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POESÍA Y CIUDAD. JOSÉ ÁNGEL CILLERUELO

1. Poesía y ciudad en la literatura contemporánea española

El hecho de que la gran transformación urbana sea un fenómeno histórico reciente, junto
a la conciencia de que no concierne sólo a quienes lo gestionan, explica el aspecto que en
la actualidad presentan los estudios sobre la ciudad: es poco lo que se ha dicho, pero cada
día se plantean nuevos asedios desde distintas combinaciones interdisciplinares
(urbanistas, geógrafos, historiadores o psicólogos). Y sería conveniente que la crítica
literaria no permaneciera ajena a esta tendencia.
Roland Barthes ya avisaba a los geógrafos, en 1971, de la conveniencia de ir a buscar en
la tradición literaria los datos necesarios para sus investigaciones: «Lo que tiene más
interés no es tanto multiplicar las encuestas o los estudios funcionales de la ciudad, cuanto
aumentar las lecturas de la ciudad, de la que, desgraciadamente hasta ahora, sólo los
escritores nos han dejado algunos ejemplos». Consejo que coincide con la opinión del
geógrafo francés Antoine S. Bailly, autor de un estudio clásico sobre La percepción del
espacio urbano (1979), quien reconoce que «mucho antes que el geógrafo o el urbanista,
el escritor tuvo la ambición de aprehender la ciudad». Ambas observaciones apuntan
hacia la esencia misma de la ciudad, fenómeno que sólo se puede comprender desde el
mestizaje del saber. En la misma línea el geógrafo español Horacio Capel se ha atrevido
a aconsejar a los geógrafos argentinos, reunidos en congreso, que sobre todo lean a Jorge
Luis Borges, en conferencia que recoge el volumen Dibujar el mundo (2001).
Lo que no ha ocurrido, sin embargo, es el consejo de Barthes, Bailly y Capel a la inversa:
el que los críticos literarios asuman la condición urbana que aparece en su propio y
específico campo de observación. Pueden mencionarse, es cierto, algunos trabajos
recientes sobre novela y espacios urbanos, pero en conjunto no remontan un acercamiento
al problema meramente empírico. Y cuando algún tratadista intenta mayores vuelos suele
conformarse con la luz nebulosa de las generalizaciones, o bien derivar sus análisis —en
el mejor de los casos— hacia visiones mucho más amplias o más habituales en la crítica
actual (sociológicas, sociales o sencillamente literarias).
Semejante vacío bibliográfico se halla en el vértice conceptual que reúne el ámbito urbano
y la tradición poética. Mayor, si cabe, puesto que los cimientos críticos y filosóficos de
esta relación, íntima y ya indisoluble, fueron excavados con lucidez en las primeras
décadas del siglo XX por Walter Benjamin, sobre todo en su lectura del París

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decimonónico: «En Baudelaire París se hace por vez primera tema de la poesía lírica». Es
decir, desde Les fleurs du mal la ciudad se convierte en tema de la poesía, pero también
ésta —«la mirada (alegórica) del alienado»— pasa a formar parte del ser de la ciudad. Y
esta doble implicación es la que debe ser desvelada por la crítica allí donde ocurra.
El binomio ciudad y poesía ha de resolver distintos contratiempos históricos y
conceptuales: ¿a qué ciudad se hace referencia cuando se utiliza este término: la urbe
amurallada, la expansión industrial, la metrópoli, la megalópolis? ¿Qué amplitud se
otorga al concepto de ciudad, que es capaz de abarcarlos todos, desde el mero individuo
como reflejo urbano (recuérdese la domus pusilla urbs de Alberti) hasta la Ecumenópolis,
cuya virtualidad cada día es más patente? ¿Qué grado de autonomía histórica y artística
se adscribe a las ciudades en relación con entes de mayor extensión a las que aquellas se
vinculan de manera difícilmente divisible: naciones, estados, países...? ¿Cómo organizar,
en suma, el laberinto de referencias sobre un único concepto, que nace de observar las
ciudades más dispares y distantes? ¿Todas las ciudades son una misma ciudad? Y para
no complicar del todo este panorama, se ha de dar por supuesto que existe un acuerdo
crítico sobre lo que se considera poesía o sobre qué tradición sea la hegemónica.
A grandes rasgos y atendiendo a esta complejidad conceptual, las relaciones entre «poesía
y ciudad» pueden situarse en tres niveles diferentes que indican tres preocupaciones
distintas bajo el mismo enunciado.
En el nivel más genérico posible, ciudad equivale a civilización. Sentido éste que percibió
con claridad Unamuno: «La civilización en su estricto sentido, en el sentido de hacer a
un pueblo civil, ciudadano, dotado de espíritu de ciudad...» Algo semejante, pese al pobre
acierto estético, expresan algunos versos de Eduardo Marquina en sus Canciones del
momento (1910):
Que antes que piedra y que madera y hierro
la Ciudad era espíritu...
A partir de esta concepción cabría interesarse, en un primer acercamiento, por el debate
sobre el papel del poeta en la civilización contemporánea. En la tradición anglosajona,
por ejemplo, este asunto se ha convertido en una preocupación central de cualquier
poética, pero no se puede afirmar lo mismo sobre la hispánica, que suele agotar el
problema con meras anécdotas sociológicas (subvenciones, editoriales, público...).
Si las relaciones entre poesía y ciudad son de doble dirección, en este mismo nivel se ha
de plantear una cuestión mucho más fértil e interesante: ¿qué consecuencias ha tenido la
ciudad-civilización en la tradición poética? Me atrevería a pensar que tanto ese «espíritu

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de ciudad» de Unamuno como la propia dinámica urbana a partir de la revolución


industrial (algo más tarde en España) no han sido inocuos en la evolución de las formas
poéticas. La inflexión del tono lírico, de la grandilocuencia a la casi intimidad, la
persecución del coloquialismo, la atención al valor simbólico de minucias y
trivialidades de la vida cotidiana, o cierta afición canallesca que germinaron junto a las
delicuescencias y sinestesias modernistas no son ajenas al influjo urbano, entendido éste
en su sentido más extenso. Dentro del modernismo, una parte de la obra de Manuel
Machado, El mal poema (1909) en especial, quizá sea el mejor ejemplo. De la misma
época datan las Canciones del momento (subtituladas pomposamente: «Odas de la
ciudad y horas trágicas»), de Marquina, aunque su valor literario sea sustancialmente
menor.
Después del modernismo, aunque con una intención opuesta, también Dámaso Alonso
se propuso integrar en la lírica el sentido lingüístico y de civilización que aportaba la
ciudad en un libro extraordinario: Hijos de la ira (1944). La ciudad existencialista del
«millón de cadáveres», lo es «(según las últimas estadísticas)». Este libro fecundó
además una poética comprometida con las condiciones de «la vida civil» y con una
lengua poética que fuera sobre todo «ciudadana».
En un segundo nivel de relación, ciudad equivale a «un asentamiento relativamente
grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos», según la
definición ya clásica de Louis Wirth. En este capítulo se tratará de analizar no sólo la
poesía que asume como tema la vida urbana, sino también las reacciones frente al
fenómeno urbano que la literatura haya propiciado, o incluso condicione en la
actualidad.
Hay que realizar una importante observación previa: la moderna lírica urbana, de raíz
baudelairiana, no es heredera de la poesía de la ciudad antigua. Ésta tenía su propio
subgénero, el canto apologético, que era una exaltación externa de la ciudad noble: su
fundación, sus héroes, sus murallas, sus maravillas... Aunque hoy siga existiendo una
poesía de lugares, a veces más artesanal que artística; al poeta actual le interesa
únicamente el aspecto interno, íntimo, de la vivencia urbana. Que no existan vínculos
profundos entre la poesía de la ciudad antigua y la propia de la metrópoli no significa,
sin embargo, que no se perciban claramente las connotaciones de una y otra. Existe un
brevísimo poema del poeta nicaragüense Luis Alberto Cabrales que es capaz de dedicar
dos atinados versos a cada una de esas concepciones antagónicas, para quedarse luego
con la ciudad, y el ideal amoroso, tradicionales:

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Fulgen los rascacielos arropados en niebla.


Un río de muchachas frescas —leche y miel— pasa.
Sueño con una ciudad de tejas rojas
donde una mujer sola como yo sueña.
También en el modernismo se puede rastrear el inicio de esta poética. Villaespesa
escribió poemas como el soneto «Toledo», que empieza «Vieja ciudad de hierro...» y
concluye refiriéndose explícitamente a aquello que definía la ciudad antigua, su
inmutabilidad:
y el águila imperial detendrá el vuelo
sobre la aguja de la catedral.
Pero también escribió un poema como «Nocturno de ciudad», que narra un episodio
urbano donde imágenes de anonimato se suceden (niños, madres, moribundos, amantes)
para concluir en una escena donde ese anonimato impregna lo más íntimo: el
ofrecimiento amoroso, susurrado por «las hijas pálidas del vicio». La herencia de
Baudelaire se dibuja nítida, y, junto a ésta, emerge una concepción de la vida de ciudad
muy distinta a la que emana del poema dedicado a Toledo.
La primera ciudad que entra en los versos modernos es, por lo tanto, la ciudad marginal:
una suerte de arrabal literario donde el poeta se identifica con alcohólicos, ladrones,
anarquistas o rameras. En esta ciudad del mal la poesía a veces ampara un mero
costumbrismo bohemio (Carrère), pero en otras ocasiones se reconoce un esfuerzo
notable por renovar los temas de la poesía lírica.
Más tarde los poetas se centrarán sobre todo en la ciudad deshumanizada de las
multitudes y el ruido. O mejor sería decir contra la ciudad deshumanizada. Poeta en
Nueva York (1940) es ya un título emblemático, al que se pueden añadir no pocos textos
del Cántico de Jorge Guillén, como: «Jardín de en medio», «Además», «A vista de
hombre», o «Callejeo». No todos los poemas guillenianos, sin embargo, participan de
esa aversión urbana; «Como en la noche mortal» es una espléndida introspección en la
vida de ciudad:
Mujeres fugacísimas,
Ráfagas hacia el deseo,
Un ocio vagabundo...
¿Qué es lo que yo no quiero?
La conocida como Generación del 50 fue la primera que se propuso desarrollar una
poética de la ciudad, sin complementos detrás ni preposiciones previas. «Los poemas de

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Ángel González en su primer libro, Áspero mundo, se remiten siempre al Madrid de los
últimos cuarenta y primeros cincuenta. La atmósfera, las luces y el sentimiento de vivir
en aquellos años y en aquella ciudad parecen haberse condensado en ellos, mucho más
que en cualquier descripción directa» (carta de Jaime Gil de Biedma del 20 de octubre
de 1988). Los poetas de esta generación fueron quienes más connotaciones desvelaron
de la vida interior en la metrópoli.
Un tercer nivel de estudio es el que cohesiona radicalmente el nombre de un poeta al
nombre de una ciudad. Pero, ¿es París quien crea la figura de Baudelaire o es Baudelaire
quien ha creado una imagen de París? Que las dos opciones sean ciertas es premisa
necesaria de aquella doble dirección que se establece entre el poeta y la ciudad. Nadie
ha de dudar que cada ciudad tiene un carácter propio que penetra en sus habitantes, pero
tampoco negará que vemos y leemos hoy muchas ciudades apegados a los versos de sus
poetas. Lisboa sin Cesário Verde y sin Álvaro de Campos no sería la ciudad que es.
Como toda clasificación, ésta no es menos arbitraria que cualquier otra. Su única
intención ha sido mostrar esa necesidad que la crítica literaria va a tener, tiene ya, de
estudiar el fenómeno urbano para no desentenderse de preocupaciones y hallazgos de
los poetas.

2. El poeta HACIA la ciudad: Tomás Morales


a
Los urbanistas distinguen con claridad dos fases históricas del fenómeno «ciudad».
Inmutable, estática, cercada y unitaria ha pervivido la ciudad a lo largo de los siglos. Su
crecimiento estaba cercenado por los necesarios muros de defensa, y estos a su vez
acendraban su unificación formal e ideológica. La revolución industrial supuso una
mutación absoluta de la faz tradicional de las ciudades. Lo estático se convirtió en
dinámico, los límites se disiparon con rapidez hasta desaparecer como entidad urbana
significativa, se impusieron, en fin, las tendencias acumulativa e innovadora. «Ciudad
antigua» y «metrópoli» son los nombres que convencionalmente han de recibir aquí cada
una de estas dos realidades diacrónicas.
Esta evolución de la inmutabilidad al dinamismo tiene su reflejo paralelo en el tratamiento
poético de la ciudad. La poesía llamada propiamente «urbana», cuya primera revelación
fue dada por Charles Baudelaire, es el resultado de una vivencia lírica propiciada por el
movimiento de las grandes urbes. La ciudad clásica, por su parte, ha sido objeto siempre
de ensalzados cantos a sus particularidades. La perspectiva simbólica que asumen los

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poetas antes de la mutación es externa, después será interna. Es decir, la ciudad antigua
fomentó un subgénero apologético de canto a una ciudad que normalmente aparecía
enunciada en el título. En general se trata de composiciones extensas que desarrollan los
siguientes puntos: primero, la fundación e historia mítica de la ciudad; segundo, su
descripción tópica; y en tercer lugar, los hechos y linajes que servían como «medio de
identificación histórica de cada comunidad», según ha estudiado José Luis Orozco Prado.
La nueva perspectiva desarrollada por los poetas tras la gran transformación arraiga en el
uso del espacio urbano —con frecuencia genérico, no relacionado con tal o cual ciudad—
como referente simbólico interno. La ciudad no es ya el único tema, sino un entramado
—referencial o metafórico— que subyace a los temas clásicos de la poesía: el amor, la
soledad, la muerte… De un modo somero podría afirmarse que la ciudad ocupa ahora el
lugar que en la tradición había ocupado la naturaleza.
A grandes rasgos estos son los dos polos del tratamiento poético de la ciudad a lo largo
de nuestra historia literaria. Ahora bien, entre uno y otro se extiende un territorio
fronterizo en el que se mezclan maneras de una y otra actitud. Una obra emblemática de
este punto de inflexión es la «Oda a Barcelona» (1883) del poeta catalán Jacint Verdaguer
(1845-1902), donde se refleja el dinamismo y la expansión metropolitanas en una
composición que presenta todas las características del cántico mítico y apologético:
mes prompte ta creixença rompé l’estret cordó;
(…)
per sobre el clos de pedra saltant com un lleó[pero pronto tu crecimiento rompió el
estrecho cordón;
(…)
sobre el cerco de piedra saltando como un león]Otro texto que ilustra con claridad este
punto de inflexión es el «Canto a la Ciudad Comercial» de Tomás Morales. Con él inicia
la sección «Poemas de la Ciudad Comercial» del libro segundo de Las Rosas de Hércules
(1919). Formalmente se adscribe a la convencionalidad del canto apologético de la ciudad
antigua. Sus 120 versos desarrollan, por este orden, los siguientes motivos: primero, el
linaje y la fundación míticos (1-45); segundo, la descripción de la ciudad (77-113); y
acaba con la conclusión o broche donde el poeta da razón de su «canto» (114-120), final
común también en este tipo de composiciones elogiosas. Además de conservar la misma
estructura de estas, comparte con ellas un mismo tono basado en el uso enfático de la
segunda persona verbal, referida a la ciudad («¡Era tu epinicio!», «Sucinta es tu historia»,
«ésta tu opulenta, sagital, carrera»), impensable en la actual poesía urbana. Estos rasgos

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formales y estructurales, sin embargo, no son coherentes con la materia significativa que
transportan. No describe Tomás Morales una ciudad clásica, sino una dinámica y próspera
ciudad comercial, es decir, moderna. Son constantes las referencias al crecimiento de la
urbe:
Después, tu incremento;
un inusitado desenvolvimiento,
un infatigable sueño de grandeza
Pero lo que fecunda el poema es sobre todo la efervescencia comercial de la ciudad, su
auge económico:
Es la puesta en marcha de esta maquinaria
de ruedas audaces y ejes avizores,
que el cálculo impulsa y el oro gobierna.
¡Cólquida moderna
de los agiotistas y especuladores!
La actividad económica es, de hecho, el único vínculo que mantienen entre sí los
habitantes de la ciudad:
Es la Plaza. Gente,
que detrás del medro corre diligente
y a tu seno el brillo de tu bolsa atrajo;
O dicho de otro modo: los lazos religiosos políticos, culturales, simbólicos… que
tradicionalmente habían unido a los ciudadanos, ahora, en la metrópoli se han ido
reduciendo en favor de una nueva relación preponderante, porque —como afirma Antoine
S. Bailly— «la ciudad transmite cada vez menos la cultura de la sociedad y las
expresiones simbólicas, y ha pasado a ser un lugar económico, en el que signos e
indicadores tipificados nos permiten orientarnos.» Y estos «signos e indicadores»
aparecen diáfanos en el poema. Son los comercios, las mercancías, la maquinaria, el
puerto… En suma, Tomás Morales, sorprendido por la nueva fisonomía que su ciudad
adquiere, describe con exactitud lo nuevo, descubre las tensiones de la mutación, y con
todo ello elabora un poema apoyándose en los rasgos establecidos por un subgénero
tradicional, el canto apologético. Esta aparente paradoja tipifica el punto de inflexión
entre las perspectivas que asumen la poesía de la ciudad antigua (externa) y la moderna
poesía urbana (interna).
El conjunto de poemas que el «Canto a la Ciudad Comercial» prologa recibe el
significativo nombre de «La Ciudad y el Puerto». De hecho, la mención misma de ambos

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títulos señala el modo cómo percibe Tomás Morales su realidad urbana: la Ciudad
Comercial como un todo dividido en dos mitades perfectamente delimitadas: el puerto y
la ciudad.
El puerto es, a su vez, el puente entre dos temas esenciales en Tomás Morales: la Ciudad
Comercial y el Mar. Por una parte, el puerto está integrado en la vida económica de la
ciudad, es una zona vital («Son tus anchas calles y tus malecones»); pero por otra,
adquiere una autonomía simbólica vinculada al «mar». Aunque también se puede dar la
vuelta al aserto: la visión del mar de Morales está íntimamente ligada al ámbito portuario.
La razón que justifica el tema del mar es de índole lírica: «Yo respiré, de niño, su salobre
fragancia.» Es decir, el mar y el puerto forman parte del paisaje originario del poeta, su
visión primera y virginal del mundo. El dato es de capital importancia, pues en él prende
sin duda la tradición poética urbana. La ciudad ahora, en detrimento de la naturaleza, es
codificadora y catalizadora de la experiencia; lógico será por lo tanto tomar una actitud
ante ella, sea ésta de aceptación o de rechazo. En Morales es de plena aceptación: «Yo
amo a mi puerto.» Y su puerto incluye un paisaje de barcos, recién fletados o
herrumbrosos y encallados («yo amo estos barcos»), «poderosas grúas», almacenes de
mercancías, tabernas inmisericordes, y sobre todo un paisaje de marineros foráneos,
viejos lobos de mar que entonan cantares y narran en noches de bonanza las historias,
terribles, de navegaciones y naufragios («¡Hombres del mar, yo os amo!»). Y todo este
ambiente, tan espléndidamente recreado por el poeta, forma parte indefectiblemente de la
percepción lírica de la ciudad.
La concepción de la ciudad en sí misma se adecua a la ruptura de la unidad clásica: no es
una y homogénea, son tres las ciudades que Tomás Morales evoca en la Ciudad. En primer
lugar recrea el poeta «la ciudad del comercio», situada en torno a la calle de Triana:
La calle del comercio, donde ofrece
el cálculo sus glorias oportunas;Algunas notas que caracterizan esta zona de la ciudad
son: riqueza, estrépito, predominio de lo extranjero, de lo oriental… La percepción
poética de este tipo de ambiente urbano es uno de los hallazgos más singulares de
Morales. Al final, sin embargo, el poeta, que con entusiasmo había descrito la caótica
calle, se deja vencer por el cansancio:
Y el alma, que es, al fin, mansa y discreta,
tanta celeridad le da quebranto…
y sueña con el barrio de Vegueta,
lleno de hispano-colonial encanto…

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El barrio de Vegueta nombrará un segundo tipo urbano: la ciudad residencial. Remanso


de reposo provinciano:
Esta es la paz callada; a su dormida ausencia
no llegan los rumores roncos de la urbe en celo;
Es la zona urbanizada para el descanso familiar («¡Oh, la casa canaria, manantial de
emociones!»)… Si ciudad del comercio y residencial son cabos de una misma actividad,
frente a estas se halla escondida una tercera ciudad, arraigada en una tradición literaria
más densa (que se extiende desde Baudelaire hasta los modernista coetáneos de Morales),
aunque no por ello con un referente menos real que las otras: la ciudad del mal.
El paisaje descrito con minuciosidad por el poeta, con esa portentosa capacidad suya para
crear en el texto un ambiente sobrecogedor, en este caso, es una ciudad de:
Tascas, burdeles; casas que previenen
con su aspecto soez. Toda la incuria
de los puertos de mar, en lo que tienen
de pendencia, de robo y de lujuria…Tres ciudades conviven, pues, en el seno de la
Ciudad de Tomás Morales, la del comercio, la residencial y la del mal. Cada una es
percibida con su particular modo de vida, todas ellas reunidas por la mirada lírica del
poeta caminan hacia una verdadera poética de la ciudad.
Se ha comprobado que puerto y ciudad son dos temas esenciales en la poesía de Tomás
Morales. Ahora bien, la actitud clara y rotunda del poeta frente a ellos sólo se manifiesta
en los textos que prologan o enmarcan los poemas dedicados a uno u otro asunto. Pero
en estos sólo aparece de una forma velada. Esta actitud lírica tiene, por lo tanto, dos
modos de aflorar: uno explícito —mencionado en los párrafos anteriores («yo
amo…»)—; y otro implícito, accesible únicamente mediante un análisis de los espacios
urbanos como espacios reflejos (perspectiva interna). Señalaré el caso ejemplar de dos
poemas: uno, el soneto XII de los «Poemas del Mar», que empieza: «Noche pasada a
bordo, en la quietud del puerto…»; y otro, el soneto «Estampa de la ciudad primitiva».
Ambos son dos crepúsculos matutinos, ambos poseen una filiación literaria en la
tradición de «Le Crépuscule du matin» de Baudelaire. En ninguno aparece explícita la
actitud del poeta, pero no será difícil detectarla en el trasfondo del poema. Si el
crepúsculo vespertino simboliza el final de un período, la conclusión de un ciclo, y
convoca en general un sentimiento de nostalgia; el crepúsculo matutino simbolizará el
punto opuesto del recorrido, el comienzo. Así ambos poemas plantean en primer lugar
una situación inicial: la ciudad y el puerto no están para el poeta a punto de extinguirse,

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sino en una naciente actualidad, rodeados de luz y claridad, visibles, aprehendibles. Por
ello también la sentimentalidad implicada en ambos espacios se halla en el polo opuesto
a la nostalgia: la exaltación de una realidad palpable, diáfana, actual, compartida,
aceptada e identificada con el propio ser del poeta. Tomás Morales escribe sobre su
ciudad y su puerto desde un simbólico crepúsculo matutino, lo hace con agudeza de
percepción y entusiasmo, lo describe porque lo ama, porque procede de su interior y
nombra, a su vez, sus vivencias íntimas.
Tal vez Tomás Morales sea el primer poeta español plenamente consciente de
desarrollar una poética urbana. Su lección conviene tanto a los olvidadizos historiadores
de los fenómenos literarios, como a los poetas actuales que reivindican el espacio
urbano como lugar transitable para la poesía.

4. El poeta DESDE la ciudad: el Ultraísmo


El ultraísmo, que tantas dificultades encontró para romper amarras con el modernismo
tardío, no hereda sin embargo su concepción de ciudad. La línea baudelairiana de la
Ciudad del Mal que había penetrado en la bohemia madrileña del fin de siglo, para dar la
razón quizá a los moralistas de todas las épocas que hallaban en las urbes modernas la
cuna de los mayores vicios, pervive tenuemente en los poetas más apegados a los modos
expresivos del movimiento precedente, como Rafael Lasso de la Vega o Luis Mosquera,
pero es abandonado por los ultraístas más decididos.
Tampoco destaca en Ultra una ciudad geográfica. El prestigioso eco de París cala,
evidentemente, en los autores ligados al modernismo, como el mismo Lasso de la Vega,
o en los más viajeros, como Rogelio Buendía, que publica en la revista Grecia la serie
«El París de mis gafas». Madrid, sede de casi todas las conspiraciones ultraístas, asoma
con timidez en alguna de las hiperbólicas proclamas —«Ultra es la casa de 90 pisos que
se alza sobre Madrid»—. Mayo timidez si cabe hay en los versos, cuyas referencias a
nombres propios madrileños son escasísimas, salvo en Rafael Cansinos Assens.
Cansinos, que se había educado literariamente en los círculos modernistas y a cuya
generación pertenece por edad, fue, como es sabido, el iniciador, el baluarte y el más
firme entusiasta del movimiento Ultra, convirtiéndose a su vez en verdadero motivo
ultraísta, por el elevado número de poemas que se dedican explícitamente —y no sólo en
el epígrafe— a su persona. Si bien su expresión poética no alcanzó nunca el ideal
imaginativo de la escritura nueva —pues permaneció apegado a los modos expresivos
modernistas—, fue sin embargo el único poeta del grupo que creó una mitología urbana

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moderna, centrada sobre todo en el Viaducto madrileño, símbolo de una exaltación


suicida que es vista como osadía y audacia:
El Viaducto, trémulo,
soñador de sueños que andan,
es la gran hamaca
para los hombres osados
Y al mismo tiempo es símbolo de fracaso y desencanto: «los suicidas frustrados /
desandan los viaductos». Reflexión que conviene metafóricamente también a la poesía
moderna. No en vano en su poema «El arte nuevo», construido con evidentes rasgos
autobiográficos, Cansinos, «el poeta de cuarenta años», afirma su convicción: «Ultra, este
será mi arte», que se resuelve en «el acto viaducto» contemplando su propia caída. Con
esta red simbólica que relaciona el viaducto, el suicidio (osadía y fracaso) y la poesía de
vanguardia, Cansinos proporciona un primer acercamiento a la concepción de la ciudad
en la poética ultraísta; aunque no sea esta la que va a dominar en su conjunto.
En su acepción más amplia, el término «ciudad» puede leerse como sinónimo de
civilización moderna, y en este sentido, el ultraísmo en virtud del parentesco que mantiene
con el futurismo italiano, es rico en cánticos a los elementos emblemáticos de esa
modernidad: automóviles («vamos en un automóvil empujando las nubes», escribe José
Rivas), aeroplanos («las alas de los aviones vendrán chamuscadas por el sol», cifra
Eugenio Montes); en suma, «la belleza de la velocidad» que había postulado Marinetti.
Los ultraístas a veces prefieren contar otros emblemas modernos, tal vez menos veloces,
pero más acordes con la realidad de la España de inicios del siglo XX, como son los trenes
y los tranvías. Al tranvía le dedican poemas Xavier Bóveda y Francisco Vighi, y no es
raro verlo cómo «tritura los nervios de la calle» entre los versos. También el ferrocarril
atraviesa los poemas Ultra («el silbato de un tren prófugo / lejanamente / me dice adiós»,
según Juan Larrea), y otras veces es materia de imágenes felices («mi cabellera corre
como el tren», afirma Gerardo Diego). Pero no todo es movimiento en la poética del
ultraísmo, casi tan frecuente como automóviles, aviones, tranvías y trenes juntos,
aparecen en los poemas los árboles, las flores y hasta los pajarillos. Así empieza un poema
ultraísta de Larrea:
En las antenas
se abaten las bandadas mensajeras
y oigo el pío pío de los pájaros tristes
en la infinita noche de los auriculares

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Al margen de estos emblemas de la civilización incipiente es difícil identificar una


mitología urbana específica, reconocible y propia; salvo el caso mencionado de Cansinos
Assens. Otros elementos urbanos del ultraísmo proceden del modernismo (el music-hall
o la vida de Café), aunque su nueva formulación formal, menos estricta, ha favorecido
algún poema de mérito, como el «Tertulia» de Vighi.
La auténtica ciudad Ultra se encuentra dispersa en imágenes, o con mayor exactitud, es
ella misma una imagen. A veces aparece con una aceptación realista —«y la ciudad
brumosa de enormes chimeneas, / donde tiembla el burgués y el bolchevista ruge» (José
María Romero)—. Aunque el uso del término genérico potencia una leve abstracción,
más visible en el uso de la palabra en plural —«a la orilla del mar y en las ciudades / un
hombre vaga bajo la luna» (Lasso de la Vega)—. Más frecuente es su personificación,
que si en ocasiones es meramente contextual —«la ciudad, corridos los últimos visillos,
/ ha encendido sus luces» (José Rivas)—, en otras muestra tintes simbólicos —«la ciudad
/ ha visto morir al pájaro / que la encendía / detrás de la sombra de su ala» (Eliodoro
Puche)—, melodramáticos —«la ciudad lanza un suspiro» (Eugenio Montes)—, o que
incluso presienten el surrealismo —«la ciudad viaja sobre los ómnibus» (Rafael Cansinos
Assens).
La imagen osada, cercana al automatismo, es habitual en el urbanismo ultraísta: «ciudad
de hojas caducas / como mujer en rústica» (Larrea): o: «las ciudades caían de los árboles»
(Rivas). Tampoco le es ajena a la ciudad de Ultra sus proyecciones fantásticas. Así: «la
ciudad vertiginosa gira / en el centro de los planetas» (Cansinos). Pero tal vez la imágenes
más felices son aquellas en las que participa el yo distante y objetivo, propio de la
vanguardia: «ahora, en invierno, vestiré / el gran gabán de la ciudad» (Cansinos); o: «en
mi bolsillo / se me ha extraviado la ciudad» (Gerardo Diego).
Esta gradación es artificio de erudito, pues en los textos los diferentes tipos de imagen se
producen sin ese orden jerárquico, en simultaneidad, y aun en voluntario caos. Hay un
poema de Pedro Garfias que resume bien la poética urbana ultraísta:
CIUDAD
Los faroles levantan su voz trémula
al cielo despeinado
...............................Ciudad
Ciudad ardida como un sueño
El corazón del bar canta como un jilguero
Y húmedos de silencio

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...............................mis ojos
....................................saltan entre los vasos
La noche gime extraviada
Los «faroles» personificados —que recuerdan el «Madrigal de los faroles» que compuso
Gerardo Diego como claro ejemplo de esa simbiosis extraña entre tradición y modernidad
que le caracterizó, tanto a él como al movimiento Ultra; por ejemplo, Montes escribe:
«brotan amapolas de los faroles»—, la «ciudad» nombrada por su genérico, la
comparación de los «jilgueros» que testifican la pervivencia de un léxico poético
tradicional, la primera persona de «mis ojos» con aire de lirismo objetivo, y finalmente
«la noche», tiempo predilecto de los ultraístas, herencia tal vez de las ensoñaciones
bohemias del fin de siglo. Al emblemático poema de Garfias podrían sumarse algunos
textos más, igualmente representativos de la idealidad urbana de Ultra: «Carnaval» de
Gerardo Diego, «Conjunción abismo» de Lasso de la Vega, «Cosmopolitano» de Larrea...
Todos se caracterizan por la yuxtaposición de imágenes, por las ráfagas verbales
invertebradas que parecen querer proporcionar una idea disparatada, caótica, irracional y
heterogénea de las urbes modernas.
Esta percepción se remonta al origen mismo de la ciudad post-industrial y cosmopolita;
Henry James, por poner un ejemplo clásico, ya había apuntado que «uno no tiene la
posibilidad de hablar de Londres en conjunto por la sencilla razón de que no hay un
conjunto de Londres... Más bien se trata de una suma de muchos conjuntos». El Londres
de James es también cualquier gran ciudad. La noción de la heterogeneidad urbana, cuyas
raíces se pueden buscar incluso en la época medieval —el cronista Fernão Lopes ya
hablaba de Lisboa como una ciudad de «muitas e desvairadas gentes», ha cristalizado en
la definición clásica de ciudad: «un asentamiento relativamente grande, denso y
permanente de individuos socialmente heterogéneos», acuñada por el archicitado Louis
Wirth en su célebre artículo de 1938, «El urbanismo como forma de vida».
En suma, esta heterogeneidad intrínseca a la ciudad parece el blanco de una poética
ultraísta, aunque, a diferencia de la formulación sociológica, se refiere sobre todo a la
inasible heterogeneidad de los objetos, entre los que el poeta, desde la ciudad y
desposeído de la personalidad subjetiva romántica, se muestra como un objeto más.

5. El poeta CONTRA la ciudad: La Generación del 27


1
La actitud intelectual y artística «contra la ciudad», en la acepción moderna de este

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término, que para ser más precisos deberíamos nombrar como metrópolis o incluso
megápolis, nace como corriente de pensamiento en paralelo a la creación y desarrollo de
la gran ciudad en Estados Unidos, tal como han mostrado Morton y Lucía White en su
importante estudio sobre El intelectual contra la ciudad (1962).
Desde el siglo XVIII se verifica, a través de los escritos de Benjamin Franklin (1706-
1790) y Thomas Jefferson (1743-1826), que allí donde el crecimiento urbano empieza a
desbordar los límites de la pequeña comunidad unida es percibido, de una forma
meramente intuitiva pero con agria rotundidad, como el lugar donde se acumulan todos
los males y todos los pecados: «la vida de ciudad —dice Jefferson en una carta de 1823
citada por los White— ofrece más medios para malgastar el tiempo y también con más
frecuencia, y ofrece asimismo los objetos de vicio y vileza más repugnantes. Nueva York,
por ejemplo, al igual que Londres, parece ser un albañal de todas las depravaciones de la
naturaleza humana».
Esta primera actitud de enfrentamiento a la ciudad, hija del puritanismo, recuerda
inmediatamente que el Génesis atribuye a Caín la construcción de la primera ciudad, que
compartió nombre con el de su descendencia: «Conoció Caín a su mujer, que concibió y
parió a Enoc. Púsose aquél a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo»
(Génesis 4,17). Caín era un labrador desterrado, y esta figura —antes que una encarnación
del mal— cumple otro papel más decisivo en la historia de las ciudades: él fue el primer
emigrante que tuvo que abandonar la labranza porque —dice el Génesis (4, 3)— «la
ofrenda a Yavé de los frutos de la tierra» no fue del agrado de éste, es decir, en traducción
del mito a la ciencia económica, la labranza sumió en la pobreza a Caín. Creo que esta
figura del desarraigado como hecho fundador de la ciudad sigue siendo válida a finales
del segundo milenio, y para ello baste pensar en los movimientos migratorios que
actualmente se producen en el Tercer Mundo y la superpoblación de sus ciudades. Un
problema, por cierto, que pocas veces se enuncia.
Regresemos a la concepción de la ciudad como el hábitat del pecado y no alarguemos
más la digresión, peligro éste constante que amenaza no sólo a quien habla de las
ciudades. En carta a su familia del 21 de octubre del 29 Federico García Lorca reconoce
«El otro día tuve al fin mi primera pérdida en la ciudad... Hasta que no pasa esto, no se
entera uno de dónde está, de la inmensidad de calles y la agrupación de millones de
gentes» (Los subrayados, tan significativos, son de Lorca). Igual ocurre con el discurso
de la ciudad, hasta que uno no se pierde en él no se entera de su complejidad y de sus
posibilidades.

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Este primer ataque a la ciudad norteamericana por los intelectuales del XVIII, intuitivo y
plagado de acritud puritana, no resulta tan distante de nuestro contexto como parecen
apuntar los datos concretos. Aquellos nostálgicos de sus pequeñas comunidades unidas
por la religión experimentaron en la gran ciudad un sentimiento de contrariedad que tal
vez sea posible ver reproducido en ámbitos históricos y sociales que nada comparten con
el de partida. En su célebre «El silbo de afirmación en la aldea», Miguel Hernández realiza
uno de los ataques poéticos más feroces que se han realizado contra la ciudad
contemporánea. En este extenso poema, verdadero catálogo de agravios contra la ciudad,
hasta en cuatro ocasiones utiliza argumentos paralelos a los leídos antes en la carta de
Jefferson. En los versos 34-38 se lee:
Topado por mil senos, embestido
por más de mil peligros, tentaciones,
mecánicas jaurías,
me seguían lujurias y claxones,
deseos y tranvías.
Un poco más adelante, en los versos 49-52, se sigue leyendo, ahora ya con términos
menos ambiguos:
Los vicios desdentados, las ancianas
echándose en las camas rosicleres,
infamia de las canas,
y aun buscando sin tuétano placeres.
Los versos 64 y 65 se apoyan en una palabra consustancial a la vida urbana,
«velocidad», para darle un contenido semejante al de la carta de Jefferson, enunciado
ahora con una rotundidad que anula los matices:
Y miro, y sólo veo
velocidad de vicio y de locura.
Y aún se puede leer un verso más, el 114, donde se insiste en la misma idea: «y es
pormayor la vida como el vicio».
Morton y Lucía White señalan en su estudio el miedo como «la reacción más
generalizada» de los intelectuales americanos frente a la ciudad. Miguel Hernández lo
afirma con clarividencia:
No quiero más ciudad, que me reduce
Su visión, y su mundo me da miedo.

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Reducción de la visión y miedo son, por lo tanto, dos primeras consecuencias de una
concepción pecaminosa de la ciudad.
Sin olvidar el punto de partida, la ciudad como «un albañal de todas las depravaciones
de la naturaleza humana», cabría leer ahora tres versillos de Jorge Guillén dispuestos a
quitarle al asunto todo el hierro candente que le habían echado Jefferson y Miguel
Hernández. Dicen así:
De noche en la calle espera.
Por dinero da retórica
sexual: mujer de cualquiera.
(«Tréboles», Clamor)
Convertir la depravación y el vicio en mera retórica me parece un acierto de la ironía
puramente urbana. Hay otro texto de Clamor, el poema en prosa titulado «Esquina»,
donde se describe una espera parecida. Pasa un transeúnte. «Hubo diálogo más de ojos
que de bocas». Punto y guión. Aparece el primer «No». Luego con una finísima gracia
políglota el transeúnte va dándole vueltas a su negativa: «No, pecado, no. ¿Infierno?
Gracias, no lo uso». Entonces, ¿cuál es la razón de una negativa ante algo que sin embargo
acumula tanta antigüedad y prestigio, desde las geishas hasta las cortesanas del
renacimiento? Escribe Guillén: «A pesar de todo, esclavas siempre. Y el humillado yo
también. Necesito tu libertad, tu gusto sin pecado».
Creo que estas frases, que ya no necesitan exégesis, cierran para siempre el primero de
los argumentos que históricamente la metrópoli ha tenido en contra. Porque las verdaderas
causas de muchas cuestiones morales no apuntan a la ciudad tal como se había denunciado
desde el ideal de la pequeña comunidad unida. Y de paso, gracias a la lucidez poética de
Guillén, se descubre una valiosa pista en la construcción del discurso sobre la gran ciudad:
cuando éste se asienta sobre concepciones apriorísticas —una visión religiosa, por
ejemplo—, la distorsión de la mirada crea monstruos (la depravación, el vicio, la locura...)
y produce irremediablemente miedo.
Los verdaderos ataques contra la ciudad moderna habrá que buscarlos, por lo tanto, en
argumentos más sutiles, trazados con menor evidencia.
2
Miedo y desconfianza ante el crecimiento urbano consolidan pronto dos posturas contra
la ciudad. Por una parte, aparece una actitud radical con tintes irracionales en contra de
la urbe y de la sociedad que la habita y en favor de la naturaleza salvaje de los bosques y
de los prados en los que aún no existan vestigios humanos. Éste es el caso de Henry David

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Thoreau (1817-1862), quien sólo se sentía a gusto en la ciudad sentado en la sala de espera
de la estación central ante la esperanza de abandonarla. Thoreau vivió «constantemente...
alejándose de la ciudad más y más y retirándose a la espesura». Así lo describió el día de
su funeral, en 1862, su amigo Ralph Waldo Emerson (1803-1882), que es precisamente
quien consolida la otra actitud en contra de la ciudad: el discurso racional y reflexivo,
inserto incluso en una teoría del conocimiento.
La teoría del conocimiento de Emerson se elabora condicionada —y ahora sigo la
descripción de Morton y Lucía White— por «su desagrado ante la ciudad. Emerson
distinguía nítidamente entre entendimiento y razón. El entendimiento se detiene en el
presente, en lo práctico, en lo corriente; en tanto que la razón, que para él era la facultad
más elevada del alma, se limita a percibir, es visión. La razón es la facultad elevada del
filósofo y el poeta [....] y es ejercida típicamente en el campo, en tanto que el
entendimiento es una facultad urbana» (págs. 32-33). Y ahora ya copio las reflexiones de
Emerson citadas por los White: «La ciudad deleita al entendimiento. Está constituida por
finitos, por líneas cortas, nítidas y matemáticas, todas ellas calculables. Está llena de
variaciones, de sucesiones y de artificios. En cambio, el campo ofrece un horizonte
ininterrumpido, la monotonía de un camino interminable, de vastas llanuras uniformes y
de montañas distantes, la melancolía de una vegetación continua e infinita; los objetos
que hay en el camino son pocos y sin interés, constantemente la vista es invitada a
volverse hacia el horizonte y las nubes. Es la escuela de la razón».
Unamuno escribió en 1899 un poema titulado «Al campo» donde afirma compartir la
misma pedagogía:
Aprenderás en su callada escuela
sencillos goces de artificio exentos (Versos 29-30)
El poema empieza con una proposición que hubiera sido muy del gusto de Emerson:
Al campo libre a renovar tu savia
corre cuanto antes, agotado enfermo,
dejando el artificio que te roe, (Versos 1-3)
e incluso algún verso habría entusiasmado a Jefferson:
Que esos ardores de ciudad te temple
y resucite tu vital esfuerzo. (Versos 39-40)
Esta confrontación entre entendimiento urbano y razón natural ha condicionado el
discurso sobre la ciudad desde el romanticismo, —ya sea intuitiva, poética o
racionalmente—. Y no sólo la oposición ha proporcionado argumentos al pensamiento

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visionario, que lógicamente desprecia el pragmatismo urbano; sobre todo ha favorecido


el hecho de que la reivindicación de la ciudad se haya realizado desde estas mismas
premisas, cambiando sólo los signos de valor: el énfasis en lo pragmático (aviones,
coches, velocidad...), lo múltiple o fragmentario y lo artificial. Ésta fue la actitud que
mostraron, por ejemplo, las vanguardias históricas de raíz futurista frente a otras
intuiciones de vanguardia, en su momento marginales, que dieron un contenido más
profundo a la multiplicación inaudita de diálogos que significa la irrupción de la gran
ciudad en las aguas sosegadas de la cultura, como es el caso de Fernando Pessoa.
El enfrentamiento entre conocimiento pragmático y conocimiento visionario planteado
por Emerson contiene en su seno otras antagonías. Una de ellas es la que establece entre
lo urbano finito y el infinito natural. Ahora bien, esta infinitud del espacio campestre
prende en un elemento concreto: «un camino interminable». En la visión de lo natural de
Emerson el camino, es decir, la percepción hodológica, se impone como un elemento
central de esa escuela donde se aprehende la razón. Y si el campo y la razón se perciben
en el curso del camino, la ciudad y el entendimiento poseen para Emerson sólo cualidades
estáticas: lo corto, lo nítido, lo matemático, es decir, aquello que puede ser calculado y
por lo tanto que tiende a la fijación e incluso a la inmovilidad que necesita cualquier
realidad para ser percibida por el entendimiento práctico. Así pues, la contraposición de
Emerson entre campo y ciudad, podría ser formulada de nuevo en los siguientes términos:
el campo se percibe a través del camino y la ciudad se percibe en su fijación y estatismo.
La primera percepción cuenta con obras poéticas notables, y sólo por mencionar algún
nombre emblemático se puede señalar el punto de partida hodológico que estructura los
mejores poemas de visión paisajística de Rosalía de Castro o de Antonio Machado. Hay
un poema de Dámaso Alonso, escrito en la época de los Poemas Puros que muestra
perfectamente este sentido hodológico del conocimiento:
Mañana lenta,
cielo azul,
.................campo verde,
......................................tierra vinariega.
Y tú, mañana, que me llevas.
Carreta
demasiado lenta...
En este poema, como en tantos de Rosalía o de Machado, el camino asume no sólo la
función de conocer, sino también se convierte, con los versos que siguen, en un símbolo

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existencial decisivo.
La segunda percepción parece, en principio, más extraña a la poesía. Sin embargo no es
necesario, para encontrarla, abandonar la lectura de Dámaso Alonso. En su primer libro,
impreso en 1921, aparece una sección —también nombrada en el título— denominada:
«Poemillas de la ciudad». En el primero, «El propósito», se descubre con timidez el
movimiento urbano, pero el sujeto ya no se encuentra incorporado a él como aquel
joven de la mañana lenta, sino observándolo desde un punto fijo y distante:
De la ventana abierta se veían
lejos
sedas cambiantes, aguas de la noche.
En el segundo texto, «Calle del arrabal», el sujeto ya no busca sus referencias urbanas
fuera, sino dentro, interiorizadas:
Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
pretendo recordarla.
La mención es significativa porque el resto del poema está compuesto por una mera
descripción de una escena urbana sin otra intervención explícita del sujeto; y cuando un
leve movimiento anima la escena («Por el arroyo pasa / un viejo cojitranco») el yo se
encuentra fuera de la misma, evocándola.
El tercer poema, «Los contadores de estrellas», recupera el sujeto que observa a
distancia (en este caso sentimental) la ciudad, y añade un rasgo valorativo revelador:
Miro
esta ciudad
-una ciudad cualquiera-
donde ha veinte años vivo.
Todo está igual.
Este Todo está igual delata una percepción de la ciudad que, más que finita, parece ya
agotada.
El séptimo poema se inicia sin preámbulo inmovilizando un movimiento urbano
concreto, el de la salida de un espectáculo, mediante una imagen poética: «Racimo de
burgueses». Y en el verso siguiente un plural genérico y la ausencia de un artículo crean
una ambigüedad semántica de deliciosa ironía que contribuye a la percepción de la
realidad como inerme: «Salidas de teatro».

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El poema decimoprimero, «Tarde», que lamenta los domingos sin amor («Quiere / el
alma compañía»), concluye con tres versos donde se suma a aquel observador distante
desde la ventana un nuevo observador distante, aunque ahora lo sea de las ventanas
ajenas (metáfora de la compañía no alcanzada por él) en una imagen que no despierta
dudas sobre su concepción de la ciudad como una magnitud calculable, no sé si en el
sentido que había vaticinado Emerson, aunque sí en un brillante cálculo poético de la
soledad:
Heme
aquí, en esta tarde de domingo,
contando las ventanas que se encienden.
El poema duodécimo, «Crepúsculo», repite en su texto una imagen que subraya la
concepción inmóvil de la ciudad, pese a la amenaza de «la noche, monstruo negro»:
Y la ciudad no sabe. La ciudad
extática
se mira en una estrella prematura:y el poema acaba:
Y la ciudad no sabe.
-¡Ay, la ciudad
extática!-
Y están abiertas ya las fauces negras
que habrán de devorarla.
Y todavía se pueden citar tres versos más de un decimotercer poema, «Música callejera»
que cerraba esta parte en la primera edición, aunque fue omitido en ediciones
posteriores:
Sombra vïoleta,
café de la esquina,
dormida ciudad.
Este análisis de los poemillas juveniles y urbanos de Dámaso Alonso señala una
percepción de la ciudad como una entidad distante (física y sentimentalmente),
inamovible, estática (o extática), compuesta de imágenes fragmentarias cuyo
movimiento o bien tiende a ser concebido como inerme, o bien no implica al sujeto.
No sé si Emerson y su teoría antiurbana del conocimiento explican estos «Poemillas de
la ciudad», escritos con una ingenuidad que parece no plantear una postura en contra de
la ciudad; postura que sin embargo existe previa a ellos. En uno de sus primeros

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poemas, «Madrid. Calles de tradición», fechado en 1918, se exaltan las calles antiguas y
solitarias frente a la amenaza de la gran ciudad:
Sin que la calma de estas calles turbe,
a lo lejos difúndese y palpita
un extraño rumor, rugir de urbe,
de estulta población cosmopolita,
Y la misma idea persiste en el intelectual maduro, que en 1949 escribe: «Pero la verdad
es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan orgullosos como estúpidos—, nos
entusiasmamos con la burda hojalatería de un automóvil americano, y hemos olvidado
la belleza y la sabiduría (madurada en tantísimas eras) de esta nutricial y verdadera
raigambre» [se refiere Dámaso Alonso al exacto significado de ciertas palabras
vinculadas a la tradición].
Y si el ataque filosófico de Emerson contra las ciudades no se encontrara detrás de estos
poemas, siquiera intuitivamente, sí se puede recurrir a él para analizar algunos versos
emblemáticos de la poesía madura de Dámaso Alonso. El poema «Insomnio» se inicia
con una definición de Madrid establecida como un cálculo —más de un millón— en el
que la realidad de la ciudad queda reducida al método de establecer dicho cómputo —
(según las últimas estadísticas)—. Y la selección léxica del poema contribuye a
potenciar una concepción anti-hodológica de la existencia: me revuelvo, me incorporo,
nicho, me pudro, paso largas horas, se pudren... La conciencia de finitud por la que
clama el poema encuentra su contexto ideal en la ciudad finita y reducida a cálculo que
coincide con la que había descrito Emerson.
De todas formas, la imposibilidad hodológica de la ciudad, es decir, la negación a
concebir la ciudad como camino aparece hondamente enraizado en la poesía de Dámaso
Alonso. «Mujer con alcuza» empieza planteando esta posibilidad: «¿Adónde va esa
mujer, / arrastrándose por la acera...» Pero inmediata y bruscamente la imaginación
hodológica urbana se interrumpe y se traslada a una simbología existencial trabada con
elementos del campo:
Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes...

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Esta reducción del ámbito significativo de la ciudad, producida una vez más en el seno
de la poética de Dámaso Alonso, muestra la clara imposibilidad que la ciudad tiene en
ella para proponer metáforas existenciales, seguramente por su incapacidad para
encarnarse como camino. La ausencia de esta visión hodológica de la urbe —presente en
la poesía moderna desde que Baudelaire la introdujera en su concepto de flâneur— sitúa
a Dámaso Alonso en una actitud poética en contra de la ciudad (concebida como estática
y reducida a cálculo), aun cuando la ingenuidad aparente de algunos poemillas la tiña de
ternura y de simpatía.
3
Según el análisis de Morton y Lucía White, «Emerson reconocía que las ciudades ejercen
una suerte de atracción magnética sobre los hombres de genio, y que es probable que sólo
la ciudad ofrezca ciertas instituciones educativas, como escuelas de natación (sic), teatros
de ópera, museos, bibliotecas y círculos sociales, así como oradores y viajeros
extranjeros». Esta virtud de las ciudades frente a la vida alejada de ellas está implícita
incluso en su origen mítico. Entre las razones por las que fue necesario construir ciudades,
el humanista del siglo XIV Francesch Eiximenis afirma en el Dotzé del Crestià que la
primera fue, obviamente, por honor y gloria de Dios; pero ya la segunda razón o «La
segona raó per que los passats edificaren les ciutats es... per esquivar ignorancia e per
saber çó que es profitós e necessari al hom en cors e en anima...». Y hasta cabría recordar
lo que le dijo Sócrates a Fedro en un célebre diálogo platónico: «Soy amante de aprender.
Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, y sí los hombres de la ciudad».
La observación de Emerson, de raigambre tan antigua, crea una asimetría entre
pensamiento (sea poético o filosófico) y biografía; asimetría que resulta sencillo ilustrar
en muchos poetas y filósofos cuyos escritos personales nos han llegado, con la excepción
de Thoreau, claro. Incluso Miguel Hernández ha dejado en sus cartas impresiones gratas
de la ciudad, opiniones que desechó a la hora de escribir su radical y nada matizado «Silbo
de afirmación en la aldea».
Parecida asimetría es posible rastrearla también entre la obra y el Epistolario completo
(1997) de Federico García Lorca. En sus cartas se repiten elogios a la vida intelectual que
lleva en Madrid, y aún a la ciudad, pese al «bullicio insoportable y [a]... estas calles
amplias llenas de desocupados y de hambrientos». Pero más claro que los continuos
elogios a la ciudad mayor, anotaré sólo dos ejemplos de la comparación entre la vida
intelectual de Madrid y la de su literariamente amadísima Granada. En 1920 le escribe a
su madre, rogándole que interceda ante el padre y le convenza para que siga sosteniendo

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económicamente su estancia madrileña: «Ir a Granada —escribe Lorca— para estar en el


café Alameda y oír (porque esto tú sabrás y te lo supondrás) multitud de majaderías es
cosa inaguantable dada la vida seria y buena y provechosa que hago aquí». Seis años más
tarde, desde su ciudad, exclama contundente: «Ya estoy un poco fastidiado en Granada.
Quiero marcharme de aquí». Las citas que corroboran la apreciación de Emerson podrían
multiplicarse. También las cartas desde Nueva York presentan la ciudad como algo
«inmenso, pero [...] hecho para el hombre, la proporción humana se ajusta a las cosas que
de lejos parecen gigantescas o descabelladas», o —dice en otro lugar— «que [Nueva
York] es una ciudad de alegría insospechada» en la cual, desde luego, Lorca encuentra
infinidad de motivos que atraen su atención de hombre de genio y que reseña en sus cartas,
aunque sus poemas no recojan esa experiencia.
Todos los ejemplos anotados corroboran una asimetría de carácter difuso entre biografía
y obra poética en la percepción de la ciudad. Para observar más de cerca este fenómeno
voy a situarme en la primera obra de Lorca, publicada en 1918, el libro de prosas
Impresiones y paisajes.
Se pueden definir las impresiones del título, para comprender lo que éste pretende, como
descripciones con valoración subjetiva; descripciones de paisajes que a su vez son
susceptibles de ser ordenados en tres apartados jerárquicos: paisajes monumentales,
naturales y humanos. Los paisajes urbanos, los que interesan en esta reflexión, se incluyen
en un subapartado de los primeros, es decir, lo urbano para el joven poeta carece de interés
por sí mismo y es percibido en Impresiones y paisajes como un aspecto de los espacios
monumentales.
Cuando se describen, estos paisajes urbanos aparecen caracterizados del siguiente modo:
(a) en primer término son comprendidos siempre como emblemas del pasado, de un
pasado que se admira y se añora, (b) en segundo lugar se subraya su carácter solitario y
silencioso, por el que no transita nadie pese a ser lugares de paso de gentes (calles, plazas,
puentes...), (c) y en última instancia, se repudia cualquier posibilidad de evolución, así
como cualquier motivo que vincule el espacio con hechos del tiempo presente.
Si ahora, una vez determinados tres rasgos característicos concretos, se comparan los
textos de Impresiones y paisajes con las cartas escritas por Lorca durante los viajes que
inspiraron el libro, se obtiene el siguiente resultado:
a) El paisaje urbano concebido como emblema del pasado aparece tanto en las cartas («la
ciudad [Ávila] es una joya del arte. Es como si la Edad Media se hubiera levantado del
suelo: palacios señoriales, las murallas...» etc.) como en el libro («En algunas obscuras

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plazuelas revive el espíritu antiquísimo, y al penetrar en ellas se siente uno bañado en el


siglo XV»)
b) Esta simetría se desequilibra ante la segunda característica. Los adjetivos silencioso y
solitario son los más usados por Lorca para describir calles («se diría que por las calles
tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que lloraran cuando la noche media»), para
describir plazas («Plaza amplia y desierta...»), para describir lugares («una cruz de
estructura bizantina, admirable y solitaria...») y para describir ciudades («La ciudad está
callada»). En el epistolario del viaje, sin embargo, no sólo no se encuentran referencias a
esta soledad y este silencio que rodea los paisajes urbanos de aire medieval, sino que, por
el contrario, Lorca habla a su familia de las personas que conoce («aquí la gente nos
atiende una enormidad» dice en Ávila, y más adelante describe a los campesinos que
acuden a las fiestas patronales y concluye: «aquí hay muchos de ellos y hemos hablado
con muchos»). En la prosa literaria, sin embargo, el poeta avanza sólo «por calles llenas
de quietud y oro de crepúsculo».
El carácter de estas calles castellanas y andaluzas solitarias, cruzadas sólo por sombras
espectrales, se aparta por lo tanto de la percepción directa e inmediata de la realidad
urbana de las ciudades visitadas. Es posible preguntarse, ahora, por el origen de esta
impresión, y no resulta complicado encontrarlo. Detrás aparece el tópico simbolista de
«la ciudad muerta», convertido en una moda literaria —como la califica Hans
Hinterhauser en Fin de siglo, figuras y mitos (1980)— desatada tras el éxito en la época
de la novela Brujas muerta del belga Georges Rodenbach, escritor en lengua francesa
pero de espíritu flamenco. En España hubo «ciudades muertas» de gran prestigio como
Toledo; pero sobre todo existió en el 98 un gusto especial por este tropo literario del
simbolismo, presente en Azorín, en Baroja, en Unamuno y en Antonio Machado. El joven
Lorca, heredero en su primer libro de la percepción finisecular del paisaje
(noventayochista y modernista), puede sumarse a este nutrido recuento en la literatura
española del tópico simbolista de la ciudad muerta.
Uno de los principios fundamentales del paisajismo en la época moderna es la necesaria
relación que se establece en una descripción entre la veracidad del lugar y el método de
observación cuidadosamente establecido. En este caso Impresiones y paisajes es el fruto
de una simbiosis entre una realidad percibida cuya veracidad ha sido transformada
artísticamente por un método de observación heredado de la época inmediatamente
anterior, el tropo de la ciudad muerta. La asimetría entre obra y escritos íntimos se debe,
por lo tanto, a esta razón.

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c) Aún nos queda un tercer aspecto por comparar. En Impresiones y paisajes, el repudio
de lo moderno y del presente son radicales, en coherencia siempre con el tropo elegido:
«¡Ciudades arruinadas por el progreso y mutiladas por la civilización actual!» Sin
embargo, de una de estas ciudades castellanas dice Lorca en carta a su familia: «Burgos
es maravilloso, tanto en lo antiguo, que es de lo mejor de España, como en lo moderno».
Esta asimetría entre lo percibido en la realidad y lo reflejado en la obra literaria es la
expresión de otra asimetría más profunda de la que Lorca es consciente desde muy pronto:
los compartimentos estancos que habitan el arte —por una parte— y la civilización
moderna —por otra—. En carta a Adriano del Valle de 1918, a propósito de la aparición
de su primer libro, Lorca reflexiona con lucidez sobre este aspecto: «Yo soy un gran
romántico y este es mi mayor orgullo. En un siglo de zepelines y de muertes estúpidas,
yo sollozo ante mi piano soñando en la bruma...». Es decir, el arte y la poesía viven de
espaldas a la civilización del presente. Resulta curioso que esto se afirme en 1918, año en
que las vanguardias de estirpe futurista empiezan a llegar a Madrid. La ciudad moderna
es, para este primer Lorca, un subgénero de una civilización que desprecia, pero a la que,
de momento, se enfrenta de una manera oblicua, es decir, destacando sólo cuanto en ella
existe de pasado y antigüedad. Es otra forma de estar en contra de la ciudad, en una
oposición que no es ya la de campo-ciudad, sino, ciudad del pasado (ciudad muerta)-
ciudad del presente (civilización moderna); confrontación que también aparece en el
primerísimo Dámaso Alonso, pues este mismo tema es el que se desarrolla —en las
mismas fechas— en su poema juvenil «Madrid. Calles de tradición»: versos que exaltan
las callejas viejas, tristes y solitarias frente al «rugir de urbe» y su «estulta población
cosmopolita»; argumento contra la ciudad que el primer 27 hereda de las corrientes
estéticas del fin de siglo.
4
Nueva York ha sido desde el principio el objetivo favorito de los detractores de las
ciudades. La literatura y el pensamiento norteamericanos acumulan reproches, antipatías,
ataques y soflamas en contra de esta ciudad. Y también algún elogio. Nueva York ha
pasado a formar parte de tradiciones literarias que nada tienen que ver con su territorio.
Desde el Diario del poeta reciencasado de Juan Ramón o desde Poeta en Nueva York,
hasta los más recientes Nova York de Blai Bonet, Ciudad del hombre: New York de José
María Fonollosa o el Cuaderno de Nueva York de José Hierro, la gran ciudad
norteamericana forma parte ya de los asuntos y temas centrales de la literatura
contemporánea en España.

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Federico García Lorca incorpora a Poeta en Nueva York muchos de los juicios contra la
ciudad que le preceden y los recrea en versos pletóricos de fuerza poética. Sin embargo,
Nueva York sólo posee relieve de tema principal en dos o tres poemas del libro («La
aurora», «Nueva York (Oficina y denuncia)» y tal vez «Paisaje de la multitud que
vomita»), en los otros textos la gran ciudad, cuando aparece, se limita a acompasar una
angustia y un dolor cuyas raíces exceden la limitada magnitud de los rascacielos:
«¡Asesinado por el cielo!» clama un verso desde el primer poema. Poema cuyo título,
«Vuelta de paseo», busca introducir el sentido hodológico en el libro ya desde el inicio.
Aunque aquí Lorca realiza una pequeña trampa literaria, o por explicarlo con palabras de
María Clementa Millán, editora del texto, se delata «la diferencia existente entre [... la]
'estructura externa' [títulos] y [la] 'configuración interna' del poemario». El camino que el
poema establece con sus identificaciones (árbol, niño, animalitos, agua, mariposa) no es
obviamente urbano como supondría el título de la sección, «Poemas de la soledad en
Columbia University», ('estructura externa') sino campestre ('configuración interna'), en
coherencia con el lugar donde fue escrito: las montañas de Castkills.
Se ha afirmado en estas páginas que en Poeta en Nueva York es posible hallar vestigios
de los discursos contra la ciudad que le preceden. De hecho cuanto se ha anotado en ellas
debería de servir como comentario y glosa a algunos versos del libro.
Una vez recordado cómo el crecimiento urbano fue percibido y aun definido por sus
expresiones más extremas («un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza
humana» decía Jefferson), y cómo Guillén sometía este criterio a una nueva visión laica
que señalaba otros responsables antes que la gran ciudad, se comprueba que Lorca
comparte esta última opinión, y añade incluso un nuevo matiz decisivo: el deseo de
amparar el sufrimiento latente que provocan esas situaciones de esquina. En la «Oda a
Walt Whitman» se lee:
Por eso no levanto mi voz (...)
(...)
contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
Versos en los que, ausente la noción del pecado, aflora el sentimiento solidario ante los
que sufren la verdadera soledad, que no es sólo la de quienes poseen una manera de amar
diferente, sino la de quienes se encuentran solos y despreciados en esa soledad.
En esta suma de ecos de los discursos de la ciudad, es posible descubrir rastros de aquel
tropo simbólico que tanto cultivó Lorca en su juventud, el de las ciudades muertas. Un

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verso de «Luna y panorama de los insectos» lo evoca claramente: «por las calles
deshabitadas de la Edad Media que bajan al río».
Con Emerson comparte el rechazo de la ciudad pragmática del cálculo y de la medida. El
poema «La aurora» es un desabrido ataque a la desnaturalizada Nueva York:
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
«Nueva York (Oficina y denuncia)» concentra todos los argumentos en contra de la urbe
matemática: multiplicaciones, divisiones, sumas... operaciones crematísticas bajo las
cuales «hay una gota de sangre». En este poema Lorca enuncia con un gran acierto un
tema capital de la vida en las grandes ciudades, la imposición de una economía monetaria:
Todos los días se matan en Nueva York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
En su fundamental ensayo sobre «las grandes urbes y la vida del espíritu», Georg Simmel
estudia las consecuencias de la economía monetaria impuesta por las sociedades
complejas. Esta economía monetaria, objetiva e indiferente al individuo, crea un espíritu
calculador que, afirma Simmel, «favorece la exclusión de aquellos rasgos esenciales e
impulsos irracionales, instintivos, soberanos, que quieren determinar desde sí la forma
vital, en lugar de recibirla como una forma general, esquemáticamente precisada desde
fuera». Subrayo en el texto las palabras exclusión e impulsos soberanos. Creo que esta
observación sociológica se encuentra en el centro del discurso antiurbano de Lorca, quien,
por cierto, lo dice con una belleza que estremece:
debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Estos temas —el mal, el progreso ciego, el cálculo— no agotan el pensamiento contra la
ciudad en la literatura y la filosofía norteamericanas ni tampoco en Poeta en Nueva York.
Hablando de multitudes, de la angustia, de amenazas e injusticias... se podría seguir
estableciendo paralelismos entre ideas y versos, no sé si en el aire de la imaginación o

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sobre la tierra firme de los textos. Pero para cerrar estas divagaciones me gustaría anotar
una frase de un célebre narrador norteamericano del siglo XIX, Nathaniel Hawthorne,
quien afirmó: «Hay motivos para sospechar que un pueblo va hacia la decadencia y la
ruina en el momento mismo en que su vida se torna fascinante para la imaginación del
poeta o el ojo del pintor». ¿Cómo no darle la razón si se piensa en el Nueva York del 29
y en los ojos de Lorca embelesados en las multitudes? «Tropezando con mi rostro distinto
de cada día» dice un verso de «Vuelta de paseo»; un verso —por cierto— que deshace
aquella trampa con la que inicia el libro y desvela la autenticidad de su sentido hodológico
urbano: un rostro distinto cada día, el camino y la multitud no están fuera, como en el Poe
de «El hombre de la multitud» que la observa cínico desde «el café D., de Londres.», sino
que camino y multitud se encuentran dentro del poeta, y éste es uno de los rasgos poéticos
y también de percepción urbana más notables de Poeta en Nueva York.
Se me ocurre, sin embargo, que tal vez sí se pueda decir, parafraseando al novelista
norteamericano, que cuando la imaginación de un poeta o el ojo de un pintor se fijan en
la decadencia y en la ruina de una ciudad, ésta inmediatamente se redime, como esta
espléndida imagen nocturna de Nueva York redime la ciudad de cuantos males se le han
atribuido en estas páginas: «Enjambres de ventanas acribillan un muslo de la noche».

6. El poeta A PESAR DE la ciudad: Dámaso Alonso


En noviembre de 1968 Jorge Guillén saluda la aparición de un libro de su amigo Rafael
Alberti, desde la misma Roma que acoge el exilio de éste y asoma en el título celebrado,
con un soneto blanco, «Corridas de gentes». El primer cuarteto del poema —publicado
dos años más tarde en un homenaje universitario a otro amigo, Dámaso Alonso— ya da
el tono del poema:
Roma, París, quizás en todas partes...
Hemos, pues, asediados por los coches,
Los coches de presuntos asesinos
Que buscan su botín de transeúntes.
Tono que puede señalarse como emblemático de cierta opinión adversa a la vida de ciudad
que ha favorecido la impresión general del 27 como una generación antiurbana.
En un artículo de 1949, al comentar Dámaso Alonso algunos errores léxicos de Francisco
Villaespesa y del primer Antonio Machado, desliza una muy poco velada crítica a la
sensibilidad urbana: «Pero la verdad es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan
orgullosos como estúpidos—, nos entusiasmamos con la burda hojalatería de un

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automóvil americano, y hemos olvidado la belleza y la sabiduría (madurada en lentísimas


eras) de esta nutricia y verdadera raigambre».
Se podría continuar la suma de citas contrarias a la idea contemporánea de ciudad, aunque
quizá añadieran tan sólo una más granada casuística de ese gesto antiurbano del 27, que
suele interpretarse antes como una concepción que como un mero parecer.
Si bien es verdad que la ciudad no ha sido nunca uno de los temas determinantes del 27,
también lo es que resulta a priori incomprensible su esfuerzo de modernidad y vanguardia
sin una poética de la ciudad que trascienda esas opiniones desfavorables a la vida urbana
actual. Y en efecto, desde algunos poemas de Cántico hasta Roma, peligro para
caminantes, desde Poeta en Nueva York hasta Hijos de la ira, por citar únicamente los
títulos más evidentes, esa poética de la urbe completa, orgánica, existe latente en muchos
temas, desarrollos y modos expresivos del 27. Aquí se tratará de descubrir la imagen
urbana que dibujan los poemas de Dámaso Alonso.
2
El primer libro de Dámaso Alonso, Poemas puros. Poemillas de la ciudad (1921),
presenta, en su mismo enunciado, un cariz oximorónico: «poesía pura» frente a «poesía
de la ciudad», que la tradición baudelairiana se había empeñado en anegar con las
mayores impurezas temáticas y expresivas. La lectura de los textos, sin embargo, disuelve
pronto la paradoja, pues el carácter juanramoniano del conjunto, señalado ya ampliamente
por la crítica, matiza tanto su impureza como su presumible oscuridad urbana. Este
juanramonismo formal le aleja, precisamente, tanto de la turbia Ciudad del Mal de los
bohemios modernistas, o sus exaltaciones épicas a lo Eduardo Marquina —en Canciones
del momento, odas de la ciudad y horas trágicas (1910)— o más tarde a lo Tomás
Morales —en «Poema de la Ciudad Comercial»—, como de la más inmediata
yuxtaposición objetual e imaginativa de los ultraístas; en él cala, sin embargo, una
incipiente concepción urbana que, por encima de la tópica al uso, arraiga en su propia
experiencia lírica.
El primer concepto urbano que se identifica en Poemas puros. Poemillas de la ciudad es
justamente aquél donde deben echar raíces las razones de una poética que quiera asumir
la ciudad: la visión primigenia; o para decirlo con una acertada expresión de Henry James,
«el rincón feliz» («The jolly corner»): «[...] había cedido al deseo de volver a ver la casa
que tenía en el rincón feliz (como solía llamarlo cariñosamente) donde viera la luz por
primera vez, donde varios miembros de su familia vivieron y murieron, donde había
pasado las vacaciones de su infancia (el curso escolar siempre duraba demasiado) y

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recogido las pocas flores sociales de su adolescencia sin calor.


Si se prescinde de la anécdota que vertebra el relato, la definición de James parece
adecuada para formular el vínculo emocional que une a un individuo con un espacio
cualquiera en el planeta, y aun en el universo. Espacio emotivo que tiene, para Dámaso
Alonso, el nombre de un barrio de Madrid:
Desde Chanmartín de la Rosa, un mínimo ciudadano de la gran Vía Láctea,
abre su balcón y se asoma al Cosmos, y grita..
.Un texto de Poemillas de la ciudad, el titulado «Calle del arrabal», incluye en su primera
estrofa las razones líticas de un rincón feliz del cosmos:
Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
pretendo recordarla
Y a continuación lo describe mediante algunos trazos realista que no ocultan su vocación
connotativa:
A un lado, hay un calvero de solares;
enfrente, están las casas alineadas,
porque esperan que de un momento a otro
la Primavera pasará.
Las sábanas,
aún goteantes, penden de todas las ventanas.
El viento juega con el sol en ellas
y ellas ríen del juego y de la gracia.
Y hay las niñas bonitas
que se peinan al aire libre.
Cantan
los chicos de una escuela la lección.
Las once dan.
Por el arroyo pasa
un viejo cojitranco
que empuja su carrito de naranjas
La visión evoca una estampa urbana (el calvero, las casas, la ropa tendida, la escuela, las
niñas...) que presagia a su vez la llegada de la «Primavera». Es, pues, una visión situada
en un tiempo naciente, optimista, como de hecho corresponde al recuerdo del rincón feliz.

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La estampa urbana positiva, teñida por la pureza juanramoniana, se repite en otros


momentos del libro inicial; así el poema «El paseo» empieza con una delicada descripción
auroral:
¡Los bonitos
juegos de la luz d la calle!
Las palomas que vuelan,
las ventanas que se abren.

También el poema «País» concluye, en el mismo tono, provocando una asociación


simbólica, que el optimismo aconseja, con el sentimiento amoroso:
la ciudad, de tan lejos presentida,
donde estará mi blanca prometida
esperándome siempre a al ventana.
O incluso se insinúa una identidad, muy bella como imagen, entre amada y ciudad, que
apunta otra vía de acceso —a través de la experiencia amorosa— al rincón feliz: «Esta
avenida larga / se te parece».
3
El encanto primaveral y adolescente que se ha subrayado en «Calle del arrabal» contrasta
con el esfuerzo realizado por la crítica para emparentar el primer libro de Dámaso Alonso
con su obra posterior. Poemas puros. Poemillas de la ciudad no permanece ajeno al
angustioso desgarro que en el poeta produce «el conflicto entre una visión idealizada de
la vida y otra visión ásperamente realista, por decirlo con palabras de Andrew Debicki.
La luz naciente que había matizado con su optimismo el recuerdo de la visión primera de
la ciudad (avisada tal vez por la aspereza con que concluye la imagen: «Por el arroyo pasa
/ un viejo cojitranco...», se oscurece pronto; efímera luz que presagia la noche existencial
que va a amparar —más adecuado sería decir desamparar— los libros posteriores de
Dámaso Alonso.
La sección Poemillas de la ciudad se cierra con un texto intencionadamente titulado
«Crepúsculo»:
La noche, monstruo negro, tiene abiertas
sus tremebundas fauces, para
devorar la ciudad multitornátil
que aún de un último sol está dorada.

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Y la ciudad no sabe. La ciudad


extática
se mira en una estrella prematura.
Penden al aire las banderas áureas;
un polvoriento batallón retorna
tocando la charanga;
y en los bancos en flor de la glorieta
hay dúos y romanzas
sin palabras.
Y la ciudad no sabe
—¡Ay, la ciudad
extática!—
Y están abiertas ya las fauces negras
que habrán de devorarla.
Este poema adelanta, en efecto, la grisura y aun monstruosa negritud que impregnará su
obra de posguerra; pero está todavía tamizado por la luz diurna que alumbraba el conjunto
—la visión— inicial. La ciudad, «por el último sol dorada», contempla «extática» la
idílica estampa de la música («la charanga») y los besos («romanzas / sin palabras»),
ausente a su destino. Porque lo que va a ocurrir está expresado en un rotundo futuro, «las
fauces negras / que habrán de devorarla». «Crepúsculo» es el punto de inflexión entre la
adolescencia ingenua y la aspereza real, entre la ciudad como símbolo naciente y la ciudad
como evidencia de la angustia; en suma, entre la vida el fin mortal.
La clave metafórica de «Crepúsculo» es decisiva para definir un segundo concepto básico
en una poética urbana. La «noche», con su negra monstruosidad y sus fauces devoradoras,
y la «ciudad», con sus luces ponientes y su sosiego, son los dos polos metafóricos que
vertebran el poema. La primera, extraordinariamente fértil en la poesía de Dámaso
Alonso, puede ser interpretada como metáfora de la condición mortal. La segunda, objeto
de la acción devastadora de la muerte, ha de poseer, lógicamente, un valor metafórico de
análogo rango, para que el enfrentamiento de ambas produzca una emoción verdadera.
Así, pues, la «ciudad», alberga la connotación de cuanto posee vida. Ahora bien, la
reunión simbólica de «ciudad» y vida ofrece un rasgo novedoso. La tradición poética
había privilegiado la naturaleza como fuente principal de referentes metafóricos. Es más,
el idealismo incluso había consagrado la naturaleza como el libro donde todos los
símbolos podían ser leídos, frente a la artificiosidad y el pragmatismo de la ciudad,

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incapaz de suscitar una visión poética. En la ruptura implícita de este esquema y la


consiguiente identidad entre naturaleza y ciudad se fundamenta el segundo baluarte de
una verdadera poética urbana.
4
«¿De modo que aquí viene la gente para vivir? Yo creería más bien que aquí se muriera».
Con esta cruda aseveración inicia Rainer Maria Rilke las cuadernos donde narra su
experiencia urbana. París («aquí»), con sus hospitales y sus moribundos en plena calle,
propicia una reflexión sobre la muerte que le conduce hasta sus propios recuerdos,
temores y angustias. Hijos de la ira (1944) empieza con un verso de no menor crudeza:
«Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres». «Insomnio», cuyo primer
verso se acaba de anotar, participa de la concepción poética que otorga a la ciudad un
valor simbólico análogo al que poseía la naturaleza en la tradición; pero aporta además
un nuevo dato que aparecía intuido en «Crepúsculo» y tal vez levemente apuntado en los
tres versos finales de «Calle del arrabal». Cuando cae la noche sobre la ciudad, nos dice
Charles Baudelaire en el poema «Recueillement», a unos les alcanza el descanso de su
jornada diurna, pero a otro les asalta le souci (la inquietud, la zozobra). Baudelaire, Rilke
y Dámaso Alonso pertenecen a esta estirpe de poetas. Con sus obras han fundado una
mítica Ciudad del Dolor. Han contemplado incluso la ciudad como el lugar de la muerte;
su desasosiego, angustia y desamparo ha impregnado una visión contemporánea de la
vida urbana, quizá la que simbólicamente se haya afirmado con mayor vigor, y que irradia
desde poemas como «Mujer con alcuza»:
Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoy de donde se sacó.

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