zuleta
-Cuando recuperemos la forma de tener acceso a la llave de la
autosanación, la humanidad habrá dado un gran paso adelante para
parecernos a nuestros creadores -pontificó el kallawaya.
-Lo que he notado -agregó el discípulo, -es que cuando
hablamos de los que curan poniendo las manos, de los chamanes y
sanadores de todo tipo, es que sanan afecciones orgánicas de una
forma no invasiva -y trató de forzar el quechua para dar el
significado de invasión.
-Los iguala la fe. ¿No se dan cuenta? En realidad, estimulan al
propio organismo del paciente para que se cure él mismo. Ya sea
mediante lo que se llama sugestión o fe ciega, lo que se hace es
crear determinadas condiciones para una autocuración. Los únicos
poderes fuera de lo común de los sanadores que existieron en todos
los tiempos, son justamente los que contribuyen a crear esa capaci-
dad de estimular el cuerpo y mente humanos para que realicen su
propia sanación. Nada de rayos brotando de las manos ni luces que
salen de los iluminados.
-¿Dices que nos han hecho así? ¿Como se fabrica un auto o
una radio? -se admiró su sobrino.
Lo tuteaba, porque en quechua no existe la diferencia de tratar
de usted para establecer diferencias. Tampoco existen los términos
técnicos, que Condori suplía con unos pintorescos pero exactos cir-
cunloquios.
-La explicación que me dieron es más simple. Los seres infi-
nitamente sabios que nos hicieron y nos colocaron aquí para que po-
bláramos este planeta, no podían admitir que accidentes, guerras o
epidemias diezmaran la raza humana hasta llevarla al punto de la
extinción. Entonces, combinada con la selección natural, pusieron
en las células de los seres vivos, una ciega capacidad de autorrepa-
ración. A medida que el ser humano fue evolucionando, la llave que
activaba ese mecanismo fue perdiéndose. Mejor dicho, olvidamos el
rincón donde se encuentra.
-¿Y los médicos no saben eso? –preguntó su hijo.
-Todos sabemos que antes no existían médicos, ni medicinas,
ni operaciones como las conocemos ahora. Sin embargo, la especie
humana seguía adelante. Cuanto más salvajes, más capacidad de au-

CHINCANQUI - 69
torregeneración celular y de autocuración. Los pueblos a los que
desprecian diciéndoles primitivos, todavía conservamos el acceso a
esa llave que nos permite gozar de una envidiable salud.

Copatiti y su primo lo acompañaban cuando salía a hacer sus


tratamientos. Ahí pudo observar que Condori tenía astucia, habili-
dad manual y conocía las costumbres del enfermo. Practicaba la su-
gestión, combinaba los mecanismos psicológicos con la succión del
lugar afectado, beber, danzar, pasar la noche al lado del enfermo
con trajes especiales. Para los sembradíos, hacía ritos invocando a
los ajayus y anchanchus tutelares. Narciso no pudo más y le pre-
guntó, a la vuelta de una de esas curaciones.
-Tío, hoy cuando curabas a ese hombre, terminaste dándole
una infusión de shunka.
-Sí, esa planta es muy buena para lo que tenía.
-¿Y no era más rápido darle al principio el remedio? ¿Para
qué la danza, la fumada, el acullico?
-Esto se lo digo a los dos. Así es, con la planta, o con el reme-
dio sería suficiente. Pero el enfermo, aparte de la medicina, de-be
saber que lo están curando. Por eso los ritos y todo lo que debe ha-
cer un verdadero yatiri. Si no, estaríamos al nivel de los médicos de
los hospitales. Ellos se limitan a examinar al paciente y recetarle un
medicamento.

Otro día les dijo.


-Vamos a ir a Charazani. Necesito pachacha.
-¿Qué es la pachacha? -preguntó su hijo.
-También le dicen berenguela o alabastro. Cerca de la apache-
ta hay varias vetas.
Cuando llegaron, de un cerro conocido por él, con una barre-
ta sacaron pedazos de piedra, los cargaron a la espalda y cada uno
con un bulto, regresaron a Curva.
-Ahora les voy a enseñar a tallar los amuletos -les dijo Condo-
ri. Llenó de agua un balde; ahí metió un pedazo de berenguela y un
cuchillo, pequeño pero filoso. Dentro del agua, mientras miraba su

70 – ToQo Zuleta
obra, talló un hombre y una mujer enlazados, simulando el acto se-
xual.
-Ahí está -les mostró. -Este es un huarmimunachi, el talismán
para conseguir el amor de la persona deseada. Ahora háganlo
ustedes.
Ambos se pusieron, uno con el cuchillo y otro con un
cortaplumas, a imitarlo, con resultados más o menos aceptables.
-Ya que estamos con los amuletos de amor, les voy a enseñar
a preparar los tincuchis y el atinco. ¿Ven? Es una especie de pancito
amasado con ceniza, de efectos afrodisíacos -mostró.
Les instruyó sobre otros talismanes: la pajita de la víbora, las
aguilitas, la piedra bezoar, las illas, los wacanquis, la piedra de
rayo, los chiuchis de estaño vaciados sobre piedra, y el extraño
pasa-pasa con el cual la suerte de la que vende mucho viene a uno,
junto con su dinero.
También les enseñó la ceremonia especial con que se comuni-
caba la necesaria eficacia para la curación, y terminó recomendán-
doles.
-Recuerden lo más importante. Para los kallawayas, el hombre
es lo que come.

-Tienes que ir al santuario del Tata Bumburi para tu iniciación


con algún collana de los que siempre están ahí -le dijo su tío allá en
su casa después de un tiempo-. De esa forma vas a salir de en medio
de la gente común y podrás servir a la humanidad. No vas a ser un
wata purichi de aquellos que viajaron a la construcción del Canal de
Panamá, porque te falta mucho para eso. Tampoco vas a ser uno de
los chamakanis, grandes brujos malos que clavan una abarca con un
yauri en la naciente de un manantial para que el dueño se muera, ni
un aisiri, de esos que llaman a los espíritus; ellos vienen y le avisan
todo, hablándole de su nombre. Yo soy un collori; conozco los re-
medios naturales, plantas, animales, tierras curativas y sé diagnosti-
car con el humo de tabaco, la orina, las vísceras de animales, pero tú
tienes capacidad para ser un yatiri y adivinar cómo le va a ir a una
persona por medio de las hojas de coca, los naipes o simplemente
por tu intuición, basándote en signos exteriores.

CHINCANQUI - 71
-¿De cómo sabe tío, que yo tengo esa capacidad?
-Porque has tenido una sacudida muy grande con la muerte de
tu hermana. Nadie puede ser yatiri si no es llamado por Santiago.
Por ejemplo, si el rayo, en una tormenta, cae a menos de diez me-
tros de una persona, sin matarle, esa persona ha sido llamada a la
profesión de jampiri -terminó de aleccionarle Condori.

Por la orilla del lago Poopó, en la llanura interminable, sin ár-


boles ni plantas, a más de 4.000 metros de altura, el vehículo se des-
lizaba dejando nubes de polvo. Habían salido de Huari esa madru-
gada y ya algunos mostraban síntomas de cansancio, tras varias ho-
ras de viaje. Rebaños de llamas intentaban comer algo, con los cue-
llos agachados. Blancas, marrones, negras, eran lo único vivo en el
altiplano.
El camión rebotaba y se sacudía sobre las piedras y acanaladu-
ras del tierracamino. Sus pasajeros, apretujados, se apoyaban entre
sí, dándose calor unos a otros para resistir el helado viento de la alti-
pampa. Hombres y mujeres de rostros quemados por el viento y el
frío, envueltos en frazadas, otros solamente con sus ponchos, viaja-
ban esa mañana de agosto hacia el santuario del Señor de Quillacas.
Narciso era uno de ellos. Quería llegar al santuario a cumplir la
promesa que había hecho para que sanara su madre. Le dolían las
piernas y se afirmó contra la baranda del camión para obtener algo
de alivio. La masa de gente se rebulló cuando alguien indicó algo; a
lo lejos se veían dos elevaciones. Cuando se acercaron más, pudie-
ron ver una capilla blanca, rodeada de unas cuantas casitas de adobe
pardo. Descendieron y se dispersaron en grupos por las calles del
pequeño pueblo. Copatiti se encaminó hacia la capilla.
La construcción blanca dominaba la población. Cruzó el atrio
y la amplia nave lo recibió. En el retablo, los santos miraban desde
sus hornacinas a los fieles y, al medio, con una aureola de luz fluo-
rescente, señoreaba el Cristo de Quillacas, con un faldellín morado
y el cabello de alguna fiel devota, seguramente ya convertida en
polvo.
Cuando se acercó para tocarlo y persignarse, resplandeció a la
luz de las velas el espejo del paladar, como si la boca entreabierta

72 – ToQo Zuleta
de la imagen le mandara un relámpago de bienvenida por entre los
dientes de nácar. Dicen que pocos pueden verlo, pensó y se sintió
contento. Todo lo demás estaba bien a la vista, con el increíble rea-
lismo logrado hace siglos por el anónimo imaginero indígena, que
había incrustado pestañas auténticas en los ojos, pintado con sangre
verdadera las heridas, sepultado cordeles oscuros en los brazos para
figurar las venas y puesto sobre la piel gotas de vidriosudor cayendo
de la corona de espinos. Terminó de rezar, se levantó y contempló
una vez más el sombrero salteño clavado allá arriba, en la bóveda,
testimonio irrefutable de cómo se había edificado esa capilla.
Según contaban, el Cristo apareció hace siglos y los indios del
lugar le edificaron un humildísimo oratorio con techo de paja. Un
arriero de Salta, que traía recuas de mulas para vender en la feria de
Huari, se quedó a dormir cerca de allí. Al despertarse, se encontró
con la ingrata novedad de que sus animales se habían escapado y en
la pampa inmensa no sabía dónde buscarlos. Desesperado, salió a la
ventura, tratando de encontrar las huellas, pero no encontró nada. A
la noche, mientras dormía sobre su montura, se le apareció en sue-
ños el Cristo, quien le indicó una aguada cercana donde estaban los
animales. A la mañana siguiente, se dirigió hacia allí y encontró la
tropa perdida. En agradecimiento, cada año el gaucho trajo desde
Salta cargas de ladrillos en sus mulas, con los cuales poco a poco
edificó la capilla y cuando se terminó, como testimonio, él personal-
mente clavó ahí arriba su propio sombrero.
Luego de rezar, el joven se dirigió hacia una de las pequeñas
colinas que se alzaban en las afueras del pueblito. Allí ya muchos
promesantes esperaban para subir a la cima a prender sus velitas en
medio de las piedras y dejar vellones de lana multicolor en los
arbustos espinosos. Eran los pecados que se iban abandonando para
llegar limpios a la cima.
Ya arriba, él también pasó por la Peña Horadada, aunque un
poco dificultosamente. Era un agujero natural en el cerro; quien
deseaba saber el término de su vida, debía pasar por allí al otro lado.
Si pasaba sin inconvenientes, aunque fuera gordo, viviría largos
años. Si se trancaba, así fuera flaco, le quedaba poco tiempo de
vida.

CHINCANQUI - 73
Luego de prender sus velas y rezar por su madre, esa noche
durmió sobre el piso en una habitación colectiva, junto a otros hom-
bres y mujeres. Afuera soplaba el viento inclemente y helado, pero
dentro de las paredes de adobe, el calor humano hacía confortable el
ambiente.

Al día siguiente se encaminó hacia la parada de camiones y


averiguó cuál iba hacia Potosí. Lo tomó y a eso de mediodía salie-
ron a través de la pampa. Al anochecer Narciso se bajó en el cruce
de Challa. En una casa de pastores pidió permiso para quedarse y le
dieron lugar en la cocina. Allí durmió una noche, hasta que apareció
la camioneta de unos misioneros norteame-ricanos que iba para
Bumburi. Subió atrás y en menos de dos horas estuvieron en el po-
blado, dominado también por la iglesia. Los misioneros pararon
frente a su “templo”, un pequeño salón de adobe y trataron de con-
vencer a su pasajero de que se convirtiera.
-¿Cómo vas a adorar a esos ídolos? -insistió el gringo.
-El Señor ha dicho: “No adorarás imágenes hechas por hom-
bre” -agregó su mujer.
Por complacer a los que le habían traído sin cobrarle nada,
Copatiti tuvo que entrar al templo. Allí ya estaban varios indios acu-
rrucados junto a la pared. Al entrar el pastor, se levantaron a darle la
mano. El gringo tomó su lugar al frente de todos, hizo cantar, luego
rezar y finalmente exclamó:
-¿Trajeron lo que les dije?
De en medio de sus ponchos aparecieron santitos de bulto,
cuadritos pintados al óleo sobre latitas y tablas, pequeños retablitos
con santos tallados en sus puertitas o con pinturas ingenuas que re-
presentaban vírgenes. Como en una procesión, los asistentes salie-
ron por una puerta que daba a un patio trasero y allí los depositaron
sobre la tierra. El pastor trajo de la camioneta un recipiente con
combustible y roció los santitos. Su mujer tiró un fósforo al montón
y enseguida todo ardió en una pira funeraria. Asqueado, Narciso re-
cordó lo que hacía el inquisidor español Valverde con los objetos
sagrados y los quipus donde estaba la memoria de su pueblo y salió
sin despedirse, rumbo a la iglesia.

74 – ToQo Zuleta
En cuanto entró, vio la imagen ecuestre, ahí en medio de la nave,
casi de tamaño natural. Santiago de Bomburi, el patrono de los cu-
randeros, de barba poblada en su tez blanca, hábito marrón y som-
brero con una cruz en el ala alentada, una espada en la mano dere-
cha y la otra en las riendas del caballo blanco que montaba. Tendido
de espaldas bajo los cascos del caballo, un diablo vestido de rojo, de
tez oscura por supuesto, intentaba defenderse con las manos en alto.
Cuando contemplaba la imagen, entró alguien a la iglesia, con paso
lento y mirando siempre adelante, imperturbable. La apariencia del
collana era la de un anciano, figura carismática, sabio, con aires de
santo, un indio diferente a los demás. Siguiéndolo venía un joven.
-¿De dónde vienes? -le preguntó en la lengua de los kallawayas.
-De Curva, Tatay -contestó con respeto Copatiti.
-Este es tu compañero, que viene de Amarete.
Ambos jóvenes se dieron la mano y quedaron amigos. Esa noche,
afuera de la iglesia, los dos aspirantes a jampiris, hicieron una foga-
ta y velaron toda la noche, haciendo los ritos establecidos desde si-
glos por los yatiris para la iniciación.
El amautha les explicó entre otras cosas, en la antiquísima lengua
de los collanas, mezclada con palabras de un español arcaico, la di-
ferencia entre laikas, brujos y brujas:
-Las brujerías vinieron de Europa y del Africa; aquí se adaptaron
a los materiales y costumbres, pero sus objetivos siempre son los
mismos: el poder, la riqueza, el amor, la envidia y la venganza.
Igual que los laikas, sus útiles son tinajas y virques quemados en
viernes, percal para hacer muñecos, afrecho para embutirlos, sebo
de velas de iglesia, agujas, agujones y espinas estrenadas pinchando
muertos en noche de velorio, tierra de cementerio, uñas de sacristán,
manteca o grasa de conejo blanco, de perro kala, de lechuza muerta
a pedradas. En sus tinajas y cajones tienen polvos, yerbas desecadas
de oculto poder, una calavera y varios huesos humanos para hacer
ayatullu.
-¿A qué se dedican?- preguntó Copatiti.
-Los trabajos de la bruja, son: ser adivina, hacer hechizos,
ablandar corazones duros, recomponer destrozos por obra del peca-
do carnal y dar fortaleza de cardón a los más débiles arbustos del

CHINCANQUI - 75
hombre. Sus especialidades son el suministro de medicinas de amor
y el echar repulgos sobre el prójimo para atraer la kencheza. Para
eso, el anhelante tiene que obtener cabellos de la persona anhelada,
el barro resultante de la orinada, sangre menstrual o excrementos.
Con eso sanan a mozos dolidos de desvíos, a las mozas ya corridas
hacen pasar por doncellas, curan al viejo abatido de agenesias…
-¿Y cuando quieren hacer maleficio?
-El que quiere hacer daño a alguien debe ir a lo de la bruja,
llevando tierra de las pisadas del prójimo, o retazo de sus ropas. La
bruja hace un muñeco, poniendo dentro de él lo aportado del pre-
sunto, le clava espinas o alfileres en aquella parte del cuerpo donde
han de sobrevenir las dolencias. Lleva luego a enterrar el artefacto a
determinado sitio. Entonces el cuitado se enferma y no hay médico
que lo cure.
-¿Y cómo se cura? -se interesó el otro.
-Para deshacer el hechizo, sólo otra bruja, que hace sus averi-
guaciones y cálculos, palpa y huele al enfermo, y sabe al final dón-
de está el muñeco del maleficio. Va al lugar, lo desentierra y se pos-
tra para decir extrañas oraciones. Hecho esto, arranca uno por uno
los aguijones que el muñeco tiene incrustados. Entonces las afeccio-
nes y dolores del enfermo van desapareciendo. En cambio el brujo
es diferente. Poseedor de poderes ocultos, sus facultades las desa-
rrolla a través de la mesa negra para hacer daño, o la blanca para cu-
rar o rastrear. Cura los malos hechizos y puede prevenir el mal o
causarlo en otras personas, dándoles brebajes, arrojándoles la cochi-
nada o actuando sobre el muñeco. Mantiene el aislamiento y practi-
ca actos que lo rodean de misterio, por ejemplo, posee una calavera
a la que consulta, se levanta a medianoche para ir por los cerros o
recorrer los campos y usa utensilios de piedra.
-¿Y si nos encontramos?
-Ustedes mejor no se hagan conocer ni tengan tratos con ellos,
sea hombre o mujer, salvo que sea muy necesario -añadió el amau-
tha. Miró el fuego y pareció recordar algo-. Ahora, tienen que saber
la leyenda de Inkari y difundirla por donde vayan entre nuestros
hermanos. Me parece que está llegando el tiempo de que se levante
y seamos muchísimos, como los granos de la quinoa.

76 – ToQo Zuleta
Comenzó a hablar en quechua, pero ya no en la lengua vulgar,
sino en el alto runasimi, pleno de conceptos elevados.
-Les contaré lo de Inkari. Antes de que llegaran a esta tierra
los españoles, aquí vivía mucha más gente que ahora y todos tenían
para comer. Todos estos cerros en ese tiempo estaban cultivados.
Abajo se daba maíz, más arriba papa; donde hacía más frío se sem-
braba quinua y más arriba el tarwi. Se criaban llamas, con su lana se
tejía toda la ropa necesaria y nuestras casas nos abrigaban del viento
y del frío.
Pero llegaron ellos y agarraron preso a Inkari, nuestro rey y
nuestro último Inka. Le obligaron a darles todo el oro del Imperio y
le cortaron la cabeza. En ese momento salió un arcoíris negro en el
cielo; el día se hizo noche, las peñas gritaron y los ríos se volvieron
sangre.
Para estar seguros de que estaba bien muerto, lo pedacearon y
enterraron los pedazos por todo lado. Entonces, creyendo que el
asunto estaba terminado para siempre, se dedicaron tranquilamente
a gozar de su conquista. Pero no se dieron cuenta que, con el correr
de los siglos, la Pachamama, apiadada de sus hijos, por bajo la tierra
iba juntando los trozos dispersos. Ahora ya se ha unido todo el cuer-
po. Eso indican todas las señales. Sólo falta que se junte la cabeza y
entonces Inkari, con su cuerpo otra vez completo, resucitará como
el Nuevo Inka, abrirá los brazos y terminará con los sufrimientos de
los indios.
-¿Puedes explicárnoslo, maestro? -rogó Copatiti, también en
el mismo runasimi.
-Trataré de hacerlo, pero lo que te voy a decir, sólo tiene el
sentido de hipótesis, basada en mi interpretación de ciertos hechos.
Constituyen simplemente pautas, pistas. Son ustedes los que deben
interpretar y comunicar esto, que viene de bien adentro. El indígena
usa la metáfora como elemento cultural básico. El mito de Inkari,
como todos los mitos, es el ejemplo de algo muy profundo, y que en
este caso, llega a adquirir caracteres de profecía. Por eso pasó a la
clandestinidad y fue el amautha Arguedas quien lo sacó a luz. El di-
lema es que debemos encontrar el mensaje inscrito entre líneas que
se pretende transmitir a las generaciones futuras. Un ejemplo: cuan-

CHINCANQUI - 77
do Tupac Amaru dijo “¡Volveré y seré millones, como los granos de
la quinoa!” ¿Sabe alguien qué quiso decir exactamente? Esta es
también una alegoría, como el arco iris negro yana k´uychi llojsin, o
la leyenda del tigre y el cazador. Tienen un profundo significado,
que está escondido detrás de una imagen poética y frecuentemente
atroz. En el caso de Inkari, alguien inventó la leyenda, el mito. La
imaginó o, lo más posible, la soñó. ¿Puede imaginarse una cosa así,
tan despiadada e inhumana? Unos verdugos que toman un cuerpo
muerto, lo desmembran, descuartizan y no contentos con eso lo ha-
cen desaparecer enterrándolo por todas partes de América hasta que
no queda ni huella de él. Pero este proceder no es tan ilusorio ni tan
irreal como parece. No me explayaré acerca de las formas de dar
muerte, que en eso el hombre se ha complacido en crear ingeniosas
y aleccionadoras formas de matar. Basta recordar esa larga tradición
que, como tantas cosas, nos legaron los europeos y es el tratamiento
que se le da al cadáver del enemigo. ¡Nadie olvida la crueldad y el
feroz fanatismo con que fue descuartizado el cuerpo de Tupac Ama-
ru! -se exaltó el chamán.
-Tiene razón, maestro. Recuerdo haber leído que, en una
macabra propuesta, cuando la Convención francesa condenó a
muerte al rey, intentó que el cadáver fuese dividido en ochenta y
dos trozos, para enviar uno a cada departamento de la República
-agregó Narciso.
-También sé que en la Argentina, el cadáver de Evita fue
robado y trasladado de sepultura en sepultura -opinó el otro joven.
-Por eso la llamo ayapolítica, política con y de los muertos.
En el caso de Inkari está presente también ese ensañamiento con el
adversario ya muerto y que no puede atacar, ese denominador
común de esconder los restos, para que nadie pueda venerarlos ni
convertir su sepultura en lugar de culto. Los miembros primero se
dispersan y luego se entierran por toda América. Pero como es un
mito, aquí surge lo sobrenatural. La Pachamama, la Madre Tierra,
compadecida de su hijo, por en medio de su seno va acercando los
restos, hasta que logra reunirlos y reconstituir el cuerpo. Además,
en un rasgo poco común, la leyenda va evolucionando hasta
ubicarse en los tiempos actuales. Nos dice que ahora el cuerpo ya se

78 – ToQo Zuleta
ha reconstituido, y sólo falta que se acople la cabeza, para que
Inkari resucite y sea la definitiva liberación del indio. Sin entrar a
resolver en qué puede consistir esa reivindicación final, tenemos
que concentrarnos en el significado de la parte anatómica que falta
para que el cuerpo esté completo -y el collana los miró para ver si
habían comprendido.
-En el trabajo de efectuar la interpretación de la leyenda ¿cuál
es la cabeza? No se puede tomar al pie de la letra la imagen, empe-
zar a cavar la tierra para tratar de localizar dónde está sepultada y
desenterrarla -opinó Copatiti-. Según la Anatomía y la Fisiología,
esa parte es indispensable para que un cuerpo esté, no sólo comple-
to, sino que pueda funcionar y en ese aspecto, si admitimos que
Inkari va a resucitar, es decir revivir y comportarse nuevamente
como un ser vivo, la cabeza es indispensable. Las funciones del or-
ganismo, están dirigidas en gran parte desde ahí, por eso podemos
vivir sin miembros, pero no sin el cerebro y su envase. Sabemos que
en él están, no sólo el conocimiento, sino los sentimientos y hasta
las emociones -terminó de razonar.
-Sí, una especie de mandato ineludible. Entonces parece que
es clara la función de esta parte del cuerpo y se comprende por qué
a Inkari le falta eso para levantarse –continuó el amautha.
-¿Pero qué significa? ¿Que falta un jefe o una jefatura, una
cabeza que lidere el movimiento indígena? ¿O más sutilmente,
insinúa que falta un debate ideológico, espiritual o político de donde
surja una filosofía, una ideología, un evangelio, una Biblia, un
Corán, un manifiesto, en fin, algo que pueda unificar los diferentes
movimientos y etnias? ¿O ambas cosas? –preguntó Copatiti.
-Lo que quieran interpretar. Sólo puedo decir que no se puede
ocultar el profundo vacío filosófico-ideológico del indianismo e
indigenismo modernos. Hace falta alguien que dé las grandes líneas,
la estructura, el esqueleto, por ejemplo en la educación. Entonces,
los técnicos las implementan. Pero sobre todo, un armazón sobre el
cual edificar la mística indígena.
-Me recuerda al Apocalipsis o a las Cantigas de Nostradamus.
-Exactamente; el que tenga discernimiento, que entienda y
descifre este, no diría enigma, pero sí una especie de prueba que se

CHINCANQUI - 79
nos da para que la pasemos. Esto también se vincula con el impera-
tivo de que debe formarse en algún momento, una Confederación de
Pueblos Indígenas, integrada desde su origen por genuinos repre-
sentantes de los diversos grupos y comunidades. A propósito de
esto, soy de opinión que esa Confederación, el auténtico organismo
ante los organismos nacionales e internacionales, tiene que salir de
una reunión efectuada en un lugar sagrado. Allí pueden pelearse y
discutir hasta llegar a un acuerdo. Este lugar debe estar custodiado
por los guerreros, los chakarunas, a fin de que no pueda haber inter-
ferencias. Luego de organizarse, se abrirán las escuelas, los yacha-
ywasi donde los yachachej harán saber todas estas cosas a los jóve-
nes -terminó el collana.
Al día siguiente dejaron ordenadas sendas misas y buscaron
un vehículo para emprender la vuelta. Cuando llegaron al cruce, el
de Amarete se subió a un camión, que en su suerte iba a La Paz. Co-
patiti tuvo que esperar varias horas en medio del frío, a fin de tomar
uno hacia Potosí. De ahí iría a la Argentina.

80 – ToQo Zuleta
Capitulo VI

SERENATAYOC

Cuando Copatiti entró a la Argentina, encontró varios curado-


res, cada uno de los cuales tenía un vasto prontuario, y su único ob-
jetivo era ganar dinero. El que más le impresionó fue el Vladimir.
El locutor de la radio humahuaqueña le denominaba Naturista. Na-
turópata. Pero a él le encantaba colocarse un guardapolvo blanco y
que le llamaran doctor. Tenía entre su parafernalia, además de este-
toscopio, una otolinterna, camilla para la quiropraxia y bolsas, bol-
sitas y bolsazas llenas de yuyos.
Se decía tarijeño, pero su acento era de La Paz. De andar
como pato, bajo, blancón, de ojos vivísimos, estaba quedándose
calvo, razón que le obligaba a llevar un gorro de piel en las mañanas
frías de la Quebrada de Humahuaca. A veces se ponía traje y
corbata, otras solamente saco y camisa. Tenía conocidos y amigos
por todas partes; nada raro que lo conociera al parapsicólogo Tim
Timaro, quien extrañamente, se le parecía mucho. Tenía un socio en
Palpalá, que venía con el pretexto de traerle la camilla y se quedaba
un día, cada vez con una secretaria diferente.
Sus hábitos eran muy simples, sin excesos. Levantarse, ni
muy tarde ni muy temprano, acicalarse, a veces ir a la radio, atender
a sus pacientes hasta bien pasado el mediodía, ir a comer por ahí,
volver, atender hasta la noche, dar clase a algunos seguidores, luego
cenar y acostarse. Tomar de vez en cuando alguna cervecita, pero
nada más. Su táctica era seguramente el fruto de una experiencia

CHINCANQUI - 81
larga. Llegar a un lugar, asegurarse el techo, la cama y el lugar para
atender. Luego, entrevistar a las autoridades, preferentemente del
área de la cultura, después al director de la radio.
En cada caso desplegaba su simpatía, sus dotes de seductor. Si
el interlocutor, o alguno de sus familiares expresaba alguna dolencia
o malestar, ahí tenía asegurado su futuro. Si no, hablaba de ONGs
dispuestas a financiar proyectos, de subsidios extranjeros listos para
llegar, de vehículos en donación que aparecerían con sólo pedirlos.
Mostraba sin que se lo pidieran credenciales de periodista, nombra-
ba las audiciones de TV en las que intervino. Ofrecía, sugería y, si
era necesario, prometía.
Todo, por supuesto, bajo una apariencia benefactora, deseosa
de diseminar bienestar y compartir conocimientos. Invitaba a tomar
una gaseosa, si el o los candidatos lo merecían, y adulaba con boca
dulce.
De esta forma, conseguía gratis, audiciones en la radio más
escuchada, cesión del mejor salón del pueblo para dar sus conferen-
cias, propaganda gratuita y, lo principal, un paraguas protector por
las dudas que algún médico se convirtiera en su contrincante. Cosa
extraña, no se metía ni con los policías ni con los curas; parece que
prefería tenerlos lejos.
De esta forma, conseguía su objetivo, muy sencillo: que los
pacientes llegaran al lugar donde atendía y allí aplicar su quiropra-
xia, aconsejar a los malaventurados y, lo principal, vender sus yu-
yos.
Esta vez, había traído un caballito de batalla que actuaba so-
bre una de las principales pulsiones masculinas. El bulbo maravillo-
so, el ginseng de los Andes, como él llamaba al maca o macá. Re-
constituyente, vigorizante, afrodisíaco, le atribuía todas las virtudes
necesarias a fin de que los varones se preguntaran si no habría algo
verdadero detrás de todos esos atributos. Y para cerrar el círculo,
además ofrecía a los altos círculos gubernamentales la posibilidad
de promover el cultivo de esta plantita, para así solucionar el pro-
blema de la escasez de recursos del poblador puneño.
Su táctica incluía captar la voluntad de los lugareños al ense-
ñarles a reconocer plantas medicinales, y dar clases sobre esas plan-

82 – ToQo Zuleta
tas y sus usos. Luego, salían en excursión por los alrededores o por
el Jardín Botánico de Altura de Tilcara para ver la flora autóctona.
Siempre ostentaba sus contactos con el exterior, y que próximamen-
te viajaría a Alemania a hablar sobre plantas medicinales.
Era sumamente parco para hablar de sus medios de vida. Sólo
que tenía pocos pacientes y vendía los yuyos suministrados por Fe-
derico, un jujeño de Palpalá, con un porcentaje. Al tiempo de pagar
sus cuentas, ahí sí se desnudaba y regateaba, al estilo Timaro y ahí
ya no hablaba de fundaciones, del extranjero, de dinero, sino de lo
mal que le había ido. Su frase favorita era: “Trabajando como negro
para vivir como blanco”.

En cambio, los hermanos Huachano sí que eran de terror. De-


cían que eran peruanos y se presentaban como yatiris.
-¿No sabes lo que es un yatiri? ¡Un sabio, un amautha, al-
guien que sabe todo y cura todo! –proclamaban.
Así comenzaban por lo común sus entres. Tenían sus clientes
no en los campesinos ni en los indígenas, sino en la gente blanca,
con más dinero. Ponían anuncios en los diarios y en las radios. Há-
biles fisonomistas, desconcertaban a sus víctimas diciéndoles cosas
como esta.
-¡No hables, no digas nada, ya sé todo lo que te pasa! Esto te
va a servir. Tienes que tomarlo una vez al día -y le vendían un
paquetito de vaya a saber qué planta.
Uno de ellos, cuando le vino a consultar una viuda bastante
joven, mirándola sugirió:
-Ven a la noche y te voy a tirar la coca.
Cuando vino, extendió en el piso un pañuelo blanco, puso una
moneda en cada una de las puntas y solemnemente tiró un puñado
de hojas al aire. Miró las figuras formadas sobre el pañuelo.
-Hay una mujer. Te está embrujando y te va a hacer enfermar
-le anunció.
-¿Y qué puedo hacer? -preguntó, desesperada.
-Lo primero es hacerte una limpia que te proteja y te saque del
cuerpo los maleficios.
-¡Bueno, hágamela! -consintió la mujer.

CHINCANQUI - 83
Trajo un brasero con carbones encendidos, allí arrojó un
sahumerio y le ordenó, apagando la luz.
-¡Quítate la ropa! -Ella vaciló, sorprendida.
-¡Que te saques, te digo! ¿Cómo piensas que te voy a limpiar?
Recelosa, se desnudó hasta quedar en ropa interior y él co-
menzó a dar vueltas alrededor, con un alumbre en la mano, que ca-
lentaba al fuego y pasaba lentamente por la piel de la mujer, prime-
ro por toda la espalda, luego por adelante, en los brazos, las piernas
y por último por la cara, la nuca y el cabello. Hecho esto, tiró el
alumbre al fuego. Al derretirse, una burbuja reventó y formó como
una boca, que se abría y cerraba.
-Esa es la tierra, que te quiere comer -le indicó, con aire
sombrío. Sugestionada, ella lo miró.
-¡Pero yo no quiero morir! -se desesperó.
-Yo te puedo salvar, pero tienes que unirte a mí.
-¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
-Que nos abracemos, así mi fuerza pasará a tu cuerpo. Vamos
-y la arrastró hacia una camilla.
Cuando Chincanqui se enteró de estas hazañas, trató de no
llegar a los lugares donde estuvieron, para que no lo metieran en la
misma bolsa.

Don Loza era paceño. Durante la guerra del Chaco se dio


cuenta que estaban peleando para favorecer intereses petroleros, ni
siquiera de su patria, sino de otros países. Entonces desertó y se
vino a vivir a la Argentina, donde puso un negocio de artículos re-
gionales en San Salvador de Jujuy.
Él mismo contaba cómo, a los trece años de edad, con otros
muchachos de secundaria, el mayor de los cuales tenía diecisiete
años, lo llevaron a Uyuni, al cuartel a orillas del salar. Allí se les
reunieron chicos de Potosí, de Sucre, de Oruro, hasta completar sie-
te mil. Corría el segundo año de la guerra entre Paraguay y Bolivia
y los condujeron a pie al frente de combate.
Desde las arideces definitivas del altiplano, descendieron por
las quebradas de la precordillera hasta la punta del monte y de allí,
después de cruzar los ríos llevahombres, al temido Infierno Verde.

84 – ToQo Zuleta
Campos calcinados por el sol, donde las únicas plantas que sobrevi-
vían eran las espinosas carahuatas. Y por ese Chaco, los paraguayos
apodados “macheteros de la muerte” deslizándose como sombras
inclementes.
Fue demasiado para muchos. La frontera estaba cerca y deci-
dieron cruzar esa raya invisible entre el exterminio y la subsistencia.
Así llegó Loza al norte argentino. Aquí buscó mujer, tuvo hijos, tra-
bajó de todo lo imaginable y ahora, maduro ya, vivía en San Salva-
dor de Jujuy con hijos repartidos por todas partes. Uno especial-
mente, Lucho, era su preferido, el mayor de los varones, tal vez por-
que se había criado con él, o era el que le dio mayor trabajo.
Cuando llevó una vez a ese su hijo para que conociera La Paz,
entraron ambos a una chichería de Cala Cala, atraídos por la música.
En una habitación de gran tamaño, varias mesas vacías los espera-
ban. Al fondo, en el sofá que se extendía a lo largo de la pared más
corta, un grupo de músicos tocaba melodías de la tierra. A Lucho le
llamó la atención el instrumento que armonizaba perfectamente con
el tono juguetón y walaycho del charango. Era como el bandoneón,
pero más pequeño y octogonal, un prisma de ocho lados. Un hom-
bre cuarentón lo manejaba como quería. Sus dedos apretaban las pe-
queñas teclas y extraían acordes de cuecas, bailecitos y kaluyos.
Les sirvieron dos gigantescos vasos llenos de líquido gualdoso.
-Estos son los melgarejos -le explicó su padre.
Mientras tomaban la chicha, escuchaban la música y Lucho se
sentía cada vez más atraído por el instrumento. Al salir, le comentó:
-Papá, vas a tener que conseguirme eso. ¿Cómo se llama?
-Eso se llama concertina, Lucho. Igual que la bandónica, ya
no se fabrica ni se vende. Cuando era chico sabía verlas en un nego-
cio de la calle Tumusla, “La Corona” creo que se llamaba. En su vi-
driera se exhibían dos o tres, con su estuche al lado, todo adornado
de nácar. Pero ahora ya ni el negocio existe -concluyó nostálgica-
mente.
Volvieron a la Argentina, pero Loza siempre recordó el deseo
de su hijo.

CHINCANQUI - 85
La cantidad de turistas asombró a Copatiti. La última vez que
estuvo por San Salvador de Jujuy, no se veían tantos.
Eran los primeros días de noviembre. Los lapachos y los cei-
bos florecidos coloreaban las calles y avenidas. Los cerros verdes
enmarcaban la ciudad, pero a pesar de tanta belleza San Salvador no
le gustaba a Narciso. Por eso pasaba lo más rápido posible por esa
ciudad. Le daba pena ver cómo hicieron desaparecer sus edificios
antiguos. Sabía que un gobernador, dueño de una empresa de cons-
trucciones, mandó demoler de noche para que nadie se diera cuenta,
una antiquísima casa, ubicada en una esquina de la plaza central, y
allí su empresa levantó un edificio de diez pisos.
El yatiri prefería los pueblos del interior. La gente de la capi-
tal, mezcla de libaneses, árabes y españoles sentía desprecio hacia el
colla y hacia todo lo que les recordara lo indígena. Para ellos indio
era sinónimo de atraso, suciedad e ignorancia. No era nada raro es-
cuchar entre los jujeños capitalinos:
-¡Ah, de Volcán para arriba, habría que regalárselo a Bolivia!
-vituperaban.
El único lugar donde se sentía cómodo era en el mercado; allí
reconocía a mucha gente. Vendedores de frutas o carniceros, lo
saludaban con respeto. No podían olvidar que Copatiti los organizó
hace un tiempo y de esa forma consiguieron que el intendente no los
desalojara para dejar lugar a un supermercado. Hasta el nombre le
cambiaron y lo bautizaron con una palabra en quechua que venía de
una especie de saludo y quería decir perdido, ausentado.
-¿Cómo le va, don Chincanqui? -y sentía luego los cuchicheos
detrás de él:
-¿Quién es ese?
-El yunga. Ha vuelto. ¿Qué andará haciendo?

Pero ahora el kallawaya tenía una idea fija. Su compadre de


Palpalá le avisó que un comerciante paisano tenía una concertina.
Recordaba la dirección, una casa de regionales por la estación, y
hasta su apellido: Loza.
Un lustrabotas, con su banquito bajo el brazo se cambió de
mano el cajón de lustrar y con la mano libre le indicó.

86 – ToQo Zuleta
-Allá es, señor.
El sol desapareció detrás de los cerros. Oscureció y las luces
de las calles se prendieron súbitamente. Chincanqui se encaminó a
la casa. A esa hora, ya los turistas estaban bañándose y se prepara-
ban para cenar. Entró al negocio, con ponchos colgados en la puer-
ta. Adentro, un maniquí vestido de colla. Una vitrina con pulseritas
y aros de filigrana, soperas y cucharones de alpaca. Sombreros ove-
jones apilados. Los estantes, con objetos de cardón, cacharros de ar-
cilla cocida; apilados, toda clase de tejidos: barracanes, picotes, pu-
lóveres, ponchos. Un hombre se acercó, caminando detrás del mos-
trador.
-Buenas tardes -saludó. Chincanqui, por su forma de hablar,
reconoció su origen. Paceño, chukuta, sin duda, y lo saludó con el
mismo acento.
-Buenas tardes, don Loza. Don Ayaviri me habló de usted.
-¿Ah, sí? ¿Cómo es su nombre, señor?
-Todos me dicen Chincanqui; soy de cerca de La Paz.
-¡Ah, mi paisano! Sí, también a mí el compadre Ayaviri me
habló de un tal Chincanqui. ¿Usted cura particular ¿no? -afirmó,
más que preguntar.
-Sí, don Loza. Venía a visitarlo, porque me dijeron que usted
tiene una concertina o bandónica, no me han aclarado eso.
Loza lo miró.
-Así es -dijo.
-¿No me haría el favor de mostrármela?
El hombre contempló a Chincanqui y miró a un costado del
mostrador, donde una chiquita estaba encorvada sobre un cuaderno.
-Voy adentro -le advirtió, con un tono que significaba: Te
quedas vigilando, en un código desarrollado entre padres comer-
ciantes y sus hijos.
Ociosamente, el yunga miró hacia los estantes: Caretas de la
diablada de Oruro, mates de palo santo de Tartagal, aribalos del
Perú, toritos de Pucara, teteritas de Hong Kong... Reconoció mu-
chos objetos, de diferentes orígenes. Todo se agrupaba bajo el rubro
de “regionales” y Chincanqui estaba seguro que también tendría por
ahí debajo de los estantes, bolsitas llenas de muña muña u hojas de

CHINCANQUI - 87
coca, maíces de colores, pimentón, azafrán de raíces, y hasta
ekekos. ¡Cómo se ha popularizado el ekeko! pensó Chincanqui. De
amuleto cholo, ha migrado lenta, pero seguramente hacia los estra-
tos descendientes de europeos de la Argentina y no es raro ver a hi-
jos de italianos o españoles, encender devotamente cada miércoles o
viernes un cigarrillo y ponerlo en la boca abierta del idolillo. Ekeko
regalado, por supuesto; si el que desea tener uno lo compra, no tiene
efecto.
El comerciante salió con una valijita negra y la colocó sobre
el mostrador. Chincanqui se acercó y miró cómo Loza abría el cie-
rre y extraía del estuche de madera, forrado interiormente con tela
roja, un artefacto que hizo un leve quejido al salir.
-Aquí lo tiene. Yo no sé tocarlo. Me parece que ya no hay casi
personas que lo toquen. Hasta la misma concertina es difícil de en-
contrar -observó el propietario.
Tomó con manos amorosas el instrumento; hacía tanto tiempo
que no tenía una concertina entre las manos... Acudieron a su cere-
bro recuerdos de carnavales en los centros mineros, en Llallagua, en
Huanuni, cómo bajaba el Martes de Carnaval la pandilla de mineros
bailando con sus cholitas, ebrios de chicha con la paga que habían
recogido y él al frente, con un instrumento igual al que ahora acari-
ciaba. Y esa noche de San Juan, cuando tocaba en el campamento
Siglo XX ante las fogatas prendidas mientras los mineros de Siglo
Veinte y sus familias festejaban el solsticio de invierno. Se bailó al
ritmo de cuecas y wayños, acompañados con ponches de alcohol,
comida, coca, cigarrillos, haciendo reventar en señal de alegría ca-
chorros de dinamita y cuetillos.
En medio del viento y del frío hombres y mujeres cantaban y
tomaban leche de tigre con canela, sin saber que después de medi-
anoche las tropas del ejército, mandadas por el presidente Barrien-
tos, apostadas sigilosamente alrededor, lanzarían una tormenta de
balas desde todos los ángulos. Nunca se supo la cantidad de muer-
tos y él escapó de milagro, corriendo hacia los cerros y dejando bo-
tada su concertina.

88 – ToQo Zuleta
Sus dedos se colocaron sobre las teclas y se movieron al com-
pás de los recuerdos. Brotaron entonces pasacalles, wayñitos y car-
navales del instrumento que se encogía y estiraba al compás de la
música. Loza oía fascinado. La chiquita dejó de hacer sus deberes y
escuchó con los codos sobre la vidriera.
Chincanqui paró de tocar, levantó la vista como si despertara
y vio a la mujer del dueño con su hija mayor, paradas en una puerta.
En la de calle también se habían agolpado transeúntes, cautivados
por la música. Loza no lo dudó más.
-Poné la mesa, el señor se va a quedar a comer con nosotros
-ordenó a su esposa-. Vos traé la bolsa y andá a comprar vino -indi-
có a su hija, que cerró el cuaderno y salió a cumplir la orden.
-Ya es hora de cerrar. ¿Quiere que pasemos adentro? -le pre-
guntó el comerciante.
-¡Cómo no! –respondió Narciso.
Loza cerró la puerta de dos hojas, cruzándole un hierro para
asegurarla y le indicó que pasara por la puerta que comunicaba el
negocio con el interior. Apareció un cuarto grande, lleno de cajas
con mercadería y barroollas, el depósito, seguramente. Debe apre-
ciarme bastante para mostrarme esta parte, pensó Chincanqui. Cru-
zaron un zaguán, que comunicaba con la calle y entraron a una pie-
za con una mesa grande al medio. La señora estaba colocando pla-
tos nuevos, de porcelana, sobre un mantel blanco. Loza se la presen-
tó:
-Mi esposa, don Chincanqui.
-Mucho gusto, señora –la saludó.
Enseguida sirvieron la comida, una sopa y un guiso. Tomaron
vino con soda. La mujer y sus hijas comieron en la cocina. Hasta
ese momento habían hablado en español. Chincanqui, como quien
se tira al agua, arriesgó un chiste en aymara. Es que nunca se puede
saber qué reacción tendrá la gente. A veces puede responder violen-
tamente. ¿¿Acaso cree que soy indio?? O, sin llegar a eso, simple-
mente puede no gustarles y ahí se trunca una relación. Pero Loza no
era de los renegados ni vergonzosos. Con una sonrisa contestó en
aymara a la chanza y de allí, fundida la nieve, continuaron en la len-
gua aborigen. El comerciante contó su venida a la Argentina, cómo

CHINCANQUI - 89
aquí se casó y tuvo sus hijos, la chichería donde su hijo Lucho co-
noció la concertina y, con el rostro encendido por el vino, continuó,
siempre en aymara:
-Bueno, cuando el Lucho se recibió de abogado, me acordé de
su deseo. Pero tú sabes que ya se ha perdido la concertina. En cada
viaje que hacía a Bolivia a buscar mercadería, preguntaba en los
negocios, ¡nada! Buscaba a lo de los conocidos ¡tampoco! Ni nueva
ni usada. Me decían que, igual que el arpa, ya se había perdido, que
buscara en los carnavales, cuando las comparsas salen a bailar, que
quizás por ahí encontrara.
-Sí, es difícil localizar este instrumentito -acotó su invitado.
-Finalmente, tú sabes que voy a Oruro hace dos años y, siem-
pre con mi idea, me levanto temprano un sábado, a eso de las seis
de la mañana y me voy por la calle donde están las mankapayas,
esas señoras que venden comidas en la acera. ¡Salud! ¡Sírvete!
-¡Salud! -contestó el otro. Vaciaron los vasos y continuó:
-Entonces, ¿cómo te iba diciendo? ¡Ah! Llego a esa calle y
me antojo comer un karapecho. Justo en una de las comideras
estaba sentado un tunante, esos hombres farristas que se la pasan
toda la noche de baile y de chupa. Clarito estaba, con sus ojos
hundidos y colorados, pálido, medio borrachito. Fui y me senté a su
lado diciéndole.
-¡Buen provecho! Estaba comiendo rostro asado y asentándo-
lo con cerveza, así que pedí lo mismo. ¡Salud!
Mientras bebía, Chincanqui recordó esa comida propia de los
trasnochadores orureños: cabezas de cordero hervidas, presentadas
en un plato con abundante chuño y ají.
-Entonces, tú sabes que se me ocurre preguntarle entre bocado
y bocado si no sabía dónde podía comprar una concertina. El
hombre me miró, dejando de comer.
-¡Uh, eso es difícil! El que tiene una, la cuida como oro,
porque ya no se fabrican- me dijo.
-¿Pero usted no me puede anoticiar? -le insistí.
-No. Mire, hace años que no oigo tocar concertina, en todo lo
que he andado últimamente, ni una vez. Igual que la mandolina, ya
no hay quien toque, ahora todo es disco.

90 – ToQo Zuleta
-Realmente, como para desanimarse -reflexionó Chincanqui.
-Sí, y como ya había terminado su cabeza, se limpió las ma-
nos en un trapo que le alcanzó la mankapaya y se fue. Yo entonces
me quedé, comiendo mi cabeza, sacándole los sesos, que es lo más
rico y cuando ya terminé y le pagué a la comidera, le pedí el trapo
para limpiarme. Entonces ella que me pregunta, medio en quechua,
medio en castellano:
-¿Usted buscas concertina, caballero?
-¡Ari, cholita! Hace tiempo que quiero regalarle una a mi hijo,
de eso ando buscando por todos lados -continué en runasimi.
-Fijate, caballero, que yo conozco a un viejito que tiene una y
a lo mejor quisiera venderte -me informó, también en quechua.
-¿Ah, sí? ¿Y dónde vive?
Inconscientemente, Loza había pasado del aymara al quechua,
mientras contaba el diálogo con la vendedora de comida y su
interlocutor se sorprendió al ver lo bien que hablaba ambas lenguas.
-Pero caballero, tú sabes que vive en el Perú, en un pueblo
que se llama Lampa.
-No importa, iré hasta allí.
-Bueno, entonces puedes buscarlo. Se llama Bustillos y todos
lo conocen allí- terminó informándome. La cosa es que, contento, le
doy una buena propina a la mujercita y ese mismo día me voy a La
Paz, y de allí al Perú, por Desaguadero. Cuando llego a Lampa y lo
encuentro a este señor, había sido un minero jubilado, que trabajó
con Patiño, conoció a una peruana cuando vino a la fiesta de Copa-
cabana, se casó y cuando se retiró, fue a vivir a Lampa, pero no
tuvo hijos. Simpatizamos con el viejito; me mostró la concertina,
muy bien cuidada. Él tenía reumatismo en las manos, así que ya no
podía tocar, pero vi que estaba bien.
-¿Es ésta? -preguntó su invitado.
-Justamente. Entonces vino lo más difícil. Le rogué que me la
vendiera. Al principio no quiso, pero después consintió en
desprenderse de ella. Y así la traje. Ahora, a ver si te tocas alguito.
¡Salud!

CHINCANQUI - 91
En las manos de Chincanqui, la concertina cobró vida nueva-
mente. Tomaron dos botellas más, con alarma del visitante, al que
no le gustaba emborracharse. Para descansar un poco de la sucesión
de piezas musicales que Loza acompañaba con palmoteos y viendo
que los vinos amenazaban continuar sin acabarse, le propuso, ya en
castellano y a la argentina:
-Che Lozita. ¿Y si nos vamos a dar serenata? -le dijo en bro-
ma. Para su sorpresa, el otro lo tomó en serio.
-Bueno, pero salgamos del centro, porque si no aquí seguro
nos meten presos. Agarremos un taxi y vamos por Alto Moreno.
¡Ahí tengo mi comadre y justo mañana es su cumpleaños! -añadió,
ya entonado.
Salieron y pararon un taxi. Loza le indicó una dirección. Tre-
paron una cuesta, y enseguida estaban en las calles silenciosas del
barrio. Ya era la una de la mañana, pero en ese clima subtropical,
ambos se sentían cómodos en mangas de camisa.
Estacionaron el coche debajo de un naranjo frondoso, sacaron
el estuche con el instrumento y se dirigieron a una casa que le mos-
tró Loza, humilde, de bloques de cemento, con un jardincito al fren-
te y un alambrado.
-Aquí es -le indicó en voz baja.
Chincanqui sacó la concertina. El otro tomó el estuche y
golpeó levemente la puerta. Nada.
-¿No estarán? -se extrañó. Volvió a golpear y una voz de
hombre contestó de adentro.
-¿Quién es?
-Comadre Eugenia, permiso, serenata -contestó el comercian-
te y le hizo una seña a su compañero.
Este arrancó con una alegre cueca. Tocó después un bailecito
y enseguida un wayño. Loza golpeaba el estuche a manera de bom-
bo. Sintió un chirrido por ahí, en otra casa, como de una ventana
que se abriera, pero no le hizo caso.
Arremetió con “El llanto de mi madre”, un yaraví antiguo y el
instrumento parecía sollozar en sus manos. Transportado, hizo durar
la pieza, hasta que finalmente terminó. De la calle en oscuras, de las
ventanas en tinieblas, brotaron los aplausos. En la casa de la coma-

92 – ToQo Zuleta
dre se prendieron las luces. La puerta de calle se abrió y una pareja
salió a saludarles.
-Buenas noches compadre.
-Buenas noches, comadrituy, compadrituy.
-¡Pero qué lindo han tocado! Pasen, pasen.
Ambos entraron. Loza presentó a su amigo. Les invitaron a
sentarse y los dueños de casa trajeron whisky y café.
-¡Pero sírvanse! -exclamó emocionada la señora. Hace mucho
que no sentía una música así. Si ya estaba llorando en la cama.
¿Quieren comer alguito? -y se fue para la cocina sin esperar la
respuesta.
-Es así nomás, como yo le decía a mi hijo -explicó Loza a su
compadre-. La concertina es un instrumento que llora y hace llorar a
las mujeres. ¿No sentiste cómo te aplaudieron de las otras casas?
Apuesto a que las mujeres estaban lagrimeando. Es que sentir de
noche cómo se lamenta esa concertina, bueno, ablanda cualquier
corazón.
Chincanqui tomó café. Estaba contento, se había consustan-
ciado otra vez con la música y arriesgó una pregunta, aunque ya ha-
bía deducido que Loza jamás vendería su instrumento.
-¿Y tu hijo ya aprendió a tocar?
Por el gesto del hombre, comprendió que no debió haber
preguntado. Se puso serio y respondió.
-No, muy difícil, ha dicho y no ha hecho ni ademán. No le
interesa. Pero de todos modos, la voy a seguir guardando, a ver si
algún día recapacita. Ya me hizo lo mismo con una guitarra, que
hice traer especialmente para él de Sucre, donde están los mejores
artesanos. Un carnaval salió con sus amigos y se la olvidó por ahí o
se la robaron, nunca más apareció -y terminó con un suspiro-. A lo
mejor su hijo, mi nieto, aprenda a tocar algún día.

CHINCANQUI - 93
Capitulo VII

EL LAIKADO

Ttaskin uskay uskayta, preso kachariska jina. Caminó rápido,


como preso liberado de la cárcel, pero igual ese día llegó tarde a
Yanallpa. Desde lejos los perros de la casa lo sintieron y comenza-
ron a ladrar. No se veía a nadie, pero estaba seguro de que lo mira-
ban. Alguien hizo callar de adentro a los cuidacasas. Entró despa-
ciosamente al corral antiguo que estaba delante de la puerta princi-
pal y golpeó las manos. Salió doña Agapa en persona. Era una mu-
jer de unos cuarenta años y el sombrero casi no dejaba ver su rostro.
-¡Cómo estás, don Chincanqui! -lo saludó. -Pasate aquí -y
tendió un cuero sobre el asiento de adobe adosado frente al cuarto
principal.
Entró a la cocina y después de unos minutos salió con un pla-
to de madera en el que humeaba un mote de maíz multicolor. Los
granos reventados eran morados, negros, rosados y blancos; al lado
una tajada de queso. Ella se paró al lado, como para que no la mira-
ra. En el crepúsculo su pollera rosaseca y su rebozo guindo res-
plandecían en el paisaje. Pudo notar, mientras comía pausadamente
los granos de maíz hervido, que sus pies estaban rajeteados a causa
del frío de la Puna. ¡Así que ella era la famosa Agapa que lo había
hecho llamar con un propio el día anterior, haciéndolo venir desde
La Quiaca! Su historia se contaba con respeto en las viviendas de la
Puna fronteriza.

94 – ToQo Zuleta
La hija de la Agapa tuvo un bebé, que llevaba con ella pues
era de pecho. Al mayor lo dejaba con su abuela allá en Yanallpa. Un
día fue a La Quiaca y pasó a Villazón a comprar velas para el señor
de Quillacas, porque la fiesta ya estaba cerca. Venía presurosa con
una de esas velas grandes, adornadas con plateados y dorados, en
cada mano. La Aduana ya se había retirado y el costado del puente
sobre el cual un letrero decía “Tránsito vecinal”, estaba cerrado, así
que fue por el lado donde decía “Turistas”. Los gendar-mes estaban
parados allí, con sus uniformes verdes.
-¿A dónde creés que vas, che? ¡A ver, vení por acá! -le gritó
uno de ellos, que hablaba como correntino.
Ella se dio vuelta y sumisamente caminó hasta enfrentar al
gendarme.
-¿Qué estás llevando, che? -vociferó.
-No estoy llevando más que estas velitas, señor -le contestó
humildemente.
El uniformado gozaba con su situación de poder y miró a sus
compañeros.
-Estas coyas son más mentirosas que la mierda, apuesto a que
está cargada de acullico -les dijo y de pronto, antes que ella pudiera
reaccionar, pegó un manotón hacia el bulto que ella tenía cargado
en la espalda. Instintivamente, ella forcejeó, tratando de esquivarse,
pero como él ya tenía agarrado el rebozo, el nudo se desató y todo
el bulto cayó al pavimento, sin que ella pudiera hacer nada por tener
ambas manos ocupadas con las velas.
-¡¡Mi guagua!! -gritó desesperada y tirando las velas, desen-
volvió el envoltorio arrodillándose. Un hilo de sangre comenzaba a
salir de la cabeza del chiquito, en el lugar donde había golpeado
contra el filo de la vereda.
Chincanqui se retorció en su asiento mientras recordaba aque-
llo. El chiquito falleció al otro día en el hospital y desde ese día la
pobre madre se enfermó de tristeza. Al gendarme no le hicieron
nada. Todo se tapó y ni siquiera lo sumariaron; pero doña Agapa
vendió varias de sus ovejas, conchabó una cuidadora para el rebaño
y se fue a Bolivia a buscar un laika.

CHINCANQUI - 95
Se estremeció. Ahora comprendía porqué, hace un tiempo,
uno de los laikas más famosos de Charazani, especializado en
magia negra, viajó a la Argentina y se quedó por un tiempo. Él lo
conocía. A pesar de su apariencia de anciano bondadoso, era un ser
duro e implacable, capaz de matar a la distancia.
Al gendarme le empezaron a ocurrir varias cosas. Primero lo
trasladaron a Cieneguillas y allí se enfermó. Los médicos de La
Quiaca no pudieron hacer nada y entonces Gendarmería lo hizo lle-
var a Salta. Seguía peor y lo mandaron a Buenos Aires. Los médi-
cos allí no sabían qué enfermedad tenía. Lo trataron de varias for-
mas, pero no pudieron contener su mal y ya grave, lo devolvie-ron a
su casa, en Corrientes. Allí su madre, desesperada al verlo desahu-
ciado, buscó a un famoso curandero correntino, quien llegó a lo del
enfermo, entró al cuarto donde agonizaba, sacó su San la Muerte y
poniéndoselo delante, le habló en guaraní. El enfermo, también en
guaraní, contestó algo que no pudo oírse. El curandero salió y le
dijo a la madre:
-Tu hijo ya no tiene salvación. Está laikado y contra eso yo no
puedo hacer nada - Al día siguiente el enfermo fallecía.

Es que los uniformados se portaban como un ejército invasor


en tierra ocupada. Y no sólo con los bolivianos, sino con los mis-
mos argentinos que tenían el delito de ser indígenas. El kallawaya
veía en el puente entre La Quiaca y Villazón cómo trataban a las
pilotas, contrabandistas hormiga que de la Quiaca llevaban carga-
dos a la espalda harina, grasa o jabón y de allí traían al lado argen-
tino ropas o a veces algún electrónico que compraba un turista en el
lado boliviano y el comerciante le entregaba en territorio argentino,
en su hotel. Tenían que hacer cola, con los bultos a la espalda, espe-
rando que los aduaneros revisaran una por una a las mujeres, mane-
jándolas a gritos y empujones. Pero lo peor era cuando terminaba el
horario en que trabajaba la Aduana y la única autoridad en el puente
eran los gendarmes.
¿Por qué los argentinos trataban de esa forma a sus mismas
paisanas? Porque entre las pilotas habían argentinas y bolivianas.
Claro que era un poco difícil diferenciar unas de otras, ya que eran

96 – ToQo Zuleta
de igual fisonomía y vestían casi de la misma forma. Los gendarmes
se conducían como si no fueran mujeres. La diferencia de trato era
enorme. Cuando venía un turista le atendían con toda educación, le
saludaban y deseaban buen viaje. Con una mujer rubia, por supuesto
las atenciones se multiplicaban. En cambio a las pobres collas las
manoseaban, si se les ocurría les metían la mano dentro de las ropas
para revisarlas. Y muchos de esos gendarmes, seguro que en sus
pueblos o ciudades de origen eran capaces de levantarse en el colec-
tivo y dar su asiento a una mujer. Pero allí, dentro de un uniforme,
que los transformaba en la única autoridad, cambiaban totalmente y
se comportaban con toda grosería, pateando los bultos de las muje-
res e hincando con saña en los bultos los afilados alambres que
esgrimían. Es que la hoja de coca tiene un olor característico y para
que no se sienta, las mujeres la meten en bolsas de polietileno. Los
gendarmes, con sus pinchos, perforaban las bolsas y descubrían por
el olor el llamado acullico. Pero algunos realmente sádicos, disfru-
taban al ver la harina derramándose por los agujeros. Recordaban
un poco a los franceses cuando peleaban en Argelia. Ellos se
consideraban entre gente inferior y obraban en consecuencia.

-Don Chincanqui, te he hecho llamar a usted porque mi nieto


el Sinfa se ha escapao hace como dos meses ya.
Siguió con su comida, sin preguntarle siquiera. Sabía que ella
desovillaría todo por sí sola.
-No sé dónde estará, ni siquiera ha escrito.
El mote estaba gustoso. Chincanqui ponía unos granos de
maíz en la boca, mordía un trocito de queso y saboreaba ambos a la
vez, masticándolos.
-Ahora necesito que vuelva -¿Sollozaba? Sí, así era-. Yo estoy
solita, ni quien salga con la majada cuando estoy enferma.
-Pero no le dejabas andar con mujer, por eso se ha ido
-decidió hablar por primera vez.
Sorprendida totalmente, dejó de sollozar y le miró. No sabía
que, antes de venir, él habló con su vecina, en la casa de la hoyada
cercana, y ella le contó toda la historia de la hija y la del nieto.

CHINCANQUI - 97
-No me puedes ocultar nada, Agapa –remachó-. Y ahora ¿Qué
quieres?
-Don Chincanqui, quiero que usted lo hagáis volver. Sí, reco-
nozco que a veces lo rigoreaba por demás, pero ya no lo voy a hacer
-repuso apasionadamente-. Vos puedes hacerlo venir a mi nieto, us-
ted puedes llamarle su ánimo -decía en ese momento.
Sabe mucho de curanderos, pensó. Como siempre, le dijo lo
que le costaría y ella accedió. Le pidió ropa del ausente y se fue al
cerro cercano a hacer lo necesario.
-Doña Agapa, ya lo he hecho llamar. Aquí tienes su ropa -le
dijo cuando volvió a eso de la medianoche.
La mujer le dio lo pactado y él se fue al día siguiente, luego
de dormir allí. A la semana, todo lleno de tierra, luego de haber
viajado en trenes, camiones y a pie, el nieto retornó a Yanallpa. No
podía ser de otra forma.
-Seguro que desde ahora, su abuela va a comprender mejor
sus necesidades- dedujo el yatiri y se dirigió a Humahuaca.

Esa tarde, por primera vez doña Lucrecia subió a un auto que no
era un taxi, y lo hizo con todo cuidado, como para no mancharlo.
Hasta cerró suavemente la puerta.
-¿Por dónde vamos? -le preguntó el turista rubio que estaba al
volante.
-Siga por esta calle -le contestó, toda esponjada. -Ahora doble
por aquí.
Luego de unos minutos, llegaron a una esquina donde
comenzaba una calle angostita.
-Aquí vamos a tener que dejar el coche, señor -le indicó.
Bajaron, y ella por delante, se internaron en la callejuela sin
empedrar y con casas de adobe sin revocar. El viento de la tarde
levantaba nubes de polvo. Más o menos a los veinte metros, en una
puerta de madera pintada de verde, ella tocó con los nudillos y
esperaron.
-¿Quién? -preguntó una voz desde adentro.
-Yo, don Chincanqui -contestó ella.

98 – ToQo Zuleta
La puerta se abrió. Sus ojos penetramentes enseguida vieron que
su conocida estaba acompañada por un desconocido, pero no dio
señales de extrañeza.
-Buenas tardes. Pasen -invitó y se hizo a un lado. Ellos pasaron a
un amplio patio de tierra, en uno de cuyos costados se alzaba una
hilera de habitaciones.
-Por aquí -les dijo y se dirigió a una de las puertas.
Abrió y entraron. El hombre miraba todo con curiosidad. El
cuarto, pequeño, blanqueado, iluminado por la luz que entraba por
una banderola, en una de las paredes tenía un almanaque. Arrimada
a otra pared, la cama, en el centro una mesa y sobre ella la imagen
del Cristo de Quillacas con dos velas apagadas en candeleros de
barro. Al verla, la mujer se persignó.
-Sabe don Chincanqui, el señor es de Buenos Aires.
-Mucho gusto -dijo el dueño de casa, estrechándole la mano-.
Siéntense -invitó y les acercó sendas sillas. Él se sentó sobre el
catre.

El porteño estaba totalmente extrañado. En ese lugar, un hombre


que le hablaba de igual a igual. No tenía casi acento jujeño. ¿Sería
tan bueno como le dijeron? Él no creía en estas cosas, pero tenía
que cumplir con su misión.
-¿Así que usted cura? -arriesgó.
Copatiti lo miró profundamente.
-No, señor. Yo no curo. Simplemente ayudo a las personas a
superar sus dificultades -explicó. Este porteño no tiene nada, lo han
mandado, pensó.
-Bueno, lo que pasa, es que yo busco alguien que sepa...
-¿Qué, caballero? ¿Adivinar la suerte? -Sin darle tiempo a
contestar, se paró, del cajón de la mesa extrajo un trapo de color
rojo y una cajita-. Se lo voy a ver en los naipes. Acérquese -le
ordenó.
Tendió el pañuelo rojo en la mesa y sacó una baraja española de
la caja. El hombre acercó su silla. Su interlocutor extrajo sin mirar
una carta y la dio vuelta, colocándola encima del pañuelo. Era el rey
de oros.- Este es usted -señaló.

CHINCANQUI - 99
Con destreza, mezcló las cartas y se las alcanzó.
-Corte -ordenó.
El turista hizo lo que le pedía y Chincanqui sacó una por una
las cartas y las distribuyó boca abajo en forma concéntrica al rey de
oros, formando una especie de aureola y comenzó a darlas vuelta.
El siete de oros salió primero, arriba del rey.
-Usted está pensando en dinero -afirmó y dio vuelta la que
estaba a los pies. Salió un caballo de bastos.
-Hay una persona que está muy lejos y piensa intensamente en
usted.
Destapó la que estaba al lado; era el dos de espadas; Copatiti
frunció el ceño.
-Esa persona está muy enferma y no la pueden curar.
Tomó la de la izquierda y miró directamente al visitante que
estaba serio.
-Has viajado mucho, te está doliendo la cabeza, sientes
mareos y esta mañana te ha salido sangre de la nariz -le tuteó mien-
tras indicaba un seis de copas.
El hombre estaba estupefacto y su cabeza le daba vueltas. ¡E-
se curandero mugriento le estaba diciendo la verdad punto por pun-
to! En la cabeza del rey quedaba otra carta más. Chincanqui la vol-
teó. Apareció un rey de bastos y, como si leyera un libro, anunció.
-Veo un hombre que es tu jefe. Vos pensás en él y que algo
feo te va a pasar si no cumples con lo que te ha encomendado -El
otro no articulaba palabra. Quedaban dos cartas. A la derecha del
rey central apareció un as de copas.
-Hay un avión que vuela a Buenos Aires. Vos te irás en ese
avión. Pero hay otro, que va mucho más lejos todavía.
Lucrecia miraba fascinada y oía en suspenso. No podía creer
cómo ese turista arrogante, que se acercó esa tarde a donde ella ven-
día frutas y le preguntó si conocía a un curandero muy mentado lla-
mado Chincanqui, dándole una propina para que lo llevara a él, fue-
ra ese mismo hombre pálido, a punto de desmayarse. El kallawaya
volcó la última carta; era el as de espadas.
-Y yo volaré ahí -anunció triunfalmente.

100 – ToQo Zuleta


Dos mil dólares. Ni uno más, ni uno menos. Chincanqui contó
minuciosamente los billetes verdes.
-Tiene que estar en París antes del otro domingo. Los médicos
le han dado una semana de vida. ¿Por dónde va a viajar?
El curandero pensó profundamente. En su cabeza se extendía
un gran atlas, con líneas de colores que unían naciones.
-No lo sé todavía. Tengo problemas con mi pasaporte -contes-
tó y el otro lo miró intensamente.
-Mejor que llegue a tiempo -dijo, con tono ominoso, levantán-
dose de la mesa donde estaban sentados, en un hotel de San Salva-
dor de Jujuy.
-Llegaré, pierda cuidado.
Y ahora, otra vez, ya a solas, volvió a extender prolijamente
en su mente el mapamundi. Capitales, fronteras y líneas de color
que las unían y atravesaban. Aviones saliendo de capitales y de ciu-
dades que eran nudos de comunicaciones. Ezeiza estaba descartada,
la policía del régimen no lo dejaría salir. Él estaba acostumbrado a
pasar fronteras, por un sitio u otro, pero esos aeropuertos internacio-
nales, con su mecanismo inexorable, eran trampas seguras. Además,
su pasaporte boliviano estaba vencido, y los militares bolivianos no
iban a querer renovárselo. Tal vez con una buena propina, pero no
quedaba mucho tiempo. Montevideo podía ser una alternativa, pero
para eso, tenía que viajar hasta allí. Dos mil kilómetros. Más cerca,
para eso, Santa Cruz de la Sierra, a cuatrocientos kilómetros, y no lo
pensó más.
Todo ese día se la pasó en viaje, de San Salvador de Jujuy a Le-
desma, Allí cambió a otro ómnibus hasta Tartagal. De allí a Pocitos
argentino. Ningún control en el puente sobre la quebrada seca y ya
estaba en Pocitos boliviano. Otra vez contempló las casas de made-
ra y caminó por las calles arenosas hasta la parada de taxis. Subió
con otros dos pasajeros y en diez minutos estaban en Yacuiba. La
estación hervía de gente y comenzó la inseguridad, su vieja compa-
ñera. ¿Conseguiría boleto? A las diez de la noche se escuchó la bo-
cina del ferrobús. Más o menos ya sabía cómo podía solucionar el
asunto del pasaje, así que se acercó por la puerta trasera de la bole-

CHINCANQUI - 101
tería cerrada. Como lo suponía, ahí estaba el boletero, llenando unas
planillas. Lo más adoctorado que pudo, le pidió.
-Un boleto a Santa Cruz, por favor.
-No hay -dijo el empleado, sin levantar siquiera la vista.
-A cualquier precio -murmuró.
Recién entonces lo miró, se puso pensativo, hurgó en medio de
sus papeles y finalmente, sacó un boleto. Tuvo que pagarlo mucho
más de lo que indicaba la tarifa, pero al rato estaba sentado en el fe-
rrobús, que corría a través del monte. En medio de la noche apare-
cían los pueblos: Boyuibe, Villamontes, Charagua, Río Florida, Ca-
bezas y repasó los acontecimientos. Desde Jujuy, habló por teléfono
a Santa Cruz y reservó el pasaje en el Lloyd Aéreo Boliviano.
Este viaje se estaba volviendo una sucesión de ¡ojalá! Que al día
siguiente, sábado, estuvieran abiertas las oficinas del LAB en Santa
Cruz, que no le hicieran problemas con el pasaporte. Estaba cons-
ciente de que en cualquier momento una pequeña falla podía frus-
trar el viaje.
Afortunadamente, todo se dio en una sucesión de circunstan-
cias positivas. Desde la empleada de una agencia de turismo que le
extendió un boleto más económico, porque las oficinas del LAB es-
taban cerradas, hasta los oficiales de inmigración que ni siquiera se
fijaron en la fecha de vencimiento de su pasaporte. Veinticuatro ho-
ras después de salir de El Trompillo, aterrizó en el aeropuerto Char-
les de Gaulle. Los funcionarios franceses examinaron su pasaporte.
-Está caducado -le dijeron arrogantemente.
-Vengo invitado -dijo, y les extendió la tarjeta del hombre que
lo había hecho llamar.
-Un momento. Aguarde ahí -le indicaron y uno de ellos llamó
por teléfono. Enseguida volvió y les dijo algo a sus compañeros.
-Adelante, señor -le dijeron, sellando su pasaporte y devolvién-
doselo.
Los aduaneros se fijaron en su nacionalidad e inmediatamente
hurgaron su maletín lleno de hierbas, pero al no encontrar nada, le
dejaron pasar. Siguiendo los vericuetos del aeropuerto, guiado por
los letreros, se encaminó hacia la parada del tren. Consultó el plano
de París. Tenía que ir a un departamento cerca del Hotel de Ville.

102 – ToQo Zuleta


En Sudamérica era verano, pero aquí hacía un frío tremendo y
estaba nublado. Tenía hambre y sed, pero decidió ir cuanto antes a
la casa de la cual tenía la dirección. Tomó el metro y se bajó en la
parada Hotel de Ville. De allí caminó hasta la dirección que tenía.
Era un edificio gris oscuro, con una puerta de madera de dos hojas.
A un costado relucía el bronce de un timbre y lo tocó. Una mujer de
mediana edad salió y le preguntó algo en francés.
-Je ne parle pas francés. Je parle spagnol -articuló en un francés
de libro.
Impaciente, la mujer habló y gesticuló. Chincanqui sacó otra
vez la tarjeta de la persona a la que tenía que ver. La mujer leyó y se
fue para adentro, cerrando la puerta. Enseguida volvió y, sin decir
palabra, hizo pasar al curandero.
Subieron por unas escaleras alfombradas. La mujer abrió una
puerta y le indicó que entrara. La habitación estaba iluminada a me-
dias por el fuego que ardía en una chimenea. En un sofá, arrebujado
en una manta de colores, estaba sentado un hombre.
Copatiti lo saludó con una inclinación de cabeza. Estaba enfer-
mo, sin duda; aunque no era de edad avanzada, su semblante mos-
traba las huellas de un intenso sufrimiento físico. Le habló en un
trabajoso español.
-¿Usted es Chincanqui? Lo hacía más viejo -El aludido no con-
testó. Siguió observándolo atentamente.
-Siéntese. ¿Quiere tomar algo? ¿O comer? -Asintió con la cabe-
za-. ¡Nan! -llamó con voz inesperadamente fuerte. La mujer entrea-
brió la puerta y se asomó. Él le ordenó algo en francés, ella escuchó
atentamente y salió.
-Estoy enfermo desde hace meses, mejor dicho desde que
encontré esto en mi correspondencia -Sacó de entre unos papeles un
sobre y se lo alcanzó.
Chincanqui lo abrió. Contenía una foto de ese mismo hombre,
más joven, parado con una hermosa mujer en la playa. La imagen
del hombre tenía agujeritos, al parecer hechos con un clavo, en los
genitales, la cabeza y el corazón.

CHINCANQUI - 103
-Es un caso de brujería. Se lo han hecho saber, justamente para
que usted se enferme -habló por primera vez Chincanqui,
lentamente para que le entendiera.
-¿Y qué puedo hacer? -preguntó él, con ansiedad.
-Primero debo tirarle la coca -y sacó una chuspa de su bolsillo.
La dejó sobre el piso, de su maletín extrajo un pañuelo grande
blanco y lo extendió sobre la alfombra.
-Deme unas monedas -pidió. El otro le alcanzó monedas
francesas y Chincanqui colocó una en cada esquina. Sacó hojas de
coca, en su palma eligió cuidadosamente unas cuantas, las más
grandes y enteras, que no estuvieran dobladas y las echó sobre el
pañuelo desde unos cincuenta centímetros, arrodillándose. Miró
cuidadosamente las hojas caídas, unas separadas, otras encimadas,
algunas del anverso, otras del reverso.
-Este eres tú -lo tuteó Chincanqui, señalando una hoja caída
boca abajo, la más grande de todas. El hombre se inclinó mirando
interesado.
-Aquí hay una mujer a la que has hecho mucho mal -agregó,
señalando una hoja al lado, sobre la cual otra formaba una cruz-.
Ella te está devolviendo ese mal y te ha hecho embrujar con alguien
muy fuerte, sobre una ropa tuya.
-¿Y ahora? -inquirió ansioso el enfermo.
-Tienes que ir y perdonarte.
-¡Nunca me va a perdonar! ¡Yo me fui con otra! -exclamó con
desánimo.
-Entonces, lo único que puedes hacer es quemar todo lo que ha
tocado esa mujer.
-¡Ella ha vivido aquí! ¡Y he dormido con ella!
-Todo aquello donde ha posado su mano. A ti te puedo hacer
una limpia. Pero el fuego es lo único que quizás te salve -sentenció.
-¿Si no?
-Si no lo haces, morirás -afirmó categóricamente.
-Haga lo necesario -se resignó.
-Lo más urgente es la limpia, pero no aquí. Ya no tienes que
respirar este aire.

104 – ToQo Zuleta


-Tengo una casa en el banlieue, en Bois-Colombes. Iremos ahí
-decidió, con el aplomo de quien está acostumbrado a mandar.

Era una casa sencilla, pero con todo el confort. Nan acondicionó
el dormitorio donde reposaría su patrón y se fue a preparar la cena.
-Esto nos va a llevar unas horas -advirtió el yatiri.
-Entonces, podríamos cenar primero. Mire, tengo un coñac
exquisito. Nos sentemos mientras esperamos a Nan y explíqueme en
qué consiste la limpia.
-No podemos comer ni tomar. Luego. Simplemente es limpiarte
con alumbre caliente toda la superficie de tu cuerpo, la piel que
pudo haber estado en contacto con esta… señora. Me parece que
ella sabe bastante de brujerías.
-Peor aún, me parece que es una de ellas. Opino así porque
además de saber mucho de eso, siempre estaba en reuniones raras.
Como es periodista, me dijo que estaba investigando. Me dio temor
y por eso me separé. Ahora me doy cuenta por qué se llevó a
escondidas un preservativo usado.
-¿Nunca te habló de demonología, cultos satánicos?
- No, pero me contaba cosas interesantes de las brujas..
-¿Dónde se juntan? -inquirió curioso Chincanqui.
-Parece increíble, pero me decía que el Bois de Boulogne es el
juntadero donde realizan sus reuniones: los aquelarres. Deben
prender fogatas con leña verde, que da poca llama y mucho humo.
Aparece el diablo como un enorme gato negro o en forma de macho
cabrío con el que hacen una orgía.
-Parece mentira que en pleno siglo veinte se hagan estas cosas
aquí.
-No se sorprenda, que lo suyo también anda cerca de todas estas
brujilderías y yo soy un convencido de que algo de cierto hay. ¿Por
qué cree que lo hice buscar?
- Tienes razón. Ahora nos dediquemos a lo nuestro.

A los dos días, los diarios parisienses anunciaban el incendio de


una casa en pleno centro de París y Chincanqui volvía a Sudamérica

CHINCANQUI - 105
Capitulo VIII

LA SECESIÓN

Con tañidos de tiple y soprano, las campanas repicaron en el


cielo quebradeño, sin que las palomas, aposentadas en el campana-
rio de la capilla de Uquía, se dieran por aludidas. Luego del repique,
dos campanadas indicaron que era la segunda llamada. Diariamente,
se tañían tres veces cada quince minutos. Tres llamadas, una de ad-
vertencia, otra de preparación, y la tercera de salida, para que los
fieles llegaran a tiempo al oficio religioso.
Era domingo y Chincanqui decidió ir a misa. No hay nada que
hacer, pensó, cuando uno ha nacido dentro de una religión, o la ha
adoptado, queda preso irremisiblemente de ella y no sólo tu espíritu
o lo que sea, sino también tu organismo. No puedo ir contra la
creencia que me han inculcado, bajo pena de somatizar el pecado.
Es como el ídolo que tiene esmeraldas en sus ojos. Si viene un ex-
plorador, sólo ve una estatua cubierta de riqueza y puede robarle
impunemente sus joyas. Si es un indio del lugar, y se atreviera a ha-
cer eso mismo, su conciencia trabajaría sobre él día y noche hasta
que se enfermaría y moriría, convencido de que el dios lo castigó.
Cuando pasó por la puerta de reja y cruzó el atrio de la iglesia,
el cura salía de la casa parroquial, revestido de sus ornamentos. Co-
patiti se sorprendió al reconocerlo. Era un alemán que antes era pá-
rroco de Tumbaya. Con él subieron varias veces a Punta Corral y él
también lo reconoció.
-¿Cómo te va, Chincanqui? -le saludó.

106 – ToQo Zuleta


-Bien, padre ¿y usted?
-Bien, gracias a Dios. Te espero luego de la misa para hablar
un poco -y penetró en la sacristía.
Chincanqui cruzó las grandes puertas de la capilla y enseguida
resplandeció ante sus ojos el retablo dorado a la hoja allá al fondo.
Las columnas dividían el retablo en tres calles verticales y en todas
ellas, imágenes de santos pintadas al óleo. Pero lo que más llamaba
la atención estaba en las paredes laterales.
Cuadros antiquísimos de gran tamaño, representando ángeles
de la corte celestial en vivos colores, pintados seguramente en Poto-
sí. Lo único raro era su vestimenta, como la de los nobles españoles
de la época de Colón ¡y armados con arcabuces! Las armas de fuego
eran incongruentes en manos de seres celestiales.
Imaginó al encomendero español de ese tiempo, dueño de
esas tierras y de los aborígenes que las poblaban, encargando al ar-
tista las imágenes para su iglesia.
-Los quiero vestidos como yo y armados con mis armas, para
que estos indios me tengan miedo eterno –seguro le decía. Copatiti
sólo vio ángeles de este tipo aquí en Uquía, en Casabindo y en Cala-
marca, cerca de La Paz.

Mientras se desarrollaba la misa, sus pensamientos volaron


hacia las circunstancias en que conoció al sacerdote. Fue en Tumba-
ya, un pueblo a la entrada de la Quebrada de Humahuaca, pequeño,
con casas de adobe, techos de barro y un cementerio en la cima de
un cerro, como todas las poblaciones quebradeñas. Pero que tenía su
historia.
Resulta que luego de varios años vino a cubrir la parroquia de
Tumbaya, designado por el obispo de Jujuy, el curita de marras.
Para comprender por qué había transcurrido tanto tiempo sin sacer-
dote que quisiera hacerse cargo del curato, se debe saber que existía
una maldición. Muchos años atrás, era párroco un cura español de
malas pulgas. Quería que el pueblo le diera de tragar en abundancia,
y como no hay hasta ahora ni sembrados ni ganado en cantidad,
apenas para vivir, la gente le llevaba lo que podía, es decir muy po-
quito. Entonces un Viernes Santo, al final del sermón de las Siete

CHINCANQUI - 107
Palabras, en quechua y en castellano para que todos entendieran, les
cantó enojado:
-¡Ayunani, ayunani, ninquichaj /humintatas micunquichaj
/kala allqo jina chikachachaj /tata curataj yarkaymanta guañusan!
-¡Ustedes dicen ayunamos, ayunamos, sin embargo comen
humitas del tamaño de perros pilas, mientras el padre cura se está
muriendo de hambre!
Después del expresivo reto, sacó a empujones a los fieles,
cargó sus cosas en un burro y con una piedra filosa escribió en la
puerta cerrada de la Iglesia la siguiente cuarteta.

Tumbaya la bella
pueblo sin leña
río sin pescados
¡indios de mierda!

Y se fue para no volver. Con semejante leyenda y la propa-


ganda que seguramente hizo entre sus colegas, el asunto es que des-
de entonces poquísimos curas quisieron venir a Tumbaya y el pue-
blo pasaba sin párroco la mayor parte del tiempo. Hasta que vino
este, el amigo de Copatiti al que conoció en el conflicto por la Vir-
gen de Punta Corral.

A poco de hacerse cargo, el cura se ganó la simpatía de la


población cuando mostró de qué madera estaba hecho. El día de la
fiesta patronal, luego de una misa solemne, se realizó la tradicional
procesión por las calles, encabezada por las autoridades y toda la
masa de fieles, pero esta vez, ante la sorpresa de todos, ordenó a los
que portaban la imagen patrona que fueran hacia donde se realizaba
la feria, al costado del pueblo. La procesión se encaminó al medio
de los puestos de mercadería, juego, comida y beberaje.
-¡Que los comerciantes dejen la limosna para la Virgen en su
manto! -comenzó a exclamar el cura en persona:
Los sorprendidos feriantes no tuvieron más remedio que
acercarse uno por uno y dejar billetes en las andas de la imagen,
porque el cura se detenía ante cada puesto y no se iba hasta que el

108 – ToQo Zuleta


dueño salía y dejaba su limosna. Luego de recorrer toda la feria,
recién encaminó la procesión al templo. Penetraron y se paró
delante del altar donde reposaba la imagen sagrada.
-A ver, usted señor comisionado municipal y usted señor
comisario, por favor cuenten el dinero -ordenó.
El intendente, con su mejor traje y el policía, con uniforme de
gala, no tuvieron más remedio que contar los billetes ante la atenta
mirada de todos los fieles.
-Ahora, que se acerque la directora de la escuela -continuó el
cura. Cuando la nombrada se acercó al pie del altar, le dijo:
-Señorita, llame a sus dos alumnos más pobres -Ella dudó, se
metió entre la multitud, con ayuda de los maestros buscó, y volvió
con un niño y una niña, pobremente vestidos, descalzos y flacos.
Sonriendo, el sacerdote se inclinó hacia ellos.
-Toma para ti -y le alcanzó la mitad del dinero a la niña. -Y
también para ti -e hizo agarrar la otra mitad al chico. -Esto les da la
Virgen para que se compren ropa y alimento, hijos míos.
No es nada extraño entonces que fuera este alemán, un
religioso fuera de lo común, pues no sólo pensaba en evangelizar,
sino también en elevar el nivel de vida de su parroquia, quien inició
la cadena de sucesos que enfrentó a Tilcara y Tumbaya, dos pueblos
de la quebrada de Humahuaca y logró hacer nada menos que una
rara secesión, ayudado por el curandero, quien habló secretamente
con los fieles del pueblo.

La virgen de Punta Corral era de las aparecidas. Un pastor,


abuelo de don Alberto Méndez, el esclavo actual, encontró una pie-
dra triangular, con algunos rasgos que la semejaban a una imagen
religiosa, se convirtió en su esclavo y le edificó una capilla en Abra
de Punta Corral, un sitio a más de cuatro mil metros de altura, en el
sitio donde el camino baja hacia Yaquispampa. Toda la finca era de
la familia de ese pastor, de apellido Méndez, y eso tenía su impor-
tancia, como se vio después.
Con el correr de los años, la imagen fue adquiriendo mayor
fama a causa de sus milagros y los descendientes de ese pastor
construyeron con las limosnas de los fieles, que aumentaban cada

CHINCANQUI - 109
año, una verdadera iglesia, más abajo, en su puesto de hacienda.
Desde allí descendía anualmente para el Domingo de Ramos a la
iglesia de Tumbaya, donde se le pasaban las misas. En el año dieci-
siete el párroco se fue a Tilcara y por comodidad, hizo bajar la ima-
gen a su nuevo curato. Desde entonces, todos los años la imagen
descendía el Miércoles Santo en hombros de sus fieles, al son de
bandas de sicuris hacia Tilcara, en cuya parroquia se celebraban las
misas hasta el mes de julio, cuando retornaba a su santuario, ya que
el párroco ni se molestaba en caminar las diez o doce horas por an-
gostos senderos de montaña para ir a atender allá arriba a sus fieles.
Todo se desarrollaba perfectamente, la fe multitudinaria de
miles de peregrinos por un lado y la prosperidad económica de Til-
cara por otro, ya que los fieles dejaban dinero en abundancia al sa-
tisfacer sus necesidades de dormir, beber y alimentarse. Por otro
lado, la peregrina-ción había sido incluida en el calendario turístico
argentino, así que la afluencia de turistas se convirtió en otro gene-
roso manantial del cual abrevaban los tilcareños.
Cuando el cura amigo de Copatiti llegó a Tumbaya, miró la si-
tuación del pueblo, notó la falta de una fiesta convocadora de multi-
tudes y se puso en movimiento. Habló con el esclavo Alberto Mén-
dez, luego ambos se juntaron con el comisionado municipal. Los
tres realizaron varias reuniones en la casa parroquial, de las que na-
die se enteró. Como don Alberto tenía su casa en Tumbaya y de ahí
compraba su proveeduría, porque le quedaba más cerca, al enterarse
de lo que proponía el cura estuvo plenamente de acuerdo.
Y llegó Semana Santa. En Tilcara el cura párroco no se daba
tiempo para anotar nuevas misas, las bandas de sicuris se reunieron
para los últimos ensayos, los hoteleros habilitaron nuevas habitacio-
nes, los restaurantes tomaron personal suplementario, los almacenes
hicieron quedar importantes partidas de bebidas y comestibles. Co-
mo si fuera una zafra, todo un mecanismo se puso en movimiento.
Días antes del descenso de la Virgen, peregrinos que se ade-
lantaron con el fin de ganar lugar bajo techo, retornaron a Tilcara
con extrañas novedades. En Punta Corral no quedaba nadie, ni los
perros. Las habitaciones donde vivía el esclavo estaban cerradas, y
la iglesia lucía un enorme candado. Un rumor comenzó a correr,

110 – ToQo Zuleta


que días antes sigilosamente un grupo de tumbayeños se había lle-
vado la imagen de la Virgen. Era cierto; un promesante recién llega-
do que subió por Tunalito, vio de ahí arriba, antes de bajar hacia la
capilla, un grupo grande de gente con la imagen a cuestas por el ca-
mino que conduce a Tumbaya.
Sacaron cuentas; ya estarían a medio camino y sería difícil
darles alcance. La mayoría de los promesantes igualmente se fueron
por atrás del objeto de su devoción. Otros se volvieron a Tilcara,
bastante apenados. Después se enterarían que el cura en persona ha-
bía subido a Punta Corral, dio misa y con el esclavo y varios tumba-
yeños, bajaron a la Virgen a Tumbaya. Allí todo el pueblo los espe-
raba, les hicieron un fervoroso recibimiento y por primera vez se
hizo una fiesta grande en el pueblo.
Aparte de la fe, se mueve mucho dinero alrededor de la Vir-
gen. Son miles y miles de personas que se concentran para demos-
trar su devoción. Desde las limosnas, donaciones y ofrendas que le
hacen a la imagen, en plata, en corderos, en otras cosas, y que admi-
nistra don Alberto Méndez, como esclavo, hasta el dinero que entra
a los negocios de comida y bebida, a los alojamientos, a la munici-
palidad, a la parroquia… A los tilcareños no les hizo nada de gracia
perder todo esto, de lo que disfrutaban cada año en Semana Santa, y
se pusieron en campaña para que la imagen volviera a bajar a su
pueblo.
El párroco formó un grupo de hombres, lo bautizó como “Los
Cruzados de la Virgen”, hizo coser una especie de poncho blanco
cortito con una cruz carmesí adelante y otra en la espalda y bendijo
esa especie de uniforme. Uno de ellos fue hasta Tumbaya y volvió
con la confirmación; la Virgen estaba en esa iglesia. Inmediatamen-
te el párroco bajó a San Salvador de Jujuy y pidió audiencia con el
Obispo, quien “ipso facto” envió una orden tajante al cura de Tum-
baya.
Obediente, al día siguiente un grupo de fieles, encabezados
por Méndez, el dueño de las tierras donde estaba la iglesia y además
esclavo perpetuo de la Virgen, llevó la imagen al santuario, donde
la colocaron, pero se quedaron de guardia cuidándola.

CHINCANQUI - 111
Ante las miradas poco amistosas de los Cruzados, que también
tomaron posición ante el altar, el cura de Tumbaya celebró misas,
administró los diversos sacramentos, subió con la imagen en
procesión hasta el lugar donde hacía decenas de años apareció la
Virgen y, por primera vez, celebró una misa allá arriba. En la
cumbre azotada por el viento, desde donde se divisaba el verdor de
los montes, durante el sermón comunicó la decisión final.
-La Virgen de Nuestra Señora de Copacabana y Punta Corral per-
tenece a la parroquia de Tumbaya y desde ahora descenderá todos
los años a su iglesia original.
Chincanqui llegó el Sábado de Gloria, como siempre. Ya estaban
muchos promesantes tanto tilcareños como tumbayeños, y se mira-
ban con desconfianza.
-Nos vamos a llevar la virgen a Tumbaya- proclamaban algunos.
-No les vamos a dejar, porque pertenece a Tilcara- respondían
otros.
Así las cosas, las bandas de sicuris también se habían dividido,
unas a favor de Tilcara, otras de Tumbaya, y estaban dispuestos a
pelear si fuera necesario. Ahí se armó el revuelo. Los Cruzados co-
municaron la novedad a su parroquia y esa misma madrugada, a
marchas forzadas, llegó el mismísimo intendente, con un oficial al
mando de los policías de la seccional tilcareña, quienes rodearon la
capilla, tras anunciar a los promesantes que el miércoles, como
siempre, la Virgen bajaría a Tilcara y, para asegurarse que nada lo
impidiera, ellos venían a custodiarla.
Cuando a la mañana siguiente el cura quiso dar la misa, se en-
contró con la novedad. Otro mensaje voló a Tumbaya y esa misma
noche un piquete de policías tumbayeños acompañados por el juez
de paz llegaba a Punta Corral y tomó posición frente a la iglesia. A
todo esto, los cientos de peregrinos miraban azorados y se pregunta-
ban qué pasaría al día siguiente.
Amaneció el día en que debía descender la imagen hacia la
Quebrada de Humahuaca y, luego de la misa, donde anunció una
vez más que el descenso se haría hacia Tumbaya, el sacerdote se di-
rigió a su habitación. Mientras se despojaba de los ornamentos, en-
tró a buscarlo el intendente de Tilcara y allí en el patio de la casa

112 – ToQo Zuleta


tuvo lugar una fuerte discusión. Muchos lo siguieron, pero como el
patio era chiquito, sólo unos pocos pudieron entrar, así que los de-
más se subieron a techos y paredes de adobe, para ser también testi-
gos de todo.
El cura salió calmosamente de su pieza, tapado con un pon-
cho, y enfrentó al municipal.
-Mire, padre, por la devoción del pueblo de Tilcara, no puedo
permitir que la Virgen baje a otra población, porque sería defraudar
a los peregrinos, así que el Miércoles Santo, como es tradición, yo
en persona voy a llevar la imagen a mi pueblo, como siempre ha
sido. ¡Ah! y le recuerdo además que existe una orden del obispo de
Jujuy -le soltó el intendente.
-Mucho antes la Virgen bajaba a Tumbaya, pero como no
hubo sacerdote, por esa sola razón, comenzó a descender a Tilcara.
Ahora sí existe párroco y entonces corresponde volver a la liturgia
de antes. Además el dueño de la imagen, el esclavo Méndez, está de
acuerdo en que la imagen descienda a Tumbaya -contestó el curita
en su castellano con fuerte acento alemán.
-¡Yo represento a los cientos de devotos tilcareños, al párroco
de Tilcara y al pueblo en general y entonces voy a hacer lo que pi-
den todos ellos! ¿Me entiende, padre? -le enrostró impaciente.
-También representamos a los devotos de Tumbaya. Por el
bienestar espiritual y material del pueblo, bajaremos a la Virgen a
nuestro pueblo -enfatizó el cura-. Le aclaro también que, con res-
pecto a la disposición del obispo, yo como religioso quisiera acatar-
le, pero resulta que la imagen no pertenece al clero sino a su propie-
tario, el esclavo Alberto Méndez, y como tal, él tiene derecho a tras-
ladar donde quiera su imagen. Por último, le hago notar que la Vir-
gen tiene tantos o más devotos en Tumbaya que en Tilcara -aclaró
cortés pero firmemente.
-No va a poder ser, padre. Aunque se oponga el que sea, ya le
he dicho lo que vamos a hacer, incluso con el apoyo de la fuerza pú-
blica, representada por la policía, bajo el mando del oficial aquí pre-
sente -y señaló, definitorio, al uniformado.
Con toda calma el sacerdote, llamó al juez de paz, quien se
adelantó con unos papeles.

CHINCANQUI - 113
-He levantado un acta -dijo solemnemente -por la cual el pro-
pietario de la imagen retira su bien inmueble para llevarlo momen-
táneamente de la capilla de Punta Corral a la iglesia de Tumbaya,
con el objeto de pasarle misa y exponerla a la devoción pública de
ese pueblo.
El intendente se lo quería comer con la mirada y no pudo más.
-¡Usted no tiene nada que hacer aquí; éstas son cuestiones re-
ligiosas y no venga con propiedades, porque después de tantos años
la Virgen pertenece a sus devotos, no a un particular! -le gritó al
juez, encarándole -¡¡Y ya no más se me manda a mudar!!- remachó
furioso.
-Me parece que usted es el que no tiene que mandar aquí, ni el
oficial de policía. Ustedes son del departamento Tilcara, y este te-
rreno donde están parados es otro departamento -deslizó el sacerdo-
te, siempre con toda serenidad.
-¡No puede ser! -gritó desesperado el intendente.
-Sí es. ¿Usted nunca se fijó en los planos? -Y desplegó un
mapa del Instituto Geográfico Militar Argentino que le alcanzó el
juez de paz.
-Como ustedes pueden ver, el santuario de Punta Corral está
dentro del departamento de Tumbaya. Ni usted ni el señor oficial de
policía tienen jurisdicción aquí -y dirigiéndose al esclavo-. Don
Méndez. Prepare nomás a la Virgen para que descendamos -definió.

Ante esto, al intendente no le quedó más remedio que retirarse


y ordenar a su policía que hiciera lo mismo. Sólo quedaron los Cru-
zados que, furiosos, intentaron incitar a la multitud a defender su
imagen, pero un grupo de tumbayeños aleccionados y dirigidos por
Chincanqui, y escoltados por su policía, tomaron la Virgen y la lle-
varon en triunfo hacia su pueblo.
En las semanas siguientes sobrevino una batalla en el ámbito
político y judicial. La municipalidad de Tilcara se dirigió al Gober-
nador, y la orden de éste al comisionado municipal de Tumbaya fue
contestada con un recurso de amparo presentado por el propietario
de la imagen. A su vez, el gobierno contragolpeó declarando a la
Virgen un bien público, y como tal sujeta a expropiación. El aboga-

114 – ToQo Zuleta


do de Méndez cerró el caso al argumentar que la imagen no era un
mueble cualquiera, ni siquiera una obra de arte solamente, sino
constituía un objeto de devoción, con una dimensión espiritual, la
cual excedía a los poderes terrenos.
Los tilcareños, desesperados, recurrieron por último al Obispo
de Jujuy. Lograron volcarlo a su favor, pero el párroco de Tumbaya,
respaldado por la población, se resistió a las órdenes de su superior,
así que después lo trasladaron, en castigo.
El final fue que los tilcareños no se resignaron, y ese mismo
año comenzaron a acarrear chapas, tirantes y otros materiales para
construir una nueva capilla, dentro de los límites de su departamen-
to. Las bandas de sicuris colaboraron con la hechura de adobes. Su-
bían con su comida, se quedaban una semana y cortaban como mil
adobes cada una. Otros donaron jornales, la mayoría trabajó perso-
nalmente; como resultado el año siguiente ya tenían techada la nue-
va capilla. Mientras tanto, el párroco de Tilcara encargó a una san-
tería que le hicieran una réplica de la Virgen original, que llevaron
con gran pompa al nuevo santuario.
Entonces, cuando llegó Semana Santa, todos treparon de nue-
vo al abra de Punta Corral, el cura entronizó a la nueva imagen y el
miércoles, como siempre, bajaron con la Mamita a Tilcara y desde
entonces lo siguen haciendo, como si nada hubiera ocurrido. Los
fieles, desconcertados al principio, luego comenzaron a diferenciar
entre la aparecida y la otra. Desde entonces, Jujuy es el único lugar
que tiene dos vírgenes milagrosas y paralelas.

Bueno, ese cura era el que iba a encontrarse con Chincanqui.


Terminó la misa y se dirigió a la puerta de la sacristía donde Copa-
titi lo esperaba. El sacerdote salió, ya sólo de traje negro. Nunca lo
vio con hábito y tenía la sospecha de que jamás lo usaba fuera de
los oficios religiosos.
-Vamos para la casa parroquial -le dijo, y comenzaron a
caminar.
Hablaba con facilidad, acostumbrado a predicar. Ya en su
vivienda le hizo sentar a una mesa y de un armario sacó una botella
sin etiqueta.

CHINCANQUI - 115
-¡Vino riojano! -exclamó.
Chincanqui pocas veces probaba vino, pero sabía que éste era
vino de misa, así que lo aceptó de buena gana y como cada vez que
se encontraban, estalló el diálogo.
-Padre. Yo creo que el indio está apuntando a una espera y el
cristianismo entró a través de la Virgen, que viene a llenar esa espe-
ra prehispánica. Los indios nos volcamos a la Mamita, morenita, ba-
jita como nosotros y encontramos en la virgencita las dos razas, el
encuentro de los valores. En Yavi los rezos a la Virgen de Dolores:
¡Ay Madre, tú que sabes nuestros dolores!, en quechua: Hicun hi-
cun, sonkoy mañakuyki, konkorispa, ñawpaykipi, tienen una conno-
tación corporal muy fuerte: “desde la tierra te vengo a pedir” –co-
menzó.
-Chincanqui. El Viernes Santo, tu raza se identifica con el do-
lor de un pueblo. Quisiera ser la Verónica, el Cireneo, la identifica-
ción con el Cristo Yacente, con la Dolorosa, porque es un pueblo
que ha sufrido. Se quedan con un Cristo que ha sido enterrado, se
quedan sin la buena nueva de la Resurrección, y no ven el amor,
porque se han ido, despidiéndose diciendo: al año, bajo este arboli-
to, te he de encontrar. La noticia buena es que ahora deben adelan-
tar el cielo. Tener vuestra religión precolombina es tener la semilla
del Verbo y entonces pueden evolucionar.
-Pero, padre, hay tres escándalos de la Iglesia: Primero. El pe-
cado. No queremos ser pecadores. Segundo: El pecado de la Iglesia.
Nació de doce pescadores ¿o pecadores? como fue Judas. Y tercero
son los pobres. ¿Por qué escandalizarse de ser pobre? Hay misione-
ros que hablan de “esta gente” y viven en sus casas cómodas, con
gente que trabaja para ellos. Una iglesia puede estar paralela a un
pueblo. La iglesia no puede salvar a nadie mientras está parada en la
otra orilla. El “Alabado sea el Santísimo” y los cachis de Iruya bai-
lando son dos orillas. ¿Es un barniz? ¿Es sacramentalizar? ¿Qué
presencia tiene que llevar la iglesia a esas fiestas?
-No, hijo. Viendo la danza de los cachis se descubre que Cris-
to está allí en esas expresiones culturales. Descubrir el amor; que
perdonen algún día al español. Entonces recién podrán amar. ¿Qué

116 – ToQo Zuleta


amor van a sentir cuando están tolerando algo? Sintonizan los hijos
con una cultura y no con otra. El motor que les mueve es el odio.
-Padre ¡La civilización del amor es un sofisma! ¡Aplastaron a
nuestros dioses, a nuestros ingenieros los enterraron en las minas, lo
mismo a los artistas que hicieron tantas cosas!
-Entonces, Chincanqui, ¿un diácono indio puede consciente-
mente ir a predicar algo que sabe que no es lo que le viene de su
raza? La iglesia está paralela a tu pueblo que vive lo suyo. Yo vivo
lo mío, vos cantá lo tuyo, porque hay fieles que cantequean himnos
cristianos igual que los doctrineros de Yavi. Además, la religión te
dice: sean buenitos, obedezcan y tendrán el cielo.
-Mire, padre, en cambio mi amigo Festo Chauque, de Volcán
Higueras decía que de antes ya existían los ritos de la cosecha y la
fecundidad y los misioneros mezclaron sus danzas y ceremonias al
cristianismo. Viene el cura español, nos dice “Esta es la Virgen del
Rosario, la Pachamama” y hasta abre la tierra y le hace ofrendas
para el primero de agosto. Como hizo pintar los ángeles arcabuceros
o las vírgenes con forma de cerro. Los indios le contestamos para
adentro: ¡Sí seguro, sigue la ocasión de juntarnos! No se quiere al
español; sí se quiere a Cristo.
-Eso parece discriminatorio, hijo -contraatacó el cura.
-Creo que la discriminación parte desde la misma obra
misional. ¿A dónde van los misioneros?
-A lugares donde se necesita llevar la palabra de Dios.
-Justamente. A lugares de salvajes.
-¡No quise decir semejante cosa!
-Pero es así. El misionero no va a cumplir su tarea
evangelizadora entre personas iguales a él. Usted, tal vez porque no
es español, es el único sacerdote que tiene amistad con un indio y
habla con él de igual a igual. ¡Salud por eso! –y ambos bebieron.

CHINCANQUI - 117
Capitulo IX

EL LEESIEMPRE

Miró a su compañero de viaje. Todo lo que conservaba del


uniforme policial era un capote azul marino. En todo lo demás
ostentaba la vestimenta del valle: sombrero ovejón, pantalón de
barracán y ojotas reforzadas con goma de auto.
La noche anterior lo encontró en el almacén de Galián, al pie
del vallecamino. Luego de conversar con el dueño, en un rincón
Narciso comía parado una lata de sardinas con pan. El agente, un
hombre vallisto, bajo, de unos cuarenta años, bebía en el mostrador
vino tinto.
-¡Señor! -le habló.
Copatiti, limpiándose la boca después de comer, lo miró.
-¿No quiere ayudarme? -e indicó con la cabeza la botella de
vino. -Es mucho para mí.
-¡Cómo no! -asintió el curandero.
-¡Déme un vaso, don Galián! -pidió el agente. El almacenero,
reclinado en el estante, se lo alcanzó y Pérez lo llenó de vino.
-¡Sírvase! -invitó.
Chincanqui se acercó, recibió la bebida y cortésmente levantó
el vaso.
-¡Salud! –brindó sonriente.
-¡Salud! -contestó el otro. Derramaron unas gotas de líquido
en el suelo, como homenaje a la Pachamama y recién tomaron.

118 – ToQo Zuleta


-¿Usted es de por acá? -inquirió con sumo tacto el policía,
aunque la ropa y la hablada de Chincanqui delataban a la legua al
forastero.
-No, estoy viniendo del Norte -contestó.
-Ah -fue toda la respuesta. Ahí intervino don Galián.
-El señor va pa´l valle, don Pérez.
-¡Ah, sí! -se interesó -Yo soy el encargado del destacamento
de allá. ¿Y cuándo va a salir?
-Pensaba partir mañana -respondió.
-Bueno, yo también tengo que ir al valle, voy a salir clareando
-y se animó.- Si usté quiere, se acompañamos, don... -Con el vino
afloró su hablar vallisto y dejó flotando la pregunta implícita.
-Chincanqui, así me dicen todos.
Los dos lo miraron asombrados. Con una sonrisa, don Galián
comentó:
-Yo lo conocía por Copatiti. Eso parece quichua.
-Así es -confirmó brevemente-. Ahora sabe que soy boliviano,
no va pensar que estoy llevando coca. Soy naturista, médico
particular, curo con yerbas -agregó por las dudas y alzando el vaso,
invitó nuevamente.
-¡Salud! –y tomaron el vino sin dejar ni una gota.
-Hasta mañana, entonces -se despidió el agente y cada uno se
dirigió a la habitación donde esperaba la cama de cueros de oveja.
A la madrugada siguiente, encontró al policía en el corral.
Cinchó su cabalgadura, y antes que aclarara, subían uno detrás de
otro, por el angosto camino que zigzagueaba por el otro lado de la
Garganta del Diablo. El agente tiraba su mula y arreaba un macho
carguero. Los animales pisaban con seguridad las piedras de la
huella rayada en el cerro, no así los dos hombres, que miraban con
preocupación el precipicio labrado por el río Huasamayo en la
piedra gris con sus paredes casi a pique donde se adherían algunos
vegetales espinosos. Pasaron al lado de un túnel construido con
piedra y cemento, de donde brotaba un torrente de agua cristalina.
-Usté sabe, aquí mandaban castigados a los empleaos de Agua
y Energía -contaba el policía en ese momento-. Ahí abajo, casi no se

CHINCANQUI - 119
ve, hay una casilla desde donde se regula la toma de agua para la
usina de Tilcara.
Chincanqui miró más allá de sus pies; sólo el vacío farallón de
piedra, con algunos cactos y un aguahilo a cien metros o más de
profundidad, nada más.
-Y los dos que mandaron, primero uno y después el otro,
murieron -continuó el policía.
-¿Cómo? -preguntó curioso su compañero.
-No se ha sabíu hasta ahora. Cuando el “yip” de la Usina vino
a traerle proveeduría, como hacía cada semana, estaba ahí abajo -e
indicó la profundidad.
-Capaz que de machado.
-Se habrá despeñado, o qué sé yo. Lo mismo le pasó después
al otro que mandaron. Cuentan cosas muy feas de este lugar, y nadie
pasa por aquí cuando cierra la noche, a no ser que tenga alguna
urgencia, y nunca solo -concluyó.

Ya salían de la Garganta del Diablo. El camino a Alfarcito se


separaba allí. Ascendieron durante una hora por la cuesta y llegaron
a Casa Colorada, en una vasta planicie inclinada, con churquis y
airampos. El sol deslumbraojos ya estaba alto en el cielo azul, y
corría una brisa helada. Pérez hurgó en su alforja y sacó una botella
de ginebra.
-Sírvase -invitó, alcanzándola a su compañero. Chincanqui
tomó un sorbo y el líquido bajó, difundiendo un grato calor en su
cuerpo. Se la devolvió al agente, éste tomó un interminable trago, y
cuando intentaba ponerle el corcho, sus manos atontadas por el frío,
dejaron resbalar el frasco que se destrozó en el suelo pedregoso.
Contempló la mancha húmeda, que rápidamente comenzaba a
evaporar el sol, Chincanqui sonrió.
-¡Bueno! ¡Será porque no le hemos dado a la Pachamama! –
comentó, sin dejar de caminar.
-¡Así hai ser, se ve que tenía sed la Pacha! -asintió el otro.
Ya era casi mediodía cuando llegaron a un puesto llamado
Aguadita. Tocaron las manos, la pastora salió, la saludaron y
pidieron permiso para hacer café en la cocina. Penetraron al refugio

120 – ToQo Zuleta


hecho de piedras apiladas, usaron el agua que hervía en una olla de
barro y enseguida, sentados alrededor del leñafuego de añagua, se
reconfortaron con la bebida.
Como agradecimiento, Chincanqui dejó una media tira de pan
francés, que la mujer agradeció; el agente retiró su rifle depositado
ahí y prosiguieron. Ya llevaban seis horas de camino y comenzaron
las Siete Vueltas. La vegetación cambió y sólo se veían pastos duros
y llaretas. Luego de media hora más, llegaron a Cerro Pircado, casi
al fin de la subida. Desde allí se veía la falda parda que ascendieron
y más allá los cerros multicolores de la Quebrada. Con dificultad
cruzaron por debajo del Chorro, un arroyo que caía desde lo alto.
Las aguagotas que salpicaba se congelaban en el aire y golpeaban
sus rostros.
Decidieron almorzar a su orilla; Chincanqui sacó la otra mitad
del pan y una lata de corned-beef. El agente extrajo una bolsita con
tostado y un pedazo de queso. Se acurrucaron sobre dos llaretas,
pusieron los alimentos sobre las rodillas y se los intercambiaron. El
sol, en el medio del cielo ardía, en esas alturas a más de cuatro mil
metros, pero el viento cortacarnes disipaba enseguida su calor; a
pesar de eso, comieron en calma y saborearon cada bocado. A los
costados, Chincanqui observó, ya oxidadas, latas desfondadas de
sardinas y duraznos al natural; más allá botellas vacías de alcohol;
cosas extrañas en esas altitudes donde no existía ni sombra de casas.
¿Se imaginarán siquiera los industriales que envasan pescados en
Mar del Plata y frutas en Mendoza dónde van a parar sus
productos? pensó.
Pérez notó a dónde miraba y, sonriendo, le aclaró.
-Es que, cuando nieva, la gente se queda por aquí, en una
cueva allá arriba.
El curandero miró hacia donde le indicaba. Efectivamente,
debajo de una piedra grande, se notaba una sombra. Bueno es
saberlo. Hace tres años, desconocer estos refugios, casi me cuesta
la vida. El agente interrumpió otra vez sus meditaciones.
-¿Seguimos? -le dijo, incorporándose.
La subida se hacía interminable. Hasta los animales acezaban
por la altura. La Piedra Parada surgió inesperadamente como

CHINCANQUI - 121
siempre. Cuando parecía que la cuesta no tenía término y seguiría
subiendo hasta el mismo Hananpacha, su silueta, como un cardón
petrificado, apareció en una curva, indicando que de allí comenzaba
la altiplanicie. Aunque aquí, a casi cinco mil metros cada día era el
del Juicio Final, hoy no hacía tanto frío ni viento y en el cielo no se
veía ninguna nube. Allá lejos, entre dos cerros, un tajo marcaba el
principio del descenso hacia Querosillayoc. Ante ellos se extendía
toda la extensión de Campo Laguna.

La última vez que pasé por aquí, hace tres años, todo estaba
blanco. Si Leocadia no me gritaba, seguro me encontraban congela-
do. ¿Qué habrá sido de ella? El recuerdo de la pastora surgió nítida-
mente, los días y las noches que pasaron juntos en su puesto y la
tormenta de nieve que recién a los dos días aflojó, para que ella pu-
diera salir con sus ovejas y él retomar su camino, chapaleando entre
la nieve que se derretía bajo el sol. Se despidieron a la usanza mon-
tañesa, en silencio, apenas con las miradas. El pasto verde de la cié-
naga relumbraba allá lejos, sobre el abra. Las vicuñas levantaban las
cabezas, los miraban y volvían la vista a su comida. El ríorumor de
Corral Hoyada fue haciéndose más fuerte.
¿Se enamoró alguna vez Chincanqui? Era una buena pregunta.
Tuvo algunas mujeres; en joven la Albina, esa cholita de Sucre que
tuvo tan mal fin; ya en grande la pastora de Corral Hoyada, todas
indígenas. Intuía que las mujeres blancas no eran para él. Le
atrajeron por la novedad, y si algunas se le arrimaron por una u otra
razón, no duraron mucho a su lado.
Cuando llegaron al puesto, dos mujeres desollaban un
cordero. El corazón le golpeó en el pecho. Los perros les ladraron y
ellas se irguieron para ver a los forasteros. Ninguna era Leocadia.
-Buenas tardes -saludaron los visitantes.
-Buenas tardes, señores -contestaron.
-¿No venden carne? -preguntó el agente.
-¡Cómo no pues, don Pérez! -contestó la de más edad-. Pasen
nomás.
Entraron al patio. El corral y la cocina estaban igual;
reconoció esa habitación de piedra pircada donde durmió dos

122 – ToQo Zuleta


noches. Las mujeres terminaron de sacar el cuero al animal;
realmente estaba gordo. Cortaron diestramente una pierna y se la
alcanzaron al agente, quien la acomodó en su alforja y les pagó.
Chincanqui no pudo contenerse más.
-¿Y la pastora que había aquí antes? -preguntó con ansiedad.
Las mujeres y Pérez le miraron. La más vieja le respondió con
otra pregunta.
-¿Usté decís la Leocadia?
-Sí -respondió el curandero.
-¡Uuh! Ella estaba aquí hace mucho. Ha teníu una guagua, y
ahora está con sus padres en Molulo.
Sintiendo una puntada en el pecho, él se animó a preguntar.
-¿Y el chiquito? ¿Cuántos años tendrá?
-Y, ha de tener unos tres años. ¿Usté sos algo de ella? -dijo
con una sonrisa la mujer.
-No, no es nada de mí. Gracias, hasta luego -se despidió.
-Hasta luego señores. Que les vaya bien -dijeron ellas.
Con la mula adelante, prosiguieron viaje. En las ciénagas de
más adelante, alcanzaron a una tropa de burros cargada con panes
de sal, conducida por dos hombres adultos.
-Buenas tardes, don Crescencio -saludó el agente.
-Buenas tardes, don Pérez. Buena tarde señor -saludaron los
dos arrieros. Cargaban a la espalda sendos bultos, pasamontañas
doblados a manera de gorras y en la frente antiparras de vidrios
oscuros.
Chincanqui reconoció enseguida a dos vallistos volviendo de
las salinas. Una vez al año, con sus familias juntaban su recua de
burros, las mujeres preparaban el avío de maíz tostado, charqui,
queso y papas hervidas, los hombres cargaban maíz en bolsas teji-
das por ellos mismos, y emprendían el camino de casi un mes, hasta
las salinas cercanas a la frontera con Chile. Allí cambiaban el cereal
por panes de sal que cortaban los pobladores de Tres Morros y lue-
go volvían.
Llegaron al final de la planicie. Desde allí se veía el valle, cu-
bierto de nubes, y más allá los cerros de Ledesma. Comenzaron a
bajar una empinada pendiente. El curandero, impaciente y pensati-

CHINCANQUI - 123
vo, se adelantó, descendiendo apresuradamente, pero cuando llegó a
un lugar plano, donde concluían las zetas del camino, le sorprendió
una ráfaga de viento que le hizo vacilar sobre sus pies, hasta que, te-
miendo ser arrastrado al barranco, optó por arrojarse al suelo. Mien-
tras permanecía adherido a la tierra, recordó los casos de arrieros a
los que el ventarrón de las altas cumbres, arrojó al abismo con bu-
rros y todo. Cuando pasó el huayramuyo, se levantó y divisó una
apacheta allá adelante. Miró el camino que venía desde la cima; Pé-
rez y su mula bajaban lentamente. Entonces se arrodilló en el altar
de la Pachamama, se santiguó y comenzó a musitarle en quechua:
-Uyariguay Pachamama, santa tierra; allí entre esos cerros
está mi hijo. Te ruego mamita, que no me recojas todavía, déjame
unos cuantos años más, para enseñarle algo de lo que yo sé, porque
presiento que Inkari ya no está muy lejos.
Incorporándose, tomó asiento en una piedra. Sí, todos los in-
dicios apuntan hacia ello, ese resurgir de las minorías en todo el
mundo, en contra de lo que dicen muchos antropólogos. Y se acor-
dó del director del Museo Arqueológico de Tilcara, con un grupo de
estudiantes porteños.
-No vale la pena preocuparse por los collas, van a desapare-
cer, igual que todos los indios. La raza humana está destinada a ma-
sificarse; la industria, la radio, la televisión, los diarios, los aviones,
las carreteras hace que todos estén comunicados, se vistan de la
misma forma, coman idénticas comidas y se crucen cada vez más.
En el futuro ya no habrá blancos, negros ni amarillos, sino una hu-
manidad mezclada, con las mismas costumbres y forma de vida –
dictaminó con total convencimiento.
Si así fuera, pensó Copatiti, no valdría la pena ocuparse por
mantener unido al pueblo andino ni conservar sus tradiciones. Por
suerte, esta sociedad de consumo y los medios de comunicación
crean sus propios anticuerpos. Los grupos humanos en minoría rea-
firman su idioma, redescubren sus formas de vida y los que no per-
tenecen a uno ni a otro lado buscan desesperadamente una identi-
dad. Y aquí en Sudamérica, los grupos indígenas están organizándo-
se cada vez más; en la parte andina la leyenda de Inkari nos une.
¿Qué cosas verá y hará mi hijo?

124 – ToQo Zuleta


En ese momento, el agente llegó a su lado. Traía una piedra,
que aumentó al montón de rocas que constituía la apacheta. Arrodi-
llándose, se santiguó, echó gotas de alcohol de una botella verde y
rezó en voz baja. Por último, escupió en su mano el bolo de hojas de
coca que masticaba y lo arrojó contra las rocas, donde quedó adheri-
do. Con aire satisfecho, se levantó.
-¡Se ha pegao el acullico! me va a ir bien -le dijo a Chincanqui.
Pasado ese lugar, comenzaron un faldeo por las verdes laderas
del valle. Ahí ya se cerró la niebla y creó una semioscuridad donde
sólo se veían las chilcas a la orilla del camino que descendía. Un
sendero salía para la izquierda y el curandero se detuvo.
-Aquí me despido, don Pérez.
-Ahí abajo, a orillas del río que se oye desde aquí, está mi casa.
¿No quiere llegar? -invitó el agente. Muchos años después, su hijo
sería intendente de Tilcara.
-Ya es tarde, quisiera llegar a Molulo antes que cierre la noche
-se excusó Narciso. Le dio la mano y tomó por el sendero, que brus-
camente trepó por una peña y luego se hizo más o menos horizontal.
Caminó cerca de una hora más por el borde de un precipicio, en
cuyo fondo roncaba el río. Oscureció y, ya en bajada, caminó en ese
paisaje irreal, de niebla blanquecina, con la negrura del abismo a un
costado y la roca casi vertical al otro. Sintió el balido de una oveja,
pasó frente a una casa, que apenas se veía, cruzó un pequeño arroyo,
subió una corta y empinada cuesta y enfrente surgió la pared blan-
queada de la estafeta de Molulo.

En pleno verano los que viajan por los Andes saben que están
expuestos en cualquier momento a las riadas imprevisibles, esas
crecientes que aparecen aunque el cielo no tenga una nube. Es que a
lo lejos cae la tormenta tropical y la cieloagua desciende por los em-
pinados cauces vacíos, llenándolos. El paso de semejantes cantida-
des de líquido causa toda clase de daños, arrastra personas y gana-
dos, destruye sembrados e interrumpe los caminos.
El camión que los llevaba se detuvo definitivamente ante un
arroyo crecido. Un hombre que llevaba de la mano a un chico buscó
un lugar para vadearlo. Poniéndoselo a la espalda, bien agarrado de

CHINCANQUI - 125
su cuello, condujo al niño hacia la orilla. Ya faltaba poco para lle-
gar a Curva, así que caminaron cerca de una hora y por fin llegaron
al pueblo donde nació Chincanqui. Estaba al noreste del lago Titica-
ca, en un valle alto y encajonado entre dos cadenas de montañas. El
río que corría por su fondo, a lo largo de los milenios cavó en cada
verano, buscando su desagüe natural. Muchísimos años después, los
primeros pobladores fueron buscando lugares para sembrar y asen-
tarse. Los encontraron en pequeñas mesetas al pie de los machuo-
rkos de la Cordillera Real entre los cuales sobresale el Illampu, de
siete mil metros de altura, y allí construyeron sus casas.
Al descender por sus ríos, se encontraron con un verdor cre-
ciente que culminaba en las selvas del Beni. Esa enorme variedad
vegetal les proveyó madera, pero principalmente frutas, hojas, raí-
ces y semillas medicinales, que domesticaron y aprovecharon junto
con la abundante fauna y minerales.
Curva era un pueblo colgado sobre un precipicio, custodiado
por el Illampu y el Cololo, en plena puna andina, pero que, barranca
abajo y a lo largo del río, su variedad de climas permitía cultivar
maíz, trigo, quinoa, cebada y papa a sus habitantes, los kallawayas.
A Copatiti le recordaba Iruya, allá en Salta, un pueblo al pie del Ti-
ticonte e igualmente entre dos ríos, que se juntaban e iban a parar a
la yunga de Orán.

Su tío le dijo en la lengua local:


-Eres el único de los kallawayas que no se ha hecho rico. To-
dos los demás tienen su tierra, su tropa de mulas, sus pepitas de oro
bien guardadas. Tú eres el único que no tiene nada, salvo la casa
que heredaste. ¿Dónde está todo lo que has andado en la Argentina?
Tampoco has buscado mujer, sólo has aparecido con una guagua,
que andas michindo como una tocta huallpa.
-El Consejo del Pueblo dice que la vocación del kallawaya es
servir a la humanidad -replicó con respeto Chincanqui.
-¡Esos viejos hablan cosas de ñaupatiempos! Eso sería cuando
vivía el Inca. Ahora las cosas han cambiado y tenemos que vivir lo
mejor posible. Ellos también decían que nuestra fuerza y el poder de
hacer encantamientos estaba en el cabello largo y por eso teníamos

126 – ToQo Zuleta


la trenza hasta la cintura. Los que viajaban al exterior tuvieron que
cortársela y no ha pasado nada.
-O tal vez sí y por eso piensan de otra forma. Pero el Inca pue-
de volver y alguien tiene que avisarle a la gente.
-Esas son leyendas que corren por ahí. Para mí lo mejor es
que mis hijos estudien, sean decentes o caballeros, doctores, genera-
les y ministros, y si no estudian, que trabajen, se compren camiones,
tengan su casa en La Paz y su buen negocio.
-¡Pero dejarían de ser kallawayas! Enriquecidos, sufrirán el
odio de los mestizos y el desprecio de los blancos.
-¿Y qué importa eso? El hombre debe ser respetado por su ri-
queza y temido por su astucia, ¡lo demás son puras huevadas! -ter-
minó Condori.

Lo contempló largo rato. En el interior de la casa de adobe,


sobre las piedras del patio, sentado en el sol, leía una revista Bi-
lliken. Cualquiera pensaría que estaba mirando las figuritas. Sólo su
padre sabía que, en realidad, verdaderamente leía.
¿De qué le va a servir aprender a leer a los tres años aquí?
pensó y un nudo se le hizo en el estómago. ¿Qué es lo que hice? si-
guió pensando. Saber leer tan temprano en Curva es como ser mari-
nero ¿De qué sirve aquí?
En eso sintió golpear las manos. Su prima, vestida con su ajsu
nochecolor estaba parada en la entrada de la casa.
-¡Buen día primoy! -lo saludó
-¡Buen día Juanita! Pasa -invitó Chincanqui.
-No, gracias, estoy yendo a buscar papasemilla. Te quería avi-
sar que ahí ha llegado el supervisor del núcleo escolar y como que-
rías poner a tu hijito en la escuela...
-¡Gracias, primita! -agradeció. Ella se despidió y se fue cuesta
arriba. Ahí nomás, ante la sorpresa de Arsenio, lo metió adentro,
cambió su ropa, lavó su carita asombrada y lo peinó. Con él de la
mano, se dirigió al núcleo escolar. Allí estaba el supervisor distrital
con el director.
-Este el padre que desea inscribir a su guagua en la escuela
-presentó el director en cuanto le vio entrar.

CHINCANQUI - 127
-¡Pero es muy chiquito! ¿Cuántos años tiene? -preguntó el
supervisor.
-Recién ha cumplido tres años -contestó el padre.
-No se puede. Ni siquiera a kindergarten, si hubiera.
-Según dice su padre, ya sabe leer de corrido -sonrió el
director.
-¿Qué? ¡Imposible!
-Así es, señor -afirmó Chincanqui humildemente-. Arsenio,
léele para el señor.
El pequeño sacó la revista que tenía bajo el brazo y comenzó
a leer.
-¡No puede ser! ¿Te gusta la lectura? -preguntó al niño.
-Sí señor.
-¿A ver qué dice aquí? -y le indicó el nombre de la revista.
-Billiken -contestó Arsenio como algo obvio.
El superior dio vuelta una hoja y le indicó un título.
-¿Y aquí?
-Editorial Atlántida.
-¡Debe saberlo de memoria! –masculló-. Usted se lo habrá
leído en voz alta y él retiene las palabras y las relaciona con las
formas. Poco común, pero no indica que ya comprenda el código de
las letras, sílabas y palabras -razonó el funcionario.
-Elíjale usted el texto, señor -sugirió el director.
El hombre se dirigió a un armario, lo abrió y extrajo un libro.
-A ver si puedes leer esto -desafió.
Arsenio abrió la primera hoja.
-Antonio Díaz Villamil, curso completo de Geografía Huma-
na -leyó claramente, con voz apenas audible.
-¿A ver aquí? -el supervisor abrió el libro por el medio.
-Se fundó la República, pero la situación de los labradores no
cambió substancialmente. Las famosas encomiendas se transforma-
ron en latifundios. Los principales personajes de la política republi-
cana sucedieron a los españoles en la posesión de los campos y los
indios continuaron sujetos al mismo régimen de servidumbre -prosi-
guió con su voz infantil.
-¡Asombroso! -atinó a decir- ¿Y quién le enseñó?

128 – ToQo Zuleta


-Yo señor -contestó el padre.
-¿Y cómo?
-Traje este libro, que tiene unas hojas con el abecedario y los
números, con eso le hice practicar cada día. Aprendió fácilmente.
-A ver permítame -pidió el hombre-. ¡Éste es un libro
argentino! -exclamó.
-Sí, lo compré allá.
-¿Usted viaja al extranjero, entonces?
-Él es kallawaya, señor -aclaró el director.
-Ah, con razón.
-Y el chico es argentino -terminó de informar.
-¡Lo que faltaba! ¿Y qué quiere ahora? -preguntó el
funcionario.
-Para que no pierda, quisiera que me lo reciban en la escuela
-rogó más que pidió, Copatiti.
-No podemos. En primer lugar es antirreglamentario, hay una
edad para que puedan entrar. Además, los otros chicos se sentirían
incómodos y tal vez hubieran inconvenientes. Por último, todos
pensarían que hacemos preferencia con él por ser gaucho.
-¿Así que no se puede?
-No, es imposible -sentenció el funcionario.
-Me lo llevo entonces. Hasta luego señores.
Salió con una decisión tomada. Tendría que llevar de vuelta
su hijo a la Argentina, con su madre.

CHINCANQUI - 129
Capitulo X

JAMPIRI

Se despertó temblando de frío y una vez más sintió esa sen-


sación que le apretaba el corazón de no saber dónde estaba. ¿En un
puesto de llamas de la puna? ¿En un inmaculado hotel de Bonn?
¿En esos refugios de marineros de Santos? ¿O en un piringundín de
Buenos Aires? La oscuridad no le dejaba ver nada. La luz del día
poco a poco fue entrando por una ventana y sus ojos comenzaron a
reconocer algunas cosas. La hierrocama en que estaba acostado, ta-
pado con su poncho, la petaca en que guardaba sus cosas, el saco
colgado de una silla. Se dio vuelta y por la ventanita vio llamear el
sol sobre las cumbres de los cerros. Recordó totalmente y se sintió
firme y seguro. Estaba en Humahuaca, en la habitación que tenía al-
quilada como base para sus salidas, en una calle angostísima que se
llamaba Canal del Sur. Con razón la gente del campo y el indígena
usan “recordar” en vez de “despertar” y dicen: “Apenas ha recor-
dao y se ha levantao” reflexionó.
Ya vestido, abrió la puerta que daba al patio. El aire frío
penetró en la habitación. Alzó del piso de tierra el lavatorio de
aluminio y la pava enlozada, y se dirigió al grifo de agua. Cuando
quiso hacerlo girar, no pudo.
-Se ha congelado- murmuró.
Dejó junto a la pileta ambas cosas y se encaminó hacia el
fondo, exhalando vapor por la boca. Basta que no se escarche mi
mejor amigo, pensó mientras orinaba en el agujero del retrete, entre

130 – ToQo Zuleta


nubes de vapor. Cuando volvía, abotonándose el pantalón, vio los
techos de barro blanqueados por la helada nocturna. El adobe es
caliente y con techo de barro, no se siente el frío. Menos mal que no
alquilé una pieza con techo de chapa, se consoló.
Otra vez dentro de su habitación echó alcohol en el quemador
de un calentador a kerosene, prendió fuego con un fósforo y cuando
se consumió, dio bomba. La llama azulada surgió potente. Con el
calentador en la mano salió y aplicó la llama al grifo congelado y al
caño que lo alimentaba. Un rumor como de gorgoteo sonó dentro de
la cañería y unas gotas surgieron del grifo abierto. El ruido se hizo
más fuerte y enseguida surgió el chorro de agua.
Cerró la canilla, dejó dentro de la habitación el calentador
que zumbaba y recibió agua en la pava y el lavatorio. Con ellos en
cada mano entró a su pieza, cerró con el pie la puerta y colocó la
pava en el fuego. Antes que hirviera, echó un chorro de agua
caliente en el lavatorio y enseguida se lavó y peinó.
Con el agua que hervía preparó un poco de mate de borraja,
para la carraspera que sentía desde el día anterior y comió una
empanadilla comprada en la estación. Saboreó con placer el fibroso
dulce de cayote. Ahora sí, ya estoy listo, pensó. Tengo que ir a ver a
ese comerciante de la mano hinchada.

El día anterior, la madre y la esposa del negociante fueron a


verlo y le contaron que el hombre sufría ya una semana por su mano
infectada. Los médicos le habían dado antibióticos, pero no hicieron
efecto y cuando hablaron de cortarle el brazo, no quiso saber nada.
Siempre, antes de llegar a un pueblo o a un caserío, el ka-
llawaya trataba de informarse sobre las personas importantes que lo
habitaban, sus características y sus problemas, de tal modo que
cuando llegaba ya sabía anticipadamente varias de las cosas que
iban a consultarle, pero de todos modos, Chincanqui trató de sacar-
les más datos: de sus enemigos, quiénes le debían y se hizo un pa-
norama de la situación. Ahora, mientras caminaba por las calles em-
pedradas de Humahuaca, iba pensando en lo que debía hacer.
En primer lugar, este hombre, aunque antes de ser comercian-
te había sido maestro, director de varias escuelas, era crédulo hacia

CHINCANQUI - 131
todo lo sobrenatural; creía en los embrujos y hechizos, andaba car-
gado de amuletos, huairuros, munachis y en su negocio tenía colga-
do un quirquincho enflorado. Por lo tanto, era un candidato ideal
para ser embrujado. Recordó lo que su padre le dijera:
-La gente tiene en la cabeza como unas ventanitas; los de la
ciudad generalmente las cierran y de esa forma no pueden entrar los
embrujos, pero tampoco las buenas influencias de los talismanes y
es muy difícil sanarlos. En cambio, la gente sencilla, generalmente
del campo, las tienen abiertas, por eso es fácil curarlos de sus dolen-
cias; la parte negativa es que son susceptibles de ser hechizados.
Además, este hombre era bastante mujeriego. Entonces, su-
mando dos más dos, era fácil deducir que alguna amante contrariada
le hizo algún trabajo. ¿Por qué las mujeres siempre tenían la culpa
de lo que ocurría a los hombres? Tuvo que cruzar el puente sobre el
río Grande y caminar un poco hasta llegar a la casa donde el hom-
bre vivía y tenía su almacén de ramos generales. Golpeó la puerta y
una mujer llorosa le abrió.
-Pase, pase, mi esposo está peor -Era la misma que le había
buscado el día anterior -Lo hemos vuelto a llevar al hospital y el
doctor ha dicho que le ha picao la cangrena y que no tiene remedio.
Estaba recostado en su cama, escuchando radio, con expresión
de sufrimiento. La hinchazón había pasado el codo y ya llegaba casi
al hombro.
-Déjenme solo con él -ordenó el recién llegado y cerró la
puerta del dormitorio.
-Ya no me duele, sólo que me late como si fuera un reloj
-trató de sonreír el enfermo.
-Tiene que decirme la verdad. ¿Hay forma de remediar lo que
usted le hizo a esa mujer?
-¿Qué mujer? -se sorprendió.
-Usted lo sabe mejor que yo. Ella lo ha embrujado de alguna
forma. ¿Ha notado o encontrado algo raro últimamente?
-Sí. En mi camioneta encontré un sapo vivo con una espina de
churqui clavada en el brazo y la panza cosida, como si le hubieran
metido algo.
-¿Y qué hizo con él?

132 – ToQo Zuleta


-Me dio miedo, así que lo agarré de una pata y lo tiré al
camino.
-Se lo pusieron justamente para impresionarlo. Usted tiene en
su conciencia el mal que le ha hecho a esa mujer y eso, junto a lo
que le pusieron, lo ha hecho enfermar.
-¿Y qué puedo hacer? -preguntó ansioso.
-Lo primero, descargar su alma. Trate de remediar de alguna
forma lo que usted le ha hecho a ella. Con su conciencia tranquila,
tal vez podamos arreglar su cuerpo.
Era deprimente ver a un hombre llorar. Se sacudía
convulsivamente, mientras sollozaba.
-¡No me va a perdonar! ¡Yo le pegué para que ya no me
molestara e hice que abortara nuestro hijo!
Chincanqui oyó impávido. Había escuchado cosas peores.
-Pero tiene que solucionar eso primero, como sea, sino el
remordimiento lo va a consumir.
-¿Usted quiere decir que si mi conciencia dice que me tengo
que morir, me voy a morir?
-Eso mismo. Mientras su espíritu siga convencido que le están
devolviendo el mal que ha hecho, seguirá enfermo y hasta puede
morirse. Volveré mañana -le dijo y salió.
Esa noche, antes de dormirse, reflexionó sobre el enfermo y
recordó una experiencia de hipnotismo que hizo uno de sus profeso-
res en la Facultad de Medicina. Hipnotizó a uno de sus compañeros,
le descubrió el antebrazo y le dijo.
-Ahora, le voy a tocar con la brasa de un cigarrillo encendido
-y aplicó un lápiz sobre la piel del joven, el cual, inmediatamente,
encogió el brazo con un gesto de dolor y se le formó una ampolla.
-¿Se dan cuenta por qué se originan las úlceras en las personas
y los estigmas en los santos? -preguntó satisfecho con su demostra-
ción. Todos los alumnos estaban asombrados, menos el sujeto de la
experiencia, que se despertó malhumorado y dolorido.
-En los estigmas las heridas no reaccionan frente al tratamien-
to médico normal, porque la medicina está en otro plano y sus me-
dicaciones son inoperantes contra el odio, amistad, fe o amor -prosi-

CHINCANQUI - 133
guió el psicosomatólogo.- Un caso célebre es el de una mujer euro-
pea, Olga Kahl, que hacía inscripciones dermográficas.
-¿Dermo... qué? -preguntó uno que estaba tomando apuntes.
-Producía imágenes rojizas en su dermis. Si bien los faquires
hindúes hacen aparecer en su piel los objetos en que piensan, esta
señora tenía la rara facultad de poder reproducir con rayas rojas,
bajo forma de dibujos o trazos que aparecían en su piel, imágenes
que le transmitieran mentalmente. Usted disculpe joven -se dirigió
al alumno que se miraba la ampolla- pero tenía que demostrar cómo
un suceso impresionante para alguien, puede afectar partes de su
cuerpo.
-Me parece algo arreglado -le dijo en voz baja a Narciso su
compañero. Ahí nomás el de la ampolla, que había escuchado, se re-
volvió enfurecido.
-¡Arreglada estará tu hermana! ¿Te crees que yo me voy a de-
jar hacer esto por plata? -vociferó.
-¡Calma, calma! -trató de poner orden el doctor-. ¿Oyeron ha-
blar de la mumia? Es todo vehículo impregnado de espíritu de vida
y que la tiene propia en el trasplante, por ejemplo saliva, orina, le-
che, sueros, cabellos, uñas...
--Eso utilizan los laikas, los brujos negros -afirmó Copatiti.
-Justamente. Ellos hacen el daño por la imagen. Forman un
muñeco con la ropa del que quieren embrujar y adentro le ponen
mumia. Martirizan a la imagen de toda forma, física y mentalmente,
así que el dueño de la ropa o de los cabellos, puede enfermarse e in-
cluso morir.
-Como el vudú -opinó uno.
-Funciona de la misma forma. Paracelso decía: “El daño por
la imagen no puede realizarse contra hombres puros y honestos por
la sencilla razón de que sus espíritus se defienden y protegen viril y
enérgicamente, lo que no ocurre con el espíritu del ladrón, todo él
turbado y agitado por el temor”.
-Pero además tengo que ver el muñequito para que me suges-
tione -dijo otro.
-Seguro. Principalmente, lo fundamental es creer; el factor fe,
en otras palabras, y que también puede servir para que uno se sane.

134 – ToQo Zuleta


Al convocar la presencia imaginaria de los dioses, las parturientas
de las tribus primitivas lograban superar con éxito partos difíciles.
Por eso, todo esto tiene que ver con las enfermedades psicosomáti-
cas. Indudablemente, existe una relación, tipo causa-efecto, entre
mente y cuerpo. Los médicos aceptamos que la depresión psíquica
tiene un efecto antiinmunológico devastador y también puede qui-
tarle potencia a un tratamiento, e incluso exagerar sus efectos tóxi-
cos colaterales -terminó magistralmente.

Al día siguiente volvió a la casa del comerciante. El brazo se-


mejaba la pierna de un hombre y los ojos del enfermo parecían dos
tajos en un cuero mojado. Apenas podía hablar por sus labios tume-
factos
Lo primero que hizo Chincanqui fue pedir leche de mujer.
-Voy a hacer el pronóstico de vida -afirmó.
Su tío le enseñó a echar sobre la orina del enfermo leche de
mujer. Cuando la leche se cuajaba era de vida, caso contrario se mo-
ría y el ex estudiante de medicina dedujo una explicación: La orina
normal es ácida; los ácidos coagulan la leche, los alcalinos no, y la
orina se vuelve alcalina en los enfermos cuyas dolencias han de ter-
minar fatalmente. Con un poco de aprensión, mezcló las dos sustan-
cias, mientras las mujeres le miraban ansiosamente.
-Vayan preparándose para coquearlo -les dijo y salió, apesa-
dumbrado. En el bacín quedó el líquido blancuzco que se había for-
mado, sin llegar a cuajarse.

Siempre fue difícil la relación entre médicos alópatas y los cu-


radores empíricos. Algo era innegable. Cuando no existían todavía
médicos, ellos llevaban la pesada carga de curar a la humanidad do-
liente. Eran los únicos a quienes podían recurrir los enfermos tanto
de males psíquicos como físicos.
Como Chincanqui ahora era uno de ellos, tenía que adaptarse
a ese mundo, con algo a favor y paradójicamente también en contra:
el haberse formado en una universidad tradicional, con la medicina
alopática. Tuvo que devorarse los tratados de Anatomía, Histología,
Fisiología, Química Biológica, Física Biológica, Anatomía Patoló-

CHINCANQUI - 135
gica y tantos otros. Esa era su aparente ventaja. Podía conjugar los
conocimientos de ambos mundos, lo científico con lo empírico, la
cura homeopática por medio de elementos naturales y la sugestión.
Pero ahí radicaba su obstáculo. Su formación estaba en él y no po-
día deshacerse de ella tan fácilmente como sacarse un poncho. Ese
conocimiento inculcado no le permitía creer del todo en los procedi-
mientos ancestrales, le introducía una duda sobre si lo que hacía era
eficaz o no. Y esa duda perturbaba el resultado correcto. Para que
sus métodos de sanación surtieran efecto, el paciente debía creer en
ellos, pero también el curador.
Tironeado en ese dilema, Chincanqui, consciente de esa bata-
lla de opuestos, trató de inclinarse hacia lo que venía de sus ances-
tros y trató fervientemente de creer lo más posible en esos conoci-
mientos que venían de ñaupaedades. Se sintió mejor así, estaba se-
guro de haber tomado la decisión correcta. No creía que fuera mejor
atiborrar al enfermo de medicinas químicas. Además era importante
para él que el enfermo pudiera aprender a curarse. No a la manera
de los hospitales, como si el paciente estuviera en un pozo y ahí el
médico le echara las medicinas. Él además quería ayudarlo a salir
del pozo, que dejara de ser el paciente, el sujeto pasivo. Pero eso no
lo entendían todos.
Era lo que Chincanqui trataba de explicar esa tarde al comi-
sario de Tilcara. El director del hospital lo denunció por ejercicio
ilegal de la medicina, así que esa mañana dos agentes de policía se
presentaron en la pieza donde estaba alojado y lo llevaron a la comi-
saría.
El médico era el característico doctor de pueblo. Un cordobés
alto, rubio, hijo de italianos. Estaba en Tilcara porque ganaba mu-
cho más que en una ciudad y como el clima le venía bien por su se-
quedad para el asma que padecía, se quedó a vivir. Pero en sus
adentros, despreciaba profundamente a esos negritos entre los cua-
les tenía la mala suerte de vivir, encima con la obligación de curar-
los. Como todos los demás médicos del hospital estaban unos meses
solamente y se iban, el Ministerio lo nombró director del hospital
porque era el único que residía en el pueblo. Los otros médicos eran
por el estilo. Trasplantados a ese paraje exótico, en medio de una

136 – ToQo Zuleta


población que ellos no consideraban a su altura, la atención que
brindaban no era de ninguna forma igual a la que prestaban a al-
guien de su mismo color. El hospital era su ghetto. Ahí dormían, co-
mían y pasaban sus ratos libres. No se mezclaban con la gente del
pueblo, así que ignoraban sus anhelos, necesidades, y su forma de
vida tan sólo podían imaginarla.
Uno de ellos estaba ahora ahí frente a Chincanqui.
-Lo hice llamar, doctor, discúlpeme, pero este hombre dice
que no ha cometido ningún delito y que no hay motivo para tenerlo
detenido -explicó el comisario con toda deferencia.
-Mire comisario, yo estoy muy ocupado en el hospital. ¿Tiene
un Código Penal?
El comisario sacó un libro de su escritorio.
-Aquí tiene, doctor.
-Eso es -y lo hojeó-. Aquí está, escuche.
-Al curanderismo se refiere el artículo 208, inciso primero,
que dice: “Será reprimido con prisión de quince días a un año el que
sin título ni autorización para el ejercicio de un arte de curar o exce-
diendo los límites de su autorización, anunciare, prescribiere, admi-
nistrare o aplicare habitualmente medicamentos, agua, electricidad,
hipnotismo o cualquier medio destinado al tratamiento de las enfer-
medades de las personas, aún a título gratuito” ¿Está claro? Y ahora
me voy, porque me esperan pacientes -y salió con aire majestuoso,
sin mirar siquiera a Chincanqui, como si no existiera.
-Bueno, ya ve que enfrenta una acusación bastante grave.
Vaya sacándose lo que tenga en los bolsillos, el cinturón y déjelo
aquí arriba.
-Un momento comisario. Yo no estoy curando aquí en el pue-
blo. Yo trabajo en los valles, en Abra Mayo, Yaquispampa, Molulo,
Ánimas, donde nunca ha llegado un médico.
-Cure donde cure, igual está en falta.
-Lo que pasa es que usted y el doctor me están confundiendo
con los charlatanes. Por supuesto que en todo esto hay, mistificado-
res, embaucadores, una infernal laya de sanadores, manosantas, mi-
lagreros de feria. Aparecen todos los días en los avisos de los dia-

CHINCANQUI - 137
rios y ocasionalmente en las noticias de policía, pero le puedo ase-
gurar que yo no tengo nada que ver con ellos.
-¡Mire que había tenido labia usted! ¡Pero no me charle y pase
adentro! -comenzó a alterarse.
-Comisario, si usted me detiene sin pruebas, cuando yo nom-
bre un abogado, puede acusarlo de abuso de autoridad. Recuerde
que estoy legalmente en este país y que aquí en Tilcara no va a en-
contrar a nadie a quien yo haya tratado.
-¡Me salió leguleyo también! ¿Y cómo puede demostrarme
que usted no es uno de esos videntes, parasicólogos, mentalistas, se-
cretistas, magos, adivinos que son una plaga?
-Muy fácil, comisario. Permítame que saque algo -y tomó su
alforja que ya estaba encima del escritorio. Después de rebuscar en-
tre lo que guardaba allí, sacó una hoja como de laurel.
-Siéntale el olor a esta hoja -invitó, acercándola a la nariz del
uniformado. En cuanto la olió, un chorro de sangre brotó de ambas
fosas nasales. En vano sacó un pañuelo y trató de detenerlo. Ense-
guida la tela quedó empapada y comenzó a gotear al piso. Con una
voz de narices, gritó.
-¡¡Qué me ha hecho!!
-Nada -respondió tranquilamente Chincanqui y volvió a acer-
car la hoja, dándola vuelta del revés -saque el pañuelo por favor.
El comisario bajó un poco la masa húmeda y la hoja pasó ro-
zando la sangre que caía. Inmediatamente dejó de salir.
-¿Por qué me hizo semejante cosa? -exclamó, limpiándose.
-No le hice nada. Como usted no me creía...
-Mire. Elija. O lo bajamos a Jujuy, para que allí su caso lo vea
el juez, o se me manda a mudar ya nomás de Tilcara.
-Me voy, comisario -dijo Chincanqui.
-Aquí tiene su pasaporte entonces -y no pudo contener el
comentario-. Un curandero con pasaporte, hasta ahora los que
conocía eran indocumentados. Tome, váyase y que no lo vuelva a
ver por aquí.
-Gracias comisario, hasta luego -Tomó el documento, salió y
se perdió calle abajo.

138 – ToQo Zuleta


Capitulo XI

COLLA A LA BRASA

Agradecido por la curación, invitó al kallawaya a su quinta,


allá en el Gran Buenos Aires, por el lado de Pilar. Cuando llegó,
sólo había mujeres: jóvenes, de mediana edad, ancianas, todas blan-
cas y con tipo europeo. El hombre, todavía reponiéndose, se las pre-
sentó una por una, y otra vez se fue a recostar en una hamaca para-
guaya tendida entre dos árboles.
Tomaron cerveza, con un picadito de jamón y queso, servido
en una tabla y comenzaron a mirarlo con curiosidad. Ya era cerca de
las doce y se extrañó que no hubieran puesto el asado prometido. La
parrilla estaba apagada, aunque al lado se veían bolsitas de carbón.
-¿Prendo el fuego? -se comidió.
-¡Cómo no! -le contestó la dueña de casa.
Con ramitas secas, piñas caídas de los pinos, y con la práctica
de años, enseguida tuvo un fuego, encima del cual colocó el carbón,
uno por uno, apilándolo en forma de horno para que se prendiera.
La casadueña, mientras tanto, trajo dos pollos, tiras de costilla, pa-
pas, tomate, limón y lechuga.
-Si quiere, nosotras hacemos la ensalada -ofreció.
-¿La ensalada? -se sorprendió, mirando los pollos y la carne.
Se dio cuenta que las mujeres lo miraban expectantes.
-¡Claro! ¿Usted va a hacer el asado, no es cierto? -le interrogó
la señora.
-Pero... yo no sé -tuvo que confesar Copatiti.

CHINCANQUI - 139
Ahora todas lo rodearon, con un poco de curiosidad y
¿lástima?
-Es que, sabe, aquí los hombres son los que hacen el asado -le
aclaró compasiva la dueña de casa.
-No se preocupe, yo lo hago -dijo afortunadamente una de las
mujeres.
Diestramente, tomó el cuchillo e hizo unos cortes en los po-
llos, los aplanó sobre la mesa y quedaron como si fueran ranas ex-
tendidas. Les puso sal, limón, saló también la carne, limpió la parri-
lla con unas hojas de diario y extendió las brasas. Con ojo experto,
calibró la temperatura con la palma de la mano, subió un poco la pa-
rrilla y colocó las aves. También las tiras de carne, con el hueso
para abajo. Las otras mujeres picaban el tomate, la lechuga y una
cebolla sobre tablas de picar y las iban echando a un bol de madera.
Un poco avergonzado, él estaba allí parado sin saber qué hacer.
-¿Donde usted vive no comen asado? -le preguntó la dueña de
casa.
-Muy de vez en cuando, a la parrilla, o directamente sobre las
brasas, de carne de cordero o de llama.
-¿De llama? -se sorprendió una de las mujeres-. ¿Y cómo es la
carne de llama?
-Casi como la de vaca, un poquito dulzona. Pero es rica.
-¿Y qué comen? -se interesó otra.
-Nuestras comidas son más a base de maíz. Hay humitas, ta-
males, sopas de harina de maíz. También se comen papas, char-qui,
en guisos. También otros alimentos que ustedes no deben cono-cer,
como ocas, chalona, papalisa, llullucha, hasta tierra comestible, la
phasa. Se aprovecha el sol para conservar los alimentos y así se
hace el charqui, el chuño, los pelones. Secos, duran mucho tiempo.
-¿Y para tomar?
-Hacemos infusiones de coca y otras yerbas. Para las fiestas se
toma chicha, una bebida que se hace de maíz.
-¡Ajj! -interrumpió una chica joven–. En el colegio nos dije-
ron que la hacían masticando el maíz.
-Sí, es cierto, hasta ahora se prepara en las montañas de esa
forma, con el muqueado. Cuando está cerca una fiesta, los de la fa-

140 – ToQo Zuleta


milia hacen bollitos de harina de maíz, los hornean y luego, sentán-
dose en rueda, los mastican y depositan en una olla de barro. Ese
muco es el que se mezcla con agua y fermenta.
-¡Que asquete! ¿Y eso es lo que toman? -se horrorizó la jo-
vencita.
-Sí señorita, pero no se olvide en primer lugar que la cerveza
también se hacía así antes de los procedimientos industriales. En se-
gúndo, que el líquido fermentado hierve toda una noche para con-
centrarlo y ahí seguro desaparecen todos los gérmenes que pueda
haber. La saliva tiene una enzima, la amilasa, que desdobla el almi-
dón y libera la glucosa.
-¡Cómo sabe usted! -se admiró otra-. Ya que sabe tanto, qui-
zás nos pueda decir cómo conserva una dentadura tan perfecta.
-No tan perfecta -sonrió halagado-. Pero es que casi no consu-
mo azúcar, para no tener caries y además, porque los indios somos
muy propensos a la diabetes.
-¿Ah, sí? ¿Nada de dulce?
-Sí, por supuesto, algún cayote al horno, o la oca hervida, que
es dulce, más aún si se la asolea, y también miel. No se olvide que
el azúcar lo trajeron los europeos, igual que los lácteos, por eso no
tomamos leche.
-¡Cómo! ¿Y los chicos?
-Una vez que se destetan, ya no vuelven a probar leche.
-¡No puede ser! ¿Y la nutrición?
-Las vacas, las cabras, recién están entre nosotros de hace qui-
nientos años. Antes no había leche, salvo la de llama, que no se con-
sumía. Entonces, nuestro estómago no tiene la enzima que des-do-
bla el azúcar de la leche, la lactasa. Por eso, si tomamos leche, la re-
petimos en seguida -aclaró pacientemente.
Interesado por la conversación, el dueño de casa levantándose
de la hamaca se acercó al grupo. La carne sobre la parrilla ya solta-
ba un aroma tentador.
-Debería aclarar una contradicción. Por un lado, leemos en los
diarios y vemos en la televisión que en los Andes es donde hay gen-
te de mayor longevidad, pero por otro lado, los que conocemos esos
lugares, hemos visto que las mujeres a los cuarenta años ya parecen

CHINCANQUI - 141
ancianas y que los hombres mueren antes de los cincuenta años –co-
mentó, mientras probaba la ensalada.
-Así es -aprobó Chincanqui-. Depende de lo que coma. Si
mantiene su alimentación ancestral, puede vivir cien años o más, en
perfectas condiciones. Si adopta la alimentación europea, con dul-
ces, grasas, pastas, fideos, alcohol, pocos cereales y mucha carne, su
organismo se deteriora.
-¡Pero usted se va a comer ahora un rico asado! -bromeó una
de ellas-. ¡Y hecho por nosotras! -recalcó.
-Tiene razón -concedió él-. De vez en cuando, no afecta mu-
cho. Pero ya frecuentemente es otra cosa. Es como si a su auto, he-
cho para andar con gasoil, le cargara nafta. Va a andar un poco, pe-
ro al final, el motor se va a fundir.
-Ya está -anunció con satisfacción la asadora. Diestramente,
dio vuelta los pollos y las tiras de asado–. Pueden sentarse a la mesa
-invitó.
-¿Pero acaso los coyas no se emborrachan con chicha?
-insistió la jovencita, mientras se sentaban a la sombra del quincho.
-La chicha no tiene mucha graduación alcohólica. Tiene un
poco de alcohol de la fermentación, pero no es gran cosa. Para
hacerla emborrachadora le agregan alcohol etílico que compran de
la farmacia.
-¿Ese alcohol para las heridas? -preguntó una.
-Sí, ese mismo. Como tiene etiqueta roja, en Jujuy le dicen
“pecho colorado”. Existe en esa provincia una ley de represión al
alcoholismo, porque la bebida embrutece y destruye a la gente. La
policía controla los bares y cantinas, pero no se fija en las farma-
cias, donde es de venta libre. Yo he conocido farmacéuticos que se
han enriquecido vendiendo alcohol. Llegan camiones cargados a los
pueblos, directamente de los ingenios de Tucumán, donde lo
fabrican a partir de la caña de azúcar y descargan miles de botellas
en determinadas farmacias. De allí cualquiera puede comprar lo que
quiera, diez o cien botellas, que llevan a sus casas o para los
negocios de la montaña -aclaró el curandero.

142 – ToQo Zuleta


-¡Bueno, pueden comer! Este está jugoso -dijo la asadora,
trayendo en un tenedor una tira de costilla y cortándola en porciones
sobre una tabla.
-¿Le gusta así? -preguntó a Chincanqui.
-Preferiría un poco más cocido -opinó.
-Bueno, la próxima costilla sale más seca. El pollo va a salir
al último; como se hace más despacio… -afirmó.
-Ahí tiene pan, sírvase ensalada de lechuga. ¿O prefiere esta
de papa y tomate?- ofreció la dueña de casa.
-¿Y qué le sirvo? -le dijo el hombre, sentado a la cabecera de
la mesa. -¿Gaseosa? ¿Vinito?
-Voy a probar el vino -sonrió Copatiti.
-¿Tinto? ¿Blanco?
-Tinto, por favor -aceptó.
-¡Salud! ¡Porque yo vuelva a ser el de antes, con la ayuda del
amigo! -brindó levantando su vaso el hombre.
-Le agradezco que me llame amigo. Es la primera vez que me
lo dice una persona de su clase -agradeció el kallawaya.
-¡Pero hombre! ¡Usted me ha salvado la vida! ¡Yo estaba
desahuciado por los médicos! -sonrió, eufórico.
-Noto que usted tiene un cierto resentimiento hacia los que no
son indios. ¡Si todos somos iguales! -exclamó una señora.
-Mire señora. No es tan así.
-¿Usted quiere decir que hay racismo? -preguntó otra.
-No es por ofender a nadie, pero en mi país, cada uno tiene
marcado el lugar que ocupa en la sociedad. El que nace indio, es
indio hasta la muerte. La que es chola, no se atreverá a ser señorita.
-¿Cómo puede ser eso? -se escandalizó otra.
-Ya es así. En cambio, en la Argentina, desde la Constitución
se proclama que todos son iguales, pero la realidad es diferente. El
aborigen es ciudadano de segunda categoría.
-Para mí, todos son hijos de Dios -terció una señora mayor.
-Miren; yo creo que ninguna conoce un indio que sea senador,
ministro, general o industrial. Para que se den una idea de cómo es
tratado el indígena, el colla de Jujuy, y sus consecuencias, les voy a

CHINCANQUI - 143
contar algo que supe por los propios afectados y que vi personal-
mente –y comenzó a relatar.

Era una familia de collas que vivía en Villa Belgrano, un


barrio a orillas del río Grande donde llegan muchos de los puneños
y quebradeños que vienen a radicarse en San Salvador de Jujuy.
Ellos me dijeron que, con el fin de comprar comida, subieron al
asfalto, se dirigieron al centro, entraron a uno de los negocios y ahí
comenzó su calvario.
-¿Tiene leche, señor? -preguntó el colla al dueño, que estaba
atrás del mostrador. Éste, un “turco” de bigotes, en realidad descen-
diente de árabes, miró la traza del hombre, con su poncho, la mujer
con su hijo cargado a la espalda mediante un colorido rebozo y el
changuito agarrado de la pollera de la madre.
-Tengo esta, la mejor -y estirando el brazo, sacó un tarro del
estante-. Cuesta tres pesos -añadió.
-¿No tiene algo más baratito? -pidió el hombre. El almacenero
volvió a mirarlo y recordó algo. Se dirigió a otro mostrador, detrás
del cual se encontraba su esposa.
-¡Andá al depósito, traeme esa caja de leche que está separa-
da! -le dijo en voz baja.
-¡Pero esa está muy pasada, ya está vencida como tres años!
¿Te acordás? - musitó ella.
-¡No importa! ¿Vos creés que estos coyas se van a dar cuenta?
¡Andá traé! - ordenó, siempre en voz baja, para que no lo oyeran sus
clientes.
-Ahí te voy a vender barato una leche que tenían que retirar y
no han venido -ofreció a la familia, sonriendo. La mujer apareció
del fondo con una caja de cartón que depositó sobre el mostrador.
-¡Aquí está! En vez de una lata, llevás seis y te cobro nada
más que diez pesos. ¿Qué te parece? -lo convenció.
El colla miró a su esposa y ella aprobó con la mirada. Sin
decir una palabra, sacó del bolsillo un pañuelo hecho un nudo, lo
desató y extrajo de ahí el dinero, desenvolvió un billete y con eso
pagó.

144 – ToQo Zuleta


-Gracias, paisano, llevate tu caja -lo despidió el comerciante,
más sonriente que nunca mientras le daba el vuelto. El hombre
levantó la caja y se fue seguido de su familia.
A los días, la mujer subía con su hijo, pero esta vez al
hospital.
-¿Qué te anda pasando? -le dijo el médico vestido con guarda-
polvo blanco, frunciendo la nariz ante el olor de las dos personas.
-Mi changuito está quisquido, doctor -dijo la madre y señaló a
su hijo mayor, que había entrado detrás de ella al consultorio.
-¿Ah sí? ¿Y qué es quisquido? -imitó el profesional, mofándo-
se de la mujer.
-Ya una semana que no va de cuerpo, doctor -contestó la mu-
jer, con toda seriedad.
-¡Ah, bueno! -asintió, y contuvo a duras penas la risa-. Ponele
enema de agua tibia.
-¿Nada más, doctor? -preguntó preocupada la madre.
-Bueno, le vamos a dar estas pastillas laxantes, para que tome
una por día. Garabateó rápidamente un papel y se lo alcanzó.
Cuando salieron, el padre preguntó por una comisaría y, se
fue para allí. El oficial de guardia leía el diario sentado a una mesa
sobre la cual descansaba una máquina de escribir. Un agente entró.
-¡Permiso, oficial! Ahí vino a poner una denuncia un hombre,
y me parece que no corresponde. Él quiere hablar con usted.
-¡Hágalo pasar! -ordenó el otro. El policía abrió la puerta e
hizo una seña a alguien que estaba afuera. Siempre cubierto con su
poncho, entró el padre.
-Buenos días. ¿Qué se le ofrece? -preguntó el oficial, sin
levantarse ni ofrecerle asiento.
-Vengo a que me hagáis justicia, señor comisario -rogó, con
voz humilde.
-¿Qué te ha pasado, hombre? -preguntó el otro, calibrándolo
con la mirada.
-Hi comprao una leche en un negocio y parece qui estaba
echada a perder, porque le ha hecho mal a mi changuito, juera fiero.
-¿Y dónde está ese negocio?

CHINCANQUI - 145
-Ahí a la güelta del mercado. Le hi querío degolver, me ha
dicho que ya estaba abierta la lata y no ha querío saber nada, más
bien se mi ha querío enojar, comisario.
-¡Ah, ese es el turco Alí! ¡Bien jodido es, y tiene un hijo
abogado!- reflexionó en voz alta el policía y tomó una decisión-.
¡Mire! Nosotros nos ocupamos solamente de asuntos penales, y este
es un caso civil. No podemos tomarle su denuncia.
-¿Y qui hago entonces, señor comisario?
-No sé. Puede ir al juzgado en lo civil y comercial, que está
aquí nomás a la vuelta. Hasta luego -despidió al hombre.
En el juzgado, la gente hablaba con los secretarios del mostrador.
Algunos pasaban al interior de la oficina, donde los empleados en
sus escritorios tecleaban en máquinas de escribir o revolvían pape-
les. El colla se dirigió a un empleado que daba vuel-tas las hojas de
un grueso libro y anotaba algo en él. Esperó un rato y cuando levan-
tó la vista le preguntó.
-¿Aquí puedo dejar una denuncia?
-Aquí no tomamos denuncias. Para eso tiene que ir a la policía
-respondió el otro, sopesándolo con la mirada.
-Pero de la policía me han dicho que venga aquí.
-¿Por qué cuestión era?
El hombre repitió su historia. El empleado lo escuchó, impaciente.
-¿Tiene factura o boleta de lo que compró? -lo interrumpió.
-No, no me han dao.
-Bueno entonces nosotros no podemos hacer nada -y viendo que
otros estaban escuchando, añadió pacientemente-. Si usted no tiene
algún comprobante de lo que compró, el comerciante puede negarse
y usted no tiene con qué probar que efectivamente él le vendió esa
mercadería. Sin eso no se puede accionar.
El hombre no contestó, salió sin decir una palabra y se perdió en-
tre la gente que transitaba las calles de Jujuy.

-¿Qué desea de postre, don Chincanqui? Tenemos brazo gitano,


torta helada y flan- interrumpió la propietaria.
-Probaré la torta helada.

146 – ToQo Zuleta


-Siga, que está interesante. Nunca me hubiera imaginado que los
mismos jujeños traten así a sus paisanos.
-Todo esto es verdadero. Yo estaba en una vivienda del Chingo,
un barrio a orillas del río Grande, justo debajo de la estación, cuan-
do me tocaron la puerta. Abrí y era el puneño de que les hablaba.

-Mi chango está enfermo y mi primo me ha dicho que usté es el


único que puede curarlo, señor -me dijo humildemente el hombre,
con su sombrero en la mano.
-El Señor está en el cielo. Puedes llamarme Chincanqui -le corregí
-Venga, por vida, véamelo al changuito -me rogó el hombre.
-¿Dónde vivís? -le pregunté.
-Estoy parando aquicito nomás, en Villa Belgrano. Te espero
aquí ajuerita –contestó.
Caminamos unas cuadras y nos internamos por una calle que su-
bía hacia las vías. Abrió la puerta de una humilde vivienda de pare-
des de tabla y techo de chapa.
-Pase, don Chincanqui -me invitó.
En una cama cubierto con puyos de oveja, un muchachito me mi-
ró con ojos afiebrados. Lo destapé y enseguida noté el vientre hin-
chado y puntiagudo. Lo toqué apenas lo suficiente para notar su du-
reza y le ordené.
-Tienes que llevarlo ya mismo al hospital.
-Lo hi llevado el otro día y mi han dado unas pastillas -dijo al-
guien desde un rincón. Recién advertí que allí estaba sentada so-bre
un cuero de oveja una mujer.
-Esto ya no se mueve ni con enema ni con nada. Tienen que ope-
rarlo.
-Mire don Chincanqui. Yo hi veniu a trabajar aquí en la construc-
ción, pero desde que hi llegao, me sigue la mala. Pa colmo, al cam-
peño no le hacen justicia en ningún lao. ¡Usté supiera cómo me han
mentiu, me han engañao, como si nosotros no juéramos gente!
Al ver que me miraban sin saber qué hacer, como alguien que
ya no cree en nada, decidí actuar.
-Yo voy a ir, te voy a llamar una ambulancia. Ya vuelvo -les
dije y salí.

CHINCANQUI - 147
Al comenzar a subir, me fijé en el nombre de la calle y me lla-
mó la atención porque se llamaba Moscú. Caminé rápidamente ha-
cia el hospital Pablo Soria, como siempre lleno de personas que en-
traban y salían. Me dirigí a la sala de guardia y entré directamente.
Una enfermera me miró enojada.
-¡Tiene que sacar número! -me retó.
-Hay un chico que se va a morir si no lo atienden enseguida -le
contesté a la empleada.
-¡Ah, bueno! Vaya a Urgencias, por aquel pasillo -se ablandó.
Fui y llamé a la puerta de la oficina.
-¡Pase! -gritó alguien de adentro. Entré; un enfermero de chaque-
tilla blanca anotaba algo en un cuaderno.
-Buenos días -le saludé y fui directamente al grano-. ¿Pueden
mandar una ambulancia a Villa Belgrano?
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó el otro, sin mirarme.
-Un chico con un bolo fecal retenido, que en cualquier momento
le va a hacer una peritonitis -respondió Chincanqui.
El enfermero se paró y me miró, asombrado.
-¡Usted sabe de medicina! -dijo, con más respeto.
-Y sí, algo -le contesté.
-Ya le digo al chofer que saque la ambulancia. ¿Usted le va a in-
dicar?
-Sí, yo lo voy a llevar.
El enfermero salió y volvió a los dos minutos.
-¡Listo! Espere ahí en la puerta principal.
Me fui a la entrada; enseguida estuvo ahí el vehículo y subí.
-¿Adónde vamos? -preguntó el chofer.
-A Villa Belgrano, a la calle Moscú.
-¡Ah! Sí, la calle Moscú. Hace poquito le han puesto el nombre.
-Debe ser, yo no soy de ahí, ni siquiera de Jujuy. Estoy de paso.
-Entonces usted no sabe la historia -me dijo, mientras manejaba a
través de las calles del centro.
-No, la verdad que no.
-Los del Centro Vecinal tenían que ponerle un nombre a la ca-
lle y no se ponían de acuerdo. En una de las reuniones, en broma,
resulta que uno dice: ¿Y por qué no le ponemos Moscú? Usted vie-

148 – ToQo Zuleta


ra, la idea les gustó y avisaron a la Municipalidad, así que comenzó
a llamarse así.
-Un nombre poco común.
-Sí y eso no es nada. No sé de cómo se enteró la embajada
rusa en Buenos Aires, vino el mismo embajador y le hizo una dona-
ción en efectivo al Centro Vecinal ¿Qué tal?
-Aquí es, pare -le indiqué sonriéndome.

Quizás no me hubiera sonreído tanto de saber lo que ocurriría


años después. Resulta que hace unos días, allá en Jujuy, iba hacia la
Terminal, para averiguar qué ómnibus me traería aquí a Buenos Ai-
res. Todavía no había salido el sol, y algunos transeúntes se diri-
gían a sus trabajos esa madrugada. Del lado de la terminal de ómni-
bus, un joven se dirigía con paso rápido hacia el centro. Tenía as-
pecto de puneño, requemado por el sol, con la cabeza descubierta,
ropa humilde y una carterita en la mano. Cuando estaba a punto de
pisar el puente Lavalle, un hombre con un portafolio, también con
cara de colla, que venía caminando de frente, se paró y le señaló al-
go en el asfalto.
-¡Mire, mire, un monedero!
El joven miró y, efectivamente, un monedero pequeño, oscuro
como el pavimento, estaba ahí tirado entre los dos. El hombre se
agachó y lo levantó. Con una sonrisa y mirándolo a los ojos, se lo
mostró y le dijo.
-¡Qué suerte que tenemos! ¿No? -alcancé a oír que le decía. Me
paré, fingiendo que me ataba un zapato.
-¡Hay mucha plata, todos de cien pesos! ¿Nos lo repartimos?
-siguió diciéndole.
El joven seguía quieto, agarrado con fuerza de su carterita y no
contestaba nada.
-¡Mirá, yo estoy apurado, tengo que agarrar un ómnibus y no
tengo tiempo de andar contando! Si querés hacételo quedar todo -lo
tentó-. ¿Cuánto tenés ahí? -y señaló con la cabeza la carterita que
aferraba el muchacho.
Aturdido, el joven la abrió y le mostró la plata que llevaba.
-¡Listo, dámelos y hacete quedar todo! -le apuró el hombre.

CHINCANQUI - 149
Prácticamente le arrebató los billetes, le alcanzó el monedero
y, con paso rápido, se perdió hacia el lado de la terminal. Yo vi que
el muchacho abrió el monedero, miró los papeles de diario que con-
tenía y se apoyó en la baranda de piedra, agarrándose la cabeza.

Al mediodía salía mi ómnibus para venir aquí y, ya con mi


bolso, decidí comer algo, así que me metí a una de esas fondas al
lado de la Terminal y me senté. Pedí la comida, cuando vi que en la
mesa de al lado estaban dos personas tomando cerveza y una de
ellas era el hombre del puente, con el portafolio, que había deposita-
do sobre una silla.
-Y sí, mirá, gracias a Dios todavía ando como un reloj, tic tac, tic
tac, ¿Y vos?- le decía su compañero, un tipo blancón, sobrador.
-Y... hago lo que puedo -contestó el otro, humildemente.
-Vos sos joven, todavía estás olor a leche. ¡Pero sos bien bandi-
do, yo te conozco!
-Y... pobre coyita -dijo el otro.
-Si, vos sos de esos que dicen: hay que hacerse del coyita, el mi-
chi, para que te tengan lástima y poder sacar ventaja ¿no?
-Es que vos no sabés lo que he pasado. ¿Tomamos otra? -señaló
la botella vacía.
-¡Mozo! ¡Traiga otra! -pidió su compañero.
-Mis papás son de la Puna y yo veía en chico cómo los estafaban,
les mentían, los despreciaban y los trataban mal en todas partes -se
sinceró.
-Como a todos los coyas -agregó el otro, mientras servía cerveza
en los vasos.
-Con decirte que a los doce años casi me muero por una leche
pasada que le vendieron a mi viejo. Tuvieron que abrirme la panza,
y casi dos meses estuve internado.
-Menos mal que estás aquí para contarlo -se compadeció su
amigo.
-Entonces dije. Cuando sea grande esto va a cambiar; a mí no me
van a joder como lo hicieron con mis viejos, y aquí estoy.

150 – ToQo Zuleta


Capitulo XII

LA DESIGNACIÓN

El edificio no se distinguía arquitectónicamente de las demás


casas de San Salvador de Jujuy. Una sola planta pintada de amari-
llo, puerta al medio, dos ventanas en los costados. Sólo delataban su
condición la bandera y la placa ovalada de esmalte donde, alrededor
del escudo nacional, aparecían las palabras "Consejo Nacional de
Educación – Inspección Seccional" sobre la puerta principal.
El joven penetró al zaguán, que desembocaba en un vestíbulo
embaldosado. En un rincón, un escritorio era el refugio de una mu-
jer que leía plácidamente. Sobre el espacio cubierto se abrían cuatro
oficinas con escritorios llenos de papeles. De ellas entraban y salían
hombres y mujeres con más papeles en las manos. Se acercó a la
empleada del vestíbulo.
-Buenos días, señora -saludó-. Venía por un cargo de maestro
-La mujer lo miró, sin contestar a su saludo.
-¿Tiene título? -le preguntó, con el aire de quien se ve forzado
a contestar cien veces por día lo mismo.
-Sí -musitó el joven.
-Ahí, en aquella parte, tiene la lista de vacantes -contestó la
burócrata, dando por terminado el diálogo y volviéndose a sumergir
en la lectura del diario.
Se acercó a la pared, de donde pendían unas hojas atadas con
un piolín, comenzando a sentir una sensación de desamparo que ya
nunca más le abandonaría. Hace un día exactamente, la secretaria de
la Escuela Normal Regional de Humahuaca le entregó su título, que

CHINCANQUI - 151
traía bien doblado en un sobre de papel estraza. La vida de alumno
había terminado y ahora debía enfrentar la vida. Pero no estaba na-
die para darle un consejo. Él quería ser útil a sus paisanos, ayudar a
mejorar sus condiciones de vida, pero a su alrededor sólo encontra-
ba indiferencia.
La lista de lugares, mostraba el número de la escuela, el nom-
bre del lugar y la categoría: D, desfavorable y MD, muy desfavora-
ble. Nada más ¡Qué útil hubiera sido una guía de escuelas donde se
dijera a cuántos kilómetros se encontraba del centro poblado más
cercano, la clase de camino y si había pensiones y almacenes! Lue-
go de media hora de volver y revolver las hojas, se decidió por una
llamada Querosillayoc, catalogada como muy desfavorable, con
cincuenta alumnos y dos turnos.
En otra de las oficinas le dieron un formulario. Hacía falta el
título, un certificado de domicilio y otro de buena salud. Llevó todo
al secretario, un señor que lo atendió muy solícitamente en cuanto
se enteró del destino pedido. Recibió los papeles y le dijo que el
nombramiento sería enviado a su domicilio en Humahuaca.
Pablo Normentas era de tez morena y pelo negro; lucía un ros-
tro bien proporcionado en el que resplandecían sus ojos oscuros y
brillantes. De mediana estatura y cuerpo delgado, tenía dieciocho
años. Recorrió las calles de Jujuy para llegar a la estación de tren.
Negocios y más negocios, de nombres sirios y libaneses. En las ca-
lles, las gentes morenas pasaban afanosas a su lado sin mirarlo.
En el coche de segunda alternaban toda clase de puneños y
quebradeños que retornaban con bultos y paquetes a sus pagos. En
ese tiempo Jujuy era el lugar fronterizo, la punta de la Argentina,
donde se encontraba la marea oscura de los pueblos del Norte con
los inmigrantes del Sur. Dos marineros contaban sus aventuras amo-
rosas en Buenos Aires a los compañeros de asiento. El viaje duró
cinco horas, entre subir la cuesta de Volcán y parar en las diferentes
estaciones de nombres indígenas. La estación de Humahuaca estaba
llena de viajeros y curiosos. Normentas bajó, con su pequeño bolso
marrón. A trancos largos se dirigió hacia la parte este del pueblo y
penetró en un almacencito de ramos generales.

152 – ToQo Zuleta


-¿Cómo te ha ido? -le preguntó la mujer que estaba detrás del
mostrador.
-He pedido para Querusillayoc y me han dicho que por radio-
grama me van a confirmar el nombramiento -contestó el joven, lue-
go de tomar asiento en un banquito y reclinarse en la pared de ado-
be.

El padre y la madre de Normentas eran de El Angosto, el últi-


mo pueblo argentino del norte, casi en la frontera con Bolivia. El río
San Juan de Oros es el límite, y en sus riberas la gente siembra
maíz, papas y hace producir hasta habas, ahí en medio del altiplano.
En cuanto cumplió dieciocho años, su padre se fue a trabajar a
la mina El Aguilar, en el departamento de Humahuaca. Al ver se-
mejante mozo fuerte y decidido, el norteamericano del "staff", en-
cargado de personal, le preguntó:
-¿Sabe manejar perforadora?
-No señor, nunca he trabajado en mina.
-No importa, aquí aprender. Ahora ser perforista.
Pronto aprendió. No era difícil, pero sí matador. Sostener la
perforadora de acero, horizontalmente contra la pared de piedra que
debía horadar, aguantar su peso, el martilleo rompeoídos, las vibra-
ciones en los brazos que se transmitían a todo el cuerpo y lo más in-
sidioso, el polvillo rocoso que flotaba en el ambiente y no detenía ni
siquiera la máscara que le cubría nariz y boca. Los mineros viejos le
enseñaron a acullicar. La hoja de coca era el consuelo que le daba
nuevas fuerzas para resistir cada día. Ellos también le enseñaron a
saludar al Tío cada vez que comenzaba a trabajar.
En el nivel cuatro, a muchos metros bajo tierra, un nicho en la
pared de la galería estaba desde el inicio mismo de la mina, una
especie de altar de piedra, con la imagen de un diablo modelada
toscamente en arcilla. Serpentinas desvaídas, papel picado desteñido
quién sabe de cuántos años lo rodeaban. A su alrededor, frascos
vacíos de alcohol, cigarrillos y hojas de coca testimoniaban las
ofrendas de los trabajadores. Reverentemente, toda vez que iniciaba
su turno, cada minero se acercaba, dejaba su acullico pegado a las
paredes de piedra, se sacaba el casco y rezaba arrodillándose ¿Qué

CHINCANQUI - 153
le pedían al diablo? Uno, que no le ocurriera ningún accidente.
Otro, que la veta de mineral no se cortara y así.
Dos años de su trabajo le permitieron ahorrar algo de dinero y
decidió buscar mujer, en su pago, naturalmente. Así fue cómo nació
Normentas en la mina El Aguilar. Sus recuerdos alcanzaban hasta
cuando su padre llegaba con sus gomabotas, grueso saco de cuero y
casco. Hablaban en quechua con su madre. Era raro. Con él no
querían hablar en la melodiosa lengua de los Incas.
-¿Por qué nunca me hablaron en quechua ni vos ni mi papá?
-le preguntó a su madre muchísimos años después.
-Es que pensábamos que si aprendías el quechua, nunca ibas a
poder hablar bien el castellano. No queríamos que fueras indio
como nosotros -explicó pacientemente.
El asunto es que, inconscientemente, el chico aprendió, de
tanto escucharlos hablar, pero cuando fue a la escuela, bastaron las
burlas de sus compañeros al escapársele alguna palabra para que se-
pultara definitivamente esa lengua. Recién al conocer a Sutiyqui,
volvió a retomarla.

Algunas noches, cuando la nieve caía sobre los cerros de pie-


dra, su padre sentado junto a la estufa, tomaba su charango y canta-
ba:
Minero soy señores / minero de Aguilar / ¡así sirvo a mi pa-
tria, / viditay sacando mineral!.
Un acceso de tos lo interrumpía. Normentas nunca olvidaría
las manchas rojas que salpicaban el pañuelo de su padre. El seguía
cantando, esta vez en quechua y mirando a su madre:

Pilcomayuta pasaspa
ama ama yacu ujyanquichu.
Pihuampis, mayhuampis caspa
ama ama konkahuanquichu.
Karichu tarinquichari
imainama sonqoyocta.
Maimanta ñoqata jina
makaska muchaicucojta.

154 – ToQo Zuleta


“Pasando el Pilcomayo, agua de él no has de beber. Con el
que estés y dondequiera estés, no me has de olvidar. Encontrarás
otro hombre, también con corazón, pero de dónde como yo, que
aunque maltratado te bese.”
Su madre comenzaba a llorar despacito y ahí terminaba el
canto. Pablo tendría doce años cuando enterraron a su padre en el
cementerio de Tres Cruces, una falda rocosa azotada por el viento.
La mujer, ya viuda, no podía quedarse en la mina y decidió ir a vivir
a Humahuaca. Tenía un clima templado, por lo menos se veía un
poco de verde, y había una Escuela Normal, donde su hijo podría
estudiar. La compañía le dio algo de dinero y con eso alquiló una
habitación, la dividió con una cortina, en una parte hizo el dormito-
rio y en la otra puso un negocio.
Ella siempre tuvo vocación de negociante. Contaba a su hijo
que cuando tenía trece o catorce años, ya era muy ahorrativa. No le
gustaba jugar con muñecas; con su hermano varón, seis años menor
que ella, jugaban al comerciante. Molían areniscas rojas para figurar
el ají, piedras calizas para la harina y hacían secar hojas para figurar
la coca. Tomaban cardones pequeños, especialmente los que tenían
flores, para cortajearlos fingiendo carnear corderos, donde la flor
era la cabeza y la médula del cardón, las tripas.
Su padre, el abuelo de Normentas, era agricultor y trabajaba
las tierras que arrendaban junto al río San Juan. Ella y su hermano
tenían la ambición de sorprenderlo con un pequeño comercio de
verdad, instalado por ellos mismos. Para eso necesitaban dinero.
¿De dónde lo sacarían? A ella, su padre ya la conocía, así que no le
daba nada para gastos; pero a su hermano sí le proporcionaba algu-
nas monedas para que se comprara el pan con miel que tanto le gus-
taba, de modo que lo convenció para que ahorrara todo lo que reci-
biera. Un día diez centavos, otros días un peso o cinco, cuando esta-
ba ebrio o había vendido su producción, se reunió poco a poco una
suma respetable. Este dinero ella lo ordenaba prolijamente en mone-
das y billetes y lo ataba cuidadosamente en un pañuelo. El escondite
era un hueco encima del marco de una de esas puertas antiguas de
dos hojas. Con ayuda de unas petacas, ella ayudaba a subir a su her-

CHINCANQUI - 155
mano, quien sacaba el atadito cada vez que debían depositar algo.
Así llegaron a reunir como cien pesos. El muchachito le decía de
vez en cuando que tenía mucha hambre y ella le daba algunas mo-
nedas, para que no se enojara.
Al pequeño pueblo, cada tanto llegaba un árabe que era ven-
dedor ambulante y llevaba su mercadería en una especie de armazón
sobre una mula. De casa en casa vendía sus productos o se detenía
en la plaza. Ella lo seguía por todas partes, preguntándole los pre-
cios de sus diversos artículos, y pensaba: ahora que tengo plata
compraría‚ este y este otro y aquel y el de más allá para nuestra
tienda. En efecto, ya estaban a punto de abrir, tanto que hasta cons-
truyeron un mostrador de barro con unos cuantos adobes y palos, y
se felicitaban mutuamente al imaginar la cara que pondría su padre
cuando los viera hechos unos comerciantes.
Pero una tarde el campesino estaba sin dinero, y decidió ir a
vender un almud de maíz para conseguir algo de plata. Al salir abrió
con fuerza la puerta que estaba algo dura, las paredes temblaron y le
cayó en la cabeza el pesado atadito de dinero. Si lo habían puesto
muy afuera del hueco o si la sacudida lo hizo saltar no lo supieron
nunca. Su padre quedó convencido de que le llegó del cielo. Ellos
no se atrevieron a confesarle la verdad, por miedo a una azotada, si
se enteraba del destino dado al dinero que les daba para gastos.
Adiós los sueños del almacén propio; un simple portazo había bas-
tado para echarlos por tierra.

Ya con el nombramiento en el bolsillo, Normentas se dirigió a


Tilcara. El primer problema era el transporte hasta la escuela. Eran
como treinta kilómetros, que un automóvil haría en quince minutos,
pero que a pie, por los caminos de montaña, con bajadas, subidas y
cruces de ríos, quebradas y cadenas de cerros se recorrían por lo
menos en doce horas. Lo primero que se le ocurrió fue ir la Munici-
palidad. Allí lo derivaron hacia el inspector municipal, conocedor
del lugar, según dijeron. Era un descendiente de sirios, apodado
"Turco" quien le hizo toda clase de promesas y prometió esperarlo
el domingo, cuando ya viniera con sus cosas. Más tranquilo, volvió
a Humahuaca.

156 – ToQo Zuleta


Llegó el domingo. No alcanzó a preparar todo lo que deseaba
llevar, así que el lunes tomó el tren con sus nueve bultos, rumbo a
Tilcara. En el mismo tren se iban a Córdoba unos estudiantes, y
Normentas los miró con envidia. Pasadas las vacaciones, ellos iban
a sumergirse de nuevo en el medio estudiantil bullicioso y activo de
la ciudad, en tanto que él iba a parar al cerro, y se prometió a sí mis-
mo que en cuanto pudiera, entraría a la Universidad.
Cuando llegó a Tilcara, su cerro le pareció alto y oscuro como
nunca. Cargó sus bultos en un camión y tuvo la buena suerte de ir a
parar a lo de don Gualampe, propietario de una pensión donde para-
ban los maestros. Allí tomó una cama por esa noche y salió a pedir
informes al Turco. Él lo recibió en un bar rodeado de su corte de
borra-chines.
-¡Maestro! El día de ayer lo vinieron a buscar, y no encontrán-
dolo se han vuelto - le mintió.
-¿Era gente de Querosillayoc? -le preguntó Normentas, sin
creerle mucho.
-¡Sí! Vinieron con cargueros y todo.
-¿Y ahora? Ya he traído mis cosas y voy a necesitar animales
para llevarlas.
-Mire maestro, por ser usted, le puedo conseguir burros.
-¿Por cuánto?
-Y mire, qué le voy a cobrar. Tíreme unos cuatrocientos pesos
por burro, precio de amigo.
-Yo le puedo acompañar, para traer los burros de vuelta -se
ofreció el Cordobés, otro de los borrachines-. Total me paga la
mula, la comida y me da unos pesos - concluyó.
-Miren, lo voy a pensar y luego vuelvo -les dijo, y salió a bus-
car algún otro que lo llevara. Un muchacho del valle, medio se ani-
mó y quedó en darle la respuesta en la pensión. Mientras Normentas
lo esperaba, se le acercó don Gualampe.
-¿Cuándo viaja, maestro? -inquirió amablemente.
Pablo ahí nomás le contó sus penurias y el encuentro con el
Turco.
-¡Pero maestro, cómo se va a meter con esas personas! Mire,
aquí come un oficial de policía. Venga, se lo voy a presentar.

CHINCANQUI - 157
En el comedor, varias mesas estaban ocupadas por mujeres,
otras por hombres. En una de ellas ya terminaba de comer un
uniformado. Se levantó y vino hacia la salida, donde se encontraban
ellos.
-Le presento al director de Querosillayoc -dijo don Gualampe.
-Mucho gusto -respondió el oficial, alargándole la mano.
-Encantado de conocerlo -saludó Normentas, estrechándosela.
-El director tiene problemas para llegar a su escuela -soltó don
Gualampe.
-¿Ah, sí? Pero mire, justo está aquí el encargado del destaca-
mento de Querosillayoc haciendo academia. ¿Por qué no se viene a
la seccional y habla con el comisario?
Salió con el oficial, caminaron una cuadra y media y ya estu-
vieron frente a la plaza, en una de cuyas esquinas estaba la policía.
A partir de ese momento, todo se allanó. El comisario consintió en
facilitarle al agente como guía y dijo que al día siguiente podían
salir. Contento se fue a comprar algunas provisiones para llevar, y
luego decidió cenar. Se sentó a lo de don Gualampe y comió. En la
mesa vecina unas maestras no dejaron de mirarle y lanzar alusiones
al director de Querosillayoc. Terminó de comer, y cuando fue a su
habitación, se dio cuenta que el cuarto de ellas estaba al lado.
En eso llegó el agente, don Emilio Pérez, un hombre de edad
mediana, que le comunicó la hora de salida; a las seis del día si-
guiente. Como él tenía una sola mula tendría que llevar sólo lo in-
dispensable, y dejar sus nueve cargas para luego. Se fue y por la
puerta entró rodando un ovillo de hilo de tejer. Era de la pieza conti-
gua. Fue a devolverlo y aprovechó para pedirles que le cosieran la
manija desprendida de su bolso. Una de ellas, muy amablemente, se
lo cosió en unos minutos, que aprovecharon para conversar. ¡Lásti-
ma que debía madrugar al día siguiente!
A las cinco ya estaba despierto; se preparó, desayunó y pun-
tualmente apareció don Emilio. Fueron a pie hasta un corral ubicado
en las afueras del pueblo. Allí retiró de una casa la montura, ensilló
su mula y comenzaron a subir una cuesta por la ladera del río Hua-
samayo. La senda de dos palmos de ancho ascendió por el costado
empinado de la Garganta del Diablo. Algunos cardones, pequeñas

158 – ToQo Zuleta


tolas y una ladera plomocolor que bajaba casi a pique hasta el río
que rugía allá abajo. Llegaron a un recodo donde se alzaba una cruz.
Allí se separaba hacia la derecha el camino de Alfarcito. El caserío
se veía allá a lo lejos sobre una pendiente verde, que le daba su
nombre. Maestro y agente, ya en el otro lado de la cadena que aca-
baban de pasar, ascendieron por un faldeo de tierra. Un camino se
separó hacia la izquierda.
-Por ahí se va a Sicilera -le comentó don Emilio-. Hay una ca-
pilla y una virgen muy milagrosa –terminó, siempre sonriente.
Miró hacia donde le indicaba. Una planicie árida, con alguno
que otro churqui, se perdía en la distancia. Siguieron; don Emilio
llevaba de tiro su mula, y en el arzón de la montura había colgado el
bolso de Normentas. En las ancas iba su alforja de picote rojo, con
sus iniciales: E. P. y grandes flores multicolores en altorelieve, bor-
dadas al estilo vallisto. La tierra se volvió rojiza. Al costado del ca-
mino, en medio de los churquis, apareció una casa de adobe pintada
de un rojo apagado.
-Esa es Casa Colorada -le señaló el agente.
Nadie, ni un perro. Parecía abandonada. Ningún árbol, sólo la
presencia espinosa de churquis y cardones.
En pleno sol, a eso de las once de la mañana, luego de una
cuesta empinada, llegaron a un pequeño cuarto de adobe, con un co-
rral al costado. Era el puesto de Aguadita. Allí ataron la mula y pe-
netraron a la vivienda.
-Aquí nos haremos café, maestro -sugirió el agente mientras
retiraba su rifle de uno de los rincones. Prendió fuego atrás del
puesto, en unas piedras color ceniza y colocó una pava completa-
mente ennegrecida. Era curioso, pero el café no le pareció muy ca-
liente, a pesar de que el agua había hervido y de la pava salía vapor
en la mañana fría. Mucho después, se enteraría que en las alturas, el
agua hierve a menos temperatura, y se explicaría por qué la sopa de
fideos casi nunca alcanzaba a cocerlos del todo. Ya reconfortados,
prosiguieron su marcha.
-¿Quiere montar un poco, maestro? -le ofreció el agente. Sin
hacerse mucho de rogar, Normentas subió al animal, pero lo empi-
nado de la pendiente no le permitía soportar el peso al pobre caba-

CHINCANQUI - 159
llo, así que decidió bajar y seguir a pie. Afortunadamente ya llega-
ban al fin de la subida. Cerro Pircado, una roca de color amarillo,
marcaba el punto máximo de la trepada. Las llaretas indicaban que
se encontraban a más de cuatro mil metros. Un poco de agua cruza-
ba el camino, proveniente de una pequeña cascada que descendía de
la piedra amarilla. Todo estaba congelado.
-Tenga cuidado al cruzar, está muy resbaloso -le advirtió don
Emilio.
-¿Cómo se llama esta parte? -le preguntó Normentas, mientras
procuraba cruzar sobre el hielo con sus botines. Un resbalón hubiera
sido fatal, porque a un costado acechaba el abismo.
-Este es el Chorro y este cerro el Amarillo -le contestó mien-
tras se aprestaba a cruzar con todas las precauciones del caso.
Ante ellos se abría ahora una planicie, que se extendía hacia
varias direcciones y caminaron por ella. A lo lejos pastaban mana-
das de guanacos y de vicuñas, claramente diferenciadas por su color
y tamaño.
-Aquí es Campo de la Laguna -le informó su guía.
Y sí, al costado se extendía un espejo de agua. Cuando se
acercaron, una bandada de guallatas, esos patos negros de las altu-
ras, levantó vuelo entre graznidos.
-Tengo que ir hasta un puesto de aquí cerca. Usted siga nomás
-le insinuó en su tono amable el agente.
Normentas continuó solo, tirando la mula. Habría caminado
por espacio de una hora, cuando divisó una construcción pequeña,
de paredes de piedra y techo de paja. Era el puesto de Corral Hoya-
da. Las puesteras, unas vallistas de coloridas polleras y trenzas que
les llegaban hasta más abajo de la cintura, terminaban de carnear un
capón recién sacrificado. Normentas sacó su lata de picadillo de car-
ne y el pan que llevaba en el bolso. El agente ya lo esperaba, senta-
do en una piedra. Almorzaron frugalmente, y convidaron unos bo-
caditos, como mandaba la buena educación, a las dos mujeres del
puesto. Terminado el almuerzo, el agente compró un cuarto del chi-
vo y él la mitad. Cargada la carne en la mula, prosiguieron viaje a
las cuatro de la tarde, cruzando a vecinos de Querosillayoc que iban
y venían.

160 – ToQo Zuleta


Una hora después llegaron al fin de la planicie. Desde la cima
se contemplaban los valles cubiertos de nubes y más allá los cerros
de Ledesma, entre los cuales se destacaba el Alto Calilegua. Co-
menzaron a bajar. En Piedra Parada, una gigantesca roca que se
mantenía en posición vertical, como un obelisco rechoncho, con-
templaron a sus pies las Siete Vueltas, una empinada pendiente por
la que descendía el camino haciendo zetas.
Normentas, alentado por la bajada, se adelantó y bajó apresu-
radamente, contra toda prudencia. Al llegar a un lugar plano, tér-
mino de las Siete Vueltas, una ráfaga de viento lo hizo vacilar sobre
sus pies, obligándolo a sentarse para no ser arrastrado. Pasado ese
lugar comenzaron un faldeo que descendía a Querosillayoc. Ahí los
encerró totalmente la niebla; a los costados empezó a aparecer más
vegetación, y pronto caminaban entre espesos montecillos de chil-
cas. El descenso continuó hasta las seis de la tarde, hora en que lle-
garon al fondo del valle, donde mugía un río correntoso en medio
de grandes piedras.
Ahí estaba la casita del agente, en un lugar conocido como la
Encrucijada. Descansaron un rato y luego de media hora siguieron
camino. Normentas imaginaba que la escuela ya estaba cerca. ¡Qué
esperanza! Caminaron cerca de una hora más por el borde de un
precipicio, en cuyo fondo corría el fragoroso río de Querosillayoc.
Llegaron por fin a la vivienda de don Gumercindo Gregorio, guarda
sanitario del distrito y cuidador del local escolar. Les avisaron que
se había ido al monte y las llaves estaban en poder de don Toconás,
pero ya lo llamarían. Continuaron diez minutos más, por el costado
de un arroyo.
Ya no sentía cansancio ni dolor de oídos; sólo estaba ansioso
por conocer el que sería su hogar por varios meses. La espesa
neblina que para entonces comenzaba a blanquear las chilcas con
una nieve finísima llamada garrotillo, no le había dejado ver nada
del paisaje en todo el camino a través del valle. El atardecer de
marzo ya llegaba a su fin y a casi treinta kilómetros de Tilcara,
subían trabajosamente por una pendiente empinada.
Por fin, al término de la subida, a mitad del cerro, vio una
construcción blanca con techos de paja y unos sauces alrededor. En

CHINCANQUI - 161
la entrada esperaba don Emilio. Se había puesto un descolorido ca-
pote azul marino con botones dorados. Tenía atada a un árbol su
mula oscura y descargaba del lomo los bultos. El maestro miró con
curiosidad a su alrededor. La escuelita constaba de dos piezas chi-
cas, el aula, una cocina y una habitación más pequeña al frente. No
le pareció fea; estaba refaccionada, tenía pisos de cemento y los
adobes blanqueados.
Su acompañante penetró también al tierrapatio y esbozó una
sonrisa, quitándose su gorro de lana.
-¿Qué le parece la escuela don Normentas? -le preguntó con
la tonada de los montañeses.
-No creí que fuera tan lejos -respondió-. Pensaba que nunca
llegaríamos.
-Sí maestro, es un poquito retirada -asintió el policía-. Pero ya
ve que el lugar es lindo; el agua sale al lado de la escuela, la leña se
puede cortar ahí cerquita y los vecinos viven ahicito nomás, en la
Bandita y la Esquina. Y hablando de vecino, ahí viene don Ceferino
Toconás.
-Buenas tardes, director -saludó respetuosamente el recién lle-
gado, estrechándole la mano. Igual que el agente, era de tez morena
y pelo negro, delgado, sólo que más alto y con bigote.
-Bueno -suspiró el maestro-. Por lo menos ya estamos aquí
¿Qué le parece si abrimos la dirección y metemos las cosas?
-¡Cómo no, director! Espere que saque el llavero –contestó.
Ceferino buscó en sus bolsillos, extrajo unas cuantas llaves
atadas con un cordel, abrió el candado y entró en una de las habita-
ciones. Todo el mobiliario era un tientocatre y un armario de made-
ra, detrás del cual algunas cajas dejaban ver ollas de aluminio.
-Le voy a traer un colchón y una frazada. Si quiere, mi ente-
nado puede ser su secretario -se ofreció Ceferino, y salió.
El agente penetró trayendo los bultos. Luego buscó detrás del
armario y sacó una fierroolla mediana, de tres patas.
-Voy a preparar un poco de café, don Normentas -le advirtió y
entró a la cocina.
El flamante director se aproximó a la puerta. Sobre el cerro
del frente ya la sombra había crecido y sólo su cima, allá en la altu-

162 – ToQo Zuleta


ra, resplandecía con un poco de sol. Sintió cansancio y volvió al in-
terior de la habitación. Ahora la miró con más detenimiento; revo-
cada con barro y blanqueada con cal, su techo hecho de cardones
descansaba sobre retorcidos troncos de queñua. Al medio se erguía
el armario con una chapa en la parte superior que decía "Consejo
Nacional de Educación". A su costado, la tientocama, un pupitre es-
colar a modo de mesita de luz... y nada más.
Don Emilio entró con su alforja; de allí sacó dos bolsitas y un
envoltorio de lienzo blanco. Desató una de las bolsitas, que contenía
azúcar. Del atado blanco aparecieron dos panes caseros. Colocó
todo encima del pupitre.
-Maestro, siéntese para que tome el café –invitó.
Se dirigió al fondo de la habitación. De entre los utensilios ex-
trajo dos jarros de aluminio y otras tantas cucharas. Con ellos en las
manos salió nuevamente.
Él lo dejó hacer en silencio; sin voluntad para nada se sacó la
campera de cuero, pero en eso recordó algo y salió. Ya estaba oscu-
ro; de la cocina sin puerta surgía un resplandor hacia el cual se diri-
gió. Entró por la pequeña abertura con la cabeza inclinada. No tenía
revoque y las paredes mostraban sus adobes desnudos y ennegreci-
dos por el humo. Contra una de los muros se alzaba un fogón de ba-
rro, a casi un metro del suelo, en el que ardía un fuego alimentado
con leña. Sobre él, en dos hierros horizontales, descansaba una fie-
rroolla llena de agua hirviendo. El agente echaba con una cuchara el
café, que sacaba de otra bolsita. Movió el oscuro líquido, tomó dies-
tramente el recipiente y lo apartó del fuego, colocándolo sobre una
especie de mesa, hecha de varillas horizontales atadas entre sí y sos-
tenidas por otros cuatro palos plantados en tierra.
-Quería decirle que no apague el fuego, voy a poner un poco
de agua para lavarme -le explicó el maestro.
-Bueno. Vamos a tomar el café -ofreció el otro y le dejó
poniendo el agua en la olla.
Diestramente volcó café en el jarro y volvió a la habitación.
Se sentó en el tientocatre, trató de poner azúcar a su jarro y, como
casi ya no se veía nada, preguntó al policía que entraba en esos
momentos.

CHINCANQUI - 163
-¿No habrá una velita, don Emilio?
-Vela no hay, pero aquistá un mechero –respondió.
Alzó un frasco pequeño, lleno hasta la mitad con un líquido
rojo, en cuya tapa se abría un agujero del que salía una mecha de
trapo. La encendió con un fósforo y una luz como aliento de mori-
bundo agrandó sus sombras. Tomaron el café en silencio. El agente
esperó a que su compañero terminara; recién entonces tomó las dos
tazas y salió. Al volver traía la fierroolla llena de agua humeante y
una jarra con agua fría. Depositó ambas en el suelo y con una sonri-
sa comprensiva le dijo al salir:
-Descanse maestro, yo voy a descargar y manear la mula pa'
que no se escape. Voy a estar en la cocina. Hasta mañana -y cerró la
puerta.
-Hasta mañana, don Pérez -alcanzó a despedirlo.
Se levantó del tientocatre, que crujía como un árbol quebrado
y con el mechero en la mano se dirigió al fondo de la habitación. De
allí levantó un fuentón, lo colocó al lado de la cama, echó toda el
agua caliente, la entibió con el contenido de la jarra y puso el me-
chero a la cabecera, lejos de las salpicaduras. Alzó los brazos y se
sacó la ropa. Se introdujo en el fuentón como en un géiser apacible.
Lavándose por partes, como alguien le contó que era un baño pola-
co, se refociló, hasta que el líquido comenzó a enfriarse; recién en-
tonces salió y comenzó a secarse.
Agregó a la cama su poncho y se introdujo con un suspiro de
alivio entre las frazadas. Antes de taparse del todo, se incorporó y
sopló el mechero, que se apagó dejando un olor a kerosene. Afuera,
el viento pasaba zumbando entre las techopajas y hacía estremecer
de rato en rato la estructura de madera.

Durmió pesadamente, sin sueños ni despertares. Medio dormi-


do, escuchó el carraspear de don Emilio junto a la puerta. Una for-
ma discreta para despertar a la gente pensó. La luz del amanecer
penetraba a través de las hendijas. Se levantó y vistió, sintiendo un
punzante dolor en las pantorrillas. Entreabrió la puerta; un plomo-
cielo cubría el valle.
El agente, parado en la puerta del aula, lo esperaba.

164 – ToQo Zuleta


-Buen día, director -lo saludó.
-Buen día, don Emilio -le contestó.
-¿No está macurcado? -se interesó el policía.
-Un poquito nomás -respondió resignado.
-Ya le tengo el café listo, director.
-Bueno, me lavo y estoy con usted.
En el fuentón reposaba el agua con que se había lavado la no-
che anterior. La echó a un balde y con eso roció el tierrapatio. En el
mismo recipiente fue a traer agua.
La escuela estaba edificada en plena cerroladera, rodeada de
chilcas y churquis. En forma de ele mayúscula, el brazo corto era el
aula y en el largo se alineaban dos habitaciones y la cocina. Al me-
dio, dando a la falda, se abría el patio y en su centro el mástil, un
palo chueco de tres metros de alto. Atravesó el patio y subió por el
terreno que se extendía detrás de la escuela. Allí, en un hueco, ha-
bían formado una especie de estanque, alimentado por un aguahilo
que venía de más arriba y producía un rumor suave al caer por una
latita.
De la cocina salía humo, así que se lavó la cara y fue hacia el
aula. El desayuno estaba servido sobre el escritorio: un jarro de café
y una rebanada de bollo. El compañero tomó asiento en un pupitre y
allí desayunó. Cuando terminaron, él levantó todo y salió. Comen-
zaba el trabajo; acarreó de la dirección los libros reglamentarios y se
puso a redactar las actas de toma de posesión y apertura de inscrip-
ciones. En eso llegó don Ceferino. Los tres firmaron al pie de las
actas y las formalidades quedaron concluidas. Ahora era dueño ab-
soluto de la escuela.
Don Emilio partió primero, ya que debía entregar el censo en
Molulo y luego se fue don Ceferino, quien prometió enviar a su en-
tenado Arsenio. A la tarde cayó con sus frazadas a la espalda un
muchachito de ocho años más o menos, moreno, de ojos grandes.
Amable y servicial, lo conquistó desde el primer momento.
-¿Cómo te llamás? -le preguntó mientras le indicaba el rincón
de la cocina donde iba a dormir en adelante.
-Arsenio Zerpa

CHINCANQUI - 165
-Bueno, aquí vas a poner tu cama. Por la mañanita, en cuanto
te levantés, vas a barrer el aula y vas a poner la pava al fuego con
agua para los dos.
-Sí, maestro.
Esa noche tuvo que cocinar para ambos. Sólo tenía fideos, sal,
una docena de papas y dos cebollas, dejadas previsoramente por el
agente, ya que, salvo la carne de chivo, comprada en el camino, to-
das sus cosas quedaron en Tilcara por falta de transporte.
Optó por lo más fácil, agua hasta la mitad de la olla, un poco
de sal, peló las papas, las partió en cuatro, dos trozos de carne, unas
rodajas de cebolla e hizo hervir todo. Salió una sopa bastante acep-
table, que comieron ahí nomás en la cocina, al calor del fuego.
El día siguiente, el frío aumentó; prosiguió la niebla y el ga-
rrotillo; a pesar de eso, algunos padres llegaron para anotar a sus hi-
jos. A media mañana llegó un hombre flaco tapado con un poncho,
con unos bigotes negros y ojos entrecerrados.
-Mucho gusto en conocerlo director. Soy Román Pérez -saludó.
-¡Ah! ¿Usted es el fletero?- le preguntó.
-Sí, don Mateo Pérez no va a poder ir a buscar sus carguitas y
me ha encargado que se lo vaya a traer sus cosas de Tilcara. ¿Cuán-
tas cargas tiene?
-Y, son cinco cargas
-Ah, entonces va a necesitar cinco burros y yo tengo solamente
dos. Voy a salir nomás, y a lo de doña Juana, de Corral Hoyada, voy
a ver si consigo tres más -y se despidió.
Por la tarde vino el vecino del frente, don Gumersindo Grego-
rio, ya de vuelta de su viaje. Con él hicieron detenidamente un in-
ventario de las existencias escolares.
Al otro día, sábado, por contraste con los demás, salió un sol
deslumbraojos. Recién pudo apartarse del fuego, salir de la cocina,
quitarse las prendas de abrigo y contemplar en toda su magnificen-
cia el panorama que lo rodeaba, libre al fin del manto de nubes que
lo cubrió tantos días. La tarde fue espléndida, tanto que le incitó a
salir, colocarse sobre un muro de piedra y leer, deleitándose al mis-
mo tiempo con la tranquilidad del panorama. Era algo soberbio. A
su frente estaban las alturas de Piscuno, por donde se veía serpen-

166 – ToQo Zuleta


tear el camino que iba a Molulo. A su derecha el cerro de la escuela
con su camino a Ledesma. Allá atrás y a su izquierda el cerro de Pu-
tuco con su manto amarillento. Pero indudablemente el que más
atraía y recreaba la vista era el cerro de Piscuno, iluminado esa tarde
a medias por el sol en un conjunto de claros y sombras deslumbrao-
jos. Al ver esos cerros no se encontraba empequeñecido ni ahogado
en ellos. Al contrario, sentía que era dueño y señor de estas regio-
nes, orgulloso por haber logrado posar su planta en la frente de los
colosos, y recordó lo que solía decir su padre:
-¡Cuántas veces mis abuelos se habrán sentido victoriosos de
trastornar esos altos cerros!
Pablo Normentas nunca vivió en un valle. La Puna de su ni-
ñez era una altiplanicie seca y terrible, sin vegetación ni montañas
cercanas, con un sol permanentemente encendido como una hoguera
luminosa y tanto al salir como al ponerse, el horizonte se encendía
en llamaradas de gualdas rojizas. La Quebrada de Humahuaca aun-
que aparentemente adusta, alegraba con sus cerros, cuyos estratos
aprisionan ocres, rojos y amarillos junto a esquistos rosados y ver-
des. Además, tenía churquis, cardones, molles, sauces y en verano
reventaba en duraznos, manzanas, maíz, yerbabuena y habales flori-
dos. Pero sus cerros eran desnudos y en invierno el único verde era
el de los cardones.
Por eso ahora le daba gusto llenarse de ese color alegraojos, y
se empapaba de las laderas cubiertas de pasto verde donde los árbo-
les se distinguían como manchones de verdor más oscuro. Sólo los
farallones y crestas de roca estaban libres de vegetación, como un
contraste entre la aridez y la fecundidad. Los caminos y senderos
parecían enormes cicatrices blancas en el rostro de los gigantes bes-
anubes que lo circundaban.
Los habitantes del lugar habían aprovechado la parte baja de
una ladera más o menos llana, probablemente aluvional. Allí cons-
truyeron sus viviendas y dispusieron los cultivos. La hacienda ra-
moneaba todo lo verde que encontraba en las laderas. Al igual que
sus dueños no exigía mucho. Con tener el espacio anchuroso que le
brindaban las montañas, y el río a donde bajaban a calmar su sed,

CHINCANQUI - 167
comían llegado el caso hasta los cactos, sin que al parecer las espi-
nas les hicieran mella.
El espacio de cielo que se veía era de una diafanidad perfecta.
Unos vellones se extendían por las cimas pugnando por superar la
valla que los aprisionaba, otros vagaban más arriba, moviéndose a
merced de los vientos.
Estaba anocheciendo. No eran muchos los ruidos: al eterno
rugir del rabión montañero y al pasajero vientozumbido se unían los
mil y un cantos de gargantas emplumadas. Si no fuera por el
melancólico mugido de alguna vaca, se tendría la cabal sensación de
lo que era esto antes de la llegada del hombre.
El domingo comenzó a censar, y resolvió efectuar la apertura
de clases el lunes. También hizo por anticipado las tres actas, de
toma de posesión, apertura de inscripción y clases. A medida que
los vecinos iban acercándose para el censo, les hacía firmar. No ha-
bía registro del año pasado, así que no sabía nada acerca de los
alumnos.
El lunes abrió las clases sin novedad. Llegaron los escolares,
se izó la bandera, cantaron el himno nacional y ya se convirtió en un
maestro hecho y derecho.

168 – ToQo Zuleta


Capitulo XIII

META VIVIR NOMÁS

Era una tarde con sol, apropiada para ir a traer leña. Eso pensó
el maestro, así que salió con Arsenio y Víctor. A pesar de que con él
no conversaban mucho, consiguió conquistárselos y hacerlos reír al
subir a un árbol tarzanescamente. También les causó admiración su
rifle.
Al maestro le llamaba la atención su pintoresca forma de
hablar, llena de quechuismos y arcaísmos. En una revista educativa,
había leído la siguiente afirmación de un Inspector General de
Escuelas. "Solamente el castellano que hablan, los aproxima a la
población civilizada".
Si era por eso, pensó que a sus alumnos les escuchaba
palabras de un español castizo y recordó lo que le decían.
-¿Cuántos almudes de maíz va a querer?
O sino:
-Mi tata ha comprao cuatro varas de lienzo.
Y hasta:
-¡Te voy a pegar un lapo! -amenazaban.
En clase, algún chico se dirigía a sus compañeros:
-¿Cuyo es este lápiz que está en el suelo?
Pero también utilizaban términos que él inmediatamente
reconocía como quechuas:
-Mi corderito está quisquido -para decir que se encontraba
estreñido.

CHINCANQUI - 169
-Esta piedra está llusquita -por una roca de superficie lisa
como un espejo.
-Aquel lazo está chorco -significaba que el cuero estaba seco
y duro.
-¡Me lo han llujchiu mi atado! -quería decir que le habían
hurgado su atado.
Pero ese quechua que aceptaba afuera, dentro del aula lo
combatía, y especialmente Arsenio era su víctima y la de sus
compañeros, que lo bautizaron Sutiyqui, mofándose de su castellano
mezclado con modismos y palabras del runasimi.
A ver Arsenio, cómo va a decir chosñoso! Se dice lagañoso
¡No digas pecana! Tienes que decir mortero -lo recriminaba, aunque
el maestro sabía perfectamente que, si bien ambos eran para moler,
la primera era un utensilio plano de piedra y el segundo de madera,
cilíndrico y hueco.
O corría a avisarle:
-¡Maistro, el Juan se ha cutiao su dedo!
-¡Qué haciendo?
-Estaba chancando su charqui.
Y ahí venía la infaltable corrección y, a veces, penitencia, si
reincidía en hablar mal, como les decía el maestro. Sinceramente, él
creía que cuanto mejor hablaran el castellano, mejor les iría en la
vida. Pablo recordaba el quechua, que sus padres utilizaban entre sí,
pero nunca quisieron enseñarle. A fuerza de escucharlo, inconscien-
temente lo aprendió. Pero luego lo olvidó, o trató de olvidarlo, al
entrar a la escuela. Nunca olvidaría las pesadas bromas de sus com-
pañeritos, cuando se le escapaba una palabra en quechua. Por eso
mismo, para evitarles pesares en su vida futura, trataba de corregir a
cada momento el habla de sus alumnos. También trataba de modifi-
carles la comida.
-Escriban “El pan es alimento por excelencia de los pueblos
civilizados” No esos granos de maíz hervidos que ustedes llaman
mote.
Otras veces se la agarraba con sus bebidas.

170 – ToQo Zuleta


-Eso de mascar la harina de maíz para hacer la chicha es
totalmente antihigiénico. Miren que tomar algo donde el otro ha
escupido...
-Pero se hace hervir toda una noche, maistro -defendió
tímidamente uno.
-Son bebidas de indios, ustedes tienen que tomar otra cosa.
-¿Como qué, maestro?
-Y...ahí está la Coca-Cola que venden en el pueblo.
Otro día conversaron de las creencias.
-Ustedes ya tienen que dejar esas supersticiones ¿Cómo van a
dar todavía de comer a la Pachamama? ¡Esas son costumbres de
indios! -sentenció. -A ver Nicolás, lea esta lectura -y le alcanzó un
libro.
“La puna sólo tiene vegetación raquítica, hierbas y arbustos,
que permiten a los animales una vida precaria, paralela con la mise-
ria física de los humanos que allí habitan. Los puneños son de color
e indiferencia idénticas a la tierra y piedras entre las cuales viven.
Esa aparente insensibilidad y apatía es una característica racial de
los indígenas andinos. La mezcolanza religiosa hace convivir con
los santos católicos a las viejas supersticiones, de las cuales la más
arraigada es la Pachamama. En cuanto a la música, las canciones
son llantos lastimeros heredados de sus antepasados, las coplas un
remedo infeliz del canto gregoriano, cantares enfermizos, canijos
que sólo expresan tedio, la tristeza del alma, hija de la derrota moral
y los padecimientos físicos. En cambio, el criollismo e hispanidad
son pujanza y bravura en el idioma y la música europea, melodía vi-
ril de movimientos rápidos y armoniosos”.
Por supuesto, era un autor de Buenos Aires el que escribía
eso.
-¿Y cómo son las ciudades, maestro? -le preguntó en clase
Nemesio, uno de los más despiertos.
-¡Ah, no se las imaginan! Jujuy es ciudad chica, pero llena de
luces, con autos andando por las calles y llena de negocios, donde
hay todo para comprar.
-¡Por ahí me aprieta un auto cuando esté andando! -dijo,
muerta de risa la Cipriana.

CHINCANQUI - 171
-En ese caso, ahí nomás viene la ambulancia y te lleva al
hospital, donde te revisa el médico, las enfermeras te curan y te
dejan como nueva. Aunque sientas dolor nada más que en la muela,
vas al hospital y ahí te arreglan.
-¿Y cuando uno busca trabajo? -insistió Nemesio.
-¡Uh, hay de lo que busques! Si no sabés hacer nada, aunque
sea te vas de peón y te abonan cada quincena. Las chicas pueden ir
de mucamas. Les dan cama, comida y les pagan bien.
-Sí, la hermana de don Ceferino dice que trabaja en una casa,
y cada cinco años viene trayendo ropa para sus sobrinos.
Arsenio se ruborizó. Exactamente, la ropa que tenía puesta era
ropa usada de la ciudad, y contrastaba con las chaquetas de barra-
cán y los pantalones de picote de sus compañeros.
Es que Normentas, a pesar de ser prácticamente del lugar,
creía sinceramente que les hacía un bien a sus alumnos. Además, a
él lo educaron así, desde la escuela primaria hasta la secundaria. Y
en la Normal le dijeron lo que debía enseñar; por encima de todo ci-
vilizar, a la manera sarmientina.

En el valle no quedaba ningún durazno, por eso los chicos ya


no dejaban el patio sembrado de carozos luego del recreo. Las som-
bras comenzaron a alargarse y las noches se hicieron un poco más
frías. Era abril y Semana Santa ya estaba encima. Desde días antes,
los padres llegaron a pedirle permiso para sus hijos.
-No va a venir hasta después de Pascua -decían unos.
-Me lo va a dar permisito para ir a la Virgen -argumentaban
otros. Arsenio fue más directo.
-¿Usted no va a ir a Punta Corral, maestro?
Normentas vaciló un poco. En Humahuaca escuchó hablar
muchas veces de la Virgen de Punta Corral y de sus milagros, pero
nunca pudo peregrinar hasta su santuario a causa de la Escuela Nor-
mal. Es que bajaba a Tilcara el Miércoles Santo, y se debía subir al
cerro días antes.
-¿Y vos vas a ir?-le preguntó a Arsenio.
-¡Claro que sí, yo toco en la banda de sicuris! -contestó orgu-
lloso el chico.

172 – ToQo Zuleta


Una nueva faceta de este chico enigmático, pensó el maestro;
lee todo lo que encuentra, absorbe conocimiento como la arena el
agua, dibuja y modela a la perfección, ¡y también es músico! ¿Qué
otra sorpresa me tendrá guardada?
-¿Cuándo van a salir?
-Y, creo que el sábado a la noche, cosa de caminar con la fresca.
-¡Voy a ir con ustedes! -exclamó impulsivamente.
-¡Qué lindo, maestro! -gritó contento su secretario. -¡Voy a avi-
sar a los demás que nos van a acompañar! -y salió corriendo.
Pensó. Era viernes, así que dentro de veinticuatro horas saldrían.
Estarían fuera cuatro días. Si mal no recordaba lo que le dijeron, de
Querosillayoc se salía por Ánimas y después de un día de camino,
se llegaba a Punta Corral. Por comida, no había problema, tenía
charqui de cordero, unas papas cocidas, maíz hervido y un trozo de
queso. La cama sí era preocupante. Tenía que dormir cuatro o qui-
zás cinco noches en medio de los cerros. Decidió llevar un poncho,
una frazada rústica de lana, esos puyos gruesos que abrigan pero no
sofocan, un pasamontañas y medias gruesas.
Al día siguiente trató de dormir una siesta, lo más larga posi-
ble. A eso de las seis de la tarde lo despertó el bombo que resonaba
a lo de don Gregorio. Se preparó y mientras comía algo en la coci-
na, por el camino al lado de la escuela pasó la banda de sicuris. Lo
más deprisa que pudo, cerró todo, enterró el fuego, puso candado al
aula y a la dirección, pasó los brazos por las manijas del bolso, y se
lo colocó a la espalda como mochila.
La banda subía despacio hacia la cruz. Eran como veinte
personas, grandes y chicos. Los dirigía el jefe, enarbolando un
bastón envuelto con cintas multicolores, que agitaba al compás de
la música. Adelante iban tres tambores y un redoblante, seguían un
chico que tocaba el triángulo y otro los platillos.
Detrás de ellos, otro hombre con las dos manos, sujetaba un
palo largo, con dos platillos de metal atravesados en la parte supe-
rior y rematando en una especie de cono, del cual pendían varias
campanitas y en cuya punta giraba como veleta una palomita de
chapa, todo pintado de vivos colores. Al bajar y subir el instrumento
se producía un sonido de acompañamiento. A su lado, el bombero,

CHINCANQUI - 173
con su instrumento a la espalda. Luego, siempre de dos en fondo,
los sicuris encabezados por el director de la banda, el sicurero ma-
yor, reconocible por la matraca en forma de avión que llevaba en la
mano derecha, pendiente de la muñeca. Con su sonido marcaba el
principio o la conclusión de la pieza musical. Todos los sicureros
estaban atentos a esa matraca. Cuando la veían alzarse en el aire, se
preparaban para comenzar. Sus instrumentos estaban compuestos de
ocho a diez cañitas de largo escalonado. Cuatro eran de casi cuaren-
ta centímetros y los otros ocho más cortos.
Era curioso verlos tocar; la melodía surgía por la concertación
de los sonidos. Una sección de ejecutantes entonaba una porción de
la música, y las otras secciones la completaban. Era un contestarse
de las cañas que hacían los sonidos gruesos, con las que producían
los acordes finos. Arsenio estaba en la sección del medio. Como to-
dos, llevaba un atado en la espalda hecho con su poncho. Algunos
calzaban ojotas, otros unos zapatos de gruesa suela. Los pantalones
y las chaquetas eran de barracán tejido en los telares vallistos. Esta
vez habían descartado el infaltable sombrero de lana y portaban
unos birretes amarillentos con franja verde.
Los alcanzó en la cima del Cerro de la Cruz cuando se para-
ron, dejaron de tocar y guardaron sus instrumentos para la larga ca-
minata que se avecinaba. Don Gregorio le presentó a los que le fal-
taba conocer y después que se dieron la mano, siguieron el camino,
ya en silencio.
Anochecía cuando cruzaban una interminable ladera pastosa.
Nadie llevaba linterna. Todos conocían el recorrido y además una
enorme y luminosa luna llena alumbraba el angosto sendero. Cami-
naron toda la noche. Por momentos, a Normentas se le cerraban los
ojos y se retrasaba de la columna de la gente, pero recapacitaba y
seguía. Ahí comenzó a coquear por primera vez, y el jugo de las ho-
jas secas, mezcladas con un poco de llijta, le hizo pasar el sueño. A
las nueve de la mañana, el sol dio de lleno sobre la hilera de gente
que se desplazaba en subida hacia Abra de la Cruz. Media hora des-
pués, estaban en la pequeña capilla de piedra levantada en lo alto de
la montaña. Al llegar, de dos en fondo, se acercaron de rodillas por
el sendero cubierto de pedregullo, tocaron reverentemente con los

174 – ToQo Zuleta


dedos la piedra del altar de la Virgen, se persignaron, rezaron un
poco y levantándose, se sentaron al sol como vizcachas, en el lado
de la capilla donde no les llegaba el viento helado de la cumbre.
Allá a lo lejos se veían los verdes cerros de Ledesma y para
este otro lado las coloridas montañas de la Quebrada de Humahua-
ca. A esa altura, sólo crecían algunos arbustos pequeños, en su ma-
yoría "cuerno de cabra" y por todas partes los globulosos mancho-
nes de la llareta. ¡Qué extraña planta! Parecía una piedra verde, ni
más ni menos. Uno podía sentarse encima y saltar sobre ella que ni
se abollaba. Si uno la miraba de cerca, descubría minúsculas hojitas,
millones de ellas, todas apelmazadas y achatadas, por cuyas junturas
rezumaba una resina aromática.
Todos ya habían sacado sus instrumentos y ahora los ponían a
punto. Hablaban poco. Arsenio se sacó sus ojotas y algunos jóvenes
de la banda lo imitaron. El maestro se le acercó.
-¿Qué estás haciendo? -le preguntó.
-Tenemos promesa de bajar descalzos -contestó y colgó las
ojotas de su atado.
-¡Vamos! -ordenó el que dirigía la banda. Levantaron sus bul-
tos, los pusieron a la espalda y se alinearon en dos filas.
Comenzaron a bajar una empinada pendiente que en pocos
minutos los condujo a una planicie de arena y piedra sembrada de
tolas Ahí vio a una vieja que debía tener muchos pecados, por la
promesa que cumplía. Tenía cinco grandes bultos que transportaba a
pie por el camino. Llevaba un atado, lo dejaba a las dos cuadras,
volvía, llevaba otro y proseguía. Cuando había acarreado todos, re-
comenzaba y así sucesivamente.
Caminaron por espacio de una hora más, hasta que en el aire
percibieron nítido el sonido de una campana. En medio del camino
se alzaba el calvario, una pequeña plataforma de piedras unidas con
cemento, del alto de una mesa. Todos se arrodillaron, se persigna-
ron y rezaron una breve oración. Al incorporarse trabajosamente por
el peso de los atados escucharon el sonido de la matraca que agitaba
el director de la banda. Todo el cansancio pareció evaporarse de los
cuerpos. El bombo dio un golpe y rompieron a tocar una alegre dia-
na. Luego el que llevaba el bastón se dio vuelta, indicó el camino y

CHINCANQUI - 175
comenzaron a andar, tocando una marcha. Así entraron al espacio
abierto frente a la capilla. Cuando llegaron a la puerta se desemba-
razaron de los bultos y, de rodillas, comenzaron a entrar al templo.
Tocaban una melodía que retumbaba dentro de las paredes y canta-
ban:

Buenas tardes madre mía


ya hemos llegado a tu altar.
Cruzando ríos y montañas
ya hemos llegado a tu templo.

Pablo sintió que algo le corría por la espalda al escuchar el


canto, alternado con los sicuris. Cada uno acariciaba la urna de la
imagen, se persignaba y, siempre arrodillado, salía sin dar la espal-
da al retablo. Afuera se incorporaron, volvieron a anudarse los ata-
dos, ejecutaron una breve diana y al compás de una marcha, se en-
caminaron hacia su cuarto. Esa habitación era de los sicuris de Que-
rosillayoc. No había ningún papel que lo dijera, pero estaba en la
memoria colectiva. Nadie les podía quitar ni discutir siquiera su
propiedad. Ellos cavaron la tierra, le agregaron agua, amasaron ba-
rro, lo volcaron en las adoberas, cuando estuvo seco pararon los
adobes y los apilaron. Con ellos, otro año levantaron las paredes,
colocaron el techo con cardones traídos desde el valle, encima ex-
tendieron la capa de barro y pusieron la puerta, también de cardón.
A Normentas le vino el cansancio de repente. Apenas tuvo ánimo
para ir a traer a la espalda una brazada de cortaderas. Las esparció
en el piso a modo de colchón, extendió encima su poncho, se echó
encima, tapándose con la frazada y durmió hasta el día siguiente.
El lunes llegó gente durante todo el día y la noche. Solos, de a
dos, en grupos, los promesantes y las bandas de sicuris continuaban
llegando, todos con sus atados a la espalda. Primero entraban a la
iglesia, y rezaban, después comenzaban a buscar un lugar donde
guarecerse. Porque las noches eran hielaalmas, a esos casi cuatro
mil metros de altura, más aún cuando se asentaba la niebla y
comenzaba a humedecer todo lo que no estaba bajo techo. Se

176 – ToQo Zuleta


prendían fogatas con tola traída de los cerros. Sus tallos resinosos se
consumían entre crepitaciones y dejaban un olor aromático.
La banda tenía su fogón hecho de piedras en las afueras de la
habitación, y ahí se colocaba una olla de agua. Cuando hervía, se le
echaba un poco de café, algo de azúcar, cada uno traía su jarro de
hierro enlozado y desayunaban en conjunto haciendo bromas, de
pie, calentándose alternativamente pecho y espalda. Existía una ca-
maradería entre chicos y grandes que Pablo nunca vio en otra parte.
Ese día, compraron entre todos un brazo de cordero, se prestaron
una parrilla y lo asaron para el almuerzo. El maestro reconoció que
nunca había comido algo tan rico, acompañado con mote de maíz.
El martes ya Punta Corral rebosaba de gente. Carpas
improvisadas por todas partes, la capilla con una triple fila de fieles
para poder prender las velas o hacerse pisar con la Virgen, y fogatas
que humeaban por todos lados. A la noche todas las bandas de
sicuris, casi treinta, se alinearon delante de la capilla y empezaron a
tocar para la Virgen. Erizaba la piel escuchar los trémolos de los
sicuris en medio de la noche cerrada, los fuegos ardiendo por el
contorno y las sombras que caminaban de un lado a otro. Sólo la
puerta de la capilla, con cientos de velas prendidas delante del altar
donde descansaba la imagen dentro de su vidriocaja, resplandecía
en la oscuridad. Las bandas tocaron toda la noche. Llegaron más
promesantes y como hacía mucho frío, querían estar bajo techo, así
que se fueron metiendo a las habitaciones, hasta que todos no
tuvieron más remedio que acurrucarse y dormir sentados. En medio
del sueño, Normentas escuchó, oscuro todavía, a los sicuris que
buscaban sus instrumentos y preparaban sus atados.
-¡Vamos, vamos, ya tenemos que tocar! -les urgía el director
de la banda.
De mala gana, todos se pusieron de pie. Afuera ya hervía la
olla de café. Los músicos desayunaron rápidamente, formaron,
tomaron sus atados y al son de una marcha, fueron a ocupar su lugar
frente a la capilla junto a las otras bandas. El inmenso campamento
ya estaba en movimiento. Grandes fogatas se alzaban por todas
partes, alimentadas con la cortadera seca. Los hombres se colocaban
sus atados y salían hacia el segundo calvario.

CHINCANQUI - 177
Normentas aseguró su bolso a la espalda, se calzó el pasamon-
tañas y envuelto en el poncho, salió al camino y dejó de sentir frío
al andar rápidamente y tropezar con las piedras sueltas del camino.
La primera media hora fue una especie de carrera entre los hombres
que intentaban llegar cuanto antes al calvario. Ya estaba aclarando
cuando avistó a lo lejos una larga columna inmóvil que llegaba a la
cima de una lomita y se perdía por detrás. Caminó hasta allí y se
agregó a la cola junto con un desconocido. Habían prendido fuego y
ahí circulaba una botella de ginebra entre un círculo de hombres en-
vueltos en ponchos, bufandas y pasamontañas.
El sol iluminó las cerrocumbres del lado de la Quebrada, y se
escuchó a los lejos una bomba.
-¡Ya han salido! -exclamó una mujer.
A la media hora, el estallido de otra bomba indicó la proximi-
dad de la Virgen. Todos se colocaron los atados, aseguraron pon-
chos y gorras y, lo principal, nivelaron las parejas que debían ser de
la misma estatura. Se escuchó la música de los sicuris. El sol ya ha-
bía llegado y calentaba los cuerpos ateridos por la inactividad. Pri-
mero, también con bultos a la espalda, llegó la oleada de mujeres
con ropas de todos los colores, tapadas con rebozos, mantas, pon-
chos, unas con polleras, otras con pantalones. Eran las que ya ha-
bían hombreado a la Virgen. Ellas cargaban las andas de la imagen
en las partes llanas. En el resto del camino, compuesto de subidas y
bajadas, los hombres.
Por fin, se divisó un bulto blanco en medio del gentío que se
alargaba por el camino y la música de los bandas se hizo más inten-
sa. La imagen, en hombros de las devotas, llegó al calvario y la de-
positaron reverentemente en la plataforma. Don Alberto Méndez, el
propietario y esclavo de la Virgen se acercó y comenzó a rezar en
voz alta. Sólo llevaba un poncho y un bastón. Todos de pie, con la
cabeza descubierta, se persignaron.
Otra bomba de estruendo estalló, y la multitud comenzó a mo-
verse. Las bandas de sicuris marcharon adelante, y luego la Virgen.
El sistema para los turnos de hombrear a la imagen era muy senci-
llo. Inmediatamente detrás de ella, iban cuatro encargados, distin-
guibles por sus bandas blancas cruzándoles el pecho. Marchaban de

178 – ToQo Zuleta


a dos, cada pareja con un bastón que sostenían horizontalmente.
Con eso hacían pasar a los integrantes de la interminable fila de
hombres, de modo que siempre tenían encerrados a cuatro prome-
santes, relevados cada diez pasos.
-¡Relevo! -gritaban y dos pasaban, ya a las andas de adelante
o a las de atrás, y así todo el camino.
A eso de mediodía llegaron al último calvario, en plena lade-
ra, cubierta de churquis, tolas y airampos. De allí ya se veían los ce-
rros de la Quebrada. Había puestos de comida y venta de frutas. Allí
descansaron todos y se alistaron para el descenso de las Siete Vuel-
tas. Era la parte más difícil del camino. La ceja estaba labrada sobre
la rocapared angosta y empinada. Allá abajo, se veía la Garganta del
Diablo con sus laderas verticales.
Por fin llegaron a la playa del río Huasamayo. En la entrada al
pueblo habían levantado un arco de flores y allí esperaban las auto-
ridades, el cura y un gentío que llenaba el camino de la Usina. So-
bre una mesa cubierta con un mantel blanco, depositaron la urna.
Habló el sacerdote para la bienvenida, se rezó un Ave María y la
Virgen reinició su marcha por las calles de Tilcara. Ya en la iglesia,
la imagen, de cara a los peregrinos, fue despedida por sus pañuelos
y entró al edificio. Normentas también se despidió de sus compañe-
ros y de Arsenio. Ellos volvían al valle, pero él aprovecharía el fe-
riado de Semana Santa para ir a Humahuaca.
Tuvo suerte de alcanzar el ómnibus justo cuando ya estaba
por salir de Tilcara. Mientras iba parado en medio de otros
promesantes que volvían, pensaba. Tenía cuatro días para estar en
Humahuaca, tres en realidad, porque el domingo tendría que pegar
la vuelta para estar el lunes dando clase.
Esa noche llegó a su casa, su madre le preparó comida y se
metió en la cama. Al día siguiente, arregló algunas cosas de su cuar-
to y acarreó bolsas y otras mercaderías pesadas en el negocio ma-
terno. Recién al anochecer decidió ir a dar una vuelta y encontrarse
con sus amigos.

En Humahuaca, el Club Social era el punto de encuentro del


sector masculino, casi siempre los mismos: comerciantes, ferrovia-

CHINCANQUI - 179
rios, empleados, maestros y viajantes. Tomaban vino o cerveza, co-
mían sandwiches y picaditos, conversaban seriamente entre ellos,
jugaban a las cartas, otros al snooker y casi todos se retiraban a me-
dianoche. Sólo los que estaban trenzados en alguna furiosa partida
de póker o de loba se quedaban hasta tarde o a veces se amanecían.
El club tenía un salón grande y alargado al frente y luego un
minúsculo patio, con una habitación mediana, un baño, un pequeño
depósito y una pieza al fondo destinada a garito. Estaba ubicado
casi en la esquina, al lado de las gradas del monumento a la Inde-
pendencia y de su patio se veía algo del pueblo extendido abajo y
los cerros de la banda al otro lado del río, con la Peña Blanca.
En Humahuaca, casi siempre llegaba al club. Algunas noches
jugaba al snooker en la mesa ubicada en un extremo del salón gran-
de, otras veces al ping-pong, pero casi siempre pasaba directamente
a la habitación del fondo, donde se reunían todos. Allí esperaban
cuatro mesas con sus sillas, el mostrador, detrás del cual estaba el
concesionario de turno, un estante con botellas, y en un rincón, la
improvisada cocina, de donde salían tanto huevos fritos como mila-
nesas o bifes y hasta pescados al horno, según la mayor o menor ha-
bilidad -y voluntad- del que atendía. Cuando Normentas entró, en
una mesa se desarrollaba una animada partida de loba. Se paró de-
trás de los jugadores, quienes alzaron la vista y lo miraron. Estaban
todos los concurrentes habituales y cada uno aportó su comentario.
-¡Putas nuevas! -exclamó Chancha, sarcástico como siempre.
-¡Se llenó el pozo! -murmuró Chojchori.
Churqui estaba medio punteado y su ingenio chispeaba como
carbón de leña verde. Sus compañeros de juego eran Demonio Vil-
ca, Mota y Cachichi.
-¿Cómo te está yendo? -le preguntó inocentemente a Mota.
-¡No es la perdida, sino la cargada! -masculló el otro.
-¡Shas, por un clavito, hermojhíjimo! -dijo Churqui mientras
arrojaba su descarte al medio y bajaba tres ases.
-¡Este tiene más culo que espalda! -se desbocó Chancha.
-¡La concha de la lora! -exclamó Cachichi, tirando una carta
que acababa de robar y que orejeó a conciencia.

180 – ToQo Zuleta


-¡El que se calienta, cagó el ojo i'cuchi! -le advirtió alguien de
por ahí atrás.
Le tocó el turno de jugar a Chojchori. Cuando vio su naipe
vociferó:
-¡Les voy a mover las itas! -mientras bajaba dos juegos, una
pierna y una escalera-. Pero no es loba todavía -aclaró, para tranqui-
lizar a sus adversarios.
-¡No te metas a caschi lanudo, que estamos ibles! -le replicó
Churqui.
Al pelao Demonio le relumbraba la cabeza como piedra de
moler ají mientras pensaba en voz alta:
-Hay que ligar, sino iremos a peinar viejitas -y arrojó su carta.
¡Mamarula, papirulo! -gritó Churqui, la levantó, miró bien y
la tiró desilusionado, con un angustioso-. ¡Ay!
-¡Si te ha dolido, te lo saco un poquito! -le deslizó irónica-
mente, Cachichi.
-¡Tepus polleras! -exclamó suavemente Mota, y bajó todas sus
cartas-. Cuenten nomás -afirmó mientras agarraba lápiz y papel para
anotar.
En eso entró el Oreja, otro maestro que andaba por Tres Cru-
ces. Guitarrero, cantor, ocurrente, con igual habilidad jugaba al
sapo, a la loba, al truco, al ping-pong, al voley, al tennis o al fútbol.
Era completo, como decía modestamente él mismo. En Tres Cruces,
un pueblo minero, además de director de la escuela, era presidente
del Centro Vecinal y presidente del club de Deportes; con su ejem-
plo personal logró que la juventud de ese pequeño enclave minero
se volcara hacia el deporte, dejando de lado la consumición de al-
cohol.
Es que la introducción del vino y la constante propaganda de
su consumo, unido a la monotonía de la vida de los mineros había
causado un aumento significativo del alcoholismo. Los habitantes,
especialmente los jóvenes, sin horizontes, en un pueblo azotado por
el viento y sin otros medios de distracción, se sentaban en cualquier
lugar, en un bar, dentro de sus casas, en los umbrales de las puertas,
con el tubo como le decían familiarmente a la botella de vino. De
ahí ya se pasaba al pecho colorado, el alcohol rectificado de 90

CHINCANQUI - 181
grados, endulzado con azúcar y rebajado con un poco de agua, que
destruía aceleradamente a quien lo consumía.
-¿Cómo estás? -le saludaba algún familiar o amigo.
-Y, aquí estoy, meta vivir nomás -le contestaba el otro.
Entonces se comprendía el valor de la cruzada emprendida
por Oreja. Pero, caso extraño, ese muchacho emprendedor, que ha-
blaba de igual a igual con la todopoderosa Compañía Minera Agui-
lar, dueña del pueblo y empleadora de sus habitantes, o con Gendar-
mería, la otra fuerza, enfrentando en ocasiones a ambas, ese reden-
tor, respetado por la gente de Tres Cruces, que inclusive lo quería
de intendente, cuando llegaba a su pueblo natal, a su Humahuaca, se
ponía a beber y a jugar con los amigos, meta vivir nomás.
Junto con él y Normentas se sentó un maestro catamarqueño
que enseñaba cerca de Humahuaca. Canchero como él solo, paraba
más en el club que en su escuela. Con cualquier pretexto se venía al
pueblo y estaba días, sin dar clase, por supuesto. Por lo demás era
buen amigo, pagador de vino y comida, dicharachero e ingenioso.
-¡Ah, mirá! -decía en ese momento-. ¡La gente del campo te
sonríe por adelante y te denuncia por detrás!
-Y... así pasa -decían ellos, que ya lo conocían.
-Pero es lindo donde yo trabajo, aunque no hay leña, ni carne.
¡Vieran cuando en las noches de luna salen a pasear las sirenas con
ojotas alrededor del estanque y yo oigo desde mi pieza el chalac-
chalac de las suelas! -añoraba el catamarqueño.
-En cambio, en la Puna, en Tres Cruces, hay que ir por las
mañanas, con un frío que congela, y volver al mediodía, con un ca-
lor matador y un viento que voltea; no hay dónde dormir en la es-
cuela y a uno no le reconocen ni siquiera los pasajes; así trabajamos
-suspiró Oreja.
-El maestro unitario es económico para el estado. Un solo ma-
estro atiende cinco grados en vez de que haya cinco maestros -co-
mentó Normentas.
-Pero yo tengo once maestras, cada una con su problema
-agregó Oreja.
-¿Solteras che? -se interesó el catamarqueño.

182 – ToQo Zuleta


-De todo, solteras, casadas, separadas, pero los que hacen ron-
cha con mis maestritas son los gendarmes. Y vos ¿cuántos chicos
tenés? -preguntó al catucho.
-¡Uh! veinticinco en mi escuela ¡pero son duros! Vos vieras,
les oigo en el recreo lo que conversan y entre ellos se preguntan
¿qué te gustaría ser? y se contestan "guitarrero, futbolista, boxeador,
soldado". Bah, en realidad no son brutos. Es que la costumbre de fa-
jarlos desde pequeños, la poca instrucción que reciben, el tener que
trabajar duramente por la subsistencia en un medio inhóspito y más
que todo la mala alimentación, hacen del coya un adulto masticador
de coca, carente de imaginación y sin ansias de progreso. Hablando
de coca, che Orejita, ¿no tenés un poco de esa que te convidan los
gendarmes?
Oreja sacó una bolsita del bolsillo de su saco.
-Tomá, servite, pero no es muy buena -le ofreció.
Con aire de conocedor, el catamarqueño eligió una hoja gran-
de y verde, sacó un tubito de vidrio del bolsillo y echó un poco del
bicarbonato que contenía en la palma de la mano. En la punta de la
hoja, levantó una pizca y se llevó todo a la boca.
-Bah, si es por eso, en Rinconada yo lo conocí al maestro Vi-
cente Ciares. Vos sabés que se quedó ciego de tanto leer.
-¡No puede ser!
-Es que a este señor le encantaba sentarse en el sol y ahí leía.
La página blanca le reflejaba el sol a los ojos. Igual que andar en la
nieve o en las salinas. Fundó al pueblo de Tusaquillas.
-¡Sí, ya sé! Igual que don Abdón Castro, que fundó Barrancas.
O Diocles Urzagasti.
-Esos eran maestros de antes. Fundaban pueblos.
-Sí. Y además los poblaban...
Una carcajada general estalló en la mesa.
-¿Y el maestro de Sey? Nada más que mirando a esos famosos
tejedores de ahí, los Calpanchay creo que se llaman, aprendió a te-
jer. Al final salió haciendo ponchos, barracanes. Se fue a Cafayate
de donde era oriundo, puso una fábrica de tapices, largó la docencia
y ahora se tinca el coto. Él era quien me decía cuando nos juntába-
mos en Susques para Carnaval...

CHINCANQUI - 183
-¿Cómo para Carnaval, si es vacaciones?
-No, esas escuelas de la Puna tienen el período de setiembre a
mayo. Hace tanto frío en invierno que los chicos por ahí se quedan
duros al venir a la escuela. Pero te decía que el maestro de Sey, ya
medio borrachito golpeaba la mesa y gritaba ¡Si mis padres me sa-
caron maestro a mí, yo tengo que sacar a mis hijos por lo menos
doctores!
-Yo te puedo asegurar que la soledad a uno le hace hacer co-
sas raras, desde volverse alcohólico, hasta comenzar a ver lindas las
llamas.
-Y no sólo los hombres ¿Te acordás de esa maestra de la
Puna, no me acuerdo de qué escuela, que se metió con un alumno?
-¡Ah, sí! Los padres del chico la denunciaron, vinieron inspec-
tores de Jujuy, la sumariaron y casi la echan.
-Si no es que se casa...
-Con eso se salvó. Pero tuvo que ir a trabajar a otro lado.
-Esto de estar solo... -les confió Oreja -Estoy medio metido
con una chica del lugar- Ahí todos escucharon atentamente.
-¿Con quién che? ¿Y de cómo? -se interesaron.
Entonces él les contó sus salidas con una chica de Mina Agui-
lar, hija de mineros, que estudiaba en Jujuy. Escucharon atentamen-
te y finalizó diciéndoles.
-Y no sé... a ratos pienso casarme con ella en cuanto se reciba.
-¡Cómo! Vos tenés que mejorar la raza, buscar a una rubia y
cruzarte. ¿Vos le tenés bronca a tu hijo? ¿Sabés que si nace oscurito
el porvenir que le espera aquí en la Argentina? -saltó el catamarque-
ño
Orejita se quedó pensativo, la puñalada le había llegado muy
adentro. Menos mal que en ese momento de una mesa vecina llama-
ron:
-¡Che, hagamos un chancho! -invitaron, mirándolos.

El truco chancho es de Humahuaca. No se juega en otro lado.


En otras partes hay truco gallo, que no es lo mismo. En este tipo de
truco, se reparte un número de tantos a cada jugador que juega con
el que tiene enfrente o con cualquiera, y de acuerdo a cómo le vaya

184 – ToQo Zuleta


en el transcurso de la partida, recibe más o se va de sus tantos. El
que primero se libra de ellos, sale del juego y así sucesivamente
hasta que queda uno solo, y a él le cargan ese chico. La partida se
pacta a cuatro o más chicos, luego se saca la cuenta de lo consumi-
do, se divide el importe en esos chicos y cada uno paga según los
que haya cargado.
El catamarqueño se paró.
-Chancho no sé. Cuarto sí puedo jugar -contestó.
-Y bueno, hagamos el cuarto -aceptaron.
-¡Eh, nosotros también! -protestaron los otros.
-Entonces hagamos un sexto.
-Bueno -acordaron, y acomodaron las sillas haciendo más lu-
gar para los seis jugadores.
-¿Y cómo va a ser? -preguntó el catucho mientras se sentaba.
-Vos con Perro Gordo y con Ñato -respondió uno. Al catamar-
queño se le iluminaron los ojos, le hizo un guiño a Ñato y desafió.
-¿Pero va a ser mecha libre? Mirá que estoy con dos amigos.
-Y bueno, pero sólo ellos dos -aceptaron sus contrincantes.
Oreja y Normentas acercaron sus sillas para mirar cómoda-
mente y comenzó la partida, tres contra tres. Se dieron los naipes y
empezó el truco, con su relampagueo de señas y miradas, cómplices
más que compañeras. Brillaban las respuestas mordaces y las adver-
tencias mentirosas iban y venían.
-Ojo, ropa tendida.
-Vení, vení.
-Voy a esa.
-Solo.
-Nada más.
-¿Primero?
-Veintiséis, si te gusta.
-¡Envido!
Nadie contestó y la partida continuó.
-Matá.
-No hay.
-Otro rey tengo.
-¡Truco!

CHINCANQUI - 185
-¿Cómo?
-¡¡Truco!!
-No quiero.
Todos tiraron sus cartas. Uno levantó los naipes del que había
gritado envido y los miró.
-¡Había tenido! Casi le zampo -comentó.
-¿Y qué vamos a pedir? -preguntó el turco Gómez.
-Y, serán dos docenas de empanadas y dos vinos con soda
-contestó el flaco Murguía.
El catamarqueño talló diestramente el mazo y lo alcanzó a su
vecino para que cortara.
-¡Che catucho, no se te va a ocurrir meter la uña, que ya te
tengo calao! -le advirtió Berdeja.
-¡Por las dudas, le voy a hacer corte chaleco! -exclamó el de
al lado, sacó un manojo de naipes del medio y lo colocó encima del
mazo, se repartieron las cartas y el juego continuó.
-Dos buenas. Pegá a lo gallo.
-¿Has ligao?
-Tengo 28 de mano.
-Si querés, le echo la falta.
-No, chiquito nomás.
-Envido.
-No quiero.
-¡Ahí nomás el segundo!
-¡Truco!
-¡Quiero!
-Empachao murió el yuto. Así vamos a salir ilesos.
Se mostraron las cartas. Un as de espadas relumbró
orgullosamente y hubo suspiros de desencanto. El mozo trajo las
empanadas y el vino. Todos se sirvieron, y entre bromas el juego
prosiguió hasta la media noche.

Luego de Pascua un acontecimiento común en la vida de los


vallistos era el entrar al monte, con toda su hacienda, conduciéndola
a las pasturas subtropicales y huyendo del invierno. Pero cuando
Normentas lo presenció por primera vez, ese fin de semana, desde

186 – ToQo Zuleta


el patio de la escuela, lo emocionó profundamente por su significa-
do.
Primero se recortaron allá arriba en el filo del cerro, sobre el
cielo del atardecer, las cabezas de ganado y luego las gentes, monta-
das a caballo. Era Román y su familia que entraban al monte a pasar
medio año de penurias: el invierno frío y húmedo del trópico, con
neblinas, garrotillos, vientos, granizos y lluvias que atormentarían
sus cuerpos. Seis meses de salir día tras día a pastorear las ovejas,
cuidándolas del cóndor o del puma, de ir a campear las vacas, lle-
nándose de espinas y polvorines, con riesgo de despeñarse, para
volver por la noche al puesto de piedras techado con paja. Medio
año de alimentarse con papas y maíz, comer la carne de animales
desbarrancados, exponerse a las picaduras de vinchucas, garrapatas
y víboras.
Román llevaba en su pecho, sujetándolo con una mano,
mientras con la otra empuñaba las riendas, su último retoño, nacido
en el verano. Su mujer, envuelta en un amplio rebozo rojo, montada
de costado, subía también. Con una mano saludó al maestro y pasó
apurada, arreando las vacas. Al último, sobre tres burritos venían
los elementos de subsistencia: útiles de cocina, varas de madera y
de hierro, frazadas y multitud de menudencias. Pasó la caravana,
Pablo entró a la escuela y tomó asiento en una silla.
Interrumpió su meditación el golpear de unas manos en el pa-
tio.
-¡Pase! -gritó, sin levantarse. En la puerta de la Dirección apa-
reció la morena figura de Rufino, el guarda sanitario de Molulo.
Era de San Salvador de Jujuy, hijo de unos puneños emigra-
dos a la ciudad. Diestro jugador de fútbol, el club Altos Hornos Za-
pla lo tomó como jugador de su primera división, y en vez de pagar-
le, le consiguió empleo en la siderúrgica, pero en cuanto empezó a
declinar, lo sacó del cuadro y de su trabajo. Lo único que consiguió
entonces fue un puesto de guarda sanitario, en la remota sala de pri-
meros auxilios de Molulo.
Se consideraba exiliado de la civilización, castigado al tener
que venir al medio de los cerros, a curar a unos collas pata hedion-
da, según él. Los despreciaba profundamente, a pesar de que su as-

CHINCANQUI - 187
pecto delataba en él al descendiente de indígenas. Normentas lo co-
noció en ocasión de un partido de fútbol entre Querosillayoc y Mo-
lulo, las únicas ocasiones en que Rufino acostumbraba juntarse con
esos talón rajado, como los llamaba despectivamente.
-¡Eh, profe! ¿Cómo le va? Me sentía solo y tenía ganas de
conversar con alguien, así que le traje esta correspondencia, de paso
-saludó, mientras sostenía las riendas de su cabalgadura.
-¡Qué sorpresa Rufino! Ate su mula y pase.
-Es un gusto volver a verlo. Menos mal que ya falta poco para
salir de este destierro -comentó mientras tomaba asiento en la Di-
rección.
-Bah, yo estoy bastante contento, aunque extraño un poco el
pueblo. ¿Quiere un poco de mate cocido con bollo rascabuche? -in-
vitó el maestro.
-No, no se moleste -se hizo del cortés.
-Ya tengo la pava hirviendo y yo tengo que tomar también, así
que no es molestia- replicó y fue a la cocina. Enseguida volvió con
dos jarros humeantes, y medio bollo, que partió en dos.
-Sírvase nomás, sinvergüenza -bromeó, juntando a propósito
las dos últimas palabras.
-¡Eh, me está cargando, profe! -captó al vuelo.
-No, en broma nomás, es un gusto tenerlo de visita.
-¿No sabe quién es tejedor por aquí? -inquirió su visitante
mientras tomaba.
-Hay dos o tres, don Fabián Lamas, don Natividad Puca y don
Nieves Apaza. ¿Quiere hacerse tejer un poncho? -preguntó.
-No sólo uno. Allá en Molulo y también en Loma Larga, apro-
vechando que caen a la sala a hacerse curar, he logrado enganchar a
unos cuantos de estos coyas, unos que tejen, otros que hacen som-
breros y un viejo coquero trenzador de lazos.
-¿Ah, sí? -se interesó.
-Claro. Yo les compro, en consignación por supuesto, su arte-
sanía, junto una buena cantidad y cuando voy a Jujuy y Salta, reco-
rro las casas de artículos regionales y ahí vendo todo. Con esa plata,
voy a Villazón, compro coca y la traigo al valle. Les pago, me com-
pran hojas y todos contentos.

188 – ToQo Zuleta


-¿Y se gana alguito? -le bromeó.
-Algunos pesitos me quedan -se rió.- ¿O cree que yo voy a es-
tar al vicio en medio de este coyerío? Es una desgracia. Ni bañarse
puede uno. Lo que es peor, tanto andar entre indios, uno se olvida
de la civilización ¿no cree usted?
-¿Cuándo vamos a hacer otro partido de fútbol? -preguntó,
tratando de cambiar el rumbo de la conversación.
-Mire, estos vallistos ¡son de pata duras! No sabe el trabajo
que me da entrenarlos. Pero cuando usted quiera hacemos una topa-
da. Y puede ser por alguito -insinuó interesadamente.
-¿Por qué podría ser? -averiguó el maestro.
-Y... por el asado, el asentativo. A cara i' perro, por supuesto.
-¿Cómo a cara i' perro? -preguntó inocentemente.
-Claro, el que pierde, sirve al otro, sin comer ni tomar.
-¿Mirando nomás?
-Exactamente. Bueno, voy a ver a esos coyuyos tejedores. Y
no se olvide, profe. Sáquele provecho a su destierro. Mire, empiece
a traer coca. Se la compra en Humahuaca a los ferrucas, el kilo a
veinte pesos y aquí los coyuyos la pagan a ochenta. Hágame caso -y
se fue.
Esa noche, ya acostado, reflexionaba sobre las palabras y los
hechos del guarda sanitario y comenzó a llover mansa pero
constantemente en el valle. Las gotas caían sobre el techo y con esa
música concilió el sueño.

CHINCANQUI - 189
Capitulo XIV

EL CAZAGUANACOS

Ese fin de semana estaba sentado en medio de papeles y


cuadernos en el escritorio, cuando un picaflor entró por la puerta y
no pudo salir. Mientras aleteaba y picoteaba el vidrio de la ventana,
se subió a una silla y lo atrapó ¡Qué hermosos colores metálicos!
Verde y azul, rojo y negro. Su corazón palpitaba y comunicaba su
apresurado ritmo al cuerpecito. Con la uña le entreabrió el pico y
salió una lengua fina y larga. Le dio lástima y lo colocó en el
umbral de la puerta. Apenas se vio libre, voló a ras del suelo, como
un avioncito y se perdió a lo lejos, entre el nublado que cubría el
valle. Él también estaba ahí encerrado y tomó la resolución; iría a
conocer las montañas cercanas.
Luego de comer, salió a dar vueltas. Subió hasta el camino y
escuchó voces en medio de la niebla. Cuando los pudo ver, vio que
era Arsenio con la Emeteria y los dos hermanitos de ésta. Se puso a
conversar con el primero, en medio de la llovizna que se filtraba a
través de la ropa. Concertaron una excursión para el día siguiente a
la Cueva Pintada, si es que amanecía lindo. Como quien buscar
querosillas, esos tallos comestibles que se daban en las partes
húmedas, saldrían a las diez de la mañana y volverían por la tarde,
si hacía buen tiempo.
A la mañana siguiente se despertó, miró el reloj y atisbó por la
puerta entreabierta. El nublado estaba asentado y lloviznaba; todo
parecía prever un día semejante a los anteriores. Con esa convicción
se fue a dormir de nuevo. Más tarde, medio entre sueños, escuchó el

190 – ToQo Zuleta


característico silbido del chico. Creyendo que ya se iba, se colocó
las alpargatas, abrió la puerta y de una carrera se plantó cerca de la
cruz, jadeando por el esfuerzo. Arsenio vino a su encuentro y recién
pudo echar una mirada a su alrededor. ¡Sol! El cielo se despejaba.
Le preguntó a qué hora saldrían y le respondió que enseguida.
Volvió a la escuela, se terminó de vestir, metió cinco tortillas
hechas el día anterior, junto con un picadillo, puso papel y lápiz en
un bolsillo de la campera, tomó al vuelo una naranja para el
desayuno, puso candado a todas las puertas y salió cuesta arriba.
Cuando llegó a lo de Ceferino, su alumno ya estaba listo y
emprendieron camino. La senda iba por un costado del cerro, lo
rodeaba íntegramente y daba una vuelta para bajar al río y subir por
la falda del potrero donde estaba la mula de Ceferino. Siguieron
rumbo a Cueva Pintada. No quedaba muy lejos, pues a las dos horas
de salir, llegaron a ella. Era una región de enormes ronques, riscos
inclinados hacia adelante, de cuyos frentes brotaba agua que caía a
manera de lluvia sobre el camino. Sin embargo, se veían de tanto en
tanto oquedades en la roca, perfectamente secas, seguro lugar para
protegerse de las inclemencias del tiempo y aún para vivienda. La
niebla iba y volvía por momentos. Las plantas y árboles los
rodeaban, pero sin dificultarles la visión.
En eso llegaron a la Cueva Pintada. No era propiamente una
cueva tallada por mano del hombre, sino más bien una cavidad
natural. Tampoco tenía gran profundidad, a lo sumo dos metros. Su
piso de tierra estaba cubierto de estiércol, por ser el lugar predilecto
de reposo de las vacas, según le dijo Arsenio. Excepto los dibujos,
no había señal alguna de que alguna vez hubiera estado habitada. Ni
rastros de humo en las paredes y huecos en la roca, si bien era cierto
que la acción del tiempo, los elementos y en este caso los animales,
pudieron haber hecho desaparecer todos esos vestigios.
Preguntó sobre los dibujos a su acompañante, pero sólo supo
decirle que siempre habían estado ahí; su padrastro, y el abuelo de
su abuelo siempre los vieron en el mismo lugar, inmutables y
permanentes, si bien más frescos y numerosos. Ahora la mayoría ya
estaban borrados, otros garabateados con tiza o piedras por los
caminantes que iban a San Juan y sólo unos pocos eran fácilmente

CHINCANQUI - 191
reconocibles. Tenían dos clases de pintura, una de color rojo intenso
opaco y otra de color blanco. Según le dijo Arsenio, originalmente
se encontraban diseminados por todas las superficies de la cueva,
pero ahora sólo persistían en las piedras del fondo y en la parte
superior, el techo podría decirse. En el centro, a unos cuatro metros
de altura, a manera de un símbolo principal, estaba pintada en rojo
una gran figura, de cuarenta centímetros por treinta de ancho. No se
podía saber qué representaba y parecía una especie de junco chino.
Los demás dibujos en rojo representaban animales de la fauna
de aquel entonces. Un zorro, algo que parecía un puma, otro seme-
jante a un macho cabrío, representaciones aisladas de vicuñas y gua-
nacos y luego dos pinturas en la parte inferior donde en una de ellas
se intentó representar una manada de vicuñas y en la otra algo muy
semejante al guanaco, pero con la particularidad de tener una espe-
cie de bolsa a lo largo del cuello. Estos últimos dibujos estaban rea-
lizados con mayor esmero e impresionaban por su belleza y simplis-
mo. Los animales galopaban al parecer uno detrás de otro, en una
hilera de doce animales, que evidentemente se prolongaba a lo largo
de la roca pero ahora estaba borrada.
La única guarda que se podía ver era una que rodeaba el cuer-
po de un puma, complicado simbolismo, mezcla de círculos y án-
gulos, mal hecha por cierto. Se veían también unos grupos de pun-
tos gruesos, dos líneas rectas cortas, divergentes y una guarda de
triángulos superpuestos a manera de mosaico. Todas las marcas en
rojo y unas cuantas en blanco. Una cruz tosca, figuras semejantes a
camisitas de bebé, y en el "techo" una elipse irregular y en el centro
una mancha blancuzca. Parecía que antes serpenteaba también una
víbora, pero ya estaba casi completamente borrada. Eso era todo.
El maestro no practicó un examen más minucioso que le
hubiera llevado tiempo. Copió las figuras más claras e interesantes
y abandonaron el lugar. Por un repecho del costado, salieron arriba
de la peña, bajaron por una pendiente pedregosa y llegaron a un
lugar donde abundaban las querosillas. Sacaron unas cuantas y ahí
nomás se pusieron a comer los tallos jugosos.
-¿Vos sabés algo de quiénes hicieron los dibujos? -le preguntó
Normentas mientras masticaban.

192 – ToQo Zuleta


-No, pero mi papá me dijo...
-¿Don Ceferino? -le interrumpió.
-¡No! -contestó, un poco malhumorado -Él no es mi papá. Mi
padre verdadero, él me contó que eso lo pintó la gente de antes, mis
antepasados.
-¿Y que más te contó? -se interesó el maestro
-Eso lo pintaban para que ahí se quedara el ánima de los
animales, si eran caseros para que no se perdieran, y si eran salvajes
para que los pudieran cazar fácilmente.
-¿Y las otras figuras que no son animales?
-Esas son las señas para llegar a las chincanas.
-¿Chincanas? ¿Qué es eso?
-Son como ésta, pero más largas, que entran en el cerro y se
pierden ahí dentro. Mi papá me decía que ahí están los grandes
secretos de los antiguos, así que ellos dejaban en la piedra algo
como el plano para llegar allí.
-¿Entonces no era gente de aquí los que pintaron?
-No, eran como mi papá. Andaban de un lado para el otro, y
como quien curar a la gente pintaban esto para que algún interesado
en entrar a las chincanas pudiera llegar.
-¿Y vos podrías?
-Claro que sí. Es cuestión de seguir los dibujos y buscar las
peñas en donde hay otros parecidos.
-Podríamos ir entonces -insinuó Normentas.
-¡Uuh, maestro! ¡Es muy lejos. Tendríamos que bajar a
Tilcara, tomar el tren, llegar a La Quiaca, agarrar un camión hasta
Yavi y después caminar!
-Entonces, lo dejaremos para otra vuelta. Mejor volvamos
antes de que se haga más tarde -ordenó Pablo y se puso al hombro
el atado de querosillas.
Emprendieron el regreso. Bajaron al potrero, él pilló su mula
y se fue a ponerle el ensillado mientras el maestro seguía por el
camino. Recién cerca de la cruz le alcanzó, cargó el bulto y al pasito
llegaron a las casas. Descargó las querosillas y se fue a la escuela.

CHINCANQUI - 193
Le parecía que hubiera llegado ayer a Querosillayoc a pesar
del casi medio año transcurrido. Extrañaba la carne, el pan y las ver-
duras. Todos los días sopa de huesos, con fideo o sémola. Pero no
faltaban quehaceres. Atender el censo, llevar medicinas a la hija de
don Gregorio enferma con neumonía, hacer la correspondencia y,
por supuesto, dar clase. La rutina era todos los días despertar con el
parloteo de los alumnos. Normentas nunca supo cómo hacían Mar-
tín y Víctor para llegar antes de que él se levantara. ¿Salían de no-
che de su casa? ¿Dormían a lo de Gumersindo, el vecino más cer-
cano? Lo real era que allí estaban, presentes y bulliciosos en la
puerta del dormitorio, antes de la salida del sol.
El maestro se levantaba, tocaba la campana de llamada, prepa-
raba el desayuno y mientras tanto, comenzaba a llegar el resto de los
alumnos. No tenían guardapolvo; las chicas vestían al estilo vallisto,
con una pollerita de lana de oveja, negra o gris por lo general, una
blusa de lienzo y el rebozo colorido, que les abrigaba el torso. Los
muchachitos, pantalones de picote, una chaqueta de lona azul o de
bramante, con camisas de lienzo blanco. Algunos descalzos, otros
con ojotas, la mayoría con unos zapatos de confección casera.
Arsenio ya tenía abierta y barrida el aula. Ese era otro miste-
rio para el maestro ¿Cómo hacía para despertarse puntualmen-te, sin
despertador alguno? Y eso que se quedaba hasta tarde en la cocina,
a la luz del fuego. Leía de todo, libros, revistas, y continua-mente le
pedía libros prestados de la pequeña biblioteca escolar.
A las ocho y media el director efectuaba un toque de campa-
na, todos formaban delante del mástil y dos de los alumnos de sexto
grado procedían a caminar hasta el aula, sacar la bandera nacional y
luego la izaban en el mástil, mientras el resto cantaba: "Nuestro sol,
alto está”. Otro toque de campana y entraban al aula. Se acomoda-
ban en los bancos y el maestro pasaba lista, más por formalidad, ya
que muchos continuaban llegando a lo largo de la primera hora de
clases, especialmente las hermanitas Abalos, del Alisar, un cerro al
frente de Querosillayoc en cuya falda estaba su casa, como a diez
kilómetros entre subidas y bajadas, vueltas y revueltas.
Ya todos sentados y dispuestos a absorber el conocimiento
que debía impartirles el docente, éste se veía enfrentado al primer

194 – ToQo Zuleta


problema. Tenía delante siete grados, de primero inferior a sexto, y
debía atenderlos simultáneamente. Al principio le costó. Los prime-
ros días sintió verdadero pánico al no saber cómo guardar el orden y
enseñar a todos esos chicos de edades tan disímiles, pero la técnica
que sus profesores le habían enseñado en la escuela normal, y más
que todo, su sentido común, lograron encarrilar las clases.
Cada cuarenta y cinco minutos, el recreo y ahí se armaban
unos partidos de fútbol en el patio. Siempre los recordaría a todos, a
Lorenzo, el más serio en su condición de mayor, Martín el pituco
del grado, Nicolás el payaso, con su traje azul, sus piruetas y su ros-
tro tragicómico. Pedrito con su cara de víctima, el blanco de todas
las desgracias, pronto a prorrumpir en llanto con su voz tartamuda
señalando al culpable. El otro medio trabado de habla: Cristóbal y
su saco amarillo. Brígido el zurdito desaplicado de pulóver azul al
que varias veces tuvo que regañar seriamente para que aprendiera.
Mario, el mico que lloraba cuando lo corregían, pero podía recibir
quinientas patadas jugando que no diría ni ¡ay!
Las mujeres: Paula, la sufrida ríenunca, que mostraba en su
cuerpecito señales de una vida penosa y sufrida, a la que curó varias
veces y por eso le dejó más hondo el recuerdo. La Cuéllar, que se
quedaba después de hora enfrascada en su tejido y leía en voz tan
baja que nadie la oía. María Choque la apegadita y también empeci-
nada en no leer, a la que varias veces tuvo que enjugar las lagrimi-
tas. La Agustina Tolay, la tímida e impuntual Teresa Pérez y tantas
otras.
Era todo un espectáculo cuando a mediodía salían de clases y
llegaba la hora de cocinar. Atrás de la escuela había varios fogones
de piedras ennegrecidas distribuidos a lo largo de la pared del aula.
Cada uno iba a traer agua en su barroolla, prendían el fuego con
leña que tenían apilada, colocaban la ollita encima de su respectivo
fogón y procedían a echar dentro los elementos de su comida, casi
siempre charqui, harina de maíz tostado y alguna que otra papa pe-
lada o picada. Permanecían al lado del fuego, atizándolo de rato en
rato, y cuando estaba cocida, echaban su comida en un paloplato y
con una cuchara también de madera, comían su almuerzo. Lavaban
sus ollas, platos y cubiertos y luego los varones se dedicaban a jugar

CHINCANQUI - 195
a la pelota. Las mujercitas se reunían en grupos a hablar quién sabe
de qué cosas. Unas hilaban lana en sus ruecas, otras tejían laname-
dias con cuatro espinos grandes de cardón y algunas se adelantaban
a hacer los deberes.
A las dos entraban todos al turno de la tarde, hasta las cuatro,
en que salían de clase, arriaban la bandera y se dispersaban rumbo a
sus casas, por los caminos de los cerros. Normentas se quedaba con
Arsenio. Pero los fines de semana, hasta él retornaba a su casa y
entonces concluía totalmente solo. Como ahora.

Ese viernes estuvo muy desapegado a la vida y ni el valle que


se desplegó con todos sus encantos en un día soleado, ni la algazara
de todos los alumnos que acudieron a clase sirvieron para mejorar
su estado. Para el colmo, cuando ya se había acostado, vino don Eu-
logio Toconás a despertarlo y luego de él acudieron tres Gregorios
trayendo como santo una victrola ñaupatiempo y su motor, descuar-
tizado. Ahí con su santa paciencia tuvo que armarla. Como natural-
mente falló, otra vez desarmarla, arreglarla y volverla a armar. Por
suerte esta vez funcionó bien. Era hora porque ya estaba oscuro y
puso los últimos tornillos al tacto. Hasta discos se habían traído para
probar, esos tales por cuales, y se llevaron la victrola en triunfo, pa-
dre e hijos. Luego de eso se acostó y durmió de un tirón hasta las
seis de la mañana del sábado, hora en que se despertó y volvió a
dormir. El sábado amaneció nublado prosi-guiendo así el habitual
tiempo en Querosillayoc; en efecto, todo el día continuó así, estro-
peándose el programa futbolístico trazado.
Arsenio le sorprendía. Leía todo lo que encontraba en su ca-
mino, fueran libros, revistas, diarios o propagandas. Un día lo vio
levantar un papel del cesto de basura, desarrugarlo cuidadosamente
y leerlo. Como ayudante era magnífico, le ayudaba a preparar el
material didáctico porque dibujaba admirablemente. También le
gustaba el deporte y era increíble la comunicación que tenía con los
animales. Por lo demás hacía todo lo que él le ordenaba. Y le contó
algo que explicaba varias cosas. Decía que en realidad don Ceferino
no era su padre. Su madre sí y que su padre verdadero vino a bus-

196 – ToQo Zuleta


carlo hace mucho, lo llevó un tiempo con él y luego, lo volvió a
traer.
En cuanto terminaron las clases del turno tarde salieron con
Arsenio a buscar leña. Con Pedrito mientras tanto, don Toconás le
había mandado un cayote al horno. Cuando le preguntó cómo lo hi-
cieron, le dijo que habían hecho pan, y en el horno caliente luego
pusieron cuatro de esos zapallos, uno de los cuales era éste. La pul-
pa de adentro se cocinó y quedó como si fuera dulce de cayote. Era
algo verdaderamente exquisito.
Desde el día anterior hacía exactamente la clase de tiempo que
le gustaba: nubes asentadas y una llovizna finísima que no mojaba
mucho y nada de frío. Se durmió, y el día siguiente continuaba des-
apacible. Siguió nublado hasta eso de las catorce. A esa hora co-
menzaron a llegar del lado del monte nubes espesas, signos inequí-
vocos de nieve. Justo a eso de las cinco, el tenue garrotillo se trans-
formó en nieve que enseguida blanqueó el ambiente. Juntaron con
Arsenio mucha leña para el fuego. En realidad, nada era más agra-
dable que estar junto al fuego viendo como crepitaban los troncos.
Estaba bien así, calentito, con un compañero solícito que le contaba
de su vida campesina. Se hizo el propósito de comprar carne, pues
en el almuerzo comieron el último hueso de la raquítica carne de
cordero de dos semanas atrás.
Al día siguiente, los libros, la escuela, los pisos, los techos,
los alumnos y el maestro estaban llenos de tierra hasta las orejas. El
viento comenzó en la noche a soplar en toda su furia y siguió al otro
día con renovados bríos. Hacía silbar los alambres y bramar a los
montes. Abría puertas, se metía en las piezas, llenaba todo de paja y
de tierra y rugía encima de los techos, como si amenazara levantar-
los. Era viernes y último día del mes de julio. El director esperaba
las cargas que el arriero Román Pérez, debía traerle de Tilcara. Pa-
sado el mediodía, la recua de burros apareció en la bandita y comen-
zó a subir hacia la escuela. Descargaron los animales y cuando le
pagó del transporte, don Román le dijo:
-Cuando venía, encontré a don Marcos Lamas de Molulo, y
me encargó que le dijera si podía venir a una chichada que está
haciendo en su casa por el primero de agosto.

CHINCANQUI - 197
-¿Y dónde es su casa? -le preguntó.
-En Molulo, atracito de aquellos cerros -y señaló el camino
que se veía como un hilo claro en medio del verdor.
-¿Cuántas horas serán? -se aseguró el maestro, que sabía con
quién trataba cuando hablaba de distancias.
-Y... una hora para bajar hasta el río, otra para subir y otra
después de trastornar el filo -le respondió, y se fue con su recua.
Pablo sacó cuentas. Eran las dos y media de la tarde; hasta
que se preparara y saliera serían las tres. Llegaría a eso de las seis,
de día todavía. Decidió entonces emprender viaje.

Tardó menos de una hora en bajar hasta el río de Querosilla-


yoc, pero estaba tan tentadora el agua, y tan tibia la tarde, que se
sacó los zapatos y metió los pies en el agua, jugando con las piedri-
tas, demorándose una hora. La subida por un sendero angosto en
medio de los árboles, se le hizo larga, así que después de casi dos
horas, recién llegó a una parte donde los árboles se fueron quedando
atrás y el caminito viboreaba en medio del pasto. Enseguida oscure-
ció y con la última claridad llegó a una pequeña abra donde se alza-
ba una pared de tapia. Miró al otro lado ¡un cementerio! Allí al cos-
tado el camino se diluía en varios senderos. Repentinamente se hizo
noche cerrada. Eligió uno, pero enseguida la huella se esfumó, y co-
menzó a descender a tientas, en medio de las piedras.
Era curioso, pero en esos momentos no sentía ni hambre ni
sed, sólo la incertidumbre de no saber a dónde iría a parar en ese
descenso interminable entre las sombras, solo con la luz de las es-
trellas. Escuchó a lo lejos ladrar un perro, y esa fue la mejor música
jamás escuchada. Siguió bajando, orientado por los ladridos y luego
de un tiempo interminable, su linterna que prendía de vez en cuando
iluminó una casa de adobes, un puesto, en realidad. Golpeó las ma-
nos. Una voz femenina dijo, a través de la puerta
-¿Quién es?
-Soy el maestro de Querosillayoc -contestó. Todas las expe-
rien-cias son válidas, pero cuando un resplandor brilló a través de
los ojos de la puerta de cardón, su corazón saltó de alegría. Y ni qué
decir cuando la señora, ya en la cocina, le sirvió un plato de papa-

198 – ToQo Zuleta


guiso que le había quedado. Fue la gloria. Después de comer, la
dueña del puesto, hermana de la esposa de don Marcos Lamas, se
ofreció a acompañarlo hasta el hogar de su cuñado. Bajaron todavía
más, luego, ya en el fondo del valle, entraron a una casa en cuya co-
cina estaba reunida la familia.
-¡Cómo le va maestro! -le saludó el dueño de casa-. Me enteré
que usted venía de mi pago y quise conocerlo. Yo soy de Hornadi-
tas, ahí cerquita de Humahuaca. Pase. Siéntese.
Su mujer estaba en el fogón donde hervía la chicha para el día
siguiente. En un enorme virque de barro, el líquido espumoso era
batido cada tanto con una larga cuchara de madera.
-Llegás justo, me vas ayudar a mezclar -le dijo a su hermana.
Tomaron entre las dos, una de cada asa, el recipiente, y trase-
garon su contenido a una vasija de boca angosta. El yuro se llenó
enseguida y luego otro y otro. Cuando estuvieron repletos cuatro
cántaros, la señora, no muy vieja, peinada con dos gruesas trenzas,
metió un mate cortado por la mitad, y sacó chicha.
-Probala -le dijo a su marido.
Don Marcos lo llevó a los labios y bebió un trago. Lo saboreó
y terminó el contenido. Luego alcanzó el recipiente a su esposa
-Está media caima -le observó.
La señora tomó un pedazo de chancaca que partió en cuatro
pedazos, echándolos en cada uno de los cántaros. Normentas seguía
con atención cada uno de estos pasos. Don Lamas notó esto y cor-
dialmente lo invitó.
-Venga maestro aquí a la mesa. Se va a servir un poquito de
comida, de paso prueba la chichita y le cuento como la hacemos
aquí en el valle.
La señora trajo dos platos humeantes.
Este es el caldo majao que va a probar esta noche, director, va
a perdonar –se disculpó.
El hombre le sirvió de una jarra la bebida, que saborearon
gustosamente.
-Hay dos formas distintas, de chicha –comenzó a explicarle
don Marcos-. Pa' las dos se usa el mismo maíz. Aquí en el valle te-
nemos muchas clases. El pisincho, ese de granos puntuditos, que es

CHINCANQUI - 199
bueno para hacer ancua, eso que ustedes dicen pochoclo, porque es
bien reventón. Después está el morocho, más grande y de todo co-
lor; ese es el que está comiendo. El capia, de huiro grueso y hojas
anchas es bien harinoso. El maíz amarillo de ocho filas se usa pa' la
chicha y puede dar dos cosechas, si uno tiene un terreno resguarda-
do del viento y mucho riego. El chullpi, que se arruga cuando ma-
duro, y es el mejor para el tostado. ¡Uuh, hay muchos! El garrapati-
llo, de color gris con manchas blancas, el bola, que es más ligero
para madurar, y el más raro, el lanudo, tiene cada grano envuelto en
su propia chalita. Ese no se come, se guarda porque es illa.
-¿Qué es illa?
-Es toda cosa rara que nos da la Pachamama y que guardamos
porque es buena suerte.
-¿Cómo una oveja de dos cabezas?
-Esa también es illa -confirmó Lamas.
-¿Y la chicha?
-Eso le iba a contar. Hay una fermentada y otra que sirve
como refresco, esta última es agua de maíz cocido. La primera se
hace con harina de maíz amarillo o morocho. El capia no se usa, se
espesa bien rápido, queda mucho arrope y no le da color. Una de las
formas de hacer chicha, es la muqueada. Hay que mascar la harina
mezclando bien con la saliva, y se escupe en un virque, donde tiene
que fermentar. Pero es mucho trabajo y los muqueadores quedan
con la boca seca. Más fácil es la chicha que se hace con granos de
maíz brotados. Esparcidos sobre una arpillera en un lugar tibio, se
riegan con agua, y cuando aparece el brote, se los hace secar al sol.
Entonces, se muelen y esa harina se pone en el fondo del virque; se
agrega harina común de maíz y se echa agua hervida. Ahí se de-
muestra la fuerza.
-¿Cómo?
-Se amasa hasta que suene. Cuanto más apuñada, más dulce la
chicha. La masa amasada se pone en dos virques grandes y se le
agrega más agua hirviente, mezclando con cuchara de palo. Y se
deja que descanse. Entonces queda, abajo de todo, el anchi que se
da a los animales, arriba el anchi chirgua que sirve pa´ comer, enci-
ma el arrope de color blanco y arriba de todo la chuya. Se llama

200 – ToQo Zuleta


chuyanchar a sacar las chuyas con mucho cuidado. Sirve para hacer
la chicha. El arrope es lo principal. Se saca con mates. Ese líquido
se hace hervir día y noche en olla de barro, revolviendo continua-
mente con cucharas de palo, hasta que se pone pastoso y oscuro.
Ahí se pasa a los virques, se unta en las paredes y se deja enfriar. Se
le pone la chuya y se mezcla, siempre con cuchara de palo. Después
se cuela, se guarda en un cántaro y se empula para que no le entre
aire. En verano no hay problema, pero en invierno hay que arropar
el cántaro para que madure la chicha. Una vez que ha fermentado
unos cuantos días se destapa y se pasa la chicha a otro cántaro, de-
jando abajo el concho, que no se toma y que puede servir para hacer
pan. ¡Y ya está la bebida! Se le puede dar color con azúcar quema-
da, el quemadillo y si se quiere hacer chicha morada se usa la harina
de maíz culli. Ahora, maestro, usted tiene que cuidarse de la chicha
tierna y de la chicha ahorcada.
-¿Por qué? -se intrigó el otro.
-La chicha tierna, que no ha madurado, le desarregla el
vientre, y le hace dar una diarrea que va a tener que comer guiso de
anzuelos para pararla.
-¡Ja, ja, ja! -se rió Pablo con todas sus ganas.
-Y la chicha ahorcada es cuando se ata un frasco de alcohol
dentro del cántaro de chicha. El alcohol queda como agua y la
chicha emborracha.
-Esa creo que es la chicha curada. También la hacen en la
quebrada -observó su interlocutor.
-No, a la curada se le ponen otras cosas. No las nombro por-
que usted está comiendo. Sólo le puedo decir que también le echan
bebida blanca, pa' que sea más machadora. Pero, maestro -terminó
don Lamas- lo mejor de la chicha, cualquiera que sea, es lo que us-
ted ya sabe: ¡Chicha madura, guagua segura!
-Le hemos preparado una camita maestro. Cuando quiera,
puede ir a descansar -interrumpió la esposa del estafetero. Pablo no
se hizo de rogar y se fue a dormir.

Al día siguiente desayunó y salió por los alrededores. Volvió


y en eso tocaron las manos. La esposa de Marcos salió a ver y entró

CHINCANQUI - 201
acompañada por el maestro de Molulo, Germán Choquevilca, un
tilcareño que estuvo en Yala del Monte Carmelo. Se presentaron y,
mientras tomaban una jarra de chicha que les trajeron, le contó de la
vida allá.
-Mirá. Tenía un secretario y él me acompañaba en mis
correrías. La escuela estaba en una hondonada, así que el camino
pasaba por arriba y casi nadie llegaba. Había chicos que venían de
ocho kilómetros.
-Pensar que yo tengo a las chicas del Alisar, que vienen de
cuatro kilómetros y me parecía lejos –observó Normentas.
-¿Y cuando voy a la Quiaca? Me agarra la tristeza de ver todo
así. Cuando bajo para Jujuy, desde Humahuaca me pongo contento.
-Me imagino entonces cuando llegás a Tilcara.
-¡Uh! ¡No te podés imaginar! No hay caso, como el pago no
hay igual. Pero te estaba contando de Yala. Cuando empezaban a
salir las vacas para el verano, desfilaban los animales por ese ca-
mino. Uno se podía poner a contar el día entero. El más vacudo era
don Zenón. Se comentaba que tenía entre cuatrocientas y quinientas
cabezas, era por lo tanto millonario. A pesar de eso, andaba con
unos botines de ferroviario, pantalones de picote y un saco de cuero
hecho tiras por las espinas del monte. No desperdiciaba nada, ni aún
las vacas que se despeñaban. Aunque estuvieran de varios días, ya
hinchadas y con las moscas zumbando a su alrededor, igual les
aprovechaba la carne, haciéndola charqui. El chico que mandaba a
la escuela tenía de ese charqui para su comida, ya que él se quedaba
toda la semana. Mi secretario, desde que supo eso, no quería saber
nada cuando el otro, después de jugar a la pelota, chancaba un poco
de charqui y lo asaba al fuego.
-¡También, con semejante antecedente!- opinó su colega.
-En cuanto al inspector local, era un viejo bastante churo. Él
me traía papas para el comedor, y luego de descargar, se arrimaba al
aula y entraba.
-Buenos días, niños -les decía-. ¿Qué han aprendido hoy? A
ver pase Basilio a leer. ¿Comen todos los días en el comedor? ¿To-
man el mate cocido? -Recién después de esto se iba, contento por la
labor cumplida.

202 – ToQo Zuleta


-En Querosillayoc hay un inspector local, pero ni se arrima a
la escuela -indicó Pablo-. ¿Cuándo me vas a venir a visitar?
-Los fines de semana me pongo a escribir. Ya tengo un mon-
tón de poemas, pero en cualquier momento, hermanito, ensillo mi
mula y me largo, porque para andar soy flojo.
-¡Dice mi tata que pasen a comer! –invitó una imilla malton-
cita.
Don Marcos ya estaba sentado en una mesa. Le dieron la
mano y tomaron asiento.
Trajeron una fuente de madera con mazorcas de maíz, peda-
zos de carne, habas, papas, todo humeante, recién sacado de una
olla que hervía sobre el fuego. El dueño de casa les indicaba, mien-
tras les servía.
-Esta es la tijtincha del primero de agosto, lo que le damos a
la Pacha. Miren, esta es carne de cordero. El maíz y las habas las
guardamos haciéndolas secar y para este tiempo las hervimos toda
la noche, así quedan blanditas.
-Y esta es la llajhua ¿no? -agregó Normentas señalándole un
platito de barro lleno de una salsa roja.
-¡Ah, usted conoce el ají! Claro, es quebradeño -se alegró-.
Pero aquí no se produce. Lo compramos seco del mercado de Tilca-
ra.
-¿Y qué se cultiva más? –preguntó Pablo.
-Papa y maíz. Especialmente el maíz es la base de toda una
forma de vida para nosotros. En los valles se producen muchas va-
riedades que nos acompañan toda la vida. Desde que nacemos sobre
un colchón de chalas, hasta que morimos y en la sepultura, junto
con el perro ensillado nos ponen chicha y maíz tostado como ali-
mento para el largo viaje. Nosotros usamos como envoltorio las
chalas para la sal molida, la grasa y el ají, para dar de comer a las
llamas y ovejas, para fumar, y cubrir las humintas y los tamales. Las
barbas sirven como remedio, la musura como comida, y hasta el
marlo sirve como combustible, como tapón y para formar el cuerpo
de muñecas e imágenes. La caña o huiro se utiliza chupándola al na-
tural, también para elaborar una miel y con ese mismo zumo se
hace, fermentándolo, una especie de vinagre.

CHINCANQUI - 203
-¿Qué comidas se pueden hacer con maíz? –inquirió Choque-
vilca.
-¡Uuh, maestro! Usted más bien diga qué no se puede hacer.
Del maíz fresco, en primer lugar, se comen los choclos, hervidos o
asados al horno, sin chala o sobre las brasas, con chala y todo. La
humita, con choclo molido o rallado, puede ser salada o dulce. Se
consume el choclo o maíz tierno para los chicos, el mote de maíz
hervido y el tostado como avío para los viajes. Especialmente el
mote ya desgranado hace las veces del pan y es componente de los
picantes. La variedad de maíz chullpi al tostarse en grasa da la pas-
ancalla. Con el choclo molido y con sal, ají y queso se prepara la
huminta cocida al horno o entre piedras calientes. El tamal tiene
pasta de maíz, con charqui cocido al vapor. Con pasta de maíz sala-
da o dulce se hacen pasteles cocidos al horno. Con la harina se ha-
cen mazamorras, apis salados y dulces. La lagua lleva chalona. Se la
prepara hervida, asada, en olla o al horno. También se cocina pastel
de choclo, guaschalocro y calapurca. Cuando se usa ya seco, los
granos de maíz morocho o pisincho se tuestan y después se muelen.
Esa es la harina cocida, que sirve para hacer ulpada, chilcán y
miskiapi con leche. Con harina de maíz capia se hacen masitas tipo
alfajores. Mote, que cuando los granos se pelan con ceniza se llama
mote pela. Tamales, pastel de capia y estas tijtinchas que ha comi-
do.
-Me ha mareado con tantas comidas. ¿Y el locro? -preguntó
Normentas.
-Ah, ese se hace del maíz abajeño; con ese también se prepara
api y aloja. Del maíz amarillo de ocho se muele harina cruda que
sirve para hacer calapi, sanco, tulpo, piri, que también hacemos
ahora pa'l primero de agosto, anchi de sémola y bollos.
-¿Pero el bollo no es de harina de trigo?
-Ese es el más conocido, pero antes, cuando no había trigo se
hacía con harina de maíz, que se cocinaba en ceniza.
El sol pasó para el otro lado. Normentas se disculpó por tener
que volver, se despidió de los dueños de casa y volvió a su escuela.

204 – ToQo Zuleta


Esa mañana sonaron en la puerta los golpes de Máximo y su
voz llamándole. Desde la cama le mandó a prender fuego en la coci-
na y poner la jarra para el mate. Habían convenido salir a cazar ese
sábado.
Mientras su compañero de cacería hacía eso, el maestro se le-
vantó y vistió con calma. Preparó el rifle y cerró las puertas. Salió
luego, encontrándolo fuera de la cocina, mirando hacia el horizonte.
A su vez miró también el cielo deslumbrante. Aún no había salido
el sol, y prometía ser un glorioso día.
Tomaron el mate cocido sorbiéndolo ruidosamente para no
quemarse, cerró la cocina, alzó su rifle y salieron. Tomó la delantera
y gracias a la mañana fresca, especial para caminar, en seguida lle-
garon a la casa de doña Paula, de donde Máximo sacó una escopeta
de fábula y una bolsa. Ya equipados, siguieron hasta llegar a la casa
de don Vicente, conversaron allí un momento con Absalón Choque
que había llegado por la noche y continuaron cerro arriba. Subieron
una inacabable pendiente sin parar, hasta que llegaron al puestito de
don Florencio.
Su compañero divisó una vizcacha perdiéndose en medio de
los ronques. Al ir a verla, no pudieron hallar el lugar donde se había
metido, hasta que Máximo la encontró, dentro de una pequeña raja-
dura, donde no entraba su mano.
Le hizo un disparo, sin el menor resultado. Otro y nada
tampoco. Por fin, siguiendo las indicaciones de Máximo, hizo un
tercer disparo a ciegas en la parte donde creía que tenía la cabeza.
Un hilo de sangre y la brusca flaccidez de la vizcacha, le indicaron
que había acertado. El problema arduo venía recién ahora ¿Cómo
sacarla de su escondrijo? Con el cuchillo logró alcanzar una pata y
ponerla al alcance de su mano; luego cavando, poco a poco logró
extraerla. De regular tamaño, era su primer trofeo de caza. Máximo
se encargó de transportarla, colgada de las patas delanteras y así
continuaron su camino en busca de los venados. Caminaron hasta
llegar a la aguada donde según su compañero los había a tropas, y
mansitos como ellos solos. Subieron, bajaron, ¡ni rastro! Mejor
dicho rastros bastante frescos, pero nada más. Mientras bajaban por

CHINCANQUI - 205
el filo de la cumbre estaban muy cansados ya. Si los divisaran por lo
menos, hubiera sido otra cosa, pero eso de perseguir fantasmas...
Por eso, cuando Máximo dijo que iría a dar un vistazo al otro
lado, a Normentas se le ocurrió mirar a los guanacos. Era mediodía
y empezó a bajar. Al pasar por la Encrucijada vio que don Emilio
estaba aparejando su caballo para salir y lo saludó.

Más adelante cometió su primer error que fue el de emprender


por ahí nomás la ascensión al cerro. Esta arriesgada empresa le cos-
taría caro, todo por su flojera de bajar otra vez hasta la Encrucijada
y volver a subir por el camino conocido. Comenzó a subir, subir y
subir el cerro rasguñanubes sin que un camino o senda lo guiase.
Tan sólo ocasionales huellas y su instinto lo llevaron a coronar el
cerro. De ahí siguió filo arriba por faldas cubiertas de pastizales,
hasta un lugar de tierra colorada con una vivienda semejante a la de
don Pablo, donde dedujo que sería Piedras Grandes, de Julián Aba-
los. No se equivocaba en efecto, como una hora después lo compro-
bó al hablar con una viejita que cuidaba de sus ovejas sentada pláci-
damente al otro lado del cerro. Serían las trece y ella le informó
como si nada, que Abalos y el Mario estaban en el hueco aquel, en
su estancia. El tal hueco se abría en la cerrofalda, al otro lado del to-
rrente y no parecía haber forma de llegar. Entonces le indicó la con-
veniencia de que fuera por el filo arriba, de donde había venido,
hasta llegar debajo de los picachos aquellos y que caminara por ahí
hasta dar con el camino grande. Así lo hizo pero le erró y dio la
vuelta completa al cerro. Para entonces el charqui salado que había
almorzado mientras caminaba surtía su efecto, causándole una gran
sed. Debido a ello, desde la punta donde se encontraba, bajó hasta el
río. Una vez saciada la sed, volvió a subir. A todo esto la niebla que,
misericordiosa, se levantara por un momento para dejarle contem-
plar el camino, se volvió a cerrar y así, sin ver más que cinco metros
a su alrededor caminó por partes desconocidas, falda arriba. Pasó
por el puesto de los Abalos pero no quiso hablarles. Siguió, en un
ascenso penoso, hasta que le pareció por el ruido del torrente, tantas
veces oído, hallarse cerca de una parte conocida.

206 – ToQo Zuleta


Eran más o menos las siete de la tarde; en efecto, poco des-
pués de salir al filo de la loma, podía ver el conocido camino de
Molulo en la falda opuesta. En ese momento el sol se fue mostrando
tras las desgarradas nubes. Caminó un poco más y pasó frente a Co-
rral de Ventura. Echó cuentas: ¡ocho horas! para llegar saliendo de
un mismo punto, hasta un lugar al que habitualmente llegaba en la
mitad y aún en menos de ese tiempo.
Llegó a la confluencia de los dos caminos y como pensaba
dormir una noche en Ventura, decidió que era un poco temprano
para caer por ahí, ya que la majada, pastora inclusive, estaban afue-
ra aún. Siguió entonces por el camino, para buscar la correa que
perdiera días antes. Cuando vio desde Lagunas los cerros de la Que-
brada le dieron tentaciones de mandar al diablo la caminata e ir a
dormir a Tilcara y de no haber sido que tres días antes llegó de allá
y que el día siguiente era domingo, a buen seguro que lo hubiera he-
cho, así cansado como se encontraba.
Se encontró ahí con Nazario que pasaba con sus burros. Él
creyó que se iba, pero luego que le hubo explicado el motivo de su
presencia le informó que su padre pensaba ir al día siguiente por la
escuela y se fue. No encontró la correa buscada y viendo que co-
menzaba a correr un airecillo cortacarnes, se colocó el pasamon-ta-
ña y los guantes y volvió para el puesto. Llegó justo cuando la pas-
tora se aprestaba a introducir la manada en el corral. La saludó y pa-
rado al lado de la vivienda, esperó hasta que encerró la última de las
ovejas, agarrara dos pequeños cabritos y a la madre por los pescue-
zos y los hiciera mamar a conciencia. Recién cuando hubo cumpli-
do estas labores se le acercó y le ofreció un cuero para sentarse. Pa-
reció un poco desconcertada cuando le dijo que pensaba quedarse y
lo pensó un momento. Aprovechó para mirarla y se quedó sorpren-
dido cuando la reconoció como a María, que viera para Pascua. Por
cierto que la risueña adolescente, arrogante con sus cimbas recién
peinadas y su blusa nueva, que charlaba y jugaba con sus amigas,
era bien distinta de esta mozuela flacucha y macilenta, con un som-
brero grande de cintas desteñidas tapándole a medias el rostro, y
del que escapaban unas guedejas de pelo oscuro, no peinadas quién
sabe desde cuándo. Al sentarse, cruzaba de una manera peculiar sus

CHINCANQUI - 207
pies, calzados con las habituales ojotas de planta de goma, uno enci-
ma de otro, quizás mecánicamente, en una acción de protegerlos del
frío rajatalones.
Tras advertirle que su madre, doña Juana Pérez, vendría qui-
zás en seguida y de que se hubo despedido una puestera vecina que
los miró con cierta maliciosa sonrisa, le invitó a pasar a la cocina.
Ya en confianza, entró a tratarla y tutearla con cierta familiaridad.
Cayó la noche; la cocina con el calor y resplandor de su fuego don-
de crepitaban y humeaban llaretas, parecía ser el único lugar del
mundo a salvo de la oscuridad y del frío.
Mientras hervían las barrollas asentadas directamente en el
suelo, con las brasas ardientes a los costados, charlaron un poco. A
pesar de que su interlocutora no sabía más temas que el tiempo, cui-
dado de los animales y trabajos de la siembra, él procuró llevar la
conversación hacia temas más agradables como ser las vallefiestas,
bebidas y comidas que se preparaban y habilidades de ella, animán-
dola a tal punto que salió de su mutismo y comenzó a confidenciar-
se un poco. Le mostró el pulóver que había tejido, le obsequió con
café y un pedazo de bollo rascabuche y cuando él a su vez le hubo
dado las pocas galletitas que le quedaban, empezó a contarle algo de
su vida, mientras afuera se oían de vez en cuando los ladridos o el
balar duermevela de alguna oveja. Su voz, con esa típica entonación
propia de los pastores que sólo tienen ocasión de hablar con sus pe-
rros o sus ovejas, resonaba en la quietud de la noche andina, inte-
rrumpiéndose sólo para destapar la laja que servía de tapa a las
ollas, probar su contenido y agregarle agua o algunos ingredientes
según cuadrase.
Eran tres hermanas, por orden de edades: Agustina, Marciana
y ella. Su madre quedó viuda y se encontró de pronto que debía
afrontar la agotadora vida campesina. Así se estableció una especie
de matriarcado en la familia Mamaní. Ya mozas sus hijas, con ellas
salían a ejecutar las tareas, añadiéndoles las faenas masculinas. Mo-
dernas amazonas, lazo en mano, el monte las veía galopar tras los
terneros, vacas y toros, campeándolos con una habilidad que les en-
vidiaría más de un hombre.

208 – ToQo Zuleta


Llegada la época de las lluvias, no se les hacía nada el traer
los bueyes desde el monte, uncirlos al arado y roturar la tierra de
Esporal, su pedazo de valle. Ir al pueblo a regatear con los carnice-
ros para vender sus vacas y con ese dinero comprar la proveeduría
manufacturada que no podían hacer ellas, era cosa común y corrien-
te, como también al llegar el invierno, ir a edificar piedra por pie-
dra, el puesto abandonado desde noviembre, y traer paja para te-
charlo. Cosechar, rodear, marcar, sembrar, no era nada para estas
bravas mujeres, que sólo empleaban peones cuando la tarea era su-
perior a sus fuerzas. Tal vez este mismo lidiar con ambas caras de la
vida, las hacía mirar con cierto desdén a los hombres que pasaban a
su lado, engreídos en su concepto de sexo fuerte, que reducían un
tanto cada vez que hablaban con respeto de doña Juana Pérez y sus
hijas. Pero si bien cumplían a la perfección las tareas consideradas
masculinas, no por ello olvidaban su sexo. Aunque su madre no se
volvió a casar, primero Marciana y después Agustina, se enredaron
en aventuras amorosas. La primera sólo sacó de ellas un vástago,
varón por suerte y la segunda se fue con su hombre a Yala del Mon-
te Carmelo. Por eso, sólo quedaban ahora ellas tres, con un par de
brazos menos para los trabajos.
Debido a eso es que ella se veía reducida a cuidar ovejas en
Ventura. Durante dos meses y medio en lo más bravo del invierno
andino, desde fines de junio, estaba desterrada allí. Ni vientos ni ne-
vadas habían alcanzado a quebrantarla; ni siquiera esa soledad del
cerro la asustaba. Días y noches así, despertándose a la salida del
sol, cocinaba una comida que ingería antes de salir y que la sosten-
dría hasta la noche, caminaba con sus ovejas todo el día de cerro en
cerro, tras de los manchones de pasto, volvía al crepúsculo con la
majadita y los fieles perros ovejeros, para engullir otra vez el escaso
alimento consistente en mote, sopa de frangollo, papas y charque.
Esa era la sucesión de días que componían la primavera de sus die-
ciocho años, y si ella en su corazón, acostumbrado a todos los sufri-
mientos, guardaba alguna amargura o esperanza de vida mejor, se
cuidaba mucho de mostrarlo. El entregar al cerro cada año su juven-
tud y su vida, demacrándose para engordar un rebaño de animales,
era para ella la cosa más natural.

CHINCANQUI - 209
-Si no viene alguien a cuidarlas, las ovejitas se acabarían mu-
riendo y nosotras que no tenemos empleo ¿qué haríamos sin nuestra
haciendita? –razonó la pastora.
En esto hizo algo que llamó la atención de Normentas. Puso
en una laja un poco de azúcar y la arrimó al fuego; la dulce sustan-
cia por la acción de la llama, se transformó en almíbar y luego en
carbón. Cuidadosamente la raspó de la piedra y se la puso en la
boca.
-¿Para qué es eso? -le preguntó el maestro.
-Es bueno para la garganta -respondió.
-¿Te duele acaso?
-Sí.
-Será del frío.
-No, es que me parece que me ha agarrao la ciénaga. El otro
día, el corderito más bonito, blanquito como escarcha se ha hundiu
en la ciénaga. Me ha dau lástima y fui a sacarlo y cuando estaba
saliendo he pisau sobre un pasto que se ha hundiu y ahí me he asus-
tao fiero. Otra vez también, por sacar a un chivito que se había suje-
tao la pata entre las piedras de un ronque en donde pasaba agua por
abajo, me he resbalao. Desde entonces me ha agarrao esa parte y
siempre me duele la garganta y me da tos.
-¿Y qué hacés todo el día en el cerro?
-Me la paso hilando y cuando hace mucho frío me pongo a te-
jer bajo el rebozo.
-¿No vas para el pueblo? ¿No conocés la Quebrada?
-No, apenitas Tilcara y Maimara, pero de pasadita, cuando va-
mos a comprar proveeduría, después a veces hacemos chicha en la
casa, pero pocos vienen por la lluvia.
Destapó en eso la olla, probó el contenido, sacó de entre la pa-
red de piedras un plato y una cuchara, ambos de madera, echó allí la
sopa y se la alcanzó. Con el hambre, devoró en un dos por tres el
contenido, luego un poco de mote que acompañó con los boquero-
nes de una lata que había llevado, pero que a ella no le gustaron.
Paula se sirvió en el mismo plato, sin lavarlo, su correspondiente
porción de sopa y comió silenciosamente. Terminada la cena, ella
guardó sus enseres de cocina lavándolos, trajo dos cueros y una fra-

210 – ToQo Zuleta


zada y se los dio, encargándole que enterrara el fuego y entró en la
habitación del frente, oyéndose correr las piedras y maderas, al ser
trancadas, precauciones de fórmula para evitar visitantes nocturnos.
Afuera comenzaba a levantarse un vientito que ya conocía.
Enterró el fuego bajo la ceniza, puso en hilera los cueros, se
echó encima, extendió la frazada y se dispuso a dormir ¡Vano inten-
to! A los pocos minutos, los dos perros desde donde estaban echa-
dos, a la puerta de la cocina, se pusieron a ladrar ruidosamente en
sus mismas orejas. Luego, como un compadrito borracho, entró un
chivo y se acomodó al otro lado del fuego, donde se puso a rumiar,
mascando ruidosamente a toda mandíbula. A poco, el viento silbaba
por entre las hendijas de la pared haciéndolo estremecer de frío. Si
se acostaba de lado, se le helaba la espalda. Si de espaldas, le hacía
frío en el pecho, y en cualquier posición los pies, aún con medias de
lana y envueltos en la frazada, se enfriaban. Tarde también descu-
brió que la frazada rivalizaba con la pared en agujeros, por donde se
colaba el aire helado. Así, revolcándose y torturándose con el pen-
samiento de que hubiera podido estar tranquilo, durmiendo lo más
feliz, de no salir de cacería, acabó por llegarle el sueño. Cuando se
despertó, ya la luna había salido y hacía un frío hielahuesos. Tomó
un poco de agua, acomodó sobre el cuerpo como mejor pudo la raí-
da frazada, dio vueltas hacia un lado y otro, procuró hallar la posi-
ción más cómoda, con unas ganas bárbaras de ir a probar si la puer-
ta de la pastora estaría bien trancada.
Nunca supo cuántas veces más se despertó durante esa inter-
minable noche. Por fin a la incierta luz del cuarto menguante, se
sumó la claridad de la madrugada. Sacó las manos de la profundi-
dad del saco donde las había metido, arregló los cueros uno encima
de otro, puso uno a la espalda y se sentó arrebujado en la frazada a
esperar que aclarase más. El gallo, quizás de frío, cantaba una y otra
vez. Pasó un rato así y cuando vio por los agujeros de la pared que
las primeras claridades rojizas comenzaban a pintarse en el horizon-
te, se levantó a orinar. El viento, ya calmado, había arrastrado las
últimas nubes y el cielo límpido de las alturas se matizaba de rosa.
Allá a lo lejos parecía suspendida sobre los altos de Calilegua una
banda intensamente roja, que perdía intensidad a medida que se ha-

CHINCANQUI - 211
cía más alta. Una neblina tenue que salía del monte y del valle, en el
bajo, esfumaba los cerros.
Entró de nuevo a la cocina. Con los golpes de una piedra filo-
sa, como lo había visto hacer, partió los trozos de llareta. Despejó
de cenizas las brasas de la noche anterior y los arrimó a ellas, bas-
tando unos cuantos soplidos para que se alzara la llama. A todo
esto, la pastora no daba señales de vida y recién cuando por segunda
vez golpeó la llareta, sintió algunos movimientos en el interior de la
choza. Haciendo a un lado la puerta apareció una renegrida y des-
greñada cabeza que miró a uno y otro lado y se volvió a meter. A
poco, completamente vestida, salió con dos chivitos bajo el brazo
que echó para el corral. Acto seguido entró a la cocina, lo saludó y
se puso a preparar café. Ahora, ya con la mayor seriedad del mun-
do, charlaron acerca de los guanacos; ella le informó que a la ma-
drugada están en el bajo, y suben el cerro recién bien avanzada la
mañana, cuando las majadas salen al pastoreo, pues los perros de
éstas las corretean. Además le dijo que sólo cada dos o tres días ba-
jan a la aguada, cerca del camino y esas tropas de veinte o más tie-
nen los animales más gordos, aquellos animales que andan de dos o
tres generalmente están flacos.
Luego que tomó el café, cargó el rifle, puso en el bolsillo los
dos cargadores y preparó su bolsa. Entonces se despidió de la pas-
torcita agradeciéndole su hospitalidad, y prometiéndole la carne de
los guanacos que cazara. Bajó por las pircas, cruzó el corral, pasó el
torrente y se puso en camino. El sol ya estaba elevado en el horizon-
te y allá en su puesto se quedó María. Pensó que era ejemplo de la
fortaleza física y moral de los habitantes de estos inhóspitos lugares,
que imponen su superioridad al duro medio y lo conquistan arran-
cándole sus secretos y dándole vida tal como lo hacen desde cientos
de años atrás.
Un leve frío corría por encima de las ciénagas que dan su
nombre a Campo Laguna, paradero de vicuñas y guanacos. Rifle al
hombro, bien abrigado con pasamontaña, piloto y guantes, empezó
la ascensión rebosante de vigor y optimismo. Al comenzar a subir
por la cerroladera que bordeaba las ciénagas, en medio de las pie-
dras se escuchaba una corriente subterránea que bajaba de lo alto.

212 – ToQo Zuleta


¡Cómo había vizcachas! Pasaban corriendo y se perdían. Mi-
raba a diez o quince metros adelante y allí estaban, entrecru-zándose
en todas direcciones. Algunas, más curiosas, se sentaban mostrando
su vientre amarillo encima de las piedras. Hizo un tiro a una para
probar puntería, pero le falló, pues no salió la bala.
Al dar vuelta una lomita, se encontró con un rebaño de guana-
cos como a cincuenta metros. De pie, les hizo un tiro. Nada. Al sen-
tir el estampido comenzaron a galopar buscando el amparo del filo.
Otro disparo y otro más. Nada tampoco. No supo a qué atribuirlo, si
a la nerviosidad o la alza del rifle que estaba muy arriba, pero erró
miserablemente. Se perdieron atrás del cerro y él siguió ascendien-
do. Los pastos le pinchaban dolorosamente a través del pantalón y
las medias, como verdaderas espinas. Llegó arriba y pudo admirar a
sus pies el vasto panorama de esa altiplanicie donde el pasto siem-
pre está verde. Caminó por la falda, paralelamente a las ciénagas,
por los cami-nos de los guanacos, donde se veían claramente sus
huellas impresas en la tierra ocre, en medio de las pajas y piedras;
de trecho en trecho se veían sus revolcaderos o montones negros de
excremento formados por la costumbre de defecar en un mismo lu-
gar todo un rebaño.
Andando cerro arriba, de pronto llegó a un filo y otra vez ellos
le vieron antes. Un grupo de guanacos que se encontraba en el hue-
co, ante la alarma de sus vigías, subió a todo galope la falda opuesta
hasta dar vuelta y perderse de vista. Otra vez hizo fuego, pero sin
ningún éxito tampoco.
Miró a donde se perdieron y vio a lo lejos recortadas sobre el
cielo las siluetas de numerosos animales. Ahí está la tropa, pensó y
trotó más arriba todavía para sorprenderles desde encima. Así llegó
a la cumbre más alta de todas. Con más experiencia esta vez, co-
menzó a bajar cautelosamente mirando en todas direcciones. Esas
ciénagas eran larguísimas. Venían desde quién sabe dónde para per-
derse allá a lo lejos, en una abra por el lado de Huacalera que debía
ser Abra de la Cruz. Cuando descendía vio de pronto un guanaco
cerca, pocos metros más abajo. No quiso tirarle y se acható contra el
suelo. A poco el camélido se retiró y el cazador continuó bajando.
En esto vio algo parecido a tres guanacos que desfilaban a un costa-

CHINCANQUI - 213
do, a menos de una cuadra de distancia. Aquí la vista le jugó una
mala pasada. En su inmovilidad, confundió con piedras a los tres
animales, bien vivos como lo demostraron al salir a los saltos cuan-
do le vieron bajar ruidosamente. Descendieron a lo que daban sus
miembros, con relinchos que dieron la alarma; de pronto vio salir
prácticamente de bajo sus pies, el rebaño más numeroso que hubiera
visto de guanacos. El también, poseído de cólera y enojo por lo que
había perdido, bajó a grandes saltos la ladera blandiendo el rifle con
la esperanza de acercarse lo suficiente para hacerles un tiro.
¡Una ilusión! La tropa se dividió en tres columnas, como pudo
apreciar perfectamente desde la altura; una se dirigió ciénaga abajo
a su izquierda, otra compuesta de la mayor parte, ciénaga arriba por
el lado del abra y la tercera se fue rectamente al medio de las ciéna-
gas del frente, donde quedaron a la expectativa. Dedicó su atención
a la segunda columna. Enfiló sin parar un momento hacia el abra
pasando junto a un montón de guanacos que estaban inmóviles.
Mientras tanto, él descendió y al ver la tropa enfiló hacia ella. Al
ver que se acercaba comenzaron a inquietarse y lentamente se fue-
ron retirando a un costado, retirada que se convirtió en franca huída
cuando, ya abajo, se les acercó. Al ver que corrían en dirección a
una pequeña altura tuvo una súbita inspiración y también comenzó a
correr hacia allí, hasta que desaparecieron y los perdió de vista, por
estar la lomita en medio. Su plan era asomarse de golpe por el filo
de la lomita. Subió corriendo al montículo; cuando apareció arriba
los tuvo ahí y creyó realizado el sueño de un cazador. Otra vez in-
tervino la mala suerte; casi sin apuntar, llevado por el entusiasmo,
disparó un tiro que le pareció haber pegado a alguno del rebaño;
pero el siguiente no salió.
Enfurecido, corrió el seguro hacia atrás pero no saltó nada.
Miró en su interior; la vaina estaba atascada y trababa la salida de la
otra bala. Maldijo en todos los términos, buscó algo con punta para
destrancar la chala pero no halló nada. Tuvo que bajar de sus hom-
bros la bolsa, sacar el cuchillo y recién pudo tener otra vez el rifle
listo para disparar. Para entonces los guanacos se habían recobrado
del susto y corrían allá lejos, rumbo a la ladera del cerro que no tar-
daron en subir.

214 – ToQo Zuleta


Insultó, corrió por detrás, pero al ver que no iba a ser posible
alcanzarlos, se quedó acezando, con el corazón latiéndole fuerte-
mente. No era para menos; estaba a casi cinco mil metros. Luego se
enteraría que las balas calibre 22 son demasiado pequeñas para es-
tos animales. Además, como la bala va girando, al pasar por la lana
se enreda en ella y pierde penetración. De todos modos, hiere al ani-
mal, quien sufre dolorosamente. A veces se cura, y otras muere al
cabo de varios días.
En eso comenzaron a ocurrir varias cosas de pronto. Vio pasar
allí, a pocos metros de donde estaba, a una vicuñita, con ese paso
ágil y el porte elegante de esos animalitos. Aunque él no hizo el me-
nor ruido, se detuvo de golpe y lo miró, volviendo hacia él su cabe-
za. Esos ojos de mujer, grandes y oscuros, lo examinaron desafian-
tes. Levantó levemente el rifle. Desde esa distancia no podía errarle,
mas algo le dijo en su cerebro. No le dispares. Pero él había salido a
cazar y trató de justificarse. Es muy chiquita, pensó. Mientras tanto,
la vicuñita, caminando majestuosamente, se dirigió hacia unos pe-
ñascales y desapareció detrás de ellos.
Se incorporó para ver mejor; tal vez estaría por allí la manada,
y cuando miraba, se alzó amenazadora allá al frente, la figura de un
hombre grandote, todo vestido de negro, hasta el sombrero, pero sin
que se distinguieran las prendas de su indumentaria y mucho menos
sus rasgos. Estaría a una cuadra de distancia, en lo alto del cerro.
Entonces lanzó un silbido hielasangre y luego, con un látigo que te-
nía en la mano, golpeó repetidas veces el suelo, resonando su chas-
quido en el silencio. En seguida, con una voz fuerte y dominante ex-
clamó ¡¡Está prohibido cazar vicuñas!!
Paralizado de estupor, Normentas veía y escuchaba todo esto.
Pensó que la altura tiene extraños fenómenos, causados por el aire
seco, la reverberación del sol, el aire enrarecido, que hace parecer a
las cosas a veces más grandes de lo que son y amplifica los sonidos.
De otra manera no se explicaba el tamaño del hombre y el volumen
de su voz. Pero lo que le inquietó y sacó de su inmovilidad, fue que
luego de pronunciadas esas palabras, comenzó a avanzar hacia él ¡y
su figura se agigantaba a cada paso! Con un acto reflejo, levantó el
rifle a la cara y apuntó. Entonces la figura, que sólo había dado dos

CHINCANQUI - 215
o tres pasos, se detuvo, dio un paso al costado y desapareció entre
los peñascales de donde había salido.
Pensó en individualizarlo, corrió hacia allí, no fuera que lo de-
nunciara. Pero llegó allá y, ni un ser viviente. Tan sólo unas gigan-
tescas rocas que dejaban entre ellas espacios oscuros y profundos,
casi como cuevas. De golpe le entró miedo y se mandó a mudar lo
más rápido que pudo.
Muerto de susto, cansado y con el estómago vacío emprendió
el regreso. Sin dejar de caminar, abrió una lata de sardinas, último
comestible que le quedaba en la bolsa y con un dedo la comió inte-
gra. Pasó por un puesto abandonado. Más adelante vio un rebaño de
ovejas que creyó fueran de María y luego otro puesto que también
supuso deshabitado, pero al acercarse más vio ropa en sus paredes y
alguien en su interior que se movía ¡Cuál no sería su sorpresa cuan-
do vio salir a Arsenio, su alumno! Por un momento pensó que don
Ceferino estaba ahí también, pero recordó que el día anterior lo vie-
ron pasar para el valle. Cuando hablaron se aclaró el misterio. Efec-
tivamente, su padrastro siguió viaje, pero él se quedó en este puesto
de una tía, mientras ella iba a otro de ahí cerca. Le contó las expe-
riencias de ese día. Él lo escuchó atentamente y cuando terminó
murmuró asustado.
-¡Se le ha presentao el Coquena! -El maestro conocía la leyen-
da del dios de las vicuñas y atinó a preguntar.
-¿El hombre grandote, no es cierto? -El niño, sin mirarlo y po-
niendo toda su atención en la rueca con que hilaba, agregó-. Era la
vicuñita y el hombre de negro.
Sintiendo un escalofrío, miró las cumbres, que le parecieron
amenazantes como nunca, se despidió y empezó a bajar hacia Que-
rosillayoc.

216 – ToQo Zuleta


Capitulo XV

BORRAMEMORIAS
Cuando vio por primera vez a Copatiti, le impresionaron sus
ojos. Miraban de frente sin parpadear, y hacían sentir incómodo.
Sus ademanes y su porte, tampoco eran los de la gente que el
maestro trataba todos los días. Caminaba con paso fácil y seguro.
No era muy alto, una estatura regular, cara muy quemada por el sol
y una ropa rara, de barracán marrón, casi negro pero no del estilo
vallisto. El sombrero tampoco tenía los adornos de plata del valle.
Sobre un hombro traía colgada una alforja negra bordada.
-Buenos días, director -le saludó.
-Buenos días -contestó el otro.
-Venía a saber de un escuelino -Su acento era muy raro; a
ratos recalcaba las eses y por momentos tenía un dejo porteño.
-¡Cómo no! ¿Cuál será? -preguntó el docente.
-Se llama Arsenio Zerpa -dijo el desconocido.
-¡Ah! ¡Sutiyqui, sí! -se rió-. ¿Usted es algo de él?
-Yo soy el padre -afirmó, serio.
-¿Entonces, usted es...? -se asombró el maestro.
-Tal cual. Lo tuve hace varios años, cuando vine aquí. Su
madre era puestera, y cuando se casó me lo llevé. Después, lo traje
de vuelta, para que entrara a la escuela.
-Dice que usted le enseñó a leer.
-Sí, tendría tres años y medio. ¿Por qué le dicen Sutiyqui?
-Por lo que pude saber, cuando vino de regreso, hablaba
mezclado con quechua, debido a eso sus compañeros bromeaban y
le pusieron ese apodo.

CHINCANQUI - 217
-Es curioso, quiere decir tu nombre -reflexionó el desconoci-do-.
Y hasta premonitorio.
-¿Cómo? -reaccionó el maestro.
-Sí, todo va encajando ¿Usted sabe que me dicen Chincanqui?
-Chincanqui... Parece que dijera te perderás -masculló el maestro.
-Exactamente ¿Usted habla quechua?
-No... No -retrocedió.
-Sin embargo usted tiene aspecto de puneño -atacó Chincanqui.
-Bueno... sí. Entiendo un poco, pero no hablo -Su visitante lo miró
compasivamente.
-Claro. Apuesto que sus padres hablaban quechua pero nunca qui-
sieron que aprendiera.
-¿Cómo lo sabe?
-Yo sé muchas cosas, y las que no, las intuyo o deduzco. Es fácil.
Lo que no conozco es cómo anda mi chango en la escuela.
-¡Ah sí! Mire. Arsenio marcha perfectamente. Demasiado quizás.
-¿Qué quiere decir?
-Me da la impresión de saber demasiado y que por ahí, hasta disi-
mula lo que conoce; lee de todo, pero no quiere hablar mucho. Igual
en las clases. Cuando da las lecciones, dice lo justo, ni una palabra
demás. ¿Qué le puedo decir? Es bueno en geografía, en historia, un
poco menos en matemáticas y lo que hay en el manual acerca de fí-
sica, química y biología, ya lo aprendió. En cuanto a música, saca a
oído cualquier melodía en su zampoña. También se defiende dibu-
jando.
-Me dijeron que vive con usted.
-Sí, don Ceferino me lo mandó como ayudante, pero hoy domin-
go se va a ayudar en su casa. Mañana a primera hora va a estar aquí.
-Entonces recién mañana lo voy a ver. Sabe, no quiero ir a su
casa para evitar problemas. Don Ceferino es medio susceptible.
-¿Tiene donde quedarse?
-No, pero conozco gente.
-Puede dormir aquí. Armaremos su cama en la cocina, donde
duerme Arsenio -le ofreció cediendo a un impulso. Chincanqui va-
ciló.
-No quisiera molestar...

218 – ToQo Zuleta


-¡No, hombre, no es molestia! Así de paso conversa con su hijo
cuando venga.
-Bueno, maestro ¿Dónde, entonces? -aceptó.

Pablo estaba curioso ¿Qué clase de hombre era ese, capaz de en-
señar a leer a un chico tan pequeño? Presentía que ese encuentro se-
ría importante para él, así que esa noche, mientras preparaba su co-
mida al calor del fuego, trató de entablar conversación. Pero él se
anticipó.
-¿Cuánto tiempo ya lleva enseñando?
-Recién es el primer año- confesó, con un poco de vergüenza.
-¿Y les enseña a sus alumnos a sacar provecho de su tierra? -pre-
guntó.
-¿Qué? Eso no está en el programa -repuso.
-Sin embargo, es lo primero que tendría que enseñarles. Además,
inclinarlos al amor de la Pachamama.
-No me dijeron eso mis profesores en la escuela Normal -se de-
fendió.
-Por eso se lo hago notar ahora. En un maestro que viene de
afuera, sería comprensible, pero usted es nativo de aquí.
El maestro revisó la olla en la que cocía la sopa, tomó dos pla-
tos y comenzó a servir.
-Siga, siga, que le escucho.
-¿Qué busca la educación en estos lugares? -le preguntó con
voz pausada su visitante.
Normentas le dijo lo de siempre, inculcado desde la escuela
Normal:
-Formar un buen argentino, que sea una esperanza para la pa-
tria –recitó mientras se sentaba con su plato.
-Ese sería el ideal, como vi escrito en la puerta de alguna es-
cuela. Dios, Patria, Hogar, ¿no es cierto? -opinó Narciso y comenzó
a comer.
-Y sí, más o menos sería así -contestó, pensativo.
-Claro, los ideales de la educación condensados en tres pala-
bras. De Dios no digamos nada por el momento, ni del hogar tam-
poco. ¿Pero la Patria? ¿Patria es solamente venerar sus símbolos?

CHINCANQUI - 219
-Agarró con dos dedos una presa de cordero y comenzó a desgarrar-
la con los dientes.
-Es que no es tan así don Chincanqui. Símbolo es la
representación visible de lo abstracto. Como la imagen de una
persona querida, mi padre, que falleció, pero puedo venerarlo en
foto -trató de explicarle.
-Claro, eso lo entiendo, maestro, pero que los argentinos
crezcan respetando más a Europa, creyendo que lo mejor está allá, y
la civilización viene de ahí, eso no es muy patriótico que digamos;
menos que me eduquen para creer que sólo en la ciudad puedo vivir
dignamente. Entonces si mi patria es la misma aquí y en Buenos
Aires, me voy a vivir allá, o si tengo la suerte de ser descendiente de
europeos, ya que la ley lo permite, saco un pasaporte europeo y
emigro, como hacen muchos argentinos. Y algunos los envidian...
-¿Y está mal eso? -atinó a contestarle.
-Es más o menos como si yo todos los días, me pusiera a be-
sar la foto de mis padres, le pusiera flores, pero agarrara, y en vez
de agrandarla vendiera la casa que me dejaron; en vez de cultivar la
tierra que heredé de ellos, la dejara botada y me fuera a vivir a otro
lado.
-Es que si no hay fuentes de trabajo...
-¡Claro! ¡Qué va a haber, si la gente joven, capaz, se va!
¿Quién va a hacer progresar y florecer la tierra? Pero yo deseaba
hacerle comprender algo; lo que se enseña actualmente no ayuda a
venerar, respetar y engrandecer la patria o el hogar. La educación
actual busca formar un ciudadano temeroso de las leyes, que pague
los impuestos, y sea un buen consumidor. El respeto a la naturaleza,
actuar en comunidad, vivir de lo que plante y críe, hacer progresar
el lugar en que vive, crear cosas con sus manos y mejorarse intelec-
tualmente para ser útil a sus semejantes, no sólo a sí mismo, eso no
lo enseña.
Terminó de comer y se acuclilló a lavar su plato en un balde.
Lo mismo hizo con su cuchara y se volvió a sentar, con aire satisfe-
cho.
-El maestro miró a Chincanqui sin poder creer lo que oía.

220 – ToQo Zuleta


-¿Me está diciendo que yo estaba equivocado todo este tiem-
po?
-Totalmente. Las descripciones de la vida de la clase media
alta en Buenos Aires, siguen siendo la lectura obligatoria para los
niños y jóvenes indígenas que, en cambio, ignoran totalmente los
problemas sociales de sus propias regiones. En regiones fundamen-
talmente agrícolas como ésta los problemas de la agricultura no for-
man parte de los programas escolares, que más bien dedican horas
enteras al estudio de la historia europea.
-Yo creía estar cumpliendo un apostolado.
-Quizás, el de apóstol occidental y cristiano.
-Pero algo de bueno habré hecho.
-Por supuesto, les ha enseñado a leer y escribir y las operacio-
nes matemáticas, pero usted mismo pregúntese ¿Cuál es el resulta-
do? ¿Los chicos se quedan, para honrar a sus padres y hacer florecer
su tierra?
-No -admitió penosamente el maestro.
-Claro, se les enseña otra forma de vida, deslumbrándoles con
las luces de la gran ciudad, sin mostrarles la contraparte, tal vez por-
que usted mismo no la conoce o, inconscientemente, sólo quiere ha-
cerles ver lo bueno. Estoy seguro que en los programas de geografía
no le dan la más mínima importancia a Querosillayoc. Y en Histo-
ria... la historia viene de allá para acá, de la europea a la nacional y
de ahí recién a la del lugar.
-Tendría que ser al revés -razonó el maestro.
-Exactamente. Por eso, por la destrucción sistemática de sus
valores culturales, el poblador de la Quebrada, la Puna y estos va-
lles pierde su identidad cultural, aprende a valorar lo europeo y a
despreciar sus propios valores. Entonces, ya no quiere a su tierra. Y
al no quererla, la abandona. Como resultado, viene la despoblación.
-¿Y qué puedo hacer? -preguntó el maestro.
-Desde ahora en adelante, deles los conocimientos, las armas
con que tienen que luchar en la vida, pero al mismo tiempo, enséñe-
les a querer esta tierra en que nacieron, y trate de estimular su ima-
ginación para que puedan sacar provecho de ella.

CHINCANQUI - 221
-¡Eh, don Chincanqui! ¡Usted me quema mis libros, me rompe
todos los esquemas!
-No hay más remedio, porque si no, va a seguir educando a mi
hijo de la forma que yo no quiero. ¿Ahora me entiende?

El director se quedó callado, mirando alternativamente el fue-


go que ardía en la cocina y al hombre sentado frente a él, recio e im-
penetrable. No sabía que estaba frente al buscado Chincanqui, el es-
tudiante de medicina que había abandonado en los últimos cursos, y
se había lanzado a las montañas, convertido en yunga, a curar a sus
hermanos de los males físicos, y al mismo tiempo, abrir los ojos a
indios y blancos.
Podía apreciarse que su saber era amplio, sus ideas claras y
firmes, y hasta lo que él podía juzgar, verdaderas ¡Ojalá nunca te
hubiera encontrado! pensó.
-Me voy a dormir, mañana tengo clase -dijo, mientras se le-
vantaba.
-Gracias por la comida, yo también voy a descansar. Mañana
voy a salir tempranito, he de volver a la noche -respondió Copatiti.
-No es nada, hasta mañana.
-Hasta mañana.
Al día siguiente, cuando llegó Arsenio, le avisó la novedad.
No lo exteriorizó, pero notó la alegría del muchacho.
Ese regocijo se desbordó esa noche, cuando se encontraron
padre e hijo. Cuando el director entró, ya Chincanqui había puesto
la olla al fuego y estaba preparando un guiso ayudado por su retoño.
-Huele muy lindo lo que cocina -le dijo.
-Ah, es un quiso de charqui con papas y hojas de quinoa -res-
pondió, sin dejar de menear el contenido.
-No sabía que la hoja de quinoa se comía -observó el maestro.
-En realidad hay muchas cosas que no se comen porque se ig-
nora su uso, y otras se consumen por obligación.
-¿Cómo es eso? -le azuzó.
-Claro, a la gente le hacen comer pan, o quieren implantarle la
soja, despreciando al maíz por ejemplo. El español siempre ha dis-
criminado este grano, y se dará cuenta por el hecho de que actual-

222 – ToQo Zuleta


mente, en toda Europa se consume maíz en todas formas, menos en
España, donde sólo lo usan para alimento del ganado, fabricar al-
cohol y elaborar aceite. Vuelven trigoadicta a la gente como decía
un presidente peruano.
-¿Y qué tiene de malo? -observó.
-Mucho, porque la aparta de su dieta ancestral. La habitúa a
comer carne fresca vacuna y ahí viene la gordura con todas sus con-
secuencias, ayudada por el pan y el azúcar.
-¿El azúcar? -se asombró.
-Justamente. En los descendientes de indígenas produce una
mayor predisposición a la diabetes.
-¿Así que por eso? ¡Ahora comprendo por qué hay gente de
aquí que vive hasta los cien años o más y otros que no llegan a los
cuarenta!
-Y los que viven más son los que conservan su dieta basada
en maíz, papas, ocas, quinoa y no consumen los alimentos traídos
por los conquistadores.
-Pero por lo menos toman leche.
-Ese es otro de los errores. La leche de vaca o de cabra no les
aprovecha a los chicos.
Con esta afirmación Pablo quedó totalmente confundido. Su
visitante aprovechó para servir la comida.
-Sírvase maestro, y ahora le explico –dijo.
Le alcanzó un plato humeante, sirvió otro a su hijo y recién
comió él.
-Usted me va a entender -continuó explicando mientras co-
mía-. Vacas y cabras las trajeron los españoles en sus barcos. Antes
no existían aquí. No se tomaba leche. Por eso, nuestros estómagos
no tienen la enzima que digiere la leche de esos animales. Sólo di-
gerimos la leche humana, la materna. Las otras nos hacen mal.
-Claro -atinó a decir el director mientras reflexionaba.
Este hombre acertaba en todas. Él mismo se obligaba a tomar
leche, creyendo de buena fe que su organismo la necesitaba, a pesar
de que cada vez la repetía, le daba flatulencias, le hacía doler la
barriga, y no se contuvo más.

CHINCANQUI - 223
-¡Entonces cuando, creyendo hacerles un bien, les enseño a
los chicos a endulzar su desayuno y les obligo a tomar leche, les
estoy haciendo mal! -exclamó. Chincanqui lo miró, mientras se
levantaba a lavar su plato.
-Ahora se dará cuenta por qué estoy aquí, aparte de visitar a
mi hijo por supuesto -Miró con cariño a Arsenio, que en ese
momento terminaba de rebañar su plato-. Como usted tiene un papel
de importancia en la vida futura de estos chicos, quiero aclararle
algo más.
-Lo escucho -fue todo lo que pudo decir el maestro.
-Me queda aclararle algo acerca de nosotros: los indígenas,
indios, nativos, aborígenes, autóctonos, originarios o como sea que
nos llamen, y de la discriminación que hacen con nosotros. ¿No le
aburro?
-No, es interesante, además me aclara muchas cosas -y se
colocó al lado del fuego.
-No sé si sabía que aún existen indígenas –preguntó el
curandero.
-Bueno, creo que hay algunos en lugares muy alejados.
-Está en un error. Todos nosotros lo somos.
-¿Yo? -se sorprendió el maestro.
-Sí. Usted también -le respondió y prosiguió-. Estamos los
que somos indios y orgullosos de serlo. Otros han olvidado que lo
son, o les han convencido de que ya no son indígenas. Pero todos
vivimos aún en nuestras tierras. En cambio, están los que han
emigrado, y ya no están en contacto con la Pachamama. Son indios
o descendientes de indios, o lo que llaman mestizos, pero ya no
viven entre nosotros. Hay tres clases de desarraigados: los
renegados, que voluntariamente han cortado todos los lazos que los
unía a la Madre Tierra. Por otro lado los trasplantados, que se han
mimetizado en un medio extraño y tratan de disimular, porque
saben que si se manifiestan como son, los discriminarán. Continúan
viviendo en parte como lo hacen sus hermanos en su tierra, han
olvidado algunas ceremonias, ya no hablan su lengua nativa más
que entre marido y mujer o abuelos. Sus hijos los desprecian y hasta

224 – ToQo Zuleta


les prohíben que hablen su idioma. Y por último están los que
despiertan por algún estímulo y vuelven la vista hacia sus raíces.
Inclusive sus hijos, a pesar de no haber nacido ya en la tierra,
sienten su sangre tironearles y quieren saber más de sus ancestros.
Pero con ellos hay un tremendo desencuentro. Han perdido el
contacto con la tierra y ya no viven su realidad. Sin embargo, son
valiosos, porque reafirman su ser, y hasta se nuclean en
instituciones. Pueden ayudar, pero no decidir por sus hermanos.
Copatiti se detuvo para tomar un poco de agua y Normentas
aprovechó para comentar.
-O sea que no se olvidan de su tierra.
-Ojo que no son todos. Son algunos nomás. Los vi en Buenos
Aires. Han formado una asociación para defender al indígena. Pero
tienen las manos y lo que es peor, la mente, atada. Viven pensando
en el pasado mítico de gloria y están desconectados del presente. A
su alrededor se mueve un mundo de antropólogos, oportunistas y
políticos y entre estos hermanos urbanos hay algunos bien
intencionados. En realidad son inofensivos y lo único bueno que
están haciendo es concientizar a los hermanos indecisos y a la gente
blanca de las ciudades.
-Sí, he visto a varios en Humahuaca, cuando vuelven para los
carnavales -interrumpió Pablo.
-Entonces sabe de qué le estoy hablando. Me queda por
decirle una última cosa, porque ya no tengo mucho tiempo. Debo
estar temprano en una casa donde me necesitan, y no sé a qué hora
volveré. Escuche bien. Ser indio ya no es como antes. Ahora, no
sólo es aborigen el que desciende de aborígenes, sino también el
que quiere serlo. En otras palabras, ser indígena ya no es una
cuestión de sangre, color de piel, antepasados o lengua. En estos
momentos, ser indio, o ser blanco, es más un asunto psicológico y
de espíritu; uno es indio por corazón y cerebro. Entonces, pueden
existir gringos que se vuelvan indios, como hay indígenas que no
quieren serlo, y que a lo mejor desprecian y explotan a sus
hermanos, más que los propios blancos.
-¿Usted me está diciendo que puede haber aborígenes
gringos? Parece un poco... contradictorio -volvió a interrumpir.

CHINCANQUI - 225
-Pero así es- suspiró el que le hablaba -Ahora hay indios de
aspecto y de sangre, que son más explotadores de sus hermanos que
los propios blancos. Ellos ya no son indios. No quieren serlo, y lo
demuestran. Por otro lado, hay gringos que quieren, y logran, ser un
indígena más. ¿Por qué tenemos que discriminarlos? Y recuerde; el
ser humano a veces tiene que elegir; yo también lo hice, y opté por
ser indio, lo obvio, aunque me costó mucho. Le puedo asegurar que
desde entonces soy más feliz, y más útil para mis hermanos. Bueno,
creo que Arsenio ya se ha dormido. Usted también tiene que
descansar. Tiene mi hijo, que significa mucho, entre sus manos.
Aunque ya le he enseñado a cuidarse, le falta todavía. Pero, sobre
todo, maestro, no tiene que seguir borrando en la memoria misma
de nuestro pueblo.

Tenía que ir, sin falta, a curar a la hija del arriero Santos
Ábalos, así que ese viernes al aclarar salió de la escuela. Decidió
bajar por el camino de la playa. Cuando llegó al río, el nublado
comenzó a descargar gotitas que mojaban, si bien no alcanzaban a
ser llovizna. Llegó a Alisar, residencia de don Santos, a media
mañana.
-¡Menos mal que ha llegado! -se alegró-. ¡Mi hija desde ayer
que está pujando y no puede parir!
Chincanqui entró y miró a la parturienta. Era joven, pero
estaba agotada por el esfuerzo. Su madre, sentada al lado del
tientocatre, los miró con impotencia. Por encima de la ropa, palpó el
vientre hinchado.
-Traiga algo para hacerle la poncheadura. Está mal colocado
el chico -ordenó. Santos salió y volvió con un poncho de lana color
borravino.
-¿Esto estará bien? -se esperanzó.
-¡La vamos a ponchear entre los dos! -exclamó Copatiti y
tendió la prenda en el piso de tierra–. Usted de los hombros y yo de
los pies, la pongamos encima.
Con mucho cuidado, sacaron a la mujer de la cama y la
hicieron echar boca arriba encima de la prenda.

226 – ToQo Zuleta


-Ahora agarre usted de esas dos puntas, yo de las otras y la
hagamos rodar a uno y otro lado.
-Sí, yo he visto una vez como lo hacían -recordó el dueño de
casa.
Los dos hombres se pusieron en acción. Después de un cuarto
de hora, cubiertos de sudor, pararon. Copatiti volvió a palpar a la
mujer.
-Parece que se ha acomodado, pero le voy a hablar, de todos
modos. La pongamos en la cama. Cuando la mujer estuvo acostada,
pegó su boca al vientre abultado y comenzó a mover los labios.
-La dejemos descansar, pero usted señora, quédese con ella,
porque en cualquier momento va a salir el chico -aseguró.
-Hasta mientras, pase a la cocina, va a comer alguito - invitó
el hombre.
Cuando ambos estaban comiendo un guiso de papa verde, se
escucharon unos quejidos y luego el llanto de una criatura.
Terminaron de comer y entraron en la habitación. La abuela estaba
cortando el cordón umbilical.
-Machito es -dijo por todo comentario.
-¿Endeveras le ha hablao? -se animó a preguntar el arriero.
-Sí, le he dicho que termine de darse vuelta. Parece que me
entendió -contestó sonriente Chincanqui.
-¡Menos mal que todo ha salido bien! ¡Ahora podemos ir a
una fiesta que va a haber en Loma Larga! -se entusiasmó Santos.
-¿Por dónde es?
-Es pasando Molulo. Sería lindo que fuera, así conoce. Don
Alejandro ha oído hablar de usted y se va a alegrar cuando lo vea.
Usted me puede esperar en la escuela de Molulo y yo lo voy a
encontrar ahí para que nos vayamos juntos a Loma Larga.
-Bueno, hagamos así -se animó.
-Ahora, duerma bien y mañana sale -invitó el dueño de casa.
Así, al día siguiente, cuando don Santos se puso desde las seis
de la mañana a elegir papas para la siembra, no le hizo caso y siguió
en la cama. Recién a las ocho se levantó y emprendió viaje a
Molulo. Caminó cuesta arriba por el caminito de herradura,

CHINCANQUI - 227
disfrutando del verde, el canto de los pajaritos, y a eso de las doce
llegó a la casa de don Marcos Lamas.
-¡Don Chincanqui! ¿De vuelta por aquí? -lo saludó. Lamas
estaba agradecido de una vez que lo curó de una úlcera rebelde.
-Sí. Aquí me voy a encontrar con don Santos- explicó.
-No lo veía desde esa vez que vino a buscar a su guagua.
-Así es, ando levantando mis rastros -aclaró Copatiti.
La esposa de don Marcos le dio comida y salió luego para la
escuela, aproximándose lo más despacio que pudo, porque sabía
que el maestro estaba dando clase los sábados. Con todo, llegó a sus
inmediaciones demasiado temprano, así que puso el poncho
doblado en el suelo, como cabecera la alforja y echó un sueñito.
Durmió hasta que le despertó la campanita anunciando la
terminación del día escolar y los chicos comenzaron a salir. Tuvo
que dar la mano uno por uno a los que encontró en el camino y les
preguntó qué era un pozo ahí al costado del camino de la escuela,
bien pircadito circularmente y semicubierto con piedras; le dijeron
que de allí extrajeron un tapado.
Don Santos lo esperaba bajo el sauce. Después de saludarse
comenzaron a caminar. Bajaron a la playa y cruzaron, con paso
apresurado. ¿Siempre caminaba así o lo hacía para probar a su
compañero?
De esa forma, comenzó a llevarlo por una angosta senda es-
condida entre las plantas del cerro. Subían y subían por una pen-
diente interminable y casi vertical, él adelante y Narciso pegado a
sus talones. Al llegar a la primera cresta estaba ya exhausto, pero
sacó fuerzas de flaqueza y no descansó para no dar su brazo a tor-
cer. Siguieron por unos sinuosos senderos, ya en la cima de la peña.
Más allá del cansancio, sus piernas se movían automáticamente, es-
cuchándose sólo su fatigoso jadear. El ronco sonido de la corneta se
escuchó en medio de los árboles. Allá arriba vislumbró unas formas
oscuras y cuadradas, y supo que estaba en la casa. El cornetero, solo
en el patio, bajaba y subía su largo instrumento de caña. Pasaron a
su lado y se metieron en la habitación más próxima. Allí estaban los
dueños de casa. Se saludaron y ellos les alcanzaron un jarro de chi-
cha y otro de yerbeado.

228 – ToQo Zuleta


Era un alegre atardecer del valle despejado y fresco. El curan-
dero se desparramó en la silla, mientras paladeaba el líquido gual-
doso. En una piedra contra la pared tomó asiento Santos Ábalos. Al
lado, en otro bloque rocoso, una pastora de nombre Dominga y más
lejos una viejita arrugada, pero de paso elástico y firme, que la due-
ña de casa llamaba mamá.
Un chiquillo mascaba en la puerta de la cocina la caña que le
trajo su padre de Ledesma. El primogénito Cipriano inclinándose y
enderezándose al compás de la melodía, tocaba la caña de cuatro
metros. Aspiraba aire ruidosamente y lo emitía por una punta del
instrumento. Salía por el otro extremo, a través de una bocina de
lata, en roncos y melancólicos sones que repercutían por el valle.
El pasante, don Alejandro, caminó tres días desde Ledesma a
fin de llegar a tiempo para su fiesta. Trajo en sus alforjas pan, caña,
alcohol, yerba, azúcar, bombas de estruendo, todo lo que pudo ad-
quirir con su escaso jornal, como él mismo se quejaba, medio pica-
dito por el alcohol que tomó para acortar el viaje.
Entró más gente: Daniel Girón, el manco de quien había oído
hablar, con su esposa y tres jóvenes vallistos. Todos tomaron asien-
to alrededor del patio menos don Girón que, todo emponchado, se
acercó a la habitación.
-¡Aquí ha llegao gente antigua! ¿Dónde está la chichita? -ex-
clamó.
Era la víspera de la fiesta del santo tutelar de esta casa y pro-
metía ser de las buenas, por la cantidad de invitados que llegaban e
inmediatamente desmontados saludaban desde afuera. Mientras es-
peraban en el patio el comienzo de los rezos, Alejandro repartía ci-
garrillos y don Girón les alcanzaba con su único brazo jarros de chi-
cha vallista.
En medio del frío que aumentaba, Chincanqui fue a orinar y
de paso dio vuelta a la casa observándola. Ubicada en una pequeña
meseta en medio de los alisos que cubrían el cerro, estaba edificada
con adobe, revocada por dentro con barro y luego blanqueada. Los
cimientos eran de piedra, los techos tenían tirantes de pino, una cu-
bierta de caña y una capa espesa de barro arcilloso mezclado con

CHINCANQUI - 229
paja, pero colocado de tal forma que sólo se veían los tallos y hojas
de la planta, así que la casa parecía tener una cabellera rubia.
Tenía la forma de una “ele” mayúscula; en el brazo más largo
estaba el dormitorio y comedor, con las tientocamas en la mitad y
una mesa, con asientos hechos de tablones contra las paredes, todo
de madera canteada a mano con azuela. Luego venía el depósito
donde se guardaba el maíz, los aperos de labranza, las herramientas,
los lazos, la proveeduría y todo lo necesario para la vida en esas so-
ledades.
En el brazo corto se encontraba la cocina, muy importante
para la vida de la familia. Contra la pared se había construido el fo-
gón, sobre una plataforma de adobe. Tenía forma de U y estaba cru-
zado por gruesos hierros, sobre los cuales iban las barroollas, de di-
ferentes formas y tamaños. Atrás de la casa, con paredes hechas de
piedras apiladas, se alzaba un corral, con un pequeño excusado, y a
un costado, separado del cuerpo principal de la casa, el oratorio.
Cuando volvió al patio, don Alejo lo esperaba.
-Don Chincanqui, usted va a hacer rezar -afirmó.
¿Qué podía hacer sino decir que sí, a pesar de que nunca había
hecho algo parecido? Armó coraje y se introdujo en el oratorio. Ya
estaba lleno de gente parada que esperaba la llegada del rezador. En
esos momentos un anciano de barba blanca cantequeaba. Con voz
lastimera, modulaba una mezcla de canto y recitado que llegaba
muy adentro:

Dulce Jesús mío


mirad con piedad
un alma perdida
por culpa mortal...

Le entregaron unos libros de oraciones, más viejos que la


injusticia, y buscó en el índice las instrucciones para rezar el Santo
Rosario. Una vez encontradas, se arrodilló delante del santito San
Agustín y se persignó. Leyó perfectamente las súplicas iniciales,
aunque con voz algo temblorosa, pero cuando llegó el momento de
lo más sencillo, el Padrenuestro, notó con espanto al intentar rezarlo

230 – ToQo Zuleta


que se lo había olvidado. También incompleto rezó el Avemaría y
para el colmo, luego de sentir algunas risitas femeninas, llegó a sus
narices el olor de una ventosidad. ¡Además, no sabía cómo se mane-
jaba el rosario! Siguió impávido como si nada y logró desarrollar
sin novedad el resto de la ceremonia.
Concluido el rezo, se levantó un poco inseguro y se dirigió a
un rincón, desde donde pudo observar a sus ocasionales compañeros
de liturgia y los detalles del oratorio. Había tres mujeres grandes,
tres chicas, cinco hombres, cuatro muchachos y cuatro chicos.
El oratorio estaba blanqueado por dentro y decorado por una
guarda a lo largo de sus paredes, consistente en dos líneas paralelas
de las que salían flores y plantas, todo con una pintura parda. Del
techo pendía una caja de cantar coplas, cuatro bombas, cinco velas
en un tirante y tres en otro y en los palos horizontales tres corderos
partidos por la mitad. En la pared del fondo, junto a la puerta se en-
contraba la peana de los santos. Un arco de ramas y hojas anchas es-
taba sujeto a ella y en el medio, los objetos de la devoción: dos caji-
tas, pintadas con colores vivos, y puertitas también policromadas.
En cuanto a los santitos, no los pudo ver, a no ser que fueran unas
estatuitas microscópicas en el interior. Sobre las cajas, sepultándo-
las casi, un manojo de flores artificiales.
A continuación vino lo más movido, la celebración de los
cuartos. Don Alejandro formó la primera pareja: Santos y Daniel, y
los hizo arrodillarse delante de la imagen. Colocó una media res so-
bre los hombros de ambos y los tuvo así con la fría carne del corde-
ro apoyada sobre sus cuellos, durante un rato. Lo mismo hizo con
dos parejas más. Listos ya, los hizo salir afuera del oratorio; a los
costados tomaron ubicación Cipriano y Florencio, los dos tocadores
de corneta y el tamborero.
-Don, tome sillita -le advirtió don Alejo al yatiri- porque hay
para rato largo, son nueve pasadas.
En efecto, duró bastante. Al son melancólico, pero vivaz de
las cornetas, las parejas de hombres y mujeres balanceaban el medio
cordero; levantándolo y bajándolo, llegaban a la puerta del oratorio
y retrocedían sin darle la espalda, siempre saltando al son de los ins-
trumentos, bajo los arcos formados por los medios corderos y los

CHINCANQUI - 231
brazos de las parejas que avanzaban. La luz vacilante del mechero
de kerosene, los bailarines húmedos de sudor, el roncar constante de
las cornetas haciendo retumbar los cerros y el perfil oscuro de las
peñas recortándose contra la noche estrellada, la mezcla de ritos an-
tiguos y ofrenda cristiana, formaban un impresionante ballet salvaje.
Después de las nueve pasadas, cada una marcada por un toque
más corto de corneta, todos se dirigieron al oratorio para dejar aden-
tro la mitad ovina que celebraron.
Esa misma noche, después de la celebración, fueron al lado
del fuego a calentarse y justo en ese momento, comenzó a cubrir
todo una nube, que en pocos instantes descargó una fina llovizna.
Ante esto, y a pesar de que la conversación se hacía interesante, el
curandero se fue a la cama. Durmió más o menos bien, despertándo-
se cuatro o cinco veces por el frío, pero después de taparse con su
poncho y correr a su lugar los cueros que hacían las veces de col-
chón, volvió a dormirse.
Al otro día amaneció nublado y frío y sólo la persistente lla-
mada de uno de los changos:
-¡Don Chincanqui, vaya a hacerse santiguar! -lo decidió a le-
vantarse.
El día estaba verdaderamente hielacuerpos, así que se apresu-
ró a ingresar en la tibia y acogedora intimidad del oratorio. La cere-
monia que estaban realizando en ese momento no podía ser más
sencilla. Hacían arrodillar al candidato delante del altar, el oficiante
le colocaba primero un paño sobre la cabeza, le entregaba el crucifi-
jo envuelto con un rosario y acto seguido le ponía el cajón del santi-
to en la cabeza, mientras recitaba un Credo arreglado para que pare-
ciese más ceremonioso, con votos y deseos. Al “Amén” levantaba el
retablito y con él hacía sobre la cabeza del bienaventurado la señal
de la cruz, retirándose luego.
Al sujeto, viendo que la ceremonia había terminado y que ya
estaba santiguado, no le quedaba más remedio que levantarse, depo-
sitar el crucifijo en el altar y junto con él la limosna en el cajón del
santito. Con el curandero repitieron la ceremonia. Sacó cuidadosa-
mente dos pesos de su bolsillo, los desarrugó y depositó lo más de-
votamente que pudo.

232 – ToQo Zuleta


Pasado el trance, salió de la capillita y se encaminó al fuego.
Allí saboreó un jarro de mate con pan y como el frío iba en aumen-
to, no halló nada mejor que volver al catre. Así lo hizo, se tapó lo
mejor que pudo y tomó su chicha, pues desde que puso el pie en
esta fiesta, a cada momento se encontraba con un jarro repleto de la
bebida en la mano, renovado obsequiosamente por alguien. No se
exageraba al decir que lo trataban como si fuera el cura en persona.
Prueba de ello es que a los pocos minutos de estar acostado, a eso
de las diez de la mañana, entró una vallista trayendo en sus manos
un plato de mote y otro de sopa humeante. Reclinado en la cama en-
gulló ambas comidas, tocándole todavía en suerte repetir el plato de
sopa con una presa de cordero. No se arrepintió de haber caminado
tantas horas.
Comió y seguía sobre los cueros de oveja cuando el sol co-
menzó a verse por en medio de las nubes. Inmediatamente saltó de
la cama y salió. Una mujer, que desde el día anterior, sabiendo que
era curandero, lo miraba con insistencia, se le acercó.
-Don ¿me permite una palabrita?
-Sí, dígame nomás.
-Mi changuito tiene habilidad para todo, para cantar, para bai-
lar, es pícaro, pero no sirve pa´ la escuela. Es el más repitente. No
quiere agarrar los libros por nada de esta vida ¿Qué puedo hacer?
-Señora. Tiene que rigorearlo un poco. Eso me hace acordar a
una imilla que me perseguía en el pueblo.
-¿Qui es bueno pó pa la flojera? –me preguntaba.
-¡Esto es lo mejor pa la flojera! -le dije, sacándome el cinto y
chicoteándola.

En ese instante, a las doce de mediodía, don Alejo dijo que se


iban a partir los cuartos. Con todos congregados en el espacio frente
a la capillita, la escena de la noche anterior volvió a repetirse, esta
vez a la luz del sol que iba mostrándose más y más, a medida que el
nublado se retiraba del valle. Mugieron las cornetas, redobló el tam-
bor y dos parejas a la vez comenzaron a celebrar los cuartos. Cum-
plidas las nueve pasadas, paró el ritmo y las parejas se dieron a la

CHINCANQUI - 233
frenética tarea de partir los medios corderos en cuartos, sacudiéndo-
los vigorosamente. Las ocho parejas repitieron esta operación hasta
cortarlos, la mayoría en dos veces, algunas en tres, otras ni aún des-
pués de incontables sacudidas. En ese caso, acudían al recurso final
de marcar con un cuchillo el cuero para lograr su objetivo.
-Usted ya tiene su cuarto, porque ha hecho rezar anoche -le
dijo Don Alejo, acercándosele.
-Gracias. En la puna sí, pero no sabía que aquí en el valle
cuarteaban -observó Narciso.
-Siempre lo hemos hecho, mi abuelo decía que es en memoria
de un antiguo que murió así.
-¿Cómo? -se asombró Chincanqui.
-Él contaba lo que le contó su abuelo, de un gran hombre al
que mataron descuartizándolo los españoles, por sublevar a los in-
dios.
Claro. Descuartizar, hacer cuartos… El yatiri quedó anonada-
do. ¿Cómo podían saber en este rincón tan apartado la historia de
Tupac Amaru?
Los devotos, seguían haciendo sus pasadas y sacudiendo hasta
dividir sus respectivos cuartos. Terminado el despedazamiento, des-
cansaron un rato a la luz del sol, con chicha y yerbeao que circula-
ban en todas direcciones.

Continuaba llegando gente. Un viejito entró, cubierto con un


poncho de llama.
-¡Helao pues, carajo! ¡Tiempo i´mierda, lo voy a demandar!-
exclamó.
Cuando saludaba a todos, desde el último al primero, se en-
contró con don Girón.
-¡Hola! ¡Tanto tiempo!
-¡Hola Daniel! ¡Este nublao, pues, echa a perder, ñaño!
Se sacaron los respectivos sombreros y se abrazaron. Luego
cada uno sacó su chuspa de coca, las intercambiaron y se sentaron a
coquear mientras conversaban de sembrados, hacienda y conocidos.

234 – ToQo Zuleta


En eso, Alejandro, armado de un pico, se dirigió al rastrojo
lindero. Allí cavó un pequeño pozo que iba a servir para jugar al ga-
llo ciego. Cuando el hueco tuvo las suficientes dimensiones, puso
dentro el animal vivo y lo tapó con una piedra plana, dejando sólo
un pequeño agujero. Con todos reunidos en un extremo del rastrojo,
a treinta pasos del hoyo, uno de los concurrentes, designado al efec-
to, procedió a vendar los ojos al primer jugador con un amplio pa-
ñuelo. Le colocaron una caña a modo de bastón en la mano, le hi-
cieron en el oído unas preguntas misteriosas, dándole una vuelta en
vilo a cada respuesta, y luego de darle tres vueltas más lo largaron a
su buena suerte. El jugador debía caminar hasta donde creía que es-
taba el gallo, allí tantear con el bastón e introducirlo en el agujero
para considerarse ganador. Sólo cuatro jugadores, dos hombres y
dos mujeres lograron su objetivo. Desempataron, sólo para quedar
empatados de nuevo al introducir cada uno tres veces seguidas su
bastón.
En estos casos el que decidía era el esclavo y don Alejo lo de-
cidió salomónicamente; compró el gallo, para la próxima fiesta, y
dividió su importe entre las cuatro personas, tocándole a cada uno la
módica suma de dos pesos. Terminada la diversión, bien entrada la
tarde, lo principal de la fiesta religiosa había concluido. El nublado
volvió a penetrar en el valle y la temperatura ambiente descendió
enseguida, lo que obligó a buscar ponchos y prender un fuego ahí
mismo. Se bailó un poquito con corneta sola y la rueda de danzan-
tes, con el manco Daniel a la cabeza, se dirigió al frente de la capilla
donde, ya con acompañamiento de caja, bailaron un rato más. Copa-
titi estaba cansado de estar parado y vino a sentarse al patio. Reparó
en que todos tenían su cuarto de cordero menos él, pero justo se le
acercó Cipriano, el hijo del dueño de casa y lo invitó a pasar a la co-
cina. Allí le esperaba un cuarto, pero no crudo, sino bien asadito y
al lado una fuente llena de mote. Comenzó a comer mesuradamente,
pero viendo que Cipriano engullía como pasadito de hambre, lo imi-
tó de buena gana y enseguida sólo los huesos pelados y la fuente de
madera vacía indicaban que ahí había existido comida. Asentaron
con un vaso de chicha y listo. El yunga pensaba que en ningún otro
lado, en medio de gente desconocida, volvería a ser tratado tan bien.

CHINCANQUI - 235
Comió, durmió y tomó, sólo por el precio insignificante de dos pe-
sos y una caminata, que a la mañana tendría que repetir. En efecto,
habían convenido con Santos Ábalos que a la madrugada emprende-
rían viaje en cuanto saliera el lucero.
Mientras tanto, la fiesta entraba en su última fase. La tarde
continuaba envuelta en nubes y los devotos se refugiaron en la pieza
que servía de lugar de reunión y dormitorio a cantar sus sentidas co-
plas. Las mujeres en su mayoría estaban en la cocina preparando la
cena. Los dos corneteros competían soplando sus cañas como despi-
diéndose hasta el próximo año.
A medida que la oscuridad avanzaba, el frío aumentaba de
forma tal que unos se refugiaban en el calor de la cocina con las
mujeres, otros ingerían abundantes tragos de chicha en el interior de
la casa arropados con ponchos y frazadas, sobre cueros de oveja o
pellones tendidos sobre el suelo en busca de calor y por último los
restantes, entre los que se encontraba el curandero, bailaban a los
saltos chulla patita al son de la corneta. En esto llegó, ya de noche,
don Jacinto, un hombre de Mudana. Le contó que de Loma Larga
queda ya a poca distancia Yala del Monte Carmelo, Alonso, Muda-
na y Capla, yendo por Quebrada Amarilla. Cuando conversaba con
el recién llegado trajeron la comida, la ya característica sopa de fi-
deos con carne de cordero y el infaltable plato colmado de mote.
Terminó de comer y le dio sueño. Don Alejo le había ganado la
cama, así que Chincanqui fue y sin decir esta boca es mía se acostó
en la cama de Cipriano. Debajo de las frazadas aún escuchaba los
cantos de la rueda de al lado, coplas y más coplas entonadas al uní-
sono por agudas voces femeninas y masculinas. Le llamó especial-
mente la atención una copla muy actual:

Ya vienen los candidatos


ya se les ha dado la buena,
los bolsillos reventando
llenos de plata ajena.

Se despertó dos o tres veces escuchando cantar todavía. A la


siguiente vez, sólo el silencio absoluto, quebrado por el canto de un

236 – ToQo Zuleta


gallo, le indicó que amanecía, pero la oscuridad reinante, lo decidió
a dormir de nuevo. Luego, al escuchar voces de gente que andaba
por afuera, se levantó y salió. Al mirar el reloj, vio que eran las siete
y treinta y cuando paseó la vista a su alrededor, quedó sorprendido
¡Había nevado! Una blanca costra cubría la superficie, piedras, sue-
lo, techos, ramas de árboles, lomos de animales y la montura de al-
guien que había olvidado desensillar el día anterior. Se apresuró a
entrar a la cocina, donde alrededor del fuego, estaba ya una pequeña
rueda de vallistos la cual aumentó rápidamente, a medida que los
cantores de la noche anterior iban levantándose de donde habían
caído dormidos por el alcohol.
Cipriano le sirvió mate y ya las murmuraciones comenzaron:
Marcelo por aquí, Marcelo por allá, todo porque parecía que este
pobre muchacho durmió entre varias mujeres. La verdad es que an-
daba con ojos de sueño y todo él con una pereza muy sospechosa.
Así fueron pasando los minutos, se hicieron las ocho, las nue-
ve, sin que el tiempo mejorara; al contrario, se ponía más frioso y
seguía cayendo nieve. Quizás por eso Santos tenía poca gana de ca-
minar. Por último, el yunga, luego de comer un pedazo de asado
con mote, se despidió de los presentes y de los dueños de casa,
quienes le entregaron un cuarto de cordero.
A las nueve y media salieron de Peñas Arriba, como se llama-
ba el lugar, con el estómago lleno, el corazón contento y los pies
fríos. Bajaron corriendo la pendiente que le hiciera sacar la lengua
días atrás, llegaron a la playa, subieron otro poco y ya estuvieron en
Molulo. En la casa de don Marcos Lamas él pasó de largo, pero don
Santos entró a sacar algunas cosas de sus chiquitas que se habían
pasado de la escuela de Molulo a la de Querosillayoc. Enseguida el
arriero lo alcanzó y poco a poco subieron el repecho.
Cerca ya del filo dejaron atrás el nublado y otra vez pudo
contemplar el maravilloso espectáculo de una lisa lámina de
blancura que cubría todo el valle, dejando surgir a manera de
escollos las cimas de los cerros más altos. Siguieron viaje. Era
mediodía y una hora después entraban de nuevo al nublado y
llegaban a la casa de su compañero. Allí volvió a comer papas

CHINCANQUI - 237
cocidas y ocas, saludó a la parturienta que ya estaba sana por
completo y recibió de regalo maíz.
Luego, otra vez solo, bajó y bajó hasta el río frente al molino,
incendió unas pajas para calentarse y llegó a la escuela. Su primera
preocupación fue defenderse del frío, así que se dirigió directamente
a la cocina. Allí el maestro bebía chocolate con pan al lado del
fuego.
-¡Volvió, don Chincanqui! -lo saludó-. ¡Hizo honor a su
nombre! ¡Se perdió como tres días!
El curandero, calentándose los pies al calor de las brasas, le
contó dónde estuvo.
-Y he traído esta carne para que se haga un asadito -concluyó.
-¡La pongamos ya nomás a la parrilla! -se entusiasmó Pablo.
El indescriptible aroma de la carne de cordero asada inundó el
ambiente. Comieron, sin hablar mucho. Al terminar, Narciso le dijo.
-Mañana saldré temprano. Le encomiendo mi hijo. Si no he
vuelto en tres años, estaré muerto y entonces él ya sabrá qué hacer.
-¿Se va nomás?
-Sí. Hay una despedida en nuestra lengua, que expresa lo que
no puede decir el español en su “adiós” o “hasta siempre”. Le digo
entonces:
-Sonckoyniypi apacusaj yuyayniyquita tupananchiscama- y se
puso de pie para darle la mano.
Cediendo a un impulso, Normentas lo abrazó a la manera
indígena, primero con un brazo y luego con el otro.
-Yo también llevaré su recuerdo en mi corazón hasta que nos
encontremos alguna vez -se despidió imitando al curandero.

238 – ToQo Zuleta


Capitulo XVI

CAPUT LOQUENS

Pasado el “boom” del azúcar, todo empezó a desmoronarse en


Tucumán. El índice más claro del minifundio que no podía resistir a
la crisis lo daban los anuncios de La Gaceta, en su mayoría: “Vendo
finca cañera”. Chincanqui seguía su penoso recorrido, bajo el sol
que quemaba, pero a cada día, las montañas allá lejos, aparecían
más cercanas.
Y pasaban los cañeros, a pie, en mula o bicicleta, una vez ter-
minada su tarea de cinco surcos. Alpargatas, pantalón con barro, ca-
misa de color indescifrable, pañuelo atado alrededor de la cara y
sombrero de ala corta. En la mano, el infaltable machete de hoja an-
cha. Las mujeres eran reconocibles de espaldas por su grácil andar y
su silueta femenina, pero por lo demás, vestían igual que los varo-
nes.
Una experiencia callejera en la gran ciudad, le hizo conocer
más profundamente a los tucumanos. Todos los días, a las dos de la
tarde, cuando iba a curar a un turco, pasaba por la calle Muñecas y
siempre veía a un lisiadito, sentado tomando sol en la puerta de la
galería Rose Marie. Sentado no es la palabra; debiera decir acurru-
cado, en una especie de posición fetal. No tendría más de veinte
años. Su rostro lampiño y en cierta forma, agraciado, raras veces
sonreía. Hasta la cintura, la parte superior de su cuerpo era normal,
pero sus miembros inferiores habían sido cruelmente atacados y de-
formados por la parálisis infantil, y los huesos, recubiertos sólo por
la piel, vacíos de músculos, estaban expuestos al aire y a la luz, por-

CHINCANQUI - 239
que él, quizás por mayor comodidad, o por no agujerear los pantalo-
nes, los usaba arremangados hasta los muslos. Su oficio era vender
billetes de lotería y su campo de actividad era en la galería. Por ella
se desplazaba a toda hora, mitad reptando y mitad arrastrándose. De
resultas de ello, ostentaba en sus rodillas prominentes callos.
Debía haber insensibilizado su mente, adormecido su libido,
controlado sus instintos para poder pasar, a las horas de mayor gen-
tío, entre las bellas jóvenes que colmaban la galería, contemplar
desde abajo, sin deseo, las suaves piernas, mirar sin envidia a los
muchachos que requebraban a las chicas, gallardeando con su ju-
ventud y vigor. Él ya estaba acostumbrado a arrastrarse sobre los
escupitajos, recoger en su piel todo el polvo y la suciedad acarrea-
dos en las suelas de los zapatos desde inimaginables lugares, recibir
la mirada compasiva de las mujeres que ya lo conocían y la sorpren-
dida y disgustada de las que lo veían por primera vez.
¿Dónde dormía? ¿Cómo llegaba allí? Nadie sabía ni se anima-
ba a imaginarlo. Pero Chincanqui conocía unas plantas con las cua-
les podía tratarse. Con cautela, probó de hablarle. En cuanto le dijo
quién era y cómo le podía ser útil, el lisiadito le miró con compa-
sión.
-Mirá -le sorprendió-. Te agradezco lo que querés hacer por
mis piernas, por eso te digo la verdad. Cada noche me viene a bus-
car mi mujer en nuestro auto, vamos a mi casa, en un barrio donde
nadie me conoce, me baño, comemos bien, nos tomamos un cham-
pán y hacemos el amor. Si fuera más o menos normal, no tendría
nada de eso; el pobre renguito liga una moneda, un billete y al fin
del día junta unos pesitos. Por eso, mejor dejame como estoy.

Se quedó por el centro, en un residencial barato, porque debía


atender al comerciante en ropa de la calle Junín, durante un mes co-
rrido. Compartía la habitación con un tucumano estudiante de medi-
cina de apellido Sarachaga, joven, alto, buen mozo, de Monteros y
bastante aristócrata.
-No somos monterizos ni montereños. Somos monterenses
-aclaró desde el principio.

240 – ToQo Zuleta


En cuanto al “doctor”, lo conoció también ahí. Nunca supo su
nombre, aunque sí su apellido, de origen alemán. Alquilaba una pie-
za en el fondo, pequeña y húmeda, donde dormía y tenía sus escasas
pertenencias sobre la cama y en una silla. Le decían y él tuvo tam-
bién que decirle “el doctor”, pero siempre dudó que hubiera alcan-
zado a recibirse. Nunca vio su diploma, aunque le dijeron que había
estudiado en Francia. Tampoco desempeñaba sus funciones de tal,
como lo hacen los profesionales comunes y corrientes que atienden
a la humanidad doliente en consultorios, clínicas y hospitales. Él de-
cía que era especialista en señoras y debía serlo nomás, ya que era
mandado a hacer para requebrar y decir cositas gruesas a las muje-
res del hotel. No hacía distingos en las polleras; tan pronto subía
una noche a un auto de una de sus ex-clientas como se encamaba
con la mucama.
En un pequeño maletín trajinaba un estetoscopio y un tensió-
metro. Ello y los remedios que obtenía como muestras gratis de los
laboratorios, terminaban de darle la categoría de galeno. Por lo de-
más, nadie que no estuviera en el secreto podría haber adivinado en
él a uno que hubiera prestado el juramento hipocrático. Los del ho-
tel, cuando le hablaban de él concluían sus comentarios colocando
el índice en la sien y haciéndolo girar. Contaba que estaba separado
de su mujer, con la que tenía un hijo, estudiante de ingeniería en
Rosario.
Su aspecto exterior, bastante desaliñado, daba mala impresión
de entrada. Más parecía un viajante de comercio que nunca tiene
tiempo de planchar la ropa. Gordo, bajo, pelo rubio cortado al rape,
de cara colorada y llena, cuello corto y tremenda grupa, delante de
sus dos compañeros de alojamiento intentaba a veces grotescos pa-
sos de tango. Sus ojos estaban ocultos detrás de los cristales verdo-
sos de un par de anteojos y sus dientes, negruzcos y roídos, hacían
que de su boca huyese la risa, ya que él no ignoraba su defecto y
evitaba mostrarlo. Por ello su genio era violento.
-¡Esa yegua, hija de mil putas! -Era expresión corriente en él
cuando alguna mujer hacía algo que le desagradaba, lo cual ocurría
a menudo, ya que parecía tener, tal vez por conocerlas tan bien, una
indisposición crónica contra el sexo opuesto, eso sí, únicamente

CHINCANQUI - 241
contra las viejas o feas, ya que era de lo más zalamero y dulce con
las buenas mozas.
Prototipo del meterete, pero no con soluciones claras y preci-
sas, sino con ideas, aplicables algunas veces, la mayor parte emba-
rulladas e inútiles, al enterarse que Sarachaga tenía un grabador, se
le ocurrió un experimento y lo quiso seducir como a un niño ofre-
ciéndole aprendizaje sin estudio si tenía éxito. Se juntaba a la fuerza
con Chincanqui por ser compañero de pieza de Sarachaga, al que in-
vitaba a tomar café o a cenar, tal vez por ser blanco. Despreciaba
sutilmente al indígena, pero le agradaba conversar con él, por sus
vastos conocimientos, y se trenzaban en largas discusiones acerca
de múltiples temas, entre ellos la medicina aborigen.
-En las alturas no hay apendicitis ni muertes dudosas por pro-
cesos abdominales no aclarados. Nunca hay úlceras gástricas ni
duodenales y raramente hay cáncer -le contaba el yatiri.
-Mirá coyita. Seguro que los folículos linfáticos están depri-
midos por ese aire con menos tenor de oxígeno -teorizaba el
doctor-. ¿O los gérmenes están más debilitados o es que los retícu-
los endoteliales son más voraces por estar más estimulados?
-Puede ser. En el cerro, la mujer india embarazada interrumpe
el pastoreo para dar a luz. Llegado el momento del parto, va cerca
de un arroyo, coloca su rebozo en el suelo, se pone en cuclillas, tie-
ne el bebé, pone el cordón umbilical sobre una piedra, lo golpea con
otra para cortarlo, se lava, envuelve al recién nacido en el rebozo, se
lo carga a la espalda y sigue pastoreando sus ovejas como si nada.
-Es que los mecanismos de coagulación a esa altura son hiper-
normales o ha sido suficiente el golpear de la piedra para hacer ce-
sar la hemorragia por atrición- opinaba el galeno.
-¿Y con las heridas? Nos las vendamos con una tira de nuestra
camisa de lienzo, echándole la ceniza de algodón quemado y no hay
tétanos, gangrena, infección u osteomielitis.
-Yo creo que se cumple lo que dice Zeno del Rosario; “Los
tejidos tienen sus instintos, se buscan, se encuentran, solos se repa-
ran y, efectivamente, bien reparados quedan” citaba el doctor.

242 – ToQo Zuleta


Algo interesante que escuchó de sus labios Chincanqui, quien
a su vez pudo aportar lo que conocía sobre la coca, fueron sus afir-
maciones sobre la cocacolización de la humanidad, acordes con su
desprecio por los países aliados en la segunda guerra mundial.
Todo comenzó cuando el doctor fue a visitarlos una tarde ca-
lurosa y a Sarachaga se le ocurrió invitarle un vaso de bebida cola
bien fresca.
-¡No me des esa porquería! ¡Ustedes están enviciados por esa
bebida yanqui! ¡Mejor me voy a traer mi sangría! -exclamó y salió.
Enseguida volvió con una jarra llena de un líquido morado en
el cual flotaban unos limones y trozos de hielo.
-Tomen de esto, que no crea adicción y es más sano -invitó.
-¿Por qué no le gusta la coca cola doctor? -preguntó Saracha-
ga, curioso.
-Mirá, hace unos años, cuando escuché decir a un amigo de
mi hijo que no podía dejar de tomar coca cola, que cada mañana te-
nía que tomar un vaso por la mañana y si no, le dolía la cabeza y
sentía malestar, decidí investigar por qué ocurría eso.
-¡Era un cocaadicto! -exclamó Sarachaga.
-Más o menos. No sé si sería muy arriesgado hablar de coca-
dependencia, pero algo de eso hay. Para que vean, en 1903 una co-
misión de la Presidencia de Estados Unidos alertó acerca del tre-
mendo problema de la adicción a muchas de las gaseosas y las hizo
retirar del mercado, la cocacola entre ellas, pero no fue por mucho
tiempo. Bueno. La historia cocacolera arranca allá en Norteamérica,
en esas “fuentes de soda” tan yanquis, donde se vendía la soda que
nosotros conocemos en sifón. Pero esperen, que voy a traer mi ma-
chete -Salió y volvió con una agenda verde-. Ahora sí. Un estadou-
nidense, el farmacéutico John Styth Pemberton elaboraba medicinas
propias que le dieron fama de manosanta y puso una fábrica de
“Vino de Coca de Pemberton”, que ni siquiera había inventado él.
-¿Qué? -se sorprendieron a dúo los dos oyentes.
-Sí, tal como lo oyen. Simplemente aprovechó la bolada, por-
que desde que en 1822, en la Exposición Continental realizada en
Buenos Aires se dijo: “La coca. Sus propiedades tónico digestivas
la han hecho muy apreciable en la medicina, que la ha usado en es-

CHINCANQUI - 243
tado natural y en forma de elixir”, a fines de 1880 existía toda una
serie de productos farmacéuticos: pastillas, elixires, jarabes, tónicos,
licores basados en la hoja de coca y en la mismísima cocaína, que
descubrió y aisló Albert Niemann en los años de 1859 a 1860. Des-
de los dolores de cabeza hasta la histeria, pasando por la sinusitis y
el dolor de muelas se medicaban con polvos que eran de cocaína y
un extracto de cocaína fabricado en New Jersey –continuó, consul-
tando su libreta.
-¿Cocaína? ¿Pero no es droga? -se asombró el tucumano.
-En ese tiempo, no todavía. Inclusive, como precursor del
nombre, existía la Laka-Kola, un tónico laxante. Pero el producto
más vendido era el vino de coca, bajo varias marcas: French Wine
Coca, Vino Peruano de Coca, que curaba la tos, la anemia, el in-
somnio, hasta la impotencia. Pemberton experimentó y como en to-
das las grandes ideas, tomó dos cosas disociadas entre sí y las unió
-Consultó otra vez su agenda y continuó.- Con el jarabe de coca
como componente principal le puso caramelo, cafeína, ácido fosfó-
rico, nuez de cola y algunos otros saborizantes, le agregó azúcar y
agua, y metió el gol del triunfo al mezclarlo con agua de soda. Ob-
tuvo así una bebida agradable y con principios activos de la hoja de
coca, que como sabemos contiene sales estimulantes y anestésicas.
Francamente, no creo que por pura casualidad diera en la tecla. Él
ya sabía, y lo hizo con toda intención de mezclar un alcaloide en su
bebida. Publicitó al nuevo producto como tónico del cerebro, ha-
ciendo énfasis en las hojas de coca como su componente principal y
comenzó a saborear el triunfo. Luego vendió la patente a un tal
Candler y éste a Benjamín Thomas, quien la embotelló. Mientras
tanto, un comerciante llamado Angelo Francois Mariani tomaba la
posta del vino de coca, exportándolo a Europa, donde fue un suceso.
Lo tomaba Sarah Bernhardt, Emilio Zola, Charles Gounod, hasta
Julio Verne.
-¿Y la materia prima?
-Todo este tiempo, Bolivia vivía una fiebre exportadora. La
Aduana de la Coca, que existía en Bolivia, evidencia que hacia 1920
había una floreciente exportación de coca hacia E.E.U.U. Podemos
citar el Sindicato Industrial de Bolivia, una firma licitadora de la

244 – ToQo Zuleta


Aduana de la Coca y de los impuestos reales en cesto y peajes, con
oficinas en la calle Socabaya No. 18, La Paz y sucursales en Chulu-
mani, Coripata, Irupana, Unduavi, Cañamuna, Miguilla y Cajuata.
-¡Todos esos son pueblos productores de coca! ¡Yo los conoz-
co! -exclamó Copatiti.
-Exactamente. De acuerdo al arancel aduanero de Bolivia, la
coca en hojas pagaba $ l.50. Bolivia exportaba coca en hojas, en
1917: 362.548 kgs. y en 1921: 373.420. Una exportadora hacia
E.E.U.U. era la Botica de los Incas de calle Ingavi 9 al 15 en La
Paz, gran droguería al por mayor, de Vargas y Aramayo. Otra casa
exportadora de coca y café era Soliz Hnos. de Figueroa 13, La Paz,
productores y consignatarios. La exportación de coca experimentó
serias dificultades a partir de 1925, a raíz del Congreso Internacio-
nal tratante sobre la prohibición de importación de esta hoja, así que
descendió la exportación a 12.199 kgs. Desde entonces hasta ahora,
las cifras de exportación de coca se mantienen en secreto. En mi
búsqueda, noté que, si bien había una fuerte exportación de coca ha-
cia E.E.U.U., hasta la década del 20 todavía no se publicitaba la co-
cacola en Bolivia, aunque en 1924, ya se sabía en Bolivia que de la
coca se extrae la cocaína “Medicamento para hacer insensibles los
dolores del cuerpo” como dice en la revista Bolivia del 12/11/24.
Esto, revisando publicaciones desde 1891. Por ese tiempo, 1923,
Bolivia tenía refrescos propios como el “Lewis” que según la propa-
ganda, era “el único refrescante científicamente elaborado, que toni-
fica y apaga la sed en el acto” Lo elaboraba Elio y Cía. De Recreo
22, La Paz. También existía en 1930 la fábrica de aguas gaseosas de
Levy & Masce en la calle Yanacocha 116, La Paz.
-¿Pero de dónde ha sacado usted todos esos datos? -exclamó
sorprendido Chincanqui.
-Mirá, bolita, hace tiempo que vengo investigando esto y ten-
go mis propias fuentes de información. Gracias a eso sé cosas de tu
país que ni te imaginás, pero les sigo contando. Hay un doble aspec-
to. Por un lado la hoja de coca y su uso por sus sales estimulantes y
anestésicas naturales, pero que, por otro lado, separadas y refinadas
por obra de la química europea, dieron origen a la cocaína, el cocai-
nismo y el narcotráfico. Si aceptamos que esta bebida tiene, de

CHINCANQUI - 245
acuerdo a lo que sabemos, una porción de jarabe en el cual entra, un
extracto de hojas de coca entre otros ingredientes, que la cocaína es
una droga y que de la hoja de coca a la cocaína hay tanta o más dis-
tancia que de la uva al vino, la gran pregunta es si la cocacola con-
tiene cocaína. ¿Me siguen? La hoja de coca es diferente a la hoja de
tabaco. En esta, el alcaloide, la nicotina, es un componente natural
del tabaco y es adictivo. En la hoja de coca, la cocaína, producto re-
sultante de las ecgoninas presentes y liberadas en un proceso quími-
co, no es un componente natural, si bien puede ser formado y libera-
do por la acción de determinadas sustancias químicas. La cocaína sí
es altamente adictiva. El coqueo es una costumbre ancestral donde,
con el bicarbonato, se libera algo. Vos, negrito debés saber algo de
eso -zahirió a Chincanqui.
-Sí- contestó el aludido, sin molestarse-. Nosotros coqueamos
y eso es el coqueo. Este hábito, creo que no se puede llamar adic-
ción, lo llamamos en quechua pijchar y consiste en la introducción
de hojas de coca secas en la boca, dos o tres, a las que se van agre-
gando otras, pero no con bicarbonato, sino con la llicta o llipta, una
pasta seca compuesta de fécula de papa y la ceniza resultante de
quemar una planta llamada ataco. Junto con la amilasa salival, entre
todos estos ingredientes que constituyen el acullico se origina una
reacción química, la cual da las propiedades estimulantes propias
del coqueo. Pero la hoja de coca no es sólo para coquear -continuó
diciendo-. Era la planta divina de los Incas y se usaba como moneda
y valor de cambio; ahora es importante para los kallawayas, que la
utilizan en sus artes de magia, adivinación y encantamiento. Ade-
más es una hierba milagrosa que cura y mata, euforiza y crea fuer-
zas, aleja el sueño y evade el dolor.
-Todo lo que vos quierás, pero es bastante asquiento. Yo veo a
los coyas con los dientes verdes y la babita esa que les cae por ahí...
y me da no sé qué el cocaísmo.
-Todo lo que usted quiera, doctor -contestó, imitándolo y con-
teniéndose a duras penas-. Pero es importante para nosotros, porque
además la usamos en ceremonias como las corpachadas, señaladas y
dejamos el acullico en las apachetas para que nos vaya bien en el
viaje.

246 – ToQo Zuleta


-¿Me parece que en Salta y Jujuy está permitido el coqueo?
-interrumpió Sarachaga.
-Así es, hasta en los mejores restaurantes hay platillos con
coca sobre las mesas y coquean no sólo indios, sino turcos, chofe-
res, jugadores de cartas y hasta los policías y gendarmes. Pero siga
contando, doctor –se serenó Narciso.
-Bueno, me pregunté la relación entre coqueo y cocacola. Si
con el coqueo, ya sea con bicarbonato o esa yicta se libera algo del
principio activo, en el jarabe misterioso ese, donde entran
ingredientes que no se hacen conocer, seguro que también hay una
reacción química, donde se deben liberar esas sales estimulantes y
anestésicas. Sumando dos más dos, pude intuir la razón por la que
aquel muchacho no podía estar sin beber cocacola: el cocacolismo.
-¡Entonces, no es de extrañar que uno sienta tanto deseo de
tomar continuamente esta bebida!- razonó el monterense, mientras
miraba con aprensión la botella de gaseosa marrón.
-Todo estaba hermoso para la cocacola. El único problema era
que la hoja de coca, que se importaba de Bolivia, fue interdicta en
1925 por un Congreso Internacional. Entonces, el nuevo dueño de la
compañía, Bob Woodruff, al ver que la bebida tenía éxito, e iba co-
brando popularidad, al tiempo que se divulgaban los problemas de-
rivados del uso de la cocaína, decidió que esa mención de su origen
debía suprimirse, como se quita del árbol genealógico el nombre del
pariente criminal, a fin de ocultar el hecho de que en una bebida re-
frescante entraba un componente tan conflictivo, para emplear una
palabra suave. Él y sus socios decidieron emplear la táctica de disi-
mular, confundir, ocultar, destruir. Como antes cometieron la equi-
vocación de publicitar su bebida, admitiendo que en su composición
entraban hojas de coca, en primer lugar, declararon secreta la fór-
mula, únicamente ellos prepararon el extracto, e hicieron del com-
ponente “X” un secreto celosamente guardado. Pero además trata-
ron de hacer desaparecer todas las referencias de ese componente
innoble. Efectivamente, si decían que la coca entraba en su compo-
sición ¿qué nación iba a permitirles fabricarla? Entonces, se preocu-
paron de borrar cuidadosamente toda alusión a ella, así que en la
publicidad obviaron totalmente toda mención a la hoja de coca y pa-

CHINCANQUI - 247
garon a periodistas, para que hicieran artículos debidamente com-
puestos y adobados para propaganda de la bebida y sus fabricantes.
Tengo por ejemplo un Selecciones de septiembre de 1947 donde se
cantan loas a la compañía y cuando habla de la fórmula y su compo-
sición, en vez de hojas de coca dice hojas de cacao, burdamente,
como si no supiera que ni remotamente pueden usarse para el con-
sumo humano.
-¿Pero cómo pueden tener tanto poder? -se sorprendió Sara-
chaga.
-Para eso y mucho más. Como otro problema eran las regla-
mentaciones bromatológicas de cada país, donde exigían que los
productos alimenticios o bebidas a introducirse o fabricarse debían
hacer conocer sus componentes o fórmulas para verificar que no
contuvieran sustancias dañosas para la salud, se las ingeniaron para
convencer a las autoridades de cada país de que dejaran en suspenso
esa obligación, en el caso de la cocacola.
-Eso quiere decir que untaron a los funcionarios -dedujo el tu-
cumano.
-¡Qué duda puede haber! y tomaron una decisión heroica y
costosa: hacer desaparecer toda la publicidad anterior donde se
mencionaba cándidamente que la cocacola tenía en su composición
hojas de coca. Esa operación requirió tiempo y dinero, mandaron
emisarios a todas partes para recorrer una por una todas las bibliote-
cas importantes del mundo, expurgando de sus hemerotecas las pu-
blicaciones antiguas que contenían esos anuncios. E inclusive persi-
guieron y mandaron extirpar todo aquello donde se hablaba del co-
cacolismo. Así que si vos querés verificar mis palabras y te vas a la
Biblioteca Nacional, que guarda todas las revistas publicadas desde
el siglo pasado, no encontrás nada. Incluso aparecen algunas con
páginas recortadas de una forma sospechosa. Pero, a pesar de esa
tremenda expurgación, se les escaparon las publicaciones guardadas
en las casas antiguas y ahí aparecen, en revistas de esa época, anun-
cios donde resalta nítidamente el componente prohibido. Además el
mismo nombre de la bebida lo deschava: Coca.
-Me cuesta creer que detrás de un refresco haya tanta cola
-ironizó el monterense.

248 – ToQo Zuleta


-Aunque no vayan a creer terminado el asunto -siguió el ga-
leno-. La demonización de la hoja de coca desde su cultivo hasta su
consumo, muestra una vez más el doble proceder de las grandes po-
tencias cuando se trata de intereses económicos. Se puede establecer
un paralelo entre la Guerra del Opio y la actualidad. Si bien en ese
tiempo se optó por la fuerza de las armas, acorde con los tiempos,
ahora se ha confiado en la fuerza de la publicidad para imponer un
producto. Porque sólo una mentalidad mercantilista podía utilizar al
opio como mercancía y a la hoja de coca, con sus sales estimulantes
y anestésicas como ingrediente de una bebida supuestamente refres-
cante; la misma forma de pensar que declaró la Guerra del Opio
para introducir un estupefaciente en China y que ahora sostiene a la
cocacola a pesar de su ingredientes secreto: la hoja de coca, pero al
mismo tiempo presiona o interviene militarmente a los países pro-
ductores. ¡Antes fueron los chinos, ahora son los colombianos o bo-
livianos! ¡En el siglo XIX fue el opio, ahora es la coca!
-Yo saco de todo esto una sola cosa -concluyó Chincanqui-.
Con todo eso que usted nos hace notar, las autoridades argentinas
deberían permitir el coqueo en todo el país, ya que hay collas no
sólo en Salta y Jujuy, sino en todo el territorio argentino, porque si
no se afianzaría una clara discriminación. ¡Cómo se va a dejar
vender libremente la cocacola, que tiene como componente
principal la hoja de coca únicamente por ser norteamericana y no la
hoja de coca, demonizada y puesta al nivel de un estupefaciente,
sólo por ser indígena!
-Imaginate, coyita, que vos te pongás una fábrica de Inca
Cola, por decir un nombre...
-Ya existe, doctor, en el Perú está la Inca Kola.
-Bueno, te decía que a ese tu refresco, al que le pusieras como
ingrediente unas hojas de coca ¿te dejarían publicitarlo y venderlo
libremente?
-¡Seguro que no! ¡Al otro día nomás estaría la Federal con la
Gendarmería rompiéndome la fábrica y me llevarían preso! Además
¿de dónde sacaría los ángeles verdes? No se puede introducir
legalmente a la Argentina.
-¿Cómo has dicho? -preguntó muerto de risa el tucumano.

CHINCANQUI - 249
-Así le dice la gente de Jujuy a la coca- aclaró el curandero.
-¿Ves que no hablo macanas? Yo creo en la venganza de los
indígenas. Si no, fijate en la cocainanomanía y el tabaquismo.
Mirame, yo fumo como una chimenea y ¿culpa de quién? ¡De
ustedes, que nos enviciaron con las hojas de coca y de tabaco! –
concluyó el doctor. Levantó su agenda, la jarra vacía y salió con su
andar de pato.

Las creencias, teorías y experiencias del pretendido médico


eran abigarradas y distorsionadas. Odiaba a muerte la religión y los
sacerdotes, amaba la guerra y hacía su panegírico, decía que él tenía
un gran corazón pleno de bondad y lleno de buenas intenciones,
pero no tenía lo indispensable para llevarlas a cabo, esto es el dine-
ro, mientras había comerciantes judíos que no tenían lo primero y sí
lo segundo.
Tenía una idea fija. Cuando venía a la habitación de Saracha-
ga y Copatiti, todo era hablarles de tal o cual mujer, de las ganas
que le tenía o de si era vieja o adúltera o hembra sensual. Pero ade-
más, era buen narrador y les contaba sucesos curiosos. Por lo visto,
anduvo medio mundo desde su Rosario natal. Les dijo que en la Se-
gunda Guerra Mundial actuó del lado del Eje como médico y sólo
esperaba otra guerra para entrar de nuevo en actividad a pesar de
sus cincuenta y pico de años. Sus relatos bélicos destilaban veraci-
dad. Inclusive afirmaba haber conocido a Hitler y que sus lugarte-
nientes le pedían asesoramiento en cosas de la Argentina. Ahí se en-
teró de un curioso proyecto que los nazis llevaron a cabo en la Que-
brada de Humahuaca.
Al kallawaya se le grabó como una marca lo que le escuchó
contar, allá en esos días cálidos de Tucumán. El doctor relataba
acerca de la segunda guerra mundial que el Tercer Reich mandó a la
Quebrada de Humahuaca, allá en el remoto noroeste argentino, un
grupo de investigadores para rastrear esas tierras en busca de un po-
deroso bastón de mando y eso nutrió su fantasía. Por eso, cuando
Copatiti pasó otra vez por Humahuaca y en su biblioteca encontró
un interesante trabajo sobre los petroglifos de Cerro Negro, departa-

250 – ToQo Zuleta


mento de Humahuaca, firmado por Alicia Fernández Distel, decidió
ir a conocerlos.
Siempre que viajaba por la quebrada le impresionaban sus pu-
caras, las fortalezas de piedra reconocibles por la abundancia de
cardones, cuyas ruinas se alzaban de tanto en tanto a lo largo de los
ciento veinte kilómetros de recorrido. Conocía la civilización oma-
guaca, y siempre le intrigó cómo ese pueblo guerrero, afincado en el
estratégico corredor que comunica el altiplano con los valles fértiles
del sur y las calientes tierras del este, pudo impedir por largo tiempo
el avance de los incas primero y de los españoles después, y además
entre batalla y batalla darse maña para trazar sistemas de irrigación,
formar en plena montaña andenes de cultivo, criar llamas, domesti-
car papas y maíces, crear obras de arquitectura, metalistería, tejido y
cerámica, todo en medio de una naturaleza hostil.
Pero ya nada quedaba de toda esa civilización, sólo algunas
ruinas de andenes en Coctaca, cimientos de casas allá en la Peña
Blanca, donde estuvo el pueblo indígena, y petroglifos y pictogra-
fías por doquier. El pueblo creado por los españoles a orillas del río,
era la Humahuaca actual, una pequeña y antigua ciudad rodeada de
montañas, a tres mil metros de altura, con casas de adobe y calles
empedradas, pero con electricidad, alcantarillado, agua potable y te-
léfono.
Le llamó la atención que la cadena de cerros de increíble colo-
rido a cada lado del río Grande, se interrumpiera poco antes de lle-
gar a la ciudad. Era lógico, pues unos kilómetros más allá terminaba
la quebrada y comenzaba el interminable altiplano, pero lo llamati-
vo era el remate. Frente a la ciudad, al otro lado del río, las monta-
ñas rojas, amarillas, violáceas, eran reemplazadas, por un cerro de
color blanco y otro más grande de piedra oscura, ubicado al norte.
Históricamente, sabía que el pueblo indígena estuvo sobre la Peña
Blanca, que en el Cerro Negro se alzaban los templos y detrás de
este la andenería de Coctaca con sus cultivos de altura y los rebaños
de llamas que traían sal e intercambiaban productos con las cerca-
nas selvas tropicales, para proveer de alimentos a los miles de po-
bladores civiles, sacerdotales y militares, pero ver eso de cerca era
otra cosa.

CHINCANQUI - 251
De la habitación que alquilaba, salió esa mañana temprano
por la ruta a Coctaca y caminó hasta el pie del Cerro Negro. Ahí
dejó el camino y comenzó a ascender por su ladera, afortunadamen-
te de poca pendiente y salpicada de pequeños cactos y arbustos espi-
nosos. Por todas partes estaban dispersos pedruscos grisáceos y ne-
gruzcos, muchos de los cuales tenían grabados en su cara plana ex-
traños dibujos, estudiados por la arqueóloga Fernández Distel. Era
sorprendente su caprichosa ubicación, como si fueran hojas secas y
el viento las hubiera hecho rodar desde la cumbre.
Ese no era un lugar cualquiera. Le hizo recordar al Tata Saja-
ma del altiplano orureño. Recordó lo que había leído acerca de los
lugares de poder o de los chakras y se sorprendió pensando que
aquél era un sitio místico o esotérico como el cerro Uritorco de Cór-
doba y mientras caminaba, recordaba la propaganda de esa montaña
como un lugar para cargar el alma de energía.
Cuando comenzaba a repechar la falda de la montaña oscura,
divisó un lugareño que bajaba. Claro, turistas por ahí no había.
Cuando se acercó, vio que se cubría la espalda con un poncho y
traía una frazada enrollada bajo el brazo.
-Buenos días -lo saludó y se detuvo a su lado.
-Buen día -respondió Chincanqui deteniéndose también.
-¿Está paseando? -preguntó amablemente. Era un joven que
no llegaría a la treintena, moreno, de estatura regular, vestido hu-
mildemente, con un pasamontaña que se había enrollado como una
gorra.
-No, estoy de paso por acá y tenía interés en conocer este ce-
rro.
-¡Ah, qué interesante! -y puso su frazada sobre el suelo.
Viendo que tenía ganas de hablar, Narciso tomó asiento sobre
una piedra, dispuesto a descansar un rato. Él también se sentó y co-
menzó.
-¿Sabe que estuve durmiendo aquí en el cerro?
-¿Cómo? ¿Así nomás? -se sorprendió, por su escaso abrigo.
-Sí. No hace mucho frío cuando uno se acostumbra.
-De todos modos, pasar la noche ahí arriba no debe ser muy
agradable -y señaló la cumbre-. ¿O hay algún refugio?

252 – ToQo Zuleta


-No, no hay nada - y lo miró con ojos brillantes-. Es que usted
sabe... ahí se sueñan cosas.
-¿Ah sí? -se extrañó Copatiti.
-Me gano la vida vendiendo pollitos en los pueblos. El año
pasado se me murió un hijito de ocho años y desde entonces rezo
mucho y he comenzado a ir a la iglesia. No sé de cómo me surgió la
idea de hacer aquí en el Cerro Negro, un santuario con una cruz de
treinta metros, una iglesia con cúpula de cristal, alrededor toda clase
de frutales, todo eso en la cima. Más abajo el Monte de los Olivos,
para lo cual plantaría olivos en todas estas faldas y abajo un gran
pesebre a donde llegarían de visita en Navidad pesebres de todo el
mundo.
-¡Qué hermoso proyecto! -asintió el kallawaya, aunque pen-
sando en los cuantiosos recursos para implementar ese sueño, se
animó a preguntarle-. ¿Y el agua?
-Hay agua allá arriba. Los antiguos tenían. Y yo viviría aquí
como un ermitaño dedicado a la oración. Todo esto lo voy a realizar
con la intercesión de mi hijo muerto que es un alma milagrosa, con
la iglesia católica que tiene que ayudarme, pero también ayudado
por la gente de aquí, porque yo soy de Coctaca.
Hablaba con la energía y el convencimiento de los ilumina-
dos. Se puso de pie
-Voy a seguir mi camino. Mucho gusto en conocerlo -y le
tendió su mano.
-Encantado y que se realicen sus proyectos.
-Gracias -contestó y se despidieron. Chincanqui subió hasta la
cumbre y notó algo raro. Ese cerro atraía las nubes. Y los rayos, así
que decidió bajar porque amenazaba tormenta.
Al día siguiente, decidió visitar al cura antes de irse. Era el
penúltimo día de su permanencia en Humahuaca. El párroco, un es-
pañol, cuando nombró al sacerdote de Tumbaya lo recibió con ama-
bilidad. Se sentaron en una de las habitaciones de gruesas paredes
de adobe, enlucidas y blanqueadas, con una gran mesa de cardón,
cuadros cuzqueños en las paredes y un estante lleno de libros. Le
contó sus andanzas y cuando nombró el Cerro Negro se interesó
mucho. Entonces, aprovechó para contarle su encuentro del día an-

CHINCANQUI - 253
terior. El cura le escuchó con atención y cuando terminó, aprovechó
para replicarle.
-¿Y usted que ha subido ahí no ha notado que es un lugar es-
pecial, lleno de efluvios demoníacos? ¿Y no ha visto los restos de
los antiguos templos paganos y las bocas tapadas de las cuevas que
hay debajo?
Tuvo que confesar que no había advertido nada de eso. Para
su sorpresa, como si estuviera ante un auditorio de gentiles, prosi-
guió con énfasis.
-¿No sabía que ahí funcionaba un oráculo al que venían tribus
desde más allá de Tarija hasta Arauco en Chile, que allí se reunían
los representantes de las confederaciones de tribus para tomar reso-
luciones trascendentales como concluir tratados de paz o declarar la
guerra?
-Lo ignoraba -admitió.
-¡Pero si es un escritor jujeño quien relata lo de la “Caput lo-
quens” la cabeza que habla, porque ese oráculo utilizaba nada me-
nos que cabezas humanas como medio de adivinación! –exclamó el
ensotanado.
Ágilmente se levantó, miró los libros y sacó uno. Hojeó un
poco y se lo alcanzó abierto. El título decía “La Delfos Indígena”.
Mentalmente tomó nota del autor: Benjamín Villafañe, le
echó un vistazo, devolvió el volumen y siguió escuchando. Por las
dudas, decidió no contarle nada del médico tucumano ni de su histo-
ria de ese bastón todopoderoso que buscaban los alemanes enviados
por Hitler.
-¡El muchacho que habló con usted, seguramente está inspira-
do por el Espíritu Santo, el mismo que guió hace cientos de años a
los soldados españoles para arrasar esos templos incas donde se
adoraba al demonio! ¡Que hizo olvidar a los habitantes actuales has-
ta la misma existencia de esos adoratorios y no dejó piedra sobre
piedra de las abominaciones! -continuó con creciente apasiona-
miento.
-Pero he visto que todavía queda bastante material para los ar-
queólogos y de acuerdo a lo que me cuenta, sería interesante que in-
vestigaran -atinó a responder Narciso.

254 – ToQo Zuleta


-No sé si sería conveniente. Si Dios hizo que esas piedras con
signos obscenos se dispersaran, fue por algo -se exaltó-. ¡Y todavía
de esas cuevas siguen surgiendo influencias malignas! ¡Usted no lo
va a creer, pero el intendente quería reconstruir las ruinas, como en
Tilcara y revivir ese lugar como un centro turístico! ¡Menos mal
que le hablé a tiempo y logré convencerlo de la inconveniencia de
ese plan!
Se estremeció ante tamañas revelaciones. Eran demasiadas
coincidencias. Como si le leyera el pensamiento, el sacerdote conti-
nuó.
-¡Quizás el Apocalipsis esté cerca! -y al recordar algo, le dijo,
levantándose-. Venga, va a visitar el archivo.
Aturdido, Copatiti le siguió hasta una pequeña habitación con
estantes llenos de libros de tapa negra. El párroco eligió uno de los
más viejos y sentenció.
-Que usted haya venido a verme, tampoco es coincidencia.
Hay caminos inescrutables que tiene el Señor -y abriendo el libro
por una página que ya tenía señalada se lo entregó-. Lea esto. Lo es-
cribió un cura de esta parroquia en el siglo dieciséis.
Antes de confirmar sus presentimientos y salir de allí espanta-
do, leyó lo siguiente en esas páginas amarillentas, escritas con tinta
negra y una caligrafía de pendolista.
... y un ynº natural de este pueblo de Omaguaca contome en
confesion como el topa ynga yupanqui gracias a una uara de poder
que tenia hablaua con las uacas y piedras y demonios y sauia por
suerte dellos lo pasado y lo uenidero dellos y de todo el mundo y de
como en esta prouincia del collao abia un sor. muy grande en un
penasco oscuro los ualles tomauan sebo y sangre y con aq.llo y so-
plauan a su ydolo y hacian hablar a su demonio y les quenta todo
lo q.ay y lo q.pasa y de todo lo q.desea para las guerras y son hi-
chizeros de suenos q.engañan a los yºns con ello y que fue el mismo
topa ynga yupanqui quien se metio en la cueva del penasco negro y
no le respondio el ydolo questaua en la dha cueva y entonces man-
do apedrealle con hondas para matalle y echalle al oraculo que
portal lo conocian por supay y destruille sus cingulares templos en
cuevas y conbercion de los yºns naturales deste lugar y mando ma-

CHINCANQUI - 255
tar alos falsos hichizeros y a los dhos salteadores y alas dhas adul-
teras y executada esta sentencia fizo comensar alli templos de dio-
ses ydolos uacas ydefico casas para los nuevos saserdotes que fizie-
ron sacrificios de carneros negros a sus ydolos y dioses uaca oma
orcocona nombrados por el ynga y con ello pacifico a los dhos yºns
y para quel supay no volviera dejo su uara de poder en la dha cue-
va nombrada ukupacha...

256 – ToQo Zuleta


Capitulo XVIII

INDIOACTIVISMO

La Argentina se lo tragó como el río crecido a un cardón.


Cuando vino, desde Villazón pasó a La Quiaca, luego a Abra Pam-
pa, de allí a Humahuaca, después a Tilcara y allá se dedicó a reco-
rrer a pie Yala del Monte Carmelo, Alonso, Loma Larga, Molulo,
Punta Corral, Yaquispampa, Ánimas y Querosillayoc. En cada lu-
gar paraba uno o dos días, según los enfermos que hubiera. Como se
corría la voz, a veces debía quedarse más tiempo. Siempre en los
valles, caminó hasta San Lucas, de allí a Pampichuela, por lugares
que estaban a dos días de camino de uno al otro. Cada dos o tres
años, viajaba a Curva, permanecía un tiempo y luego volvía al Nor-
te argentino, con ocasionales salidas al resto de la Argentina y al ex-
terior. Se sentía ligado a esa región, más que a su propia tierra. Qui-
zás fuera su total identificación con esa gente, tal vez el hecho de
que su hijo era de allí, o ambas cosas a la vez.
Un ejemplo acabado del temple recio y duro del campesino
norteño lo veía en Arsenio y sus compañeros. Desde pequeños,
aprendían a bastarse a sí mismos y si bien el contacto con la natura-
leza bravía los hacía contemplativos, resignados y la simplicidad de
sus medios de vida junto con su habilidad para sobrevivir era increí-
ble. Nacer, crecer, amar y morir; esa era su existencia, con todas las
pasiones, dramas, virtudes y defectos de la raza humana.
Pero había algo que purificaba su existencia; el trabajo, el
constante luchar en un medio hostil, donde el clima y el terreno se

CHINCANQUI - 257
unían para hacer dura la vida. Sobrios y frugales, subsistían en me-
dio de los cerros, con un pequeño rebaño de ovejas y cabras, a veces
con unos metros de terreno arable, otras sin nada. Lo confirmó en
los adultos que conocía. Todos procedían de la misma forma y da-
ban las mismas soluciones a los problemas que la vida les plantea-
ba. Salvo diferencias de carácter, ocupación, situación económica,
todos los campesinos eran prácticamente iguales.
Jamás Chincanqui arengaba a las multitudes reunidas. Por otra
parte, hubiera sido difícil reunir multitudes de collas. Él tenía su
táctica, que le daba resultado. Iba a las fiestas en un lugar, y allá sí,
hablaba a la gente, algunos sobrios, otros borrachos, Algunos enten-
dían, otros a medias y la mayoría un poco. También cuando iba por
las casas, en su oficio de curar, les hablaba de las lluvias, los sem-
brados, los animales y surgía la cuestión económica. Junto con ella,
la política, el accionar de los gobiernos, la venalidad de los funcio-
narios, el desprecio hacia el indio y las trapacerías de los propieta-
rios. El tema casi siempre era el mismo, la tenencia de las tierras,
origen nada menos que de una guerra en la puna jujeña. Las tropas
del gobierno jujeño, unidas a las de Salta, aplastaron la rebelión en
la batalla de Quera, una herida abierta que años después sería el mo-
tivo del Malón de la Paz.
Cautivaba a sus interlocutores con las noticias que él traía de
otras partes, el relato de seres míticos, conocidos sólo a través de di-
chos y murmuraciones. Con algunos personajes leídos la conver-
sación se tornaba más profunda y a veces apasionada.
-Los políticos en general vienen para tiempo de las eleccio-
nes. Prometen, regalan yerba, azúcar y después de las votaciones no
aparecen más, ganen o pierdan –relataba un puneño de Chaupi Ro-
deo.
Cuando Chincanqui hacía el camino hacia el cerro sagrado, el
Queso Asentado, donde deseaba conocer la antiquísima piedra blan-
da, un chaguanco que trabajaba en El Tabacal le contó de unos por-
teños que vinieron una vez al lote. Hablaban de cosas remotas, de li-
beración... ¿Liberación de quién? Los indios zafreros no les com-
prendieron.

258 – ToQo Zuleta


-Igual que cuando nos hablan en la escuela de la Revolución de
Mayo y los ejércitos del Norte que mandaban para estos lados y
siempre salían perdiendo -le comentó el presidente de un club de fú-
tbol en Perico.
-Así es. Los indios miraban a los porteños y veían que eran blan-
cos, exactamente igual que los españoles. Entonces, entre blanco
conocido y blanco por conocer, no era muy difícil elegir. Además,
no hay que olvidar los saqueos hechos por Castelli en Bolivia, y
Belgrano, que sacó los caudales de la Casa de la Moneda de Potosí
y se los llevó a Buenos Aires para financiar la Revolución de Mayo
-repuso Copatiti.
-Creo que hasta la forma de gobierno fue muy discutida -conti-
nuó el periqueño.
-Es que al principio hubo algunos idealistas que tuvieron en
cuenta al primer habitante de estas tierras. Por eso las proclamas de
la Revolución estuvieron redactadas en quechua y aymara, y fueron
los mismos que en el Congreso de Tucumán plantearon la posibili-
dad de restablecer como forma de gobierno la que había antes, y co-
locar en el trono a un descendiente de los incas.
-No les debe haber gustado a muchos. Parece dar marcha atrás.
-En el fondo, el blanco descendiente de españoles no quería verse
bajo el gobierno de un indio. Ese fue el último intento de los idealis-
tas de la Revolución de Mayo por tomar en cuenta a los indígenas
de esta tierra y el Acta de la Declaración de la Indepen-dencia fue el
último documento oficial que se redactó en español y quechua. Se
hizo otra vez la noche para los indios.
-Pero eran libres.
-¡Qué iban a ser libres! Sólo habían cambiado de patrón. Se-
guían sin ser dueños de su tierra, continuaban como indígenas, con-
siderados menos aún que los negros, despreciados por los dos. Y
ellos, los indios de ese tiempo, eran conscientes de esa situación.
Por eso, cuando Castelli hizo la pantomima de coronarse como
Nuevo Inca en la isla del Sol, en el lago sagrado, los aborígenes del
lugar le dieron la espalda.
-Se dieron cuenta –aportó el futbolista.

CHINCANQUI - 259
-Serían indios, pero no tontos. Por no darles el lugar que les
correspondía, se perdió el Alto Perú para la revolución y San Martín
tuvo que cambiar de planes e ir por mar hasta el Perú.
A Chincanqui le encantaba encontrarse con gente que había
leído historia y sobre todo, que le interesaba el tema. Ahí se expla-
yaba, hasta apasionadamente.
-No supo comprender a la gente, ni darle su lugar. No pudo
desprenderse de la mentalidad de blanco superior. ¿Se da cuenta?
Todos los levantamientos fueron dirigidos por indios. Tupac Ama-
ru, Tupac Katari. No se olvide que Tupac Amaru había elegido la
forma de vida española. Se vestía como ellos, hablaba perfectamen-
te el castellano y era un próspero comerciante, que se codeaba a la
par con los peninsulares y los criollos. Podía haber seguido en eso,
pero su vida cambió, como conocemos.
-También se habla de un inca blanco que apareció allá entre
los calchaquis.
-Ese era un tal Bohorquez, un español renegado que se casó
con una india cacana y quiso ayudar a que se levantaran contra los
españoles. No se hizo pasar por inca, los diaguitas no eran tan ton-
tos como para creerle. Sus paisanos jamás le perdonaron su traición
y crearon una leyenda negra alrededor de él. Muy distinto al de la
Patagonia, el francés Oreille, que se proclamó Emperador de la Pa-
tagonia ya en estos tiempos. Es que en el indio, también hay el res-
peto por el blanco. Las leyendas de Wirakocha y de Thunupa están
presentes. El blanco nos hubiera podido conquistar por el amor, y la
historia hubiera sido diferente, sin tantas experiencias que nos han
enseñado que del blanco no se puede esperar nada bueno.

260 – ToQo Zuleta


EPILOGO

Dos hombres de uniforme militar y uno de civil, deliberaban


en una oficina.
-Le dicen Chincanqui.
-¿Es un apodo o un alias?
-Algo de eso; su nombre verdadero es Narciso Copatiti.
-¡Bien coya!
-¿Dónde vive?
-No tiene domicilio fijo. Siempre está en medio de los cerros
-y agregó con rabia contenida-. Sublevando a los indios.
El que parecía jefe por su expresión y apostura, se sonrió.
-Eso ya pasó a la historia. Los indígenas argentinos desde la
Conquista del Desierto son mansos y sumisos -y preguntó al de
civil, que no había hablado.
-¿Qué le parece a usted?
-Lo que hace es curar, hablarles de la Pachamama, de las
glorias antiguas y conversarles en quichua -respondió el otro.
-¿Es peligroso? Mire que en Colombia existe una guerrilla
indigenista, el grupo Quintín Laime, que se puede igualar a las
guerrillas izquierdistas, castristas, maoístas, comunistas y
trotskystas.
-Pienso que no, no lo sigue nadie, hay unos pocos que le
prestan atención.
-Lo que no me gusta es lo de la Pachamama y lo de las glorias
pasadas. Recordemos que nuestro país es occidental y cristiano.

CHINCANQUI - 261
Difundiendo esas creencias puede estar socavando nuestra forma de
vida.
-No lo creo, esa es más una superstición que se ha vuelto
folklórica. Recuerde la Fiesta de la Pachamama, totalmente
turística. Lo que me parece peligroso es que les habla de cómo era
antes, que vivían mejor y eran una sola nación. Mire que él es
boliviano.
-¿Y qué puede pretender? ¿Quizá anexar la Argentina a
Bolivia? -y el jefe estalló en una carcajada, que corearon los otros
dos.
-De todos modos –el jefe se puso serio-, es un mal ejemplo.
Además, donde él anda, ya estuvieron los foquistas como Masetti y
no sabemos si tuvieron alguna relación, así que dispongan de él.
-¿Qué opción? -preguntaron.
-Cero, por supuesto -ordenó con severidad.
A los pocos días, Chincanqui era detenido en Tartagal, lo
condujeron al cuartel de los Rodillas Negras y nunca más se supo de
él. Pero quedaba Sutiyqui…

262 – ToQo Zuleta


Aclaración
Convoco a la Pachamama para que de soltura a mi lengua y
ella cada vez hace aflorar más mi quechua. Como contenido del
barrovirque están mis recuerdos, el paisaje de la Puna y la
Quebra-da, los sucedidos a hombres y mujeres de mi tierra
humahuaqueña.
Pero el recipiente que he moldeado tiene formas que tal vez
no sean las tradicionales, y quizás por eso, el lector encuentre
palabras desconocidas, que no figuran en el diccionario y que
sonaran raras a sus oídos.
Esos neovocablos han salido de mí por un proceso largo y
penoso, que tratare de contar en pocas líneas. Mi quechua materno
estaba adormecido, por muchos factores que sería largo enumerar,
pero mientras asumía mis ancestros, empezó a manifestarse, y no
sólo oralmente, sino influyendo en lo que escribía. A medida que
deliberadamente suprimía las barreras que no lo dejaban salir, se
fue infiltrando cada vez más en mis escritos.
De ahí vienen esas aglutinaciones de palabras, y las cons-
trucciones que reemplazan a las acostumbradas. Pienso que no
están reñidas con el español; al contrario, quizás puedan
contribuir a su enriquecimiento.
Por eso he moldeado así mi vasija, dejando que lo de mi
interior influyera libremente, de todos modos, considero que igual
cumple su función. Como a lo mejor estas páginas caigan en manos
de algún purista de la lengua castellana, pensé que les debía esta
explicación, así que para terminar, a la manera de mis mayores,
solamente les diré:
“palabra suelta, no tiene vuelta”

el autor
CHINCANQUI - 263
264 – ToQo Zuleta
GLOSARIO
Acullicar. Pijchar en Bolivia. Coquear en Argentina. Masticar
hojas de coca
Adoración. Danza de Navidad para el Niño Dios
Aisiri. El que llama a los espíritus
Ajsu. Vestimenta de las mujeres indígenas de una región de
Bolivia
Ajayu. Concepto del mundo andino parecido al de psique o alma
Almud. Antigua medida de volumen
Amautha. Maestro superior. Sabio
Ancua. Pasancalla. Pochoclo. Maíz que revienta al tostarse
Ángeles verdes. Hojas de coca
Anchi. Postre norteño a base de sémola, azúcar y jugo de limón
Anchanchu. Deidad siniestra de los Andes
Añagua. Planta usada como leña en la Puna de Jujuy
Api. Mazamorra de harina de maíz, blanca o morada.
Asquiento. Asqueroso
Aya. Muerte
Ayatullu. Hueso de muerto usado para brujerías. Enfermedad por
los muertos
Banderita. Mujer joven que hace de reclamo en las chicherías
Batán. Piedra para moler
Bolada. En Argentina, ocasión favorable
Bolita. En Argentina, peyorativo por boliviano
Burrouma. Insulto. Cabeza de burro
Cachis. Bailarines de la fiesta del Rosario en Iruya, Salta
Caima. En la Puna jujeña y salteña, soso
Calado. Lunfardo por descubierto, manyado.
Calapi. Comida de la Puna jujeña, hecha con cal

CHINCANQUI - 265
Calapurca. Comida de la Puna jujeña, de harina de maíz y calor
conservado
Caldo majao. Comida norteña argentina con carne golpeada
Cancana. En el norte argentino, carne asada a las brasas
Canchero. Ducho, experto, hábil en determinada cosa
Caschi. En el norte argentino, perro pequeño
Cayote. Alcayote. Cucurbitácea
Cenizal. En Bolivia, basurero
Ciguayros. Remedio kallawaya en forma de polvos de colores
Collana. Instructor kallawaya
Collori. Kallawaya conocedor de remedios
Concho. Borra de la chicha
Coquear. Pijchar, acullicar. Poner hojas de coca en la boca
Corneta. En Tarija, caña. En el norte argentino erke. Instrumento
de viento.
Crítico. Se dice en Bolivia de algo vergonzoso, criticable
Cucharero. Lunfardo por abortero
Cutiado. En la Puna argentina, golpeado, machucado
Chakarunas. Guerreros cuidadores
Chala. Hoja dura que cubre la mazorca de maíz
Chalona.Carne seca que conserva el hueso
Chamakanis. Brujos maléficos
Chamarra. En Perú y Bolivia, chaqueta, campera
Chancaca. Melaza sólida
Chancar. En el norte argentino, golpear hasta desmenuzar
Charqui. Carne secada al sol deshuesada
Chicha con muñeco. Chicha curada, es decir con agregados
Chilcán. Comida de la Puna jujeña y salteña hecha de harina de
maíz
Chincanas. Cuevas mitológicas
Chincanqui. Te perderás. Perdido. Desaparecido
Cholo. Mestizo en Bolivia y Perú. En Argentina, hombre de la alta
sociedad
Chosñi. Lagaña
Chota. En Bolivia, despectivo para nombrar a una mujer con
vestido

266 – ToQo Zuleta


Chukuta. Se les dice a los oriundos de la ciudad de La Paz.
Chulla patita. En los Andes, saltar o bailar en un solo pie
Churqui. Arbusto espinoso de Bolivia, Argentina, Chile
Chuya. Aguanoso. Subproducto de la elaboración de la chicha
Deschavar. En Argentina, dar a conocer o revelar algo oculto o
secreto
Ekeko. Muñeco de la suerte
Empular. Tapar la boca de un cántaro que contiene chicha
Encamarse. En el norte argentino, acostarse con alguien
Entre. En lunfardo, efectuar un robo o algo ilegal
Extracciones. En Bolivia y Perú, los abortos médicos
Ferrucas. En el norte argentino, los ferroviarios
Guanofaca. Insulto. Trasero sucio
Hananpacha. El cielo, en la cosmogonía andina
Huarmimunachi. Amuleto kallawaya para el amor
Huayño. Pieza musical de los Andes Centrales
Huayramuyo. En la Puna jujeña y salteña, el remolino
Huayruros. Semillas rojas y negras de un árbol
Huiro. La caña fresca del maíz
Illa. Vegetal, animal o mineral de forma curiosa y que es amuleto
Imilla. Muchacha joven
Itas. Piojos de las gallinas
Jampiri. El kallawaya que cura, sanador
Janka. Tostado
K'ara. En Bolivia, hombre blanco
Kamu. Media lengua, que pronuncia mal el español
Karapecho. Comida que utiliza la carne del pecho vacuno
Kaspi. Palo. Madera
Kencheza. Yeta. Mala suerte
Lagua. Comida andina de harina de maíz
Laika. Kallawaya especializado en magia negra
Lapo. Arcaísmo por bofetada
Limpia. Ceremonia contra los embrujos
Locoto. Rocoto en Perú. Una variedad de ají
Llajhua. Salsa picante de ají y tomate
Llama aka. Insulto. Excremento de llama

CHINCANQUI - 267
Llareta. Planta resinosa de alta montaña
Llicta. Pasta de ceniza usada para coquear
Llullucha. Alga comestible de agua dulce
Macurca. En el norte argentino, dolor muscular luego de un
esfuerzo
Maestrituy. En Bolivia, expresión cordial hacia un chofer o
artesano
Machete. En Argentina, apunte o ayudamemoria escrito
Machuorkos. Apus. Montañas sagradas, generalmente nevadas
Mamita. Expresión de devoción hacia una imagen como la Virgen
María
Mamalita. En Bolivia, india de ajsu
Mankapayas. En Bolivia y Perú, vendedoras callejeras de comida
Manosanta. En Argentina, curandero charlatán
Maqui. Mano
Mecha libre. En el norte argentino, comida y bebida gratis en un
juego
Meta. Regionalismo salteño, por aceptación de algo
Michiñawis. Ojos de gato
Michir. Cuidar las crías
Miskiapi. Mazamorra dulce
Mittani. En la Colonia y después, esclava temporal
Mote. Comida de granos de maíz hervido
Muco. Harina de maíz mezclada con saliva para fermentarla
Munachis. Amuletos kallawayas en forma de pareja erótica
Muqueado. Acción de preparar el muco en la boca
Musura. Hongo comestible del maíz
Niñituy. Expresión cariñosa de un indio hacia un blanco
Niñito. En Bolivia hombre blanco que no es cholo
Ñaño. En el norte argentino, hermano
Ñata. En Bolivia, seminovia, enamorada
Ñaupa. Antiguo, pretérito
Oca. Tubérculo comestible
Pachacha. Alabastro, berenguela
Pachallampis tololoj. En el medio, a la mitad se cayó
Pallca. Horqueta

268 – ToQo Zuleta


Pata pata. Elevación, montículo
Perro ensillado. En Jujuy, perro psicopompo que hace de
cabalgadura al difunto
Phasa. Tierra comestible
Pijchar. Coquear. Masticar hojas de coca
Pilota. En la frontera argentino boliviana, mujer que hace
contrabando hormiga
Piri. Comida puneña con harina de maíz
Pis puj. Hacer el uno y el dos, orinar y defecar
Pisar la Virgen. Ceremonia católica de pasar por debajo de la
imagen
Picote. Tejido de lana rústico
Pitu. Harina cocida de maíz
Poncheadura. Método de curación para embarazadas
Pongo. Esclavo temporal indígena
Posoko. Espuma del río crecido que sirve de remedio
Propio. Mensajero de la puna jujeña
Puesto. Lugar donde viven los pastores de montaña
Quisquido. Estreñido
Rayopiedra. Piedra de rayo usada como remedio kallawaya
Rigorear. En el norte argentino, reprender, tratar duramente
Ripusaj. Me iré
Rumicuchu. Remedio kallawaya de las esquinas de la piedra
Runasimi. Quechua, keshwa o quichua
Salteñas. En Bolivia, empanadas jugosas
Sanco. Especie de sopa espesa de maíz
Señorita. En Bolivia, mujer que usa vestido, distinta de la chola
Shunka. Planta usada en los pesebres de Navidad
Sicuris. Tocadores de sicuri o flauta de Pan
Sindicato. En Bolivia, agrupaciones campesinas
Sirena. En el norte argentino, entes malévolos de los cursos u ojos
de agua
Sonkorumi. Corazón de piedra. Remedio kallawaya
Sutiyqui. Tu nombre
Tarwi. Tarwi, lupino, leguminosa originaria de los Andes
Centrales

CHINCANQUI - 269
Tembeta. Adorno masculino en el labio inferior de tribus guaraníes
Tijtincha. Comida ritual de maíz, papas y charqui
Tincuchis. Atinco. Pancitos amasados con ceniza de efectos
afrodisíacos
Tío. Deidad benéfica de los mineros
Tincarse el coto. En el norte argentino, holgazanear
Toctawallpa. Gallina clueca
Trompa. Arpa judía. Instrumento musical usado en Jujuy y Salta
Tulpo. Comida puneña a base de harina de maíz
Tupananchiscama. Despedida. Hasta que nos encontremos de
nuevo.
Ulpada. Harina de maíz desleída en agua para avío
Untar. Sobornar
Uyariway Pachamama. Oración. Escúchame Madre Tierra
Vallunas. En Bolivia, mujeres del valle
Vara. Medida antigua de longitud
Virque. Vasija de arcilla cocida de boca ancha
Wacanquis. Talismán de amor
Wawa. Bebé. Chico. Criatura
Watapurichi. Kallawaya que sale por el mundo
Wirakochis. Gente blanca
Yachaywasi. Escuela
Yachachej. Maestro
Yahuar huacac. Remedio kallawaya de sustancias minerales
Yarkay wata. El año de la hambruna
Yatiri. Kallawaya que adivina el futuro
Yauri. Alfiler
Yunga. En la Argentina, se designa así a los kallawayas
Yuro. Vasija de arcilla cocida de boca angosta
Yuta. Vestimenta corta
Yuto. Ave o animal sin cola

270 – ToQo Zuleta


INDICE
INTROITO ................................................................................9
I - BLANCANOCHE .................................................................11
II – CHUQUISACAÑAN ............................................................21
III – SUCREPATAS ....................................................................35
IV – NORMALISTA ...................................................................55
V – COLLANAWAN ..................................................................64
VI – SERENATAYOC ................................................................81
VII - EL LAIKADO ....................................................................94
VIII - LA CESIÓN ....................................................................106
IX - EL LEESIEMPRE ..............................................................118
X – JAMPIRI .............................................................................130
XI - COLLA A LA BRASA ......................................................139
XII - LA DESIGNACIÓN .........................................................151
XIII - META VIVIR NOMÁS ..................................................169
XIV - EL CAZAGUANACOS ...................................................190
XV – BORRAMEMORIAS .......................................................217
XVI - CAPUT LOQUENS .........................................................239
XVIII – INDIOACTIVISMO ....................................................257
EPILOGO ..............................................................................261
ACLARACIÓN .......................................................................263
GLOSARIO .............................................................................265
INDICE ....................................................................................271

CHINCANQUI - 271

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