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Aprendizaje Socioemocional y
Desarrollo Adolescente Positivo:
Oportunidades para promover
la equidad.
Introducción
Los problemas recientes compartidos por la sociedad, y sus efectos dentro del sistema educa-
tivo han generado nuevas prioridades sobre aquello que debe ser considerado en los procesos de
enseñanza aprendizaje. Entre estos desafíos está promover el desarrollo de las y los estudiantes,
así como las competencias que les permitan enfrentar de mejor manera el contexto actual y fu-
turo.
Para enfrentar este desafío, se debe volver a la perspectiva ecológica que permite comprender
los distintos entornos en que se desarrollan las personas: se aprende en casa, en la escuela y en
las comunidades, sea o no de forma intencionada. A diferencia de otros entornos, los espacios
educativos tienen la particularidad de que promueven algunos aprendizajes de forma intencio-
nada (Manterola, 1998), en miras a la idea que se tiene de lo que las personas deben saber para
desenvolverse en sociedad.
Considerando esto, el contexto reciente invita a reflexionar sobre dos preguntas: ¿cómo es el
sujeto que se educa en las comunidades? ¿qué habilidades requiere desarrollar? ¿de qué formas
puede responder el entorno escolar frente a este nuevo desafío? Para responder a estas preguntas,
este texto busca profundizar en dos modelos conceptuales, cada uno de los cuales tiene distintas
implicancias para el entorno educativo: el desarrollo adolescente positivo (DAP), y el aprendizaje
socioemocional (ASE). Ambos serán revisados, destacando la nueva mirada que promueven en
torno al estudiante, al aprendizaje y a la noción actual que se tiene por escuela, invitando a cons-
truir nuevas nociones y propuestas.
Abordar ambas propuestas se aloja en la mirada sobre el proceso educativo, que des-
de hace algunas décadas ha ampliado lo que entendemos por aprendizaje. En específico, De-
lors (1996) ha planteado cuatro aprendizajes fundamentales como los pilares del conocimiento:
aprender a conocer, a hacer, a vivir juntos y juntas, y a ser. En esta oportunidad, se discuten
modelos que ponen énfasis en los últimos dos pilares, reconociéndolos como oportunidad para
enriquecer los procesos educativos e impactar en la trayectoria de las y los estudiantes.
La pregunta por el desarrollo de las y los estudiantes lleva a una reflexión: ¿cómo estamos
mirando a los niños, niñas y jóvenes? ¿qué creencias y supuestos pueden estar impactando en
nuestro acercamiento hacia ellos? La crítica fundamental radica en la fuerza y preeminencia que
ha tenido la mirada adulta sobre la niñez y la juventud, caracterizada por un fuerte énfasis en
las carencias y necesidades de quienes viven estas etapas, sin rescatar su energía y habilidades
potenciales. Como respuesta a lo anterior, emerge la mirada del desarrollo positivo, que busca
transformar la mirada sobre las distintas etapas de los y las estudiantes, pasando de una lectura
centrada en sus déficits, a una que rescata y promueve sus habilidades.
Según Damon (2004), promover el desarrollo positivo en los y las estudiantes implica poner
De esta manera, se vuelve relevante la idea de que todo niño, niña o joven tiene el potencial de
desarrollarse de manera fructífera (Oliva et. al, 2010), siempre y cuando se promuevan nuevas re-
laciones entre las personas, sus entornos y comunidades. A la vez, se considera que tanto los y las
estudiantes -como sus grupos y comunidades- son fuentes de recursos y fortalezas que requieren
consideración y fortalecimiento desde la experiencia escolar (Beltramo, 2018).
Las ideas anteriores requieren transformar ciertos hábitos y prácticas que ocurren en las so-
ciedades adultocéntricas, que sostienen la mirada sobre los y las estudiantes como problemas o
sujetos que requieren apoyos. Por el contrario, la mirada de desarrollo positivo busca ofrecerles
la oportunidad de contribuir al desarrollo de sus propias habilidades, y ser, por tanto, actores de
acciones o estrategias que les permitan desarrollarse, y a la vez reconstruir las relaciones con sus
comunidades. Esto es coherente con algunas perspectivas (p.e. Balaguer, 2016) que comprenden
a los seres humanos como el resultado de la interacción entre las dimensiones biológicas, psico-
lógicas, ecológicas e históricas de los seres humanos; sosteniendo la plasticidad del desarrollo, y
la constante oportunidad de interactuar con los recursos del sistema.
Actuar bajo la perspectiva del desarrollo positivo implica develar las características que se
quieren potenciar en los y las estudiantes, así como las implicancias que esto tiene para el trabajo
que se realiza en las aulas y en los establecimientos. En ambos casos, hay algunas propuestas que
vale la pena revisar y evaluar en relación al contexto chileno.
Una de ellas la compone Lerner (2004, citado en Pertegal, Oliva y Hernando, 2010), quien
propone cinco atributos o características que resultan esenciales para promover el desarrollo
desde esta mirada, y que denomina como ‘las 5 C’. Estas consisten en promover (i) competencias
intelectuales, conductuales y sociales; (ii) conexiones y relaciones positivas con las personas e
instituciones; (iii) carácter, integridad y desarrollo moral, (iv) confianza, traducida en valentía,
autoeficacia y autocuidado, y (v) compasión, consistente en valores humanos, empatía y sentido
de justicia social.
Estos elementos buscan que las niñas, niños y jóvenes alcancen su potencial como mejor
forma de prevenir problemas y hacer contribuciones significativas a sus familias y comunidades
(Arguedas y Jiménez, 2007). De ahí que niños y adolescentes deban estar “equipados” con forta-
lezas que les permitan desarrollarse, ser resilientes, tener iniciativa y aportar productivamente a
la sociedad (Beltramo, 2018).
Para promover este tipo de procesos y habilidades se requiere la revisión de las prácticas
educativas habituales, revisando aquellas que se pueden implementar de manera autónoma y
aquellas que requieren la coordinación entre educadores y educadoras dentro de las comunida-
• Recursos, habilidades y competencias que permiten a los y las estudiantes lograr sus
objetivos.
• Agencia, es decir, capacidad para poner sus recursos personales en juego en sus propias
decisiones, actuando en función de metas que les permitan lograr sus objetivos.
• Contribución, consistente en el compromiso activo para promover cambios y desarrollo
en sí mismos y sí mismas y/o en las comunidades en las que participan.
• Ambiente facilitador, que da soporte y permite el desarrollo de los recursos y agencia,
facilitando el acceso a servicios que promueven sus habilidades y desenvolvimiento social.
(Youth Power, s. f.)
Al pensarlo de este modo, dentro de la concepción del desarrollo positivo, las acciones de
educadores y educadoras y familiares enfatizan el progreso y el esfuerzo sostenido y se abocan
a aumentar habilidades constructivas más que eliminar conductas consideradas negativas, bajo
un marco de aceptación, respeto mutuo, oportunidades y altas expectativas. De esta manera,
la presencia en las vidas de las y los adolescentes de personas que pueden ver sus fortalezas, y
utilizarlas como fuerzas motivacionales, promueve el desarrollo saludable (Arguedas y Jiménez,
2007). Por tanto, no implica sólo la planificación de acciones o estrategias específicas, sino que
conlleva el enriquecimiento de las relaciones cotidianas que se sostienen entre los miembros de
las comunidades educativas.
La revisión de este modelo no es azarosa, sino que invita a pensar en el objetivo último que
la educación puede cumplir en el contexto de las demandas recientes que nos ha planteado la
realidad social, económica y cultural. En este sentido, se debe sostener la importancia que el
desarrollo positivo tiene para otro de los fines que aborda este texto: el desarrollo de habilidades
socioemocionales.
Habiendo descrito el desarrollo positivo como base para re-visitar las relaciones entre docen-
tes y estudiantes, ahora se vuelve importante discutir cómo este modelo puede ayudar a construir
y desarrollar habilidades socioemocionales en ellos y ellas, y en toda la comunidad. Chung y
Moore (2015) describen esta relación sosteniendo que el desarrollo positivo sirve como marco
para comprender las acciones que se llevarán a cabo, mientras por metodologías como el apren-
dizaje en servicio se pueden promover competencias específicas asociadas al aprendizaje socioe-
mocional. Con ello, se pueden promover aprendizajes que trascienden lo académico, facilitando
su inserción, diálogo y agencia con la sociedad en la que viven.
Una educación con foco en el desarrollo socioemocional requiere identificar sus competen-
cias nucleares. Estas son definidas por CASEL con base en seis competencias:
Autores como Ladd, Birch y Buhs (1999, en Berger et al, 2009) identifican cuatro signos de un
buen aprendizaje socioemocional en la infancia. Entre ellos, rescatan:
Habiendo revisado los componentes básicos del aprendizaje socioemocional [ASE], cabe va-
lorar la importancia que estas habilidades tienen para todas y todos los niños, niñas y jóvenes del
sistema escolar. A la vez, se puede analizar y evaluar la forma en que el desarrollo socioemocional
puede contribuir a lograr mayores niveles de equidad en el contexto actual, y la importancia que
tiene pensar el sistema escolar como un nicho para el desarrollo de ciudadanos y ciudadanas
activos/as, que puedan interactuar con su entorno favoreciendo la construcción de relaciones
nutritivas y comunitarias.
Dicho lo anterior, este texto cierra revisando los desafíos que el ASE implica para los y las
docentes, así como para las escuelas y comunidades. Estos desafíos se centran en dos puntos
específicos: la necesidad de que los y las docentes puedan articularse con otros para promover
estas habilidades; y el cuidado de no traducir este modelo en prácticas que recaigan en el control
conductual para mejorar resultados. Ambos desafíos implican que las y los docentes -junto a sus
Sobre el primer desafío, hay posturas que señalan la importancia de entender el ASE como un
modelo que no opera sólo dentro del aula, sino que involucra las distintas capas que componen
las comunidades educativas (Oberle, Domitrovich, Meyers y Weissberg, 2016). La importancia
de esto radica en la necesidad de que las competencias basales del ASE sean coherentes con los
entornos educativos que se construyen, tanto dentro de la escuela como en las familias y comu-
nidades. De esta forma, las competencias y su relación con el sistema se reflejan en la imagen
siguiente:
Figura 1. Competencias del aprendizaje emocional, y su relación con distintos componentes del
sistema educativo
Como se puede apreciar, una escuela que promueva el ASE (referido en la imagen como SEL,
socio-emotional learning), busca la coherencia entre estos distintos niveles, ampliando las opor-
tunidades de educar más allá de la sala de clases. De acuerdo a Oberle et al (2016), el diálogo entre
estos distintos componentes permitirá que el aprendizaje y desarrollo sea consistente, y se refleje
tanto en los aprendizajes planificados y construidos dentro del aula, como en las interacciones
que se den fuera de ella.
El segundo desafío al que se alude en este apartado, se relaciona con la relevancia de re-
flexionar acerca del sentido que el ASE tenga dentro de las comunidades educativas. De acuerdo
a Hoffman (2009), el riesgo de reducir el sentido real de este tipo de aprendizaje es que se trans-
forme en el desarrollo de estrategias que sólo controlan las conductas y emociones, construyendo
procesos orientados al mejoramiento de resultados sin considerar al estudiantado. Para evitar
Conclusiones
El presente texto buscó explorar dos marcos para promover aprendizajes profundos y
pertinentes con las y los estudiantes: el desarrollo positivo y el aprendizaje socioemocional. Am-
bos aportan una nueva mirada para entender a niñas, niños y jóvenes, de la misma forma que
enriquecen la forma en que se implementa la enseñanza, o se revisan las interacciones y prácticas
habituales de las comunidades escolares.
Por otro lado, el aprendizaje socioemocional permite explorar las habilidades que las y
los estudiantes pueden desarrollar para relacionarse de nuevas maneras con su entorno inme-
diato, así como con su comunidad y contexto cultural. En base a seis competencias -que además
aportan a mayores niveles de equidad e inclusión- se pueden desarrollar prácticas sustentadas en
una nueva relación entre el profesorado, los y las estudiantes, que además permita movilizar el
crecimiento en lo cognitivo, lo interpersonal y lo intrapersonal.
Ambos modelos se apoyan en una nueva mirada sobre el proceso educativo, y pueden
resultar esenciales para pensar nuevas formas de educar. Para ello, es necesario que los y las do-
centes reflexionen sobre sí mismos, puedan movilizar a sus pares y comunidades, y mantengan el
sentido del desarrollo humano por sobre el mejoramiento de resultados estandarizados, enten-
diendo que el aprendizaje implica también los pilares del ser y vivir con otros y otras.
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