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Núñez Cabeza de Vaca, Álvar. Jerez de la Frontera (Cádiz), c. 1495 – Sevilla, c. 1560.

Descubridor, conquistador y adelantado.


La vida de Álvar Núñez mantiene muchas zonas oscuras, comenzando por la pérdida de su partida
de bautismo, lo que ha dado lugar a multitud de conjeturas; no obstante se ha podido datar
aproximadamente su fecha, en base a un documento de 1509 sobre “constitución de curatela”
(custodia) sobre el menor Alvar Núñez Cabeza de Vaca, por entonces de catorce años. Mientras, su
lugar de nacimiento, asimismo objeto de numerosas interrogantes, sería, según se desprende de la
susodicha documentación y de su propia obra Naufragios y Comentarios, la de Jerez de la Frontera.
Álvar Núñez aparece como miembro de un antiguo linaje de “cristianos viejos”, con gran impronta
en el Jerez del momento. Por línea paterna provendría de los Vera —apellido que curiosamente no
usaba—, siendo su padre, Francisco de Vera, caballero de la Orden de Santiago y Veinticuatro de la
ciudad jerezana, hijo a su vez de Pedro de Vera Mendoza, un aragonés quien después de pasar a
Castilla, arraigó en Jerez, llegando a ser alcalde de Arcos y de Jimena (Cádiz), así como
conquistador de las islas Canarias. Respecto a su línea materna, Cabeza de Vaca era un apellido
perfectamente establecido en la localidad jerezana y según la leyenda, se lo otorgó Sancho de
Navarra al pastor Martín Alhaja, por haber señalado éste, con el cráneo de una res, el pasadizo por
donde penetraron los cristianos para vencer a los árabes en la batalla de las Navas de Tolosa. Los
Cabeza de Vaca jerezanos entroncarían con los más significativos linajes de la zona, como los
Núñez o los Zurita, estos últimos con casa solariega en la collación de San Juan de los Caballeros, e
incluso Beatriz, hermana de Teresa y por tanto tía de Álvar Núñez, casó con Pedro de Estopiñán,
conquistador de Melilla y posteriormente gobernador y capitán general de Santo Domingo (1503),
aunque no llegó a tomar posesión de su cargo, al fallecer en el momento del embarque.
Ya huérfano, en 1505, el Álvar aparece bajo la tutela de su tía Beatriz y gracias a la profunda
amistad existente entre los Estopiñán y los duques de Medinasidonia, entró al servicio de estos
últimos, dando muestras de su prudencia y habilidad, en todas aquellas “embajadas” que le fueron
encargadas. Por el abolengo y tradición conquistadora de su familia, partió como tesorero y alguacil
mayor, en la expedición de Pánfilo de Narváez, a quien el Rey le había concedido toda la costa del
golfo de México. Cinco naves y seiscientos soldados levaron anclas en 1527 desde Sanlúcar de
Barrameda (Cádiz), con intención de poblar las cercanías del río de las Palmas (actual Soto de la
Marina), iniciando una larga y peligrosa singladura. Después de un largo viaje que les llevó a Santo
Domingo, Cuba e isla de la Trinidad, un temporal los hizo recalar en la bahía de Tampa. Aquí, la
expedición (en contra del parecer de Cabeza de Vaca), se dividió: las naos irían costeando el litoral
rumbo al Panuco (oeste del citado golfo de México), hasta encontrar un puerto apropiado donde
esperar al resto de los expedicionarios, lo cual no lograrían, debiendo regresar a Tampa, para,
transcurrido un año, pasar definitivamente a México.
Mientras tanto, el susodicho Narváez, con trescientos hombres, incluido el jerezano, se abrió paso
por tierra, atravesando penosamente manglares y pantanos, hasta llegar a una aldea indígena
llamada Apalache (cerca de Tallahassee). Acosados por los indios y dadas las numerosas bajas,
decidió retornar a la costa, fabricando cinco botes con los medios que le ofrecía la naturaleza;
navegaron penosamente por la costa del golfo, hasta arribar a una isla, cerca de Galweston, que el
propio Cabeza de Vaca bautizó como Malhado (Mala Suerte). Narváez desapareció una noche
tragado por el mar, mientras que los demás volvieron a penetrar en tierra firme, donde la
desorientación, el hambre y el frío se cebaron en ellos, dejando únicamente quince supervivientes,
incluido el jerezano. Muy pronto fueron apresados por los indios y, aunque Álvar Núñez no tardó
mucho en huir, cayó nuevamente en manos de otra tribu india, encontrándose allí a cuatro de sus
antiguos compañeros de armada (Dorantes, Castillo, Maldonado y el negro Estebanico),
permaneciendo todos ellos seis años como esclavos, para ser considerados más tarde,
extraordinarios taumaturgos. Los indígenas llegaron a atribuirles la virtud de hacer milagros,
considerándolos hijos del sol y de hecho, consiguieron sorprendentes curaciones por medio de la
oración y las hierbas medicinales.
En 1534 lograron evadirse definitivamente, marchando siempre rumbo oeste, cubiertos de pieles,
con largas barbas y curtidos por el sol y el aire. “Con frecuencia —comenta el descubridor—, nos
acompañaban de tres a cuatro mil personas y como teníamos que soplar sobre ellas y santificar sus
comidas y bebidas [...] y darles permiso para hacer multitud de cosas, según venían a solicitarlo,
fácil es comprender cuán grandes eran nuestras fatigas”. El viaje duró unos diez meses, atravesando
la actual Texas y cercanías, cruzando el río Bravo (por encima de su confluencia con el Pecos),
hasta alcanzar lo que hoy es El Paso; desde allí y de nuevo a través del río, prosiguieron por Sonora
hasta San Miguel de Culiacán, culminando en México, desde donde partieron rumbo a España en
1537 con un botín en oro y plata de 300.000 castellanos. Habían trascurrido diez años desde que se
comenzase este alucinante y penoso viaje por el Sur de los actuales Estados Unidos.
A su llegada a España, Cabeza de Vaca dejó escritas sus peripecias e impresiones en su obra
Naufragios (1537-1590). Pronto la Corona volvió a requerir sus servicios, esta vez para continuar la
conquista del Río de la Plata, punto de creciente interés por su papel de bastión ante los avances
portugueses procedentes del Brasil. Aunque también pesaba el aliciente económico, dados los
rumores de una “Sierra de la Plata” y del “Imperio de un Rey Blanco”. Sin embargo, en aquellos
momentos la situación rioplatense no podía ser más comprometida, pues la enfermedad estaba
consumiendo irremediablemente a Pedro de Mendoza, primer adelantado de aquellas tierras. El 15
de abril de 1540, la Corona firmó la correspondiente Capitulación con el jerezano, permitiéndole la
conquista de las provincias del Río de la Plata, “desde dicho río hasta la Mar del Sur, con más de
200 leguas, desde donde termina la gobernación de Almagro, hasta el estrecho de Magallanes”.
Dicha Cédula se complementaba con otra, fechada el 24 del mismo mes, en la que se le concedía el
título de adelantado.
En noviembre partió desde Cádiz la consiguiente expedición, conformada por tres navíos, 46
caballos y cuatrocientos hombres entre los que destacaban algunos familiares del nuevo adelantado,
Pedro Estopiñán Cabeza de Vaca y Alonso Riquelme de Guzmán. El 29 de marzo de 1541 arribaban
a la isla de Santa Catalina, enterándose de los cambios acaecidos en tierra firme. A la muerte de
Mendoza y de su teniente Juan de Ayolas, era Domingo Martínez de Irala (futura pesadilla para los
recién llegados), quien ostentaba el mando. Precisamente, había sido suya, la decisión de abandonar
Buenos Aires y refugiarse en Asunción (actual Paraguay), para liberarse de los ataques indígenas y,
a la vez, estar más cerca de la supuesta serranía de la Plata.
Después de un trayecto bastante penoso, atravesando ríos y tierras de los guaraníes, llegó Alvar
Núñez a Asunción en los inicios de 1542, dando comienzo a una gestión que no obtendría el éxito
esperado. Al contrario de lo que pensaba el nuevo adelantado, eran momentos de conquista y no
tanto de gobierno, aunque Cabeza de Vaca efectuaría expediciones al oeste del río Paraguay y norte
y sur del Pilcomayo, culminando con un notable éxito. Pero muy pronto, la oficialidad —militar,
fiscal, e incluso religiosa— se sintió molesta, dadas las medidas implantadas por el jerezano, las
cuales, según sus palabras, les coartaba la libertad e independencia gozadas hasta el momento. Muy
pronto comenzarían las conspiraciones capitaneadas por Irala, en base a que el nuevo gobierno de
Cabeza de Vaca era despótico, no compartiendo función con los oficiales reales (el veedor Cabrera
era amigo de Irala); se había prohibido la tributación sobre los alimentos y la poligamia quedaba
igualmente desterrada; la política desarrollada era demasiado favorable para los indígenas, y sobre
todo, lo más importante, se había pospuesto indefinidamente la marcha hacia la sierra de la Plata,
bajo la “excusa” de que primero se debía elegir y asentar un buen punto de apoyo y comunicación
con la Península.
No se necesitó mucho más para que el descontento se extendiera, pues los españoles alegaban haber
cruzado el Atlántico en busca de fama y riquezas, sobre todo después de que Hernando de Ribera,
enviado por el adelantado al Chaco, volviera difundiendo legendarias noticias sobre las amazonas y
El Dorado. El 25 de abril de 1544, los asunceños se rebelaban al grito de “¡Libertad!”,
amotinándose con los oficiales reales a la cabeza y algunos de los pobladores, antiguos
intervinientes en las luchas comuneras castellanas. Irala, que no había figurado ostensiblemente en
estos acontecimientos, quedó como dueño de la situación y al no querer reconocerlo, Cabeza de
Vaca fue encarcelado y aislado e incluso sufrió un intento de envenenamiento. Para entonces, los
amotinados habrían destruido todas las pruebas documentales en que se acreditaba la gestión del
susodicho adelantado, mientras los oficiales reales se encargaban de recoger (bajo presión), todo
tipo de declaraciones por parte del vecindario, que le resultasen perjudiciales. Quien no lo hiciera
así, se arriesgaba a la cárcel o a una buena tanda de azotes, como le ocurrió a Cristóbal de Vitoria,
natural de Medina del Campo.
Finalmente el jerezano abandonaba definitivamente las Indias en 1545, a bordo de un barco, el
Comunero, testigo de otro ensayo de envenenamiento, neutralizado por la víctima a base de “aceite
y un pedazo de unicornio”. Después de sufrir una peligrosa tormenta y de que sus guardianes
intentasen sin éxito retenerle en las Azores para que no llegase a España, Cabeza de Vaca lo hacía a
fines del citado año. Nuevamente la cárcel fue su destino inmediato, aunque se le concedió la
libertad bajo fianza el 19 de abril de 1546, obligándosele a permanecer en la corte mientras durase
el pleito, el cual se alargaría ocho años. El fiscal del Consejo de Indias, Marcelo de Villalobos
(igualmente jerezano), presentaría numerosos cargos contra él, en la línea argumental ya sabida,
poniendo especial énfasis en su supuesta prepotencia, porque “yo soy señor de esta tierra” y sobre
todo su reacción ante “la gente de guerra”, a pesar de su fatiga:“que no les daría nada que él mismo
no hubiere menester”. El acusado presentaró como base de su defensa el texto que luego vería la luz
precisamente como segunda parte su obra escrita (Comentarios), en el cual, de forma cronológica,
explicaba su versión de los hechos, aunque para algunos historiógrafos en el texto se reflejaría la
mano de su escribano, Pero Hernández, hombre de toda confianza y testigo de los hechos.
Siete años más tarde se dictó la preceptiva sentencia, condenándole a destierro permanente de las
Indias bajo pena de muerte y a servir a Su Majestad durante cinco años en Orán, con armas y
caballos, bajo pena, esta vez, de doblar el tiempo de condena. Sin embargo, sentencia semejante fue
recurrida de inmediato, lo que obligó a una revisión de la cual se derivaría una segunda y definitiva
sentencia, fechada en Valladolid, el 23 de agosto de 1552, por la que se le exoneraba del servicio en
Orán, aunque se le mantenía fuera de las Indias. A partir de estos momentos, poco más se podría
decir de la vida del adelantado, quien pasó sus últimos años en Sevilla y falleció entre 1558 y 1564,
cuando, según algunas versiones, se había convertido en prior de un convento, mientras que otras lo
sitúan desempeñando el puesto de juez en la Real Audiencia de Sevilla, percibiendo además una
significativa pensión de 2.000 ducados anuales.

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