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Mariana de Neoburgo. Neoburgo (Alemania), 28.X.1667 – Guadalajara, 16.VII.1740.

Reina de
España, segunda esposa de Carlos II.
Era hija del príncipe Felipe Guillermo, elector palatino, duque de Neoburgo, y de su esposa Isabel
Amelia de Hesse Darmstadt. Pertenecía a una familia numerosa, pues sus padres habían tenido
veinticuatro hijos, de los que superaron la infancia catorce. Entre sus hermanos varones, destaca el
heredero Juan Guillermo, y entre sus hermanas, Leonor, emperatriz de Alemania; Sofía, reina de
Portugal; Dorotea, gran duquesa de Parma, y Edúvigis, princesa de Polonia.
Muerta la primera esposa de Carlos II, María Luisa de Orleans, la necesidad de un heredero obligó
a buscar una nueva Reina. Los consejeros de Estado se inclinaron por reforzar la alianza imperial y
eligieron a Mariana de Neoburgo. Carlos II dio su aprobación el 15 de mayo y el acuerdo nupcial
fue negociado por el embajador imperial ante la Corte de Madrid, el conde de Mansfeld, gran
valedor de esta boda. El matrimonio se realizó por poderes en Neoburgo el 28 de agosto de 1689,
en presencia de los emperadores Leopoldo I y Leonor, y de su hijo el archiduque José. Mariana
partió hacia su nueva patria el 3 de septiembre.
El viaje duró siete meses, hasta el 6 de abril en que pisó suelo español por primera vez, en tierras
gallegas, en Ferrol. Carlos II salió a su encuentro en Valladolid y los esposos se reunieron el 3 de
mayo.
Tras las fiestas de celebración, marcharon hacia Madrid y la entrada solemne en la capital y en el
Real Alcázar tuvo lugar el 20 de mayo de 1690.
Mariana de Neoburgo, de veintidós años, era una mujer hermosa, alta, de buena figura, de porte
muy majestuoso, rubia pelirroja, de tez muy blanca, con algunas pecas. Tenía un carácter franco y
había sido educada con disciplina. Hablaba varios idiomas, entre ellos el castellano. El inicio de su
reinado parecía estar presidido por los mejores augurios. “Marido y suegra me demuestran cariño”,
escribía Mariana a su padre el 17 de mayo. Ganó una gran influencia en la Corte española. Como
ella misma escribía a su hermano Juan Guillermo, elector del Palatinado, en mayo de 1691, era “el
principal ministro del Rey”.
Pero su influencia no llegó a dar los frutos que hubiera ambicionado, al no conseguir de su marido
el ansiado heredero y no poder inclinar la sucesión en favor de la casa de Austria. La simpatía con
que la reina madre, Mariana de Austria, la había acogido a su llegada había ido desapareciendo y
entre suegra y nuera existía un gran antagonismo. Ambas se disputaban el poder. Mariana de
Austria intentaba recuperar la influencia con su hijo y trataba de distanciar al matrimonio.
Las noticias de embarazo que de tiempo en tiempo corrían eran sólo pequeñas treguas que muy
pronto se desvanecían, para provocar una frustración cada vez mayor.
Mariana se iba quedando cada vez más aislada en la Corte española. Su entorno no la favorecía.
Personajes como Heinrich Xavier Wiser, su secretario privado, conocido popularmente por el
Cojo, la condesa de Berlepsch, cuyo apellido se castellanizó en Berlips, llamada vulgarmente la
Perdiz, que era su dama de compañía, el padre Gabriel, su confesor, y el tenor Mateucci, eran muy
mal vistos por los cortesanos españoles y aparecían en las sátiras, contribuyendo al desprestigio de
la Soberana. La camarilla alemana se hallaba más o menos respaldada por el Imperio, pero no
tenía influencia concluyente y duradera en el gobierno de la Monarquía española. Después de
muchas presiones, los Grandes consiguieron en febrero de 1695 la expulsión del secretario Wiser,
pero el partido alemán siguió gozando de gran ascendencia. La marcha de Wiser no mejoraría la
opinión sobre la Reina.
Las críticas se orientaron entonces hacia la inclinación que mostraba hacia su primo el landgrave
Jorge de Hesse-Darmstadt, enviado en 1695 por el emperador Leopoldo, al mando de tropas
imperiales, para luchar en España en la guerra contra Francia.
La rivalidad de suegra y nuera terminó con la muerte de la Reina madre en 1696. La Reina
quedaba libre de trabas para ganarse la voluntad de su esposo y para manejar los hilos de la
política española en aquellas difíciles circunstancias. Sin embargo, la oposición no desapareció. A
partir de entonces, fue sobre todo el cardenal Portocarrero, favorable a la candidatura de Baviera,
quien trató de contrarrestar la influencia de la Soberana. El 13 de septiembre de 1696, Carlos II
otorgó su primer testamento, designando como heredero de la Corona española al pequeño
príncipe José Fernando de Baviera. Casi perdidas las esperanzas de tener un hijo, la única
posibilidad que le quedaba a Mariana era luchar por mantener la herencia española en la dinastía
de los Habsburgo. Puso todo su empeño en anular el testamento. El Emperador envió un nuevo
embajador, el conde de Harrach, para apoyar a Mariana en sus intentos. Pero Leopoldo I,
desengañado de las posibilidades de Mariana, no se mostraba condescendiente con ella y la Reina,
desanimada, decayó mucho en sus intentos de conseguir inclinar el ánimo del Rey en favor de
mantener la herencia española en la casa de Austria. El embajador Harrach escribía en 1698: “El
Emperador no tiene ningún amigo; la Reina es odiada y, aunque haga muchos favores, no
conseguirá hacerse querer”. Las acusaciones que se hicieron contra ella en el tema de los hechizos
del Rey perjudicarían todavía más su posición. Ante el continuo empeoramiento de la salud de su
esposo, Mariana ya sólo confiaba en la Providencia, como escribía en una de las cartas a su
hermano, y había que “dejar las cosas en manos de Dios”.
El 11 de noviembre de 1698, el Rey firmó un testamento, designando como heredero al príncipe
José Fernando de Baviera. Para en caso de faltar sin sucesión legítima el dicho príncipe, nombraba
sucesor al Emperador y a sus sucesores. En caso de minoría de edad del futuro Rey, se disponía
que fuera regente Mariana de Neoburgo. Este testamento nunca llegó a hacerse público, pero
enseguida fue conocido. Los otros candidatos, Habsburgo y Borbones, se indignaron.
Mariana lo aceptó con serenidad. Pero el 6 de febrero de 1699, murió el príncipe José Fernando de
Baviera. Su muerte repentina replanteó de nuevo el gran problema de la herencia española.
Quedaban frente a frente Francia y el Imperio. Mariana de Neoburgo continuó su tarea de inclinar
al Rey a favor de los Habsburgo. Los partidarios de ambos bandos la acosaban, tratando de
ganarse su voluntad, para que ella se ganara la del Rey. La situación de la Reina era cada vez más
difícil. Era muy impopular. Corrían rumores de que ella con el almirante de Castilla y la Berlips
eran los culpables de la miseria del pueblo español.
Todos trataban de apartar a la Berlips de la Reina, pero Mariana se resistía a separarse de una de
las pocas personas de confianza con que contaba.
Además continuaban los hechizos. Según la nueva versión, el Rey estaba hechizado por causa de
un maleficio que portaba la Reina en una bolsita.
A pesar de que la herencia austríaca era cada vez más difícil, Mariana no se dio por vencida. Los
partidarios de los Habsburgo confiaban en ella para solucionar el problema. Carlos II volvió a caer
enfermo a finales de agosto. Mariana estaba muy preocupada de que muriera sin hacer testamento.
Insistía sin cesar para que el Rey designara como sucesor al archiduque Carlos. Como escribía el
padre Gabriel al príncipe Jorge: “La buena mujer trabaja noche y día para que el Rey tome una
buena resolución; el corazón se me parte cuando veo que todo esto no sirve para nada y triunfa la
malicia”. También el secretario Selder escribía al príncipe en el mismo sentido: “Su majestad la
Reina trabaja constantemente para convencer al Rey; pero no se puede esperar ninguna resolución
vigorosa”.
Pero tanta presión acababa de empeorar las cosas, pues sólo conseguía hacerse cada vez más
antipática a su marido y a todos los cortesanos y ministros.
Uno de ellos afirmaba que lo mejor que se podía hacer era encerrarla en un convento.
El Soberano otorgó finalmente testamento el 3 de octubre, inclinándose por el candidato francés,
en contra de la Reina. Mariana era designada para formar parte del consejo de regencia junto a
otros grandes personajes. Se disponía que al quedar viuda la Reina recuperaría su dote, 400.000
ducados de renta al año, y todas las alhajas y objetos de valor regalados por el Rey, que no
pertenecieran al tesoro de la Corona.
Podía elegir ir como virreina a Nápoles o residir en calidad de gobernadora en alguna ciudad de
España.
En un codicilo de 5 de octubre se le otorgaba también el derecho de elegir Flandes. El 1 de
noviembre de 1700 falleció Carlos II. Mariana de Neoburgo se había quedado viuda. Tenía sólo
veintinueve años.
Aparentemente, Mariana aceptó la sucesión borbónica.
Pero esperaba que el Emperador reclamase los derechos que, en su opinión, eran de los
Habsburgo.
Tres días después de la muerte de Carlos II, Mariana proclamaba su fidelidad a la casa de Austria
en una carta a su hermano Juan Guillermo: “No me apartaré nunca del Emperador, cuyas
intenciones e intereses he tratado siempre (como hija obediente de nuestro incomparable padre) de
apoyar con toda mi fuerza contra el dictamen de los Ministros, y lo habría seguramente llevado a
cabo si Dios en sus inescrutables designios no se hubiese llevado a mi Rey tan pronto de este
mundo”.
Mariana quería permanecer en Madrid. Reclamó la pensión que le correspondía por el testamento
de su difunto esposo, pero no le fue pagada. Nunca llegó a cobrarla. Luis XIV no veía con buenos
ojos que la Reina viuda se quedara cerca de la Corte. Felipe V era muy joven e influenciable y
todos temían que Mariana pudiera captar su voluntad. Y no eran sólo los franceses los que querían
prescindir de ella. La mayoría de los cortesanos y ministros españoles le volvieron la espalda. Los
propios diplomáticos imperiales se apartaban de ella, decepcionados por su fracaso.
A comienzos de 1701 Felipe estaba a punto de llegar a Madrid. Pero antes Mariana debía dejar la
capital.
El embajador francés, Harcourt, recibió de Luis XIV la orden de llevar a cabo esta misión, con la
colaboración de Portocarrero. Harcourt se entrevistó con Mariana para indicarle que debía marchar
a Toledo.
Parece que el embajador le insinuó que, si obedecía a Luis XIV de buen grado, su situación podría
mejorar.
La sugerencia se refería a la posibilidad de volver a casarse con el delfín de Francia, que se hallaba
viudo desde hacía un tiempo. Pero Mariana de Neoburgo no se dejó seducir por vanas promesas.
Cada vez más sola, la Reina se hallaba completamente apartada. La mayor parte de sus servidores
la abandonaban. Ya no asistía a las reuniones del consejo de regencia. Había dejado el Alcázar y
acababa de instalarse en el palacio de Monteleón. Allí se presentó Portocarrero para exigirle que se
fuera de Madrid.
Mariana pensó primero en Valencia, pero luego se decidió por Toledo. Para seguirla en su retiro
muy pocos permanecieron fieles, sólo el duque de Monteleón, el padre Gabriel, su confesor, y el
doctor Geleen, su médico.
Muy doloroso para ella fue el alejamiento de su querido primo Jorge de Hesse-Darmstadt, que fue
cesado como virrey de Cataluña y hubo de salir de España.
Las cartas a su hermano eran cada vez más lastimosas.
“Estaba perseguida y abandonada por todo el mundo”, tenía fuertes dolores de cabeza y sentía una
tristeza mortal. Pedía protección para ella y para sus pocos fieles seguidores.
El 2 de febrero de 1701, Mariana dejó Madrid, para instalarse en Toledo. El Alcázar toledano no se
hallaba habitable y tuvo que ir a alojarse al palacio del arzobispo, uno de sus grandes rivales, el
cardenal Portocarrero.
Tiempo después la Reina acabó por trasladarse al Alcázar, donde viviría con gran sencillez.
Mariana de Neoburgo no tuvo más remedio que aceptar la nueva situación. Había enviado al
marqués de Castel Nuevo al encuentro de Felipe V, para saludarle en su nombre, y se alegró de
saber que su cortesía fue bien recibida. Trató de ganarse al nuevo Rey obsequiándolo con lo poco
que todavía le quedaba. Finalmente logró lo que quería, encontrarse con él. El 3 de agosto de aquel
año, Felipe V llegó a Toledo y fue a visitarla al Alcázar, entrevistándose ambos a solas. El
encuentro resultó aparentemente muy positivo.
Mariana, gracias a esta entrevista, recuperó los ánimos.
Pero su situación no mejoró. El permiso del Rey para residir en algún otro lugar de clima más
favorable a su salud no llegaba. Tampoco recibía las rentas que le debían. Sus fieles eran cada vez
menos. El duque de Monteleón separó a sus hijas del servicio de la Reina y acabó despedido. El
padre Gabriel, su confesor capuchino, fue enviado a Roma para apartarlo de ella. El propósito era
aislarla, especialmente de sus relaciones con los imperiales. Mariana se quejaba de que pretendían
“humillarla como una esclava”. Mucho tiempo habría de pasar la Reina viuda recluida en el
Alcázar toledano. La situación política le era cada vez más hostil. En el verano de 1703, se produjo
en el palacio de Aranjuez, un nuevo encuentro de Mariana de Neoburgo con Felipe V. El motivo
era conocer a la nueva reina María Luisa Gabriela. El matrimonio regio paseó con la Reina viuda
por los jardines. A la reunión tampoco faltó la princesa de los Ursinos. Pero la concordia no
duraría mucho tiempo. La venida a España del archiduque Carlos, para reclamar el trono, suscitó
grandes esperanzas en Mariana, que no se verían cumplidas. Se convirtió prácticamente en una
prisionera, vigilada en todo momento.
En 1706, la suerte de Mariana parecía a punto de cambiar. Las tropas aliadas avanzaban hacia
Madrid.
A fines de junio Carlos III fue proclamado rey de España en Toledo. Mariana por primera vez
desde la muerte de su esposo se quitó el luto y recibió el homenaje de los oficiales del ejército
aliado. Pero Carlos no llegó a entrar en Madrid. En vista de lo sucedido, se consideró urgente
hacer salir a Mariana de Neoburgo de España, para evitar que su figura pudiera ser de nuevo
utilizada por los imperiales. El duque de Osuna fue enviado, con doscientos soldados, para sacarla
de Toledo, con la excusa de que era conveniente para su seguridad apartarla de los escenarios de la
guerra. La llevó primero a Vitoria y allí la Reina, obligada a dejar España, eligió como destino
Bayona, donde residió una gran parte de su vida, treinta y dos años, en el exilio, bajo la protección
y vigilancia de Luis XIV y de Felipe V.
Mantuvo una pequeña Corte y, aunque llevó una vida muy retirada, gozó de una cierta
tranquilidad.
Reclamaba continuamente su pensión, quejándose de la falta de medios. No tenía muchos
consuelos, los más importantes eran la religión y la música. En esta relativa soledad, le fue
importante la compañía de algunas personas, como los duques de Grammont. Muy cercano a la
Reina viuda estuvo también durante años el padre Larramendi, un jesuita vasco que fue su
confesor y con el que mantuvo una gran amistad. Muy importante para Mariana fue también el
encuentro con diversas personalidades que, de paso por Bayona, la visitaban. De todas ellas, la
entrevista de mayor trascendencia personal y política fue el encuentro con la segunda esposa de
Felipe V, Isabel de Farnesio, en 1714. Mariana, “la primera viuda de España”, como se la llamaba,
tenía mucho interés en hablar personalmente con Isabel. Ya había enviado a Parma a uno de sus
más fieles servidores, Tomás de Goyeneche, su tesorero, para felicitarla en su nombre por la boda,
pero deseaba encontrarse con ella. Mucho más desde que se había entrevistado, el pasado 18 de
septiembre, con el cardenal Del Giudice, también exiliado en Bayona como ella. Ambos se habían
aliado contra la princesa de los Ursinos, a la que consideraban su enemiga por diversas razones, y
veían en Isabel de Farnesio su mejor baza para destruirla.
El encuentro de Mariana e Isabel se produjo el 29 de noviembre a las afueras de Pau, en el camino
de Tarbes. Tanta fue la satisfacción, que decidieron pasar juntas algunos días en Pau. Tía y sobrina,
aunque nunca se habían visto hasta entonces, tenían muchas cosas en común, sobre todo la realeza
y el trono de España. En las entrevistas que ambas mujeres sostuvieron no faltaron los consejos y
Mariana no dejó pasar la oportunidad de prevenir a Isabel contra la princesa de los Ursinos. Las
dos Reinas siguieron el camino el 3 de diciembre y llegaron el 6 a San Juan a Pie de Puerto, donde
tuvieron que despedirse. A Mariana le hubiera gustado acompañar a Isabel en su entrada en la
Monarquía española, pero hubo de renunciar a ello, pues la Corte de Madrid se oponía
radicalmente.
El encuentro de las dos Reinas en 1714 tuvo importantes consecuencias para el futuro de Isabel
como Reina y para la definitiva caída en desgracia de la princesa de los Ursinos. Aunque Mariana
no logró hacer realidad hasta muchos años después su deseo de regresar a España, fue tenida en
cuenta por su sobrina, como sucedió al hacerla madrina de su primer hijo, el infante Carlos, nacido
en 1716. El bautizo se celebró en Madrid y, como Mariana de Neoburgo no pudo asistir, fue
representada en la ceremonia por la marquesa de Altamira.
Mariana no lograría hacer realidad su deseo de regresar a España hasta 1738. Después de muchos
años de espera en su exilio de Bayona, llena de deudas, no había tenido más remedio que pedir
ayuda a los reyes españoles, quienes la habían liberado de sus acreedores y la habían invitado a
vivir en territorio español los últimos años de su vida. La Reina viuda hizo el viaje desde Francia,
pasando por Roncesvalles y Pamplona.
A partir del mes de mayo de 1739, instaló su residencia en Guadalajara. Desde su llegada, tía y
sobrina estaban deseando verse, un mes después, decidieron los Reyes encontrarse con ella en
Alcalá de Henares. La entrevista se realizó en el palacio arzobispal de aquella ciudad, los días 17
al 20 de junio, en medio de grandes festejos. Aquélla fue su última entrevista.
Mariana de Neoburgo murió a los setenta y dos años de edad, tras una larga viudez de cuarenta
años.
Fue enterrada en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Isabel de Farnesio mandó organizar
unos espléndidos funerales en Madrid, los días 21 y 22 de marzo de 1741 en el convento de las
Descalzas Reales.
En su testamento, Mariana de Neoburgo nombró a su sobrina la reina Isabel heredera universal de
sus bienes, entre los que se encontraban importantes obras de arte, una serie de joyas, más de
ochenta pinturas, entre las que destacaban varias de Lucas Jordán, y unas cuantas esculturas, así
las de la escultora de cámara Luisa Roldán, enriqueciendo con todo ello su colección artística y la
decoración de La Granja.

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