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El hecho de que la gran transformación urbana sea un fenómeno histórico reciente, junto
a la conciencia de que no concierne sólo a quienes lo gestionan, explica el aspecto que en
la actualidad presentan los estudios sobre la ciudad: es poco lo que se ha dicho, pero cada
día se plantean nuevos asedios desde distintas combinaciones interdisciplinares
(urbanistas, geógrafos, historiadores o psicólogos). Y sería conveniente que la crítica
literaria no permaneciera ajena a esta tendencia.
Roland Barthes ya avisaba a los geógrafos, en 1971, de la conveniencia de ir a buscar en
la tradición literaria los datos necesarios para sus investigaciones: «Lo que tiene más
interés no es tanto multiplicar las encuestas o los estudios funcionales de la ciudad, cuanto
aumentar las lecturas de la ciudad, de la que, desgraciadamente hasta ahora, sólo los
escritores nos han dejado algunos ejemplos». Consejo que coincide con la opinión del
geógrafo francés Antoine S. Bailly, autor de un estudio clásico sobre La percepción del
espacio urbano (1979), quien reconoce que «mucho antes que el geógrafo o el urbanista,
el escritor tuvo la ambición de aprehender la ciudad». Ambas observaciones apuntan
hacia la esencia misma de la ciudad, fenómeno que sólo se puede comprender desde el
mestizaje del saber. En la misma línea el geógrafo español Horacio Capel se ha atrevido
a aconsejar a los geógrafos argentinos, reunidos en congreso, que sobre todo lean a Jorge
Luis Borges, en conferencia que recoge el volumen Dibujar el mundo (2001).
Lo que no ha ocurrido, sin embargo, es el consejo de Barthes, Bailly y Capel a la inversa:
el que los críticos literarios asuman la condición urbana que aparece en su propio y
específico campo de observación. Pueden mencionarse, es cierto, algunos trabajos
recientes sobre novela y espacios urbanos, pero en conjunto no remontan un acercamiento
al problema meramente empírico. Y cuando algún tratadista intenta mayores vuelos suele
conformarse con la luz nebulosa de las generalizaciones, o bien derivar sus análisis —en
el mejor de los casos— hacia visiones mucho más amplias o más habituales en la crítica
actual (sociológicas, sociales o sencillamente literarias).
Semejante vacío bibliográfico se halla en el vértice conceptual que reúne el ámbito urbano
y la tradición poética. Mayor, si cabe, puesto que los cimientos críticos y filosóficos de
esta relación, íntima y ya indisoluble, fueron excavados con lucidez en las primeras
décadas del siglo XX por Walter Benjamin, sobre todo en su lectura del París
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decimonónico: «En Baudelaire París se hace por vez primera tema de la poesía lírica». Es
decir, desde Les fleurs du mal la ciudad se convierte en tema de la poesía, pero también
ésta —«la mirada (alegórica) del alienado»— pasa a formar parte del ser de la ciudad. Y
esta doble implicación es la que debe ser desvelada por la crítica allí donde ocurra.
El binomio ciudad y poesía ha de resolver distintos contratiempos históricos y
conceptuales: ¿a qué ciudad se hace referencia cuando se utiliza este término: la urbe
amurallada, la expansión industrial, la metrópoli, la megalópolis? ¿Qué amplitud se
otorga al concepto de ciudad, que es capaz de abarcarlos todos, desde el mero individuo
como reflejo urbano (recuérdese la domus pusilla urbs de Alberti) hasta la Ecumenópolis,
cuya virtualidad cada día es más patente? ¿Qué grado de autonomía histórica y artística
se adscribe a las ciudades en relación con entes de mayor extensión a las que aquellas se
vinculan de manera difícilmente divisible: naciones, estados, países...? ¿Cómo organizar,
en suma, el laberinto de referencias sobre un único concepto, que nace de observar las
ciudades más dispares y distantes? ¿Todas las ciudades son una misma ciudad? Y para
no complicar del todo este panorama, se ha de dar por supuesto que existe un acuerdo
crítico sobre lo que se considera poesía o sobre qué tradición sea la hegemónica.
A grandes rasgos y atendiendo a esta complejidad conceptual, las relaciones entre «poesía
y ciudad» pueden situarse en tres niveles diferentes que indican tres preocupaciones
distintas bajo el mismo enunciado.
En el nivel más genérico posible, ciudad equivale a civilización. Sentido éste que percibió
con claridad Unamuno: «La civilización en su estricto sentido, en el sentido de hacer a
un pueblo civil, ciudadano, dotado de espíritu de ciudad...» Algo semejante, pese al pobre
acierto estético, expresan algunos versos de Eduardo Marquina en sus Canciones del
momento (1910):
Que antes que piedra y que madera y hierro
la Ciudad era espíritu...
A partir de esta concepción cabría interesarse, en un primer acercamiento, por el debate
sobre el papel del poeta en la civilización contemporánea. En la tradición anglosajona,
por ejemplo, este asunto se ha convertido en una preocupación central de cualquier
poética, pero no se puede afirmar lo mismo sobre la hispánica, que suele agotar el
problema con meras anécdotas sociológicas (subvenciones, editoriales, público...).
Si las relaciones entre poesía y ciudad son de doble dirección, en este mismo nivel se ha
de plantear una cuestión mucho más fértil e interesante: ¿qué consecuencias ha tenido la
ciudad-civilización en la tradición poética? Me atrevería a pensar que tanto ese «espíritu
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Ángel González en su primer libro, Áspero mundo, se remiten siempre al Madrid de los
últimos cuarenta y primeros cincuenta. La atmósfera, las luces y el sentimiento de vivir
en aquellos años y en aquella ciudad parecen haberse condensado en ellos, mucho más
que en cualquier descripción directa» (carta de Jaime Gil de Biedma del 20 de octubre
de 1988). Los poetas de esta generación fueron quienes más connotaciones desvelaron
de la vida interior en la metrópoli.
Un tercer nivel de estudio es el que cohesiona radicalmente el nombre de un poeta al
nombre de una ciudad. Pero, ¿es París quien crea la figura de Baudelaire o es Baudelaire
quien ha creado una imagen de París? Que las dos opciones sean ciertas es premisa
necesaria de aquella doble dirección que se establece entre el poeta y la ciudad. Nadie
ha de dudar que cada ciudad tiene un carácter propio que penetra en sus habitantes, pero
tampoco negará que vemos y leemos hoy muchas ciudades apegados a los versos de sus
poetas. Lisboa sin Cesário Verde y sin Álvaro de Campos no sería la ciudad que es.
Como toda clasificación, ésta no es menos arbitraria que cualquier otra. Su única
intención ha sido mostrar esa necesidad que la crítica literaria va a tener, tiene ya, de
estudiar el fenómeno urbano para no desentenderse de preocupaciones y hallazgos de
los poetas.
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poetas antes de la mutación es externa, después será interna. Es decir, la ciudad antigua
fomentó un subgénero apologético de canto a una ciudad que normalmente aparecía
enunciada en el título. En general se trata de composiciones extensas que desarrollan los
siguientes puntos: primero, la fundación e historia mítica de la ciudad; segundo, su
descripción tópica; y en tercer lugar, los hechos y linajes que servían como «medio de
identificación histórica de cada comunidad», según ha estudiado José Luis Orozco Prado.
La nueva perspectiva desarrollada por los poetas tras la gran transformación arraiga en el
uso del espacio urbano —con frecuencia genérico, no relacionado con tal o cual ciudad—
como referente simbólico interno. La ciudad no es ya el único tema, sino un entramado
—referencial o metafórico— que subyace a los temas clásicos de la poesía: el amor, la
soledad, la muerte… De un modo somero podría afirmarse que la ciudad ocupa ahora el
lugar que en la tradición había ocupado la naturaleza.
A grandes rasgos estos son los dos polos del tratamiento poético de la ciudad a lo largo
de nuestra historia literaria. Ahora bien, entre uno y otro se extiende un territorio
fronterizo en el que se mezclan maneras de una y otra actitud. Una obra emblemática de
este punto de inflexión es la «Oda a Barcelona» (1883) del poeta catalán Jacint Verdaguer
(1845-1902), donde se refleja el dinamismo y la expansión metropolitanas en una
composición que presenta todas las características del cántico mítico y apologético:
mes prompte ta creixença rompé l’estret cordó;
(…)
per sobre el clos de pedra saltant com un lleó[pero pronto tu crecimiento rompió el
estrecho cordón;
(…)
sobre el cerco de piedra saltando como un león]Otro texto que ilustra con claridad este
punto de inflexión es el «Canto a la Ciudad Comercial» de Tomás Morales. Con él inicia
la sección «Poemas de la Ciudad Comercial» del libro segundo de Las Rosas de Hércules
(1919). Formalmente se adscribe a la convencionalidad del canto apologético de la ciudad
antigua. Sus 120 versos desarrollan, por este orden, los siguientes motivos: primero, el
linaje y la fundación míticos (1-45); segundo, la descripción de la ciudad (77-113); y
acaba con la conclusión o broche donde el poeta da razón de su «canto» (114-120), final
común también en este tipo de composiciones elogiosas. Además de conservar la misma
estructura de estas, comparte con ellas un mismo tono basado en el uso enfático de la
segunda persona verbal, referida a la ciudad («¡Era tu epinicio!», «Sucinta es tu historia»,
«ésta tu opulenta, sagital, carrera»), impensable en la actual poesía urbana. Estos rasgos
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formales y estructurales, sin embargo, no son coherentes con la materia significativa que
transportan. No describe Tomás Morales una ciudad clásica, sino una dinámica y próspera
ciudad comercial, es decir, moderna. Son constantes las referencias al crecimiento de la
urbe:
Después, tu incremento;
un inusitado desenvolvimiento,
un infatigable sueño de grandeza
Pero lo que fecunda el poema es sobre todo la efervescencia comercial de la ciudad, su
auge económico:
Es la puesta en marcha de esta maquinaria
de ruedas audaces y ejes avizores,
que el cálculo impulsa y el oro gobierna.
¡Cólquida moderna
de los agiotistas y especuladores!
La actividad económica es, de hecho, el único vínculo que mantienen entre sí los
habitantes de la ciudad:
Es la Plaza. Gente,
que detrás del medro corre diligente
y a tu seno el brillo de tu bolsa atrajo;
O dicho de otro modo: los lazos religiosos políticos, culturales, simbólicos… que
tradicionalmente habían unido a los ciudadanos, ahora, en la metrópoli se han ido
reduciendo en favor de una nueva relación preponderante, porque —como afirma Antoine
S. Bailly— «la ciudad transmite cada vez menos la cultura de la sociedad y las
expresiones simbólicas, y ha pasado a ser un lugar económico, en el que signos e
indicadores tipificados nos permiten orientarnos.» Y estos «signos e indicadores»
aparecen diáfanos en el poema. Son los comercios, las mercancías, la maquinaria, el
puerto… En suma, Tomás Morales, sorprendido por la nueva fisonomía que su ciudad
adquiere, describe con exactitud lo nuevo, descubre las tensiones de la mutación, y con
todo ello elabora un poema apoyándose en los rasgos establecidos por un subgénero
tradicional, el canto apologético. Esta aparente paradoja tipifica el punto de inflexión
entre las perspectivas que asumen la poesía de la ciudad antigua (externa) y la moderna
poesía urbana (interna).
El conjunto de poemas que el «Canto a la Ciudad Comercial» prologa recibe el
significativo nombre de «La Ciudad y el Puerto». De hecho, la mención misma de ambos
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títulos señala el modo cómo percibe Tomás Morales su realidad urbana: la Ciudad
Comercial como un todo dividido en dos mitades perfectamente delimitadas: el puerto y
la ciudad.
El puerto es, a su vez, el puente entre dos temas esenciales en Tomás Morales: la Ciudad
Comercial y el Mar. Por una parte, el puerto está integrado en la vida económica de la
ciudad, es una zona vital («Son tus anchas calles y tus malecones»); pero por otra,
adquiere una autonomía simbólica vinculada al «mar». Aunque también se puede dar la
vuelta al aserto: la visión del mar de Morales está íntimamente ligada al ámbito portuario.
La razón que justifica el tema del mar es de índole lírica: «Yo respiré, de niño, su salobre
fragancia.» Es decir, el mar y el puerto forman parte del paisaje originario del poeta, su
visión primera y virginal del mundo. El dato es de capital importancia, pues en él prende
sin duda la tradición poética urbana. La ciudad ahora, en detrimento de la naturaleza, es
codificadora y catalizadora de la experiencia; lógico será por lo tanto tomar una actitud
ante ella, sea ésta de aceptación o de rechazo. En Morales es de plena aceptación: «Yo
amo a mi puerto.» Y su puerto incluye un paisaje de barcos, recién fletados o
herrumbrosos y encallados («yo amo estos barcos»), «poderosas grúas», almacenes de
mercancías, tabernas inmisericordes, y sobre todo un paisaje de marineros foráneos,
viejos lobos de mar que entonan cantares y narran en noches de bonanza las historias,
terribles, de navegaciones y naufragios («¡Hombres del mar, yo os amo!»). Y todo este
ambiente, tan espléndidamente recreado por el poeta, forma parte indefectiblemente de la
percepción lírica de la ciudad.
La concepción de la ciudad en sí misma se adecua a la ruptura de la unidad clásica: no es
una y homogénea, son tres las ciudades que Tomás Morales evoca en la Ciudad. En primer
lugar recrea el poeta «la ciudad del comercio», situada en torno a la calle de Triana:
La calle del comercio, donde ofrece
el cálculo sus glorias oportunas;Algunas notas que caracterizan esta zona de la ciudad
son: riqueza, estrépito, predominio de lo extranjero, de lo oriental… La percepción
poética de este tipo de ambiente urbano es uno de los hallazgos más singulares de
Morales. Al final, sin embargo, el poeta, que con entusiasmo había descrito la caótica
calle, se deja vencer por el cansancio:
Y el alma, que es, al fin, mansa y discreta,
tanta celeridad le da quebranto…
y sueña con el barrio de Vegueta,
lleno de hispano-colonial encanto…
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sino en una naciente actualidad, rodeados de luz y claridad, visibles, aprehendibles. Por
ello también la sentimentalidad implicada en ambos espacios se halla en el polo opuesto
a la nostalgia: la exaltación de una realidad palpable, diáfana, actual, compartida,
aceptada e identificada con el propio ser del poeta. Tomás Morales escribe sobre su
ciudad y su puerto desde un simbólico crepúsculo matutino, lo hace con agudeza de
percepción y entusiasmo, lo describe porque lo ama, porque procede de su interior y
nombra, a su vez, sus vivencias íntimas.
Tal vez Tomás Morales sea el primer poeta español plenamente consciente de
desarrollar una poética urbana. Su lección conviene tanto a los olvidadizos historiadores
de los fenómenos literarios, como a los poetas actuales que reivindican el espacio
urbano como lugar transitable para la poesía.
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...............................mis ojos
....................................saltan entre los vasos
La noche gime extraviada
Los «faroles» personificados —que recuerdan el «Madrigal de los faroles» que compuso
Gerardo Diego como claro ejemplo de esa simbiosis extraña entre tradición y modernidad
que le caracterizó, tanto a él como al movimiento Ultra; por ejemplo, Montes escribe:
«brotan amapolas de los faroles»—, la «ciudad» nombrada por su genérico, la
comparación de los «jilgueros» que testifican la pervivencia de un léxico poético
tradicional, la primera persona de «mis ojos» con aire de lirismo objetivo, y finalmente
«la noche», tiempo predilecto de los ultraístas, herencia tal vez de las ensoñaciones
bohemias del fin de siglo. Al emblemático poema de Garfias podrían sumarse algunos
textos más, igualmente representativos de la idealidad urbana de Ultra: «Carnaval» de
Gerardo Diego, «Conjunción abismo» de Lasso de la Vega, «Cosmopolitano» de Larrea...
Todos se caracterizan por la yuxtaposición de imágenes, por las ráfagas verbales
invertebradas que parecen querer proporcionar una idea disparatada, caótica, irracional y
heterogénea de las urbes modernas.
Esta percepción se remonta al origen mismo de la ciudad post-industrial y cosmopolita;
Henry James, por poner un ejemplo clásico, ya había apuntado que «uno no tiene la
posibilidad de hablar de Londres en conjunto por la sencilla razón de que no hay un
conjunto de Londres... Más bien se trata de una suma de muchos conjuntos». El Londres
de James es también cualquier gran ciudad. La noción de la heterogeneidad urbana, cuyas
raíces se pueden buscar incluso en la época medieval —el cronista Fernão Lopes ya
hablaba de Lisboa como una ciudad de «muitas e desvairadas gentes», ha cristalizado en
la definición clásica de ciudad: «un asentamiento relativamente grande, denso y
permanente de individuos socialmente heterogéneos», acuñada por el archicitado Louis
Wirth en su célebre artículo de 1938, «El urbanismo como forma de vida».
En suma, esta heterogeneidad intrínseca a la ciudad parece el blanco de una poética
ultraísta, aunque, a diferencia de la formulación sociológica, se refiere sobre todo a la
inasible heterogeneidad de los objetos, entre los que el poeta, desde la ciudad y
desposeído de la personalidad subjetiva romántica, se muestra como un objeto más.
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término, que para ser más precisos deberíamos nombrar como metrópolis o incluso
megápolis, nace como corriente de pensamiento en paralelo a la creación y desarrollo de
la gran ciudad en Estados Unidos, tal como han mostrado Morton y Lucía White en su
importante estudio sobre El intelectual contra la ciudad (1962).
Desde el siglo XVIII se verifica, a través de los escritos de Benjamin Franklin (1706-
1790) y Thomas Jefferson (1743-1826), que allí donde el crecimiento urbano empieza a
desbordar los límites de la pequeña comunidad unida es percibido, de una forma
meramente intuitiva pero con agria rotundidad, como el lugar donde se acumulan todos
los males y todos los pecados: «la vida de ciudad —dice Jefferson en una carta de 1823
citada por los White— ofrece más medios para malgastar el tiempo y también con más
frecuencia, y ofrece asimismo los objetos de vicio y vileza más repugnantes. Nueva York,
por ejemplo, al igual que Londres, parece ser un albañal de todas las depravaciones de la
naturaleza humana».
Esta primera actitud de enfrentamiento a la ciudad, hija del puritanismo, recuerda
inmediatamente que el Génesis atribuye a Caín la construcción de la primera ciudad, que
compartió nombre con el de su descendencia: «Conoció Caín a su mujer, que concibió y
parió a Enoc. Púsose aquél a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo»
(Génesis 4,17). Caín era un labrador desterrado, y esta figura —antes que una encarnación
del mal— cumple otro papel más decisivo en la historia de las ciudades: él fue el primer
emigrante que tuvo que abandonar la labranza porque —dice el Génesis (4, 3)— «la
ofrenda a Yavé de los frutos de la tierra» no fue del agrado de éste, es decir, en traducción
del mito a la ciencia económica, la labranza sumió en la pobreza a Caín. Creo que esta
figura del desarraigado como hecho fundador de la ciudad sigue siendo válida a finales
del segundo milenio, y para ello baste pensar en los movimientos migratorios que
actualmente se producen en el Tercer Mundo y la superpoblación de sus ciudades. Un
problema, por cierto, que pocas veces se enuncia.
Regresemos a la concepción de la ciudad como el hábitat del pecado y no alarguemos
más la digresión, peligro éste constante que amenaza no sólo a quien habla de las
ciudades. En carta a su familia del 21 de octubre del 29 Federico García Lorca reconoce
«El otro día tuve al fin mi primera pérdida en la ciudad... Hasta que no pasa esto, no se
entera uno de dónde está, de la inmensidad de calles y la agrupación de millones de
gentes» (Los subrayados, tan significativos, son de Lorca). Igual ocurre con el discurso
de la ciudad, hasta que uno no se pierde en él no se entera de su complejidad y de sus
posibilidades.
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Este primer ataque a la ciudad norteamericana por los intelectuales del XVIII, intuitivo y
plagado de acritud puritana, no resulta tan distante de nuestro contexto como parecen
apuntar los datos concretos. Aquellos nostálgicos de sus pequeñas comunidades unidas
por la religión experimentaron en la gran ciudad un sentimiento de contrariedad que tal
vez sea posible ver reproducido en ámbitos históricos y sociales que nada comparten con
el de partida. En su célebre «El silbo de afirmación en la aldea», Miguel Hernández realiza
uno de los ataques poéticos más feroces que se han realizado contra la ciudad
contemporánea. En este extenso poema, verdadero catálogo de agravios contra la ciudad,
hasta en cuatro ocasiones utiliza argumentos paralelos a los leídos antes en la carta de
Jefferson. En los versos 34-38 se lee:
Topado por mil senos, embestido
por más de mil peligros, tentaciones,
mecánicas jaurías,
me seguían lujurias y claxones,
deseos y tranvías.
Un poco más adelante, en los versos 49-52, se sigue leyendo, ahora ya con términos
menos ambiguos:
Los vicios desdentados, las ancianas
echándose en las camas rosicleres,
infamia de las canas,
y aun buscando sin tuétano placeres.
Los versos 64 y 65 se apoyan en una palabra consustancial a la vida urbana,
«velocidad», para darle un contenido semejante al de la carta de Jefferson, enunciado
ahora con una rotundidad que anula los matices:
Y miro, y sólo veo
velocidad de vicio y de locura.
Y aún se puede leer un verso más, el 114, donde se insiste en la misma idea: «y es
pormayor la vida como el vicio».
Morton y Lucía White señalan en su estudio el miedo como «la reacción más
generalizada» de los intelectuales americanos frente a la ciudad. Miguel Hernández lo
afirma con clarividencia:
No quiero más ciudad, que me reduce
Su visión, y su mundo me da miedo.
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Reducción de la visión y miedo son, por lo tanto, dos primeras consecuencias de una
concepción pecaminosa de la ciudad.
Sin olvidar el punto de partida, la ciudad como «un albañal de todas las depravaciones
de la naturaleza humana», cabría leer ahora tres versillos de Jorge Guillén dispuestos a
quitarle al asunto todo el hierro candente que le habían echado Jefferson y Miguel
Hernández. Dicen así:
De noche en la calle espera.
Por dinero da retórica
sexual: mujer de cualquiera.
(«Tréboles», Clamor)
Convertir la depravación y el vicio en mera retórica me parece un acierto de la ironía
puramente urbana. Hay otro texto de Clamor, el poema en prosa titulado «Esquina»,
donde se describe una espera parecida. Pasa un transeúnte. «Hubo diálogo más de ojos
que de bocas». Punto y guión. Aparece el primer «No». Luego con una finísima gracia
políglota el transeúnte va dándole vueltas a su negativa: «No, pecado, no. ¿Infierno?
Gracias, no lo uso». Entonces, ¿cuál es la razón de una negativa ante algo que sin embargo
acumula tanta antigüedad y prestigio, desde las geishas hasta las cortesanas del
renacimiento? Escribe Guillén: «A pesar de todo, esclavas siempre. Y el humillado yo
también. Necesito tu libertad, tu gusto sin pecado».
Creo que estas frases, que ya no necesitan exégesis, cierran para siempre el primero de
los argumentos que históricamente la metrópoli ha tenido en contra. Porque las verdaderas
causas de muchas cuestiones morales no apuntan a la ciudad tal como se había denunciado
desde el ideal de la pequeña comunidad unida. Y de paso, gracias a la lucidez poética de
Guillén, se descubre una valiosa pista en la construcción del discurso sobre la gran ciudad:
cuando éste se asienta sobre concepciones apriorísticas —una visión religiosa, por
ejemplo—, la distorsión de la mirada crea monstruos (la depravación, el vicio, la locura...)
y produce irremediablemente miedo.
Los verdaderos ataques contra la ciudad moderna habrá que buscarlos, por lo tanto, en
argumentos más sutiles, trazados con menor evidencia.
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Miedo y desconfianza ante el crecimiento urbano consolidan pronto dos posturas contra
la ciudad. Por una parte, aparece una actitud radical con tintes irracionales en contra de
la urbe y de la sociedad que la habita y en favor de la naturaleza salvaje de los bosques y
de los prados en los que aún no existan vestigios humanos. Éste es el caso de Henry David
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Thoreau (1817-1862), quien sólo se sentía a gusto en la ciudad sentado en la sala de espera
de la estación central ante la esperanza de abandonarla. Thoreau vivió «constantemente...
alejándose de la ciudad más y más y retirándose a la espesura». Así lo describió el día de
su funeral, en 1862, su amigo Ralph Waldo Emerson (1803-1882), que es precisamente
quien consolida la otra actitud en contra de la ciudad: el discurso racional y reflexivo,
inserto incluso en una teoría del conocimiento.
La teoría del conocimiento de Emerson se elabora condicionada —y ahora sigo la
descripción de Morton y Lucía White— por «su desagrado ante la ciudad. Emerson
distinguía nítidamente entre entendimiento y razón. El entendimiento se detiene en el
presente, en lo práctico, en lo corriente; en tanto que la razón, que para él era la facultad
más elevada del alma, se limita a percibir, es visión. La razón es la facultad elevada del
filósofo y el poeta [....] y es ejercida típicamente en el campo, en tanto que el
entendimiento es una facultad urbana» (págs. 32-33). Y ahora ya copio las reflexiones de
Emerson citadas por los White: «La ciudad deleita al entendimiento. Está constituida por
finitos, por líneas cortas, nítidas y matemáticas, todas ellas calculables. Está llena de
variaciones, de sucesiones y de artificios. En cambio, el campo ofrece un horizonte
ininterrumpido, la monotonía de un camino interminable, de vastas llanuras uniformes y
de montañas distantes, la melancolía de una vegetación continua e infinita; los objetos
que hay en el camino son pocos y sin interés, constantemente la vista es invitada a
volverse hacia el horizonte y las nubes. Es la escuela de la razón».
Unamuno escribió en 1899 un poema titulado «Al campo» donde afirma compartir la
misma pedagogía:
Aprenderás en su callada escuela
sencillos goces de artificio exentos (Versos 29-30)
El poema empieza con una proposición que hubiera sido muy del gusto de Emerson:
Al campo libre a renovar tu savia
corre cuanto antes, agotado enfermo,
dejando el artificio que te roe, (Versos 1-3)
e incluso algún verso habría entusiasmado a Jefferson:
Que esos ardores de ciudad te temple
y resucite tu vital esfuerzo. (Versos 39-40)
Esta confrontación entre entendimiento urbano y razón natural ha condicionado el
discurso sobre la ciudad desde el romanticismo, —ya sea intuitiva, poética o
racionalmente—. Y no sólo la oposición ha proporcionado argumentos al pensamiento
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existencial decisivo.
La segunda percepción parece, en principio, más extraña a la poesía. Sin embargo no es
necesario, para encontrarla, abandonar la lectura de Dámaso Alonso. En su primer libro,
impreso en 1921, aparece una sección —también nombrada en el título— denominada:
«Poemillas de la ciudad». En el primero, «El propósito», se descubre con timidez el
movimiento urbano, pero el sujeto ya no se encuentra incorporado a él como aquel
joven de la mañana lenta, sino observándolo desde un punto fijo y distante:
De la ventana abierta se veían
lejos
sedas cambiantes, aguas de la noche.
En el segundo texto, «Calle del arrabal», el sujeto ya no busca sus referencias urbanas
fuera, sino dentro, interiorizadas:
Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
pretendo recordarla.
La mención es significativa porque el resto del poema está compuesto por una mera
descripción de una escena urbana sin otra intervención explícita del sujeto; y cuando un
leve movimiento anima la escena («Por el arroyo pasa / un viejo cojitranco») el yo se
encuentra fuera de la misma, evocándola.
El tercer poema, «Los contadores de estrellas», recupera el sujeto que observa a
distancia (en este caso sentimental) la ciudad, y añade un rasgo valorativo revelador:
Miro
esta ciudad
-una ciudad cualquiera-
donde ha veinte años vivo.
Todo está igual.
Este Todo está igual delata una percepción de la ciudad que, más que finita, parece ya
agotada.
El séptimo poema se inicia sin preámbulo inmovilizando un movimiento urbano
concreto, el de la salida de un espectáculo, mediante una imagen poética: «Racimo de
burgueses». Y en el verso siguiente un plural genérico y la ausencia de un artículo crean
una ambigüedad semántica de deliciosa ironía que contribuye a la percepción de la
realidad como inerme: «Salidas de teatro».
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El poema decimoprimero, «Tarde», que lamenta los domingos sin amor («Quiere / el
alma compañía»), concluye con tres versos donde se suma a aquel observador distante
desde la ventana un nuevo observador distante, aunque ahora lo sea de las ventanas
ajenas (metáfora de la compañía no alcanzada por él) en una imagen que no despierta
dudas sobre su concepción de la ciudad como una magnitud calculable, no sé si en el
sentido que había vaticinado Emerson, aunque sí en un brillante cálculo poético de la
soledad:
Heme
aquí, en esta tarde de domingo,
contando las ventanas que se encienden.
El poema duodécimo, «Crepúsculo», repite en su texto una imagen que subraya la
concepción inmóvil de la ciudad, pese a la amenaza de «la noche, monstruo negro»:
Y la ciudad no sabe. La ciudad
extática
se mira en una estrella prematura:y el poema acaba:
Y la ciudad no sabe.
-¡Ay, la ciudad
extática!-
Y están abiertas ya las fauces negras
que habrán de devorarla.
Y todavía se pueden citar tres versos más de un decimotercer poema, «Música callejera»
que cerraba esta parte en la primera edición, aunque fue omitido en ediciones
posteriores:
Sombra vïoleta,
café de la esquina,
dormida ciudad.
Este análisis de los poemillas juveniles y urbanos de Dámaso Alonso señala una
percepción de la ciudad como una entidad distante (física y sentimentalmente),
inamovible, estática (o extática), compuesta de imágenes fragmentarias cuyo
movimiento o bien tiende a ser concebido como inerme, o bien no implica al sujeto.
No sé si Emerson y su teoría antiurbana del conocimiento explican estos «Poemillas de
la ciudad», escritos con una ingenuidad que parece no plantear una postura en contra de
la ciudad; postura que sin embargo existe previa a ellos. En uno de sus primeros
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poemas, «Madrid. Calles de tradición», fechado en 1918, se exaltan las calles antiguas y
solitarias frente a la amenaza de la gran ciudad:
Sin que la calma de estas calles turbe,
a lo lejos difúndese y palpita
un extraño rumor, rugir de urbe,
de estulta población cosmopolita,
Y la misma idea persiste en el intelectual maduro, que en 1949 escribe: «Pero la verdad
es que nosotros, habitantes de las ciudades —tan orgullosos como estúpidos—, nos
entusiasmamos con la burda hojalatería de un automóvil americano, y hemos olvidado
la belleza y la sabiduría (madurada en tantísimas eras) de esta nutricial y verdadera
raigambre» [se refiere Dámaso Alonso al exacto significado de ciertas palabras
vinculadas a la tradición].
Y si el ataque filosófico de Emerson contra las ciudades no se encontrara detrás de estos
poemas, siquiera intuitivamente, sí se puede recurrir a él para analizar algunos versos
emblemáticos de la poesía madura de Dámaso Alonso. El poema «Insomnio» se inicia
con una definición de Madrid establecida como un cálculo —más de un millón— en el
que la realidad de la ciudad queda reducida al método de establecer dicho cómputo —
(según las últimas estadísticas)—. Y la selección léxica del poema contribuye a
potenciar una concepción anti-hodológica de la existencia: me revuelvo, me incorporo,
nicho, me pudro, paso largas horas, se pudren... La conciencia de finitud por la que
clama el poema encuentra su contexto ideal en la ciudad finita y reducida a cálculo que
coincide con la que había descrito Emerson.
De todas formas, la imposibilidad hodológica de la ciudad, es decir, la negación a
concebir la ciudad como camino aparece hondamente enraizado en la poesía de Dámaso
Alonso. «Mujer con alcuza» empieza planteando esta posibilidad: «¿Adónde va esa
mujer, / arrastrándose por la acera...» Pero inmediata y bruscamente la imaginación
hodológica urbana se interrumpe y se traslada a una simbología existencial trabada con
elementos del campo:
Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes...
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Esta reducción del ámbito significativo de la ciudad, producida una vez más en el seno
de la poética de Dámaso Alonso, muestra la clara imposibilidad que la ciudad tiene en
ella para proponer metáforas existenciales, seguramente por su incapacidad para
encarnarse como camino. La ausencia de esta visión hodológica de la urbe —presente en
la poesía moderna desde que Baudelaire la introdujera en su concepto de flâneur— sitúa
a Dámaso Alonso en una actitud poética en contra de la ciudad (concebida como estática
y reducida a cálculo), aun cuando la ingenuidad aparente de algunos poemillas la tiña de
ternura y de simpatía.
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Según el análisis de Morton y Lucía White, «Emerson reconocía que las ciudades ejercen
una suerte de atracción magnética sobre los hombres de genio, y que es probable que sólo
la ciudad ofrezca ciertas instituciones educativas, como escuelas de natación (sic), teatros
de ópera, museos, bibliotecas y círculos sociales, así como oradores y viajeros
extranjeros». Esta virtud de las ciudades frente a la vida alejada de ellas está implícita
incluso en su origen mítico. Entre las razones por las que fue necesario construir ciudades,
el humanista del siglo XIV Francesch Eiximenis afirma en el Dotzé del Crestià que la
primera fue, obviamente, por honor y gloria de Dios; pero ya la segunda razón o «La
segona raó per que los passats edificaren les ciutats es... per esquivar ignorancia e per
saber çó que es profitós e necessari al hom en cors e en anima...». Y hasta cabría recordar
lo que le dijo Sócrates a Fedro en un célebre diálogo platónico: «Soy amante de aprender.
Los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, y sí los hombres de la ciudad».
La observación de Emerson, de raigambre tan antigua, crea una asimetría entre
pensamiento (sea poético o filosófico) y biografía; asimetría que resulta sencillo ilustrar
en muchos poetas y filósofos cuyos escritos personales nos han llegado, con la excepción
de Thoreau, claro. Incluso Miguel Hernández ha dejado en sus cartas impresiones gratas
de la ciudad, opiniones que desechó a la hora de escribir su radical y nada matizado «Silbo
de afirmación en la aldea».
Parecida asimetría es posible rastrearla también entre la obra y el Epistolario completo
(1997) de Federico García Lorca. En sus cartas se repiten elogios a la vida intelectual que
lleva en Madrid, y aún a la ciudad, pese al «bullicio insoportable y [a]... estas calles
amplias llenas de desocupados y de hambrientos». Pero más claro que los continuos
elogios a la ciudad mayor, anotaré sólo dos ejemplos de la comparación entre la vida
intelectual de Madrid y la de su literariamente amadísima Granada. En 1920 le escribe a
su madre, rogándole que interceda ante el padre y le convenza para que siga sosteniendo
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c) Aún nos queda un tercer aspecto por comparar. En Impresiones y paisajes, el repudio
de lo moderno y del presente son radicales, en coherencia siempre con el tropo elegido:
«¡Ciudades arruinadas por el progreso y mutiladas por la civilización actual!» Sin
embargo, de una de estas ciudades castellanas dice Lorca en carta a su familia: «Burgos
es maravilloso, tanto en lo antiguo, que es de lo mejor de España, como en lo moderno».
Esta asimetría entre lo percibido en la realidad y lo reflejado en la obra literaria es la
expresión de otra asimetría más profunda de la que Lorca es consciente desde muy pronto:
los compartimentos estancos que habitan el arte —por una parte— y la civilización
moderna —por otra—. En carta a Adriano del Valle de 1918, a propósito de la aparición
de su primer libro, Lorca reflexiona con lucidez sobre este aspecto: «Yo soy un gran
romántico y este es mi mayor orgullo. En un siglo de zepelines y de muertes estúpidas,
yo sollozo ante mi piano soñando en la bruma...». Es decir, el arte y la poesía viven de
espaldas a la civilización del presente. Resulta curioso que esto se afirme en 1918, año en
que las vanguardias de estirpe futurista empiezan a llegar a Madrid. La ciudad moderna
es, para este primer Lorca, un subgénero de una civilización que desprecia, pero a la que,
de momento, se enfrenta de una manera oblicua, es decir, destacando sólo cuanto en ella
existe de pasado y antigüedad. Es otra forma de estar en contra de la ciudad, en una
oposición que no es ya la de campo-ciudad, sino, ciudad del pasado (ciudad muerta)-
ciudad del presente (civilización moderna); confrontación que también aparece en el
primerísimo Dámaso Alonso, pues este mismo tema es el que se desarrolla —en las
mismas fechas— en su poema juvenil «Madrid. Calles de tradición»: versos que exaltan
las callejas viejas, tristes y solitarias frente al «rugir de urbe» y su «estulta población
cosmopolita»; argumento contra la ciudad que el primer 27 hereda de las corrientes
estéticas del fin de siglo.
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Nueva York ha sido desde el principio el objetivo favorito de los detractores de las
ciudades. La literatura y el pensamiento norteamericanos acumulan reproches, antipatías,
ataques y soflamas en contra de esta ciudad. Y también algún elogio. Nueva York ha
pasado a formar parte de tradiciones literarias que nada tienen que ver con su territorio.
Desde el Diario del poeta reciencasado de Juan Ramón o desde Poeta en Nueva York,
hasta los más recientes Nova York de Blai Bonet, Ciudad del hombre: New York de José
María Fonollosa o el Cuaderno de Nueva York de José Hierro, la gran ciudad
norteamericana forma parte ya de los asuntos y temas centrales de la literatura
contemporánea en España.
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Federico García Lorca incorpora a Poeta en Nueva York muchos de los juicios contra la
ciudad que le preceden y los recrea en versos pletóricos de fuerza poética. Sin embargo,
Nueva York sólo posee relieve de tema principal en dos o tres poemas del libro («La
aurora», «Nueva York (Oficina y denuncia)» y tal vez «Paisaje de la multitud que
vomita»), en los otros textos la gran ciudad, cuando aparece, se limita a acompasar una
angustia y un dolor cuyas raíces exceden la limitada magnitud de los rascacielos:
«¡Asesinado por el cielo!» clama un verso desde el primer poema. Poema cuyo título,
«Vuelta de paseo», busca introducir el sentido hodológico en el libro ya desde el inicio.
Aunque aquí Lorca realiza una pequeña trampa literaria, o por explicarlo con palabras de
María Clementa Millán, editora del texto, se delata «la diferencia existente entre [... la]
'estructura externa' [títulos] y [la] 'configuración interna' del poemario». El camino que el
poema establece con sus identificaciones (árbol, niño, animalitos, agua, mariposa) no es
obviamente urbano como supondría el título de la sección, «Poemas de la soledad en
Columbia University», ('estructura externa') sino campestre ('configuración interna'), en
coherencia con el lugar donde fue escrito: las montañas de Castkills.
Se ha afirmado en estas páginas que en Poeta en Nueva York es posible hallar vestigios
de los discursos contra la ciudad que le preceden. De hecho cuanto se ha anotado en ellas
debería de servir como comentario y glosa a algunos versos del libro.
Una vez recordado cómo el crecimiento urbano fue percibido y aun definido por sus
expresiones más extremas («un albañal de todas las depravaciones de la naturaleza
humana» decía Jefferson), y cómo Guillén sometía este criterio a una nueva visión laica
que señalaba otros responsables antes que la gran ciudad, se comprueba que Lorca
comparte esta última opinión, y añade incluso un nuevo matiz decisivo: el deseo de
amparar el sufrimiento latente que provocan esas situaciones de esquina. En la «Oda a
Walt Whitman» se lee:
Por eso no levanto mi voz (...)
(...)
contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
Versos en los que, ausente la noción del pecado, aflora el sentimiento solidario ante los
que sufren la verdadera soledad, que no es sólo la de quienes poseen una manera de amar
diferente, sino la de quienes se encuentran solos y despreciados en esa soledad.
En esta suma de ecos de los discursos de la ciudad, es posible descubrir rastros de aquel
tropo simbólico que tanto cultivó Lorca en su juventud, el de las ciudades muertas. Un
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verso de «Luna y panorama de los insectos» lo evoca claramente: «por las calles
deshabitadas de la Edad Media que bajan al río».
Con Emerson comparte el rechazo de la ciudad pragmática del cálculo y de la medida. El
poema «La aurora» es un desabrido ataque a la desnaturalizada Nueva York:
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
«Nueva York (Oficina y denuncia)» concentra todos los argumentos en contra de la urbe
matemática: multiplicaciones, divisiones, sumas... operaciones crematísticas bajo las
cuales «hay una gota de sangre». En este poema Lorca enuncia con un gran acierto un
tema capital de la vida en las grandes ciudades, la imposición de una economía monetaria:
Todos los días se matan en Nueva York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
En su fundamental ensayo sobre «las grandes urbes y la vida del espíritu», Georg Simmel
estudia las consecuencias de la economía monetaria impuesta por las sociedades
complejas. Esta economía monetaria, objetiva e indiferente al individuo, crea un espíritu
calculador que, afirma Simmel, «favorece la exclusión de aquellos rasgos esenciales e
impulsos irracionales, instintivos, soberanos, que quieren determinar desde sí la forma
vital, en lugar de recibirla como una forma general, esquemáticamente precisada desde
fuera». Subrayo en el texto las palabras exclusión e impulsos soberanos. Creo que esta
observación sociológica se encuentra en el centro del discurso antiurbano de Lorca, quien,
por cierto, lo dice con una belleza que estremece:
debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Estos temas —el mal, el progreso ciego, el cálculo— no agotan el pensamiento contra la
ciudad en la literatura y la filosofía norteamericanas ni tampoco en Poeta en Nueva York.
Hablando de multitudes, de la angustia, de amenazas e injusticias... se podría seguir
estableciendo paralelismos entre ideas y versos, no sé si en el aire de la imaginación o
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sobre la tierra firme de los textos. Pero para cerrar estas divagaciones me gustaría anotar
una frase de un célebre narrador norteamericano del siglo XIX, Nathaniel Hawthorne,
quien afirmó: «Hay motivos para sospechar que un pueblo va hacia la decadencia y la
ruina en el momento mismo en que su vida se torna fascinante para la imaginación del
poeta o el ojo del pintor». ¿Cómo no darle la razón si se piensa en el Nueva York del 29
y en los ojos de Lorca embelesados en las multitudes? «Tropezando con mi rostro distinto
de cada día» dice un verso de «Vuelta de paseo»; un verso —por cierto— que deshace
aquella trampa con la que inicia el libro y desvela la autenticidad de su sentido hodológico
urbano: un rostro distinto cada día, el camino y la multitud no están fuera, como en el Poe
de «El hombre de la multitud» que la observa cínico desde «el café D., de Londres.», sino
que camino y multitud se encuentran dentro del poeta, y éste es uno de los rasgos poéticos
y también de percepción urbana más notables de Poeta en Nueva York.
Se me ocurre, sin embargo, que tal vez sí se pueda decir, parafraseando al novelista
norteamericano, que cuando la imaginación de un poeta o el ojo de un pintor se fijan en
la decadencia y en la ruina de una ciudad, ésta inmediatamente se redime, como esta
espléndida imagen nocturna de Nueva York redime la ciudad de cuantos males se le han
atribuido en estas páginas: «Enjambres de ventanas acribillan un muslo de la noche».
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