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Felipe III Felipe IV Carlos II

FELIPE III

Felipe III, joven. XVI (segunda


Fragmento de" Felipe III a caballo" de Diego Veláquez
mitad) atribuido a Felipe de Liaño.

Felipe II fue, ya lo hemos visto, uno de esos empresarios obsesivos que pretenden controlarlo todo
en su negocio, incapaces de delegar en sus subordinados. Como no se fiaba de nadie, nunca enseñó
a gobernar a su hijo. El príncipe, cuando accedió al trono, ignoraba el oficio y prefirió descargar la
pesada tarea de reinar en manos de un hombre de confianza. Ya lo había sospechado su padre. Poco
antes de morir, comentó amargamente al marqués de Castel-Rodrigo: «¡Ay, don Cristóbal, que me
temo que me lo han de gobernar!» En efecto, como en la antigua Córdoba califal visitada por el
lector páginas atrás y ya quizá olvidada, el gobierno del Estado volvió a estar en manos de hombres
de confianza o privados, elegidos a dedo, y a menudo equivocadamente, por el rey. Él firmaba los
documentos, como su padre, pero sin leerlos previamente ni discutirlos.

Felipe III salió a su padre en lo piadoso, cristiano sincero y gran rezador, pero el parecido se detuvo
ahí porque no era trabajador y sólo le interesaban las fiestas y los saraos.

En aquel tiempo la principal preocupación de las casas reales consistía en casar a los futuros reyes
con princesas paridoras que asegurasen la sucesión de la corona. Antes de morir, Felipe II hizo
honor al sobrenombre de Rey Prudente: concertó el matrimonio de su heredero con una prima
lejana, Margarita de Austria, de trece años, hija de Carlos de Austria. La muchacha venía de casta
fértil: la madre había parido quince veces.

La nueva reina, además de fecunda (dio al rey cuatro varones y cuatro hembras), era tan devota y
pía que hasta visiones tenía.

Los dos primeros partos fueron niñas, y el tercero, el esperado varón que reinaría como Felipe IV.
Un báculo en forma de T, que, según la tradición, había pertenecido a santo Domingo de Silos,
presidía los paritorios de Margarita. La tradición de infantar en presencia de esta venerada reliquia
se transmitió durante siglos, por las sucesivas reinas de España, hasta Victoria Eugenia. Al final, los
microbios pudieron más que el santo, y Margarita murió a los veintisiete años, de una infección
puerperal, muy auxiliada, todo hay que decirlo, por las sangrías de los médicos. Felipe, abatido, no
se volvió a casar.

Vayamos ahora al gobierno. El primer valido real fue el duque de Lerma, que lo hizo tan mal como
lo pudiera haber hecho el rey en persona, si no peor. Su incompetencia era conmovedora, pero se
mantuvo en el cargo sobornando y comprando el silencio de los que podían descubrir su ineptitud.
El cohecho y la corrupción alcanzaron extremos nunca vistos.

Se van los moros

Se equivocaron los que pensaban que la economía del país había tocado fondo con las tres
bancarrotas de Felipe II. Todavía se podía caer más bajo, como demostró la hacienda de Felipe III.
Algunos le echan la culpa a una epidemia que causó medio millón de muertos sólo en Castilla. Al
escasear la mano de obra, se encarecieron los jornales. La administración intentó paliarlo acuñando
moneda pobre, el vellón, y la acción combinada de problema cierto y falsa solución dispararon la
inflación nuevamente, con su secuela de bancarrota. Una vez más, las Cortes tuvieron que hacerse
cargo de los platos rotos; es decir, el pueblo, el sufrido contribuyente.

La guinda que adornó la tarta de la desastrosa política económica fue la expulsión de los moriscos.

Después de la derrota y dispersión de los antiguos habitantes del reino de Granada, en tiempos de
Felipe II, la población morisca se concentraba principalmente en el reino de Valencia y en Aragón.
Eran excelentes agricultores, cultivaban arroz y caña de azúcar, y vivían en paz y contentos porque
los grandes señores propietarios de la tierra los cuidaban como las hormigas cuidan a sus pulgones.

El gobierno, o el desgobierno, como si no tuviera otra cosa de la que ocuparse, dio en pensar que ya
iba siendo hora de resolver el problema morisco, nuevamente la obsesión religiosa, y a pesar de las
voces que se alzaron en defensa de aquellos cuitados, especialmente las de los patronos que se
quedaban sin aparceros ni quien les cuidara las huertas, el duque de Lerma se empeñó en
expulsarlos.

En 1614, un cuarto de millón de moriscos, aproximadamente, abandonó el país con lágrimas en los
ojos.
Morir de un calentón

Se dice que Felipe III murió prematuramente, a los cuarenta y tres años de edad, por culpa de uno
de los muchos usos absurdos que imponía el rígido protocolo de la corte Austria. (...) Era marzo,
que en Madrid puede ser mes crudo y siberiano, y habían colocado un potente brasero tan cerca del
rey que éste comenzó a sudar copiosamente en su sillita de oro. El marqués de Tobar hizo ver al
duque de Sessa que quizá convenía retirar un poco el brasero, que «su majestad se nos está
socarrando», pero, por cuestiones de protocolo, ese preciso cometido correspondía al duque de
Uceda. Buscaron al duque de Uceda, pero se había ausentado del Alcázar, y cuando pudieron
localizarlo y traerlo, el rey estaba ya empapado de sudor. Aquella misma noche se le presentó una
erisipela que se lo llevó al sepulcro.

Hablar del protocolo de la corte Austria sería cosa de nunca acabar. Otro ejemplo bastará para poner
de relieve hasta qué absurdo extremo puede llegar el endiosamiento de las personas. En una
ocasión, un pueblo famoso por las medias que fabricaban sus artesanos quiso regalar a la reina un
lote de esta prenda, pero el presente fue rechazado airadamente por el mayordomo real: «Habéis de
saber -dijo- que las reinas de España no tienen piernas.» En la corte Austria nadie podía volver a
montar un caballo en el que hubiese montado el rey, y la misma ley se hizo extensiva a las amantes
reales, lo que determinó que muchas de ellas, pasados los ardores del monarca, ingresaran en
conventos de clausura.

FELIPE IV (El rey pasmado)

Todos los retratos son de Velázquez, el


pintor de la corte.

(Felipe IV tenía) la cara de alelado, la mandíbula eminente y el belfo caído que Velázquez tanto
retrató con piadosos y cortesanos pinceles.

En la cima del barroco, también la cima de la desvergüenza y del despilfarro, los aduladores
llamaron a Felipe IV el Grande y el Rey Planeta, sin sarcasmo, aunque Quevedo explicó ácidamente
que Felipe era como los agujeros, «más grande cuanta más tierra le quitan», lo que es el colmo de la
lisonja. (...)

Felipe IV fue lánguido en el trabajo, pero ardiente en los lances de Venus. En eso, en la afición al
teatro, a los bufones y a la caza se le fue todo el fuelle. Delegó en los validos la pesada tarea de
gobernar, como había hecho su padre.

Felipe IV había cumplido los dieciséis años cuando heredó el trono y ya estaba casado desde los
quince con Isabel de Borbón, una atractiva francesa, algo mayor que él. Nunca le bastó, porque el
muchacho era un obseso sexual, que buscaba compulsivamente amantes. Se calcula que a lo largo
de su vida engendró treinta y siete hijos bastardos y once legítimos, seis con su primera mujer y
cinco con la segunda, Ana María de Austria. Sin embargo, su gran amor, si es que amó a alguien,
fue una cómica famosa, María Inés Calderón, la Calderona, cuyo hijo, Juan José de Austria, fue el
único bastardo real que el rey hizo educar como príncipe de sangre. El mozo era tan ambicioso que
concibió el desatinado plan de suceder a su padre en el trono y, para ir allanando el camino, tuvo la
desfachatez de solicitar al rey la mano de una infanta, es decir, de su hermanastra. Felipe IV,
escandalizado, lo apartó de la corte y no volvió a recibirlo.

Felipe IV confió el gobierno a su valido, el conde-duque de Olivares. Este presidente de gobierno


no robó como los anteriores, pues se conformaba con mandar. (...) Mientras tanto, el rey se
entregaba a sus aficiones, queridas, cómicos y podencos.

Trescientos jamones

Felipe IV viajó al hondo sur en 1624. En lo más negro de la decadencia hispana, al rey le dio por
visitar Andalucía, y avisó al duque de Medina Sidonia que iría a cazar a sus estados del coto de
Doñana.

En aquel momento, el duque no estaba para fiestas, que andaba corto de numerario y los dolores de
gota lo tenían baldado, pero echó la casa andaluzamente por la ventana para recibir al rey y a la
corte con la prodigalidad y munificencia que cabía esperar en un Medina Sidonia: arregló caminos,
demolió casas ruinosas, adecentó estancias y proveyó todo lo necesario para que no faltara de nada
al ejército de gorrones que se le venía encima. Durante medio mes, hospedó a mesa y mantel a
cerca de dieciséis mil cortesanos. Las cifras de la cocina son pavorosas: para satisfacer el
desaforado apetito de los visitantes no basta allegar toda la pesca de once leguas de costa y toda la
caza de veinte leguas de coto. Además, devoraron dos mil barriles de pescado de Sanlúcar,
trescientos jamones de Rute, de Aracena y de Vizcaya; mil barriles de aceitunas, la leche de
seiscientas cabras, ochenta botas de vino añejo y gran cantidad de vino de Lucena. Cincuenta mulas
no daban abasto arrimando nieve de la sierra de Ronda para los refrescos y la conservación de las
viandas.

El andrajoso y hambriento pueblo de los alrededores acudió en masa al cebadero, a ver si caía algo,
y aunque el duque había pregonado pena de azotes al que se acercara a las cocinas, al final eran
tantos que no hubo más remedio que alimentarlos. De todas formas, luego, lo purgarían en
impuestos, pues el duque los tuvo que subir para resarcirse de las pérdidas.

Las jornadas cinegéticas fueron muy provechosas. El rey, intrépido cazador, apuñaló a un jabalí
cautivo mientras el animal era sujetado entre varios monteros, y abatió tres toros en un corral,
disparando con su arcabuz desde el parapeto del burladero.

Otra vez la pica en Flandes

Regresemos ahora al conde-duque de Olivares. Su mayor metedura de pata consistió en reanudar la


guerra de Flandes (...)

La herida de Flandes estaba otra vez abierta, y el país, comido de miseria. Por ese lado, es evidente
que Olivares no estuvo acertado. ¿Y en las reformas interiores? El conde-duque quería modernizar
y fortalecer España. Para ello, había que empezar por homogeneizar la legislación de todos los
reinos, adaptándola al modelo más gobernable, que era Castilla. Pero esto implicaba suprimir fueros
y privilegios, especialmente los fiscales, para que aragoneses, catalanes y el resto arrimaran el
hombro como lo hacía Castilla. No podía resultar. Ya se sabe cómo reacciona la gente cuando le
tocan el bolsillo.

El conde-duque bajó el listón. No acabó con la corrupción heredada del gobierno anterior, y su
intento de reformar el maltrecho sistema financiero terminó en otra bancarrota.

CARLOS II (EL HECHIZADO)


Carlos II, Juan Carreño de Miranda.

Nació cubierto de costras y tan raquítico que decidieron no mostrarlo a la Corte, como exigía el
protocolo. En sus primeros meses, lo criaron entre algodones, la incubadora de entonces; tardó dos
años en echar los dientes; sólo se destetó de sus catorce nodrizas cuando cumplió los cuatro años;
comenzó a caminar después de los cinco, y aprendió a leer y escribir, a duras penas, ya adolescente.
Era canijo, ojos saltones, carnes lechosas, con una nariz enorme que le caía sobre el labio flojo de la
mandíbula fieramente prognática. No hay más que ver los retratos que le hizo Claudio Coello,
aunque procuró favorecerlo dentro de lo posible. Villars lo despachó en una frase: «Asusta de feo.»
El embajador francés gastó más prosa: «[Es] de aspecto enfermizo, frente estrecha, mirada incierta,
labio caído, cuerpo desmedrado y torpe de gestos.» El pobre monarca se pasó la vida entre médicos
pomposos e ignorantes, santas reliquias, exorcismos y sahumerios. Su confesor y dos frailes
dormían en su alcoba para guardarlo del diablo.

Cuando Carlos cumplió los catorce lo casaron con María Luisa de Orleans, sobrina del rey de
Francia, una morenaza de grandes ojos negros(...) De sus retratos y descripciones se deduce que
estaba buena («de famoso arte y cuerpo, alta proporcionadamente, airosa y bien entallada»). Y
procedía de casta paridora. ¿Qué más se puede pedir? Hubo que solicitar dispensa al Papa porque,
como de costumbre, los contrayentes eran parientes (ella, biznieta de Felipe II).

Pasaron los meses, y la reina no se quedaba preñada. En una operación de alta política y espionaje
internacional, el embajador francés logró hacerse con unos calzoncillos usados del monarca y los
sometió al examen de dos cualificados médicos. Después de analizar las manchas de la prenda, los
galenos emitieron dictámenes opuestos. Uno dijo que el rey podía preñar; el otro, que no. Acertó
este último, porque Carlos II, aunque se casó dos veces, no tuvo hijos. (...)

Toda Europa y especialmente España estaban pendientes de la gran incógnita: ¿quedará preñada la
reina? Por Madrid circulaban coplillas sediciosas; ya se sabe cómo es la gente:

Parid, bella flor de lis,

que en ocasión tan extraña


si parís, parís a España;

si no parís, a París.

No parió -¿qué culpa tenía ella?-, pero tampoco hubo que devolverla. La desdichada falleció al poco
tiempo. ¿Envenenada con arsénico para facilitar un nuevo matrimonio del rey con otra más
fecunda?, ¿de salmonelosis?, ¿de cólico miserere? Vaya usted a saber. Lo único cierto es que la
pobrecilla escapó de las penas de este mundo, especialmente de la alcoba de Carlos, a los veintisiete
años.

A reina muerta, reina puesta. Apenas transcurrido un mes, ya le habían buscado sustituta. La elegida
fue Mariana de Neoburgo. ¿De casta fecunda? Fecunda es poco. Estas Neoburgo eran auténticas
conejas: su madre había parido veinticuatro hijos. Carlos y Mariana se encontraron en Valladolid, al
año siguiente. Las bodas fueron sonadas: misas, fiestas, banquetes, cucañas, corridas de toros,
fuegos artificiales... (...)

Los mayores fuegos artificiales fueron los de la alcoba nupcial. Mucho ruido y nada. La alemana
era robusta, alta, de busto opulento y bien metida en kilos, pelo rojizo, rostro pecoso, ojos azules
algo saltones y larga nariz. Carlos, que esperaba una mujer tan agraciada como la primera, se llevó
una gran decepción. (...)

Como no se conseguía (un heredero), y la cuestión era capital en la monarquía, dieron en pensar que
los enemigos de España habían hechizado al rey. Esto explicaría también sus ataques de epilepsia.

Entonces, lo sometieron a espeluznantes exorcismos y tratamientos. Por ejemplo, le daban a beber


polvo de víbora con chocolate y le aplicaban enemas de jugo de ciruela y emplastos de entrañas de
cordero recién sacrificado. Por su parte, Carlos, obsesionado con la idea de que su desgracia era
castigo de Dios por no haber asistido a la agonía de su padre, se hizo llevar al panteón real de El
Escorial, ordenó a los frailes abrir el féretro, y abrazó y besó el cadáver de Felipe IV. Más adelante,
haría lo mismo con los cadáveres de su madre, con el de su hermano Baltasar Carlos y con el de su
primera esposa; o sea, necrofílico además de paranoico, una alhaja de persona.

Vamos ahora con el país y con el reinado que el embajador veneciano definió como «una serie
ininterrumpida de calamidades».

Carlos se dejó dominar por sus dos esposas, las cuales, a su vez, fueron manejadas por cortesanos
ambiciosos. España era una rebatiña en la que cada cual sacaba lo que podía y nadie cuidaba del
procomún. Bajó a tales niveles de desgobierno que casi podemos decir que tocó fondo.

Hubo un intento de restaurar la maltrecha economía fijando la moneda y reavivando el comercio,


pero, a la postre, quedó en agua de borrajas. Castilla, deslomada por el esfuerzo económico y
humano de dos siglos de absurda explotación, se hundió. Al resto de España, menos castigada por
el esfuerzo, no le fue tan mal, pero, en cualquier caso, las funestas consecuencias de la decadencia
afectaron a todos. La población, estragada por las epidemias, por la miseria interior, por las guerras
exteriores y por la gran cantidad de personas que ingresaban en religión y no tenían hijos, se redujo
de casi nueve millones de habitantes a menos de siete. Esto provocó una escasez de mano de obra
que incluso atrajo a emigrantes extranjeros, especialmente franceses.

Mientras la salud de Carlos II iba de mal en peor, las casas reales de Europa movían sus peones
para repartirse el pastel español. Carlos II moría sin herederos directos. ¿Quién ocuparía el trono
español? (...)

Al final, el francés se llevó el gato al agua.

Finalmente, el primero de noviembre de 1700, con el siglo que agonizaba y en el mes de los
difuntos, Carlos II entregó su alma al creador y cerró la dinastía austríaca en España. El duque de
Abrantes escribió al embajador alemán: «Querido amigo: tengo el gusto de despedir para siempre a
la Casa de Austria.»

Éste fue el final de los Austrias y el comienzo de los Borbones.

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