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Robert Kurz. La historia de la tercera revolución


industrial – Visión de la automatización [traducción por
Alejandro Bartra] - Otro blog sin nombre
.

38-48 minutos

(*Introducción a la traducción italiana:

Iniciamos aquí la publicación de la sección VIII de uno de los libros más famosos de Robert Kurz,
Schwarzbuch Kapitalismus (El libro negro del capitalismo). Esta sección trata de la historia de la así
llamada tercera revolución industrial, la época en la que el capitalismo se vuelve informático y cibernético.
En este periodo histórico, que es el que estamos viviendo, la fuerza de trabajo humano pierde su rol central,
convirtiéndose de hecho en co-protagonista de un cambio histórico en el que el capital alcanza sus límites y
pone al mundo y a todos nosotros frente a una decisión sumamente difícil e impostergable: tomar en serio la
posibilidad (y quizás deberíamos decir la necesidad) de su superación. El asunto es que posiblemente seamos
nosotros como seres humanos, y con nosotros el mundo, a ser superados.

Empezamos con el primer capítulo, Visiones de la automatización. En breve continuaremos con los demás.
Todo esto debería anticipar la publicación impresa de todo el libro, que esperamos se lleve a cabo en el menor
tiempo posible.)

La historia de la tercera revolución industrial.

Llegado al último tercio del siglo XX el capitalismo ya había demostrado suficientemente el grado de
maestría que poseía en el arte de adiestrar a los hombres, hasta qué punto había llegado en la empresa de
convertir la máscara de sus formas fetichistas en el rostro del mundo material e incluso del mundo natural,
además de empujar hacia la negación de sí mismas a grandes masas humanas. Pero ni siquiera con este
extraordinario desempeño pudo silenciar del todo el más elemental descontento, que es fundamentalmente
innato a la autocontradicción lógica de este modo de producción y de vida. La fe en el progreso se había
agotado ya en el siglo XIX (a pesar de que desde entonces su fantasma continúa a ser invocado regularmente
por los optimistas de profesión y los pregoneros del capitalismo para desdramatizar la crisis) y el sujeto
burgués – ilustrado había ya removido el problema, a más tardar con la Primera Guerra Mundial, dejando el
lugar a los rituales sado-masoquistas de auto-sacrificio en un proceso social considerado imposible de
gobernar en el que, sin embargo, los hombres de la postguerra fordista, degradados a mera materia prima,
aún podían anestesiarse mediante la pálida embriaguez del consumo. Pero cuando se alcanzaron – más
rápido de lo previsto – los límites del milagro económico, la consciencia social, en virtud del grandioso
oscurecimiento que había golpeado transversalmente todos los sectores teóricos y políticos, pudo reaccionar
sólo mediante la remoción y la disimulación.

A partir de los tardíos años sesenta el descontento de la cultura fordista de masas fue ciertamente la señal, en
una fase precoz, de que el recreo había terminado, incluso en los centros occidentales; ello, sin embargo, no
tuvo ninguna consecuencia, no supo consolidarse en una nueva critica radical. Sobre las cabezas se hacía
sentir el peso monstruoso de casi tres siglos de modernización, y los nuevos movimientos sociales, que jamás
alcanzaron a penetrar el núcleo del fetichismo moderno, se revelaron compatibles con el capitalismo, por lo
menos tanto como el viejo movimiento obrero. No es de asombrarse que la sociedad global de las
democracias totalitarias del mercado mundial, formadas en la segunda mitad del siglo, iniciara a correr en
modo ciego y afásico hacia su propio fin.
Incluso las «utopías negativas» literarias, pródigas de admoniciones y malas profecías, no fueron de ninguna
utilidad. En general su interpretación del «estado de trabajo» fordista venía a ser insuficiente porque se
concentraba, en el análisis final, sólo sobre los elementos del totalitarismo político; de consecuencia el valor
de los pronósticos relativos se agotó definitivamente con el fin de la prosperidad de la posguerra. Este
pesimismo histórico no estuvo sustancialmente en grado de aprovechar la crisis de fines de 1900, que
permanecía todavía cubierta por las nieblas del futuro. En efecto las utopías negativas se limitaron a
prolongar de manera fantasmagórica un fordismo cuyas fuerzas productivas reglamentadas garantizaban la
subsistencia de individuos estupidizados por el consumismo; no hubo temor alguno ligado al capitalismo
burocráticamente perfeccionado que este no supiera prever, a excepción de uno: el fin del consumo, el
retorno de la pobreza de las masas y del hambre producida por la misma sociedad.

«Sin seguridad económica - escribe como buen liberal Aldous Huxley, en el prefacio a la nueva edición de su
Mundo feliz – es imposible que surja el amor por la esclavitud; por razones de concisión considero que los
omnipotentes ejecutivos y sus managers lograrán resolver el problema de una seguridad económica
duradera».1 Pero justamente a causa de este género de imágenes distópicas no resultó todavía bastante
desolador: todas ellas participaban de los juegos de lavado de cerebro de parte del Estado y de la
manipulación casi fisiológica llevada a cabo por sus aparatos totalitarios, sin reconocer la verdadera esencia y
los límites internos de la máquina-mundo. Ni tampoco supieron identificar el núcleo de la subjetividad
competitiva que, durante las crisis, hubiera sido capaz de desencadenar verdaderas orgías de exclusión social
y de violencia endémica, en lugar de favorecer el funcionamiento soso, silencioso y sin roces de una
homogénea masa unitaria. Esta homogeneidad representa precisamente la competencia absoluta entre los
individuos abstractos, que comprende el odio hacia sí mismos de los esclavos de los mercados anónimos,
inevitablemente proyectado hacia el exterior, durante la crisis, en contra de los «otros».

Existe una simple razón para la miopía histórica de las distopías fordistas y de aquellas que las precedieron:
tienen todas como presupuesto ciego el sistema de «trabajo abstracto», concebido como un mecanismo
funcional y reproductivo casi «natural». El control de los aparatos de manipulación hace siempre referencia a
la forma de actividad de la máquina-mundo productora de mercancías, en la que existe por lo menos una
cosa que parece ser eterna: la necesidad social del derroche masivo de trabajo humano. Es de este
presupuesto que se originan todas las descripciones horroríficas de una vida mutilada de manera mecánica:
el hombre como agregado del «trabajo» degradado a robot. También en la obra de Huxley, que incluso
subraya el reverso consumista a base de panem et circenses, existen por siempre «trabajadores» modelados
sobre criterios funcionales, funcionalmente conformados a un nivel embrional y, finalmente, «vaciados»:

Hombres y mujeres estandarizados, en grupos uniformes. Todo el personal de un pequeño establecimiento


podía ser el producto de un único óvulo boklanovskificado. —¡Noventa y seis mellizos idénticos trabajando en
noventa y seis máquinas idénticas! […] Millones de mellizos idénticos. El principio de la producción en masa
finalmente aplicado a la biología. […]—Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro
150 — […] — Los embriones todavía tienen las branquias. Inmunizamos al pez contra las enfermedades del
hombre futuro. — […] En el estante número 10, hileras enteras de la próxima generación de obreros químicos
eran sometidos a un tratamiento para acostumbrarlos a tolerar el plomo, la soda cáustica, el asfalto, el cloro.
El primer embrión de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes aéreos pasaba en aquel
momento por el metro mil cien del estante 3. […]— Y ahora […] quisiera mostrarles una cosa muy
interesante: el acondicionador para obtener Intelectuales Alfa-Plus. Tenemos un gran número de ellos en el
estante 5. — […]— Realmente no se puede llevar a cabo ningún condicionamiento intelectual de utilidad
antes de que los fetos hayan perdido la cola —. 2

Esta ciega proyección futurista del sistema de «trabajo» abstracto viene conducida hasta sus más extremas
consecuencias en otra célebre novela distópica, publicada ya en 1895 por H. G. Wells, autor de la «guerra de
los mundos». En La máquina del tiempo, una obra que tuvo un suceso similar a aquella sobre el ataque
marciano, él aprovecha la idea de un viaje en el tiempo (en aquellos años concebido naturalmente como
orientado de manera unívoca al futuro) para prolongar el capitalismo victoriano, a fines de la critica social,
hasta su estadio terminal, aquel de la degeneración total. En el muy lejano futuro del año 802.701 su viajero
temporal se tropieza con una sociedad subdividida, como jamás en el pasado, entre holgazanes
«inoperantes» y «trabajadores». Sobre la superficie del planeta viven los «Eloi», jóvenes de bello aspecto y
despreocupados pero estúpidos e «inútiles», descendientes de los capitalistas de antaño. En las ciudades
subterráneas moran, en cambio, los «Morlocks», los descendientes de los obreros del pasado, en cuanto que
ya a fines del siglo XIX era esparcida la «tendencia a utilizar el espacio subterráneo para los objetivos menos
ornamentales de la civilización» (Wells 1895).3 Pero después de un periodo de tiempo tan largo ambas clases
habían entrado ya en la fase de su decadencia y se había llevado a cabo una singular inversión de la relación
entre ambas:

Mis anfitriones del mundo superior debían de haber representado, hace algún tiempo, la aristocracia de la
raza humana, y los Morlocks sus servidores mecánicos; pero ya todo aquello pertenecía al pasado. Las dos
especies derivadas de la evolución del hombre se encontraban deslizándose hacia nuevas relaciones
recíprocas, y quizás inconscientemente estas relaciones ya se habían establecido. Los Eloi, como los reyes
carolingios, se habían reducido a una simple expresión de vana belleza; todavía eran los propietarios de la
superficie terrestre únicamente porque los Morlocks, seres subterráneos desde innumerables generaciones,
no soportaban la luz del día; estos, concluía yo, preparaban los vestidos de los Eloi y les satisfacían sus
necesidades cotidianas, quizás a causa de permanecer en ellos la vieja, innata costumbre de servir. También
los caballos continúan, a nuestros días, a raspar el terreno con sus cascos […] Pero sin duda el remoto orden
de las cosas estaba ya, al menos en parte, invertido; La Némesis estaba rápidamente insinuándose en el
destino de la raza más delicada: en épocas pasadas, miles de generaciones antes, el hombre había privado a
su hermano de las comodidades y de la luz del sol; ¡ahora aquel hermano llevaba a cabo el camino inverso,
como transformado! Los Eloi ya habían empezado a aprender una vieja lección, conocían de nuevo el miedo.
Justo en ese momento me recordé del trozo de carne que había visto sobre la mesa en el mundo inferior […]
Estos Eloi no eran sino animales engordados que los Morlocks, como hormigas, custodiaban para después
adueñarse, y de los cuales, probablemente, vigilaban incluso su reproducción.4

Pero tampoco esta aguda invención, la idea de un «canibalismo de represalia» posthistórico, de cualquier
modo no puede ocultar la circunstancia por la cual este futuro negativo viene siempre imaginado como un
prolongamiento del «trabajo» y juzgado bajo la perspectiva de la «explotación» abstracta. El sistema del
derroche mecánico de «nervio, músculo y cerebro», fin en sí mismo, no viene superado, sino que sobrevive
en una forma degenerada. Evidentemente los autores de esta crítica en forma literaria habían olvidado cuál
era, en última instancia, el auténtico problema lógico del capitalismo, su inextricable contradicción interna, o
bien tenían para sí – es el caso de Huxley - que aquella sería resuelta positivamente, si bien la crisis
económica mundial estaba ahí para demostrar exactamente lo contrario. Por cuanto pueda parecer curioso la
crisis económica no encuentra un lugar dentro de las utopías negativas, a diferencia del «Estado del trabajo»
totalitario con su presunta omnipotencia.

Visiones de la automatización

Obviamente los creadores de las distopías negativas, así como los «expertos» del management, conocían
perfectamente la tendencia reptante hacia la sustitución tecnológica de la fuerza de trabajo. Incluso el sueño
de la automatización total ya había sido preconizada desde hace tiempo. Sin embargo, esta idea no fue
percibida como un hecho absolutamente negativo, en tanto que su realización parecía colocarse en un futuro
lejano. En 1908 Walther Rathenau hizo esta extemporánea observación:

Una fábrica ideal debería funcionar de manera automática como un gigantesco mecanismo, con único obrero
como vigilante. La industria pesada y la química industrial están próximas a este estadio. Este obrero-
vigilante desarrollará exclusivamente un trabajo intelectual, asumiendo una responsabilidad tan ardua […] el
emprendedor […] tiene todo el interés de asegurar que este hombre se encuentre bien nutrido, tenga tiempo
libre para reflexionar, esté satisfecho y de buen humor.5

Pero el idilio armonizador que Rathenau cultiva aquí se refiere sólo a los «emprendedores» y a sus
trabajadores-residuo únicos; extrañamente no aflora la cuestión del éxito de tal situación si ésta se
generalizara y si los «satisfechos trabajadores» junto con su «buen humor» fuesen reducidos a una
esmirriada patrulla mientras el grueso de los trabajadores vinieran expulsados de la reproducción social
como una escoria residual de «superfluos» del capitalismo.

En seguida también, mientras Henry Ford hacía furor con la segunda revolución industrial, rondó por
siempre la certeza implícita de que, no obstante el racionamiento operado por la cadena de montaje y la
«ciencia del trabajo» tayloristas, la fuerza de trabajo humano realmente no habría de desaparecer jamás a
gran escala. No hay duda: durante la crisis económica mundial la desocupación de las masas viene
establecida en relación (a menudo en tono acusatorio con fines de agitación) con los nuevos procesos
técnicos. Pero la idea de que la crisis del capitalismo pudiera asumir el semblante de una crisis fundamental
de la «sociedad del trabajo» y por tanto del «trabajo abstracto» superaba con creces la imaginación de los
contemporáneos.

Pero en el plano lógico se trataba de una idea del todo verosímil: una vez que el hombre de la industria
fordista había sido transformado en autómata, habría bastado sólo cualquier paso hacia adelante en el
desarrollo para sustituirlo con un verdadero autómata. Por cuanto pueda parecer extraño los creadores de las
utopías negativas non habían previsto esta posibilidad o, en cualquier caso, no supieron intuir su destructor
efecto social, prefiriendo asociar su pesimismo histórico a otros problemas. Pero todavía más sorprendente
es el optimismo demostrado por aquellos pocos teóricos que, volteando la mirada hacia el futuro,
comprendieron que el fordismo era indudablemente sólo el estadio preliminar de un proceso de
automatización hasta ese momento considerado imposible.

También Keynes pertenecía a este número de optimistas históricos de la tercera revolución industrial,
entonces todavía oculta en el vientre del futuro pero destinada tarde o temprano a cancelar el fordismo. En
1930 Keynes, aún en el corazón de la segunda revolución industrial, argumentó extensamente de manera
frívola sobre la «posibilidad económica de nuestros nietos», no obstante el tono crítico con el que formula su
argumentación:

Padecemos una nueva enfermedad cuyo nombre quizás aún no sea conocido por algunos lectores, pero de la
que oirán mucho en los años venideros – esto es, el desempleo tecnológico. Lo que significa un desempleo
debido a nuestro descubrimiento de medios para economizar el uso del trabajo que supera el ritmo al que
podemos encontrar nuevos usos para el trabajo. Pero esto es sólo una fase temporal de inadaptación. Todo
esto significa a la larga que la humanidad está resolviendo su problema económico. Podría predecir que el
nivel de vida en los países avanzados dentro de cien años será entre cuatro y ocho veces más alto de lo que es
hoy. No habría nada sorprendente en esto incluso a la luz del conocimiento actual. No sería desatinado
contemplar incluso la posibilidad de un progreso mucho mayor. […] Mi conclusión es que dentro de cien
años, asumiendo que no haya guerras importantes ni aumento importante de la población, el problema
económico podría resolverse, o que por lo menos su solución podría estar al alcance. Esto significa que el
problema económico no es – si miramos hacia el futuro – el problema permanente de la raza humana. ¿Por
qué – se podrían preguntar – resulta esto tan asombroso? Resulta asombroso porque – si en lugar de mirar
al futuro, miramos al pasado – encontramos que el problema económico, la lucha por la supervivencia, ha
sido desde siempre el primero y más acuciante de los problemas de la raza humana – no sólo de la raza
humana sino de todo el reino biológico desde los principios de la vida en sus formas más primitivas. Así es
como hemos sido expresamente evolucionados por la naturaleza – con todos nuestros impulsos e instintos
más profundos – dotados para lograr el objetivo de resolver los problemas económicos. Si el problema
económico se resuelve, la humanidad se vería privada de su objetivo tradicional. ¿Supondrá esto un
beneficio? Si uno cree de alguna manera en los valores reales de la vida, la perspectiva al menos abre una
posibilidad de beneficio. Y sin embargo, pienso con temor en el reajuste de los hábitos e instintos del hombre
común, cultivados en él a lo largo de incontables generaciones, que tendría que desechar en el plazo de unas
pocas décadas. Por usar el lenguaje de hoy – ¿no debemos esperar una “crisis nerviosa” general ? […] Así, por
primera vez desde la creación el hombre se enfrentará con su problema real, su problema permanente –
cómo usar su libertad respecto de las preocupaciones económicas, cómo ocupar su ocio, que la ciencia y el
interés compuesto habrán ganado para él, para vivir sabia y agradablemente y bien. […] Sin embargo no hay
ningún país, ni ningún pueblo, creo yo, que pueda mirar hacia la era del ocio y la abundancia sin temor.
Porque hemos sido habituados durante mucho tiempo a esforzarnos y no a disfrutar. Es un problema
pavoroso para la persona normal y corriente, sin talentos particulares, el darse una ocupación, especialmente
si ya no tiene raíces en la tierra, en la tradición o en las amadas convenciones de la sociedad tradicional. […]
Turnos de tres horas o semanas laborales de quince horas podrían resolver el problema durante un buen
tiempo. ¡Y tres horas al día deberían ser suficientes para satisfacer al viejo Adán […] Podremos librarnos de
los principios pseudo-morales que nos han atormentando durante 200 años, gracias a los que hemos
exaltado algunas de las más desagradables cualidades humanas situándolas en el lugar de las más altas
virtudes. 6

Hay sobre lo que permanecer incrédulos: en la relación entre la potencialidad de la automatización y la


«desocupación tecnológica» el grande economista burgués Keynes alcanza a identificar sólo un problema de
naturaleza cultural y psicológica: la cuestión de si las masas «liberadas» por la vaticinada tercera revolución
industrial estarán en capacidad de vérselas sensatamente con un ocio libre de preocupaciones, que les será
otorgado por el desarrollo capitalista. Una argumentación prácticamente análoga, si bien en una formulación
sustancialmente más crítica, viene presentada 28 años después por la filósofa americana Hanah Arendt en su
obra La condición humana:

[…] quizás igualmente decisivo es otro hecho no menos amenazador: el advenimiento de la automatización,
que probablemente en pocas décadas vaciará las fábricas y liberará a la humanidad de su más antigua y
natural carga, la del trabajo y la servidumbre a la necesidad. También aquí está en peligro un aspecto
fundamental de la condición humana, pero la rebelión contra ella, el deseo de liberarse de la «fatiga y
molestia», no es moderna sino antigua como la historia registrada. […]En este caso, parece como si el
progreso científico y el desarrollo técnico sólo hubieran sacado partido para lograr algo que fue un sueño de
otros tiempos, incapaces de hacerlo realidad. Sin embargo, esto es únicamente en apariencia. La Edad
Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de
toda la sociedad en una sociedad de trabajo. Por lo tanto, la realización del deseo, al igual que sucede en los
cuentos de hadas, llega en un momento en que sólo puede ser contraproducente. Puesto que se trata de una
sociedad de trabajadores que está a punto de ser liberada de las trabas del trabajo, y dicha sociedad
desconoce esas otras actividades más elevadas y significativas por cuyas causas merecería ganarse esa
libertad. […] Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la
única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor. 7

Evidentemente los ideólogos del capitalismo conocen muy mal su propio sistema. Principalmente porque lo
presuponen como un axioma y lo deshistorizan, sirviéndose de las categorías suprahistoricas y ontológicas de
la economía; fue por esta razón que Keynes no estuvo en capacidad de juzgar los problemas por él analizados
como el resultado de un proceso de desarrollo irreversible en lugar que como «casi posible» de una forma
social atemporal. Sin embargo Hannah Arendt al menos se da cuenta del hecho de que la glorificación del
trabajo tuvo inicio sólo en el siglo XVII mientras que Keynes identifica, una vez más, el tristemente famoso
«problema económico», es decir el sistema de las vejaciones capitalistas, con una «condición natural»
general que obligaría, desde «el alba de la historia», a esforzarse de acuerdo con los criterios capitalistas de la
autoconservación (pero, de hecho, es la pereza la que caracteriza a las especies animales en vista de que su
«autoconservación» realmente no se funda sobre una actividad incesante que es un fin en sí mismo).

Además Keynes no hace sino repetir de manera insulsa la vieja mentira liberal según la cual la economía de
mercado habría originado un incremento permanente del bienestar, del que, sin embargo, la mayor parte de
la humanidad no ha disfrutado jamás en carne propia. En consecuencia la superfluidad del trabajo en los
años futuros le parece sólo un mejoramiento ulterior de la calidad de vida, objetivo hacia el cual parecen
tender la «técnica» y los «intereses colectivos» desde siempre. Parece estar realmente convencido de que la
inminente obsolescencia del «trabajo», en el plano económico, representa sólo un pequeño problema de
adaptación dentro del orden social existente cuando por el contrario el final del «problema económico» en
realidad coincide con el fin del capitalismo. ¿Creía Keynes seriamente que el sistema se limitaría a dejar ir el
propio material humano, permitiéndole dormir un sueño tranquilo?
Sin embargo, hay que decir que no se debe subestimar la interiorización de la disciplina del trabajo en cuanto
problema psicológico y cultural a la luz del hecho de que el sistema del «trabajo abstracto» se está
convirtiendo en una absurdidad pura y simple. De otra parte el problema de la «ocupación» no sería
entonces así de tremendo si con esta etiqueta no se indicara sobre todo la actividad alienada al servicio del
fin-en-sí-mismo de la «bella máquina». La suerte del hombre «desocupado» en el sentido capitalista, que
está en la ventana con un aire atontado hasta cuando la muerte no lo redima de sus tribulaciones, es más bien
frecuente para los cadáveres extenuados de aquellos que, después de un trituramiento laboral a lo largo de
toda una vida, finalmente alcanzan los límites de edad; pero a pesar de todos los condicionamientos son en
verdad pocos los que se demuestran tan congénita e inflexiblemente obtusos como para precipitarse a
«trabajar» porque de otro manera no sabrían qué hacer consigo mismos. La esclavitud voluntaria bajo el
yugo de los mercados anónimos tiene siempre su motivación fundamental en la «constricción silenciosa de
las relaciones» (Marx), que niega a los hombres todos los recursos de los que podrían disponer y todas las
relaciones sociales, obligándoles a adherirse a una forma de actividad despreciada, bajo pena de ser excluidos
de los fundamentos de la propia existencia.

Además, aquello que viene a ser interiorizado no es el «trabajo abstracto» como tal sino la forma general de
relación basada en la «ganancia de dinero» y en la competencia, que es un derivado de aquel. Por tanto la
desorientación cultural del hombre en la obsolescencia del «trabajo abstracto» constituye sólo un problema
colateral porque el verdadero problema consiste en la expulsión de los individuos, permanente y
estructuralmente «superfluos», del sistema de «ganancia monetaria» y de la competencia, que sin embargo
continúa por siempre a ser la condición de la existencia. Keynes y Arendt desconocen completamente la
circunstancia por la cual la racionalidad empresarial es fundamentalmente incapaz de traducir la
automatización en una disminución correspondiente del «trabajo abstracto» (para Keynes hasta 15 horas
semanales – ¡e incluso aquí sólo por razones terapéuticas!). Este desacierto colosal depende del hecho de que
la ceguera ideológica liberal hace derivar la moderna constricción al trabajo a partir de la necesidad
«natural» de acrecentamiento del bienestar material concreto en vez del abstracto fin-en-sí-mismo de la
máquina-mundo; si las cosas fueran efectivamente así el flujo automático de la riqueza material por
necesidad reduciría de manera igualmente «natural» y progresiva el tiempo de trabajo hasta su total
desaparición.

Sin embargo, desafortunadamente se da el caso de que sea verdad justamente el exacto contrario, de hecho el
autómata del cálculo empresarial preferiría mucho más meter bajo látigo, 24 horas al día, al último obrero
sobreviviente (ese que describe Rathenau) y expulsar al mismo tiempo a los «superfluos», sin concederles,
por principio, ni siquiera un mendrugo de pan. Y es ésta la única evolución posible de la automatización en el
capitalismo: por eso la desocupación en masa no implica de hecho una condición gratificante de ocio para las
masas, sino más bien la pobreza en masa o, en casos extremos, la muerte en masa. Esta lógica connatural a la
racionalidad económica debe imponerse necesariamente con el progreso de la automatización, anulando
inexorablemente los tradicionales mecanismos compensatorios del crecimiento industrial. Hannah Arendt
tiene perfecta razón cuando juzga de modo profundamente negativo el hecho de que a la moderna sociedad
del trabajo venga a faltarle el «trabajo» - aunque tal juicio resulta válido sólo si se entiende como pronóstico
de una gran crisis, no sólo cultural, sino sobre todo social y económica; por otra parte no se tratará de una
crisis pasajera, sino de un verdadero y real colapso histórico del sistema, dado que este «trabajo» en vías de
extinción no es otro que la sustancia fetichista del capital mismo.

Pero el oficialismo y las instituciones burguesas, tercamente puestas bajo el yugo de la máquina social
capitalista, que al mismo tiempo les garantiza la legitimación de su existencia, fueron obligados a rechazar tal
idea (justamente como en nuestros días) al igual que las masas trabajadoras, modeladas sobre la forma-
sujeto y sobre la forma-relación del sistema de la mercancía. No obstante todo aquello, de todos modos se
alzaron voces aisladas que advirtieron sobre la posibilidad de una nueva e inaudita catástrofe económica del
capitalismo, causada por la automatización, aunque sin comprender el nexo interno (y la identidad
fundamental) entre «trabajo», dinero y capital, presentando preferiblemente argumentos de naturaleza
moral. Entre ellos viene citado ante todo Norbert Wiener (1894-1964), el más importante entre los
fundadores de la cibernética. En un célebre libro sobre este tema, publicado poco después de la Segunda
Guerra Mundial, Wiener formuló algunos pronósticos radicales manifestando su profundo pesimismo, dado
que él, a diferencia de Keynes o Arendt, era perfectamente consciente de la situación:

La fábrica automática, la cadena de montaje sin intervención humana alguna, es una realidad tan lejana de
nosotros como limitada es nuestra voluntad de esforzarnos en su solución del mismo modo como se hizo, por
ejemplo, en el desarrollo de la técnica del radar durante la Segunda Guerra Mundial […] Puede ser útil para la
humanidad que la máquina la libere de la necesidad de ocupaciones serviles y desagradables; pero también
puede no serlo. No estoy en grado de establecer esto. Ciertamente no puede ser bueno enunciar estas nuevas
posibilidades a partir del ahorro que ellas permiten en términos económicos […] Quizás puedo esclarecer los
presupuestos históricos de la situación actual si digo que la primera revolución industrial, la revolución de las
«negras y satánicas fábricas» representó la devaluación de los brazos humanos frente a la máquina […] La
revolución industrial moderna está igualmente capacitada para devaluar el cerebro humano, al menos en sus
decisiones más simples y usuales. Naturalmente, así como el carpintero, el mecánico y el sastre
especializados de alguna manera han sobrevivido a la primera revolución industrial, así el científico y el
administrador especializados pueden sobrevivir a la segunda. Ciertamente que, una vez que la segunda
revolución se haya cumplido, el ser humano promedio, de capacidad mediocre o menor, no tendrá nada que
merezca ser comprado. La solución reside, naturalmente, en una sociedad basada mayormente sobre valores
humanos en vez de que sobre la compra-venta. Para alcanzar esta sociedad ocurrirán grandes planificaciones
y grandes luchas que, si es cierto que lo mejor viene de lo mejor, podrían darse sólo en el plano de las ideas,
pero también pueda ser que no […] Lo mejor que podemos hacer es esmerarnos por dar a conocer a un vasto
público las ventajas y desventajas de este trabajo […] Escribo en el año 1947 y me veo obligado a decir que se
trata de una esperanza bastante tenue.8

Wiener mezcla aquí la segunda revolución industrial, ya visible, con la tercera revolución industrial, todavía
invisible, que para el autor aparece sólo como una prolongación de la precedente. Es cierto que cada
revolución industrial constituye el fundamento de la siguiente, se pueden observar estadios intermedios y
transiciones, en tanto que la competencia empuja permanentemente hacia la innovación tecnológica. Pero
considerando este desarrollo a largo plazo y a una escala más vasta es posible identificar modelos coherentes
que constituyen, sobre una base tecnológica absolutamente específica, una época socio-económica
correspondientemente específica.

Mientras que la primera revolución industrial estuvo caracterizada por el empleo del carbón y del vapor, que
causó la ruina de los tradicionales productores artesanales, la segunda revolución se fundó, en cambio, en el
motor a combustión interna, la cadena de montaje y la «ciencia del trabajo» empresarial, en asociación con
una escisión socio-económica epocal entre el periodo de las guerras mundiales industrializadas y aquel de la
prosperidad fordista de la posguerra. La tercera revolución industrial encontraría su base tecnológica en la
electrónica y las «ciencias de la información», seguida de un nuevo estadio cualitativo de la desocupación en
masa y, por tanto, de la crisis del sistema. El pesimismo precoz de Wiener acerca de la posible
inconciliabilidad entre el ulterior progreso productivo y el modo de producción dominante erigido sobre la
base de los «mercados de trabajo» - producto de su investigación en el plano tecnológico – era altamente
justificado; pero sus indicaciones, según las cuales la segunda revolución industrial no se distinguía
netamente de la tercera, resultaban privadas de efecto y no es sorprendente a vista de que en 1947 la plena
afirmación del fordismo estaba todavía por venir.

En 1965, cuando el boom se encontraba todavía en su ápice, el sindicato alemán IGM (Industriegewerkschaft
Metall), uno de los más importantes del mundo, organizó un congreso titulado «Automatización: riesgos y
oportunidades», que viene documentado en dos gruesos volúmenes. No obstante ya se discutiera sobre
calculadores electrónicos y nuevas oportunidades de racionamiento, el futuro de la tercera revolución
industrial viene examinado a través de los lentes fordistas de la «plena» ocupación de masas. Prevalecía el
optimismo, como lo testimonia la adopción del sempiterno racionamiento capitalista en base a «riesgos y
oportunidades», allí donde los «riesgos» son funcionales sólo para el aprovechamiento de «oportunidades»
formidables, justificando preventivamente el curso capitalista de las cosas. El entonces presidente de IGM,
Otto Brenner (1907 – 1972), reflexionaba así con toda serenidad:

No obstante la automatización y el empleo de la tecnología, desde años que en Alemania hay plena ocupación
[…] Los sindicatos están en desacuerdo de la manera más absoluta con aquellos que esperan fatalmente la
desocupación masiva venida de la automatización y de las otras formas de progreso técnico […] Para los
sindicatos el progreso tecnológico es un instrumento necesario para alcanzar un estado de vida mejor para
todos […] Un futuro tecnológicamente avanzado impone, además, nuevas tareas para los sindicatos. Por lo
demás, los sindicatos reivindican para sí el mérito de haber realizado en el pasado todo lo que era necesario
para garantizar la plena ocupación, mediante eficaces políticas respecto a los niveles salariales y el horario de
trabajo. Por el momento todavía no hemos llegado a asegurar puestos de trabajo equivalentes para aquellos
trabajadores sustituidos por la tecnología.9

Indudablemente la mirada del futuro de los sindicatos, como ya antes en el debate sobre el racionamiento
fordista de los años veinte, confiaba de manera tenaz y exclusiva en una imprecisa revolución tecnológica del
capitalismo, sobre la posibilidad de redefinirla en términos cosméticos y la esperanza de sobrevivir a una
nueva época de racionamiento y automatización mediante una colaboración positiva. En este debate los
representantes de las instituciones internacionales se expresan de manera todavía más optimista, incluso
eufórica, como lo demuestra Jef Rens, dirigente de la Organización Internacional del Trabajo (OIL) de
Ginebra:

Mediante los enormes progresos técnicos del más reciente pasado se hace posible producir un diluvio
constantemente creciente de bienes, para satisfacer los deseos y las necesidades de los hombres. Podemos
reflexionar, como nunca antes, acerca del modo en el que queremos utilizar esta creciente productividad […]
La ampliación prevista del tiempo libre ofrecerá, además, posibilidades para su empleo constructivo. Los
sindicatos podrían desempeñar un rol considerable en este desarrollo. Estos fueron creados y dirigidos por
los mismos trabajadores y, por lo tanto, cuentan con los presupuestos ideales para la redacción y realización
de programas que puedan dar a los trabajadores una vida más rica y más satisfaciente. El movimiento
sindical puede establecer de la mejor manera cuáles sean las ocupaciones de mayor interés para sus
miembros durante el tiempo libre y dar una forma correspondiente a sus propios programas. Al movimiento
sindical actual todavía le compete una enorme tarea.10

También Michael Harris, vice-secretario general del OCSE, comparte este absurdo optimismo, que ve en los
sindicatos del futuro una especie de organización abastecedora de sentido para la inminente sociedad del
tiempo libre:

Quizás se ha prestado menos atención a las oportunidades dadas por la técnica moderna que a sus peligros.
Si embargo, hasta ahora el incremento de la productividad ha conducido a un mejoramiento constante del
tenor de la vida en todos los países que han adoptado las nuevas técnicas. Nada justifica la idea según la cual
la automatización debería cambiar el estado de las cosas.11

En la más completa ignorancia de todo vínculo económico estructural, aquí se pronuncia con fuerza
únicamente la voluntad de quien quisiera considerar la tercera revolución industrial en sus albores sólo
desde el punto de vista del boom fordista, ya en fase declinante, y por tanto como si se tratase de su
prolongación. Expectativas que también fueron alimentadas por muchos científicos sociales. En ese sentido,
en el grupo de los más renombrados optimistas de profesión encontramos también al sociólogo francés Jean
Fourastié (1907-1990), que quiso calcular anticipadamente la disminución del tiempo de trabajo,
rígidamente limitada a los centros de la prosperidad fordista, para el siglo sucesivo:

Se ha generalizado en la actualidad la idea de que en un futuro bastante próximo el hombre medio


perteneciente a naciones económicamente mejor desarrolladas podrá satisfacer sus necesidades personales
mediante una actividad laboral de una duración de treinta horas semanales […] en todo caso los progresos
científicos y técnicos, conseguidos en los países occidentales, permiten hablar con entero fundamento de
tales perspectivas […]; sin querer fijar un punto bien preciso en el tiempo, podemos suponer que bien se pude
establecer 30 horas de trabajo a la semana por 40 semanas de trabajo al año, resultando 30 por 40 igual a
1200 horas al año […] Dado que la duración media de la vida humana son ochenta años […] nuestros
descendientes consagrarán únicamente seis horas de cien a la producción, que durante milenios absorbió la
casi totalidad de las fuerzas físicas y la actividad mental de millones de nuestros antepasados. En otras
palabras, actualmente estamos experimentando el pasaje del hombre de una fase de dependencia del tiempo
a una fase de abundancia temporal.12

Al igual que sus colegas del gremio económico y filosófico Fourastiè – cuya optimista visión del porvenir lleva
por título Las 40.000 horas (más horas el hombre, en el futuro, no debería trabajar durante toda su vida) –
ignora completamente la lógica capitalista, instituye una relación inmediata entre «progreso tecnológico» y
«tiempo de trabajo», y de paso distorsiona una vez más la historia social de la humanidad cuando afirma que
«durante milenios» los hombres premodernos debían consumar todo su tiempo de vida a causa del
«trabajo», lo que no corresponde mínimamente a la verdad; de hecho la absurda tendencia a incrementar la
fuerza productiva con el único objetivo de convertir, de ser posible, la totalidad del espacio de la vida en
«trabajo» es un fenómeno exclusivo del capitalismo. Pero si Keynes y Arendt por lo menos se habían
planteado el problema cultural y psicológico de la superación de la «sociedad del trabajo» por obra del
desarrollo de las fuerzas productivas, Fourastiè manifiesta sólo una ingenua, desenfrenada fe milagrosa en la
tecnología que, a la luz de las condiciones actuales, parece incluso descabellada.

Ahora también el hombre común y corriente podrá «perfeccionarse», ampliar sus capacidades, reducir su
fatiga o incluso abolirla (!), y cambiar su patrimonio hereditario […] En la biología de los animales y las
plantas existe ya un tipo de ganado de matadero que nuestros antepasados habrían creído fabuloso, duraznos
de medio kilo, manzana del peso de un kilo […]; en 1965 entró en funcionamiento la central atómica de
Hanford, es en ella que se puede reconocer el aspecto que tomarán las gigantescas centrales del futuro más
cercano […].13

Una euforia así tiene algo de espectral si se piensa que la fe del siglo XIX en el progreso, sea liberal como
socialista, redimensionada en forma tecnológica o tecnocrática, ya se había extinguido catastróficamente en
la época de las guerras mundiales industrializadas y la crisis económica mundial. Sería todavía correcto decir
que la breve fase de la prosperidad fordista después de 1950 introduce en la conciencia social una parodia de
esta esperanza tecnocrática. El pálido optimismo de Fourastié se coloca indudablemente en el contexto de las
utopías tecnológicas fordistas que fueron divulgadas en todas partes a un nivel intelectual extremadamente
bajo. La «abolición de la fatiga», que la tecnología parecía hacer posible, va a la par con las fantasías
contemporáneas, difusas por las revistas técnicas para diletantes o las novelas de ciencia ficción, a base de
alimentos en píldoras, autopistas proyectadas sobre el lago de Costanza o máquinas de afeitar mecánicas
alimentadas por reactores atómicos en miniatura.

(Original en alemán. Traducción de Alejandro Bartra realizada a partir de la traducción italiana de Samuele
Cerea publicada en el sitio web anatradivaucanson.it)

*En La storia della terza rivoluzione industriale. 1-Visioni dell’automazione, publicado en el sitio
web anatradivaucanson.it

Notas:

1. A. Huxley, Foreword to second edition of Brave New World, 1947.

2. A. Huxley, Brave New World, New York, 1932; Il mondo nuovo, Bompiani, Milano, 1991, pp.9, 17-18.
Trad. di Lorenzo Gigli.

3. H. G. Wells, The Time Machine, Londra, 1895; La macchina del tempo, Rizzoli, Milano, 1959, p.70. Trad.
di Rossana De Michele.

4. Ibidem, pp.83, 88.

5. W. Rathenau, Anmerkung vom Konsumanteil in Schriften. Band IV, Berlino, 1908, p.304.

6. J. M. Keynes, Economic Possibilities for Our Grandchildren, Londra, 1931; Posibilidades económicas de
nuestros nietos, Recuperado de https://arquitecturacontable.wordpress.com/2016/10/23/posibilidades-
economicas-de-nuestros-nietos-j-m-keynes-1930/. Trad. de Josseline Jara, Luisa Montes Ruiz & Estrella
Ruiz Martín.

7. H. Arendt, The Human Condition, New York, 1958; La condición humana, Paidos, Buenos Aires, 2009,
p.17, trad. de Ramón Gil Novales.

8. N. Wiener, Kybernetik. Regelung und Nachrichtenübermittlung im Lebewesen und in der Maschine,


1948.

9. Otto Brenner, Automation und technicher Fortschritt in der Bundesrepublik in Automation. Risiko und
Chance, Bd I, Beiträge zur zweiten internationalen Arbeitstagung der Industriegewerkschaft Metall für die
Bundesrepublik Deutschland über Rationalisierung, Automatisierung und technischen Fortschritt,
Francoforte sul Meno, 1965.

10. Jef Rens, Technischer Fortschritt und die Tätigkeit der internationalen Arbeitsorganisation (IAO), in
Automation. Risiko und Chance, Bd I.

11. Michael Harris, Technischer Fortschritt und die Tätigkeit der Organisation für wirtschaftliche
Zusammenarbeit und Entwicklung (OECD), in Automation. Risiko und Chance, Bd I.

12. J. Fourastié, Les 40.000 heures, 1965.

13. Ibidem.

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