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Ensayo / Estudios culturales

FRAGMENTOS DEL SUJETO MODERNO


CRÍTICA, PODER, IDENTIDAD
PEDRO E. MOSCOSO-FLORES
NICOLÁS FUSTER SÁNCHEZ

FRAGMENTOS DEL
SUJETO MODERNO
CRÍTICA, PODER, IDENTIDAD

Ensayo / Estudios culturales


E D I T O R I A L
C UA RTO P RO PI O
FRAGMENTOS DEL SUJETO MODERNO
CRÍTICA, PODER, IDENTIDAD

© Pedro E. Moscoso-Flores y Nicolás Fuster Sánchez, 2018.

I.S.B.N. 978-956-260-991-3

© Editorial Cuarto Propio


Luis Uribe 2435, Ñuñoa, Santiago
Fono: 22 792 6518
www.cuartopropio.com

Edición: Paloma Bravo


Diseño y diagramación interior: Alejandro Álvarez
Diseño de tapa: Alejandro Álvarez
Imagen de Portada: Mariana Gallardo Klein
Instagram: @marianagallardoklein

Impresión:

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE


1ª edición, mayo de 2018

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile


y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.
ÍNDICE

Prólogo 11
Introducción 21
Capítulo I.
La cuestión crítica de la modernidad 27
Capítulo II.
Apuntes para una metacrítica psicoanalítica del sujeto
moderno 63
Capítulo III.
La ‹‹banda de möbius›› de la subjetividad foucaulteana:
el hiato del poder, entre el saber y la verdad sobre uno
mismo 119
Capítulo IV.
Identidades y diferencias: por una ‹‹política del nombre
propio›› 193
EXERGO.
Elementos para una crítica del cuerpo (fragmentos) 263
Referencias bibliográficas 277
A Elisa
Por su presencia inmanente

A Celeste
Por mostrarme la finitud de las palabras

9
10
PRÓLOGO

¿Cuándo el sujeto devino en un asunto fundamental del


pensamiento filosófico? O, siendo más precisos en el preguntar,
¿bajo qué condiciones de posibilidad el sujeto se transformó en
el problema principal de la filosofía occidental, hasta el punto de
comprometer el propio destino de esta antiquísima tradición de
pensamiento? La cuestión no parece menor si consideramos que
la filosofía, poseída por un ilimitado amor al saber, fue, desde
sus orígenes griegos, un ejercicio de la razón en los límites de su
posibilidad, un despliegue de las capacidades cognoscitivas del
ser humano en pos de asir lo verdadero, y a la vez misterioso,
que sostiene y da sentido a lo real. Aquello que Platón gustaba
describir como la ephitimía, ese arder hacia el objeto amado que
animaba la búsqueda de la Verdad y de lo Bello, fue siempre, con
la salvedad socrática de la filosofía como conocimiento de sí mis-
mo y de examen de la propia vida, un movimiento hacia fuera,
hacia el exterior del yo, hacia la conquista de la causa inmanente
a la realidad.
Muy fuerte tuvo que ser el fracaso en el que desembocó esa
empresa para convertir aquella pasión por la verdad del ser, en re-
pliegue sobre el propio amante. Cuánta frustración habrá debido
padecer el filósofo, cuánto desengaño habrá sufrido persiguiendo
la errante y veleidosa verdad, para conseguir que su afán acabara
por volcarse sobre sí mismo, a tal punto de hacer de ese sí mismo
su único objeto. O, para decirlo con alguien en quien quizás se
consuma este fracaso, para hacer de todo lo real lo racional, y de
todo lo racional lo real. Es cierto que Hegel declara esto con una
grandiosidad beethoveniana que poco tiene de fracaso, y todo
en su prosa, como sucede también con la música compuesta por
el genio de Bonn, parece haber llegado a su fin; mentirosa y fa-
tua grandiosidad, tal como pronto nos los hará ver Marx, el más

11
aventajado y preclaro de sus lectores y, a la postre, el más hegelia-
no. El drama de aquel fracaso se extiende por aquellos capítulos
de la historia de nuestras ideas que solemos llamar modernidad,
y es por ello que, en general, hablamos del sujeto moderno, tal
como reza el título del libro que el lector tiene entre sus manos,
sujeto que ahora, como sugieren estas páginas, no puede más que
mostrarse en fragmentos1.
No procede en este espacio, ni sería prudente pretenderlo,
ensayar una respuesta coherente y completa a la pregunta que
acabamos de hacer respecto a las condiciones que posibilitaron el
más grande de los giros que ha protagonizado la filosofía. Sin em-
bargo, pensamos que en absoluto pecamos de exceso si hacemos
recalar por un instante nuestra mirada en aquellos pasajes en que
Kant, haciendo un esfuerzo por poner el debate de su tiempo en
orden, subraya el destino singular que padece la razón humana.
Aquel destino, de visos no poco dramáticos, consiste en que la
razón se hace preguntas que no puede responder pues sobrepasan
toda su capacidad, y que, sin embargo, tampoco puede evitar
hacérselas pues se le imponen desde su propia actividad como
razón.
Es cierto que la conciencia acerca de los límites con los que
se estrella el deseo de saber que había proclamado Aristóteles,
tiene sus orígenes antes de que Kant irrumpiera en la historia de
la filosofía con su Crítica y con la imposición de una tarea que
la razón había descuidado durante siglos, la de reiniciar el arduo
trabajo de conocerse a sí misma. Algunos siglos antes, y por re-
cordar algunos héroes olvidados de la aurora de la modernidad
a la que aquí nos referimos, un Guillermo de Ockham ya había
mostrado, con peligrosa vehemencia, el vacío de ciertos concep-
tos (flatus vocis) en los que la filosofía había depositado, quizás

1 Agradezco la confianza que me han brindado los autores al regalarme este espacio al
interior de su excelente trabajo sin otro motivo que el de compartir ideas y disfrutar la
magia de la amistad, también en el pensamiento.

12
demasiado alegremente, la realización de su deseo de saber. La
vieja disputa de los universales y sus significados vacíos, junto a la
valoración del dato extraído de la singularidad de la experiencia,
produjo una herida de muerte en los soportes epistemológicos de
la metafísica dejando a la deriva, y sobre aguas agitadas, al enor-
me navío de la teología y del orden político que de ella dependía.
En el despliegue de esta modernidad, una mención aparte mere-
ce aquel pasaje extraordinario de las Meditaciones Metafísicas de
Descartes en las que nos relata las transformaciones sufridas por
un trozo de cera al ser dejado expuesto al calor de una estufa. Si
todas las cualidades sensibles de aquel pedazo de cera que, apa-
rentemente, nos habían permitido llegar a conocer lo que era,
han mutado, producto de la acción del calor, en otras cualida-
des muy diferentes ¿por qué la razón insiste en reconocer en ese
objeto el mismo trozo de cera que hace un rato atrás se exponía
distinto ante nuestros sentidos? Dentro de las múltiples lecturas
que interesan de ese pasaje, solo queremos destacar que para la
aguda mirada de su autor, lo que verdaderamente nos enseñaba
aquella vivencia, y lo que él se empeña en rescatar hacia el final
del pasaje, es que lo primero que conocemos, antes que el mundo
y sus posibles causas, antes que la naturaleza de las cosas, antes
que el exterior de nosotros, es nuestra alma como res cogitans, es
decir, nuestra propia actividad como seres pensantes, podemos
decir, nuestra existencia como sujetos. Tarea enorme será de aquí
en adelante, propia de la modernidad, siempre en parte narcisista
y en parte trágica, llegar a conocer a ese sujeto que está antes,
y como condición de cualquier representación sobre la realidad
del mundo, conseguir desnudar sus significados. En fin, llegar a
hacerse cargo de él, asumir sus afanes, sus errores, comprenderlo,
incluso amarlo o, en el borde abismal y siempre insatisfactorio
de este esfuerzo, acabar con él en algún callejón oscuro de la
historia.
Señalar exactamente el momento en que nace el sujeto no
resulta fácil. El viaje de las ideas es siempre errante, accidentado,

13
y sólo llegamos a comprender un poco cuando una figura de la
vida, Hegel nuevamente, ha llegado a su fin. Es desde el gris
sobre el gris que pinta el concepto o, bajo la luz de estas páginas
diremos, es desde los fragmentos del sujeto desde donde podemos
dirigir nuestra mirada y, como Nietzsche al oír las doce cam-
panadas de nuestra vida, preguntarnos “¿qué ha sonado ahí?”.
Desde ese preguntar nos atrevemos a sostener, siempre con la
proa orientada hacia la comprensión, que el sujeto no nació en
la modernidad. Más bien la modernidad nació en él. Suponer
que ciertas condiciones de existencia, nuevas formas de produ-
cir nuestros medios de vida, nuevos métodos de investigación,
nuevas formas de hacer nuestra vida en común y habitar nues-
tros cuerpos, generaron el suelo para que el sujeto germinara y
saliera a la luz de los tiempos modernos, es quedarnos fuera de la
posibilidad de comprender lo que la propia modernidad nos ha
permitido pensar, y sospechar. Hablar de ese modo es continuar
atrincherados en la representación causal de los procesos y tener
siempre a la mano, cercanamente, la solidez de la naturaleza a la
que remitir el origen de todo. En otras palabras, leer de ese modo
el nacimiento del sujeto es contar siempre con la posibilidad de
naturalizar el presente, luego, acomodarse a él, y, finalmente, se-
guir obedeciendo a lo dado. Es, en definitiva, no comprender
que leer históricamente lo pasado significa, como dice Benjamin,
“adueñarse de un recuerdo tal como relumbra en el instante de
un peligro”.
Cuando Kant señaló que la razón consigue representarse el
mundo en el momento en que va a buscar en la experiencia lo
que previamente ha puesto en ella, cuando Hegel agregó que el
individuo se constituía como tal en el momento de la negatividad,
es decir, en el momento en que negaba sus propias condiciones de
origen, y cuando Marx concluyó que ese proceso de ser consciente
de sí estaba ya preñado de condiciones materiales al interior de una
relación de dominación, el sujeto se erigió como la clave de bóveda
de todas las representaciones de lo que podemos reconocer como

14
modernidad. El propio sujeto emergió como nueva condición de
la historia y, quizás, de la propia conciencia de la historicidad de
toda representación, incluida la de la misma naturaleza. Este es el
verdadero giro copernicano que hace surgir la modernidad como
un nuevo tiempo y un nuevo espacio, un mundo de representa-
ciones en el que lo determinante no es lo representado sino las
condiciones desde las que emerge la representación, o, para decirlo
con Foucault, donde los signos no remiten sino a otros signos en
una apertura irreductible de la interpretación. Es en este nuevo
escenario donde lo político devendrá, desde la aparición misma del
Leviatán o La materia, forma y poder de una república eclesiástica y
civil, en lo que Ricoeur ha llamado con exactitud el “conflicto de
las interpretaciones”.
Mencionar a Hobbes en este contexto nos permite, ahora
que una figura de la vida parece llegar a su fin, comprender que
la modernidad es el concepto fundamental que da vida a una
representación de lo que el sujeto como signo, no como signifi-
cado (como síntoma y no como trauma), puso en el horizonte
de relatos posibles; un relato que hoy volvemos a leer con los
ojos que reconocen el terror de la catástrofe. No es, insistimos, la
condición moderna la que hace emerger al sujeto, sino que es en
el sujeto, que se constituye como signo, desde donde deviene lo
que reconocemos como modernidad.
Observado desde otro ángulo, es posible sostener que es este
el problema de la modernidad, a saber, que ella no es un tiem-
po y un espacio en el que se han dado, en la espontaneidad del
acontecer, ciertas condiciones que han generado formas de do-
minación de la vida que han traicionado el ideal emancipador
originario, sino que lo que nos representamos como moderni-
dad es el resultado de una operación ocurrida en el propio sujeto
que ha desarrollado una praxis en la que, junto con constituirse
él como signo referencial de lo moderno (proceso de subjetiva-
ción), ha desarrollado las condiciones materiales de dominación

15
para comprenderse como sujeto. Hobbes nuevamente puede ser-
virnos como ilustración paradigmática de este proceso.
Si el problema consistiera en que la llegada de los tiempos
modernos significó la instalación de las condiciones que genera-
ron sociedades disciplinarias organizadas en centros de encierro,
que luego han devenido en sociedades de control que operan
mediante mecanismos informáticos de regulación y previsión de
flujos de conductas, lo que hoy sería preciso discutir y resolver
(y de hecho se sigue haciendo, presumiblemente estimulado y
financiado por los propios mecanismos de dominación) es el ver-
dadero significado de los conceptos jurídicos que regulan la vida
humana y el ejercicio de nuestros derechos, y de qué modo de-
biéramos gestionar las decisiones político-administrativas dentro
de un régimen, a no dudarlo, democrático. En otras palabras,
el problema consistiría, como muchos académicos y cientistas
políticos de hoy insisten en defender, en que aún no hemos con-
seguido dar con una buena definición de lo que en verdad son
los derechos subjetivos y con una buena descripción de los me-
jores procedimientos administrativos y políticos para realizarlos
en mejor medida que lo que se ha hecho hasta ahora. A este res-
pecto, no deja de ser digno de nuestra mayor atención la relación
directamente proporcional que se da en nuestro presente entre la
multiplicación de debates expresada en seminarios y publicacio-
nes acerca de la ciudadanía, los fundamentos de los derechos hu-
manos, la democracia y sus significados, el sentido de la norma y
el orden de la justicia, y la multiplicación de los dispositivos de
control por todo el territorio en que actualmente se organiza y
se despliega, de un modo minuciosamente ordenado, la vida y la
ocupación del tiempo de la población, ya no en un régimen de
concentración de la producción y de la propiedad característico
del capitalismo clásico, como bien lo ha visto Deleuze, sino en
un régimen de hiperproducción de servicios y de autogestión del
rendimiento y su optimización en el que el propio individuo se
convierte en su explotador.

16
Es, por tanto, la interpretación y, por ende, el sujeto que
interpreta, la fuente desde la que se generan los discursos que
dibujan la modernidad y los límites en los que se trazan las po-
sibilidades de despliegue de la vida, los límites del poder. No
es de extrañar, por tanto, que la filosofía, el pensamiento críti-
co, en su último revolverse (por evocar nuevamente a Foucault)
contra el imperio de la verdad y sus efectos de poder y contra el
poder y sus discursos de verdad, los que hoy se manifiestan en
las llamadas sociedades de control, haya iniciado una estrategia
para acabar, en algún rincón oscuro de la historia, con el sujeto.
Desarmar al sujeto, someterlo a un escudriño agudo del modo
como él, armado de razón (o razones), de emociones (hoy meros
afectos), y de las más diversas motivaciones, desde conservarse en
la existencia hasta hacerse propietario de sí mismo, desde fundar
el deber universal hasta sucumbir en los vicios privados, desde
entregarse al sentimiento de lo sublime hasta abrazar la frontera
del permanente deleite estético individual, ha sido una tarea que
ha contado con un gran entusiasmo de parte del pensamiento
contemporáneo o, del que se ha denominado con cierto inocente
orgullo, pensamiento postmoderno.
Pero no debemos abusar de esta perspectiva que nos ofrece
la auténtica revolución copernicana que nos enseña que el sujeto
precede a la representación de la modernidad o, en términos de
la hermenéutica moderna, que la interpretación precede al sig-
no. Lo relevante de esta mirada es que ella nos permite escapar,
aunque sea por breves instantes –esos en que nos esforzamos por
comprender el modo en que hoy nos sumamos con demasiada
docilidad a los sistemas de dominación–, de la tentación de en-
tregar nuestros anhelos de emancipación a la confianza en las
representaciones en que habitamos y al ejercicio crítico que sobre
ellas podemos desatar denunciando el hecho de que no signi-
fican lo que dicen, o proclamando lo que en verdad dicen en
aquello que silencian. Sin conseguir, quizás, librarnos del todo
de aquella fascinación que produce el desprendernos de falsas

17
creencias, como si nuestras investigaciones y reflexiones críticas
nos permitieran despojarnos de molestos ropajes que nos impi-
den sentir nuestra existencia en su total desnudez, es preciso ob-
servar a la vez, detenidamente, que cada velo del que despojamos
a la realidad, es sustituido, en la misma operación de desnudar,
por un nuevo velo que se desprende de nuestras propias palabras,
de ese insustituible lenguaje con el que no podemos dejar de de-
nominar (y revestir) lo des-cubierto, en otras palabras, de nuestro
devenir como sujetos. Lo que queremos decir es que todo descu-
brimiento es, a la vez, un encubrimiento, y es posible que no otra
cosa quisiera expresar Hegel a propósito de la referencia que ha-
cíamos al comienzo de estas páginas, cuando escribió que lo que
es racional es real, y lo que es real es racional, momento en que
se fija sentencia sobre el fin de la tradición filosófica y se expresa
su fracaso. Desde ese momento el sujeto, como centro de sentido
desde el que podemos hablar de la modernidad, devino también
como centro de vulnerabilidad, como frágil y lábil depósito de
influencias múltiples, todo en él se hizo histórico, cultural, so-
cial, psicológico, económico y la humanitas estalló en un flujo de
influencias que han pretendido ser descritas y, sin duda, ser go-
bernadas a través de los denominados procesos de subjetivación.
Por ello, cuando ahora vemos al sujeto en sus fragmentos,
cuando nos aprestamos a realizar la autopsia de este cadáver, no
está de más que nos preguntemos si su muerte ha sido obra del
propio desarrollo de la filosofía de la sospecha (Ricoeur nueva-
mente) en su movimiento emancipatorio y de recuperación de
la vida o, más preocupante aún, es el resultado de las formas
en las que el poder opera en las actuales sociedades de control
cuya mecánica principal no consiste ya en el dominio sobre los
cuerpos individualizados en espacios de encierro, propio de los
regímenes disciplinarios, sino en el dominio de las almas, las
conciencias, las representaciones, siempre en espacios abiertos al
flujo permanente, al vértigo de la aceleración y al desafío cons-
tante de la optimización del propio rendimiento. Si la sumisión

18
hoy se produce en un proceso expansivo e invisible que aloja
en la misma representación que los sujetos (ya transparentes y
de-construidos), tienen de sí mismos como “individuos libres
portadores de un proyecto”, si el poder opera exactamente desde
el interior de esta representación y se alimenta de la relación en-
tre salario y méritos, entre dinero, esfuerzo y deuda, entre éxito
y sana competencia, entre empresa y vida, si el amo que nos
esclaviza somos nosotros mismos en el despliegue de nuestra li-
bertad individual, esa que practicamos en una rivalidad infinita
oponiéndonos unos a otros en el veloz flujo del valor al interior
del espacio sin límites del mercado, bien cabría preguntarnos si
la muerte del sujeto ha contribuido a la emancipación o, más
bien, su defunción es la realización plena de la dominación post-
capitalista. Quizás, en el ocaso de esta historia, la lechuza de
Minerva, al emprender su vuelo, mire con nostalgia a ese sujeto
que era capaz de hacer promesas y fijar compromisos imposi-
bles, pero respirables.

Fernando Longás Uranga


Valladolid, febrero de 2018

19
INTRODUCCIÓN

Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no


nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en noso-
tros se cumple por siempre la frase que dice “cada uno es para
sí mismo el más lejano”, en lo que a nosotros se refiere no somos
“lo que conocemos”.

Friedrich Nietzsche

Reuniendo el terrible coraje de la desesperación, numerosas


máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del
desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a
la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable
horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que
con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna for-
ma tangible.

Edgar Allan Poe

Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de per-


sonas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que
no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y dema-
siado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil
el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del
otro. La situación era harto anormal para durar mucho más
tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable
destino era ser el que soy.

Jorge Luis Borges

En su Discurso del método (1637), Descartes esbozaba –de


manera confesional– lo que a todas luces emerge como un punto
de inflexión en el devenir de la filosofía:

21
Después de haber empleado varios años en estudiar así el libro del
mundo y en tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un día la
resolución de estudiar también en mí mismo y emplear todas las
fuerzas de mí espíritu en escoger los caminos que debía seguir, lo
que me dio mejor resultado, a mi juicio, que si no me hubiera
alejado de mi país ni de mis libros1.

A partir de esta disposición a volcarse sobre su mundo interior,


el filósofo francés reconfiguró toda la tradición del pensamiento,
específicamente en lo que concierne al lugar que ocupa el subjec-
tum, es decir, aquello que está a la base de cualquier posibilidad
de conocimiento. Dicha disposición, que sitúa a la res cogitans en
una posición de primacía frente al mundo sensible, marcará el
inicio de toda una línea de planteamientos filosóficos orientados
a explicar las implicaciones que el reconocimiento de dicho lugar
tiene para la experiencia humana, en términos de sus posibili-
dades de resolverse y dar cuenta de sí como ser de la razón en el
mundo.
El presente escrito se materializa a partir de una inquietud
frente al misterio de lo que significa este ser del sujeto, es decir,
aquello que se erige como punto de base para una elaboración
comprensiva de lo que el hombre puede llegar a aprehender y
conocer de sí. Al inscribirse como categoría crítica de la moder-
nidad, la subjetividad, entendida como una especie de síntoma
desarrollado por la filosofía al momento de poner lo humano en
el centro de su reflexión, ha planteado al pensamiento una serie
de nuevos problemas, impulsando un movimiento doble que ha
requerido, tanto al discurso filosófico como al mismo sujeto na-
cido de sus entrañas, escudriñar e intentar buscar respuestas em-
prendiendo caminos recónditos y misteriosos. Efecto paradójico,
al momento de comprobar que dicho proceso instaló una ten-
sión fundamental sobre aquella racionalidad que supuestamente

1 René Descartes. Discurso del Método. Madrid: Editorial EDAF, 1982, 43.

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aseguraba el ejercicio indagatorio: cavando fosas con la ilusión de
encontrar aquellos principios que permitieran asegurar la singu-
laridad de la condición humana, más solo para encontrarse con
que debajo de los enunciados no existían artefactos seguros ni
definitivos para asegurar dicha empresa.
La trayectoria que proponen las siguientes páginas se plan-
tea explorar algunos de los desplazamientos –y avatares– que la
noción de subjetividad ha debido recorrer para llegar, a pesar de
todo, a consolidarse como eje rector de las formas de hacer expe-
riencia humana. Parece un ejercicio pertinente, aun en el contex-
to de esta actualidad (post)moderna, intentar rastrear los avances
y retrocesos que han marcado el devenir de esta polémica figura.
Lo anterior asociado a un problema fundamental, a saber, el de
la determinación de los significados histórico-filosóficos ligados
a la experiencia de autoconciencia, permitiéndole al hombre des-
envolverse con una proyección de sentido en el mundo. En esta
línea, es menester retomar la inquietud respecto a las formas en
que el sujeto, en sus disposiciones teórico-prácticas, cartografía
un itinerario de exploraciones sobre aquellos elementos que le
permiten tomar contacto con una realidad que, llegado un mo-
mento en la historia del pensamiento, solo será posible de apre-
hender en cuanto se reconozcan los principios de las fronteras
que delimitan lo humano.
Las razones que han llevado a situar el problema que a con-
tinuación se expone dentro del contexto histórico de la moderni-
dad, trascienden por mucho la intención de seguir los formatos
de análisis propuestos por los marcos historiográficos tradiciona-
les. Esto, considerando que la modernidad, en tanto época del
hombre, comporta una singularidad fundamental en relación con
las etapas precedentes, particularmente en lo concerniente a su
actitud crítica, es decir, en cuanto a la marcada necesidad de dar
cuenta de aquellos elementos, inscritos en esta actualidad histó-
rica, que determinan los marcos de mirada destinados a observar
el amplio espectro de fenómenos que constituyen el mundo de la

23
vida. Esta caracterización particular de la modernidad histórica
requiere considerar el nosotros del presente como un elemento del
todo determinante para esta óptica que, en función de sus po-
tencialidades y limitaciones, habilita modos de conocer, actuar y
establecer juicios críticos respecto de lo humano, las cosas que lo
rodean y sus posibles interacciones, relevando en este caso la di-
mensión relacional entre las partes. Esto supone que el hombre,
en tanto ser dotado de historicidad, se encuentra impregnado
de las mismas cosas que define y delimita, aun aquellas sobre las
que ha intentado, de manera persistente, marcar como ajenas o
exteriores a él.
Dentro de este marco, la apuesta consiste específicamente en
comprender por qué la noción de sujeto esbozada por el proyecto
ilustrado, cuyo fundamento se retrotrae a los ideales centrados en
la reforma del pensamiento provocada por el ejercicio crítico de
la razón, aun cuando ha sido del todo relevante para comprender
teóricamente las trayectorias que han permitido a los discursos
filosóficos esbozar una cosmovisión sobre lo propiamente huma-
no, parece haber fallado en la práctica de ajustarse a los procesos
de racionalización tardomoderna que han suscitado nuevas for-
mas de vida centradas en un dogmatismo técnico, funcionalista
y sistémico.
El presente texto consta de cinco aparatos o fragmentos. Cada
uno de ellos plantea, desde una perspectiva diferente, una posibi-
lidad de entrada al problema comentado. Es preciso advertir que
la agrupación de temas y autores que aparecen en estas páginas
no tiene por finalidad establecer puntos de unión o articulación
intertextual. Este espacio se ofrece más bien como la posibilidad
de visibilizar diversas aristas y entradas al problema de la subje-
tividad. Con esto en mente, la invitación consiste en explorar
curiosamente cada una de las cosmovisiones que contornean la
figura del sujeto, para así lograr visibilizar trayectorias que se des-
plazan de manera itinerante y discontinua. Cabe la posibilidad
que, a partir de los diversos cruces posibilitados por las líneas que

24
vienen a continuación, se genere un acontecimiento que deje es-
pacio a la ocurrencia, a saber, para captar elementos que no están
a la vista, generando la posibilidad de conectar las ideas desde
posiciones cada vez menos evidentes. Es lo que, siguiendo a Ben-
jamin, se podría comprender como “una retícula de conexiones
significativas entre elementos independientes y distantes”2.
Finalmente, el texto se cierra con un experimento, una
puesta en obra de las ideas en él materializadas. Constituye una
apuesta referida a la posibilidad de pensar desde lugares otros, in-
centivando una lectura que permita desplazar la relación natural
y evidente entre las palabras y las cosas, tal y como aparecen en
los metarrelatos que atentan en contra de las posibilidades de
pensar críticamente. Sin duda que las posibilidades de estos rela-
tos, los que aquí se enuncian, tendrán que ver con trascender los
límites inscritos en la propia obra. Siguiendo a Foucault, el pre-
sente escrito busca transformarse, para cada uno de sus lectores,
en una caja de herramientas.

***

El presente libro es el resultado de un extenso proceso de


nutrido diálogo y reflexión. Las ideas que componen esta publi-
cación son, de alguna manera, el fruto de largas conversaciones,
personales e intelectuales –en diversos lugares, con distintos pai-
sajes y tiempos vitales–, materializándose de manera singular en
el presente escrito. Algunas cuestiones han sido trabajadas y pro-
fundizadas sobre la base de mi trabajo de investigación doctoral
llamado Fragmentos del sujeto moderno: encrucijadas entre poder,
gobierno e identidad, desarrollado entre los años 2010 y 2015 en
la Universidad de Valladolid, España. Otro conjunto de ideas ha
surgido y constituye la fundamentación del proyecto de investi-

2 César Rendueles; Ana Useros. Atlas; Constelaciones Walter Benjamin. Madrid: Círculo
de Bellas Artes, 2010, 17.

25
gación FONDECYT iniciación n° 11170567, El miedo como dis-
positivo de clasificación del sujeto político en las sociedades globales.
Aprovecho de extender nuestros más sinceros agradecimientos a
Fernando Longás, querido amigo y maestro, quien nos ha apo-
yado desde el comienzo en nuestras inquietudes, y que además
ha tenido la generosidad y entusiasmo suficientes para marcar
presencia en nuestro libro a través de su bello prólogo. También
agradecer a la Universidad Adolfo Ibáñez, particularmente a la
Facultad de Artes Liberales, por el financiamiento de este volu-
men. Aprovechamos de plasmar nuestro reconocimiento a Karen
Caimi, por su paciente e impecable labor de edición, y a Mariana
Gallardo, por su notable trabajo en la elaboración de una refe-
rencia visual que pudiese reflejar las complejidades y trayectorias
cruzadas que propone este libro. Del mismo modo, extendemos
nuestros agradecimientos al Comité Científico encargado de
evaluar el texto, conformado por Iván Pincheira, de la Univer-
sidad de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, y
Álvaro Hevia, de la Universidad de Valparaíso. También dejar
consignado nuestros más profundos agradecimientos a Marisol
Vera, Paloma Bravo y todo el equipo de Editorial Cuarto Propio,
por su confianza y apuesta en la publicación de este libro. Por
último, pero no menos importante, me gustaría agradecer a mi
compañera Antonia Viu por su sincera y permanente compañía y
cariño. Sin ella, sin su constante aliento y paciencia, el resultado
de esta experiencia, que de alguna manera llega a su fin con estas
páginas, no habría sido posible.

Pedro E. Moscoso-Flores

26
CAPÍTULO I
LA CUESTIÓN CRÍTICA DE LA
MODERNIDAD

Hay de todo en la Crítica: un tribunal de juez de paz, una cá-


mara de empadronamiento, un catastro, menos el poder de una
nueva política que derribaría la imagen del pensamiento. Aun
el Dios muerto y el Yo [Je] fisurado no son sino un mal momen-
to que hay que pasar, el momento especulativo; resucitan más
integrados y verdaderos que nunca, más seguros de sí mismos,
pero en otro interés, en el interés práctico o moral.

Gilles Deleuze

Modernidad y (auto)crítica
La modernidad ha sido propuesta como momento históri-
co, punto de inflexión en la historia del pensamiento occidental
caracterizado por una serie de cambios que redefinen la situación
de insuficiencia del hombre en relación con su experiencia terre-
nal, principalmente en lo que concierne a aquellos saberes que
otrora reconocieran las fuentes divinas como fundamento del
conocimiento y guía de orientación para la vida práctica. En lo
medular esta época destaca por un abandono de la cuestión onto-
lógica y, por añadidura, de la búsqueda por certificar una verdad
absoluta. Es dentro de este contexto que se erige una razón, que
en sus disposiciones metafísicas fundacionales está llamada a in-
terrogarse, aun pagando el costo de no ser capaz de dar cuenta
absolutamente de las cuestiones que tanto le aquejan.
Este nuevo escenario, acontecido grosso modo entre los siglos
XVI y XVII, no solo supone un giro en las categorías conceptuales
del conocimiento. Implica toda una reingeniería en la comprensión

27
del mismo, fractura provocada por una episteme1 con un campo de
reglas propio que trae aparejada una nueva forma de pensar, sentir,
actuar y relacionarse con los objetos mundanos. En otros términos,
esta época se erige en torno a una ruptura con el pasado en lo que
implica el modo de representarse el mundo y conocer: un cambio
formal que derivará, inevitablemente, en una reformulación sus-
tancial del mismo2. No obstante esta definición de modernidad aún
se propone como limitada, ya que contiene una insistencia en un
proyecto continuo –continuidad que subyace a la organización de
lo discontinuo–; es decir, todavía se comprende en referencia a un
pasado atávico que se actualiza en el presente, resistiéndose a desa-
parecer:

Es la definición antigua, y de origen, de la modernidad: lo que se


opone a lo antiguo, y que se identifica, según sus variantes, con lo
nuevo, con lo reciente, con la ruptura, con lo contemporáneo. Es
la vieja modernidad. La antigualla de la modernidad3.

1 Se puede reconocer a Kant como el principal precursor de la episteme moderna, en tanto


que su proyecto crítico se habría enfocado en cuestionar las condiciones de validez de las
representaciones. De modo que el hombre aparece como figura unificada y unificante de
dichas representaciones: “con su posición ambigua de objeto de un saber y de sujeto que
conoce: soberano sumiso, espectador contemplado”. Michel Foucault, Las palabras y las
cosas. Una arqueología de las Ciencias Humanas. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2005,
304. El hombre queda, así, en un callejón sin salida entre lo empírico y lo trascendental,
extrañado de sí ya que no puede tener acceso a sí mismo, transformándose el misterio en
su condición fundamental.
2 Esto remite a la inauguración propuesta por el racionalismo cartesiano al situar el es-
quema del conocimiento alrededor del cogito, estableciendo una delimitación con la res
extensa y la res infinita: “¿Pensar? Eso es: el pensamiento; esto es lo único que no puede
separarse de mí. Yo soy, yo existo; es cierto. Pero ¿durante cuánto tiempo? Ciertamente,
mientras pienso; pues tal vez podría suceder que si dejara de pensar completamente,
al punto dejaría de ser. Nada admito que no sea necesariamente verdadero; así pues,
hablando con precisión, soy solo una cosa pensante, esto es, una mente, o alma, o en-
tendimiento, o razón, palabras cuyo significado ignoraba yo antes. Soy, pues, una cosa
verdadera, y verdaderamente existente; pero ¿qué clase de cosa? Dicho está: una cosa
pensante”. René Descartes, Meditaciones metafísicas y otros textos. Madrid: Editorial
Gredos, 1997, 24.
3 Henri Meschonnic, Para salir de lo postmoderno. Buenos Aires: Editorial Cactus/Tinta
Limón ediciones, 2017, 23.

28
En otras palabras, esta concepción separatista entre lo antiguo y
lo nuevo se torna insuficiente para dar cuenta de la magnitud de
los procesos –filosóficos, pero también sociales, culturales, po-
líticos y económicos– que se agrupan bajo la unidad abstracta
de este polisémico término. La modernidad parece ser algo más
que un nombre propio de la historia: constituye la condición del
nuevo hombre, portador de una racionalidad que lo conmina a
establecer claramente los límites de su participación en el mundo
de la vida. Se produce así una suerte de desdoblamiento insupe-
rable, en que la modernidad inscrita en el hombre se somete ella
misma a cuestionamiento a la manera de una jueza observadora
de sí4.
La cuestión primordial de este giro en el ámbito filosófico
supone interrogarse por las condiciones del conocimiento posi-
ble, cobrando el tiempo presente un especial cariz. Esto da cuenta
de la importancia que adquiere el presente como tiempo de ac-
tualidad que, sin embargo, se postula a la manera de un estarse
superando permanentemente, incorporando en él las condiciones
de su propia negación o eventual destrucción5. Esta perspectiva
de lo actual exige abandonar la dimensión comparativa con épo-
cas precedentes, para erigirse alrededor de una relación sagital del
discurso moderno con el acontecimiento que lo constituye, es
decir, como momento de toma de conciencia de la modernidad
respecto de sí misma. Lo importante de esta situación reside en
la posibilidad de autointerrogarse sobre las condiciones que lo
determinan, asumiendo que este nuevo deslizamiento epistémico
instala al sujeto en una doble posición antagónica: como sujeto-
agente de su propia razón y, al mismo tiempo, como espectador
externo del acontecer de su propia historia6. Esto significa que el

4 Cf. Michel Foucault, Sobre la Ilustración. Madrid: Editorial Tecnos, 2007, 54 y ss.
5 Cf. Gabriel Amengual, Modernidad y crisis del sujeto. Madrid: Caparrós Editores, 1998,
150.
6 Hay en esto una referencia al mentado efecto que señala Kant a propósito de la Revo-
lución francesa, en donde la potencia residiría, no en la revolución misma, sino en sus

29
pensamiento crítico se encuentra empapado de historicidad, en
tanto asume una condición de legitimidad de los modos histó-
ricos de conocer, inscribiendo así un nuevo orden del ser: desde
lo que llega a ser, en tanto sujeto-objeto de conocimiento, lo que
está siendo y lo que se desplaza constantemente de su alcance en
el presente. Esta historicidad moderna trae consigo una invita-
ción para el hombre a transformarse a sí mismo, abandonando
el terreno de la metafísica y acomodándose al limitado orden
fenoménico de aprehensión del mundo. Es así como la Historia,
a partir de este momento, deviene:

el modo fundamental de ser de las empiricidades, aquello a partir


de lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repartidas en el
espacio del saber para conocimientos eventuales y ciencias posi-
bles […] No será, pues, metafísica sino en la medida en que será
Memoria y, necesariamente, volverá a llevar el pensamiento a la
cuestión de saber qué significa para el pensamiento el tener ya
historia7.

Lo que se inscribe en este espacio tiene que ver, a juicio de Fou-


cault, con una historia crítica del pensamiento ligada a una onto-
logía histórica de nosotros mismos8, es decir, al establecimiento de

efectos sobre la opinión pública: “Lo importante de la revolución, por lo tanto, no es


la revolución misma, que de todas maneras es un estropicio, sino lo que pasa por la
cabeza de quienes no la hacen o, en todo caso, no son sus actores principales […] Es
signo, en primer lugar, de que todos los hombres consideran como derecho de todos
darse la constitución política tal que, en razón de sus principios mismos, evite toda
guerra ofensiva […] Y es bien sabido que esos dos elementos (la constitución política
elegida a su antojo por los hombres, y una constitución política que evite la guerra) son
igualmente el mismo proceso de Aufklärung, es decir que, en efecto, la revolución es en
verdad el hecho que consuma y continúa el mismo proceso de Aufklärung”. Foucault,
Sobre la Ilustración, 36-37.
7 Foucault, Las palabras y las cosas, 215.
8 Esta noción se dirime a partir de tres niveles que, podríamos pensar, se pueden dife-
renciar esquemáticamente pero se encuentran íntimamente enlazados: “Ontología his-
tórica de nosotros mismos en relación a la verdad que nos constituye como sujetos de
conocimiento […] Ontología histórica de nosotros mismos en las relaciones de poder
que nos constituyen como sujetos actuando sobre los demás […] Ontología histórica

30
las condiciones internas de los saberes dentro de una dimensión
espacio-temporal, cuya particularidad reside en no remitir más
que a sí misma. En suma, el ser humano se encuentra llamado
a realizar un ejercicio práctico –del pensamiento– sobre sí, en
función de claves históricas de vinculación consigo mismo. Se
erige de este modo la impronta crítica, un ethos fundado en el
reconocimiento de los límites del conocimiento, materializán-
dose así en una relación sagital con el presente, es decir, diferen-
ciándose de todo pasado y, también, de sí misma: un presente
des-presentificado9. Dicho tratamiento del presente implica irre-
mediablemente la necesidad de visibilizar y hacerse cargo de la
cuestión del sujeto. Tal como propone Kant, no puede existir
conocimiento en tanto no exista una unidad de conciencia, an-
terior a las intuiciones, que posibilite las representaciones de los
objetos. De modo que el sujeto surge como resultado de una
afección que estatuye al yo como forma pura de conciencia, que
cumple la función de síntesis del sujeto determinante sobre sí
mismo, provocando un sentido interno expresado en una con-
ciencia de sí:

En consecuencia, del yo pensante (alma) que se representa como


sustancia, como simple, como numéricamente idéntico en todo
tiempo y como correlato de toda existencia, podemos decir lo si-
guiente: más que conocerse a sí mismo a través de las categorías, lo
que hace es conocer las categorías y, por medio de estas, todos los
objetos en la unidad absoluta de la apercepción, es decir, a través
de sí mismo10.

La analítica de la finitud kantiana dispone al hombre hacia una re-


lación particular consigo mismo, a partir de la toma de conciencia

de nosotros mismos en la relación ética por medio de la cual nos constituimos como
sujetos de acción moral”. Foucault, Sobre la Ilustración, 320-321.
9 Cf. Foucault, Sobre la Ilustración, 54 y ss.
10 Immanuel Kant, Crítica de la Razón Pura, 6ª ed. Madrid: Editorial Alfaguara, 1988,
365.

31
de las limitaciones contenidas en el conocimiento que este puede
aprehender11. Dicha situación aparece como paradójica: impone
una relación interminable de la razón consigo misma marcada
por el límite de la experiencia, razón por la que el hombre se ve
empujado a saber más de sí, solo para encontrarse con una barre-
ra infranqueable12. De modo que se comienza a vislumbrar una
fragmentación reflejada en una representación que ya no alberga
lo representado, cobrando el hombre la condición de duplicado
empírico-trascendental13. En buenas cuentas, la finitud se trans-
forma ella misma, y al hombre, en el lugar del fundamento14.
Gracias a Kant,

el hombre moderno se reconocerá en su finitud como aquello


por lo que es eso que es: hombre. La posición del problema de la
finitud, que podemos suponer que en Kant se daba controlado
por otras instancias más de peso filosófico, no hará sino crecer

11 No es inútil recordar que el problema propuesto por la analítica de la finitud se encuen-


tra marcado por dos facultades heterogéneas e irreductibles, que se disponen en torno a
una distinción entre lo pasivo y lo activo: por un lado, aquella intuición o receptividad
inicial otorgada por la sensibilidad. Por otro lado, aquella forma de espontaneidad o
entendimiento y que constituye el ejercicio activo propiamente humano.
12 Ya lo dirá el propio Kant al reconocer que el sujeto, entendido como sustancia, es
aquello que nunca puede ser pensado, dada la naturaleza discursiva del entendimiento:
piensa todo en conceptos (meros predicados). El sujeto es una relación de los fenó-
menos con el sujeto mismo, desconocido. “El yo no es concepto alguno y remite a la
relación de los fenómenos internos con el sujeto mismo desconocido: “Hace tiempo
que se ha notado ya que, en toda sustancia, el sujeto propiamente dicho, a saber, lo que
persiste después de separados todos los accidentes (como predicados), por consiguien-
te, lo sustancial mismo, nos es desconocido, y, sobre este límite de nuestra percepción,
se han producido lamentaciones de muchas clases”. Kant, Crítica de la Razón Pura,
700.
13 Cf. Foucault, Las palabras y las cosas, 310 y ss.
14 La finitud se establece como condición de posibilidad para la representación, como
algo diferente de lo Otro de lo en sí, cobrando una valencia propia: “En tal perspectiva,
donde la finitud ya no es relativa a un absoluto establecido como lo en sí en relación
a lo cual se mediría, es de hecho una finitud la que, por así decirlo, se convierte en lo
Absoluto; en una palabra, la finitud deviene finitud radical”. Alain Renaut, La era del
individuo: contribución a una historia de la subjetividad. Barcelona: Editorial Destino,
1993, 306.

32
hasta llegar a ocupar el lugar central de la reflexión acerca de lo
humano15.

No obstante, la experiencia de confrontación con el presente a


la que convoca la modernidad no remite exclusivamente a un
fenómeno suscrito al ámbito del pensamiento. El dilema que
constituye el conocimiento parece involucrar una operación
práctica del sujeto sobre sí y, a su vez, una reconsideración de las
posibilidades de actuación en relación con los objetos munda-
nos. Kant, en su intento por dar cuenta de su propia actualidad
histórica, habría anunciado el estrecho vínculo entre la dimen-
sión teórico-especulativa y moral-práctica de la vida humana16,
particularmente al proponer la libertad como principio para la
voluntad determinante.
Lo dicho se ve reflejado en el llamado al uso libre de la razón
propuesta por el filósofo prusiano. Una libertad que, no obs-
tante, se encuentra supeditada a las exigencias e inquietudes de
condiciones sociohistóricas particulares. Podría suponerse que en

15 Miguel Morey, El hombre como argumento (Barcelona: Editorial Anthropos, 1987), 39.
16 Huelga decir que para Kant la razón práctica no constituye una razón diferente a la teó-
rica. Es la misma razón, pero esta vez enfrentada a una relación con el mundo sostenida
por determinados principios que escapan a los de la razón especulativa. En sus propias
palabras: “La razón pura puede ser práctica, por cuanto es capaz de determinar por sí
misma a la voluntad independientemente de cualquier elemento empírico (y esto se
demuestra mediante el factum en el que la razón pura se revela realmente práctica para
nosotros, cual es que nuestra voluntad se vea efectivamente determinada por esa auto-
nomía en el principio de la moralidad). Al mismo tiempo muestra que ese factum se
halla inseparablemente entrelazado a la consciencia de la libertad de la voluntad, hasta
el extremos de identificarse con ella, con lo cual la voluntad de un ente racional que,
como perteneciente al mundo de los sentidos, se reconoce sometido necesariamente
a las leyes de la causalidad como cualquier otra causa eficiente, por otro lado en el
terreno de la praxis cobra conciencia de que simultáneamente, como ser en sí mismo,
su existencia es determinable en un orden inteligible de las cosas y esa conciencia no se
debe a una particular autointuición, sino a ciertas leyes dinámicas que pueden deter-
minar su causalidad en el mundo de los sentidos; habida cuenta que, como ha quedado
suficientemente demostrado en otro lugar, si se nos atribuye libertad, esta nos transfiere
a un orden de cosas inteligible”. Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica. Madrid:
Alianza Editorial, 2013, 136-137.

33
esto pervive una exigencia de liberación autoimpuesta por la ra-
zón, de modo que sea ella misma quien promueva una autolimi-
tación articuladora de una obediencia coherente con la voluntad
autónoma del sujeto:

La voluntad autónoma, en Kant, es la que, sin estar determinada


por ningún concepto preexistente de Bien y de Mal, se quiere ella
misma como queriendo la forma de la ley; ha aparecido como una
simple etapa hacia esa ‘voluntad de voluntad’; voluntad que no
tiene ya otro fin que ella misma y su despliegue como voluntad17.

Un llamado a la acción que permite generar una experiencia libre


acorde con los imperativos morales que la razón propone.
Habría en esto un ímpetu de la razón por ponerse al servicio
del reconocimiento de sus propias condiciones de posibilidad,
condiciones que le permiten al hombre atisbar sus limitaciones
y, en consecuencia, alcanzar una idea acotada, pero definida,
sobre el mundo en el que se ve irremediablemente implicado.
En otros términos, el levantamiento del velo de la ignorancia
no tiene que ver con adquirir un conocimiento cabal de todas
las cosas mundanas, sino advertir hasta dónde se puede conocer
algo para actuar de manera correcta. En suma, el problema deja
de ser el de la fidelidad del pensamiento respecto del mundo
real, transformándose en una operación de gestión racional, de
autoelucidación enfocada en salir del autoengaño, abandonando
la antigua creencia de que todo puede conocerse.

La cuestión (de la) crítica


Antes de proseguir, parece necesario esbozar algunas preci-
siones respecto a la noción de crítica. La acepción etimológica
del término se puede rastrear del latín criticus, proveniente del

17 Cf. Renaut, La era del individuo, 303.

34
griego kritikós –capacidad de discernir–, de raíz indoeuropea y
emparentado con el latín cerno –separar–. Dentro del marco de
la modernidad, la crítica se encuentra firmemente ligada a una
acción de elucidación racional respecto a la participación activa
del sujeto en el proceso de construcción de su experiencia. Esto
requiere que el pensamiento sea capaz de desdoblarse para inte-
rrogarse, es decir, tratarse a sí mismo como objeto de la crítica.
Y es este rol el que convoca pensar al hombre como sujeto racio-
nal encargado de llevar a término dicha tarea, entendiendo que
existe una relación entre dicha capacidad crítica y el potencial
humano fundado en la libertad y responsabilidad, asunto que le
permite ir conformando y dándole sentido a su experiencia en
interacción con el mundo circundante18.
Sin embargo el problema no se resuelve del todo a partir
de esta elucidación, dado que el pensamiento parece llevar in-
corporado a priori una determinación que parece organizarse
alrededor de una lógica en torno a lo idéntico. Así al menos
lo entiende Deleuze, al señalar que la tradición de pensamien-
to occidental, desde la Antigüedad clásica en adelante, habría
encontrado su condición de existencia gracias a un modelo de
igualdades, cuyo resultado habría sido la imposición de unos
límites que eximieron al pensamiento de tener que hacerse
cargo de la emergencia del acontecimiento, es decir, de una
singularidad que resiste cualquier intento de definición, de de-
limitación presupuesta dentro de un orden discursivo particu-
lar y que actúa en función de regímenes heteronormativos. El
acontecimiento es aquello que se impone desde lo inesperado,
lo imprevisible, lo imposible de predecir; aquello que abre un
campo de posibilidades múltiples, diferentes a las conocidas, a
partir de la introducción de la disyunción donde antes solo se

18 Remigius C. Kwant, La crítica hace al hombre. Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohle,
1968, 29.

35
han encontrado convergencias19. Es un campo de posibles que
prescinden de aquellas categorías que invocan una distribución
ordenada causal del mundo y de relaciones entre las partes que
lo componen. Dicho de otro modo, es una irrupción que se
repite, pero en cuya repetición no hay ninguna posibilidad de
establecer relaciones generales de equivalencia. Sería aquello
que en su aparición inaprehensible cuestiona el principio de ley
que ordena y establece categorías de intercambio y sucesión:
“En todos los aspectos, la repetición es la transgresión. Pone
en cuestión a la ley, denuncia su carácter nominal o general, en
provecho de una realidad más profunda y más artística”20.
Tal descripción entrega indicaciones generales respecto a
los límites que la crítica filosófica moderna impone. En tanto
proyecto con pretensión de valor científico, el sistema kantia-
no habría rechazado el acontecimiento por medio de su encierro
dentro de la dimensión categorial del tiempo, sometiéndolo a
un orden cercado por un esquema de identidad: “El mundo, el
yo y Dios, esfera círculo, centro: triple condición para no poder
pensar el acontecimiento”21. Desde esta perspectiva, el proyecto
crítico iluminista encontró sustento en la prescripción de una
serie de principios que contienen una determinación normativa
–la del buen uso de la razón–, incrustada en sus bases. En el caso
de la filosofía trascendental, se refleja en la reminiscencia a una
conciencia originaria que obliga a pensar las condiciones de los
objetos desde una lógica reflectante:

La doble serie de lo condicionado, es decir, de la conciencia em-


pírica y de sus objetos, debe estar así fundada en una instancia

19 Cf. Gilles Deleuze, Lógica del sentido. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2005, 28-30.
20 Gilles Deleuze, “Repetición y Diferencia”, en Theatrum Philosophicum seguido de Re-
petición y Diferencia, ed. por Gilles Deleuze y Michel Foucault. Barcelona: Editorial
Anagrama, 2005, 53.
21 Michel Foucault, “Theatrum Philosophicum”, en Theatrum Philosophicum seguido de
Repetición y Diferencia, 21.

36
originaria que retenga la forma pura de objetividad (objeto = x)
y la forma pura de la conciencia, y que constituya esta a partir de
aquella22.

Dicha reglamentación estaría ocupada gestionando la emergen-


cia de los acontecimientos a partir de una distribución posicio-
nal, emplazada en un mapa de relaciones respecto de lo que es
pensable, evitando así el caos y rechazando cualquier posibilidad
de subversión al principio dualista Ser - No Ser. Habría en ello un
principio originario de organización que asegura la continuidad
del pensamiento, anticipando sus posibles desviaciones y limi-
taciones. Al utilizar dicho principio de formación de sentido y
significado a partir de la organización dentro de esquemas que
ordenan el pensamiento en torno a grandes abstracciones, los
acontecimientos quedan privados de su carácter libre y anónimo
frente a una legalidad que somete los flujos del movimiento nó-
made a los dominios del tiempo lineal23.
Si el acontecimiento es aquello que acecha a la crítica tras-
cendental, entonces sería posible situarlo entre el pensamiento y
lo pensado, siendo este la marca de una fisura interminable que
no se logra resolver del todo a partir de la síntesis de una subje-
tividad que intenta engancharse al mundo a partir de los objetos

22 Deleuze, Lógica del sentido, 121.


23 Recordamos con esto a Nietzsche, cuando nos señala que: “El hombre pone sus actos
como ser racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera más el ser arrastra-
do por las impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en primer lugar todas
esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su
vida y su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa
capacidad de volatilizar metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad
de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo
que jamás podría conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un
orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios,
subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las pri-
mitivas impresiones intuitivas como lo más firme, más general, lo mejor conocido y lo
más humano y, por lo tanto, como una instancia reguladora e imperativa”. Friedrich
Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Editorial Tecnos,
1996, 26.

37
que conoce. Una subjetividad que se resiste a renunciar al princi-
pio que aloja una proyección aurática hacia la verdad a través de
la construcción de los conceptos que se erigen bajo la identidad
de lo semejante, es decir, hacia todos aquellos elementos que per-
miten generar sistemas de agrupamiento y clasificación (catego-
rías, taxonomías, sistemas de saber), gracias al escudriñamiento
de propiedades comunes que, a su vez, establecen criterios de
distinción entre ellos.
Dicha constatación propone un nuevo dilema, a saber, el
de cómo pensar aquello que parece imposible de pensarse. Esto
es lo que Deleuze habría visto en común entre aquel conocido
anuncio heideggeriano –de que aún no pensamos–, y el impoder
vital que reconoce Artaud respecto del pensamiento:

Si busco lo que hay de común, es que lo impensado es el adentro


del pensamiento. Y el pensamiento está fundamentalmente en re-
lación, no con lo pensable, sino con lo impensado […] en estas
formas del siglo XX, lo impensado es profundamente connatural
al pensamiento, es de la misma naturaleza que el pensamiento24.

De modo que la crítica, en tanto acción del pensamiento sobre


sí mismo, requiere volver sobre los principios que aseguran una
relación de síntesis en el sujeto. Esto parece indicar que el objeto
de la crítica es, de hecho, el sujeto cognoscente, por lo que la
operación en este caso parece remitir menos a la elucidación de
la relación entre un sujeto finito y un objeto fenomenológico,
que a la reminiscencia normativa propia de aquellas categorías
que hacen posible el ejercicio del pensamiento: “Podemos leer
las categorías como las formas a priori del conocimiento; pero,
desde otro lado, aparecen como la moral arcaica, como el viejo
decálogo que lo idéntico impuso a la diferencia”25.

24 Gilles Deleuze, La subjetivación. Curso sobre Foucault. Tomo III. Buenos Aires: Editorial
Cactus, 2015, 33.
25 Deleuze, La subjetivación, 34.

38
Esta cuestión posee un carácter fundamentalmente proble-
mático, dado que lo que se pone en suspenso es la función de
mediación entre el fenómeno y el criterio de discernimiento pre-
supuesto en la capacidad de aprehensión del mismo. En otras pa-
labras, habría algo en la crítica que fuerza al pensamiento a pre-
guntarse por la condición de extranjería inscrita en la conciencia
–movimiento de interrogación de lo propio del pensamiento–,
cuestionando de esta forma las condiciones de legibilidad im-
puestas por los principios legales que permiten la aprehensión de
los fenómenos externos. Este asunto parece haber sido omitido
por la reflexión filosófica occidental, en la medida que:

rechaza toda doxa particular; sin duda, no conserva ninguna pro-


posición particular del buen sentido o del sentido común […].
Pero conserva lo esencial de la doxa, es decir, la forma; y lo esencial
del sentido común, el decir, el elemento; y lo esencial del reco-
nocimiento, es decir, el modelo (concordancia de las facultades
fundada en un sujeto pensante como universal, y ejerciéndose so-
bre el objeto cualquiera). La imagen del pensamiento no se da
sin la figura bajo la cual se universaliza la doxa elevándola al nivel
racional26.

Si se consideran seriamente las palabras de Deleuze, sería posi-


ble extender el rango de acción de la crítica hacia todas aque-
llas operaciones del pensamiento que entran en conflicto con
el espacio de la norma con la cual están llamadas a constituirse,
poniendo en tela de juicio el punto de partida desde el que se
erige la acción de discernimiento, mostrando así su potenciali-
dad aporética. De modo que el primer paso sería dar cuenta de
la artificialidad inscrita en toda normatividad crítica, evitando
su mistificación.
Lo comentado abre una serie de interrogantes que interpe-
lan al pensamiento moderno: ¿Qué sucede con la crítica en su

26 Gilles Deleuze, Diferencia y repetición. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2002, 208.

39
salida al encuentro con el objeto? Si esta se inscribe en base a una
norma que sería necesario tensionar, ¿cómo evitar reemplazar los
principios que conjura la crítica por otros más sofisticados? En
otras palabras, ¿es posible confiar en una crítica que permanen-
temente intenta pensar más allá del simulacro? Así planteado, el
problema podría traslaparse con el del origen, es decir, en este
caso, con el de un principio fundacional a priori asegurado a tra-
vés de las formas trascendentales de la subjetividad. Lo anterior,
consignando que “la verdadera fuente del dogmatismo resulta,
entonces, del uso atemático, inercial, de la forma en el ámbito
que sea. Forma que en su inadvertencia instruye aquello sobre lo
que se aplica”27. En este orden de cosas, la evitación del misticis-
mo y dogmatismo requeriría someter a cuestionamiento los prin-
cipios que se gestan alrededor y que se corporeizan en la figura
de este sujeto libre y responsable, como única operación capaz de
romper con la armonía de los saberes universales, las continuida-
des y las totalidades. No obstante, este momento autorreferencial
–de un pensamiento que intenta pensar este adentro imposible
que lo constituye– podría decantar en un ejercicio en torno a un
ruedo interminable, considerando las limitaciones que posee el
pensar mismo para dar cuenta de sus condiciones estructurantes.
La tensión presente en esta tarea parece reflejar una concesión
realizada por la filosofía, particularmente por aquella inaugurada
por la tradición racionalista cartesiana: el pienso que aseguraba la
existencia del yo a través de un repliegue hacia el interior.
Esto es consistente con los análisis que desarrolla Foucault a
propósito de la crítica. La decisión de dejar de buscar una forma
para justificar el fundamento de la subjetividad exige abandonar
la pretensión de encontrar un principio que pueda dar cuenta
de ella. De modo que la crítica, en tanto ejercicio de tensión del

27 Willy Thayer, Tecnologías de la crítica. Entre Walter Benjamin y Gilles Deleuze. Santiago
de Chile: Ediciones Metales Pesados, 2010, 58-59.

40
pensamiento sobre sus propias condiciones de existencia, deviene
crisis, es decir, actitud límite:

La crítica es, ciertamente, el análisis de los límites y la reflexión


sobre estos […] va a ejercerse no ya en la búsqueda de estructu-
ras formales que tienen valor universal, sino como investigación
histórica a través de los acontecimientos que nos han llevado a
constituirnos y reconocernos como sujetos de lo que hacemos,
pensamos y decimos28.

El hecho de que el sujeto autoconsciente se haya transformado


en el lugar del fundamento, como base para explicar las nuevas
formas de experiencia humana, ha sido la razón de que la opera-
ción crítica funde sus condiciones de existencia en un ejercicio de
desvelamiento interno, aun sabiendo que existe una limitación
de base en esta empresa. Si Kant ha puesto al hombre frente a
una relación de limitación consigo mismo, y con el conocimien-
to que este puede llegar a alcanzar, no cabe duda de que cual-
quier intento de recurrir a la soberanía interior para dilucidar las
condiciones que hacen posible el pensar resulta imposible: “La
experiencia interior es enteramente la experiencia de lo imposible
(siendo lo imposible aquello de lo que se hace experiencia y lo
que la constituye)”29.
Así dispuesto, se abre la posibilidad de entender la crítica
desde un nuevo ángulo. Este refiere a un análisis que posa la
mirada sobre la imposibilidad del pensamiento. Cuestión impe-
rativa es la del pensamiento de los límites, ya que impone indefec-
tiblemente la pregunta referida al quién piensa, y por cómo dicha
experiencia de reconocimiento en la modernidad parece deter-
minada por consensos lingüísticos que definen las reglas internas
de la transacción epistemológica entre el hombre y el mundo,

28 Foucault, Sobre la Ilustración, 90-91.


29 Michel Foucault, “Prefacio a la Transgresión” [1963], Obras esenciales. Madrid: Edicio-
nes Paidós Ibérica, 2010, 147.

41
de la común soberanía de las palabras, dentro una comunidad
universal:

El suelo real de la experiencia antropológica es mucho más lin-


güístico que psicológico; la lengua no está dada allí, no obstante,
como va de suyo, en el interior del cual se está de entrada ubicado;
instrumento de intercambios, vehículo de diálogos, virtualidad de
acuerdo, la lengua es el campo común a la filosofía y no filosofía
[…] Así, en el elemento reglado del lenguaje, la articulación de las
libertades y la posibilidad, para los individuos, de formar un todo
pueden organizarse sin la intervención de una fuerza o de una
autoridad, sin renuncia ni alienación. Al hablar en la comunidad
de un convivium [convivio], las libertades confluyen y espontá-
neamente se universalizan. Cada uno es libre, pero en la forma
de la totalidad […] Es en el intercambio del lenguaje donde, al
mismo tiempo, alcanza y realiza él mismo lo universal concreto.
Su residencia en el mundo es originalmente una estancia dentro
del lenguaje30.

Esta posición resulta interesante para explicar por qué el ejerci-


cio de delimitación metafísica, a partir de la redefinición de los
límites de lo cognoscible en la conformación de la experiencia
humana, ha transformado el ejercicio de la crítica en un calle-
jón sin salida. Pareciera que el ejercicio de enfrentamiento crítico
desde esta perspectiva visibiliza un elemento fundamental que
la tradición filosófica ha pasado por alto. Esto es lo que pondría
al pensamiento en una relación consustancial de transgresión de
sus propios límites, lo que puede comprenderse en función de
un campo de lucha de fuerzas que se encuentra en una pugna
permanente: “Está ligada a él según una relación en espiral con
la que ninguna fractura simple puede acabar”31. Tal y como nos
enseña Foucault en sus estudios arqueológicos ligados al campo

30 Michel Foucault, Una lectura de Kant. Introducción a la Antropología en sentido pragmá-


tico. Madrid: Siglo XXI Editores, 2010, 108.
31 Foucault, “Prefacio a la Transgresión”, 149.

42
de la literatura, el límite se encuentra siempre acechado, inhe-
rentemente, por la subversión de sus propias condiciones de po-
sibilidad:

La transgresión franquea y no deja de volver a franquear una línea


que, a su espalda, enseguida se cierra en una ola de poca memo-
ria, retrocediendo de este modo otra vez hasta el horizonte de lo
infranqueable. Pero este juego pone en juego algo más que estos
elementos; los sitúa en una incertidumbre, en unas certidumbres
inmediatamente invertidas donde el pensamiento se traba rápida-
mente al quererlas captar32.

Cabe notar que entre el límite y su exceso se genera una relación,


y que dicha relación da pie al pensamiento. De modo que el
pensar crítico es siempre un movimiento inquieto, una tensión,
siendo el límite la fuerza impositiva de un principio ético-nor-
mativo que se erige contra todo lo que podría afectar su hege-
monía discursiva, a saber, todo aquello que se resiste a la ley de
los grandes números y que emerge como pura ocurrencia –un
shock, en el decir de Benjamin–, cuestionando la principalidad
del origen: “No hay nada negativo en la transgresión […] ningún
límite puede retenerla. Tal vez no es otra cosa sino la afirmación
de la partición (partage)”33. Es por esto que la transgresión devie-
ne aquello que se resiste a ser introducido dentro de una cadena
significante universal, cuestionando con su silencio ensordecedor
las bases epistemológicas del pensamiento dialéctico instauradas
por la filosofía moderna. Esta visión permite entender de manera
alternativa por qué eventualmente la crítica podría abandonar su
función meramente delimitadora, es decir, aquella que se con-
tenta con describir los a priori de las reglas del juego –dejando
sin tocar las autocontradicciones del pensamiento lógico–, para

32 Foucault, “Prefacio a la Transgresión”, 148.


33 Foucault, “Prefacio a la Transgresión”, 149.

43
transformarse en un gesto de interrogación, una resistencia a res-
ponder de manera preformada a los imperativos de la razón.
Si efectivamente es posible establecer un nexo entre límite y
transgresión alrededor de la operación del pensamiento, quizás
sería plausible incorporar un tercer vértice que completaría el
triángulo de la crítica: la experiencia del afuera, como aquello
que emerge al franquearse el límite del pensamiento represen-
tacional. Siguiendo con sus análisis de la literatura moderna,
específicamente en relación con la obra de Blanchot, Foucault
precisa cómo el supuesto sujeto contenido en el ser del lenguaje
puede conducirse a un momento de desaparición al ser puesto
en relación con una exterioridad que en ningún caso representa
el reverso de una interioridad racional, sino precisamente aquello
que desborda los límites del dualismo adentro/afuera:

Este pensamiento que se sitúa fuera de toda subjetividad para ha-


cer surgir sus límites como desde el exterior, enunciar su fin, hacer
brillar su dispersión y no recoger más que su insuperable ausencia,
y que, a la vez, se mantiene en el umbral de toda positividad, no
tanto para captar el fundamento y su justificación, cuanto para
reencontrar el espacio en el que se despliega, el vacío que le sirve
de lugar, la distancia en la que se constituye y donde se esquivan
en cuanto se las mira sus certezas inmediatas, este pensamiento,
en relación a la interioridad de nuestra reflexión filosófica y en
relación a la positividad de nuestro saber, constituye lo que podría
llamarse en una palabra “el pensamiento del afuera”34.

El análisis del campo literario introduce el elemento suplemen-


tario del lenguaje –y la escritura– en relación con el pensamien-
to. Es en tanto campo enunciativo que se pueden visibilizar las
reglas que componen la funcionalidad de la crítica. Si la emer-
gencia de la crítica filosófica se propuso como un metalenguaje
articulado en torno a un código que presuponía un lenguaje

34 Michel Foucault, “El pensamiento del afuera” [1966], Obras esenciales, 265.


44
primero, desde donde puede plantearse la pregunta por el fun-
damento vinculada a la positividad de la ciencia –sus códigos y
leyes–, la crítica relevada por la literatura moderna lleva consi-
go una ventaja metodológica, al utilizar códigos que permiten
evadir el problema de la conjura de los peligros presentes por la
emergencia del acontecimiento; asunto que, como ya se ha se-
ñalado, parece contener una gravedad ontológica para la filoso-
fía. Así entendido, la literatura posee la potestad para suspender
el código que, en tanto acto de habla, le permite su existencia:
“Un habla que obedece tal vez al código en el que está situada,
pero que, en el momento mismo de comenzar, y en cada una
de las palabras que pronuncia, compromete el código en el cual
está situada y es comprendida”35. Esta disputa entre las formas
críticas, y sus funciones divergentes, se ve reflejada con claridad
en la siguiente reflexión de Barthes:

Lo que no se tolera es que el lenguaje pueda hablar del lenguaje.


La palabra desdoblada es objeto de una especial vigilancia por par-
te de las instituciones, que la mantienen por lo común sometida
a un estrecho código: en el Estado literario, la crítica debe ser tan
“disciplinada” como una policía; liberar aquella no sería menos
“peligroso” que popularizar a esta: sería poner en peligro el poder
del poder, el lenguaje del lenguaje. Hacer una segunda escritura
con la primera escritura de la obra es en efecto abrir el camino a
márgenes imprevisibles, suscitar el juego infinito de los espejos,
y es este desvío lo sospechoso. Mientras la crítica solo tuvo por
función tradicional el juzgar, solo podía ser conformista, es decir
conforme a los intereses de los jueces. Sin embargo, la verdadera
“crítica” de las instituciones y de los lenguajes no consiste en “juz-
garlos”, sino en distinguirlos, en separarlos, en desdoblarlos. Para ser
subversiva, la crítica no necesita juzgar: le basta hablar del lengua-
je, en vez de servirse de él. Lo que hoy reprochan a la nueva crítica
no es tanto ser “nueva”: es el ser plenamente una “crítica”, es el

35 Michel Foucault, “Literatura y lenguaje” [1964], La gran extranjera. Para pensar la


literatura. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2015, 100.

45
redistribuir los papeles del autor y del comentador y de atentar,
mediante ello, al orden de los lenguajes36.

El hecho es que la literatura ha denotado la función autorreferen-


cial del lenguaje, mostrando que este es un sistema de signos en
circulación que no tiene por función más que designarse a sí mis-
mo, en tanto sistema de grafemas sin un valor a priori. Esto hace
que la mirada crítica permita volcarse sobre las formas en que ese
sistema de signos se vincula con otros signos “que circulan en
una sociedad dada, signos que no son lingüísticos sino que pue-
den ser económicos, monetarios, religiosos, sociales, etc.”37. Este
gesto de autoimplicación, en que la obra literaria se presenta a sí
dentro de sí misma, permite reproblematizar la crítica filosófica
al considerar que la operación interior del pensamiento estaría
sujeta a condiciones históricas que determinan los sistemas de
posibilidades narrativas, cruzadas por determinaciones respecto
a las formas legítimas de conocimiento.
Esta constatación sirve para refrendar el hecho de que el
pensamiento racional se encuentra determinado por un conjunto
de leyes, en adelante en clave histórico-universal, que contornean
al sujeto de la enunciación. Esta elucidación que Foucault visibi-
liza en el campo literario muestra que existe un decreto jurídico
fundante en la voluntad de saber del discurso racional moderno:
el de excluir cualquier posibilidad de prescindir de la concien-
cia subjetiva, siendo este criterio fundacional invisible para los
discursos erigidos sobre la base de la episteme moderna. En este
sentido, los procedimientos internos que sirven como soporte al
pensamiento harían las veces de “principios de clasificación, de
ordenación, de distribución, como si se tratase en este caso de
dominar la dimensión del discurso: aquella de lo que acontece y
del azar”38. Su efecto, el más potente sin duda, es la inscripción

36 Roland Barthes, Crítica y Verdad. México: Siglo XXI Editores, 2014, 13-14.
37 Foucault, “Literatura y lenguaje”, 106.
38 Michel Foucault, El orden del discurso. Buenos Aires: Tusquets Editores, 1992, 21.

46
de la ley traducida como identidad de la conciencia, es decir,
como condición del pensar mismo:

La presencia de la ley es su disimulo. La ley, soberanamente, fre-


cuenta las ciudades, las instituciones, las conductas y los gestos;
sea lo que fuera lo que se haga, por más grandes que sean el des-
orden y la incuria, ella ya ha desplegado toda su potencia […]
uno puede creer que se aleja de ella, que mira su aplicación desde
el exterior; el momento en el que se cree leer de lejos los decretos
que solo valen para los demás, se está en la máxima proximidad
de la ley39.

Crítica moderna y subjetividad política


Foucault apostó por abandonar la comprensión del sujeto
como resultado del binomio forma-sustancia, entendiéndolo,
por el contrario, como un efecto de exterioridad, es decir, como
producto de formaciones histórico-normativas que delimitan y
ordenan los elementos monstruosos, incontrolables e incalcula-
bles. Para él, “la cuestión es determinar lo que ‘debe ser’ el sujeto,
a qué condición está sometido, qué estatuto, qué posición ha de
ocupar en lo real e imaginario, para llegar a ser sujeto de tal o cual
tipo de conocimiento”40. Esto significa que los sistemas de saber
contienen, a priori, como condición de veridicción fundamental,
la presencia de un sujeto fundador:

Es él quien, atravesando el espesor o la inercia de las cosas vacías,


recupera de nuevo, en la intuición, el sentido que allí se encontra-
ba depositado; es él, igualmente, quien del otro lado del tiempo,
funda horizontes de significaciones que la historia no tendrá des-
pués más que explicitar, y en los que las proposiciones, las ciencias,

39 Foucault, “El pensamiento del afuera”, 272.


40 Michel Foucault, “Foucault” [1984], Obras esenciales, 999-1000.


47
los conjuntos deductivos encontrarán en resumidas cuentas sus
fundamentos41.

El problema consiste en indagar cómo los saberes sujetos a racio-


nalidades históricas específicas fijan las reglas para ser sujetos y,
simultáneamente, los inscriben dentro de determinadas lógicas
de sentido empapadas de formas de saber-poder, enunciándolos
conforme a los designios de la verdad. Entendido así, se podría
comprender la subjetividad como un efecto de frontera, un refle-
jo vacío producto de una concesión artificial entre un interior y
un exterior, mediado por mecanismos de inclusión y exclusión.
Artificial, considerando que dicha relación especular no cons-
tituye el resultado de una proyección sintética proveniente de
una serie de operaciones racionales, sino el efecto de prácticas
rituales, materiales y simbólicas dispuestas por un ordenamiento
histórico específico que, dentro de sus formulaciones enuncia-
tivas, presupone determinadas condiciones de reconocimiento.
Volviendo sobre la crítica moderna, el trazo impuesto por
esta nueva disposición histórica habría sido el de consignar los
límites y las condiciones de una subjetividad que nace gracias
a un modo de pensar el presente, teniendo como referente fun-
dacional una racionalidad que, aun reconociendo sus taras en
el proyecto de aprehensión de la realidad, puede, no obstante,
engarzarse en torno a un eje de verdad:

Son las interrogantes que hay que dirigir a una racionalidad que
pretende ser universal mientras se desarrolla en la contingencia,
que afirma su unidad y sin embargo solo procede por medio de
modificaciones parciales, que se legitima a sí misma a través de su
propia soberanía pero que en su historia no puede disociarse de la
inercia, el peso o las coerciones que la subyugan […] Dos siglos
después de su aparición, el Aufklärung retorna: no solo como un
modo para Occidente de tomar conciencia de sus posibilidades

41 Foucault, El orden del discurso, 40.

48
actuales y de las libertades a las que pudo haber accedido, sino
también como un modo de interrogación sobre sus límites y los
poderes de los cuales se ha servido. La razón como despotismo y
como iluminismo42.

El análisis foucaulteano de la Aufklärung permite leer la mo-


dernidad como un paisaje de multiplicidades configurado por
técnicas, saberes, autoridades e instituciones de procedencia he-
terogénea. Es dentro de esta escena que Foucault parece inyec-
tar el virus de la crítica dentro del núcleo antropológico de este
momento histórico, es decir, entre sus regiones epistemológicas
y ético-políticas, estableciendo sus puntos de encuentro43. Esto
supone la posibilidad de utilizar estratégicamente el gesto au-
torreflexivo propio de la subjetividad racional, confrontando el
pensamiento contra sí mismo a través de planos de inteligibili-
dad que conectan el dilema de la comprensión de lo humano con
la consigna política que inaugura el nuevo ordenamiento: el de
cómo ser gobernados o, en sus términos, “cómo no ser goberna-
do de esa forma, por ese, en nombre de esos principios, en vista
de tales objetivos y por medio de tales procedimientos, no de
esa forma, no para eso, no por ellos”44. Dicho problema aparece
íntimamente ligado a tecnologías o procedimientos mediante los

42 Michel Foucault, “La vida: la experiencia, la ciencia”. Gabriel Giorgi y Fermín Rodrí-
guez (comp.). Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Buenos Aires: Paidós, 2007, 47.
43 Esto refiere específicamente al fundamento de la Antropología kantiana. Foucault la
interpreta como, “ciencia de aquello que funda y limita para el hombre su conocimien-
to. Allí es donde se oculta la ambigüedad de este Menschen-Kenntniss [conocimiento
del hombre] por la cual se caracteriza a la Antropología: es conocimiento del hombre,
en un movimiento que objetiva a este, en el nivel de su ser natural y en el contenido
de sus determinaciones animales; pero es conocimiento del conocimiento del hombre,
en un movimiento que interroga al sujeto sobre él mismo, sobre sus límites, y sobre
aquello que él autoriza en el saber que se tiene de él […] se trata en su caso de saber si,
en el nivel del hombre, puede existir un conocimiento de la finitud, suficientemente
liberado y fundado, para pensar esta finitud en sí, es decir, en la forma de la positivi-
dad”. Foucault, Una lectura de Kant, 123.
44 Michel Foucault, “¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)” [1969], Sobre la Ilustra-
ción, 7-8.

49
cuales los individuos se modelan a sí mismos como sujetos de
comportamiento moral45. Este análisis muestra un fuerte vínculo
entre crítica, gobierno y autogobierno, es decir, en torno a los
modos en que el ser humano se ve conminado a conducirse de
acuerdo a las demarcaciones impuestas por regímenes históricos
específicos.
Con esto queda claro que la analítica foucaulteana se resiste
a buscar las claves del pensamiento crítico en unos principios
universales de una razón determinada subjetivamente. Es por
esto que el pensador francés habría optado por un trabajo cen-
trado en describir las formas históricas en que la subjetividad se
conforma sobre la base de prácticas orientadas a que los indivi-
duos se conduzcan moralmente46. Dichos sistemas de prácticas,
si bien remiten al cumplimiento de códigos normativos externos,
adicionalmente involucran modos de relación con uno mismo a
partir de ellos, es decir, habilitan formas de vivencia de uno mis-
mo en el camino a transformarse en sujeto moral:

Esta no es simplemente “conciencia de sí”, sino constitución de sí


como “sujeto moral”, en la que el individuo circunscribe la parte
de sí mismo que constituye el objeto de esta práctica moral, define
su posición en relación con el precepto que sigue, se fija un deter-
minado modo de ser que valdrá como cumplimiento moral de sí
mismo, busca conocerse, se controla, se prueba, se perfecciona, se
transforma47.

Lo fundamental en este punto no es la prescripción en sí, sino las


distintas posibilidades que atañen a una suerte de fidelidad con-
ductual del sujeto consigo, mediadas por un régimen normativo

45 Cf. Francisco Vázquez, “Empresarios de nosotros mismos. Biopolítica, mercado y so-


beranía en la gubernamentalidad neoliberal”. Javier Ugarte (comp.) La administración
de la vida. Estudios biopolíticos. Barcelona: Editorial Anthropos, 80 y ss.
46 Cf. Michel Foucault, Historia de la Sexualidad, Vol. II: El uso de los placeres. Buenos
Aires: Siglo XXI Editores, 2016, 31 y ss.
47 Foucault, Historia de la Sexualidad, Vol. II, 34.

50
específico. Lo anterior tiene por colofón la adscripción a un deter-
minado modelo de sujeción, entendido como las formas en que
los individuos establecen vínculos con las reglas y se sienten con-
minados a seguirlas. Esta consideración requiere reconocer que la
meta de la acción moral está orientada, no solo al cumplimiento
de acciones conforme a dichas reglas, sino a un modo de ser que es
propio del sujeto moral48.
Lo que acá parece emerger en torno a la figura subjetiva
es aquello que se resuelve entre los códigos normativos, a sa-
ber, aquellas prácticas que definen determinados modelos de
conducta en un momento histórico determinado, trazando un
campo de posibilidades orientadas a que los individuos desa-
rrollen modos de intervención sobre sí mismos. La demanda
respecto a la determinación de las condiciones de posibilidad
invoca la necesidad de reconocer que en ella se juega una prác-
tica activa del hombre sobre sí mismo o, más específicamente,
sobre su propio pensamiento, con la finalidad de lograr captar
la lógica contingente del acontecimiento. En otras palabras, se
trata de alcanzar el reconocimiento de las reglas discursivas que
determinan las condiciones para la elaboración de una repre-
sentación de sí mismo. Dichas condiciones normativas ejerce-
rían sus influjos a partir del diseño del lugar que el hombre
debe aceptar ocupar como sujeto-objeto de las formas concretas
de experiencia humana49. Es en este espacio intermedio donde

48 Cf. Foucault, Historia de la Sexualidad, Vol. II, 34.


49 Como señala Foucault, esto remite a una disposición “esencial, ya que forma parte de
nuestra historia; pero está en vías de disociarse ante nuestros ojos puesto que comenza-
mos a reconocer, a denunciar de un modo crítico, a la vez el olvido de la apertura que
la hizo posible y el obstáculo testarudo que se opone obstinadamente a un pensamiento
próximo. A todos aquellos que quieren hablar aún del hombre, de su reino o de su
liberación, a todos aquellos que plantean aún preguntas sobre lo que es el hombre en
su esencia, a todos aquellos que quieren partir de él para tener acceso a la verdad, a
todos aquellos que en cambio conducen de nuevo todo conocimiento a las verdades del
hombre mismo, a todos aquellos que no quieren formalizar sin antropologizar, que no
quieren mitologizar sin desmitificar, que no quieren pensar sin pensar también que es
el hombre el que piensa, a todas esas formas de reflexión torpes y desviadas no se puede

51
sería posible inscribir la crítica, asumiendo que las operaciones
que interpelan al individuo a dar cuenta de sí exigen tensionar
el sí mismo, en tanto se encuentra imbuido dentro de una expe-
riencia temporal que requiere de alguien posible de vivenciarse
en su relación con normas históricas que delimitan sus posibi-
lidades de leerse en determinada clave:

No hay creación de uno mismo (poiesis) al margen de un modo de


subjetivación o sujeción (assujettissement) y, por lo tanto, tampoco
autorrealización sin prescindencia de las normas que configuran
las normas que un sujeto puede adoptar. La práctica de la crítica
expone, entonces, los límites del esquema histórico de las cosas,
el horizonte epistemológico y ontológico dentro del cual pueden
nacer los sujetos50.

Lo dicho supone que el problema del fundamento instaurado


por el pensamiento racional no sería más que una negación de
la fabulación contenida en el núcleo de sus propias condiciones
de posibilidad, desconociendo la fragilidad implicada en el ges-
to de dicho reconocimiento, anclándose así a una operación en
que las relaciones de poder se corporeizan en torno a los man-
datos objetivos y objetivantes que configuran una cartografía
de lo posible para el pensamiento. El impacto de lo anterior es
a todas luces determinante, ya que en la medida que el sujeto se
concibe a sí mismo como el principio base del pensar, en tan-
to configuración sustancial que requiere de un reconocimiento

oponer otra cosa que una risa filosófica –de decir, en cierta forma, silenciosa– […] El
modo de ser del hombre tal como se ha constituido en el pensamiento moderno le per-
mite representar dos papeles; está a la vez en el fundamento de todas las positividades y
presente, de una manera que no puede llamarse privilegiada, en el elemento de las cosas
empíricas. Este hecho –no se trata para nada allí de la esencia general del hombre, sino
pura y simplemente de este a priori histórico que, desde el siglo XIX, sirve de suelo casi
evidente a nuestro pensamiento–”. Foucault, Las palabras y las cosas, 333-334.
50 Judith Butler, Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad. Buenos Aires:
Amorrortu Editores, 2009, 31.

52
desde una regularidad de lo particular que opera como impera-
tivo universal, deviene un principio trascendental,

que, por muchos aspectos, se confunde con el fundamento, pero


que se distingue de él por el hecho de que distribuye el suelo o
la tierra según las exigencias propias al fundamento. Es él quien
juega el rol de “principio de razón suficiente”. El principio actúa
como principio de distribución, de selección y atribución. Es la
instancia legisladora del fundamento, la cual selecciona entre las
pretensiones, distribuye el derecho, y confiere una legitimidad en
función de la cual son atribuidas tierras o dominios51.

Es necesario, no obstante, volver sobre las preguntas planteadas


y reflexionar si existe una principalidad anterior que instituya al
individuo como condición de posibilidad para la organización
de la vida política y social: una ley anterior a todo código que
impulse un criterio de igualdad en el plano de la distinción52,
borrando, al mismo tiempo, la huella de un principio otro que se
erige a partir de un plano que amenaza el orden de la organiza-
ción de lo idéntico, a saber, el de la diferencia. Dicha operación,

51 David Lapoujade, Deleuze. Los movimientos aberrantes. Buenos Aires: Editorial Cactus,
2016, 33.
52 Parece posible establecer una separación entre el concepto de “diferencia”, como prin-
cipio, de la noción de “distinción” como propiedad del orden. A modo de contraste
sirve la referencia que realiza Bourdieu respecto a la noción de distinción, como aquella
que remite a “la estructura de las posiciones objetivas que está en el origen, entre otras
cosas, de la visión que los ocupantes de cada posición puedan tener de los ocupantes de
las otras posiciones, y que confiere su forma y su fuerza propias a la propensión de cada
grupo a tomar y a dar la verdad parcial de un grupo como la verdad de las relaciones
objetivas entre los grupos”. Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del
gusto. México: Editorial Taurus, 2002, 10. El sociólogo francés parece estar apelando,
implícitamente, a la noción de habitus como principio estructurante. No obstante, el
problema que aquí se plantea –el de la diacronía entre diferencia y distinción–, exige
pensar el problema en relación con el orden del pensamiento como principio situado.
De este modo, sería plausible señalar que lo que está a la base de todo criterio de dis-
tinción no es la diferencia, en tanto principio de lo múltiple al modo que lo entiende
Deleuze, sino muy por el contrario un principio de igualación que permite estructurar
y jerarquizar dentro de un plano de regularidad discursiva dentro de un tiempo-espacio
representacional.

53
de llenado representacional de aquello que emplaza la relación
entre la principalidad instituyente y el principio instituido, eli-
mina cualquier posibilidad de considerar la subjetividad como
el resultado de una construcción dialógico-performativa, reem-
plazándola por una formación compuesta por trazados diversos
que ordenan y jerarquizan las distinciones, predefiniendo las op-
ciones de conformación de los cuerpos (individuales y sociales)
sujetos a los principios de limitación de un entramado discursivo
específico.
El nuevo potencial que compone la racionalidad guberna-
mental moderna –su participación activa en la configuración de
su objeto de gobierno–, indica la posibilidad de establecer los
vínculos existentes entre las dimensiones teórico-prácticas de la
vida humana desde una perspectiva política. Estos ámbitos pa-
recen confluir en nuevos modos de acceso a la verdad, a saber,
aquellos que se inauguran como resultado del desplazamiento
de una serie heterogénea de puntos de anclaje respecto de la
experiencia, puntos que se materializan dentro de nuevos mo-
delos de anudamiento entre racionalidad y violencia53. Ambas
nociones, más que transformarse en series contradictorias den-
tro del espacio fundacional de la modernidad54, disponen a la
razón como facultad garante de la paz y sitúan la irracionalidad

53 Cabe notar el hecho de que la modernidad se erige como un campo de análisis que
propone dos situaciones que referidas al problema histórico: por un lado, el gesto in-
terrogativo “crítico” –en el sentido kantiano del término–; y, por otro, un modo de
respuesta “subversivo”, dado que interpela directamente todo modo posible de respon-
der a la interrogación crítica moderna desde los límites que impone la analítica de la
finitud –de acuerdo al vitalismo nihilista de Nietzsche–.
54 Nos referimos a la concepción mítica de la Ilustración como momento histórico que
busca abandonar los dogmatismos de la época precedente, a partir de la inscripción
de una nueva forma de dividir la relación entre el hombre y el mundo. Según esto,
podríamos pensar que la razón se establece como función mítica con carácter de
verdad. No obstante, “los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya producto
de esta. En el cálculo científico del acontecer queda anulada la explicación que el
pensamiento había dado de él en los mitos. El mito quería narrar, nombrar, contar el
origen: y con ello, por tanto, representar, fijar, explicar. Esta tendencia se vio reforza-
da con el registro y la recopilación de los mitos. Pronto se convirtieron de narración

54
del lado de un juego instintivo que es preciso reprimir, trans-
formándose en ejes sincrónicos de formaciones estratégicas que
dejan poco al azar. Hay en esto una interpelación a los marcos
epistémicos que han instituido el carácter natural de la raciona-
lidad humana, definiendo los límites posibles de una experien-
cia de conciencia de sí mismo, con valor de verdad, en relación
con el mundo. Desde esta perspectiva se hace posible entender
el diagnóstico rupturista que propone Nietzsche respecto de la
razón moderna:

gracias solamente al hecho que el hombre se olvida de sí mismo


como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive
con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aun-
que solo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que
lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su ‘conciencia de sí
mismo’55.

Esto cobra especial relevancia dado el potencial subversivo que


contiene el concepto de crítica, especialmente al vislumbrar
que su fundamento ético está atravesado por la cuestión con-
cerniente a las prácticas de gobierno. Dichas prácticas estarían
supeditadas a la conformación de un modo particular de rela-
ción con el presente –una actitud moral y política–, que busca
resolverse en su particularidad histórica y que remite, en defini-
tiva, a un reajuste de la racionalidad gubernamental. En otros
términos, se entiende que esta disposición hacia el presente
contiene condiciones ancladas a ideales de emancipación polí-
tica que a su vez cobran sentido en relación con la necesidad de
enunciar una cierta ambivalencia histórica, es decir, el dilema
alojado entre racionalidad y utopía. La resolución ético-política
de dicho dualismo histórico (la afirmación de la diferencia a

en doctrina”. Theodor Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración. Ma-


drid: Editorial Trotta, 1994, 63.
55 Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, 29.

55
partir de la inserción de la utopía como lo negativo de la razón),
se convierte en la expresión de una voluntad de poder conteni-
da en los procesos de racionalización de los saberes tecnocientí-
ficos. En el decir de Lanceros:

El soporte racional, plataforma recién adquirida y pródigamen-


te preconizada, se insinúa como único espacio adecuado para el
ejercicio del discurso y la acción frente a las trabas de la tradición
y el dogma, dando carta de ciudadanía a un esquema en el que
los conceptos de racionalidad e ilustración pretenden equivalencia.
La singladura del hombre moderno y de su cultura –que es la
nuestra– está necesariamente concernida por este esquema, está
soldada a él y participa de su desarrollo56.

La actitud crítica kantiana visibiliza el dilema relacionado con los


posibles espacios de conexión entre las dimensiones de legalidad
jurídica y moralidad subjetiva. Es dentro de este trazado de con-
junción que la razón logra disponer al hombre hacia su propia
emancipación en clave ilustrada, orientándolo hacia la búsqueda
del dominio de sí mismo a partir del desarrollo de un sentido de
autodeterminación. Una razón que no debe tener por fin más que
a sí misma –pensar por pensar–, buscando reconocer sus propias
posibilidades en el proceso dirigido a pensar diferencialmente
respecto a como se venía haciendo históricamente. Un pensa-
miento que, en definitiva, deviene acción, difuminando el límite
entre el momento teórico y práctico de la razón:

El pensar por sí produce, de esta forma, una especial déprise, es


decir, un doble distanciamiento tanto del sometimiento como
de sí mismo, pero es, sobre todo, un se déprendre de soi-même,
desde el momento en que el sapere aude invita a modificar la

56 Patxi Lanceros, La modernidad cansada. Y otras fatigas. Madrid: Biblioteca Nueva,


2006, 49.

56
relación con el mundo, modificando, sobre todo, la relación con-
sigo mismo57.

Así entendido, la crítica histórica surge y cobra sentido a partir


de un ejercicio político de develamiento respecto de las condi-
ciones ético-epistemológicas que ponen al hombre dentro de un
régimen de subjetivación. Esta aclaración es lo que permitiría
reenfocar el análisis hacia la triada poder-verdad-sujeto:

La crítica es el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el de-


recho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y al
poder acerca de sus discursos de verdad; la crítica será el arte de
la incertidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva. La crítica
tendría esencialmente como función la desujeción en el juego de lo
que podría denominar, con una palabra, la política de la verdad58.

En esta misma lógica, se podría establecer una conexión entre


la crítica y la respuesta a la interrogante por la ilustración plan-
teada por Kant. Según Foucault, lo fundamentalmente ruptu-
rista de la Aufklärung kantiana habría sido la toma de conciencia
respecto de la necesidad de determinar las condiciones del recto
razonar, asumiendo que este razonamiento se encuentra preins-
crito dentro de ciertos márgenes que no pueden ser subvertidos
dado que constituyen su condición de posibilidad. En otras pa-
labras, el eje de la ilustración habría consistido en dar cuenta
de los límites del conocimiento59, entendiendo que dichos lími-
tes no aluden exclusivamente a un problema teórico sino, más
profundamente, a un problema ético-práctico incrustado en el
ejercicio del pensamiento. Esto permite explicar por qué el lla-
mado kantiano contiene la invocación de una nueva forma en

57 Maria Paola Fimiani, Foucault y Kant. Crítica, Clínica, Ética. Buenos Aires: Ediciones
Herramienta, 2005, 18.
58 Foucault, “¿Qué es la crítica?”, 10-11.
59 Foucault, “¿Qué es la crítica?”, 14.

57
que conviene ser gobernados, por medio de una capacidad de
la razón de realizar su propio interés a partir del discernimiento
entre su uso público –universal– y privado –individual–. Esto
dependerá, a la postre, de un nuevo modo de vinculación del
sujeto consigo mismo a partir de la consideración de su respon-
sabilidad como expresión de la autonomía.
En otras palabras, la prescripción contenida en el mensaje
kantiano respecto a la necesidad de salir del estado de minoría de
edad daría cuenta del proceso autorreflexivo como condición de
posibilidad para la constitución del sujeto. Esto se llevaría a cabo
a partir de una ruptura con el canon normativo externo desde los
modos de dirección de conciencia, con la subsecuente apelación
a una movilización agenciante de la razón. Sería la capacidad
del individuo de autoimponerse sus propias normas, a partir del
ideal de humanidad, mediante un trabajo de independencia en la
regulación de su conducta por medio de su conciencia, centrado
en el principio de la autonomía de la voluntad:

Desbordar los límites críticos y ponerse bajo la autoridad de otro


son las dos vertientes de aquello contra lo cual Kant se levanta en la
Crítica, aquello de lo cual el proceso mismo de la Aufklärung debe
liberarnos. De ese modo se designan, creo, al menos de manera
velada, la reflexión crítica y el análisis de la Aufklärung o, mejor,
la inserción de la crítica en el proceso histórico de la Aufklärung60.

Este posicionamiento propone un dualismo en que el sujeto


estará expuesto a una suerte de contradicción permanente, de-
biendo resolverse entre coacción y autodeterminación. Frente a
esto Kant planteará una amable salida natural al dilema: “Cuan-
ta más libertad dejemos al pensamiento, más seguros estaremos
de que el espíritu del pueblo se formará en la obediencia”61.

60 Michel Foucault, El gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-


1983). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009, 47.
61 Foucault, El gobierno de sí y de los otros, 55.

58
Resulta de esto la posibilidad de redistribuir las relaciones entre
el gobierno de sí –ética– y el gobierno de los otros –poder–,
proyectando la situación hacia el eje del autogobierno o formas
de gobierno autolimitadas. Para Foucault, la situación moderna
se configura en torno a los modos de enlace entre los contenidos
de conocimiento y determinados modos de coerción, en donde
lo que se busca son las conexiones posibles entre ambos: “Se
trata más bien de describir un nexo de saber-poder que permite
aprehender lo que constituye la aceptabilidad de un sistema”62.
Esto implica abandonar la indagación sobre las condiciones de
legitimidad de una razón universal y, en su lugar, establecer,
a partir de las interacciones entre saber y poder dentro de un
campo estratégico, cómo se configuran las formas de existencia
individual. Por lo tanto:

La crítica, en cuanto ethos filosófico, anuncia objetivos teóricos y


éticos; La “desubjetivación” de la cuestión filosófica fundamental
–quién soy yo, en este momento, en esta circunstancia, en este ins-
tante de la humanidad (el problema de la verdad y del sujeto de la
verdad se ha transferido al problema del ser)– y la producción de
un nuevo sujeto moral, tomada entre dos vínculos expresados en
el doble significado que el ethos griego transmite, un ethos que es,
a la vez, deber y pertenencia, arraigo y transfiguración63.

El ejercicio crítico del pensamiento procede efectivamente como


una operación práctica –transformadora– del sujeto sobre sí mis-
mo. Dicha operación estaría guiada por un impulso hacia la uni-
dad, en que este mismo se reconocería en tanto hace experiencia
de sí, considerando que el sí del mismo se estatuye como una
producción epistemológica moderna que ya viene limitada por
las condiciones del propio pensamiento, y en que el sujeto libre
de la razón práctica se reconoce como tal en tanto se agencia

62 Foucault, Sobre la Ilustración, 28.


63 Fimiani, Foucault y Kant, 32.

59
activamente como resultado de un ejercicio de proyección de la
razón sobre una experiencia de cotidianeidad.
Entonces es posible vislumbrar que el proyecto al que debe
abocarse el individuo moderno en tanto sujeto moral, es el de
dar cuenta de sí mismo como sujeto inscrito en una comunidad
universal cosmopolita, se encuentra imbuido en una lógica de
vinculación que lleva ya incorporada la forma de representar la
relación establecida por el pensamiento, en donde:

Lo que está en cuestión no son las determinaciones dentro de las


cuales es tomada y definida, en el nivel de los fenómenos, la bestia
humana, sino el desarrollo de la conciencia de sí y del Yo soy: el
sujeto que se afecta en el movimiento por el cual deviene objeto
para él mismo64.

Por lo tanto, aquello que se entiende por sentido interno del hom-
bre se encontraría posibilitado y mediado por una experiencia
reglada en función de las formas empíricas de sus manifestacio-
nes, bajo la dimensión espacio-temporal marcada por una arti-
culación entre el Konnen [poder] y el Sollen [deber]: “El arte de
conocer tanto el interior como el exterior del hombre es, pues,
y de pleno derecho, no una teoría de los elementos, sino una
Didáctica: no descubre sin enseñar y prescribir”65.
Así entendido, el problema sería menos el de la ambigüedad
experimentada frente a la ilusión del engaño de los objetos ex-
ternos percibidos –al modo cartesiano–, que el de determinar la
ilusión con carácter de verdad que emerge como resultado de una
práctica direccionada y compatible con una idea de sí mismo,
en tanto objeto empírico, comandado por la voluntad racional
autónoma que organiza la vida de los individuos en base a un
ideal de autenticidad. Sería la mismidad del sujeto, en tanto au-
toconciencia, la que se ve interpelada constantemente, asumien-

64 Fimiani, Foucault y Kant, 89.


65 Fimiani, Foucault y Kant, 83.

60
do que existe un impulso de correspondencia consigo mismo a
partir de una serie de normas interiores que determinan planos
de relaciones posibles con el exterior, es decir, ya no solo como
una indagación introspectiva sobre una verdad interior previa
que debe desvelar, sino en torno a una constatación de sí que
emerge en el momento de reconocimiento del sujeto por parte
de la comunidad política:

Si acepta la necesidad del reconocimiento como condición de la


integridad de los sujetos, debe también aceptar el corolario mo-
ral de esta tesis: el deber de reconocimiento recíproco, deber que
ocuparía un puesto tan importante como el de la relación con uno
mismo para la teoría moral66.

Serán, entonces, las condiciones que determinan las formas de


decir la verdad de sí, entendidas como experiencias rituales de
manifestación de verdad, las que deben ser interrogadas para
llegar a elucidar las posibilidades de un pensamiento replegado
sobre sí mismo.
A propósito de estas consideraciones se vislumbra una cues-
tión fundamental que refiere a los modos en que se hace posi-
ble comprender la experiencia que hace el sujeto moderno de sí
mismo, en una doble vertiente de análisis: por un lado, a partir
de una inquietud política que busca desentrañar los modos en
que los hombres son delimitados y, al mismo tiempo, sujetados
a determinados juegos de verdad67, entendidos como campos de

66 María Herrera, “Autonomía y autenticidad: el sujeto de la ética”, en El individuo y la


historia. Antinomias de la herencia moderna, compilado por Roberto Aramayo, Javier
Muguerza y Antonio Valdecantos. Barcelona: Editorial Paidós, 1995, 22.
67 Dichos juegos de verdad estarían adscritos al problema histórico-filosófico respecto de
los cambios en los estatutos que definen los modos posibles de decir ciertas cosas y de
pronunciarse en torno a ellas: “Se trataría de saber si la voluntad de verdad nos es tan
profundamente histórica como cualquier sistema de exclusión; si, en sus raíces, no es
tan arbitraria como ellos; si no es modificable como ellos en el transcurso de la historia;
si no se apoya como ellos y si, como ellos, no es reactivada sin cesar por toda una red
institucional; si no forma un sistema de coacción que se ejerce no solo sobre otros

61
experiencia68. Por otro lado, gracias a las potencialidades que ten-
drían los sujetos para desplazarse fuera de los límites impuestos y
desarrollar una experiencia transformadora y creativa de sí mis-
mos. La crítica podría vincularse a este punto, en tanto contiene
la posibilidad de ligarse con una norma sobre la que es posible
desarrollar tecnologías de resistencia:

Gobernar a la gente, en el sentido lato de la palabra, no es una


manera de forzarla a hacer lo que quiere quien gobierna: siempre
hay un equilibrio inestable, con complementariedad y conflictos,
entre las técnicas que se ocupan de la coerción o los procedimien-
tos mediante los cuales el sí mismo se construye o modifica por
obra propia69.

Es síntesis, la cuestión a establecer es hasta qué punto la crítica


se puede transformar en una tecnología para hacer frente a los
medios de coacción, ya no solo de las estrategias exteriores sino
sobre los modos de subjetivación que constituyen el sí mismo.

discursos, sino sobre toda una serie de prácticas. Se trata, en suma, de saber qué luchas
reales y que relaciones de dominación intervienen en la voluntad de verdad”. Michel
Foucault, Lecciones sobre la voluntad de saber. Curso en el Collège de France (1970-1971).
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2012, 18. En otras palabras, invocan “un
dominio de cosas discursos susceptibles de ser llamados verdaderos y falsos […] ‘aque-
llos en los que el sujeto mismo es puesto como objeto de saber posible’” Miguel Morey,
“Prólogo a Tecnologías del Yo. La cuestión del método” [1990], Escritos sobre Foucault.
México D.F.: Editorial Sexto Piso, 2014, 321-322.
68 El sentido de la noción de experiencia en este punto remite a la correlación entre
campos de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad en una cultura deter-
minada.
69 Michel Foucault, “Subjetividad y verdad” [1980], en El origen de la hermenéutica de sí.
Conferencias en Darmouth, 1980. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2016, 45.
CAPÍTULO II
APUNTES PARA UNA METACRÍTICA
PSICOANALÍTICA DEL SUJETO MODERNO

La tesis de Kant según la cual el tiempo y el espacio son formas


necesarias de nuestro pensar puede hoy someterse a revisión a la
luz de ciertos conocimientos psicoanalíticos. Tenemos averigua-
do que los procesos anímicos son en sí “atemporales”.

S. Freud.

El desastre epistemológico del inconsciente


No cabe duda de que el psicoanálisis constituye un referen-
te fundamental en la historia del pensamiento occidental. Más
allá de sus desarrollos y aportes para la clínica, la irrupción de
esta metapsicología significó una apertura a nuevos modos de
comprender el esquema antropológico que, hasta ese momento,
había relevado la tradición filosófica de corte subjetivista. A pesar
que Freud no fue el primero en someter la razón a escrutinio –
pensadores de la talla de Nietzsche y Schopenhauer ya se mostra-
ban contrarios a aceptar los principios racionales que fundaron el
mundo moderno a partir del reconocimiento de una negatividad
sin dialéctica–, será el psicoanálisis un espacio privilegiado para
darle valor de uso e intercambio a esta crítica sospechosa que
comienza a posarse sobre el sujeto.
De modo que sería plausible situar al psicoanálisis del lado
de aquellas apuestas teóricas que han buscado desvelar la lu-
cha por la hegemonía presente en la vinculación entre signos
y códigos interpretativos, transformando críticamente la natu-
raleza del signo y la imagen del mismo sujeto que performa la

63
interpretación1. Su gran aporte guarda relación con la posibi-
lidad de configurar una arqueología del sujeto en relación con
una realidad psíquica que, no obstante, tiene un impacto que
trasciende por mucho la mirada psicologicista. Constituye una
propuesta crítica desde un orden diferente: crítica inquieta que
habría desdoblado los límites de la razón engarzada por la me-
tafísica occidental, cuando ya se pensaba que el pensamiento
estaba realizado en términos de sus fundamentos, condiciones
y proyecciones posibles. En definitiva, pareciera que las bases
epistémicas del psicoanálisis freudiano encuentran su condi-
ción de posibilidad en una fatiga del pensamiento que propone
a la conciencia como núcleo central de la experiencia, lanzando
así una estocada a las profundidades del corpus de la filosofía a
partir de la instalación de una tensión ontológica no resuelta y
abierta al devenir.
Es a través de la incorporación del inconsciente que Freud
tensiona al sujeto de la conciencia, instalando un hiato entre la
voluntad del hombre y sus disposiciones pulsionales, situándolo
en una posición ambivalente respecto de sí mismo o, si se quiere,
en una relación de confrontación entre una realidad psíquica y
una realidad material. Supone un cuestionamiento al poder de
la razón como principio fundante, es decir, al gobierno reflexivo
y autoconsciente que presuntamente constituye las bases para el
pensamiento individual, social y político moderno. Es por esto
que el psicoanálisis no busca perpetuar las bases del dualismo for-
ma/sustancia en ninguna de sus versiones, sino más bien desbor-
dar los límites de la condición que permite que dicha separación
se reproduzca de manera esencial para el pensar de la razón. Lo
anterior queda claro con la instauración del deseo inconsciente
como principio organizador de todo pensamiento, acción y rela-
ción social. De modo que sería el inconsciente, en tanto alteridad

1 Cf. Michel Foucault, Nietzsche, Freud, Marx. Buenos Aires: Editorial El Cielo por
Asalto, 1995, 19.

64
que propone nuevas reglas, aquel registro posibilitador y creador
de una subjetividad por siempre concatenada a su neurosis. Es
allí donde las relaciones entre individuo, conciencia y experiencia
se encuentran mediadas por vinculaciones que establece el sujeto
dentro de un sistema de identificaciones prescrito por la mentada
lógica del deseo.
Conviene recordar que Freud cimentó las bases de su pen-
samiento a partir de una reacomodación del dilema psicofísico,
inscribiendo un nuevo límite entre lo somático y lo psíquico: por
un lado, considerando aquellos elementos físico-orgánicos que
actúan como posibilitadores de la experiencia; por otro, propo-
niendo los actos de conciencia. Lo que intentará dilucidar es lo
que ocurre en el espacio intersticial, delimitando los procesos que
concatenan ambas cosas2. De acuerdo a esto emergen, a su vez,
dos supuestos que serán fundamentales para explicar la génesis
del aparato psíquico. El primero es que la conciencia no se puede
reducir a un conjunto de percepciones, sentimientos y proce-
sos cognitivos que expliquen el pensamiento desde una lógica
positivista. El segundo, ligado al anterior, es que lo psíquico no
puede explicarse puramente a través de los procesos de concien-
cia. El resultado de estos desarrollos teórico-clínicos le permiti-
rá a Freud instaurar su doctrina de las pulsiones3 como columna

2 Cf. Sigmund Freud, “El esquema del psicoanálisis” [1940 [1938]], Obras Completas,
vol. XIX, El yo y el ello, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2000, 143 y ss.
3 Parece pertinente enunciar la definición que el psicoanalista propone en relación con
las pulsiones: “Llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones de ne-
cesidad del ello. Representan {repräsentieren} los requerimientos que hace el cuerpo a la
vida anímica. Aunque causa última de toda actividad, son de naturaleza conservadora;
de todo estado alcanzado por un ser brota un afán por reproducir ese estado tan pronto
se lo abandonó. Se puede, pues, distinguir un número indeterminado de pulsiones,
y así se acostumbra hacer. Para nosotros es sustantiva la posibilidad de que todas esas
múltiples pulsiones se puedan reconducir a unas pocas pulsiones básicas. Hemos ave-
riguado que las pulsiones pueden alterar su meta (por desplazamiento); también, que
pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una pulsión sobre otra. Tras
larga vacilación y oscilación, nos hemos resuelto a aceptar solo dos pulsiones básicas:
Eros y pulsión de destrucción. (La oposición entre pulsión de conservación de sí mismo
y de conservación de la especie, así como la otra entre amor yoico y amor de objeto,

65
vertebral del psicoanálisis. Ella introduce una tensión ontológica
fundamental en el hombre a partir del reconocimiento de una
lucha por la supervivencia a la que se encuentra sometido el yo,
expuesto a las inclemencias de la pulsión de muerte proveniente
de los laberintos del ello.
He aquí un primer asunto fundamental para la conciencia.
Si existe una fractura dentro del hombre, en que determinadas
mociones se contraponen unas con otras, será imposible man-
tener la unidad y consistencia que requiere la conciencia como
fundamento de base. Emerge, por el contrario, la libido4 como
principio energético de la pulsión sexual, caracterizándose por su
infinita movilidad, determinando los modos de vinculación del
hombre con su realidad exterior. Esta energía se configura en el
intersticio entre el organismo y las funciones psíquicas asociadas,
proponiendo entonces la cuestión de cómo generar una sincro-
nía que mantenga el equilibrio entre interior y exterior, siendo
el eje de la ecuación la interioridad del sujeto tensionado. Así se
anuncia la pérdida de centralidad de la conciencia, como espa-
cio de seguridad desde el que recorrer el camino de vinculación
teórico-práctica con el mundo. Es por esto que Freud aclarará
que la conciencia, en tanto cualidad psíquica vinculada con lo
inconsciente, cobra una particularidad ligada a la temporalidad,

se sitúan en el interior del Eros). La meta de la primera es producir unidades cada vez
más grandes y, así, conservarlas, o sea, una ligazón {Bindung}; la meta de la otra es, al
contrario, disolver nexos y, así, destruir las cosas del mundo. Respecto de la pulsión de
destrucción, podemos pensar que aparece como su meta última transportar lo vivo al
estado inorgánico; por eso también la llamamos pulsión de muerte. Si suponemos que
lo vivo advino más tarde que lo inerte y se generó desde esto, la pulsión de muerte
responde a la fórmula consignada, a saber, que una pulsión aspira al regreso a un estado
anterior”. Freud, “El esquema del psicoanálisis”, 146.
4 Si bien el uso de este concepto fue variando en la teoría freudiana, la libido puede
adoptar dos acepciones básicas: por un lado, desde una perspectiva cualitativa, rela-
cionado a una energía que posee, primariamente, una orientación de meta sexual; por
otro, predominantemente, la libido se considera un concepto cuantitativo relacionado
con una economía energética que permite medir procesos y transformaciones ligados a
la explicación de fenómenos psicosexuales. Cf. Jean Laplanche y Jean-Bertrand Ponta-
lis, Diccionario de Psicoanálisis. México D.F.: Editorial Paidós, 2008, 210 y ss.

66
materializada en su primer modelo tópico Consciente-Precons-
ciente-Inconsciente:

Muchos procesos nos devienen con facilidad conscientes, y si lue-


go no lo son más, pueden devenirlo de nuevo sin dificultad; como
se suele decir, pueden ser reproducidos o recordados. Esto nos
avisa que la conciencia en general no es sino un estado en extremo
pasajero. Lo que es consciente, lo es solo por un momento5.

De modo que el devenir consciente tiene que ver con las expe-
riencias creadas a partir de la interacción con el mundo exterior.
En el caso de los sentimientos, que provienen del mundo interior
y sobre los que también se suscitan experiencias conscientes, será
el propio cuerpo el que actúe el papel de mundo exterior. Este
esquema propone al yo como ente activo en el proceso de arti-
cular la realidad exterior dentro del interior, consolidando así el
sentido de realidad.
A propósito de la pregunta por el inconsciente, cobra pro-
funda relevancia el tránsito realizado por Freud en sus modelos
tópicos. Si bien el psicoanalista se mostró proclive, en un primer
momento, a considerar lo inconsciente como aquellos aspectos
reprimidos que no se encontraban accesibles a la conciencia, en el
tránsito hacia su segunda tópica Freud tenderá a difuminar estos
límites, señalando la complejidad de comprender lo inconsciente
únicamente como aquello que se ha reprimido. Freud asumirá
la preexistencia de un núcleo que se constituye desde un fondo
puramente pulsional: el ello. Esto le servirá como una razón más
para poner en tela de juicio la soberanía de la conciencia:

El psicoanálisis no puede situar en la conciencia la esencia de lo


psíquico, sino que se ve obligado a considerar la conciencia como
una cualidad de lo psíquico que puede añadirse a otras cualida-
des o faltar […] Para la mayoría de las personas de formación

5 Freud, “El esquema del psicoanálisis”, 157.

67
filosófica, la idea de algo psíquico que no sea también consciente
es tan inconcebible que les parece absurda y desechable por mera
aplicación de la lógica […] Y bien; su psicología de la conciencia
es incapaz, por cierto, de solucionar los problemas del sueño y de
la hipnosis6.

Este gesto freudiano puede ser interpretado como un intento por


distanciar a la conciencia razonante de un núcleo ontológico/
genético al asignarle un carácter de transitoriedad. Esto se verá
refrendado, por otra parte, en el juego semántico que postula la
conciencia desde una lógica de susceptibilidad, es decir, como
algo que ha estado consciente en algún momento pero que deja
de estarlo, lo que significa que la ausencia de moción pulsio-
nal representada pasa a cobrar un carácter inconsciente. Dicha
constatación le servirá a Freud para avanzar, en concordancia con
su doctrina de la represión, hacia una concepción dinámica del
inconsciente. Según esta, lo inconsciente emerge como aquello
incapaz de conciencia y, subsecuentemente, permite reconocer
que dentro del yo existen elementos que se comportan de manera
inconsciente reprimida, al aparecer en la conciencia contenidos
deformados7. Por último, el psicoanalista acuñará una tercera no-
ción de inconsciente, referida fundamentalmente a contenidos
que nunca fueron reprimidos. Esto refrenda la idea de que el in-
consciente no está constituido como otra conciencia sino como
un sistema psíquico diferencial con sus propios procesos especí-
ficos. Este último uso refiere a un sistema de normas y reglas que
gobiernan los contenidos del psiquismo:

El psicoanálisis nos ha enseñado que la esencia del proceso de la


represión no consiste en cancelar, en aniquilar una representa-

6 Freud, “El yo y el ello”, 15.


7 Cf. Sigmund Freud, “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis” [1933
[1932]]. Obras Completas, vol. XXII, Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis,
y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1997, 21.

68
ción representante de la pulsión, sino en impedirle que devenga
consciente. Decimos entonces que se encuentra en el estado de
lo “inconsciente”, y podemos ofrecer buenas pruebas de que aun
así es capaz de exteriorizar efectos, incluidos los que finalmente
alcanzan la conciencia. Todo lo reprimido tiene que permanecer
inconsciente, pero queremos dejar sentado desde el comienzo que
lo reprimido no recubre todo lo inconsciente. Lo inconsciente
abarca el radio más vasto; lo reprimido es una parte de lo incons-
ciente8.

Freud demostrará que lo que distingue los procesos inconscientes


tiene que ver con las formaciones primarias que rigen la vida psí-
quica9. La presión que ejercen dichos procesos provenientes del
inconsciente estaría interactuando permanentemente con las ne-
cesidades del cuerpo, la realidad exterior y las relaciones sociales.
Siendo esto así, la formación del sujeto sería posible gracias a esta
relación de articulación dinámica entre lo interno y lo externo,
teniendo como resultado simbólico-material la represión. Es este
anudamiento el que habilita la inscripción del sujeto dentro de
las estructuras de dominación, sociales y políticas, a partir de la
organización gradual de procesos libidinales. Esto, en la medida
que existe una doble influencia en la determinación de los ins-
tintos pulsionales, ya que si bien la energía sexual se encuentra
asociada en sus bases a necesidades físico-biológicas, estas se irían
acomodando y direccionando hacia metas más placenteras a par-
tir de los influjos ambientales.

8 Sigmund Freud, “Lo inconsciente” [1915]. Obras Completas, tomo XIV, “Contribución
a la historia del movimiento psicoanalítico”, Trabajos sobre metapsicología, y otras obras.
Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2000, 161.
9 El psicoanalista vienés realizar una distinción entre los procesos psíquicos: “Llamamos
procesos psíquicos primarios a la investidura-deseo hasta la alucinación, el desarrollo
total del displacer, que conlleva el gasto total de defensa; en cambio, llamamos procesos
psíquicos secundarios a aquellos otros que son posibilitados solamente por una buena in-
vestidura del yo y que constituyen una morigeración de los primeros. La condición de
los segundos es, como se ve, una valorización correcta de los signos de realidad objetiva,
solo posible con una inhibición del yo”. Freud, “Proyecto de psicología”, 372.

69
Tal y como se ha señalado, una de las piedras angulares del
edificio psicoanalítico dice relación con el problema de la repre-
sión10. Dicha noción tiene una utilización variopinta dentro del
entramado psicoanalítico freudiano. Es posible atisbar cómo,
en sus primeros escritos, Freud anunciaba un fuerte lazo entre
represión y defensa, entendiendo la primera como un estado de
respuesta del yo a mociones pulsionales que se sitúan dentro de
un flujo de gasto energético móvil. Posteriormente la irá asocian-
do al destino de un conjunto de representaciones separadas de
la conciencia que constituyen una agrupación psíquica propia11.
Según esta visión, el objetivo de la represión es alejar algo
de la conciencia que le resulta absolutamente intolerable, enten-
diendo que existe una fractura entre la representación traumática
y el afecto asociado a ella. Sin embargo, en su afán por demostrar
que la represión es más que aquello que resulta intolerable para la
conciencia racional, Freud propuso la noción de represión prima-
ria u originaria para referirse a un núcleo inconsciente que actúa
como fuerza para el trabajo de asociaciones y representaciones
enlazadas posteriormente, asumiendo que una representación no
puede reprimirse si no se encuentra antes inscrita en una rela-
ción de atracción con contenidos que ya son inconscientes12. Es
gracias a esto que el inconsciente se enarbola como condición

10 Se puede hablar de una transición de la represión, que cobra sentido dentro del triple
registro de la metapsicología freudiana: “a) desde el punto de vista tópico: si bien la
represión se describe, en la primera teoría del aparato psíquico, como mantenimiento
fuera de la conciencia, Freud no asimila la instancia represora a la conciencia. El mo-
delo lo proporciona la censura. En la segunda tópica, la represión se considera como
una operación defensiva del yo (parcialmente inconsciente); b) desde el punto de vis-
ta económico, la represión supone un complejo de retiro de catexis, recactetización y
contracatexis que afecta a los representantes de la pulsión; c) desde el punto de vista
dinámico, la cuestión principal es la de los motivos de la represión: cómo una pulsión
cuya satisfacción, por definición, engendra placer, llega a suscitar un displacer tal que
desencadena la operación de la represión”. Laplanche y Pontalis, Diccionario de Psicoa-
nálisis, 379.
11 Cf. Freud, “Proyecto de psicología”, 375 y ss.
12 Cf. Sigmund Freud, “La represión”, Obras Completas, vol. XXII, 143.

70
de subjetividad, una suerte de formación trascendental de base
desde donde surge la conciencia organizada a través de la función
de representación13.
De modo que la representación (Vorstellung) asociada a la
represión daría cuenta del proceso por el que deben transitar los
impulsos libidinales para alcanzar una expresión psíquica de la
pulsión, lo que la distingue del proceso consciente de formar
ideas. Esta noción cobra particularidad en la teoría freudiana por
cuanto deslinda el problema respecto de una capacidad subjetiva
de representarse un objeto, situándolo del lado de un sistema
de huellas mnémicas que condicionan el pensamiento. Dentro
de este proceso representacional, Freud propondrá una digresión
entre conciencia y memoria, siendo la primera resultante de un
proceso de sometimiento del psiquismo a estímulos perceptivos
externos ilimitados, pero de ninguna manera estaría encargada
de preservar impresiones respecto de las mismas14. Por su parte,
la memoria operaría como la instancia que permite la inscripción
de huellas duraderas, encontrándose sometida al régimen de los
influjos del inconsciente: “Sería como si el inconsciente, por me-
dio del sistema P-Cc, extendiera al encuentro del mundo exterior
unas antenas que retirará después que estas tomaron muestras de

13 Para Freud, la representación tiene una complejidad particular que se inscribe en una
relación intermedia entre lo orgánico y lo psíquico: “No la percepción puesto que ella
precede y posibilita toda re-presentación, que no es más que la inscripción, la huella
depositada por lo percibido […] Pero tampoco podemos llamar representación al pen-
samiento inconsciente, pues el registro del estímulo está desprovisto de cualidades.
Es menos que el cine mudo: puro movimiento, sin imágenes ni palabras. Es mucho
más una cosa que una representación: su inscripción psíquica tiene la potencia de un
proceso físico, ya que ejerce un empuje continuo y permanente, regido por la compul-
sión a la repetición. Representación-cosa: una manera de decir que la pulsión está en
la frontera entre lo físico y lo psíquico, que la energía transferida desde lo orgánico a
lo psíquico sigue siendo no obstante irrepresentable, excede el régimen representativo
que sin embargo nos parece definir lo psíquico”. Corinne Enadeau, La paradoja de la
representación. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1998, 149.
14 Cf. Sigmund Freud, “Nota sobre la ‘pizarra mágica’” [1925 [1924]], Obras Completas,
vol. XIX, 244.

71
sus excitaciones”15. Freud explica el funcionamiento de los dos
sistemas que, aunque independientes, se encuentran enlazados
entre sí y sometidos a un continuo proceso de transcripción16.
La concepción de huella mnémica asociada a la memoria
tiene una etiología psicofisiológica, cobrando significado espe-
culativo dentro del modelo metapsicológico a partir de su ins-
cripción como acto inicial que habilita la introyección especu-
lar del otro, en tanto semejante, dentro del psiquismo. En otras
palabras, constituye una suerte de trazado que se encuentra tras
los bastidores del sistema consciente-sensorial, incorporando las
vivencias y pudiendo ser reactivado a partir de nuevas excitacio-
nes, cobrando efectividad únicamente dentro de una compleja
red de sentidos asociados a esta cartografía de huellas. En esta
línea, señala Freud que, “para que sensaciones, representaciones,
pensamiento, etc., alcancen una cierta magnitud mnémica, es
necesario que no permanezcan aislados, sino que se presenten en
conexión y compañías del tipo adecuado”17.
Es necesario aclarar que el problema de la memoria no tiene
que ver con un intento del psiquismo por replicar prístinamente
una experiencia fenomenológica, sino más bien con la posibi-
lidad de realizar una evocación deseante del recuerdo desde la
perspectiva del presente, entendiendo que en esto se juega un
elemento que remite al significado y a la interpretación del pasa-
do evocado. En otras palabras, si bien existe un sistema de redes
neuronales asociadas a la memoria, como espacios de inscrip-
ción de lo vivido, dichas redes se disponen dentro de la compleja
red de huellas mnémicas que instituyen la identidad de y con un
pasado. Esta herencia determinará un mandato de fidelidad del

15 Freud, “Nota sobre la ‘pizarra mágica’”, 247.


16 Cf. Sigmund Freud, “Fragmentos de correspondencia con Fliess” [1950 [1892-99]],
Obras Completas, vol. I, Publicaciones prepsicoanalíticas y manuscritos inéditos en la vida
de Freud (1886-1899). Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2001, 274 y ss.
17 Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños” [1900 [1899]], Obras Completas,
vol. IV, La interpretación de los sueños (I). Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2004, 69.

72
sujeto, pero no actuará como eje reproductivo del pasado sino
como efecto de deseo hacia la ruptura con él y la búsqueda de
nuevos objetos de placer.
Es posible que el efecto resultante de esta exigencia heredita-
ria resulte en la imposición de una moral de la memoria en torno
a la constitución subjetiva. Esta disputa deberá resolverse entre
la identidad del pasado y la diferencia del presente, instalándose
así una contradicción básica por cuanto se requeriría de la con-
servación de la huella del pasado, resituándola y desplazándola al
presente como parte del proceso de apropiación de la experien-
cia. En esto se vislumbra la relevancia del problema interpretati-
vo propuesto por el psicoanálisis para cartografiar la experiencia,
considerando que la reconstrucción del pasado ocurriría siem-
pre en torno a un desfase o ruptura, pudiendo este ser evocado
únicamente gracias a la interpretación de un presente empapado
por un deseo que opera como fuerza de una recreación ficcional.
Parece haber en esto una apelación a una suerte de espacio vacío
que posibilita, y a su vez desborda, el mundo psíquico en todas
direcciones sin clausurar ninguna. De modo que los impulsos
libidinales siempre estarán mediados por las representaciones en
imágenes, como parte de un proceso dinámico y creativo, siem-
pre en constante re-producción.
En suma, la psique constituirá la condición de posibilidad
de poner en imágenes ligada siempre a una pulsión. En este sen-
tido, la realidad psíquica debe ser comprendida como algo más
que un receptáculo del mundo exterior:

Pues, para el inconsciente, la cuestión planteada no es transformar


la ‘realidad exterior’, que ignora en todos los sentidos del término,
sino crear una representación que lo satisfaga en el solo nivel de
realidad que es el suyo, el de la ‘realidad psíquica’ stricto sensu18.

18 Cornelius Castoriadis, Sujeto y Verdad en el mundo histórico-social. Seminarios 1986-


1987. La creación humana I. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004, 84.

73
La vinculación del sujeto con el mundo exterior responde así
a una dimensión de formación imaginaria trascendental, que el
sujeto elabora a partir de un desplazamiento por la organización
y estructura del mundo social. Este proceso de organización al-
canzaría su zenit en el proceso de institucionalización anterior,
es decir, por medio de la inscripción subjetiva provocada por su
participación en el proceso de triangulación edípica.

Negatividad-Repetición-Escisión
Huelga insistir en que, para el psicoanálisis, la experiencia
de subjetividad se encuentra marcada por la fragmentación. Esta
escisión estructural, propuesta por la figura del inconsciente, al
tiempo que posibilita la constitución del sujeto como tal marca
una separación irremediable de él con el mundo. Bajo esta lógica,
la conciencia hace como si dictara orden y sentencia, haciéndose
valer por el lenguaje. No obstante, este lenguaje que intenta abar-
carlo todo es, al igual que el sujeto, un lenguaje fragmentado.
Dentro de este modelo analítico, la gran disyunción que se pro-
pone para abordar la relación del sujeto con su experiencia tiene
que ver con la condición negativa inscrita en sus fundamentos,
es decir, con aquello que surge a partir de la diferencia con el
mundo: su propio residuo discursivo dejado fuera en pos de la
configuración de una identidad unitaria. Es a partir de esta elu-
cidación que el sujeto, como posibilidad teórica, desaparecería,
dando paso a múltiples predicados en que el significado prescin-
de de sí mismo para permitir la entrada de variados significantes.
Es el espacio en que figura y fondo se diluyen, transformándose
en experiencia innombrable. Esto daría cuenta de una gran pa-
radoja para la subjetividad: la única posibilidad de re-unirse es
dejando de ser.
Uno de los elementos emblemáticos en este acercamiento del
sujeto a la realidad tiene que ver con lo que la lógica de la razón

74
positiva constantemente niega en pos de la mantención del equi-
librio anclado a una unidad identitaria indivisa. Si la razón pura
había sido despojada de sus aspiraciones metafísicas por Kant,
este gesto solo habría sido conciliable en la medida de dejarla
atada a sus posibilidades de desenvolvimiento como yo empírico,
limitado, pero unitario. En el caso del psicoanálisis existiría algo
que constantemente se le sustrae a dicha razón y que tiene sus
modos de expresión dentro de la experiencia, tal y como el psi-
coanalista vienés lo habría hecho notar a propósito de su análisis
de los sueños y la relación con el inconsciente. Precisamos que
ese algo tiene que ver con el desfase constante provocado por los
campos de fuerza pulsionales que se encuentran en permanente
disputa, mostrando las fallas que componen las representaciones
y poniendo en evidencia la falla del control de la conciencia sobre
sus propios procesos. Esta falla podría comprenderse como una
fisura constituyente, inscrita entre fenómeno y noúmeno, que,
tal y como señala Žižek, se asocia al ámbito de la imaginación:

El misterio de la imaginación trascendental en cuanto espontanei-


dad reside en el hecho de que es imposible situarla adecuadamente
con respecto a la pareja de lo fenoménico y lo noumenal […] Esta
zona intermedia (que no es fenoménica ni noumenal, sino la bre-
cha que separa lo noumenal de lo fenoménico y, en cierto sentido,
los precede) es el sujeto19.

De modo que sería posible suponer que los objetos no provocan


la experiencia en el interior del sujeto, sino que ellos mismos
contendrían propiedades que pueden desencadenar la experien-
cia en la imaginación. Esto puede vincularse con la cuestión de lo
ominoso, es decir, la referencia a una experiencia irrepresentable
que provoca una cualidad de nuestro sentir. Es en esta línea que
Freud desarrolló un análisis semántico del término Unheimlich,

19 Slavoj Žižek, El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Buenos Aires:
Editorial Paidós, 2010, 81.

75
logrando vincular lo siniestro a lo que en algún momento fue
familiar: “Lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se
remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace ya
largo tiempo. ¿Cómo es posible que lo familiar devenga omino-
so, terrorífico, y en qué condiciones ocurre?”20.
Freud se propuso relativizar la antítesis entre Heimlich y Un-
heimlich, estableciendo que existe una suerte de conexión entre
ambos y que, lejos de contraponerse, pueden llegar a significar lo
mismo. Hace uso de este recurso para justificar su tesis respecto
de que lo siniestro tiene relación con algo que fue conocido y
que aparece en la actualidad21. Retomando la idea de Schelling
según la que lo unheimlich sería todo lo que, estando destinado
a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz, Freud
establece una asociación con la noción de inconsciente por cuan-
to habría algo atávico que volvería, como un espectro, a pertur-
bar las cosas conocidas y familiares. Esto provocaría una ligazón
entre esta marca de lo siniestro con un retorno de lo familiar
reprimido. Así, habiendo introducido el inconsciente como pro-
tagonista de la manifestación de lo siniestro, y ligándolo a un
fondo animista en el que habría una sobrevaloración del narcisis-
mo, Freud logra afirmar que lo angustioso tiene que ver con algo
reprimido que retorna22.
Es sobre este fondo que Freud realiza una crítica a los pos-
tulados del psiquiatra alemán Ernst Jentsch, quien habría vincu-
lado lo siniestro con lo nuevo, insólito y no familiar, planteando
lo ominoso como una incertidumbre intelectual. Para explicar lo
anterior, el psicoanalista recurre al análisis realizado por el psi-
quiatra respecto al clásico infantil El hombre de la arena de E.T.A.
Hoffmann (Der Sandmann, 1817). Allí señala que no se puede
afirmar con certeza que la base de lo siniestro en el cuento de

20 Sigmund Freud, “Lo ominoso” [1919], Obras completas, vol. XIX, 220.
21 Cf. Freud, “Lo ominoso”, 224-225.
22 Cf. Freud, “Lo ominoso”, 240-241.

76
Hoffmann remita a la incertidumbre provocada en el lector por
la relación de semejanza entre lo inerte y lo vivo representada por
la muñeca Olimpia. Esta elucidación le permite a Freud concluir
que el sentimiento ominoso remite directamente a la figura del
arenero, vale decir, a la representación de ser despojado de los
ojos.
En este punto el psicoanalista, buscando responder la pre-
gunta por él planteada respecto a lo que provoca lo siniestro y
la familiaridad de lo extraño, liga lo siniestro con un tipo de
angustia que se deriva del complejo infantil de castración. Esto
derivará en su tesis central respecto a la idea del doble o alter
ego: la posibilidad de que el yo trate una parte de sí como si
fuera otro. Apelaría a fases tempranas de la constitución psíqui-
ca, específicamente al narcisismo primario, como una forma de
defenderse frente a la destrucción del yo, es decir, frente al poder
de la muerte. Sin embargo, una vez superada esta etapa el doble
pasaría a constituirse como el ominoso anunciador de la muerte
a partir del constante retorno de lo semejante23.
Un elemento central de la ecuación tiene que ver con la
cuestión del retorno. Al establecer la pregunta por lo familiar
que retorna, emerge la repetición como núcleo central de lo
siniestro. Habría que precisar, no obstante, en qué medida la
repetición de lo familiar deviene siniestro, ya que no se puede
atestiguar que todo retorno familiar sea forzosamente ominoso.
Todo parece indicar que el carácter impulsivo de la repetición

23 Sobre la ominosa tesis del yo como otro, Freud señala que: “El hecho de que exista una
instancia así, que puede tratar como objeto al resto del yo; vale decir, el hecho de que
el ser humano sea capaz de observación de sí, posibilita llenar la antigua representación
del doble con un nuevo contenido y atribuirle diversas cosas, principalmente todo lo
que aparece ante la autocrítica como perteneciente al viejo narcisismo superado de
la época primordial […] Entonces, el carácter ominoso solo puede estribar en que
el doble es una formación oriunda de las épocas primordiales del alma ya superadas,
que aquel tiempo poseyó sin duda un sentido más benigno. El doble ha devenido una
figura terrorífica del mismo modo como los dioses, tras la ruina de su religión, se con-
vierten en demonios”. Freud, “Lo ominoso”, 235-236.

77
es lo que determina su condición; en otras palabras, el senti-
miento de estar de antemano secuestrado o poseído por una
fuerza irresistible que viene a poner en suspenso la voluntad de
la razón. Y sería esto lo que confiere el carácter demoníaco a la
experiencia en cuestión, siendo el nombre de esa fuerza, en sí
misma, innombrable. De modo que la repetición siniestra sería
aquella que remite y se repite a sí misma, con independencia y
antelación respecto de todo contenido psíquico que se quiera.
Lo que pesa en este retorno es el retorno mismo, que se presenta
desde la más pura autonomía respecto del contenido que en él
se manifiesta. Debe entonces replantearse el lugar desde donde
emerge esta familiaridad, no pudiendo ser situada dentro de las
categorías espacio-temporales de la razón.
Lo que concluye Freud en este punto es que no existe funda-
mento suficiente para decir que todo recuerdo reprimido emerja
en la conciencia. La repetición, siendo siniestra en sí misma, sitúa
el afecto como remembranza de la cosa en sí, es decir, como mur-
mullo incesante que escapa al control del sujeto consciente. Lo
señalado visibiliza la fractura entre recuerdo y repetición, lo que
a su vez supone un quiebre entre pensamiento y acción. Freud, a
partir del análisis de las psiconeurosis de guerra, llegará a colegir
que existe una transmudación entre recuerdo y acto en que el pa-
ciente no recuerda de manera ideográfica nada de lo olvidado o
reprimido, actuando y repitiendo sin saber que lo está haciendo:

El analizado repite en vez de recordar, y repite bajo las condicio-


nes de resistencia […] Repite todo cuanto desde las fuente de su
reprimido ya se ha abierto paso hacia su ser manifiesto […] no
debemos tratar su enfermedad como un episodio histórico, sino
como un poder actual24.

24 Sigmund Freud “Recordar, repetir y reelaborar (Nuevos consejos sobre la técnica del
psicoanálisis, II)” [1914], Obras Completas, vol. XIV, 153.

78
Lo consignado viene a subvertir la clásica relación de oposición
entre recuerdo/olvido, ya que lo que se recuerda no necesaria-
mente ha sido olvidado, y aquello que se ha olvidado no nece-
sariamente ha pasado por el filtro de la conciencia cognoscitiva.
Es la apelación a una nueva forma de recordar que resignifica el
problema en cuestión, es decir, la necesidad de reelaboración de
un pasado que se enfrenta desde las herramientas interpretativas
del presente. Así, el pasado deja de ser un espacio monumen-
tal del individuo para transformarse en un motor pulsional que
confronta al sujeto consigo mismo en su actualidad. El anuda-
miento entre esta compulsión a la repetición25 y el elemento si-
niestro comentado, permite al psicoanalista explicar cómo algo
en apariencia inofensivo puede evocar una angustia frente a lo
fatal e inevitable. La fundamentación de esto radica en que la
actividad psíquica de represión opera de acuerdo a un automa-
tismo o impulso a la repetición, propio del proceso inconsciente
generado en las capas superiores de la psique, es decir, dentro del
mismo yo. Por lo tanto, la disputa no sería entre la conciencia y el
inconsciente sino entre el yo y el sí mismo. Lo anterior no haría
más que poner en evidencia la fractura interior que simboliza la
existencia del yo.
A partir de los estudios sobre cómo las neurosis traumáti-
cas se desplazan y se transforman en neurosis de transferencia

25 En esto cobra relevancia la pregunta respecto a la relación existente entre repetición,


como exteriorización de lo reprimido, y el principio de realidad, lo que le permite a
Freud reafirmar la diferencia entre los dos registros –consciente e inconsciente– subvir-
tiendo la oposición entre placer-displacer: “Es claro que, la más de las veces, lo que la
compulsión de repetición hace revivenciar no puede menos que provocar displacer al
yo, puesto que saca a la luz operaciones de mociones pulsionales reprimidas. Empero,
ya hemos considerado esta clase de displacer: no contradice al principio del placer,
es displacer para un sistema y, al mismo tiempo, satisfacción para el otro”. Sigmund
Freud, “Más allá del principio del placer” [1920], Obras Completas, vol. XVIII, Más
allá del principio del placer, Psicología de las masas y análisis del yo, y otras obras. Buenos
Aires: Amorrortu Editores, 2001, 20.

79
dentro del espacio clínico26, Freud logró pesquisar ciertas ten-
dencias de los procesos psíquicos asociadas a sucesos penosos
que logran oponerse al principio del placer, dando cuenta así
de una relación entre negatividad y represión. Esta relación se
explica de la siguiente manera: el enfermo, en lugar de recordar
lo reprimido –como un hecho del pasado que no tiene vigencia
efectiva–, lo repite en el presente como un hecho con plena
fuerza efectiva. El analizado no recuerda nada de lo olvidado o
reprimido, sino que lo revive, es decir, lo actúa en el presente:
no lo reproduce como recuerdo sino como acto.
Desde este momento el psicoanalista le otorgará soberanía al
principio del placer como gobernante de la psiquis inconsciente,
lo que pone a la conciencia frente a la memoria de su propia frag-
mentación. Esto, ya que la impulsa a vivenciarse como desapro-
piada de sí misma a partir del deseo de apropiarse de lo olvidado
y reprimido. Esta soberanía parece implicar además que la psiquis
inconsciente está en el origen de todo lo que podría sucederle al
sujeto, siendo la repetición un principio obligatorio de correlato
filogenético, es decir, de incorporación de aquellas tendencias he-
reditarias que dan cuenta de la naturaleza conservadora de los se-
res vivos, y en la que se produce una apropiación originaria de lo
extraño, de lo que viene del otro. Esta elucidación freudiana abre
la interrogante hacia la cuestión del pensamiento de lo propio, de
la identidad. De modo que el origen, en tanto acontecimiento, se

26 Esta necesidad de desplazamiento ya la habría planteado Freud como el fundamento de


la relación transferencial, fundamental para lograr la cura analítica: “Conseguimos, casi
siempre, dar a todos los síntomas de la enfermedad un nuevo significado transferencial,
sustituir su neurosis ordinaria por una neurosis de transferencia, de la que puede ser
curado en virtud del trabajo terapéutico. La transferencia crea así un reino intermedio
entre la enfermedad y la vida, en virtud del cual se cumple el tránsito de esta a aquella”.
Sigmund Freud, “Recordar, repetir y reelaborar” [1914], Obras Completas, Vol. XIV,
156. Con lo anterior se quiere subrayar la importancia del ejercicio de retraducción
que comporta la relación transferencial como un gesto interpretativo de ficcionalización
del síntoma ligado a la adscripción dentro una cadena significante, determinada por
regímenes normativos de sentido instalados por los códigos simbólicos del presente –en
el lenguaje–.

80
encuentra marcado no solo por una operación de apropiación de
lo propio sino también por una cierta expropiación que se abre
y resiste a la experiencia: una cierta inapropiabilidad. Sobre este
tópico, Derrida afirma que el principio de realidad es la única
manifestación posible del principio del placer, siendo el primero
un instrumento del segundo y no un principio independiente.
En otras palabras, el principio de realidad sería el resultado de un
movimiento provocado por una suerte de negociación entre el
principio del placer con la realidad; proceso en que el placer debe
morir un poco para vivir un poco27:

Pues la repetición no sobreviene a la impresión primera, su posibi-


lidad está ya ahí, en la resistencia que ofrecen las neuronas psíqui-
cas la primera vez. La resistencia misma no es posible más que si la
oposición de fuerzas perdura o se repite originariamente. Lo que
se vuelve enigmático es la idea misma de primera vez […] La vida
está ya amenazada por el origen de la memoria que la constituye
y por el abrirse-paso al que aquella resiste, por la rotura que no
puede contener más que repitiéndola28.

Freud irá incluso un paso más allá en su teoría, postulando la


existencia de una pulsión de agresión original y autónoma. De-
finirá esta pulsión de pérdida a partir de la pulsión sexual o de
autoconservación, reconociendo que el amor de objeto se dirime
entre dos polaridades. Según la hipótesis del psicoanalista, la vida
es el desvío de lo inorgánico hacia sí mismo. Esto quiere decir
que el principio del placer difiere la concentración o la retira-
da mortal en beneficio de un movimiento garantizado por los
impulsos parciales. Es por ello que lo propio del ser vivo consis-
te en reapropiarse limpiamente de aquello que lo desapropia: el

27 Cf. Marc Goldschmidt, Jacques Derrida. Una introducción. Buenos Aires: Editorial
Nueva Visión, 2004, 81-95.
28 Jacques Derrida, La escritura y la diferencia. Barcelona: Editorial Anthropos, 1989,
279.

81
abismo de lo propio. En otras palabras, la esencia del ser vivo se
constituye como este desvío hacia lo más suyo, es decir, su propia
muerte29.
Así se configura el tercer vértice del triángulo ominoso/repe-
tición, a partir de la inclusión de la noción de muerte. Freud to-
mará este elemento para su análisis considerando su relación a lo
irrepresentable. Según él no hay nada, desde las épocas primor-
diales, que se haya mantenido en esencia tan inamovible como
la muerte, siendo esta la razón por la que lo ominoso aparece
siempre ligado a ella en tanto impredecible: “Es probable que
conserve su antiguo sentido: el muerto ha devenido enemigo del
sobreviviente y pretende llevárselo consigo para que lo acompañe
en su nueva existencia”30. Esto le sirve para inscribir el dilema
respecto a la irrepresentabilidad de la muerte dentro de su pro-
puesta sobre lo siniestro, pero con la peculiaridad de que, en este
caso, la represión queda fuera de la ecuación31. De modo que la
pulsión de muerte cobra la forma de una modalidad por la que el
yo, paradójicamente, se afirma y se conserva; de ahí que esta sea
entendida como el movimiento de constitución indefinida de lo
propio. Esto significa que el dominio se deconstruye en el movi-
miento mismo en que se asegura, de tal modo que la pulsión de
muerte no puede ser considerada como un principio sino como
todo lo contrario: es la amenaza de toda principalidad, toda pri-
macía arcóntica, todo deseo de archivo. Es, según Derrida, en el
mal de archivo donde la psiquis se conserva destruyéndose: “No
hay archivo sin lugar de consignación, sin una técnica de repeti-
ción y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera”32.
Si no se puede pensar el archivo más que desde un afuera, un lu-

29 Cf. Geoffrey Bennington y Jacques Derrida, Jacques Derrida. Madrid: Editorial Cáte-
dra, 1994, 154 y ss.
30 Cf. Freud, “Lo ominoso”, 242.
31 Cf. Freud, “Lo ominoso”, 242.
32 Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid: Editorial Trotta,
1997, 19.

82
gar en que se pueda repetir, habría que advertir el desplazamiento
de la relación problemática hacia lo que ocurre entre la repetición
y la compulsión a la repetición de la pulsión de muerte.
De esta manera se logra atisbar que la vida no existe más
que en una relación con la muerte, es decir, en relación con una
economía de la muerte original y constituyente. Así quedará re-
frendado en el Más allá…, donde Freud comenta que los pro-
cesos primarios no buscan más que alivio, placer, cueste lo que
cueste, sin que este impulso tenga una conexión necesaria con
la supervivencia del sistema. Lo que subsiste a la base de esta
constatación es una tensión permanente entre el alivio a partir
de la desunión absoluta, en tanto muerte inminente, y la unión
total como opresión asfixiante. Es por ello que el aparato psíqui-
co debe protegerse en un doble gesto: contra su propio exceso
de vida y contra su exceso de protección. El principio del placer
designa a ese conjunto al que el principio de realidad le rinde
tributo, al oponerle obstáculos que le obligan a perseguir su fin
pasando por el diferimiento. En otras palabras, constituye la es-
tructura del sí mismo no-idéntico.
Por otra parte la repetición, como reproducción en sí mis-
ma, sería la reiteración del momento originario, de la-vida-la-
muerte33, como una cadena significante imposible de desbrozar.
Aquello queda patente en la descripción que hace Freud sobre las
neurosis traumáticas:

33 Derrida retoma esta cadena significante para referirse a una noción de vida que excede
el dualismo impuesto por el subjetivismo entre vida y muerte: “Si hay que filtrar, selec-
cionar, diferenciar, reestructurar las cuestiones, es solamente para anunciar, de manera
muy preliminar, el tono y la forma general de nuestras conclusiones, a saber, que hay
que asumir la herencia del marxismo, asumir lo más ‘vivo’ de él, es decir, paradójica-
mente, aquello de él que no ha dejado de poner sobre el tapete la cuestión de la vida,
del espíritu o de lo espectral, de la-vida-la-muerte más allá de la oposición entre la vida
y la muerte”. Jacques Derrida, Espectros de Marx: el estado de la deuda, el trabajo de duelo
y la nueva internacional. Madrid: Editorial Trotta, 1998, 70.

83
el hecho de que el mismo cuadro patológico sobrevenía en oca-
siones sin la cooperación de una violencia mecánica cruda […]
el centro de gravedad de la causación parece situarse en el factor
de la sorpresa, en el terror, y que un simultáneo daño físico o
herida contrarresta en la mayoría de los casos la producción de la
neurosis34.

Desde esta perspectiva cobra fuerza la cuestión del retorno de lo


demónico, entendido como eterno retorno de lo mismo35, con
la repetición del Más allá del principio del placer. Lo demoníaco
es aquello que retorna y se repite sin ser llamado, rebasando el
principio del placer. Es el retornar mismo el que regresa, volvien-
do desde un lugar indeterminado, heredado de alguien anónimo
y perseguidor por el solo hecho de retornar. Esto configura la
angustia emergente frente a la imposibilidad de sostener la dis-
tancia del pensamiento formal entre fenómeno y noúmeno, en-
tre el objeto y su representación, generando un efecto fractal36 en
el sujeto:

34 Sigmund Freud, “Más allá del principio del placer”, Obras Completas, Vol. XVIII, 12.
35 Esto tiene claras semejanzas con la célebre doctrina nietzscheana del eterno retorno de
lo mismo. Cf. Friedrich Nietzsche, Así hablaba Zaratustra. Madrid: Editorial EDAF,
1998, 222. También parece afín el análisis que plantea Deleuze sobre el eterno retorno
en Nietzsche y Kierkegaard, al transformarse la repetición en lo opuesto a la Ley: “Se
trata, por el contrario, de actuar, de convertir a la repetición como tal en una novedad,
es decir, en una libertad y en una tarea de la libertad. Nietzsche a su vez precisa: liberar
la voluntad de todo lo que la encadena convirtiendo la repetición en el objeto mismo
de la voluntad”. Deleuze, “Repetición y diferencia”, 59.
36 Este efecto fractal aparece como uno en que el sujeto escindido busca asemejarse a cada
una de las fracciones que lo proyectan de manera múltiple y diseminada, deslindando
la clásica relación entre objeto y representación: “Como el objeto fractal se asemeja
punto por punto a sus componentes elementales, el sujeto fractal no desea otra cosa
más que asemejarse a cada una de sus fracciones. Envuelve más acá de toda represen-
tación, hacia la más pequeña fracción molecular de sí mismo. Extraño Narciso resulta:
no sueña ya con su imagen ideal sino con una fórmula de reproducción genética hasta
el infinito. Semejanza indefinida del individuo a sí mismo ya que se resuelve en sus
elementos simples”. Jean Baudrillard, “Videosfera y Sujeto Fractal”, en Videoculturas
de Fin de Siglo, ed. por Jean Baudrillard et al. Madrid: Editorial Cátedra, 1990, 27.

84
Aparición, pues, del diablo “mismo” además de su representación;
aparición de representación del “original” además de su represen-
tante que se supone que lo suple; aparición que debe entenderse
en el sentido de la visitación, de la “cosa misma” en suplemento
de su “propio” suplemento. Semejante aparición altera sin duda
el orden apaciguante de la representación. Pero no lo hace redu-
ciendo los efectos de doble, los multiplica por el contrario, y la
duplicidad sin original en la que consiste acaso la diabolicidad, su
inconsistencia misma37.

Si en un primer momento lo siniestro para Freud tuvo que ver


con la experiencia del terror asociada a la fractura del mecanismo
represivo que traía a la conciencia algo intolerable, en una se-
gunda lectura el terror aparecerá desligado de su objeto y situado
como un afecto reminiscente que genera un impulso interroga-
tivo al sujeto respecto de sí mismo. Pero no hay un sustento que
permita establecer la referencia a un afecto desplazado y carente
de representación por efectos de la represión. El sujeto actúa en
la neurosis de transferencia sobre contenidos que no devienen
conscientes jamás. Por lo tanto, el énfasis recae sobre la repetición
misma, estableciendo así una cancelación de la representación a
priori. Aparece la experiencia de lo previo38 como un elemento a

37 Jacques Derrida, La tarjeta postal: de Sócrates a Freud y más allá. México: Siglo XXI
Editores, 2001, 259.
38 En esto Derrida denota el elemento profundamente rupturista del psicoanálisis, a sa-
ber, el cuestionamiento de aquello que ha hecho posible la metafísica de la presencia
–fonologocéntrica– como tal; en otras palabras, aquello que ha permitido configurar
algo así como una tradición del pensamiento filosófico. El inconsciente, desde esta
perspectiva, vendría a sustraer y sustraerse de la axiomática fenomenológica del sentido
y de la presencia; una en que la alteridad en cuestión sería una alteridad del sentido
mismo, a saber, algo que no está en el plano de la posibilidad del reconocimiento dia-
léctico, un exterior constitutivo si se quiere: el núcleo como el campo de la no presencia
inaccesible que desborda los límites del sentido, que escapa a cualquier posibilidad de
asirlo dentro de un espacio de negociación entre la cosa y su representación. Sería, más
bien, aquello que evidencia compulsivamente la existencia de un hiato entre ambas y
que, a su vez, las constituye como tales: “El origen del sentido no es aquí un sentido
originario sino pre-originario, si cabe decir. Si cabe decir, y para decirlo, el discurso
psicoanalítico, que aún utiliza las mismas palabras –las de la lengua corriente y las de la

85
considerar, en tanto precede al sujeto y a su experiencia, algo otro
que no remite a una eventualidad histórico-biográfica reprimida
y que, no obstante, funciona como fondo constituyente de su
subjetividad. Esto queda figurado en la relación conflictivamente
atávica y no resuelta en Freud entre el carácter irrepresentable de
la muerte y lo siniestro: el sujeto y su memoria no pueden acce-
der jamás a aquello que permite que se configuren como tales.
Aparece así la negación originaria en la vida psíquica, poniéndose
en juego a partir de Unheimlich: negación arcaica, indeterminada
e indeterminante39. Esto propone un nuevo escenario respecto de
lo siniestro, vinculado a la inconsistencia del lenguaje en tanto
espacio de familiaridad. Habría un hiato, un fondo irresoluble
entre las palabras y las cosas –en tanto representación finita– que
forma parte de la subjetividad del yo que se dispone a vincularse
con el mundo, generando una suerte de recíproca extrañeza entre
el sentido y el lenguaje40.
Vemos entonces que Freud utiliza la noción de negación para
explicar la génesis del aparato psíquico. El principio de la ne-
gación permite al psicoanálisis plantear un modelo explicativo

fenomenología entrecomilladas–, las cita una vez más para decir algo totalmente otro,
y algo otro que el sentido […] ‘esta des-significación psicoanalítica precede la posibi-
lidad misma de la colisión de los sentidos’. Precesión que debe entenderse también,
diré que debe incluso traducirse, según la relación de anasemia. Esta se retrotrae a la
fuente y aún más allá, a la fuente pre-originaria y pre-semántica del sentido”. Jacques
Derrida, Cómo no hablar. Y otros textos. Barcelona: Proyecto A Ediciones, Kings Tree,
1997, 73-74.
39 Cf. Derrida, Cómo no hablar, 73-74.
40 En relación con esto, Foucault comenta que “el psicoanálisis avanza para franquear de
un solo paso la representación, desbordarla por un lado de la finitud y hacer surgir así,
allí donde se esperaban las funciones portadoras de sus normas, los conflictos cargados
de reglas y las significaciones que forman sistema, el hecho desnudo de que pudiera
haber un sistema (así, pues, significación), regla (en consecuencia, oposición), norma
(por tanto, función). Y es en esta región en la que la representación permanece en
suspenso, al borde de sí misma, abierta en cierta forma sobre la cerradura de la finitud,
dibujándose las tres figuras por las que la vida, con sus funciones y sus normas, viene a
fundarse en la repetición muda de la Muerte, los conflictos y las reglas, en la apertura
desatada del Deseo, las significaciones y los sistemas en un lenguaje que es, al mismo
tiempo, Ley”. Foucault, Las palabras y las cosas, 363.

86
sobre la génesis del sujeto del pensamiento formal, es decir, aquel
que surge con el establecimiento de la capacidad de pensar y de-
sarrollar juicios atributivos, recordando que la distinción inicial
entre los mecanismos perceptivos y los sistemas mnémicos son
los que permiten dar cuenta del ejercicio representacional como
única posibilidad de establecer una conexión con la realidad ex-
terior. Una vez constituido el pensar, guiado por el examen de
realidad, la operación consistiría en reencontrar en dicha reali-
dad sensible, en tanto repetición de percepciones, aquello que en
algún momento fue negado y que, en tanto negación, emerge al
interior de la conciencia. Esta estrategia no se realiza de manera
prístina, estando sometida a una serie de desfiguraciones, lo que
a su vez pone en evidencia los límites del pensamiento sustancial.
El problema, llegado este punto, es el de determinar la capacidad
que tiene el juicio de realidad de efectuar dicha tarea: “Ahora
bien, discernimos una condición para que se instituya el examen
de realidad: tienen que haberse perdido objetos que antaño pro-
curaron una satisfacción objetiva {real}”41.
Según Freud existen dos elementos que se encuentran a la
base de la negación: en primer lugar, el hecho de que exista una
verdad del individuo que no ha sido aceptada, lo que deriva en
un etiquetamiento erróneo; y, en segundo lugar, que dicha ne-
gación del etiquetamiento realizado se encuentre mediada por
un conflicto que genere dicho impedimento a partir de fuerzas
negativas que el sujeto no controla42. Esto se explica a partir de
la existencia de una verdad que el inconsciente formula y a la
que la conciencia no puede acceder más que a costa de negarla:
la verdad sería precisamente la imposibilidad de traducción entre
lo inconsciente y lo consciente. Y, frente a esto, la conciencia no

41 Foucault, Las palabras y las cosas, 256.


42 Cf. Wilfried Ver Eecke, Denial, Negation, and the Forces of the Negative. Albany: State
University of New York Press, 2006, 25 y ss.

87
es más que un presente reconstituido, “una representación de un
presente que nunca ha sido presente”43.
Tomando esto en cuenta, lo siniestro sería el resultado de la
revelación de esta verdad y su atadura existencial a la concien-
cia, en tanto movimiento simultáneo de negación-revelación. En
otras palabras, la conciencia toma nota de la negación cuyo con-
tenido es pura afirmatividad de un ataque del inconsciente sobre
ella –mociones pulsionales guiadas bajo el imperio del principio
del placer–, y en que este último sabe más de esto que la concien-
cia misma. La aparición de la negatividad explícita, originaria e
irreductible, es simbolizada por Freud como pérdida, experien-
cia de lo inmemorial: enfrentamiento a una pérdida por siempre
perdida en tanto nunca ha estado presente. He ahí el núcleo duro
del dilema de la representación subjetivista propuesto por el psi-
coanálisis: la re-presentación, como experiencia fenoménica, es la
manifestación de la pérdida que se repite en tanto recuerdo del
desfase con la cosa en sí. Dicho de otro modo, lo que se repite, en
tanto representación del recuerdo, es la afirmación de la negati-
vidad originaria como experiencia de fundamentación subjetiva.
Algo que precede a la vida natural y que denota un sentido ima-
ginario en la construcción discursiva del sujeto. Esto se verifica
en el potencial de inmediatez que supone la pulsión de muerte,
provocando que el sujeto se autoinmole a partir de su insistencia
en retornar a un estado de originariedad inorgánico. De modo
que lo siniestro se manifiesta como la inminencia de la Cosa, en
tanto fundamento abismal del sujeto44.
Lo que se invoca en el lugar de este “espacio terrible” parece
ser la operación de una ficción de origen que habilita un juego
compulsivo de reactualización constante con el pasado. Esta ope-
ración es la encargada de establecer los límites de interpretación

43 Cristina de Peretti, Jacques Derrida. Texto y Deconstrucción. Barcelona: Editorial


Anthropos, 1989, 98.
44 Cf. Pablo Oyarzún, “Hipótesis sobre lo siniestro”, Revista de Teoría del Arte, N.8.
(2003): 53-94.

88
y clausura del sentido de realidad dentro de campos representa-
cionales específicos. Con esto se demuestra que la paradoja de la
composición del yo, en tanto figura de función representacional
y captadora de la sensibilidad fenoménica, se configura en el ges-
to de constante reminiscencia a un origen desconocido, como un
intento infructuoso por recuperar algo de lo que la conciencia
nunca ha sabido. En otros términos, la rememoración del encuen-
tro con lo perdido/prohibido es lo que sitúa al sujeto como su
propia paradoja: el sujeto es en cuanto se pone frente a su propia
insubstancialidad, es decir, cuando asume la falta constitutiva
que lo habita incansablemente.
Por su parte, la escisión constitutiva hace las veces de inters-
ticio entre lo que el sujeto es y lo que no puede decir de sí, pero
que al mismo tiempo lo hace vivenciar su imposibilidad. Es la
precariedad de una conciencia que no puede representar al sujeto
de la experiencia, avalado por la incapacidad propuesta de una
pura presentación. Así se explica por qué la re-presentación se pro-
ponga como figura análoga a la re-petición (re-volver atrás; petere-
buscar, intentar, apetecer), como una re-vuelta (en su doble acep-
ción: como retorno, pero también como sublevación, insurrec-
ción), sobre algo a lo que nunca se puede acceder en tanto objeto
constitucionalmente perdido, obligando a la conciencia a buscar
objetos subsidiarios que lo reemplacen. De modo que existe una
barrera infranqueable y fundamental inscrita en el espacio in-
termedio remanente entre aquel objeto perdido y la represen-
tación; una en que la vida deviene movimiento de búsqueda y
reencuentro con lo perdido. No obstante, este desplazamiento
se encuentra condenado al fracaso ya que solo puede llevarse a
término a partir de la investidura de objeto, lo que significa que
el sujeto está atado a un proceso de exteriorización permanente
de sí mismo, lo que lo pone en una situación de precariedad y
fragilidad atávica.
Es alrededor de esta inevitable disposición imaginaria que co-
bra sentido el mentado mito del origen fundacional, conminando

89
al yo a cartografiar una experiencia de sí centrada en una compren-
sión histórico-biográfica de su pasado comandada por el principio
de realidad (un esquema de vinculación del yo con su yo-histórico).
Lo anterior no puede sino ser una construcción formulada a par-
tir de un esquema de representaciones prefigurado de antemano.
Esto da cuenta del fondo crítico a la idea de identidad sustancial
propuesto por el psicoanálisis. En suma, lo siniestro se presentaría
como la evocación de la manifestación del retorno fantasmal del
ente –retorno del fenómeno–, en que lo que se evoca no es una
representación traumática u horrorosa, sino la inevitabilidad, en
el espacio fenoménico, del eterno desfase respecto de la cosa en
sí. Emergencia que acontece en la relación de vaciamiento entre
el sujeto y la conciencia de su vacío que, en su desenvolvimiento
por el mundo, provoca la iluminación respecto de su propia insus-
tancialidad. Sobre este escenario se inscribe el problema entre el
sujeto de la conciencia y su relación con la alteridad. Se descubre
que dicha relación no solo no es suprimible, sino que se profundiza
mientras más se empeña en su superación, es decir, en la conquista
de la autonomía frente al otro a través de la apropiación de lo otro
y de sí. Respecto a esto, sería coherente suponer que el proceso de
superación se encuentra arraigado en una pulsión que intenta in-
cansablemente trascender su escisión constituyente, entregándole
a esta una imagen alter de sentido. Sería un intento de negación
de la escisión fundamental, que de por sí es inconscientemente
imposible. Así expuesto, la represión, si bien permite que el sujeto
devenga yo consciente en conexión con el mundo natural, lo hace
a costa de desarraigar al sujeto de sí mismo.
Para Freud la constitución del sujeto se encuentra marcada
por algo que él mismo no puede poner del lado de su dominio
y control, ya que su condición misma de posibilidad afecta su
presencia en tanto sujeto y a todo lo que ante él comparece como
horizonte de alteridad. La escisión viene a instalar un índice de
anterioridad que, ficticio o no, permite al sujeto leerse en clave
de presencia siempre en deuda consigo mismo. Las implicancias

90
de este desfase entre el objeto y su representación suponen una
inmanencia avalada por una ruptura de temporalidad formal. En
otros términos, el aura de presencia de algo que no está presente,
o bien, de algo que pervive, y adviene, como pura reminiscencia.
En esto se ve, nuevamente, el noúmeno kantiano manifestándose
en su imposibilidad autoflagelante, ya que la Cosa no puede ser
más que el fondo de la ausencia desde la que advienen los objetos
ante el sujeto, y donde el objeto no designa sino la huella de la
pérdida de las cosas en virtud de su fantasmatización. Aparecen
así las cosas representadas que, en su manifestación, nos mues-
tran aquello que es irrepresentable para el sujeto de la conciencia.
El artefacto freudiano que emerge producto de su analíti-
ca de la muerte provoca un nuevo giro crítico en la metafísica
subjetivista de la presencia, dejando de actuar por oposición a
la vida y pasando a ser parte estructurante de la misma. En otras
palabras, la muerte pierde su condición desapropiante en tanto
oposición, aspecto que se materializa a partir de la inclusión de
su tesis respecto a la compulsión a la repetición. En tal sentido
el psicoanalista vienés, si bien no abandona su tesis esencialista
sobre el sujeto, logra subvertir la lógica inscrita en la metafísica
de la presencia al consignar que lo inorgánico se constituye como
lo originario. Esta inversión de los conceptos freudianos, a juicio
de Derrida, permitirá reconducir la mirada desde una teoría neu-
rológica de la memoria hacia una teoría de la huella, del archivo
y de la escritura45:

45 El “pensamiento de la huella” refiere a aquel que deja tras de sí rastros de su borradura


y que obliga a considerar los textos y sus significados de un modo otro al que fueron
intencionados originalmente: “Queda por hacerse todo para plantear la cuestión de
lo que hay en un texto cuando se pretende delimitar su ‘corpus’. Pensar en el rastro,
pensar rastreando, debería ser, desde hace bastante tiempo, reconsiderar las evidencias
tranquilas del ‘hay’ y del ‘no hay’ ‘en’ un ‘corpus’, excediendo, por el rastro, la oposición
de lo presente y de lo ausente, la simplicidad indivisible del limes o del rasgo marginal,
el simplismo del ‘esto fue pensado’, su signo está presente o ausente, S es P. Habría
entonces que reelaborar de cabo a rabo todos los valores, distintos ellos mismos (hasta
cierto punto) y a menudo confundidos con algo impensado, no-tematizado, implícito,
excluido según el modo de la preclusión [forclusión] o de la denegación, de la introyección

91
Mediante la insistencia de su inversión metafórica, vuelve enigmá-
tico, por el contrario, aquello que se cree conocer bajo el nombre
de escritura […] el contenido de lo psíquico será representado por
un texto en esencia irreductiblemente gráfico. La estructura del
aparato psíquico será representada por una máquina de escribir46.

Al plantear la esencia misma de lo psíquico como el movimiento


de abrirse paso de las neuronas para dar cuenta de la memoria,
Freud habría fundado la formación psíquica a partir de una re-
sistencia de fuerzas y de diferencias como determinantes en di-
cho proceso. Frente a lo anterior, Derrida afirma que todas las
diferencias en la producción de la huella pueden reinterpretarse
como momentos de diferimiento, de différance:

El gasto o la presencia amenazadores son diferidos con la ayuda


del abrirse-paso o de la repetición. ¿No es ya esto el rodeo que ins-
taura la relación del placer con la realidad? ¿No es esto la muerte
en el principio de una vida que no puede defenderse contra la
muerte más que por la economía de la muerte, la diferancia, la
repetición, la reserva? Pues la repetición no sobreviene a la im-
presión primera, su posibilidad está ya ahí, en la resistencia que
ofrecen las neuronas psíquicas la primera vez […] Por lo tanto,
la vida está amenazada desde el comienzo por la memoria que la
constituye y por el abrirse-paso al que resiste, rotura que no puede
contener más que repitiéndola47.

Así la vida se protege de sí misma mediante la repetición, la hue-


lla, la diferancia; pero no porque exista una vida anterior que
haya que venir a proteger sino porque la diferencia constituye
la esencia misma de la vida. Esto lleva a borrar el mito del ori-
gen presente con el que el mismo Freud parecía titubear: hay

o de la incorporación, etc., silencios que trabajan con otros tantos rastros un corpus del
que aparecen ‘ausentes’”. Derrida, La tarjeta postal, 337.
46 Derrida, La escritura y la diferencia, 275.
47 Derrida, La escritura y la diferencia, 278-279.

92
una demora constitutiva que remite a un no-origen originario. La
vida sería, en sí misma, este diferir basado en una reproducción
de sentido constituido por retardo, a destiempo. Este retardo
o différance a la que se refiere Derrida da cuenta de una cierta
economía ligada a la escritura. Esta escritura debe entenderse en
un sentido singular, como aquella que determina tanto el habla
como lo escrito, excediendo dicha oposición. Esta palabra, que
en sus raíces idiomáticas conserva un cierto juego con la palabra
diferencia, es la que habilita la existencia de estructuras de dife-
rencias, a la manera de un cierto Orden discursivo que habilita la
existencia de múltiples órdenes.
La différance, al no oírse y permanecer silenciosa, funcio-
na como una tumba en esta estructura sepulcral –oikevis–. Una
tumba que no se puede ni siquiera hacer resonar, pero que per-
mite que se estructure un lenguaje fonético como únicamente
fonético48. Por lo tanto, esta noción invoca a pensar desde un
nuevo registro que se resiste a la oposición entre lo sensible e
inteligible: elemento constitutivo que cuestiona el principio del
derecho –arkhé–, como aquel que intenta proveer un sentido úl-
timo, es decir, que permite pensar la diferencia entre palabra y
escritura49. De modo que se pueden esbozar algunas similitudes

48 Cf. Jacques Derrida, Márgenes de la Filosofía. Madrid: Editorial Cátedra, 1994, 40 y ss.
49 La palabra différance, Derrida la define como “el movimiento según el cual la lengua,
o todo código, todo sistema de repeticiones en general se constituye ‘históricamente’
como entramado de diferencias. ‘Se constituye’, ‘se produce’, ‘se crea’, ‘movimiento’,
‘históricamente’, etc., se deben entender más allá de la lengua metafísica en la que se
han trazado con todas sus implicaciones. Sería necesario mostrar por qué los conceptos
de producción, como los de constitución y de historia, son desde este punto de vista
cómplices del que aquí ponemos en cuestión, pero esto me llevaría hoy demasiado
lejos –hacia la teoría de la representación del ‘círculo’– […] La diferancia es lo que
hace que el movimiento de la significación no sea posible más que si cada elemento
llamado ‘presente’, que aparece en la escena de la presencia, se relaciona con otra cosa,
guardando en sí la marca del elemento pasado y dejándose ya hundir por la marca de
su relación con el elemento futuro, […], y constituyendo lo que se llama el presente
por esta misma relación con lo que él no es: no es absolutamente, es decir, ni siquiera
un pasado o un futuro como presentes modificados”. Derrida, Márgenes de la Filosofía,
47-48.

93
entre la constitución psíquica inconsciente freudiana y la diffé-
rance derridiana, entendiendo este último como un movimiento
originario, sin origen, de índole distinto al de la metafísica de
la presencia. Sería un momento marcado por un diferimiento,
que permite repensar las categorías espacio-temporales del pen-
samiento como producidas en intervalos móviles y que, en su
intento de re-conocerse identitariamente, se van configurando
en torno a diversas formas de desencaje, al tiempo que posibilitan
la construcción imaginaria del sujeto sustancial en falta. Según
Sloterdijk,

la différance, considerada en la perspectiva de la observación de


Freud, no encubre únicamente, y ni siquiera en primer lugar,
la ruptura con el presente absoluto (como modo del tiempo),
sino, en principio y ante todo, el desfase en el espacio y el re-
ordenamiento en la asignación de los roles de una pieza teatral
teológica50.

Aquello puede ser comprendido como un movimiento peculiar,


a saber, en que el avance impide ganar terreno. El yo consciente
se erige como un amo siempre sujeto a otro y que, en este caso,
termina siendo él mismo. Por lo tanto, el más allá de la visión psi-
coanalítica, en comparación con la dialéctica hegeliana, está en el
gesto de renegación de aquellos momentos subjetivos-objetivos
que permiten completar el círculo del reconocimiento, reempla-
zándolos por una relación en que el yo, en tanto amo/esclavo,
reconoce el inconsciente como lo absolutamente otro, únicamen-
te como expresión de una negatividad inconmensurablemente
radical. Esto queda patente al reconducir el problema hacia la
voluntad racional: si en Hegel la voluntad libre pasaba por la
adquisición de una voluntad eudemónica, aquella que emerge al
crear distancia entre el sí mismo y lo dado en sí sin negar su

50 Peter Sloterdijk, Derrida, un egipcio. El problema de la pirámide judía. Buenos Aires:


Amorrortu Editores, 2007, 29.

94
condición epistemológica, en Freud la libertad de la voluntad re-
mite a la adquisición del signo lingüístico de la negación51. Esto
habría permitido proyectar la nueva lectura freudiana vinculada
al descentramiento del yo consciente, quedando este relegado a
una función suplementaria cuyo único logro ha sido el de gene-
rar una concesión económica con el principio del placer. La po-
sibilidad de repetir lo que en un registro puede ser displacentero
(a saber, el síntoma para el yo), constituye la ganancia del registro
inconsciente del ello y, si se quiere, la posibilidad de la metafísica
de la presencia.
Habiendo manifestado esta mentada imposibilidad, se coli-
ge que el sujeto emerge en tanto no puede asir su propia pérdida.
En otras palabras, su condición de posibilidad subjetiva reside en
no poder representarse jamás la condición misma de ser sujeto.
Esta dimensión pre-subjetiva es la de la existencia. En otras pala-
bras, la cuestión radicaría en consignar un punto de crisis, desde
el que se hace manifiesto el hecho de que el recuerdo no puede
traer hacer presente la condición que lo posibilita, de modo que
la repetición provoca el efecto paradójico de significación de una
presencia a partir del retorno de una ausencia radical. En esta
línea, la crisis de la subjetividad moderna revelada por el psicoa-
nálisis permite entender que obedece a una estrategia general de
constitución del sujeto, como modo de apropiación de la negati-
vidad y administración de la escisión, a partir de un inconsciente
inaccesible, es decir, nunca antes reprimido.

La dimensión lingüística del deseo del Otro


en el sujeto lacaniano
Como ya se ha comentado, la emergencia del psicoanálisis
como discurso de saber con potencial crítico impone un dilema

51 Cf. Eecke, Denial, Negation, and the Forces of the Negative, 3 y ss.

95
para la tradición de pensamiento moderno de corte subjetivista.
Atrás han quedado las certezas inscritas por el cogito de la duda
cartesiana y todos sus derivados. Freud, como pensador de la
actualidad, logró poner en entredicho la positividad con la que
la conciencia había ejercido su espacio de influencia dentro del
nuevo marco epistémico. En adelante el sujeto se ve enfrentado
a una negatividad que forma parte de una dimensión cualitativa-
mente diferente: aquella sobre la que la razón se ve inhabilitada
para establecerse como opuesto. Esta fractura, que opera como
borde –interior– de exterioridad, dejará una huella imposible de
desconocer en todos aquellos pensadores contemporáneos que
han intentado, y aún intentan, descifrar las claves de la caja de
Pandora abierta por el psicoanálisis respecto de lo que significa la
experiencia humana.
No cabe duda de que una de las grandes referencias del
psicoanálisis post-freudiano ha sido Jacques Lacan, siendo el
responsable de toda una tradición de pensamiento que se ha
propuesto extender los límites del psicoanálisis más allá de sus
bases fundacionales. Se podría, en analogía al vínculo edípico,
pensar al psicoanalista francés como aquel primogénito que ha
dado muerte a su progenitor situándose en su lugar, a costa
de asumir la culpa impuesta por el mandato de la palabra del
padre, que obliga al pensamiento contemporáneo a preservar-
lo simbólicamente y abrirlo hacia nuevos horizontes de senti-
do, lo que habría asegurado la introducción del psicoanálisis a
espacios de discusión propiamente filosóficos52. Frente a esta

52 Lo afirmado no implica que el psicoanálisis lacaniano pueda ser comprendido como


una disciplina filosófica. El hecho de que dialogue con ella pareciera remitirse a un
gesto propiamente antifilosófico, el de la crítica orientada hacia la búsqueda de la ver-
dad dentro de la filosofía misma (su disposición metafísica), sin la consideración del
acto como acontecimiento intersubjetivo fundamental para relevar una relación que se
dirime entre la caída de un saber supuesto y la asunción de un saber que desea ser un
saber no supuesto: “Se ve entonces que para Lacan, como para Heidegger, ha habido
un desvío filosófico del pensar. Pero este desvío está escindido desde el principio. Para
Lacan no hay una historia del ser como historia del pensamiento del Uno, sino una

96
evidencia, el planteamiento lacaniano cobra la forma de un
metarrelato que pone a dialogar disciplinas que hilvanan pro-
blemáticas constitutivas de la experiencia humana. Esto último
tiene un carácter relevante, por cuanto se instituye como un
discurso bisagra en relación con la articulación del problema
de la construcción de la subjetividad humana, particularmente
a partir de la visibilización de una tensión dialéctica entre el
psicoanálisis y la tradición del pensamiento moderno53. Dicha
tensión pone en suspenso la claridad respecto a los recursos que
el hombre tiene para dar cuenta de sí mismo.
Teniendo presente lo anterior, Lacan viene a consolidar el es-
tatuto disruptivo del psicoanálisis en relación con el problema de
la subjetividad, toda vez que muestra los espacios vacíos y las con-
tradicciones existentes en la filosofía moderna y las ciencias asocia-
das, bajo el claro alero de la distinción fundamental impuesta por
el racionalismo cartesiano. En sus palabras, se trata de “librar nues-
tra noción de conciencia de toda hipoteca en cuanto a la aprehen-
sión del sujeto por sí mismo. Es un fenómeno no diré contingente
en relación con nuestra reducción del sujeto, sino heterotópico”54.
Claramente el potencial subversivo del psicoanálisis lacaniano está

historia intrincada, dividida, que atraviesa lo que Heidegger llama metafísica. Para La-
can la historia de la filosofía es conjuntamente la historia del ser y la del des-ser. Y como
en realidad esa conjunción es impensable, ella no construye realmente una historia.
De ello resulta que la relación de Lacan con la filosofía es más compleja que la de Hei-
degger. La relación de Heidegger es la de una historicidad. Lacan, por su lado, quiere
someter la filosofía a una prueba, la del acto analítico en sí”. Alain Badiou, “Lacan y la
Filosofía”, Conferencias en Brasil: ética, política, globalización. Buenos Aires: Ediciones
del Cifrado, 2006, 54.
53 Para Lacan, el inconsciente deviene de un proceso de articulación dialéctica inscrito
estructuralmente, lo que contraviene el principio de originariedad del inconsciente
freudiano, a saber, aquel que sostiene que es dicha instancia la que se encuentra a la
base del aparato psíquico: “Así pues, ónticamente, el inconsciente es lo evasivo, pero
logramos circunscribirlo en una estructura, una estructura temporal, de la que bien
puede decirse que, hasta ahora, nunca había sido articulada como tal”. Jacques Lacan,
El Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis [1964]. Buenos
Aires: Editorial Paidós, 1995, 40.
54 Jacques Lacan, El Seminario 2. El Yo en la Teoría de Freud y en la Técnica Psicoanalítica
[1954-1955]. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2008, 92.

97
dado por la inscripción de la marca del deseo, considerado como
el eje rector de la formación de la subjetividad humana. Es esta
la dimensión que determina el tránsito desde la condición de a-
sujeto, por las vías imaginarias de vinculación primordial con el
otro, hacia una posición subjetiva que le permite al ente humano
adoptar el carácter de deseante, marcando su devenir como sujeto
individual en un punto que le es siempre incómodo, a saber, el de
vincularse al mundo desde el espacio de la carencia y la falta inscri-
ta como huella en el inconsciente.
Es del todo relevante dicha cuestión puesto que, aunque
resuena una suerte de determinismo que hunde sus raíces en
la obra freudiana, este caso propone un giro singular, mediado
por la consideración de una sujeción vinculada a una exteriori-
dad emitida por el lenguaje y, subsidiariamente, por la cultura.
Es justamente la dimensión del deseo la que impone un modo
de interactuar particular del sujeto consigo mismo y con otros,
marcado por la fractura primordial y su caracterización especular
que permanentemente lo aleja por siempre de su anhelada verdad
fundamental. Esto supone una dificultad insondable al contras-
tar esta visión con el sistema fenomenológico hegeliano55 –que

55 A propósito de la crítica de Lacan a Hegel, que demuestra su punto de quiebre con


el filósofo de la Fenomenología, señala intencionadamente que la verdad fundamental
del sujeto pasa por su estatuto enigmático: “La verdad no es otra cosa sino aquello de
lo cual el saber no puede enterarse de que lo sabe sino haciendo actuar su ignorancia.
Crisis real en la que lo imaginario se resuelve, para emplear nuestras categorías, engen-
drando una nueva forma simbólica. Esta dialéctica es convergente y va a la coyuntura
definida como saber absoluto […] ¿Qué es esto sino un sujeto acabado en su identidad
consigo mismo? En lo cual se lee que ese sujeto está ya perfecto allí y que es la hipótesis
fundamental de todo este proceso. Es nombrado en efecto como sustrato, se llama el
Selbstbewusstein, el ser consciente de sí, omniconsciente. Ojalá fuera así, pero la historia
misma de la ciencia, queremos decir de la nuestra y desde que nació, si colocamos su
primer nacimiento en las matemáticas griegas, se presenta más bien en rodeos que
satisfacen muy poco ese inmanentismo, y las teorías, no nos dejemos engañar sobre
eso por la reabsorción de la teoría restringida en la teoría generalizada, de hecho no se
ajustan en absoluto según la dialéctica tesis, antítesis y síntesis”. Jacques Lacan, “Sub-
versión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano” [1960]. Escritos
II. México D.F.: Siglo XXI Editores, 2009, 759.

98
también conjura la dimensión del deseo de reconocimiento en el
proceso de formación de la conciencia–56, toda vez que el sujeto
razonable de la conciencia no puede sino llegar a ser una imagen
esbozada sobre otra dentro de un plano fantasmático en relación
con el espejo57. Y esto se replica en el otro, quien a los ojos del
yo no puede ser más que la presencia de un objeto ausente, esto
es, un residuo discursivo de un objeto primordial reprimido. En
otras palabras, significa que cualquier otro, dentro del cautiverio
del lenguaje, cobra la función de objeto metonímico, es decir,
deviene significante sustituto de un gran significante primordial.
Ellos son los portadores de la falta constituyente que, paradóji-
camente, constituyen el único anclaje posible de vinculación del
sujeto.
Esta es la explicación de por qué el deseo aparece desvincu-
lado, o más bien, desvinculando la dualidad que emerge intuiti-
vamente en el marco del pensamiento de la identidad, anclado
en el clásico binomio sujeto-objeto. Para Lacan, el problema del
deseo da cuenta del,

movimiento de algo que va hacia lo otro como hacia lo que le


falta a sí mismo. Eso quiere decir que lo otro (el objeto, si se pre-
fiere, pero precisamente, ¿es el objeto deseado en apariencia el que
verdaderamente lo es?) está presente en quien desea, y lo está en
forma de ausencia58.

56 Cf. Lacan, El Seminario 2, 93 y ss.


57 El psicoanalista denunciará la pretensión de los discursos racionales, científico-ma-
temáticos y lógicos que intentan hacer coincidir el sujeto del enunciado, sujeto del
conocimiento, con el sujeto como tal. Esto, señalará, muestra el gesto completamente
contradictorio de estas disciplinas, a saber, la de evacuar cualquier rastro del sujeto
[del inconsciente] tal como él lo entiende. A esto denomina forclusión, “a este tipo de
alienación del sujeto auténtico en favor de un representante privilegiado, denominado
en este caso sujeto del conocimiento”. Joël Dor, Introducción a la lectura de Lacan I. El
inconsciente estructurado como un lenguaje. Barcelona: Editorial Gedisa, 1994, 145.
58 Jean-François Lyotard, ¿Por qué filosofar? Barcelona: Paidós Ibérica, 1989, 81.

99
De modo que la subversión que inscribe el deseo pasa por su
superación como mera satisfacción, es decir, como algo que se
dirime meramente en la satisfacción alcanzada en el objeto. Lo
que surge con la articulación del sujeto de deseo es la suspensión
de dichas categorías fijas y la adscripción a una lógica diacrónica
que escapa al orden de la realidad de la conciencia: aquella que
opera a partir de una interrogación fundamental, instaurando al
sujeto del lenguaje como alguien que es en tanto no sabe ni lo que
dice ni de lo que habla. Y que, además, en su actuar se difumina:

Por lo cual el lugar del inter-dicto, que es lo intra-dicho de un


entre-dos-sujetos, es el mismo donde se divide la transparencia del
sujeto clásico para pasar a los efectos del fading que especifican al
sujeto freudiano con su ocultación por un significante cada vez
más puro59.

Dentro de este esquema, la moderna conciencia –imaginaria,


dirá Lacan–, surge como efecto secundario, residual, producto de
un movimiento previo que ha procurado al deseo la posibilidad
de instalarse en torno a una adscripción significante en el hablan-
te [Je], en donde el montaje de la escena se concentra alrededor
de un juego de reflejos de presencia-ausencia que se encuentran
contenidos en las posiciones intersubjetivas y que, a su vez, tran-
sitan entre proyecciones de unión y separación simultáneas. Así
el yo [Moi], se fundaría como imagen cosificada del uno que sería
siempre otro que uno. Y es aquí donde cobra importancia el dis-
tanciamiento radical entre significante y significado. Es por ello
que la función del habla consiste en provocar un anclaje de signi-
ficados que, al pronunciarse, en tanto representaciones posibles,
mantienen al sujeto en una posición estructurante, de justa dis-
tancia entre su deseo y la verdad del mismo. En otros términos,
el lenguaje cumple una doble función, paradójica si se quiere: es

59 Lacan, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, 761.

100
tanto lo que posibilita la emergencia del sujeto como lo que lo
borra, considerando que los cortes producidos en el lenguaje se
estatuyen como fracturas u orificios en lo Real60.
Frente a este panorama ingrato, el sujeto, al no poder dar
cuenta de su deseo, debe mistificarse y atarse a un discurso de
apariencias imaginarias. El yo –je– del enunciado que se fija en
el orden del discurso, esconde cada vez más al sujeto de deseo.
Y esto va a constituir una objetivación imaginaria del sujeto, a
quien no le queda más que identificarse progresivamente con los
distintos representantes que le permitan actualizarse dentro de
su discurso61. Esta analítica del deseo propuesta por Lacan supo-
ne una base para plasmar un modelo de subjetividad anclado a
formaciones primarias que tendrán un profundo impacto en su
decurso psicofísico. Se aprecia en esta elucidación de la subjeti-
vidad humana un intento por incorporar la propuesta pulsional
freudiana y, al mismo tiempo, una necesidad inefable de desbor-
darla en sus límites, particularmente a través de la eliminación
de aquellos rastros económicos y genéticos que le sirvieron de
soporte al padre del psicoanálisis.
Para Freud la noción de deseo [Wunsch] se encuentra vin-
culada a una representación anticipada de un estado de satis-
facción, ligada a un proceso pulsional de carácter sexual, en que
la aparición de la percepción constituye su realización. Sería
aquella acción entendida como motor que determina el impulso
del sujeto dirigido hacia otro como partenaire de la satisfacción.

60 Desde esta perspectiva lo Real sería aquello que posee el todo, sin fracturas; lo indife-
renciable, por cuanto contendría la multiplicidad misma. Es el lenguaje inscrito en lo
simbólico lo que viene a fracturar el más allá de la distinción todo-nada que implica
este registro: “En otras palabras, el sujeto solo sobreviene Uno allí donde lo real –en
el sentido de lo infinitamente pleno– está afectado por una falta. Cambiemos los tér-
minos una vez más y digamos: si lo real es el lugar donde Todo es posible, el sujeto
del inconsciente nacerá precisamente allí donde se alce el obstáculo de un imposible”.
Juan David Nasio, Cinco lecciones sobre la Teoría de Jacques Lacan. Barcelona: Editorial
Gedisa, 1998, 102-103.
61 Cf. Dor, Introducción a la lectura de Lacan I, 139.

101
Dicha lectura presupone que la energía psíquica tiene su finali-
dad en la búsqueda de la felicidad pulsional absoluta. No obs-
tante, lo anterior se torna imposible ya que la primera experien-
cia de gratificación absoluta –el incesto– no es en ningún caso
replicable, por cuanto se encuentra sometida a los límites de la
represión primaria. Frente a esto, el deseo posee dos posibilida-
des de desplazamiento relativamente opuestas: por un lado la
descarga, siempre parcial frente a la limitación impuesta por el
filtro represivo (en los sueños, actos fallidos o lapsus); por otro la
retención energética, que mantendrá siempre elevados los niveles
de tensión interna. Lacan en esto será aún más radical al relevar el
elemento movilizador de la pulsión, separándolo de la necesidad
pulsional inmediata entendida como función biológica cuyo rol
se encuentra encadenado a las necesidades orgánicas básicas. Es
en esta perspectiva que introduce la noción de goce [Jouissance]62,
como aquello que en Freud estaría más allá del principio del pla-
cer, oponiéndose a él: “El término ‘goce’ expresa entonces per-
fectamente la satisfacción paradójica que el sujeto obtiene de su
síntoma o, para decirlo en otras palabras, el sufrimiento que de-
riva de su propia satisfacción”63.
Por lo tanto, el goce se encuentra marcado por la limitación
frente al dolor que supone su satisfacción. Esto muestra el pro-
blema de la renuncia obligada a partir de la inscripción signifi-
cante, impuesta por la función paterna a partir de la amenaza de
castración. Y como el goce siempre posee un carácter sexual, en la

62 En términos del destino pulsional, y en equivalencia al ejercicio freudiano, el goce se


puede dividir en tres estados: “El goce fálico correspondería a la energía disipada en
el momento de la descarga parcial y que tiene un efecto de alivio relativo, un alivio
incompleto de la tensión inconsciente […] La otra categoría, el plus-de-goce, correspon-
dería al goce que, en cambio, permanece retenido en el interior del sistema psíquico y
al cual el falo le impide la salida […] Y, finalmente, el goce del Otro, estado fundamen-
talmente hipotético que correspondería al caso ideal en el cual la tensión habría sido
totalmente descargada sin el freno de ningún límite. Es el goce que el sujeto supone al
Otro, siendo también el Otro un ser supuesto”. Nasio, Cinco lecciones, 34-36.
63 Dylan Evans, Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano. Buenos Aires: Edito-
rial Paidós, 2007, 103.

102
medida que convoca el acto incestuoso como forma de placer ab-
soluto, derivará en la aparición de la pulsión de muerte, es decir,
aquella fuerza irresistible que moviliza al sujeto hacia el estado
inorgánico fundante como fuente de satisfacción primordial64.
De modo que el goce se engarza como un estado de tensión per-
manente e irrepresentable del que nada se puede saber. Mientras
que el placer tiene un correlato imaginario –el yo siente placer
en la medida que se reduce la tensión y se recupera el equilibro–,
el goce es una figura muda que se materializa como fuerza que
asegura la vida, pero en cuya materialización parcial están los
resabios de la muerte, es decir, del estar fuera de sí.
A su vez, la separación entre la pulsión y el deseo se refren-
da con el hipostasiamiento del Otro, es decir, mediante aquella
sombra simbólica sobre la que el sujeto emprende el camino del
reconocimiento imposible, en la medida que se encuentra con
toda una serie de obstáculos que le impiden su acceso directo a él
y, suplementariamente, sobre la que el sujeto puede reconocerse
como deseante, considerando que es el Otro quien dona las pa-
labras para desear. Parece ser, entonces, que entre deseo y goce
emerge una distinción mediada por la palabra, considerando que
el primero remite a la inscripción significante mientras que el
segundo hace las veces de estado prelingüístico arcaico, anarchi-
vístico. El deseo, aunque también se mantiene insatisfecho por la
sencilla razón de que hay palabras, se enarbola como testimonio
de la constitución de una falta rodeada de subjetividad. Hay en
esto,

un prudente llamado a no abandonar el deseo, única defensa con-


tra el goce. Ya que, indudablemente, para contraponerse al goce,
jamás se debe dejar de desear. Al satisfacerse de modo limitado
con síntomas y fantasmas, uno se asegura de no encontrar jamás el
pleno goce máximo. En suma, para no alcanzar el goce del Otro,

64 Cf. Néstor Braunstein, El goce. Un concepto lacaniano. Buenos Aires: Siglo XXI Edito-
res, 2006, 52 y ss.

103
sin embargo soñado, lo mejor es no cesar de desear y contentarse
con sustitutos y pantallas, con síntomas y con fantasmas65.

De lo anterior se infiere que, para Lacan, la relación intersubjeti-


va se resuelve menos en relación al otro, como objeto, que por el
encuentro del sujeto con el significante de su reconocimiento –el
objeto a–. Lo importante en este punto es que dicho reacomodo
simbólico, el clivaje significante, es lo que posibilita el dinamis-
mo que lleva al sujeto a proponerle una demanda al Otro como
expresión metonímica de su deseo, a la espera de que esta le sea
satisfecha. Sería, por plantearlo de algún modo, una demanda
inesencial proveniente de una posición incestuosa alojada en el
inconsciente, teniendo como efecto la incrustación del deseo
como desear el deseo del otro:

Se trata de una demanda de amor en la que el niño quiere ser el


único objeto del deseo del Otro que satisface sus necesidades. En
otros términos, ese deseo del deseo del Otro se encarna en el deseo
de un “re-encuentro” con la satisfacción originaria […] la media-
ción de la demanda confronta al niño con el orden de la pérdida.
Algo falló, en efecto, en la diferencia que se establece entre lo que
se le da al niño inmediatamente, sin mediación psíquica, y aquello
que se le da mediatamente, como si debiera ser perdido […] Por
lo tanto, ese Otro se convierte en la Cosa –das Ding– de la que
el niño desea el deseo, pero ninguna de las demandas en las que
se apoya ese deseo podrá significarlo adecuadamente. La Cosa es
innombrable y su esencia está condenada a una “imposible satura-
ción simbólica”66.

Con esto se sella por siempre la imposibilidad de satisfacción del


deseo entendido como totalidad de recuperación del deseo del
Otro, proponiéndose, entonces, como algo que estructuralmente

65 Braunstein, El goce, 45.


66 Braunstein, El goce, 166-167.

104
se sostiene en su carácter inasible, es decir, como espacio que,
para asegurar la vida biológica, debe en todo momento sustraerse
al sujeto, aun si esto implica atentar contra la voluntad de una
conciencia que no puede codificar los tránsitos del deseo incons-
ciente. Es por esto que la racionalidad, en tanto recubrimiento
imaginario de lo real, se ve sobrepasada por esta categoría, ya que
su lógica no logra vislumbrar la necesidad de la distancia ni, por
decirlo de algún modo, la distancia misma. Esto mismo hace
patente el marcado carácter contradictorio del deseo: si este se
inscribe como tal a partir de la incrustación de orden simbólico,
es la Ley la que circunscribe esta dimensión. Pero esto a su vez
enuncia su carácter aporético, por cuanto solo emerge en su con-
dición de prohibición, es decir, como Ley del Deseo. En suma, el
puro deseo será aquello que nos pone en riesgo vital:

Allegar a la ley la función de prohibir el desorden y prescribir


el orden (o instaurarlo) ha sido, a propósito del enfrentamien-
to originario del deseo y la ley, práctica común en la tradición
psicoanalítica. De acuerdo con ello, la ley debe, para prohibir el
desorden, nombrarlo, designarlo. Y al hacerlo se obliga, en lógica
consecuencia, a decir lo que prohíbe. Y aquí dibuja su presencia el
deseo. Porque si lo prohibido no lo estuviera por ser deseado ¿qué
objeto tendría la prohibición? Así enfocadas las cosas, la imputa-
ción de existencia real al deseo –un deseo previo a la prohibición–
se impone por sí misma67.

La potencial posibilidad de abolir de la ley contiene en sí la abo-


lición del deseo o, en otros términos, lo deseado solo posee dicha
condición en tanto el Otro, como objeto primordial, se encuen-
tra proscrito, ya que su cumplimiento representa la abolición de
ambas partes. En última instancia, el deseo se estatuye a partir de
su carácter de imposibilidad:

67 Jacobo Muñoz, “Introducción”. Lyotard, ¿Por qué filosofar?, 42.

105
Entonces, la salida que ofrece este nuevo drama, es censurar la
verdad del deseo […] El sujeto, por el hecho de articular su de-
manda, es tomado por un discurso del que no puede hacer que no
sea, él mismo, hilván en tanto agente de la enunciación, porque
no puede renunciar allí sin este enunciado, puesto que es borrarse
completamente como sujeto que sabe de lo que se trata68.

Este planteamiento instala la interrogante respecto a los modos


en que es posible repensar la naturaleza de las relaciones entre
sujeto y objeto. La cuestión pasa por especificar qué lugar le
compete al deseo en esta dinámica relacional configurada entre
imágenes fantasmáticas que se vinculan a necesidades insatisfe-
chas, por siempre sujetas a la mediación significante. Pregunta
relevante ya que, a pesar del aparente carácter artificioso y falsi-
ficador del régimen de movilización del sujeto, este requiere del
objeto empírico como soporte de su condición de existencia en
el lenguaje. El sujeto ha devenido como tal a partir de un tránsito
que lo ha dispuesto primariamente como objeto de deseo y que,
posteriormente, le ha servido como pivote para su desplazamien-
to subjetivo. Y en este tránsito el deseo ha quedado reservado,
sustraído por la Ley en el mismo sujeto, perviviendo como con-
figuración enigmática:

“Él no lo sabía” se relaciona esencialmente a la dimensión de la


constitución del sujeto, a pesar de que es sobre un “él no sabía”
inútil, que el sujeto debe situarse; y que es precisamente allí, que
vamos a tratar de ver el detalle de la experiencia, que él debió
constituirse a sí mismo como no sabiendo, único punto de salida
que le está dado para que lo que está no-dicho tome efectivamente
alcance de no-dicho69.

68 Jacques Lacan, El Seminario 6. El deseo y su interpretación [1958-1959]. Buenos Aires:


Editorial Paidós, 2014, 62-63.
69 Lacan, El Seminario 6, 77.

106
Con esto se logra atisbar que la dialéctica del deseo –desapari-
ción/satisfacción– se encuentra inscrita en una dialéctica de la
falta o, en otras palabras, que no existe el deseo sin el reconoci-
miento de una afanasis, una desaparición del deseo que remite al
artilugio de cesar de existir y que constantemente hace acto de
presencia:

El deseo es a la vez subjetividad, es lo que está en el corazón mis-


mo de nuestra subjetividad, lo que es más esencialmente sujeto,
y al mismo tiempo lo más opuesto, que se opone allí como una
resistencia, como una paradoja, como un núcleo rechazado70.

El deseo incluye el temor, lo lleva puesto consigo y lo arropa


en lo que, intuimos, constituye justamente la estructura que se
inaugura a partir del abandono del lugar de la necesidad y la ins-
cripción en el lugar de la demanda [del Otro]. El sujeto se ve así
afectado por un impulso vital formulado sobre la potencial ame-
naza frente a la falta del deseo –entendido como falta del deseo
ausente–, lo que lo arroja hacia la interrogación sobre el sentido
de su existencia.
Si esto es así, se puede colegir que lo que Lacan entiende
como acceso del sujeto al deseo está marcado por la inscripción
significante de la muerte, en tanto desvalija el soporte imaginario
que se ha instalado en él. Es acá donde el psicoanalista francés
reactualiza la noción freudiana de pulsión, pero esta vez a partir
de la emergencia del sujeto ligado al lenguaje y a la palabra:

La distinción entre pulsión de vida y pulsión de muerte es válida


en la medida que manifiesta dos aspectos de la pulsión. Pero con
una condición –la de concebir que todas las pulsiones sexuales se
articulan al nivel de las significaciones en el inconsciente–, por

70 Lacan, El Seminario 6, 463.

107
cuanto que lo que hacen surgir es la muerte –la muerte como
significante y solo como significante–71.

Esta función de desplazamiento que convoca la muerte es preci-


samente el espacio donde se juega el frágil equilibrio del deseo.
Se trata entonces de que este algo significante, que es el sujeto,
debe abocarse a impedir el camino hacia la satisfacción total, pre-
servando siempre el lugar del objeto de deseo. Y por esto son los
otros los convocados a satisfacer la necesidad dentro de un nuevo
modelo articulado por el binomio yo [Moi]-otros, en que el deseo
se enarbola como aquello que vincula a las partes, al tiempo que
se desvanece en la misma vinculación:

Es una cierta posición del sujeto frente a cierto objeto, en tanto


que pone alguna parte intermediaria entre una pura y simple sig-
nificación, una cosa asumida, clara, transparente para él, y algo
de otro que no es de ningún modo un fantasma, que no es una
necesidad, que no es un empuje, un cabo, sino que es, siempre,
del orden del significante en tanto significante, algo cerrado, enig-
mático72.

En definitiva, parece afirmarse que el sujeto no tiene nada propio


en él, quedando atrapado entre el Otro y el otro. A su vez el otro,
es decir, las imágenes objetuales relativizadas que interactúan y
se reproducen a partir de la relación con el yo especular –me-
diadas por el objeto a inesencial–, representa la presencia de la
imposible pregunta del sujeto sobre sí mismo, en tanto limitado
por la fractura que impone el habla. El sujeto, al ser hablante, se
constituye y se instala en torno a una barrera, una piel signifi-
cante que le permite ver los objetos de cierta manera, como una
burbuja que se rompe al tocar la superficie de la realidad. Por eso
la condición del otro es la del fantasma, es decir, la de un modo

71 Lacan, El Seminario 11, 265.


72 Lacan, El Seminario 6, 167.

108
de relación del sujeto al significante que proscribe la posibilidad
de alcanzar el objeto como tal: “Una cierta relación específica con
una coyuntura imaginaria en su esencia, a, no el objeto de deseo,
sino el objeto en el deseo”73.
Lo que acá se especifica es el punto de relación entre el sujeto
y el objeto mediado por el deseo. El objeto cumple la función
de soporte, de refracción del deseo para que este no se extinga, a
costa de que el sujeto se torne innombrable y se desvanezca; en
todo momento el sujeto requerirá de algo, del otro, para cortar la
relación de deseo al Otro: una defensa que lo proteja de sí mismo
contra el deseo mismo. Representa así una presencia que revela
la angustia de su desaparición, lo ominoso, en la relación con el
objeto:

El sujeto es sustituido a sí mismo en el nivel de su deseo, no puede


demandar más que sustitutos, al creer que demanda lo que desea.
Y aún más lejos la experiencia en razón de la forma de la que se
trata, es decir, del moi en tanto que es reflejo de un reflejo, y la
forma del otro, él se sustituye también a eso que él demanda74.

La función de la identificación frente a la voluntad de la


identidad
Tal y como se ha constatado, el sujeto lacaniano se encuen-
tra cruzado por una alienación fundamental que se materializa
desde el momento en que el yo emerge frente al otro. Esta nueva
relación de reconocimiento se encuentra marcada por un desco-
nocimiento del sujeto frente a lo que lo determina y lo captura en
esta relación constitutiva: “Esta mediación del otro, de eficacia
formadora sobre el yo y sobre los ‘instintos’, hace que el yo, no
solo se represente a sí mismo como otro, sino que incluso desee

73 Lacan, El Seminario 6, 313.


74 Lacan, El Seminario 6, 444.

109
como otro”75. Lo dicho alude a la fractura ontológica del sujeto
que nos expone a una paradoja fundamental: la esencia remite
a un fondo vacío que, en tanto moviliza al sujeto hacia su des-
velamiento, demuestra su efectividad en la medida que se torna
progresivamente inaccesible. Esto se hace claro a partir de la im-
portancia que adquiere el inconsciente como núcleo central de
la subjetividad. Será esta la incrustación de un nuevo continente
en el sujeto que lo aleja de su certeza de sí y lo lleva a actuar de
maneras misteriosas, llegando, incluso, a disolverse en su cruzada
por encontrarse bajo la premisa de una igualdad consigo mismo.
Desde este punto de vista pierde sentido la reflexión sobre la
centralidad del hombre como báscula de todas las cosas, ya que
aloja en su ser este sentido de extrañeza que dista de resolverse
en función de un yo empírico con capacidad representacional.
De modo que la trampa metafísica del sujeto para consigo mis-
mo sería su desconocimiento respecto del núcleo constituyente
imaginario de su identidad espacial. Dicha identidad debe enten-
derse en adelante como un efecto de producción, cuyo momento
primero podría rastrearse a un punto específico en la historia de
su acaecer psíquico subjetivo. A partir del problema que supone
la esencialidad de la identidad en la relación sujeto-objeto, Lacan
intenta dar cuenta de los baches e inconsistencias que exhibe el
sujeto de la filosofía moderna al desconocer su correspondencia
con el orden significante. De esto se desprende la imposibilidad
de inducir el yo soy del yo pienso, dado que para que esto ocurra
es fundamental que el sujeto se identifique previamente con el
significante yo pienso:

El otro modo, que es el que nos lleva más cerca del paso cartesia-
no, es percatarnos justamente del carácter, hablando con propie-
dad, desvaneciente de ese je {yo}, hacernos ver que el verdadero

75 Roberto Mazzuca, “Las identificaciones en la primera parte de la obra de Lacan (1931-


1959)”. Anuario de Investigaciones, vol. 14. Buenos Aires: Facultad de Psicología, Uni-
versidad de Buenos Aires, 2006, 77.

110
sentido del primer paso cartesiano es articularse como un yo pienso
y yo no soy {je pense et je ne suis}76.

Según esto, por un lado el ser cartesiano está sometido a la exigen-


cia del acto constante, el pensar, para poder subsistir; por otro,
notamos que su existencia se encuentra sujeta inevitablemente a
la alteridad que representa la imposibilidad de que el significante
sea igual a sí mismo [A=A]. El psicoanalista enrostrará lo ante-
rior a Descartes, quien, frente a lo inefable del objeto, recurrió
al argumento ontológico como momento a priori para asegurar
la supervivencia de la subjetividad. Esto, de acuerdo a Lacan, no
puede ser más que el eje del sujeto-supuesto-saber, entendiendo
que el saber siempre está en el lugar del Otro: “El Otro es el
vertedero de los representantes representativos de esa suposición
de saber, y es esto que nosotros llamamos el inconsciente, en
tanto que el sujeto se ha perdido él mismo en esa suposición de
saber”77. Es por esto que, para el psicoanalista francés, el proble-
ma de la subjetividad referirá al de la identificación, entendiendo
que lo que se juega en ella es la relación referencial del sujeto
con su nominación a través del nombre propio. Algo del orden
simbólico frente a la exigencia de significación que emerge en su
ser, es decir, la adición de sí mismo a su propio nombre. Desde
el momento que el sujeto se identifica con lo que es su nombre,
como pura posibilidad de distinguir-se, se instaura la división
entre lo que se piensa y lo que se es, división que al pensarse se
instala como unidad supuestamente restaurada78.
Cabe notar el hecho de que Freud interpretó la identificación
como un ejercicio introyectivo de conflictos externos a partir de

76 Jacques Lacan, El Seminario 9. La identificación [1961-1962] (Inédito). Edición crítica


de Ricardo E. Rodríguez Ponte. Argentina: Escuela Freudiana de Buenos Aires, 2011,
12-13.
77 Lacan, El Seminario 9, 20.
78 Cf. Joël Dor, Introducción a la Lectura de Lacan II. La estructura del sujeto. Barcelona:
Editorial Gedisa, 1994, 112.

111
los que el sujeto adquiere progresivamente los rasgos con los que
se identifica. Desde esta perspectiva, el estatuto de la identifica-
ción para el padre del psicoanálisis tuvo que ver con los procesos
formadores y normalizadores que posibilitan la construcción de
una personalidad normal. Para Freud dicha capacidad proviene
del inconsciente primario, consignando que las condiciones de
posibilidad de las identificaciones sociales se encuentran supe-
ditadas a las formas de resolución del conflicto edípico. Es por
esto que llega a conceptualizar la identificación como el historial
de identificaciones del sujeto, considerando que dicho historial
va más allá de las condiciones filogenéticas y biográficas, relevan-
do así un origen mítico del inconsciente que, paradójicamen-
te, deviene a-histórico. En cambio, para Lacan la identificación
primaria con el propio-ser se desplaza a otro momento, la fase
del espejo. Esta identificación no nace del inconsciente –porque
para Lacan no hay un inconsciente anterior al lenguaje–, sino
más bien de reflejos imaginarios79. De modo que lo que marca la
diferencia entre ambos, remite al lugar que ocupan los otros en
relación con la invocación imperiosa que tiene el sujeto para dar
cuenta de sí mismo.
Freud hizo de la adscripción pulsional el centro de su teo-
ría, ocupando los otros un lugar fundamental dentro del cauce
del amor80, al permitir al sujeto resolver, al menos parcialmente,
su digresión libidinal a través de la investidura del yo hacia los

79 Cf. Anthony Elliot, Teoría social y psicoanálisis en transición. Sujeto y sociedad de Freud
a Kristeva. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1995, 174.
80 El psicoanálisis freudiano conjura la función del amor como fundamental para el desa-
rrollo de la vida psíquica y su interacción con las formaciones culturales que emergen,
a partir del desplazamiento pulsional, producto de la lucha del individuo con su en-
torno. Serían, por decirlo de algún modo, las transformaciones que debería tolerar el
sujeto para devenir en un ser social a partir de la regulación de los vínculos recíprocos.
Recordamos, respecto de los destinos de la pulsión, el amor sexual genital, orientado al
vínculo amoroso que permitirá la preservación de la especie bajo el régimen monogá-
mico, y el amor por meta inhibida, que lleva a la configuración de fraternidades que se
ordenarán en torno a actividades productivas y productoras de desarrollos culturales.
Cf. Sigmund Freud, “El malestar en la cultura” [1930]. Obras completas, vol. XXI, El

112
objetos. El otro, desde esta perspectiva, es aquel objeto supleto-
rio que posee determinados rasgos del objeto primordial perdi-
do pero que nunca es capaz de reemplazarlo completamente. Es
por esto que para Freud la identificación y la elección de objeto
cobran un carácter diferencial: será la identificación primordial
con el objeto la que permitirá, a la postre, realizar una elección
objetal –narcisista o anaclítica–, según sea el caso.
En cambio, para Lacan el asunto es diferente. La identifica-
ción implica asumir que el objeto cumple un rol primordial en
el proceso de constitución subjetiva, por cuanto el ente, aún no
conformado como yo [moi], se identifica con la cosa que consti-
tuye la causa de su emergencia. Es decir, para que logre emerger
el yo naciente alienado es necesario que se introduzca el otro;
pero no solo eso, sino que además se requiere que aquella intro-
misión se mantenga inaccesible para el yo. Esta precomprensión
le obligará a Lacan a especificar las diferencias que emergen entre
los distintos registros psíquicos en torno a la identificación. En la
primera etapa de su obra señalará que todas las identificaciones
son imaginarias, aun considerando que el inconsciente no se en-
cuentra erigido. Son estas identificaciones imaginarias primarias
las que, en términos retroactivos, se inscriben en el inconsciente
evocando la emergencia del mismo:

La identificación es una cuestión del sujeto, no del inconsciente


originario, aun cuando aspectos de la identificación puedan ser
reprimidos secundariamente en razón de la existencia de aspectos
inconscientes del yo y de enunciados parentales ligados a estos
cuyo destino es de este orden81.

Lo que intenta demostrar en esta aproximación al problema tiene


que ver con la importancia del otro como fantasma en el proceso

porvenir de una ilusión, el malestar en la cultura, y otras obras (1927-1931). Buenos


Aires: Amorrortu Editores, 1986, 97 y ss.
81 Freud, “El malestar en la cultura”, 205.

113
de identificación para el devenir del sujeto, pero entendiendo
que lo que constituye la posibilidad de identificar no es el otro
como tal –la madre o el padre–, sino aquellos residuos o depó-
sitos que perviven en el infante como insatisfacciones y deseos
insatisfechos.
Esto supone que el problema de la identificación no se re-
suelve entre un interior y un exterior –introyección/proyección–,
sino como un efecto de exterioridad –un exterior interiorizante–,
en que lo que conforma ese resto no es más que una imagen que
determina la relación del sujeto a su inconsciente, aun conside-
rando que este se constituye en relación con el deseo parental82.
Solo en una segunda etapa el psicoanalista francés realizará la
distinción fundamental entre estas identificaciones imaginarias
primarias y las identificaciones que sirven para la normalización
del devenir subjetivo. En esto, la identificación materna se sigue
sosteniendo dentro del registro imaginario frente al estatuto del
deseo del otro que este incorpora –a partir del falo–; por su par-
te, la identificación secundaria refiere a la adscripción simbólica
que lleva la insignia de la ley paterna, que permite el tránsito y
la salida del estadio edípico, teniendo como efecto adicional la
emergencia del ideal del yo a partir de la prohibición del incesto.
En una tercera y definitiva etapa, Lacan llegará a la conclu-
sión de que se ama a alguien que porta el rasgo del objeto amado
perdido, siendo el sujeto el portador de los objetos amados y per-
didos en el devenir vital. A esto se refiere con la noción de rasgo
unario83: es aquello que habilita el deseo del encuentro con otro,
pero de una forma particular, a saber, fundando la posibilidad de
un otro. Y, curiosamente, esta postura demuestra la preeminen-
cia que tiene el sujeto frente al objeto, en este caso, otro semejante,
aunque, a diferencia del esquema racional subjetivista, el prota-
gonismo se encuentra en lo que hay de fractura, lo que permite

82 Cf. Freud, “El malestar en la cultura”, 210.


83 Cf. Nasio, Cinco lecciones, 115.

114
pensar que el Yo [Moi] no es conciencia clara ni transparente.
Así se refrenda la implosión del principio dual sobre el que opera
toda la tradición del pensamiento moderno: el sujeto no puede
ser la contracara del objeto; el sujeto se encuentra determinado
por una diferencia interna que lo pone en una posición de alte-
ridad radical frente a cualquier otro, quien, a su vez, no puede
ser más que una superficie reflejante de una diferencia externa
proyectada ad infinitum y enaltecida por el Otro. Será esto lo que
le permitirá enunciar al psicoanalista la polémica aseveración: la
relación sexual no existe.
Lo particular de este elemento es el rechazo absoluto a in-
vocar un principio identitario de semejanza, siendo la presencia
plena del significante la que, en cuanto tal, opera como soporte
de la diferencia, considerando que su carácter fundamental es
el de ser lo que otros no son. Esto le permite a Lacan aseverar
que el uno como tal es el Otro84, permitiendo trocar la sobera-
nía del pensamiento de la identidad por la de la identificación.
En sus palabras, “el Uno se presenta entonces como una entidad
que, en apariencia, solo puede ser designada como la estructura
de la diferencia como tal”85; y donde el Uno, a pesar de que in-
voca un principio de unificación imaginaria, en todo momento
se encuentra determinado por el soporte del trazo unario como
principio significante de la oposición que mantienen entre sí los
significantes en la cadena del discurso, es decir, como pura dife-
rencia. De modo que la identidad plena no podría ser sino un
efecto de inmediatez que se consolida como una condición pa-
tológica –paranoica– frente a la falta de organización del proceso
significante.
Por lo tanto, el único medio que tiene el sujeto para adquirir
una identidad estable es a través de la aceptación de las leyes del
lenguaje, transformándose en una suerte de efecto del significante

84 Cf. Lacan, El Seminario 9, 18.


85 Dor, Introducción a la Lectura de Lacan II, 88.

115
cuyo impacto comporta un efecto ilusorio de alcanzar el signifi-
cado, y donde solo podría encontrar, paradójicamente, su identi-
dad en el otro. Es desde ahí, desde el orden significante, y no a la
inversa, que brota la posibilidad de unificación de la significación
que, por supuesto, no puede ser más que una ilusión. Lo anterior
tiene que ver con la mentada ausencia de familiaridad entre el
nombre y lo nombrado.
En definitiva, la identidad se puede comprender como el
resultado de una idealización narcisista en que la propia imagen
pasa a cumplir la función de objeto. Hay, en el fondo de este
planteamiento, una alusión a una imposibilidad de identidad
tanto en el nivel simbólico como en el imaginario:

La simbolización, es decir, la búsqueda de la identidad en sí mis-


ma, introduce la falta y hace finalmente imposible su identidad
[…] La identidad solo es posible como identidad fracasada; sigue
siendo deseable justamente porque es esencialmente imposible86.

Lo que se suscita entonces, a partir de la identidad, es el juego


entre la identificación y su fracaso. Por ello, cualquier identidad
proveniente de la identificación es siempre inestable, escindida,
marcada por su carácter alienante:

Este es el juego circular entre la falta y la identificación que marca


la condición humana; un juego que hace posible la emergencia de
toda una política del sujeto […] la política del sujeto, la política de
la formación de identidad, solo puede entenderse como política
de la imposibilidad87.

Es bajo esta consigna que el sujeto intentará saldar esta falla re-
presentacional a partir de constantes actos de identificación, es

86 Yannis Stavrakakis, Lacan y lo político. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2007, 55.
87 Stavrakakis, Lacan y lo político, 62.

116
decir, a partir de infructuosos intentos de representarse a sí mis-
mo:

Es sin duda el psicoanálisis el que aporta su paradigma entregando


la estructura donde esta identidad se realiza como desuniente del
sujeto, y sin recurrir a mañana. Digamos solamente que es esto lo
que objeta para nosotros a toda referencia a la totalidad en el indi-
viduo, puesto que el sujeto introduce en él la división, así como en
lo colectivo que es su equivalente. El psicoanálisis es propiamente
lo que remite al uno y al otro en su posición de espejismo88.

88 Lacan, “Función y campo de la palabra”. Escritos I, 281.

117
CAPÍTULO III
LA ‹‹BANDA DE MÖBIUS›› DE LA
SUBJETIVIDAD FOUCAULTEANA: EL HIATO
DEL PODER, ENTRE EL SABER Y LA VERDAD
SOBRE UNO MISMO

Así, pues, creo que no hay que concebir al individuo como una
especie de núcleo elemental, átomo primitivo, materia múltiple
e inerte sobre la que se aplica y contra la que golpea el poder,
que somete a los individuos o los quiebra. En realidad, uno
de los efectos primeros del poder es precisamente hacer que un
cuerpo, unos gestos, unos discursos, unos deseos, se identifiquen
y constituyan como individuos. Vale decir que el individuo no
es quien está enfrente del poder; es creo, uno de sus efectos pri-
meros. El individuo es un efecto del poder y, al mismo tiempo,
en la medida misma en que lo es, es su relevo: el poder transita
por el individuo que ha constituido.

Michel Foucault

Rastreos arqueológicos para la reconstrucción de un


saber sobre el individuo moderno
Es preciso hacer notar que el ser humano, lejos de ser un
punto estático desde el que se desengranan los problemas que in-
auguran un modo de pensamiento, emerge como aquello que ha
de ser interrogado en tanto figura fundacional. En esta premisa
se basa Foucault para señalar que,

el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante


que se haya planteado el saber humano. Al tomar una cronología
relativamente breve y un corte geográfico restringido –la cultura

119
europea a partir del siglo XVI– puede estarse seguro de que el
hombre es una invención reciente1.

Dicho de otro modo, lo problemático estaría dispuesto del lado


del orden del pensar, es decir, de por qué se piensan y significan
las cosas de determinada manera. Con esto Foucault muestra la
posibilidad de introducir la discontinuidad y el quiebre dentro
de un pensamiento que está siempre condicionado históricamen-
te. Ello permite comprender al sujeto como el producto de una
serie de desplazamientos de saberes que se intersectan de acuerdo
a rentabilidades particulares, y que lo subsumen bajo planos de
regularidad discursiva que, acompañados de una serie de prácti-
cas, lo transforman en agente de su vida en función de criterios
efectivos de verdad.
Desde este marco de análisis cobra sentido la noción de
episteme2, entendida como sistema que posibilita la aparición de
discursos y que responde a un conjunto de reglas que configuran
su transformación, es decir, “el nombre que puede darse a un en-
trecruzamiento de continuidades y discontinuidades, de modifi-
caciones internas de las positividades, de formaciones discursivas
que aparecen y desaparecen”3. El análisis de la episteme propuesto
por el pensador francés constituye una posición crítica, orienta-
da a describir las razones por las que los individuos han llegado
a pensar y a pensarse de manera particular en un determinado
momento. En otras palabras, la episteme emerge como un campo

1 Foucault, Las palabras y las cosas, 375.


2 Para Foucault, la episteme moderna puede ser comprendida como un tipo de organiza-
ción que se consolida a partir de una transformación de los modos de articulación de
las representaciones, otrora miméticas –considerando la separación entre las disposi-
ciones formales y trascendentales del saber–, a partir de la emergencia de las ciencias
empíricas y su ruptura con los principios científicos basados en la mathesis universalis,
propia de la episteme clásica. Este espacio vacío, entre las representaciones y las cosas,
sería el que habría sido llenado a partir de un determinado modo de conocimiento
basado en la lógica causal y explicativa. Cf. Foucault, Las palabras y las cosas, 241 y ss.
3 Michel Foucault, La arqueología del saber. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2005,
296.

120
de reglas que hace posible unas prácticas discursivas, que “dan
lugar a figuras epistemológicas, a unas ciencias, eventualmente
a sistemas formalizados”4. Lo planteado queda muy bien refle-
jado si se retoma la pregunta por los límites del pensamiento o,
dicho de otra forma, a los motivos de por qué hay cosas que son
imposibles de pensar en una época determinada. La respuesta
pasaría, inefablemente, por los a priori históricos a partir de los
que se fundan las relaciones, las teorías y se legitiman determina-
dos órdenes. Bajo este prisma, son las leyes interiores de las cosas
las que suponen la prefiguración de un pensamiento configurado
en términos de identidades y diferencias. Por tanto, este análisis
crítico centraría la mirada en las condiciones que sostienen un
“Orden”5, que a su vez anuncia el devenir de los órdenes parti-
culares.
Sería la arqueología6 enfocada en su objeto, el archivo, aque-
lla metodología centrada en dilucidar los elementos que han sido
acondicionados a las palabras y sus enunciados, es decir, aquellas
configuraciones normativas que habrían determinado un pacto
de unión entre significantes y significados, poniéndolos en una

4 Foucault, La arqueología del saber, 323.


5 La noción de Orden sirve para diferenciar las capas del registro al que se hace referencia.
De ninguna manera se insinúa la existencia de un orden supremo y originario, sino so-
lamente establecer las diferencias entre las secuencias que devienen en texto y aquellas
que permiten tal devenir: “El orden, es a la vez, lo que se da en las cosas como su ley, la
red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no
ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje”. Foucault, Las
palabras y las cosas, 5.
6 Según esto, la arqueología intentaría mostrar qué sucede cuando se deja en suspenso
aquel sistema de creencias que permite aproximarse al saber de determinada manera,
dejando que el enunciado emerja en su pura materialidad, “tomando cada una de las
frases sin tener en cuenta ni las palabras que la componen, ni tampoco el mundo de
las cosas al que se refieren. Se trata de calibrar cada una de las proposiciones, cada una
de las frases que componen un discurso sin pensar, sin atender, sin dejarnos solicitar
por las evocaciones que puedan levantar en nosotros las palabras que componen este
enunciado. Leer desde una suerte de asepsia, desde una empatía cero, por la que queda
en suspenso cualquier reconocimiento mutuo, y lo que leemos no evoca absolutamente
nada”. Miguel Morey, “El lugar de todos los lugares. Consideraciones sobre el archivo”
[2006]. Escritos sobre Foucault. México D.F.: Editorial Sexto Piso, 2014, 195-196.

121
relación de sentido con intención de universalidad. El archivo,
desde esta perspectiva, sería:

la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de


los enunciados como acontecimientos singulares […] es también
lo que hace que todas esas cosas dichas no se amontonen indefi-
nidamente en una singularidad amorfa […] que se agrupen en
formas distintas, se compongan las unas a otras según relaciones
múltiples, se mantengan o se esfumen según regularidades espe-
cíficas7.

Se hace interesante notar que el archivo parece evocar, como


condición de posibilidad para el análisis de la materialidad del
enunciado, la suspensión del sujeto como a priori. Desde esta
perspectiva, la mentada aproximación requiere abandonar todo
aquel residuo que le ha otorgado al enunciado un significado
particular en su relación con el discurso, mostrando que entre la
grafía y su disposición significante existe una distancia que, lejos
de apelar a una conectividad natural, está siendo continuamente
saturada de sentido.
Conviene aclarar en este punto la referencia a la noción de
discurso, y cómo esta se articula con la noción de práctica. Más
que componerse como un mero sistema lingüístico, la práctica
discursiva remite a un “conjunto de reglas anónimas, históricas,
siempre determinadas en el tiempo y el espacio que han definido
en una época dada, y para un área social, económica, geográfi-
ca o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la función
enunciativa”8.
Estas reglas prefiguran determinadas decisiones estratégicas
que buscan controlar y articular en una continuidad una serie
de elementos que no están necesariamente agrupados y que, no
obstante, se presumen como naturalmente articulados. A su vez,

7 Foucault, La arqueología del saber, 219-220.


8 Foucault, La arqueología del saber, 198.

122
permite que se constituyan determinadas relaciones de sentido
en una repartición discursiva específica, como por ejemplo las
teorías, proposiciones y lenguas:

La descripción de acontecimientos del discurso plantea otra


cuestión muy distinta: ¿cómo es que ha aparecido tal enunciado
y ningún otro en su lugar? […] se trata de captar el enunciado
en su estrechez y la singularidad de su acontecer; de determinar
las condiciones de su existencia, de fijar sus límites de la manera
más exacta, de establecer sus correlaciones con otros enunciados
que pueden tener vínculos con él, de mostrar qué otras formas de
enunciación excluye9.

Dentro de este esquema, el enunciado se estructura como una


figura metodológica que pone en suspenso la continuidad de in-
tegración dentro de una formación discursiva. Es decir, se erige
como una función que se ejerce y a su vez permite, mediante
su estudio, poner de manifiesto la arbitrariedad de la formación
unitaria y continua de los discursos. Arbitrariedad determinada
por un “juego de reglas que hacen posible durante un periodo
determinado la aparición de objetos, objetos recortados por me-
didas de discriminación y de represión, objetos que se diferen-
cian en la práctica cotidiana”10.
La función enunciativa es lo que determina si una propo-
sición tiene o no su referente; o bien, si una frase tiene o no
sentido. Se mueve en el registro de la aparición y asignación de
relaciones. En términos del sujeto, el análisis del enunciado es
lo que permite determinar la posición que puede y debe ocu-
par el individuo para ser sujeto de un saber u otro. Esta visión
supone un análisis de las condiciones y de las leyes de un enun-
ciado, inscritas en el encadenamiento y en las reglas que habili-
tan la coexistencia de los enunciados dispersos y heterogéneos,

9 Foucault, La arqueología del saber, 44-45.


10 Foucault, La arqueología del saber, 53.

123
analizando el juego específico de sus apariciones y sus sistemas
de dispersión. Es decir,

todo enunciado se encuentra así especificado: no hay un enuncia-


do en general, enunciado libre, neutro e independiente, sino siem-
pre un enunciado que forma parte de una serie o de un conjunto,
que desempeña un papel en medio de los demás, que se apoya en
ellos y se distingue de ellos11.

La interrogante que abre esta lectura del problema del saber


sobre el individuo dice relación con la posibilidad de hacer un
rastreo de su historicidad, permitiendo explicar dicha categoría
sin recurrir a ella como núcleo fundante. Esto sugiere abordar al
individuo como un objeto efecto, suscrito a condiciones determi-
nadas por una serie de prácticas históricas que abren regímenes
de enunciación y visibilidad específicos. En el caso de la raciona-
lidad propia de la episteme moderna se vislumbra una particulari-
dad fundamental, puesto que es ella la que ilumina el camino de
un saber sobre el hombre, invocándolo a dar cuenta de sí mismo
como exigencia de la propia razón. En estos términos, dicho “dar
cuenta de sí” no puede disociarse de las tecnologías a partir de las
que se dispone el haz de luz, es decir, de la disposición y transfor-
mación de los mecanismos de mirada que habrán de visibilizar
determinados espacios e invisibilizar otros. Siguiendo esta línea,
las tecnologías humanas serían,

ensamblajes híbridos de conocimientos, instrumentos, personas,


sistemas de juicio, edificios y espacios, apuntalados en el plano
programático por ciertos supuestos previos sobre los seres huma-
nos y por objetivos para ellos […] un análisis que no parte de la
idea de que la tecnologización de la conducta humana es maligna,
sino que, antes bien, examina el modo como los seres humanos

11 Foucault, La arqueología del saber, 166.

124
fueron a la vez capacitados y gobernados por su organización den-
tro de un campo tecnológico12.

El resultado de esta aproximación implica interrogarse por cuá-


les han sido las condiciones sobre las que el sujeto puede decir
algo sobre sí mismo con cierto valor de verdad, entendiendo
que el hombre moderno se interpreta en torno a una doble
disposición, es decir, como sujeto y, a la vez, como objeto del
saber racional:

Así, se trata de determinar a la vez los modos de subjetivación (que


no son los mismos “según si el conocimiento del que se trata tiene
la forma de una exégesis de un texto sagrado, una observación
de historia natural o el análisis del comportamiento de un enfer-
mo mental”) y también los modos de objetivación, los modos en
que algo se constituye como objeto para un conocimiento posible
(“cómo ha podido problematizarse como objeto a conocer, a qué
procedimientos de recorte ha podido ser sometido, la parte del
mismo que se considera como pertinente”)13.

En función de lo señalado, el problema del saber del sujeto está,


en primer lugar, íntimamente vinculado a condiciones de enun-
ciación históricamente específicas. Esto lleva a comprenderlo
como aquello que integra un determinado modo de ser, decir
y hacer dentro de una serie de formaciones discursivas que po-
seen dinamismos y rentabilidades específicas. Se puede ver en
esto una curiosa entrada al problema sobre cómo comprender las
relaciones entre una exterioridad y una interioridad, pero en un
plano que trasciende el clásico esquema sujeto-objeto. En otras
palabras, la cuestión a considerar reside en las condiciones dis-
cursivas que se proponen desde afueras múltiples, siendo estas las

12 Nikolas Rose, “Identidad, genealogía, historia”. Stuart Hall y Paul du Gay (comp.)
Cuestiones de Identidad Cultural Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2011, 221-222.
13 Morey, “Prólogo a Tecnologías del Yo”, 321.

125
que determinan el establecimiento de una relación con el pensa-
miento que se actualiza permanentemente en nuevos “adentros”
y “afueras” que se van superponiendo, es decir, que incorporan
sin totalizar e internalizan sin unificar. En el decir de Deleuze, “el
afuera no es un límite petrificado, sino una materia cambiante
animada de movimientos peristálticos, de pliegues y plegamien-
tos que constituyen el adentro: no otra cosa que el afuera, sino
exactamente el adentro del afuera”14.
En segundo lugar, el ejercicio del saber reside menos en en-
contrar una verdad esencial que en reconocer las determinacio-
nes discursivas de aquello que se está auscultando. Ya lo habría
planteado Nietzsche a propósito de su crítica a la idea de tránsito
o búsqueda de la verdad dentro del esquema del conocimiento
moderno:

Si alguien esconde una cosa tras un matorral, a continuación la


busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho
de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin
embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento
de la ‘verdad’ dentro del recinto de la razón15.

Tal y como propone Foucault, este modo moderno de agrupa-


miento y disposición de elementos permite la aparición de un
saber positivo sobre el hombre. Dicho saber surge en la medida
que se abandona el esquema representativo de la episteme clásica,
que presuponía la disolución de lo individual como peaje a pagar
para formar parte de series taxonómicas que aseguraban la con-
tinuidad de los seres, dentro de un esquema de semejanzas con
carácter de universalidad16. El mentado paso se ve refrendado a
partir de esta nueva atención a lo individual, que ya no pasa por
el juego de análisis de coherencia con las representaciones sino

14 Gilles Deleuze, Foucault. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2005, 128.


15 Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, 28.
16 Cf. Foucault, Las palabras y las cosas, 206.

126
por la disposición hacia una cierta relación del sujeto consigo
mismo que estaría dada por una organización particular:

Habrá cosas, con su organización propia, sus nervaduras secretas,


el espacio que las articula, el tiempo que las reproduce; y después
de la representación, pura sucesión temporal, en la que ellas se
anuncian siempre parcialmente a una subjetividad, a una concien-
cia, al esfuerzo singular de un conocimiento, al individuo “psi-
cológico” que, desde el fondo de su propia historia, o a partir de
la tradición que se le ha transmitido, trata de saber […] El ser
mismo de lo que va a ser representado va a caer ahora fuera de la
representación misma17.

Dicha organización supone un repliegue sobre una interioridad


profunda contenida en las cosas mismas. El hombre como ser
que, en su finitud, se encuentra gobernado por la vida, el trabajo
y el lenguaje, deberá pensarse a sí mismo como sujeto a unas le-
yes que lo determinan y que lo invocan a buscar una salida, una
liberación, a partir de un ejercicio que conmina al pensamiento
desde su interioridad: “Lo esencial es que el pensamiento es para
sí mismo y en el espesor de su trabajo a la vez saber y modifica-
ción de aquello que sabe, reflexión y transformación del modo de
ser de aquello sobre lo cual reflexiona”18.
Esta disposición permite una apertura a la lectura de los
cuerpos individuales por medio de los saberes inscritos en ellos,
a partir de la consignación y desplazamiento de los cuadros taxo-
nómicos que evocan nuevas relaciones de asimilación y acomo-
dación entre elementos aparentemente heterogéneos. En otras
palabras, son las nuevas formas de organización del saber las que
determinarán categorías de sucesión entre los fenómenos en una
doble vertiente: por un lado, gracias a la capacidad de indivi-
dualizar hechos aislados y, por otro, mediante el ordenamiento

17 Foucault, Las palabras y las cosas, 235.


18 Foucault, Las palabras y las cosas, 318.

127
de dichos elementos en agrupaciones generales y abstractas que
trascienden los ámbitos disciplinares particulares, pero que, a su
vez, los determinan de un modo sagital. Es, en definitiva, el re-
alce de aquellas transformaciones en las condiciones del saber lo
que permitirá, a la postre, hacer del individuo un objeto de la
experiencia científico-clínica.

Más allá (o acá) del principio del poder


Considerando lo planteado, la emergencia del problema del
poder se inscribe como un espacio intersticial en la configuración
de la subjetividad moderna, toda vez que se comprende como
núcleo conformador de las supuestas partes en disputa dentro del
esquema dualista del pensamiento humano a partir de la moder-
nidad (universal/particular, yo/otro, identidad/diferencia, etc.).
En otras palabras, esta perspectiva se acerca a una visión del po-
der que se sitúa en los bordes del pensamiento de la diferencia,
o a “la perspectiva de un centro como núcleo de instalación de
lo Mismo y como preservación de un topos de la identidad, y la
perspectiva de un margen como espacio de lo Otro, y forma de
la exclusión-fijación de la diferencia”19.
Foucault destaca el posible impacto que pueden llegar a
tener los espacios institucionales y complejos normativos en la
prescripción de diversas modalidades de conformación teórico-
práctica de la experiencia; desde ellos puede ser comprendida
una determinada articulación entre la conformación de los su-
jetos y sus identidades concomitantes. Esto permite analizar
cómo los discursos orientan los sentidos y las prácticas a partir
de las cuales se instituyen determinados juegos de verdad que
tienen como repositorio al individuo, que lo crean a partir de

19 María Cecilia Colombani, Foucault y lo político. Buenos Aires: Editorial Prometeo,


2008, 32.

128
una delimitación reglamentaria referida a las condiciones de
posibilidad de su enunciación20.
Interesado en el desarrollo histórico de las condiciones de
posibilidad de los modos de pensamiento, Foucault propone el
poder como elemento fundamental dentro de la ecuación. Para
lograr dicho cometido recurre a la genealogía nietzscheana21, res-
catando su potencial como herramienta analítica que permite li-
brarse de supuestos que empujan a representar la existencia a par-
tir de una referencia originaria y fundacional. Dicha herramienta
dirige su mirada sobre las estrategias productoras de conocimien-
to en su relación con mecanismos coercitivos que operan a partir
de la manifestación de determinados regímenes de visibilidad y
naturalización concomitante de saberes, cuya caracterización for-
mal tendería a desconocer los complejos interpretativos y modos
de fabricación de verdades en ellos contenidos. De este modo, la
genealogía tiene la pretensión de estudiar los aconteceres locales
que se constituyen como saberes discontinuos y descalificados.

20 En esto notamos el gesto crítico foucaulteano, al más puro estilo kantiano, al reconocer
que el espacio inaugurado por la episteme moderna es justamente el de reconocer el
impacto de una nueva lectura del quiebre entre el hombre y las cosas, aludiendo a un
nuevo espacio de inscripción que delimita el conocimiento como aquel resultado de la
relación entre el hombre y sus representaciones, una suerte de mecanismo de mirada
que contiene en sí sus propias posibilidades. Y, en esta misma línea, el conocimiento
antropológico se dirimiría en una doble conciencia del yo –como Yo Puro y yo objeto–
mediada por una acción práctica, es decir, de la libertad. Así entendido, el énfasis de
la acción debe estar puesto en las formas posibles de observación de sí –una acción
del Uno (trascendental) sobre el uno (fenoménico)–, es decir, como autoafección. Cf.
Foucault, Una lectura de Kant, 54-55; Fimiani, Foucault y Kant, 88 y ss.
21 La genealogía debe ser entendida, en este contexto, como una herramienta o método
que en ningún modo supone un corpus integrado de conocimientos que deben ser
puestos en práctica para la obtención de un saber a partir de un juego de identidades y
diferencias: “Llamamos genealogía al acoplamiento de los conocimientos eruditos y de
las memorias locales que permite la constitución de un saber histórico de la lucha y la
utilización de ese saber en las tácticas actuales […] La genealogía sería, pues, oposición
a los proyectos de una inscripción de los saberes en la jerarquía del poder propia de la
ciencia, una especie de tentativa para liberar a los saberes históricos del sometimiento,
es decir, hacerlos capaces de oposición y lucha contra la coacción de un discurso teó-
rico, unitario, formal y científico”. Michel Foucault, Microfísica del poder. Barcelona:
Editorial La Piqueta, 1978, 130-131.

129
Esto implica asumir que el saber no es algo dado de manera na-
tural, sino que se configura en base a determinados sistemas de
jerarquización y diferenciación, teniendo como resultado el ase-
guramiento productivo de una historia totalitaria, integrada y
homogénea:

De aquí se deriva para la genealogía una tarea indispensable: per-


cibir la singularidad de los sucesos, fuera de toda finalidad mo-
nótona; encontrarlo allí donde menos se espera y en aquello que
pasa desapercibido por no tener nada de historia –los sentimien-
tos, el amor, la conciencia, los instintos–; captar su retorno, pero
en absoluto para trazar la curva lenta de una evolución, sino para
reencontrar las diferentes escenas en las que han jugado diferentes
papeles; definir incluso el punto de su ausencia, el momento en el
que no han tenido lugar22.

Este enfoque requiere suspender la relación al significado, pero


también al significante, evitando caer en interpretaciones univer-
salistas. Lo anterior tiene relación con lo que el propio Foucault
denomina la insurrección de los saberes sometidos, entendiendo
por esto “los contenidos históricos que han estado sepultados,
enmascarados en el interior de coherencias funcionales o en sis-
tematizaciones formales […] toda una serie de saberes calificados
como incompetentes, o, insuficientemente elaborados”23.
Esto último constituye el gesto más propiamente político de
la herramienta. El retorno de los saberes subyugados sería, preci-
samente, la posibilidad de disputar el lugar de sentido prescrito
por los saberes totalizadores y unitarios. Es dentro de estos espa-
cios de conflicto donde sería necesario buscar la explicación y el
desplazamiento de los movimientos que la historia relata. Esto
supone, a su vez, que el conocimiento no es más que el resultado

22 Michel Foucault, Nietzsche, la filosofía, la historia. Madrid: Editorial Pre-Textos, 1997,


7-8.
23 Foucault, Microfísica del poder, 128-129.

130
de una disputa, transformándose así en un efecto de fuerzas, una
violencia infligida hacia las cosas a partir del conocimiento de las
mismas, un efecto de superficie24.
No es que la relación al conocimiento dentro del mentado
esquema S-O moderno se encuentre velada al sujeto, sino que
el mismo conocimiento, en su relación de arbitrariedad con las
cosas, constituye su sujeto, poniendo al hombre dentro de una
relación estratégica o de distancia funcional respecto del mismo.
Por lo tanto, el conocimiento es el resultado sustancial de la lu-
cha por la legitimación de una determinada taxonomía inter-
pretativo-formal, una hegemonía hermenéutica25 ya contenida en
ella misma, que a su vez impone configuraciones normativas que
aseguran determinadas formas de subjetividad.
La propuesta nietzscheana, retomada por Foucault, se centra
en demostrar cómo operan las estrategias de dominación dentro
de una relación ineludible de saber-poder con efectos de realidad

24 Recordemos aquel pasaje en que Nietzsche hace notar de manera prolífica aquella con-
cepción de la soberbia humana que habrá de resultar en la idea de conocimiento. Ya
en esto deja notar que lo que hay detrás del conocimiento dista de ser una relación
tranquila y armoniosa con el mundo. Sería, más bien, una suerte de impulso de do-
minación que constituye la base de las posibilidades del saber del hombre: “En algún
apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas so-
lares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimien-
to. Fue el minuto más altanero y falaz de la ‘Historia Universal’: pero, a fin de cuentas,
solo un minuto […] Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no
habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y
arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturale-
za”. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, 17.
25 Con este concepto, que claramente nos aproxima a la noción de hegemonía gramscia-
na, Foucault hace referencia al modo en que una cultura solo puede ser comprendida
como un espacio de lucha de fuerzas que combaten por el control del campo simbó-
lico de las interpretaciones, entendiendo que quienes poseen el control serán aquellos
encargados de definir las lógicas de sentido de las identidades colectivas. Nos dirá que
“el conflicto de interpretaciones pone en escena también, entonces, una lógica de la
producción de subjetividades que no están definidas ni a priori ni confirmadas a pos-
teriori. Aquellas ‘identidades’ no son tales, en tanto no existen nunca sujetos sociales
plenamente constituidos y ‘completos’, sino justamente un proceso de retotalización
permanente que se define en los avatares de la lucha por las hegemonías hermenéuti-
cas”. Michel Foucault “Marx, Freud, Nietzsche”, Obras esenciales, 15.

131
material. En otras palabras, busca analizar los juegos de verdad
que fijan al sujeto a una configuración estable con una identidad
inmóvil e incuestionable incrustada en el cuerpo. De esta manera
se hace posible comprender cómo el sujeto es producido por una
serie de tecnologías que lo constituyen a través de un ejercicio de
división y modelamiento. Esto implica necesariamente dejar de
entender el cuerpo como algo cuya exclusividad está supeditada
a un conjunto de leyes fisiológico-orgánicas atemporales, sujeto a
las leyes de una naturaleza precedente, y situarlo como una con-
figuración cartográfica inscrita en y por la historia26. Esto quiere
decir, lisa y llanamente, que no existe posibilidad de hablar de un
sujeto sino a partir de su inscripción dentro de un determinado
régimen de enunciados, aun cuando este pueda ser el del orden
del saber natural biológico del hombre27.
Como se ha hecho notar, la genealogía busca dejar en evi-
dencia la contingencia respecto a lo que se sostiene como univer-
sal, verdadero e indiscutible. Es decir, rompe con la historia en
su sentido unitario a partir de la fractura de la noción ontológica
de origen [Ursprung], reemplazándola por un origen diferente, o
más bien, desplazando el problema hacia la cuestión del comien-
zo como invención [Erfindung]28; es decir, en tanto producción

26 Cf. Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia, 30-32.


27 Sobre este punto, cabe destacar el esfuerzo que Agamben realiza por dar cuenta del
propósito de distinción que ha elaborado la modernidad para lograr interpretar “lo
humano” desde una falta. Un espacio que, podríamos pensar, se llena discursivamente
de diversas maneras y que tiene un impacto sobre la multiplicidad de saberes: “El
funcionamiento de la máquina de los antiguos es exactamente simétrico. Si, en la má-
quina de los modernos, el fuera se produce por medio de la exclusión de un dentro y lo
inhumano por la animalización de lo humano, aquí el dentro se obtiene por medio de
la inclusión de un fuera y el no hombre por la humanización de un animal: el simio-
hombre, el enfant sauvage u Homo ferus, pero también y sobre todo el esclavo, el bár-
baro, el extranjero como figuras de un animal con forma humana”. Giorgio Agamben,
Lo abierto. El hombre y el animal. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005, 52.
28 Cf. Michel Foucault, “La verdad y las formas jurídicas”, Obras esenciales, 492 y ss.

132
resultante de una relación diferencial entre dominación y servi-
dumbre29:
La traducción de lo anterior es lo que Nietzsche anuncia
como la voluntad de poder, es decir, un principio de fuerza que
moviliza al ser humano en su condición de especie:

En mi concepto, la voluntad de poder es la forma primitiva de


pasión, y todas las otras pasiones son solamente configuraciones
de aquella […] toda fuerza impelente resulta voluntad de poder,
y que fuera de esta no hay fuerza física, dinámica ni psíquica30.

Habría en el pensamiento nietzscheano una orientación hacia un


vitalismo que trasciende la denominación fisiológica del cuerpo,
una excedencia31 de la vida sobre sí misma que determina sus dis-
posiciones topológicas pero que, a su vez, permite pensarla en
una relación que excede su oposición a la muerte. Sería pensar
la vida más allá de sus propias limitaciones, desde un instinto
preontológico que barre con la distinción-división entre razón e
irracionalidad32.

29 Foucault recurrirá a la cuestión del “acontecimiento” para explicar esta relación pro-
puesta por Nietzsche, a partir de la noción de emergencia [entstehung]. En palabras
del pensador francés, “la genealogía restablece los diversos sistemas de sometimiento:
no la potencia anticipadora de un sentido, sino el juego azaroso de las dominaciones”.
Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia, 34.
30 Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder. Madrid: Editorial EDAF, 2006, 461.
31 Lo anterior conecta con la noción de “restancia”, entendida como una resistencia que
se juega en la escritura respecto del proceso de totalización y del logos a través del
impulso de semantización –y domesticación–. Cf. Jacques Derrida, La diseminación.
Madrid: Ediciones du Seuil, 1997, 42. Ligado a lo que se ha comentado, se podría
pensar en una superposición de la textualidad de la vida –la explicación y delimitación
fisiológica de la razón–, cuya enunciación presupone una doble faz producto de su
efecto de inapropiabilidad, siendo esto último lo que vendría a destacarse en el caso de
Nietzsche.
32 Deleuze propone la particularidad del término “voluntad” en la narrativa nietzscheana
como aquel elemento residual que emerge de la relación entre fuerzas en pugna: “La
voluntad podría definirse en Nietzsche como el elemento diferencial por el cual una
fuerza se relaciona con otra ya sea para obedecer, ya sea para mandar”. Gilles Deleuze,
El poder. Curso sobre Foucault. Tomo II. Buenos Aires: Editorial Cactus, 2014, 67.

133
En síntesis, la crítica nietzscheana sobre los discursos moder-
nos muestra cómo estos se consolidaron a partir de una voluntad
que impuso una narrativa continua y universal, logrando instau-
rar una –la– historia del sentido. Esta propuesta confrontacional
con la verdad parece proyectarse sobre el vínculo de legitimación
existente entre pensamiento y lenguaje, es decir, hacia el sistema
de signos que constantemente olvidan su carácter arbitrario, es-
pecialmente en relación con la delimitación de criterios de inclu-
sión y exclusión que se presuponen como determinables a partir
de sus diferencias. Es por esto que Nietzsche busca deshacerse de
los principios de la razón que sostienen dichos vínculos, conside-
rando que estos constituyen la fuente nuclear del engaño inscrito
por el iluminismo33. Con esto buscó demostrar que el pensa-
miento moderno habría logrado fijar los instintos como opuestos
a la razón a partir de un enaltecimiento de la distinción entre el
hombre y animal, justificando así su intervención domesticadora
y cruel. Frente a lo anterior, dirá, se haría imperativo recurrir a
un olvido animal como dominio del arte sobre la vida, subvir-
tiendo, de esta manera, la gran ficción de la modernidad: la del
sujeto autoconsciente, reconociendo las posibilidades del arte de
la interpretación,

provocando una nueva conciencia y autoconciencia en el ser hu-


mano que pueda guiarlo, en primer lugar, a autoafirmarse como
animal, como ser histórico y tendiente al olvido; y, en segundo
lugar, para que identifique en su memoria una fuerza creadora de
vida. La perspectiva del olvido animal revela que la memoria es

33 Derrida aclara este punto de la siguiente forma: “Esta operación de Nietzsche (gene-
ralización de la metaforicidad por la myse en abysme de una metáfora determinada)
no es posible más que corriendo el riesgo de la continuidad entre la metáfora y el
concepto, como entre animal y hombre, el instinto y el saber. Para que no se llegue
así a la deducción empirista del saber y a una ideología fantástica de la verdad, sería
necesario sin duda sustituir la oposición clásica (mantenida borrada) de la metáfora y
el concepto por otra articulación […] Deberá provocar un desplazamiento y toda una
reinscripción de los valores de ciencia y de verdad, es decir, también de algunos otros”.
Jacques Derrida, Márgenes de la Filosofía, 302.

134
una fuerza artística (kunsttrieb) y que en consecuencia la historio-
grafía debe ser entendida como un arte (Kunstwerk) dedicado a las
interpretaciones y no como una ciencia (Wissenschaft) preocupada
por la representación fáctica del pasado34.

En este contexto la esencia, como fundamento de la existencia,


no sería más que una construcción dispareja diseñada en función
de una serie de elementos que no remiten, en absoluto, a un co-
mienzo razonable sino más bien a su contrario: a un azar ligado
a luchas de poder, deseos de dominación y prácticas de someti-
miento. Así se entiende, “que detrás de las cosas hay ‘otra cosa
bien distinta’: no su secreto esencial y sin fecha, sino el secreto de
que no tienen esencia o de que su esencia fue construida pieza a
pieza a partir de figuras extrañas a ella”35. El hecho de confrontar
y hacer explícitos los procesos de fractura inherentes a la historia
convoca, inevitablemente, el desbaratamiento de aquellas estra-
tegias esencialistas que han anclado los sujetos al conocimien-
to en la modernidad. Ello propone serios escollos para el sujeto
trascendental, ya que supone rastrear el punto de inscripción de
la unión (que no puede ser otro que el de la dispersión), retro-
trayéndolo a un estado de fragmentación y diseminación del yo
devenido consciente. Lo anterior, eso sí, de una manera diferente
a la del psicoanálisis –al menos del freudiano–, por cuanto no
habría en esto una alusión misteriosa a un núcleo originario del
hombre alojado en el inconsciente constituido sobre la base de
impulsos libidinales reprimidos36.

34 Vanessa Lemm, “Nietzsche y el olvido del animal”. ARBOR, Ciencia, Pensamiento y


Cultura 185, nº 736 (marzo-abril 2009): 472.
35 Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia, 18.
36 En este sentido sería posible discutir con el psicoanálisis lacaniano, por cuanto no exis-
tiría una configuración ontológica del inconsciente, sino que habría una producción
a partir de la inscripción significante. Esto podría servir para emprender un debate
respecto a los modos en que la dominación simbólica se ejerce sobre una función que
ya viene cooptada en sus propias predeterminaciones, lingüísticas y culturales, lo que
podría desplazar la crítica hacia el registro de los mecanismos de dominación del Orden

135
Por otra parte, la genealogía concibe el poder desde el marco
de una analítica interpretativa, referida al modo en que funcio-
nan las cosas a nivel de sus procesos: de sometimiento de los
cuerpos, de modalidades en que estos se codifican y engranan
dentro de un espacio continuo de anticipación; de construcción
de sentido dentro de un esquema de rentabilidad particular a
partir de su operatividad37. De modo que, para Foucault, el cen-
tro del poder está situado en las formas y mecanismos que este
adopta, su relación con los saberes y las tecnologías que derivan
en formas de subjetivación de los individuos en contextos histó-
ricos puntuales. Lo anterior implica asumir el poder como una
relación entre fuerzas:

El poder es relación, y la relación de poder es la relación de fuerzas


[…] Su única esencia es ser relación […] Esto no quiere decir que
la fuerza sea su propio objeto y su propio sujeto, quiere decir que
la fuerza tiene por objeto otra fuerza o, lo que es lo mismo, que
una fuerza tiene por sujeto a otra fuerza38.

Esta concepción del poder implica comprenderlo como una red


de relaciones que no actúa directamente sobre los sujetos, sino
sobre las acciones que estos realizan. Sería, entonces, “una acción
sobre una acción, sobre acciones existentes y otras que pueden
suscitarse en el presente y en el futuro”39.
De modo que el poder operaría de manera no estratificada
y amorfa, es decir, como una multiplicidad de fuerzas que van y
vienen a partir de una brega constante entre distintos espacios

simbólico. Se podría declarar, quizás, que en el caso de Lacan se estatuye una especie de
ontología presubjetiva que le permite sustentar su sistema estructuralista.
37 Cf. Lanceros, Avatares del hombre: el pensamiento de Michel Foucault. Bilbao: Editorial
Biblioteca Universidad de Deusto, 1996, 159.
38 Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 65-66.
39 Michel Foucault, “El sujeto y el poder”, Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow (ed.),
Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Buenos Aires: Ediciones
Nueva Visión, 2001, 253.

136
discursivos que inscriben permanentemente a los individuos, sus
saberes y prácticas legitimadoras. En este sentido,

tiene que ser analizado como algo que circula, como algo que no
funciona sino en cadena […] se ejercita a partir de una organiza-
ción reticular. Transita transversalmente, y no remite exclusiva-
mente a los individuos […] El poder circula a través del individuo
que ha constituido40.

Esta comprensión hace que el poder no pueda entenderse úni-


camente en un sentido represivo o de actuación a partir de una
fuerza violenta41, en manos de un individuo o una organización
sociopolítica. El poder debe entenderse desde una perspectiva
que denota el carácter productivo del mismo. Esto quiere decir
que posee la facultad de incitar, suscitar, ordenar, organizar e,
inclusive, producir sujetos voluntariosos. Es decir, “se ejerce más
que se posee (puesto que solo se posee bajo una forma deter-
minable, clase, y determinada, Estado); pasa por los dominados
tanto como por los dominantes (puesto que pasa por todas las
fuerzas en relación)”42.

40 Foucault, Microfísica del poder, 144.


41 Ya había planteado Nietzsche la necesidad de distinguir entre “fuerza” y “violencia”.
A pesar de que toda violencia implica una fuerza, no funciona de la misma manera a
la inversa. Si efectivamente el poder se dirime en una relación de fuerzas, esto quiere
decir que no tendría un impacto directo sobre otro, cuestión que se hace fundamental
para nombrar la violencia: “Lo que define a la microfísica es la relación de la fuerza
con la fuerza, lo que define a la macrofísica son los resultantes, es decir la relación de
la fuerza con algo o alguien. En otros términos, la fuerza no puede definirse por la
violencia. Es una fuerza sobre una fuerza, o si prefieren, una acción sobre una acción.
La violencia es una acción sobre algo. Se dirá que la violencia es la acción que consiste
en deformar. Dado que la fuerza no tiene forma, ¿cómo quieren que sea deformada?”.
Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 68-69. Esta puntualización se hace interesante
ya que permite suponer que constituye una primera distinción entre los modos de
ejercicio de poder que describirá Foucault: el poder soberano y el disciplinario. En el
primero existiría una convergencia entre poder y violencia sustancial, mientras que en
el segundo existiría una separación entre ambos.
42 Deleuze, Foucault, 100.

137
Hay en esto una cartografía de los mecanismos de poder
consistente en una delimitación dinámica de una topología cen-
trada en circuitos de inclusión/exclusión, alejada de los modos
convencionales de comprensión basados en el derecho (el im-
perio de la ley, el predominio del soberano o el acatamiento de
una norma). Desde esta perspectiva, el poder se ejerce mediante
una serie de dispositivos difusos43 que operan a nivel microfísico
sobre los procesos reales y cotidianos de los individuos, ejercién-
dose a través de diversos métodos y técnicas locales relativamente
autónomas que permiten conexiones sincrónicas con los proce-
dimientos institucionales en momentos históricos específicos.
Esta noción se corresponde con una serie de engranajes e instru-
mentos que se articulan desde registros heterogéneos, constitu-
yéndose como esenciales de otros múltiples tipos de relaciones

43 La noción de dispositivo tiene varias apariciones en la obra de Foucault. Deleuze grafica


los dispositivos en Foucault como máquinas de hacer ver y hacer hablar que contienen
una serie de líneas de visibilidad, enunciación, subjetivación, etcétera, que al mezclarse
abren nuevas posibilidades mediante variaciones en su disposición. En sus palabras:
“Es una especie de ovillo o madeja, un conjunto multilineal. Está compuesto de líneas
de diferente naturaleza y esas líneas del dispositivo no abarcan ni rodean sistemas cada
uno de los cuales sería homogéneo por su cuenta (el objeto, el sujeto, el lenguaje),
sino que siguen direcciones diferentes, forman procesos siempre en desequilibrio y
esas líneas tanto se acercan unas a otras como se alejan unas de otras. Cada línea está
quebrada y sometida a variaciones de dirección (bifurcada, ahorquillada), sometidas a
derivaciones. Los objetos visibles, las enunciaciones formulables, las fuerzas en ejer-
cicio, los sujetos en posición son como vectores o tensores. De manera que las tres
grandes instancias que Foucault distingue sucesivamente (Saber, Poder y Subjetividad)
no poseen en modo alguno contornos definidos, sino que son cadenas de variables
relacionadas entre sí”. Gilles Deleuze, “¿Qué es un dispositivo?”. Étienne Balbier et
al. Michel Foucault. Filósofo, Barcelona: Editorial Gedisa, 1990, 155. En esencia, para
Foucault remitiría a una posición estratégica encargada de bloquear, orientar y estabi-
lizar las relaciones de fuerza. Sería un espacio de mutua implicación entre saber-poder,
en términos de un doble condicionamiento: por un lado, las relaciones de fuerza que
caen bajo el efecto del saber y, por otro, el modo en que el saber se constituye como
efecto de dichos dinamismos. Esto se materializaría en una red de elementos que per-
tenecen tanto a aspectos verbales como no verbales, y que constituyen “un conjunto
decididamente heterogéneo, que comprende discursos, instituciones, instalaciones ar-
quitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados
científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas”. Michel Foucault, Historia
de la Sexualidad, Vol. I: La voluntad de saber. Madrid: Siglo XXI Editores, 2007, 128.

138
dentro de un espacio social determinado44. Con esto, Foucault
pretende comprender el poder en torno a una relación de inter-
dependencia de fuerzas. Es decir, el poder no se impone ni se
ejerce sobre un objeto o sujeto en particular, sino que su rentabi-
lidad se encuentra asociada a la injerencia sobre la acción de otro,
en términos de su posible impacto o influencia. Se debe conside-
rar en esto que el poder se resuelve entre materias no formadas y
funciones no formalizadas.
Huelga decir que esta diagramática del poder45 no se desa-
rrolla de manera continua ni lineal, lo que implica que existe un
solapamiento de fuerzas múltiples que devienen estrategias, cuyo
anclaje estaría dispuesto en torno a un punto espacio-temporal
particular. Existiría, entonces, una doble capilaridad del poder
que se proyecta en torno a puntos y líneas de fuga que se entre-
cruzan y superponen de manera dinámica dentro de un mismo
plano de regularidad, siendo los ordenamientos materiales legíti-
mos nada más que el resultado de las formas en que se disponen
las conexiones dentro de un modelo de visibilidad particular. El
carácter diferencial de esta comprensión del poder, respecto del
modelo de análisis tradicional, reside en su consideración como
elemento consustancial a todas las modalidades de experiencia
de los sujetos dentro de un espacio social particular. Por ejemplo,
Max Weber sitúa el poder como una capacidad dependiente de
la voluntad individual para lograr que otros actúen de una forma
deseable, aun cuando esto suponga un ejercicio de resistencia. En

44 Cf. Foucault, Historia de la Sexualidad, Vol. I, 114.


45 La noción de diagrama que Deleuze acuña a propósito del esquema del poder fou-
caulteano, se articula a partir de las relaciones entre materias informes y funciones no
formalizadas: “Diría que se llama diagrama a la exposición de una relación de fuerza,
o de un conjunto de relaciones de fuerza […] se llama diagrama a toda repartición del
poder de afectar y de poder ser afectado, es decir, a toda emisión de singularidades. En
este sentido el diagrama va de un punto a otro, va de un punto cualquiera a un punto
cualquiera, siendo esos puntos determinables como singularidades […] se llama dia-
grama al braceo –es una palabra oceánica, es perfecta–, a la figura que bracea, al braceo
de materia no formada y de funciones no formalizadas”. Deleuze, El poder. Curso sobre
Foucault, 78-79.

139
este caso el esquema de la dominación incluye la traducción efec-
tiva del poder, es decir, la consideración de las diversas formas de
legitimación y de posible obediencia por parte de los dominados
(particularmente dentro de un régimen de gobierno específico),
transformándose el problema en un asunto de eficacia en el uso
–y potencial abuso– del poder en base al consentimiento46.
Es por esto que, para Weber, la cuestión consiste en deter-
minar los modos en que los poderes se transforman en formas
políticamente dominantes, entendiendo que la relación entre
mando y obediencia genera un ordenamiento que legitima una
normatividad particular de las conductas. De esta forma cobran
verosimilitud las tipologías puras de legitimidad –tradicional, le-
gal y carismática–47, como ejes clave para realizar una hermenéu-
tica comprensiva de las diversas formas de dominación dentro
de una lectura historiográfica que pretende ser válida y aplicable
en términos de sus matices y posibles interacciones. No obstan-
te, esta clasificación considera a priori que las relaciones entre
agentes –dominadores y dominados–, son el resultado de la de-
terminación material respecto de la tenencia o no de los medios
de producción y administración. Si este fuera el caso, el poder
entendido como cercano a la dominación se podría considerar
como diseminado por el espacio social siempre y cuando existiera
un ejercicio de repetición de formas que remiten al modelo im-
perante de un periodo histórico determinado.
En este sentido, la analítica foucaulteana del poder se pre-
senta como más radical que la anterior, por cuanto supone un
entramado de relaciones complejas que trascienden las parti-
cularidades individuales e institucionales, tanto de aquellos que
detentan el poder como de aquellos sobre los que se ejerce. De
modo que el poder en este caso daría cuenta de una configuración

46 Cf. Max Weber, Economía y Sociedad. Esbozo de sociología comprensiva. Madrid: Fondo
de Cultura Económica, 2002, 699.
47 Cf. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1979, 85.

140
irremediablemente plural, alejada de aquellas lecturas histórico-
teleológicas que lo proponen exclusivamente desde la perspectiva
de la dominación, cuyas bases presupondrían un momento pre-
vio de libertad que habría sido cooptado por una serie de cir-
cunstancias48.
Parece necesario detenerse brevemente sobre esta cuestión
para comprender los modos de sinergia y divergencia respecto
del modelo del poder aquí establecido. En su acepción tradicio-
nal marxista (aunque no es la primera, sí es la más importante
en la historia del pensamiento occidental), la ideología puede en-
tenderse como el conjunto de representaciones e ideas a las que
los individuos adhieren de manera sustantiva, definidas desde sus
bases por la división social del trabajo.
Una primera objeción a la noción de ideología sería la forma
particular que dicho concepto adquiere dentro de un modelo
sustancial, asumiendo en él una suerte de “error por contraste” a
una verdad que se encuentra en el sujeto y que se resuelve en un
mundo dividido entre ilusión y realidad49. En otras palabras, esta

48 Esto remite a la disputa entre la lectura hobbesiana y kantiana respecto del poder en
tanto adscripción en el derecho político. Si para el primero se hace necesario ceder de
manera voluntaria una parte de la libertad –natural– y otorgársela al Estado monár-
quico con la finalidad de asegurar la supervivencia a partir de la asignación prescrita en
el contrato simbólico, para Kant no sería posible pensar en una libertad condicionada
como algo diferente a la ley universal del hombre, es decir, aquella asegurada por la
razón misma: “El derecho es la limitación de la libertad de cada uno a la condición de
su concordancia con la libertad de todos, en tanto que esta concordancia sea posible
según una ley universal; y el derecho público es el conjunto de leyes externas que hacen
posible tal concordancia sin excepción”. Immanuel Kant, “De la relación entre teoría y
práctica en el derecho político (Contra Hobbes)”. ¿Qué es la Ilustración? Y otros escritos
de ética, política y filosofía de la historia, ed. por Roberto R. Aramayo. Madrid: Alianza
Editorial, 2004, 205.
49 Foucault nos orienta, desde la radical particularidad de su pensamiento, hacia la con-
sideración del sujeto como un efecto de producción dentro de las mismas prácticas
sociales que lo presuponen como agente activo, es decir, como punto de origen a partir
del que se hace posible un conocimiento verdadero: “Mi objetivo será mostrarles cómo
las prácticas sociales pueden llegar a engendrar ámbitos de saber que no solamente
hacen aparecer nuevos objetos, conceptos nuevos, nuevas técnicas, sino que además en-
gendran formas totalmente nuevas de sujetos y de sujetos de conocimiento. El propio

141
concepción releva el lugar de una infraestructura que presupone
un determinado modo de organización de las configuraciones
normativas a partir de las relaciones de producción material. Al-
gunos pensadores del problema social han reconocido las limita-
ciones de la ideología marxista, aún sin renunciar a ella, al ver en
esta una lectura demasiado confinada a una racionalidad ilumi-
nista que desconoce sus posibles puntos de captura dentro de una
malla de representaciones. Destaca en esto el trabajo de Althusser,
quien, a partir de una perspectiva psicoanalítico-marxista, acuña
la noción de “Aparatos Ideológicos de Estado”, es decir, “un cier-
to número de realidades que se presentan al observador inme-
diato bajo la forma de instituciones distintas y especializadas”50.
Dichos aparatos funcionan de manera relativamente autónoma
y permiten, a partir de su formación ideológica, mantener la re-
producción de las relaciones de dominación comprendidas como
la sumisión de unas reglas de órdenes establecidos por el aparato
estatal, asegurando de esta forma su pervivencia. Lo que subsis-
te en la noción de reproducción contenida en estas formaciones
ideológicas tiene que ver con la determinación de mecanismos de
interpretación encargados de modelar las formas de significar la
realidad. Esto enseña que detrás de dichos aparatos existiría una
operación encubierta tendiente a la prescripción de determina-
dos modos de vida construidos y validados por aquellas agencias
institucionales que detentan el poder. El fuerte carácter naturali-
zante de la ideología implica un impacto efectivo sobre el sujeto,
en la medida que permite promover determinadas conductas sin
que los sujetos implicados sientan el influjo de la misma domi-
nación. De modo que Althusser intenta distanciarse respecto de

sujeto de conocimiento también tiene una historia, la relación del sujeto con el objeto
o, más claramente, la verdad misma tiene una historia”. Foucault, La verdad y las formas
jurídicas, 488.
50 Louis Althusser, “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado” [1970]. Slavoj Žižek
(comp.) Ideología. Un mapa de la cuestión. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica,
2004, 125.

142
aquellas concepciones que consideran la ideología como una ba-
rrera divisoria que impone una lectura de la realidad configurada
en torno a verdades e ilusiones, intentado mostrar que lo ideo-
lógico es justamente la representación imaginaria que elabora el
sujeto respecto de sus condiciones de existencia reales51.
Lo anterior permite ampliar la comprensión respecto de la
ideología, toda vez que ella opera a nivel del pensamiento repre-
sentativo del sujeto sobre sí, considerando como fundamental
las condiciones histórico-sociales que lo determinan y que guían
su actuar de acuerdo a los intereses de las clases dominantes. En
palabras de Althusser:

Diremos, pues, considerando solo un sujeto (un individuo), que


la existencia de las ideas de su creencia es material, en tanto esas
ideas son actos materiales insertos en prácticas materiales, reguladas
por rituales materiales definidos, a su vez, por el aparato ideológico
material del que proceden las ideas de ese sujeto52.

Así entendido, el sistema de creencias del sujeto se esboza a par-


tir de un modelo del poder que se encuentra, en primer lugar,
diseminado por el espacio social en torno a las instituciones que
operan como aparatos ideológicos y, en segundo lugar, a partir
de un proceso de construcción de sistemas de representación de
la relación hombre-mundo, basado en un movimiento de trans-
formación subjetivo que obliga al individuo a responder de de-
terminada manera, correspondiéndole así una identidad en base
a su posición social:

51 Esta noción tiene sus claras influencias provenientes del psicoanálisis. Althusser con-
sidera que el gesto inaugural del padre del psicoanálisis, y su categorización científica
en Lacan, tienen un alto impacto en el problema de la ideología. Por un lado, a partir
del gesto de negación de la centralidad del yo y, por otro, a partir de la influencia de las
formaciones ideológicas del reconocimiento del yo entendido como formación pura-
mente imaginaria, es decir, como espacio de desconocimiento que es formado a partir
de un régimen de delimitación especular por parte de la ideología. Cf. Louis Althusser,
Escritos sobre psicoanálisis. Freud y Lacan. México D.F.: Siglo XXI Editores, 1996, 47.
52 Althusser, Escritos sobre psicoanálisis, 143.

143
En consecuencia, el individuo es estructurado a través del discurso
ideológico para reconocerse como un ‘sujeto’: una identidad cons-
truida sobre la base de influjos sociales como los de clase, raza,
nacionalismo, etc. Así, la ideología construye un mapa imaginario
del sujeto en el interior de la sociedad53.

En síntesis, la noción de ideología supone un escollo a la hora de


pensar las relaciones e interacciones entre el hombre y su con-
cepción de la realidad. Ya sea en términos de una operatividad
que difumina la conciencia y trastoca el acceso a la verdad, o
bien desde la perspectiva creacionista de las representaciones del
individuo devenido sujeto ideológico, lo cierto es que asume una
partición normativa previa entre lo particular y lo universal. Sin
embargo, un problema fundamental que plantea el concepto
consiste en determinar la viabilidad de situarse fuera de, pudien-
do ser la misma crítica a la verdad ideológica nada más que un
espacio de variación de la misma. Esto pone al pensamiento en
un estado de ambivalencia permanente respecto de sus propias
posibilidades de ponerse a resguardo de las estructuras del poder.
Adicionalmente, la ideología vendría a estrechar las posibi-
lidades del debate sobre el poder, reduciéndolo a un problema
de responsabilidades: ya sea del individuo (en tanto culpa), o
de las circunstancias histórico-sociales y políticas que han hecho
que los individuos lleguen a actuar de determinadas formas. En
cualquier caso, un aporte de esta aproximación consiste en el
reconocimiento del carácter esencialmente escurridizo del poder
en relación con el binomio verdad-falsedad, entendiendo que la
efectividad del mismo dependerá siempre de su carácter de ocul-
tamiento54.

53 Elliot, Teoría social y psicoanálisis en transición, 217.


54 Frente a esto, Žižek comenta el funcionamiento del carácter oculto de la ideología,
entendiendo por esto una determinada rentabilidad asociada a un desfase entre dos
posiciones que presuponen, pero al mismo trascienden la verdad o falsedad de las mis-
mas: “Estamos dentro del espacio ideológico en sentido estricto desde el momento en
que este contenido –‘verdadero’, ‘falso’ (si es verdadero mucho mejor para el efecto

144
Con lo dicho queda claro que las nociones de dominación
e ideología, aunque aclaradoras y ricas en algunos aspectos, con-
tienen ciertas limitaciones para explicar el amplio espectro de
formas y modalidades en que el poder funciona dentro de un
espacio social determinado. Especialmente si se comprende que
lo que está en juego es un determinado régimen de enunciación
ligado a una serie de elementos que sobrepasan los límites im-
puestos por una institucionalidad política contingente. Sería ne-
cesario considerar, por contra, la importancia de la multiplicidad
de formas que cobran los modos de afección del poder, enten-
diendo que de ninguna manera podrían establecerse como ema-
nando exclusivamente de un lugar centralizado y/o diseminado
en instituciones articuladas en torno a él. En el decir de Foucault:

La inflación del poder, en una sociedad como la nuestra, no tiene


un origen único que podamos identificar como el Estado y su
burocracia. Una vez que hay una inflación perpetua, una inflación
galopante como dirían los economistas, que nace a cada instante,
casi a cada uno de nuestros pasos, podemos decirnos: “Pero, ¿por
qué, con esto, ejerzo el poder? No solo con qué derecho, sino para
qué sirve”55.

Como ya se ha dicho, la visión foucaulteana del poder se ins-


cribe como un juego de fuerzas entre los cuerpos, en una suerte
de autonomía productiva y performativa entre sus condiciones
molares y moleculares de existencia. Si lo que subsiste en la
noción de ideología, en sus diversas acepciones, es su carácter

ideológico)– es funcional respecto de alguna relación de dominación social (‘poder’,


‘explotación’) de un modo no transparente: la lógica misma de la legitimación de la rela-
ción de dominación debe permanecer oculta para ser efectiva. En otras palabras, el punto
de partida de la crítica de la ideología debe ser el reconocimiento pleno del hecho de
que es muy fácil mentir con el ropaje de la verdad”. Slavoj Žižek, “El Espectro de la
Ideología”, Ideología. Un mapa de la cuestión, 15.
55 Michel Foucault, “Poder y Saber” [Entrevista con Shigehiko Hasumi, 1977]. El poder,
una bestia magnífica. Sobre el poder, la prisión y la vida. Buenos Aires: Siglo XXI Edito-
res, 2012, 78.

145
fuertemente universalizante, el caso de la potencia efectiva del
poder en Foucault residiría en su carácter paradójico: univer-
salmente particularizante. Sin embargo, a pesar de que se hace
posible reconocer el ejercicio del poder más allá de sus formas
exclusivamente descendentes, tampoco basta con proponerlo
como una tecnología persuasiva que funciona desde una inte-
rioridad individual. Habría que considerar, más bien, que los
hombres aceptan voluntariamente su inscripción dentro de los
marcos del poder en la medida que los constituye, les da sen-
tido y los sitúa en un régimen de identificación permanente,
por cuanto alude a una condición subjetiva que se fundamen-
ta como posibilidad legítima de reconocimiento. Esto sería,
precisamente, lo que dispone la adscripción a un determinado
modelo de comprensión respecto de ciertos estatutos que de-
ben ser desempeñados por una sociedad, a partir de criterios de
verdad que se encuentran anudados a los modos de circulación
de las relaciones estratégicas de poder. Desde esta perspectiva,
el análisis sobre el poder requiere tener en cuenta los andamia-
jes tecnológicos, tanto discursivos como extradiscursivos, que
han posibilitado la inscripción de configuraciones topográficas
determinantes en la inmovilización y cosificación de los modos
en que se distribuyen las fuerzas en pugna.
Foucault, en sus análisis genealógicos, desarrolló una histo-
ria de los límites del poder. A primera vista esta parece transitar
desde lo explícito hacia lo latente en términos de sus mani-
festaciones56, mostrando cómo se entrelazan los regímenes de

56 Considerando dicho carácter diferencial, se podría intuir una suerte de diferencia-


ción entre el poder y la dominación en base a la inscripción del primero dentro de
los límites de la legalidad jurídica o, en otros términos, las disposiciones jurídico-
tecnológicas e institucionales que han hecho que la dominación pase del lado de la
Ley a partir de los mecanismos de sometimiento que se ponen en acción: “Decir
que el problema de la soberanía es el problema central del derecho en las sociedades
occidentales significa que el discurso y la técnica del derecho tuvieron por función
esencial la de disolver, dentro del poder, la existencia de la dominación, reducirla
o enmascararla para poner de manifiesto, en su lugar, dos cosas: por una parte, los

146
creación, distribución y redistribución de tecnologías que po-
sibilitan formas diferenciales de acción y reacción al poder en
distintos momentos de la historia:

En otras palabras, la ley prohíbe, la disciplina prescribe y la se-


guridad, sin prohibir ni prescribir, y aunque eventualmente se dé
algunos instrumentos vinculados con la interdicción y prescrip-
ción, tiene la función esencial de responder a una realidad de tal
manera que la respuesta la anule: la anule [sic], la limite, la frene
o la regule57.

Sería posible afirmar que lo que pretende Foucault es delimitar


las modalidades en que se logra desarrollar una legitimidad polí-
tica, es decir, un régimen de obediencia por parte de los súbditos
a partir de ciertas tácticas de dominación que sobrepasan por
mucho los influjos de los núcleos centralizados del poder. Sería
en las extensiones del sistema jurídico donde cobraría operati-
vidad el poder. En sus palabras, se estaría frente a un “tipo muy
diferente de relaciones entre el poder, el discurso y lo cotidiano,
una manera muy diferente de regir este último y de formularlo
[…] una nueva puesta en escena de la vida diaria”58. Esto daría
cuenta del carácter distributivo de una “micromecánica del po-
der”, entendida como una red que circula de manera ascendente.
El objeto de estudio para el pensador francés es, entonces,

la manera en que, en los niveles más bajos, actúan los fenóme-


nos, las técnicas, los procedimientos de poder; mostrar cómo se
desplazan esos procedimientos, desde luego, cómo se extienden y

derechos legítimos de la soberanía y, por la otra, la obligación legal de la obediencia”.


Michel Foucault, Defender la Sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976).
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2006, 35.
57 Michel Foucault, Seguridad, Territorio, Población. Curso en el Collège de France (1977-
1978). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007, 69.
58 Michel Foucault, La vida de los hombres infames. La Plata: Editorial Altamira, 1996,
130.

147
modifican, pero, sobre todo, cómo son investidos, anexados por
fenómenos globales, y cómo unos poderes más generales o unas
ganancias económicas pueden deslizarse en el juego de esas tec-
nologías de poder, a la vez relativamente autónomas e infinitesi-
males59.

A partir de sus análisis, Foucault parece haber logrado dilucidar


de qué forma el poder soberano clásico, heredero del principio
romano patria potestas, se habría configurado alrededor de una
imposición, una suerte de espacio sombrío centrado en la mate-
rialización visible del poder, es decir, en términos de sus prácticas
de ejecución violenta. La apertura al problema de la soberanía en
la época premoderna se habría insertado en el aparato jurídico-
legal ligado a la figura del monarca, considerando que este poseía
la facultad de ejercer de manera directa un poder disimétrico,
haciendo caer todo el peso de la fuerza sobre los súbditos60. Lo
que se encuentra en la base del diagrama de soberanía remite a
la lógica de la extracción, es decir, de la captación, en términos
de una apropiación, “de las cosas, del tiempo, los cuerpos y fi-
nalmente la vida”61. El soberano está a cargo del gobierno del
territorio y de todas las cosas que en él se hallen, por lo que su
mandato se encuentra dirigido a resguardar el principio de po-
sesión de las cosas. Así entendido, este derecho estaría vinculado
a la superposición entre fuerza y violencia o, en términos del
propio Foucault, entre lo molar y lo molecular.

59 Foucault, Defender la Sociedad, 39.


60 Con esto Foucault se refiere al enunciado “hacer morir y dejar vivir”. Lo que quiere
mostrar con ello es que lejos de ser esta una forma natural del poder, se transforman, la
vida y la muerte, en categorías propuestas por la voluntad soberana: “En definitiva, el
derecho de matar posee efectivamente en sí mismo la esencia misma de ese derecho de
vida y muerte: en el momento en que puede matar, el soberano ejerce su derecho sobre
la vida. Se trata, fundamentalmente, de un derecho de la espada”. Foucault, Defender
la Sociedad, 218.
61 Foucault, Historia de la Sexualidad, Vol. I, 163.

148
Una vez que, a partir del siglo XVIII, se comiencen a con-
figurar las nuevas artes de gobernar centradas en la “razón de
Estado”62 como lugar de articulación político-económico, Fou-
cault señala que las relaciones de fuerza se comenzarán a dis-
tribuir de manera distinta. Emergerán, entonces, una serie de
mecanismos disciplinarios tendientes a exaltar la potencia pro-
ductiva del poder, es decir, a partir de un esfuerzo por insertar
al ser humano dentro de un esquema lógico de rendimiento por
medio de la adscripción a un estándar o norma, que consiste
en “apropiarse del cuerpo individual, en sujetarlo venciendo sus
resistencias, derrotando todo lo que se opone al encauzamiento,
corrigiendo todo lo que se desvía del estado normal”63. Este refi-
namiento produce un abordaje diferencial del poder en términos
de sus dimensiones de producción de fuerzas, de crecimiento y
de ordenamiento de las mismas. Es así como el individuo se con-
vierte en repositorio de dichos mecanismos, debiendo asegurar
estos últimos la coincidencia entre las formalizaciones normati-
vas y las entidades sustanciales a partir de la que se reconoce el
sujeto como existente. Así se comienzan a desarrollar los prime-
ros atisbos de lo que Foucault denominará “anatomía política del
cuerpo humano”64, centrada en asignar tareas a una multiplici-
dad humana en un espacio-tiempo cerrado:

62 Foucault, fiel a su análisis de las prácticas, abandona la noción de Estado como enti-
dad institucional material fija, y la aborda en términos de racionalidades, es decir, “el
Estado es a la vez lo que existe y lo que aún no existe en grado suficiente. Y la razón de
Estado es justamente una práctica o, mejor, la racionalización que va a situarse entre
un Estado presentado como dato y un Estado presentado como algo por construir y
levantar […] El Estado es una realidad específica y discontinua. Solo existe para sí y
en relación consigo, cualquiera sea el sistema de obediencia que deba a otros sistemas
como la naturaleza o Dios […] No hay, por lo tanto, integración del Estado al impe-
rio. El estado solo existe como Estados, en plural”. Michel Foucault, Nacimiento de la
biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979). Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica, 2008, 19-20.
63 Vázquez, “Empresarios de nosotros mismos”, 177.
64 En dicha noción ya se pueden atisbar una serie de criterios que codifican al hombre
dentro de una dimensión biológico-instintiva. Esto se podría vincular con la visión del
hombre-máquina, que define el cuerpo como un aparato cuyo funcionamiento remitiría

149
Todos esos procedimientos mediante los cuales se aseguraba la dis-
tribución espacial de los cuerpos individuales (su separación, su ali-
neamiento, su puesta en serie y bajo vigilancia) y la organización, a
su alrededor, de todo un campo de visibilidad. Se trataba también
de las técnicas por las que esos cuerpos quedaban bajo supervisión
y se intentaba incrementar su fuerza útil mediante el ejercicio, el
adiestramiento, etcétera. Asimismo, las técnicas de racionalización
y economía estricta de un poder que debía ejercerse, de la manera
menos costosa posible, a través de todo un sistema de vigilancia,
jerarquías, inspecciones, escrituras, informes: toda la tecnología que
podemos llamar tecnología disciplinaria del trabajo, que se introdu-
jo durante fines del siglo XVII y durante el siglo XVIII65.

Esta situación general de la disciplina, que se dispone desde y


hacia los espacios institucionales heterogéneos delimitando la
vida humana dentro de un cuerpo social, otorga las claves para
la comprensión de una corrección normativizante en sintonía con
una reglamentación al detalle de la existencia en torno a los as-
pectos cotidianos de los sujetos:

El poder disciplinario, en efecto, es un poder que, en lugar de


sacar y retirar, tiene como función principal la de ‘enderezar con-
ductas’; o, sin duda, de hacer esto para retirar mejor y sacar más.

a una serie de leyes empíricas análogas al funcionamiento mecánico de la naturaleza.


Aún más, esto decantaría en un acercamiento a un monismo materialista que negaría
terminantemente la distinción entre el alma humana racional y el cuerpo propuesta por
el racionalismo cartesiano, asumiendo al ser humano como un organismo perfectible
dentro de un continuo con el resto de las especies animales: “¿Qué era el hombre antes
de la invención de las palabras y el conocimiento de las lenguas? Un animal de su espe-
cie que, con mucho menos instinto natural que los otros, de los cuales aún no ser creía
rey, no se distinguía del mono y de los demás animales sino como se distingue el mono
mismo, es decir, por una fisionomía que anunciaba un mayor discernimiento. Reducido
al solo ‘conocimiento intuitivo’ de los leibnizianos, no veía más que figuras y colores,
sin poder establecer entre ellos distinción alguna. Viejo o joven, era en todo momento
un niño, balbuceaba sus sensaciones y sus necesidades que, como un perro hambriento
o aburrido de estar quieto, exige la comida o el paseo”. Julien Offray de la Mettrie, El
Hombre Máquina. Buenos Aires: Editorial Eudeba, 1962, 50-51.
65 Foucault, Defender la Sociedad, 219.

150
No encadena las fuerzas para reducirlas; lo hace de manera que a
la vez pueda multiplicarlas y usarlas66.

Lo dicho se vincula de manera prístina con el funcionamiento de


un aparato estatal administrativo que encuentra en las disciplinas
científicas la condición que posibilita la creación de un sistema
que requiere de un individuo posible de ser corregido. En este
sentido, se puede entender la disciplina dentro del contexto de
una economía del control de instancias exteriores fundada en un
pensamiento propio de la modernidad, que se erige en torno a
un esquema de orden y jerarquización67.
De modo que la disciplina se constituye como una tecnolo-
gía orientada hacia la anatomía corporal del sujeto, habilitando
así el doble juego de individualización y multiplicidad a la mane-
ra de una Gestalt: supone la distribución del cuerpo dentro de un
espacio global que se encuentra previamente organizado y orde-
nado, permitiendo desarrollar saberes que anticipan y predicen
las conductas de los sujetos implicados en él.
Esto solo es posible bajo el presupuesto de que aquel objeto
susceptible de ser observado, auscultado y corregido es, precisa-
mente, aquel resto que emerge con la forma de individuo. Sin
embargo, el dilema del poder disciplinario no se resuelve desde
un paradigma conductista centrado en mecanismos causales de

66 Michel Foucault, Vigilar y Castigar. El nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI
Editores, 2006, 175.
67 Esta tecnología del poder es la que el pensador francés elabora a propósito de su trabajo
sobre las prisiones, mostrando la nueva modalidad de sujeción sobra la que emergerán
a su vez una serie de formas de producción de saberes concomitantes: “El punto de
aplicación de la pena no es la representación, es el cuerpo, es el tiempo, son los gestos y
las actividades de todos los días; el alma también, pero en la medida en que es asiento
de hábitos. El cuerpo y el alma, como principio de los comportamientos, forman el ele-
mento que se propone a la intervención punitiva. Más que sobre un arte de represen-
taciones, esta debe reposar sobre una manipulación reflexiva del individuo: todo delito
tiene su curación en la influencia física y moral […] es el sujeto obediente, el individuo
sometido a hábitos, a reglas, a órdenes, a una autoridad que se ejerce continuamente
en torno suyo y sobre él, y que debe dejar funcionar automáticamente en él”. Foucault,
Vigilar y Castigar, 133-134.

151
estímulo-respuesta. Será necesario entonces que las prácticas dis-
ciplinares abran un nuevo régimen de visibilización del sujeto,
entendiendo que este se encuentra configurado por una dualidad
constituyente, mente/cuerpo, que debe poder sincronizarse. Esto
permite inferir que existe un cuerpo empapado por una natura-
leza humana, que posee una serie de posibilidades de expresión
sobre las que recae la intervención disciplinar. De esta manera se
pone en obra una gestión sobre el cuerpo que, no obstante, tiene
como objetivo central una reforma del alma:

Las formas de castigo a las que se adhieren todos los reformadores


de finales del siglo XVIII –a saber, la prisión, el trabajo obligato-
rio, la vigilancia constante, la adecuación del castigo al estado mo-
ral del criminal y a sus progresos– todo esto implica que el castigo
recae más sobre el criminal mismo que sobre el crimen, es decir,
sobre lo que lo convierte en criminal: sus motivos, sus móviles, su
voluntad profunda, sus tendencias, sus instintos68.

El poder productivo: de los individuos a la


distribución topológica de sus cuerpos
Surge un alma devenida interioridad consciente, que a través
de las diversas intervenciones practicadas sobre esta debería ser
capaz, no solo de establecer una modificación conductual sino
también de reformar, a través de la ampliación de los saberes
sobre los mismos, esta interioridad encarnada en un a priori cuyo
origen se encontraría en las codificaciones empiristas de la reali-
dad69. Así se logra que el sujeto de las disciplinas comprenda la

68 Foucault, La vida de los hombres infames, 166.


69 Esta alusión se puede ver reflejada en la metáfora del dispositivo panóptico que retoma
Foucault a propósito de la estructura carcelaria propuesta por Jeremy Bentham, cuya
fuerza reside en el mecanismo que habilita nuevos modos de visibilización –e inve-
rificabilidad– que amplificarán las intensidades del poder individualizador. Foucault
lo explicará desde de una fuerza que recae directamente sobre los cuerpos a partir de

152
necesidad y, al mismo tiempo, proyecte su deseo sobre las dispo-
siciones normativas impuestas a través de un gesto de transduc-
ción mediado por una policía interior70.
Si bien en esta época se comienza a vislumbrar el proble-
ma de las grandes masas, particularmente a partir de los gérme-
nes del régimen mercantilista, estas fuerzas aún se encontraban
enfocadas sobre el potencial y las fuerzas productivas de los in-
dividuos. Dentro de este diagrama se producirá, a partir de la
segunda mitad del siglo XVIII, una modificación en los modos
de vida que comienzan progresivamente a constituirse en una
producción pragmática, es decir, una consecuencia política de la
vida en común. Mediante la consolidación de las modernas for-
mas de estatización tecnocrática, y la entrada en funcionamiento
de determinados modos de comercialización de los cuerpos y los
espacios dispuestos por el capitalismo industrial, emergerá un
nuevo tipo de poder, complementario al disciplinar, pero dife-
renciado. Este consistirá, ya no en la distribución de los cuerpos
dentro de espacios cerrados, sino en la gestión de la vida de las

una inmaterialidad (la relación de visualidad siempre potencialmente presente sobre el


cuerpo individual): “Esto hace que en un sistema como el descrito, jamás haya relación
con una masa, un grupo y ni siquiera, en verdad, con una multiplicidad; solo se tiene
relación con los individuos”. Michel Foucault, El poder psiquiátrico. Curso en el Collège
de France (1973-1974). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007, 98; Cf.
Foucault, Vigilar y Castigar, 203 y ss.
70 La narración distópica descrita por Orwell en su novela 1984 constituye un buen
ejemplo de lo señalado. En el clímax de la obra se grafica exactamente lo que acá está
en juego: “Winston, sumergido en su feliz ensueño, no prestó atención mientras le
llenaban el vaso. Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de regreso al Ministerio del
Amor, con todo olvidado, con el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo
en un proceso público, comprometiendo a todos. Marchaba por un claro pasillo con la
sensación de andar al sol y un guardia armado lo seguía. La bala tan esperada penetraba
por fin su cerebro […] Contempló el enorme rostro. Le había costado cuarenta años
saber qué clase de sonrisa era aquella oculta tras el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil in-
comprensión! ¡Qué tozudez la suya exiliándose a sí mismo bajo aquel corazón amante!
Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba
arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí
mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano”. George Orwell, 1984. Barcelona:
Salvat Editores, S.A., 1980, 144.

153
multiplicidades numerosas dentro de espacios abiertos71. Lo di-
cho remite a la concepción biopolítica del poder, entendida desde
la emergencia de la noción de población como cuerpo propio de
carácter heterogéneo, que se configura en el intersticio entre lo
individual y lo social, y que se deja leer a partir de una nueva
búsqueda de tecnologías basadas en regularidades y constantes:

La dimensión por la cual la población se incluye entre los demás


seres vivos es la que va a ponerse de manifiesto y la que se sancio-
nará cuando, por primera vez, se deje de llamar a los hombres “el
género humano” y se comience a llamarlos “la especie humana”. A
partir del momento en que el género humano aparece como espe-
cie en el campo de determinación de todas las especies vivientes,
puede decirse que el hombre se presentará en su inserción bio-
lógica primordial. La población, entonces, es por un extremo la
especie humana y, por otro, lo que llamamos público […] es la po-
blación considerada desde el punto de vista de sus opiniones, sus
maneras de hacer, sus comportamientos, sus hábitos, sus temores,
sus prejuicios, sus exigencias: el conjunto susceptible de sufrir la
influencia de la educación, las campañas, las convicciones72.

Esta nueva cartografía política posee efectos materiales, en la


medida que propone una serie de saberes y prácticas orientadas
a refrendar la inscripción de los sujetos dentro de un continuo
discursivo con la naturaleza, lo que posibilita formas de objeti-
vación en torno a una serie de variables que remiten a la relación
del hombre con su entorno. Es por esto que las racionalidades
gubernamentales se enfocarán en el manejo de variabilidades ex-
ternas que permitan establecer puntos de anclaje y lecturas pre-
dictivas de los sujetos poblacionales. A partir de este momento
se comienzan a organizar y racionalizar los métodos de poder,
buscando regular aspectos tales como el deseo y el interés de los

71 Cf. Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 84; Cf. Foucault, El poder psiquiátrico, 62
y ss.
72 Foucault, Seguridad, Territorio, Población, 101-102.

154
sujetos: “Producción del interés colectivo por el juego del deseo:
esto marca al mismo tiempo la naturalidad de la población a la
artificialidad posible de los medios que se instrumentarán para
manejarla”73.
A partir de este punto se gesta el principio de lo que será
desarrollo hegemónico de un régimen discursivo biologicista en
Occidente –médico/higienista que se integra dentro de una car-
tografía económico/política–, consolidándose como terreno idó-
neo para la producción de prácticas y saberes sobre el hombre en
su condición natural. Este sentido constituye el umbral de la mo-
dernidad biológica, en que la especie se erige como variable fun-
damental para el juego de estrategias políticas74. La objetivación
biológica, que habilitará posteriormente el triunfo del capitalis-
mo, permite el desarrollo de toda una serie de instituciones cuyo
objetivo esencial consiste en regular el cuerpo social en todos sus
niveles, tales como la familia, la educación, la política, la higiene
y la sexualidad.
En lo fundamental, esto permite vislumbrar los primeros
atisbos de un modelo de racionalidad política liberal centrada en
el gobierno de la vida que buscará, en oposición a la represión,
incitar a los sujetos y hacer surgir lo que conviene75, tornando
borroso el paisaje de las voluntades que circulan en torno a di-
cha disposición. Según esto, la noción de biopolítica podría ser
entendida como un determinado modo en que acontece la es-
tructuración de lo social a partir de una nueva imbricación de las
relaciones entre sujeto y verdad. Estas formas de ordenamiento,
que se encuentran en plena sintonía con los regímenes neolibe-
rales actuales, pondrán a circular toda una serie de cruces hete-
rogéneos del poder que cobran forma y sentido al volcarse sobre
un conocimiento de las personas, sirviendo como fundamento

73 Foucault, Seguridad, Territorio, Población, 96.


74 Cf. Foucault, Historia de la Sexualidad, Vol. I, 170 y ss.
75 Cf. Jesús Hernández, “El poder sobre la vida. Formas biopolíticas de la racionalidad”.
Ugarte, La administración de la vida, 41.

155
para la configuración de modelos de vida particulares cargados
de sentidos específicos dentro de las sociedades capitalistas pos-
tindustriales76.
Este saber sobre el hombre, positivo en tanto ser vivo orgá-
nico, produce un doble movimiento: por una parte le permite
convertirse en sujeto-objeto de saber, entrando así en un campo
de control y cálculos explícitos que lo inducen a reconocerse den-
tro de un espacio de categorías y jerarquizaciones. Un ejemplo
de esto lo constituye el efecto resultante en la transformación de
los cuerpos, como objetos de la política, a partir de las prácticas
de medicalización de la sociedad77. Por otra parte, le permite al
sujeto cobrar conciencia de sí, transformando dicha capacidad
en condición de posibilidad para el agenciamiento de su propia
vida a partir del feedback donado por las nuevas tecnologías de
distribución categorial de la población. Frente a esta nueva or-
ganización de las fuerzas implicadas en el ejercicio del poder, se
producirá una mutación que constituirá uno de los engranajes
centrales para los estados de gobierno modernos: los dispositi-
vos de seguridad78. Estos buscarán regular y gestionar los procesos

76 A propósito de la relación entre capitalismo y medicina, Foucault articula las nocio-


nes de biohistoria, medicalización, economía de la salud, medicina de Estado y medicina
urbana, en relación con el problema de la producción gradual de un modelo de poder
que se encontrará centrado cada vez más en una subjetividad individual. Cf. Michel
Foucault, “Nacimiento de la medicina social” [1974], Obras esenciales, 653-671.
77 Se podrían situar dos salidas diferentes, aun cuando se encuentren íntimamente liga-
das, frente a lo anterior: por un lado, la economía política de la medicina moderna
centrada en la Medicina de Estado que devendrá, a partir del siglo XIX, en la medicina
de la fuerza de trabajo; y por otro, el proceso histórico por el que emerge lo que será
el mercado de la salud, es decir, como objeto de consumo que vendrá a replicar en el
campo médico el problema de la distribución desigual de los medios de producción.
Cf. Adán Salinas, La semántica biopolítica. Foucault y sus recepciones. Viña del Mar:
CENALTES ediciones, 2014, 24 y ss.
78 Estas nuevas modalidades de funcionamiento del Estado se sostienen sobre la base
de un pacto garantista con la población. En otras palabras, “el Estado que garantiza
la seguridad es un Estado que está obligado a intervenir en todos los casos en que un
acontecimiento singular, excepcional, perfora la trama de la vida cotidiana. De golpe,
la ley se vuelve inadecuada y, en consecuencia, hace falta esa suerte de intervencio-
nes cuyo carácter excepcional, extralegal, no deberá parecer en absoluto un signo de

156
biológicos que afectan a la población con la finalidad de eliminar
las posibles amenazas vitales que puedan existir. Lo anterior se
vislumbra a partir de principios basados en un laissez faire gene-
ralizado, es decir, de una producción autónoma, en un sentido
lato, de la realidad efectiva79. Los dispositivos de seguridad se
enfocan en el cálculo preventivo de las acciones de la población,
a través del uso de series de datos y la construcción de modelos
de circulación de los fenómenos sociales, lo que implica la posi-
bilidad de establecer criterios de inclusión y exclusión en torno
a parámetros de normalidad estadística. La aritmética política80
surge para mostrar que las poblaciones tienen sus características
propias, estableciendo mecanismos probabilísticos y centrándose
en acciones preventivas enfocadas en detectar y disminuir la ocu-
rrencia de riesgos o efectos indeseables.
En términos de su operatividad material, estas nuevas tecno-
logías permiten situar a los individuos como puntos específicos
dentro de una distribución normal. En pocas palabras, a partir
de diversos cruces entre variables se generan una serie de saberes
centrados en los modos de gestión, relación y rentabilidad de los
sujetos dentro del espacio social, que tendrán como corolario la

arbitrariedad o de un exceso de poder, sino, al contrario, de un. a solicitud: ‘Miren:


estamos tan dispuestos a protegerlos que, una vez que suceda algo extraordinario, va-
mos a intervenir con todos los medios necesarios, sin tener en cuenta, claro está, esas
viejas costumbres que son las leyes o las jurisprudencias’”. Foucault, “Michel Foucault:
la seguridad y el Estado” [Entrevista con Robert Lefort, 1977]. El poder, una bestia
magnífica, 50.
79 Así describe Foucault el funcionamiento del dispositivo emergente: “Podrán advertir al
contrario que los dispositivos de seguridad, tal como intenté presentarlos, tienen una
tendencia constante a ampliarse: son centrífugos. Se integran sin cesar nuevos elemen-
tos, la producción, la psicología, los comportamientos, las maneras de actuar de los
productores, los compradores, los consumidores, los importadores, los exportadores, y
se integra al mercado mundial. Se trata por lo tanto de organizar o, en todo caso, per-
mitir el desarrollo de circuitos cada vez más grandes”. Foucault, Seguridad, Territorio,
Población, 67.
80 Cf. Michel Foucault, “The political technology of individuals”. Luther H. Martin,
Huck Gutman y Patrick H. Hutton (ed.). Technologies of the self. A seminar with Michel
Foucault. London: Tavistock Publications, 1988, 151.

157
determinación de criterios de realidad centrados en condiciones
de limitación que incluyen al hombre dentro de un campo de
inteligibilidad de los fenómenos, tanto individuales como colec-
tivos:

Etimológicamente, la estadística es el conocimiento del Estado,


el conocimiento de las fuerzas y los recursos que en un momen-
to dado caracterizan un Estado. Por ejemplo: conocimiento de la
población, medida de su cantidad, medida de su mortalidad, de
su natalidad, estimación de las diferentes categorías de individuos
pertenecientes al Estado con su riqueza respectiva, cálculo de ri-
quezas virtuales de que dispone el Estado81.

Siguiendo a Deleuze, quien explica de manera ejemplar la tran-


sición desde la sociedad disciplinar hacia la sociedad normaliza-
dora, lo que acontece en este momento histórico es un desplaza-
miento desde un régimen fabril a uno empresarial. Dicha tran-
sición se caracteriza como un paso desde moldes preformados
hacia una modulación autodeformante universal, cuya fuerza y
efectividad radical consiste en su elasticidad, flexibilidad y adap-
tabilidad constante:

La fábrica hacía de los individuos un cuerpo, con la doble ventaja


de que, de este modo, el patrono podía vigilar cada uno de los
elementos que formaban la masa y los sindicatos podían movilizar
a toda una masa de resistentes. La empresa, en cambio, instituye
entre los individuos una rivalidad interminable a modo de sana
competición, como una motivación excelente que contrapone
unos individuos a otros y atraviesa a cada uno de ellos, dividién-
dole interiormente […] el relevo de la fábrica, la formación perma-
nente tiende a sustituir a la escuela, y el control continuo tiende a

81 Foucault, Seguridad, Territorio, Población, 320.

158
sustituir al examen. Lo que es el medio más seguro para poner la
escuela en manos de la empresa82.

Lo comentado, en plena sintonía con la lectura biopolítica fou-


caulteana, da cuenta de la apertura a un campo de análisis centra-
do en los mecanismos y prácticas que redefinen la comprensión
sobre el funcionamiento del poder, entendiendo que el desplaza-
miento desde la soberanía hacia la biopolítica no constituye ni
una secuencia historiográfica ni un reemplazo definitivo de uno
por otro. Es, más bien, un refinamiento de la mirada que asigna
especificidad, tanto a los procedimientos de ejercicio del poder
como al lugar que les compete a los sujetos que participan de
dichas operaciones y sus posibles interacciones. Esto implica, por
una parte, situar el problema del poder más allá de la dicotomía
tradicional individuo-masa, en la medida que esta nueva carto-
grafía constituye una suerte de introyección dialéctica de dicha
partición: “Los individuos han devenido ‘dividuales’ y las masas
se han convertido en indicadores, datos, mercados o ‘bancos’”83.
Por otra parte, reafirma el hecho de que efectivamente el poder
deja de ser un ámbito de incumbencia específico de la soberanía
jurídica, aun cuando estas modalidades se tornen oportunas para
la legitimidad de los poderes fácticos. Lo anterior es concordante
con la propensión de los actuales regímenes gubernamentales,
centrados en un capitalismo expansivo de superproducción, re-
gidos por las normas de un libre mercado, autorregulado, repor-
tando así un impacto material sobre las condiciones de vida de
los hombres dentro de este nuevo circuito: “Ahora, el instrumen-
to de control social es el marketing, y en él se forma la raza des-
carada de nuestros dueños […] El hombre ya no está encerrado
sino endeudado”84.

82 Gilles Deleuze, “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, Conversaciones 1972-


1990. Valencia: Editorial Pre-Textos, 1999, 280.
83 Deleuze, “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, 281.
84 Deleuze, “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, 284.

159
Este recorrido genealógico permite colegir que el núcleo de
efectividad del biopoder reside en la gestión de sus propias con-
diciones de posibilidad es decir, en un proceso de naturalización
de los hombres, las cosas y sus relaciones mediante la transfigura-
ción indefinida de sus límites85; en ella los individuos participan
de manera activa y voluntaria en la configuración de sus particio-
nes normativas:

El poder se ejerce ahora a través de maquinarias que organizan


directamente los cerebros (en los sistemas de comunicación, las
redes de información, etcétera) y los cuerpos (en los sistemas
de asistencia social, las actividades controladas, etcétera) con el
propósito de llevarlos hacia un estado autónomo de alienación,
de enajenación del sentido de la vida y del deseo de creatividad
[…] El biopoder es una forma de poder que regula la vida social
desde su interior, siguiéndola, interpretándola, absorbiéndola,
rearticulándola. El poder sólo puede alcanzar un dominio efec-
tivo sobre toda la vida de la población cuando llega a constituir
una función vital, integral, que cada individuo apoya y reactiva
voluntariamente86.

85 Lo anterior remite al gesto de apertura al campo de la conciencia de los objetos del


discurso, en tanto operaría un ejercicio moderno de explicitación lingüístico-material
de los mismos, teniendo menos que ver con un afán liberador que con un carácter
inclusivo-normativo del discurso, en base a la determinación de límites que presupo-
nen un orden. Lo dicho recuerda el planteamiento foucaulteano respecto de la relación
entre el pensamiento y sus enunciaciones: “No hemos liberado la sexualidad, sino que
la hemos llevado, exactamente, hasta el límite: límite de nuestra conciencia, ya que ella
dicta finalmente la única lectura posible, para nuestra conciencia, de nuestra incons-
ciencia; límite de la ley, ya que aparece como el único contenido absolutamente uni-
versal de lo prohibido; límite de nuestro lenguaje: diseña la línea de espuma de lo que
se puede alcanzar apenas sobre la arena del silencio. No es pues mediante ella como nos
comunicamos con el mundo ordenado y felizmente profano de los animales; más bien
se trata de una hendidura (scissure): no alrededor nuestro, para aislarnos o designarnos,
sino para trazar el límite en nosotros y dibujarnos a nosotros mismos como límite”.
Foucault, “Prefacio a la transgresión”, 145.
86 Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio. Barcelona: Paidós Ibérica, 2002, 38.

160
Esta nueva disposición del poder denota además la posibilidad
de conexión natural y sin interferencias entre política y vida. Una
concepción en que la “biopolítica no remite solo, o predominan-
temente, al modo en que, desde siempre, la política es tomada
–limitada, comprimida, determinada– por la vida, sino también,
y sobre todo, al modo en que la vida es aferrada, desafiada, pene-
trada por la política”87.
Es de suma relevancia considerar el quiebre que propone
Foucault, particularmente en relación con el paradigma impe-
rante del poder soberano. Desde esta perspectiva, la biopolítica
podría leerse en clave negativa, es decir, como aquello que rompe
o quiebra con el paradigma de la soberanía clásica. Huelga insis-
tir, no obstante, que esta delimitación esbozada por Foucault no
tiene un carácter excluyente, aun cuando lo que parece conectar
de fondo el tratamiento del tema es la gestión de la vida biológi-
ca por parte del Estado88. Lo que quedaría por resolver, en este
punto, concierne al lugar que ocupa la vida en la constitución de
una política vitalista.
En tal dirección parece relevante considerar la lectura que
realiza Esposito respecto de la matriz histórica que desencadena
la emergencia de la noción de biopolítica en la modernidad.
El filósofo señala que este concepto cobra un cariz particular
a partir de tres grandes ejes, siendo estos los que marcarán el
tránsito hacia lo que devendrá como una naturalización de la
política. El primer eje lo constituye la perspectiva organicista,

87 Roberto Esposito, Bíos. Biopolítica y Filosofía. Buenos Aires: Amorrortu Editores,


2004, 51.
88 Dentro de la obra de Foucault se pueden establecer cuatro grandes momentos, cada
uno con sus matices, en relación con el problema biopolítico: el surgimiento de la vida
social, el derecho soberano, la transformación de la guerra de las razas y la aparición de
la gubernamentalidad liberal. No existe un registro de una genealogía de la biopolítica
en Foucault, lo que podría haberse atribuido a un proyecto inconcluso por su prema-
tura muerte, aun cuando habría que considerar que, tal y como muestra su trabajo,
sus líneas de investigación se desplazaron hacia el problema de la subjetivación desde
la ética. Cf. Edgardo Castro, Diccionario Foucault. Temas, conceptos y autores. Buenos
Aires: Siglo XXI Editores, 2011, 56 y ss.

161
que entiende al Estado como una metáfora de lo viviente in-
tegrada por un conjunto de hombres que conforman una uni-
dad corpórea/espiritual marcada por una armonía irreductible
entre sus órganos y que, por lo mismo, puede ser descrita en
términos de sus potenciales enfermedades. El segundo es el eje
antropológico, que parte de una serie de leyes celulares basadas
en la biología elemental. Por último describe el eje naturalista,
centrado en la sociobiología y el evolucionismo darwiniano,
cuyo desarrollo habría buscado asentar una comprensión del
comportamiento político a partir de técnicas de investigación
biológica, entendiendo que entre ambos espacios existiría un
efecto de solapamiento89. Con estas distinciones, el filósofo ita-
liano intenta demostrar que existe una aparente ambivalencia
en la obra de Foucault, producto de una doble referencia a la
biopolítica. A juicio de Esposito, dicho tratamiento diferen-
cial se dirime en torno a dos precomprensiones distintas de
la noción de vida, lo que reporta una dificultad semántica: la
distinción entre bíos y zoé90. Esta separación en la concepción
de la vida cobrará un valor político fundamental a partir del
periodo de postguerra y de la declaración de los derechos hu-
manos, por cuanto divide a los hombres en dos zonas o áreas en
disputa dentro de sí: por una parte, aquella que da cuenta de
la vida como valor humano reconocido jurídicamente a partir
de su racionalidad, es decir, como persona. Por otra, aquella

89 Cf. Esposito, Bíos. Biopolítica y Filosofía, 27 y ss.


90 Surge, en esto, la gran interrogante respecto de la noción de vida en términos de su
relación de cercanía/distancia con lo natural: “¿qué es, si acaso es concebible, una vida
absolutamente natural, o sea, despojada de todo rasgo formal? Tanto más hoy, cuando
el cuerpo humano es cada vez más desafiado, incluso literalmente atravesado, por la
técnica. La política penetra directamente pero entretanto la vida se ha vuelto algo dis-
tinto de sí misma. Y entonces, si no existe una vida natural que no sea, a la vez, también
técnica; si la relación de dos entre bíos y zoé debe, a esta altura, incluir la téchne como
tercer término correlacionado, o tal vez debió incluirlo desde siempre, ¿cómo hipoteti-
zar una relación exclusiva entre vida y política?”. Esposito, Bíos. Biopolítica y Filosofía,
25.

162
impulsividad inconsciente propia de la animalidad que habría
que contener y regular dentro de sí91.
A juicio de Esposito, las dos aproximaciones al problema
biopolítico en Foucault se concentran específicamente en torno
a una distinción entre una política sobre la vida y una política de
la vida. La primera sería aquella que presupone una relación de
antagonismo entre los términos política y vida y que, en térmi-
nos de sus efectos, supone un dualismo enquistado en la relación
entre producción o potencial destrucción de la subjetividad. Esta
visión es la que habría permitido a Foucault establecer una sepa-
ración radical entre el dispositivo clásico del poder soberano y el
dispositivo disciplinario, bajo la premisa de que en este último ya
emerge un primer germen biopolítico:

La oposición no podría estar más marcada: en el régimen sobera-


no, la vida no es sino el residuo, el resto, dejado ser, salvado del
derecho de dar muerte, en tanto que en el régimen biopolítico la
vida se instala en el centro de un escenario del cual la muerte cons-
tituye apenas el límite externo o el contorno necesario92.

En este orden de cosas, lo característico del tránsito foucaul-


teano parece encontrarse en el paso desde la indistinción hacia
el reconocimiento del dualismo natural biologicista, entendido
como el desarrollo de una tecnología de saber sobre los sujetos.
Los efectos de lo anterior están asociados a la salida del hombre
del lado de las cosas –como un elemento suplementario al terri-
torio sobre el que se podría disponer–, y su ingreso al terreno
simbólico de una subjetividad individual de la que habría que
hacerse cargo.
Por su parte, en una línea algo diferente a la de Esposito,
Agamben hará hincapié en el hecho de que la biopolítica se erige

91 Cf. Roberto Esposito, El dispositivo de la persona. Buenos Aires: Amorrortu, 2011, 13


y ss.
92 Esposito, Bios. Biopolítica y Filosofía, 57.

163
como problema de todo régimen político, aludiendo a una dis-
tinción fundamental entre nuda vida y vida cualificada:

La pareja categorial fundamental de la política occidental no es la


de amigo-enemigo, sino la de nuda vida-existencia política, zoé-
bíos, exclusión-inclusión. Hay política porque el hombre es el ser
vivo que, en el lenguaje, separa la propia nuda vida y la opone a
sí mismo, y, al mismo tiempo, se mantiene en relación con ella en
una exclusión inclusiva93.

La propuesta crítica de Agamben considera la soberanía como


principio político fundamental, cuyo origen podría rastrearse a
los inicios de las configuraciones históricas occidentales. Es desde
este lugar que, a su juicio, se pueden comprender los modos en
que confluye el poder jurídico-institucional con la biopolítica,
no como modelo biológico para pensar la política, sino como
un conjunto de estrategias y prácticas que tienen por objetivo el
control de la vida biológica de los sujetos. En palabras del filósofo
italiano:

Esos dos análisis no pueden separarse […] las implicaciones de


la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario
–aunque oculto– del poder soberano. Se puede decir, incluso, que
la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del
poder soberano94.

La distinción entre bíos y zoé se hace fundamental para compren-


der el proyecto agambeniano. En él se define la cuestión política
alrededor de la centralidad que cobra la división humana en-
tre una animalidad orgánica y una humanidad entendida como
funcionalidad relacional. Ambas posiciones coexisten dentro del

93 Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Editorial
Pre-Textos, 2010, 18.
94 Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, 16.

164
sujeto a la manera de una estructura de significantes posibles, y
en el tránsito entre una y otra se genera una rentabilidad política
toda vez que el objeto deviene en “sujeto-objeto” del poder:

La división de la vida en vegetal y de relación orgánica y animal,


animal y humana, se desplaza pues al interior del viviente hombre
como una frontera móvil, y, sin esta íntima cesura, la decisión mis-
ma sobre lo que es humano y lo que no lo es sería, probablemen-
te, imposible. La posibilidad de establecer una oposición entre el
hombre y los demás vivientes y, al propio tiempo, de organizar la
compleja –y no siempre edificante– economía de las relaciones
entre los hombres y los animales, solo se da porque algo como una
vida animal se ha separado en el interior del hombre, solo porque
la distancia y la proximidad con el animal se han mensurado y
reconocido sobre todo en lo más íntimo y cercano […] Ahora
tenemos que aprender a pensar, muy de otro modo, al hombre
como lo que resulta de la desconexión de esos dos elementos, e
investigar, no el misterio metafísico de la conjunción, sino el mis-
terio práctico y político de la separación95.

Esta separación sería el espacio por excelencia de la cartografía


política moderna, introyectada en el sujeto a partir de su pen-
samiento. Hay en esto una presencia logocéntrica orientada a
imponer una partición normativa que faculta la lectura del hom-
bre sobre sí mismo, favoreciendo un movimiento estratégico de
inclusión de la nuda vida como condición de aseguramiento
de su exclusión96. En este sentido, la biopolítica representaría

95 Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal, 28.


96 En esto se puede entender la noción de excepción como ya incrustada dentro del pro-
blema epistemológico moderno, por cuanto abre una brecha en la distinción entre
hombre/animal a partir de la irrupción del lenguaje como lo propiamente humano. En
otras palabras, la distinción es puramente lingüística, pero requiere de su opuesto –un
mutismo animal– para afirmarse en tanto diferencia y, al mismo tiempo, un espacio
de continuidad de la partición: “La producción de lo humano por medio de la opo-
sición hombre/animal, humano/inhumano, la máquina funciona de modo necesario
mediante una exclusión (que es siempre también una aprehensión) y una inclusión
(que es también y ya siempre una exclusión). Precisamente porque lo humano está ya

165
la posibilidad del poder soberano para disponer de la vida natu-
ral, suprimiéndola del ordenamiento jurídico sin que eso impli-
que una sanción97. Es por ello que Agamben interpela a Foucault,
mostrando que la inclusión de la zoé en la polis ya se vislumbraba
en los primeros paradigmas políticos occidentales:

Lo decisivo es, más bien, el hecho de que, en paralelo al proceso


en virtud del cual la excepción se convierte en regla, el espacio de
la nuda vida que estaba situada originariamente al margen del or-
den jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio
político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno,
bíos y zoé, derecho y hecho, entran en una zona de irreductible
indiferenciación. Cuando sus fronteras se desvanecen y se hacen
indeterminadas, la nuda vida que allí habitaba queda liberada en
la ciudad y pasa a ser a la vez el sujeto y el objeto del ordenamiento
político y sus conflictos, el lugar único tanto para la organización
del poder estatal como de la emancipación de él98.

De esta manera la vida cualificada, aquella sobre la que se en-


marcan los derechos naturales a partir de la inscripción de la vida
natural en el orden jurídico que opera como principio del deve-
nir subjetivo del ciudadano, no sería más que el reflejo de un so-
lapamiento siempre desfasado del bíos sobre la zoé. Esto, a juicio
de Agamben, daría cuenta de las razones por las que Foucault
no habría logrado dar una explicación definitiva a los regímenes

presupuesto en todo momento, la máquina produce una suerte de estado de excepción,


una zona de indeterminación en que el fuera no es más que la exclusión de un fuera”.
Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal, 52.
97 Frente a lo anterior, Agamben da cuenta de las formas modernas en que el estado
de excepción se ha constituido en la forma de soberanía por excelencia. Lo anterior,
como un mecanismo de exclusión/inclusión –de la norma, pero en su formato de
suspensión– o, en otras palabras, como la regla que da cabida a la excepción por medio
de su suspensión y en la que, en definitiva, la excepción se vuelve regla. Así se explicaría
el uso de los estados de excepción permanentes como sistemas de prácticas políticas
contemporáneas. Cf. Giorgio Agamben, Estado de excepción. Homo sacer II, 1. Valencia:
Editorial Pre-Textos, 2010, 10 y ss.
98 Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, 19.

166
de soberanía fundados en dar la muerte en el contexto político
contemporáneo. Aquello se explicaría en la medida que, desde
los tiempos remotos, el poder soberano ha tenido la posibilidad
de insertar la vida, sin más, en la excepción. Y es en virtud de este
mismo presupuesto que se podría llegar a establecer una relación
de base entre democracia y totalitarismo:

Tal es la fuerza y, al mismo tiempo, la íntima contradicción de la


democracia moderna: esta no suprime la vida sagrada, sino que la
fragmenta y disemina en cada cuerpo individual, haciendo de ella
el objeto central del conflicto biopolítico. Y aquí está precisamen-
te la raíz de su secreta vocación biopolítica: el que más tarde se
presentará como portador de derechos y, con un curioso oxímo-
ron, como el nuevo sujeto soberano (subjectus superaneus, es decir
que está por debajo y, al mismo tiempo, por encima), solo puede
constituirse como tal repitiendo la excepción soberana y aislando
en sí mismo corpus, la nuda vida99.

Frente a esta diversidad de propuestas interpretativas respecto de


los nuevos modos en que opera el diagrama biopolítico del po-
der, interesa subrayar dos aspectos comunes fundamentales: por
una parte su carácter difuminado, considerando que existe una
suerte de despersonalización del poder, aun cuando este se inter-
prete del lado de la soberanía jurídica; por otra parte su fuerte
carácter normalizador, entendiendo que remite al surgimiento de
una serie de prácticas heterogéneas orientadas a la construcción
de experiencias de subjetivación, y cuyo centro consiste en man-
tener sus disposiciones normativas ocultas. No obstante, podría
observarse una aparente contradicción en esto frente la tenden-
cia actual hacia la despolitización de los individuos dentro de
los modelos políticos contemporáneos. Una forma de explicar
dicha paradoja sería visibilizando la relación existente entre la
politización de la vida biológica y la despolitización de la vida

99 Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, 158.

167
significante –justa, común–, es decir, una suerte de quiebre en el
llamado kantiano a hacer uso público de la razón100. Esta relación
aporética surge frente a un poder que, al situar el problema de
la vida política sobre la base de la participación representativa,
instituye una partición normativa entre, por un lado, el carácter
de lo político como un ejercicio técnico orientado a un objeto es-
pecífico –la sociedad– y, por otro, un modelo relacional centrado
en una economía de derechos individuales101.
Yendo incluso más allá, lo que se disputa en esta aparente
contradicción sería el rol inmunizador de lo jurídico entendido
como mecanismo que, por un lado, salvaguarda la seguridad de
los sujetos dentro de la sociedad civil frente a sus posibles excesos
instintivos y, por otro, determina los principios de vinculación
entre el individuo y la comunidad a partir de una secuencia que

100 Es pertinente recordar la apelación que hace Kant a propósito del contrato tácito que
se cumple a partir de la noción de ciudadanía: “Los miembros de una sociedad seme-
jante (societas civilis) –es decir, de un Estado–, unidos con vistas a la legislación, se
llaman ciudadanos (cives) y sus atributos jurídicos, inseparables de su esencia (como
tal), son los siguientes: la libertad legal de no obedecer a ninguna otra ley más que a
aquella a la que ha dado su consentimiento; la igualdad civil, es decir, no reconocer
ningún superior en el pueblo, solo a aquel al que tiene la capacidad moral de obligar
jurídicamente del mismo modo que este puede obligarle a él; en tercer lugar, el atributo
de la independencia civil, es decir, no agradecer su propia existencia y conservación al
arbitrio de otro en el pueblo, sino a sus propios derechos y facultades como miembro
de la comunidad, por consiguiente, la personalidad civil que consiste en no poder ser
representado por ningún otro en los asuntos jurídicos”. Immanuel Kant, La metafísica
de las costumbres. Madrid: Editorial Tecnos, 1989, 143-144.
101 Existe una sincronía entre lo señalado con el análisis que realiza Deleuze a propósito de
su lectura del poder en Foucault. En el paso del derecho civil al derecho social, Deleuze
entiende que se abre una nueva brecha que rompe con el contractualismo clásico y que
incrusta a un tercero –la sociedad– entre el gobernante y el gobernado: “¿El mandato
de un diputado es un contrato entre electores y el diputado? Los diputados hablan del
contrato que los unen a sus electores. Es una fórmula de cortesía, saben muy bien que
no es un contrato. Porque es fundamentalmente oponible a terceros. Si un diputado
representara a quienes lo votaron, sería un contrato. Pero representa también a quienes
no lo votaron, o a quienes no pueden votar, los niños, los idiotas, etc. […] El sujeto de
derecho ya no es la persona en el hombre, ya no hay persona en el hombre. El sujeto
de derecho ha devenido lo viviente en el hombre […] El derecho social descansa sobre
lo viviente y ya no sobre la persona, mientras que el derecho civil descansaba sobre la
persona”. Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 373-375.

168
va desde lo interno –los derechos privados–, hacia lo externo –las
obligaciones ciudadanas–. Esta ecuación transforma el yo en una
variable central de la ecuación, considerando que lo que anuda
dicha relación es aquello que es privado o, en otros términos, lo
que pone al sujeto fuera del espacio de lo común. En palabras de
Esposito:

Por fin se hace claro el nexo negativo que une comunidad y dere-
cho. Aunque –como se ha visto– sea absolutamente necesario para
su supervivencia, el derecho se relaciona con la comunidad por su
reverso: para mantenerla con vida, la arranca de su significado más
intenso […] Se podría llegar a decir que el derecho conserva la co-
munidad mediante su destitución. Que la constituye destituyén-
dola. Y esto –por paradoja extrema– en la medida exacta en que
procura reforzar su identidad […] La forma jurídica asegura a la
comunidad del riesgo de conflicto mediante la norma fundamen-
tal de la absoluta disponibilidad de las cosas para ser usadas, con-
sumidas o destruidas por quien puede reivindicar legítimamente
su posesión sin que nadie más pueda interferir. Pero de este modo
invierte el vínculo afirmativo de la obligación común en el dere-
cho puramente negativo de todo individuo al excluir a cualquier
otro de la utilización de lo que le es propio. Esto quiere decir que
la sociedad jurídicamente regulada es unificada por el principio
de común separación: solo es común la reivindicación de lo indi-
vidual, así como la salvaguarda de lo que es privado constituye el
objeto del derecho público102.

Esto vendrá a definir un marco contractual de vinculación en


términos de una necesidad utilitaria entre los individuos y las
instituciones políticas. Lo anterior abre la posibilidad de autoe-
xclusión voluntaria respecto de la participación ciudadana, bajo
la creencia de que la institucionalidad se dirime en un campo de

102 Roberto Esposito, Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorror-
tu Editores, 2009, 36-41.

169
representación de intereses puramente individuales103. El resulta-
do de esto puede entenderse como la instauración de un nuevo
régimen de comprensión de la relación distintiva entre lo público
y lo privado o, en otros términos, una ruptura de los límites entre
ambos que legitima la existencia de una privatización de la ex-
periencia pública104. Esto desemboca en un estancamiento en las

103 La noción de inmunidad constituiría el paradigma interpretativo de la biopolítica, en-


tendido como aquel presupuesto que releva la función de negatividad –de asegurar
la vida a través de una máquina capaz de activarse y perfeccionarse a partir de la ins-
cripción de trazos calculados de agentes patógenos– en torno a un doble comparativo
(extrañamiento de la vida) como condición de posibilidad para la articulación entre el
poder y la conservación de la vida: “Más que en cualquier otro caso, el término debe
entenderse en su doble significado: ellos son sujetos de ella en la medida en que la han
instituido voluntariamente por medio de un libre contrato. Pero están sujetos a ella
porque, una vez instituida, no pueden oponérsele, por ese mismo motivo: porque se
opondrían a sí mismos […] La misma relación se establece entre poder soberano y
derechos individuales. Estos dos elementos, como lo explicó el propio Foucault, no se
relacionan en forma inversamente proporcional, tal que la amplificación del primero
corresponda a la restricción del segundo, y viceversa. Al contrario, se implican mu-
tualmente, uno como reverso complementario del otro: solo individuos iguales entre
sí pueden instituir a un soberano capaz de representarlos legítimamente. A la vez, solo
un soberano absoluto puede liberar a los individuos de la sujeción a otros poderes
despóticos […] lejos de excluirse o contraponerse, absolutismo e individualismo se
implican en una relación que cabe atribuir a un mismo proceso genético. Mediante el
absolutismo, los individuos se afirman y se niegan a la vez: presuponiendo su propia
presuposición, se destituyen en cuando sujetos instituyentes, pues el resultado de esa
institución no es otro que aquello que a su vez los instituye […] el efecto de desvin-
culación que proyecta sobre los hombres, su transformación en individuos igualmente
absolutos mediante la sustracción al munus que los une al lazo común. La soberanía
es el no ser en común de los individuos, la forma política de su desocialización […]
Para salvarse de modo duradero, la vida debe hacerse ‘privada’ en el doble sentido de
la expresión: privatizada y privada de ese vínculo que la expone a su rasgo común. Ha
de cortarse de raíz toda relación ajena a la que, de modo vertical somete a cada uno a
la autoridad soberana. Tal es, con propiedad, el significado de ‘individuo’: permanecer
indiviso, unido a sí mismo, por la misma línea que divide de todos los demás”. Esposi-
to, Bíos. Biopolítica y Filosofía, 96-98.
104 A propósito del problema de la relación entre lo comentado y el gobierno de la vida,
Esposito señala que: “En el momento en que, por una parte, se derrumban las dis-
tinciones modernas entre lo público y lo privado, Estado y sociedad, local y global,
y, por la otra, se agotan todas las otras fuentes de legitimación, la vida misma se sitúa
en el centro de cualquier procedimiento político: ya no es concebible otra política que
una política de la vida, en el sentido objetivo y subjetivo del término”. Esposito, Bíos.
Biopolítica y Filosofía, 26.

170
formas de participación política, configuradas en función de una
concepción de libertad a merced de las reglas prescritas por un
mercado de transacciones materiales y simbólico-lingüísticas. A
su vez, permite atender a las formas en que los discursos político-
jurídicos se articulan como entidades portadoras de exclusividad
en cuanto a su legitimidad, mediadas por los objetivos en ellos
contenidos. En este caso la potencia del poder político se encon-
traría determinada por principios de ordenamiento subyacentes,
contenidos en racionalidades específicas que agrupan y clasifican
de determinadas maneras las cosas y sus significados asociados:

La función de la lógica de la estrategia es establecer las conexiones


posibles entre términos dispares y que siguen dispares. La lógica
de la estrategia es la lógica de la conexión con lo heterogéneo y no
la lógica de homogenización de lo contradictorio105.

Lo anterior constituye, atendiendo al marco que proporciona la


discusión biopolítica, el resultado de una distribución vitalista
de los cuerpos, vivos y/o muertos, cuyo eje objetivo central se
enfoca a la modulación de la voluntad de ser gobernado, deli-
mitándose así los campos de experiencias políticas posibles de
los sujetos individuales en relación con las instituciones que los
reconocen como tales.
En suma, el problema reside en el abandono de la lectu-
ra del sujeto como ente aislado y encerrado en una lógica de
predicados. Esto obliga a resituar la mirada sobre los planos de
regularidad que componen al individuo, a partir de su sujeción a
dispositivos institucionales y extrainstucionales que lo conminan
a formarse y categorizarse, autoimponiéndose de manera volun-
taria un sentido de sí mismo prescrito por el medio que lo rodea.
Foucault define lo anterior como una tecnología política de los
individuos:

105 Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 62.

171
La característica más importante de nuestra racionalidad política
se atiene, en mi opinión, a lo siguiente: esta integración de indivi-
duos en una comunidad o en una totalidad, es el resultado de una
correlación permanente entre una individualización siempre más
impulsada y la consolidación de esa totalidad. Desde este punto
de vista, podemos comprender por qué la antinomia derecho/po-
der permite la racionalidad política moderna106.

Cabe notar el hecho de que, aun cuando la población se consoli-


da como objeto privilegiado de la biopolítica, de ninguna mane-
ra elimina al individuo sobre el que se instituye la normalización.
Es más, sería posible afirmar que la rentabilidad del biopoder se
encuentra dispuesta en torno al cambio en la disposición dia-
gramática que ofrece una nueva alternativa metafísica a lo que
ocurre entre la vida biológica de la especie y el cuerpo individual.
Por lo tanto, a diferencia de los pensadores que han intentado
incesantemente completar el cuadro foucaulteano del poder, el
asunto residiría menos en rastrear una línea de continuidad del
biopoder a la base de todas las formas de poder jurídico, que
en determinar las condiciones materiales en que produce dicha
relación en el presente, es decir, en aquellas formas complejas de
coacción extrajurídicas que operan sobre los individuos a través
del espacio social.
El caso de la actualidad biopolítica foucaulteana, –la que
marca un quiebre decisivo con el poder soberano y el poder dis-
ciplinario–, está indefectiblemente unida a la obligatoriedad del
reconocimiento de la condición somática de los cuerpos. Dicho
reconocimiento comienza a cobrar primacía con el surgimien-
to de un corpus de saberes disciplinares que surgen gracias a un
complejo desplazamiento histórico-epistémico. Es a partir de este
momento que las vinculaciones entre vida y política cobran ren-
tabilidades teórico-prácticas específicas, en especial considerando

106 Michel Foucault, “La tecnología política de los individuos”. La inquietud por la verdad.
Escritos sobre la sexualidad y el sujeto. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2013, 256.

172
que la noción actual de vida no habría existido antes de la apa-
rición de la anatomía patológica107. Así, lo viviente se transforma
en una configuración discursiva cualitativamente diferente en re-
lación con los marcos de la historia natural108. En otras palabras,
desde esta perspectiva no tendría mucho sentido emprender un
análisis de un sujeto biológico como dato a priori, es decir, desde
la dimensión de una naturaleza humana, ya que impide consi-
derar los estudios sobre la vida en general como responsables de
la emergencia de un saber biológico, es decir, “la noción de vida
no es un concepto científico, sino un indicador epistemológico, un
clasificador y diferenciador cuyas funciones tuvieron un efecto
sobre los debates científicos, pero no sobre su objeto”109.
Lo que posibilita el nacimiento de este saber sobre la orga-
nicidad de los cuerpos es, precisamente, la incorporación de la
vida dentro de una grilla de inteligibilidad fundada en un sistema
de normas que caracterizan los saberes sobre la vida, poniendo al
hombre en una posición de distancia con la naturaleza o humana

107 Sobre esto Foucault apunta que lo fundamental de la clínica tiene que ver con una
transformación de la mirada del cuerpo donada por la medicina, esto es: “La estruc-
tura, a la vez perceptiva y epistemológica que gobierna la anatomía clínica y toda la
medicina que deriva de ella, es la de la invisible visibilidad. La verdad que, por derecho
propio, está hecha para el ojo, le es arrebatada, pero subrepticiamente apenas señalada
por lo que trata de evitarla. El saber se desarrolla según todo un juego de envolturas; el
elemento oculto toma la forma y el ritmo del contenido oculto, que hace que sea de la
misma naturaleza del velo para ser transparente […] Lo que oculta y envuelve, el telón
de la noche sobre la verdad, es paradójicamente la vida; y la muerte, por el contrario,
abre para la luz del día el negro cofre de los cuerpos: oscura vida, muerte limpia, los
más antiguos valores imaginarios del mundo occidental se cruzan allá en extraño con-
trasentido, que es el sentido mismo de la anatomía patológica, se convierte en tratarla
como un hecho de civilización del mismo orden, y, por qué no, de la transformación
de una cultura que incinera, en cultura que inhuma. La medicina del siglo XIX ha
estado obsesionada por este ojo absoluto que da carácter de cadáver a la vida, y vuelve
a encontrar en el cadáver la endeble nervadura rota de la vida”. Michel Foucault, El
nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica. Buenos Aires: Siglo XXI
Editores, 2004, 235-236.
108 Cf. Nikolas Rose, Políticas de la vida. Biomedicina, poder y subjetividad en el siglo XXI.
Buenos Aires: UNIPE Editorial Universitaria, 2012, 102.
109 Michel Foucault, “De la naturaleza humana: justicia contra poder” [1971], Obras esen-
ciales, 396.

173
a partir del ordenamiento de los cuerpos en relación con su ne-
gatividad, es decir, con lo inorgánico. Según esto cobra sentido la
concepción de la vida como aquello que acontece dentro de los
límites propuestos por la muerte. Sobre esta premisa implícita se
legitima una gestión de los cuerpos orientada a intervenirlos para
lograr aplazar, desplazar o demorar lo inevitable. Esto le servirá
a Foucault para señalar que “la vida y la muerte nunca son en sí
mismos problemas médicos. Incluso cuando el médico, en su tra-
bajo, arriesga su propia vida o la de otros, se trata de una cuestión
moral o de política, no de una cuestión científica”110. Deleuze es
muy claro en esto, al vincular la noción de vida con la de inma-
nencia, otorgándole un carácter de singularidad real que se resiste
a ser situada como algo asignable a una lógica trascendental. Esto
obliga a abandonar la premisa que propone la vida como contra-
punto a una noción universal de muerte. Sería, más bien, algo
que continuamente excede o se resta a la operatoria prístina de los
procesos de subjetivación:

Se trata de una hecceidad, que no es una individuación, sino una


singularización: vida de pura inmanencia, neutra, más allá del
bien y el mal, porque solo el sujeto que la encarnaba en el medio
de las cosas la volvía buena o mala […] vida inmanente porta-
dora de los acontecimientos o singularidades que hacen más que
actualizarse en sujetos y objetos. No adviene ni sucede, sino que
presenta la inmensidad del tiempo vacío donde el acontecimiento
se percibe todavía por venir o ya pasado, en lo absoluto de una
conciencia inmediata111.

Esta distinción se hace fundamental, toda vez que permite com-


prender que el ejercicio de la biopolítica foucaulteana cobra
fuerza al mostrar las condiciones históricas que habilitan una

110 Foucault, “La vida: la experiencia, la ciencia”, 54.


111 Gilles Deleuze, “La inmanencia: una vida…”. Giorgi y Rodríguez (comp.). Ensayos
sobre biopolítica, 38.

174
positividad que responde a funciones específicas de enunciación
dentro de un contexto histórico particular. De esta manera, no
sería posible establecer una presunción ontológica respecto de
una vinculación entre biopolítica y tanatopolítica112.

Del diagrama del poder al gobierno del presente


El giro que va desde el problema del poder hacia el problema
del gobierno en el pensamiento foucaulteano113, obliga a pensar
la cuestión de la determinación del sí mismo a partir de una serie
de prácticas que definen los modos de constituir, organizar y ges-
tionar la experiencia. Esto lleva necesariamente a considerar un
nuevo marco de análisis. En adelante, se tratará de indagar sobre
los modos en que los seres humanos llegan a convertirse en suje-
tos a partir de determinadas estrategias o técnicas de sí, es decir,

112 Agamben retoma la noción de inmanencia propuesta por Deleuze para justificar la
necesidad de trascender las oposiciones que componen el binomio vida-muerte, que
llevarían a insertar la cuestión de la vida dentro de una configuración taxonómica
particular: “Sobre el término ‘vida’, con respecto a la cual ya podemos adelantar que
mostrará que no se trata de una noción médico-científica, sino de un concepto filosó-
fico-político-teológico y que, por lo tanto, muchas categorías de nuestra tradición filo-
sófica deberán ser repensadas en consecuencia. En esta nueva dimensión, ya no tendrá
mucho sentido distinguir no solo entre vida orgánica y vida animal, sino también entre
vida biológica y vida contemplativa, entre vida desnuda y vida de la mente”. Giorgio
Agamben, “La inmanencia absoluta”. Giorgi y Rodríguez (comp.). Ensayos sobre bio-
política, 91. Lo que parece desconocer el filósofo italiano es la singular gestualidad de
la biopolítica foucaulteana, que en ningún momento pretende transformarse en una
genealogía de la vida, justamente frente al peligro de caer en una suerte de recurso
histórico lineal que clausure las posibilidades de análisis estratégico que dicha categoría
comporta al interior del espacio epistémico moderno, en términos de sus rentabilida-
des de subjetivación-objetivación. Así se entiende la mentada enunciación de Foucault,
al señalar que la vida, como tecnología discursiva de la modernidad, emerge con la
biología.
113 Se debe entender la noción de gobierno como algo más que los procesos decisionales de
las instancias administrativas y estatales; se trata, más bien, de entenderlo como “me-
canismos y procedimientos destinados a conducir a los hombres, dirigir la conducta de
los hombres, conducir la conducta de los hombres”. Michel Foucault, Del gobierno de
los vivos. Curso en el Collège de France (1979-1980). Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica, 2014, 32.

175
procedimientos, existentes sin duda en cualquier civilización, que
son presupuestos o prescritos a los individuos para fijar su identi-
dad, mantenerla o transformarla en función de un cierto número
de fines, y todo ello gracias a las relaciones de dominio de sí sobre
uno mismo, o de conocimiento de uno por sí mismo114.

La noción de gubernamentalidad115 en Foucault constituye un


punto de referencia clave, puesto que analiza de manera explícita
las formas en que el arte de gobernar a los sujetos tiene con-
secuencias insospechadas en la construcción de su individuali-
dad. Es un concepto que denota una disposición centrada en
la conducción de la conducta, subvirtiendo la lógica del sujeto-
predicado, demostrando que la autonomía se ejerce menos como
adjetivo calificativo que como condición fundamental de la exis-
tencia del sujeto. Desde esta perspectiva, el gobierno evoca la
posibilidad material de influir sobre otro, y sobre uno mismo,
produciendo efectos de realidad. Quizás el gesto más propiamen-
te problemático de esto reside en la necesidad de sostener la base
de la política en una ontología del sujeto como agente activo de

114 Michel Foucault, “Subjetividad y Verdad” [1981], Obras esenciales, 908.


115 Foucault introduce este neologismo como un juego de reglas de los gobiernos, enten-
didos como una serie de prácticas concretas que producen determinadas maneras de
regulación referidas específicamente a la introducción de estrategias económicas y polí-
ticas. Sería el despliegue de una analítica de gobierno volcada sobre los elementos y sus
vinculaciones que, debido a un desplazamiento y reacomodación de elementos, tiene
efectos de realidad. En su decir, sería: “El conjunto constituido por las instituciones,
los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer
esa forma bien específica, aunque muy compleja, del poder que tiene por blanco prin-
cipal la población, por forma mayor de saber la economía política y por instrumento
esencial los dispositivos de seguridad. Segundo, por ‘gubernamentalidad’ entiendo la
tendencia, la línea de fuerza que, en todo Occidente, no dejó de conducir, y desde hace
mucho, hacia la preeminencia del tipo de poder que podemos llamar ‘gobierno’ sobre
todos los demás: soberanía, disciplina, y que indujo, por un lado, al desarrollo de toda
una serie de saberes. Por último, creo que habría que entender ‘gubernamentalidad’
como el proceso o, mejor, el resultado del proceso en virtud del cual el Estado de
justicia de la Edad Media, convertido en Estado administrativo durante los siglos XV
y XVI, se ‘gubernamentalizó’ poco a poco”. Foucault, Seguridad, Territorio, Población,
136.

176
la historia. Bajo esta premisa se engarza la posibilidad de pensar
en un modelo gubernamental. En otras palabras, las conductas
se inscriben en un ámbito de pertenencia al individuo autónomo
que, a pesar de serlo, debe aceptar las condiciones contractuales
que en adelante devienen autoimpuestas. Dicha autonomía ha
de ser delimitada, en términos discursivos, dentro de una cadena
enunciativa, de modo que la prescripción ya vendría dada por la
inscripción del sujeto dentro de dicho espacio de reconocimien-
to. El efecto se observa en la explotación productiva de un poten-
cial creativo, cuya incardinación se efectúa alrededor de una serie
de prácticas de elaboración de sí mismo. No se debe olvidar que
en dicho ejercicio emerge la injerencia de un rango de acción gu-
bernamental que pone al individuo en una determinada relación
de proyección ligada al binomio gobierno-autogobierno.
Todo parece indicar que el gobierno se inscribe en el sujeto a
partir de la creación de una interioridad sujeta a la Ley garantiza-
da por el Estado116. Esto supone la posibilidad de reconocer que
existen una serie de estrategias materiales en los modos en que los
sujetos llegan a definirse como tales, ya no exclusivamente desde
la consideración de una exterioridad que asegura las condiciones
básicas de seguridad a partir de un contrato sometido al impe-
rativo del bien común, sino por medio de la generación de una
necesidad interior que no puede ser reducida a una mera interio-
ridad psicológica: “Esta ‘necesidad’ de ser gobernado, como parte

116 En este sentido, habría que entender el Estado como una pluralidad de prácticas de
gobierno que, por un lado, producen efectos materiales, saberes, teorías y que, por
otro, modelan mentalidades y subjetividades. Es decir, no existiría un “Estado”, sino
múltiples estatizaciones, múltiples gubernamentalidades ejerciendo sus efectos de fuer-
za. El Estado sería el resultado de lo que acontece al producirse un choque de fuerzas
en constante flujo, permitiendo agrupar en un cuerpo coherente una serie de saberes
dominantes y correlaciones entre estos, dentro de un cálculo de tácticas y estrategias
de poder que se construyen a posteriori: “El Estado no es por tanto el núcleo generador
del ejercicio de gobierno, sino una pieza, un ‘puerto’ en un circuito que enlaza estrate-
gias políticas más globales (nivel molar) y el ejercicio del poder en los escenarios con-
ceptualizados usualmente como ‘no políticos’ o de confinamiento privado”. Vázquez,
“Empresarios de nosotros mismos”, 184.

177
de la subjetividad, es menos una necesidad natural que un nodo
central de la cultura moderna producido en el transcurso de su
transformación”117. Además, pone en tela de juicio la concepción
del Estado como figura portadora del poder, transformando la
subjetividad en el eventual resultado de determinados ámbitos
de acción y reacción que se dirimen en relación con un potencial
de libertad propio del hombre individual.
Frente a lo anterior surge la pregunta respecto de cómo el
sujeto moderno, interpelado desde la racionalidad política mo-
derna, logra dar cuenta de sí considerando una situación para-
dójica: por una parte, bajo la necesidad de transformarse en un
sujeto autónomo y responsable de sí mismo; por otra, sin dejar
de reconocerse como sujeto adscrito a una serie de estrategias de
regulación socioculturales naturalizadas y difusas. En otras pala-
bras, la cuestión puede pensarse como una relación estratégica
entre una doble vertiente del ejercicio de gobernar: la primera
aparece identificada con el plano de conducción de las conduc-
tas, mientras que la segunda se presenta como una sutil y so-
lapada modulación de una interioridad imaginaria. Lo que se
encuentra soslayado en este doble movimiento gubernamental
parece ser la relación dialéctica entre totalización e individuali-
zación, a partir de una disposición tópica entre lo universal y lo
particular. Si esto es así, la acción gubernamental asegura su éxi-
to produciendo y suscribiendo a sujetos individuales dentro de
diversidades agrupadas en torno a múltiples espacios, categorías,
identidades, intereses y deseos, que, curiosamente, se vivencian
como comunes a todos ellos:

En lo sucesivo, el arte de gobernar va a consistir, no en recuperar


una esencia o permanecer fiel a ella, sino en manipular, mantener,
distribuir, restablecer relaciones de fuerza, y hacerlo en un espacio

117 Marcelo Caruso, La biopolítica en las aulas. Prácticas de conducción en las escuelas ele-
mentales del Reino de Baviera, Alemania (1869-1919). Buenos Aires: Prometeo Libros,
2005, 27.

178
de competencia que implica un desarrollo competitivo. En otras
palabras, el arte de gobernar se despliega en un campo relacional
de fuerzas. Y eso es, a mi parecer, el gran umbral de la modernidad
de dicho arte118.

Lo dicho daría cuenta de una doble caracterización del sujeto


devenido individuo privado: por un lado, gracias a una interiori-
dad posible de ser documentada y explicada en torno a una con-
ciencia, unas motivaciones y deseos; y por otro, en torno a una
exterioridad conductual, reflejo de la interioridad, hacia la que
se dirige la acción de gobierno. Dicha acción se entiende como
la regulación de un conjunto de prácticas concretas y cotidianas
que abarcan todos los ámbitos de la vida. Desde esta óptica, el
potencial de efectividad gubernamental reside en el ocultamien-
to de las condiciones enunciativas que sostienen y naturalizan di-
cha distinción, presumiendo que el individuo es aquel que posee
la capacidad de resolver su existencia por medio de un ejercicio
ethopolítico119, de concordancia consigo mismo, sin consignar
que dicha distinción se resuelve entre un espacio de superficies
superpuestas que esconden las rentabilidades específicas que di-
cha separación contiene.
En esta dirección, el problema que subyace a la concep-
ción gubernamental del presente se puede analizar en términos

118 Foucault, Seguridad, Territorio, Población, 356.


119 Esta noción remite a “los intentos de definir la conducta de los seres humanos actuan-
do sobre sus sentimientos, creencias y valores, en pocas palabras, actuando sobre la
ética. En la política de nuestro presente, en particular en nuestro renovado interés por
los temas comunitarios, el ethos de la existencia humana –los sentimientos, naturaleza
moral o creencias rectoras de las personas, grupos o instituciones– ha venido a propor-
cionar el ‘medio’ en el que es posible conectar el autogobierno del individuo autónomo
con los imperativos del buen gobierno. Si la ‘disciplina’ individualiza y normaliza, y
la ‘biopolítica’ colectiviza y socializa, la ‘ethopolítica’ concierne a las técnicas por las
cuales los seres humanos se juzgan y actúan sobre sí para volverse mejores de lo que
son. Si bien los intereses etopolíticos abarcan desde el estilo de vida hasta la comuni-
dad, confluyen en una clase de vitalismo, en disputas respecto al valor asignado a la
vida misma: ‘calidad de vida’, ‘el derecho a la vida’ o ‘el derecho de elección’, eutanasia,
terapia génica, clonación humana y otras”. Rose, Políticas de la vida, 67.

179
de racionalidades específicas históricamente determinadas, que
conminan a los individuos a preguntarse por ellos mismos de
determinadas maneras, adscribiéndose a marcos de legibilidad
prefigurados. En la medida que esto deja de entenderse como
una cuestión netamente utilitaria, contingente, basada en un po-
der exterior que ejerce sus influjos sobre un individuo aislado, el
problema se desplaza hacia la determinación ético-política que
convoca un modo –correcto, legítimo, válido, normal– de ser
como potencialidad latente. Desde este marco las racionalidades
(neo)liberales se tornan singulares, ya que contienen en sus bases
los principios de autolimitación de un Estado que, sin desapare-
cer del todo, se pueda desgubernamentalizar, de tal forma que su
función fundamental quede acotada a asegurar las condiciones
para que el mercado siga su curso de acuerdo con sus propias
leyes naturales.
El surgimiento del liberalismo, en sincronía con lo comenta-
do a propósito de la biopolítica, contiene como principio funda-
mental la gestión de los sujetos para la implementación de nue-
vas tecnologías políticas. Estas prácticas, centradas en la libertad
de los individuos y sus intereses, se verán rediseñadas en términos
del rol que juega el Estado. El liberalismo, en este caso al menos,
debe ser entendido como una serie de modos de pensar en cómo
debe ser ejercido el gobierno gracias al desarrollo de capacidades
de autogestión en las esferas naturales del mercado, la sociedad
civil, la vida privada y el individuo120. Este cambio supone, en
sus fundamentos, una nueva relación entre Estado y mercado.
Implica, a su vez, un nuevo enlace entre jurisdicción y verdad
que permite discernir entre prácticas gubernamentales correctas
e incorrectas, dejando atrás el problema en torno a la legitimi-
dad del Estado: “Será el mercado, por consiguiente, el que haga
que un buen gobierno ya no sea simplemente un gobierno que

120 Cf. Nikolas Rose, Governing the Soul. The shaping of the private self. London: Free
Association Books, 2005, 217-232.

180
actúa en la justicia […] Ahora, por el mercado, el gobierno, para
poder ser un buen gobierno, deberá actuar en la verdad”121. Lo
importante de esto es la relación que guarda con la subversión del
esquema clásico de razón gubernamental, reorientándose hacia
los espacios de la vida en que se puede enunciar la verdad: “El
mercado debe decir la verdad, debe decir la verdad respecto a la
práctica gubernamental”122.
De esta manera el mercado libre se transforma en espacio
privilegiado, permitiendo que el modelo económico se extienda
a áreas que otrora no eran propiamente económicas. Es este espa-
cio el que debe liberarse a partir de mecanismos centrados en la
libre competencia, con la finalidad de que los sujetos puedan re-
solver y actuar –teóricamente– en igualdad de condiciones. Esta
nueva configuración permite interrogar la noción de libertad en
su acepción moderna clásica, como la expresión de una voluntad
colectiva a partir de una serie de derechos fundamentales, despla-
zando la operación del dispositivo hacia la cuestión referida a la
independencia de los gobernados respecto de los gobernantes123.
En este sentido, se provoca un desplazamiento hacia el gobierno
de los intereses que encuentra su valor a partir del intercambio,
entendiendo esto último como derecho natural de todo indivi-
duo que, anclado al derecho comercial y las relaciones jurídicas,
pueda eventualmente también asegurar las relaciones entre los
Estados.
En este orden de cosas, la nueva forma de vinculación entre
Estado y mercado introduce la inquietud respecto al lugar que le
compete a la libertad individual dentro del esquema de gober-
nanza: “De una manera más precisa y particular, la libertad no es
otra cosa que el correlato de la introducción de los dispositivos

121 Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 50.


122 Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 43.
123 Cf. Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 61.

181
de seguridad […] la posibilidad de movimiento, desplazamiento,
proceso de circulación de la gente y las cosas”124.
Es decir, esta nueva racionalidad requiere asegurar y regla-
mentar las condiciones para que todos los individuos puedan
desenvolverse libremente. Para dichos efectos, será necesaria una
resignificación de las relaciones económicas de los mercados que
dependen, en sus bases, de la injerencia que se puede llegar a te-
ner sobre la capacidad de libre elección de los individuos. Así se
entiende que libertad y gobierno no sean nociones incompatibles
ni en disputa: en ellas persiste una suerte de agonismo, en que
el gobierno le da una utilidad a la libertad de los individuos en
función de sus propios intereses125.
A primera vista, podría parecer que en este esquema se pro-
duce una desarticulación de los mecanismos de control. No obs-
tante, se logra constatar que esta nueva modalidad se hace parte
de una capacidad transformadora de las disposiciones estratégi-
cas propias del dispositivo gubernamental. Ellas estarían susten-
tadas por el modelo de racionalidad que instituye una especie de
mercado de seguridad de los sujetos, en donde los mecanismos
de participación en prácticas de subjetivación se encontrarían
diseminados y cobrarían una nueva potencia en función de los
procesos de desinstitucionalización de las sociedades occidentales
contemporáneas. Es así como el esquema de dominación, enten-
dido como aquel ejercicio del poder vertical, cercano a lo descrito
en las sociedades soberanas, podría verse trocado en la actualidad
por principios democráticos sustentados en derechos individua-
les, asegurados gracias a un ordenamiento jurídico externo cuyo
ámbito de competencia se reduce exclusivamente al uso del mo-
nopolio de la fuerza toda vez que se transgreden los límites de la
libertad del otro. Esto es claro en la referencia de Berlin respecto
de la libertad negativa: “soy libre en la medida en que ningún

124 Foucault, Seguridad, Territorio, Población, 71.


125 Cfr. Vázquez, “Empresarios de nosotros mismos”.

182
grupo de hombres interfiere en mi actividad. En este sentido, la
libertad política es simplemente el ámbito en el que un hombre
puede actuar, sin ser obstaculizado por otros”126.
La contracara de la intervención gubernamental podría ob-
servarse en las manifestaciones de la voluntad individual, es decir,
cuando las individualidades acceden a orientarse hacia la consecu-
ción de determinados programas de acción colectivos guiados por
el voluntarismo de su razón subjetiva. La eficacia de esta situación
se explica a partir de la inclusión de la libertad privada como eje
fundante de una racionalidad de gobierno, asumiendo que el ejer-
cicio político ya no está centrado –al menos no directamente– en
la proscripción de las conductas. De esta manera la libertad deja
de ser un ideal de la razón objetiva, pasando a transformarse en un
medio para la consecución de fines individuales. Es en este despla-
zamiento que el individuo deviene dueño de sí mismo127.

126 No es menester en este punto hacer una analogía entre los modelos de gobierno so-
beranos y los actuales modelos occidentales fundados en sistemas democráticos repre-
sentativos. Únicamente interesa subrayar el hecho de que se puede hacer un distingo
entre los modos en que puede ser proyectado el ejercicio del poder. Por un lado, a
partir del uso explícito –e incluso legítimo– de la fuerza de un Estado frente a una falta
flagrante a las normas, versus otros modos que, en sus condiciones de enunciación, no
se encuentran formalizados dentro de una estructura política concreta. Isaiah Berlin,
Libertad y Necesidad en la Historia. Madrid: Editorial Revista de Occidente, 1974, 137.
127 En el decir de Berlin, en referencia a la libertad positiva, “Quiero que mi vida y mis
decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, sean del tipo que sean.
Quiero ser el instrumento de mí mismo y no de actos de voluntad de otros hombres.
Quiero ser sujeto y no objeto, ser movido por razones y propósitos conscientes que son
míos, y no por causas que me afectan, por decirlo así, desde fuera. Quiero ser alguien,
no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí, dirigirme a mí mismo y no
ser movido por la naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un
animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir, concebir fines y
medios propios y realizarlos. Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando
digo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del
resto del mundo. Sobre todo, quiere ser consciente de mí mismo como ser activo que
piensa y que quiere, que tiene responsabilidad por sus propias decisiones y que es capaz
de explicarlas en función de sus propias ideas y propósitos. Yo me siento libre en la
medida en que creo que esto es verdad y me siento esclavizado en la medida en que me
hacen darme cuenta de que no lo es”. Isaiah Berlin, Libertad y Necesidad en la Historia,
145-146.

183
Si bien el régimen liberal apunta a minimizar la fuerza del
Estado a partir de una regulación que asegure su escasa participa-
ción en el devenir natural del mercado, las nuevas racionalidades
neoliberales surgidas a partir de los años setenta del siglo pasado
radicalizaron esta tendencia, desplegando una crítica profunda
y disolvente del Estado desde los ámbitos de la economía y el
mercado. Desde ese momento el Estado se encontraría llamado
a controlar a distancia las condiciones de existencia del mercado,
prescribiendo así las reglas que aseguren su devenir económico:
“El neoliberalismo, entonces, no va a situarse bajo el signo del
laissez faire sino, por el contrario, bajo el signo de una vigilan-
cia, una actividad, una intervención permanente”128. Dichas
intervenciones se fundamentan en la concepción de que no es
suficiente mantener condiciones de mercado externas, sino que
es necesario preservar un Estado orientado a garantizar las con-
diciones de los sujetos para que estos sean parte, y no puedan
salirse, de los “juegos del mercado”129. Además, este esfuerzo im-
plica la posibilidad de enmarcar el entorno social dentro de una
grilla económica, mercantilizando servicios de salud, educativos,
laborales y sistemas de pensiones; privatizando progresivamente
servicios públicos y de utilidades básicas; llegando, en su paroxis-
mo, a desarrollar todo un mercado de valor centrado en la vida
(ejemplo de ello es la explosión del mercado de los seguros y,
más recientemente, la apertura de los mercados centrados en la
preservación genética).
Otra consecuencia del desarrollo de esta nueva racionalidad
neoliberal es la esfera de relación entre lo público y lo privado,
considerando el desarrollo de nuevas tecnologías gubernamen-
tales tendientes a difuminar los límites que antaño se encontra-
ban claramente establecidos. A modo de ejemplo, lo señalado

128 Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 158.


129 Cf. Milton Friedman, Capitalism and Freedom. Chicago: The University Chicago
Press, 1962, 15.

184
se puede atisbar en los efectos producidos por la explosión tec-
nocientífica reflejada en los medios de comunicación masiva y
redes sociales virtuales. Estos soportes han permitido una mayor
exposición a la información, a la vez que han desplazado el dis-
positivo de vigilancia benthamiano hacia una nueva economía
de la visibilidad planteada de manera sinóptica130. De modo que
esta nueva configuración de gobierno pone el acento en la pro-
moción de un sujeto espectador con capacidad de ver a muchos,
capturando las conductas de los individuos dentro del espacio
público y estableciendo efectos de vigilancia constante dentro de
un esquema de control entre pares131. Lo anterior da cuenta de los
especiales efectos que ha tenido la promoción del deseo, animada
por nuevos mecanismos ligados a la expansión de comunidades
virtuales que han posibilitado el desarrollo de una publicidad de
la vida privada a través de la puesta en obra de una pedagogía de
la imagen132. Desde esta perspectiva el neoliberalismo, entendi-
do como filosofía política, implica una vuelta sobre las formas
más primitivas de individualismo centradas en la responsabilidad

130 Este término es utilizado por Bauman para explicar un giro en la lógica del panóp-
tico benthamiano. Si este último se caracterizaba por el hecho de que unos pocos
observaban a muchos, el dispositivo sinóptico funciona bajo la lógica de que muchos
observan a pocos. En palabras del propio Bauman: “La mayoría no tiene más alterna-
tiva que mirar: al carecer de fuentes de instrucción en cuanto a las virtudes públicas,
buscan motivación para los esfuerzos vitales tan solo en los ejemplos disponibles de
hazañas privadas y sus recompensas […] El sinóptico refleja el acto de desaparición de
lo público, la invasión de la esfera pública por la privada, su conquista, su ocupación
y su gradual pero incesante colonización”. Zygmunt Bauman, En busca de la política.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001, 79-80.
131 Cf. Nikolas Rose, Powers of freedom. Cambridge: Cambridge University Press, 1999, 46.
132 En relación con esto, Deleuze señala el ejemplo de los espectáculos y la estética técnica
de las imágenes en ellos contenida: “¿Qué es este nuevo régimen? Es un régimen en el
cual la imagen se desliza siempre sobre una imagen. Es decir, hay algo sobre la imagen,
pero ya no en el sentido del primer régimen. Ya no es en absoluto de la misma manera,
porque lo que hay detrás de la imagen es siempre ya una imagen […] O, como dice
Daney, a los humanos ya no les sucede nada, todo lo que sucede, le sucede a la imagen.
Es curioso. Y Daney intenta darle un nombre, formar un concepto, y encuentra la
noción, que toma prestada de la pintura, de ‘manierismo moderno’. Es un régimen
manierista de la imagen”. Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 387.

185
personal: individualismo posesivo, competitivo y formado sobre
la base de una doctrina de la soberanía del consumidor. Implica
una forma de libertad que, desde la perspectiva de la individuali-
dad, se hace contradictoria con la igualdad133.
Respecto a lo señalado, Foucault planteará una sugerente
diferencia entre la construcción del régimen neoliberal europeo,
específicamente a partir del ejemplo del ordoliberalismo alemán
y el norteamericano. En relación al primero destaca, entre otros
aspectos, un fenómeno de revaloración del régimen jurídico, en la
medida que este representa la manera más efectiva de velar por el
cumplimiento de las condiciones del mercado. En cualquier caso,
todas las intervenciones tienen por objetivo último el manteni-
miento del Estado en su núcleo estructural. Dichas acciones senta-
ron las bases del Estado de Derecho (Rule of Law), en torno a una
economía social de mercado que no buscó revalidar los antiguos
principios del gobierno soberano sino más bien introducirlo den-
tro de una legislación económica, como un artilugio para renovar
el capitalismo. Dentro de este contexto, la ley habría sido un ins-
trumento más del entramado gubernamental, operando como un
tercero que pone al individuo en una posición de relación directa
con el Estado por medio de instancias judiciales que arbitran la
relación entre el primero y el poder público, asegurándole al sujeto
la posibilidad de comportarse libremente134. Lo fundamental, y al
mismo tiempo problemático, de este planteamiento dice relación
con que estas nuevas formas de racionalidad política estrechan los
márgenes entre la construcción de una política social de gobierno,
de los hombres, y la construcción de un sujeto individual entendi-
do como efecto de las prácticas múltiples puestas en marcha para
asegurar el Estado a partir de la capitalización de las necesidades
básicas. Así, como un modo de articular el modelo económico con

133 Cf. Michael A. Peters, “Introduction. Governmentality, Education and the End of
Neoliberalism?”. Michael A. Peters et al. (ed.) Governmentality Studies in Education
(xxvii). The Netherlands: Sense Publishers, 2009, XXVII-XLVIII.
134 Cf. Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 93-122.

186
un modelo de solidaridad social, se construye un aparato de seguri-
dad social que tendrá por objetivo mantener dentro del juego a los
individuos. Esto supone la configuración de un homo œconomicus,
entendido como elemento de valor racional cuyo bienestar depen-
de de la optimización de su función de utilidad basado en tres
elementos: la individualidad, la racionalidad y el autointerés135. En
este sentido, el objetivo será siempre el de la “multiplicación de
la forma ‘empresa’ […] de alcanzar una sociedad ajustada no a la
mercancía y su uniformidad, sino a la multiplicidad y la diferen-
ciación de las empresas”136.
El caso del liberalismo norteamericano fue más radical aún,
dado que todos los fenómenos sociales habrían quedado supe-
ditados a la forma económica del mercado. Esto se observa con
claridad desde el surgimiento de la Teoría del Capital Humano.
Dicha teoría puso al trabajador como eje central de la experien-
cia, humanizando la actividad productiva y transformándola en
baremo fundamental para medir el resto de los aspectos vitales
del hombre. En adelante, el trabajo será el non plus ultra para el
desarrollo personal en términos de las potencialidades subjetivas
e intersubjetivas que en ese espacio se encuentran. De ahí devie-
ne una explosión de saberes y prácticas que tienen por objeto
adaptar el trabajo al trabajador, bajo la premisa de que el éxito y
la eficiencia laboral dependen, en última instancia, de la fina ar-
ticulación entre lo ambiental y el mundo interno del individuo.
En este orden de cosas, la función de la racionalidad neoliberal se
centrará en la multiplicación del interés a partir del desarrollo de
la voluntad individual como labor vital.
Se asiste así a la emergencia de una cultura del emprendi-
miento fundada en un modelo de racionalidad crítico frente a
la gubernamentalidad clásica. No obstante, este proceso no es

135 Cf. Peters, “Introduction. Governmentality, Education and the End of Neoliberal-
ism?”, XXVII-XLVIII.
136 Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 186-187.

187
sino el despliegue de una nueva formación gubernamental cuyo
impulso reside en asegurar que estos se conviertan en ciudada-
nos responsables de sí mismos, empoderados respecto de su con-
dición sociomaterial, con capacidades de autogestión sobre su
propia vida. Esta problemática aparece finamente anudada a la
reconfiguración de una ética personal centrada en la autonomía
individual, es decir, a partir de la definición los modos buenos y
legítimos para la conducción de la propia conducta, cuyos fun-
damentos políticos y económicos giran en torno a una gestión de
riesgos frente a una constante sensación de amenaza y crisis per-
manente. Dentro de este régimen liberal avanzado los espacios
de salud, la seguridad social y la educación cobran centralidad,
ya que es posible, a través de estos, amplificar la multiplicidad de
prácticas de gobierno. Esto tiene como colofón el alejamiento del
ciudadano respecto del espacio público, reemplazando su articu-
lación subjetiva en torno a una serie de microespacios que giran
en torno a prácticas privadas o corporativas; prácticas que tran-
sitan por un conducto que va desde el trabajo hacia el consumo.
Dentro de esta nueva configuración, las ciencias humanas
han posibilitado el enlace entre el ejercicio político-organizacio-
nal y una moral fundada en la libertad autónoma. Es el caso de
la psicología, entendida como disciplina instituida a partir de
técnicas dirigidas a que el individuo tome conciencia de sí en
los diversos ámbitos de su vida. Esto decanta, en definitiva, en la
aparición de un sujeto con una verdad interior que será preciso
revelar. Lo que se produce, en último término, es la configura-
ción de nuevas formas de subjetivación basadas en un lenguaje
que permite clasificar al individuo en segmentos: actitudes, mo-
tivaciones, afectos y personalidad, que a su vez posibilitan el or-
denamiento de procesos mentales de acuerdo a criterios de saber
con valor de verdad. A este respecto, plantea Rose:

Una de las mayores contribuciones de las ciencias psicológicas a


nuestra modernidad ha sido la invención de técnicas que hacen

188
visibles las diferencias individuales y las capacidades, a través de
la descripción de medios que pueden ser inscritos y anotados de
manera legible137.

En suma, el desenvolvimiento histórico de las relaciones de gu-


bernamentalidad se encuentra inscrito dentro de un espacio de
transformaciones históricas en las regularidades del poder: se
observa un tránsito desde aquellas sociedades en que el poder
se ejercía de manera directa y unilateral, hacia las actuales socie-
dades en que dichas manifestaciones emergen en su excepcio-
nalidad, es decir, en la medida que potencialmente se violentan
los códigos establecidos por un contrato que sostiene la libertad
individual como premisa fundamental. Este cambio, reflejado en
el reacomodo de las relaciones de fuerzas dentro del diagrama del
poder contemporáneo, legitima al individuo desde su experien-
cia interior, inscribiendo el deseo dentro del orden racional de la
voluntad de la conciencia. Es justamente esta visión la que cues-
tiona Foucault, al mostrar que incluso el psicoanálisis ha sido
incapaz de resistirse a cartografiar los modos en que se desarrolla
una cartografía de lo humano dentro de un esquema de deter-
minaciones subjetivas del deseo. Cabe considerar que, tanto la
noción de poder subyacente en la teoría freudiana de la represión
como la noción lacaniana de la ley del deseo, se encuentran en-
quistadas en una representación jurídico-discursiva del poder138:

137 Rose, Governing the Soul, 19.


138 A propósito de esta disyunción, Foucault señala que su concepción del poder escapa
al ámbito en que las tradiciones modernas burguesas, incluso las psicoanalíticas, lo
han situado. Consiste en “avanzar menos hacia una ‘teoría’ que hacia una ‘analítica’
del poder: quiero decir, hacia la definición del dominio específico que forman las rela-
ciones de poder y la determinación de los instrumentos que permiten analizarlo. Pero
creo que tal analítica no puede constituirse sino a condición de hacer tabula rasa y de
liberarse de cierta representación del poder, la que yo llamaría –y en seguida se verá por
qué– ‘jurídico-discursiva’. Esta concepción gobierna tanto la temática de la represión
como la teoría de la ley constitutiva del deseo. En otros términos, lo que distingue el
análisis que se hace en términos de los instintos del que se lleva a cabo en términos de
ley del deseo, es con toda seguridad la manera de concebir la naturaleza y la dinámica

189
“El poder es esencialmente el que dice ‘no debes’. Me parece que
es una concepción del poder […] totalmente insuficiente, una
concepción jurídica, una concepción formal del poder”139. Fren-
te a la mentada reproducción homogénea del sujeto individual,
se podría suponer una formación sintomática respecto de la invi-
sibilización de la violencia material dentro de las racionalidades
modernas de gobierno. Una en que el régimen de protección
estatal, como potencialidad siempre violenta frente a la excep-
cionalidad del incumplimiento de la norma, se troca por otro
sistema centrado de una sublimación pulsional a partir de una
gestión privada de los conflictos humanos sobre la base de medios
limpios140. Sería, de cierto modo, una reconfiguración biopolítica
en que “el mercado ha colonizado lo más íntimo e idiosincrático
del sujeto humano: su subjetividad, sus emociones, sus deseos
y pulsiones, así como todo aquello que hasta la fecha le parecía
imposible de ser mercantilizado y consumido”141.
De acuerdo a lo consignado, es posible especular sobre un
más allá del esquema biopolítico del poder, cuya disposición se
insertaría dentro de un esquema de horizontalización de las re-
laciones en un momento histórico en que los modelos de vin-
culación intersubjetivos se sustraen al acontecimiento que las
provoca142. Se trataría de una rearticulación particular de las

de las pulsiones; no la manera de concebir el poder. Una y otra recurren a una represen-
tación común del poder que, según el uso que se le dé y la posición que se le reconozca
respecto del deseo, conduce a dos consecuencias opuestas: o bien a la promesa de una
‘liberación’ si el poder solo ejerce sobre el deseo un apresamiento exterior, o bien, si es
constitutivo del deseo mismo, a la afirmación: usted está siempre, apresado ya”. Fou-
cault, Historia de la Sexualidad, Vol. I, 100-101.
139 Michel Foucault, “Las mallas del poder” [1976], Obras esenciales, 890.
140 Cf. Walter Benjamin, “Para una crítica de la violencia”, en Para una crítica de la violen-
cia. Y otros ensayos. Iluminaciones IV. Buenos Aires: Taurus, 2001, 26-39.
141 Mariana Gómez et ál. “Identidad y cuerpo en tiempos de biopolítica. Algunas reflexio-
nes desde el psicoanálisis sobre las nuevas leyes argentinas de Identidad de Género y
Muerte Digna”. Aesthethika. Revista Internacional sobre Subjetividad, Política y Arte 10,
nº 3 (septiembre 2010), 7.
142 Al insertar esta concepción de ningún modo se insinúa que el poder devenga una
función supeditada a una igualdad esencial entre los sujetos individuales que se

190
dimensiones molares-moleculares que propone la biopolítica,
ahora dentro de un esquema enfocado en la autogestión técnica
del individuo privado, convertido preferentemente en una inte-
rioridad reactiva, es decir, que se agencia imaginariamente como
pura reacción frente a un medio hostil que le genera los medios
para la previsión de sus crisis. Solo una vez realizado este retorno
parece oportuno volver sobre el dilema respecto de la articula-
ción entre el poder productivo y la soberanía político-jurídica,
es decir, una vez que se reconoce el régimen de gobierno insti-
tucional como espacio de inscripción de una Otredad, en tan-
to necesidad ontológica de reconocimiento jurídico-legal. Esto
permite vislumbrar la necesidad de comprender el yo individual
como una frontera supeditada a una normatividad que presupo-
ne una interacción –directa y permanente– entre un adentro y
un afuera. Lo anterior debe entenderse a partir de una dinámica
de exteriorización y solapamiento entre una dimensión trascen-
dental que debiese verse materializada en una forma específica de
gobierno –a la manera del imperativo kantiano– o, en su defecto,
a partir de una interiorización normativa –tal y como lo propone
el psicoanálisis–.

componen dentro del campo social y que, por cierto, apela ya a un determinado núcleo
comprensivo respecto de la naturalización de la división entre individuo y sociedad. Es
precisamente lo contrario, por cuanto implicaría un solapamiento en que se generaría
una borradura del tradicional esquema amo-esclavo propuesto por Hegel. En otras
palabras, cada sujeto individual se encuentra conminado a ocupar ambas posiciones
–Amo/Siervo– a partir de una borradura del espacio sobre la que se habría instituido la
división moderna ente Mismidad y Otredad dentro de las racionalidades gubernamen-
tales actuales. Se asiste, de esta manera, a un esquema de privatización de la existencia
basada en referentes fantasmáticos que en todo momento devolverían la mirada del
sujeto sobre sí mismo, en donde la alteridad devendría una imagen de representación
objetivada del otro –diferencia–, logrando así una eficacia rica y predictiva que operaría
de manera complementaria a las disposiciones prescritas por los dispositivos de seguri-
dad biopolíticos. Siguiendo a Foucault, se podría colegir que el poder no solo penetra
–fálicamente– los cuerpos, sino que los transforma en entidades performativas a través
de la creación de un sistema de códigos técnicos que habilita un modelo de personaliza-
ción de la propia existencia, es decir, permite la creación de un régimen que destaca una
ligazón entre la apropiación de sí mismo y técnicas de individualización sedimentadas
en procedimientos de totalización políticos, objetivos y objetivantes.

191
CAPÍTULO IV
IDENTIDADES Y DIFERENCIAS: POR UNA
‹‹POLÍTICA DEL NOMBRE PROPIO››

En cuanto entendemos que la función retórica de la prosopo-


peya consiste en dar voz o rostro por medio del lenguaje, com-
prendemos también que de lo que estamos privados no es de
vida, sino de la forma y el sentido de un mundo que solo nos es
accesible a través de la vía despojadora del entendimiento. La
muerte es un nombre que damos a un apuro lingüístico, y la
restauración de la vida mortal por medio de la autobiografía
(la prosopopeya del nombre y de la voz) desposee y desfigura en
la misma medida en que restaura. La autobiografía vela una
desfiguración de la mente por ella misma causada.

Paul de Man

¿Es posible decir la verdad sobre uno mismo?


En relación con la interrogante respecto a los modos en que
los seres humanos poseen formas particulares de decir la ver-
dad sobre sí mismos en el presente, se cree posible abordar, tal y
como propuso Foucault, la cuestión del dar cuenta de sí mediante
la conjunción de una serie de tecnologías cuyas codificaciones
contendrían los principios normativos para la puesta en obra de
procesos de identificación. Principios que estarían asociados a
una serie de prácticas específicas que invocan un determinado
contractualismo tácito entre el pensamiento del hombre y su
accionar. Esto, posibilitado por regiones discursivas que sitúan
materialmente los modos de conducción racional con estatuto
de verdad a partir de la prescripción de las formas legítimas que

193
regulan el acceso y seleccionan los discursos respecto de lo que
habrá de entenderse por ser uno mismo1.
Siguiendo a Foucault, parece necesario subrayar los lazos
existentes entre el problema del conocimiento y las relaciones de
este con la producción de un sujeto deseante2, entendiendo que
existe un elemento ético que subyace a dicha relación. Lo central
reside en la determinación histórica de la verdad, es decir, en las
potenciales modificaciones de las formas en que se inscribe la se-
paración entre lo verdadero y lo falso gracias al solapamiento de
una serie de soportes discursivos e institucionales, logrando así
atisbar las mediaciones y transformaciones que debe realizar un
sujeto para acceder a la verdad3. Esta precomprensión supone

1 Lo señalado remite a las vinculaciones entre el poder y la verdad. En el decir de Fou-


cault, la verdad sería “el conjunto de procedimientos que en todo momento permiten
a cada uno pronunciar enunciados que se considerarán verdaderos. No hay en absoluto
una instancia suprema. Hay regiones donde esos efectos de verdad se codifican a la
perfección, y en las que los procedimientos mediante los cuales se pueden llegar a
enunciar las verdades se conocen de antemano, están pautados. Me refiero, en términos
generales, a los dominios científicos”. Michel Foucault, “Poder y saber”, en El poder,
una bestia magnífica, 78. Complementariamente a esta visión, Rancière nos señala que:
“El lugar de la verdad no es el del fundamento o un ideal; siempre es un topos, el lugar
de una subjetivación en una trama argumentativa”. Jacques Rancière, “Política, identi-
ficación y subjetivación”. Benjamín Arditi (ed.). El reverso de la diferencia. Identidad y
política. Caracas: Ediciones Nueva Sociedad, 2000, 147.
2 Respecto a este punto se puede argüir la relación existente entre el conocimiento y
el deseo, implícito en la exigencia de un deseo de conocimiento. En esta línea Fou-
cault, retomando el problema del deseo de saber prescrito en la Metafísica aristotélica,
comprende dicha articulación de la siguiente manera: “Llamaremos conocimiento al
sistema que permite dar una unidad previa, una pertenencia recíproca y una connatu-
ralidad al deseo y el saber. Y que llamaremos saber lo que debe arrancarse efectivamente
a la interioridad del conocimiento para recuperar en ello el objeto de un querer, el fin
de un deseo, el instrumento de una dominación, el objetivo de una lucha”. Gilles De-
leuze, El saber. Curso sobre Foucault, Tomo I. Buenos Aires: Editorial Cactus, 2013, 33.
3 Respecto de este eje performativo de la verdad, en tanto requiere de una serie de trans-
formaciones del sujeto para acceder a ella, Foucault señala tres grandes características:
“En primer lugar, la verdad no le es concedida al sujeto de pleno derecho, sino que
por el contrario el sujeto debe, para acceder a la verdad, transformarse a sí mismo en
algo distinto […] En segundo lugar, no puede existir la verdad sin una conversión o
sin una transformación del sujeto […] por medio del trabajo que el sujeto realiza sobre
sí mismo para convertirse al fin en sujeto capaz de lograr la verdad mediante un mo-
vimiento de ascesis. En tercer lugar, el acceso a la verdad produce un efecto de retorno

194
que existen regímenes que estatuyen una determinada voluntad
de verdad, es decir, criterios arbitrarios de los discursos cuya efec-
tividad estaría dada por su carácter invisibilizante. Verdad que
en ningún caso sería neutral ni natural, sosteniéndose como ve-
hículo de mecanismos de sometimiento. Por lo tanto, requiere
comprender que la voluntad de verdad no se puede separar de
una pérdida cuya expresión básica sería el modelamiento de la
subjetividad.
El análisis propuesto por Foucault respecto de la formación
de la subjetividad en la Antigüedad clásica entrega algunas claves
para enfrentar la cuestión problemática en la modernidad, espe-
cíficamente en lo que refiere al gobierno de uno mismo. En esta
línea, el dilema del gobierno de y por la verdad parece concentrar-
se alrededor de operaciones prácticas que habilitan el ejercicio de
un poder con efectos de verdad, más allá de los modos de orga-
nización de los conocimientos. Lo anterior se vislumbra a partir
del análisis que propone el pensador francés respecto a la noción
de aleturgia, para referirse:

al conjunto de los procedimientos posibles, verbales o no, por los


cuales se saca a la luz lo que se postula como verdadero en oposi-
ción a lo falso, lo oculto, lo indecible, lo imprevisible, el olvido,
y decir que no hay ejercicio del poder sin algo parecido a una ale-
turgia […] Esto para decir, de una manera bárbara y complicada,
que lo que llamamos conocimiento, es decir, la producción de la
verdad en la conciencia de los individuos mediante procedimien-
tos lógico-experimentales, no es después de todo sino una de las
formas posibles de aleturgia. La ciencia, el conocimiento objetivo,
no son sino uno de los casos posibles de todas esas formas a través
de las cuales se puede manifestar lo verdadero4.

de la verdad sobre el sujeto. La verdad es lo que ilumina al sujeto”. Michel Foucault,


Hermenéutica del sujeto. Madrid: Editorial La Piqueta, 1994, 38-39.
4 Foucault, Del gobierno de los vivos, 24-25.

195
Dentro de este encuadre, la noción de cuidado de uno mismo [épi-
méleia/cura sui] sirve para establecer cómo, a partir de una serie
de desplazamientos históricos, el sujeto progresivamente se fue
transformando en objeto de conocimiento para sí mismo. Este
desenvolvimiento histórico estaría vinculado, en el contexto de
la modernidad, a la instalación de una violencia consustancial a
los valores occidentales, cuya finalidad sería la regulación de las
conductas a través de su inscripción lógico-explicativa, dentro de
un discurso racional con valor de verdad, considerando la deuda
que este tiene con la moral cristiana enfocada en el otro, tenien-
do como resultado la emergencia de una filosofía especulativa
centrada en el yo. Al respecto, Foucault nos señala lo siguiente:

Existen varias razones por las cuales “Conócete a ti mismo” ha os-


curecido al “Cuídate a ti mismo”. En primer lugar, ha habido una
profunda transformación en los principios morales de la socie-
dad occidental. Nos resulta difícil fundar una moralidad rigurosa
y principios austeros en el precepto de que debemos ocuparnos
de nosotros mismos más que de ninguna otra cosa en el mundo.
Nos inclinamos más bien a considerar el cuidarnos como una in-
moralidad y una forma de escapar a toda posible regla. Hemos
heredado la tradición de la moralidad cristiana que convierte la
renuncia de sí en principio de salvación. Conocerse a sí mismo
era paradójicamente la manera de renunciar a sí mismo […] una
moral social que busca las relaciones de conducta aceptable en las
relaciones con los demás […] nuestra moralidad insiste en que lo
que se debe rechazar es el sujeto5.

Platón habría sido el responsable de abrir un nuevo modo de


relación frente al conocimiento, sentando las bases de los mo-
dos de subjetivación a partir de determinadas prácticas centradas
en la escritura como modelo de documentación minuciosa de la

5 Michel Foucault, Tecnologías del yo y otros textos afines. Barcelona: Ediciones Paidós
Ibérica, 1991, 54.

196
conciencia en la vida cotidiana. Lo planteado deriva en un replie-
gue de la mirada hacia sí mismo que cobra materialidad en una
relación entre escritura, vigilancia y promoción de ciertas prácti-
cas de documentación que derivarían, eventualmente, en la idea
del examen de conciencia y la confesión cristiana. Esta referencia
al ámbito conductual resulta crucial para la instalación de un de-
terminado modo de conducirse orientado a un proceso de modi-
ficación, purificación y transfiguración6. Así dispuesto, Foucault
nos enseña que la verdad en la Antigüedad habría surgido como
el efecto resultante de un proceso de transformación de un sujeto
en constante confrontación con el saber verdadero, existiendo un
vínculo de dependencia entre ambas partes. La modernidad, por
el contrario, nos propone el problema de la verdad a partir de
una ruptura entre el cuidado y el conocimiento de sí.
Una tecnología fundamental en la época clásica, ligada a la
verdad y al sujeto, habría consistido en la parrhesía7 o franc parler,
es decir, “una virtud, un deber y una técnica que debemos encon-
trar en quien dirige la conciencia de los otros y los ayuda a cons-
tituir su relación consigo mismo […] uno no puede ocuparse de
sí mismo, cuidarse de sí mismo, sin tener relación con otro”8. Esta
técnica articula al sujeto de la enunciación con el sujeto de con-
ducta, de modo que la parrhesía, ligada al gobierno de uno mismo,
se habría transformado en un problema pedagógico. Es solo desde

6 Cf. Foucault, Hermenéutica del sujeto, 35-36.


7 Foucault señala, de manera resumida, las tres condiciones que debe cumplir una acción
entendida como parrhesía: “Es necesario que en el acto de la verdad haya: en primer
lugar, manifestación de un lazo fundamental entre la verdad dicha y el pensamiento
de quien la ha expresado; [en segundo lugar], cuestionamiento del lazo entre los dos
interlocutores (el que dice la verdad y aquel a quien está dirigida). Por eso este nuevo
rasgo de la parrhesía: ella implica cierta forma de coraje, cuya forma mínima consiste
en el hecho de que el parresiasta corre el riesgo de deshacer, de poner fin a la relación
con el otro que, justamente, hizo posible su discurso. De alguna manera, el parresiasta
siempre corre el riesgo de socavar la relación que es la condición de posibilidad de su
discurso”. Michel Foucault, El coraje de la verdad. Curso en el Collège de France (1983-
1984). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010, 31.
8 Foucault, El gobierno de sí y de los otros, 59.

197
la perspectiva del maestro que cobra sentido el problema del decir:
“qué decir, cómo decirlo, siguiendo qué reglas, qué procedimien-
tos técnicos y a partir de qué principios éticos”9, presuponiendo la
presencia de un ethos por parte del maestro.
Esta técnica comporta tres elementos fundamentales: prime-
ro, el establecimiento de un compromiso con lo dicho, debiendo
transformarse el maestro en un vivo ejemplo de ese “decir fran-
co”; segundo, entender la relación pedagógica como un ejercicio
de poder, mas no de dominación, ya que en caso contrario se
produciría una contradicción con el cuidado de uno mismo. Se
sigue de esto que la base de la relación entre maestro y discípulo
se erige gracias al ejercicio de una libertad y al reconocimiento
del otro como irreductible. Tercero, la idea de que el maestro se
vuelve un ejemplo de vida para sus alumnos a partir de su propio
modo de vida, es decir, a partir de su propio cuidado de sí.
De acuerdo al esquema comentado se logra vislumbrar una
distinción entre dos tipos diferenciados de pedagogía: una que
quiere producir al sujeto y otra que quiere transformarlo. Es la
diferencia entre una pedagogía como modo de transmitir la ver-
dad, con el objeto de dotar al sujeto de actitudes, capacidades y
saberes, y una psicagogia, cuyo objeto es también el de transmitir
la verdad, pero incitando a que el alumno modifique su modo
de ser:

Conocimiento de la verdad y práctica del alma, articulación fun-


damental, esencial, indisociable de la dialéctica y la psicagogia:
esto caracteriza la tekhné propia del discurso verdadero, y en ello,
por ser a la vez dialéctico y psicagogo, el filósofo será verdadera-
mente el parresiasta, el único parresiasta10.

A partir del advenimiento del cristianismo, durante los siglos


III y IV, se provocará una ruptura con las formas de acceso a la

9 Foucault, Hermenéutica del sujeto, 88.


10 Foucault, El gobierno de sí y de los otros, 340.

198
verdad de uno mismo, retomando la noción de conversión pro-
puesta por los estoicos: “liberarse de aquello de lo que depende-
mos, de aquello que no controlamos, más que de liberarse del
cuerpo en tanto que centro fijo de una relación cerrada y comple-
ta de uno para consigo mismo”11. Dicha transformación derivará
en una metanoia, es decir, en “un movimiento que se dirige hacia
el yo, que no deja de vigilarlo, que lo fija de una vez por todas
como un objetivo, y que, por último, lo alcanza allí donde él
regresa”12. Surgen así los primeros esbozos de una racionalidad
cristiana encargada de emprender una nueva cartografía divisoria
del hombre en términos de sus dimensiones corpóreo-espiritua-
les, consolidando así la eventual separación entre el alma divina
y el cuerpo como conocimiento de lo carnal. La potencia de este
movimiento se conjuga alrededor de la condición pecaminosa
del sujeto, lo que habría llevado a imponer prácticas de negación
del cuerpo tales como la abstinencia, el sufrimiento, el dolor y
el celibato. En este caso, el conocimiento de sí estaría marcado
por un tránsito de privilegio hacia lo trascendente, justamente a
partir de una degradación del cuerpo:

Cada persona tiene el deber de saber quién es, esto es, de intentar
saber qué es lo que está pasando dentro de sí, de admitir las fal-
tas, reconocer las tentaciones, localizar los deseos, y cada cual está
obligado a revelar estas cosas o bien a Dios, o bien a la comunidad,
y, por lo tanto, de admitir el testimonio público o privado sobre
sí13.

Esta racionalidad aún mantiene la idea de conocimiento de uno


mismo ligado a la verdad. Sin embargo, para Foucault la ruptu-
ra respecto de la tradición precedente se explica en función de
tres elementos clave: la circularidad entre la verdad del texto y

11 Foucault, Hermenéutica del sujeto, 75.


12 Foucault, Hermenéutica del sujeto, 76.
13 Foucault, Tecnologías del yo, 81.

199
el conocimiento de uno mismo; la exégesis, como procedimien-
to para conocerse a uno mismo; y, paradójicamente, la renuncia
a sí mismo como condición y objetivo del conocimiento de
sí14. Las implicancias de este nuevo modelo derivan de la idea
de que existe una relación de antagonismo entre cuerpo y alma
que habrá que poner en sincronía. Esto se traduce en la posi-
bilidad de imponer una moral normativa proveniente desde el
exterior, con el objetivo de corregir el cuerpo a partir de una
serie de tecnologías basadas en una dietética y en la dirección de
conciencia15. Como se puede intuir, la instauración del error-
pecado dispondrá una relación del sujeto hacia sí mismo basada
en la autocontradicción.
Se asiste así a la consolidación de un ideal del yo entendido
como principio de perfección potencial, cuya rentabilidad con-
siste en no poder alcanzarse jamás. Esto cobra fuerza a partir
de una idea de salvación, como modo de existencia que ha-
bría permitido legitimar la instalación de una serie de prácticas
centradas en el autocontrol y el dominio de sí. Esto permite
puntualizar la correlación entre la renuncia del yo y la revela-
ción expresada en prácticas de verbalización, siendo estas, en el
contexto moderno, “reinsertadas en un contexto diferente por
las llamadas ciencias humanas para ser reutilizadas sin que haya
renuncia al yo, pero para constituir positivamente un nuevo

14 Cf. Foucault, Hermenéutica del sujeto, 90.


15 Destacan dos técnicas que remiten al desciframiento de la verdad interior: la exomolo-
gesis penitencial y la exagoreusis espiritual. La primera de ellas refiere al reconocimiento
público de la naturaleza pecadora de uno mismo, en un gesto que se realiza ante el
obispo y que trae por efecto la obtención de una “condición” de pecador. En este
acto, el cristiano solicita la imposición de un estatuto penitencial a partir de un ritual
ceremonial basado en la exhibición. La segunda técnica introduce el tema de la verba-
lización, reconduciendo el problema desde lo público hacia lo privado. Esta deriva en
la técnica de sí, en que el sujeto se encuentra en un constante estado de introspección.
El fin último de estas técnicas no es tanto establecer la naturaleza de la verdad, como
de establecer una relación de cercanía-distancia con una “pureza” que acerque al sujeto
a lo divino. Cf. Foucault, Tecnologías del yo y otros textos afines, 82-89.

200
yo”16. A partir de lo anterior se puede comenzar a vislumbrar la
emergencia de una nueva forma de subjetividad, es decir, de un
hombre que requiere hablar de su vida, de su entorno, de sus
deseos e intereses. No basta que un discurso hable de él, sino
que él tiene que sustituir el discurso. El sujeto ya no es solo un
objeto, es un sujeto para sí como otro.
Esta perspectiva de análisis es la que permite afirmar que el
hombre, como sujeto-objeto problemático para sí mismo en la
modernidad, se encuentra determinado en sus bases fundamen-
tales por las transformaciones históricas que han sufrido las rela-
ciones entre moral y verdad. En otras palabras, es gracias a que
ha existido una transformación cualitativa de la noción clásica
del cuidado de sí, que el sujeto moderno emerge como producto
epistémico sometido al régimen de un conocimiento que opera
bajo una serie de reglas, métodos y estructuras de objeto a las
que requiere amoldarse. Dentro de este esquema la verdad pasa a
ocupar un lugar de exterioridad respecto del hombre, quedando
inscrita como punto terminal de un camino por recorrer entre
dos polos independientes, y en el que el hombre será guiado por
una señalética que le impone determinadas obligaciones formales
y metodológicas propias de la experiencia de conocimiento. Es
solo a partir de este pasaje al acto hacia el exterior que se le hace
posible encontrar el reflejo de una verdad interiorizada dentro de
sí mismo.
Estas nuevas tecnologías que remiten a la conformación de un
yo individual se grafican especialmente bien en el análisis del poder
pastoral17, es decir, aquellas técnicas que encuentran su sentido en

16 Foucault, Tecnologías del yo, 94.


17 Lo que caracteriza al poder pastoral tendría que ver con la posibilidad de guiar los
cuerpos y almas de los sujetos en una doble disposición: por un lado, a partir de la
individualización de cada uno de ellos; pero, al mismo tiempo, en un ejercicio de
disposición equivalente de dichas individualizaciones sobre la masa o el rebaño. Es
en esto que emerge el dispositivo confesional como nudo articulador de dicha doble
disposición, ya que “lejos de reducirse a una mera objetivación, esta remite más bien a
un movimiento que condiciona el dominio sobre el objeto a su participación subjetiva

201
la exigencia de autoexploración y autobservación de sí. En otros
términos, emerge una función orientada a la generación de una
falsa apropiación de sí como otro, en una suerte de ejercicio de des-
doblamiento muy similar a la formación especular descrita por el
psicoanálisis: el individuo se toma a sí mismo como objeto a fin de
proporcionar a su vida una orientación previamente determinada,
encerrándose en un estado de vigilia y dependencia permanente. A
partir de la consolidación de una hermenéutica de la carne cristiana,
se posibilita el gobierno de las almas y de los cuerpos mediante la
transformación de un individuo sujetado a una autoridad externa
y a una verdad absoluta. Este régimen de poder permite develar la
génesis irracional de los sistemas políticos: “Si el Estado es la forma
política de un poder centralizado y centralizador, llamemos pasto-
rado al poder individualizador”18.
La forma dual pastor-rebaño, proveniente de textos orienta-
les y de concepciones religiosas de Occidente, hace las veces de
una metáfora referencial a una figura divina de salvación. Esta
forma de poder funciona como una maquinaria que centra su
fuerza en la producción más que en la represión, asociada a un
sentido de la autoconservación del ideal ascético cristiano. Esta
nueva modalidad fundamenta el paso del cuidado de sí, como ex-
periencia ética del sí mismo en la Antigüedad clásica, al cuidado
del otro moderno, que fundamenta una moral al resguardo de
una institucionalidad que opera como norma. De modo que la
obediencia deja de ser un mero medio, pasando a transformarse
en un fin en sí mismo. De esta misma manera, se establece una
mecánica centrada en la regulación de las relaciones individuales

en el acto de dominación. Confesándose, o sea, encomendándose a la autoridad de


quien llega a conocer y juzga su verdad, el objeto del poder pastoral se hace sujeto de
su propia objetivación o es objetivado en la constitución de su subjetividad. El término
medio de este efecto cruzado es la construcción de la individualidad”. Esposito, Bíos.
Biopolítica y Filosofía, 58-59.
18 Michel Foucault, “Omnes Et Singulatim: hacia una crítica de la ‘Razón Política’”,
Tecnologías del yo y otros textos afines, 98.

202
entre el pastor y cada una de sus ovejas. La forma en que el pastor
puede acceder a las necesidades de cada una y, en última instan-
cia, a sus almas, es a partir del examen y dirección de conciencia:

Todas estas técnicas cristianas de examen, de confesión, de direc-


ción de conciencia y obediencia tienen una finalidad: conseguir
que los individuos lleven a cabo su propia “mortificación” en este
mundo. La mortificación no es la muerte, claro está, pero es una
renuncia al mundo y a uno mismo: una especie de muerte diaria
[…] es una forma de relación con uno mismo. Es un elemento,
una parte integrante de la identidad cristiana19.

Dentro de las disposiciones tecnológicas que participan en la


genealogía histórica de la subjetividad occidental, la confesión20
proporciona claves de inteligibilidad para comprender la relación
entre el problema del gobierno, la verdad y las prácticas sobre
uno mismo. El potencial efecto del dispositivo confesional alu-
de a un compromiso particular del sujeto consigo mismo: “que
quien habla se compromete a ser lo que afirma ser, y precisa-
mente porque lo es”21. Según esto, la confesión constituye una
operación de transformación de uno mismo ligada a la atadura
del individuo con su verdad, con la ayuda o dirección de otro:
“Cuando alguien puede decir: esto es lo que hice, esto es lo que

19 Foucault, “Omnes Et Singulatim”, 116.


20 Al decir de Foucault, sería preciso entender la confesión de la siguiente manera: “Un
diccionario francés dice que la confesión es la declaración escrita u oral mediante la
cual uno reconoce haber dicho o hecho algo […] Me parece que podemos conservar
el marco general de esta definición, según la cual, en la confesión, el que habla afirma
algo acerca de sí mismo. Pero no bien avanzamos un poco, la definición ya no parece
suficiente. Por un lado, dice demasiado poco del acto mismo de la confesión […] Lo
que separa a una confesión de una declaración no es lo que separa lo desconocido de
lo conocido, lo visible de lo invisible, sino lo que podríamos llamar cierto costo de
enunciación. La confesión consiste en pasar del no decir al decir suponiendo que el no
decir tiene un sentido particular, un valor importante”. Michel Foucault, Obrar mal,
decir la verdad. Función de la confesión en la justicia. Curso de Lovaina, 1981. Buenos
Aires: Siglo XXI Editores, 2014, 24-26.
21 Foucault, Obrar mal, decir la verdad, 26.

203
pasó en el fondo de mi conciencia, estas son las intenciones que
yo tenía, esto es lo que, en el secreto de mi vida o el secreto de mi
corazón, constituyó mi falta o constituyó mi mérito”22.
Lo que caracteriza y le otorga particularidad a esta tecnología
respecto de otras precedentes, reside en que es el sujeto quien debe
disponerse activamente hacia el proceso de encuentro con su ver-
dad23. Las especificidades que configuran la tecnología confesional
son esencialmente dos. Por una parte, contempla la necesidad de
que el sujeto posea una inquietud por revelar una verdad sobre sí
mismo, asumiendo a priori que puede y debe acceder a los lugares
más recónditos de su interioridad (pensamientos y sentimientos),
e identificando, al mismo tiempo, el origen de estos24. Por otra, la
confesión compromete un determinado modo de interpelación: la
de hacerse cargo de la acción de dar cuenta de sí, lo que trae apare-
jado un ejercicio de unificación del sí mismo. Suplementariamente,
presume una relación jerárquica entre dos personas: el confesor,
que escucha y opera como testigo, y el penitente:

22 Foucault, Del gobierno de los vivos, 105.


23 La confesión cristiana, tal y como se conoce en la actualidad, habría cobrado forma
a partir del siglo XI con el advenimiento de los procesos de penitencialización. Fou-
cault lo expresa con claridad: “A partir de la Reforma, el discurso de la confesión, en
cierto modo, estalló en lugar de quedar localizado dentro del ritual de la penitencia;
se convirtió en un comportamiento que podía simplemente tener funciones, digamos
psicológicas, de mejor conocimiento de sí mismo, de mejor dominio de sí, de revela-
ción de las propias tendencias, de posibilidad de manejar la propia vida: prácticas de
exámenes de conciencia que el protestantismo alentó con tanto vigor, al margen mismo
de la penitencia y la confesión, y de la confesión del pastor […] Enorme difusión del
mecanismo de la confesión que llega ahora a esos programas que tenemos en Francia
[…] esos programas de radio y pronto de televisión, en los que la gente irá a decir: ‘Y
bien, yo, vean, ya no me entiendo con mi mujer, ya no puedo hacer el amor con ella,
ya no tengo erecciones en la cama con ella, estoy muy avergonzado, ¿qué tengo que
hacer?’”. Foucault, “Poder y saber”, 83.
24 Esto se conecta con un devenir histórico que ha ido acercando la manifestación de
la verdad con unas “formas de enunciación” verdaderas por parte de quien emite un
enunciado: “Soy yo quien posee la verdad porque la he visto, y, habiéndola visto, la
digo. Esta identificación del decir veraz y del haber visto la verdad, esta identificación
entre quien habla y la fuente, el origen, la razón de la verdad, es sin duda un proceso
múltiple y complejo que fue capital para la historia de la verdad en nuestras socieda-
des”. Foucault, Del gobierno de los vivos, 67.

204
En sentido estricto, solo hay confesión dentro de una relación de
poder a la que aquella brinda oportunidad de ejercerse sobre quien
confiesa […] la confesión suscita o refuerza una relación de poder
que se ejerce sobre quien confiesa. Por eso no hay confesión que
no sea ‘costosa’25.

Es preciso notar que el legado de esta forma de autoinda-


gación contiene, en sus fundamentos, el reconocimiento de la
existencia de una condición maligna o anormal que habrá de
extirparse. Es por esto que, en el caso de la confesión cristiana,
dicha práctica se habría asociado al modelo curativo de la acción
penitencial, es decir, aquella que permitía al sujeto purificar su
alma siempre y cuando aceptara los consejos del sacerdote26. El
elemento nuclear de estas tecnologías parece estar unido al ejer-
cicio de una voluntad libre del decir verdadero del propio sujeto
sobre sí mismo:

Así, se puede reconocer igualmente el tema de que decir la verdad


purifica (y de que el mal se arranca del cuerpo y del alma de aquel
que, al confesarlo, lo expulsa). E incluso el tema de que decir la
verdad acerca de una cosa anula, borra, conjura esa verdad misma
(mi alma se vuelve más blanca si confiesa que es negra)27.

Es posible dar un paso más en el desplazamiento histórico de la


confesión –y su relación con la construcción de una subjetividad

25 Foucault, Obrar mal, decir la verdad, 26.


26 En esta misma línea se podría desplazar el análisis al conjunto de prácticas propias de
los discursos disciplinares médicos, psiquiátricos y jurídicos que se erigen en la moder-
nidad. Tal como plantea Foucault, a propósito de una serie de estrategias rituales de
intervención sobre los pacientes psiquiátricos en el siglo XIX, la confesión se ensalza
como estrategia particularmente relevante: la imposición de los usos imperativos del
lenguaje –el del amo– a los pacientes quienes, frente a su uso delirante, han perdido la
capacidad de llamar las cosas por su nombre. Si esto es así, la práctica de la confesión
estaría atravesada por la capacidad de reconocer la verdad de la realidad de un orden.
Cf. Foucault, El poder psiquiátrico, 178-179.
27 Foucault, Obrar mal, decir la verdad, 23.

205
moderna– en relación con los juegos de verdad. Para ello es pre-
ciso consignar que no basta únicamente con entrar en el juego
y realizar una acción coherente que permita la emergencia de
esta verdad contenida en el hombre. Haría falta algo más para
completar el círculo: que el individuo logre dar cuenta de quién
es el que lleva a cabo la acción, estableciendo una relación de
concordancia moral consigo mismo por medio de un reconoci-
miento de las conexiones causales que lo han llevado a cometer
tal o cual conducta28. Lo que se dirime en esta operación está
asociado con el buen uso de sus facultades racionales, especí-
ficamente en lo que dice relación con el establecimiento y ex-
teriorización de una relación coherente consigo mismo. Dicha
relación se concreta a partir de la adscripción a un régimen de
obligatoriedad voluntaria que busca posicionar al sujeto en una
relación de exploración permanente de sí mismo, conminándo-
lo a encontrar y notificar aquellos pensamientos y sentimientos
que determinan la voluntad de su actuar. Esto sería parte de
un proceso de liberación del sujeto, cuyo colofón recae en la
emergencia de una individualidad que posee y puede constatar
la posesión de una privacidad interior.
Lo señalado se hace bastante claro en el caso de la con-
fesión cristiana. No obstante, como se ha insinuado, dichas
operaciones pueden asociarse a nuevas modalidades aletúrgicas
seculares propias de las racionalidades modernas29. Se inaugura

28 Cf. Foucault, Obrar mal, decir la verdad, 106.


29 Parece posible considerar que lo que se encuentra a la base de estas racionalidades, en
conexión con las formaciones religiosas cristianas, se reproduce en torno a determi-
nados modos políticos de relación entre los saberes y las creencias sobre esos saberes.
Dicho de otro modo, pensar en cómo los dispositivos “mediante los cuales una dog-
mática siempre se ha hecho creer: por un lado, la pretensión de hablar en nombre de
algo real que, supuestamente inaccesible, es a la vez el principio de lo que se cree (una
totalización) y el principio del acto de creer (una cosa siempre sustraída, inverificable,
faltante); por otro, la capacidad que tiene el discurso autorizado por algo ‘real’ de
distribuirse en elementos organizadores de prácticas, es decir en ‘artículos de fe’. Estos
dos recursos se encuentran hoy en día dentro del sistema que combina la narratividad
de los medios –una distribución de lo mismo real– en ‘artículos’ que hay que creer y

206
así la posibilidad de que el individuo se transforme en narrador
y protagonista de su propia historia, siempre y cuando logre
enhebrar la experiencia de sí como vivencia del presente, con
una apelación al pasado a partir de la emergencia una memoria
personal que permita establecer las conexiones del individuo
dentro de un continuo lineal, progresivo y sin fisuras30. En re-
lación con esto, Foucault señala de qué forma esta seculariza-
ción de los procesos confesionales obtuvo nuevas rentabilidades
dentro de las nuevas formas de Estado a partir del siglo XIX,
conectándolo con el subsecuente surgimiento de un sujeto de
derecho con pleno uso de sus facultades racionales31. Es en este

adquirir”. Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano I. Artes de hacer. México


D.F.: Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia Instituto Tecnológico y
de Estudios Superiores de Occidente, 2000, 201.
30 Vale la pena recordar el análisis de la memoria individual ligada a un ejercicio de
autodesignación, tal y como lo propone Paul Ricoeur refiriéndose a las confesiones agus-
tinianas, a propósito del repliegue interior de la memoria como vía de acceso a Dios:
“La memoria aparece como radicalmente singular: mis recuerdos no son los vuestros.
No se pueden transferir los recuerdos de uno a la memoria del otro. En cuanto mía, la
memoria es un modelo de lo propio, de posesión privada, para todas las vivencias del
sujeto. En segundo lugar, en la memoria parece residir el vínculo original de la concien-
cia con el pasado […] la memoria es del pasado, y este pasado es el de mis impresiones;
en este sentido, este pasado es mi pasado. Por este rasgo, precisamente, la memoria
garantiza la continuidad temporal de la persona y, mediante este rodeo, esa identidad
cuyas dificultades y peligros hemos afrontado más arriba. Esta continuidad me permite
remontarme sin ruptura del presente vivido hasta los acontecimientos más lejanos de
mi infancia […] Es esta alteridad la que, a su vez, servirá de anclaje a la diferenciación
de los espacios de tiempo a la que procede la historia sobre la base del tiempo cronoló-
gico […] Finalmente, en tercer lugar, a la memoria se vincula el sentido de orientación
en el paso del tiempo; orientación de doble sentido, del pasado hacia el futuro, por
impulso hacia atrás, en cierto modo, según la flecha del tiempo de cambio, y también
del futuro hacia el pasado, según el movimiento inverso de tránsito de la espera hacia
el recuerdo, a través del presente vivo”. Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004, 128-129.
31 Respecto a los procesos de juridización de la confesión del siglo XIX y XX, Foucault
nos plantea un desdoblamiento de la práctica confesional: “Freud y el psicoanálisis ocu-
pan un lugar central, la hermenéutica del sujeto se abrió a finales del siglo XIX a un
método de desciframiento muy alejado de la práctica del examen permanente y verba-
lización exhaustiva […] Se abrió una hermenéutica del sujeto, lastrada o cargada, que
tenía por instrumento y por método principios de desciframiento tanto más cercanos a
los principios de análisis de un texto. Esta hermenéutica del sujeto en forma de desci-

207
punto donde se comienzan a esbozar determinadas conexio-
nes entre el gobierno de los hombres y el problema identitario
en la modernidad, entendiendo este último como una forma
autoaletúrgica, es decir, como “las formas de manifestación de
verdad que giran alrededor de la primera persona, alrededor del
yo [je]”32.
Lo anterior, bajo la premisa de que los procesos de construc-
ción identitaria se introducen como tecnologías que ponen en
un mismo plano de inteligibilidad el problema del gobierno con
el de la producción de una determinada relación de enunciación
verdadera, es decir, a partir de una conminación a decir, de ma-
nera libre, la verdad sobre sí:

Por un lado, la obligación de creer, admitir, postular, sea en el


orden de la fe religiosa o en el orden de la aceptación de un sa-
ber científico, y por otro, la obligación de conocer nuestra propia
verdad, pero asimismo de decirla, ponerla de manifiesto y auten-
ticarla33.

La importancia de estas precisiones reside en la definición de las


condiciones que permitirán una posterior secularización de di-
chas prácticas, lo que tendrá como corolario una diseminación
hacia otras esferas sociales a partir de nuevas formas modernas
de gubernamentalización. De modo que las racionalidades aso-
ciadas a la confirmación del Estado moderno se vincularán a
estas formas de poder, promoviendo un ejercicio de prácticas
centradas en el aseguramiento de una administración indivi-
dual interior.

framiento de un texto debe permitir arraigar los comportamientos de un sujeto en un


conjunto significativo”. Foucault, Obrar mal, decir la verdad, 242.
32 Foucault, Del gobierno de los vivos, 71.
33 Michel Foucault, “Entrevista de Michel Foucault con Jean François y John de Wit”
[1981]. Obrar mal, decir la verdad, 266.

208
En suma, la idea de preocupación por uno mismo se irá
transformando progresivamente en un ideal de conocimiento
de sí, cimentando las bases de un modo de hacer filosofía que
aprovechará su potencia con el advenimiento del racionalismo
moderno y la emergencia de la mathesis universalis cartesiana.
El de sí, en este nuevo espacio histórico, implica la posibilidad
de establecer una relación instrumental con uno mismo que ya
no puede ser comprendida en torno al dualismo sujeto-alma,
sino como algo que se determina en la medida que se transforma
en objeto de conocimiento racional. Los sistemas de prácticas
institucionales y extrainstitucionales, centradas en el individuo
atomizado, serán las que aseguren el surgimiento de un sujeto
racional en clave universal a partir de una serie de anudamientos
discursivos polimorfos, principalmente político-económicos y
científicos. Este es el caso de las disciplinas psicológicas moder-
nas, cuya fuerza reside en que,

adquirieron una singular capacidad de penetración en las prácti-


cas para la conducción de la conducta. Lograron proporcionar a
profesionales de diferentes ámbitos una diversidad de modelos de
individualidad y recetas para la acción respecto del gobierno de
las personas34.

Así se comprende la doble inscripción de una normatividad,


como la “producción de un sujeto doblemente sometido: a otro
sujeto a través del control y la dependencia; y a su propia identi-
dad, por medio de la conciencia o el conocimiento de sí”35.

34 Rose, “Identidad, genealogía, historia”, 232-233.


35 Michel Foucault, “El sujeto y el poder”. Dreyfus y Rabinow, Foucault: más allá del
estructuralismo y la hermenéutica, 231.

209
El Yo como objeto sujeto al gobierno:
el dilema identitario
Lo comentado en el apartado precedente permite la apro-
ximación a un modo particular de entender la cuestión del yo
como núcleo central del gobierno moderno. Sería el sujeto cons-
ciente, en tanto agente activo voluntario volcado a dar cuenta de
sí mismo, quien estaría tensionado en una disputa permanente
consigo mismo en lo referido a su propia conformación desde un
ideal de autenticidad y coherencia. Dicho ejercicio reporta una
serie de dificultades, principalmente a partir de dos ejes funda-
mentales: por una parte, a partir del esquema impuesto por una
racionalidad ilustrada siempre en desfase, al no ser capaz de dar
cuenta de manera directa de aquel sujeto portador de la razón;
y por otra, retomando la lectura psicoanalítica, entendiendo que
el yo, como efecto de superficie, no es más que el resultado de
una fractura con su origen, considerando que es esta distancia la
que inscribe una subjetividad marcada por un desconocimiento
estructural de una verdad esencial que se le presenta como irre-
presentable.
Frente a este escenario, la obra de Foucault propone una
tercera vía. Ella supone un tránsito relacional múltiple, es decir,
un recorrido que se dispone entre unas determinaciones históri-
cas respecto a los modos de reconocerse como un ser, y una serie
de operaciones prácticas que se encuentran implicadas en dicho
proceso de lectura de sí. Desde esta perspectiva cobra sentido
el debate sobre las posibles influencias, direcciones y causalida-
des impuestas entre una disyunción que provoca una separación
arbitraria –entre un interior y un exterior– del todo determi-
nante para comprender las posibilidades de acción que tiene el
sujeto moderno, en la medida que se transforma en el producto
o efecto residual de formaciones discursivas a la base de los jue-
gos de verdad. Esta posición denota un espacio en que el sujeto,
como ser que piensa, habla y actúa desde sí mismo, establece una

210
vinculación consigo a partir de una serie de formaciones que no
provienen de una psique ontológica, aun cuando estas lo lleven a
narrarse como sujeto poseedor de una interioridad originaria. Tal
y como propone Butler, “cuando el ‘yo’ procura dar cuenta de sí
mismo, puede comenzar consigo, pero comprobará que ese ‘sí
mismo’ ya está implicado en una temporalidad social que excede
sus propias capacidades narrativas”36.
Sin duda que lo propuesto se encuentra en clara afinidad
con la crítica a la tradición filosófica planteada por Nietzsche.
El filósofo alemán es severo al considerar que el impulso auto-
rreflexivo moderno ha grabado a fuego un modo de dominación
moral interior con carácter de original autenticidad:

En el derecho de las obligaciones es donde tiene su hogar nativo


el mundo de los conceptos morales ‘culpa’ (Schuld), ‘conciencia’,
‘deber’, ‘santidad del deber’, su comienzo, al igual que el comienzo
de todas las cosas grandes en la Tierra, ha estado salpicado profun-
da y largamente con sangre […] el imperativo categórico huele a
crueldad37.

El dar cuenta de sí, desde esta perspectiva, estaría siempre mer-


mado por una agresión original ejercida sobre la vida. Es por ello
que el ejercicio de autodefinición del sujeto no podría ser más
que una ilusión estatuida a partir del violento alejamiento de la
vida y de lo que hay de verdadero en ella38.

36 Butler, Dar cuenta de sí mismo, 19.


37 Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral. Un escrito polémico. Madrid: Alianza
Editorial, 2006, 85.
38 La crítica nietzscheana se comprende en torno a la elucidación de que aquello que ac-
túa como condición de posibilidad de un conocimiento, el esquema sujeto-objeto, no
puede ser tomado como referencia para justificar la verdad: “El sujeto, que es a la vez el
punto de surgimiento de la voluntad, el sistema de las deformaciones y las perspectivas,
el principio de las dominaciones y lo que a cambio recibe, bajo la forma de la palabra,
del pronombre personal, de la gramática, la marca de identidad y de realidad del ob-
jeto […] El objeto, que es el punto de aplicación de la marca, el signo, la palabra, la
categoría, y con el cual a cambio se relaciona bajo la forma de la sustancia, de la esencia

211
A partir de esto se explica la mala conciencia nietzscheana,
es decir, aquello que pone al hombre contra sí mismo dentro
de los límites de un ideal ascético: “Solo la voluntad de mal-
tratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el valor de
lo no-egoísta”39. Hay en esto una referencia similar al proble-
ma planteado por el poder pastoral, en que el acto máximo de
inscripción del sentimiento de culpa en la sociedad occidental
remita a la inscripción de una deuda eterna e impagable hacia
Dios, quien, en tanto acreedor máximo, se habría sacrificado por
sus deudores. Desde esta perspectiva se entiende por qué la con-
cepción nietzscheana tiene que ver con el sentido de autocom-
placencia del hombre consigo mismo, como gran tecnología de
renuncia a sí en pos de valores fundados en la incorporación de
mecanismos de disciplina y vigilancia interna. Esto se explica a
partir de la negación de la voluntad de poder encubierta bajo las
formas de amor, justicia y sabiduría: de una buena voluntad.
No obstante Foucault, quien ocupa una suerte de radical
posición intersticial entre Kant y Nietzsche, propone una dis-
cusión centrada en los códigos morales-normativos, es decir, en
los mecanismos que determinan las formas de conducción de
la conducta, considerando que estos no pueden ser reducidos
exclusivamente al quehacer de una mala conciencia. Esto supo-
ne la posibilidad de establecer, a través del ejercicio crítico, una
delimitación entre aquel aspecto de la práctica que compete al
sujeto, y aquella parte del yo que se consigna como objeto de la
práctica moral:

inteligible, de la naturaleza o de la creación, la voluntad del sujeto. Por eso Nietzsche


se niega obstinadamente a poner en el corazón del conocimiento algo como el cogito,
es decir, conciencia pura, donde el objeto se da bajo la forma del sujeto y el sujeto
puede ser objeto de sí mismo. Todas las filosofías han fundado el conocimiento en la
relación preestablecida del sujeto y el objeto, y su única inquietud consistió en acercar
lo más posible uno y otro (sea en la forma pura del cogito, sea en la forma mínima de
la sensación, sea en una pura tautología A=A)”. Foucault, Lecciones sobre la voluntad
de saber, 234.
39 Nietzsche, F. Genealogía de la moral, 113.

212
Una cosa es una regla de conducta y otra la conducta que con tal
regla podemos medir […] Dado un código de acciones y para un
tipo determinado de acciones (que podemos definir por su grado
de conformidad o de divergencia en relación con ese código), hay
diferentes maneras de “conducirse” moralmente, diferentes ma-
neras para el individuo que busca actuar no simplemente como
agente, sino como sujeto moral de tal acción40.

Aquello quiere decir que, entre la regla prescrita –la moralidad


de las conductas– y la conducta misma, existiría una posibili-
dad de ejercer un influjo de transformación sobre sí, en una
suerte de ejercicio activo de resistencia que permite vislumbrar
la posibilidad de situarse estratégicamente y desarrollar nuevas
tecnologías críticas de subjetividad desde el interior del disposi-
tivo normativo41. Esta lectura propone una entrada diferente a
la cuestión del dilema moral a partir de la conformación de una
intervención ética sobre uno mismo, es decir, estableciendo la
posibilidad de constituirse a través de determinadas estrategias
discursivas que deriven en un impulso creativo, retomando, así,
desde otra perspectiva, el impulso nietzscheano sobre la vuelta
hacia una estética de la existencia. Es, en último término, un
acercamiento a la relación entre la serie de normas morales y las
intervenciones críticas que desarrolla el sujeto a partir de esta
conminación. Esto le permitiría acceder a una experiencia de

40 Foucault, Historia de la Sexualidad, Vol. II, 18.


41 Recordamos con esto la figura del flâneur de Baudelaire, con la que Foucault invoca la
actitud más propiamente moderna: “Y es precisamente eso lo que parece decir Bau-
delaire cuando define la modernidad por ‘lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente’.
Pero, para él, ser moderno no es reconocer y aceptar ese movimiento; por el contrario,
es tomar una cierta actitud en relación con ese movimiento perpetuo; y esta actitud vo-
luntaria, difícil, consiste en apoderarse de algo eterno que no está más allá del instante
presente, ni detrás de él, sino en él. La modernidad se distingue de la moda, que no
hace más que seguir el curso del tiempo; es la actitud que permite captar lo que hay de
‘heroico’ en el momento presente. La modernidad no es un fenómeno de sensibilidad
hacia el presente fugitivo; es una voluntad de ‘heroizar’ el presente”. Foucault, Sobre la
Ilustración, 82.

213
subjetividad fuera de los márgenes de las estrategias de some-
timiento o, dicho de otro modo, posibilitaría una desujeción
a partir de la desatadura de los nudos de individualidad en los
que se ve reconocido el hombre. En palabras de Butler el asunto
fundamental consiste en,

cuestionar las normas de reconocimiento que gobiernan lo que


yo podría ser, preguntar qué excluyen, que podrían verse obliga-
das a admitir, es, en relación con el régimen vigente, correr el
riesgo de no ser reconocible como sujeto o, al menos, suscitar la
oportunidad de preguntar quién es (o puede ser) uno, y si es o no
reconocible42.

Dentro de este marco, parece pertinente la discusión centrada en


comprender de qué manera determinadas tecnologías políticas
se encuentran finamente articuladas en torno al establecimiento
efectivo de una relación del sujeto consigo mismo. Dicha rela-
ción se nos presenta caracterizada por un ideal de relación cohe-
rente entre el cuerpo individual y el cuerpo social, en donde la
soberanía sobre el primero, como objeto técnicamente produci-
ble y reproductible43, emerge como condición necesaria para la
vinculación con la comunidad política. En este orden de cosas, la

42 Butler, Dar cuenta de sí mismo, 38.


43 Parece posible articular esto con los procesos de constitución ética del sujeto sobre sí
mismo, específicamente en torno a las implicancias respecto a los modos en que los
individuos, privados y soberanos de sí mismos, en términos de la somaticidad de sus
cuerpos, hacen una experiencia de lectura interior con valor de verdad que se proyecta
más allá de sus determinantes sustanciales meramente biológicos: “En las nuevas for-
mas de poder pastoral que empiezan a definirse en torno a nuestra genética y nuestra
biología, las preguntas respecto al valor de la vida en sí impregnan los juicios, voca-
bularios, técnicas y acciones cotidianos de esos profesionales de la vitalidad –médi-
cos, asesores en genética, científicos dedicados a la investigación, ejecutivos de firmas
de biotecnología, empleados de empresas farmacéuticas, entre otros– y los obligan
a involucrarse en la ética y la ethopolítica. Por otra [parte], la política de la vida en
sí nos plantea esas preguntas a cada uno de nosotros: en nuestras propias vidas, en
la de nuestras familias y en las nuevas asociaciones que nos vinculan con otros con
quienes compartimos aspectos de nuestra identidad biológica. Nuestra vida biológica
en sí ha ingresado al dominio de la decisión y la elección: esas preguntas se volvieron

214
identidad se engarza como un efecto de la relación entre el sujeto
con su propio cuerpo. En otras palabras, la identidad se inscribe
como el nombre de lo que viste y arropa internamente el cuerpo,
posibilitando una identificación con la exterioridad a partir de
una proyección de imagen que el sujeto se hace de sí, ampara-
do por una unidad histórico-biográfica. A partir de este terreno
intersticial parece viable abordar la identidad en términos de sus
configuraciones normativas, es decir,

¿en qué medida la ‘identidad’ es un ideal normativo más que un


aspecto descriptivo de la experiencia? […] En definitiva, la ‘co-
herencia’ y la ‘continuidad’ de ‘la persona’ no son rasgos lógicos
o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de
inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas44.

Como ya se ha hecho notar, el devenir de la modernidad ha traí-


do consigo unos modelos de fundamentación del conocimiento
encargados de dictaminar las posibilidades que el sujeto tiene de
reconocerse en el plano de la experiencia. Una de sus particula-
ridades reside en la capacidad que este tiene de testimoniarse,
como un tercero, a partir de una actitud pragmática sostenida en
base a un impulso de integración y mantención de una imagen
articulada meticulosamente45. Integrarse y mantenerse fiel a sí

ineludibles. Este es el significado de vivir en una era de ciudadanía biológica, de ‘ética


somática’ y de política vital”. Rose, Políticas de la vida, 498.
44 Judith Butler, El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelo-
na: Editorial Paidós, 2007, 71.
45 Esto evoca la figura del testigo, planteada por Agamben, a propósito de su referencia a
la experiencia de Auschwitz. Según esto el sujeto, en tanto testigo, puede ser concebido
como resto que sobrevive para testimoniar la exposición a la destrucción biológica, es
decir, la construcción de una memoria del acontecimiento del exterminio. Sin embar-
go, la aporía de lo anterior residiría en el ejercicio de una memoria que, en un intento
por alcanzar el sentido, se encuentra frente a aquello irrepresentable que supone la
muerte, un acontecimiento vacío entre el acontecimiento y su representación. Así, se
provocaría una tensión ética frente a la invocación del evento vivido, como necesidad
de recordar la experiencia tal cual, asumiendo que la muerte, en tanto experiencia de
desaparición, mostraría la aporía de la representación ligada a los límites del lenguaje.

215
mismo en el camino hacia la verdad forma parte de su consig-
na, a pesar del influjo proveniente de una enorme cantidad de
marcadores y vectores identitarios emergentes: aquellos que han
surgido como resultado de las nuevas formas de gobierno que
han marcado el trazado político contemporáneo.
La idea imperante de que los hombres son portadores de
una identidad propone una serie de elementos problemáticos,
cuya raíz puede observarse en la presunción de que existe una
disputa por la soberanía de los límites entre un interior y un
exterior. Dicha cuestión supone que la identidad contiene una
función demarcatoria, de frontera, con cierto carácter originario
para el individuo. En otras palabras, la identidad sería parte de
una interioridad anterior del sujeto, posible de ser desarrollada e
integrada sistemáticamente. En el decir de Taylor,

se trata más bien de un modo de autointerpretación histórica-


mente limitado, un modo que ha venido a ser predominante en
el Occidente moderno y que, por consiguiente, podría propagarse
al resto del planeta; pero es un modo que tuvo un comienzo en el
tiempo y en el espacio, y podría tener un final46.

Cf. Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer
III. Madrid: Editorial Pre-Textos, 2002, 13-40. En esta medida, la memoria histórica
–y, por qué no, la memoria autobiográfica–, sería la destrucción de la experiencia a
partir de la petrificación del acontecimiento, es decir, sacar de él lo que no se puede
testimoniar a partir de la consideración de que es el lenguaje lo que permite suponer un
origen prelingüístico que rompe con la condición espaciotemporal de la experiencia.
Así, “la conciencia de sí no es posible más que si se experimenta por contraste y solo se
emplea el ‘yo’ dirigiéndose a alguien que se convierte en ‘tú’ en la alocución, ya que esta
condición de diálogo es constitutiva de lo humano y queda implicada en el proceso de
comunicación […] El problema de la experiencia como ‘patria original’ del hombre es
el problema del origen del lenguaje en su realidad de lengua y habla. Es una ficción,
pues nunca está el hombre separado del lenguaje y no hay algo así como un acto de
inventar el lenguaje, sino que el hombre se constituye como tal a través de él”. Natalia
Taccetta, Agamben y lo político. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2011, 281-282.
46 Charles Taylor, Fuentes del Yo. La construcción de la identidad moderna. Barcelona: Edi-
torial Paidós, 2012, 161.

216
Esto se ha visto refrendado gracias a los nuevos modelos de pen-
samiento y desarrollo del conocimiento, cuyos gérmenes, ligados
a la racionalidad moderna, le han dado al ser humano un impul-
so hacia el autoconocimiento y la posibilidad de dar cuenta de
sí mismo de una manera particular, muy cercana a una noción
de claridad, especificidad y verdad47. Desde esta perspectiva, la
identidad en la modernidad podría entenderse como una:

noción que tenemos de nosotros mismos como seres desvincula-


dos, emancipados de la cómoda, pero ilusoria, sensación de estar
inmersos en la naturaleza y capaces de objetivar el mundo que
nos rodea; o la imagen kantiana que tenemos de nosotros mismos
como puros agentes racionales48.

El corolario de este gesto epistemológico supone para el hombre


la necesidad de encontrar nuevas formas de descripción, defi-
nición y reconocimiento que le otorguen una sensación de au-
tenticidad y transparencia, reconociendo su particularidad y, al
mismo tiempo, inscribiéndolo en un campo de saberes que sea
delimitable, y más importante aún, clasificable, para así promo-
ver espacios de intercambio basados en una objetividad prístina
ligada a una experiencia común.

47 Como ya se ha venido señalando, la modernidad como momento histórico convoca


tanto el problema epistemológico como práctico, derivando lo anterior en la articu-
lación entre el gobierno y la moral. En el decir de Longás, retomando a Constant y
Tocqueville, “el viaje del hombre hacia el descubrimiento de su identidad individual,
fruto del desplome de las antiguas formas de pertenencia a la comunidad y de las cate-
gorías sociales que la constituían, significó, no solo la aparición de su espacio privado,
sino, también, una revelación de sí mismo, es decir, de una cierta originalidad del ‘yo’
que, con el correr del tiempo, se constituiría en un sentido moral interior sobre el que
le sería posible reconstruir el horizonte de la vida tomando como único referente la fi-
delidad a sí mismo”. Fernando Longás, La libertad en el laberinto del minotauro (Acerca
de las aporías de la libertad política en el Estado Moderno). Santiago de Chile: Editorial
Cuarto Propio, 2005, 102.
48 Taylor, Fuentes del Yo, 32.

217
Se asiste, de alguna manera, a la reactualización de la trama
edípica49, bajo la presunción de que existe una verdad que se le
oculta al sujeto a partir de su relación fracturada con el mundo:
“Esta imagen rota que refleja la muerte es el referente último
de toda posible identidad (tanto individual como colectiva) se
constituye en referencia al abismo y está, por lo tanto, dañada,
amenazada”50. De modo que la identidad actuaría como una
amalgama que, en tanto imagen heterotópica51, viene a intentar
llenar este espacio intersticial que le ha quedado inaccesible al
sujeto moderno.

49 Retomando la visión propuesta por Foucault respecto del problema de la verdad en


Edipo, existiría una suerte de ejercicio compuesto por una ley de mitades, independien-
tes, que deberán alcanzarse para poder sacar a la luz la verdad. Lo anterior subvierte el
esquema del reconocimiento sujeto-objeto como modalidad privilegiada de acceso a la
verdad sobre uno mismo, en tanto la verdad reposará sobre un procedimiento técnico
–la práctica aletúrgica–, que determinará su carácter verdadero. Esto permite explicar,
desde otro ángulo, la tragedia como camino hacia la aprehensión de una verdad que
constituye la sentencia de Edipo: “El mismo personaje trata de saber, hace el trabajo de
la verdad y se descubre como objeto de la investigación. Al comienzo Edipo ignoraba,
y al final va a comprobar que sabe, pero ¿qué sabe? Sabe que él mismo, el ignorante, es
el culpable que buscaba. Es él quien ha lanzado la flecha y, finalmente, es él el blanco.
Está sometido, se ha sometido sin saberlo a su propio decreto”. Foucault, Del gobierno
de los vivos, 43.
50 Lanceros, La modernidad cansada, 97.
51 Lo señalado refiere a la noción acuñada por Foucault para explicar la existencia de
determinados espacios que tienen una realidad material y que tienden a sostener di-
versos emplazamientos reales, reflejándolos como una suerte de imagen especular: “En
el espejo me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente tras la
superficie; estoy allá lejos, allí donde no estoy, soy una especie de sombra que me da mi
propia visibilidad, que me permite mirarme allí donde estoy ausente: utopía del espejo.
Pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo existe realmente y
en que posee, respecto del sitio que yo ocupo, una suerte de efecto de remisión; desde
el espejo me descubro ausente en el sitio en el que estoy, ya que me veo allá lejos. A
partir de esa mirada que, en cierto sentido, se dirige hacia mí, desde el fondo de este
espacio virtual que está al otro lado del cristal, regreso hacia mí y comienzo a dirigir
mis ojos hacia mí mismo y a reconstituirme allí donde estoy; el espejo funciona como
una heterotopía en el sentido en que hace que este sitio que ocupo en el momento en
que me miro en el cristal sea absolutamente real, en relación con todo el espacio que
lo rodea, y absolutamente irreal, puesto que está obligado, para ser percibido, a pasar
por ese punto virtual que está allá lejos”. Michel Foucault, “Espacios diferentes”, Obras
esenciales, 1062.

218
Dicho esto, la identidad no parece ser algo que pueda ser
fácilmente delimitado en torno a un punto fijo52. Emerge como
una categoría taxonómica que apela a un espacio, una suerte de
continente simbólico que agrupa otros tantos elementos que
comprometen a los sujetos individuales y sociales. Dentro de este
análisis se podrían considerar dos grandes factores: por una parte,
una suerte de arraigo ontológico vinculado al ser de las cosas en
función de una relación de apropiación y pertenencia para/con
ellas. De manera que parece estatuirse como un elemento natural
y universal que define el modo de vinculación de los hombres
con el mundo a partir de un ideal de autenticidad. Por otra parte,
surge como la condición estructural, constitutiva, de separación
entre un adentro y un afuera:

La mejor protectora y orientadora, sin duda, de propios y extra-


ños. Tal sentimiento generalizado forma parte de una misión di-
rectriz de la identidad como proyecto total(itario) de la vida […]
La identidad es un complicado texto que leemos siendo comple-
tamente analfabetos53.

Atendiendo al primer elemento comentado, la identidad se al-


zaría como una representación del hombre respecto de sí mis-
mo ligada a un sentido de autoapropiación. Dicha configura-
ción se encuentra mediada inevitablemente por una serie de
marcadores identitarios que determinan una cartografía posible
de lo comprensible, tanto a nivel individual como social. En
otros términos, sería una caracterización individual imperativa

52 A propósito de lo anterior se puede considerar el proceso de construcción de identidad,


la identificación, como “un proceso de articulación, una sutura, una sobredetermina-
ción y no una subsunción […] sujeta al juego de différance […] Y puesto que como
proceso actúa a través de la diferencia, entraña un trabajo discursivo, la marcación y
ratificación de límites simbólicos, la producción de ‘efectos de frontera’. Necesita lo
que queda afuera, su exterior constitutivo, para consolidar el proceso”. Stuart Hall,
“Introducción: ¿Quién necesita identidad?”, Cuestiones de Identidad Cultural, 15-16.
53 Antonio García, La identidad excesiva. Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 2009, 7-8.

219
que permite un ejercicio de definición dentro de un campo
simbólico-lingüístico compartido, a partir de elementos que
se disponen en un margen de mayor o menor cercanía con la
voluntad. Esta visión es consistente con aquellos saberes que
inscriben la identidad dentro de modelos de desarrollo huma-
no, asociándola a grados de madurez y autonomía propios de
un individuo unificado y dotado de conciencia. Si la identidad
se construye secuencial y cronológicamente, como parte de un
proceso de formación subjetiva, esta podrá verse afectada por
estímulos que impiden su adecuado desarrollo y verse merma-
da, perderse o desarrollarse de manera insuficiente, cayendo el
sujeto en una categoría de enfermedad y anormalidad54. Solo
así se hace verosímil hablar de crisis de identidad, bajo la pre-
misa de que esta delimita el espacio de las distinciones cualita-
tivas sobre las que se generan los modelos de vida y selección,

54 Existen muchos ejemplos de lo expuesto. Se pueden mencionar los estudios y referen-


cias ligadas a las etapas del desarrollo de la personalidad descrita en la Teoría Psicosocial
del Desarrollo y Crisis de la Identidad de Erikson. Según esta particular perspectiva, el
sentido de la identidad del ego es entendido como una síntesis entre impulsos básicos,
las habilidades naturales y las oportunidades que otorga el medio. Dicha síntesis sería
la que permitiría mantener un sentido de continuidad y mismidad en el individuo. Cf.
Erik Erikson, Identity and the Life Cycle. New York: W.W. Norton & Company, Inc.,
1980, 94-95. Otro ejemplo de lo anterior sería el aportado por el psicoanalista austria-
co Otto Kernberg, quien propone la identidad como el resultado de una integración
normal, neurótica, de la estructura de la personalidad: “Propongo que la estructura de
la personalidad neurótica, en contraste con las estructuras límite y psicóticas, impli-
ca una identidad integrada. La estructura neurótica de la personalidad presenta una
organización defensiva que se centra en la represión y otras operaciones defensivas
avanzadas o de alto nivel. En contraste, las estructuras límite y psicóticas se encuentran
en pacientes que muestran una predominancia de operaciones defensivas primitivas
que se centran en el mecanismo de escisión. La prueba de realidad se conserva en la
organización neurótica y límite, pero está gravemente deteriorada en la psicótica. Estos
criterios estructurales pueden complementar las descripciones ordinarias de conducta o
fenomenológicas de los pacientes y aumentar la precisión de un diagnóstico diferencial
de la enfermedad mental, en especial en casos difíciles de clasificar”. Otto Kernberg,
Trastornos graves de la personalidad, estrategias psicoterapéuticas. México: Editorial Ma-
nual Moderno, 1987, 3.

220
retroalimentándose en función de los procesos de toma de de-
cisiones que las personas realizan55.
Asimismo, dicha cosmovisión de la identidad trae apareja-
da un potencial narrativo para los sujetos que la desarrollan56,
permitiendo reproducir un relato coherente, consistente e inal-
terable de uno mismo más allá de los cambios ambientales, las
circunstancias biográficas personales y/o sociales. Incluso más, a
partir de este relato integrado la identidad promueve un nexo de
sentido cognoscitivo y moral vinculado a la experiencia fenomé-
nica, generando un cúmulo de significados particulares en torno
a aquellos elementos simbólicos que expresa y exterioriza. Es así
como los seres humanos logran desarrollar un sentido de vida en
torno a una idea de continuidad en el tiempo57.
Pero la identidad no remite exclusivamente a un problema
individual, cercano a lo que las modernas psicologías han enten-
dido como personalidad. La identidad aparece en todo momento
mediada por procesos de interacción entre los miembros de la
comunidad, es decir, entendiendo que la adscripción identitaria
se dirime en torno a categorías externas relativamente estables
que permiten desarrollar un sentido de pertenencia58. Desde esta

55 Cf. Taylor, Fuentes del Yo, 56.


56 Lo anterior guarda relación con lo que Ricoeur intenta sortear, a propósito de la iden-
tidad personal, cuando se pregunta: “¿Cómo, en efecto, un sujeto de acción podría dar
a su propia vida, considerada globalmente, una cualificación ética, si esta vida no fuera
reunida, y cómo lo sería sino en forma de relato?”. Paul Ricoeur, Sí mismo como otro.
México D.F.: Siglo XXI Editores, 2003, 160.
57 A propósito del problema de la continuidad del tiempo, emerge la configuración de las
dos caras de la identidad: por un lado, como mismidad (idem), diacrónica, entendiendo
por esto un concepto de relación y de relación de relaciones que permite sostener una
cierta continuidad en el tiempo y crear una serie de categorías basadas en la compara-
ción; por otro, la identidad del self (ipse), sincrónica, que le daría el sentido de unicidad
al yo, es decir, su condición de primera persona o “yo”, ligado a una experiencia perso-
nal autobiográfica. Cf. Ricoeur, Sí mismo como otro, 160.
58 Resulta relevante, como ejemplo de lo comentado, la descripción que realiza Castells
a propósito de esta noción: “Por identidad, en lo referente a los actores sociales, en-
tiendo el proceso de construcción del sentido atendiendo a un atributo cultural, o un
conjunto relacionado de atributos culturales, al que se da prioridad sobre el resto de las
fuentes de sentido. Para un individuo determinado o un actor colectivo puede haber

221
perspectiva, no es novedad que los principales conflictos bélicos
y movimientos sociales de los últimos siglos se hayan encontrado
dispuestos en torno a la defensa de entelequias con arraigo ideo-
lógico, ligadas a nociones que comportan un potencial de con-
vocatoria tales como las de Nación, Patria, Territorio y Clase59.
Esta dimensión social de las identidades aparece supeditada a un
sentido de filiación discursivo-institucional en que el nombre, los
adjetivos y los espacios materiales asociados a ellos permiten un
posicionamiento integrado y relativamente seguro de los sujetos
en diversos campos. Es por esto que los grupos de referencia se
transforman en núcleos de resguardo dentro de las comunidades
frente a otros, permitiendo cartografiar un campo social a partir
de un potencial predictivo respecto de una alteridad que se em-
plaza como amenazante pero que, no obstante, debe poder ser
reconocida como alteridad. Tal y como señala Hall,

una pluralidad de identidades. No obstante, tal pluralidad es una fuente de tensión y


contradicción tanto en la representación de uno mismo con la acción social. Ello se
debe a que la identidad ha de distinguirse de lo que tradicionalmente los sociólogos
han denominado roles o conjunto de roles […] Las identidades son fuentes de sentido
para los propios actores y por ellos mismos son construidas mediante un proceso de in-
dividualización […] las identidades pueden originarse en las instituciones dominantes,
solo se convierten en tales si los actores sociales las interiorizan y construyen su sentido
en torno a esta interiorización”. Manuel Castells, La era de la información: Economía,
sociedad y cultura, Vol. II: El poder de la identidad. Buenos Aires: Siglo XXI Editores,
2001, 28-29.
59 En relación con esto parece prudente no olvidar las palabras de Judith Butler, al señalar
que dichos movimientos de convocatoria estarían dados por una promesa de recono-
cimiento que se ha mostrado insatisfactoria a lo largo de la historia: “En la medida en
que se las entienda como puntos de unión, como fuerzas que tienden a promover la
movilización política, las afirmaciones de identidad parecen ofrecer las promesas de
unidad, solidaridad y universalidad. Como corolario, uno podría interpretar pues que
el resentimiento y el rencor contra la identidad son signos de un disentimiento y una
insatisfacción provocados por la imposibilidad de que esa promesa se cumpla. La obra
reciente de Slavoj Žižek […] abre un camino para concebir las afirmaciones de identi-
dad como sitios fantasmáticos, sitios imposibles y, por lo tanto, sitios alternativamente
irresistibles y decepcionantes”. Judith Butler, Cuerpos que importan. Sobre los límites
materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2002, 269.

222
la cuestión de la identidad o, mejor, si se prefiere destacar el proce-
so de sujeción a las prácticas discursivas, y la política de exclusión
que todas estas sujeciones parecen entrañar, la cuestión de la ‘iden-
tificación’, se reitera en el intento de rearticular la relación entre
sujetos y prácticas discursivas60.

Lo señalado es coherente toda vez que se evoca el carácter dialó-


gico o interactivo de los procesos de formación identitaria descri-
tos por la sociología contemporánea61.
Además, es preciso considerar que las mentadas disposicio-
nes identitarias asociadas a la pertenencia social no son siempre

60 Hall, “Introducción: ¿Quién necesita identidad?”, 15.


61 Dentro de este espacio disciplinar se encuentra, por ejemplo, la perspectiva del inte-
raccionismo simbólico, que postula la identidad como el producto resultante de un
proceso continuo de desenvolvimiento de relaciones sociales, en que las expectativas
juegan un rol fundamental para la determinación de las cualidades con las que los
sujetos se identifican, relevando el proceso identitario como aquel en permanente cons-
trucción dentro de la interacción entre el yo –interior– y los otros –la cultura–. Bajo
esta premisa Mead separa la conciencia, como mera operación subjetiva, de la conciencia
de sí, ligada a la condición de persona –producto de la interacción intersubjetiva–: “La
persona y la conciencia de sí tienen primeramente que surgir, y luego tales experien-
cias pueden ser identificadas específicamente con la persona, o apropiadas por esta;
para adquirir, por así decirlo, esta herencia de la experiencia, es preciso que la persona
se desarrolle previamente dentro del proceso social en el cual está involucrada esta
herencia”. George H. Mead, Espíritu, persona y sociedad. Desde el punto de vista del
conductismo social. Barcelona: Editorial Paidós, 1982, 199-200. Por su parte, desde la
microsociología, Goffman le concede importancia imperativa a la estructura social que
rodea a los sujetos, entendidos como actores sociales, en su proceso de constitución
identitaria. En esta línea, serán las condiciones contextuales histórico-institucionales
las que determinen la constitución del self identitario por medio de la modulación
preformada de sus interacciones. A su decir: “Entiendo por identidad personal […] las
marcas positivas o soportes de la identidad, y la combinación única de los ítems de la
historia vital, adherida al individuo por medio de esos soportes de su identidad. La
identidad personal se relaciona, entonces, con el supuesto de que el individuo puede
diferenciarse de todos los demás, y que alrededor de este medio de diferenciación se
adhieren y entrelazan, como en los copos de azúcar, los hechos sociales de una única
historia continua, que se convertirá luego en la melosa sustancia a la cual pueden ad-
herirse aún otros hechos biográficos. Lo que resulta difícil apreciar es que la identidad
personal puede desempeñar, y de hecho desempeña, un rol estructurado, rutinario, y
estandarizado en la organización social, precisamente a causa de su unicidad”. Erving
Goffman, Estigma. La identidad deteriorada. Madrid: Amorrortu Editores, 2006, 73.

223
equivalentes ni equidistantes las unas de otras. Es más, hoy en
día la posibilidad de generar adscripciones estaría regulada ma-
yoritariamente por el establecimiento de modelos estratégicos de
asociatividad, ligados a un sinnúmero de caracteres parciales y
fragmentarios que tienden a unirse de manera flexible, conmi-
nando a los individuos a reconocerse dentro de determinadas
formas de experiencia social. Algunos de estos elementos apare-
cerían como naturales e inmutables, cercanos al mantenimien-
to de una tradición asignada por territorio o sangre. Otros, en
cambio, emergen en las cercanías de lo que podría ser entendido
como customización personal, ligados, por ejemplo, a grupos de
interés, modas, estilos artístico-culturales e, inclusive, filiaciones
políticas centradas en la explosión de las diferencias. En el decir
de Laclau y Mouffe:

Se constata una neta tendencia a valorar las “diferencias”, y a crear


nuevas identidades que tienden a privilegiar criterios “culturales”
(vestimentas, música, lengua, tradiciones regionales, etc.). En tan-
to que de los dos grandes temas del imaginario democrático –el
de la igualdad y el de la libertad– era el de la igualdad el que
había tradicionalmente predominado, las demandas de autono-
mía hacen adquirir al tema de la libertad una centralidad cada
vez mayor. Es por esta razón que muchas de estas resistencias no
se manifiestan bajo formas de lucha colectivas sino a través de un
individualismo crecientemente afirmado62.

Esto propone un complejo escollo a la hora de intentar gene-


rar una cartografía de los procesos identitarios, particularmente
considerando que su carácter polisémico ha permitido desarro-
llar diversos modos de producción individual que han tendido
a trascender los modelos arquetípicos preestablecidos por una
tradición que, hoy por hoy, se encuentra en una profunda crisis

62 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicali-
zación de la democracia. Madrid: Editorial Siglo XXI, 1987, 185.

224
reflejada en las instituciones políticas, sociales y culturales. De
modo que:

esta relación entre apariencia y cuerpo social ha dejado de ser pa-


trimonio exclusivo de los estamentos para convertirse en el signo
de reconocimiento de la multiplicidad de grupos informales que
constituyen la sociedad postmoderna […] En efecto, si la moder-
nidad se caracteriza por señalar residencia –pertenecemos a una
profesión, un sexo, una ideología, una clase; en pocas palabras,
cada cual tiene una identidad y una dirección, cuyo conjunto de-
termina un social relacional, mecánico y finalizado– resulta cu-
rioso constatar que la socialidad contemporánea es mucho más
confusa, heterogénea y móvil63.

No obstante, un aspecto esencial en el abordaje del problema


identitario reside en que su vivencia se inscribe sobre la base de
un desconocimiento respecto de sus condiciones de emergencia
y producción. Es aquello que hay que asumir para enfrentar un
espacio de experiencia ética con sentido: “La identidad es un
concepto de este tipo, que funciona ‘bajo borradura’ en el in-
tervalo entre inversión y surgimiento; una idea que no puede
pensarse a la vieja usanza, pero sin la cual ciertas cuestiones clave
no pueden pensarse en absoluto”64. Dicho de otro modo, no es
que la identidad surja en el momento en que sujetos se adscri-
ben a una organización institucional o se definen desde ella. Se
vivencia subjetivamente como el paroxismo de un germen que, al
parecer, se encuentra latente en el sujeto, aun cuando este pueda
sufrir determinadas modificaciones calculadas en su interacción
con el medio. En otras palabras, emerge la apelación a una iden-
tidad intrínseca, haciendo que las trayectorias del individuo por

63 Michel Maffesoli, “Identidad e identificación en las sociedades contemporáneas”. Ar-


diti, El reverso de la diferencia, 38-42.
64 Hall, “Introducción: ¿Quién necesita identidad?”, 14.

225
el trazado social se centren en un ejercicio práctico de elecciones,
considerando sus potenciales adecuaciones e inadecuaciones.
Lo anterior da cuenta de un segundo elemento problemáti-
co del dilema propuesto: el que surge al considerar la identidad
como el resultado de una formación residual de integración entre
un adentro y un afuera, un binarismo modal. Esto quiere decir
que la identidad exige asumir a priori una relación entre una
interioridad, materializada en el yo soy reflejado en esta noción
(conciencia, alma, espíritu), y una exterioridad (-alter), es decir,
aquello que distingue y mantiene a las personas en una relación
de justa distancia con el mundo:

Se trata de lugares donde cada cual puede reconocerse a sí mismo


al tiempo que se identifica con los demás y donde, sin preocuparse
por el control del futuro, preparar el presente; lugares, en fin, don-
de se elabora un tipo de libertad intersticial en contacto directo
con lo prójimo y lo concreto65.

Esta forma de concebir la identidad se vincula, una vez más, con


el dualismo enquistado en el pensamiento, por cuanto aparece
determinado por la separación entre el mundo de lo empírico
y lo trascendental, haciendo posible situar el cuerpo del sujeto
como lugar de inscripción de la construcción identitaria imagi-
naria con valor objetivo que, mediada por una serie de saberes
científicos, proyecta al sujeto hacia un proceso de reconocimien-
to consciente de sí mismo66.

65 Maffesoli, “Identidad e identificación en las sociedades contemporáneas”, 41.


66 Esto queda del todo claro en relación con los modos de partición biológica del cuer-
po, refrendados por los nuevos avances tecnológicos de la ciencia médica, que han
permitido transformarlo en una entidad modificable, configurable y reemplazable en
sus partes, según se requiera: “La identificación de las piezas y de sus movimientos
permite sustituir con elementos artificiales a los que se deterioran o presentan una falta,
y hasta construir cuerpos autómatas. El cuerpo se repara. Se educa. Hasta se fabrica.
La panoplia de instrumentos ortopédicos y de herramientas de intervención prolifera,
pues, en la medida en que, en lo sucesivo, se vuelve capaz de descomponer y reparar,

226
Suponer la identidad como resultado del impacto de una ra-
cionalidad política sobre el cuerpo, implica comprenderla como
parte de un marco de inteligibilidad que propicia la apropiación
del sujeto sobre sí mismo y su pertenencia a una determinada
configuración social. En este sentido, la identidad termina ha-
ciendo las veces de una figura intersticial –la del entre–, en la
división normativa de los cuerpos, que, a la vez que los produce,
contornea la materia que los constituye para ajustarse a ellos.
Hay en esto una relación fundamental entre cuerpos y códigos,
en que:

el discurso normativo solo funciona si ya se convirtió en relato, en


un texto articulado sobre lo real y al hablar en su nombre, es decir
una ley historiada, situada en un contexto histórico, contada por
los cuerpos. Su narrativización es la experiencia presupuesta para
que aún produzca el relato al hacerse creer […] Otra dinámica
completa a la primera y se le imbrica, la que empuja a los seres
vivos a convertirse en signos, a encontrar en un discurso el medio
para transformarse en una unidad de sentido, en una identidad.
De esta carne opaca y dispersa, de esta vida exorbitante y alterada,
para en fin a la limpidez de una palabra, volverse un fragmento del
lenguaje, un solo nombre, legible para los demás, citable […] Esta
intertextuación del cuerpo responde a la encarnación de la ley; la
mantiene, hasta parece fundirla, servirla en todo caso. Pues la ley
juzga de este: “Dame tu cuerpo y te doy sentido, te hago nombre
y palabra en mi discurso”. Las dos problemáticas se sustentan, y tal
vez la ley no tendría poder alguno si no se apoyara sobre el oscuro
deseo de intercambiar algo de la carne por un cuerpo glorioso, de
ser escrito, así fuera mortalmente, y de ser transformado en una
palabra reconocida. Aquí todavía, en esta pasión de ser signo, solo
se opone el grito, extravío o éxtasis, revuelta o fuga de lo que del
cuerpo escapa a la ley de lo nombrado67.

de cortar, reemplazar, quitar, agregar, corregir o enderezar”. De Certeau, La invención


de lo cotidiano, 155-156.
67 De Certeau, La invención de lo cotidiano, 161-162.

227
La dimensión espacio-temporal que invoca el lugar del cuerpo
individual, dentro de un espacio social históricamente determi-
nado, se transforma así en el continente perfecto para el influjo
de las nuevas formas de gobierno. Esto se materializa en una dis-
puta entre una gestión estratégica de las posiciones subjetivas,
representadas por rituales orientados a la conformación de la
individualidad, y una serie de enunciados asociados a ellos que
emergen en función de un proceso constante de asimilación y
acomodación de la distribución del poder del cuerpo social. Es
en esta línea que los actos constitutivos de definición de identi-
dades y diferencias cobran su particular significado en relación
con los diagramas del poder. Así dispuesto, la identidad contiene
las reglas que permiten el establecimiento de determinados senti-
dos de lo múltiple, fundados en la relación entre identificaciones
emergentes y superpuestas de un campo discursivo, y los vectores
que sostienen y legitiman determinadas funciones enunciativas
contenidas en dichas identidades dentro de una particularidad
histórica. En otras palabras, lo que se incorpora en el proceso
de construcción identitaria no son solo los adjetivos sustancia-
les, sino también los códigos de lectura de dichos nombres y los
efectos asociados a ellos que dependerán, en definitiva, de una
economía del reconocimiento:

Hay, entonces, una pérdida constitutiva en el proceso de recono-


cer, dado que el “yo” se transforma merced al acto de reconoci-
miento. No todo su pasado se recoge y conoce en ese acto; este
modifica la organización de ese pasado y su significado al mismo
tiempo que transforma el presente de quien recibe el reconoci-
miento. El reconocimiento es un acto en el cual el “retorno a sí”
resulta imposible también por otra razón. El encuentro con otro
genera una transformación del yo de la cual no hay retorno. En el
transcurso de ese intercambio se reconoce que el yo es el tipo de
ser en el que la permanencia misma dentro de sí se revela imposi-
ble. Uno se ve obligado a conducirse fuera de sí mismo; comprueba
que la única manera de conocerse es por obra de una mediación

228
que se produce fuera de uno mismo, que es externa, en virtud de
una convención o norma que uno no ha hecho y en la que uno
no puede discernirse como autor o agente de su propia construc-
ción68.

Lo que se consigna con el nombre de gobierno de la identidad


adquiere un cariz particular, especialmente en relación a los mo-
dos en que los propios sujetos son llamados a aceptar voluntaria-
mente determinadas formas de ser gobernados. En esta línea se
inscribe el problema de las formas de enunciación veraz comen-
tadas, en tanto requieren de una actitud activa por parte de los
individuos que se encuentran bajo un determinado régimen. Si
esto es así, la identidad se engarza como parte de una política de
producción de subjetividades configurada en torno a la acepta-
ción voluntaria de los nombres que se le ofrecen. Dicho de otro
modo, lo que estaría en juego es la producción de un cuerpo
individual que se encuentra permeado, desde sus fundamentos,
por la multiplicidad, y en que las técnicas de determinación
identitaria se incrustan como operaciones de gestión calculada
de los desplazamientos, las proximidades y las distancias que
comportan las relaciones entre los cuerpos y la masa social. Esto
se sostendría en torno a una suerte de performatividad discursiva
que “parece producir lo que nombra, hacer realidad su propio
referente, nombrar y hacer, nombrar y producir”69. De modo
que no se puede pensar dicha performance del sujeto como una
acción dependiente de su voluntad individual, sino más bien
como el potencial normativo que él mismo, en tanto función
discursiva, contiene.
Lo planteado se hace visible a partir de las prácticas des-
tinadas a nombrar, categorizar y situar lo múltiple dentro de
un plano de regularidad de identificación, generando efectos

68 Butler, Dar cuenta de sí mismo, 44-45.


69 Butler, Cuerpos que importan, 162.

229
de legitimidad política en torno a parámetros de inclusión/
exclusión que aseguran la igualdad de base requerida para la
configuración de la vida civil actual. Esto, en último término,
constituiría una modalidad de circulación del poder centrada
en la formación de dispositivos ópticos que disponen formas
legítimas de ver-se y narrar-se:

La visión es siempre una cuestión del “poder de ver” y, quizás, de


la violencia implícita en nuestras prácticas visualizadoras. ¿Con la
sangre de quién se crearon mis ojos? Estos temas se aplican tam-
bién al testimonio desde la posición del “yo” […] La autoidenti-
ficación es un mal sistema visual. La fusión es una mala estrategia
de posicionamiento. Los muchachos de las ciencias humanas han
denominado la “muerte del sujeto” a esta duda de la presencia de
uno mismo, a este punto ordenador de la voluntad y de la con-
ciencia70.

Dicha situación obliga a considerar que la determinación del yo


identitario se encuentra atravesada por un modo de vinculación
a una serie de normas, un principio de organización, división
primaria y jerarquización de los cuerpos identitarios dentro del
entramado social:

Esto es así, no solo históricamente, sino quizá estructuralmen-


te, porque el nomos, como principio de división, como la divi-
sión misma (nemein), siempre regula de antemano, y así siempre
incorpora y subsume, su externalidad: la externalidad solo es

70 Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid:


Ediciones Cátedra, 1995, 330. Es menester recordar la disposición de los modos entre
“ver” y “decir” propuesta por Foucault a propósito del problema de la verdad. En
esta misma línea podríamos situar el dilema de la identidad, por cuando convoca un
modelo de regularidad entre ambos aspectos. Sin embargo, habría que detenerse en
aquellos mecanismos de lectura discursivos –los métodos– que permiten establecer
dicha conexión, generando la realidad como efecto residual.

230
concebible desde el orden nómico, y es una función del orden
nómico71.

Dichas regulaciones no obedecen únicamente a las disposicio-


nes de la institucionalidad jurídico-política, sino que se encuen-
tran diseminadas por el espacio social en un constante despla-
zamiento y transformación, lo que a su vez incide de un modo
gravitante sobre los individuos que se reconocen como sujetos
posibles de establecer relaciones –de verdad– consigo mismos.
De modo que el surgimiento de un yo, con capacidad de dar
cuenta de sí mismo, está intrínsecamente ligado a unos códigos
normativos otorgados por un ideal ético que precede y excede
sus propias capacidades narrativas, situándolo como agente ca-
paz de reconocerse a partir de la mediación de un intercambio
con un otro. De tal forma que el ideal en torno a una identidad
unitaria originaria deviene ficción real, eliminando las dificulta-
des y discontinuidades propias de cualquier ethos contemporá-
neo. Es decir:

me someto a una norma de reconocimiento cuando te ofrezco


mi reconocimiento, lo cual significa que el “yo” no lo ofrece a
partir de sus recursos privados. En rigor, parece que el “yo” queda
sujeto a la norma en el momento de hacer ese ofrecimiento, de
modo que se convierte en instrumento de la agencia de esa norma
[…] La posibilidad del “yo”, de hablarse y conocerse, reside en la
perspectiva que disloca la perspectiva de primera persona condi-
cionada por ella72.

Subsiste en estos procesos un ethos colectivo que contiene en sus


bases un reservorio de violencia y represión. Dicha violencia se vería
materializada de forma prematura por el carácter de enfrentamiento

71 Alberto Moreiras, Línea de sombras. El no sujeto de lo político. Santiago de Chile: Edito-


rial Palinodia, 2006, 34.
72 Butler, Dar cuenta de sí mismo, 42-45.

231
que supone la disyunción entre lo individual y lo social, a partir de
la inscripción de una universalidad abstracta que excluye las parti-
cularidades mediante la homogenización ideal de las individualidades
particulares. Las determinaciones sociohistóricas promueven formas
de apropiación vital en torno a fórmulas de elección con valor de
verdad, entendiendo que en el contexto moderno se erigen alrede-
dor de un sujeto individual responsable e imputable por sus propias
acciones. Dicha propuesta, más que dejar abierta una invitación a
la apertura y expresión de las diferencias dentro de una comuni-
dad política plural y diversificada, actuaría sobre la configuración
de los límites de lo pensable adscrito a un ideal de participación
individual enmarcado por la razón universal. Un vínculo dialéctico,
de necesidad y dependencia, entre particularidad y universalidad,
ambas como grandes abstracciones dentro de un orden prescrito por
una razón hegemónica e inclusiva, basadas en el principio político-
jurídico de igualdad ante la ley de todos los hombres73.
Lo que se revela frente a esta posición es la condición bajo la
que el yo reflexivo cobra la forma de una función interna regula-
toria de las formas de vida, respondiendo a determinadas disposi-
ciones ligadas a una sincronía entre ser y hacer bajo la égida de un
potencial narrativo histórico-biográfico que encuentra sentido en
un ideal vinculado a una perspectiva del autogobierno. Desde
esta perspectiva, las identidades podrían analizarse como cam-
pos de fuerzas en pugna dado que, como señala Mouffe, “fijan
parcialmente el sentido de una cadena significante y permiten
detener el flujo de los significantes y dominar provisionalmente
el campo discursivo”74.
A diferencia de las disputas de épocas precedentes, la lucha
por la hegemonía identitaria moderna parece dirimirse en términos

73 Cf. Patxi Lanceros, Política mente. De la revolución a la globalización. Barcelona: Edito-


rial Anthropos, 2005, 116.
74 Chantal Mouffe, “Por una política de la identidad nómada”. Revista Debate Feminista
14 (1996), 4.

232
de un ideal de reconocimiento75 dispuesto en torno a la consoli-
dación de los límites de la interioridad individual. Lo señalado
es una indicación de la preeminencia del individualismo en el
devenir de las sociedades liberales contemporáneas, entendiendo
que subsistiría una fragmentación insuperable a la base de cual-
quier tipo de vínculo en torno a un ideal de comunidad política.
Así se estatuye un momento de privatización de la experiencia de
lo público en que el individuo, en tanto free agent, se posiciona
como usuario portador de derechos individuales, abocado a ase-
gurar sus posibilidades de elección y participación dentro de un
mercado transaccional múltiple de objetos y relaciones, siempre
orientado a la preservación y mejoramiento de su vida íntima76.

75 Con esto nos referimos a que la lógica del reconocimiento basada en las articulacio-
nes totalizantes y excluyentes entre lo universal y lo individual, estaría ya prefigurada
dentro del esquema social –en tanto exclusión constitutiva–, por lo que el sujeto que
es invitado a participar de manera libre está llamado a ocupar una posición que, en
definitiva, lo obliga a reconocerse como una entidad fija que siempre “fue” lo que ahora
está siendo. Tiene que ver con el potencial de acción fundado en la toma de decisiones
que, por un lado, estarían dentro de un contexto que estaría mediado por la decisión.
Contexto y decisión que, por lo demás, implicarán siempre un acto de exclusión. Cf.
Moreiras, Línea de sombras, 161-172.
76 Como ejemplo de lo anterior la figura del barrio comentada por Pierre Mayol deviene
metáfora de un espacio que permite dar cuenta de una suerte de solapamientos de la
distribución territorial, que progresivamente va borrando los límites demarcatorios de
la delimitación público/privado. En el decir del pensador: “El barrio puede conside-
rarse como la privatización progresiva del espacio público. Es un dispositivo práctico
cuya función es asegurar una solución de continuidad entre lo más íntimo (el espacio
privado de la vivienda) y el más desconocido (el conjunto de la ciudad o hasta, por
extensión, el mundo) […] La relación entrada/salida, dentro/fuera, confirma otras re-
laciones (domicilio/trabajo, conocido/desconocido, calor/frío, tiempo húmedo/tiem-
po seco, actividad/pasividad, masculino/femenino…); siempre se trata de una relación
entre sí mismo y el mundo físico y social; es la organizadora de una estructura inicial y
hasta arcaica del “sujeto público” urbano mediante el pisoteo incansable por cotidiano,
que mete en un suelo determinado los gérmenes elementales (susceptibles de descom-
ponerse en unidades discretas) de una dialéctica constitutiva de la conciencia de sí
que adquiere, es este movimiento de ir y venir, de mezcla social y repliegue íntimo, la
certeza de sí misma como algo inmediatamente social”. Michel de Certeau, Luce Giard
y Pierre Mayol, La Invención de lo Cotidiano 2. Habitar, cocinar. México D.F.: Univer-
sidad Iberoamericana. Departamento de Historia, Instituto Tecnológico y Estudios
Superiores de Occidente, 1994, 10-11.

233
En esta medida los derechos civiles, dentro de la modernidad
contemporánea, como señala Longás:

ya no deben ser pensados como algo inherente a la naturaleza hu-


mana y, por tanto, como manifestación de un cierto orden moral,
que se habría expresado en un pacto originario, y que acompaña y
funda lo político, sino como algo que responde a las necesidades
históricas del momento que se vive, momento que aparece prota-
gonizado por una sociedad burguesa cuyas principales actividades
son básicamente la industria y el comercio77.

La racionalidad política liberal propone al individuo como agen-


te racional que se vincula a un mundo lleno de cosas objetivas.
En este sentido, la identidad convoca un cierto desconocimien-
to de aquellos marcos que definen las distinciones y exclusiones
propuestas para la promoción de un ejercicio de equivalencias
inter e intraidentitarias:

El pensamiento liberal pone en escena una lógica de lo social que


implica una concepción del ser en tanto que presencia y concibe
la objetividad como propia de las cosas en sí mismas. Por eso le es
imposible reconocer que puede existir una identidad solo si está
construida como “diferencia” y que toda objetividad social está
constituida por actos de poder. Lo que se niega a aceptar es que,
al fin de cuentas, toda objetividad social es política y debe llevar la
huella de los actos de exclusión que gobiernan su constitución78.

Así entendido, la moderna identidad humana funciona como


una tecnología orientada a liberar al sujeto del confinamiento
al espacio cerrado, propio de los regímenes disciplinarios. Le
ofrece, en cambio, la posibilidad de proyectarlo hacia un es-
pacio social virtual. La figura del viejo panóptico desaparece,
llevándose consigo la rigidez de sus muros, instalando en su

77 Longás, La libertad en el laberinto del minotauro, 90.


78 Mouffe, “Por una política de la identidad nómada”, 4.

234
lugar un individuo autorregulado, conminado a proyectar su
paz interior como medio para el establecimiento de fundamen-
tación de una comunidad ideal. Y, en esto, el papel del dere-
cho político consiste en ser garante de las condiciones para el
adecuado ejercicio de intervención individual del sujeto sobre
sí y sobre sus congéneres79. De esta manera emerge una nueva
codificación de relaciones entre el ver y el decir, marcada por el
vaciamiento de las categorías sociales otorgadas otrora por el
espacio público clásico. En esta línea, tal como afirma Arendt:

todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia


singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se
multiplica innumerables veces. El fin del mundo común ha llega-
do cuando se ve solo bajo un aspecto y se le permite presentarse
únicamente bajo una perspectiva80.

Este nuevo plano de regularidad considera un modelo de vin-


culación entre el yo y los otros, caracterizado por operaciones de
inclusión-exclusión que emergen desde los modelos rituales que
han dispuesto al sujeto y al individuo como figuras análogas:
una suerte de principio de a-cercamiento81 como eje rector de

79 Con esto nos referimos a los modos de construcción de la experiencia de lo públi-


co preeminentes, particularmente en relación a los medios de comunicación masivos
(televisión y redes sociales) que hacen cada vez más difícil hacer la distinción entre
lo público –en su acepción tradicional– y una “publicidad” que se proyecta sobre la
existencia privada. En esta línea, “podría decirse hoy que el rasgo dominante de este
espacio es justamente la ‘escalada’ de la subjetividad, la primacía de lo íntimo/privado
como tópico vehiculizado a través de los más diversos géneros discursivos, de los más
canónicos a los nuevos híbridos que involucran la política-espectáculo, a la exacerba-
ción casi obscena de lo auto/biográfico, al primado de la ‘pequeña historia’ aún en el
horizonte informativo, a la peripecia personal e íntima como fagocitación pública,
del talk-show a la ‘vida en directo’”. Leonor Arfuch, “Problemáticas de la identidad”.
Leonor Arfuch (comp.), Identidades, sujetos y subjetividades. Buenos Aires: Prometeo
Libros, 2005, 40.
80 Hannah Arendt, La condición humana. Madrid: Editorial Paidós, 2011, 77-78.
81 En tanto juego de palabras, el guion que separa la a del cercar, da cuenta de los modos
de producción de una experiencia social desvinculada dentro del contexto ofrecido
por las racionalidades neoliberales contemporáneas. La noción de cercar (to fence),

235
la experiencia. Se trataría de un principio en que los modelos
de privatización de la existencia habilitan un régimen de vin-
culación predefinido por un sentido de temor latente frente a
una alteridad incontrolable y, por lo mismo, amenazante. Esto
hace que las tecnologías de conformación identitaria permitan
objetivar el espacio intersticial que compone la experiencia dia-
lógica fracturada entre individuo y sociedad. De modo que su
potencial efectividad remitiría, en primer lugar, a la afirmación
de su carácter natural y original; y, en segundo lugar, al conjunto
de nombres y adjetivos tácitos que permiten acceder a un estado
civil protegido, ya no a partir de un régimen de poder centrado
en el derecho político, sino a través de formas heterogéneas de
producir experiencias autoprotegidas, es decir, aquellas configu-
radas en torno a una autogestión y administración de intereses
particulares dentro de una lógica de intercambios productivos.
Lo que emerge con lo anterior es la posibilidad de abrir un
espacio de interrogación crítica que conmina a una determinada
forma de elaboración activa de los sujetos, materializándose de
manera específica dentro del espacio histórico-social en que se
encuentran inscritos. Con esto presente, suponemos que la iden-
tidad se estatuye como el resultado de un enfrentamiento entre
el conocimiento (logos que preclasifica y ordena) y el reconoci-
miento, teniendo por resultado el sometimiento a una imagen
imaginario-espectral respecto del ser uno mismo que, simultánea-
mente, convoca a los sujetos a posicionarse en una relación de

etimológicamente se define como esgrimir, entendido como acción de manejar, empu-


ñar o enfrentarse. En esta línea se plantea la metáfora de la esgrima como aquel deporte
inaugurado durante el siglo XIII que contiene un fuerte componente matemático,
filosófico y geométrico, y que a partir del siglo XIX habría reemplazado los duelos rea-
lizados con armas de fuego. La palabra procede del verbo germánico skermjan, que sig-
nifica reparar o proteger. Los contrincantes reciben el nombre de tiradores. Cuando un
tirador es tocado por el arma (en francés touché), el contrario recibe un punto. Destaca
este juego como metáfora de un individuo vinculado a otros dentro del espacio social
a partir de un mecanismo que le sirve como potencial blindaje frente a la violencia que
presupone la presencia del otro como alteridad indescriptible.

236
adscripción a ideales normativos a priori, referidos a las represen-
taciones que los individuos hacen de sí mismos. Lo comentado
actuaría en sincronía con un ideal ético de correspondencia, en
cuanto el sujeto se ve interpelado, desde su interior, a ajustarse
a los cánones de las categorías identitarias a las que voluntaria y
libremente se ha adscrito. Dicho ejercicio práctico consistiría en
un proceso selectivo que le permite cartografiarse desde lo múl-
tiple sin perder su posibilidad de remitir a una unidad original,
es decir, sin caer en una autocontradicción que lo pueda situar
frente a la amenaza potencial de la fragmentación de sí. Solo así
podría llegar a disponerse como lo que verdaderamente es, lo
que, en definitiva, le permitirá constituirse como sujeto privado,
reconocido y legitimado dentro de un espacio social específico.

La identidad como relación histórica


del sujeto consigo mismo
Una de las principales cuestiones que convoca la identidad
tiene que ver con la producción de un sentido de filiación del
sujeto respecto a su origen. Dicho espacio inicial, en tanto nú-
cleo originario con carácter universal, tiende a legitimar un de-
terminado orden naturalizado de vinculación entre las diversas
posiciones identitarias a partir de una estratificación sedimenta-
da de las mismas, permitiendo una posterior división de la po-
blación en torno a categorías a priori. Complementariamente,
esta noción apelaría a la construcción de una narrativa biográfica
teleológica incrustada en un proceso de perpetuación de la iden-
tidad por medio de la tradición, reproduciendo hábitos mate-
riales y simbólicos82. Esta concepción de la identidad histórica,

82 Creemos que la noción de “tradición inventada” se ajusta mejor al planteamiento que


se desarrolla en este punto. Dicha noción remite a: “Un grupo de prácticas, normal-
mente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica
y ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por

237
centrada en la figura de un sujeto fundacional, puede entenderse
conforme a los ideales impuestos por el proyecto ilustrado mo-
derno. Esta evolución hacia una racionalidad antropocéntrica ha
abierto una serie de cuestiones vinculadas a las formas en que
los hombres definen los saberes, las verdades asociadas a ellos y
las construcciones de sentido concomitantes. Según lo anterior,
la historiografía adquiere determinados modos de significación
y de interpretación en torno a una configuración diseñada de
acuerdo a un orden ético trascendental, como efecto de la pro-
ducción de la vida como culpa83. En definitiva, la historia del
sujeto identitario se legitima en torno a condiciones axiológico-
formales que dictaminan el sentido de las relaciones entre sig-
nificantes y significados, modelando el acceso y ejerciendo sus
efectos sobre la construcción material de la experiencia. Es decir,
remite a los recursos que posee el sujeto, individual y colectivo,
para transformarse en un sujeto moral; o, dicho de otro modo,
a las modalidades de reglamentación del sujeto para la construc-
ción activa de la experiencia de sí mismo.
Al considerar que la identidad se constituye en un núcleo
fundante de los relatos historiográficos modernos, se hace nece-
sario dilucidar cuáles son los elementos subyacentes que la sostie-
nen como categoría discursiva legítima. En otras palabras, cobra
pertinencia enfocar la pregunta hacia las razones de sentido que
proponen la construcción de una narrativa histórica, por ejem-
plo, dentro de un marco de disputa identitaria. Lo dicho se hace
claro si se contempla que dicha disputa simbólica se dirime en los
límites formales del pensamiento, a partir de una economía de la

medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasa-


do. De hecho, cuando es posible, normalmente intentan conectarse con un pasado
histórico que les sea adecuado”. Eric Hobsbawm, “Introducción: la invención de la
tradición”, Eric Hobsbawm y Terence O. Ranger (ed.), La invención de la tradición.
Barcelona: Editorial Crítica, 1983, 8.
83 Cf. Federico Galende, Walter Benjamin y la destrucción. Santiago de Chile: Ediciones
Metales Pesados, 2009, 18.

238
representación84 que promueve una forma particular de escritura
sustancial del sujeto desde sí mismo. De modo que instauraría un
modelo de diálogo particular entre el individuo con su historia
–en cuanto otro que emerge en la narración de sí mismo–, como
una suerte de reactualización constante que evoca la apelación
a un origen mítico de la memoria, entendiendo este como lugar
común desde donde leer la identidad. Esta reminiscencia a la his-
toria, en tanto presencia del pasado ausente, se engarza como un
modo de establecer contraposiciones legítimas a partir del poder
abarcador de una clasificación única. Dicha clasificación reafirma
su posibilidad en una actualidad que aparece como única posi-
ble, en donde el cambio y la transformación, como constantes de
nuestro frágil presente, se coluden para mantener el orden de las
cosas y de los hechos por medio de la imposición de un telos que
recae sobre individuos reclutados como soldados de infantería de
una brutalidad política85. Estos modelos, dictados por y desde la
historia, devienen campos de fuerza centrados en la recuperación
de la memoria y reactualización en el presente, dando cuenta
del fondo normativo sobre el que se erigen las identidades en la
medida que configuran una autopercepción histórica reactiva: la
de una identidad violentada que sería necesario restituir como
requisito base de las luchas emancipadoras propuestas por los
grupos minoritarios86.

84 Cf. Rodrigo Naranjo, Para desarmar la narrativa maestra. Un ensayo sobre la Guerra del
Pacífico. Santiago de Chile: Ocho Libro Editores, 2011.
85 Cf. Amartya Sen, Identidad y violencia. La ilusión del destino. Buenos Aires: Katz Edi-
tores, 2007, 30.
86 Destaca en esto el carácter de la discusión académica en torno a los problemas iden-
titarios. En general, la identidad surge como categoría problemática por su carácter
ausente o de no reconocimiento, cobrando una particularidad frente a una salida fuera
del rayado de cancha, como algo que se ha perdido y que es preciso recuperar. El pro-
blema de lo anterior, y he aquí un punto de disenso entre los pensadores que relevan la
cuestión de la “política identitaria”, tendría que ver con situar la identidad desde el lado
del reconocimiento, asumiendo la perspectiva hegeliana de la constitución subjetiva.
Por otro lado, aparecen quienes sostendrían el dilema desde la perspectiva de la distri-
bución liberal. Cf. Nancy Fraser y Axel Honneth, ¿Redistribución o reconocimiento? Un

239
En otras palabras, la posibilidad de una construcción sub-
jetiva en torno a una identidad se refrenda por la productividad
de una relación con la historia, materializándose en la cultura a
través de una construcción social de la memoria, imponiendo así
una tensión ontológica entre esta última y los medios de produc-
ción de la misma. En el decir de Cuesta Abad:

Leer (lesen, légein, legere) la historia podría significar entonces ex-


poner o relatar el logos del tiempo como memoria que recolecta en
el presente fragmentos de la experiencia pasada o colecciona ins-
tantes dispersos que, sedimentados en las cosas, emiten un brillo
hipnótico ante la Mirada nostálgica y arcaizante del historiador87.

Esto ocurre aun cuando este pasado diste de poder ser atestigua-
do en sí mismo, es decir, recuperado de manera prístina, frente
a las limitaciones que impone el pensamiento. Volviendo sobre
el legado freudiano, la memoria actúa como una herencia de
lo vivido y designa un sentido de filiación constitutivo para el
sujeto. Por lo tanto, la tarea de la identidad en su proceso de
constitución sería siempre la de reconfigurarse en relación con
una tensión provocada por la reinvención presente de un pasado,
debidamente seleccionado a partir de las exigencias de espacios
de verdad que van trocando dinámicamente las figuras y los fon-
dos, bajo la exigencia de apropiación y afirmación de aquello que
lo precede. Dicha tensión supone una violencia inscrita en los
procesos de conformación identitaria, frente al engaño provoca-
do por un proceso ficcional de evocación presente de un pasado
que escucha el mandato de la herencia atávica como modelo de
construcción de sentido en lo actual:

debate político-filosófico. Madrid: Ediciones Morata, 2006, 18-34. El riesgo permanente


sobre estos marcos de lectura se encuentra en la posibilidad de que los mecanismos y
tecnologías que determinan la cartografía de las jerarquías identitarias y sus valores
concomitantes en un momento histórico particular, pasen inadvertidos.
87 José Manuel Cuesta Abad, Juegos de Duelo. La historia según Walter Benjamin. Madrid:
Abada Editores, 2004, 22.

240
El heredero debe responder siempre a un mandato en sí mismo
contradictorio: debe apropiarse y preservar una memoria de aque-
llo que lo antecede, reafirmarlo en lo que fue, a la vez que debe
relanzarlo como propio, recrearlo, hacerlo otra vez producto nue-
vo de su invención88.

La reminiscencia a un momento originario permite la configu-


ración de espacios estratégicos de sentido de la función histórica
gracias a una reproductibilidad que homogeniza89 los modos de
circulación del poder, cobrando forma en los sentidos posibles de
apropiación y pertenencia del sujeto. Esto conlleva la producción
de una experiencia de sí marcada por un origen que rompe con
la tempo-espacialidad formal del entendimiento. La evocación
de la memoria, como elemento fundante para el modelamien-
to de la identidad, nos sitúa en un plano de reminiscencia que
mantiene la esperanza de alcanzar la certeza de sí mismo. Dentro
de este esquema se hace posible considerar el sentido que cobran
una serie de tecnologías políticas orientadas a la elaboración au-
tobiográfica de la experiencia. A partir de esta producción de la
experiencia, ligada a la elaboración interior y posterior exteriori-
zación de la vida íntima, se comienza a esbozar la construcción

88 Emiliano Galende, “Memoria, Historia e Identidad”. Revista Topia. Los juegos de la


memoria, nº 41 (2004), 4.
89 Evocamos aquí el impacto de los mecanismos de reproducción técnica planteados por
Benjamin, entendiendo cómo dichos aparatos transforman las percepciones y conmi-
nan a las masas a apropiarse de las cosas, so riesgo de romper con la singularidad del
acontecimiento: “Acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las
masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato
acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad
de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien
en la copia, la reproducción. Y la reproducción, tal y como la aprestan los periódicos
ilustrados y los noticiarios, se distingue inequívocamente de la imagen […] Quitarle su
envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido
para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción,
le gana terreno a lo irrepetible”. Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”. Discursos Interrumpidos I. Buenos Aires: Taurus Editores,
1989, 25.

241
de un interiorismo privado sostenido en una relación de oposi-
ción con lo público90, permitiendo el afianzamiento del indivi-
dualismo como lugar desde donde se puede entender la vivencia
del hombre moderno occidental. En esta línea comenta Arfuch,
a propósito de Arendt:

Esa necesidad de exteriorización de lo íntimo –apenas una de las


facetas de la visibilidad democrática–, esa “puesta en forma” de la
experiencia que los géneros autobiográficos venían justamente a
inaugurar, suponía ya, sin embargo, la salvaguarda de la conducta,
mecanismo regulador por el cual la sociedad tiende a la “norma-
lización” de sus miembros a través de la imposición de códigos
de comportamiento, consumando así esa “intrusión en las zonas
más íntimas del hombre” […] la conducta reemplazará entonces
la acción –en su acepción clásica, trascendente– como la principal
forma de relación humana. Un abismo viene así a separar la ideali-
zada libertad primigenia de la polis –como la no menos idealizada
libertad del individuo– de la maquinaria inclemente de la mode-
lización. Pero, en tanto es la apariencia el valor que se destaca, la
nueva esfera pública conlleva además otra pérdida, la de realidad.
La inclusión de la intimidad en lo público irá entonces más allá de
la modelización, para intentar el reemplazo de la trascendencia: la
intensificación de toda la escala de emociones subjetivas91.

90 Debemos notar que esta división público/privado remite menos a un dualismo on-
tológico que a una producción discursiva de la modernidad. Tal y como nos enseña
Arendt a partir de su análisis histórico, lo público y lo privado tienen una relación de
coexistencia inextricable: “La profunda relación entre público y privado, manifiesta
en su nivel más elemental en la cuestión de la propiedad privada, posiblemente se
comprende mal hoy día debido a la moderna ecuación de propiedad y riqueza por un
lado y carencia de propiedad y pobreza por otro. Dicho malentendido es sumamente
molesto, ya que ambas, tanto la propiedad como la riqueza, son históricamente de
mayor pertinencia a la esfera pública que cualquier otro asunto e interés privado y han
desempeñado, al menos formalmente, más o menos el mismo papel como principal
condición para la admisión en la esfera pública y en la completa ciudadanía”. Arendt,
La condición humana, 80.
91 Leonor Arfuch, El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea. Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010, 69.

242
El hecho es que esta expresión interiorista, devenida exterior,
carga con la exigencia de pensar la particularidad individual en
función de una totalidad que le otorga sentido a la experiencia.
Dentro de este esquema, el otro subsiste como ausencia que per-
mite un ejercicio de evocación mediado por una narrativa de la
vida cotidiana. Además, se hace necesario precisar que la actuali-
dad de lo biográfico siempre se le escapa al yo consciente en este
proceso de desfase temporal con el pasado, ya que la evocación
interior se encuentra condicionada por los límites de un pensa-
miento determinado por sus capacidades limitadas92. Desde esta
perspectiva se hace viable la consideración de una tecnología au-
tobiográfica que, en tanto ejercicio de construcción narrativa de
la intimidad, apela a un topos relacional entre el yo y los otros,
dentro de una incorporación afirmativa de la fragmentación dual
entre el mundo externo y el mundo privado desde una lógica de
la autentificación93. Lo comentado se puede ver ya esbozado en el

92 Frente a esto se puede evocar el problema de la firma presente en todo acontecimien-


to, presentada por Derrida como parte de su crítica general al fonologocentrismo. A
partir de su lectura se podría desprender que la identidad, en tanto forma de igualdad
consigo mismo, se constituye como aporía al pensarla desde la perspectiva del retorno
a un estado iniciático de emergencia de su signatura: “Para que se produzca la ligadura
con la fuente, es necesario, pues, que sea retenida la singularidad absoluta de un acon-
tecimiento de firma y de una forma de firma: la reproductibilidad pura de un aconteci-
miento puro. ¿Hay algo semejante? […] Sí, por supuesto, todos los días. Los efectos de
firma son la cosa más corriente del mundo. Pero la condición de posibilidad de estos es
simultáneamente, una vez más, la condición de su imposibilidad, de la imposibilidad
de su pureza rigurosa. Para funcionar, es decir, para ser legible, una firma debe poseer
una forma repetible, iterable, imitable; debe poder desprenderse de la intención pre-
sente y singular de su producción. Es su mismidad lo que, alterando su identidad y
singularidad, divide el sello”. Derrida, Márgenes de la Filosofía, 370-371.
93 Se hace interesante notar la posición que asume Paul de Man sobre lo que subsiste
debajo del género autobiográfico. Esta necesidad de “dar cuenta de la realidad”, que
supuestamente lo distingue de otros géneros (tales como los de ficción). Sin embargo,
habría que considerar que las posibilidades de narración autobiográfica estarían deter-
minadas por unas normas que permiten que se constituya una obra unitaria que remita
a dicho género: “Asumimos que la vida produce autobiografía como un acto produce
sus consecuencias, pero ¿no podemos sugerir, con igual justicia, que tal vez el proyecto
autobiográfico determina la vida, y que el escritor está, de hecho, gobernado por los
requisitos técnicos del autorretrato, y está, por lo tanto, determinado, en todos sus

243
siglo XVIII, dentro del proyecto autobiográfico rousseauniano.
Lo que intentará Rousseau es exaltar el yo cartesiano, superándo-
lo y mostrando todas las contradicciones en él contenidas:

Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá


imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda
la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo. Solo yo. Conozco
mis sentimientos y conozco a los hombres. No soy como ninguno
de cuantos he visto, y me atrevo a creer que no soy como ninguno
de cuantos existen. Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de
ellos. Si la Naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde
en que me ha vaciado, solo podrá juzgarse después de haberme
leído. Que la trompeta del Juicio Final suene cuando quiera; yo,
con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo y le diré re-
sueltamente: He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con
igual franqueza dije lo bueno y lo malo. Nada malo me callé ni
me atribuí nada bueno; si me ha sucedido emplear algún adorno
insignificante, lo hice solo para llenar un vacío de mi memoria.
Pude haber supuesto cierto lo que pudo haberlo sido, mas nunca
lo que sabía era falso. Me he mostrado como fui, despreciable y
vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he sido. He descubier-
to mi alma tal como Tú la has visto, ¡oh Ser Supremo! Reúne en
torno mío la innumerable multitud de mis semejantes para que
escuchen mis confesiones, lamenten mis flaquezas, se avergüencen
de mis miserias. Que cada cual luego descubra su corazón a los
pies de tu trono con la misma sinceridad; y después que alguno se
atreva a decir en tu presencia: Yo fui mejor que ese hombre94.

aspectos, por los recursos de su medio? Y, puesto que la mimesis que se asume como
operante en la autobiografía es un modo de figuración entre otros, ¿es el referente
quien determina la figura o al revés? ¿No será que la ilusión referencial proviene de la
estructura de la figura, es decir, que no hay clara o simplemente un referente en absolu-
to, sino algo similar a una ficción, la cual, sin embargo, adquiere a su vez cierto grado
de productividad referencial?”. Paul de Man, “La autobiografía como desfiguración”.
Ángel Loureiro (coord.) La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudios e investigación
documental. Barcelona: Editorial Anthropos, 1991, 113.
94 Jean-Jacques Rousseau, Las Confesiones. Madrid: Alianza Editorial, 1997, 1.

244
A partir de esta obra, lo que hace el filósofo ginebrino es darle
preeminencia al yo atómico y autónomo mediante su adscrip-
ción a un género filosófico-narrativo en primera persona que
busca, en último término, dar cuenta de la singularidad de su
historia personal. De esta manera emerge una forma de corres-
pondencia ineludible entre la individualidad, entendida como
un yo soy pensante y una valoración de la vida emotiva:

Mediante este giro la autocerteza del yo recibe otra cualidad. Su


fundamento no es ya la universalidad de la razón, sino la incon-
fundible especificidad del individuo. Este individuo –y en esto re-
side la provocación de la empresa rousseauniana– aspira por parte
a una suerte de universalidad, a saber, la de seguir siendo, dentro
de una civilización corrupta, un homme naturel95.

En este gesto parecen esbozarse los dos aspectos antes comen-


tados: por una parte, la posición personal que evoca, desde el
presente, una proyección retrospectiva hacia el pasado con la fi-
nalidad de buscar una verdad auténtica contenida en sí a través
de la memoria y la imaginación. Por otra parte, la posibilidad de
generar una imagen coherente de sí mismo que permita integrar-
se dentro del marco de lectura que sea verosímil con su actuali-
dad histórica, es decir, “de encontrarse en una razón de ser o de
haber sido, a la necesidad de sentirse como una pieza más dentro
de un engranaje universal”96. En Rousseau es posible consignar el
alejamiento de una subjetividad marcada por el foco confesional
cristiano, asociado a la purificación del alma y la reconciliación
con Dios, para emprender un ejercicio de autorrevelación enfo-
cado al establecimiento de un diálogo con otro entendido como

95 Christina Bürger y Peter Bürger, La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetivi-
dad de Montaigne a Blanchot. Madrid: Ediciones Akal, 2001, 142.
96 Ana María Holzbacher, “Las confesiones de J. J. Rousseau. Una obra entre dos géne-
ros”, 1616: Anuario de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada. Anu-
ario IV, 1981. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006, 107.

245
destinatario. Esto, a partir de una exigencia propuesta por un
tránsito autorreflexivo que no solo permite performar su iden-
tidad narrativa, sino logrando dar cuenta de su completitud a
partir de su capacidad para analizar, e imbricar simultáneamente,
las fracturas que constituyen su mundo (razón/emoción, natura-
leza/sociedad). Además, esta práctica lo distingue como sujeto de
enunciación discursivo, al tiempo que lo pone en una relación
de identificación posible con aquellos que participan de su mun-
do de significados compartidos a partir de su autoconstitución
como objeto –universal– posible de examinación97.
Lo anterior propone un ejercicio de desdoblamiento entre
el sujeto y el relato de sí mismo. La representación que emerge
del ejercicio autobiográfico será, entonces, una que considera el
desfase que se produce entre el yo agente y el personaje que apa-
rece contenido en la obra. Existiría una suerte de extrañamiento
provocado por la distancia entre el ejercicio escritural del autor
y el resultado materializado en el relato. Esta insalvable distancia
denota la imposición de un Orden que articula la vivencia pro-
veniente de la memoria, salvaguardando una experiencia del sen-
tido presente98. El corolario de esto es la imposibilidad de atesti-
guar prístinamente la propia experiencia pasada, quedando supe-
ditado dicho ejercicio a una serie de mecanismos que determinan
la expresión de la vivencia interior a partir de la configuración

97 Cf. Huck Gutman, “Rousseau´s Confessions. A technology of the self ”, Technologies of


the self, 107.
98 Es en este sentido que Bajtín comenta lo siguiente: “El autor auténtico no puede llegar
a ser imagen porque es creador de toda imagen, de toda la imaginería de una obra. Por
eso la llamada imagen del autor solo puede ser una de las imágenes de una obra dada
(claro, una imagen muy especial). Un artista a menudo se representa un cuadro (en
un rincón), también hace su autorretrato. Pero en un autorretrato no vemos al autor
como tal (es imposible verlo); en todo caso, no se le ve en una mayor medida que en
cualquier otra obra de este mismo autor; más que nada se manifiesta en los mejores
cuadros del autor dado. El autor-creador no puede ser recreado en la esfera en que él
mismo aparece como creador. Es natura naturans y no natura naturata. Al creador solo
lo percibimos en su creación, pero no fuera de ella”. Mijaíl Bajtín, Estética de la creación
verbal. México D.F.: Siglo XXI Editores, 1999, 383.

246
relacional con una alteridad dialógica. Si esto es así, la identidad
se constituiría a partir de este juego de divisiones del uno a partir
del otro, siendo la autoimagen una de-formación dependiente de
dicha interacción. De lo señalado, colegimos que la experiencia
autobiográfica no puede ser pensada como un ejercicio de expre-
sión transparente de uno mismo, sino una tecnología práctica de
consignación identitaria con carácter de legitimidad, en tanto
legibilidad, de acuerdo a determinados marcos discursivos nor-
mativos con carácter de verdad.

Lo que hay de político en la identidad


Parece ser que para lograr dar cuenta de la identidad se re-
quiere de un gesto reflexivo. En otras palabras, no basta con re-
conocer un territorio interior ajeno al mundo, aun cuando es-
tuviera en constante interacción y transformación dinámica a
partir de dicho contacto, sino que se hace necesario considerar el
problema que inaugura el gesto autoconsciente, es decir, el de las
ópticas que determinan una correspondencia entre decir y hacer.
Dicho dar cuenta de implica una ineluctable orientación hacia la
acción, un llamado ético a partir de una interpelación normativa
que se ofrece como base para forjar la identidad. Esto implica
un ejercicio de distinción frente a una alteridad, en donde las
posibilidades de interacción hombre-mundo no son más que
efectos mediados por una refracción epistemológico-ética del su-
jeto sobre sí mismo. Así entendido, la identidad se sitúa en las
cercanías de un repliegue de la racionalidad sobre el sujeto y su
vida cotidiana, en los modos en que se ata a las creencias sobre sí
en relación con el mundo que lo rodea. Sería, de cierto modo, el
residuo discursivo que permite pensar en el valor de verdad pro-
visional del mundo, pero que en modo alguno permite cerrar la

247
cuestión concerniente al yo como agente y espectador de dichos
cambios99.
De manera que las incrustaciones de determinadas opera-
ciones de identificación se proyectan sobre los modos en que el
sujeto determina la relación histórica consigo mismo, es decir,
a través de las trayectorias en que vincula su vida particular con
una realidad histórica mayor de carácter trascendental. Una vida
en que “hemos de estar correctamente situados en relación al
bien […] El creyente en la razón cuya vida está en orden […]
Pero eso solo se debe al hecho de que su sentido de valor y signi-
ficado está bien integrado en lo que viven”100. En otras palabras,
antes de que el hombre pueda determinar un modo verdadero de
habitar el mundo, subsistiría en él la creencia de que es necesario
establecer un diálogo autoexplicativo, siendo la identidad aquella
tecnología de representación del vínculo yo-otro que invoca al
yo, en tanto agente razonable, a reconocerse como tal. Es solo a
partir de este diálogo interno que cobra sentido una determinada
disposición hacia la exterioridad material.
Pero no se puede dejar de considerar que en este diálogo pri-
mero se juegan una serie de elementos que no pueden atribuirse
a una disposición ontológica, sino que estarían delimitados por
determinadas condiciones de posibilidad históricas de lectura
que solo en un segundo momento logran consolidarse en este
vínculo con la exterioridad material. Este sujeto moderno que se
visibiliza, en tanto logra evidenciarse, contendría ya en sus bases

99 A propósito de la relación transferencial analítica, Butler nos muestra la dificultad que


posee el yo para poder dar cuenta de sí: “El ‘yo’ que narra comprueba que no puede
encauzar su relato, no puede describir su incapacidad de narrar ni decir por qué razón
la narración se derrumba. Llega, o mejor, vuelve a sentirse radicalmente, si no irreme-
diablemente, ignorante de quién es él mismo. A la sazón, el ‘yo’ no transmite ya un
relato a un analista receptor u otro: monta una escena, recluta al otro con miras a la
escena de su propia opacidad para sí. El ‘yo’ se desmorona de manera muy específica
frente al otro o, para anticipar a Levinas, en la cara del Otro […] o, en rigor, en virtud
de la cara, la voz o la presencia silenciosa del Otro”. Butler, Dar cuenta de sí mismo,
97-98.
100 Taylor, Fuentes del yo, 75.

248
un determinismo que lo ata a su verdad bajo los parámetros de
las racionalidades objetivantes:

La verdad pasa a ser una cuestión epistemológica, dependiente de


ciertas reglas propedéuticas que nada tienen que ver con el modo
en que el uno mismo se auto-constituye, sino que asume la obje-
tividad de la verdad. Así, se trata de una objetivación de la verdad
que posee implicaciones de primer orden en la experiencia de uno
mismo101.

Desde esta perspectiva se comprende que los individuos, y sus


identidades concomitantes, se vayan configurando a partir de un
sistema de referencias heterogéneas que en ningún caso respon-
den a aspectos diferenciados del yo, sino a una serie de reglas
que determinan las modalidades y estilos de vinculación con uno
mismo estatuidos alrededor de separaciones normativas binarias
(bueno/malo; verdadero/falso, etc.)102. La positividad de dichas
racionalidades, en el contexto contemporáneo, consiste en de-
limitar una concepción de lo político en referencia al derecho
de otros espacios en la vida de las personas, a propósito de la
creación de una serie de tecnologías que buscarían influir sobre
los resultados de las interacciones de los individuos en dichos do-
minios, pero como condición basal de no quebrantar el sentido
de libertad y autonomía personal.
Además, dichas racionalidades tenderían a delimitar, a través
de la mentada materialización técnica, no solo a los individuos
sino también los modos de vinculación entre esta función dis-
cursiva que compone el “entre” del yo-y-los-otros, es decir, los
puntos de anudamiento y solapamiento entre el gobierno de uno
mismo y el gobierno de los otros. Así, la invitación consistiría,

101 Joaquín Fortanet, “Experiencia, ética y poder en la obra de Michel Foucault”. Oxímo-
ra. Revista Internacional de Ética y Política, nº 1 (Otoño 2012), 98.
102 Cf. Nikolas Rose, Inventing ourselves. Psychology, power and personhood. United King-
dom: Cambridge University Press, 1998, 40.

249
primeramente, en conocerse a sí mismo; y, en segundo lugar, a
construirse a sí mismo a partir del esquema epistemológico im-
perante, poniendo de relieve la apertura al campo de posibilida-
des inaugurado por una verdad antropocéntrica. Este individuo
autoconsciente y desenvuelto en el mundo tendería a generar
procesos de reconocimiento en torno a referentes identificatorios
que se encuentran circulando por el espacio social, a la mane-
ra de un mercado de significados a los que el individuo podría
acceder. Sería, entonces, el resultado de la inscripción de una
racionalidad histórica centrada en torno a un sujeto de derechos
igualitario y despojado de sus particularidades en tanto sujeto de
mercado con acceso directo o potencial a bienes de consumo, lo
que transformaría al hombre en un sujeto-objeto alienado por la
lógica de acceso y empleo de determinados bienes dentro de un
modelo económico dominante. Una racionalidad en que, tal y
como propone De Certeau,

el televidente ya no escribe nada sobre la pantalla del receptor. Re-


sulta despojado del producto, excluido de la manifestación. Pierde
sus derechos de autor, para volverse, pareciera, un mero receptor,
el espejo de un actor multiforme y narcisista. En última instancia,
sería la imagen de los aparatos que ya no tienen necesidad de él
para producirse: la reproducción de una “máquina célibe”103.

Lo planteado puede leerse en clave de un modelo particular de


conducción de las conductas de los individuos. Este modelo ope-
ra en relación con la materialización de ciertos mecanismos de
poder que interactúan determinando los regímenes enunciati-
vos y que, en definitiva, producen a este nuevo sujeto de gobier-
no, ya no desde la imposición vertical, sino más bien desde la

103 De Certeau, La invención de lo cotidiano I, 37.

250
promoción de una libertad individualizante como fundamento
para el adecuado funcionamiento social104.
Las configuraciones identitarias no solo se articulan des-
de la definición de saberes y categorizaciones por parte de los
discursos. Su intervención puede apreciarse, además, respecto
de las normas inscritas en las lógicas relacionales dentro del
espacio social, es decir, a partir de su dimensión catalizadora en
relación con la emergencia del estatuto de la alteridad prescrita
dentro de ciertos márgenes. En esto, las formas de consenso
propias de los modelos de gobierno demoliberales presuponen
la existencia de una base de legitimidad en torno a los modos
de vida dentro de la sociedad civil, estableciendo unos límites
infranqueables que definen estructuralmente las formas posi-
bles de interacción y/o movilización social105. En torno a esta
relación es que Rancière analiza los modos de funcionamiento

104 En este sentido, la libertad podría entenderse como un dispositivo discursivo que per-
mite articular una serie de elementos heterogéneos en un devenir de practicidad con
resultados altamente homogéneos. Desde esta perspectiva podemos pensar que todos
somos igualmente libres en la medida de nuestras posibilidades de convertirnos en
sujetos de consumo dentro de una sociedad que se torna altamente desigual. Es justa-
mente esto lo que permite que perviva dicha diacronía entre libertad e igualdad. Así,
al menos, lo deja entrever Horkheimer: “El principio del liberalismo había conducido
a la uniformidad mediante el principio nivelador de comercio y trueque que mante-
nía unida a la sociedad liberal […] En nuestra época, la de las grandes corporaciones
económicas y de la cultura de masas, el principio de la uniformidad se libera de su
máscara individualista, es proclamado abiertamente, y elevado a la categoría de ideal
autónomo”. Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires: Editorial
Sur, 1973, 148-149.
105 Podemos ver graficado lo que queremos plantear en las palabras de Rancière: “La ley
objetiva lo que hasta aquí era el contenido de un sentimiento de inseguridad. Este
sentimiento tenía ya la propiedad de convertir en un único y mismo objeto de miedo a
una multitud de grupos y de casos que causan, a títulos diversos, confusión o disgusto
en distintos lugares a diferentes partes de la población: estudiantes secundarios proble-
máticos, pequeños delincuentes, traficantes de droga, trabajadores súper numerarios,
fundamentalistas religiosos, etc. Entonces lo que hace la ley es transformar este Uno
del sentimiento en Uno del concepto. Y sin duda esto es el principio de lo que se lla-
ma consenso: esta convertibilidad entre el objeto de miedo y el Otro que la ley debe
primero identificar antes de expulsar”. Jacques Rancière, Política, policía, democracia.
Santiago de Chile: LOM Editores, 2006, 48.

251
y regulación de los mecanismos de construcción identitaria. Su
posición confronta lo político, entendido como espacio de lucha
entre una policía de la identidad –que busca instituir los límites
de separación entre lo Mismo y lo Otro por medio de mecanis-
mos de adjetivación discursiva– con la política, que asume a
priori una condición de igualdad fundamental que posibilita la
promoción de determinados espacios de libertad. De modo que
el filósofo francés apunta a que el discurso político universal,
propio de la policía, pone en marcha un aparataje orientado a
la creación del sujeto/objeto que habrá de marginar, es decir,
un dispositivo dirigido hacia una construcción ontológica y ca-
tegorizada de lo múltiple, anónimo y sin ley, que escapa a los
márgenes del consenso. Lo señalado funcionaría a la manera de
una compleja maquinaria de control molar enfocada sobre lo
molecular –de conceptualización y agrupación de todo aquello
que queda fuera de los márgenes del discurso de la Ley– para
asirlo y situarlo dentro de límites precisos. Es, en definitiva, un
mecanismo doble en que el discurso universal crea su objeto, a
partir de su nominación, para lograr, posteriormente, realizar
sobre él la operación de exclusión:

¿Quién hace esta operación? Es la ley, la instancia de lo universal


que manda lo particular. Pero ella lo hace de una manera bien
específica, no tanto discriminando propiedades, sino elaborando
una categoría específica de lo múltiple como categoría del Otro
que no puede ser acogido […] Ella reúne todos los regímenes de
alteridad en uno solo, poniendo, por ejemplo, el predicado “ciu-
dadano” en posición de término medio entre el predicado “inmi-
grante” y el predicado “delincuente”106.

Esta perspectiva permite vislumbrar, por ejemplo, la importan-


cia que ha cobrado en las actuales democracias la lógica de la
mesa de diálogo, en cuanto espacio consagrado a la instalación de

106 Rancière, Política, policía, democracia, 46-47.

252
modelos negociados de consenso proclives a borrar el conflicto
político disputado por las partes implicadas. De esta manera la
mesa de diálogo se transforma en una tecnología policial de res-
puesta al choque entre los mecanismos de normalización y ho-
mogenización; un artefacto de respuesta a la emergencia del di-
senso y a la denuncia de una falta. Esta eliminación del conflicto
supone, además, un efecto sobre la opinión pública, permitiendo
a cada ciudadano un posicionamiento moral desvinculado frente
al conflicto, eliminando así las complejidades y aristas del mis-
mo:

El consenso […] significa un modo de estructuración simbólica


de la comunidad, que evacúa el corazón mismo de la comunidad
política, es decir, el disenso. En efecto, la comunidad política, en
sentido propio, es una comunidad estructuralmente dividida, no
solamente dividida en grupos de interés o de opiniones, sino res-
pecto a sí misma: un pueblo político no es nunca la misma cosa
que la suma de una población. Siempre es una forma de simbo-
lización suplementaria respecto a toda cuenta de la población. Y
esta forma de simbolización es siempre una forma litigiosa107.

Desde esta óptica, la identidad se inscribe como un registro en


donde se definen los límites de lo aceptable a partir de la predefi-
nición de condiciones de adjetivación de la alteridad o, en otros
términos, de negación policial de la multiplicidad propia de la
política. Remite al poder de asignar los nombres que de-limitan
los espacios de realidad:

Quien me define –porque y en cuanto tiene poder para hacerlo– me


asigna una posición precisa en el orden de lo real y de lo imaginario.
Y me hace incorporar (siempre en la medida de lo posible, de su po-
der y de mi eventual resistencia) comportamientos adecuados a esa

107 Jacques Rancière, El viraje ético de la estética y la política. Santiago de Chile: Editorial
Palinodia, 2007, 24-25.

253
posición asignada. A la vez me niega otras posiciones, otras posturas
o imposturas. Y, sobre todo, me niega la posibilidad de transitar
entre comportamientos, presuntamente estancos […] Cuando yo
defino a alguien (o algo) como extraño, con la denominación cons-
tituyo y ratifico su extrañeza y –medida profiláctica– me inmunizo
contra ella (o meramente me prevengo) […] Es decir, aquel que
posee el poder de afirmar, niega. El que me afirma como competi-
dor me niega como aliado. El que me afirma como amigo me niega
como amante, o como adversario, o como meramente conocido, o
como ajeno e indiferente108.

Dicha estrategia de categorización parece funcionar como una


estructura de anudamiento que, a través de la definición de los
límites identitarios, niega la inclusión del otro indeterminado,
sustituyéndolo por un otro excéntrico. Esto, a su vez, promueve
una naturalización y designación de determinados criterios de
realidad: “El otro solo se me aparece, solo funciona como otro
para mí, si existe un marco dentro del cual puedo verlo y apre-
henderlo en su separatividad y exterioridad”109. Por lo tanto, el
problema se dirime en torno a los modos de relación entre la
política y el sentido de lo propio de la comunidad, en términos
de una disputa que se desarrolla en relación a un esquema de
universalidad que, solo en sus consecuencias, puede demostrarse:
“La universalidad no está encerrada en ciudadano o ser humano,
sino en el ‘qué se desprende’ de ello, en la elaboración discursiva
y práctica de lo que se desprende de ser o no ser considerado
como un ciudadano o un ser humano”110.
A partir de esta referencia se configura el funcionamiento de
una racionalidad propia del discurso dominante, es decir, aquello
que se estatuye como espacio de circulación dual en torno a la
inclusión/exclusión de identidades, y que encuentra su fuerza, a

108 Lanceros, Política mente, 121-122.


109 Butler, Dar cuenta de sí mismo, 41.
110 Rancière, “Política, identificación y subjetivación”, 148.

254
nivel discursivo, en su potencial expansivo. Por lo tanto, habría
que considerar que la lucha por el reconocimiento de los nuevos
actores sociales que ostentan alcanzar la legitimidad identitaria
circula en torno a una identificación imposible111, por cuanto ac-
ceder a ellos constituye la disolución de su alteridad radical in-
asible. Esto supone que el ejercicio crítico de subjetivación se
realiza, no en función de una articulación prístina con una iden-
tidad esencial, sino a través de un espacio intersticial, un interva-
lo entre identidades:

La subjetivación política nunca es la simple afirmación de una


identidad; siempre es al mismo tiempo el rechazo de una iden-
tidad dada por el orden dominante de la policía. La policía tiene
que ver con los nombres ‘correctos’ […] La política, en cambio,
tiene que ver con los nombres ‘incorrectos’112.

En esta relación dual comentada emerge una opresión suscrita a


la sumisión de una serie de normas fundadas en la valoración de
sentidos de pertenencia, de acuerdo a sentimientos que se pro-
ponen como permanentes. En otras palabras, proyecta su objeto
hacia formas de identificación que prescriben cartografías legíti-
mas/ilegítimas de diálogo con el exterior a partir de referencias
consensuales, logrando así una supuesta sensación de estabilidad
y seguridad resguardada por los cánones del derecho y las nor-
mas morales. La puesta en obra de este nominalismo dinámico
genera una relación entre nombres que, a su vez, contienen una
serie de representaciones y creencias asociadas a otros dentro de

111 Lo señalado se corresponde con la noción que puntualiza Derrida a propósito de la


identificación. En el decir del filósofo: “Lo propio de una cultura es no ser idéntica a sí
misma. No el no tener identidad, sino no poder identificarse, decir ‘yo’ o ‘nosotros’,
no poder tomar la forma del sujeto más que en la no-identidad consigo o, si ustedes
prefieren, en la diferencia consigo. No hay cultura ni identidad cultural sin una dife-
rencia consigo”. Jacques Derrida, El otro cabo. La democracia, para otro día. Barcelona:
Ediciones del Serval, 1992, 17.
112 Rancière, “Política, identificación y subjetivación”, 150.

255
una cadena interminable de significantes y significados. Lo se-
ñalado adquiere una dimensión funcional dentro de un modelo
de autogobierno a la medida, considerando que las subjetivida-
des pasan a estar sujetas a políticas del nombrar sustentadas en
componentes éticos que re-producen, a partir de una suerte de
mecánica autopoiética, formas de delimitación basadas en siste-
mas de expectativas y posibilidades de reconocimiento a través
de estereotipos.
Dentro de este orden de cosas es que se hace posible hablar
de una política de la identidad, entendida como un proceso de
sujeción a determinadas prácticas discursivas dentro de un marco
que define los límites y genera exclusiones de las particularidades,
a través de dos modalidades diferentes pero complementarias:
por una parte, a partir de la cooptación de la categoría identi-
taria y su reposicionamiento topológico dentro de la estructu-
ra del Orden hegemónico; por otro, a partir de la exclusión de
cualquier tipo de particularidad identitaria que no se encuen-
tre prefigurada por las racionalidades políticas institucionales y
extrainstitucionales. De modo que estas se distribuyen dentro
de espacios de representación que remiten a un pasado histórico
(tradición), pero más importante aún, retrotraen a la invención
de la tradición desde una perspectiva histórica lineal y continua.
Sería una suerte de naturaleza fantasmática del yo que tiene una
determinada efectividad discursiva, material y política.
Es en esta línea que las identidades no pueden sino erigirse
en torno a un “exterior constitutivo”113, es decir, a un más allá de
los límites de las diferencias en que toda identidad nombra, aun-
que de un modo silenciado y tácito, aquello que le falta. Es lo que

113 Siguiendo a Derrida, la relación entre el exterior constitutivo y la identidad es plantea-


da por Mouffe de la siguiente manera: “La condición de existencia de toda identidad
es la afirmación de una diferencia, la determinación de un ‘otro’ que le servirá de
‘exterior’, permite comprender la permanencia del antagonismo y sus condiciones de
emergencia”. Chantal Mouffe, El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, plura-
lismo, democracia radical. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1999, 15.

256
Laclau comprende como la conformación de la identidad social
en tanto acto de poder, al imponer violentamente un binarismo
que sitúa dos términos jerárquicos en una relación de opuestos.
El error, desde esta perspectiva, sería el de apelar a un repositorio
constituido por una identidad esencial, ontológica e inmutable,
que se enfrente al orden de lo Universal como su opuesto:

Si el grupo intenta afirmar su identidad tal como ella es al pre-


sente, dado que su localización en el seno de la comunidad en su
conjunto se define por sistemas de exclusiones dictados por los
grupos dominantes, se condena a sí mismo a la perpetua existencia
marginal de un gueto. Sus valores culturales pueden ser fácilmente
recuperados como “folklore” por el orden establecido. Si, por el
otro lado, lucha por cambiar esta localización y por romper con
su situación de marginalidad, tiene que abrirse a una pluralidad
de iniciativas políticas que lo llevan más allá de los límites que
definen su identidad presente114.

Esto supone entender la identidad como un entramado que pro-


voca un determinado tipo de disposición óptica, configurando
un mapa de distribución de prácticas materiales entre lo indi-
vidual y lo social. En estos términos, la identificación emerge
como tecnología privilegiada en la configuración de una subje-
tividad moderna. En el contexto actual, esto se vería facilitado
por la preeminencia de determinadas racionalidades económicas
de índole capitalista, que re-producen a los sujetos que la com-
ponen a través de la generación de etiquetas y categorías que
se encuentran disponibles dentro del espacio público115. Dicha

114 Ernesto Laclau, “Sujeto de la política, política del sujeto”. Arditi, El reverso de la dife-
rencia, 127.
115 En relación con destaca la emergencia de la figura de un ciudadano que, en tanto
individuo, deja de estar referido primariamente al Estado: “La ciudadanía no remite
más a una ‘esfera pública’ única, incluso si esta es entendida como una ‘sociedad civil’
diversificada. Al contrario, existe una amplia gama de prácticas no totalizantes dentro
de las que se deben jugar los juegos de ciudadanía. La ciudadanía es realizada principal-
mente a través de actos de elección libres y responsables alrededor de una variedad de

257
estrategia estaría asociada a la distribución de sujetos de consu-
mo dentro de un mercado de interacciones organizadas, plani-
ficadas y racionalizadas, asumiendo que lo fundamentalmente
problemático son las condiciones de posibilidad de relación con
un otro que deviene mercancía dentro de los campos de control
simbólico de los intercambios. Lo anterior permite que todos
puedan ser diversamente iguales, a partir de un individualismo
sostenido en torno a una especie de a priori intelectual y moral,
dejando a los sujetos en una relación de equidistancia de unos
respecto de otros.
Dentro de esta lógica se podría reconocer una triangulación
entre subjetividad-identidad-poder, entendiendo que este último
no solo actúa sobre el sujeto en tanto forma de dominación, sino
que también activa o constituye al sujeto a partir de una demar-
cación de sus condiciones de posibilidad en tanto tal o cual su-
jeto: “De ahí que la sujeción no sea simplemente la dominación
del sujeto ni su producción, sino que designe cierta restricción
en la producción”116. En otras palabras, puede decirse que es a
partir de un sistema de prácticas racionalizadas que emerge una
modalidad de construcción del sujeto sobre sí mismo, basada en
ideales normativos que inculcan a los individuos una suerte de
identidad psíquica. A propósito de lo anterior, Butler señala lo
siguiente:

si el discurso produce identidad, suministrando e imponiendo un


principio regulador que invade completamente al individuo, lo

prácticas privadas, corporativas y cuasi públicas que van desde trabajar hasta comprar.
El ciudadano como consumidor debe convertirse en un agente activo en la regulación
de su experticia profesional. El ciudadano en tanto prudente debe transformarse en
agente activo en la provisión de seguridad. El ciudadano como empleado debe conver-
tirse en agente activo en la regeneración de la industria y, en tanto consumidor, debe
ser un agente para la innovación, calidad y competitividad”. Cf. Rose, Governing the
Soul, XXIII [la traducción es nuestra].
116 Judith Butler, Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción. Valencia: Edicio-
nes Cátedra, 2010), 96.

258
totaliza y le otorga coherencia, entonces parecería que, en la me-
dida que es totalizadora, toda identidad actúa precisamente como
alma que encarcela al cuerpo117.

Subyace a esta noción una referencia a la posibilidad de estable-


cer una taxonomía ordenadora. Tal y como plantea Lanceros,

ese orden producía violencias: vinculadas a su estricta observancia,


a su custodia y a su mantenimiento; dado que el orden generaba
identidad, dado que instituía un nosotros perfectamente unitario y
coherente, perfectamente clausurado en sus formas y en sus nor-
mas, propiciaba la guerra como condición de comunidad idéntica
y diferente: idéntica a sí misma, diferente a todas las otras118.

De esta manera se lograría generar una operación de anticipa-


ción, ordenamiento y secuenciación de los cuerpos individuales
y sociales, a partir de la prescripción de los lugares objetivos que
ocupan los sujetos en relación con los nombres que portan. En
definitiva, el autogobierno de los sujetos nombrables e identifica-
bles se resuelve en la medida que cada uno, en tanto individuo,
logre posicionarse dentro de la máquina significante en una rela-
ción con un ideal del yo desde donde habría que responder para
poder ser moralmente consecuente con uno mismo.
Es desde esta perspectiva que la identidad cobraría una deter-
minada valía política en referencia constante a una interioridad
que, para existir, depende de una introyección muy particular de
la exterioridad, en lo podría ser entendido como un ejercicio de
adscripción especular (reconocimiento-yo/otro-identidad). Esta
identidad es política en la medida que la subjetividad no puede
ser pensada sino es en torno a un determinado orden simbólico

117 Butler, Mecanismos psíquicos del poder, 98.


118 Patxi Lanceros, “Metamorfosis del orden, transformaciones de la violencia (cuento
popular)”. Papers. Revista de Sociología. Universidad Autónoma de Barcelona 84 (2007),
168.

259
y a una determinada organización en el seno de la sociedad a la
que pertenece:

La identificación del hombre, la conservación de su identidad,


en suma, coincide con su enajenación. Él está en condiciones de
permanecer sujeto solo si es capaz de objetivarse en lo distinto
de él, de someterse a algo que destituye, o sustituye, su subjeti-
vidad119.

En consecuencia, esta dimensión crítica tensiona aquellas


posiciones que asumen una identidad como categoría a priori,
como una esencia invariable, al afirmar que lo que estas concep-
ciones hacen invisible es el proceso de identificación explicado a
partir de la negación del proceso dialéctico de interpelación, es
decir, del desconocimiento del “llamado” que hace el Otro. De
suerte que la identidad no sería más que una configuración ima-
ginaria fractal, sin fondo, sobre la que habría que realizar un ejer-
cicio de análisis de sus condiciones de posibilidad; condiciones
que habría que buscar en la instrumentalización que las prácticas
políticas realizan para sostener un discurso, cuyo objeto es deter-
minar los modos de distribución de los sentidos. El problema de
esta configuración discursiva es que,

no examina el modo en que la identidad de su propia posición (la


posición de obrero, de mujer, de afroamericano…) está ‘mediada’
por el Otro (no habría obreros sin un capitalista que organice los
procesos de producción, etcétera), de modo que para liberarse del
Otro opresor es preciso transformar sustancialmente el contenido
de la propia posición120.

En síntesis, la dimensión política de la identidad ha de ser


comprendida como el resultado de la disposición de campos

119 Esposito, Immunitas, 120-121.


120 Žižek, El espinoso sujeto, 81.

260
discursivos que establecen una suerte de dialogismo estratégico
entre el yo y los otros. Dicho de otro modo, habría contenida en
ella un campo de fuerzas en disputa que se resuelve alrededor de
una rigidización de determinados modos posibles de interacción
entre los sujetos posibles de ser nombrados que habitan el espa-
cio, resultando en el establecimiento de lazos a partir de identi-
dades estereotipadas y sustancializadas.

261
EXERGO
ELEMENTOS PARA UNA CRÍTICA DEL
CUERPO (FRAGMENTOS)

Nosotros nos hemos compuesto un mundo en el que podemos


vivir - mediante la aceptación de cuerpos, líneas, superficies,
causas y efectos, movimiento y reposo, forma y contenido:
¡nadie resistiría hoy vivir sin estos artículos de fe!
Pero no por eso ellos quedan demostrados.
La vida no es un argumento; el error podría estar entre las
condiciones de la vida.

Friedrich Nietzsche

Cada vez que entramos en una crisis es el absurdo total, com-


prendé que la dialéctica solo puede ordenar los armarios en los
momentos de calma. Sabés muy bien que en el punto culmi-
nante de una crisis procedemos siempre por impulso, al revés de
lo previsible, haciendo la barbaridad más inesperada. Y en ese
momento precisamente se podía decir que había como una sa-
turación de realidad, ¿no te parece? La realidad se precipita, se
muestra con toda su fuerza, y justamente entonces nuestra úni-
ca manera de enfrentarla consiste en renunciar a la dialéctica,
es la hora en que le pegamos un tiro a un tipo, que saltamos
por la borda, que nos tomamos un tubo de gardenal como Guy,
que le soltamos la cadena al perro, piedra libre para cualquier
cosa. La razón solo nos sirve para disecar la realidad en calma,
o analizar sus futuras tormentas, nunca para resolver una crisis
instantánea. Pero esas crisis son como mostraciones metafísicas,
che, un estado que quizá, si no hubiéramos agarrado por la vía
de la razón, sería el estado natural y corriente del pitecántropo
erecto.

Julio Cortázar

263
Pues es solo cuando localizamos algo intolerablemente afue-
ra de nosotros que “saltar[emos] fuera de la vergüenza” y
“transforma[remos nuestras] miserables empresas en una guerra
de resistencia y liberación”.

Andrew Culp

I. Durante el siglo XI, en la Universidad de Bolonia, estudiosos


de la ley se topan con un conjunto de documentos que forman parte
de lo que hoy se conoce como el Corpus Iuris de Justiniano1. Como
explica el romanista Guzmán Brito2, el redescubrimiento del dere-
cho romano consistió propiamente en la fijación de los textos ori-
ginales que componían este Corpus. Es Irnerio, maestro en las artes
liberales del Trivium –gramática, retórica y dialéctica–, quien se abo-
ca a establecer las versiones originales de estos añosos textos con el
fin de superar los antiguos resúmenes o epítomes que se mantenían,
hasta entonces, en circulación. Sin embargo, fueron sus discípulos
los convocados a continuar con su labor, estableciendo ya hacia el si-
glo XII la técnica que da nombre a su escuela: los Glosadores. Como
señala Guzmán, “esta ciencia descansa sobre cuatro presupuestos de
carácter político, dogmático, filosófico y jurídico”3. Para esta escuela,
la eficacia política de la Glosa se sustentaba en la idea de que:

si el antiguo imperio pervivía en el sacro imperio germano-roma-


no, entonces el derecho propio del primero era también el dere-

1 Para Arnoldo Siperman, la llamada “Recepción del derecho romano” fue movilizada
desde la Universidad de Bolonia hacia el 1088: “Es allí donde los doctos estudiosos
de aquel cuerpo preceptivo, legal –Corpus Iuris–, que el emperador Justiniano había
promulgado en el Imperio Romano de Oriente más de cinco siglos antes, ponen en
marcha una de las más notables revoluciones intelectuales de la historia europea”. Ar-
noldo Siperman, La ley romana y el mundo moderno. Juristas, científicos y una historia de
la verdad. Buenos Aires: Editorial Biblos, 2008, 100-101.
2 Alejandro Guzmán Brito, “Mos italicus y mos gallicus”. Revista de Derecho de la Ponti-
ficia Universidad Católica de Valparaíso, n° 2 (1978): 11-40.
3 Guzmán Brito, “Mos italicus y mos gallicus”, 15.

264
cho propio del segundo. Como el imperio romano-germánico se
extiende por toda la cristiandad, así por toda la cristiandad debe
extenderse su derecho4.

Por otra parte, el carácter dogmático de la Glosa hacía del Cor-


pus Iuris un derecho vigente. Y si el antiguo imperio subsistía
en el presente, entonces su derecho gozaba de plena actualidad.
Filosóficamente, explica Guzmán, serán los principios de autori-
dad y razón de la primera escolástica que sustentarán a la Glosa,
es decir, la confirmación racional de estos textos autoritarios y
canónicos será donada por un proceder científico –Trivium–. De
este modo, “los glosadores consiguieron el milagro, y convirtieron
ese multiforme material jurídico del Corpus en una materia asible
para la práctica, la enseñanza y el aprendizaje”5.
Entendida como un conjunto de mecanismos (comentarios,
definiciones, interpretaciones, entre otros), la Glosa permite la
instalación de un principio de eficacia que acompañará no solo
la lectura de estos documentos, sino también su rentabilidad
política, económica y jurídica en los procesos de formación y
transformación de las monarquías, sus fronteras y devenires6.

4 Guzmán Brito, “Mos italicus y mos gallicus”, 16.


5 Guzmán Brito, “Mos italicus y mos gallicus” [las cursivas son nuestras], 21.
6 En relación a estos devenires, Arnoldo Siperman explica que durante el siglo XII europeo
se vivió una auténtica revolución jurídica vinculada al renacimiento medieval del derecho
romano: “Ese renacimiento proyectaba al primer plano un cierto modo de leer el mundo,
poniéndose en marcha la forja y la utilización de herramientas estratégicas que habrían de
convivir, entre acuerdos y desavenencias, con el firmemente instalado discurso teológico
cristiano. A tal punto fue significativo ese movimiento que sentó las bases del patrón
de pensamiento, el orden dogmático y la asignación de valores que, en su hora, habrían de
desembocar en otra revolución: la que en la primera mitad del siglo XVII conmovió las
bases de la civilización europea y abrió el camino para la promoción del saber científico a
un lugar del que no ha sido desde entonces desplazado”. Siperman. La ley romana y el mundo
moderno, 97-98 [las cursivas son nuestras]. Consideramos necesario relevar el carácter
“archivístico” de este corpus legal, en tanto establece los principios de orden (regímenes
de decibilidad y visibilidad) y, por tanto, de eficacia de la “verdad” jurídica en Occidente.
Toda lucha por la verdad forma parte de las resistencias, querellas y litigios que resultan
de la conformación de todo corpus (en el caso anterior, la búsqueda de Gregorio VII, a
través de la modificación, interpolación y confiscación de los corpus legales, de afirmar

265
En este sentido, la Glosa, en tanto dispositivo incorporado en el
orden del discurso, nos permite observar no solo la efectividad
del comentario como técnica de heterodesignación y de hete-
rovaloración que opera sobre la dispersión experimentada por
todo “corpus” (cuerpo que nunca dejará de reescribirse, en tanto
nunca dejará de disponer, organizar, clasificar), sino que también
permite ver una suerte de gestión de lo azaroso que está a la base
de todo ejercicio de clasificación u organización de un cuerpo.

II. En su libro Catástrofe y Olvido, Déotte señala:

¿Cómo se puede consentir en común si lo que ha podido existir


no ha dejado huella? Esta será la pregunta que habrá que plantear
a Habermas: la del cuadro de la experiencia histórica; ya que no
se certifica el dato, sino su archivo; es decir, su repetición. Es la
repetición la que hace ser: no hay acontecimiento sin superficie de ins-
cripción. La nación, sus teatros de memoria, su historiografía, sus
museos, sus escuelas, constituyeron esa superficie de inscripción.
Superficie cuyo estado de lugar se realiza en el après-coup7.

El corpus que opera como botón de capitoné, anudando los senti-


dos que organizan la experiencia de lo común, desplegando ho-
mogeneidad ahí donde hay pura dispersión, se nos dona como
aquella superficie de impacto, la roca que contiene la fuerza de
todo acontecimiento, que resiste modelando su forma. A poste-
riori, todo corpus in-corpora, organiza y dona sentido, logrando
una operación que podemos llamar de dispositio.
Sin embargo, lo que emerge –acontece– pone en tensión las
ficciones que componen los cuerpos de un archivo, dejando en-
trever sus fisuras y mutaciones. Son,

la supremacía sobre el clero y Enrique IV). Resulta muy interesante ver la total ausencia
de este problema en el texto de Guzmán Brito, lo que le permite vaciar de su carácter
agonístico al proceso de recepción del derecho romano.
7 Jean-Louis Déotte, Catástrofe y olvido. Las ruinas, Europa, el Museo. Santiago de Chile:
Editorial Cuatro Propio, 1998, 23-24 [las cursivas son nuestras].

266
puntos de resistencia móviles y transitorios, que introducen en una
sociedad líneas divisorias que se desplazan rompiendo unidades y
suscitando reagrupamientos, abriendo surcos en el interior de los
propios individuos, cortándolos en trozos y remodelándolos, tra-
zando en ellos, en su cuerpo y su alma, regiones irreducibles8.

En esta dirección, el cuerpo –en tanto oxímoron que devela una


“heterogénea unidad dispersa” de enunciados, significados, senti-
dos, etcétera–, se presenta como lugar problemático, no resuelto,
en los registros y discursos que lo retratan. Todo corpus obliga
a pensar también en sus opacidades, en sus paradojas e ironías.
Trae consigo –arrastra– la risa nerviosa (aquella tan recordada
en los labios de Foucault9) que genera lo que esconde –lo omi-
noso– todo principio de organización, es decir, la ruina que lo
acecha, la intolerable posibilidad del acontecimiento10, el caos
que lo instituye. Acontecimiento que implica un “cambio en el
orden del sentido”11:

8 Foucault, Historia de la Sexualidad 1, 117.


9 “¿Qué es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata?”, se pregunta Foucault a
propósito del conocido texto de Borges, “El idioma analítico de John Wilkins”. Cf.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, 1.
10 “El acontecimiento da a ver lo que una época tiene de intolerable, pero también hace
emerger nuevas posibilidades de vida. Esta nueva distribución de los posibles y de
los deseos abre a su vez un proceso de experimentación y de creación. Hay que ex-
perimentar lo que implica la mutación de la subjetividad y crear los agenciamientos,
dispositivos e instituciones que sean capaces de desplegar nuevas posibilidades de vida”.
Maurizio Lazzarato, Por una política menor. Acontecimiento y política en las sociedades de
control. Madrid: Traficantes de sueños, 2006, 36.
11 “El acontecimiento se ha desviado de sus condiciones históricas para crear algo nuevo:
una nueva mezcla de cuerpos (una nueva realización posible del ser conjunto que se ex-
presa en nuevas modalidades de toma de decisión, de definición de objetivos, etcétera)
y de nuevas expresiones, de las cuales el enunciado ‘otro mundo es posible’ es uno de
los resultados. Otro mundo es posible es el efecto de esta mezcla corporal. Lo expresado
no describe, no representa a los cuerpos, sino que manifiesta una nueva existencia, cuya
eficacia se mide en el devenir de los cuerpos que esta existencia hace actual”. Lazzarato.
Por una política menor, 43.

267
Para Padilla, recordaba Amalfitano, existía literatura heterosexual,
homosexual y bisexual. La poesía, en cambio, era absolutamente
homosexual. Dentro del inmenso océano de esta distinguía varias
corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, ma-
riposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo,
eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por
ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica.
William Blake era maricón, sin asumo de duda, y Octavio Paz ma-
rica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y
de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de
hecho la reina y el paradigma de las locas (en nuestra lengua, claro
está; en el mundo ancho y ajeno el paradigma seguía siendo Verlai-
ne el Generoso). Una loca, según Padilla, estaba más cerca del ma-
nicomio florido y de las alucinaciones en carne viva mientras que
los maricones y los maricas vagaban sincopadamente de la Ética a
la Estética y viceversa12.

¿Cómo se dis-pone un corpus? ¿De qué modo se constituye


como superficie de inscripción –a posteriori– de lo que aconte-
ce? ¿Cómo deviene dispositivo? El año 1924 en Chile el médico
anarco-sindicalista Juan Gandulfo escribía en el periódico del
Policlínico Obrero de la IWW, conocido como La Hoja Sani-
taria, una detallada descripción de los órganos sexuales. En este
ejercicio de definiciones e inscripciones, Gandulfo plasmaba un
modo escritural tensionado entre registros discursivos sumamen-
te heterogéneos. Si bien eran las estructuras y funciones los ele-
mentos centrales de la descripción, se observa un singular empe-
ño por acompañar el detalle orgánico con “rarezas” o “errores”
fisiológicos. Para Gandulfo, la vagina:

es un tubo cuyas paredes (anterior y posterior) se adosan en reposo


y se separan cuando el pene entra en ellas. Este tubo es musculoso-

12 Roberto Bolaño, Los sinsabores del verdadero policía. Barcelona: Editorial Anagrama,
2011, 21. Con algunas modificaciones, esta taxinomia se encuentra también en la ya
canónica novela Los detectives salvajes.

268
membranoso y en su parte inferior se encuentra un músculo atrofiado
que lo circunda y que, en ciertas ocasiones, se halla muy desarrollado,
a tal extremo, que la mujer puede –voluntariamente– contraer la va-
gina y retener el pene del hombre en ella.

Y a continuación, en una nota a pie de página, el médico señala


lo siguiente:

Esto es lo que nuestro pueblo llama choco y las mujeres que tienen
la fortuna de poseerlo, son muy apetecidas. Se trata en estos casos
de una regresión atávica, pues este músculo se encuentra en estado
normal en la yegua y en la perra, lo que explica en parte el aboto-
namiento de esta con el perro, después del coito13.

No resulta problemática la descripción de esta “regresión atávi-


ca”, ni el esmero en inscribirla en un territorio habitable cuyo
correlato será un plano “otro”, sino más bien la yuxtaposición
de “órdenes” en aparente disputa (literario/científico/folklórico/
pedagógico) que habitan el corpus. El corpus deviene dispositi-
vo, el dispositivo deviene corpus, en tanto permite la emergencia
de un principio de organización –una “eficacia jurídica, política
o económica”14– que nos permite habitar el tranquilo lugar de la
representación.

III. Bien sabemos que el cuerpo es un plano de inscripción,


un territorio expuesto a las mutaciones de la vida. Sus potencias
o sus flaquezas hablan de un marco que lo va per-formando. Lo
dibuja un sentimiento normativo producto de una cultura, de
tensiones y litigios que terminan por incorporarse. Los enfrenta-
mientos y sus devenires, los vencedores y sus formas de control

13 Nicolás Fuster y Pedro Moscoso-Flores, La Hoja Sanitaria. Archivo del Policlínico Obre-
ro de la IWW. Chile 1924-1927, Santiago de Chile: Ceibo Ediciones, 2015, 66-67.
14 André Menard, Libro Diario del Presidente de la Federación Araucana Manuel Aburto
Panguilef. Santiago de Chile: Colibrí - RIL, 2013, XLIII.

269
o sometimiento –la medicalización, por ejemplo–, la ciencia y
su discurso verdadero –la medicina, la pedagogía, entre otras–,
los procedimientos o mecanismos configuradores de subjetivi-
dad –la enfermedad o la salud–, son parte del cuerpo: espacio
de inscripción de aquellas batallas, materia de ensayo de aquellas
prácticas que lo modelan. Novedoso documento para aproximar-
se a lo “sido”, ya que frecuentemente, como señala Foucault,

pensamos que el cuerpo no tiene otras leyes que las de su fisiología


y que escapa a la historia. Nuevo error; está atrapado en una serie
de regímenes que lo modelan; está roto por ritmos de trabajo, de
reposo y de fiestas; está intoxicado por venenos […] se forja con
la resistencia15.

Habrá entonces que describir las luchas que han originado un


saber general sobre el cuerpo y unas técnicas para modelarlo.
En la genealogía, el principio de procedencia encontrará en el
cuerpo su lugar de lectura, ya que es este el territorio predilecto
para la inscripción de aquellos accidentes o emergencias que han
construido nuestros fundamentos: es el cuerpo el “lugar de diso-
ciación del Yo […] volumen en perpetuo desmoronamiento”16,
impregnado de historia y arruinado por ella.
Pero el cuerpo entendido también como dispositivo de in-
terrupción: no solo las verdades, sino también los errores, los
avatares, las discontinuidades y la fragmentación se ex-ponen en
el cuerpo. Nada en él es fijo, nada en él escapa a la historia, lo dis-
continuo se introduce en el cuerpo, nada escapa a esta dispersión
material, haciendo imposible que podamos reconocernos en él.
Entonces, deberemos preguntarnos: ¿Cuánto puede un cuerpo?
Lo que puede es, precisamente, lo in-nombrable, lo in-visible, es
decir, su pura excepcionalidad.

15 Foucault, Nietzsche, la Genealogía, la Historia, 45-46.


16 Foucault, Nietzsche, la Genealogía, la Historia, 32.

270
Aquí se nos presenta la posibilidad de pensar la vida como
permanente exploración que contiene en sí misma lo azaroso,
accidental y, en consecuencia, el error, según Canguilhem17. El
cuerpo incuba el error que atañe a la vida en tanto movilidad
constante, conminándolo a instituir norma en un empeño crea-
tivo, es decir, a decretar valoraciones que le permitan re-situarse y
permanecer: su presencia persiste en una constante reinvención.
En este sentido es que leemos a Alejandra Castillo cuando seña-
la que “la palabra cuerpo designa una substancia infinitamen-
te superpuesta en la exposición de su materia […] todo cuerpo
entraña una aporética, un pensamiento de lo determinado y lo
indeterminado”18. Como señalamos anteriormente, su pura ex-
cepcionalidad, su inespecificidad es lo que resiste a todo tipo de
apropiación, pero en tanto “entre”, es decir, entre lo que instituye
su posibilidad de nombrarlo y de verlo, y el accidente o error
que disloca con anterioridad su salida de una taxonomía especí-
fica. Son pequeños hiatos que suspenden la palabra y extravían
la mirada, son interrupciones, fallas, cortocircuitos. Quizás, es
en este horizonte en el que cobran sentido los argumentos de
Andrew Culp cuando, a propósito de –y extraviando a– Deleuze,
menciona que debemos ver al cuerpo “como una frustrante serie
de resistencias, obstinado, terco, él, en la medida en que fuerza a
pensar, y fuerza a pensar lo que escapa al pensamiento, es decir,
la vida. Por esta razón se dice que aún no sabemos qué es lo que
puede un cuerpo”19. Pero también Culp nos conmina a través de
una inquietante provocación: “El asunto no es construir un cuer-
po sin órganos (organización, organismo...), sino órganos sin un
cuerpo. Solo se abandona la lógica productivista de la acumula-
ción cuando logramos acabar por último en la desaparición del

17 Cf. Georges Canguilhem, Lo normal y lo patológico. México D.F.: Siglo XXI Editores,
2015, 224.
18 Alejandra Castillo, Ars Disyecta. Figuras para una corpo-política. Santiago de Chile:
Palinodia, 2014, 114.
19 Andrew Culp, Oscuro Deleuze. España: Editorial Melusina, 2016, 107.

271
cuerpo visible”20. Consideración nada irrelevante si pensamos,
como señala Culp, que “denunciar a los Estados, naciones o razas
como ficticios hace poco para dislocar su poder, cualquiera que
sea la falsedad de sus justificaciones históricas o científicas”21.
Pero habría que insistir en esa pregunta –¿cuánto puede un
cuerpo?– que nos obliga a pensar, precisamente, en los límites, es
decir, en lo que se resiste a ser in-corporado y, por tanto, es cons-
tantemente narrado. Entonces sí resulta pertinente pensar en fic-
ciones del cuerpo, en tanto narramos compulsivamente aquello
inaprensible, ese “cuánto puede” que no logramos explicar (aun-
que sí ficcionar). Una suerte de compulsión de la máquina social
a incorporar esa potencia del cuerpo, pero que en su constante
devenir permanece ajena y extraña a lo social y a nosotros mis-
mos. Como señala Foucault,

Canguilhem diría […] que la división verdadero/falso, así como


el valor que se le otorga a la verdad, constituyen el modo de vivir
más singular que la vida haya podido inventar, una vida que, en
el fondo de su origen, lleva inscripta la eventualidad del error. El
error es para Canguilhem el azar permanente alrededor del cual se
despliega la historia de la vida22.

Es pertinente recordar entonces un pequeño ensayo de Georges


Bataille titulado “La suerte”, en el que señala que “no hay nada
bello, nada grande… que no se encuentre por azar y que no sea
raro”23. Lo que se encuentra por azar y, en consonancia, se nos
presenta como una suerte de “error de cálculo” estaría en eviden-
te litigio con lo que Bataille llama “el gran número”, es decir, lo
contrario del error. La extrañeza que provoca lo que emerge, lo

20 Culp, Oscuro Deleuze, 107-108.


21 Culp, Oscuro Deleuze, 108.
22 Foucault, “La vida: la experiencia y la ciencia”, 56.
23 Georges Bataille, “La suerte”, en La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939. Buenos
Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2008, 208.

272
que irrumpe, lo que acontece al margen de la gestión calculada,
sería la “urgencia” que moviliza a los dispositivos de clasificación
en su operación de sobredeterminación funcional y de relleno
estratégico24.

IV. No deja de resultar curiosa la “recepción biopolítica” que


ha marcado el desarrollo de las actuales historiografías chilenas
sobre el cuerpo, en tanto ha permitido una entrada teórico-me-
todológica para la descripción, por ejemplo, de los dispositivos
médico-legales de clasificación de la perversión que operaron en
el Chile eugenésico25. No obstante, la denuncia administrada
por esta escena académica sobre un cuerpo unívoco encerrado
en pétreas dicotomías y determinismos sociobiológicos ha ter-
minado anquilosando un aparato crítico que se presenta flexi-
ble, dificultando de esta manera la posibilidad de tensionar el
principio implícito en dicho ejercicio descriptivo: el que guía la
producción de un registro infame, constituido a través de la im-
posición de una serie de criterios ordenadores que delimitan un
campo de visibilización, un reconocimiento de unas (y no otras)
condiciones de posibilidad a partir de la inscripción de reglas
que esconden sus condiciones enunciativas, pero que permiten
proyectar un sentido sobre los cuerpos. Al parecer, dicha escena
no ha reparado en que el cuerpo –al igual que la literatura– “es-
capa a la dinastía de la representación”26. Y acá una advertencia
sobre toda escena académica: las “formas que se presentan como

24 Michel Foucault, “El juego de Michel Foucault”, Saber y Verdad, 129-130.


25 Al respecto, resulta sumamente interesante el trabajo de Marco Antonio León León
sobre la configuración del “criminal” en el Chile del siglo XIX y principios del XX. Las
imágenes de cuerpos, los relatos sobre lo inespecífico en ellos, entre otros, resultan par-
te del corpus que León articula para trazar una suerte de genealogía del sujeto criminal.
Cf. Marco León León, Construyendo un sujeto criminal. Criminología, criminalidad y
sociedad en Chile. Siglos XIX y XX. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2015,
99-131.
26 Michel Foucault, “El pensamiento del afuera”. Entre filosofía y literatura. Obras esencia-
les, Volumen I. Paidós, Barcelona, 1999, 297-319.

273
la actualidad del poder”, siguiendo a Jorge Hernández, advierten
sobre la difícil relación entre teoría y acción política. La produc-
ción de una comunidad de reivindicación (o de resistencia) no es
ajena a la esencialización que conlleva la producción de un relato
a-histórico sobre su constitución27. Toda resistencia necesita de
un nombre, de un dispositivo.
No podemos sino recordar, frente a esta recepción28, cier-
tas “prescripciones de prudencia”, aquellos “en vista” que para
Foucault sería necesario tener presente al momento de describir
o analizar relaciones de poder, precisamente para evitar el esque-
matismo histórico que refiere “a la forma única del gran Poder
todas las violencias infinitesimales que se ejercen”, desconocien-
do el carácter múltiple y, sobre todo, móvil de dichas relaciones.
Entre estas prescripciones encontramos las Reglas de las variacio-
nes continuas, a saber:

No buscar quién posee el poder en el orden de la sexualidad […];


ni quién tiene el derecho de saber y quién está mantenido por
la fuerza en la ignorancia. Sino buscar, más bien, el esquema de
las modificaciones que las relaciones de fuerza, por su propio jue-

27 Jorge F. Hernández, “Nación, Comunidad y Obra”. Revista ALPHA, nº 29 (diciembre


2009), 123-141.
28 A propósito de la recepción biopolítica de la historiografía chilena, los historiadores
Leyton, Palacios y Sánchez señalan en la introducción a su libro Bulevar de los pobres
que: “Una constante de los tres bulevares que proponemos –higiénico, eugénico, socio-
biológico– es el diagnóstico del problema social en términos deterministas biológicos;
es decir, de una visión jerarquizada de la sociedad en base a las procedencias biológicas
y que se solapa con las procedencias sociales. Así, vieja y nueva cuestión social aparecen
conectadas a través de una compleja red de quiebres y continuidades. El determinismo
se renueva a través de la genética y las neurociencias. El legado darwinista social del
siglo XIX parece renovarse: control y selección migratoria, biométrica, antropometría,
genética, teoría de capital humano, test de inteligencia, cirugía plástica generalizada
para alcanzar la belleza de la norma, saqueo genético de las comunidades originarias,
entre otros sucesos. ¿Serán tiempos de una nueva especie humana, la especie neolibe-
ral? ¿Se renuevan los criterios de selección social de base biológica? ¿Estamos, otra vez,
frente al abismo de una vieja/nueva cuestión social?” César Leyton, Cristián Palacios y
Marcelo Sánchez (eds.). Bulevar de los pobres. Racismo científico, higiene y eugenesia en
Chile e Iberoamérica, Siglos XIX y XX. Santiago de Chile: Ocho Libros, 2015, 12.

274
go, implican. Las “distribuciones de poder” o las “apropiaciones
de saber” nunca representan otra cosa que cortes instantáneos de
ciertos procesos, ya de refuerzo acumulado del elemento más fuer-
te, ya de inversión de la relación, ya de crecimiento simultáneo
de ambos términos. Las relaciones de poder-saber no son formas
establecidas de repartición, sino “matrices de transformaciones”29.

No considerar lo anterior para un análisis de dichas relaciones


implica, por una parte, desconocer lo que subyace a ellas: las
urgencias que determinan su especificidad (no hay isomorfis-
mos); y, por otra, supone descartar de plano las resistencias que
obligan a pensar las opacidades o las ruinas que habitan todo
“proceso de sujeto” (no hay “un sujeto” neoliberal). Porque como
sabemos, urgencias y resistencias “no pueden existir sino en el
campo estratégico de las relaciones de poder”30. ¿A qué se debe
este impulso homogeneizador, esta suerte de sistematización de
los acontecimientos, esta necesidad de buscar un sustrato que
integre las singularidades, la excepcionalidad de su aparición y,
por lo tanto, de sus efectos? O, como señala Foucault, “¿acaso
no hay actualmente una línea divisoria importante entre quienes
creen poder pensar todavía las rupturas de hoy según la tradición
histórico-trascendental del siglo XIX y aquellos que se esfuerzan
por liberarse de ella definitivamente?”31. Entre los discursos de la
ciencia decimonónica y sus efectos de verdad y una cierta disto-
pía actual que podríamos llamar neoliberalismo, se abre el deve-
nir de nuevas formas productivas que operan, como señala Bifo,
sobre un principio de recombinación que se sustrae al universo
industrial de la primera mitad del siglo XX:

La historia es un proceso generalmente imprevisible, pero exis-


ten grados diversos de imprevisibilidad. En la esfera industrial se

29 Foucault, Historia de la sexualidad 1, 120-121 [las cursivas son nuestras].


30 Foucault, Historia de la sexualidad 1, 117.
31 Michel Foucault, “¿Qué es un autor?” Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, 336.

275
podían hacer análisis de la situación objetiva de los cuales sacar
conclusiones estratégicas para la acción y se actuaba en conse-
cuencia. Los procesos de agregación subjetiva eran largamente
previsibles, el comportamiento de las clases sociales era previsible
y el ciclo económico también […] Hoy, el conjunto del sistema
entró en una condición de imprevisibilidad mucho más radical,
porque los actores se han multiplicado y el cuadro es infinita-
mente más complejo. Y, sobre todo, porque el funcionamiento
viral no se puede reducir a ningún modelo determinista32.

Resultan muy interesantes los “efectos” de la recepción biopolí-


tica en esta historiografía de la ciencia (de su corpus), en tanto
nos permiten observar la “trampa metafísica” que esconden las
metodologizaciones del pasado. Al no estar presente en este tipo
de análisis el problema de las urgencias y de las matrices de trans-
formación de los dispositivos, esta historiografía solo se puede
sostener en la suposición de una historia sin acontecimiento. O
más bien, solo se puede pensar desde la lógica del “tribunal”, es
decir, en tanto “proceso”33 que instituye (a través de pesquisas,
identificación de objetos testimoniales, autentificación crítica,
registro, comparecencia de las partes, decisión, ejecución34) una
museologización de lo sido.

32 Franco Berardi Bifo, Generación post-alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapital-


ismo. Buenos Aires: Tinta Limón Ediciones, 2007, 8-9.
33 “Estos actos, cuya ordenada secuencia se denomina ‘proceso’, hacen de lo pasado y au-
sente una presencia actual, una re-presentación”. Siperman, La ley romana y el mundo
moderno, 114-115 [las cursivas son nuestras]. En esta dirección, consideramos que
existiría una emparentada racionalidad entre la operación jurídica e histórica respecto
al pasado. Lo que estaría a la base de ambas operaciones es la imposición de una fuerza
que fija su propio devenir: “Si la historia es el lugar en el que co-existen, en una lucha
constante, las diversas racionalidades que se disputan el sentido de la nación; el decreto
y su violencia, la estructura mítica que le impone a la memoria […] es una de las
formas que adopta esta lucha por la organización del tiempo y por la defensa de su ca-
rácter lineal –de su telos–”. Nicolás Fuster y Pedro Moscoso-Flores, “La legalidad de la
Historia: el mito fundacional de la identidad en el Chile neoliberal”, Revista Izquierdas,
IDEA-USACH, nº 23 (abril 2015), 23-43.
34 Déotte, Catástrofe y olvido, 25.

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